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Byron / KEATS / SHELLEY POESÍA ROMÁNTICA INGLESA “Uso Exclusivo Vitanet, Biblioteca Virtual de Vitacura 2005”

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Byron / KEATS / SHELLEY

POESÍA ROMÁNTICA INGLESA

“Uso Exclusivo Vitanet, Biblioteca Virtual de Vitacura 2005”

WILLIAM BLAKE 1757-1827

LA ROSA ENFERMA

Estás enferma, ¡oh rosa! El gusano invisible, que vuela, por la noche, en el aullar del viento, tu lecho descubrió de alegría escarlata, y su amor sombrío y secreto consume tu vida.

ETERNIDAD

Quien a sí encadenare una alegría malogrará la vida alada. Pero quien la alegría besare en su aleteo vive en el alba de la eternidad.

NUEVA JERUSALÉN

Del poema “Milton”.

¿Y hollaron esos pies, antaño, los verdes montes de Inglaterra? ¿Y viose al sacro Cordero de Dios por los pastos ingleses, placenteros? ¿Resplandeció el divino rostro sobre nuestras colinas nubladas? ¿Y edificóse una Jerusalén en medio de esos negros, satánicos molinos? ¡ Dadme mi arco de oro ardiente! ¡Dadme mis flechas de deseo! ¡Traed mi lanza! ¡Abrios, oh nubes! ¡Traedme mi carro de llama! No cejará en mi espíritu la lucha ni ha de dormirse en mi mano la espada, hasta que levantemos otra Jerusalén en el solar verdeante y dulce de Inglaterra.

EL LIBRO DE THEL

DIVISA DE THEL ¿Sabe el Águila lo que hay en el abismo? ¿ O al Topo le preguntarías: se pondré la Prudencia en un cetro de plata o el Amor en un vaso dorado?

Las hijas del Serafín apacentaban sus soleados rebaños, pero no la más joven. Buscó, pálida, el aire secreto, para desvanecerse en su día mortal, como la belleza del día; por el Adona, hacia abajo, oyese su dulce voz, y así cae su suave lamento, como rocío en la aurora: «¡Oh vida de nuestros abriles! ¿ Por qué el loto se seca en el agua? ¿Por qué se marchitan los hijos de la primavera, nacidos sólo para sonreírse y morir? ¡Ah! Thel es como un arco líquido y como una nube huidiza. como visión en espejo, como las sombras del agua, como ensueños de niño, como sonrisa en un rostro infantil, como arrullar de paloma, como el día fugaz, como en el aire la música. ¡Ah! Bien puedo echarme suavemente y suavemente reclinar la cabeza y dormir dulcemente en la muerte y oír dulcemente la voz. de quien va por el huerto, cuando la tarde declina.» El Lirio del Valle, respirando entre hierbas humildes, contestó a la linda doncella: « Soy una hierba del agua y soy muy menudo y me place vivir en los valles bajos. Tan débil soy, que la mariposa dorada apenas se posa en mi frente; pero recibo visitas de cielo, y el que a todos sonríe, por el valle pasea y sobre mí extiende todos los días su mano, diciendo: «Alégrate, hierba humilde, flor reciente del lirio, tú, dulce doncella de los valles callados y de los modestos arroyos, pues has de verte vestida de luz y nutrida con maná matinal,

hasta que el calor del estío te funda, junto a las fuentes y los manantiales, para florecer en valles eternos». ¿Por qué, pues, Thel, lamentarse? ¿Por qué la dueña de los valles de Har exhalaría un suspiro? Se calló y, entre el llanto, se sonreía. Luego, sentóse en su relicario de plata. Repuso Thel: “Oh, tú, virgencita del valle apacible, que ofreces tus dones a los que no pueden pedir, a los sin voz, fatigados; tu aliento nutre al cordero inocente: huele tus galas de leche, pace tus flores, mientras tú permaneces sentada, sonriéndole, limpiando su suave y dulce boca de contagiosas máculas. Tu licor purifica la miel dorada; tu aroma, que esparces por todas las briznas del césped, da fuerza a la vaca ordeñada y calma al corcel de ígneo aliento. Pero Thel es como nube liviana que enciende el sol al nacer: me desvanezco en mi trono de perla, y ¿quién hallará mi refugio?” “Reina del valle —repuso el Lirio—: pregúntale a la tierna nube, y te dirá por qué brilla en el cielo de la mañana y por qué esparce su resplandeciente belleza en el húmedo aire. Desciende, ¡oh nube menuda!, y ciérnete ante los ojos de Thel.” Bajó la Nube, y el Lirio inclinó su cabeza modesta y, entre el verde del césped, volvió a sus muchas labores.

“¡Oh nubecilla! —dijo la virgen—: ¿querrías decirme por qué no te quejas, tú, que en sólo una hora ya te desvaneces, y te buscamos y no lograrnos hallarte?... ¡Ah! Thel es lo mismo que tú, también huidiza; pero yo me lamento y nadie escucha mi voz. » Mostró entonces la Nube su dorada cabeza y surgió su fúlgida forma, cerniéndose y resplandeciendo en el aire, no lejos de Thel. « ¡ Oh virgen! ¿ Ignoras que nuestros corceles se abrevan en los manantiales dorados, donde Luvah sus caballos renueva? ¿Miras mi juventud y temes, porque me desvanezco y ya nadie me ve, que nada perdure? ¡ Oh doncella! Cuando me desvanezco, voy a una décuple vida, al amor, a la paz y a los arrobos sagrados. Peso invisible de lo alto, revuela mi luz sobre las flores fragantes, y le hago la corte al rocío de bellos ojos, para que me acoja en su tienda de luz: la virgen llorosa cae de hinojos, temblando, ante el orto, hasta que nos levantamos, enlazados con cinta de oro y no nos separamos ya nunca, y caminamos unidos, llevando el sustento a las flores.» «¿Es así, Nubecilla? Temo no ser como tú, pues voy por los valles de Har y aspiro el aroma de las flores más dulces, pero no nutro a las florecillas. Oigo el trinar de los pájaros, pero no les llevo el sustento, y se van por el aire, buscando comida...

Pero Thel no se place ya en ello, pues me desvanezco, y todos dirán: Inútil vivió esa resplandeciente mujer, ¿o acaso sólo vivió para nutrir a los gusanos, ya muerta?» Reclinóse la Nube en su trono de aire, diciendo: «Pues si nutres a los gusanos, ¡oh virgen celeste, qué gran servicio y ventura! Los seres que viven, solos no viven, ni para sí solamente. No temas, que llamaré al débil gusano en su lecho profundo y su voz oirás. Ven, gusano del valle callado, a tu pensativa señora.» Levantóse el inerme gusano y se sentó en una hoja del Lirio, y la Nube resplandeciente siguió navegando, hacia su pareja, en el valle.

III Entonces vio Thel, con asombro, al gusano en su lecho, que engalanaba el rocío. «¿Un gusano eres tú? Imagen de la flaqueza, ¿eres sólo un gusano? Como un niñito te veo, arropado en la hoja del Lirio. No llores, ¡ay!, vocecita: no sabes hablar, pero lloras. ¿Es eso un gusano? Te veo indefenso y desnudo, llorando, y nadie te atiende, nadie te quiere con sonrisas de madre.» La Arcilla oyó la voz del gusano y, compadecida, levantó la cabeza. Inclinóse sobre el infante lloroso, y su vida exhaló en dulce ternura de leche; luego, posó en Thel los ojos humildes.

“¡Oh beldad de los valles de Har! No vivimos sólo para nosotros. Ves en milo más bajo, y lo soy, ciertamente: es helado de suyo mi pecho, de suyo es oscuro, pero el que ama lo humilde vierte su óleo en mi frente y me besa y enlaza las cintas nupciales en torno a mi seno, y dice: “Madre de mis hijos: te he amado y una corona te di, que nadie podrá arrebatarte”. Pero no sé yo por qué, dulce virgen, ni puedo saberlo; lo considero y muy poco aclararlo sabría; pero amo y aliento». La hija de la belleza secóse las tiernas lágrimas con su velo blanco, y dijo: «¡Ay! Yo ignoraba esas cosas y lloraba por eso. Bien sabía que Dios puede amar a un gusano y que al pie malvado castiga, si a sabiendas holláse su forma indefensa; pero que le regale con óleo y leche ignoraba, y lloraba por eso y me lamentaba en el aire suave, porque me desvanezco y me reclino en mi lecho frío, abandonando mi sino de luz». Reina del Valle —repuso la Arcilla materna—: oí tus suspiros y sobre mi techo volaron tus quejas, pero te consolaba. ¿Querrás, oh Reina, conocer mi morada? Te es dado entrar y volverte. No temas: entre tu piel virginal.»

WILLIAM WORDSWORTH 1770-1850

AGUA, PURO ELEMENTO... Agua, puro elemento, dondequiera abandonas tu mansión subterránea, hierbas verdes y flores de brillante color y plantas con sus bayas, surgiendo hacia la vida, adornan tu cortejo; y en el estío, cuando el sol arde, veloces insectos resplandecen y, volando, te siguen. Si falta tu bondad, resuella el bosque, y ciervo y cierva y cazador con su venablo, juntos languidecen y caen. No deja de sentirse en el alma turbada tu benigna influencia; y tal vez en la entraña marmórea de la tierra, donde sufren tormento espíritus que lloran gracia y bondad perdidas, tus murmullos apagan su angustia y a los tuyos mezclan sus dulces cantos.

CIELO TRAS LA BORRASCA

De “La Excursión”.. Libro II Un solo paso, que me libertó de los limites de aquel ciego vapor, abrió a mis ojos un tan vivo esplendor como no viera nunca el despierto sentido ni el alma en sus ensueños. Fue la visión, de pronto desplegada, una inmensa ciudad; se hubiera dicho gran selva de edificios, hacia lo hondo retirada de algún ilimitado abismo, naufragando entre glorias, ya sin fin. Fábricas parecían de diamantes y oro, cúpulas de alabastro y argénteas agujas y encendidas terrazas sobre terrazas, hacia lo alto; aquí, apacibles, brillantes pabellones, en avenidas; torres, allí, adornadas de almenas, que en sus frentes incansables sostenían los astros, luciente pedrería. La terrestre natura labraba aquel efecto con la oscura materia de la borrasca, ya apaciguada. En ella y en las cavernas y en las faldas abruptas y en cresterías, donde se habían los vapores retirado, fijando su estancia bajo aquel cerúleo cielo. ¡Visión no imaginada! Nubes, nieblas, arroyos, peñas húmedas y hierba de esmeralda...

¡OH RUISEÑOR! ¡Oh ruiseñor! Tú eres de ardiente corazón: tus notas nos penetran, nos penetran, tumultuosa, indómita armonía.

Cantas como si el dios del vino te dictara un mensaje de sátira amorosa: una canción de burla y de desprecio a la sombra, al rocío y a la noche callada y a la ventura firme y a todos los amores que descansan en esos tranquilos bosquecillos. Escuché a una paloma torcaz, el mismo día, cantando o recitando su doméstica historia. Su voz se sepultaba entre los árboles y en alas de la brisa me llegaba. No cesaba jamás: arrullaba, arrullaba, y era su cortejar un tanto pensativo. Amor cantaba, muy mezclado en calma, muy lento al empezar y sin acabar nunca: la grave fe y el íntimo alborozo. Ese es el canto, el canto para mí.

AVES ACUÁTICAS Observadas frecuentemente sobre los lagos de Rydal

y Grasmere Ved cómo los plumosos habitantes del agua, con tal gracia al moverse, que apenas se diría inferior a la angélica, prolongan su curioso placer. Describen en el aire (y a veces con volar osado, que se cierne hasta las mismas cumbres), un círculo más amplio que el lago, allá en lo hondo, su dominio; y en tanto que se aplican a trazar, una vez y otra vez, el gran círculo, su jubilosa actividad describe centenares de curvas y círculos menudos, ora abajo, ora arriba, en avance intrincado, pero seguro, como si guiase un espíritu

su vuelo infatigable. Ya el juego terminó: así lo imaginé diez o más veces; pero, mira: la banda, desvanecida ya, vuelve a ascender. Se acercan. Rumorean sus alas, leves al pronto, y luego su enérgico batir pasa a mi vera y vuelve a oírse el rumor leve. Al sol invitan, para que juegue con sus plumas, y al agua o bien al hielo chispeante, que les muestren su bella imagen. Ellos mismos, sus bellas formas son en el luciente llano, con colores más suaves y hermosos, cuando bajan, casi rozándole... Y luego alzan el vuelo de nuevo, con un súbito empuje presuroso, como si hicieran burla del lago y del reposo.

EL BARRANCO ENCANTADO No era ficción de tiempos remotos: una piedra de azul celeste, al fondo del barranco sin sol, muestra aún claramente las pisadas que los pequeños elfos, en la escena pulida dejaron, al danzar con brillante cortejo, en festejos ocultos, tras el robo de un niño dulce, como una flor, trocada por hierbajos, con que intenta la madre abstraída acallar su pena, si es posible. Pero decidme: ¿dónde hallaréis un vestigio de las notas que guiaron aquellos salvajes bailoteos? ¿ En la tierra profunda o en las cumbres del aire, en el nocturno cierzo o en los bancales donde telarañas de otoño flotan en el crepúsculo?

LA CASA DE UN PÁRROCO EN EL OXFORDSHIRE

Dónde empieza la tierra sagrada o dónde acaba la profana, no hay línea visible que lo muestre; mezclase el césped y los senderos se enlazan, y dondequiera vague tu paso sigiloso, el jardín y el dominio en que deudos y amigos y vecinos descansan unidos, aquí funden su vario aspecto, al modo de un rumor de muchas aguas, o como la tarde en mezcla con la sombría noche. Dulces brisas de arbustos y flores son mensajes a las tumbas calladas; y mientras estremecen esos chopos altísimos sus copas, aparece y se apaga un azul brillante, como aquellos atisbos de lo eterno que a los santos se otorgan en el supremo día.

CAMPOSANTO EN EL SUR DE ESCOCIA Acotado del hombre y al borde de una sima donde el torrente espuma, veréis el cementerio. Allí la liebre alcanza su más tranquilo sueño y los elfos, nevados de luna, entran y danzan para crédulos ojos. De aquelarre ni templo no queda ya vestigio, pero allí se deslizan desconsoladas gentes, que con velada angustia le lloran su oración al viento y al celaje. No hay tumbas orgullosas. Mas rudos caballeros, que esculpiera el humilde querer de tiempos idos, en tierra yacen, entre verdores de cicuta; no es una mezcla triste, si quiebra el alba clara el resplandor del césped, y cerca, en los arbustos, coros primaverales entonan su alborozo.

ATISBOS DE INMORTALIDAD EN LOS RECUERDOS DE LA PRIMERA

INFANCIA Hubo un tiempo en que prados, bosquecillos y arroyos, la tierra y sus visiones cotidianas, todo me parecía con luz celeste ornado, con el frescor y gloria de los sueños. Pero como fue antaño no es ya ahora, y dondequiera vuelvo la mirada, en la noche o el día, no me aparecen ya las cosas de otros tiempos. Surge y se apaga el iris y está linda la rosa; la luna, con delicia contempla en derredor, por el cielo sin nubes; aguas, en noche de luceros, son hermosas y dulces; es glorioso nacer el sol que se levanta: mas dondequiera vaya, bien advierto que un esplendor ya se apagó en el mundo. Ahora, mientras cantan las aves dulcemente y saltan corderillos como a son de tambor, sólo hasta mi llegaba un pensamiento triste: pero en sazón lo dije y me he aliviado y soy fuerte otra vez. Cascadas en la sima, sus trompetas tocan: no turbará mi pena al tiempo claro. Oigo los ecos juntos, en los montes, y los vientos me llegan de bancales de sueño y está alegre la tierra. Tierra y mar

se dan al alborozo: con el latir de mayo, ya toda bestezuela retoza, en su vagar. ¡Oh tú, mocillo alegre! Chilla en torno, y tus gritos oiga, zagal feliz. Nuestro nacer es sólo un sueño y un olvido: el alma, al despuntar, estrella de la vida, en otra parte tuvo ya su ocaso y de muy lejos llega; no en un entero olvido ni del todo desnudos, sino arrastrando nubes de gloria, nos venimos de Dios, que es nuestro hogar. El cielo nos circunda en nuestra infancia; las sombras de la cárcel se le acercan, en cuanto crece el niño, pero la luz ve aún y su nacer, pues brilla en su alborozo. El mozo, más lejano de Oriente cada día, es sacerdote aún de la Naturaleza, y la visión magnífica sus sendas acompaña; el hombre, al fin, advierte que se apaga y el día cotidiano la absorbe entre su luz. ¡Oh alborozo, pensar que en nuestras brasas hay algo que perdura, y que recuerda la Naturaleza lo que era tan fugaz! Rememorar mis días de antaño me sugiere perpetuas bendiciones; y no aquello más digno de alabanza: delicia y libertad y el credo simple de la niñez, en calma o dada a sus tareas, con reciente esperanza volándole en el pecho:

no por ello levanto el canto de alabanza y gratitud, sino por las preguntas obstinadas del sentido y las cosas exteriores, lo que se nos desprende y desvanece; brumas e incertidumbres de quien anda por mundos irreales, altos instintos, que nuestra mortal esencia temblar hicieron, como en culpa sorprendida; sino por las primeras afecciones y borrosos recuerdos, que, sean lo que fueren, son aún manantial de luz de nuestro día son aún luz maestra de todo nuestro ver y levantan y amparan, haciendo que parezcan los bulliciosos años momentos en el ser del eterno silencio, verdades que despiertan para no morir más; que ni la indiferencia, ni los empeños locos, ni el hombre, ni el muchacho, ni aquello que es hostil a la alegría, podría enteramente borrar ni destruir. Por eso, en la estación del tiempo claro, aunque muy tierra adentro nos hallemos, nuestras almas columbran aquel mar inmortal que aquí nos trajo un día, y en un instante vuelven a surcarlo, y a los niños divisan, que juegan en su playa y oyen las fuertes aguas, meciéndose sin fin. ¡Alzad, pájaros, pues el canto alborozado! ¡Que jueguen corderillos como a son de tambor! Iremos en espíritu con vuestro gran cortejo, con los del juego y la zampoña, con los que sienten en su corazón

la alegría de mayo Pues, aunque el esplendor, tan encendido antaño, se quite para siempre de mi vista, aunque nada pudiera devolverme las horas de luces en la hierba y de gloria en la flor, no habré de entristecerme, y hallaría fuerzas en lo que aun queda: en aquella primera simpatía, que, habiendo sido, durará ya siempre; en aquellos pensares tranquilos, que brotaron de las humanas cuitas; en la fe que traspasa las lindes de la muerte; en los años, que traen la mente reflexiva. Y vosotros, ¡oh fuentes, prados, colinas, bosques, no dejéis que se aparten amores de otros días! Pero siento en lo hondo del alma vuestra fuerza. Abandoné tan sólo una delicia para vivir en vuestro dominio habitual. Me gustan los arroyos que tiemblan en sus cauces, aun más que cuando yo brincaba como ellos; el inocente brillo del día, cuando nace, tiene aún sus hechizos; las nubes que se ciernen en torno al sol poniente reciben un color severo de aquel ojo que contempló nuestra mortalidad. Corrióse otra carrera; ganaron se otras palmas. Gracias al corazón que nos da vida, gracias a sus ternuras, alegrías y miedos, la flor más apagada, al abrirse, me brinda pensares demasiado hondos para las lágrimas.

SAMUEL TAYLOR COLERIDGE 1772-1834

HIELO A MEDIANOCHE ...Dulces te sean, pues, las estaciones: ya se vista la tierra con verdor del estío, ya cante el petirrojo, entre borlas de nieve, en la desnuda rama de un manzano musgoso, mientras humea un techo, deshelándose al sol; ya aleros goteantes oigas sólo, al callar las ráfagas del viento, o, con secreto laborar, el hielo de carámbanos mudos los adorne, inmóviles brillando a la apacible luna.

EL RUISEÑOR ...Y un bosque yo me sé, vasto, muy cerca de un castillo enorme, que su señor no habita. Y en el bosque los zarzales indómitos se enlazan

y quiebran los senderos, y la hierba apretada y los botones de oro cubren las avenidas. Mas nunca supe de un lugar tan lleno de ruiseñores. Cerca o a lo lejos, en árbol o zarzal, por todo el bosque, se contestan e incitan en su canto, con la pugna de trinos caprichosos, murmullos musicales y rápidos gorjeos y un leve silbo de mayor dulzura... Tanto llenan el aire de armonía, que, cerrando los ojos, olvidarías casi que no era día. En los arbustos plateados de luna, que abren leves hojuelas con relente, tal vez los vieras sobre ramas finas, sus ojos muy brillantes y redondos centelleando, mientras un gusano de luz ya su antorcha de amor alza en la sombra...

EL RECUERDO ...El heno removido y los primeros frutos, el heno removido y las mieses de un campo dicen: se fue el estío. La digital, muy alta, esparce campanillas de púrpura en el viento, o cuando se remonta, rozándola, una alondra o se posa un pinzón en su tallo. El rosal (en vano predilecto de amores complacidos) yérguese al modo de una belleza de otros tiempos, con las espinas, pero se fueron ya las rosas. Ni logro hallar, en mi paseo solitario, junto a fuentes o arroyos o en húmedo camino, la flor azul que brilla, mirando, en la ribera y es gema de esperanza: el dulce nomeolvides. Mas no han de marchitarse las flores que Emelina, con dedos delicados, en la nevada seda

trazó (bien sabe ella que son mis predilectas), más querido aún, su cabello de ámbar.

LA PINTURA O LA DECISIÓN DEL ENAMORADO

Entre juncias y espinas, maleza enmarañada, camino a duras penas; me encaramo o desciendo por las peñas desnudas o musgosas, hollando con loco pie las bayas de púrpura, y, a veces, invisible apresúrase, entre las hojas mustias, con un leve rumor, la culebra. Y avanzo sin saber hacia dónde. Un alborozo nuevo, dulce como la luz, pronto como una brisa de estío y jubiloso como el primer nacido de abril, me llama, lejos, o en pos de mí se viene, mi camarada y guía. Mitigase mi ardiente querer, y ya soy libre. Con roja y cenicienta corteza, los abetos y el roble desmedrado, de esa maraña loca de helechos y arbustos emergen, y entrelazan su techo melancólico, muy alto, que murmura como una mar lejana. Pudo aquí refugiarse el Dolor, la Prudencia o el desechado amante que, con el alma enferma y harto del corazón humano y de sus cuitas, rinde culto al espíritu de la inconsciente vida en árboles y flores silvestres. ¡Dulce loco! Pudo aquí no perder del todo su existencia, ya que no ser quería: mas lograría un ser que no conoce, en el viento o las aguas o las peñas desnudas. Mas no llegue hasta aquí tu contagio, ¡ oh, cuitado! No hay bellos senderillos de mirto, y esas frondas

al Amor nunca vieron. Pues si, con pesadumbre, hasta aquí se perdiera, los troncos lastimaran su delicado pie, zarzarrosas y espinos despeinaran sus plumas. Como un pájaro herido, presa fácil le hicierais, ¡ oh ninfas, oh modestas oréades y dríadas, que vais con el crepúsculo! Y las brisas terrestres, que hacéis, muy de mañana, temblar en mallas tenues las gotas de rocío y vosotros, los aires sin alas, deslizándoos entre rígidos tallos del brezo y la mordida aliaga, a cuya sombra escasa, en el estío, dejó la oveja madre la forma de su lecho — los que ahora su lana refrescáis con relente y susurráis, cansados, al cordero que nutre. ¡Oh, elfos, dadle caza! ¡Idle en pos, enanitos! Con espinas más finas que sus dardos, burlaos de ese divino infante, logrando que a la fuerza se deslice entre zarzas y dé contra un erizo. ¡ Llegó mi hora triunfal! Ya puedo, como un loco bufón, juguetear con dulces fantasías y, libre, con mi risa vencer otras peores locuras. Mi descanso tendré junto al añoso roble hueco, vestido de hierbas, y que enlaza la yedra con sus mallas: aquí tendré mi lecho. A la vera del río, en la callada sombra, seguro y apartado de toda huella humana, como un mundo invisible; sin ser visto ni oído, sólo escuchando el claro arroyo que murmura muy levemente, mas con dulce tintineo, o las abejas del vecino tronco, labrando sus panales. La brisa que me llega nunca de Amor fue cómplice, nunca levantaría leves rizos de alguna frente clara, mostrando las venas delicadas y azules, y jamás hizo locuras. Nunca a medias descubría

seno como nieve, venenos esparciendo para el ojo de algún doncel, adolecido de amor, que ya no puede ver un soto de álamos temblando al sol, sin que su feble espíritu en el aire se pierda. ¡Dulce brisa! Tú sola, si acierto a adivinarlo, al petirrojo mueves las plumas de su pecho, de su menudo pecho, que crece con los trinos, al cantar sobre mí en el fresno del monte. ¡Tampoco tú, regato desierto! Ni un remanso tuyo, aunque transparente como lago en estío, reflejó su atavío pomposo de doncella, ni el rostro, ni la forma divina o la mirada modesta y concentrada. ¡ Mira! Su mano abierta oprime la mejilla y la frente. Su brazo descansa en la desnuda rama de un árbol viejo, que a su espejo se inclina. Y quien, hace un instante, se ocultaba a su rostro o la miró furtivo (pues el miedo es nodriza del verdadero amor), con la mirada fija y un ojo que no ofende, al ídolo acuático adora, con ensueños al alma deliciosos, pero fugaces, vanos, como aquel mundo fantasmal que mira, aunque no sin ser visto, pues ved cómo, jugando, aquel tirano dulce, ya con su mano izquierda arranca flores altas, que crecen a su espalda: mimbres, flor del cuclillo, floridas digitales, y de súbito, como quien juega con el tiempo, las esparce en el agua del remanso. El hechizo se quiebra entonces; todo aquel mundo de sueño se desvanece, y fórmanse mil círculos menudos, que entre sí se destruyen. Pero espera un instante, pobre doncel, que apenas osaste alzar la vista. Pronto el agua tendrá de nuevo su tersura y pronto volverá la visión. ¡ Ah, te quedas!

Y pronto los fragmentos vagos de dulces formas vuelven temblando, se unen y otra vez el remanso se convierte en espejo; y ves allí, invertida, cada silvestre flor de la orilla y el árbol de desnudas raíces. Pero ¿dónde, dónde el brazo de nieve que se apoyó en su rama desnuda? No está ella, si el doncel vuelve el rostro. Hacia el hogar huía por laberintos verdes, ¡ay, cuitado doncel!, que en vano seguirías. Vuelve día tras día, tu primavera pierde en loco amor, mirando, vacío, el arroyuelo, hasta que tus pensares te turben y contemples su sombra reflejada todavía, náyade del espejo.

Pero no a ti, selvático

y desierto arroyuelo, pertenece esa historia: fosco, umbrío eres tú; muy densos, los abetos se yerguen en tus márgenes, sobre tus aguas crecen y te entristecen, como un pozo de caverna: salvo cuando su nido el martín pescador cuelga en tu abrupta orilla, de amor tú nunca sabes. Sea aquí mi elegido refugio. Emancipado de pasiones y ensueños, hombre ya libre y solo, me alzo para seguir su incierto curso. Guíame a más profundas sombras y a umbrías más desiertas. Mira, por el dosel de abetos deslizándose, cómo salpica el sol esa musgosa peña, isla en medio del río, cuyas aguas divídanse, con ira en su rumor, y ¡qué pronto se unen! Contemplo su mezclarse, perdidas y encontradas entre sí; y, mira, aún, sin lugar, como espíritu, una dulce agua-sol que en las ondas palpita, a la vez ojo y alma. Y esa su vecindad de nubes transparentes, que de olvidadas lágrimas son vestigios y sombras,

umbría coronada de luz. Tal es la hora del gozar hondo, tras breves pugnas de amor. ¡Oíd! Cerca de aquí resuena una cascada. Hacia la luz camino y, de pronto, me ampara un abedul llorón (el más hermoso árbol, como una noble Señora de los Bosques), al borde de una peña, vestida con hierbajos y que la catarata domina. ¡ Cómo estalla el paisaje a mi vista! Dos curvadas colinas se enlazan y así forman un valle circular, que cerrado parece, con su arroyo y su puente y alquerías menudas y grises, medio ocultas por peñas y frutales. A mis pies, los arándanos se cubren con las gotas que lanza hacia lo alto la cascada, en su furia. ¡Cuán solemne la masa de la colgante yedra a su hálito oscila! Todo el aire está en calma. El humo de las granjas, dorado por la luz, levanta sus columnas. Sólo en esa casita, a la vera del agua, se inclina un poco el humo a su brisa incesante. Mas, ¿qué veo en un árbol? Alguien pintó la casa, con el humo que tiembla y, junto a su portal, un niñito dormido, con la dulce cabeza reclinada en un perro, también dormido, un brazo entre sus patas y, lacias, en la otra mano, unas flores silvestres, ramito sin atar, de tallos desiguales. ¡Oh, singular pintura, con prisa de maestro trazada en la corteza plateada y rosada que arrancó al abedul! ¡ Oh, divina doncella! ¡Su tela fue corteza y esas bayas de púrpura su lápiz! Mira: el jugo apenas está seco en la piel fina. Estuvo hace muy poco aquí, y, ¡oh, maravilla!, el brezo aquel era su lecho, que aun conserva su forma. ¡Oh, yacija bendita! Que por ello madrugue tu florecer, y el sol,

en su ocaso, repose y se detenga mucho en tus rojas campánulas. ¡Oh, Isabel! ¡Tú, nacida de un genio y la más noble doncella de esos montes! Más bella que, en los tiempos en que Alceo la quería, la doncella de Lesbia, de canción inmortal. ¡ Oh, nacida del genio! ¡ Solemne, delicada, amorosa con todos, pero no para mí, si bien tampoco deja de serme amable! Dime: ¿por qué lates así, mi corazón? Se oculta entre arbustos la senda que conduce a la casa de su padre. ¡Va sola! Se acerca ya la noche, que borra los caminos, y prudente será que devuelva ese esbozo, olvidado sin duda. ¿Por qué desearía conservar la reliquia? Con ello alimentara en vano la pasión en que ardo. ¡De prisa! Ya tengo entre mis dedos la olvidada pintura. Ella nada dirá porque seguí sus pasos y podré ser su guía en el inmenso bosque.

VERSOS COMPUESTOS EN UNA SALA DE CONCIERTOS

¡Oh! Dadme, libre ya de esta escena sin alma, escuchar a aquel músico viejo, ciego y canoso, a quien, desde los brazos del ama, besé un día: sus aires escoceses y sus bélicas marchas, a la luz de la luna, en perfumada noche de estío, mientras danzo junto al heno esparcido, con chicas que sonríen entre un brillo de bucles. O, si el ocaso pone su púrpura en remansos del lago en calma, terso, dejadme que me esconda, sin ser visto ni oído, tras los alisos. Flota, atada a sus raíces una lancha de pesca,

y en su asiento atildado descansa Edmundo y deja que le mezca la lancha perezosa, y arranca a su flauta una música tan ardiente y tan triste, que unas lágrimas dulces en el rostro le tiemblan. Y si corre, Ana mía, el viento de la noche y la ráfaga hiciese crujir el cobertizo y chillar agriamente al gallo, entre la lluvia, ¡qué bueno oírte alguna balada triste, triste, de un náufrago perdido, que flota en la tormenta y a quien, bajo la arena, su viejo amor sepulta! Oírte, ¡oh, delicada mujer!, pues tu voz guarda todas las melodías y goces melancólicos de la Naturaleza: de pájaros y de árboles, del quejumbroso mar en las cavernas verdes, y música y murmullo de donde tiembla, rígida, al súbito airecillo, la hierba en los brezales.

POEMA DEL VIEJO MARINO

PARTE 1 Es un viejo Marino. Pasaban tres donceles y a uno le ha parado. «¡Voto a tu barba gris y a tu ojo chispeante! ¿Por qué me paras? ¡Dime! De par en par abrieron ya la casa del novio y entre sus allegados más próximos me cuento. Están los invitados y el festín se dispuso: bien oyes desde aquí la algarabía». Pero el viejo le aferra con sarmentosa mano. «Era una nave...» dice.

«¡Anda, suéltame ya, truhán barbudo! Y en seguida le suelta. Mas el ojo chispeante le para todavía: se queda silencioso el Invitado, y al modo de un niñito de tres años escucha: así lo que quería obtuvo el Marinero. Sentóse en una piedra el Invitado y dejar de escucharle no podía: y así habló aquel anciano, el viejo Marinero de los ojos ardientes: «Aclamaron al barco, quedóse el puerto solo; alegremente fuimos debajo de la iglesia, debajo de la loma y la cumbre del faro. Hacia la izquierda salió el sol entonces: del mismo mar surgía. Y brilló con luz viva y luego, hacia la diestra, en el mar volvió a hundirse. Cada día más alto, hasta que, un mediodía, por encima del mástil... » El pecho se golpea el Invitado, pues la voz grave del fagot escucha. Ya en el salón entró la novia, como rosa encarnada; la preceden, marcando con la cabeza el ritmo, los músicos alegres. El pecho se golpea el Invitado, mas dejar de escucharle no podría. Y así habló aquel anciano, el viejo Marinero de los ojos ardientes:

He aquí que estalló la borrasca, poderosa, tiránica: nos batió con sus alas enormes y en las rutas del Sur nos perseguía. Inclinados los mástiles, muy hundida la proa, como quien, perseguido por golpes y alaridos, pisa, mudo, la sombra del enemigo y tiene la cabeza inclinada, de prisa iba la nave, rugía la tormenta, y rumbo al Sur volamos. Y llegaron a un tiempo las brumas y la nieve y un asombroso frío: y, a la altura del mástil, el hielo se venía, como esmeralda, verde. Y, en medio de las ráfagas, las nevadas pendientes enviaban su luz triste; allí ni formas de hombres ni de animales vimos: sólo el gran hielo en torno. El hielo cerca, el hielo en la distancia, el hielo nos ceñía: crujía y daba aúllos y gemía y bramaba como sones que oyera el que perdió el sentido. Al fin pasó un albatros: llegaba entre la niebla. Como si algún cristiano hubiera sido, con el nombre de Dios le saludamos. Comió un manjar que no probara nunca, voló en torno a la nave. Y el hielo se quebró con retumbar de trueno: el timonel en medio nos guiaba.

Un buen viento del Sur soplaba por la popa. El albatros seguía: y cada día, en busca de comida o de juegos, acudía al llamarle el Marino. Entre nubes o nieblas, en el mástil o sobre los obenques, estuvo nueve noches; y entre blancuras de la humosa niebla brillaba la luz blanca de la luna. «¡Que te proteja Dios, viejo marino, contra esos diablos que te acechan y siguen! Pero, ¿por qué me miras así?» Con mi ballesta di muerte a aquel albatros.

PARTE II Hacia la diestra salió el sol entonces, del mismo mar surgía, aun oculto en la niebla; y hacia la izquierda, luego, el mar lo sepultaba. Y el buen viento del Sur aun soplaba en la popa, mas ningún dulce pájaro seguía: para comer o para jugar, no vino nunca, al llamarle el Marino. Una pérfida acción yo había cometido y labraría su desgracia: aseveraban todos que yo di muerte al pájaro que hizo soplar la brisa. «¡Desgraciado! —decían—. ¡Quitar la vida al pájaro que hizo soplar la brisa!

salió el sol radiante: y clamaron entonces que había muerto al pájaro que nos trajo las nieblas y la bruma. “Bien está que den muerte —decían— a esos pájaros que nos traen las nieblas y la bruma. “ Sopló la brisa leve, voló la blanca espuma, siguió, libre, la estela: éramos los primeros que penetraran nunca en aquel mar callado. Pero cesó la brisa y cayeron las velas: no habrá cosa más triste. Y hablamos solamente por romper el silencio de aquella mar en calma. En cielo cálido y cobrizo, a mediodía, el sol sangriento se alzaba sobre el mástil, no mayor que la luna. Día tras día, siempre, siempre, estuvimos inmóviles, sin un soplo siquiera: en calma como una pintada nave en un pintado océano. Agua, el agua por todas partes; y las tablas crujían. Agua, el agua por todas partes: para beber, ni un sorbo. ¡Oh, Cristo! El mismo fondo del mar se corrompía. ¡ Quién lo creyera nunca! Si: unos seres de limo, con patas, se arrastraban por aquel mar fangoso.

En torno, a corros y en desorden, por la noche danzaban los fuegos de la muerte; el agua, como aceites de hechicera, ardía, verde, azul y blanco. Y a algunos, en los sueños, les era revelado el Espíritu que así nos castigaba: a nueve brazas íbanos siguiendo, desde el país de la nieve y la bruma. Y las lenguas aquella sed terrible secaba en sus raíces: hablar ya no podíamos, como si sofocara el hollín nuestras voces. ¡Ah! ¡Día aciago! ¡Qué sañudas miradas recibí, . de jóvenes y viejos! En vez de cruz, aquel albatros del cuello me colgaron.

PARTE III Pasó un tiempo angustioso. Estaban secas las gargantas y vidriosos los ojos. ¡Oh!. ¡Qué angustioso tiempo, qué angustioso! ¡ Qué vidriosos los ojos fatigados! Miré, de pronto, hacia poniente, y algo advertí en el cielo, en lontananza. Parecía, primero, una mancha menuda y, luego, una neblina; avanzaba, avanzaba, y al fin, hubiera dicho que cobraba ya forma. ¡Una mancha, una niebla, una forma!- pensaba;

y cada vez más cerca, como huyendo de algún espíritu marino, viraba, sumergíase, daba súbitas vueltas. Con las gargantas secas y labio negro, ardiente, ni reír ni exhalar una queja podíamos: aquella sed terrible nos mantenía mudos. Mordí mi brazo, pues, bebí mi propia sangre y grité: «¡Una vela! ¡Una vela!» Con las gargantas secas y labio negro, ardiente, boquiabiertos oyeron mi grito. ¡Oh, San Telmo! ¡Qué muecas de alegría! Y todos el aliento recobraron, como si ya bebiesen. «¡Mirad! ¡Mirad! (grité) ¡No ha mudado su rumbo. Se acerca aquí, a salvarnos; sin leve brisa ni reflujo, se viene en derechura, con quilla levantada. » A poniente, las olas eran fuego. Ya muy poco faltaba para apagarse el día. Casi sobre las olas de poniente, hundíase ya el sol, enorme y encendido, cuando la extraña forma navegó, de improviso, entre el sol y nosotros. Y viéronse en el sol unas barras oscuras (¡que la Virgen nos valga!), como si tras la reja de una prisión mirase, con faz ancha y ardiente. ¡Ay! (pensé, y me latía fuertemente el corazón) ¡qué rápida se acerca! ¿Serán sus velas eso que centellea al sol cual telaraña inquieta?

¿Se asoma el sol, tal vez, por entre sus costillas, como tras una reja? ¿Y será esa mujer su solo tripulante? ¿ Es aquélla la Muerte, o serán dos, acaso? ¿Es de aquella mujer compañera la Muerte? Sus labios eran rojos, su mirar insolente, como el oro sus bucles amarillos, y su piel, como lepra, era blanca. Era Vida-en-la-Muerte, aquel sueño terrible que la sangre del hombre vuelve espesa y helada. Muy cerca nos pasó el desnudo casco y a los dados jugaban las mujeres. «¡Acabó el juego ya; y es mía la partida!» dijo una, y silbó por tres veces. Se hundió el sol; las estrellas salieron con gran prisa; dando un paso, se vino la noche; con rumor que de lejos se oía, por el mar huyó la barca-espectro. Escuchamos, miramos hacia arriba y en torno. Y como en una copa, bebió en mi corazón el miedo, vida y sangre, sorbo a sorbo. Eran vagos los astros, muy oscura la noche. La faz del timonel resplandecía, lívida, junto a su luz; rocío goteaban las velas, hasta que vi el creciente de la luna, a estribor, con un lucero ardiente en su punta más baja. Uno tras otro, bajo la luna, con su estrella única, demasiado pronto para quejarse o suspirar, volviéronse hacia mí con terrible dolor y me maldijo su mirada.

Doscientos hombres vivos (y no oí ni un suspiro, ni una queja), con fuerte batacazo, así un inerte leño, cayeron, uno a uno. Les huyeron del cuerpo las almas, a la paz o al tormento. Todas aquellas almas pasaron junto a mi como el zumbar de mi ballesta.

PARTE TV «¡Me das miedo, viejo Marino! ¡Me da miedo tu mano descarnada! Pues eres alto y flaco y atezado como los arenales, cruzados de grietas. Me dan miedo tus ojos encendidos, tu mano enjuta y parda.» «Invitado a la boda, no temas, que como los demás no se cayó mi cuerpo. Estuve solo, solo, solo, muy solo en el mar ancho, y ningún santo se compadeció de mi angustia de muerte. ¡Tantos hombres había! ¡Qué apuestos eran todos! Y allí, muertos, yacían: pero miles y miles de los seres del fango vivían todavía, y yo con ellos. Miré el mar corrompido, y aparté la mirada;

miré hacia la cubierta carcomida, y allí estaban los muertos. Miré después al cielo y rezar quise, mas antes que a mis labios subiera una plegaria, oí un murmullo impío y el corazón dejóme más seco que ceniza. Buen rato estuve entonces con los ojos cerrados y latir los sentía como un pulso: pues el cielo y el mar y el mar y el cielo oprimían mis ojos cansados, como un peso, y aquellos muertos a mis pies yacían. Transpiraba el sudor helado de sus cuerpos, mas sin pudrirse ni exhalar hedores: y la mirada que me dieron no se borraba nunca. La maldición de un huérfano al infierno arrastrara un encumbrado espíritu; pero, ¡ ay!, más terrible todavía la maldición en el mirar de un muerto. Tal maldición yo vi siete días y siete noches, mas sin morirme. Llegó la errante luna a lo alto del cielo, sin detenerse nunca: suavemente subía, con una o dos estrellas. Sus rayos retozaban en el mar bochornoso, como escarcha de abril esparcidos; pero donde posaba el barco su gran sombra, las aguas hechizadas siempre ardían, rojas, con un color inmóvil y terrible.

Allá, donde la sombra del barco no alcanzaba, contemplé a las serpientes marinas: movíanse en estelas de un blanco reluciente, y, al alzarse, su luz encantada caía en blancos copos. En la sombra del barco contemplé sus preciosos atavíos: azul, verde brillante y negro terciopelo; se encogían, nadaban; cada estela era un relumbre de fuego dorado. ¡Oh seres venturosos! No habrá lengua que su belleza diga. Brotó en mi corazón una fuente de amores y, sin querer, las bendije: mi Patrón, bondadoso, de mí compadecióse, sin duda, y las bendije. Y pude ya rezar en aquel mismo instante; y de mi cuello, libre, deslizóse el albatros, para hundirse en el mar, como plomo.

PARTE V ¡Oh sueño, dulce cosa, de polo a polo amada! ¡Loada seas siempre, María, Virgen Reina! Derramó desde el cielo el sueño dulce y en él bañó mi alma. Los inútiles cubos que había en la cubierta, sin agua tanto tiempo,

soñé que con rocío se llenaban: y al despertar, llovía. Sentí el agua en mis labios y el frío en la garganta, mojada hallé mi ropa: bebí, sin duda, en sueños, y aun mi cuerpo bebía. No notaba mis miembros al moverme, tan leve me sentía — casi llegué a creer que, muerto al tiempo que dormía, era ya un alma bienaventurada. Y entonces oí un viento poderoso: nada cerca soplaba, mas su fragor agitaba las velas, tan secas y delgadas. En lo alto del aire estallaba la vida. Cien banderas de fuego, radiantes, aquí y allá corrían. Y aquí y allá, cerca, a lo lejos, desvaídas, bailaban las estrellas. Y al acercarse el viento, su fragor aumentaba y un suspiro exhalaron las velas, como juncias; y llovió de una nube sola y negra: cerca, estaba la luna. Hendióse aquella nube densa y negra, mas se veía aún junto a ella la luna: como aguas lanzadas por un despeñadero, caían los relámpagos, sin una sola curva, río pendiente y ancho. El recio viento no alcanzó a la nave,

y, con todo, avanzaba. A la luz de los rayos y la luna, se quejaron los muertos. Gimieron, se agitaron, se levantaron todos, . mas sin decir palabra, con la mirada fija: aun en medio de un sueño hubiera sido extraño ver levantarse aquellos muertos. Guiaba el timonel y avanzaba el navío, mas ni una brisa soplaba: y vi que de las cuerdas tiraban los marinos, cada cual en su puesto; movían brazos, piernas, al modo de herramientas sin vida: éramos una tripulación de espanto. Estaba el hijo de mi hermano junto a mí, y su rodilla daba con mi rodilla: el muerto y yo agarramos la misma sega, pero no me dijo palabra. «¡Viejo Marino, me das miedo!» «¡Oh Invitado a la boda, calma, calma! No fueron esas almas que con dolor huyeron las que volvieron a sus cuerpos, sino un tropel de espíritus ya bienaventurados.. Pues al rayar el día, dando paz a sus brazos, junto al palo mayor se reunieron; poco a poco exhalaron sus labios dulces sones y huyeron de sus cuerpos los espíritus. Volaba en tomo, en torno cada dulce sonido y camino del sol se lanzaba; los sonidos volvían, poco a poco, uno a uno o mezclados.

A veces, de los aires descendiendo, oí cantar a la alondra; otras veces, a todos los pájaros del cielo: ¡ oh, cómo parecía llenar el mar y el aire su dulce algarabía! Ya semejaban cien instrumentos, o sólo una flauta se oía; ya era el canto de un ángel y enmudecía el cielo. Cesó; pero las velas hasta mediodía exhalaron su rumor placentero, con el murmullo de un arroyo oculto en el junio frondoso, que a los dormidos bosques toda la noche arrulla con un canto apacible. Así, hasta mediodía seguimos navegando en paz, mas no soplaba ningún viento: suave, lentamente, avanzaba el navío, movido por debajo de las aguas. Debajo de la quilla, a nueve brazas, desde el país de la bruma y la nieve se deslizó el Espíritu: y él era quien la nave impelía. Y cesó a mediodía el cantar de las velas y la nave también se quedó inmóvil. El sol, posado encima del mástil, la detuvo en medio del océano: pero se agitó pronto, con moverse angustioso — cedía o avanzaba por un espacio, a medias de su largor, con moverse angustioso.

Luego, como corcel que se encabrita, un salto dio, de pronto: sentí que se agolpaba la sangre en mi cabeza, y caí desmayado. No diré cuánto tiempo estuve sin sentido; mas antes que la vida a mí volviese, discernió claramente mi alma en el aire dos veces. «¿Es él?», una decía. «¿Es ése el hombre? ¡Que el Salvador me valga! Con su ballesta cruel abatió para siempre al inocente albatros. El solitario Espíritu, que habita en el país de la bruma y la nieve, al pájaro quería, al que dio muerte con su ballesta el hombre a quien amaba». La otra voz era más dulce, tan dulce como el néctar, y dijo: «Penitencia ha hecho ya ese hombre, y hará más todavía».

PARTE VI

Primera voz «Mas dime, dime, habla de nuevo, toma otra vez el hilo de tu respuesta dulce: ¿Qué impele, tan veloz, a ese navío? Y ¿qué hace el océano?»

Segunda Voz «Inmóvil como esclavo ante su dueño, el mar no tiene ráfagas; su gran ojo brillante, en el mayor silencio, se ha fijado en la luna, buscando el derrotero: pues, en calma o sañudo, ella es siempre su guía. Hermano: ¡mira, mira con qué bondad la luna baja al mar su mirada! »

Primera voz «Pero ¿qué impele, tan veloz, al barco, sin olas y sin brisa?»

Segunda voz «Ante él falló el aire y por detrás se cierra. Vuela, hermano; en lo alto cierne el vuelo, o llegaremos tarde: pues esa nave irá cada vez más despacio, cuando cese el desmayo del marino». Desperté, y navegábamos como en bonanza. Era ya noche, una noche tranquila, y alta estaba la luna y agrupados los muertos. Juntos en la cubierta estaban todos, y mejor para ellos la tumba hubiera sido.

Todos en mí fijaban sus ojos como piedra, destellando a la luna. La pena y maldición con que murieron duraba todavía: y no pude apartar mis ojos de los suyos, ni rezar, levantándolos. Pero cesó el hechizo y ya de nuevo vi el océano verde, y miré hacia lo lejos, mas poco descubrí de las cosas ya vistas— como quien, por sendero solitario, camina, temeroso, y, habiendo vuelto la cabeza, sigue sin volverla ya nunca, pues sabe que un terrible demonio, muy de cerca, sus huellas va pisando. Pero hasta mí llegó pronto una brisa, sin ningún movimiento ni murmullo: su senda sobre el mar no se marcaba con rizos ni con sombras. Agitóme el cabello, me abanicó el semblante, como viento que en mayo por las praderas corre; venía extrañamente mezclado con mi miedo, mas parecía alegre bienvenida. Veloz, veloz iba la nave, pero se deslizaba suavemente: soplaba dulce, dulce aquella brisa; sólo hasta mí llegaba. ¡Oh ensueño jubiloso! ¿Estoy ya viendo

la torre de mi faro? ¿Es esa la colina, esa la iglesia, y mi tierra ya miro? Y cruzamos la entrada del puerto y recé entre sollozos: «¡Ah! ¡Despierte, Dios mío, o duerma para siempre!» La bahía cual vidrio era clara; ¡qué mansa se extendía! Y brillaba la luna en la bahía entre sombras de luna. La peña destellaba, y no menos la iglesia que en ella se levanta: el claro de la luna bañaba, en el silencio, a la veleta inmóvil de la torre. Y estaba la bahía blanca de luz callada, pero de ella surgieron formas innumerables, que eran sombras, de carmesí vestidas. No lejos de la proa se hallaban esas sombras encarnadas: volví los ojos hacia la cubierta. ¡Oh Cristo! ¡Qué veía! Cada muerto yacía, inerte y estirado, y, junto a él, el santo crucifijo. Y un ser de luz, un ángel-hombre se alzaba en cada cuerpo. Esa bandada de ángeles las manos agitaba: ¡oh, qué visión de cielo!

Se alzaban como signos que la tierra veía, cada cual con su luz delicada. Esa bandada de ángeles las manos agitaba, pero nada dijeron: no hablaron, mas llegaba su silencio a mi alma como una melodía. Pero pronto escuché el batir de unos remos y el grito del piloto; volví, como a la fuerza, la cabeza, y vi, cerca, una lancha. Oí al Piloto y a su hijo que llegaban, veloces. Era, ¡Dios mío!, una alegría que no podían malograr los muertos. Y vi a un tercero aún—su voz oía: ¡ es el buen ermitaño! Canta con recia voz devotos himnos que compuso en el bosque. Oirá mi confesión y lavará mi alma, que mancilló la sangre del albatros.

PARTE VII Ese buen ermitaño habita en aquel bosque que hasta las olas llega. ¡ Cómo levanta su voz dulce! Le gusta hablar con los marinos que llegan de las tierras apartadas. Mañana y mediodía y tarde se arrodilla; tiene blanda almohada:

es el musgo que oculta enteramente al corrompido leño de roble, tan añoso. Se acercaba el esquife, les oí conversar. «¡Es extraño, a fe mía! ¿Dónde están esas luces innúmeras y hermosas que nos hicieron signo hace un momento?» «Es raro de verdad», el ermitaño dijo. «Y a nuestro grito nada contestaron. Parecen deformadas las planchas, y las velas ¡oh, mira, qué delgadas están, que consumidas! Nada vi a ellas parecido, como no sea, acaso, los pardos esqueletos de las hojas que flotan por el arroyo de mi bosque, cuando la nieve inclina con su peso a la yedra y el búho chilla al lobo que, debajo, devora a los cachorros de la loba.» «¡Dios mío! Tiene aspecto diabólico», el piloto repuso, «y me da miedo».—«¡Rema, rema!» dijo con voz alegre el ermitaño. Acercóse la lancha al navío, pero yo nada dije y me quedé muy quieto; acercóse la lancha, debajo del navío, y un gran rumor oyóse entonces. Bajo el agua roncaba, cada vez más potente y espantoso: llegó a la nave y quebró la bahía y hundióse el barco como plomo.

Dejóme sin sentido el terrible fragor que llenó el mar y el cielo: como quien anegado siete días estuvo, quedó a flote mi cuerpo; mas, como en los veloces ensueños, me encontré de pronto en el esquife del piloto. Por entre el torbellino en que se hundió la nave, la lancha daba vueltas; y todo estaba en calma, mas duraba en la loma el eco del estruendo. Abrí entonces los labios. Un grito dio el piloto y cayó sin sentido; pero el santo eremita alzó los ojos y quedóse rezando en su banquillo. Cuando empuñé los remos, el hijo del piloto, loco desde aquel día, rióse a carcajadas y aquí y allá los ojos inquietos dirigía. «¡Ja! ¡Ja!», exclamaba: «Claramente veo que es buen remero el diablo». Y en mi país entonces puse el pie, en tierra firme. Del esquife bajó el ermitaño y apenas en sus piernas podía sostenerse. «¡Confiésame, confiésame —grité—, varón piadoso!» Se santiguó el eremita. « ¡ Habla pronto! — exclamó—: Dime en seguida tu condición. ¿Quién eres?» Y el cuerpo mío retorcióse con tal dolor y angustia,

que me forzó a contarle mi suceso y luego, quedé libre. En hora incierta, desde entonces, me acomete de nuevo aquella angustia, y hasta que mi terrible historia he referido, el corazón me abrasa. Como la noche, voy de tierra en tierra: con fuerza singular me brotan las palabras. Por el rostro, en seguida conozco a quien ha de escucharme y le cuento mi historia. ¡Oh! ¡Qué bullicio sale de esa puerta! Están los invitados a la boda: pero ya en la glorieta la novia, con sus damas de honor, cantando, se recoge. ¡Y escucha la pequeña campana vespertina que a la oración me llama! ¡Oh Invitado a la boda! El alma mía estuvo muy sola en el mar ancho: tan sola, que Dios mismo parecía muy lejos. Más dulce que el festejo de la boda, ¡oh! tengo por más dulce llegarme hasta la iglesia, en buena compañía. Llegarme hasta la iglesia y rezar allí juntos, cuando todos se inclinan ante el Padre: los viejos y los niños y los amigos tiernos, las alegres doncellas y los mozos.

¡Adiós! ¡Adiós! Mas quiero, todavía, Invitado, decirte unas palabras: reza mejor quien mejor quiere al hombre y a los seres de la tierra y del aire. Reza mejor quien mejor quiere a las cosas pequeñas y a las grandes, pues el Dios bondadoso que en su amor nos cobija, lo crió y lo ama todo. El Marinero de ojos encendidos y de barba canosa se fue ya; el Invitado a la boda alejóse de la puerta del novio. Iba como aturdido y sin sentido casi: más triste y más prudente despertó al otro día.

INSCRIPCIÓN PARA UNA FUENTE QUE MANA EN UN BREZAL

¡Sicómoro, a menudo con música de abejas! Tales tiendas querían los Patriarcas. Cubran esas añosas ramas intactas largo tiempo la taza pequeñita y redonda, que ampara de las hojas caídas una piedra. Y envíe, tranquila como el hálito de un infante dormido, primavera esas aguas frías al caminante, con palpitar seguro y suave. Que no cese el cono de arenita en su mudo danzar, al fondo, como un paje de los Elfos, pues baila ahora, tan menudo y alegre como ellos,

sin turbar a la fuente en su tersura clara. Aquí hallarás frescor y crepúsculo y musgo, un blando asiento y una sombra profunda y vasta. Más árboles no busques: ni lejos los verías. Bebe, pues, peregrino, y descansa. Y si tienes muy limpio el corazón, también podrá tu espíritu refrigerarse, oyendo algún sonido dulce de las brisas o las abejas murmurantes.

GEORGE GORDON, LORD BYRON

1788-1824

LA GACELA SALVAJE La gacela salvaje en montes de Judea puede brincar aún, alborozada, puede abrevarse en esas aguas vivas que en la sagrada tierra brotan siempre; puede alzar el pie leve y con ardientes ojos mirar, en un transporte de indómita alegría. Pies ágiles también y ojos más encendidos aquí tuvo Judea en otros tiempos, y en el lugar del ya perdido gozo, más bellos habitantes hubo un día. Ondulan en el Líbano los cedros, mas se fueron las hijas de Judea, aun más majestuosas. Más bendita la palma de esos llanos que de Israel la dispersada estirpe, pues echa aquí raíces y se queda,

graciosa y solitaria: ya su suelo natal no deja nunca y no podrá vivir en otras tierras. Mas nosotros vagamos, agostados, para morir muy lejos: donde están las cenizas de los padres nunca descansarán nuestras cenizas; ya ni un solo sillar le queda a nuestro templo y en trono de Salem se ha sentado la Burla.

LA DESTRUCCIÓN DE SENAQUERIB Bajaron los asirios como al redil el lobo: brillaban, sus cohortes con el oro y la púrpura; sus lanzas fulguraban como en el mar luceros, como en tu onda azul, Galilea escondida. Tal las ramas del bosque en el estío verde, la hueste y sus banderas traspasó en el ocaso: tal las ramas del bosque cuando sopla el otoño, yacía marchitada la hueste, al otro día. Pues voló entre las ráfagas el Ángel de la Muerte y tocó con su aliento, pasando, al enemigo: los ojos del durmiente fríos, yertos, quedaron, palpitó el corazón, quedó inmóvil ya siempre. Y allí estaba el corcel, la nariz muy abierta, mas ya no respiraba con su aliento de orgullo: al jadear, su espuma quedó en el césped, blanca, fría como las gotas de las olas bravías. Y allí estaba el jinete, contorsionando y pálido,

con rocío en la frente y herrumbre en la armadura, y las tiendas calladas y solas las banderas, levantadas las lanzas y el clarín silencioso. Y las viudas de Asur con gran voz se lamentan y el templo de Baal ve quebrarse sus ídolos, y el poder del Gentil, que no abatió la espada, al mirarle el Señor se fundió como nieve.

LARA

CANTO PRIMERO

I Contentos vivían los siervos sobre los vastos dominios de Lara y casi olvidaban su feudal cadena. El señor a quien no habían olvidado, aunque difícilmente esperaban que volviese de su prolongado exilio, había sido restaurado en sus tierras. Veíanse alegres rostros en el atrafagado palacio. Jarros cubrían las mesas y banderas la pared. Sobre los pintados vitrales se reflejaban las llamas de las chimeneas que ofrecían hospitalidad. Alegres invitados se reunían junto a la chimenea, hablando en alta voz, con los ojos llenos de alegría.

II Había regresado el jefe del alfoz de Lara. ¿Por qué Lara había cruzado el agitado mar? Abandonado por su señor cuando era demasiado joven para conocer tal pérdida, fue dueño de sí mismo y heredó aquel legado de odios que ejerce tan temible imperio sobre el corazón humano y contribuye a privarle de su reposo. Nadie le refrenaba y pocos podían señalarle a tiempo los mil decaidazos senderos que conducen al crimen. Después, cuando requería que le dirigiesen más que nunca, hubo Lara en su mocedad de gobernar a los hombres. No tenía en ello ni suficiente raíz para seguir paso a paso en su juventud por laberintos propios de su carrera. Así su inquietud pudo recorrer muy corto camino, aunque sí bastante para dejarle medio destruido.

III Dejó Lara su patria siendo muy joven y desde que se despidió de ella agitando la mano, cada una de sus huellas debilitaban más los recuerdos de su camino hasta que dejó su memoria casi de funcionar. Que su padre había vuelto al polvo era lo que sus vasallos declaraban y sólo conocían que Lara no estaba allí. No le enviaron a llamar, ni él acudía hasta que creció la conjetura indiferente en muchos e inquieta en pocos de que su palacio no volvería a resonar con su nombre. Colgaba su retrato oscurecido en su descolorido marco. Otro jefe consoló a la esposa que le destinaban. El joven había olvidado y el viejo estaba muerto. Pero el impaciente heredero pensaba: «Es necesario que viva». Y suspiraba por los sables que no podía ostentar. Un centenar de blasones alineaban su sombría gracia en la última y mayor morada de la familia de Lara. Pero entre los que empezaban a pudrirse allí había uno ausente, y ahora era bien acogido en aquel edificio gótico.

IV Llegó al fin, de improviso y solo y, aunque muchos no le conocían, no necesitaban adivinar quién era. Al acogerle no se maravillaron de su llegada sino de que no hubiese retornado antes. Su séquito se componía sólo de un paje de aspecto extranjero y edad tierna. Habían transcurrido los años, que es cosa que tanto afecta a los que se quedan como a los que se van. La falta de noticias de otras latitudes habían dado un ala tremolante al fatigoso tiempo. Veían a Lara, le reconocían y no sabían si dudar del presente o considerar como un sueño el pasado. Vivía Lara y no había rebasado el principio o la flor de su virilidad. Maltratado por las tareas y un tanto afectado por el tiempo, sus faltas, cualesquiera que fuesen, no se habían olvidado, pero podían haberle enseñado mucho a través de sus diversos azares. Últimamente no se sabía nada malo ni bueno de él y su nombre podía mantener la fama de su herencia. Durante la juventud era altanero, pero sus pecados no rebasaban del deseo de complacer sus momentáneos caprichos. Y éstos, si no se habían empedernido en el curso de su vida, podían redimirse, sin necesidad de prolongadas penitencias.

v Veíase también que había cambiado. Fuese como fuera ya no era lo que había sido. Las arrugas de su frente se habían fijado al fin y, si hablaban de pasiones, era de pasiones pasadas. Se le notaba el orgullo, pero no el ardor de sus tempranos días. Era sereno en su talante y daba pobre importancia a las alabanzas. Altanero era su continente y sus ojos descubrían los pensamientos ajenos con una sola mirada. La sarcástica ligereza de su lengua, las punzadas de su corazón herido por el mundo, lo que con

aparente humor brotaba y preocupaba a aquellos que no sentían la herida de su aguijón, eran cosas que parecían pertenecerle. Y, bajo su apariencia, su mirada o sus acentos, revelaban que el común objetivo de ambición, el amor o la gloria pueden ser vencidos. Dentro de su pecho no parecían agitarse más aquellas pasiones, aunque se tenía la sensación de que sólo habían dejado de existir bacía muy poco tiempo. Un profundo sentimiento, muy difícil de localizar, animaba a veces su rostro lívido.

VI No le placía mucho que le preguntasen sobre el pasado, ni hablar de los vastos desiertos y portentosas soledades por donde había errado, solo, en lejanas tierras, desconocidas, al parecer, por todos. No le placía explicar las experiencias que tenía de sus semejantes, quizá porque entendía que sus conocimientos no merecían la pena demostrarlos a extraños. Si le interrogaban demasiado intensamente su frente se oscurecía y eran menos sus palabras.

VII No disgustados de volver a verle, sus hombres le recibieron con cálido afecto. Hombre de alto linaje y vinculado con los altos mandos, empezó a tratar con los magnates de su tierra. Uníase a las porfías de los grandes y veíales sonreír o suspirar pensando en las horas transcurridas. De todos modos, veía solamente, aunque no los compartiera, los placeres comunes o las preocupaciones generales. No seguía los intereses que buscan todos, con esperanza que, decepcionada, siempre se renueva. No buscaba honores ni grandes ganancias, ni preferencias de

las beldades, ni los rivales le causaban disgustos. Parecía que a su alrededor se extendiese un misterioso círculo que repeliese las aproximaciones y le señalase como siempre solitario. Había en sus ojos una expresión reprobatoria que, cuando menos, alejaba la frivolidad. Los tímidos le miraban en silencio o se intercambiaban en cuchicheos sus muchos temores. Y los más prudentes amigos casi no osaban confesar que le creían mejor de lo que su apariencia expresaba.

VIII Era extraño que en la juventud, siempre amante del placer, la acción y la vida activa; y habiendo buscado mujeres, el campo de batalla y el océano, con todo lo que podía ofrecer promesas de contento y peligros de tumba, se hubiese dedicado a todo ello y encontrado su recompensa en muchas alegrías o dolores. No buscaba la manida mediocridad, sino que la intensidad de su vida constituía una evasión de sus pensamientos. Las tempestades de su despectivo corazón habían contemplado con calma lo que elementos más débiles levantaran ante él. Los arrebatos de su corazón le habían hecho mirar a lo alto, llevándole a preguntarse si no existía una mayor morada allende el cielo. Esclavo de los excesos y encadenado a todos los extremos, cuando despertó de sus sueños desenfrenados nada dijo a nadie, pero maldijo el agostado corazón que no se quebraba ante nada.

IX Parecía recorrer con ojos curiosos los libros, porque en sus volúmenes aprendía a conocer al hombre. Muchos días de súbito, permanecía apartado de todo trato social. Los

que le asistían y a los que pocas veces llamaba, decían que sus pasos resonaban durante horas y horas en la noche, en la oscura galería ornada con los retratos, toscos y antiguos de sus abuelos. Y cuando sus sirvientes le oían, murmuraban: «Esto no debe ser conocido. No hay que hablar del sonido de voces menos naturales de las que le corresponde pronunciar. Porque algunos se burlarían y algunos saben que no se atreverían a ello. Miramos a veces las espectrales cabezas que profanas manos han arrancado a los muertos y permanecen al lado de sus abiertos libros como si desafiarlo todo le evitase temer nada. ¿Por qué no duerme cuando los demás reposan? ¿Por qué no escucha música ni recibe invitados?» Sospechaban que las cosas no andaban como debían, pero, ¿ qué mal había en ello? Acaso algunos supiesen algo, pero se trataba de algo, demasiado largo para explicarlo y los que estaban enterados eran lo bastante discretos para no hacer más que insinuar lo que sabían. Pero si quisieran podrían hacerlo. Y eso era lo que los vasallos de Lara pensaban de su señor.

x Era de noche y sobre el río de la mansión de Lara brillaban las estrellas, en cuyos rayos se reflejaban los contornos de las imágenes. Las calmadas aguas apenas parecían moverse y, sin embargo, se deslizaban serenas, como fluye la felicidad. En ellas se pintaban, lejanas y bellas, las luces que expenden en las alturas del cielo. Bordeaban sus orillas muchos opulentos árboles y las más bellas flores en que pueden hallar su festín las abejas. En semejante retiro hubiera tejido Diana su guirnalda y ofrecido la inocencia su amor. Y, entre semejantes riberas, corría el río, sinuoso y laberíntico en su cauce, como la serpiente. Tal quietud y dulzura reinaba en tierra y aire, que no hubiese extrañado nada encontrar allí un espíritu puro, porque nada

maligno hubiese osado pisar aquella escena en tal noche, en un momento sólo hecho para el bien. Tal pensaba Lara e, incapaz de resistir el espectáculo, volvió en silencio a la entrada de su castillo. Su alma no podía soportar tal perspectiva, que le recordaba días diferentes, cielos menos nublados, lunas de más nítida fulgencia, noches más suaves y frecuentes y corazones que ahora... Podían las tormentas de la vida ensombrecer su frente sin que le perdonasen ni arredraran, pero una noche tan bella como la que contemplaba se sobreponía incluso a un pecho como el suyo.

XI Entró Lara en su solitario palacio, donde su alta figura se proyectaba sobre el muro y donde los retratos de figuras de otros tiempos era cuanto hablaba, salvo la tradición, de las virtudes o crímenes de la estirpe. Las sombrías bóvedas cubrían el polvo, las flaquezas y las faltas de aquellos hombres, más media columna de la pomposa página que transmite especiosas fábulas de edad en edad. Allí la historia moja su pluma en censuras o alabanzas, quedando tan escondida como la verdad y aún más. Así meditaba Lara mientras erraba por los pasillos de suelo de piedra, iluminados por los rayos de luna que entraban por las entornadas celosías. Los altos techos y los santos arrodillados en plegarias sobre los vitrales de las ventanas góticas proyectaban fantásticas figuras que, reflejando la vida, no era la vida mortal. Lo que reflejaba. Sus negros cabellos, su adusto entrecejo y la ancha ondulación de su tremolante penacho parecían los atributos de un espectro y daban a su aspecto los atributos que el terror da a la tumba.

XII Era medianoche y todo dormía. Apagábase en la lámpara la sola llama que quebraba las tinieblas. Y hubo, de pronto, murmullos en el palacio de Lara. Un sonido, una voz, un aullido y una terrible llamada. Tras el largo y alto alarido siguió el silencio. ¿ Habrían escuchado los oídos de los durmientes aquel frenético eco? Sí: lo habían oído y, trémulamente bravos, acudieron adonde el sonido invocaba su ayuda. Llevaban en las manos antorchas a medio encender, y con sobresaltada prisa, empuñaban aceros que no habían tenido tiempo de ceñirse.

XIII Lara yacía tendido, tan frío como el mármol en el que se hallaba de espaldas y pálido como el rayo lunar que iluminaba su rostro. Tenía a medio desenvainar la espada y parecía sentir temor a algo más que a una cosa natural. Pero seguía firme, o lo había estado hasta entonces. Aún una expresión de reto se leía en sus ojos, bajo sus contraídas cejas. Aunque mezclándose con terror y exánime, como estaba en la expresión de su boca se leía el deseo de matar. En aquella boca habían muerto, antes de terminar de formularlas, una amenaza y una imprecación propias de la soberbia en un trance desesperado. Tenía los ojos medio cerrados, pero no habían perdido, incluso en aquel trance, la mirada del gladiador. al caer. Su aspecto mostraba a menudo aquella expresión y ahora estaba fijo en un horrible reposo. Le levantaron, le llevaron y guardaron silencio al notar que respiraba y hablaba. Sus atezadas mejillas recobraron su color sonrosado natural. Ya volvía el color a sus labios y sus ojos, aunque confusos, giraban locamente en sus órbitas. Cada uno de sus estremecidos miembros tornaba

lentamente a funcionar, pero las palabras de Lara sonaban en términos que no parecían los de su tierra nativa. Distintos y extraños, hacían comprender a todos que se expresaban con el acento de otra patria. Y tales eran sus tonos que parecían buscar la atención de alguien que no le oía ni podía oírle.

XIV Acercóse su paje y sólo él pareció comprender el alcance de las palabras que los demás percibían. Los cambios de las mejillas y la frente de Lara no eran los normales en él, ni cabía entenderlos. Empero el paje mostrábase menos sorprendido que los que le rodeaban. Inclinóse sobre la postrada figura y contestó en aquella lengua que, al parecer, era también la suya propia. Cuando Lara oyó aquellos tonos pareció sentir mitigados los horrores de sus sueños, si sueño era lo que así había trastornado un pecho que no tenía por qué temer otros enemigos que los de la mente.

XV Cualquier cosa que su frenesí imaginase o divisaran sus ojos, nunca lo reveló y, si lo recordaba, guarda balo en su corazón. Llegó, como siempre, la mañana, imbuyendo nuevo vigor en su estremecida armazón. No procuró consolarse con sacerdote o mujer. Pronto recuperó movimiento y palabra. Llenó las horas del día como siempre. No dejó de sonreír como antes, ni bajó la cabeza. Y si al llegar la noche sintióse un tanto conturbada la vista de Lara, no lo mostró a sus maravillados vasallos, que, con sus estremecimientos, probaban que ellos sentían más temor que él. Los asombrados siervos andaban en parejas (por

que solos no se atrevían) por el fatídico palacio. Todos atendían a las ondulaciones de la bandera, tremolando en el viento. Al resonar de las puertas que se cerraban, al rumor de los tapices y al retumbar de las pisadas, a las largas sombras oscuras de los árboles, al batir de las alas del mochuelo y a la canción nocturna de la brisa reaccionaba Lara palpitando íntimamente. Y sentíanse sus pensamientos conturbados mientras la noche entristecía las oscuras murallas grises.

XVI Pero fue en vano preocuparse, porque aquella hora terrible no se repitió o Lara debió fingirlo así. Parecía haberlo olvidado todo y sus vasallos estaban pasmados, aunque no menos temerosos. ¿Se había la memoria de Lara desvanecido al recobrar el conocimiento? Ni las palabras, ni la apariencia, ni los gestos de su señor delataban un sentimiento que delatase a los suyos aquel febril momento de. su dolencia mental. ¿Fue un sueño? ¿Fue su voz la que profirió aquellos extraños y salvajes acentos que quebrantaron el descanso de todos? ¿Suyo solamente el oprimido y agobiado corazón que pareció dejar de latir, poniendo en el rostro de Lara una mirada que le sobresaltó? ¿ Había sufrido tanto que olvidara lo visto? ¿ O probara aquel silencio que los recuerdos del señor habían llegado a un grado demasiado profundo para expresarlo en palabras? ¿Estaría grabado indeleblemente en él algún corroyente secreto de los que muerden el corazón lo bastante para mostrar los efectos y no las causas? No sentía él así, porque su pecho había enterrado una cosa y otra, y no serian miradas comunes las que pudiesen discernir el desarrollo de cienos pensamientos que los labios mortales sólo deben expresar a medias, refrenando las débiles palabras que pudieran desvelarlos.

XVII Aparecían en Lara, inexplicablemente claros, muchos elementos de lo que debe amarse y odiarse, buscarse y temerse. Variable era la opinión sobre lo que le sucedía. Siempre que se pronunciaban alabanzas o deprecaciones nunca su nombre era olvidado. Su silencio formaba un tema de conversación favorito de todos. Procuraban examinar, adivinar y creer lo que debían conocer de lo que le sucediera. ¿Qué había sido Lara? ¿Quién era el que, así desconocido andaba por el mundo de los demás, sin que nada se supiese de él, salvo cuál era su linaje? Algunos opinaban que se trataba de un odiador de sus prójimos. Desde luego, estando con ellos se mostraba alegre entre los alegres, pero, si se observaba su sonrisa y se le miraba cerca, su alegría se apagaba y marchitábase hasta convertir-se en una expresión de desprecio. Esa sonrisa podía llegar a su labio, pero no lo rebasaba, ni nadie veía que su risa hiciese sus ojos risueños. De todos modos a veces había también dulzura en su mirada, como si su corazón no fuese duro por naturaleza, pero en cuanto lo advertía su espíritu parecía rechazar tal flaqueza como indigna de su orgullo. Y, en el acto, asumía un talante acerado, como si despreciase el eliminar cualquier duda que pudiese marchitar a medias la estima de los otros. Era aquello como una penitencia que se imponía a sí mismo un pecho a quien la ternura podía antaño haber privado de su reposo. Aquello, motivando sus agravios, podía obligar al alma a entregarse al odio por haber amado demasiado.

XVIII Había en él un esencial desprecio de todas las cosas, como si ya hubiese sufrido todo lo peor que le podía acontecer. Parecía un extraño al mundo de los vivos.

Dijérasele un espíritu errante herido por los demás. Lleno de oscuras imaginanzas buscaba peligros a los que sólo por suerte escapaba. Pero escapaba en vano, porque, al evocar sus recuerdos, su ánimo de un lado se entusiasmaba y del otro lamentaba tener más capacidad para el amor de lo que la tierra concede a los que son de mero molde mortal. Sus primeros sueños del bien dejaron al desnudo la verdad y la conturbada virilidad siguió a la turbada juventud. Pasaron años malgastados en la búsqueda de verdaderos fantasmas, agostando facultades que podían servir a mejores propósitos. Fieras pasiones soplaban en presurosa desolación sobre su sendero; y sus mejores sentimientos, si alguno había sobrevivido a tanta lucha, peleaban a su vez en loco reflejo entre sí, en el curso de su vida atormentada. Mas, siendo soberbio se empeñaba en atribuir a la naturaleza parte de lo que le avergonzaba, cargando todas sus culpas a su forma carnal que le apartaba su alma y sólo ofrecía su cuerpo como festín a los gusanos. Acabó confundiendo el bien y el mal y casi atribuyendo a su destino los actos de su voluntad. Demasiado orgulloso para sentir el egoísmo vulgar, a veces renunciaba a lo suyo por el bien de los otros, pero no por piedad ni porque debiera hacerlo, sino por una extraña perversidad de pensamiento que le impulsaba, con secreta complacencia, a hacer lo que pocos o ninguno hubiera osado. El mismo impulso, en los momentos de la tentación, podía conducir su espíritu al crimen. De esta manera, o iba más allá o se hundía más bajo que los hombres con quienes se sentía condenado a respirar y de los que anhelaba separarse para lo bueno o para lo malo, sin excluir a ninguno de los que compartían su calidad de mortal. Su mente, aborreciendo la vida común había instalado su trono en regiones propias, muy lejanas al mundo. Así, pasaba fríamente sobre todo lo que estaba en un plano inferior, aun cuando ahora su sangre parecía fluir con más templanza. Más feliz hubiese sido si nunca se encenagara en la culpa y viviera en

la fría corriente en que ahora había convertido sus sentimientos. Desde luego, compartía el camino de los demás hombres y hacía y hablaba lo que ellos. No ultrajaba las reglas de la razón infringiéndolas ni atacándolas, porque su locura no estaba en la cabeza, sino en el corazón. Rara vez divagaba al hablar ni expresaba sus pensamientos de manera que pudiese causar ofensa.

XIX Aquel glacial misterio de su aspecto y el aparente contento de no brillar en sitio alguno se unía al arte, sino al don natural, de fijar su memoria en los corazones ajenos. No se trataba de amor, ni de odio, ni con palabras podía manifestarse un pensamiento así, pero todos los que veían quedaban cautivados por él y nunca dejaban de preguntar por su vida. A aquellos a quienes hablaba le recordaban bien y sus palabras, aunque fuesen triviales, llegaban al interior de sus interlocutores. Nadie conocía cómo ni por qué, pero Lara sabía penetrar por fuerza en la mentalidad de sus oyentes, donde quedaba estampado con agrado o con odio cuando le conocían. Por corta que fuera la duración de la amistad, odio o conocimiento, él sabía alcanzar la intimidad de aquellos a los que se dirigía. No se podía penetrar en el secreto de su alma, pero se hallaba, con asombro, que él sí desvelaba los de las ajenas. Su presencia seguía permanente y en el pecho de todos despertaba interés, a pesar de ellos. Vano era intentar salir de aquella red mental, porque el espíritu de Lara parecía retar a que se olvidase.

XX En un festival donde aparecían damas, gentiles hombres y cuantos se envanecían de un linaje elevado o rico acudió

Lara como hombre de elevada alcurnia y fue bien venido huésped en el palacio de Otho. Las prolongadas manifestaciones de la orgía conmueven el iluminado salón, donde se celebran el banquete y el baile. La alegre danza de las bellas une la gracia y la armonía, en la más afortunada de las cadenas. Felices se sienten los corazones juveniles y las gentiles manos que se juntan en bien concretados círculos. El espectáculo desarruga los más fruncidos ceños. Sonríe la edad pensando en la juventud, mientras ésta olvida que también su hora pasa sobre la tierra. Porque mucha es la delicia que coima entonces los pechos entusiasmados.

XXI Miraba lo todo Lara serenamente contento y, si su alma estaba triste, su expresión lo desmentía. Sus ojos seguían a las silfídeas beldades cuyos ligeros pasos no despertaban un eco. Apoyábase en una majestuosa columna con los brazos plegados y los ojos atentos. Mas en esto advirtió una mirada fijamente clavada en la suya. Mal toleraba Lara escrutinios tales. Al fin pudo advertir que aquel rostro, que le era desconocido, seguía mirándole a él y a nadie más. Era un hombre moreno, de traza extranjera, que llevaba contemplando a Lara más tiempo de lo que éste había advertido. Encontraron se al fin las dos miradas con intensa expresión inquisitiva y de mucha sorpresa. Cada vez era más intensa la emoción de los ojos de Lara que parecía desconfiar del desconocido, en cuya expresión, fija y severa, relampagueaba una pasión que desafiaba lo que los ojos vulgares pudieran pensar de ella.

XXII —Éste es —exclamó el extranjero. Los que le oían repitieron de extremo a extremo del salón en un cuchicheo: —Éste es. ¿Quién es éste? Al fin más altos acentos llegaron al oído de Lara, según iban extendiéndose. Pocos pechos podían sustraerse al general asombro que producía aquella penetrante e inmóvil mirada. Lara no se movió tampoco ni cambió de posición, mas sus pupilas parecían menos maravilladas que antes. Ni las elevaba ni las bajaba. Dirigió una mirada a su alrededor, aunque el desconocido proseguía contemplándole con fijeza, hasta que exclamó con altanero desdén: —Éste es. ¿Cómo ha venido? ¿Qué hace aquí?

XXIII No estaba Lara resuelto a soportar tales preguntas repetidas en voz fiera y alta. Tranquilo de apariencia y con acento frío y más suavemente firme que petulantemente desafiante contestó al hombre que hablaba interrogando: —Mi nombre es Lara. Cuando conozcamos el tuyo no dudes de que te daré la adecuada respuesta, como corresponde en cortesía a tal caballero. Lara soy: ¿qué quieres decir o preguntar? Porque yo no he preguntado nada y ya ves que no llevo antifaz en el rostro. —No preguntes nada, no. Medita si hay algo a que tu corazón debe responder, aunque el tuyo prefiriera no oírlo. ¿También a ti te soy desconocido? Vuelve a mirarme porque para algo te ha sido dada la memoria... No podrás cancelar ni la mitad de la deuda, ya que la eternidad te lo prohíbe. Los ojos de Lara dirigieron otra lenta y escrutadora mirada al rostro de su interlocutor. No se podía juzgar si

aquella mirada era de duda o prefería no serlo. No se dignó responder, sino que movió la cabeza y casi despectivamente se preparó a alejarse. Pero el tenaz extranjero hízole signo de que se detuviera. —Una palabra. Has de permanecer ahí y responder a un hombre que, si tú eres noble, es tu igual. Pero no como tu... no frunzas el entrecejo, caballero. Si miento es fácil probarlo. Pero, como eres artero y disoluto, desconfío de tu sonrisa y no me intimida tu ceño. ¿No eres un malvado cuyas fechorías...? —Sea yo lo que sea, palabras acusadoras como las tuyas no deben ser escuchadas. Aquellos a quienes se refieran pueden oír las restantes, pero no aventurarse a repetir la maravillosa historia que sin duda van a relatar sus labios, historia que empezó tan bien y con tanta cortesía. Que Otho llame aparte a su delicado huésped y a Otho expresaré mi agradecimiento y le diré lo que pienso de todo esto. El asombrado anfitrión se interpuso entre los dos hombres. —Haya lo que haya entre vosotros, no interrumpiremos la alegría de la fiesta con una guerra de palabras. Si tú, Sir Ezzelin, tienes que explicar algo que convenga oír al conde Lara, mañana aquí o donde os pareciera, hablad lo restante. Yo respondo de ti porque me eres conocido, pero el conde Lara ha vuelto solo de tierras remotas hace poco y casi puede considerarse extranjero. La noble sangre y cuna de Lara auguran que es valeroso y digno. No desmentirá su ‘inmaculada estirpe ni se negará a lo que la caballería exige de él.

XXIV —Sea mañana —respondió Ezzelin—. Y entonces se probarán nuestra verdad y dignidad. Comprometo mi vida

y mi espada atestigua mis palabras de que puedo estar entre los mejores. ¿Y qué responde Lara? Su alma se había hundido en súbita y profunda abstracción. Las palabras de muchos y los ojos de todos los allí reunidos parecían converger sobre él. Mas Lara callaba y parecía extraviado en muy lejanos pensamientos. Aquel interés que demostraban todos parecíale que evocaba en él remembranzas demasiado profundas. —Mañana, sí, mañana —eran las palabras que todos repetían, mientras a Lara no se le oía una sola. En su rostro no se exteriorizaba pasión de tipo alguno. En sus grandes ojos no había ira, pero él era el primero que había pronunciado aquellas palabras en tono bajo, para que ninguno las oyera. Había en su tono algo desconocido, pero que expresaba resolución y determinación. Tomó la capa y, con una ligera inclinación, pasando junto a Ezzelin, se separó de la multitud. Al cruzarse con el otro noble llevaba en su rostro la sonrisa propia de un caballero en esos casos. No una sonrisa alegre, ni el contenido orgullo con que despreciativamente se expresa el oculto deseo de venganza. No: era la sonrisa de quien en su interior se siente seguro de lo que puede hacer o puede soportar. ¿Significaba aquello que gozaba de paz interior, o de la serenidad de los buenos, o que le asistía una desesperada dureza creada por el sentimiento de las viejas culpas? Todo ello se asemeja mucho en la aparente confianza, en el habla, o en el talante de los hombres. Sólo podemos conocer a cada uno por lo que hace y discernir las verdades que el corazón no práctico en la vida se esfuerza en aprender.

XXV Lara llamó a su paje y siguió su camino. Su solo seguidor desde climas lejanos sabia entenderle con sólo un signo

O una palabra. En aquellos climas muévase el alma bajo más brillantes estrellas. Por Lara había dejado el paje las cosas de su país de procedencia. Era paciente en sus acciones y, aunque joven, sereno. Servia en silencio y su grave lealtad parecía impropia de su estado y más allá de sus años. No desconocía la lengua de la tierra de Lara, pero rara vez oía en ella una orden. Sus pasos eran rápidos y muy claros sus tonos cuando el labio de Lara pronunciaba las palabras caras a los oídos de quien había nacido en distantes montañas cuyos ausentes ecos despertaban el tono de Lara. La voz de su dueño recordábale padres, parientes y amigos, abandonados por quien era para él su único guía que Lara y, en consecuencia, no era de maravillar que nunca se separase de su amo.

XXVI El mozo era de figura ágil, y tenía moreno y delicado el atezado rostro, no echado a perder por su sol nativo, bajo cuyos rayos creciera. En sus mejillas brillaba ese sonrojo que sólo se encuentra en la salud, y tanto complace al corazón, pero había en él un sospechoso matiz que denotaba secretos cuidados y daba a entender que en él ardía la fiebre. El intenso relampaguear de sus ojos parecía tomado de las alturas e iluminado con eléctricos pensamientos. Las negras pupilas que lucían bajo sus largas pestañas estaban rodeadas de melancólicas ojeras. Había menos disgusto que orgullo en la expresión de aquellos ojos y, si existía dolor, era un dolor no compartido por nadie. No le complacían las diversiones propias de su edad, ni las travesuras de la mocedad, ni las ocurrencias de los pajes. Pasaba horas enteras con la vista fija en Lara como si lo olvidase todo en aquel trance extático. Cuando su jefe se retiraba, él erraba solo por los bosques, nada preguntaba a nadie y muy poco respondía. Únicamente se entretenía

leyendo libros extranjeros. Solía instalarse en la orilla del recodo del riachuelo. De modo análogo a como servia, parecía vivir al margen de todo lo que complace al ojo y llena el corazón. No conocía los sentimientos fraternos ni de la tierra había recibido otro don que el amargo de nacer.

XXVII De haber amado a alguien hubiera sido a Lara, pero sólo en sus reverencias y sus obras se lo hacía entender. Dedicábale mudas atenciones y le hacía observar, con sus cuidados, que adivinaba todos sus deseos. Y a pesar de todo, notábase altivez en cuanto hacía. Los espíritus profundos y reservados no suelen quebrantarse. Su celo, aunque rebasaba el usual en manos serviles, sólo obedecía en actos y su aire era siempre de mando. Dijérase que no servía tanto a Lara como a su propio deseo. Por esto servia y no por el salario. Su señor le imponía tareas ligeras, como tenerle el estribo o llevarle la espada, o tañer su laúd, o leerle volúmenes de otros tiempos y lenguas, pero nunca se mezclaba el paje en clase alguna de labores mecánicas, a las que no mostraba deferencia ni desdén, sino una notoria reserva que hacía comprender su falta de simpatía por la gente de servicio. Su alma, cualquiera que fuese su estado u origen, podía inclinarse ante Lara, pero no ante ellos. Parecía un mozo de alto nacimiento y haber conocido mejores días. Ninguna marca de trabajos vulgares delataban sus manos, tan femeninamente blancas que podían pertenecer al sexo opuesto, lo cual rimaba con la finura de sus mejillas. Pero su porte y una expresión en la mirada más altanera y salvaje que la propia de las mujeres señalaba una latente fiereza que más convenía a su áspero país que a su tierna hechura. No delataban sus palabras lo que sentía, pero su apariencia permitía conjeturarlo.

Llamábase Kaled, aunque se rumoreaba que en su tierra había llevado otro nombre antes de salir de sus montañosas costas. A veces, oíalo y lo dejaba sin respuesta, como si no le fuese familiar. Si se repetía, sobresaltábase al sonido, como sí sólo lo recordara entonces. Mas cuando Lara lo pronunciaba y Kaled reconocía su voz, todo en él —ojos, corazón y oídos —despertaba.

XXVIII Había mirado el salón de la fiesta y notado, como todos, la repentina pendencia. Cuando la muchedumbre comentó en torno a él lo maravillada que estaba de la serenidad del provocador y su asombro ante cómo el noble Lara soportaba tal insulto de un extranjero, el joven Kaled sintió que un color se le iba y otro se le venía. Palidecieron sus labios y se encendieron sus mejillas. Sobre su frente sobrevinieron, humedecedoras, las gotas de ese frío rocío que aparece cuando el preocupado pecho se abruma bajo pesados pensamientos ante los que retrocede la reflexión. Cosas hay que debemos imaginar, intentar y ejecutar, de las que no se da ni cuenta de la mitad del pensamiento. Cualesquiera que pudieran ser los de Kaled, bastábanle para sellar sus labios y poner congoja en su frente. Miró a Ezzelin y vio a Lara dirigir al caballero junto al que pasaba una sonrisa al soslayo. Viendo Kaled aquella sonrisa, su rostro se contrajo, como si observase algo que conocía muy bien. Su memoria leía en la expresión de Lara más que cualquiera de todos los otros. Lara siguió avanzando y un momento después los dos salieron. Todos fijaban los ojos en Lara y todos experimentaban gran perplejidad en sus sentimientos. Cuando la larga y oscura sombra de Lara atravesó el umbral y desapareció el resplandor de la alta antorcha que le alumbraba, todos los pulsos aceleraron sus latidos y todos los pechos

creyeron haber asistido a una pesadilla del género de esas que sabemos que son falsas y, sin embargo, tememos, porque lo peor no es ni siquiera lo que más se acerca a la verdad. Cuando se hubieron ido señor y paje, Ezzelin permaneció en la sala. Tenía el rostro pensativo y el talante imperioso. Tampoco estuvo mucho tiempo, porque, antes de que terminase una hora, hizo un signo con la mano a Otho y se retiró.

XXIX Fuese la gente, pues los que se divertían habían también de descansar. Tanto el cortés anfitrión como los aprobadores invitados debían volver a ese lecho donde la alegría se torna menos intensa y la congoja anhela dormir. Allí el hombre sobretrabajado con las luchas de su ser, busca un dulce olvido de la vida. Allí yace la febril esperanza del amor, y se trazan las maquinaciones de la astucia, y el odio trabaja el cerebro, y muévese o se aquieta el estimulo de la ambición. Allí las olas del olvido cierran los envanecidos ojos y la apagada existencia se sume en una tumba. ¿Qué mejor nombre puede darse al sueño que en el lecho nos espera? El sepulcro de la noche en la morada universal donde la debilidad, la fuerza, el vicio y la virtud yacen, supinos, y se reclinan en desnuda desesperanza. Contentos de respirar inconscientes por un rato luchamos, empero, con el temor de la muerte. Y, hasta que el día apunta y las preocupaciones se incrementan, se sueña en que el más grato de los sueños es el último.

CANTO SEGUNDO

I Desvanécese la noche, hay volutas de neblina en la montaña y se funden según avanza la aurora y la luz despierta al mundo. Otro día más tiene el hombre para añadir a los pasados, a la vez que le conduce lentamente hacia el último. Pero la poderosa naturaleza medra como desde su nacimiento. Brilla el sol en los cielos y la vida en la tierra. Hay flores en el valle, esplendor en la luz, salud en el viento y frescura en el arroyo. El hombre inmortal se complace en las naturales glorias y grita interiormente, con entusiasmo: «Todas son mías». Mira, hombre, pues, con ojos contentos, la mañana mientras puedas verla y no deje de ser para ti. Y piensa en que acaso, cuando yazgas exánime en el ataúd, ni cielos ni tierra derramarán por ti una sola lágrima. Ni encima se acumularán las nubes, ni caerán las hojas, ni por ti suspirará la brisa. En cambio sinuosos seres surgirán de tus despojos y harán apto tu barro para fertilizar el suelo.

II Aquella mañana, al mediodía, se congregaron en el palacio de Otho los nobles a quienes él había convocado. Era aquélla la hora prometida en que había de proclamarse la vida o muerte de la futura fama de Lara. Ezzelin debía explicar sus cargos, diciendo las cosas fueren como fueren. Había dado fe de ello y Lara prometido contestar ante los ojos del hombre y de los cielos. ¿Y por qué no? Verdades como ésas deben ser divulgadas y al parecer el acusador había tardado en formularlas mucho.

III Al llegar la hora presentóse Lara con aire frío, paciente, de confianza en sí mismo. ¿Por qué no se presentaría Ezzelin? Ya el retardo era largo y empezaban a oírse murmullos. Otho frunció el entrecejo. —Conozco a mi amigo y no puedo dudar de su fe. Si sigue en la tierra se presentará aquí. En pie están las techumbres que le albergan entre mis tierras y las del noble Lara. Mi palacio se honra con su presencia y nunca sir Ezzelin ha despreciado a su amigo. Pero si alguna fuerza mayor le impide acudir yo renuevo mi palabra por ello, si no, redimiré mi empeño según las leyes de la caballería. Cuando hubo cesado Otho de hablar respondió Lara: —A demanda tuya, he venido a escuchar lo que de malo pudiera contar de mí un desconocido, cuyas palabras a estas horas podrían ya haberme herido el corazón, si bien yo creo que debe estar casi loco o, en el caso peor, ser un enemigo innoblemente malo. No le conozco y paréceme que él me ha conocido a mí en tierras donde... Pero eso es lo de menos. Esperemos a que hable y de lo contrario tú darás razón de él en tu casa y con el filo de tu espada.

El orgulloso Otho enrojeció e instantáneamente tiró su guante al suelo y desenvainó el acero. —Esa última alternativa me acomoda —dijo—. Así respondo yo por mi amigo ausente. Sin que sus mejillas perdieran su macilento color ante la perspectiva de abrir su tumba o la de su adversario, y con manos cuya aparente negligencia hablaba de su serenidad, como bien acostumbrada a manejar el arma, Lara esgrimió también la espada desnuda. En vano los señores a que les rodeaban quisieron oponerse al lance, porque el frenesí de Otho no toleraba que nada le contrariara. Si de sus labios sallan palabras insultantes era bastante buena su espada para mantenerlas.

IV El encuentro fue corto. Tras unos cuantos furiosos y ciegos golpes que dirigió a su enemigo, una brecha se abrió en el pecho del vano Otho. Cayó ensangrentado, pero no mortalmente herido. Y quedó tendido, tan largo como era, en el suelo. —Pide gracia. No respondió. Yacía sobre aquel suelo enrojecido desde el que podía no volver a levantarse. Pintóse instantáneamente en el rostro de Lara una negra expresión demoníaca. Con más fiereza asió entonces su enojado acero que cuando su enemigo se enfrentaba con él. Hasta entonces no había tenido más que acopiar valor y ejercer un arte, pero ahora se levantaba, sin reconocer límites, todo el odio que contenía su corazón. Tan poco pensaba en perdonar a su enemigo que, cuando los circunstantes quisieron frenar su brazo casi volvió el arma sedienta de sangre contra quien osaba interponerse pidiendo clemencia. Pensó un momento y renunció a su propósito, limitándose a mirar atentamente al derribado, como aborreciendo la

innecesaria lucha que, si vencía a un enemigo, le dejaba con vida. Y parecía meditar en si la herida infligida a Otho acabaría o no llevándole’ a la tumba.

V Levantaron al ensangrentado Otho, silenciosos y sin hacer preguntas, ni siquiera signo alguno. Reuniéronse todos en un salón vecino y Lara, colérico y sin hacerles el menor caso, salió del palacio en altanero mutismo. Montó en su corcel y tomó el sendero de su mansión sin dirigir a las torres de la de Otho una sola mirada.

VI Pero, ¿qué sucedía? ¿Qué fenómeno amenazaba hacer desaparecer la luz solar? ¿Dónde estaba aquel Ezzein, que aparecía y desaparecía sin dejar huella alguna de su intento? Lara había dejado la casa de Otho hacía rato y ahora estaba sumido en la oscuridad, pero tan trillado tenía el camino que no podía perderlo. Llegó a la morada de Ezzelin, mas Ezzelin no se hallaba en ella. Al día siguiente hizo averiguaciones, más nada sacó en limpio sino la ausencia del hombre a quien buscaba. Había solamente cámaras deshabitadas, un corcel ocioso, la hueste de Ezzelin alarmada y sus caballeros murmurando, inquietos. Extendió Lara sus búsquedas a ambos lados del camino, temiendo que Ezzelin hubiera sido víctima de salteadores. Pero no encontró huella alguna y en ningún matorral halló gotas de sangre, ni los restos de una capa desgarrada. Sobre la hierba no se notaba señal alguna de lucha, como siempre queda donde se comete un asesinato. En parte alguna se advertía esa huella de convulsivas uñas y de doloridas manos que se aferran a cualquier parte y se hieren al dejar

de empuñar la guarda de la espada. Alguno de aquellos indicios se hubiesen encontrado si allí se hubiese privado a alguien de la vida. Pero allí no había ni uno solo. Huyó la dudosa esperanza y cabía temer que las sospechas ajenas murmurando el nombre de Lara a diario, pusieran sobre su fama negros tachones. Y cuando él apareciese en cualquier parte se producirían súbitos silencios, esperando la ausencia del sospechado. En su asombro, renovado continuamente, sus conjeturas se teñían cada vez de un matiz oscuro.

VII Pasaron los días y las heridas de Otho curaron, pero no así su orgullo. Dejó de encubrir su odio. Era un hombre poderoso y enemigo de Lara, quien era amigo, a su vez, de todos los que deseaban perjudicar a Otho. En consecuencia, éste quiso solicitar de las justicias del reino cuenta de la muerte de Ezzelin supuestamente a manos de Lara. ¿Quién otro que Lara podía temer la presencia de Ezzelin? ¿Quién podía hacerle desaparecer sino el hombre a quien se amenazaba con inculpaciones, quizá tan graves que podrían haberle hecho hasta abandonar el país? El rumor general era cada vez mayor, porque la ignorancia de las cosas y el misterio son lo que más atrae a la curiosa multitud. Además, Lara se encerraba en sí mismo, no se confiaba con nadie y no dejaba estela de amor en persona alguna. La abrumadora fiereza que su alma denotaba, la destreza con que manejaba la afilada hoja, hacían pensar en dónde un brazo no avezado a la guerra podía haber aprendido aquel arte. ¿Por qué aquella ferocidad se había desarrollado en su corazón? Porque no era aquélla la fiera caprichosa rabia que una palabra enciende y una palabra extingue, sino el profundo trabajo de un alma en la que piedad alguna podía sustituir al afán de venganza. Vasto

poder y desmedido éxito acompañan a todo lo que se muestra implacable. En consecuencia, y uniéndose a ese deseo, nunca fallido en la humanidad de condenar antes que elogiar, crecía el sentimiento contra Lara hasta llegar a amenazar con una tormenta capaz de atemorizarle a él mismo. Los enemigos podían hacerle responder por la cabeza de aquel ausente que, ya estuviese vivo o muerto, seguía a él mismo preocupándole.

VIII Existía en aquella tierra un gran número de descontentos que renegaban de la tiranía a la que tenían que doblegarse. Reinaban allí muchos opresores déspotas que daban a sus caprichos formas legales. La larga guerra exterior y los frecuentes disturbios internos habían abierto el camino de sangrientos y gigantescos sucesos que sólo esperaban la señal de desencadenarse, comenzando esos estragos propios de las discordias civiles, que no conocen neutrales, sino sólo amigos o enemigos. Cada señor feudal, acuartelado en su fortaleza, era obedecido de hecho y de palabra, pero de alma aborrecido. En estas condiciones había Lara heredado sus tierras y con ellas llagados corazones y ociosas manos. La prolongada ausencia de su tierra natal no le había maculado con el crimen de la opresión. Ahora, sus gentes, viendo tornarse sus modos gradualmente más suaves, comenzaron a dejar de tenerle temor. Los hombres de tarea sólo sentían por sus señores el respeto usual y en cambio él experimentaba más temores que sus mismos vasallos. Ellos le consideraban desgraciado, aunque al principio su maligno juicio había augurado de él lo peor. Mas ahora pasaba las noches inquieto y su taciturna manera indicaba su interior enfermedad, que, con la soledad, aumentaba más aún. Y aunque sus solitarios hábitos y sus meditaciones a solas en su cámara

hubieran se mitigado últimamente, todo en él continuaba lo mismo, mas por los miserables al menos, su alma conocía la compasión. Frío con los grandes, despreciador de los altos, no dejaba de reparar en los humildes. Hablaba poco, pero bajo su techo encontraban a menudo asilo los pobres, sin que se les rechazara nunca. Los que miraban las cosas con atención observaban que Lara cada vez contaba con más partidarios. Desde que Ezzelin desapareciera Lara se mostraba más cortés, señor y anfitrión. Acaso su riña con Otho le hiciera temer alguna trampa preparada para su odiada cabeza. Cualesquiera que fuesen sus pensamientos, su favor crecía más con la gente del pueblo que con los de su clase. Si obraba por política, obraba con talento, porque la mayoría le juzgaban sólo por lo que veían en él. Si severos jefes condenados al destierro solicitaban albergue, en casa de Lara lo encontraban. Ningún labriego veía arrasada por él su cabaña y los siervos apenas se quejaban de su destino. Con él no tenían nada que temer de la avaricia los bienes de los labriegos y nunca su modo despectivo se mofaba de los pobres. Los jóvenes eran alentados y se les prometían recompensas para cuando saliesen desde allí a realizar futuras empresas. Ofrecía un venidero cambio a los que odiaban la tiranía, así como completa satisfacción de las aplazadas venganzas. A los que amaban y no podían contraer enlaces desiguales se les ofrecían bien ganados encantos cuando el éxito se consiguiese. Todo estaba ya maduro y él no esperaba sino proclamar que la esclavitud había dejado de ser otra cosa que un nombre. Acercábase la hora en que Otho preveía conseguir la venganza que buscaba. Su querella conseguiría el castigo del supuesto criminal. Entretanto, millares de gentes armadas afluían a su pululante palacio. Libres de sus cadenas feudales recién arrancadas, aquella gente desafiaba a la tierra y confiaba en los cielos. Por su parte, Lara una mañana dio libertad a los siervos

de la gleba, quienes dejarían de cultivar la tierra para los tiranos a quienes pensaban abrir allí sus tumbas. Tal era el clamor general y la consigna consistía en vengar los agravios y luchar por los derechos. La religión, la libertad y la venganza son palabras suficientes para impeler a los hombres a matar. Una frase facciosa astutamente buscada y extendida basta para que el estrago reine y tengan alimento los lobos y los gusanos.

IX En medio de semejante ambiente, los señores feudales habían ganado tal ascendiente, que el monarca niño apenas reinaba. Ahora llegaba el momento de que se alzase la facción rebelde. Los siervos despreciaban al rey y odiaban a los nobles. Sólo necesitaban un jefe y encontraron uno unido inseparablemente a su causa, ya que las circunstancias le obligaban a entregarse de nuevo a su propia defensa entre las luchas de íos hombres. Separado por un misterioso destino de aquellos que por nacimiento y raza no debían ser sus enemigos, Lara, una noche, preparóse a afrontar, pero no solo, lo peor. Razones había, fuesen las que fueran, para evitar toda investigación sobre lo que hubiera hecho en tierras lejanas. Al mezclar con la suya la causa de todos, incluso fracasando, alargaría su caída. La torva calma que largo tiempo contuviera en su pecho la tormenta que antaño se apagara y durmiera, volvía a levantarse en virtud de acontecimientos que parecían predestinados a llevar al extremo su borrascosa suerte. Iba a volver a ser lo que había sido. Podía considerarse que ya lo era de nuevo, si bien en esta ocasión en un escenario cambiado. Poco le importaba la vida, y menos aún la fama, lo que le hacía más apto para la desesperada partida que emprendía. Se sabia marcado por el odio ajeno y se mofaba del desastre, siempre que los demás compartiesen su mal. ¿Acaso le

preocupaba la libertad de las multitudes aunque ensalzaba a los humildes y humillara a los orgullosos? Había esperado vivir quietamente en su melancólica mansión, pero el hombre y el destino le buscaron allí también. Perseguido de cazadores, encontrábase acosado. Podrían matarle, pero no se harían con la presa. Duro, sin ambiciones, silencioso, había sido durante una temporada sereno espectador de la escena de la vida, pero, ya que le sacaban a la palestra, se mostraría un jefe digno de semejante lucha. En su voz, sus gestos y su talante hablaba su salvaje naturaleza y la expresión del gladiador en la arena iluminaba sus ojos.

X ¿Qué importaba la tan conocida historia de la lucha, ni las vidas malgastadas, ni el festín de los buitres? ¿Ni qué la variable fortuna de cada separado combate en donde los feroces vencen y los débiles ceden? ¿Ni qué las humeantes rumas y las derrumbadas paredes? Las luchas son las mismas en todas partes, y las pasiones desenfrenadas se manifiestan con una fuerza y un encono que desvanece todos los remordimientos. Nadie pide merced, porque sabe lo que hace en vano y que los cautivos mueren en el campo mismo de batalla. Por los dos bandos una misma exacerbación posee el imperio de los pechos de los que unas veces vencen y otras son vencidos. Y así, los que pelean por la libertad o por el mando saben que hay pocos muertos mientras queden más enemigos que matar. Ya era tarde para reprimir el tizón devastador que desolaría la enhambrecida tierra. La antorcha estaba encendida y se extendía la llama, mientras la carnicería sonreía ante los muertos que a diario iba a conocer.

XI En su primer impulso, el éxito se inclinó a la superioridad numérica de los hombres de Lara. Pero aquella vana victoria había de arruinarlo todo. Dejando de formar a la llamada de su jefe, los sublevados cayeron en fiera confusión otra vez sobre su enemigo, contando con el triunfo como seguro. El ansia de botín y la sed de venganza llevaron a los desbandados atacantes a su destino. Inútilmente Lara hizo cuanto un jefe puede hacer para reprimir la furia de su hueste. Inútil fue que quisiese modelar su obstinado ardor. La mano que enciende la llama no puede extinguirla. El astuto enemigo advirtió lo que ocurría y resistió en buen orden a aquella desconcertada multitud. Las emboscadas nocturnas, los hostigamientos diarios, los esquivados encuentros, la larga privación de los esperados suministros, las noches al raso bajo el húmedo cielo, la recia muralla que desafía el arte del atacante y pone a prueba la paciencia de su decepcionado corazón, eran cosas con que los coligados no habían contado al principio. En el día de la batalla podían luchar lo mismo que los veteranos, pero preferían la furia del encuentro y la muerte inmediata a una vida de sufrimientos continuos. Según el hambre cundía, la fiebre les diezmaba reduciendo rápidamente sus filas. La confianza ciega en el triunfo empezó a convertirse en descontento. Sólo el alma de Lara parecía no doblegarse a la adversidad, pero quedaban pocos que obedeciesen su voz y su mando. Los que fueran millares se convirtieron en una escasa banda. Sólo quedaban los mejores, aunque desesperados y pocos, añorando ahora la disciplina que, antes habían desdeñado. Quedaba una esperanza: la frontera no estaba lejos y por ella podían escapar de la guerra interior. En el vecino estado podían sobrellevar las congojas del exiliado o los odios en que incurren los que son expulsados de su tierra. Duro es abandonar la patria, pero peor aún perecer o someterse.

XII Resuelto el asunto, marcharon bajo la noche que guiaba con sus estrellas, la ruta de las huestes, obligadas a avanzar sin antorchas. Ya percibían los resplandores de los astros sobre las aguas del río fronterizo y se preguntaban dónde - estaría el vado cuando percibieron en la orilla muchas hostiles hileras. Había que huir o volver, pero, ¿qué brillaba en la retaguardia? El acero de los persecutores en torno a la bandera de Otho. En las alturas las hogueras de los pastores hubieran descubierto todo intento de huida. No quedaba esperanza y sí grandes trabajos. Quizá verter menos sangre les hubiera rendido más rico botín.

XIII

Hubo un momento de pausa para tomar aliento. ¿Convendría lanzarse al ataque o resistir sin moverse? Poco importaría eso. Si cargaban al enemigo que se oponía a que cruzasen el río, acaso algunos pudieran pasar a través de la línea, por mucho que ésta se estrechara para impedir tal designio. — ¡ A la carga! Esperar que nos ataquen ellos sólo sería digno de un atajo de traidores. Brillan los sables al aire, lánzanse los caballos a la carrera y nadie sabe qué palabras pueden dar razón de los encuentros que sigan. Y Lara piensa para sí cuántos no oirán otra voz que la de la muerte.

XIV Desnuda el arma. Su talante parece harto tranquilo para ser el de un desesperado. Nunca más que entonces sienta bien a los bravos un tanto de indiferencia.

Volvió los ojos a Kaled, siempre a su lado, y demasiado leal para denotar temor. Con todo, y aun cuando la vaga luz de la luna diese a su aspecto inopinados matices de luctuosa palidez, era la verdad que no expresaba su rostro sino la sinceridad y no el terror de su pecho. Notólo Lara y puso su mano sobre la del paje, que no temblaba en una hora como aquélla. Sus labios estaban silenciosos. Apenas latía su corazón y sólo sus ojos proclamaban: No nos separemos. Perecerá tu banda o huirán tus amigos, mas yo puedo dar el adiós a la vida, pero no despedirme de ti». Dio Lara la palabra y se lanzaron todos a través de las filas que cerraban el paso del río. Todos los caballos obedecieron a los armados talones. Relampaguearon las armas y entrechocaron los aceros. Superados en número y no en valor, los atacantes oponían su desesperación y su audacia al frente enemigo. Se mezclaba la sangre con las aguas del río, que corrió enrojecido hasta que llegó la mañana.

XV Ordenando, socorriendo y animando a todos, allí donde el enemigo apremiaba o caía un amigo, oíase la voz alentadora de Lara. Continuamente levantaba y descargaba su acero, procurando inspirar una confianza que él mismo había dejado de sentir. Ninguno huyó, porque todos sabían que la fuga era vana. Los que eran un momento acometidos de duda, tornaban a herir de nuevo. Pero aun los más firmes de los enemigos retrocedían ante el aspecto y los golpes del jefe de los atacantes. Ya rodeado de gente, ya casi solo, se adelantaba a sus filas o las reagrupaba. No evitaba el peligro. Hubo un momento en que los antagonistas parecieron a punto de desbandarse. Lara agitó la mano en el aire y de pronto vaciló. ¿Por qué súbitamente se le desprende el empenachado casco? Rápi-

da fue la flecha en entrar en su pecho. Aquel ademán fatal le dejó descubierto el costado y la muerte abatió el orgulloso brazo del hombre. La palabra triunfal se desvaneció en su lengua y la tan alzada mano, ¡cuán inerte yace ahora, aunque Lara, instintivamente, aún retenga la espada! Suelta las riendas y tómalas Kaled. Ofuscado por el golpe e inclinándose sin sentido sobre el arzón, no percibe nada. Su anheloso paje aparta al corcel del fragor de la refriega. Y, entretanto, sus partidarios cargan una vez y otra, demasiado excitados los matadores para preocuparse de la matanza.

XVI Amanece el día sobre muertos y moribundos, quebradas corazas y cabezas sin yelmo. Caballos de guerra corren sin jinete y sobre la tierra lanzan los hombres sus últimos estertores. Cerca de los corceles, estremeciéndose con la vida que aún les queda, yacen, inertes, las manos que los gobernaron y las espuelas que les aguijonearon. Corre cerca el torrente rumoroso, cuyas aguas se burlan de los labios de quienes mueren. En medio de una torturadora sed se abrasa el pecho de los que expiran con la feroz muerte de los soldados. En vano ardorosas bocas hacen arrastrarse los cuerpos, para probar una gota siquiera, que les refrigere antes de descender a la tumba. Con débiles y convulsos esfuerzos raptan los moribundos a lo largo de la enrojecida hierba. Algunos, débiles restos de vida entre las muchas que en tales contiendas se pierden, alcanzan la ribera y tratan de gustar las aguas. Advierten su frescor y casi lo comparten. Pero ceden en su intento. Ya no tienen sed, que sigue inmitigada, más ellos no la sienten. Padecieron una agonía, pero está olvidada ahora.

XVII Bajo un limonero, apartado del lugar donde por él no se hubiese librado nunca semejante batalla, un jadeante, pero fiel guerrero se arrodilla en la tierra. Lara, desangrándose mortalmente tiene a su lado a quien fue antes su seguidor y ahora su único guía. Kaled, inclinándose sobre el hinchado costado del caído, trata de restañar con su pañuelo la fluyente sangre, que, a cada convulsión, mana en más negros borbotones. La débil respiración del herido se debilita paulatinamente y disminuye el torrente de sangre sin ser menos fatal por eso. Lara apenas puede hablar y, silo intenta, sólo consigue experimentar nuevos dolores. Coge, empero, la mano que se empeña en curarle y sonríe tristemente a su paje moreno, aquel que nada teme, ni siente, ni ve, ni se preocupa de otra cosa que de la húmeda cabeza que descansa sobre sus rodillas, con el rostro pálido y unos ojos que, aun cuando ya turbios, contienen para él toda la luz que puede brillar sobre la tierra.

XVIII Llega el enemigo, que ha largo tiempo busca al vencido en el campo. En nada tendrá su triunfo hasta que no prenda a Lara. Quieren retirarle de allí, pero comprenden que sería en vano. Él los mira con sereno desdén, porque se ha reconciliado con su destino, y sabe que, alcanzando la muerte, huye de los odios de la vida. Llega Otho, salta de su corcel y mira al ensangrentado enemigo que antes derramó su sangre. Le pregunta cómo se siente, mas Lara no responde y sólo le dirige la mirada que puede dirigirse a quien se ha olvidado. Vuélese a Kaled y sus últimas palabras no son entendidas, aunque se perciben muy claramente. Las expresiones del moribundo se manifiestan

en otra lengua con la que no puede haber sino una muy extraña conexión. Mas lo que sea es conocido de Kaled, único que comprende su significado y que contesta, aunque con voz apagada, a esos sonidos, mientras mira a los demás con maravilla y confusa expresión. Incluso en aquel momento los dos parecen casi olvidar lo presente por lo pasado y compartir entre los dos algún destino distinto al de los demás y que nadie debe penetrar.

XIX Las palabras de Lara, aunque débiles, fueron muchas. Su tono indicaba que sólo debían juzgarlas quienes las entendieren. Por el aspecto del joven Kaled y lo entrecortado de su aliento, cabía pensar que su muerte podía estar más próxima que la de Lara. Y ello a juzgar por lo tristes, profundos y titubeantes que sonaban los acentos emitidos por sus pálidos labios, poco menos que inmóvi les. Pero la voz de Lara, aunque apagada, era al principio clara y serena, hasta que la murmurante muerte la convirtió en un bronco sonido. Nada hubiera podido sacarse en limpio por su rostro que, oscuro y desapasionado, no denotaba sentir íntimamente arrepentimiento alguno. Únicamente se advertía que, mientras iba acercándose al fin del libro de su vida, sólo en la última página se fijaban atentamente sus ojos. Cuando los acentos de respuesta de Kaled cesaron, alzóse la mano de Lara y señaló a Oriente, como si entonces, mientras el naciente sol surgía sobre las nubes, los ojos del moribundo se fijasen solamente en la mañana. Pudo ser casualidad, o bien que, recordando una escena, señalara con el brazo el punto donde había ocurrido. Ni el mismo Kaled parecía saberlo, sino que apartó la vista como sí su corazón aborreciese aquella luz del día, para sólo mirar el rostro de Lara, donde todo se convertía en noche. No obstante, el herido parecía conservar el sentido, en el

instante en que ya le convenía perderlo, porque, cuando uno acercó la absolutoria cruz y el venerable rosario al contacto de la boca de Lara, como cosas de que su alma a punto de partir podía necesitar, miró Lara los santos símbolos con profanos ojos y sonrió —¡el cielo nos perdone!— casi con desdén. Kaled no hablaba ni retiraba del rostro de Lara sus fijos y desesperados ojos. Con gesto de repulsión y rápido movimiento, rechazó la mano que ostentaba las sacras insignias, como si fuesen algo que pudiera conturbar al que expiraba, cual si ignorase que la vida inmortal de Lara empezaba entonces, sin que sea segura para nadie, salvo para los que profesan la fe de Jesucristo.

XX Cada vez agitaban más estertores a Lara y su vista se enturbiaba más. Estiráronsele los miembros y dejó caer la cabeza sobre la débil e infatigable rodilla del que la sujetaba. Oprimió contra su corazón la mano del que sostenía la suya. No latía ya aquel corazón, pero Kaled no se separaba del frío cuerpo, sino que una vez y otra buscaba en vano un débil latido que ya no le respondía. — ¡ Aún late! — exclamó Kaled. —¡Apártate, soñador, que sólo estás mirando a quien fue, hasta hace poco, Lara!

XXI Miraba Kaled el cadáver como si aún no hubiera abandonado el altanero espíritu aquella humilde arcilla. Los que le rodeaban quisieron sacarle de su trance, pero no apartar la vista, fija en Lara. Cuando le hicieron levantar y dejó de tener entre sus brazos la sombra que había dejado

de existir y vio la cabeza que aún hubiera querido sostener su pecho desplomarse como tierra en sierra sobre la llanura, no osó, con todo, separarse de allí. No se mesaba los brillantes mechones de su cabello, negro como el ala del cuervo, pero se rasgaba las vestiduras y, mientras miraba y miraba, sintió un vértigo y cayó casi con tan poco aliento como aquel a quien había amado tanto. Nunca volvería a respirar el aliento del que sinceramente amaba. Aquel momento de prueba había revelado en un instante un secreto que de todas maneras sólo había estado a medias oculto. Al intentar revivir aquel pecho sin vida todo parecía terminado, pero no la confesión del sexo de Kaled. Había terminado lo que era su vida y Kaled no sentía vergüenza alguna, porque ¿qué eran ya para ella la femineidad o la fama?

XXII No durmió Lara el sueño eterno en el panteón familiar, sino que le cavaron la tumba en el lugar de su muerte. No por ello iba a ser su sueño menos profundo, incluso sí ni sacerdotes, ni bendiciones ni mármoles cubriesen el túmulo. Hubo quien lamentó con llanto menos ruidoso, pero más sincero que el que emite un pueblo por su jefe. Vanas fueron todas las preguntas que se hicieron a la mujer sobre el pasado, vano fue amenazarla, porque permaneció silenciosa hasta el fin. Nunca dijo ni dónde ni por qué dejó a todos por uno al lado del cual no había quien no le pareciese poca cosa. ¿ Por qué le amó? Alguna singular extrañeza puede haber en ello, pero, de todas maneras, ¿acaso amar depende de la voluntad humana? Para ella él era todo gentileza; que en la severidad puede haber más profundos pensamientos que los que disciernen ajenos ojos. Cuando un fuerte corazón late y ama, no saben los que sonríen hasta qué punto lo hace y menos aún lo que los

labios confiesan. No eran vínculos comunes los que formaban la cadena que unía a Lara al corazón y el cerebro de Kaled, pero aquella extraordinaria historia no la hizo ella saber y ahora está sellado todo labio que pudiera haberla narrado.

XXIII Inclináronse los hombres sobre Lara tendido en tierra y, además de la herida que había dado descanso a su alma, encontraron muchas y diseminadas cicatrices no sufridas en guerras recientes. Pasase donde pasara los más floridos años de la vida debió ser en una tierra agitada por rudas luchas. Mas todos desconocían su culpa o su gloria. Sólo se podía ver que allí habíase derramado sangre. Y Ezzelin, que podía haber hablado del pasado, no volvió más.

XXIV Dijo un campesino que cierta noche un siervo cruzó el valle cuando la luz de Cintia daba ya casi paso a la mañana y todo yacía en neblina bajo sus evanescentes cuernos. Era un hombre que se levantaba al alborear a fin de cortar leña para dar de comer a sus hijos. Llegó al río que dividía las llanuras de las tierras de Otho de los anchos dominios de Lara. Oyó entonces el sonar de los cascos de un caballo y un jinete salió de la espesura, llevando un bulto envuelto en una capa a la grupa de su caballo. Inclinaba la cabeza y escondía su fisonomía. Extrañado por la súbita aparición y previendo que allí podía haber algún crimen, el siervo siguió a tientas los pasos del desconocido. Cuando éste llegó al río, saltó de su caballo y, levantando la carga que llevaba se dirigió a la orilla desde donde acercó el bulto a la corriente. Miró, volvióse y pareció vigilar. Tras otra

apresurada mirada, remontó el río. Detúvose de pronto, inclinóse y recogió las más pesadas piedras que habían dejado en la orilla las riadas invernales, y comenzó a atarlas, con poco común diligencia, al objeto que tenía debajo. Entretanto el siervo se había deslizado hasta donde le cabía ver sin ser visto lo que todo aquello significaba. Parecióle atisbar un pecho humano flotando y algo que sobre su coleto brillaba a la luz de las estrellas. Y cuando el siervo empezaba a reparar debidamente en lo que, sin duda, era un cuerpo humano, un macizo fragmento de piedra cayó sobre el hombre, que aún flotaba, y lo hizo sumirse en el fondo. Otra vez salió a la superficie, pero ya como una forma confusa, y dejó las aguas teñidas de color púrpureo. En seguida volvió a hundirse en las aguas. El jinete miró hasta que las últimas burbujas se hubieron disipado y entonces se dirigió a su piafante corcel, espoleólo y desapareció con gran velocidad. Tenía el rostro enmascarado. Las facciones del muerto, si muerto estaba, no fueron advertidas por el observador, pero sí la insignia de caballería que en el pecho llevaba y que el hombre había visto portada por sir Ezzelin la noche que precedió a aquélla. El cielo recibiera su alma si había perecido así. Sus miembros descenderían hasta las olas del océano y caritativamente había que albergar la esperanza de que no hubiese sido Lara quien le hirió con su mano.

XXV Ya han desaparecido Kaled, Lara y Ezzelin y ningún monumento funeral marca sus tumbas. Vanos fueron los esfuerzos para apartar a la mujer de donde había corrido la sangre de su señor. El dolor humilló un espíritu antes tan orgulloso. Pocas lágrimas vertió y no fueron estridentes sus gemidos. Enfurecida estaba, sin embargo, y no podía arrancársela del lugar donde se negaba

a creer que no siguiese Lara. Ardían sus ojos con el vivido fuego que posee a la tigresa cuando le falta su cachorro. Dejada, al fin, sola para pasar los momentos de angustia que le esperaban, inútilmente interpeló a los vientos, llenos de esas sombras que pinta el angustiado cerebro de los disgustos mortales. Parecía que tales fantasmas escucharan y quisieran consolar sus tiernas quejas. Permaneció bajo el árbol donde la cabeza sin fuerza de Lara había descansado sobre sus rodillas en la postura en que ella le vio caer. Recordaba sus palabras, sus miradas y la última vez que, moribundo, le estrechó la mano. Rasgóse las vestiduras otra vez, aunque tampoco ahora se mesó los cabellos. A menudo arrancaba de su pecho una tira de tela y la pasaba suavemente sobre el suelo, como si restañase la herida de un fantasma. Hacía preguntas y ella misma las respondía por él. Después se levantó y huyó de la persecución de algún imaginario espectro. Más tarde se sentó sobre unas raíces, escondió su rostro entre sus delicadas manos y comenzó a trazar extraños caracteres en la arena. Aquello no duró mucho. Yace ahora junto al que había amado. Nunca contó su historia, pero su fidelidad fue harto caramente probada.

PERCY BYSSHE SHELLEY 1792-1822

EL ESPÍRITU DEL MUNDO En lo hondo, muy lejos del borrascoso camino que la carroza seguía, tranquilo como un infante en el sueño, yacía, majestuoso, el océano. Su vasto espejo silente ofrecía a los ojos luceros al declinar, ya muy pálidos, la estela ardiente del carro y la luz gris de cuando el día amanece, tiñendo las nubes, a modo de leves vellones, que entre sus pliegues al alba niña acunaban. Parecía volar la carroza a través de un abismo, de un cóncavo inmenso, con un millón de constelaciones radiante, teñido de colores sin fin y ceñido de un semicírculo que llameaba incesantes meteoros. Al acercarse a su meta,

más veloces aún parecían las sombras aladas. No se columbraba ya el mar; y la tierra parecía una vasta esfera de sombra, flotando en la negra sima del cielo, con el orbe sin nubes del sol, cuyos rayos de rápida luz dividíanse, al paso, más veloz todavía, de aquella carroza y caían, como en el mar los penachos de espuma que lanzan las ondas hirvientes ante la proa que avanza. Y la encantada carroza su ruta seguía. Orbe distante, la tierra era ya el luminar más menudo que titila en los cielos, y en tanto, en la senda del carro, vastamente rodaban sistemas innúmeros y orbes sin cuento esparcían, siempre cambiante, su gloria. ¡Maravillosa visión! Eran curvos algunos, al modo de cuernos, y como la luna en creciente de plata, pendían en la bóveda oscura del cielo; esparcían otros un rayo tenue y claro, así Héspero cuando en el mar brilla aún el Poniente, apagándose; más allá se arrojaban otros contra la noche, con colas de trémulo fuego, como esferas que a la ruina, a la muerte caminan; como luceros brillaban algunos, pero, al pasar la carroza, palidecía toda otra luz...

PROMETEO LIBERTADO Tú bajaste, entre todas las ráfagas del cielo: al modo de un espíritu o de un pensar, que agolpa inesperadas lágrimas en ojos insensibles,

o como los latidos de un corazón amargo que debiera tener ya la paz, descendiste en cuna de borrascas; así tú despertabas, Primavera, ¡ oh, nacida de mil vientos! Tan súbita te llegas, como alguna memoria de un ensueño que se ha tornado triste, pues fue dulce algún día, y como el genio o como el júbilo que eleva de la tierra, vistiendo con las doradas nubes el yermo de la vida. La estación llegó ya, y el día: ésta es la hora; has de venirte cuando sale el sol, dulce hermana: ¡llega, al fin, deseada tanto tiempo, y remisa! ¡Qué lentos, cual gusanos de muerte, los instantes! El punto de una estrella blanca aun tiembla, en lo hondo de esa luz amarilla del día que se agranda tras montañas de púrpura: a través de una sima de la niebla que el viento divide, el lago oscuro la refleja; se apaga; ya vuelve a rutilar al desvaírse el agua, mientras hebras ardientes de las tejidas nubes arranca el aire pálido: ¡se pierde! Y en los picos de nieve, como nubes, la luz del sol, rosada, ya tiembla. ¿No se oye la eólica música de sus plumas, de un verde marino, abanicando al alba carmesí?...

A UNA ALONDRA ¡Sé bienvenido, jubiloso espíritu! No fuiste nunca un pájaro, tú, que desde los cielos o cerca de sus lindes, el corazón derramas en profusos acentos, con arte no pensado. Alta, siempre más alta, de la tierra te lanzas

como nube de fuego; por el azul revuelas y cantando, te ciernes y, cerniéndote, cantas. En dorados relámpagos del sol, ya trasmontado, donde se encienden nubes, flotas tú y te deslizas como gozo sin cuerpo que empieza su carrera. La tardecica pálida y purpúrea, en torno de tu vuelo se funde: como estrella del cielo, al ser día, invisible eres tú, pero escucho tu voz dulce y aguda, fina como las flechas de la esfera de plata, cuya viva luz mengua en la blanca alborada, y ya, sin verla apenas, lejana la sentimos. Todo el aire y la tierra de tus trinos se colman: así, en la noche pura, desde una nube sola, derrama luz la luna y se inundan los cielos. No sabemos quién eres. Y a ti más parecido ¿qué habrá? De la irisada nube no fluyen nunca gotas tan radiantes, como de tu presencia nos llueven melodías. Así un poeta oculto en luz de pensamientos,

que entona sus canciones, hasta sentir el mundo temores y esperanzas que no advirtiera nunca. Así una alta doncella en torre de un palacio, que alivia pesadumbres de amor secretamente, con música tan dulce como el amor, fluyendo de su estancia. Tal dorada luciérnaga en valle de rocío, que esparce, sin ser vista, aéreos, sus fulgores, entre flores y hierba que a los ojos la ocultan. Cual rosa retirada entre sus hojas verdes, deshojada por brisas tibias, hasta que sienten desmayo, por exceso de aroma, sus ladrones de vuelo fatigado. Al son de los chubascos de primavera, en hierbas relucientes, a flores despertadas por la lluvia, a todo lo que hubiere de alegre, claro y fresco, tu música aventaja. Dinos, ave o espíritu, tus dulces pensamientos: nunca oí una alabanza del amor o del vino, que tan divino arrobo, ardiente, derramara. Los coros de Himeneo, los cantos de victoria,

junto a los tuyos fueran ostentación vacía, aquello en que se siente alguna f alía oculta. ¿Qué objetos son la fuente de tu feliz gorjeo? ¿Qué campos, ondas, montes? ¿Qué cielos o llanuras? ¿Qué amor de semejantes y qué ignorar de penas? En tu alegría clara no caben languideces; la sombra de la angustia nunca a ti se ha acercado: amas y el triste hastío de amor nunca supiste. En vigilia o dormida, pensarás de la muerte cosas más ciertas y hondas que nosotros, mortales: si no, ¿ cómo brotara tu arroyo cristalino? Miramos antes, luego; lo que no es lloramos: nuestra risa más clara se mezcla con suspiros; da los más dulces cantos nuestro pensar más triste. Mas si hiciéramos burla de orgullo y odio y miedo; si hubiésemos nacido para no llorar nunca, no sé si llegaríamos tan cerca de tu gozo. Mejor que todo verso de sones deliciosos,

mejor que las preseas de los libros, tu arte será para el poeta, ¡tú, que al suelo escarneces! Si un poco me dijeras del gozo que tú sabes, tal locura harmoniosa brotara de mis labios, que, como yo te escucho, el mundo escucharía.

VINO DE HADAS Me embriagué de aquel vino de miel del capullo lunar de zarzarrosa, que recogen las hadas en copas de jacinto: los lirones, murciélagos y topos duermen entre los muros o en la hierba, en el patio desierto y triste del castillo; cuando el vino derraman en la tierra de estío o en medio del rocío se elevan sus vapores, de alegría se colman sus venturosos sueños y, dormidos, murmuran su alborozo; pues pocas son las hadas que llevan tan nuevos esos cálices.

HIMNO DE PAN De las altas llanadas y bosques hoy venimos, venimos; de las islas ceñidas de ríos, donde, bravas, las ondas se callan, escuchando mi flauta tan dulce. Todo viento en los juncos y cañas,

y la abeja en la flor del tomillo, en arbustos de mirto los pájaros, la cigarra en limeros subida, los lagartos, abajo, en la hierba, más que Tmolus, el viejo, callaban, escuchando mi flauta tan dulce.

II El Peneo fluía, fluía y el Tempé estaba oscuro, a la sombra del Pelión, que ya dominaba al ocaso, más rápido huyendo por el son de mi flauta tan dulce. Los silenos, silvanos y faunos y las ninfas de ríos y selvas, en la orilla de prados mojados o en las cuevas que cubre el rocío, y así todo el cortejo, callaban por amor, como callas, Apolo, envidiando mi flauta tan dulce.

III Los danzantes luceros cantaba y la Tierra, como un laberinto, y los cielos, las guerras enormes del Amor y el Nacer y la Muerte. Mudé luego mi canto: era en Ménalo, en un valle —canté—; perseguía a una joven y obtuve una cana. ¡Así engañan a humanos y dioses! Se nos quiebra en el pecho y sangramos: y lloraron. Y así lloraríais si la envidia o la edad no os helaran, al plañir de mi flauta tan dulce.

ODA A NÁPOLES En la ciudad desenterrada estuve y las hojas de otoño escuché, como pasos leves de los espíritus en sus calles; y oía, a intervalos, la voz soñolienta del Monte, estremeciendo aquellas estancias sin amparo: el trueno oracular sacudió, penetrante, al alma que escuchaba, en mi sangre suspensa. Conocí que me hablaba la Tierra en su profundo corazón, mas no oía. Entre columnas blancas, resplandecía el mar, sosteniendo a la isla, llano de luz en medio de dos cielos azules. Había en torno mío los sepulcros radiantes, cuya belleza pura el Tiempo, como a gusto perdonando a la Muerte, dejó intacta. Tan claros eran todos los perfiles como en la mente misma del escultor; y allí las guirnaldas de mirto, yedra y pino de mármol, como invernales hojas que moldeó la nieve, no crecer ni moverse parecían, sólo porque el silencio cristalino del aire en sus vidas pesaba; así el Poder divino, que lo aquietaba todo, cerníase en la mía...

ORFEO

A. No lejos, en aquella colina puntiaguda que corona un anillo de robles, podréis ver

un campo oscuro y yermo, por donde se desliza, negro y lento, un arroyo profundo, pero angosto, que los vientos no rizan y al que la hermosa luna mira en vano, no hallando en él ningún espejo. Siguiendo las riberas sin hierba del extraño arroyo, llegaréis a un estanque sombrío, que es manantial del río menudo; mas brotando no le veréis; se oculta en noche sin luceros y vive cobijado en las enormes rocas que dan sombra al estanque: fontana de tiniebla sin fin, en cuyo borde la tierna luz se agita, anhelosa de unirse con su pareja; empero, como Siringa huía de Pan, huye del día la noche, o con un odio sombrío y displicente, le negará su abrazo, nacido de los cielos. En un flanco de aquella colina abrupta, informe, hay una cueva, y de ella, en círculos, asciende una pálida bruma, aérea telaraña cuyo aliento destruye la vida — mientras cela las rocas; — luego el viento la esparce, y se desliza, siguiendo al agua, o quédase en las grietas, lenta, matando a soñolientos gusanos que allí osaren vivir. Hay en la cumbre de aquel negro cerro algunos cipreses: pero no como aquellos que, con aguja grácil y fervorosa vida, el puro azul traspasan de tu valle nativo, entre cuyo ramaje el aire juega apenas, temiendo malograr su majestad graciosa: sino muy castigados del viento y fatigados, asiéndose entre si; y, débiles, sus ramas suspiran a la injuria del viento y, a sus ráfagas, se agitan, marineros que la borrasca vence.

Coro ¿Y ese maravilloso sonido, triste y leve, pero más melodioso que el viento, entre columnas de un templo murmurando?

A. Es la voz errabunda de la lira de Orfeo, en alas de los vientos, quejosos de que el rudo monarca los aleje de aquellas notas dulces; pero, en su prisa, llévanse consigo el apagado sonido, y lo derraman al modo de un rocío sobre el estremecido sentido.

Coro ¿Canta aún? Creí que el arpa, al pronto, lejos de sí arrojara cuando perdió a su Eurídice.

A. ¡Oh, no! Muy breve tiempo enmudeció. Tal como un ciervo perseguido se estremece un instante en la terrible orilla de un arroyo veloz — y clamorean, crueles, los ensordecedores lebreles y las flechas brillan y hieren — mas se lanza: así, alcanzando Orfeo por los dientes de la insaciable angustia, agitó como ménade su lira en el brillante aire, gritando: « ¡ Ella reside entre las sombras! »Luego, a sus cuerdas arrancó un sonido

de profunda y terrible armonía. ¡Oh, tristeza! En tiempos ya lejanos, cuando la bella Eurídice, con encendidos ojos, le escuchaba a su vera, dulcemente él cantaba temas altos, celestes. Como en un arroyuelo, ornado de menudas ondas por airecillos de abril, que en cada rizo del agua un vario espejo ofrece al sol, en tanto musicalmente fluye entre riberas verdes, sin pausas, incesante, muy claro y fresco siempre: así fluyó su canto, reflejando la honda alegría y el tierno querer que las dulcísimas notas alimentaron, como un manjar de dioses. Mas ya pasó. Volviendo del espantable Infierno, eligió su sitial solitario en las rocas, que ennegrecía el liquen, en el desnudo llano. Y allí, de la fontana incesante y profunda de su dolor que, eterno, se agitaba ya siempre, se elevó hasta los cielos una canción airada. Es como catarata potente, que dividen dos peñascos gemelos, con aguas fuertes, raudas, y se lanza con hórridos bramidos y rumores al fondo de una sima. De una perenne fuente fluye siempre y se cae; los aires estremece alto, feroz bramido, empero ¡qué armonioso!, y en su caída, esparce la vaporosa espuma, que viste el sol con todo el esplendor del iris. Así el tempestuoso torrente de su pena se viste con dulcísimos sonidos y con varias voces de poesía. Jamás como las obras humanas languidece, y en todas sus mudanzas, prudencia y hermosura y la divina fuerza de la poesía, tan poderosa, conviven, mezcladas en un dulce acuerdo: así yo he visto, fiero, el viento del Sur lacerar el sombrío cielo, y arrebatar trozos de aladas nubes que ya no se detienen, que corren siempre, como

lo quiere su implacable pastor; y las estrellas, temblando, vagas, miran en medio de las plumas. Luego, se aclara el cielo y la elevada bóveda serena, y estrellada con encendidas flores, envuelve a la agitada tierra; o bien la apacible luna, veloz y grácil, emprende su carrera, brillante levantándose al Este, entre montañas. Hablo de luna y viento y de estrellas y no del canto: mas si quiero un eco de su altísimo cantar, debe prestarme la Natura palabras nunca usadas o copia de sus obras perfectas, para pintar aquellos perfectos atributos. Orfeo no se sienta ya en su trono de erguidas peñas, en la llanura desértica y sin hierba, pues nudosos acebos de un eterno verdor, y cipreses que apenas agitan su ramaje y olivos verde mar, de agradecido fruto, y los olmos, que arrastran curvas enredaderas, que al seguirles, veloces, dejan caer sus bayas, y las matas de endrino, con su raza chiquita de coloradas rosas; las hayas, tan queridas de los amantes; sauces llorones: ya veloces o lentos, según tengan grandes ramas o leve veste, todos ciñeron su trono y aun la Tierra hizo surgir del seno materno una espesura de flores como estrellas y hierbas de olor dulce, para que el suelo cubran del templo que levanta su poesía. Hay hoscos leones a sus plantas y van los cabritillas, sin miedo, a aquel refugio. Aun los ciegos gusanos diríase que oyen. Enmudecen los pájaros, la cabeza caída, posados en las ramas más bajas de los árboles; ni el ruiseñor osara introducir su nota en competencia, mas con arrobo le escucha.

EPIPSYCHIDION

...Emilia, flota ahora un bajel en el puerto, se cierne un viento sobre la frente de los montes: cruza una senda el piso azulado del mar, y no surcó hasta ahora quilla alguna esta senda. Los alciones meditan en islas sin espumas y el engañoso océano sus tretas allí olvida. Los alegres marinos son allí osados, libres. Dime: ¿ querrás venir conmigo, dulce hermana? Nuestro bajel es un albatros cuyo nido está en Edén lejano, en levante de púrpura: iremos en sus alas y, entre tanto, la Noche y el Día y la Borrasca y la Calma, ministros serán para nosotros en ese mar sin límites, el uno en pos del otro, mas sin saberlo nunca. Sé de una isla, en jónicos celajes amparada, bella como un salvado rincón del Paraíso, y, no siendo sus puertos ni buenos ni seguros, aquel país se hubiera quedado en soledades, seamos alma viva de esa isla celeste, conscientes, indistintos, uno solo. Entre tanto, nos alzaremos ambos: sentados o en camino, nos cobijará, azul, el techo de ese clima jónico, y vagaremos por los prados o iremos a los musgosos montes, cuando el cielo se inclina, con las brisas más leves, a besar a su amante; o pasaremos donde la orilla, con sus guijas bajo los besos raudos y suaves del mar, se agita y centellea, como en éxtasis; dueños y a un tiempo poseídos por todo lo que encierra ese tranquilo círculo de ventura, y el uno para el otro, hasta ser como una cosa misma el amor y la vida. O al mediodía, iremos a alguna antigua cueva muy blanca, que parece

guardar claro de luna cuando expiró la noche, y donde nunca asoma, despierto, el día. Velo será de nuestro asilo, cual nocturna clausura que celará tus luces inocentes con sueño, con el sueño, rocío fresco del amor lánguido, lluvia que apaga besos y los renueva. Largo será nuestro coloquio, y excesiva dulzura tendrá la melodía del pensamiento, hasta que, sin palabras, viva en miradas, saetas del mudo corazón, estremecida música que da calladamente armonía al silencio...

JOHN KEATS 1795-1821

DE PUNTILLAS ANDUVE... De puntillas anduve por un pequeño monte. Daba frescor el aire y corría tan leve, que los dulces capullos, con orgullo modesto y languidez, doblando, en una breve curva, sus tallos, con las hojas escasas y ahusados, no perdieron aún la estrellada diadema recogida del día en su primer sollozo. Puras eran y blancas las nubes, como ovejas trasquiladas, saliendo del arroyo. Dormían, dulces, en los bancales del azul; deslizábase un estremecimiento silencioso en las hojas, nacido del suspiro que exhalaba el silencio, pues no se hubiera visto ni un moverse menudo entre todas las sombras de la hierba, inclinadas. Al ojo más voraz, largo vagabundeo ofrecíase en torno, entre las cosas varias: reseguir el cristal del lejano horizonte y descubrir las líneas de su borde, indecisas;

imaginarse raros, caprichosos meandros del sendero del bosque, interminable y fresco en los fondos umbríos y en salientes hojosos, adivinar por dónde frescores busca el río. Miré un poco, y tan ágil y libre me sentía como si, abanicándome, las alas de Mercurio hubiesen en mis pies retozado: era leve mi corazón, y muchas delicias de mis ojos me estremecían. Púseme a hacer un ramillete de esplendores brillantes y suaves: leche y rosa. Una mata de flores de mayo, con abejas: ¡ah! no faltará, cierto, en los recodos dulces; que el lozano laburno sobre ellas se vierta, y, junto a sus raíces, altas hierbas las guarden frescas, húmedas, verdes; y den sombra a violetas para que al musgo prendan en la red de sus hojas. Un seto de avellanos, que ciñen zarzarrosas y espesa madreselva, recogiendo la brisa en sus tronos de estío; y también se vería el ajedrez frecuente de algún árbol muy tierno, que, con hermanos leves y verdes, ha brotado en caprichosos musgos, de las viejas raíces. Y un manantial se escucha, en torno, de aguas claras, hablando locamente de sus hijas graciosas y azules, las campánulas: o tal vez se lamente al ver aquellos ramos hermosos, arrancados rudamente del fresco lecho y, por unas manos de niñito esparcidos, morir en el sendero. ¡ Abrid de nuevo vuestros círculos de estrellados pliegues, ardientes clavelones! Y sequen el relente vuestros dorados párpados, ya que nos manda Apolo vuestra loa cantar en estos días,

con muchas arpas que él, ha poco, acariciara; y cuando ya, de nuevo, vuestro rocío bese, decidle que en mi mundo de venturas os guardo: así, tal vez, si vago por un valle, a lo lejos, su recia voz me llegará en la brisa. Hay aquí los guisantes silvestres, de puntillas, con sus alas de un leve rubor y un blanco puro y dedos ahusados, que se alargan en torno para enlazarlo todo con anillos chiquitos. Deteneos un instante en las tablas curvadas, que al borde de un veloz arroyuelo se apoyan, y atentos contemplad la Naturaleza: su vivir es más dulce que arrullo de palomas. ¡ Qué callada se llega el agua hasta el recodo! No envía ni el más leve murmullo hacia el ramaje vertido de los sauces; y unas briznas de hierba pasan, lentas, en medio de las cruzadas sombras. ¡ Ah! Bien podríais dar lectura a dos sonetos antes que alcancen el frescor raudo, que echa naturales sermones en su lecho de guijas, donde bandas de peces sus cabecitas muestran, parando contra el agua los cuerpos ondulosos, para gustar la pompa de los rayos del sol, templada en su frescura. ¡Y cómo pugnan siempre con su dulce deleite y esconden, como en nido, la plata de su vientre en la guijosa arena! Y si abrierais la mano, aunque fuera muy poco, ni un solo quedara; pero apartad los ojos y los veréis de nuevo. Van las ondas, dijérase, a los berros con júbilo y allí alcanzan frescores, en trenzas de esmeralda; y, en tanto, al refrescarse, prodigan su frescura y humedad, que conservan muy verde aquella umbría, cambiando así favores, como los buenos, obras limpias y verdaderas.

A veces, el martín pescador se desliza de las colgantes ramas; pero un momento sólo. Pronto bebe y gorjea y se alisa las plumas, y luego echa a volar, en caprichoso juego: o acaso, por mostrar su ala negra y dorada, detiene el vuelo amarillo. ............................................................................................................ ¿Y después? Una mata de vesperales prímulas, donde puede el espíritu volar y adormecerse y, a su vera, lograr un sueño deleitoso, aunque turbado siempre por el súbito abrirse de capullos, tornados ricas flores, o el vuelo de las varias falenas que el descanso abandonan; o por la luna, cuando su plateado borde asoma por las nubes, en un flotar pausado, alcanzando el azul, ya con su luz entera. ¡Oh madre de los dulces poetas! ¡Oh deleite de la tierra y de sus moradores amables! Ornadora de nubes, luz en cristal de ríos, mezclada con las hojas, los rocíos y arroyos, tú que cierras los lindos ojos para los sueños lindos, de soledades amiga y del vagar, de los ojos alzados y del meditar tierno. Más habré de alabarte que a aquellos esplendores que, sonriendo, nos piden nuevas fábulas dulces. Pues, ¿quién hizo escribir al sabio o al poeta sino la luz de tu paraíso, Natura? Vemos en la grandeza tranquila de algún verso austero, el ondular de un pino en la montaña, y al escuchar el fin de un cuento venturoso, nos sentimos seguros como entre espinos blancos; al agitar el alma las alas esplendentes, se pierde entre humaredas placenteras: las rosas de rocío y de hadas nos rozan el semblante y en vasos de diamante hay laureles floridos;

hay sobre nuestra frente jazmines, zarzarrosas y las uvas en flor, que se ríen, con veste verde, y a nuestras plantas la voz del cristalino bullir, que se nos lleva lejos de nuestras cuitas; y alzados nos sentimos por encima del mundo, el pie en las blancas nubes enlazadas, rizadas. Así sintió el primero que contó cómo Psique partió en el viento fino hacia reinos de sueño: lo que sintieron Psique y Amor, cuando sus labios se fundieron por vez primera; las caricias amorosas y ardientes en las mejillas; todos los suspiros, los besos en los trémulos ojos; la lámpara de plata y el rapto y la sorpresa, la soledad, la sombra y el tronar espantoso; y, finidas sus cuitas, el vuelo al cielo, donde con gratitud se inclinan ante el trono de Júpiter. Así sintió quien apartó el ramaje, para que contempláramos la floresta espaciosa y allí las vagas formas de los faunos y dríadas, llegando, con suavísimo rumor, entre los árboles; y guirnaldas de flores selváticas y dulces, alzadas en muñecas de marfil o en pies ágiles: cantó como la bella, temblorosa Siringa, huyó del Pan arcádico con invencible miedo. ¡Pobre Pan, pobre ninfa! Él lloró, no encontrando sino el más delicado suspirar de la brisa por el río, entre cañas: una música leve, llena de una tristeza dulce — dolor fragante. ¿ Qué inspiró al bardo antiguo el cántico primero del lánguido Narciso sobre la fuente pura? En algún delicioso vagabundeo, un día halló un claro, ceñido de enlazado ramaje, y en su centro el estanque más límpido que hubiere reflejado en su amable frescor azul de cielo, aquí y allá atisbando, sereno, entre guirnaldas de retoños, en un crecer de maravilla.

Y una flor solitaria sorprendió en la ribera, flor mansa, abandonada, sin el más leve orgullo, doblando su belleza junto a las limpias aguas, por cortejar, muy cerca, su propia imagen triste; sorda al ligero Céfiro, no se movía nunca, inclinándose aún y sufriendo y amando. Así, estando el poeta en el dulce paraje, destelló resplandores vagos su fantasía, y no tardó en contar la historia de Narciso, el doncel, y las cuitas de Eco triste. ¿ Dónde estuvo? ¿ Qué ardiente corazón exhalaba el más dulce de todos los cantos, siempre nuevo, esa delicia pura, que esparce frescor siempre y sin cesar bendice al viajero, a la luz de la luna? Le trae formas del invisible mundo, maravillosas canciones de lo alto, de los nidos floridos y de la blanda seda, que descansa en la contemplación de los luceros. Sin duda quebraría nuestros cercos humanos y alcanzaría alguna región de maravilla, ¡oh, divino Endimión!, para buscarte. Y fue poeta y fue también enamorado quien estuvo en la cumbre del Latmos, cuando brisas blandas allí soplaban del valle de los mirtos, y trajo, en un desmayo solemne, dulce y lento del templo de Diana un himno; y el incienso se elevaba, temblando, al alcázar de estrellas. Su semblante era claro como un mirar de niño, y al sacrificio daba sus sonrisas la diosa; pero lloró el Poeta su doloroso sino, lloró por su hermosura sin esperanza; entonces inspiróle su ira bella doradas notas y diole su Endimión a la modesta Cintia.

¡Oh Reina de los vastos aires, la más graciosa reina de resplandores que yo viera en mi vida! Como tu brillo excede a toda luz, tu historia aventaja en dulzura a todas las consejas. ¡ Ah, si con tres palabras de miel contar pudiera sólo una maravilla de tu noche nupcial!...

A QUIEN EN LA CIUDAD... A quien en la ciudad estuvo largo tiempo confinado, le es dulce contemplar la serena y abierta faz del cielo, exhalar su plegaria hacia la gran sonrisa del azul. ¿Quién más feliz, entonces, si, con el alma alegre, se hunde, fatigado, en la blanda yacija de la hierba ondulante y lee una acabada, una gentil historia de amor y languidez? Si, atardecido, vuelve al hogar, ya en su oído la voz de Filomela, y acechando: sus ojos la fúlgida carrera de una pequeña nube, lamenta el deslizarse del presuroso día, desvanecido como la lágrima de un ángel que cae por el éter claro, calladamente.

SOBRE LA CIGARRA Y EL GRILLO Jamás la poesía de la tierra se extingue: cuando a todos los pájaros abate el sol ardiente y ocúltanse en frescores de umbría, una voz corre de seto en seto, por prados recién segados. Es la de la cigarra. El concierto dirige de la pompa estival y no se sacia nunca de sus delicias, pues si le cansan sus juegos, se tumba a reposar bajo algún junco amable.

En la tierra jamás la poesía cesa: cuando, en la solitaria tarde invernal, el hielo ha labrado el silencio, en el hogar ya vibra el cántico del grillo, que aumenta sus ardores, y parece, al sumido en somnolencia dulce, la voz de la cigarra, entre colinas verdes.

FELIZ ES INGLATERRA ¡ Feliz es Inglaterra! Ya me contentaría no viendo más verdores que los suyos, no sintiendo más brisas que las que soplan entre sus frondas confundidas con las leyendas grandes; pero nostalgia siento, a veces; languidezco por los cielos de Italia; íntimamente gimo por no hallarme en el trono de los Alpes sentado, para olvidar un poco el mundano y el mundo. Feliz es Inglaterra y dulces son sus hijas, sin artificio: bástame su encanto tan sencillo, sus blanquísimos brazos, que ciñen en silencio; pero en deseos ardo, a menudo, de ver bellezas de mirada más honda, y de sus cantos, y de vagar con ellas por aguas del estío.

A UN RUISEÑOR Me duele el corazón y aqueja un soñoliento torpor a mis sentidos, cual si hubiera bebido cicuta o apurado algún fuerte narcótico ahora mismo, y me hundiese en el Leteo: no porque sienta envidia de tu sino feliz, sino por excesiva ventura en tu ventura, tú que, Dríada alada de los árboles, en alguna maraña melodiosa

de los verdes hayales y las sombras sin cuento, a plena voz le cantas al estío. ¡Oh! ¡Quién me diera un sorbo de vino, largo tiempo refrescado en la tierra profunda, sabiendo a Flora y a los campos verdes, a danza y canción provenzal y a soleada alegría! ¡Quién un vaso me diera del Sur cálido, colmado de hipocrás rosado y verdadero, con bullir en su borde de enlazadas burbujas y mi boca de púrpura teñida; beber y, sin ser visto, abandonar el mundo y perderme contigo en las sombras del bosque! A lo lejos perderme, disiparme, olvidar lo que entre ramas no supiste nunca: la fatiga, la fiebre y el enojo de donde, uno a otro, los hombres, en su gemir, se escuchan, y sacude el temblor postreras canas tristes; donde la juventud, flaca y pálida, muere; donde, sólo al pensar, nos llenan la tristeza y esas desesperanzas con párpados de plomo; donde sus ojos claros no guarda la hermosura sin que, ya al otro día, los nuble un amor nuevo. ¡ Perderme lejos, lejos! Pues volaré contigo, no en el carro de Baco y con sus leopardos, sino en las invisibles alas de la Poesía, aunque la mente obtusa vacile y se detenga. ¡ Contigo ya! Tierna es la noche y tal vez en su trono esté la Luna Reina y, entorno, aquel enjambre de estrellas, de sus Hadas; pero aquí no hay más luces que las que exhala el cielo con sus brisas, por ramas sombrías y senderos serpenteantes, musgosos.

No alcanzo a ver qué flores hay ahora a mis plantas, ni qué incienso suave sobre las ramas tiembla, pero en fragante umbría adivino, una a una, dulzuras con que el mes, oportuno, enriquece a la hierba, al zarzal, al frutal de los bosques, a rosas pastoriles y a los espinos blancos, a violetas, que pronto en la hojarasca mueren, y a la hija mayor del ya mediado mayo: esa rosa almizcleña, futura, con rocío, donde en tardes de estío muchas alas murmuran. Entre sombras escucho; y si yo tantas veces casi me enamoré de la apacible Muerte y le di dulces nombres en versos pensativos, para que se llevara por los aires mi aliento tranquilo; más que nunca morir parece amable, extinguirse sin pena, a medianoche, en tanto tú derramas toda el alma en ese arrobamiento. Cantarías aún, más ya no te oiría: para tu canto fúnebre sería tierra y hierba. Pero tú no naciste para la muerte, ¡oh, pájaro inmortal! No habrá gentes hambrientas que te humillen; la voz que oigo esta noche pasajera, fue oída por el emperador, antaño, y por el rústico; tal vez el mismo canto llegó al corazón triste de Ruth, cuando, sintiendo nostalgia de su tierra, por las extrañas mieses se detuvo, llorando; el mismo que hechizara a menudo los mágicos ventanales, abiertos sobre espumas de mares azarosos, en tierras de hadas y de olvido. ¡De olvido! Esa palabra, como campana, dobla y me aleja de ti, hacia mis soledades. ¡Adiós! La fantasía no alucina tan bien

como la fama reza, elfo de engaño. ¡Adiós, adiós! Doliente, ya tu himno se apaga más allá de esos prados, sobre el callado arroyo, por encima del monte, y luego se sepulta entre avenidas del vecino valle. ¿Era visión o sueño? Se fue ya aquella música. ¿Despierto? ¿Estoy dormido?

AL OTOÑO Estación de la bruma y la dulce abundancia, gran amiga del sol que todo lo madura, tú que con él planeas cómo dar carga y gozo de frutos a la vid, bajo el pajizo alero; cómo doblar los árboles musgosos de las chozas, con peso de manzanas, y sazonar los frutos y henchir la calabaza y rellenar de un dulce grano las avellanas; cómo abrir más y más flores tardías para las abejas, y en tanto crean ya que los cálidos días no acaban nunca, pues les colmó el estío sus pegajosas celdas. ¿Quién, entre tu abundancia, no te ha visto a menudo? A veces, el que busque fuera, podrá encontrarte sentado en un granero, en el suelo, al descuido, el pelo suavemente alzado por la brisa algo viva; o dormido, en un surco que a medias segaron, al aliento de las adormideras, mientras tu hoz respeta trigo próximo y flores enlazadas. Y a veces, como una espigadora, enhiesta la cargada cabeza, un riachuelo cruzas; o junto a alguna prensa de cidras, velas pacientemente el último fluir, horas y horas. ¿Dónde están las canciones primavera? ¡Ah! ¿Dónde?

Ni pienses más en ellas, pues ya tienes tu música, cuando estriadas nubes florecen el suave morir del día y tiñen de rosa los rastrojos; entonces el doliente coro de los mosquitos entre sauces del río se lamenta, elevándose o bajando, según el soplar de la brisa; y balan los crecidos corderos en los montes; canta el grillo en el seto; y ya, con trino blando, en el jardín cercano, el petirrojo silba y únense golondrinas, gorjeando, en el cielo.

SOBRE LA MELANCOLÍA ¡ Oh, no! No te dirijas al Leteo, ni tuerzas acónito de duras raíces, por su jugo venenoso, ni dejes que tu pálida frente bese la belladona, el racimo encarnado de Proserpina. No hagas con las bayas del tejo un rosario, ni sea escarabajo o fúnebre mariposa tu Psique, ni el búho, revestido de plumón, el misterio comparta de tus cuitas: pues traerán exceso de sueño, sombra a sombra, y anegarán la angustia desvelada del alma. Mas si Melancolía descendiera, de pronto, desde el cielo, a manera de una llorosa nube, que da vida a las flores cabizbajas y oculta en sudario abrileño a la verde colina, sacie entonces tu cuita la matutina rosa o el iris del rompiente salado, en la ribera, o en su riqueza, acaso, redondas peonías; o, si muestra tu amiga un enojo muy dulce, toma su mano suave y deja que delire, y en sus ojos sin par has de saciarte entonces.

Vive con la Belleza —la Belleza que muere— y la Alegría, siempre con la mano en los labios para decir adiós; y junto al doloroso Placer, que es ya veneno mientras la abeja liba; ¡ ah!, y en el propio templo del Deleite, velada, tiene Melancolía su altar señero, visto sólo de quien, con lengua tenaz, quebrar supiere uvas de la Alegría en su paladar fino: su triste poderío bien gustará aquel alma, y penderá entre aquellos trofeos nebulosos.

SOBRE EL MAR No cesan sus eternos murmullos, rodeando las desoladas playas, y el brío de sus olas diez mil cavernas llena dos veces, y el hechizo de Hécate les deja su antiguo son oscuro. Pero a menudo tiene tan dulce continente, que apenas se moviera la concha más menuda durante muchos días, de donde cayó cuando los vientos celestiales pasaron, sin cadenas. Los que tenéis los ojos dolientes o cansados, brindadles esa anchura del mar, como una fiesta; y los ensordecidos por clamoreo rudo o los que estáis ahítos de notas fatigosas, sentaos junto a una antigua caverna, meditando, hasta sobresaltaras, como al cantar las ninfas.

A REYNOLDS ¿Dónde hallar al poeta? Nueve Musas, mostrádmelo, que pueda conocerlo. Es aquel hombre que ante cualquier hombre como un igual se siente, aunque fuere el monarca

o el más pobre de toda la tropa de mendigos; o es tal vez una cosa de maravilla: un hombre entre el simio y Platón; es quien, a una con el pájaro, reyezuelo o bien águila, el camino descubre que a todos sus instintos conduce; el que ha escuchado el rugir del león, y nos diría lo que expresa aquella áspera garganta; y el bramido del tigre le llega articulado y se le adentra, como lengua materna, en el oído.

BIEN VENIDA ALEGRÍA, BIEN VENIDO PESAR

Bien venida alegría, bien venido pesar, la hierba del Leteo y de Hermes la pluma: vengan hoy y mañana, que los quiero lo mismo. Me gusta ver semblantes tristes en tiempo claro y alguna alegre risa oír entre los truenos; bello y feo me gustan: dulces prados, con llamas ocultas en su verde, y un reírse zumbón ante una maravilla; ante una pantomima, un rostro grave; doblar a muerto y alegre repique; el juego de algún niño con una calavera; mañana pura y barco naufragado; las sombras de la noche besando a madreselvas; sierpes silbando entre encarnadas rosas; Cleopatra con regios atavíos y el áspid en el seno; la música de danza y la música triste, juntas las dos, prudente y loca;

musas resplandecientes, musas pálidas; el sombrío Saturno y el saludable Momo: risa y suspiro y nueva risa... ¡ Oh, qué dulzura, el sufrimiento! Musas resplandecientes, musas pálidas, de vuestro rostro alzad el velo, que pueda veros y que escriba sobre el día y la noche a un tiempo; que se apague mi sed de dulces penas: ramas de tejo sean mi refugio, entrelazadas con el mirto nuevo, y pinos y limeros florecidos, y mi lecho la hierba de una fosa.

ESCRITO ANTES DE RELEER «EL REY LEAR»

¡ Romance de dorada lengua y laúd suave! ¡Oh sirena de bellas plumas, lejana Reina! Tus melodías deja en este día crudo, cierra tu libro añoso y quédate callada. ¡Adiós! Pues que, de nuevo, ya la enconada pugna entre dolor de Infierno y apasionado limo, ha de abrasarme todo; y probaré de nuevo esa dulzura amarga del fruto shakespiriano. Poeta Rey! Y nubes, vosotras, las de Albión, creadores de nuestro profundo, eterno tema: cuando cruzado hubiere el robledal antiguo, no dejéis que divague por algún sueño inútil, y, consumido ya del Fuego, dadme nuevas alas de Fénix para mi vuelo deseado.

A REYNOLDS

“Me inspiró estos pensamientos, mi querido Reynolds, la belleza matinal, que incitaba al ocio. No había leído ningún libro, y la mañana me daba razón. En nada pensaba sino en la

mañana, y el Tordo afirmaba mi acierto, pareciendo decir.... “ (Carta a Reynolds, febrero 1818)

¡Tú, a cuyo rostro el viento de invierno se ha acercado y que has visto las nubes de nieve entre la bruma y entre heladas estrellas, olmos de negras cimas! Para ti, primavera será tiempo de mieses. Tú, que por libro único has tenido la luz de supremas tinieblas con que te alimentaste, noche tras noche, cuando lejano estaba Febo: te será primavera una triple mañana. ¡Oh! No te desazones por el saber. Ninguno tengo yo y mis canciones con el calor me brotan. ¡Oh! No te desazones por el saber. Ninguno tengo yo, mas la tarde me escucha. Quien se apene pensando en la indolencia, nunca será un ocioso, y muy despierto está quien se crea dormido.

CANCIÓN DE LA MARGARITA Con su gran ojo, el sol no ve lo que yo veo. La luna, toda plata, orgullosa pudiera ocultarse igualmente en una nube. Y al llegar primavera —¡oh, primavera!— es la de un rey mi vida. Echada entre los brotes de la hierba, acecho a las muchachas bonitas en su paso.

Miro por los lugares donde no osara nadie y se fijan mis ojos donde nadie los fija, y si la noche viene, me cantan los corderos una canción de cuna.