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Romain Gary

Europa

Traducción deIgnacio Vidal-Folch

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PRÓLOGO

Ya sé que para un autor agregar un prefacio explicativo asu novela es la confesión de un fracaso. Pero siempre hepreferido fracasar que no intentar nada. Incluso he llega-do a la conclusión de que las propias civilizaciones sonfrutos que se acumulan lentamente en los surcos que dejanlos fracasos.

La cortés estima con la que Europa fue acogida cuan-do se publicó en Francia fue acompañada de la elisión, nomenos cortés, de la menor referencia, o casi, a su sentidofundamental. Se prefirió considerar esta novela como unaloable contribución a la actual moda del barroco en la li-teratura.

Fue algo sorprendente. Sobre todo porque no es acep-table que el elogio sustituya a la comprensión. Es verdadque decir que Europa, en cuanto entidad viva, espiritual yética, no existe y no ha existido nunca equivale, en el pla-no intelectual, a una blasfemia. Pero precisamente mi blas-femia pretendía ir más allá de esa constatación para expre-sar en una obra de ficción la esquizofrénica separaciónque se da entre la cultura y la realidad.

En efecto, si la palabra «cultura» significa algo de ver-dad, es –o debería ser– una forma de comportamiento in-dividual y colectivo, una fuerza ética activa que penetraseel conjunto de las relaciones humanas y de las formas dever. En cambio, la historia de Europa demuestra que nun-ca se ha producido nada semejante, ni es susceptible de pro-

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ducirse en un porvenir previsible. Respecto a esto, nuestraherencia espiritual ha fracasado sistemáticamente, y a me-nudo de forma monstruosa. Solamente en el siglo xx: losholocaustos de la Primera y la Segunda Guerra Mundial; la Alemania hitleriana; la Francia de Vichy, que en 1942nutrió de judíos los campos de exterminio nazis; los millo-nes de víctimas de las purgas estalinistas; Praga sumida enlas tinieblas; la implacable indiferencia de los dirigentes so-viéticos respecto a los derechos del hombre; o bien, incluso–a título de recuerdo personal–, las cabezas rapadas de lasmujeres que habían «colaborado sexualmente» con los sol-dados alemanes y que después de la Liberación fueron obli-gadas a desfilar desnudas por las calles de Francia... En el fondo no hay un solo boletín informativo que no mues-tre que la cultura no logra alcanzar nuestra fibra psicoló-gica y social, ni convertirse en un sistema ético vivo, unametamorfosis del ser humano. Nuestras obras maestraspermanecen fuera y por encima, en su gueto dorado, in-capaces de «descender» y encarnarse en nuestra psique co-lectiva.

No es un gran descubrimiento. Desde la Segunda Gue-rra Mundial se han dedicado innumerables estudios y co-loquios a este problema, especialmente cuando concerníaa Alemania: de Goethe y Bach a Auschwitz. Pero en ciertosentido y hasta cierto punto, todas las novelas que se hanescrito, incluso la más mediocre novela policíaca, tienenpor tema el fracaso de la cultura. Así que si estas páginasaportan una novedad a todo esto –eso espero, por lo me-nos–, ésta podría ser mi tentativa de tratar deliberada, ob-sesiva y casi exclusivamente este conflicto en una obra deficción.

Jean Danthès, el embajador de Francia en Italia de minovela, es un «hombre inmensamente culto», típico home-naje que se rinde en Europa a las personalidades distingui-das. Y es a esa dicotomía, a esa fisura infranqueable entre

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la estética y la ética que acabó por escindir su propio espí-ritu, a lo que él debe su lucidez. Devorado por las abstrac-ciones, y precisamente en el momento en que se enfrenta aseres humanos reales, el embajador se pone a considerar a éstos como personificaciones de los dos aspectos de suquerida Europa, por un lado la cínica bruja y puta Malwi-na von Leyden, y por el otro la hija de ésta, la bella y puraErika. La verdad de todo este asunto es, naturalmente, quela bruja-puta y la encantadora belleza no son más que unay la misma entidad, Europa; suponiendo, claro está, que launa o la otra existan de verdad, que no sean el fantasmade «un hombre cultísimo», una proyección mitológica dela culpabilidad y de las aspiraciones del embajador, unacreación de su espíritu atormentado y eminentemente refi-nado. Es en este contexto en el que Danthès se substrae ala realidad entera, un poco como Hölderlin.

«Desdoblamiento de la personalidad»: tal es la clave decada personaje o aspecto de esta obra de ficción; como loes de la misma Europa, ese otro cuento de hadas.

Ahora unas palabras sobre el Barón. Este personaje apa-rece en varias de mis novelas. En un libro intenté asesinar-lo, pero sólo sirvió para verle reaparecer en el siguiente. Nopuedo desembarazarme de él. Seguro que es porque estáinstalado en mi subconsciente de una forma tan profundaque en realidad no logro darme cuenta de lo que represen-ta. Quizá se trata de un idealista bregado en la autoirrisióny que se esfuerza eternamente en alcanzar un objetivo inal-canzable, o sea un espíritu verdaderamente noble, lo queexplicaría la amargura y el sarcasmo en la mirada que pososobre él... y sobre mí. No sólo su desesperada búsqueda dela dignidad humana parece haberle reducido a un estado de estupor alcohólico, sino que además su busca incesan-te de una distinción impecable de alma y espíritu ya sólo encuentra la satisfacción de una elegancia puramente indu-mentaria, con la que abrir algunos museos más... En cual-

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quier caso, lo único que sé es que odio al Barón con toda lafuerza de mi amor. Y aún más, en este libro lo siento máspróximo a mí que nunca, porque revela que es el jefe deljuego, es decir, el autor. A veces lo he llegado a desenmas-carar –y de paso desenmascararme a mí mismo– como unilusionista cuyos actos y promesas son incapaces de trans-formar el mundo. De hecho no es más que un charlatán. Entanto que creador, sus «poderes supremos» son simplestrucos de magia que por lo general terminan allá donde em-pezaron: en la literatura. Guerra y paz de Tolstói ¿no ha he-cho incomparablemente mucho más por la literatura quecontra la guerra? Ya traté este tema del escritor como ilu-sionista incapaz de modificar la realidad de las cosas en minovela Los encantadores.

En comparación con Danthès, cuyo ser se ve empujadoa la desintegración por el amor que tributa a su soberbiaquimera, el Barón es infinitamente más estoico o más cíni-co; o ambas cosas. Quizás es porque recuerda que cuandolos escuadrones de la muerte nazis se disponían a ametra-llar a sus víctimas, dispensaban a las madres que llevabana sus bebés en brazos de cavar su propia tumba: semejan-te delicadeza era una demostración de Kultur.

De igual forma, cuando el ejército francés, durante laguerra de Argelia, empezó a aplicar la picana eléctrica enlos órganos genitales de los rebeldes a los que había captu-rado, el general entonces al mando sometió sus propiostestículos a ese tratamiento antes de hacer que se lo aplica-ran a otros; lo que, sin duda alguna, también formaba par-te de la cultura.

En febrero de 1977, un miembro eminente del Quaid’Orsay que había sido mi colega más joven durante unade mis misiones diplomáticas –la de portavoz de la delega-ción francesa en las Naciones Unidas–, y que más adelan-te alcanzó el rango de embajador en el Vaticano, mató asu mujer y a sus dos hijos durante una depresión nerviosa.

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Menciono esa tragedia sólo para señalar que el embajadorcompletamente ficticio de mi novela no está más allá detoda credibilidad, como sostuvo cierto crítico afirmandoque era «altamente improbable que Francia pueda nom-brar a un hombre tan frágil para un puesto de tal respon-sabilidad».

Romain Gary

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A François Bondy

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I

Danthès llevaba desde el amanecer observando la carrete-ra. No había dormido. Sus noches se habían convertido enestados de semiconsciencia en los que se mezclaban, en unaconfusión crepuscular, fragmentos de ideas a la deriva, lasonrisa de Erika, el rostro de la madre de ésta y el del Ba-rón, tan enigmático, además de los ecos que las palabras,apenas formarse, despertaban en su caída interior, con re-sonancias multiplicadas de cámara acústica. Nubes desli-zándose lentamente sobre la luna, las vagas siluetas de losmuebles, crujidos del parqué que revelaban movimientosinvisibles... El Tiempo se eternizaba, dejaba a sus ejércitosdescansar al vivaque, manipulaba las apariencias de dura-ción y fingía creer en las obras de larga duración. Danthès,que quería calmar su angustia dándole un rostro humano,tratando aquellas horas nocturnas como una sustancia dela imaginación, se representaba al Tiempo sentado al bor-de del camino, con chaqué y chistera y reloj de bolsillo,contando cuidadosamente sus batallones de hormigas, si-glos, segundos, milenios, antes de lanzarlos a nuevos asaltoscorrosivos. Por su rigidez y su aspecto severo, pero justo, se parecía un poco a Abraham Lincoln en las fotos sepia de Brady. Los insomnios son aún más proclives que los en-sueños a la evasión, pero a veces a Danthès le asombraba lafacilidad con la que en aquellas horas interminables se za-faba de los enfrentamientos consigo mismo, siempre tandesagradables para las naturalezas moralmente atildadas.

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El embajador de Francia en Roma había oído murmurarque «su alma llevaba monóculo», y aunque esa acusaciónde elitismo le irritase no le costaba admitir que valorabamás la belleza que la fealdad, lo que en efecto podía pare-cer una falta de fraternidad. Sobre este asunto desconfiabade su profesión. Por el privilegio de inmunidad que confie-re, el oficio de diplomático hace que uno viva al margen,bajo una campana de cristal, y permite observar sin que tetoquen. El deber de analizarlo todo con frialdad lleva aconsiderar los conflictos humanos como un «problema»teórico más que como sufrimiento real. La regla del juegoconsistía en distanciarse: el Quai d’Orsay era implacablecon los embajadores que se identificaban demasiado conlas penas y alegrías del país en el que servían. Al fin y alcabo, ellos sólo representaban a Francia... Danthès se es-forzaba en no sucumbir a esta deformación profesional y senegaba a controlar sus impulsos generosos como cualquierguardia urbano encargado de evitar atascos en la región delcorazón. Le gustaba creer. Le gustaban los saltimbanquis,las mujeres que leían la buenaventura, los magos de feriacon sus filtros mágicos y piedras filosofales, todos los Saint-Germain y los Cagliostro. Legiones de gitanos de aspectomisterioso, charlatanes que te leían el futuro en los ojos yque cuando hablaban del amor y de la muerte no se equivo-caban nunca avanzaban así a través de las edades. Tambiénexistía cierto Arlequín, cuyas inspiradas piruetas y guiñosde complicidad podía sorprender Danthès en aquellas no-ches medio negras medio blancas, cuando su mirada, agu-zada por la fatiga nerviosa, ensanchaba en el cielo cierto in-tersticio llamado «de Chirico», muy conocido por todoslos aficionados a la divina Commedia dell’Arte. Entoncesbastaba con apartar un poco el viejo telón salpicado de to-das las estrellas de Nostradamus y husmear en ese pol-voriento almacén de accesorios donde, cada noche, un Pic-colo Teatro muy anterior al de Milán recoge sus cuerpos

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celestes y sus infinitos, así como algunos de sus personajesmás ilustres, Uno de los cuales, por lo menos, es Muy Res-petado. Entonces se podía oír a Arlequín y Pantalón respon-der con esos lazzi1, que según el siglo se llaman unas veces«inmortalidad» y otras «cultura», a preguntas que no ibandirigidas a ellos, pero que ellos interceptaban hábilmente alpaso, para ahorrarles las angustias del silencio y de la nada.Las desilusiones son torpezas: al tropezar con la realidad,al malabarista se le cae la antorcha de la utopía y, conster-nado, se mira las manos vacías.

Danthès sabía que desde que existe el hombre siempreha tomado por respuesta el eco de sus propias preguntas,y que así nació el arte. Así que consideraba todas las pre-guntas angustiadas al claro de luna y demás interpelacio-nes al «misterio del ser» como una lamentable debilidady una falta de decoro, por no decir de dignidad. Pero sen-tía simpatía e incluso profunda gratitud por los inspira-dos embaucadores que asumieron la misión de mantenerviva la ilusión y así habían enriquecido la vida con tan-ta belleza.

Entre aquellos saltimbanquis, su preferido era el Tiem-po. Le gustaba ese burgués puntual y rutinario en el queadivinaba, sin embargo, un alma de artista: a menudo supátina era el toque final que le faltaba a la obra, sus roedu-ras conferían a las piedras una vida emocionante y una es-pecie de ternura de la que por sí mismas carecían, y lo quesus ruinas sustraían al mortero y a la paleta del albañil selo ofrecían a la poesía y al sueño.

Se decía que el embajador de Francia en Roma era «unhombre inmensamente culto» y, desde Berenson, uno delos aficionados al arte más versados en los logros del Rena-cimiento. Sentía por Europa una pasión comparable a la

1. En la Commedia dell’Arte, los lazzi eran piezas breves para amenizarla espera entre dos escenas de la obra. (Todas las notas son del traductor.)

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que sentía por todo lo imaginario. Durante sus insomnios,visitaba los siglos pasados y todas las obras del Tiempo queese querido caballero disponía a su paso con el máximocuidado y orgullo. El embajador se abstenía de los somní-feros; quizás incluso cultivaba de forma deliberada ese es-tado de irrealidad que le permitía moverse en una dimen-sión completamente mitológica, pero de la que lo que élllamaba Europa extraía su única sustancia de vida real yfecunda. Así fueron, al fin y al cabo, las relaciones que elgenio de Sófocles, de Eurípides, de Esquilo y de Homeromantuvo con los dioses. Lo existente se enraizaba en lo quecarecía por completo de existencia.

La villa Flavia se edificó a principios del siglo xvi. Laplanta baja y el piso superior se abrían a unas terrazas conarcadas inspiradas en los arcos de triunfo romanos, y reci-bían en los cuatro puntos cardinales los azules y los rosas,los oros, los púrpuras y los violetas, las medias tintas y lasgrisuras que el sol dispensaba cuando se alzaba del lago,saltaba sobre las escaleras, recorría las galerías y se iba porel patio de entrada, sobre cuyas losas se vertió en 1520la sangre de la esposa infiel del condotiero Dario. Tiem-po atrás esta arquitectura encandiló al joven Palladio, que dejaría en todas sus villas venecianas huellas de su pri-mer amor.

Danthès llevaba casi tres horas esperando. La villa Italiaquedaba a su derecha, más allá del parque que se encara-maba a la colina y la abrazaba en su asalto vegetal, dejandoa la vista sólo la planta noble. Danthès sonreía mientras es-peraba. Le gustaba demorar el instante en que aparecería,entre los cipreses que bordeaban la carretera, el viejo Hispa-no que traía a la «tribu» de Florencia. Le había regalado aErika aquel coche, que databa de 1927: ya que no podía fre-cuentar otro siglo, 1927 fue por lo menos una buena aña-da, un momento en que Europa se reencontró por brevesinstantes con su espíritu civilizado, antes de una nueva rup-

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tura entre su cultura y su verdad, entre sus obras maestrasy Hitler. Estaba apoyado en la balaustrada de piedra y es-peraba, dejando que su imaginación vagase aún más que sumirada por aquel campo toscano que ya se desplegaba alsol, como la belleza de las mujeres cuando se acercan a latreintena. Le había prometido a Erika que estaría allí pararecibirla, desde lejos, claro, y sin que ella pudiera verle,pero estaban tan profundamente ligados el uno a la otraque les bastaba decirse el lugar y la hora para encontrarsesin estar allí, en una tierna e irónica complicidad.

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II

El Hispano-Suiza modelo 1927 –Ma era muy de Hispano,y valoraba los Rolls un poco como la verdadera noblezavalora a los barones napoleónicos– remontaba las colinascon la graciosa lentitud de la mariposa que llevaba un ratoavanzando vacilante por la muñeca de Erika. El insectoparecía dirigirse hacia el anillo de ágata grabado con el es-cudo de los caballeros de Malta que le había regalado elconde de Alvila. Éste era uno de esos falsos grandes de Es-paña que abundan en Toledo cuando la temporada turís-tica está en su apogeo; producía una fuerte impresión deautenticidad, gracias a su parecido calvo y estilizado conlos personajes del Greco. Se llamaba Popovitch pero pa-recía recién salido de El entierro del conde de Orgaz, y según su propia y sarcástica confesión ejercía sobre las ri-cas americanas «el mismo efecto irresistible que un sillónLuis XV debe ejercer sobre una lata de sopa». En su apa-riencia física, Alvila se había identificado hasta tal puntocon los retratos del maestro de Toledo que sólo le faltabaun marco para alcanzar un buen precio en una subasta deChristie’s. A los setenta y cinco años, seco, momificado,los negros ojos relucientes de inspiración maliciosa, era sinduda la última encarnación de los grandes pícaros del Si-glo de Oro, en una época en que el arte de engañar al mun-do había perdido su carácter aristocrático y se había abur-guesado hasta el punto de limitarse a las especulacionesinmobiliarias y las comisiones. Ya no había estilo. El conde

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de Alvila era capaz de robar una fortuna en joyas a una ri-quísima americana sin que a ésta se le ocurriese denunciar-le, por temor a perder a un amigo. Erika sentía por él elprofundo respeto que se le debe a un hombre que no vaci-laba en despojar a los ricos de sus bienes sin sentirse obli-gado a entregárselos a los pobres.

La mariposa ocre y negra tiritaba sobre su muñeca yErika mantenía las dos manos inmóviles sobre el volante,evitando cambiar de marcha para que lo efímero durase.Aunque aquello no tenía esperanza, como todos los mo-mentos de verdadera belleza.

El barón Von Putz zu Sterne iba sentado detrás, junto aMa. Irradiaba tanta nobleza y distinción que parecía unchófer que le ha cedido el volante al patrón. Nadie sabíaquién era exactamente ni de dónde venía. Ma asegurabaque la primera vez que le vio fue en el siglo xv, en casa delos Medici, y que luego le volvió a ver en una fiesta campes-tre en casa del superintendente Fouquet; como le parecióun poco perdido en casa del advenedizo que tanto habíadisgustado al pobre Luisón, lo adoptó. Y desde entoncesya no se separaron, salvo una vez, cuando Ma fue a pasarun fin de semana con Wagner en casa de Luis de Baviera.Pero Ma era Ma, y no todo en sus historias era verdad.Aunque el Barón poseyera pergaminos que remontabansu árbol genealógico hasta los caballeros teutónicos, cos-taba creer en tan reales documentos, referidos a un perso-naje que parecía completamente desprovisto de realidad.Danthès le decía a Erika que a lo único que parecía dedi-carse su padre adoptivo era a prestar al mundo el aire demisterio del que tan falto estaba. El único gesto que el em-bajador le había visto realizar cuando, hundido en la oscu-ridad de esos instantes infinitos antes del alba, le observa-ba o lo inventaba, ya no lo sabía, era sacudirse la mangacon la punta de los dedos, como para hacer caer algunos si-glos de historia, esas cagaditas de mosca. Hasta entonces

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Danthès jamás había visto un rechazo tan sostenido a par-ticipar, una determinación de abstenerse tan firme comola que demostraba aquella estatua príncipe de Gales, conchaleco amarillo canario y pajarita. Tal impostura tenía unnombre: se llamaba autenticidad. A veces a Danthès tam-bién le parecía que la mirada azul, vidriosa, fija del Barónera la de un hombre caído en el interior de sí mismo tras al-guna colisión demasiado dolorosa con la vida y horroriza-do, no por los abismos que así haya podido descubrir sino,al contrario, por una aterradora ausencia de profundidad,una milimétrica e irrefutable superficialidad. En la mismamedida en que era consciente de que en parte se lo inventa-ba, como siempre que se interpreta, Danthès, sobre tododesde su llegada a villa Flavia, se sentía a su vez pensado,pesado e inventado por el Barón, integrado en la mixturade quimeras a la que aquel maravilloso charlatán parecíaentregado. El carácter del embajador de Francia en Romatenía ese curioso rasgo, esa extraña obsesión que, desdehacía algún tiempo, se acentuaba de forma inquietante.

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III

Danthès sabía, en efecto, que todos tenemos dos existen-cias: una, de la que somos conscientes y responsables, yotra, más oscura y misteriosa, también más peligrosa, quenos supera por completo y que nos es impuesta por la ima-ginación de los demás, a menudo hostil y malintenciona-da. Gente a la que no conocemos de nada y que apenasnos conoce nos inventa a su gusto y nos interpreta, hastael punto de que, muchas veces, nos aprecian o desprecian,nos acusan o juzgan sin que lo sepamos y sin que podamosdefendernos y justificarnos. Nos convertimos en una sus-tancia en manos desconocidas: alguien nos amasa y nosdeshace, nos aboceta, nos borra y nos da otro rostro, ysólo a veces nos llega algún chisme que nos revela la exis-tencia de ese doble del que lo ignoramos todo, salvo eldaño que nos hace.

Como muchas personalidades públicas, Danthès eraextremadamente sensible a esta situación. Luchaba me-diante el humor y el desdén contra el otro, aquella identi-dad que le imponían, que le reemplazaba, que hablaba yactuaba en nombre suyo, se metía en todas partes y le com-prometía en los cenáculos no siempre benévolos de Roma,donde al embajador de Francia siempre se le observabacon curiosidad y donde el menor paso en falso despertabaecos de escándalo. A Danthès le irritaba aquel poder ocul-to que en cualquier momento podía manifestarse median-te alguna calumnia, miradas discretamente sorprendidas

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en el palacio Riggi, artículos de prensa o insinuaciones tan-to más peligrosas cuanto que nunca se formulaban en pre-sencia suya, pero que seguro que en cuanto volvía la espal-da circulaban a toda velocidad. En momentos de intensoagotamiento nervioso, como en aquel instante, llegaba in-cluso a oír murmullos de odio, aunque estuviera solo. Entales condiciones, ¿qué tiene de extraño que algunas psi-ques particularmente frágiles –en la carrera diplomáticaabundaban– acaben por creerse el centro de una conspira-ción universal, de una persecución a escala cósmica? Y en-tonces ya podían los médicos hablar de «tendencias para-noicas», lo que desde luego no era el caso del embajador deFrancia, muy conocido por su lucidez y su self-control ri-sueño y muy inglés, pero ¿cómo puedes protegerte contratales «tendencias» cuando se manifiestan en los otros y seejercen a costa tuya? Toda clase de gente sin rostro y sinninguna autoridad en la materia no parece tener otra razónde ser que inventarte, hacerte vivir aquí, ahí o allá, segúnles convenga y siempre a tus espaldas, y a hacerte respon-sable de... nunca se sabe exactamente de qué. Es una situa-ción que acaba resultando intolerable. Te condenan poractos e incluso por crímenes que nunca has cometido, o teabsuelven cuando tú te sabes culpable. Te transforman enpeón de un tablero que no controlas y te manipulan a vo-luntad. Te obligan a estar en guardia de continuo y a evitarcuidadosamente manifestar las sospechas que te merece talo cual persona de tu entorno, o incluso desconocidos quede repente te llaman la atención por sus actitudes extrañas,porque tu desconfianza sería enseguida interpretada comouna falta de seguridad interior, un signo de vulnerabilidadmórbida e incluso de desequilibrio psíquico. Así que te vesobligado a fingir, aparentando una risueña indolencia, ycon más motivo porque quizá sea tu inquietud la que teempuja a ti a inventar a ese presunto creador tuyo, en rea-lidad hipotético, y le atribuye tal hostilidad contra ti. De

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forma que la imaginación de Danthès se encontraba decontinuo enredada en una multiplicidad de intrigas y ma-niobras siempre posibles que era conveniente prever a finde desactivarlas, como en una partida de ajedrez. Ademásel embajador se sentía profundamente inclinado a este ejer-cicio tan abstracto pero tan satisfactorio para el espíritu, ya menudo pasaba las noches de insomnio en el silencio delpalacio Farnesio1 recreando sobre el tablero algunas de laspartidas más hermosas que recordaba de la historia de estenoble juego.

Danthès llevaba más de un año destinado en Roma.Consideraba el palacio Farnesio como la coronación desu carrera y sin embargo, en el momento en que su vidallegaba al cenit y en que el reencuentro con Erika le daba,pasada la cincuentena, todo lo que hasta entonces le ha-bía negado su vida profesional demasiado reglamentada ycompletamente dedicada a Europa, sus crisis de angustiase volvían más y más frecuentes. Quizá porque estaba de-masiado embebido de cultura y vivía en comunión cons-tante con ella, refugiándose en el arte, experimentaba casicontinuamente un sentimiento de irrealidad, de vacío, deausencia. A veces incluso se sorprendía luchando por con-servar su identidad, su autonomía y hasta sus contornosfísicos, como si un Ingres muy perfeccionista se hubiera in-clinado sobre él, le contemplase con ojo crítico e, insatis-fecho con su obra, se dispusiera a pasarle la goma y quizása borrarle por completo.

En estos trastornos de la personalidad el embajador re-conoció sin sombra de duda los síntomas clásicos de unadepresión nerviosa. Había en ella algo de estrés y tambiénlas consecuencias de no pocas decepciones. En el curso delos meses que precedieron a su nombramiento en Roma,había sido el delegado de Francia en algunas de las más pe-

1. Sede de la embajada de Francia en Roma.

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nosas conferencias de «unidad europea», donde sólo se ha-blaba de economía, de precios o monedas: entre ellas lamás indigna fue la de agosto de 1971, durante la cual el mi-nistro alemán Schiller recuperó, incluso en los puñetazossobre la mesa y los acentos y resonancias de su voz, toda laarrogancia tradicional del nacionalismo de botas y correa-je. Él se vio forzado a admitir una vez más que su Europa,aquella con la que soñaba de forma tan apasionada, seguíasiendo y corría el peligro de ser por los siglos de los siglosuna entidad puramente mitológica, si es que no se tratabasólo de una nostalgia decimonónica, más próxima a todaslas «princesas tristes» y demás «eternos femeninos» que acualquier realidad. Por más convencido que estuviese de lanecesidad de permanecer fiel al mito y negarse a renun-ciar a la esperanza, Danthès no podía negar la evidencia:lo mirase como lo mirase, a poco honesto que fuese teníaque constatar la bancarrota. En el mejor de los casos Europa no había consistido más que en «unos pocos», loshappy few, una pequeña élite que cabría en un palco de LaScala, un club de «almas bellas» y de algunos liberales ilu-minados como los alemanes Keyserling y Harry Kessler yel ruso Vladimir Nabokov; en el peor, no había consistidomás que en privilegios, institutrices inglesas, Fräuleins omademoiselles; aguas termales en Baden-Baden y Karlovy-Vary; los rusos de Montecarlo y el individualismo desde-ñoso y cosmopolita del tipo Pléiades de Gobineau. Cierta-mente hubo un breve instante en que Europa se educó yconoció la fraternidad en las fosas comunes –el mismoDanthès había pasado dos años en Dachau–, pero la con-fesión de renuncia sin vergüenza, y esta vez incluso sin hi-pocresía, apareció en la prensa en el curso de los cómicosdías que siguieron al anuncio de la no convertibilidad deldólar: los editoriales de los periódicos se hinchaban a ha-blar de «fracaso del espíritu europeo», como si pudierahaber algo en común entre este espíritu y la Europa de los

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mercados, de las sociedades anónimas y de las cuotas.Desde hacía años, en las grandes conferencias sobre la pa-tria de Valéry, de Barbusse y de Thomas Mann sólo se dis-cutía del ejército y de economía.

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Título de la edición original: EuropaTraducción del francés: Ignacio Vidal-Folch

Círculo de Lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal)/Galaxia Gutenberg

Travessera de Gràcia, 47-49, 08021 Barcelonawww.circulo.es

www.galaxiagutenberg.com1 3 5 7 9 0 1 0 2 8 6 4 2

© Éditions Gallimard, 1972, 1999© de la traducción: Ignacio Vidal-Folch, 2010

© Círculo de Lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal), 2010

Depósito legal: B. 31881-2009Fotocomposición: Víctor Igual, S. L., Barcelona

Impresión y encuadernación: Printer industria gráficaN. II, Cuatro caminos s/n, 08620 Sant Vicenç dels Horts

Barcelona, 2009. Impreso en EspañaISBN Círculo de Lectores: 978-84-672-3854-9ISBN Galaxia Gutenberg: 978-84-8109-853-2

N.º 48116