Cuentos extraordinarios

L u i g i P i r a n d e l l oL e o p o l d o L u g o n e sG e o r g e M o o r eS a k iS e a n O ʼ F a o l a i nM e d a r d o F r a i l e

© Factotum Ediciones, 2017Pasaje Rivarola 169 (1015) Buenos Aires, Argentinawww.factotumediciones.cominfo@factotumediciones.com

© Editorial Popular, 2002, 2017C/Doctor Esquerdo, 173 6º Izda.Madrid, Españawww.editorialpopular.com

Compilación: Mercedes CaleroCoordinación editorial: Renata CercelliPrólogo: Hugo SalasDiseño de tapa: Javier Basile y Melina Olivella ­| Grupo KPRIlustración de tapa: Melina Olivella ­| Grupo KPRDiseño de interiores: Renata CercelliArmado: Brenda WainerCorrección: Mónica Campos y Álvaro López Ithurbide

ISBN 978-987-46218-9-4

Libro de edición argentina.Impreso en China. Printed in China.

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor y herederos. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

Cuentos extraordinarios / Luigi Pirandello ... [et al.] ; compilado por Mercedes Calero. - 1a ed . - Buenos Aires : Factotum Ediciones ; Madrid : Editorial Popular, 2017.112 p. ; 22 x 15 cm. - (Palabras mayores / Indij, Guido )ISBN 978-987-46218-9-41. Cuentos. 2. Cuentos de Ciencia Ficción. I. Calero, Mercedes, comp. CDD 863

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Prólogo

En un sentido estricto o literal –aquel en el que por “extraordinario” se entiende “inusual”, “raro”, “anómalo”, “fuera de lo común”–, la gran mayoría de los cuentos escritos a lo largo de la historia de la humanidad lo son. De hecho, los poquísimos casos en los que una voluntad realista o minimalista extrema dicta el más parco de los sucesos, el producto final termina siéndolo por eso mismo: nada más inusual que una obra literaria que apueste a ser, en algún sentido, “corriente”.

¿Dónde encontrar, entonces, la fibra que enlaza y reúne los textos compilados en este volumen? ¿Qué peculiar manera de lo desacostumbrado ofrecen al lector? La excentricidad de estas seis historias reside en la construcción de personajes y situaciones que exhiben formas singulares de obstinación. Todos

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ellos, de una manera u otra, adoptan un curso de acción contrario a las expectativas corrientes, no solo por su rareza, sino sobre todo por la negativa a admitir cualquier modificación, aun frente a la palmaria evidencia de que en el tesón va inscripta su ruina.

Así, sobre la vieja tópica del ingenuo arrojado al lugar de bobo por enunciar la más estricta verdad sin las prevenciones sociales de rigor, Pirandello construye un encantador relato de juicio cortesano. La cándida y tozuda veracidad de Tarará, su protagonista, no hace más que sumirlo en el escarnio. Al igual que en sus célebres obras dramáticas, la progresión va del humo-rismo –registro que el Nobel italiano conocía a la perfección– a lo patético y terrible, en el contexto de un relato en escena única de claros visos teatrales.

En el extremo opuesto, la encarnizada (y cruel) intran-sigencia del narrador de Leopoldo Lugones proviene, antes bien, de las certezas fatales del saber y la ciencia. Aquí los ecos que se oyen son los del científico román-tico, el desquiciado y prometeico Frankenstein, pero también los de la locura con método de Hamlet, en la medida en que es un curso de razonamiento el que abisma al protagonista a la desesperación. El desenlace aporta a todo ello un giro amargo e irónico, poniendo en tela de juicio los principios mismos a partir de los cuales el lector construye sus propias certezas.

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Prólogo

Con notable sutileza y no menos sentido de la ironía, el irlandés George Moore labra el retrato de una obstinación tan tozuda que ni siquiera es consciente de serlo, en la figura del torpe sacerdote MacTurnan, pletórico de buenas intenciones y escasas herramientas. Las formas directas de su literatura permiten advertir la influencia de Émile Zola, a quien conoció en París, si bien aquí aparecen aplicadas a un paisaje geográfico y espiritual muy distinto del que acostumbra el padre del naturalismo.

Saki, por su parte, explota los meandros del exotismo religioso convertido en pura superstición para con todo ello acabar con pocas pinceladas una historia muy bella en la que una de sus protagonistas se ve enfrentada al terror de que acaso su amiga sea capaz de perseverar en el mal aún después de la muerte. La animalidad y la degradación entretejen un argu-mento que se cierra sobre sí mismo de manera magis-tral y elíptica, en una deslumbrante lección de estilo.

En sintonía, la inusitada persistencia del pasado, aun cuando pasa inadvertida, es la materia a partir de la cual Sean O’Faolain forja un relato entre sentimental y onírico, humorístico y serio. La terquedad de sus padres, vista en retrospectiva, oficia de espejo viejo y arrumbado que devuelve al protagonista de “La cocina” el rumor de una nostalgia sorda, insospechada. De allí

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en más, se resiste a abandonarlo, o él a ella, con la fatal constatación de que nada hay más concreto para la mente que los fantasmas que la pueblan.

Cierra la colección Medardo Fraile, español poco conocido en el Río de la Plata, que se puede advertir aquí, cultivó la brevedad con particular lirismo. Vuelta de tuerca lúcida sobre uno de los tópicos lite-rarios y culturales más crueles de la vieja España, el de las solteronas; las dos extraordinarias prota-gonistas de su cuento, Martita y Flora, renuncian al tradicional destino de oscuridad y sombra para abrazar una pasión por la luz que amenaza con desbordarlo todo. Su enorme araña de cristales progresa al ritmo de la alegoría, en una obra que debe haber resultado aún más punzante entre las tinieblas del franquismo.

Hugo Salas

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La verdadL u i g i P i r a n d e l l o

Lo primero que hizo Saru Argentu, más conocido por “Tarará”, apenas introducido en el cerco de los acusados de la triste Corte de Asís, fue sacar del bolsillo un gran pañuelo de algodón rojo con flores amarillas, y extenderlo cuidadosamente sobre uno de los asientos del escaño, para no ensuciar, al sentarse, el traje de fiesta de grueso paño azulado. Era nuevo el traje y nuevo el pañuelo.

Ya sentado, volvió la cara y sonrió a los campe-sinos que llenaban, desde la barandilla, la parte de la sala reservada al público. El áspero y magro hocico de puerco, acabado de afeitar, le daba el aspecto de una mona. De las orejas le pendían dos cadenillas de oro.

De la multitud de campesinos se desprendía, denso, pestilente, un hedor de establo y de sudor, una fetidez caprina, un tufo de bestias sucias que sofocaba.

Luigi Pirandello

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Una de las mujeres, vestida de negro, con la mantilla de paño cubriéndole los ojos, se puso a llorar desconsoladamente cuando vio al acusado, quien, a su vez, mirando desde el banquillo, sonreía; ya levantaba una manaza curtida por el contacto con la tierra, ya plegaba el cuello hacia un lado y hacia otro, no en calidad de saludo, sino para hacer a este o aquel de los amigos y compañeros de trabajo una señal de recono-cimiento; todo con cierta complacencia.

Para él, eso era casi una fiesta después de tantos y tantos meses de prisión preventiva. Y se había endo-mingado para tener buena presencia. Era pobre, tanto que no pudo ni siquiera pagar un abogado y tenía uno de oficio; pero en aquello que dependía de él, eso sí, limpio estaba al menos, afeitado, peinado y con el traje de las fiestas.

Después de la primera formalidad, constituido el jurado, el presidente invitó al acusado a ponerse de pie.

—¿Cómo es su nombre?—Tarará.—Ese es un sobrenombre. ¿Su nombre?—Ah, sí, Señoría: Argentu, Saru Argentu, Excelencia.

Pero todos me conocen por “Tarará”.—Está bien. ¿Cuántos años tiene?—Excelencia, no lo sé.

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YzurL e o p o l d o L u g o n e s

Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.

La primera vez que se me ocurrió tentar la expe-riencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. “No hablan, decían, para que no los hagan trabajar”.

Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:

Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cere-brales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de

Leopoldo Lugones

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la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.

Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.

Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.

Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.

Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo, bien que reducida casi enteramente al mime-tismo, había desarrollado mucho sus facultades; y esto era lo que me incitaba más a ensayar sobre él mi en apariencia disparatada teoría.

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Yzur

Por otra parte, se sabe que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis proba-bilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos a la espalda para conservar el equili-brio y su aspecto de marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí.

No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica a sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, a pesar de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas palabras. Por lo que hace a la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está probado que ella sea “fatalmente” el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido en anatomía, los hechos contradic-torios son desde luego incontestables.

Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz,

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Una carta a RomaG e o r g e M o o r e

Una mañana, mientras estaba recogiendo las cosas del desayuno, el ama de llaves del cura mencionó que Mike Mulhare se oponía a que su hija Catherine se casara con James Murdoch hasta que este hubiera ahorrado el dinero que costaba comprar un cerdo.

—¡Malas noticias! —dijo el cura y puso el periódico en la mesa.

—¡Y el pobre la ha estado esperando todo el verano! ¿No fue en el mes de febrero pasado cuando salió del asilo? ¡Y hay que ver la cabaña tan bonita que ha construido para ella! Se encontrará tan solo allí que se marchará...

—¡A América! —dijo el cura.—A lo mejor a donde vuelve es al asilo, porque es

imposible que gane el dinero que cuesta un cerdo en las obras de reparación de caminos y carreteras.

George Moore

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El sacerdote se la quedó mirando un momento, como si no comprendiera lo que estaba diciendo. Al oír que alguien llamaba a la puerta con los nudillos, dijo:

—Aquí está el inspector y, además, hay gente que me está esperando.

Y mientras distribuía la ropa que le habían mandado de Manchester, empezó a discutir con el inspector la dirección que debía adoptar la nueva carretera; y cuando volvió del sitio donde se estaban realizando las obras de reparación que siguieron a los días de la hambruna, ya tenía la comida esperándole. Pasó la tarde atareado escri-biendo cartas; y hasta que las terminó y se las entregó a la encargada de la oficina de correos, no pudo ir a ver al pobre James Murdoch, que había construido una cabaña al final de una de las sendas de la hambruna, en una hondonada protegida del viento.

El cura lo observó un buen rato, mirando cómo cavaba su parcela de terreno pantanoso.

Y cuando James vio al cura, clavó la azada en la tierra y se acercó a él. Iba medio desnudo, casi tan desnudo como un animal, y los pies le asomaban por el borde de sus andrajosos pantalones; llevaba una camisa, pero esta no tenía botones y el viento hacía temblar el vello de su pecho: la criatura que uno espera ver salir del tugurio que tiene a su espalda.

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Una carta a Roma

—Hemos tenido poca lluvia durante el verano —dijo— y se me pasó por la cabeza la idea de cons-truir una tubería de desagüe. Pero ¡qué mala suerte tengo, reverencia!, ¡y pensar que acabo de construir esta cabaña para ella! Ahora hay un poco de humo en la casa, pero si consigo traerme aquí a Catherine, no tardaré mucho tiempo en poner una chimenea. Le dije a Mike que debía darle a Catherine un cerdo como dote, pero me contestó que le daría un ternero cuando yo comprara el cerdo, y yo repliqué: “Pero ¿no he construido yo una buena casa y no será también buena para criarlo en ella?”.

Y caminaron juntos por el tremedal, James sin parar de hablar con el cura todo el tiempo, porque raras veces tenía con quién hablar.

—Bueno, no quiero impedirte que sigas cavando.—Habrá tiempo de sobra para hacerlo —dijo James—.

¿Es que no me paso aquí todo el día?—Voy a ir yo en persona a ver a Mike Mulhare

—dijo el cura.—Que Dios le dé a su reverencia muchos años de vida.—Intentaré conseguirte el dinero para comprar ese

cerdo.—¡Ay, qué bueno es con nosotros, su reverencia!El sacerdote se quedó de pie mirándolo, preguntán-

dose si se hartaría de esa vida tan dura y se volvería

Índice

Prólogo, 5

La verdad, 9Luigi Pirandello

Yzur, 23Leopoldo Lugones

Una carta a Roma, 39George Moore

Laura, 65Saki

La cocina, 75Sean OʼFaolain

Un juego de niñas, 95Medardo Fraile

Títulos de la colección

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