01 grandes paradigmas antropolÓgicos de la cultura occidental

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1 MÁSTER EN BIOÉTICA 8ª Edición Módulo 4. ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA GRANDES PARADIGMAS ANTROPOLÓGICOS DE LA CULTURA OCCIDENTAL Prof. Dr. JOAN ORDI Material elaborado a partir de la publicación del Dr. Francesc Torralba Roselló, ANTROPOLOGÍA DEL CUIDAR (Ed. Mapfre Medicina – Institut Borja de Bioètica) 1. El paradigma grecorromano Cuatro ideas constituyen el núcleo del paradigma grecorromano. Primera ida: el ser humano es una realidad dual de cuerpo y alma. Segunda tesis: el ser humano es animal que tiene logos, que tiene la facultad de pensar y de contar con palabras la realidad. Tercera idea: el ser humano es animal político, esto es, que vive y se desarrolla en el seno de la ciudad. Cuarta idea: el ser humano desea, por naturaleza, la sabiduría. El descubrimiento del espíritu, de una realidad espiritual accesible sólo al espíritu del hombre, es sin duda alguna el gran logro de importancia duradera que ha conseguido el pensamiento griego. Pero a la luz de esta consideración, lo espiritual aparece como el único verdadero ser. La esencia y la dignidad del hombre se sitúan únicamente en lo espiritual; por el contrario, lo material y corpóreo no pueden entenderse de un modo positivo. Platón lo expresa muy bellamente en el mito de la caverna de República. El filósofo, después de un arduo esfuerzo, sale de la caverna y ve con sus propios ojos la luz del sol. La salida de la caverna significa la purificación, la desmaterialización, la espiritualización del ser humano. En este contexto, la carne, la materia, lo corporal se identifica rápidamente con lo negativo, lo ruin y lo perverso. Aparece, así, en Platón el dualismo entre espíritu y materia, entre el alma espiritual y el cuerpo material del hombre; cuerpo que se presenta como la cárcel y cadena del alma. El alma debe liberarse de los lazos y trabas que la ligan al mundo material para retornar así a su existencia específica que es la puramente espiritual. La perfección del hombre consiste, por lo tanto, en la mayor desmaterialización y espiritualización de la vida. La tesis dualista, plásticamente expresada en el Fedón, tiene su fundamento filosófico en el pensamiento platónico, aunque desde un punto de vista histórico, esta tesis es anterior a Platón y se halla ya en el universo religioso y mágico del Orfismo que tuvo un influjo extraordinario en la Grecia antigua. La dignidad del hombre en la esfera del pensamiento griego radica en el carácter lógico del ser humano. El hombre, dice Aristóteles, es el animal que tiene logos y esto significa dos cosas, a saber, que el hombre piensa y el hombre habla. El pensar racional constituye una particularidad del ser humano, pues, según Aristóteles sólo el hombre tiene alma racional y ello le permite un conocimiento de la realidad por conceptos y no sólo por sensaciones. En segundo lugar, el hombre es animal hablante, pues tiene el don de la palabra, la capacidad de

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MÁSTER EN BIOÉTICA 8ª Edición

Módulo 4. ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

GRANDES PARADIGMAS ANTROPOLÓGICOS DE LA CULTURA OCCIDENTAL

Prof. Dr. JOAN ORDI

Material elaborado a partir de la publicación del Dr. Francesc Torralba Roselló,

ANTROPOLOGÍA DEL CUIDAR (Ed. Mapfre Medicina – Institut Borja de Bioètica)

1. El paradigma grecorromano

Cuatro ideas constituyen el núcleo del paradigma grecorromano. Primera ida: el ser humano es una realidad dual de cuerpo y alma. Segunda tesis: el ser humano es animal que tiene logos, que tiene la facultad de pensar y de contar con palabras la realidad. Tercera idea: el ser humano es animal político, esto es, que vive y se desarrolla en el seno de la ciudad. Cuarta idea: el ser humano desea, por naturaleza, la sabiduría.

El descubrimiento del espíritu, de una realidad espiritual accesible sólo al espíritu del

hombre, es sin duda alguna el gran logro de importancia duradera que ha conseguido el pensamiento griego. Pero a la luz de esta consideración, lo espiritual aparece como el único verdadero ser. La esencia y la dignidad del hombre se sitúan únicamente en lo espiritual; por el contrario, lo material y corpóreo no pueden entenderse de un modo positivo. Platón lo expresa muy bellamente en el mito de la caverna de República. El filósofo, después de un arduo esfuerzo, sale de la caverna y ve con sus propios ojos la luz del sol. La salida de la caverna significa la purificación, la desmaterialización, la espiritualización del ser humano. En este contexto, la carne, la materia, lo corporal se identifica rápidamente con lo negativo, lo ruin y lo perverso.

Aparece, así, en Platón el dualismo entre espíritu y materia, entre el alma espiritual y el

cuerpo material del hombre; cuerpo que se presenta como la cárcel y cadena del alma. El alma debe liberarse de los lazos y trabas que la ligan al mundo material para retornar así a su existencia específica que es la puramente espiritual. La perfección del hombre consiste, por lo tanto, en la mayor desmaterialización y espiritualización de la vida. La tesis dualista, plásticamente expresada en el Fedón, tiene su fundamento filosófico en el pensamiento platónico, aunque desde un punto de vista histórico, esta tesis es anterior a Platón y se halla ya en el universo religioso y mágico del Orfismo que tuvo un influjo extraordinario en la Grecia antigua. La dignidad del hombre en la esfera del pensamiento griego radica en el carácter lógico del ser humano. El hombre, dice Aristóteles, es el animal que tiene logos y esto significa dos cosas, a saber, que el hombre piensa y el hombre habla. El pensar racional constituye una particularidad del ser humano, pues, según Aristóteles sólo el hombre tiene alma racional y ello le permite un conocimiento de la realidad por conceptos y no sólo por sensaciones. En segundo lugar, el hombre es animal hablante, pues tiene el don de la palabra, la capacidad de

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decir verbalmente su pensamiento y de describir mediante palabras su mundo interior y el mundo exterior que vislumbra con sus ojos. Pero además, el hombre es animal político y eso significa que su existencia no se desarrolla aisladamente, sino en el seno de la comunidad. Según Aristóteles, el ser humano es radicalmente político, porque tiende a establecer vínculos con sus semejantes y en el seno de la ciudad se despliega con toda su potencialidad. No existe felicidad fuera de la «polis», pues e ser humano no puede vivir aisladamente. Sólo Dios o la bestia, dice Aristóteles, pueden vivir fuera de la «polis», pero el ser humano necesita radicalmente a sus prójimos para desarrollarse dignamente. El deseo de conocer es un atributo fundamental del ser humano. Aristóteles se refiere a él en la primera página de la Metafísica: «Todos los hombres, por naturaleza, desean saber». El deseo de conocer la realidad, de explicarse las causas últimas del mundo. en definitiva, de penetrar en lo más hondo de la realidad, constituye un deseo fundamental del ser humano y este deseo de conocer se relaciona directamente con la sabiduría. El deseo de conocer y el deseo de felicidad son dos caras de una misma moneda. EL ser humano desea ser feliz y la ética aristotélica, de corte eudaimonista, persigue, precisamente, este fin. La preocupación por la felicidad constituye un tema de fondo en el pensamiento griego, non sólo en Sócrates o en Aristóteles, sino, de un modo especial, en las escuelas postaristotélicas. El espíritu, la racionalidad, el habla, el deseo y la dimensión política del ser humano constituyen cuatro ideas claves del paradigma griego. El espíritu hace al ser humano trascendente, la racionalidad le permite el desarrollo de las ciencias y del conocimiento y la dimensión política es la base de su felicidad.

2. El paradigma judeocristiano En el círculo de ideas judeocristianas en torno a la naturaleza humana, es preciso resaltar las siguientes. Primera idea: el ser humano es una unidad estructural, una globalidad. Segunda idea: la persona es una criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, tal y como se desprende de la lectura del Génesis. Tercera idea: la persona es un ser trascendente cuyo fin es la comunión con Dios. Cuarta idea: el ser humano es un ser caído, y por lo tanto, débil y frágil que necesita ser liberado del pecado original. Quinta idea: el ser humano es un ser «capax amoris», es decir, capaz de mar, cuyo centro de gravedad no es el logos, sino el corazón.1 El análisis de los conceptos de la antropología hebrea no muestra una división dualista del hombre, por el contrario, alude a una visión sintética del ser humano, donde la persona no es una yuxtaposición de sustancias al estilo cartesiano, sino una realidad única y total que se expresa de múltiples maneras. Desde esta perspectiva antropológica, el ser humano está integrado por tres elementos mutuamente implicados entre sí y, además, de un modo indisociable. Estas tres dimensiones del ser humano son, en el pensamiento judío: el «nefesh», la «ruah» y el «basar». Objetivamente ninguno de los tres conceptos alude a una parte del hombre distinta de otras, sino que se refieren al hombre como un todo y como una unidad. Entre los diversos sentidos figurados que tienen estas ideas en el texto bíblico se puede, al menos, dar una caracterización global en estos términos: «nefesh» se refiere al hombre en cuanto tiende a algo; por otro lado, «ruah» se refiere al ser humano en cuanto vive bajo la dirección carismática de Dios al servicio de la historia de la promesa y, por último, «basar» se refiere al ser humano en cuanto se encuentra frente a Dios emparentado con el pueblo y en su existencia junto a los demás hombres.

1 Sobre Antropología Bíblica, ver: Cusson, G. Notes d’Anthropologie bibliques. Roma, 1977.

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En la Antropología del Antiguo Testamento, el hombre es visto como una realidad que presenta tres niveles. No son partes de la persona, como si se tratara de tres estratos superpuestos, sino niveles o dimensiones que engloban una sola realidad percibida desde perspectivas particulares. La primera dimensión, la del corazón, está vista como la manifestación exterior y sensible de todo el ser completo («basar»), la segunda, más interior, pertenece al alma, aquello que vivifica, aquel aliento de vida y de consciencia que hace a la persona ser él mismo («nefes»). La tercera, el nivel del espíritu, como aquella dimensión sobrenatural, propia de su condición de criatura de Dios, ligado a su Creador. La persona es cuerpo animado y espíritu encarnado como unidad psicosomática. La persona entendida como imagen de Dios, se define por su irrenunciable tensión hacia su destino: asimilar plenamente la vida de Dios, ya presente en él, pero en un proceso siempre por completar, hasta llegar a la unión definitiva con Dios. La imagen no es la representación de un objeto, ni algo de lo que se dispone cuando el objeto no está; la imagen es mucho más que eso: es la manifestación visible de la cosa misma, es como una irradiación y como una presencia. La imagen, en el paradigma judeocristiano, es más que una obra de arte; es la cosa misma, misteriosamente tangible, presente, sensible. Es como el resplandor de la realidad íntima que representa aquello a lo que evoca. En el pensamiento medieval, el paradigma judeocristiano se desarrolla con todo su máximo esplendor. Se constituye una antropología de fundamento religioso y formalmente teológico que gira en torno a la idea del hombre como imagen de Dios. En el universo teocéntrico medieval, la persona es una criatura de Dios, pero una criatura distinta y singular en el conjunto de la creación, pues sólo ella es imagen, es decir, icono del Creador. El mundo, en el universo medieval no es un todo caótico, sino un todo jerárquico y ordenado, cuyo centro y cuyo fin es Dios. Dios crea el mundo de la nada («ex nihilo») y la creación es un acto de Amor. El mundo, pues, no es fruto de casualidad o la arbitrariedad de la materia, ni configuración de un demiurgo como en el Timeo de Platón, sino proyecto de Dios, obra de Dios. El mundo no se identifica con Dios, pero su ser expresa algo de su Creador, pues la Obra manifiesta algo del Artista. Dios trasciende al mundo, aunque se revela en él. La persona humana, en el conjunto del universo ocupa, como dice santo Tomás de Aquino, el máximo grado de perfección en el plano de las sustancias materiales creadas. La persona es, según el Aquinate, lo más perfecto y lo más digno que subsiste en la reacción, porque su grado de participación en el ser es cualitativamente más profundo, rico y excelente que en cualquier otra criatura material. Ello significa que debe respetarse en un plano de superioridad y que jamás puede ser utilizada como instrumento o como objeto. El personalismo está en la matriz del pensamiento judeocristiano. En este sentido es pertinente distinguir aquí el concepto de persona y el concepto de hombre («anthropos»). Aunque en el lenguaje coloquial ésta es una diferencia inexistente, en el plano filosófico es muy relevante. El concepto hombre, en el pensamiento griego, se refiere al género humano, es decir, a la idea de hombre. Se trata, por lo tanto, de una abstracción. Persona, en cambio, ser refiere al sujeto singular e individual, a cada uno en su especificidad. Afirmar que el hombre es persona, significa que es una realidad única, distinta y particular. Boecio, el último filósofo romano, acuñó una definición de persona que es fundamental en el paradigma cristiano medieval. Persona, según el autor de la Consolación de la Filosofía, es una sustancia individual de naturaleza racional. La individualidad, la sustancialidad y la racionalidad son, en su definición, elementos fundamentales de la persona humana. La preocupación por la felicidad, por la «plenitudo hominis», constituye un tema constante en la filosofía medieval. Desde esta esfera paradigmática, el ser humano no alcanza la felicidad en este mundo, pues sólo en la plenitud de Dios puede saciar su sed de infinito. El camino hacia la felicidad es, en el universo cristiano medieval, un «Itinerarium Dei» que precisa soledad, silencio, interioridad, amor, donación y ascetismo. El ser humano es creado por Dios y

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la creación es un acto singular y único, pero su destino trasciende el marco de la creación material y se refiere a otra esfera, la esfera de Dios. Dante y antes que él Ramón Llull, en el Llibre de les Meravelles, expresó bellamente la cosmovisión medieval en La Divina Comedia. La cuestión de la caída original es fundamental en la antropología de corte judeocristiano. La interpretación del pecado original es una constante en los filósofos y en los teólogos medievales. Pero no sólo en el Medievo, también en el Renacimiento y, especialmente, en la Modernidad. El hombre es un ser caído y eso tiene múltiples claves de lectura. Por de pronto, significa que es un ser débil, vulnerable y frágil, un ser indigente que precisa liberarse del yugo del pecado. En el universo medieval, la salvación del individuo es de carácter religioso y fundamentalmente bíblico. La caída tiene efectos en el orden ético, en el orden estético, en el orden del conocimiento y l también en el orden político. El ser humano es vulnerable y frágil en todos estos terrenos y eso significa que es limitado y que no puede conseguirlo todo. La finitud o la contingencia del ser humano está muy presente en la esfera judeocristiana. En la filosofía agustiniana, el amor es la culminación de la Antropología. El ser humano es un ser «capax amoris», un ser capaz de amar y su felicidad está en íntima relación con esta capacidad de amar. Lo más propio y lo más liberador del ser humano no es la razón, sino el amor. «Ama y haz lo que quieras» —decía san Agustín. El amor a Dios constituye la expresión más plena y más libre de dicho amor. Creación, trascendencia, amor, persona, caída, salvación, constituyen el entramado de categorías fundamentales de la esfera judeocristiana.

3. El paradigma moderno Después de la reforma, la unidad espiritual y cosmovisional del universo medieval se resquebraja y aparece una pluralidad fundamental en el pensar sobre todo gracias al impulso de la imprenta. Eso significa que caracterizar las grandes líneas antropológicas del pensamiento moderno es mucho más complejo que describir el paradigma griego o el paradigma cristiano, pues existen muchas variaciones e interpretaciones. A grades rasgos, en la esfera del pensamiento moderno, las ideas antropológicas pueden sintetizarse en las siguientes tesis. Primera idea: el ser humano es el centro de la cultura, de la sociedad, de la historia y de la naturaleza. Segunda idea: el hombre es el resultado de una evolución millonaria de la vida biológica. Tercera idea: el ser humano es un ser radicalmente libre y la libertad le define desde un punto de vista esencial. Tercera idea: el ser humano es un animal instintivo que sufre por la represión cultural, social y religiosa. Cuarta idea: el hombre es un ser enajenado que lucha por su liberación. El antropocentrismo constituye la característica fundamental del Renacimiento y, posteriormente, de la Edad Moderna. De las tres polaridades fundamentales de la realidad, Dios, Mundo y Hombre, el ser humano se convierte en el centro de gravedad y el punto arquimédico de la realidad. EL polo divino queda desplazado en un segundo término y el universo medieval teocéntrico se descompone lentamente. La medida de todas las cosas ya no es Dios, sino el hombre. EL hombre se convierte en el protagonista dela historia, en el artífice del mundo político, en el regulador de la ética. La hipótesis evolucionista es fundamental en la concepción moderna del ser humano. Desde esta perspectiva, cuyos máximos representantes son Darwin y Lamarck, el ser humano es el resultado de una cadena evolutiva, tesis que supone una crítica radical al fijismo medieval de san Agustín. La diferencia cualitativa entre la especie humana y el resto de la naturaleza

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empieza a tambalearse y el ser humano descubre su proximidad con algunos mamíferos superiores y su tardía aparición en el conjunto de la historia natural. Ese descubrimiento tendrá consecuencias a nivel teológico y se desarrollará un arduo trabajo de síntesis entre las verdades de la fe, el Génesis y las hipótesis de la ciencia moderna. En este ejercicio de síntesis entre ambas esferas es particularmente interesante la obra antropológica de Teilhard de Chardin. La libertad constituye el atributo fundamental del ser humano en el pensamiento moderno. El ser humano es un ser para la libertad y la libertad es su humanidad. El ser humano debe conquistar su libertad y ello implica un acto de resistencia e, inclusive, de rebeldía respecto al mundo, a la sociedad, a la religión. El ser humano no nace predeterminado, sino con la posibilidad de ejercer su libertad y ahí radica su humanidad. El ser humano, decía Kant, pertenece a otro mundo, al mundo de la ley moral y ese mundo autónomo e independiente es el fundamento de su humanidad y, como veremos posteriormente, de su dignidad. La afirmación de la libertad, que constituye el primer valor de los tres tópicos de la Revolución Francesa de 1789 («Liberté, Égalité et Fraternité»), es un «continuum» en el pensamiento Moderno. En la antropología moderna y contemporánea, la instintividad del ser humano no es un rasgo menor o accidental de la persona, una simple pasión, sino un elemento central, un carácter fundamental. En las filosofías irracionalistas del siglo XIX, y posteriormente en el psicoanálisis de Freud y sus seguidores, el ser humano es un animal instintivo que sufre una dura represión social. La centralidad del ser humano no radica en el logos, sino en el instinto. En este sentido, su proximidad con el animal es total. En estas filosofías se desarrolla una crítica radical a la cultura logocéntrica y tradicional por ocultar el núcleo central de la condición humana, a saber, sus instintos. El tema de la alineación es especialmente fecundo en la Edad Moderna. Sus antecedentes se hallan en Feuerbach y después en Hegel, pero sobre todo en Marx. El ser humano es un ser alienado, es decir, explotado, oprimido por múltiples factores de orden político, social, económico y religioso. La liberación tiene su raíz en el hombre y no en Dios y consiste en romper los vasallajes y las cadenas del mundo. La explanación del concepto de alineación es trascendental para comprender las distintas perspectivas antropológicas y éticas del pensamiento moderno.

Ideas como libertad, instinto, rebeldía, alineación, antropocentrismo, razón, constituyen los hilos fundamentales del tejido filosófico de la modernidad.