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El impacto regional de las sociedades religiosas no católicas en México Jean-Pierre Bastían Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa La sociedad mexicana ha sido dominada y, en gran parte, moldeada por el catolicismo romano. Por supuesto, la Iglesia católica nunca fue una estructura monolítica y sí ha sido un espacio de confrontación entre tendencias políticas y religio- sas adversas. En lá colonia, clero regular y secular se comba- tieron; en la segunda mitad del siglo XIX, la corriente ultra- montana dominó sobre las facciones del catolicismo liberal; hoy en día las jerarquías se encuentran, en general, alejadas de la fracción del clero ligado a la teología de la liberación. Sin embargo, por el peso institucional de su estructura de poder, el catolicismo en México ha logrado mantener siempre una unidad rara vez quebrada. De hecho, cuando se intentó resquebrajarlo desde fuera de la institución católica (cismas católicos mexicanos de 1861, 1867 y 1925), esa política fracasó. Fueron más bien fenómenos marginales de fragmen- tación religiosa de tipo mesiánico, como la Nueva Jerusalén, que tuvieron una efímera existencia fuera del girón de la Iglesia. La fuerza institucional del catolicismo deriva en gran parte de la concepción del mundo vertical y corporativista, que la Iglesia ha logrado imprimir como modelo de control religioso y político, moldeándolo sobre formas tradicionales de gestión de lo social. Decir tradicional es referirse, más bien,

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El impacto regional de las sociedades religiosas no católicas en México

Jean-Pierre Bastían Universidad Autónoma Metropolitana

Unidad Iztapalapa

La sociedad mexicana ha sido dominada y, en gran parte, moldeada por el catolicismo romano. Por supuesto, la Iglesia católica nunca fue una estructura monolítica y sí ha sido un espacio de confrontación entre tendencias políticas y religio­sas adversas. En lá colonia, clero regular y secular se comba­tieron; en la segunda mitad del siglo XIX, la corriente ultra­montana dominó sobre las facciones del catolicismo liberal; hoy en día las jerarquías se encuentran, en general, alejadas de la fracción del clero ligado a la teología de la liberación.

Sin embargo, por el peso institucional de su estructura de poder, el catolicismo en México ha logrado mantener siempre una unidad rara vez quebrada. De hecho, cuando se intentó resquebrajarlo desde fuera de la institución católica (cismas católicos mexicanos de 1861, 1867 y 1925), esa política fracasó. Fueron más bien fenómenos marginales de fragmen­tación religiosa de tipo mesiánico, como la Nueva Jerusalén, que tuvieron una efímera existencia fuera del girón de la Iglesia. La fuerza institucional del catolicismo deriva en gran parte de la concepción del mundo vertical y corporativista, que la Iglesia ha logrado imprimir como modelo de control religioso y político, moldeándolo sobre formas tradicionales de gestión de lo social. Decir tradicional es referirse, más bien,

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a comportamientos políticos premodernos, ligados a la com­prensión aristotélico-tomista del mundo, comprensión teocrá­tica que considera el orden natural como matriz del orden social. Si a partir del final del siglo XIX, con la encíclica Rerum Novarum de 1891, en particular, este catolicismo pareció querer convivir con la modernidad, de hecho la ha aceptado por el peso de las fuerzas sociales desencadenadas tanto por la revolución francesa como por la reforma religiosa del siglo XVI y sus desencantamientos progresivos del mundo. Como lo muestra Emile Poulat en sus obras sobre el catoli­cismo contemporáneo, la Iglesia católica nunca ha aceptado ver restringida su acción a la esfera individual de la conciencia y nunca ha abandonado su proyecto de cristianizar el orden social; vale decir, de someter la esfera política temporal a la espiritual.

En México, este proyecto católico ha sido combatido por el Estado liberal en formación, aunque las relaciones Iglesia- Estado liberal han oscilado siempre desde la mitad del siglo XIX hasta hoy entre dos actitudes: una primera, de confronta­ción (lerdismo, carrancismo, callismo y cardenismo); una segunda, de conciliación (porfirismo y etapa de 1940 hasta la fecha). La exigencia que tuvieron los gobiernos de conciliarse con la Iglesia católica se debió, en gran parte, a la imposibi­lidad de doblegarla en los momentos de confrontación y a la necesidad de asegurar la paz social. ¿De dónde la Iglesia ha conseguido esta fuerza política que ha obligado al Estado a doblegarse frente a ella? En gran medida por que ha sido, históricamente, la única institución capaz de forjar la unidad nacional sobre todos los regionalismos y sobre todas las identidades étnicas atomizadas. La adecuación entre los gran­des mitos católicos y la identidad nacional mexicana se ha forjado en la constitución del guadalupanismo como ideolo­gía religioso-política unitaria, asegurando el consenso sobre

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las fuerzas centrífugas que tendían a deshacer la nación.1 En la medida en que el Estado liberal era una fuerza política que pretendía también forjar la unidad nacional, creando sus propios mitos antagónicos liberales (Hidalgo, Morelos, Juá­rez, etcétera), éste se encontró en rivalidad y confrontación objetiva con la instancia detentora de la legítima expresión de la nacionalidad.2 En la imposiblidad de destruir los mitos religiosos de la nacionalidad, el Estado liberal se ha visto obligado a convivir con ellos o, si no, a arriesgarse a perder el consenso necesario para su reproducción. Por lo tanto, históricamente, el Estado no ha podido ir más allá del pacto de no agresión con la Iglesia, y cuando declaró la guerra, siempre tuvo que retroceder.

Esta larga introducción quizás parezca llevarnos lejos del tema de las sociedades religiosas no católicas. Sin embargo, la presencia y la actuación de tales sociedades no puede percibirse ni entenderse sin tener como referencia constante la historia y la realidad de las relaciones Iglesia-Estado liberal, pues es sobre la confrontación entre ambas instancias, donde se establece históricamente la fractura indispensable para el desarrollo de la heteronomía religiosa. Pero también, en la medida en que el Estado es al igual que la Iglesia una instancia que pretende mantener la unidad -¿la catolicidad?- sobre todos los pluralismos étnicos en particular, la disidencia religiosa no puede evadir presentar siempre, por lo menos potencialmente, connotaciones políticas. En otras palabras, cuando el Estado liberal de la mitad del siglo XIX accedió a fragmentar el campo religioso, esta fragmentación favoreció la aparición de sociedades religiosas cuya actuación nunca fue de mera confrontación con la Iglesia católica, sino tam­bién de confrontación potencial con el Estado liberal, una vez que éste se hubo reconciliado con la Iglesia, con miras a mantener el orden y el progreso sobre todas las reivindicacio­

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nes económicas, sociales y políticas disidentes. De hecho, es significativo que los liberales de la primera mitad del siglo XIX siempre hayan sido reacios a la idea de la libertad religiosa y tolerancia de culto para los mexicanos. La Cons­titución de 1857 todavía consideraba al catolicismo como religión nacional. Fue solamente a partir de la confrontación con los conservadores y la Iglesia ocurrida con ocasión de la revuelta de Tacubaya en 1859, que los liberales radicalizaron su acción con la promulgación de las Leyes de Reforma que, a nivel jurídico, marcaron un punto de no retorno. Sin embar­go, en realidad, la Iglesia mantuvo el control del tejido social y aun lo extendió a favor de las políticas de conciliación.3

Por lo tanto, las sociedades religiosas no católicas, que lograron difundirse con base en las Leyes de Reforma y aún antes, fueron espacios de luchas contra el control ideológico católico y sirvieron de refuerzo al liberalismo radical en lucha contra la instancia religiosa-política que impedía la autono­mía del Estado. Pero también fueron instrumentos potenciales de contestación del Estado liberal, una vez que éste se alió con la Iglesia para asegurarse el consenso y la hegemonía necesarios para el desarrollo de las facciones liberales en el poder (oligarquías, plutocracias, tecnocracias). Es este doble juego real y potencial que hace sumamente revelador de las contradicciones sociales el estudio de las minorías que han optado por los no-conformismos religiosos en México.

No es por casualidad que estas minorías han sido objeto predilecto de la “satanización” tanto por parte de la Iglesia católica y sus intelectuales (de derecha y de izquierda), como por parte de intelectuales liberales en el poder, que siempre han pretendido ver entre tales grupos factores conspirativos y subversivos ligados a intereses internacionales y nacionales enfocados a romper la unidad garantizada por el Estado liberal.

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Este ensayo, partiendo del análisis global sugerido en torno a las condiciones sociales de producción de las socie­dades religiosas no católicas (las sectas, para usar otro térmi­no que contiene sin embargo una connotación negativa y peyorativa en la mente de muchos), intenta superar los pre­juicios y propone pistas interpretativas en torno a su impacto regional. Como hipótesis de trabajo, podemos plantear que si, precisamente, las sociedades religiosas no católicas están ligadas a intereses destotalizadores a nivel religioso y a nivel político, pueden también haber estado y todavía estar ligadas a espacios regionales antagónicos o, potencialmente, en bús­queda de mayor autonomía frente al Estado centralizados En otras palabras, ¿no habrá correlación entre la búsqueda de una mayor autonomía religiosa frente a la instancia religiosa monopolizadora y centralizadora de la identidad religiosa nacional, y la adhesión a luchas políticas de confrontación con la instancia política centralizadora de los valores y del control social, nacional?

El presente trabajo pretende contestar a estos interrogan­tes considerando el impacto de las sociedades religiosas no católicas durante el espacio político llamado porfiriato, entre 1877 y 1911, y durante el espacio político contemporáneo, de 1940 hasta la fecha, que también conlleva rasgos homogéneos respecto al tipo de desarrollo económico logrado por las pautas de control social establecidas por el Estado tecnocrá- tico.

I. El impacto regional de las sociedades religiosas no cató­licas durante el porfiriato, 1877-1911

Uno de los fenómenos más sorprendentes y hasta la fecha poco estudiado del México decimonónico, es la creación y formación de nuevos modelos asociativos. Hasta entonces,

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las formas tradicionales de asociación habían sido las de formación de actores colectivos, gremios, tribus, corporacio­nes, órdenes religiosas. Estas formas de asociación integraban a los individuos, en cuanto parte del grupo, en la totalidad social concebida como conjunto de miembros, según la me­táfora del cuerpo humano. Cada quien estaba en su lugar, según las pautas preestablecidas de un orden social inmutable, cuya estructura había sido prefabricada; existía desde siem­pre, antecedía al individuo y lo ubicaba en su “justo” lugar, según que hubiera nacido en cuna humilde o en rico hogar, y según su pertenencia de casta y de raza. Esta concepción de la sociedad, fundamentada en los pensamientos heredados de Aristóteles y santo Tomás de Aquino, había sido retada por nuevas comprensiones de la sociedad, ya no centrada en un orden preexistente al individuo sino, al contrario, en torno a un orden fundado sobre el individuo, como origen de la sociedad. Esta inversión teórica desarrollada por los filósofos ingleses (Hobbes, Locke) y en particular por Rousseau {El contrato social), basaba la soberanía del pueblo sobre el pacto establecido entre los individuos en búsqueda del bien común que el Estado tenía que garantizar. El bien común no precedía al individuo sino que era consecuencia de la interacción de los individuos entre sí, interacción que implicaba la libertad como condición primera. En México los órganos portadores de este pensamiento fueron las nuevas formas de asociación, conocidas como logias masónicas desde el principio del siglo XIX. Las logias tenían una doble característica: la primera, la de romper la tradición de las corporaciones, al admitir en su seno, teóricamente, a cualquier individuo por fuera de las condiciones de su raza, casta y creencia religiosa; en segundo lugar, fueron un espacio de confrontación con la Iglesia católica romana, tanto por su tolerancia ajena al catolicismo y condenado por él, como por su deísmo anti-católico. Para

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la Iglesia fueron “contra-sociedades religiosas” por sus ritos y sus creencias en un ser supremo.

Las logias crecieron y se desarrollaron durante la primera mitad del siglo XIX como espacios pre-políticos, en el sentido de ofrecer campos de conformación de clientelas políticas. Al ascender Porfirio Díaz a la presidencia de la República, no habían perdido ese papel, aunque (y quizás ahí reside su límite durante el periodo) fueron controladas por Díaz a partir de 1880, al crearse la Gran Dieta Simbólica de los Estados Unidos Mexicanos, de la cual él era el Gran Maestro. Sin embargo, prueba del carácter contestatario potencial que tu­vieron las logias, es que siempre siguieron desarrollándose logias disidentes que nunca aceptaron el control del Estado y aun en las mismas logias centralizadas por Díaz se mantuvie­ron miembros opositores al régimen porfirista como, por ejemplo, el periodista Filomeno Mata o el futuro dirigente magonista Librado Rivera.

A la par de las logias, cuando a partir de la segunda mitad del siglo XIX y aún antes estuvieron éstas en buena medida bajo el control del Estado, surgieron nuevas formas de aso­ciación religiosa no católicas; por un lado, las sociedades espiritistas y, por el otro, las sociedades protestantes. Las primeras todavía no han sido estudiadas, mientras las segun­das han sido objeto de un libro de reciente aparición.4 Ambas eran bastantes similares a las logias tanto por su concepción del mundo, inspirada en los principios liberales y centrada en torno al individuo, fundamento de la sociedad, como por su anticatolicismo de combate ligado a una visión religiosa del mundo.

Estas sociedades religiosas no católicas tuvieron en co­mún el ser forjadoras de nuevos valores, a la vez que constituir un espacio de inculcación de prácticas democráticas, horizon­tales, con sus elecciones, asambleas, mesas directivas y pre­

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sidentes. El Estado liberal, en su larga lucha contra los inte­reses conservadores, había sido el fruto de esta coalición de logias y sociedades de ideas, donde las minorías liberales habían podido articular su proyecto político y social en rup­tura con el orden social tradicional. Asimismo, con la con­frontación Iglesia-Estado, llevada a su paroxismo durante el gobierno liberal de Sebastián Lerdo de Tejada (1872-1876), sociedades espiritistas y protestantes se habían implantado como organizaciones que fortalecían el espacio liberal radical y respaldaban la acción iniciada por las logias. Es significa­tivo que la Iglesia católica romana siempre haya denunciado la trilogía de las logias, sociedades protestantes y espiritistas, desde la segunda mitad del siglo y, más aun, durante el porfíriato. Ahora bien, lo más relevante para nuestra discusión fue que desde 1877 estas sociedades religiosas inde­pendientes, como las espiritistas y protestantes, crecieron y ampliaron sus redes. Esto ocurrió en el momento en el cual el liberalismo radical se transformó en un liberalismo conser­vador de compromiso y conciliación con la Iglesia, pero también con la sociedad tradicional. Estas organizaciones se difundieron con base en un doble rechazo: el de la concilia­ción del gobierno con la Iglesia católica, por un lado, y por el otro, el de las reelecciones propiciadas por el liberalismo autoritario que posponía el ejercicio de la democracia en nombre de la paz, el orden y el progreso. Su pedagogía liberal radical, que se caracterizaba por el respeto absoluto de la ley, se propagó no sólo en las escuelas primarias, secundarias y normales que esas sociedades lograron sostener, sino también en los actos cívicos liberales radicales celebrados en sus instituciones y en las plazas públicas de las poblaciones donde encontraron respaldo. Estos actos cívicos liberales e inde­pendientes de los del gobierno, así como la pedagogía liberal radical, fueron espacios de expresión de críticas al gobierno

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de Díaz por su continua violación de la democracia y por su conciliación con la Iglesia católica, ambos síntomas, ante los ojos de estas minorías religiosas liberales radicales, de la ruptura con el liberalismo de origen.

Dos aspectos importantes pueden destacarse en cuanto a la actuación de estas sociedades cuyos adeptos fueron a menudo, a la vez, masones, protestantes y espiritistas, parti­cularmente en regiones rurales donde constituían un frente liberal radical contra la alianza de hacendados y de la Iglesia. El primer rasgo es la concentración regional de estas socie­dades; el segundo es su progresiva articulación a un proyecto político de resistencia y de lucha contra el régimen de Díaz.

Para esta interpretación, nos basamos en el estudio siste­mático realizado a partir del análisis de la difusión de las congregaciones protestantes en México entre 1872 y 1911. Por principio, en ese estudio he encontrado que en muchos casos las congregaciones protestantes estaban precedidas, acompañadas o daban también lugar a la creación de logias y de sociedades espiritistas.5 Pero, por no haber estudiado de manera peculiar las logias y las sociedades espiritistas, el presente análisis de las sociedades protestantes sólo nos apor­tará un indicador básico para el conjunto de las sociedades de ideas anti-católicas durante el porfiriato.

a) Una difusión regional

El modo de difusión de las sociedades protestantes, entre 1872 y 1911, respondió a factores sociales y políticos deter­minados, que influyeron sobre la adhesión de minorías libe­rales a las asociaciones religiosas protestantes y anti-católi­cas. Tres factores fueron esenciales para esta difusión en ciertas regiones, donde se concentraron de 10 a 40 congrega­ciones protestantes: en primer lugar, la lucha de las comuni­

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dades y de los pequeños propietarios y rancheros contra las haciendas; en segundo lugar, la preexistencia de una antigua pedagogía liberal anti-clerical; en tercer lugar, la oposición de los espacios regionales a los centros de poder estatales o nacionales.

En cuanto al primer factor, es interesante observar la difusión de las sociedades protestantes, a partir de 1872, en el distrito de Chalco, Estado de México, donde fueron prece­didas por sociedades religiosas católicas reformistas (inde­pendientes) surgidas a raíz del cisma católico intentado por el gobierno de Juárez (1861 y 1867). El distrito de Chalco había sido, precisamente, el teatro de las luchas anti-hacen- darias encabezadas en 1869 por Julio López, quien condenaba la alianza del clero con las haciendas. Es en este mismo distrito donde el socialista utópico y protestante Plotino Rho- dakanaty había intentado crear su escuela de Amecameca, en 1864. Tal como lo revela El socialista, Rhodakanaty tenía vínculos estrechos con las sociedades evangélicas de tierra caliente y, por otra parte, se sabe que en 1877 enseñaba el griego en el Seminario Episcopal Anglicano de la ciudad de México. Esta correlación entre movimientos agraristas y di­fusión de sociedades religiosas protestantes, se confirma en otro distrito, el de Acayuca y Tizayuca, Hidalgo, donde el pueblo de Tizayuca había sido despojado de sus tierras por las haciendas vecinas. En el momento en que la comunidad, bajo los consejos del abogado Francisco Islas, promovía un recurso judicial contra las haciendas, en 1871, se formó simultáneamente una sociedad religiosa reformista anti-cató- lica. En 1878, al haber perdido el litigio, el metodismo se difundió notablemente en aquel distrito, teniendo como prin­cipal portavoz al mismo Francisco Islas. Una tercera región donde ocurrió un fenómeno similar fue el valle del Atoyac, entre San Martín Texmelucan y Puebla. Ahí en 1879 aconte­

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ció otro movimiento agrarista efímero, encabezado por el coronel Alberto Santa Fé, conocido espiritista. Poco después, por el mismo rumbo, en el triángulo San Martín Texmelucan, Tlaxcala y Puebla, se concentraron unas 20 congregaciones metodistas; principalmente en el centro-sur de Tlaxcala que, como lo ha hecho notar Buve, se oponía, como tierra de medianos y pequeños propietarios que era, al norte del estado, dominado por las haciendas, donde nunca se pudo constituir ninguna de esas sociedades religiosas no católicas.

En lo que toca al segundo y tercero de los factores, la difusión de las sociedades protestantes ocurrió en regiones rurales alejadas de los centros de poder estatales, pero tam­bién de antigua pedagogía liberal radical. Así, en 1878, los portavoces de las sociedades presbiterianas, todos liberales mexicanos, encontraron respuestas favorables en el distrito de Zitácuaro, Michoacán, donde se creó una docena de con­gregaciones que reclutaron, entre 1878 y 1884, hasta un 10 por ciento de la población adulta del distrito. Zitácuaro se vanagloriaba por ser ejemplo de antigua lucha de indios contra españoles, sobre todo, en momentos como la Inde­pendencia, las guerras de Reforma y la Intervención francesa. Región de ranchos y de trabajadores jornaleros, las socieda­des protestantes reclutaron entre éstos sus adeptos, quienes a menudo eran también masones, como los de Tuxpan, pobla­ción del mismo distrito. El distrito de Zitácuaro, opuesto políticamente a la capital del estado, encontraba en la adhe­sión al protestantismo el modo de reforzar una autonomía regional, por lo menos al nivel simbólico religioso, cuando la centralización puesta en marcha por Díaz, acababa con las autonomías municipales y regionales.

Dentro de un proceso similar, también resultó relevante el caso de otra comarca: la Huasteca hidalguense y su vecina potosina. Entre 1879 y 1885, surgieron congregaciones pro­

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testantes en pueblos tan alejados como Pisaflores, Jiliapán, Jacala y Zimapán (Hidalgo), y también en la región colindante del estado de San Luis Potosí, en poblaciones como Tama- zunchale, Ciudad Valles, Rayón y muchas otras rancherías. Aquí también se trataba de una región que había servido de refugio para soldados liberales de las tropas de Juárez durante la Intervención francesa; era también una región donde du­rante la República Restaurada se habían ido desamortizando tierras de haciendas propiedad de la Iglesia católica, y es entre esta población de pequeños propietarios, exsoldados libera­les, que estas sociedades encontraban sus adeptos. Un fenó­meno idéntico se produjo en el mismo estado de Hidalgo, esta vez en la parte de la Huasteca que colinda con el estado de Veracruz, entre Zacualtipán (Hidalgo) y Platón Sánchez (Ve­racruz), a lo largo de la vega de Meztitlán. Una veintena de congregaciones metodistas antecedió o, si no, se creó junto con logias masónicas, en los alrededores de Zacualtipán y Huejutla, Un adepto típico lo fue Fidencio González, rico ranchero quien era metodista y masón a la vez y fue uno de los dirigentes de la revolución maderista en la zona.

Esta combinación de antigua pedagogía liberal con anta­gonismos regionales se observó con especial claridad en el caso de la Sierra norte de Puebla. Ahí las sociedades metodis­tas y también las masónicas y espiritistas fueron introducidas por los clanes de los caudillos tuxtepecanos, Juan N. Méndez y Juan Crisòstomo Bonilla, cuando fueron gobernadores (1877-1886), para intentar asentar su hegemonía sobre la parte baja del estado; pero las sociedades metodistas se refor­zaron mayormente en la Sierra norte del estado de Puebla, sobre todo a partir de 1885, al quedar ellos desplazados del poder estatal por gobernadores impuestos por Díaz, quienes fundamentaron su autoridad política sobre la conciliación con la Iglesia. Esta oposición entre la sierra y los llanos pasó

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entonces por oposiciones de tipo religioso, sociedades de ideas, especialmente las metodistas, versus la Iglesia católica romana.

Un caso semejante fue el de la difusión de las sociedades presbiterianas en una región tan alejada como la Chontalpa tabasqueña. Ahí una veintena de congregaciones se formaron a pedidos de las minorías liberales radicales regionales, en el momento del auge del gobierno del coronel Eusebio Castillo (1883-1887). Uno de los agentes de la difusión fue el coronel Gregorio Méndez Magaña quien solicitó a los misioneros presbiterianos de la ciudad de México el envío de pastores y maestros de escuela. Poco después, una decena de cartas firmadas por los ciudadanos liberales de Comalcalco, Paraíso, Cárdenas y otras poblaciones, respaldaban esta iniciativa para “sembrar los sanos principios de Jesucristo”. Esta demanda de adhesión a sociedades religiosas no católicas creció prin­cipalmente a partir de 1887, a la caída del gobierno de Eusebio Castillo, bajo el nuevo gobernador impuesto por el centro; vale decir por Porfirio Díaz. El presbiterianismo con sus sociedades y sus escuelas vino a reforzar el liberalismo radical de rancheros chontalpeños en oposición política y económica a los sectores hegemónicos de San Juan Bautista (hoy Villa- hermosa), compuestos por los dueños (españoles) de las principales casas comerciales que controlaban los precios de los productos agrícolas de exportación. En paralelo con las logias masónicas de Comalcalco, Paraíso y Cárdenas, cuyos adeptos eran también miembros de las sociedades presbite­rianas y mandaban sus hijos a las escuelas de dichas socieda­des, crecieron sociedades protestantes que permitían articular este espacio liberal radical duramente combatido por la Igle­sia católica respaldada por el gobierno liberal conservador. La figura posterior del jefe chontalpeño y presbiteriano, Ignacio Gutiérrez Gómez, como cabeza de la revolución

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maderista en la región, se explica en gran parte por estas redes de solidaridades de logias y sociedades protestantes tejidas a lo largo del porfiriato.

Quizás un último caso de difusión regional de sociedades protestantes sirva para confirmar la importancia de estas redes en la estructuración de espacios de resistencia al proceso centralizador y al control del Estado. En el oeste del estado de Chihuahua, con más detalle, en el distrito de Guerrero, las sociedades protestantes encontraron después de 1885 un te­rreno favorable. Entre los primeros adeptos se encontraban las familias de Albino Frías y Pascual Orozco del pueblo vecino de San Isidro. Estas familias de mineros, rancheros y comerciantes gozaban de cierto prestigio y disponían de relaciones regionales extendidas. La adhesión de aquellos al protestantismo sirvió para reforzar sus lazos regionales, por la implantación de estas sociedades desde Parral hasta San Buenaventura y Galeana, en una línea que seguía la Sierra Madre Occidental. Entre los adeptos de las sociedades pro­testantes se encontraban futuros jefes de la insurrección ini­ciada por Pascual Orozco, hijo, en noviembre de 1910, como José de la Luz Blanco, de Tomasáchic y Luis A. García, de Galeana.

Por supuesto, las sociedades protestantes también se es­tablecieron en otras partes del país, como en los estados de Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas y, sobre todo, en las principales ciudades del centro y del norte; pero estuvieron casi ausentes del Bajío, de los Altos de Jalisco, del centro de Durango, del suroeste (Guerrero, Colima) y Chiapas; en general, de regiones donde predominaba, junto con una eco­nomía tradicional orientada hacia la autosubsistencia, un fuerte dominio católico romano. Sin tener el espacio para desarrollar aquí el tema de la correlación entre cambio eco­nómico, migraciones y adhesión a sociedades protestantes,

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cabe notar que muchos trabajadores ferrocarrileros, mineros textileros y aun jornaleros de las haciendas algodoneras de la Laguna, fueron adeptos de sociedades protestantes, en las cuales encontraban factores similares a las mutualistas. Como complemento de las concentraciones regionales ya subraya­das, estas sociedades en un medio social móvil, servían de redes nacionales para sectores sociales de un status económi­co particularmente inestable y precario. La adhesión al no conformismo religioso también estaba ligada, en este caso, a la búsqueda de una mayor seguridad y al no conformismo político latente que lo nutría.

b) El impacto político a nivel nacional de estas redes regio­nales

La adopción de sociedades religiosas no católicas por mino­rías liberales radicales en sus estrategias de autonomía regio­nal parecían, más bien, responder a la iniciativa privada y carecer de función subversiva, por lo menos en la dimensión nacional; si bien, en la instancia regional, reforzaba las soli­daridades disidentes. Cuatro momentos peculiares de la his­toria del porfiriato nos demuestran, por lo contrario, cómo la iniciativa privada, creadora de sociedades religiosas inde­pendientes, pudo desembocar en formaciones prepolíticas, en el sentido moderno de la palabra.

En primer lugar, en 1895 y 1896 la prensa liberal de oposición, encabezada por Vicente García Torres (El Monitor Republicano), Filomeno Mata (El Diario del Hogar) y Daniel Cabrera (El Hijo del Ahuizote), creó el Grupo Reformista y Constitucional. Esta agrupación tenía como propósitos de­nunciar las redobladas violaciones a las Leyes de Reforma por parte del clero católico, y defender el liberalismo que ellos sentían amenazado por la política agresiva seguida por la

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Iglesia con la coronación de la virgen de Guadalupe, el Quinto Concilio Mexicano y la venida, por primera vez desde la Reforma, de un nuncio, en la persona de monseñor Averardi. Si bien el anti-catolicismo del liberalismo radical parecía ser el argumento para reagrupar a los liberales en una organiza­ción nacional anti-católica, fue más bien un mero pretexto que debía desembocar en una lucha antirreeleccionista al año siguiente, cuando se preparaba por cuarta vez la reelección de Díaz. En los seis meses que precedieron la reelección de 1896, el Grupo Reformista y Constitucional intentó proponer la candidatura presidencia del general Mariano Escobedo, como alternativa a Díaz, y las de diputados independientes y, en general, buscar formar ciudadanos capaces de influir de ma­nera independiente sobre la vida política durante las eleccio­nes. Lo más interesante del movimiento es que cuando se analizan las firmas de los 85 grupos provinciales que respal­daron la iniciativa del núcleo central de la ciudad de México, las encontramos precisamente en estas redes de solidaridades regionales de logias, sociedades espiritistas y protestantes, movilizadas no solamente por el anti-catolicismo sino tam­bién por el anti-porfirismo. He podido indentificar que por lo menos un 25 por ciento de los grupos de apoyo, en provincia, contaban con miembros de sociedades protestantes, y es muy probable que la mayoría estaban ligados a una u otra de esas sociedades de ideas. Además, otro dato significativo, la geo­grafía de los grupos reformistas y constitucionales de 1895 precedió la geografía de los clubes liberales de 1901. En este sentido, el proceso de radicalización del liberalismo con el Congreso Liberal de San Luis Potosí tuvo su raíz en el lento trabajo de formación de la cultura política disidente que le antecedió en el espacio tejido por las asociaciones religiosas heterodoxas y las demás sociedades de ideas desde el inicio del porfiriato.

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De nuevo, en agosto de 1900, el club Ponciano Arriaga de la ciudad de San Luis Potosí lanzó un manifiesto a los liberales llamando a combatir el catolicismo y convocó a un congreso para febrero de 1901, donde se iban a organizar las bases de un movimiento liberal, cohesionado. En el congreso de San Luis Potosí, entre los 42 delegados cuyos nombres aparecen como representantes de clubes liberales, 7 eran protestantes y por lo menos una mitad de los clubes provenían de regiones como las Huastecas y la Sierra norte de Puebla, donde sociedades protestantes, masónicas y espiritistas ope­raban desde años atrás.

De 1903 en adelante, cuando el núcleo potosino tuvo que tomar el camino del exilio por haber creado una primera organización política, en el sentido moderno de la palabra, con la formación de la Confederación de Clubes Liberales, los adeptos del movimiento de San Luis Potosí que quedaban en el país, se replegaron hacia sus sociedades religiosas no católicas de procedencia. Su actuación osciló entre el apoyo a la agitación magonista, que implicaba una menor significa­ción y de la cual desconfiaban estos liberales radicales por sospechar del anarquismo connotado negativamente, y el antirreeleccionismo del cual participaron estrechamente se­cundando a Francisco I. Madero. Durante las giras que Ma­dero realizó entre julio de 1909 y julio de 1910, las bases que los recibieron en muchas poblaciones estaban compuestas por miembros de sociedades religiosas no católicas, como en San Luis Potosí, Chihuahua y Puebla, pero de alguna manera dispuestas a aceptar la ¡dea maderista de aliarse a los católicos democráticos para derrumbar el régimen.

Finalmente, el cuarto momento en el cual se puede con­siderar la función política de oposición de estos sectores, es la misma revolución. Si bien la mayoría de los grupos anti- rreeleccionistas urbanos fueron aniquilados por Díaz antes

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del 20 de noviembre de 1910, fue más bien en regiones rurales donde se habían tejido estas solidaridades liberales radicales de oposición a la conciliación con la Iglesia católica y de las reelecciones, donde se afianzaron los movimientos revolucio­narios. Ya hemos mencionado el papel jugado por las familias Frías y Orozco en San Isidro, Chihuahua, Ignacio Gutiérrez Gómez, en la Chontalpa tabasqueña, y Fidencio González, en la Huasteca hidalguense. Más que los caudillos, son las redes ligadas a ellos las que parecen ser significativas. Así en Tlaxcala, uno de los jefes levantados fue el pastor metodista Benigno Zenteno quien, al frente de su congregación, se fue a la lucha recibiendo el apoyo de los liberales radicales regionales. En Morelos, en el distrito de Jojutla, fue otro pastor metodista, José Trinidad Ruiz, quien se vinculó con Zapata. En Concepción del Oro, Zacatecas, fue el pastor presbiteriano, Isabel Balderas quien se incorporó con algunos miembros de su congregación a las tropas de Eulalio Gutié­rrez. De igual manera, en Cuicatlán, Oaxaca, población de antiguas alianzas entre liberales radicales, metodistas y ma­sones, estuvo el pastor Victoriano D. Baez, quien era pagador de las tropas del ingeniero Angel Barrios. Estos dirigentes religiosos no conformistas parecen haber conformado, desde el origen de la formación de estas sociedades no católicas, un espacio de contestación que, en sus distintas manifestaciones, se vinculó con la oposición a Díaz, y luego respaldó la revolución maderista.

II. Las sociedades religiosas no católicas y sus impactos de 1940 a la fecha

Si el proceso de formación y difusión de las sociedades religiosas no católicas nos es relativamente bien conocido por lo que toca al final del siglo XIX y principios de este siglo, la

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situación es distinta para el periodo actual. En primer lugar, hay que aclarar que los escasos estudios refuerzan la confu­sión y el desconocimiento, por no lograr superar el juicio de valor y la sospecha ideologizada. Hoy en día, el estudio de las sectas, para usar el término en boga, es más bien un espacio privilegiado para agenciarse presupuestos que no para enten­der su actuación. Quizás la perspectiva histórica que hemos querido rescatar nos sirva para lanzar interrogantes sobre un terreno delicado donde impera una gran efervescencia y que se halla en constante mutación, cosas que dificultan aun más el estudio. Nos encontramos frente a un fenómeno “caliente” y, por lo tanto, nuestro propósito será más prospectivo e hipotético que rigurosamente demostrativo, ya que esto últi­mo implicaría un amplio trabajo sociológico y el respaldo de un trabajo de campo realizado en distintas partes del país.

Una primera constatación es que, si bien existen continui­dades con el fenómeno asociativo decimonónico, predominan las mutaciones. Por cierto, siguen existiendo en el país las sociedades religiosas no católicas masónicas, protestantes y espiritistas. Pero de 1940 hasta la fecha, el campo religioso disidente ha experimentado una verdadera explosión que hace que la veintena de sociedades del siglo XIX (unas diez protes­tantes, cuatro o cinco masónicas, dos o tres espiritistas...) se hallen inundadas por unas 200 ó 300 nuevas sociedades, sin que se sepa exactamente el número real. Por una parte, las sociedades protestantes de un principio han sido superadas por decenas de sociedades religiosas protestantes, pentecos- tales en su mayoría, de carácter taumatúrgico y mágico, verdaderas religiones orales y calientes, muy alejadas de las sociedades frías y de tradición escrita del siglo XIX. Pero esta religión protestante popular, a su vez, se ha visto obligada a compartir el terreno popular con centenas de otras sociedades no protestantes como los Testigos de Jehová y los Mormones.

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A la vez han surgido sociedades sincréticas con mesías mexi­canos, como por ejemplo la Iglesia de la Luz del Mundo, fundada en 1936 por Aarón, un trabajador migrante, en Gua- dalajara, Jalisco, o de tipo milenarista, como la Nueva Jeru- salén en Michoacán o el culto del Niño Fidencio en Nuevo León. En medios urbanos, en gran parte de clase media, se han creado sociedades religiosas de tipo orientalista, como la sociedad Haré Krishna, la sociedad Bahai y la Gran Fraterni­dad de Serge Raynaud de la Ferriere. Otros grupos se han creado en medios urbanos por empresarios, como Armando Alducin (El Excélsior) quien patrocina una sociedad religiosa llamada “Nueva Vida para México”, cuyos rasgos sin que se afirmen son de inspiración protestante. Estos datos, lejos de ser exhaustivos, sólo pretenden apuntar a la diversidad y complejidad del fenómeno señalado. Según el espacio ruralo urbano, según el sector social rural, suburbano o clase mediero e incluso burgués urbano, estas sociedades religiosas no ofrecen las mismas prácticas ni los mismos discursos; lo que ha ocurrido es una atomización sin precedente de las prácticas religiosas, atomización sin duda provocada por las profundas mutaciones económicas que afectan a la sociedad mexicana desde la década de 1940. El principal rasgo que tiene la mayoría de estas sociedades religiosas no católicas, además de su carácter minoritario, es su an ti-catolicismo; vale decir, su negación de los valores religiosos y morales domi­nantes. Es difícil poder decir si constituyen o no un frente no conformista que supere el anti-catolicismo para articularse a una oposición política. El espectro que componen es dema­siado transclasista como para lograr encontrar una lógica política en la conformación de un espacio religioso disidente de tal amplitud. Pero sin duda, carecemos de estudios siste­máticos para poder hacer generalizaciones y, además, los que sí se realizaron, se han dirigido de manera privilegiada por

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parte de antropólogos hacia los grupos étnicos y sectores rurales. Por lo tanto, se han dejado de lado los fenómenos religiosos no católicos que parecen también reclutar adeptos entre sectores suburbanos; pero también entre las clases me­dias urbanas, en particular entre estudiantes y aún entre minorías burguesas. Fenómenos político-mesiánicos, como el de Sendero Luminoso en el Perú, deberían, por lo menos, ponernos alerta ante lo que puede ocurrir también en México entre jóvenes suficientemente escolarizados pero sin esperan­zas de movilidad social o con una movilidad social revertida, donde parecen también tener éxito algunos movimientos religiosos no conformistas.

Dos tipos de pasos serían necesarios a nivel nacional para poner un poco de luz en torno a un fenómeno complejo que responde, además a los distintos ritmos económicos y sociales que lleva la sociedad mexicana de hoy. En primer lugar, una sociografía que permita ubicar los templos o las sedes de tales sociedades, muchas de las cuales carecen de edificos religo- sos. Esto nos facilitaría la observación de grados de concen­tración regional y aun urbana de tales fenómenos asociativos, y sacar hipótesis y pistas de reflexión para estudios de caso en medios urbanos, suburbanos y rurales que nos permitan articular una teoría general del fenómeno de disidencia reli­giosa a partir de una comprensión de los distintos niveles de conformación de los no conformismos religiosos que son parte del fragmento del campo religioso mexicano anti-cató- íico.

En segundo lugar, una serie de estudios de caso distribui­dos sobre el conjunto del territorio nacional; tanto en el medio indígena y ladino, como en contextos urbanos y suburbanos, que permitan comprobar o infirmar una teoría general del fenómeno disidente desde una perspectiva comparatista.

Por lo pronto, en ausencia de tales estudios sistemáticos,

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me reduciré a lanzar algunas hipótesis con base en la infor­mación que nos proporciona el censo de población de 19806 y en algunos estudios de caso e informaciones regionales proporcionadas por la prensa, y eso siguiendo, por un lado, el impacto regional que tienen tales movimientos y, por el otro, el impacto político que pudieran tener.

a) El impacto regional de las sociedades no católicas

El censo de población realizado en 1980 da una información en cuanto a los porcentajes de población respecto a miembros de sociedades religiosas no católicas o que, por lo menos, se definen como tales, en cada estado de la República. Los datos relativos a esta variable proporcionados por los distintos censos de población desde 1900, apuntan a un crecimiento acelerado de la adhesión de tales asociaciones religiosas, principalmente a partir de 1950. El censo de 1980 revela la más alta proporción de no católicos en relación con la pobla­ción global, con un 3.7 por ciento. Lo más interesante es observar los grados de concentración de estas sociedades religiosas no católicas en la frontera norte, donde alcanzan un promedio de 7 por ciento de la población en los estados fronterizos, por una parte, y por la otra, en la frontera sur y en el sureste, donde estos adeptos oscilan entre el 7 y el 12 por ciento de la población.

Al respecto se pueden observar continuidades y mutacio­nes, si se toman en cuenta los datos disponibles para el final del siglo XIX y el principio de este siglo.

En primer lugar, en lo que toca a las continuidades, una de las primeras constataciones es la permanencia de porcen­tajes altos, arriba del promedio nacional, en los estados fron­terizos desde el principio del siglo hasta hoy. En segundo lugar, también se constata la casi ausencia de tales adeptos en

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un eje que atraviesa del Bajío hacia Colima. En el primer caso, estamos en presencia del México moderno, tierra de migran­tes donde minorías desarraigadas de sus sociedades tradicio­nales han sido receptivas de nuevas ideologías religiosas que racionalizaban su autonomía social. En el segundo caso, en el centro-oeste del país, al contrario, estamos en un espacio social donde las estructuras religiosas católicas romanas tie­nen un fuerte arraigo histórico y donde perduran las estructu­ras sociales normadas por el catolicismo forjador de la iden­tidad novohispana. Ahí la tasa de población que opta por creeencias y prácticas religiosas heterodoxas está debajo del1 por ciento, reveladora de la cohesión ideológica religiosa católico romana de la población. Un tercer elemento de continuidad de la presencia de estos adeptos de movimientos religiosos heterodoxos, se halla en regiones periféricas del México central donde, ya en el último tercio del siglo XIX, se difundieron, como se ha visto, las sociedades de ideas: las Huastecas, la Sierra norte de Puebla y la Chontalpa tabasque- ña. Varios estudios antropológicos, así como las denuncias de una cierta prensa, nos informan de la presencia notoria de una población heterodoxa en lo religioso en estas regiones aleja­das de los centros de poder religioso y político.7

Sin embargo, si bien existen permanencias posibles que habría que asentar con base en estudios censales más finos, por municipios, el fenómeno de creciente adopción de normas religiosas heterodoxas por sectores siempre más amplios de la población mexicana nos permite también considerar las mutaciones.

Las mutaciones se observan en el tipo de religión disiden­te actual que tiene rasgos sincréticos de continuidad con prácticas tradicionales de tipo shamánico, sobre todo entre los grupos pentecostales rurales y suburbanos. Quizás este ele­mento nos explique, en parte, la razón de su presencia nueva,

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si se compara con el principio del siglo, en estados del sur y del sureste, como Oaxaca, Chiapas, Quintana Roo y Yucatán, donde el fenómeno religioso disidente está en plena expan­sión sobre municipios indígenas alejados de los centros de poder religioso y político estatales. El caso chiapaneco es el más llamativo; en particular entre grupos étnicos, como los chamulas, donde una tercera parte de la población chamula se ha adherido a sociedades religiosas no católicas. Sin em­bargo, es muy probable que la adopción de tales prácticas no católicas sea más que una reivindicación de autonomía sim­bólica. Es ante todo una modalidad de lucha contra las auto­ridades pueblerinas e indígenas tradicionales que usan el catolicismo y las fiestas católicas tradicionales para mantener y reforzar su poder político y económico corporativista, me­diante el control de lo religioso-simbólico. En San Juan Chamula la lucha entre dirigentes de sociedades religiosas no católicas y los caciques tradicionales ha sido tal que condujo a la expulsión de los primeros y sus clientelas fuera del pueblo, lo que reforzó el despojo de tierras por parte de los caciques tradicionales.8 En este sentido, la adopción de reli­giones no católicas refleja las luchas políticas entre élites tradicionales y nuevos sectores sociales en ascenso por las transformaciones económicas violentas promovidas por el Estado central y su política de ampliación de mercados y de monetarización de la economía, tal como lo ha demostrado el excelente estudio de Carlos Garma para la región de Ixtepec, en la Sierra Norte de Puebla.9

Una segunda mutación esencial es la concentración de estas sociedades religiosas no católicas en los suburbios de las grandes ciudades o de las capitales estatales, donde reclu­tan entre los recién migrados, cuyo estado de anomia favorece la adopción de nuevas ideologías religiosas.10

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b) El impacto político de las nuevas sociedades religiosas no católicas

Una de las principales hipótesis que se pueden manejar en cuanto al impacto posible de tales asociaciones religiosas no católicas, es que constituyen clientelas políticas potenciales. Quizás convenga tomar en cuenta la dificultad que los parti­dos encuentran para crear actores políticos, en el sentido moderno de la palabra. Es muy probable que las sociedades religiosas sean una modalidad de creación de actores sociales representables y, por lo tanto, potencialmente capaces de actuar como clientelas políticas de los partidos. Damos por asentado que un estudio detallado de tales clientelas podría revelar una variedad de acentos en cuanto al tipo de adhesión política; si bien, por lo pronto, sabemos de estudios de caso que descubren un apoyo diferenciado tanto al PRI como al PRD y al PAN.

Sin embargo, siguiendo en ello las pistas de análisis mostradas en el caso del porfiriato, donde las sociedades de ideas se revelan como espacios de resistencia al Estado cor­porativo y aún de crítica, nos podemos preguntar si no esta­remos, a la larga, frente a la constitución de un fenómeno similar.11 El caso de los Testigos de Jehová y su rechazo del saludo a los símbolos patrios, sería la exacerbación de una tendencia latente entre tales grupos hacia la negación de las autoridades políticas que controlan el aparato del Estado, por vivir ellos (los adeptos de tales grupos heterodoxos) las consecuencias de la corrupción o de la explotación directa de parte de tales sectores políticos. Así un reciente artículo en el periódico Excélsior, que describía el fenómeno de la propa­gación de las “sectas” en la sierra de Zongolica, Veracruz, subrayaba que “aquí se emiten juicios indígenas contra el mal

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gobierno el que, según dice, jamás habrá de beneficiarlos y al que es preciso destruir y aniquilar”.12

Un fenómeno reciente como el movimiento del Pacto Ribereño, en la Chontalpa tabasqueña, es revelador tanto de la continuidad del papel catalizador de la protesta política que pueden tener estas sociedades religiosas no católicas, como de la capacidad que muestran en formar actores socialmente representables. En el caso del Pacto Ribereño, asociación de campesinos en contra de PEMEX, parece ser significativo que el máximo dirigente del movimiento haya sido precisamente un pastor presbiteriano que explicitaba en términos ideológi­cos religiosos la lucha contra la paraestatal. Además, en este ejemplo, es también significativo que los campesinos rebel­des hayan confiado más en el liderazgo de un dirigente religioso heterodoxo de origen rural que en un abogado urbano y progresista que, en un principio, no hizo otra cosa que defraudarlos.13

Por supuesto, no se puede generalizar y sólo estudios de caso de distintas partes del país podrían revelar una tendencia de estos grupos a la protesta social junto con la protesta religiosa. Está claro que las sociedades religiosas no católicas que reclutan en sectores de clase media urbana pueden res­ponder a otros propósitos que quedan por estudiarse. Sin embargo, la hipótesis vale por lo menos para deshacer el prejuicio tan común que los acusa de ser agentes de una penetración ideológica con miras a desnacionalizar el país.14 Tal vez, se trata, por parte de sectores todavía minoritarios, del doble rechazo del centralismo excesivo y el control polí­tico y religioso que siguen pautas de dominio similares. Lo ocurrido en el último tercio del siglo XIX, por la oposición de sociedades de ideas a la política de conciliación y a las reelecciones del régimen porfirista, puede permitir retomar

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para el día de hoy una pista de análisis que sin duda se revelará fecunda.

Conclusión

He enfatizado en este artículo la continuidad del fenómeno de disidencia religiosa anti-católica en México, porque creo que a nivel metodológido puede traernos elementos nuevos de comprensión del fenómeno actual tan atomizado y aparen­temente complejo. También hemos apuntado a la necesidad de ubicar la discusión de la presencia de estos grupos religio­sos heterodoxos en el contexto de las relaciones Estado-Igle­sia católica romana. Ambos son instancias, en competencia, de control y dominio ideológico y ambos tienen pretensiones totalizantes y totalizadoras sobre la sociedad civil. Esto ex­plica sus luchas y confrontaciones, pero también nos da la clave para entender sus continuas alianzas y pactos para asegurar la paz y el progreso. El estudio del impacto regional de los grupos religiosos heterodoxos es, sin duda, una de las prioridades para que se logre entender tanto el límite del control de ambas instancias como las dinámicas de reivindi­cación de autonomía, por parte de sectores sociales subalter­nos. Estas reivindicaciones de mayor autonomía política y económica regionales, están constantemente ligadas a los conflictos políticos locales, donde los grupos religiosos disi­dentes, a menudo, son portavoces de intereses políticos alter­nativos, que quizás pueden muy bien ser de oposición de “derecha” o de “izquierda”, según la coyuntura local. Sin negar ni querer evadir la posibilidad de manipulación desde fuera de tales asociaciones religiosas no católicas, me parece que tal fenómeno, si existe, es más bien secundario y poco significativo para entender la razón de ser y las motivaciones de tales asociaciones, sobre todo en el medio rural.15 La

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historia del porfiriato nos enseña su origen endógeno. Los sincretismo actuales que muchas de estas asociaciones no católicas manifiestan, también apuntan hacia el predominio de los factores endógenos sobre los exógenos. Queda la tarea de confirmarlo o infirmarlo por rigurosos estudios de caso que pronto se esperan.

NOTAS

1. Al respecto, ver la obra clásica de Jacques Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe, la formación de la conciencia nacional en México. México, Fondo de Cultura Económi­ca, 2a. ed. en español, 1985. Por ejemplo, esta afirmación de la página 194: “En los fundadores del México moderno la preocupación intolerante de la ortodoxia católica expresaba antes que nada, sin duda, el miedo a la anarquía política derivada de la anarquía de las creencias, idea obsesiva en Morelos”.

2. Uno de los pocos estudios sobre el uso político del mito de Juárez es la obra de Charles A. Weeks, El mito de Juárez en México. México, Editorial Jus, 1977.

3. Para un análisis de la posición de los liberales divididos entre moderados y radicales en relación con el problema de la Iglesia, ver Richard N. Sinkin, The Menean Reform, 1855-1876, a Study in Liberal Nation Building. Austin, Texas, University of Texas Press, 1979.

4. Para este párrafo me baso en mi libro Los disidentes, sociedades protestantes y revolución en México. México, Fondo de Cultura Económica y El Colegio de México, 1989. También se puede consultar con provecho sobre el tema de las sociedades de ideas mi artículo “El paradigma de 1789, sociedades de ideas y revolución mexicana” en Historia Mexicana, vol. XXXVIII, núm. 1, 1988, pp. 79-110.

5. Valadés percibe la importancia de tales asociaciones en la resistencia política a Porfirio Díaz, cuando escribe: “Así, más que manifestaciones ideológicas escritas, lo que hacía aletear un nuevo pensamiento político eran las conversaciones, siempre en voz baja, a la hora de las serenatas en las plazas públicas o la discusión medida en las sociedades masónicas y espiritas; pues aunque éstas no tenían dirección ni confabulación en los negocios públicos, sí mantenían el espíritu del debate sobre lo que llaman ‘libre albedrío político y social’”. José C. Valadés Historia general de la Revolución mexicana. México, Editores Mexicanos Unidos, 1976, p. 58. Al contrario, Krauze, al no percibir el carácter de movimiento social del espiritismo, lo reduce a ser un rasgo de una individualidad, sin preguntarse si acaso Madero intentó construir en parte una lucha política a partir de la organización de redes asociativas heterodoxas. Cfr. Enrique Krauze, Madero, místico de la libertad México, Fondo de Cultura Económica, 1987.

6. Décimo censo de población, resultados preliminares, México, Secretaría de Progra­mación y Presupuesto, 1981, p. 75, cuadro 14.

7. Por ejemplo, Carlos Garma Navarro, El protestantismo en una comunidad totonaca de Puebla. México, Instituto Nacional Indigenista, 1987; Gilberto Giménez, Sectas

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religiosas en el sureste: Aspectos sociográficos y estadísticos. México, CIESAS, 1988. (Cuadernos de la Casa Chata, 161).

8. Para una información periodística sobre el conflicto Chaniula, cfr. “Medio siglo de fracasos en la política indigenista en Chiapas”, Excélsior, 28 de marzo de 1986, pp. 1, 12,14 y 15; “Exterminan al pueblo Chamula varias sectas protestantes'’, Excélsior, 29 de abril de 1986, pp. 1 y 3; “Pugnas religiosas dividen a Chamulas”, Excélsior, 21 de octubre de 1987, pp. 1, 18 y 37. Para un análisis de la situación religiosa en Chiapas, cfr. Rodolfo Casillas R., “Pluralidad religiosa en una sociedad tradicional, Chiapas”, en Cristianismo y Sociedad, año XXVII/3, Num. 101, 1989, pp. 73-78.

9. Carlos Garma Navarro, “Liderazgo protestante en una lucha campesina en México”, en América Indígena”, vol. XLIV/1, 1984, pp. 127-142.

10. Lamentablemente la atención de los antropólogos se ha concentrado sobre el fenómeno religioso heterodoxo en zonas rurales e indígenas sin desarrollar estudios similares a nivel urbano, o suburbano. Para un balance de la investigación antropológica al respecto ver Carlos Garma Navarro, “Los estudios antropológicos sobre el protestan­tismo en México”, en Cristianismo y Sociedad, año XXVII/3, Núm. 101, 1989, pp. 89-101.

11. Es interesante notar fenómenos de larga duración de resistencia política y simbólica en distritos como Zitácuaro, Michoacán, donde el pr d triunfó en elecciones municipa­les recientes, o en poblaciones de tradición liberal radical, como Cuicatlán, Oaxaca, donde se encuentra bien implantado.

12. Leopoldo Lara González, “Prevalece aún en Zongólica la teología de la liberación”, en Excélsior, 27 de julio de 1987, Sección Estados, p. 3.

13. Cfr. Jean-Pierre Bastían, “Disidencia y crisis”, en La Jornada, 28 de noviembre de 1984, pp. 16-17. Para un análisis del Pacto Ribereño, cfr. Salvador Barreto y Edgardo Mota, “El pacto ribereño: una respuesta campesina a la irracional explotación petrolera en Tabasco”, en Textual. Análisis del medio rural, Universidad Autónoma de Chapingo, Vol. 4, Núm. 13, 1983, pp. 14^7.

14. Estudios como el de Gilberto Giménez se prestan a confundir el problema, cuando denuncian las sectas como factores de aculturación y desnacionalización, sin elementos comparativos como, por ejemplo, la televisión, la comercialización, el cine, las modas urbanas de consumo, etcétera. Es muy probable que las llamadas sectas que se caracterizan por su sincretismo religioso sean menos aculturadoras que otros fenóme­nos sociales urbanos entre las capas medias de la población y, por supuesto, entre los mismos investigadores de las llamadas “sectas”. Además uno no deja de interrogarse sobre la relatividad de la influencia exógena sobre las llamadas “sectas”, cuando lee el reporte de investigación realizado sobre el tema en tres ciudades fronterizas de México con Estados Unidos, por El Colegio de la Frontera Norte, en 1987. En este reporte, al analizar un corpus de 19 sociedades religiosas no católicas en Tijuana, Ciudad Juárez y Matamoros, aparece que el 86 por ciento de los cuadros fundadores de tales asociaciones religiosas registradas no reciben donaciones del extranjero, mientras el 14.7 por ciento sí reciben tales aportes económicos. Cfr. Tonatiuh Guillén López y Alberto Hernández Hernández, Grupos religiosos protestantes en la frontera norte, Reporte de investigación. Tijuana, El Colegio de la Frontera Norte, Octubre de 1987, mimeo, 33 páginas, pp. 24 y 29, (mimeograma). Para un estudio balanceado del fenómeno religioso heterodoxo en la frontera norte, ver Rodolfo Casillas, “Una nueva aurora para las utopías religiosas: Líneas de análisis de sus contenidos sociales”, en Frontera Norte, Vol. 1, Núm. 1, enero-junio de 1989, pp. 176-194.

15. La sobrevaloración de la influencia del Instituto Lingüístico de Verano ( ilv) en el medio indígena, ha conducido a una deformación del problema. Si bien el ILV ha merecido

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un estudio serio como el de David Stoll, Fishers o f men or Founders o f Empire, London, Zed Press, 1985, muchos de los análisis críticos de su intervención no van más allá de un arreglo de cuentas entre antropólogos y misioneros o de la instauración del i l v en “chivo expiatorio” de todos los males. Para un análisis comparativo a nivel latinoamericano de la influencia del ILV y de lo que los indígenas hacen de aquella, ver el excelente número de América Indígena, año XLIV/1,1984.