121 150 - seleccion terror
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121
Sobre el frontis del panteón, a dos metros y medio
del suelo, se podía leer otra inscripción:
RHYMSANE MALACHIAS GROPHIUS
1810-1940
—¡Increíble! —Dijo Folsom—. El doctor
Grophius vivió ciento treinta años.
—No es común, pero a veces se dan casos de
longevidad extraordinaria —observó la muchacha.
—Eso es cierto, pero si Grophius era el hombre
que vimos anoche en la taberna... créame, Cassie,
su edad no pasaba de los sesenta años. ¿No está de
acuerdo conmigo?
—Sí, unos sesenta años —convino ella—. Pero...
¿está ahí adentro?
Folsom no pudo evitar una risa nerviosa.
—Sí, en una tumba con calefacción —dijo.
122
Todos solían decir, al pasar por la carretera
junto a aquella pequeña localidad, perdida en
medio de montañas, áridas y desoladas como
un páramo, que había algo que estremecía
hasta más adentro de la mismísima médula.
Tales unánimes comentarios no resultaban
exagerados, pues había algo de macabro, de
siniestro, en aquella niebla que ahogaba el
ambiente.
Una niebla hecha jirones que se pegaba a las
puertas y a las ventanas, que rastreaba el
suelo, que casi privaba de respirar, y que
parecía estar previniéndoles de algún terrible
maleficio, que antes o después hubiera de
abatirse sobre ellos.
123Como obedeciendo a una fuerza superior se llevó la
cadena al cuello y la cerró. El colgante quedó sobre su
pecho y contra lo que cabía esperar su contacto no
tenía el frío de la piedra preciosa en que estaba
construido, sino que era cálido, tibio como su propia
piel.
Repentinamente sintió una súbita contracción en todos
sus músculos. Un tirón atroz que estuvo a punto de
arrancarle un alarido.
La sangre fluyó tumultuosa en sus arterias y un terrible
dolor se extendió hasta la última partícula de su
cuerpo.
Simultáneamente experimentó unas increíbles
energías, una vitalidad como no recordaba haber tenido
nunca desde sus años mozos...
Frenéticamente se arrancó la joya del cuello, mirándola
con ojos extraviados. Al instante, la sangre se aquietó
y su cuerpo recobró la calma, perdiendo también aquel
soplo vital que parecía haberlo fecundado de modo
sobrenatural mientras el colgante estuvo en su cuello…
124
… De repente, un espantoso hedor invadió la
atmósfera. La multitud retrocedió.
Lane se sintió mareado. El estómago se le revolvió.
Volvió sobre sus pasos. No quería seguir contemplando
aquella espantosa escena.
Aún llegaban más hombres con recipientes cargados de
combustible. A cincuenta y sesenta pasos de distancia,
Lane se volvió.
Las llamas despedían enormes resplandores rojos y
amarillos, delante de una elegante casa de estilo
pretendidamente colonial, con un agradable porche
sustentado por media docena de columnas. Era la
residencia de Edwina, pero Lane no se atrevió a
acercarse, temeroso de la furia de la multitud.
Esperaría a que pasara todo, se dijo. De pronto, oyó un
comentario en las inmediaciones:
—Al fin hemos acabado con el monstruo —exclamó un
hombre.
—Lo dije desde el primer día: Edwina Coogan, ahora
por fortuna convertida en cenizas, era una mala bestia.
125
«Está escrito.
Quien encuentre el Negro Libro del Horror y abra
sus páginas... desatará los más terribles males sobre
la Humanidad. Algo así como una nueva y
alucinante Caja de Pandora, capaz de desencadenar
las más espantosas calamidades sobre el género
humano, llevando al paroxismo del terror a quienes
tengan la desgracia de estar presentes en ese nuevo
y dantesco aquelarre, en esa orgía frenética y
delirante del Mal.
Está escrito que quien lo encuentre y levante las
bisagras de hierro que cierran sus tapas de negra
piel, con polvo de siglos encima, habrá
desencadenado el terror, la angustia, una fuerza mil
veces peor que la misma muerte.
El Negro Libro del Horror... »
126
La sombra había subido la escalera y había entrado en el
dormitorio de una mujer ansiosa de amor, que creyó que su
visita era él...
Al ver que se equivocaba, gritó con toda la fuerza de sus
pulmones. Pero ya las tijeras se habían hundido en su
carne, atravesándole de parte a parte el corazón.
El grito fue extinguiéndose poco a poco, hasta que se
convirtió en un estremecedor jadeo de muerte.
Cayó al suelo. La sangre le salía a borbotones por las dos
heridas ocasionadas por la abierta tijera. Sangre que ahora
chorreaba por sus senos opulentos, turgentes,
provocativos, que ya no se movían al compás de su
respiración.
Al oír aquel grito había subido de tres en tres los peldaños
de la escalera. Así la encontró, inmóvil para siempre.
Se revolvió contra la sombra enlutada, que no podía
hallarse muy lejos.
Salió al pasillo. Sí, en efecto, no estaba muy lejos. La vio
huir al otro extremo. Corrió hacia allí.
Al llegar, ya no estaba.
127
—¿Qué sabe usted del tesoro de Kilroy Harnigan?
Harriet se echó a reír.
—Ah, pero, ¿usted también cree en esas paparruchas?
—preguntó.
—Bueno, alguien me lo mencionó anoche. Supongo
que se trata de una leyenda, pero me gustaría conocerla.
—Kilroy Harnigan era un pirata de la costa. Hacía
señales falsas a los barcos, en especial las noches de
tormenta, y los lanzaba contra los acantilados. Luego,
con la ayuda de sus secuaces, asesinaba a los tripulantes
que habían sobrevivido al naufragio y saqueaba los
barcos. Los restos de los buques que no se habían
hundido, acababan en una hoguera.
—Creo que entiendo —murmuró Colter—, ¿Qué más,
Harriet?
—El diablo se había apoderado de él —dijo Harriet—.
Por eso cometió tantos crímenes y un día fue castigado
por la justicia de la reina María Estuardo. Pero ya tenía
un hijo y su alma pasó a éste.
128
—¿Qué ocurre?
—Es él.
—¿Quién?
—El alquimista dibujado aquí es su vivo retrato.
Sayal largo, cabellos blancos, rostro cadavérico,
ojos sin pupilas aparentes, y en la mano lleva una
representación de Mammy White.
—Pero, ¿a quién te estás refiriendo? —insistió,
nerviosa.
—¿A quién va a ser? Al asesino, al extraño y
maligno ser que se ha llevado consigo al doctor,
escapando así del psiquiátrico Victory.
En aquel instante, una sombra oscura, flaca y muy
alta, que proyectó una sombra fantasmal y estrecha
sobre los libros de las estanterías que cubrían
totalmente las paredes, apareció tras ellos.
Los ojos del gato fueron los primeros en
descubrirla, y el animal disparó los músculos de su
cuerpo y saltó en el aire, maullando…
129
Fue cuando se volvía para regresar al lecho que vio
aquello.
El cigarrillo escapó de sus labios y emitió un sordo
quejido.
Notaba cómo el espanto pugnaba por salir a gritos
de su garganta contraída pero no tenía voz.
Todos sus sentidos parecían haberse concentrado en
la mirada, fija en las huellas del suelo.
Huellas de pies descalzos... húmedas como si los
pies que las dejaron impresas estuvieran mojados. Y
había unos hilillos verdosos... como esos líquenes
gelatinosos que se encuentran en las rocas de aguas
profundas...
Se dejó caer de rodillas y pasó los dedos por una de
aquellas pisadas. Estaba húmeda y el liquen verde
se desmenuzó bajo su dedo...
Alex Dawson lanzó al fin un alarido terrible y con
los ojos desorbitados se desplomó inerte.
130
Había siete mujeres en torno a una
mesa. Una de ellas sostenía la gallina
decapitada, de cuyo cuello manaba la
sangre, para ir a caer en una gran copa
de vidrio traslúcido. La indumentaria
de las mujeres era idéntica; una larga
túnica blanca, cerrada de cuello y
mangas y larga hasta los pies. La
fotografía, dedujo el joven, había sido
tomada sin que ninguna de las
presentes se diera cuenta de que
estaban siendo retratadas, salvo una de
ellas, que parecía mirar al objetivo…
131
—Dios se apiade de su alma... —fueron las
palabras apagadas y lentas del alguacil
Koczas. Después, la manta cubrió de nuevo el
cuerpo inerte, ensangrentado, casi
irreconocible.
Hubo un silencio profundo alrededor. Hans
Wieczk sollozaba ahogadamente, estrujando
sus puños gigantescos, impotentes, contra el
tronco de un árbol. Algo más allá, eran dos los
jóvenes campesinos que dominaban su dolor,
enrojecidos sus ojos, apretados sus labios,
lívida la ruda faz, bajo el curtido del aire libre
y las brisan montañesas. Entre ellos y el
cantinero, varios hombres del pueblo, en
silencioso cortejo.
—¿Quién? —jadeó Hans—. ¿Quién pudo ser
el maldito hijo de perra que...?
132
Los componentes del grupo se dirigieron hacia la
cámara mortuoria. Al llegar allí, se oyó una serie
de gritos de asombro.
¡El ataúd estaba vacío!
—Pero ¿qué broma es ésta? —gritó Helen,
colérica.
Bludin se acarició el mentón pensativamente. Sí,
Helen parecía tener razón. Si era una broma,
resultaba preciso convenir que era muy pesada.
—¿Quién diablos se ha llevado el cadáver? —
gruñó Zane.
—Esto no me gusta —dijo Marion a media voz.
—El difunto tenía también fama de humorista —
recordó Bludin.
Torrance se volvió hacia el abogado.
—Oiga, Simmons, esto ya es demasiada burla. Yo
me marcho de aquí...
133
Las invitaciones fueron cursadas en papel marfileño,
timbrado en elegante tono ocre y marrón con idénticos
términos. Solamente varió el encabezamiento del texto
citando a sus destinatarios a una velada de despedida en
cierto lugar de Nueva Orleáns, durante la noche tradicional
del Mardi Grass.
Una tragedia comenzaba de tan simple manera. Sus
destinatarios, al leer la invitación, pensarían que era el
epílogo a una vieja tragedia. Pero en modo alguno se les
ocurriría imaginar que era el prólogo, a la vez, para otra
tragedia nueva.
Claude Beaumont sí lo pensó. Y quizá por eso, cuando la
última de las seis invitaciones entró en su sobre respectivo,
éste fue pegado y bajo el sello de los Beaumont se escribió
el destinatario de la misiva, sus labios dejaron desprender
una leve, irónica y suave risita.
Finalmente, la misma mano trazó el remitente, en el
reverso del largo sobre apaisado:
«Claude Beaumont. Cementery Mansion. New Orleans.»
Eso fue todo.
134
El pecho de la difunta permanecía completamente quieto. Van
Hartzen preparó una jeringuilla de inyecciones, que podía
contener más de veinte centímetros cúbicos de líquido y,
ayudado por Nichal, empezó a inyectar la sustancia que había
en su interior en las venas de la joven. El contenido fue
repartido en cuatro puntos: las dos muñecas y los tobillos.
De repente, se oyó un formidable trueno. Un vivísimo
relámpago surcó la oscuridad. Dentro de la casa, no obstante,
apenas si se percibió el resplandor mitigado casi absolutamente
por los espesos cortinajes negros de las ventanas.
—¡El corazón late, Nichal! —gritó Van Hartzen, exultante de
alegría.
Van Hartzen tenía la vista fija en el oscilómetro. Poco a poco,
el registro de latidos fue aumentando de ritmo. Ahora, los
puntos luminosos se movían con mayor rapidez y frecuencia.
Transcurrió media hora. De pronto, se oyó un profundo
suspiro. Pamela Rittle abrió los ojos.
Su pecho subió y bajó lentamente, mientras los pulmones
renovaban la provisión de aire. Luego sus labios se
entreabrieron para formular una pregunta clásica:
—¿Dónde estoy?
135
Quiso huir.
Las zarpas cayeron sobre él.
Y también algo que no supo lo que era.
Vio unas manchas rojas.
Su sangre.
Pero no supo que lo era. Curiosamente, apenas sintió
dolor. El horror anulaba todas las demás sensaciones.
Lo que estaba ocurriendo con su alma era tan atroz que
no sentía lo que estaba ocurriendo con su cuerpo.
Más manchas rojas en las paredes.
Y la ventana.
La ventana que se acercaba.
Hizo un último y patético esfuerzo para saltar hacia allí,
para huir de una vez. PARA HUIR.
No lo consiguió. De pronto pareció como si la mitad de
su cuerpo se separara de la otra mitad. El dolor, esta
vez, fue inhumano. El grito llenó la calle. Los ojos se le
salieron de las órbitas, PESE A QUE YA ERAN
INCAPACES DE VER...
136
De pronto, apartó su plato de la mesa y, con voz
disgustada, dijo:
—¡Este niño está crudo!
El tenedor suspendió su viaje hasta la boca del huésped.
Miró con ojos atónitos a la señora Hampsbury.
«Vaya una bromita», pensó.
—Lo siento, señora: tuve al niño en el horno todo el
tiempo que usted me indicó —se disculpó la sirvienta.
—Tengo la impresión de que este niño era un poco
crecidito —dijo May McCabe—. Harriet, dime, ¿cuánto
tiempo le calculas tú?
Harriet Inster, una espléndida rubia de exuberante figura,
hizo un gesto de displicencia.
—Oh, unos ocho meses —contestó.
—Los niños, cuando mejor están, es a los dos meses —
dijo la pelirroja Lil Darnley—. Entonces es que se
deshacen en la boca.
—Otro día, procure tener al niño diez minutos más en el
homo, Edith —dijo la señora Hampsbury.
—Bien, señora —contestó la sirvienta, impasible.
137Su grito de horror fue esta vez más terrible y
profundo que el que anteriormente provocara la
alarma.
—Dios mío... —susurró, dejando caer de sus manos
el rifle.
Las velas del candelabro derramaron claridad sobre el
cuerpo de ella. Sólo se cubría con una camisa sin
abotonar y un slip. Sus formas reposaban sobre la
alfombra, justo debajo de los trofeos y el escudo
heráldico de los Korstein.
Estaba muerta. Sobre sus muslos, senos y nalgas, la
sangre había formado charcos y regueros
impresionantes. Tenía la boca convulsa, los ojos
desorbitados, con una patética y postrera muestra de
terror sin límites.
El cuello era un desgarro total, un destrozo
sanguinolento que incluso permitía ver la blancura de
sus huesos, bajo la carnicería espantosa producida por
algo incisivo, sin duda unos pinchos, quizá unos
garfios... o las garras terroríficas de algún animal
espeluznante…
138
Echaron a correr hacia la casa. Pero cuando llegaron a
la cuna del niño...
Cientos y cientos de ratas la habían invadido, y se
habían lanzado, voraces y roedoras, sobre la indefensa
criatura. Una criatura que ya no lloraba. Una criatura de
piel fina, blanda, que olía a leche de la madre, y que
estaba resultando un festín de excepción.
Cuando el padre cogió la escoba y a bandadas
consiguió sacar a las ratas de allí, a lo que
monstruosamente se resistían, el cuerpo del niño ya no
se movía. En realidad, casi ni cuerpo existía ya. ¡Había
sido roído de un modo tan horroroso, tan infernal, por
tantos y tantos lugares a la vez!
¡Era sólo un trozo de carne ensangrentada, que ni
párpados, ni oíos, ni naricilla tenía ya! La madre lanzó
un grito de horror, un alarido de espanto, que se oyó en
más de un kilómetro a la redonda.
Desde aquel atardecer, la casa de piedra fue un lugar
MALDITO para los habitantes de Maggawin.
139Eran seis hombres y una mujer, incluido el temeroso
René, quienes clavaron sus ojos en aquella
aparición que les parecía imposible. Bruscamente,
se enfrentaban a algo en lo que no querían creer,
algo que les hacía tener la sensación de que estaban
soñando.
Y sin embargo... ¡qué concreta y qué real era la
Novia Roja! Incluso... ¡Qué diabólicamente
hermosa era!
Parecía aún viva. Por supuesto que estaba
terriblemente pálida y no se apreciaba en su piel ni
un rastro de la sangre que sin duda un día había
circulado bajo ella. Pero la sensación de vida
resultaba asombrosa. No se había corrompido en
todos aquellos siglos. Daba la sensación de que en
cualquier momento podía levantarse... ¡Y andar!
¡O Matar!
140Salieron el doctor y ella conversando en voz baja. Se
quedó sola en el cuarto blanco, rectangular, aséptico...
Sola, dentro de su camisa de fuerza, sola rodeada de muros
hospitalarios y de silencios.
Y se dijo cuán fácil sería ahora que alguien la asesinara, si
así lo deseaba, sin ella poderse defender siquiera, sin que
nadie escuchara o quisiera atender sus gritos.
La idea le produjo un leve escalofrío. El doctor parecía
amable y afectuoso. Le gustaban mucho las mujeres, él
gustaba a ellas, sin duda, ¿Acaso un obseso sexual en
potencia, tras su apariencia de médico psiquiatra?
Ella era una chica llamativa y de las que gustan a ciertos
hombres. Posiblemente tuviera también algo de
ninfomaníaca, a juzgar por el modo de mirar al médico.
Aunque podía ser simple atracción hacia él.
Lo peor era eso: no se podía fiar de nadie. En un mundo
delirante, de locos y de maníacos, había alguien que era
algo más que eso. Un loco que podía estar entre los
pacientes o los facultativos.
Un loco que asesinaba.
141
Empezó por enseñarme a leer en los rostros de las
personas lo que éstas realmente quieren. Me explicó
como es posible obligar a los seres humanos a que sientan
y piensen lo que yo les mande. Me dio un gran poder
sobre la vida... Luego se dedicó a la muerte, me la
mostró, me hizo amarla, me obligó a desearla. Incluso...
¡La muerte! Siempre la muerte... Es un tema obsesivo
para ella. Primero hacía que mi amor llegase hasta el
paroxismo, y a continuación me obligaba a mirarla
fijamente. Entonces cambiaba... Me enseñaba su cadáver,
la lenta putrefacción de su carne, los gusanos en sus ojos,
la suciedad en la piel, los huesos blanquecinos y fríos de
sí misma...
»¡Y luego, yo! ¡Tenía que soportar la misma
transformación en mí! ¿Os lo imagináis? Yo notaba y
padecía mi propia descomposición, cómo me iba llenando
de blandas ampollas de suero, cómo se rompían
extendiendo su pestilencia, cómo mis labios podridos se
pegaban en sus dientes, y entre los dos, sin querer, nos
quedábamos sin carne en la cara... Todo lentamente, todo
en horas y horas de insoportable horror...
142
Una de las enormes losas de piedra que cubrían una
tumba funeraria del suelo acababa de agrietarse
violentamente.
No podía creerlo. Una fuerza inmensa parecía empujar
la piedra desde abajo.
Parte de la piedra se resquebrajó, allí donde el musgo
llenaba una grieta. Un oscuro hueco quedó a la vista y
por el hueco surgió la visión de pesadilla que dejó al
pistolero anonadado, incrédulo, mudo de terror.
Una mano humana apareció, tanteando la piedra. Era
una mano convertida en garra. Sólo huesos y piel. Los
dedos, cual garfios, terminaban en unas uñas largas,
afiladas, semejantes a las de un felino.
La mano empujó la piedra. La piedra debía pesar
centenares de libras, no obstante, se corrió a un lado con
un golpe seco, rotundo.
Luchó desesperadamente para salir de su paralizante
estupor. Llevó la mano a la axila y empuñó un barrigudo
revólver de cañón corto.
La garra barrió la cortina de polvo y musgo que cegaban
aún la gran abertura conseguida. Las terribles uñas,
como una garra de tigre, chirriaron contra la roca…
143
—Vamos —dijo ella fríamente—. Comenzad. Tsai
Wong os lo ordena. Y Tsai Wong os habla en
nombre de su padre. En nombre de quien tenemos
ahí, esperando a nuestra intervención quirúrgica,
antes de ser incinerado y expandidas sus cenizas a
los cuatro puntos cardinales, como fértil semilla
de nuestro dragón... Tsai Wong es, ahora, hija y
heredera del más grande hombre de la Historia.
Pero Tsai Wong es algo más. Mucho más. En
gracia a los conocimientos superiores que su padre
legó en ella, os invoca a esta operación que va a
significar lo más grande. Que va a devolver la
vida al poder más gigantesco de todos los
tiempos... Vamos, mis leales amigos, mis fieles
hermanos del Si-Fan... ¡Extraigamos el cerebro de
mi padre, el doctor Fu-Manchú!
144
—Otra vez, otra vez esa maldita bruja...
En un ángulo de la explanada posterior había algo que
ardía todavía.
—¿Le enviaron un aviso? —preguntó.
—Sí. McCrann me llamó por teléfono y yo le dije que
no tocara nada. Pero ya había sacado el esqueleto
cuando llegué, apenas hace cinco minutos.
—¿Quién pegó fuego al esqueleto?
—Eso es lo curioso —respondió Roberts—. Ardió por sí
solo, espontáneamente..., ¡y McCrann empezó a arder al
mismo tiempo!
—Profesor, usted pensó que Stella y yo estábamos locos
cuando dijimos que habíamos visto arder a la señora
Vandbilt. Respecto a ella, sostenía la tesis de que fue el
somnífero lo que le produjo la pesadilla que la hizo
tirarse por la ventana. ¿Puede continuar sosteniendo
ahora la misma teoría?
Roberts movió la cabeza pesadamente.
—No, evidentemente, no... pero hay algo que escapa a
nuestra comprensión de hombres de ciencia, de seres
civilizados...
145
Se defendió, se defendió desesperadamente. Pero
no pudo evitar que la horca le alcanzara en el
cuello, donde el asesino se la clavó con tal brutal y
endemoniada fuerza, que sus tres púas, después de
atravesarle la garganta, se quedaron incrustadas en
aquella esquina donde ella había ido a parar,
viéndose acorralada.
Allí se quedó inmovilizada, viendo cómo la
sangre fluía de su cuello e inundaba su vestido.
Allí se quedó sufriendo un dolor espantoso,
horripilante. Allí se quedó hasta que cedieron los
latidos de su corazón. Era ya lo mejor que podía
sucederle.
Pero su cuerpo, aunque cayó inerte, no se
desplomó hasta el suelo. Siguió inapelablemente
sujeto a aquellas tres pavorosas púas de la horca.
El asesino sonrió con gesto de triunfo... Ya había
acabado con dos. Ya faltaban menos.
146El susurro horrible, gorgoteante, continuaba cerca de
ella... Muy cerca. Con un estremecimiento de horror,
estuvo segura de que se aproximaba. De que estaba
moviéndose en la oscuridad, cualquiera que fuese su
naturaleza.
Pero se movía... se movía reptando. Notó el roce sobre el
suelo del lugar ignorando en que se hallaba. Un roce
repetido, continuado, insistente... Aquello, fuera lo que
fuera... SE ARRASTRABA HACIA ELLA.
Recordó al viejo reptil de su alcoba del colegio, el primer
día. La culebra que alguien pusiera en el lecho... No, no
podía ser eso. No produciría ni la centésima parte de
ruido en su reptar. Además, el viejo reptil desdentado no
emitía un sonido como aquél...
Notó que un sudor frío, viscoso, corría por su rostro, por
su cuello y su pecho. Estaba siendo capaz de dominar su
pánico sin gritar. Morir, no significaba ya demasiado,
pese a su natural amor por la vida, dada su juventud y sus
ilusiones. Lo peor era lo otro. No saber qué clase de
muerte... y a manos de quién...
147
Tengo la esperanza de que entre todos consigamos
eliminar esa amenaza... Estuvisteis en la India
tanto tiempo como yo. Si alguno recuerda algún
exorcismo, alguna ceremonia para neutralizar...
¿No entendéis? Aunque parezca algo estúpido y
supersticioso, quiero saberlo... porque la garra está
aquí y estoy seguro que se propone eliminarme, o
volverme loco.
Quedaron callados más de dos minutos,
sobrecogidos por la impresión que les producía el
estado de su amigo. Por supuesto que no creían
nada de cuanto les había dicho. Todos ellos eran
hombres que estaban acostumbrados a tener los
pies en el suelo.
148
«Señor:
Cuando lea esto, ella habrá muerto. Quizá sea
mejor que sepan que su asesino soy yo. Ella va
a matarme, lo presiento. Una mujer que sabe
leer el porvenir me ha pronosticado mi muerte
para estos días. Quiero creer en ella, porque no
es una charlatana, sino una auténtica
conocedora de los secretos que el hombre no
puede dominar. Por eso recurro al viejo veneno
que me proporcionó un repugnante nativo, en
las colonias, por sólo un puñado de libras... Es
capaz de matar en pocos segundos, con un
simple beso. «El veneno del amor», le
llamaban esos nativos, allá en las junglas...
»Sí. Yo me vengaré. Mataré a mí esposa...
después de muerto. Será una hermosa
venganza.
149
—¡Cumplid vuestro deber! —dijo ella.
Uno de los ejecutores le indicó el hueco. La condesa
penetró y se puso de espaldas a la pared. Una delgada,
aunque sólida cadena, rodeó su esbelto talle varias
veces. Luego fue asegurada a la anilla.
Había piedras, argamasa y herramientas. Los verdugos
se dispusieron a la tarea.
—Por última vez —dijo lord Howernley—, decid el
nombre de vuestro amante y seré lo suficientemente
compasivo para haceros morir de un solo golpe de
espada.
Vivian sonrió despectivamente.
—Es mil veces más hombre que vos y más decente y
honrado —contestó—. No le delataré.
—Entonces, pereceréis de hambre y de sed en vuestro
encierro. ¡Vamos, tapad el hueco! —rugió lord
Howernley.
Los verdugos actuaron rápida y prestamente. Una hora
más tarde, la pared del subterráneo había recobrado su
aspecto habitual.
Lord Howernley dirigió una fiera mirada a los testigos
de la operación.
—¡Pena de muerte al que pronuncie una sola palabra de
cuanto ha visto y oído! —dijo.
150Cuando ya se retiraba, le llegó aquel susurro
escalofriante:
—Por... favorrrr... Porrr... Diosssss... Ayu... ayuda...
pron... pronto...
Esta vez sí que sintió erizarse sus cabellos hasta el
límite. Angustiada, incrédula, contempló aquella puerta
cerrada, el enigma viviente que encerraba, la voz que
respondía desde la sombra del sótano...
Dominó sus terrores. Se pegó a la hoja de madera.
Musitó, trémula:
—Entonces..., entonces, hay alguien... ¿Quién, quién es?
¿Qué puedo yo hacer?
Esperó un segundo, dos, acaso tres. Luego, la respuesta
en el murmullo estremecedor:
—Maldi... tos... Tengo sed..., tengo necesidad... de... sa...
salir... ¡Salir...! Quiero... luz..., luz... Quiero... morir...,
morir... y ma... matar...
Matar...
—Le ayudaré —prometió en un sollozo, casi sintiéndose
al borde del histerismo—. Le ayudaré..., quienquiera que
sea..., necesite lo que necesite... Mi misión es ayudar...,
ayudar a la gente... que me necesite, que me reclame...