1936-2016: el trauma de tres generaciones todavía sin duelo · 1936-2016: el trauma de tres...
TRANSCRIPT
1936-2016: el trauma de tres generaciones
todavía sin duelo
Llibert Ferri |10-7-2016
La Guerra Civil y la dictadura dejaron heridas en el alma de Enric Pubill, Roser Rosés, Roser Font,
María Luz Abad y Consuelo García de Cid. Heridos pero no vencidos. Los cinco se sienten vinculados
por estas palabras: miedo, resistencia, silencio, duelo, olvido, memoria, reparación, dignidad.
Palabras expresadas dolorosamente. Con tristeza. Aún así, ni Enric, ni las dos Rosers, ni María
Luz ni Consuelo han pronunciado a lo largo del reportaje ninguna expresión de resentimiento ni anhelo
de venganza. Condicionan, eso sí, un hipotético olvido al reconocimiento de la verdad: lo fue una
masacre, un exterminio, y hace falta que se sepa.
ENRIC PUBILL
El chico a quien le gustaba Bambi
Enric Pubill es presidente de la Asociación de Expresos Políticos de Catalunya y pertenece a la primera
generación del trauma de la Guerra Civil. No se está de decir: “Todo el que he hecho lo volvería a
hacer”. La palabra miedo sale enseguida: “El miedo paralizó a mucha gente. El miedo hacía que los
padres escondieran a los hijos todo el que habían sufrido”. Y recuerda el caso de un nieto que
acompañó el abuelo a la Asociación de Expresos a informarse de los trámites para cobrar la pensión a
los combatientes republicanos concedida en 2000. “Incluso una vez reconocido el derecho a cobrar
Reportaje publicado en lengua catalana con el título 1936-2016: el trauma de tres generacions encara
sense dol en http://www.ara.cat/suplements/diumenge/TRAUMA-gENERACIONS-ENCARA-
DOL_0_1610838903.html. Traducción al castellano de Guadalupe Martín (Córdoba).
Llibert Ferri
www.todoslosnombres.org
2
había miedo para explicar el pasado”. Enric ha cumplido los 85 años siendo presidente de la
Asociación de Expresos e hizo los 18 durante los interrogatorios en la Jefatura de Policía de Vía
Laietana. Lo habían detenido para ser militante de las juventudes comunistas. Lo enviaron a la Modelo,
donde pasaría cinco años de su vida. Y después cinco más al penal de Burgos.
En los primeros meses encarcelado, Enric
Pubill activó sus habilidades artesanales –era
encuadernador– haciendo reproducciones de Bambi,
el pequeño ciervo de cuento de Walt Disney que
aquel 1950 llegó a Barcelona, a pesar de que el film
se había estrenado el 1942 en Nueva York. “Me
gustaba mucho Bambi, y por eso todavía conservo
uno”. Me lo enseña mientras explica que lo rellenó
con borra del colchón que le trajo su madre. Y por
eso los compañeros le decían Bambi en tono
cariñoso. En marzo del 1951, en la Modelo, Enric
supo que las calles de Barcelona hervían por el
boicot de la ciudadanía a la subida de los billetes del
transporte. Era la Huelga de los Tranvías, que
culminaría con la primera huelga general desde el
final de la guerra. “Conocí a los organizadores, que
fueron torturados, y más tarde, en 1954, coincidí con
el líder histórico del PSUC, Joan Comorera, expulsado del partido: acusado de rojo y de separatista por
el régimen y de traidor y nacionalista por los antiguos camaradas. Se lo veía muy débil y enfermo.
Sufría asma. Y le dije que durmiera a mi colchón”. E, inevitablemente, vuelve a recordar la borra con
que había rellenado el Bambi, y a recuperar el niño de seis años que era al estallar la guerra, cuando su
padre salió a la calle a defender la República. La última vez que lo vio fue en enero del 1939 en plena
retirada. Después, una llamada desde Francia comunicó que el padre había muerto. “¿Olvidar? No se
puede olvidar”, deja claro Enric. E insiste: “Hay que explicar qué pasó y por qué pasó. El olvido sólo
interesa a los responsables de los crímenes”. ¿Reconciliación? “Vale más que primero hablemos de
reparación, de una pedagogía democrática de recuperación de la memoria. Esto tiene que empezar en la
escuela”, concluye Enric sentado al lado de una vitrina donde conserva algún carné del PSUC,
emblemas militares con la hoz y el martillo y una cajita forrada con fieltro rojo, con bordados y
aplicaciones. Es un recuerdo ucraniano, de la URSS. De aquella Unión Soviética que ofreció refugio a
niños y niñas.
ROSER ROSÉS
Una niña sin trenzas
Es probable que cajitas forradas con fieltro como las de la vitrina del despacho de Enric Pubill le sean
familiares a Roser Rosés, que llegó a Pravda, al lado de Moscú, en 1938. Se la llevó su tío, que era
médico, en una de las expediciones a la URSS. Roser tenía doce años y le horrorizaban los
bombardeos. La idea de marchar de Barcelona fue un alivio. Pero Roser no sabía que al cabo de tres
años la guerra llegaría a Rusia y que el núcleo familiar –los tíos y la prima– se fragmentaría. Roser
quedaría atrapada como los casi 3000 niños de Rusia. Cuando salió de Rusia ya era una mujer.
“Quedaban atrás, en la URSS, siete años y medio de mi vida”, escribe Roser en un fragmento del libro
1936-2016: el trauma de tres generaciones todavía sin duelo
www.todoslosnombres.org
3
Trenes tallades (Ed. Calígraf), que acaba de publicar. “Siete años y medio inimaginables a través de
12.000 kilómetros de desplazamientos y peligrosas evacuaciones […]. Me llevaba conmigo unos
estudios, unas alegrías –pocas– y mucha desdicha. Y la sensación de sentirme fuerte y afortunada por
haber sobrevivido a todo”. Era en 1946, y después de unos meses en México y una
estancia en Nueva York, Roser llega el marzo del 1947 en la España franquista. “En Barcelona me
sorprende el silencio sobre todo lo que ha pasado. Estoy
condenada a no hablar con nadie. No digas que has sido
más de siete años en Rusia, me avisan. Sufres mucho y
coges muchos complejos. El miedo es constante.
Físicamente me viene un temblor que ya no me quitaré
de encima. No podía ir sola a ninguna parte porque me
desmontaba. Veía policías por todas partes”.
Hace sólo doce años –tenía 78– que Roser osó
romper el silencio y empezar a hablar del pasado. Estuvo
en Barcelona, en un encuentro en Gràcia donde había
muchos compañeros excursionistas. Ante el grupo,
explicó su vida. Pero la valentía que supone hacer una
catarsis no siempre es entendida. Y hay quien pregunta:
“¿Y cómo es que te quisiste ir a Rusia? ¿Y no hiciste
nada para evitar todo aquello? ¿Y cómo es que lo
explicas ahora?” Las claves de un interrogatorio como
éste las da la psicoterapeuta Anna Miñarro, coautora del libro Trauma y transmisión (Xoroi Ed.) e
impulsora de grupos de palabra y reflexión: “La situación traumática afecta toda la comunidad, no sólo
los represaliados, y las palabras de incomprensión hacia Roser son una prueba: es el hecho de no saber.
Y también el de no querer saber”. A partir de aquella confesión en Gràcia, Roser Rosés –primera
generación de la guerra, como Enric Pubill– se reconcilió con su pasado, que ha podido explicar en
Trenzas cortadas, escrito a sus 90 años. Un título evocador de uno de sus primeros sobresaltos de aquel
exilio: cuando, por normativa de higiene, a Roser le cortan las trenzas. Fue durante el trayecto de Le
Havre en Leningrado a bordo del barco soviético Fèlix Djerjinski. Pero ahora Roser ya se siente capaz
de decir: “Yo tenía una personalidad, pero no sabía que la tenía. No era consciente”.
ROSER FONT
Una niña en la cárcel
En el grupo de Gracia ante el cual Roser Rosés rompió el silencio estaba Roser Font, que nació en la
cárcel de Borriana en 1940, el año que fue fusilado su padre en la cárcel de Castelló, a los 29 años.
Había quedado atrapado en los sumarísimos puestos en marcha por los vencedores el 1939. Según el
estudio de Carlos Jiménez Villarejo, 192.684 personas murieron en la cárcel en la inmediata posguerra.
Los últimos fusilamientos llevan fecha de 30 de junio del 1944, curiosamente justo cuando las fuerzas
aliadas habían consolidado la ofensiva después del desembarco de Normandía. Para hacer el duelo,
Roser ha necesitado buscar y encontrar los documentos que afectaban su padre: la condena a muerte, la
orden de ejecución, el certificado de defunción. “Tengo el honor de participar a V.E. que en el día de
hoy y en virtud de lo dispuesto en su orden […] han sido entregados al piquete encargado de su
ejecución los reclusos anotados al dorso”. La palabra honor para comunicar el inminente fusilamiento
no pasa por alto: quizás porque expresa una cierta satisfacción. “Pertenezco a una familia que tuvo
Llibert Ferri
www.todoslosnombres.org
4
cuatro de sus miembros cumpliendo cárcel, como mi madre, y cinco condenados a muerte, como mi
padre. Dicho de otro modo: tuve nuevo familiares encarcelados, cinco de los cuales fueron fusilados”.
Roser se pasaría seis años en la cárcel –de la de Borriana fue a la de Castelló– con su madre, de la cual
nunca se separó , y siempre escuchó la verdad sobre la realidad que estaban viviendo las dos. “Y yo allí
en la cárcel pasaba entre los militares y de los guardias civiles. Todos me conocían, y por eso yo hacía
de correo de las presas y pasaba papelitos con mensajes escondidos en los dobladillos y en los
descosidos”.
A pesar de parecer un contrasentido, Roser Font
recuerda esta etapa de la niñez en cautividad con una
sensación de certeza y seguridad que se desvanecería
apenas salir de la cárcel a las postrimerías del 1946. A
su madre la destierran, le prohíben pisar tierra
valenciana, y el 1947 llegan a Barcelona, a compartir un
piso de 60 metros cuadrados con catorce personas. Y
Roser empieza a descubrir lo que desconoce: “Yo no
sabía jugar a los juegos de los otros niños ni sabía quién
eran el Gordo y el Flaco, que todo el mundo conocía. Y
no podía hablar en público del pasado. No `podía decir
que al padre lo habían fusilado y que yo había nacido en
la cárcel”. De los 14 a los 16 años Roser Font vivirá
momentos inolvidables escuchando las lecciones de
Antoni Badia, un profesor republicano inhabilitado que
se ganaba la vida dando clases en un piso de la calle
Pelai. “Aprendí más que yendo a cualquier universidad”, dice. Y ya no pudo parar de profundizar en la
historia de sus orígenes. Leía todo el que le llegaba: leer fue para Roser Font una terapia. Finalmente
toma contacto con los grupos de reflexión donde conocería Roser Rosés, que también buscaba
respuestas a todos los silencios. “¿Que es lo que queda mirando atrás? Mantengo el espíritu de
superación personal. No siento odio ni ganas de venganza. Lo que quiero es justicia. Que se reconozca
que hubo una masacre”.
Roser Font nunca se separó de su madre y no se tragó el diagnóstico de enfermedad mental con
que la etiquetaron. “¿Esquizofrenia? No”, dice convencida Roser, y añade: “Sólo fuimos al psiquiatra
una vez y no volvimos más. Mi madre sólo necesitaba ser comprendida y sentirse acompañada”. Y la
psicoterapeuta Anna Miñarro le pregunta: “Mucha de la gente que transmite el trauma a partir de la
Guerra Civil, ¿eran personas alteradas antes? Y responde… No. La inmensa mayoría eran
ciudadanos/as mentalmente sanas y expresan alteraciones a partir de la violencia. Y precisamente
porque eran personas sanas han podido «hacer cosas» con el que les había pasado, resignificar todo el
sufrimiento”, dice Anna, sin perder de vista que a lo largo de casi ocho décadas el miedo y el silencio
han impedido hacer el duelo a toda una sociedad. El miedo paraliza y el silencio deja heridas abiertas.
“Y aparecen la angustia, los estados depresivos y otras patologías, y los hijos se ven obligados a hacer
un trabajo psíquico para comprender lo que ha pasado. Y aquello que no puede ser nombrado puede
tomar forma de fobias, compulsiones obsesivas o problemas de aprendizaje”, alerta Anna Miñarro, que
establece a continuación los síntomas que caracterizan cada generación herida por el trauma. “En la
primera generación se produce una cripta, un espacio donde queda clausurado todo aquello que no se
ha dicho. En la segunda se pueden percibir los indicios de aquello que no se ha dicho. El sujeto es
portador de un tipo de fantasma que lo habita. Pero todo es todavía presentido e innumerable. Y en la
1936-2016: el trauma de tres generaciones todavía sin duelo
www.todoslosnombres.org
5
tercera generación los hechos han pasado a ser impensables. Se ignora la existencia de un secreto que
pesa sobre el traumatismo no resuelto de la primera generación, y que produce síntomas aparentemente
inexplicables”.
MARÍA LUZ ABAD
Una nieta buscando el abuelo
Uno de los síntomas más frecuentes y
que más cuestan de resolver es la
tristeza, explica Anna Miñarro.
Tristeza como la que ha sentido y de
vez en cuando todavía siente María
Luz Abad –entrada en los 50–,
dedicada a la búsqueda del cuerpo de
su abuelo, asesinado y enterrado en
una fosa común del Barranco de la
Bartolina, al lado de Calatayud, donde
hay centenares de personas enterradas. Un lugar incluido en la lista de 114.266 personas desaparecidas
reconocida judicialmente en octubre del 2008 por Baltasar Garzón. “De pequeña no entendía por qué
mi madre no quería hablar de todo lo que había pasado con mi abuelo. A mi madre siempre la veía
triste. Mis hermanos no preguntaban nada, pero yo sí. Y en el pueblo la gente no decía nada: había
mucho miedo”. Y, finalmente, al cabo de los años, las redes sociales se convertirán en la gran aliada
de María Luz: “Por Internet conecto con gente del grupo Guerra Civil en Aragón y no paramos hasta
que el 2007 constituimos la asociación para iniciar las excavaciones. Teníamos un arqueólogo, un
antropólogo y un psicólogo. En el 2010 pudimos abrir la primera fosa y empezar el proceso de
identificación a través del ADN. De entrada tuvimos una cierta decepción: de doce cuerpos exhumados
hasta ahora sólo dos han sido identificados”. Y es que a la complejidad científica se añaden las trabas
administrativas de los que prefieren que no se remueva el pasado y no quieren que se sepa nada. Un
dato: en el área donde está la fosa común se estableció un bar-prostíbulo para desdibujar el lugar e
impedir las primeras localizaciones. María Luz se conmueve cada vez que piensa que a su abuelo lo
mataron por haber sido buena persona, por ser un juez municipal suplente y haber ayudado a 300
familias que pasaban hambre. Finalmente, un día a María Luz Abad le llega una información que le
hace pensar que una de las cajas extraídas de Barranco de la Bartolina podría contener los despojos de
su abuelo. “Cuando vi la caja número 11 tuve una forma de palpitación. Es mi abuelo, me dije”. A
pesar de que las pruebas no lo aclaran, María Luz reconoce que quizás lo que funcionó entonces fue
una necesidad. Una pulsión de psicomagia. Quizás no tan fuerte como para cerrar del todo la
investigación, pero sí al menos para darse un trozo de paz y cerrar el tema. “Hay quien lo puede hacer
porque ha llegado a un punto avanzado de elaboración del duelo”, apunta Miñarro. María Luz Abad se
dedica al arteterapia, que para ella es una profesión y a la vez una expresión de vida.
¿Que cuál es la diferencia entre María Luz Abad de ahora y la de antes de entregarse en busca
de el abuelo? “Me siento mucho y muy satisfecha de haber empezado. No me quitaba la tristeza de
encima. Ahora pienso en mi madre y seguro que ella se sentiría satisfecha. Y, sobretodo, menos triste”.
Llibert Ferri
www.todoslosnombres.org
6
CONSUELO GARCÍA DEL CID
La novia de Puig Antich
Consuelo García de Cid tiene poco más o menos la misma edad de María Luz Abad y, por lo tanto,
puede ser considerada como la tercera generación del trauma de la guerra y el franquismo. Pero
Consuelo no tiene ningún abuelo represaliado en una fosa común, sino que la represaliada es ella
misma, a pesar de provenir de una familia acomodada de Barcelona. “Tenía 15 años, no me gustaba el
país donde vivía y me organicé con otros jóvenes. Unos amigos tenían una multicopista e íbamos a
repartir panfletos. Mi delito fue pensar y actuar”. El franquismo agonizaba con violencia y a Consuelo
la detienen en una de las protestas de marzo del 1974 por la ejecución de Salvador Puig Antich. Su
familia cumple la amenaza de encerrarla en un reformatorio: un día el médico de la familia,
acompañado de la madre, le inyecta un somnífero y cuando se despierta ya está recluida en un
establecimiento de Madrid gestionado por las monjas Adoratrices. Un reformatorio vinculado al
Patronato de Protección de la Mujer, un organismo de matriz fascista que presidía Carmen Polo, la
mujer del general Franco. En los dos años que pasó, Consuelo comprobó que las Adoratrices imponían
un auténtico régimen penitenciario de terror, con trabajo esclavo incluido. Se ensañaban especialmente
con las chicas más vulnerables. Las más solas y más pobres. Este sistema penitenciario de las monjas
Adoratrices funcionó hasta el 1985, y Consuelo no puede evitar hacerse una pregunta. “¿Cómo es
posible que la impunidad se mantuviera en plena democracia? Pues porque la Transición española fue
una gran mentira. De hecho, es la continuidad del franquismo”.
Consuelo García de Cid se dedica plenamente a investigar todas aquellas esferas, más que
densas, viscosas. Ha publicado dos libros: Las desterradas hijas de Eva y Ruega por nosotras (Algón
Ed.). Mantiene contactos con las mujeres que tuvieron que soportar las Adoratrices. “Que, por cierto –
explica Consuelo–, no hace demasiado tiempo el rey Felipe VI les concedió un premio de
reconocimiento a su obra humanitaria. Y yo digo que las personas afectadas no pararemos hasta que se
revoque este reconocimiento”. Se considera una represaliada pero no una víctima. “Soy una
superviviente que ha aprendido a convivir con el pasado. Muchas de aquellas chicas no tenemos
muertos a las cunetas, pero sí que tenemos suicidios: la imagen de compañeras nuestras lanzándose por
el hueco de la escalera para no sufrir más. No queremos ser tratadas como si la nuestra fuera una
memoria de segunda”. ¿Perdón? ¿Olvido? Consuelo lo tiene claro: “El verdadero perdón es el
olvido. Pero todo esto no se olvida y, por lo tanto, no puede haber perdón. Hace falta que todo se
sepa”. A pesar de no haber coincidido nunca, la posición de Consuelo García de Cid sintoniza con la de
la psicoterapeuta Anna Miñarro durante la conversación de reflexión con Roser Rosés y Roser Font:
“Olvido, ninguno. ¿Perdonar? No se puede perdonar. En todo caso, se puede resignificar y elaborar el
odio. Pero todo aquello realmente pasó, se hizo. Y hay que hacerlo saber”.