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2.3. Conquista y romanización: la pervivencia del legado cultural romano en la cultura hispánica La presencia romana en la Península comprende desde el siglo III a. C. al V d.C. La conquista se inició en la Segunda Guerra Púnica, cuando los romanos vencieron a los cartagineses y los expulsaron del territorio, hacia el 204 a.C. Tras la guerra, sin embargo, los romanos sólo controlaban las zonas próximas al Mediterráneo y el valle del Guadalquivir. Durante dos siglos fueron extendiendo su dominio. A mediados del siglo II a.C. derrotaron a los lusitanos y a los celtíberos, incorporando la Meseta. Y a finales del siglo I a.C., ya bajo el dominio de Augusto, sometieron a las tribus de cántabros y vascones, en el norte. Los romanos organizaron la explotación sistemática del territorio. Dividieron Hispania en tres provincias (Bética, Lusitania y Tarraconense) y organizaron una economía de tipo colonial, a base de extraer la riqueza mineral y exportar vino, aceite y salazones. Pero a lo largo de los siglos, los romanos también introdujeron su lengua, su organización social, sus leyes, sus costumbres y sus avances culturales, en un proceso que denominamos romanización. El proceso fue más intenso en las zonas conquistadas en primer lugar, las más avanzadas de la Península. El latín fue el principal vehículo de civilización, y ha dado lugar a la mayor parte de las lenguas peninsulares. Introdujeron también su derecho, transformando las relaciones económicas y sociales. Igualmente construyeron nuevas ciudades, con la trama regular característica, y con sus foros, templos, basílicas y edificios de espectáculos. Tanto de ellos como de las obras de ingeniería, como puentes y acueductos, quedan bastantes restos diseminados por la geografía peninsular. Por último, también introdujeron sus cultos religiosos, aunque finalmente fue el cristianismo la creencia que acabaría imponiéndose. Hasta qué punto la romanización fue completa, que a mediados del siglo I los hispanos recibieron la ciudadanía romana. En esos primeros siglos del Imperio fueron de procedencia hispana emperadores como Trajano, y escritores como Marcial o Seneca.

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2.3. Conquista y romanización: la pervivencia del legado cultural romano en la cultura hispánica

La presencia romana en la Península comprende desde el siglo III a. C. al V d.C. La conquista se inició en la Segunda Guerra Púnica, cuando los romanos vencieron a los cartagineses y los expulsaron del territorio, hacia el 204 a.C. Tras la guerra, sin embargo, los romanos sólo controlaban las zonas próximas al Mediterráneo y el valle del Guadalquivir. Durante dos siglos fueron extendiendo su dominio. A mediados del siglo II a.C. derrotaron a los lusitanos y a los celtíberos, incorporando la Meseta. Y a finales del siglo I a.C., ya bajo el dominio de Augusto, sometieron a las tribus de cántabros y vascones, en el norte.

Los romanos organizaron la explotación sistemática del territorio. Dividieron Hispania en tres provincias (Bética, Lusitania y Tarraconense) y organizaron una economía de tipo colonial, a base de extraer la riqueza mineral y exportar vino, aceite y salazones.

Pero a lo largo de los siglos, los romanos también introdujeron su lengua, su organización social, sus leyes, sus costumbres y sus avances culturales, en un proceso que denominamos romanización. El proceso fue más intenso en las zonas conquistadas en primer lugar, las más avanzadas de la Península. El latín fue el principal vehículo de civilización, y ha dado lugar a la mayor parte de las lenguas peninsulares. Introdujeron también su derecho, transformando las relaciones económicas y sociales. Igualmente construyeron nuevas ciudades, con la trama regular característica, y con sus foros, templos, basílicas y edificios de espectáculos. Tanto de ellos como de las obras de ingeniería, como puentes y acueductos, quedan bastantes restos diseminados por la geografía peninsular. Por último, también introdujeron sus cultos religiosos, aunque finalmente fue el cristianismo la creencia que acabaría imponiéndose.

Hasta qué punto la romanización fue completa, que a mediados del siglo I los hispanos recibieron la ciudadanía romana. En esos primeros siglos del Imperio fueron de procedencia hispana emperadores como Trajano, y escritores como Marcial o Seneca.

2.4. Las invasiones bárbaras. El reino visigodo: instituciones y cultura.

La llegada de los visigodos a la Península se produjo a comienzos del siglo V, cuando los romanos les ofrecieron instalarse allí a cambio de expulsar a las tribus que previamente habían invadido Hispania. Fue en el 469 cuando se hicieron con el control definitivo del territorio, independizándolo del Imperio.

Dado el escaso número de invasores, los godos optaron al principio por mantenerse separados de los hispanorromanos, con códigos legales distintos y prohibición de matrimonios mixtos. Una separación que duraría un siglo, hasta que los visigodos acabaron de romanizarse por completo.

La visigoda fue una monarquía electiva, aunque con el tiempo los reyes tendieron a intentar que fueran elegidos sus propios familiares. La sucesión a la Corona fue casi siempre conflictiva, pero eso no impidió que los reyes visigodos controlaran el territorio y lo gobernaran de forma eficaz. Para ello contaron con dos sistemas de administración: el central y el territorial. El primero estaba formado por el Officium Palatino o consejo nobiliario, y el Aula Regia, que funcionaba como una especie de órgano administrativo, a las órdenes del rey. La administración territorial la encabezaban los Duces o jefes militares que mandaban en las provincias, y los Comes civitates o gobernadores de las ciudades.

La Iglesia adquirió pronto un papel predominante, sobre todo cuando, a finales del siglo VI, los visigodos aceptaron el cristianismo oficial y se eliminaron las barreras entre godos e hispanorromanos. Los Concilios de la Iglesia, además de regular el culto religioso, se encargaban de redactar y revisar las leyes, por lo que fueron aumentando su influencia. Además, la Iglesia fue acaparando cada vez más bienes, aunque siempre bajo la autoridad de la Corona.

La aportación cultural de los visigodos fue reducida, porque su civilización era mucho más atrasada que la de la Hispania romana. Apenas quedan restos artísticos, y dentro de ellos lo más original son las piezas de orfebrería y esmalte de los tesoros de Guarrazar y Torredonjimeno. En cuanto a las letras, asimilaron pronto el latín, y en su uso destacaron algunos obispos, particularmente San Isidoro de Sevilla y San Leandro.

3.1. Evolución política de Al-Ándalus: conquista, Emirato y Califato de Córdoba

En el año 711 un destacamento árabe atravesó el estrecho y, aprovechando la debilidad de los visigodos, enzarzados en luchas internas, derrotó a las tropas de don Rodrigo en la batalla de Guadalete. En pocos años, los árabes conquistaron la mayor parte de la Península, hasta las riberas de los ríos Duero y Ebro. La conquista se vio facilitada por la escasa resistencia militar y la indiferencia de la mayor parte de la población campesina, cansada de la explotación a la que le sometía la nobleza visigoda.

Los invasores se repartieron el territorio. Los árabes se instalaron en las ricas ciudades del sur, mientras que los bereberes se instalaron en las zonas más frías y más pobres del interior y de la frontera.

En el 755 desembarcó en la Península Abd el-Rahman, último de los Omeyas, que habían sido eliminados por la nueva dinastía islámica, los Abasíes. Abd el-Rahman se hizo con el apoyo de las familias árabes, y estableció el Emirato de Córdoba, como estado independiente que rechazaba la autoridad de los califas de Bagdad. Durante dos siglos sus sucesores asentaron el dominio sobre al-Ándalus, aunque tuvieron que combatir sucesivos levantamientos de los bereberes, descontentos con el dominio árabe, y de los mozárabes, los cristianos andalusíes que veían recortados sus derechos bajo dominio musulmán.

A comienzos del siglo X, en plena crisis política, ascendió al trono Abd el-Rahman III, que tras vencer uno por uno los focos de rebelión, se autoproclamó califa en el 929, estableciendo el Califato de Córdoba. La decisión suponía la ruptura religiosa y definitiva con Bagdad. Córdoba alcanzó su máximo esplendor bajo su reinado y el de su sucesor Al-Haken II. Ambos convirtieron al-Ándalus en la principal potencia económica y cultural de Europa.

A finales del siglo X, sin embargo, comenzó la decadencia. La debilidad del nuevo califa puso el poder en manos de su visir, al-Mansur, lo que provocó el descontento de las familias nobles. Al-Mansur mantuvo un control absoluto del gobierno y derrotó a numerosos ejércitos cristianos del norte. Pero a su muerte, a comienzos del siglo XI, la crisis estalló en Córdoba. Sucesivos enfrentamientos entre los candidatos al trono acabaron cuando, en el 1031, los nobles andalusíes pusieron fin al Califato, dividiendo al-Ándalus en una treintena de estados, los reinos de Taifas.

3.4. El legado cultural de Al-Ándalus

La cultura andalusí es el resultado de la fusión de dos fuentes distintas: la cultura islámica, de origen oriental, y el sustrato cultural hispanovisigodo. En realidad, la cultura que ha llegado a nuestros días es, como en los reinos cristianos, la de las clases dominantes. Prácticamente no queda nada de la cultura popular, la de los campesinos y trabajadores analfabetos, cuyas tradiciones y formas de expresión nos son totalmente desconocidas.

Durante los ocho siglos de Al-Ándalus, hubo periodos de esplendor cultural y otros de oscurantismo. Entre los primeros destacan sobre todo tres momentos: la Córdoba del Califato, la producción cultural de algunos de los reinos de taifas, y la corte de los nazaríes. Por el contrario, la producción literaria y científica fue menos brillante a lo largo del emirato y durante los dominios almorávide y almohade.

Como todas las civilizaciones del Islam, la religión tuvo un peso importante en la producción cultural, al impregnar todas las actividades de la vida cotidiana. No obstante, y en general, los escritores, pensadores y científicos pudieron trabajar sin demasiadas interferencias de los doctores del Islam. Eso explica la calidad de la producción literaria y científica de cortes como la cordobesa, la sevillana o la granadina.

El árabe fue la lengua dominante. Aunque el latín permaneció muchos siglos, sobre todo entre los mozárabes, pronto la mayor parte de la población adoptó el árabe. De hecho, casi toda la producción literaria, filosófica y científica se realizó en lengua árabe. Un árabe, eso sí, que fue evolucionando, bajo la influencia del contacto con las poblaciones cristianas del norte, entre las que el romance iba sustituyendo al latín.

La literatura andalusí es muy diversa. Fue cultivada inicialmente por los escribas y juristas, únicos que sabían escribir, pero poco a poco se fue extendiendo entre las elites. Fue en el siglo X cuando los califas, sobre todo Hixam II, convocaron en Córdoba a algunos de los mejores poetas y científicos de su época. Allí se desarrollaron la poesía lírica amorosa y el género de cuentos y leyendas. Pero también comenzó a cultivarse la filosofía, la historia y la ciencia.

Entre los principales escritores andalusíes musulmanes destacan los filósofos Averroes y Avempace, el poeta Ibn Hazam, autor de El collar de la paloma o el historiador Ibn Hafsun. Pero también hay que destacar la aportación de escritores judíos, como el poeta Ibn Gabirol y el filósofo Maimónides.

Otro aspecto destacado de la cultura andalusí fue el desarrollo de las ciencias, y en particular la astronomía, las matemáticas y la medicina. En este último campo destacó también Averroes, responsable además de la trasmisión de la filosofía aristotélica a la cultura medieval occidental.

3.5. La mezquita y el palacio en el arte hispanomusulmán

Tras la conquista, los árabes ocuparon los edificios civiles y las iglesias de los visigodos, transformando estas últimas en mezquitas. Fue a finales del siglo VIII cuando Abd el-Rahman I ordenó construir una mezquita en Córdoba. Durante más de dos siglos, el edificio fue ampliándose en sucesivas fases, hasta completar su actual distribución. Tanto la mezquita de Córdoba como las que se construyeron en otras ciudades andalusíes se hicieron con elementos constructivos tomados del arte romano, bizantino y visigodo. Lo más característico de la mezquita cordobesa son los arcos dobles, el superior de herradura, construidos alternando sillares y ladrillos, lo que le da su particular combinación de colores.

Además de la Córdoba, son pocos los restos que quedan de otras mezquitas. Entre ellos están la de Bab el-Mardum, en Toledo, el Patio de los Naranjos de la Catedral de Sevilla (patio de la antigua mezquita almohade) y el oratorio de la Aljafería de Zaragoza. Los cristianos destruyeron o reutilizaron la mayor parte de las mezquitas en las ciudades tras su conquista.

Tampoco los palacios han llegado hasta nosotros, destruidos unos por los propios andalusíes, y otros por los conquistadores cristianos. En las principales ciudades hubo edificios suntuosos y ricamente decorados. Entre ellos estuvo el palacio de Abd el-Rahman III en Córdoba, Medina al-Zahra, cuyos restos aún dan una idea del refinamiento constructivo y decorativo del Califato. También ha llegado parcialmente hasta nosotros la Aljafería de Zaragoza. Pero nada queda de otros edificios, como el palacio almohade de Sevilla.

La excepción la constituye el fantástico complejo de la Alhambra, la sede palacial de los nazaríes. Constituido por dos palacios contiguos, el de Comares y el de los Leones, fue conservado por los Reyes Católicos. Su riquísima decoración incluye azulejos, yeserías, bóvedas de mocárabes y juegos de agua que producen una atmósfera refinada y sensorial, y que nos trasmite el grado de distinción que alcanzaron los reyes granadinos.

4.1. Los reinos cristianos en la Edad Media: los primeros núcleos de resistencia

Tras la invasión del 711, los musulmanes permitieron que algunos miembros de la nobleza visigoda se refugiaran con sus huestes en las montañas del norte. Allí surgieron los primeros núcleos de resistencia, que lentamente iniciarían un avance hacia el sur.

El primero de esos núcleos fue el reino astur. Según la leyenda, don Pelayo habría derrotado a los musulmanes en Covadonga en el 722, pero en realidad fue el desinterés de las autoridades andalusíes el que le permitió consolidar su reino hacia la región vasca y hacia Galicia, instalando la capital en Oviedo. El reino se consolidó a partir del siglo IX, conforme llegaban mozárabes y se comenzaban a colonizar los valles. A comienzos del siglo X, tras consolidar el dominio al norte del Duero, trasladó su capital a León. También en el siglo X surgió, dentro del reino, el condado de Castilla, una tierra de frontera que se expandió hacia el sur en parte gracias a la casi total independencia de los condes.

En el Pirineo occidental, los musulmanes, aliados con los señores muladíes del valle, consiguieron rechazar a los carolingios, pero renunciaron también a ocupar las zonas de montaña. Allí, las comunidades navarras, primero, y más tarde las aragonesas, comenzaron a organizarse y a extenderse valles abajo hacia el sur. En el siglo IX los navarros consiguieron derrotar a los musulmanes en la batalla de Albelda, lo que les permitió consolidarse como estado.

El otro núcleo de resistencia surgió en Cataluña. El Pirineo oriental quedó bajo dominio carolingio a finales del siglo VIII, y allí se constituyó la Marca Hispánica, bajo control de nobles francos Pero tras la descomposición del Imperio carolingio, los condes se independizaron, al tiempo que se iniciaba el control de los valles. En el siglo X, los condes de Barcelona comenzaban a imponerse al resto de los señores.

Durante la segunda mitad del siglo X, los reinos cristianos sufrieron el ataque continuado de los musulmanes, durante el gobierno de al-Mansur. Pero la situación cambiaría a comienzos del XI con la crisis del califato, que les permitió consolidar sus fronteras y avanzar hasta los valles del Duero y del Ebro.

4.2. Los reinos cristianos en la Edad Media: principales etapas de la reconquista

Entre el año 711 y 1492 se desarrolló una larga lucha entre los núcleos cristianos del norte peninsular y los distintos estados de al-Ándalus, una lucha intermitente que dio lugar al avance cristiano en un proceso que se ha denominado reconquista, pero que en realidad consistió en la formación de nuevos reinos, los de Castilla, Portugal y la Corona de Aragón.

Podemos distinguir diferentes etapas en ese proceso de avance. La primera de ellas incluiría los siglos VIII, IX y X, y en ella se produjo la consolidación de hasta cinco estados diferenciados: Asturias (más tarde reino de León), Castilla, como condado incluido dentro del primero, el reino de Navarra, el de Aragón y los condados catalanes, independizados ya en el siglo X del estado carolingio. En esa primera etapa los reinos cristianos avanzaron hasta ocupar los valles al sur del Pirineo y del Cantábrico.

La segunda etapa cubriría la segunda mitad del siglo XI y el siglo XII. En ella se produce la separación de Portugal, por un lado, y el reino de Castilla y León por otro, así como la formación de la Corona de Aragón, integrada por el reino de Aragón y el principado de Cataluña. En ese periodo se produce la conquista del sur del Duero y del valle del Tajo por Castilla-León, con la conquista de Toledo en 1085, mientras en la zona oriental los catalano-aragoneses ocupan el valle del Ebro tras la toma de Zaragoza, en 1118. Es también en el siglo XII cuando ambas Coronas firman dos pactos sucesivos por los que se reparten las sucesivas áreas de conquista.

La tercera etapa abarca desde 1212, fecha de la victoria de las Navas de Tolosa, hasta la caída de Sevilla en 1248. Es, desde el punto de vista territorial, la más importante de todas. En sólo treinta años, los castellano-leoneses ocupan el territorio de la Meseta sur, Extremadura y la Andalucía occidental, relegando al-Andalus al territorio de la Andalucía oriental, donde se formó el reino nazarí de Granada. En el lado oriental, los catalano-aragoneses realizaron la conquista de las Baleares y del reino de Valencia, completando así su territorio peninsular.

Durante más de dos siglos las fronteras se mantuvieron casi intactas, en parte por el agotamiento del movimiento repoblador cristiano y en parte por las buenas relaciones entre castellanos y nazaríes, con momentos puntuales de tensión. La cuarta fase conquistadora se producirá a finales del siglo XV. Las tensiones internas dentro de la corte nazarí, unidas a la intención de los Reyes Católicos de acabar con la presencia de estados musulmanes en la Península, desembocaron en la guerra de Granada, entre 1482 y 1492, que culminó con la toma de Granada y el fin de al-Ándalus.

4.3. Modelos de repoblación y organización social de los reinos cristianos

A lo largo de los siglos, cada región de la Península se repobló y organizó siguiendo distintos modelos, según el grado previo de feudalización y las características del medio.

En el reino astur, a la sociedad tribal inicial, de hombres libres, sustituyó rápidamente un sistema feudal basado en la sumisión de los campesinos. Al iniciarse la ocupación del norte del valle del Duero, la Corona otorgó algunas ventajas a los colonos, para facilitar la ocupación del suelo, pero en el siglo X la nobleza militar y eclesiástica ya les había sometido al régimen de dependencia. Sólo en el condado de Castilla, surgido en el siglo X, permaneció un sistema de cierta libertad campesina.

En el Pirineo, el proceso de feudalización estaba muy avanzado al producirse la invasión musulmana. Los nobles mantuvieron un férreo control sobre las comunidades campesinas, incluso cuando comenzaron a colonizar los valles.

En el siglo XI, la zona sur del Duero, que estaba casi desierta, fue repoblada mediante concejos, núcleos urbanos rodeados de un alfoz, y protegidos por cartas de población (fueros), otorgados por la Corona para promover la colonización y limitar el poder de la nobleza.

El valle del Tajo, por el contrario, estaba densamente poblado por campesinos musulmanes. Tras la conquista de Toledo, sus tierras fueron entregadas a la nobleza y a la Iglesia en régimen feudal. Pronto, las comunidades musulmana y judía optaron por huir hacia el sur o convertirse en su mayor parte.

La situación fue similar en el norte del Ebro, ampliamente poblado, aunque allí los campesinos musulmanes permanecieron, bajo el dominio de la nobleza aragonesa y catalana. Algo parecido ocurrió en la Cataluña Nueva, entregada a la nobleza y a los monasterios. Al sur del Ebro, sin embargo, se dieron las mismas condiciones que en el norte del Duero: despoblamiento previo y repoblación mediante concejos y cartas-puebla.

En la Mancha, la situación fronteriza y la inseguridad consiguiente llevó a la Corona de Castilla a entregar las tierras a las órdenes militares, en grandes latifundios cuyas rentas eran asignadas (encomiendas) a los caballeros a cambio de su defensa.

En Andalucía, Murcia y la región levantina, el agotamiento demográfico de los reinos cristianos y la existencia de una numerosa población musulmana condujeron a un modelo de ocupación basado en el sometimiento campesino y en el repartimiento de las tierras entre los conquistadores, en su mayoría grandes nobles y prelados de la Iglesia. Al inicial compromiso de respetar creencias y costumbres sucedió un progresivo proceso de pérdida de libertades y de sumisión religiosa, sobre todo en Andalucía y Murcia. Un proceso similar de reparto y sometimiento tuvo lugar en las Baleares.

4.3. Modelos de repoblación y organización social de los reinos cristianos

Cuando se produjo la invasión musulmana, el proceso de feudalización estaba bastante avanzado. Buena parte de los campesinos estaban sometidos a la autoridad señorial. Sólo en las zonas montañosas del norte subsistían sociedades tribales de campesinos libres.

A lo largo de los ocho siglos que duró el proceso de reconquista, se fue configurando una sociedad nueva, conforme los reinos cristianos se extendían hacia el sur. En cada región, el grado de feudalización y la forma en que se ocupó el territorio dependió de las condiciones geográficas y estratégicas, así como del poblamiento anterior a la ocupación cristiana. Podemos establecer varios modelos diferenciados.

En las regiones del norte y, en general, en las zonas más seguras, los reyes, la nobleza y los monasterios impusieron su autoridad feudal sin cortapisas, sometiendo a los campesinos y obligándoles a aceptar impuestos y prestaciones. Así ocurrió en los primeros siglos, tanto en las montañas del Pirineo como en el Cantábrico.

En las regiones de frontera con los musulmanes, las constantes incursiones de castigo y de captura de botín hacían muy arriesgada la ocupación. Allí los reyes favorecieron la instalación de familias campesinas en pequeñas ciudades amuralladas, otorgándoles garantías de libertad y derechos, a través de cartas-puebla o fueros, y garantizándoles la protección militar. Eso favoreció la llegada de familias que procedían de la montaña, pero también de mozárabes que emigraban desde el sur. Es el modelo de ocupación del valle del Duero y del norte del Ebro, y más delante de las tierras situadas al sur de la Cordillera Central.

No obstante, cuando la frontera se trasladó hacia el sur, la situación cambió. A partir del siglo XII la Corona fue permitiendo a la nobleza y a la Iglesia apropiarse de las tierras en las regiones resguardadas de retaguardia. Allí fueron eliminadas las libertades y se sometió a los campesinos a la autoridad feudal.

En las tierras más pobladas y prósperas de los valles del Ebro y Tajo, en Valencia y el valle del Guadalquivir, la conquista fue seguida del repartimiento de las tierras entre los nobles y la Iglesia. En general, se mantuvo a los campesinos musulmanes (mudéjares) explotando la tierra, y sólo en regiones menos pobladas se instaló a familias cristianas. Los mudéjares eran sumisos y aceptaban la autoridad de sus nuevos señores. Sólo con el tiempo, las presiones de la Iglesia para que se convirtieran acabarían creando conflictos, sobre todo en el reino de Castilla.

Un modelo original fue el de las regiones fronterizas de tierras de pasto, como el sur del Duero y Ebro o en la Mancha. Allí se extendió la ganadería como forma de explotación: permitía movilidad y huida cuando se producía un ataque musulmán. En la esas regiones, a partir del siglo XII, los reyes entregaron el territorio a las Órdenes Militares, que construyeron ciudades amuralladas en las que poder refugiarse, pero también desde las que organizar ataques a su vez, en búsqueda de botín. Ese sería el origen de la ganadería de trashumancia, un enorme negocio que crecería rápidamente desde finales del siglo XIII, una vez terminada la parte principal del avance hacia el sur.

4.5. Los reinos cristianos en la Edad Media: manifestaciones artísticas

A lo largo de los siglos de la expansión cristiana, se suceden tres estilos arquitectónicos: el prerrománico, el románico y el gótico.

Las primeras manifestaciones arquitectónicas son las iglesias asturianas, un conjunto de pequeños edificios de piedra, con un estilo que recuerda al visigodo. La más conocida es Santa María del Naranco, en realidad un salón del antiguo palacio de los reyes astures. Más al sur, en el valle del Duero, y ya en el siglo X, se construyeron varios monasterios y pequeñas iglesias que se caracterizan por el uso de elementos y técnicas de construcción de origen musulmán: son las iglesias mozárabes, de las que la más representativa es San Miguel de Escalada.

En el siglo XI llega, a través del Pirineo oriental y del camino de Santiago, el estilo románico, con sus densos muros, pilares y cubiertas de piedra, y sus espacios recogidos y austeros. El estilo se extendió por todos los reinos, y durante siglo y medio se construyeron numerosos monasterios e iglesias en todo el norte y en los valles del Ebro y del Duero. La más importante es la catedral de Santiago de Compostela.

A partir de finales del siglo XII llega a la Península el estilo gótico, que se extenderá por todo el territorio conforme avance la conquista. Las enormes catedrales, con sus altos pilares, bóvedas de crucería y grandes ventanales cubiertos de vidrieras, se encuentran en todas las grandes ciudades del país. Entre las más importantes destacan Toledo, Burgos, León, Barcelona, Palma o Sevilla.

En cuanto a las artes plásticas, se conserva muy poco del periodo asturiano, apenas algunos objetos de orfebrería. Lo más destacado del periodo mozárabe son las miniaturas de los Beatos, los espléndidos libros ilustrados del que fue uno de los libros más prestigiosos del periodo inicial del reino de León.

Más abundantes son las artes plásticas del románico. Merecen destacar las esculturas de las portadas, como las de la Catedral de Santiago, y los conjuntos de capiteles, como los de Silos o algunos claustros aragoneses. Y, por supuesto, las magníficas pinturas de Tahull o San Isidoro de León.

Mucho más abundantes son las obras góticas: esculturas de las portadas, sepulcros, sillerías de coro y retablos en los últimos siglos del gótico, así como numerosas pinturas en códices o tablas.

5.1. Los reinos cristianos en la Baja Edad Media: organización política e instituciones en el reino de Castilla y en la Corona de Aragón

En los siglos finales de la Edad Media, las Coronas de Castilla y Aragón experimentaron, como otros estados europeos cristianos, un proceso de fortalecimiento del poder real y del Estado.

En Castilla, ese fortalecimiento se apoyó en la recuperación del derecho romano, que otorgaba un enorme poder político al monarca, y en una propaganda que insistía constantemente en el origen divino del poder, y por tanto en su carácter absoluto e inviolable.

Pero, sobre todo, el reforzamiento del poder del rey se produjo a través del desarrollo de las instituciones del Estado. El Consejo Real aumentó sus competencias, al tiempo que se incluían en él, además de los prelados y nobles, a expertos en derecho y administración. Igualmente se especializó la función judicial, al crearse la Audiencia, que acabaría por fijar su sede en Valladolid a mediados del siglo XV.

También se reorganizó la Corte, es decir, el conjunto de altos funcionarios civiles y militares al servicio del rey. Una Corte, sin embargo, cada vez más numerosa y aún sin sede fija, lo que planteaba serios problemas cuando debía trasladarse de un lugar a otro. Por último, el crecimiento del reino trajo consigo el desarrollo de la Hacienda, compuesta por un conjunto de recaudadores y contables encargados de recoger los impuestos y administrar el tesoro real.

La ampliación del reino, tras las conquistas del siglo XIII, puso bajo la autoridad de la Corona muchas ciudades, lo que obligó a reorganizar su gobierno mediante regimientos y corregidores bajo las órdenes directas de la Corona.

Por último, las Cortes se fueron consolidando a partir de su primera reunión a finales del siglo XII, aunque poco a poco se consolidó la tendencia a que sólo acudieran a ellas los representantes de las ciudades, para votar impuestos y plantear peticiones al rey.

También en la Corona de Aragón se desarrolló un proceso de reforzamiento del aparato del Estado. Sin embargo, allí la monarquía tenía una posición más débil. Por un lado, la existencia de tres reinos bajo una misma corona planteaba problemas políticos: distintas leyes, distintas instituciones, dispersión de los funcionarios del rey, etc. De hecho, el monarca estaba representado por un virrey en cada uno de los reinos. Por otro lado, la nobleza era mucho más fuerte y celosa de sus privilegios, y los reyes necesitaban contar con su apoyo para la política de expansión, iniciada en el siglo XII y continuada hasta mediados del siglo XV de forma casi ininterrumpida.

Todo ello trajo consigo una posición de debilidad de los reyes aragoneses, que se vieron a aceptar una serie de concesiones y privilegios y una forma de gobierno que se denomina pactismo, y que obligó a aceptar las condiciones de la aristocracia en Aragón y en Cataluña: juramento del Privilegio General catalán, aceptación de la figura del Justicia Mayor en Aragón, creación de la Diputació del General o Generalitat, etc.

A pesar de todo, como en Castilla, la Corona aragonesa desarrolló sus instituciones: Consejo Real, Audiencia, Hacienda, administración territorial y Cortes. Estas últimas, como en Castilla, no eran parlamentos representativos, pero sí que se diferenciaban por la asistencia más habitual de la nobleza, dividida en dos categorías, que aprovechaba las convocatorias para imponer sus privilegios a la Corona, a cambio de la ayuda militar y del voto de los impuestos.

5.2. Los reinos cristianos en la Baja Edad Media: crisis demográfica, económica y política

A partir de mediados del siglo XIV se produjo en los reinos de la Península una profunda crisis, que afectó a la población y a las actividades económicas.

Tras tres siglos de lento aumento de población, en 1348 se desencadenó la llamada Peste Negra, una epidemia que barrió toda Europa durante cuatro años y que produjo una hecatombe demográfica sobre una población subalimentada y que carecía de defensas frente al virus. El resultado fue un descenso significativo de población, que se mantuvo durante mucho tiempo, en parte porque la epidemia se hizo endémica, y en parte porque la falta de alimentos mantuvo las tasas de mortalidad en niveles muy altos.

La crisis económica fue, en parte, consecuencia de la demográfica: campos abandonados, cosechas menores, precios del trigo muy elevados, que se unieron a la falta de mano de obra en los talleres y al colapso, por tanto, de todas las actividades productivas. El incremento de los ganados de la Mesta, que requerían menos mano de obra y que podían aprovechar los campos abandonados, es un síntoma de la gravedad de la crisis.

Sobre esta situación de depresión confluyeron diferentes enfrentamientos políticos, tanto internos como externos. Entre los primeros destaca el pulso constante entre la Corona de Aragón y los estamentos de los reinos, que en algunas ocasiones acabaron en guerras internas. Pero también Castilla experimentó fuertes tensiones, sobre todo la guerra civil que enfrentó a Pedro I con Enrique de Trastamara, y la que se desencadenó ya a finales del XV entre los partidarios de Isabel y de Juana de Castilla.

Respecto a los conflictos entre reinos hay que destacar la guerra entre Aragón y Castilla que, a mediados del siglo XIV, se saldó con la retirada de los aragoneses del norte de África.

La duración e intensidad de la crisis, no obstante, fueron diferentes en unos reinos y en otros. En Castilla, la población parece haber recuperado el crecimiento en los inicios del siglo XV, y a lo largo del mismo también parecen haber crecido la producción agrícola, la industria pañera y los negocios mercantiles. En los reinos orientales, por el contrario, la crisis fue más profunda y duradera, y en el caso de Cataluña, se prolongó incluso hasta entrado el siglo XVI, a consecuencia de las guerras civiles que asolaron el principado a finales del XV. Más rápida fue la recuperación de Valencia. Pero, en conjunto, a finales de la Baja Edad Media era Castilla el reino pujante, y el que se convertiría en la base del poder de los Reyes Católicos.

5.4. Los reinos cristianos en la Baja Edad Media: las rutas atlánticas (castellanos y portugueses). Las Islas Canarias

En los siglos finales de la Edad Media, el Mediterráneo seguía siendo el área más próspera de Europa. A través de él se producía la mayor parte de los viajes y del comercio de mercancías.

Sin embargo, en los siglos XIV y XV el peso de la vida económica fue basculando lentamente hacia el Atlántico, un ámbito para el que la posición de Castilla era privilegiada. En 1344, con la conquista de Algeciras, los castellanos consiguieron el control del estrecho, y tras la guerra de los dos Pedros consiguieron expulsar a los aragoneses de allí.

A partir de entonces se inicia el desarrollo del comercio atlántico castellano, a través de dos focos: Sevilla y los puertos cantábricos. La ciudad del Guadalquivir se convirtió en un gran puerto, desde el que se organizó el tráfico de esclavos y oro con la costa africana. Allí se instalaron comerciantes y banqueros, sobre todo los genoveses, y marineros venidos de todas partes, con predominio de los vascos. Los puertos del Cantábrico, por su parte, se especializaron en la exportación de la lana y la importación de paños y otras mercancías de lujo. En ambos focos se desarrolló, además, una importante industria naviera.

En el comercio atlántico, Portugal se convirtió en la rival de Castilla. Los marineros portugueses descubrieron Madeira y las Azores y comenzaron la exploración de la costa africana, en donde competían con los castellanos. Sus intereses también chocaban en el norte. Eso explica la doble alianza entre Castilla y Francia, por una parte, a partir de la llegada de la dinastía de Trastamara, y entre Portugal e Inglaterra, una alianza que sobrevivirá durante siglos. Resultado de la rivalidad fue el intento de conquista de Portugal, que se saldó con la derrota castellana en Aljubarrota en 1385. Desde entonces las relaciones fueron pacíficas, aunque la rivalidad marítima y comercial permaneció viva hasta el reinado de los Reyes Católicos.

Las Islas Canarias, situadas a más de mil kilómetros de Europa, eran conocidas, y a ellas llegaron diversos viajeros europeos durante los siglos medievales. Los guanches, sus habitantes, se dedicaban al cultivo de cereales y al pastoreo Fue un noble aventurero francés, Jean de Bethancourt quien llegó a Lanzarote a comienzos del siglo XV e inició la colonización de las islas menores en nombre del rey de Castilla, de quien se había convertido en vasallo. Aunque no tuvieran mucho valor, a lo largo del siglo XV se convertirían en un punto estratégico para los viajes y exploraciones en la costa atlántica africana, lo que llevaría a la conquista definitiva en el reinado de los Reyes Católicos.

6.1. Los Reyes Católicos y la unión dinástica: integración de las Coronas de Castilla y Aragón

La llegada al trono de Isabel I se produjo en el marco de una guerra civil sucesoria. La crisis se había iniciado en 1461 con la rebelión de los nobles contra Enrique IV, y culminó con el destronamiento humillante del rey en la "farsa de Ávila", en 1464. Enrique IV, cuya hija Juana era denunciada por los nobles como ilegítima, llegó en 1468 a un acuerdo con su hermanastra Isabel, a la que nombró princesa de Asturias. Los nobles lo aceptaron, porque pensaban que sería fácil manejarla.

Pero en 1469 Isabel casó en secreto con el príncipe Fernando, heredero de la Corona de Aragón. La unión, además de ser una traición hacia el rey Enrique, provocó la ruptura con Francia y con Portugal, alarmados por la alianza que se estaba gestando. Entonces Enrique IV desposeyó a Isabel del principado de Asturias y se lo devolvió a su hija Juana.

Durante cuatro años, la tensión entre ambas facciones fue creciendo. Cuando en 1474 murió el rey, Isabel se autoproclamó reina de Castilla, con el apoyo de algunos nobles y muchas ciudades. Por su parte, Juana, casada con Alfonso de Portugal, tenía el apoyo de la mayor parte de la nobleza castellana. La guerra duró cuatro años, y aunque se inició de forma favorable al bando de Juana, pronto giró a favor de Isabel y Fernando, sobre todo tras la victoria de Toro en 1476.

La guerra terminó en 1479 con la firma del Tratado de Alcaçobas-Toledo, por el cual Portugal reconocía a Isabel I como reina y se comprometía a aislar a Juana en un convento. También se pactaron las zonas de expansión en el Atlántico y futuros matrimonios dinásticos.

En 1475 Isabel y Fernando habían llegado a un acuerdo, la Concordia de Segovia, para regular sus relaciones políticas. Ambos reinarían como únicos soberanos de sus respetivos reinos, manteniendo en exclusiva la transmisión de la herencia. Sin embargo, las órdenes reales irían firmadas por ambos, y Fernando recibió autorización expresa para gobernar en Castilla, algo que las leyes aragonesas no permitían hacer a Isabel.

De todas formas, ambos reyes actuaron de forma coordinada y conjunta durante su reinado, sin que surgieran contradicciones ni conflictos, y llevando adelante una política exterior común. Fue una unión dinástica, no una unión de estados. Castilla y Aragón mantuvieron sus fronteras, sus instituciones propias y sus diferentes leyes. La única institución común acabaría siendo el Tribunal de la Inquisición, y ello provocaría protestas entre los estamentos privilegiados aragoneses.

6.3. Los Reyes Católicos: la integración de las Canarias y la aproximación a Portugal

La conquista definitiva de las Canarias se inició en 1477, cuando aún no había terminado la guerra civil. El acuerdo de Alcaçovas, que obligaba a Portugal a reconocer la soberanía castellana sobre las islas, potenció la campaña, pero se tardó más de veinte años en terminarla. El proceso de conquista, entregado a mercenarios particulares a través de capitulaciones similares a las posteriores de América, significó una hecatombe demográfica para los guanches, que pasaron de unos 100.000 a unos 7.000 a finales del siglo XV.

La Corona nombró un Capitán General, al estilo de las divisiones del reino de Castilla. Las tierras fueron entregadas a los conquistadores, que las pusieron en explotación esclavizando, de hecho, a los indígenas, pese a las prohibiciones de la Corona. Además, hubo que traer esclavos para suplir la escasa mano de obra superviviente, con el fin de cultivar el azúcar, que se convirtió en el principal producto de exportación. A finales de siglo, por otro lado, las Canarias adquirirían importancia al convertirse en punto intermedio en la ruta hacia América.

Las relaciones con Portugal, pacíficas a lo largo del siglo XV, quedaron rotas al iniciarse la guerra sucesoria. El Tratado de Alcaçovas-Toledo inició un nuevo periodo en dichas relaciones. Por un lado, se saldó el conflicto dinástico: Alfonso de Portugal reconoció a Isabel como reina de Castilla y aceptó la reclusión de Juana en un convento. En segundo lugar, se acordó el matrimonio del heredero de los Reyes Católicos, Juan, con una infanta portuguesa, un enlace dinástico que se repetiría otras dos veces, tras el fallecimiento de Juan y del primer esposo de la infanta Isabel.

En tercer lugar, el acuerdo deslindaba las zonas de expansión de ambos reinos en el Atlántico: Castilla reconocía el derecho de Portugal a la costa africana, y Portugal reconocía a su vez la soberanía castellana sobre las Canarias. Ambas partes respetaron el acuerdo, pero el descubrimiento de América y la bula papal de 1493 cambiaron el panorama, lo que obligó a renegociar a ambas Coronas. El Tratado de Tordesillas, de 1494, ampliaba la zona de influencia portuguesa y, sin saberlo ambas partes, acabaría entregando a los portugueses el dominio del Brasil.

La alianza con Portugal se consolidaría en el siglo XVI con el matrimonio de Carlos V con Isabel de Portugal en 1526.

6.4. Los Reyes Católicos y la organización del Estado: instituciones de gobierno

El programa de los Reyes Católicos fue desde los comienzos de su reinado extremadamente claro. Sus objetivos fueron el fortalecimiento de la autoridad de la Corona, la modernización del Estado y la unidad religiosa.

Los reyes actuaron desde el principio con un sentido muy claro de su autoridad. Jamás permitieron la más mínima desobediencia o insubordinación, y en ningún momento dieron la sensación de dudar sobre sus decisiones. La coordinación entre ellos fue, además, perfecta, de forma que nunca cayeron en contradicciones públicas. Además, no permitieron familiaridad alguna, y establecieron un rígido protocolo dirigido a elevar su imagen muy por encima de la de sus súbditos.

Por otro lado, supieron rodearse de buenos colaboradores. Alejaron, en general, a la nobleza y al alto clero de los cargos más importantes de la corte, salvo algunos personajes especialmente fieles. Prefirieron rodearse de letrados o de clérigos que, por su formación, podían hacerse cargo de la administración con mucha mayor eficacia.

Al fortalecimiento del poder de la Corona contribuyó la propaganda, hábilmente utilizada por los Reyes, que encargaron la redacción de una serie de crónicas destinadas a ensalzar a los monarcas, usaron los símbolos y las ceremonias para realzar su imagen, y promovieron una serie de fundaciones de monasterios y hospitales por toda Castilla.

Pero, sobre todo, los Reyes Católicos resolvieron los dos problemas clave del poder real: los ingresos fiscales y el ejército. Para asegurarse los ingresos, los reyes recurrieron al principio a las Cortes, porque necesitaban el dinero de las ciudades. Pero tras el restablecimiento de la Santa Hermandad, las patrullas rurales que aseguraban el orden en el reino, las ciudades se vieron forzadas a mantenerlas, y la Corona recurrió a ese dinero, además de los impuestos, para financiarse. Eso explica que, en la segunda parte del reinado, sólo se convocara a las Cortes para actos protocolarios. Además, desde el descubrimiento, América proporcionó muchos recursos a la Corona.

El saneamiento fiscal permitió establecer un ejército permanente, los tercios, así como una armada, lo que a su vez hizo que los reyes no dependieran de la nobleza para las guerras europeas.

Los Reyes Católicos continuaron reestructurando y completando la administración. En el Consejo Real pasaron a predominar letrados y clérigos, adquiriendo un carácter más técnico y perdiendo peso político. Se completo el sistema de tribunales con una segunda Chancillería en Granada, y se perfeccionó el sistema de recaudación de impuestos. La Santa Hermandad y la Inquisición aseguraron el control del territorio y la vigilancia ideológica, mientras los corregidores permitían tener bajo control las principales ciudades del reino.

En Aragón apenas se introdujeron cambios importantes, y Fernando se vio obligado a mantener los privilegios y las relaciones con los estamentos tradicionales. El fin de las guerras del siglo XV permitieron recuperar la estabilidad, pero los reinos aragoneses quedaron muy debilitados, por lo que toda la política de los reyes giró en torno a Castilla, y fueron el dinero y las tropas de Castilla los que asentaron el poder de la monarquía hispánica en Europa.

6.5. Los Reyes Católicos: la proyección exterior. Política italiana y política norteafricana

La unión de las Coronas de Castilla y Aragón convirtió a la monarquía de los Reyes Católicos en la gran potencia europea de su época. Al poder económico se unió el militar, gracias a la organización de un ejército moderno, y el diplomático, al establecerse una red de embajadores ante las principales coronas europeas.

Desde el inicio del reinado los Reyes Católicos intentaron consolidar esa posición mediante una política de enlaces matrimoniales con las monarquías portuguesa y borgoñona.

En su posición de dominio, la principal rival de la corona hispánica era Francia. Las relaciones, siempre tensas con la Corona de Aragón por la disputa por el dominio de Italia, se agravaron al producirse la alianza con Castilla. No obstante, en los primeros años del reinado se mantuvo la paz, en parte porque la guerra de Granada absorbió la atención de los Reyes Católicos. En 1493 se firmó el tratado de Barcelona, por el que los Reyes Católicos renunciaban a la alianza matrimonial con Borgoña, a cambio de la devolución francesa del Roselló y la Cerdeña, dos territorios fronterizos del Pirineo.

Pero en 1495 Francia organizó una coalición y sus tropas invadieron Nápoles. La respuesta de los Reyes Católicos fue el envío del ejército castellano dirigido por Gonzalo Fernández de Córdoba, que derrotó a las tropas francesas y les obligó a abandonar el reino napolitano. Un nuevo ataque se produjo en 1499 con la ocupación primero del Milanesado y la invasión posterior de Nápoles, de dónde fueron expulsados de nuevo por las tropas castellanas. En 1505 se llegó finalmente un acuerdo por el que Francia retenía el Milanesado a cambio de renunciar definitivamente al reino de Nápoles. El conflicto, no obstante, continuaría a lo largo de los reinados de Carlos V y sus sucesores.

Otro frente importante de la política exterior tuvo como escenario el norte de África. Tras la conquista de Granada, muchos musulmanes optaron por abandonar la península y trasladarse al norte de África. Para Castilla, era un foco de preocupación, no sólo por el peligro que suponían los exiliados nazaríes, sino también por la actividad creciente de los piratas berberiscos. Además, establecer plazas en la costa africana era una forma de mantener el espíritu de cruzada que había propiciado la conquista de Granada. Por último, los enclaves norteafricanos facilitarían el comercio y la navegación por el Mediterráneo.

Entre 1497 y 1510 una serie de expediciones permitió la conquista de diversas plazas, entre ellas Melilla y Orán, aunque los Reyes tuvieron finalmente que renunciar a la más ambiciosa, la conquista de Túnez.

7.1 El descubrimiento de América

El descubrimiento de América forma parte de la larga serie de descubrimientos geográficos que se realizan a partir de comienzos del siglo XV. Las innovaciones en la construcción de los barcos, las mejoras en los instrumentos de navegación y en la cartografía contribuyeron a facilitar las expediciones, pero, sobre todo, fue la necesidad de buscar rutas alternativas hacia Oriente, tras la conquista turca de Constantinopla, la causa que impulsó las expediciones. También el ansia de riquezas, el espíritu aventurero de algunos navegantes y el espíritu de cruzada contribuyeron al proceso.

Colón era un marinero genovés desconocido pero ya experimentado cuando, en 1482, presentó en Lisboa su proyecto de viajar directamente hacia Occidente para llegar a Japón y China. Los portugueses, concentrados en descubrir un paso al sur de África, lo rechazaron. Colón se trasladó a Castilla, donde con el apoyo de los monjes franciscanos consiguió ser recibido en la Corte, pero los expertos de los Reyes Católicos también lo rechazaron, por inviable y porque, enfrascada la Corona en la guerra de Granada, no había recursos para financiar la aventura.

Fue a comienzos de 1492, en plena euforia por la conquista de la capital nazarí, cuando Colón volvió a ser recibido. Esta vez, tras una negociación difícil, se firmaron las Capitulaciones de Santa Fe, en las que la Corona hacía unas sorprendentes concesiones a Colón: nombramiento de Almirante, Gobernador de las tierras que conquistara y una parte considerable del botín.

La Corona puso a disposición de Colón, con ayuda de algunos financieros, tres carabelas, con un centenar de marineros, con las que partió de Palos el 3 de agosto. Tras hacer escala en Canarias, y atravesar el Atlántico durante varias interminables semanas, el 12 de octubre avistaron tierra, una isla de las Bahamas que llamaron San Salvador. Tras explorar durante varias semanas algunas islas y dejar una guarnición, en enero retornaron a la Península, y el 15 de abril Colón se presentaba ante los Reyes en Barcelona.

Los Reyes Católicos consiguieron del Papa una Bula por la que les entregaba la soberanía sobre las nuevas tierras, pero Portugal protesto por la fijación de los límites. Tras una negociación, en 1494 se firmó un acuerdo definitivo con Portugal, el Tratado de Tordesillas, que reservaba a Castilla todo lo que se descubriera a partir de un meridiano situado a 370 leguas de Cabo Verde, demarcación que permitiría más tarde a Portugal hacerse con el Brasil.

Entre 1494 y 1502 Colón realizaría otros tres viajes, con los que completó el conocimiento de las islas, al tiempo que otros descubridores extendían la exploración hacia el continente. En 1506, habiendo fracasado como gobernador y apartado por los Reyes, moría Colón. Poco después, los viajes de Americo Vespucci y el descubrimiento del Pacífico por Núñez de Balboa, en 1513, confirmaron que se trataba de un nuevo continente, que pasó a denominarse América.

7.2. Conquista y colonización de América

Tras los primeros viajes de exploración por las Antillas y la costa continental del Caribe, entre 1515 y 1542 tiene lugar la conquista de la mayor parte del centro y sur de América, a cargo de aventureros que firmaban capitulaciones con la Corona.

En 1519 Hernán Cortés inició la conquista del Imperio azteca, que dominaba buena parte de Centroamérica y sur de los actuales Estados Unidos. En sólo cuatro años y tras una serie de peripecias increíbles, el Imperio quedó anexionado a Castilla, convirtiéndose después en el virreinato de Nueva España. Por su parte, en 1531 Francisco Pizarro comenzó la conquista del Imperio inca, que controlaba toda la región de los Andes y la costa del Pacífico sudamericano. Tras la conquista de Cuzco, la capital, los conquistadores se anexionaron después Chile y la región del Río de la Plata, incorporados al nuevo virreinato del Perú.

La conquista fue posible en parte por las tensiones internas de ambos Imperios, hábilmente explotadas por los conquistadores, y en parte por la identificación que aztecas e incas hicieron de los castellanos con auténticos dioses.

La explotación del territorio fue inmediata. Llegaron los colonos, a los que se entregaba una serie de indios (encomienda) para su evangelización, pero que en la práctica pasaban a trabajar la tierra. La dureza del trabajo se unió al choque epidemiológico y al desarraigo familiar y tribal para producir una hecatombe demográfica en el Caribe y, en menor medida, en el continente. Pronto hubo que traer esclavos africanos para sustituir a la mano de obra indígena.

La otra forma de explotación fue el trabajo en las minas. El descubrimiento de la plata de Zacatecas (México) y Potosí (Perú) convirtió la extracción del mineral en el gran negocio del siglo XVI. Los conquistadores aprovecharon un sistema de prestación de trabajo obligatorio que existía en el Imperio inca (la mita) para explotar a los indios, en condiciones terribles, lo que ocasionó una mortalidad considerable, y a pesar de las protestas de los caciques indígenas.

A partir de finales del siglo XVI se extendieron dos nuevas formas de explotación de la tierra. Por un lado las haciendas, grandes extensiones propiedad de terratenientes castellanos, en las que se cultivaba la tierra y se criaba el ganado a gran escala. Predominaba en las grandes llanuras del sur de América y en México. Por otro lado, las plantaciones, dedicadas al monocultivo de una serie de productos, como la caña de azúcar, el café, el tabaco o el añil, en la región tropical, y con una producción destinada a los mercados europeos. En buena parte, se explotaba con mano de obra esclava.

Los Austrias prohibieron los talleres en América. Se trataba de que los colonos tuvieran que importar productos manufacturados europeos a cambio del oro y la plata. Pronto se organizó el tráfico hacia las Indias. Ya en 1503 se estableció en Sevilla la Casa de Contratación, que centralizaba todos los viajes y las expediciones comerciales. Desde mediados del siglo XVI se organizaron las flotas de Indias, grandes convoyes con escolta naval para proteger los envíos de plata.

Pero pronto surgió la picaresca. Los impuestos elevados llevaron a la práctica del contrabando, y en América comenzaron a aparecer talleres más o menos tolerados por las autoridades, conscientes de que no todo se podía traer de Europa. Además, franceses, ingleses y holandeses comenzaron también a practicar el contrabando, y a fomentar la piratería en aguas americanas.

De nada sirvieron los intentos de la Corona, en el siglo XVIII, por recuperar el control de América frente a la competencia, sobre todo de los ingleses, y el interés de los propios americanos, cada vez más conscientes de su derecho a la autonomía económica.

7.3. Gobierno y administración de América

Tras el fracaso de Colón como gobernante, la Corona comenzó a organizar el gobierno de las tierras descubiertas.

El control desde Castilla se organizó en torno a dos instituciones. En 1503 se estableció en Sevilla la Casa de Contratación, un organismo que era a la vez aduana, oficina de emigración, almacén, oficina de registro de buques y mercancías, escuela de pilotos y cartografía y órgano de recaudación. Pasó a controlar todo el tráfico y el comercio con las colonias.

En 1524, Carlos V estableció un Consejo de Indias, encargado de despachar todos los asuntos y redactar las órdenes y decretos relacionados con América, bajo la autoridad directa de la Corona. En el siglo XVIII sus funciones serían asumidas por el Secretario de Despacho de Marina e Indias.

En América, tras completarse la conquista, el territorio quedó dividido en dos grandes virreinatos, Nueva España, con capital en México, y Perú, con capital en Lima. En el siglo XVIII, al aumentar el territorio colonizado y la complejidad de las tareas de gobierno, cada uno de ellos se desdoblaría en otros dos.

Los virreyes representaban a la Corona, y se rodearon del protocolo y boato propio de las casas reales. Casi siempre fueron nombrados entre la aristocracia, y a veces dentro de la propia casa real. Aunque estaban sujetos a la autoridad de Castilla, y eran objeto de inspecciones periódicas, en la práctica gozaban de una autonomía de gobierno casi ilimitada, dada la enorme distancia a la que estaba la metrópoli.

Los virreinatos se dividían en grandes distritos, las Audiencias. Como institución, la Audiencia era una mezcla de gobierno regional y tribunal de justicia. Compuesta por jueces profesionales, bajo su autoridad quedaban las gobernaciones, equivalentes a una especie de provincias.

En las ciudades se estableció un sistema de gobierno original, el cabildo. Era una asamblea de ciudadanos, bajo la presidencia de un Alcalde Mayor. Pero poco a poco se fue imponiendo el sistema castellano, más rígido, con regidores y alguaciles nombrados por los virreyes, y en las grandes urbes bajo el control de corregidores.

7.4. Impacto de América en España

El primer impacto importante es consecuencia del descubrimiento. Hasta finales del siglo XV, el mundo conocido por los europeos era muy limitado. El descubrimiento de América, unido al del Cabo de Buena Esperanza por los portugueses y la primera vuelta al mundo de Magallanes y Elcano, aumentaron espectacularmente las tierras conocidas y permitieron constatar la esfericidad de la tierra.

Los descubrimientos también produjeron avances significativos de carácter técnico. Las exploraciones permitieron un desarrollo espectacular de la cartografía, de los instrumentos náuticos, de la ingeniería naval y de las técnicas de navegación.

El impacto demográfico sobre Castilla fue relativamente suave. Se calcula que a lo largo del siglo XVI emigraron a América entre 150.000 y 200.000 castellanos. En su mayoría eran jóvenes y varones, lo que sí debió afectar al equilibrio demográfico interior. A lo largo de los dos siglos siguientes la corriente migratoria fue aún menor.

Desde el punto de vista económico el impacto fue variable. Los productos coloniales traídos de América, como el cacao, el café o el tabaco, apenas repercutieron en el consumo de los europeos, salvo en las clases dirigentes. Sólo el algodón, ya en el siglo XVIII, constituiría un producto de importación masivo para la naciente industria inglesa. La mayor parte de los productos americanos eran difíciles de adaptar al medio europeo. Sólo el maíz y la patata acabaron por extenderse, pero su producción en la Península sólo creció de forma decisiva en el siglo XVIII.

Castilla tampoco pudo aprovechar el mercado americano para desarrollar su artesanía. La llegada masiva de plata creó un circuito a través del cual las mercancías europeas, pagadas con plata, eran las que se reexportaban a América, por lo que apenas se aprovecharon los talleres castellanos. La plata misma, que podría haber beneficiado a Castilla, fue consumida en costear la agresiva política militar de los Austrias.

Entre los sectores que sí se beneficiaron, al principio, de la colonización estuvo la construcción naval, gracias a la enorme demanda de navíos mercantes y también a partir de la constitución de las Flotas de Indias, a mediados del siglo XVI. Sin embargo, también este sector acabaría cediendo ante la competencia europea, en la segunda mitad del siglo XVII:

Desde el punto de vista social e ideológico, la colonización influyó notablemente en el desarrollo del derecho y en una nueva percepción del papel evangelizador de la Iglesia. Sirvió también para estimular el crecimiento de una serie de órdenes, como los dominicos o los jesuitas, que tuvieron especial protagonismo en la labor de evangelización sobre los indígenas. Unos indígenas que, por otra parte, fueron contemplados por los castellanos con la típica visión colonial, con una mezcla de racismo, condescendencia y paternalismo, un punto de vista que se extendió a los criollos y que impediría, ya en el siglo XVIII, tomar conciencia desde la Península de la extensión del independentismo entre las elites americanas.

8.1. El Imperio de Carlos V. Conflictos internos: Comunidades y Germanías

Carlos I de Habsburgo llegó a Castilla en 1516, tras la muerte de Fernando el Católico. Tenía 16 años, y sus primeros años fueron tensos. Trató con desprecio a nobles y eclesiásticos, colocó en cargos importantes a sus consejeros flamencos, y comenzó a reunir a las distintas Cortes para exigir elevados impuestos. Las Cortes respondieron reclamando, en vano, que garantizara su permanencia en la Península y que aceptara cumplir las leyes del reino.

En 1519, a la muerte de su abuelo el emperador Maximiliano, Carlos presentó su candidatura, frente a la de Francisco I de Francia, y envió fuertes sumas de dinero para sobornar a los príncipes electores, que le eligieron emperador en primavera, con el título de Carlos V. Comenzó a preparar su viaje a Alemania, exigiendo nuevos impuestos para sufragar el viaje y la ceremonia. La tensión y el descontento cundían en los reinos, sobre todo en Castilla.

En febrero de 1520 Carlos embarcó en Santiago de Compostela, cuando ya hacía varios días que la rebelión contra su autoridad había estallado en Toledo. A los agravios políticos (uso de impuestos para fines ajenos a los reinos, presencia de consejeros flamencos, negativa a permanecer en Castilla y a aprender el castellano), se sumaron la alarma ante los rumores de que el rey iba a favorecer de nuevo la exportación de lana hacia Flandes, perjudicando a los pañeros castellanos, y el aumento de las exigencias de los señores, ante la falta de autoridad de la Corona.

La rebelión de las Comunidades se extendió por las ciudades castellanas. Tras formarse en Ávila una Santa Junta, los líderes comuneros tomaron Tordesillas e intentaron sin éxito convencer a Juana de que se uniera a su causa. Al principio, Adrian de Utrecht, virrey nombrado por el emperador, no supo cómo reaccionar. Pero en verano, ante las noticias de la rebelión, Carlos V entregó la dirección militar a los nobles castellanos, que se unieron a la Corona ante el sesgo antiseñorial que tomaba la revuelta, a la que se sumaban muchos campesinos. Poco a poco, las derrotas y las luchas internas entre los comuneros fueron debilitándoles, hasta que finalmente fueron vencidos en Villalar, en abril de 1523, siendo ejecutados sus dirigentes.

También en 1520 estalló en Valencia la rebelión de las Germanías (Hermandades). Encabezada por los artesanos de la ciudad, se dirigía contra la nobleza, y se extendió también al campo, donde los rebeldes se enfrentaron con los moriscos por su sumisión a los señores. Al no dirigirse contra la Corona, las tropas de Carlos no intervinieron, dejando la represión en manos de la nobleza.

Cuando Carlos regresó en 1522, ordenó la ejecución de los dirigentes rebeldes encarcelados. Pero también dictó un Perdón General para el resto de quienes habían participado en ambas rebeliones. Aceptó el control de los impuestos por las Cortes y nombró consejeros castellanos y aragoneses. También aprendió castellano y permaneció siete años en Castilla. Por último, se casó en 1526 con Isabel de Portugal, siguiendo la tradición de los Trastámara. El nacimiento del príncipe Felipe en 1527, acabó por consolidar la recuperación de la imagen del emperador. Aunque dos años después abandonó la Península para no regresar hasta su retiro en Yuste, en 1556, nunca más hubo movimientos de oposición o rebeldía contra su autoridad.

8.2. La Monarquía Hispánica de Felipe II. La unidad ibérica

El reinado de Felipe II comienza en 1556, tras la abdicación de su padre Carlos V, que le había dejado en herencia las coronas de Castilla y Aragón, el reino de Nápoles, los territorios americanos, los Países Bajos, Luxemburgo y el Franco-Condado. La monarquía de Felipe II fue denominado en su época monarquía hispánica. A ello contribuyó la permanencia del monarca en los reinos peninsulares, el establecimiento de su corte en Madrid y el peso que Castilla y sus territorios de América tuvieron en el sostenimiento económico y militar de la monarquía.

Los objetivos políticos del monarca, como los de su padre, fueron el mantenimiento, y de ser posible, el aumento de la herencia patrimonial, el sostenimiento de su autoridad y la defensa de la religión católica. Para ello agotó los recursos económicos y humanos de la corona, especialmente de Castilla. Gobernó con una lenta maquinaria burocrática y de forma autoritaria, lo que dio origen a la denominada leyenda negra sobre su personalidad.

Por lo que respecta a la política peninsular, la prohibición del uso de lengua y costumbres de la población morisca, provocó el levantamiento de esta población en las Alpujarras granadinas en 1568. El ejército mandado por Don Juan de Austria puso fin a la rebelión, que terminó con la dispersión de los moriscos por toda Castilla. Otro acontecimiento grave se produjo en Aragón, cuando Felipe II envío al ejército castellano para detener a Antonio Pérez, antiguo secretario del rey que había sido apresado por conspirar contra el monarca, y que había conseguido huir. El rey, tras controlar el levantamiento aragonés, hizo más patente su autoridad en este territorio.

Respecto a la política europea, y con el fin de defender el catolicismo frente al Islam, Felipe II formó con el Papa y la república de Venecia la Santa Liga en 1571. La flota cristiana consiguió derrotar a los turcos en la batalla de Lepanto. El monarca también se enfrentó a la Inglaterra protestante de Isabel I, a causa de la acción de los corsarios ingleses y, sobre todo, por el apoyo prestado a los rebeldes holandeses. La guerra contra Inglaterra se saldó con el desastre de la Armada Invencible, en 1588, en las costas británicas.

Pero el principal problema del reinado fue el levantamiento que se produjo en los Países Bajos (Flandes) en 1566, una revuelta cuyos participantes reclamaban la independencia y la defensa de la fe calvinista. La dura represión llevada a cabo por los sucesivos gobernadores enviados por Felipe II, sobre todo por el duque de Alba,, y el amotinamiento de los tercios, descontentos por el retraso de las pagas, contribuyeron a exacerbar la lucha y prolongar el conflicto. Finalmente, el territorio se dividió en dos: las Provincias Unidas del norte, protestantes (la futura Holanda), y las provincias del sur, católicas, que permanecieron leales al rey. En los últimos años del reinado el conflicto se mezcló con la intervención en la guerra civil francesa entre hugonotes y católicos, en apoyo de estos últimos.

En 1581 Felipe II consiguió la unidad ibérica, con la incorporación de Portugal. La muerte sin descendencia del monarca portugués en 1578, había llevado a Felipe II, tío del fallecido, a optar al trono. Su candidatura fue bien acogida por la nobleza, mientras que las clases bajas recelaban de la unión con Castilla. El duque de Alba dirigió el ejército que llevó a cabo la invasión. En 1581 las Cortes portugueses reconocieron a Felipe como rey. Se mantuvieron las leyes e instituciones principales del reino, y se prometió reservar los cargos a portugueses. Se creó el Consejo de Portugal y se eliminaron las aduanas con Castilla. La anexión de Portugal supuso la suma de los imperios coloniales castellano y portugués.

8.4. Economía y sociedad en la España del siglo XVI

El siglo XVI fue un periodo marcado en su mayor parte por el crecimiento demográfico y económico. Sólo a fin del siglo comenzaron a aparecer los síntomas de una grave crisis.

La población aumentó a lo largo del siglo en ambos reinos, si bien el incremento fue más acusado en Castilla, y sobre todo en las ciudades del sur, donde se concentro la población gracias al auge de la navegación atlántica y al comercio con América. Se calcula que entre Castilla y Aragón la población pasaría de unos 6,5 millones de habitantes a cerca de 8.

La prosperidad económica hizo crecer las ciudades y los negocios, pero sobre todo fue la causa de un fenómeno nuevo, lo que se ha llamado la revolución de los precios. Los europeos asistieron con sorpresa y preocupación a una escalada de los precios inusual, acostumbrados a que no variaran casi nunca. El desarrollo económico hizo subir la demanda, y esto influyó, pero la causa principal estuvo en la llegada masiva de oro y plata procedentes de América, unos metales que invadieron los mercados y provocaron la inflación. Prueba de ello es que donde más subieron los precios fue en Castilla, y dentro de ella en el sur, adonde llegaban los metales y desde donde salían las mercancías para América.

El comercio con América creó, además, un mecanismo perverso: los comerciantes castellanos importaban productos manufacturados europeos, más baratos que los de Castilla, para enviarlos a América, y al volver traían el oro y la plata con el que pagaban a sus clientes. En teoría, estaba prohibido sacar el oro y la plata de Castilla, pero pronto apareció el contrabando, extrayendo de las flotas de América los metales necesarios. Además, el hecho de tener que pagar un porcentaje a la Corona incentivaba a los comerciantes a defraudar.

Lentamente, la riqueza que habría podido acumular Castilla se fue diluyendo: los talleres textiles languidecieron, y artesanos y campesinos, aplastados por los altísimos impuestos con que los Austrias financiaban sus campañas europeas, quedaron empobrecidos. Por si fuera poco, Carlos V y Felipe II recurrieron a pedir préstamos a los banqueros europeos, endeudando la Hacienda hasta el punto de que en tres ocasiones Felipe II tuvo que declararse en bancarrota y renegociar la deuda con intereses elevadísimos.

A fin de siglo, muchas voces pedían al rey inútilmente que acabara con las guerras para evitar el colapso económico, una crisis que se desencadenaría en el siglo siguiente.

Desde el punto de vista social, poco cambió la situación en Castilla y Aragón. Siguió siendo una sociedad jerarquizada, en la que la nobleza imponía su poder económico y social y sus valores, y en la que la influencia de la Iglesia católica se hizo aún mayor, al disponer del apoyo directo de los reyes y, sobre todo, del poder formidable de la Inquisición. La emigración a América, limitada a unas 150.000 personas, no cambió sustancialmente la situación.

8.5. Cultura y mentalidades en la España del siglo XVI

La vida intelectual de los reinos españoles en el siglo XVI se caracteriza por la implantación de la cultura del Humanismo y por el predominio del castellano como lengua de comunicación y de creación artística.

La llegada de la cultura del Renacimiento italiano se produce ya durante el reinado de los Reyes Católicos, pero su predominio se establece definitivamente durante el reinado de Carlos V. Se manifiesta en diversos aspectos: las formas y la métrica clásica en la poesía, la recuperación de los órdenes clásicos en la arquitectura, el naturalismo en las bellas artes, o la polifonía en el campo musical.

El castellano se convirtió en la lengua dominante, no sólo en el terreno literario, sino también en el diplomático y comercial, como correspondía al predominio de Castilla como gran potencia. Era, como dijo Antonio de Nebrija, la lengua del Imperio. No es casualidad que fuera la lengua en la que se escribieron las mejores obras del siglo XVI: La Celestina de Fernando de Rojas, la poesía de Garcilaso, Fray Luis o San Juan de la Cruz, la literatura mística de Santa Teresa o el Lazarillo de Tormes.

En el campo del arte, destaca el desarrollo de la arquitectura. A partir del estilo gótico isabelino, arquitectos como Diego de Siloé o Pedro Machuca introdujeron el clasicismo en palacios e iglesias, culminando en la construcción del Monasterio de El Escorial, que impuso el llamado estilo herreriano en la parte final del siglo. Más pobre fue la aportación en escultura, que continuó apegada a la imaginería religiosa, y en pintura, donde la única aportación original la encontramos en el retrato cortesano y, sobre todo, en la figura de El Greco.

Con el Humanismo llegó también, no obstante, la revalorización del libre pensamiento y el espíritu crítico frente a los dogmas. Al principio, el humanismo más abierto fue admitido en la corte de Carlos V y en las universidades, en parte porque las reformas introducidas en la Iglesia peninsular por Cisneros parecían blindarla frente al peligro protestante, y en parte porque contribuía a la propaganda imperial. Pero, a partir de 1527, al comprobar la extensión imparable del luteranismo en Alemania, Carlos V dio un giro brusco en su espíritu de tolerancia. La Inquisición comenzó a actuar, y los humanistas españoles (Luis Vives, Alfonso y Juan de Valdés, Miguel Servet) se vieron obligados a abandonar sus cátedras y, en algunos casos, a exiliarse.

La intolerancia sería la tónica dominante a partir de entonces. En 1553 se publicó el primer Índice de libros prohibidos, siguiendo las recomendaciones del Concilio de Trento, en el que, por otra parte, había tenido un protagonismo especial el sector más intransigente del clero castellano. De hecho, fue un español, Ignacio de Loyola, el que promovió la fundación de la Compañía de Jesús, la orden dirigida a combatir la herejía.

En la política de intolerancia jugó un papel destacado la Inquisición. Establecida por los Reyes Católicos en 1478 para perseguir a los falsos conversos, se convirtió en la única institución con jurisdicción sobre Castilla y Aragón. Pronto inició su actividad, mediante el nombramiento de Inquisidores en todas las ciudades, y a través de una serie de procedimientos particulares: la llegada de los inquisidores, la lectura del Edicto de Fe, las delaciones, la detención y aislamiento de los sospechosos, los interrogatorios (tortura incluida) y los procesos y sentencias.

En los primeros veinticinco años se concentró el periodo más terrorífico. Se calcula que hubo más de 5.000 ejecuciones, en su mayoría de falsos conversos. Luego la violencia de la represión se suavizó, y el tribunal pasó a ocuparse de otro tipo de herejías y faltas. Desde 1527, sin embargo, la persecución de erasmistas y

protestantes pasó a primer plano, y el tribunal se convirtió en un instrumento de la lucha contra el luteranismo y de la política de la Monarquía católica. Ejemplos de esa nueva política fueron los procedimientos inquisitoriales y autos de fe de 1558 en Sevilla y Valladolid, la persecución del arzobispo Carranza o de fray Luis de León, o la utilización que Felipe II hizo del tribunal de Aragón para obligar al Justicia a entregar a Antonio Pérez, en 1591.

9.2. La crisis de 1640

En 1640 se produjo una grave crisis en la Monarquía de los Austrias, al producirse las rebeliones de Cataluña y de Portugal de forma consecutiva.

El origen de la crisis es doble. Por un lado, el desgaste producido por las continuas guerras emprendidas por la Monarquía, con el consiguiente hundimiento demográfico, económico y moral. Por otro lado, la creciente presión de la corte para conseguir nuevas tropas y para imponer más cargas fiscales a los diferentes reinos.

Para muchos de los súbditos no castellanos de los Austrias, las guerras en defensa del Imperio sólo beneficiaban a Castilla, vista como la sede de la Monarquía y como el territorio más fuerte. Tanto las clases privilegiadas como la población de los reinos rechazaban aportar soldados y contribuir a los gastos de guerra, alegando que el largo conflicto europeo había hundido la producción y el comercio.

Cuando en 1625 el conde-duque de Olivares propuso la Unión de Armas, un proyecto para que todos los reinos contribuyeran al esfuerzo de guerra de forma proporcional a su población y su riqueza, se encontró con las protestas de las cortes aragonesa y valenciana, y con la negativa de las cortes catalanas, una negativa que se reiteró en 1632 y que enfureció al valido.

El estallido de la guerra con Francia, en 1635, agravó aún más la tensión, sobre todo cuando en 1639 se enviaron tropas castellanas para defender la frontera. Se sucedieron los altercados entre los soldados y los campesinos catalanes. En junio de 1640, el día del Corpus Christi, cuando los payeses acudieron como todos los años a Barcelona para ser contratados, se produjo un motín que acabó con el asesinato del virrey.

Se formó inmediatamente un gobierno revolucionario, que declaró la independencia. Ante el envío de más tropas castellanas, los catalanes optaron por aceptar la soberanía francesa. Las tropas francesas entraron en Cataluña y acabaron derrotando a los castellanos en 1642.

En diciembre, en plena crisis de Cataluña, se produjo el levantamiento de Portugal. Allí, a las quejas por las guerras se sumaba el reproche de que la Monarquía no había cumplido los compromisos de 1583: ni respetaba la exclusiva de los cargos para la nobleza portuguesa, ni defendía el imperio portugués de los ataques de los holandeses. La rebelión se extendió rápidamente, en apoyo de la Casa de Braganza, que asumió la Monarquía.

La doble rebelión hundió la capacidad militar de los Austrias, ya por entonces muy disminuida tras veinte años de guerras. Provocó la caída de Olivares en 1643, pero también las derrotas en Flandes y contra los franceses, lo que llevó a la firma de la rendición en la paz de Westfalia, en 1648, en la que se reconocía la independencia de las Provincias Unidas.

Para entonces, nuevas rebeliones se habían producido en Sicilia y Nápoles, en 1647. También hubo conatos de rebelión en Andalucía y en Castilla, a lo que siguió la epidemia de peste de 1648.

Felipe IV consiguió recuperar Cataluña en 1652, en parte porque los mismos catalanes renegaron de la soberanía francesa, más dura aún que la de los Austrias. Pero la postración militar de la Monarquía era irreversible.

9.3. La España del siglo XVII: el ocaso del Imperio español en Europa

Aunque se precipita en la segunda mitad del siglo XVII, el hundimiento del Imperio de los Austrias se inicia en 1621, con el comienzo de la Guerra de los Treinta Años y la reanudación de la guerra contra las Provincias Unidas.

La Guerra de los Treinta Años supuso un gigantesco esfuerzo humano y económico para los reinos de los Habsburgo. Se enfrentaron durante todo el curso de la guerra contra los holandeses y contra los príncipes protestantes alemanes, pero además tuvieron que lucha sucesivamente contra daneses, suecos y franceses

Hasta 1628 la guerra pareció tener un curso favorable a los Austrias. Pero desde entonces se sucedieron los problemas, sobre todo a raíz de la entrada en guerra de Francia, en 1635. La crisis de 1640, con la sublevación de Cataluña y Portugal, descompuso al Imperio, y tras varias derrotas importantes y rebeliones internas, en 1648 Felipe IV se vio obligado a reconocer la independencia de las Provincias Unidas, dando por perdido el territorio.

La guerra con Francia continuó, y aunque en 1652 se recuperó Cataluña, la situación se vio agravada con la declaración de guerra de Inglaterra, que en 1655 conquistó Jamaica rompiendo así el control absoluto de las colonias americanas por parte de Castilla. Poco después, en 1659, hubo que firmar la Paz de los Pirineos con Francia, que suponía la cesión del Rosellón y la Cerdaña, en la frontera catalana, y el abandono de la política alemana por parte de los Austrias españoles.

El reinado de Carlos II, a partir de 1665, no hizo sino confirmar la senda de hundimiento militar y económico. En 1668 hubo que firmar la paz con Portugal, reconociendo su independencia. El reinado se caracterizó por las luchas internas por el poder, ante un monarca débil, enfermizo e incapaz de gobernar. La falta de recursos y de capacidad diplomática frente a una Francia hegemónica y agresiva provocó la pérdida del Franco Condado y de algunos territorios al sur de Flandes, aunque el apoyo de Inglaterra y Holanda, temerosas de la expansión francesa, obligó a Luis XIV a devolver parte de sus conquistas a fin de siglo.

En cualquier caso, el dominio de la política europea había pasado a Francia a mediados de siglo. Los Austrias habían agotado durante ciento cincuenta años la capacidad económica y militar de sus estados, en una guerra constante y agotadora, empeñados en la conservación de la herencia recibida. El resultado fue la perdida sucesiva de una buena parte de su Imperio, reducido al final del siglo XVII a Castilla, Aragón y los reinos de Nápoles y Sicilia, y con un Imperio americano minado por el contrabando y la creciente presencia del comercio de otras potencias.

9.4. La España del siglo XVII: evolución económica social en el siglo XVII

Los reinos españoles de la Monarquía experimentaron a lo largo del siglo XVII una aguda crisis, que afectó a la población, a la producción y al comercio, y cuyas causas están directamente relacionadas con las guerras europeas.

La población sufrió un retroceso, especialmente marcado en la Meseta, y en menor medida en las zonas costeras. Se calcula una pérdida de población próxima a un millón de personas. Las epidemias (especialmente grave la de comienzo de siglo), las hambrunas debidas a las malas cosechas y al abandono de cultivos, y la recluta de soldados para los ejércitos, unidos a la expulsión de los moriscos en 1609, explican ese retroceso.

Un retroceso que también afectó a la producción agrícola y ganadera. La recluta forzosa y los elevados impuestos sobre las rentas campesinas provocaron el abandono de muchos pueblos y de amplias áreas de cultivo, lo que hizo disminuir las cosechas y aumentó los episodios de hambruna. También disminuyó la cabaña ganadera, en particular las ovejas, porque las guerras contra Inglaterra y Holanda cortaron los circuitos de exportación de lana.

La crisis también se notó en la artesanía. Fue especialmente acusada en el sector textil, por la fuerte competencia de los paños extranjeros, y en el sector naval y metalúrgico. Aunque en la primera mitad de siglo se mantuvieron gracias a la demanda de armas y barcos de guerra, en la segunda mitad astilleros y ferrerías se hundieron, y productos fabricados fuera de la Península inundaron los mercados.

El comercio marítimo quedó colapsado por las guerras. Pero la principal causa de su disminución fue la degradación de la moneda, por las continuas emisiones de vellón a las que recurrieron los Austrias para obtener dinero. Además, las guerras impidieron mantener el monopolio sobre América: el contrabando y la piratería se extendieron, y los americanos comenzaron a producir para su propio abastecimiento, sin que las autoridades españolas pudieran impedirlo.

Las sociedades castellana y aragonesa apenas sufrieron cambios apreciables. La debilidad de la Corona, sobre todo en la segunda mitad del siglo, permitió a la aristocracia aumentar su control sobre los campesinos en los señoríos, contribuyendo a extender la miseria al elevar las rentas allí donde era posible. También se beneficio de la extensión de las mercedes, con las que los validos trataron de crear clientelas de partidarios. También el poder de la Iglesia permaneció intacto, así como su influencia social y su control de la enseñanza y del pensamiento.

La miseria y el hundimiento afectaron sobre todo a las clases populares, pero no hicieron mella en los valores dominantes: la aceptación de las diferencias sociales, el ansia de ennoblecimiento, el rechazo del trabajo como indigno y la omnipresencia de la religión en la vida cotidiana de la gente.

10.2. La España del siglo XVIII: cambio dinástico. Los primeros Borbones

Los primeros años del reinado de Felipe V (1700-1746) están marcados por el desarrollo de la guerra de sucesión. Durante ellos, los ministros del rey, en su mayoría consejeros franceses, se dedicaron a reorganizar la administración y el ejército para conseguir los objetivos militares. Lentamente, el nuevo rey se fue asentando en Castilla, ayudado por los éxitos militares.

Tras el fin de la guerra y el nuevo matrimonio del rey con la italiana Isabel de Farnesio, la política de la Corona cambió. Los ministros franceses fueron despedidos y las reformas políticas fueron dirigidas por ministros italianos y por consejeros españoles. Primero fue Macanaz, quien se encargó de aplicar los Decretos de Nueva Planta para unificar los territorios de la nueva monarquía. Luego fue el cardenal Alberoni, quien estuvo al frente de los secretarios a comienzos de la década de 1720, y luego sería José Patiño, quien encabezó la acción de gobierno durante la segunda parte del reinado.

Felipe V fue un rey con serios problemas psicológicos, que se concretaban en un comportamiento extravagante y una falta de continuidad en la acción de gobierno. A menudo sufría depresiones, durante las cuales eran sus secretarios los que llevaban el peso de la acción de gobierno. En una de ellas, en 1724, decidió abdicar en su hijo. Pero Luis I apenas reinaría unos meses, pues murió en el verano a consecuencia de unas fiebres. Tras su muerte, Isabel de Farnesio consiguió convencer a Felipe V de que recuperara la Corona.

Durante los años siguientes toda la acción de gobierno se dirigió a recuperar los territorios de Italia, con el fin de otorgar coronas a los hijos habidos en su segundo matrimonio. Tras varias guerras, en las que encontró la resistencia de las principales potencias europeas, finalmente consiguió el ducado de Parma, que fue entregado a Felipe, y en 1734 el reino de Nápoles, al que se envió a Carlos, quien años después volvería a España para reinar como Carlos III. Las guerras de Italia supusieron un enorme gasto, que recayó sobre la aún débil economía española. Todos los intentos de los secretarios del rey para atender las necesidades de reforma económica del país quedaron en un segundo plano ante la política exterior Una nueva guerra, esta vez contra Inglaterra, estaba en marcha a la muerte de Felipe V, en 1746.

El reinado de Fernando VI (1746-1759) fue bien distinto. El nuevo rey apartó a Isabel de Farnesio, su madrastra, y otorgó su confianza a un nuevo equipo, encabezado por el marqués de la Ensenada, que se convertiría durante varios años en el auténtico director de la acción de gobierno. A él se debe la firma de la paz con Inglaterra, en 1749, que otorgó al país una década de paz muy necesaria, y los proyectos de reforma fiscal y económica. En realidad Ensenada comenzó a proponer las medidas que años después defendieron los representantes del Despotismo Ilustrado: introducir reformas para aumentar la producción, con el objetivo de aumentar la base fiscal y disponer de recursos para potenciar el ejército y la marina, con el fin de convertir al país en una gran potencia.

A ese programa responde la elaboración del llamado catastro de Ensenada, un gigantesco estudio de la situación de país con el objetivo de modificar el sistema de impuestos, reforma que, sin embargo, no se llegaría a realizar. También se debe a él el impulso dado a los astilleros, para reforzar la marina de guerra, así como el envío de expediciones científicas y de técnicos con el fin de conocer las técnicas de construcción naval de otros países.

A la muerte de Fernando VI, en 1759, su hermanastro, Carlos III, se encontraba con un país en crecimiento y con una Hacienda relativamente saneada.

10.3. La España del siglo XVIII: reformas en la organización del Estado. La monarquía centralista

La entronización de la dinastía de Borbón, tras el tratado de Utrecht, trajo consigo una serie de transformaciones políticas en el país.

La primera de ellas es el establecimiento de un sistema político centralista en el nuevo país unificado. Dicha centralización se concretó en los Decretos de Nueva Planta, tres órdenes reales a través de las cuales fueron abolidas las leyes, instituciones y derechos de los reinos de Aragón (1707), Valencia (1711) y Cataluña (1716), conforme las tropas borbónicas conquistaban los respectivos territorios. Se eliminaron las fronteras y se introdujo el sistema legal y político de Castilla. El castellano, además, se impuso como única lengua oficial. La excepción, curiosamente, la constituyeron las provincias vascas, Guipúzcoa y Vizcaya, que mantuvieron sus fueros, conjunto de instituciones y derechos de origen medieval, gracias a haber apoyado a los Borbones en la guerra sucesoria.

La administración del Estado se transformó siguiendo el modelo francés. El sistema de consejos fue sustituido por un conjunto de cinco Secretarios de Despacho, al frente de las distintas ramas de la administración. Sólo se mantuvo el Consejo de Castilla, pero cada vez más desprovisto de funciones. La administración territorial se organizó en cada provincia, con un intendente del gobierno y una audiencia, sin que estuvieran claramente deslindadas sus funciones. Desde el punto de vista militar, el país se dividió en capitanías generales.

Otra transformación importante fue la del ejército. Se eliminaron los tercios, y se introdujo el regimiento como unidad básica, al tiempo que se introducía la escala de mandos moderna: oficiales, jefes y generales. Se establecieron acuartelamientos en todo el país, y de forma especial en los antiguos reinos aragoneses. También se reformó y potenció la marina de guerra, instrumento básico para la defensa del Imperio colonial.

Otra línea de actuación política la constituye el regalismo, es decir, la reivindicación de la autoridad de la Corona sobre la Iglesia, una política que enfrentó a menudo a los Borbones con la Iglesia española y con Roma. Los reyes reclamaron e impusieron su derecho a proponer obispos para las sedes vacantes, su jurisdicción sobre los sacerdotes en cuestiones civiles y criminales, y el cobro de rentas de aquellos obispados que permanecieran vacantes. Además, presionaron para ir disminuyendo poco a poco los conventos y congregaciones religiosas. Esa línea de actuación enfrentó a los secretarios con el sector más intransigente de la Iglesia, encabezado por la Inquisición y la Compañía de Jesús.

Los primeros Borbones, Felipe V y Fernando VI (el breve reinado de Luis I en 1724 resultó intrascendente) apenas modificaron el sistema económico y social. Se empezó a elaborar un nuevo catastro, que permitiera conocer la base fiscal, pero no se adoptaron reformas para mejorar la producción agraria. Sí se adoptaron medidas proteccionistas, como la prohibición de importar manufacturas textiles, para apoyar la producción nacional, o la fundación de las primeras Reales Fábricas, manufacturas estatales para impulsar la producción. También se promovió la fundación de Compañías de Comercio, con el objetivo de imitar el modelo que ingleses y holandeses habían establecido con éxito para explotar el Imperio colonial, un intento, sin embargo, que no tendría demasiado éxito.

10.4. La práctica del Despotismo Ilustrado: Carlos III

El Despotismo Ilustrado es una corriente política que surge a mediados del siglo XVIII, y que fue asumido por algunos de los monarcas y ministros de la época.

Los déspotas ilustrados buscaban el fortalecimiento del Estado. Para ello, promovieron el crecimiento económico, con el fin de aumentar la riqueza, la recaudación de impuestos y la capacidad militar de sus respectivos países. Como el desarrollo económico traía consigo, de paso, una mejora de las condiciones de vida de los campesinos, pudieron presentarse como benefactores del pueblo. El lema "todo para el pueblo, pero sin el pueblo", con el que se ha querido describir al Despotismo Ilustrado y a los ministros que lo pusieron en marcha, no deja de ser un fraude: aunque promovieran reformas agrarias y educativas, el objetivo no era favorecer a las clases populares, sino a las monarquías a las que servían.

Entre los muchos ejemplos de acción política del Despotismo Ilustrado en Europa, destaca el promovido por los ministros de Carlos III. En realidad, ya bajo Fernando VI, algunas de las medidas del marqués de Ensenada pueden inscribirse en esa línea. Pero fue con la llegada de Carlos al trono, en 1759, cuando los ministros reformistas se impusieron en la corte, encabezados por el secretario Esquilache. En esos primeros años, hombres como Floridablanca, Campomanes, Olavide o Jovellanos pudieron plantear sus propuestas de reforma con el apoyo del rey.

Surgieron entonces los proyectos de reforma agraria: la colonización de tierras incultas, la introducción de nuevas técnicas de cultivo y las tímidas propuestas de limitación de la amortización de tierras. También se planeó la reforma de los estudios universitarios, el impulso a las expediciones científicas y la promoción de las ciencias y de las técnicas, mediante el establecimiento de las Reales Sociedades de Amigos del País. Los ministros, además, se planteaban la liberalización del comercio y el impulso de las Compañías de Comercio. Por último, insistieron en recuperar el control del Estado sobre la Iglesia, reafirmando la política regalista que ya se había aplicado en la primera mitad del siglo.

Pero el motín de Esquilache de 1766 trastocó por completo las reformas. La revuelta popular no sólo provocó la caída del ministro napolitano. Carlos III, asustado por el riesgo corrido en esos días, giró bruscamente hacia posiciones mucho más conservadoras. Desde entonces, confió alternativamente en el conde de Aranda y, sobre todo, en un Floridablanca cada vez más reaccionario. Los proyectos de reforma agraria fueron cancelados, y las propuestas de reforma de los estudios lentamente dejadas de lado. Eso sí, el motín fue aprovechado para expulsar del país a la Compañía de Jesús, con la excusa de haber participado en la revuelta. En realidad, Carlos III quiso desprenderse (como hicieron por entonces otros reyes europeos) de la orden más militante y defensora de los privilegios eclesiásticos.

El balance final del Despotismo Ilustrado fue más bien pobre. Se abrió el comercio americano a la mayor parte de los puertos peninsulares. Se colonizaron tierras incultas en Sierra Morena, y se promovieron algunas manufacturas. Pero las reformas más profundas quedaron olvidadas, y sus defensores, como Jovellanos, apartados de la corte, cuando no perseguidos y depurados por la Inquisición, como le ocurrió a Pablo de Olavide.

Carlos III sí aprovechó la buena situación fiscal que le había dejado su hermano Fernando VI, para reiniciar la política belicista. Dos guerras sucesivas dejaron, en 1783, una Hacienda arruinada y, lo que es peor, el inicio de un proceso de endeudamiento galopante, mediante la emisión de los vales reales, que acabaría por hundir al Estado en tiempos de su sucesor, Carlos IV.

10.5. La España del siglo XVIII: la evolución de la política exterior en Europa

La llegada al trono de los Borbones trastocó la política exterior española, introduciendo nuevos objetivos y alianzas. El Tratado de Utrecht, al separar los territorios italianos y de los Países Bajos, y permitir la entrada de Inglaterra en el comercio americano, aunque fuera a pequeña escala, obligaba a la monarquía a modificar sus relaciones internacionales.

Sin posesiones europeas, la defensa del Imperio americano se convertía en la máxima prioridad de la política española. Además, la recuperación de Gibraltar y Menorca pasaron a ser objetivos nuevos. En los dos frentes, el enemigo era Inglaterra, y frente a ella el aliado natural tenía que ser Francia, tanto por los propios intereses de Francia, como por razones dinásticas. Además, si el ejército francés era muy superior al español, la armada española podía, sumada a la francesa, hacer frente a la flota inglesa, la más poderosa de su época.

No obstante, en los primeros años la política de Felipe V se desvió hacia otro objetivo: la recuperación de los territorios italianos. Fue, en parte, consecuencia del matrimonio con Isabel de Farnesio, y la obsesión de ésta por conseguir tronos para sus hijos. España se vio envuelta en un ciclo de quince años de guerra, sin grandes resultados, ante la oposición de las potencias europeas a las pretensiones españolas.

Fue en 1733 cuando la acción exterior dio un giro brusco. Bajo los auspicios del secretario Patiño, en ese año se firmó en El Escorial el primer pacto de familia, nombre que se daría a las sucesivas alianzas que, a lo largo del siglo, firmaron las coronas de España y Francia. El pacto, dirigido contra Austria, permitió conseguir la conquista del reino de Nápoles dos años después, culminando las aspiraciones de la corte española.

En 1739 se inició una guerra contra Inglaterra en defensa del monopolio colonial, guerra que duraría ocho años. Y en 1743 se firmó el segundo pacto de familia, que obligó a España a entrar en la guerra de sucesión de Austria, en apoyo de Francia

Tras el pacífico reinado de Fernando VI, que sirvió para sanear las cuentas, llegó al trono Carlos III, y con él la reanudación de la política belicista. En 1762 se firmó el tercer pacto de familia, una alianza ofensivo-defensiva en virtud de la cual España se vio envuelta en la Guerra de los Siete Años, contra Inglaterra, una guerra en la que trajo como resultado la entrega de Florida a los ingleses.

El tercer pacto de familia sería renovado en 1779, para sellar la entrada de Francia y España en guerra contra Inglaterra en apoyo de las colonias de Norteamérica. Esta vez, la guerra, finalmente ganada por los estadounidenses, sirvió al menos para recuperar Menorca, aunque no Gibraltar, que quedó definitivamente en manos británicas.

La política belicista de Carlos III sirvió para endeudar al Estado a gran escala, una herencia que recibiría Carlos IV y que condicionaría toda su acción exterior. Sin embargo, la política exterior del nuevo rey quedaría condicionada por un suceso mucho más grave: el estallido de la revolución en Francia de 1789. La revolución rompió el pacto de familia, y acabó arrastrando a la guerra contra la convención, tras la ejecución de Luis XVI, en 1794. Desde entonces, el gobierno de Carlos IV, con Godoy al frente, fue a la deriva, entre la alianza forzosa con los franceses contra Inglaterra, y las sucesivas derrotas, que fueron acabando con la capacidad de la armada para defender el Imperio colonial. El punto final del desastre lo pondría, en 1805, la derrota de Trafalgar, que dejaba indefenso el Imperio y a la propia monarquía.

10.7. La Ilustración en España

La de la España del siglo XVIII siguió siendo una cultura de elites. La mayoría de la población es analfabeta, y su única fuente de información es el púlpito. Sólo las familias ricas tenían acceso a un sistema educativo que seguía sumido en el oscurantismo, la tradición y el desconocimiento más absoluto de las teorías científicas y filosóficas que se imponían en Europa. Los intentos de los ministros ilustrados en la segunda mitad del siglo por introducir reformas en las Universidades, especialmente representados por el proyecto de Olavide para la Universidad de Sevilla, fracasaron ante la oposición de la Iglesia y el desinterés de la Corona.

La influencia de la filosofía ilustrada en España fue más bien escasa. En la primera mitad del siglo, apenas hay interés por las nuevas ideas. Figuras como Gregorio Mayas o el padre Benito Feijoo intentaron promover el espíritu crítico y el conocimiento de las nuevas ideas, pero su obra, enciclopédica en el caso de Feijoo, quedó aislada y no tuvo apenas seguimiento.

A partir del reinado de Fernando VI, la necesidad de modernizar el país obligó a intentar cambiar las cosas. Ensenada envió a Jorge Juan a conocer las nuevas técnicas de construcción naval, y él y Antonio de Ulloa participaron en la expedición de La Condamine que midió el grado de la Tierra en el Ecuador. Otro impulso a la ilustración pudo haber venido a través de las Reales Sociedades de Amigos del País, cuya difusión se produjo en la etapa inicial, ambiciosa, del reinado de Carlos III. Pero el aperturismo se terminó bruscamente con el giro conservador de la segunda parte del reinado. Lentamente, quienes defendían las teorías ilustradas (Campomanes, Jovellanos) fueron marginados de la corte, al tiempo que la Iglesia reforzaba su posición contraria a las innovaciones. Una tendencia que llegaría al paroxismo durante el reinado de Carlos IV, tras el estallido de la Revolución Francesa. Aunque Godoy intentó recuperar a algunos de los ilustrados, apenas tuvo éxito, en medio de la oposición de los sectores más intransigentes de la Corte.

En ese contexto, las realizaciones fueron escasas. En el campo de las ciencias, hay que destacar algunas expediciones científicas, en las que la principal aportación fueron los estudios sobre especies botánicas que se realizaron en América, y la construcción del Observatorio Astronómico de Madrid.

En el campo de las letras, la principal generación de autores, después de Feijoo, es la de finales del siglo, con ensayistas como Jovellanos o Campomanes, prosistas como José de Cadalso, poetas como Menéndez Valdés y Quintana, y el dramaturgo Fernández de Moratín.

En cuanto a la arquitectura, la primera mitad del siglo XVIII se caracteriza por la pervivencia del Barroco, con figuras como los arquitectos José de Ribera y José de Churriguera. A mediados del siglo se impone el barroco monumental y clásico que traen los maestros italianos Juvarra y Sachetti, encargados de la construcción del Palacio Real de Madrid, obra fundamental de la arquitectura dieciochesca. En el último tercio del siglo, se impone el llamado estilo neoclásico, con arquitectos como Ventura Rodríguez, y obras tan representativas como la Puerta de Alcalá o el Museo del Prado, inicialmente construido para ser museo de ciencias naturales.

Durante la mayor parte del siglo XVIII, la pintura española apenas despuntó, inmersa en el academicismo y en la repetición de modelos clásicos. El panorama cambia radicalmente con la figura de Goya, cuyo estilo personal revoluciona la pintura europea. Tras participar en la elaboración de los cartones para tapices para la Real Fábrica en la década de 1780, en 1790 se convertirá en el retratista de la Corte, iniciando la etapa más espléndida de su carrera, que se prolongará hasta el estallido de la Guerra de la Independencia, en 1808.