10 frases de los padres de la iglesia que aumentarán tu

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10 frases de los Padres de la Iglesia que aumentarán tu amor por la Eucaristía Catholic.net Se puede decir que el anhelo de algo –un objeto, un alimento o una bebida- capaz de otorgarnos vida eterna, o eterna juventud, está radicado en lo más profundo del corazón del hombre. Esta aspiración ha estado siempre presente; en los poemas más antiguos de la humanidad se pueden encontrar vestigios de ese impulso titánico del hombre por superarse a sí mismo, por superar los límites de su creaturalidad y así alzarse sobre el sufrimiento y la muerte para alcanzar la talla de Dios. Esos límites que tanto nos inquietan y contra los que nos estrellamos, no hacen que incrementar nuestra rebeldía y nuestro deseo de alcanzar el infinito. Este fue el caso del rey Gilgamesh que, como cuenta el poema épico más antiguo hasta ahora encontrado, al perder a su mejor amigo decía desconsolado: “¿Cómo puedo permanecer silencioso; cómo puedo lograr el reposo? Él está ahora convertido en polvo y yo también moriré y quedaré yerto en la tierra por siempre jamás”. Todo su ser se rebelaba ante la muerte. Su corazón anhelaba la inmortalidad de los dioses. Así, decidió emprender un viaje para hallar al único hombre al que le había sido concedida tal prerrogativa. Pero luego de lograr su objetivo, el viejo inmortal le comunicó que su deseo era imposible, pues se trataba de un regalo único e irrepetible. Como consuelo en cambio, el viejo eterno le reveló como podía hacerse de una planta que tenía la facultad de rejuvenecer a las personas. El rey entonces partió en pos de ella, sumergiéndose en las profundidades del mar como le había sido indicado. Luego de hallarla y antes de comerla, decidió darse un baño, pero mientras lo hacía una astuta serpiente se acercó y se la robó, cambiando de piel inmediatamente. Gilgamesh lloró desconsolado, acaso aceptando entre sollozos su inexorable destino como creatura: envejecer, sufrir y morir como su querido amigo. El final de la historia demuestra con gran sensatez cómo al parecer al hombre no le queda otro remedio que aceptar su condición. Sin embargo, nuestro anhelo de trascendencia sigue allí intacto, latiendo e inquietando nuestro dolido corazón. ¿Será todo un juego de ilusiones que debemos suprimir? O por el contrario, ¿Se compadecerá Dios y buscará el modo de satisfacer esa semilla de eternidad que crece y se ramifica capturando en creciente intensidad nuestros sueños y deseos? ¿Nuestra vocación es vivir para siempre como reyes destronados, en una frustración sin resolución o llegará el día en que seremos coronados y sentados a la mesa del Rey de los cielos? El Cristianismo proclama la buena noticia y nos da una respuesta esperanzadora. Dios sí se ha compadecido. Su misericordia es infinita. El deseo inscrito en nuestro corazón no es expresión de un página 1 / 5

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Se puede decir que el anhelo de algo –un objeto, un alimento o una bebida- capaz de otorgarnosvida eterna, o eterna juventud, está radicado en lo más profundo del corazón del hombre. Estaaspiración ha estado siempre presente; en los poemas más antiguos de la humanidad se puedenencontrar vestigios de ese impulso titánico del hombre por superarse a sí mismo, por superar loslímites de su creaturalidad y así alzarse sobre el sufrimiento y la muerte para alcanzar la talla deDios.

Esos límites que tanto nos inquietan y contra los que nos estrellamos, no hacen que incrementarnuestra rebeldía y nuestro deseo de alcanzar el infinito. Este fue el caso del rey Gilgamesh que,como cuenta el poema épico más antiguo hasta ahora encontrado, al perder a su mejor amigo decíadesconsolado: “¿Cómo puedo permanecer silencioso; cómo puedo lograr el reposo? Él está ahoraconvertido en polvo y yo también moriré y quedaré yerto en la tierra por siempre jamás”.

Todo su ser se rebelaba ante la muerte. Su corazón anhelaba la inmortalidad de los dioses. Así,decidió emprender un viaje para hallar al único hombre al que le había sido concedida talprerrogativa. Pero luego de lograr su objetivo, el viejo inmortal le comunicó que su deseo eraimposible, pues se trataba de un regalo único e irrepetible. Como consuelo en cambio, el viejoeterno le reveló como podía hacerse de una planta que tenía la facultad de rejuvenecer a laspersonas. El rey entonces partió en pos de ella, sumergiéndose en las profundidades del mar comole había sido indicado. Luego de hallarla y antes de comerla, decidió darse un baño, pero mientras lohacía una astuta serpiente se acercó y se la robó, cambiando de piel inmediatamente. Gilgameshlloró desconsolado, acaso aceptando entre sollozos su inexorable destino como creatura: envejecer,sufrir y morir como su querido amigo.

El final de la historia demuestra con gran sensatez cómo al parecer al hombre no le queda otroremedio que aceptar su condición. Sin embargo, nuestro anhelo de trascendencia sigue allí intacto,latiendo e inquietando nuestro dolido corazón.

¿Será todo un juego de ilusiones que debemos suprimir? O por el contrario, ¿Se compadecerá Diosy buscará el modo de satisfacer esa semilla de eternidad que crece y se ramifica capturandoen creciente intensidad nuestros sueños y deseos? ¿Nuestra vocación es vivir para siemprecomo reyes destronados, en una frustración sin resolución o llegará el día en que seremoscoronados y sentados a la mesa del Rey de los cielos?

El Cristianismo proclama la buena noticia y nos da una respuesta esperanzadora. Dios sí se hacompadecido. Su misericordia es infinita. El deseo inscrito en nuestro corazón no es expresión de un

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deseo impotente, cual fruto de una sarcástica maldición o de un sueño irrealizable. El deseo delhombre es más bien la intuición de un evento que ha de cumplirse; de un evento para el que fuimosdestinados desde toda la eternidad. Un evento que en realidad ya se cumplió. Es la buena noticia:Dios ha bajado a la tierra, porque el hombre es capaz de Dios. Dios baja, porque nos ama. ¡BajaDios! No para darnos una planta que rejuvenece o un nuevo alimento que sacie nuestra hambrefísica, como aquel maná del cielo que solo puede prolongar nuestra vida por algunos años más; bajaen vez para dar cumplimiento a lo imposible. Baja para darse a sí mismo como alimento. Para quecomiéndolo como dice San Agustín seamos asimilados y transformados en Él, en Dios: Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne,sino tú te mudarás en mí.

He aquí la radical novedad. He aquí el evento inverosímil que es digno de ser creído, porque jamáspudo ser imaginado por mente humana. Se advera lo que excede toda pretensión y posibilidad decomprensión. El misterio grande, terrible, hermoso: Dios se ha hecho carne y sangre, para serinmolado y transformado en alimento de comunión, en bebida de cohesión de las partes dispersas.Dios se ha hecho él mismo lo más pequeño del cosmos, para ser consumido; para asumir y elevardesde dentro todo, desde lo más íntimo. Dios se convierte en alimento al alcance de la mano paraelevarnos a la altura de Dios.

Hay un hombre, un fragmento, que es paradójicamente el todo. Lo afirma con una radicalidad y unaautoridad, nunca antes vistas: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirápara siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo Jesús les dijo: “Enverdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, notenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaréel último día”». (Jn6,51-54).

El Cristianismo proclama la buena noticia y nos da una respuesta esperanzadora. Dios se hacompadecido. Nuestro hambre y sed de eternidad son auténtica expresión de una promesa que seha cumplido; de una vocación que llegará a su plenitud. Dios baja. Baja Dios. Tenían razón losantiguos en intuir que la inmortalidad es un regalo irrepetible. Sí, solo un hombre es y ha sido capazde superar la muerte para alcanzar la eternidad. Lo que nunca imaginaron (nunca hubiesen podido)es que aquel hombre al ser también Dios, podía asumirnos en su Cuerpo, haciéndonos uno con Él,participándonos de su resurrección.

El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él.Jn6,56.

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