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DIRECTOR: CARLO S RAMÍREZ SEGUNDA ÉPOCA No. 15 $10,00 OCTUBRE, 2017 indicadorpolitico.mx 1985 y 2017 Las réplicas políticas de los terremotos Por Carlos Ramírez / pág.3

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1985 y 2017Las réplicas políticas de los terremotos

Por Carlos Ramírez / pág.3

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DirectorioMtro. Carlos Ramírez

Presidente y Director [email protected]

Lic. Armando Reyes ViguerasDirector Gerente

[email protected]

Lic. José Luis RojasCoordinador General Editorial

[email protected]

Mtro. Carlos Loeza ManzaneroCoordinador de Análisis Económico

Mauricio Montes de OcaRelaciones Institucionales y ventas

[email protected]

Dr. Rafael Abascal y MacíasCoordinador de Análisis Político

Wendy Coss y LeónCoordinadora de Relaciones Públicas

Samuel SchmidtCoordinador de Relaciones Internacionales

Ana Karina SánchezCoordinadora [email protected]

Monserrat MéndezRedacción

Lic. Alejandra Sánchez AragónDiseño

Raúl UrbinaAsistente de la dirección general

Revista Mexicana La Crisis es una publicación mensual editada por el Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad, S. A. Editor responsable: Carlos

Javier Ramírez Hernández. Reserva de derechos de Autor: 04-2016-071312561600-102. Demás registros en trámite. Todos los artículos son de responsabilidad de sus

autores. Oficinas: Durango 223, Col. Roma, Delegación Cuauhtémoc, C. P. 06700, México D.F.

indicadorpolitico.mx

Editorial

Índice

Las sociedades sin conciencia suelen tropezarse dos o más veces con la misma piedra. Los te-rremotos de septiembre de 1985 no sólo abrieron heridas sociales, sino que presentaron el desafío de construir una ciudad más social. Pero nada: vinieron los tiempos normales y la ciudad regresó a su corrupción. Los terremotos de septiembre de 2017 reabrieron esas heridas y mostraron que los gobernantes se olvidaron de sus promesas.,

El recordatorio de los efectos sociales y políticos de los terremotos de 1985 ayudan un poco a entender las furias sociales en 2017. Ante la pasividad de las autoridades hace treinta y dos años corresponde ahora la incompetencia y falta de previsión de las autoridades. El daño ha sido el mismo: la sociedad paga la ineficacia, corrupción y descuidos gubernamentales.

Hace treinta y dos años se inició en el entonces DF un cambio político: el PRI fue desplazado por movimientos sociales y estos se transformaron en PRD para ganar el poder intermedio en 1988 —diputados y senadores— y el gobierno local desde 1997. Y la ciudad está peor, no sólo por la dimensión, sino por el hecho de que el PRD había llegado al poder para cambiar las cosas. Sin embargo, las cosas cambiaron para seguir igual.

El recordatorio de los sucesos políticos y sociales de 1985 explican lo ocurrido en 2017: la falta de un concepto social de ciudad…, hasta el próximo terremoto.

No hay remedio

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Pero como ocurre que el hombre —y más el político, el gobernante— es el único ser que se tropieza dos veces con la misma piedra, los terremotos del 2017 tuvieron efectos nocivos precisamente por la falta de sistemas, estructuras, protocolos y mecanismos sobre todo de previsión de desastres civiles provo-cados por la naturaleza.

El dato más importante de estos hechos radica en la jerar-quización de prioridades: en 1985 y en el 2017, la principal preocupación de los gobernantes fue la de no perder los hilos del poder, sobre todo porque en ambos casos la primera reac-ción fue la salida de jóvenes a realizar las primeras labores de rescate de sobrevivientes, de construcción de flujos de agua, alimentos y medicinas, y de control vial, mientras los sistemas

Las primeras reacciones ante los terremotos del 7 de septiembre en Juchitán y del 19 de septiembre del 2017 en Puebla-Morelos olvidaron el hecho de que la capital de la república había padecido dos más destructivos el 19 y 20 de

septiembre de 1985. Y el peor recuerdo radica en el hecho de que el terremoto de 32 años motivó compromisos de construcción de sistemas, estructuras, protocolos y mecanismos de vigilancia para que los efectos no se repitieran.

de seguridad se organizaban.En los casos de 1985 y 2017 hubo, en este escenario, cuan-

do menos tres puntos concretos:1.- La aparición de la sociedad solidaria. Carlos Monsiváis

acuñó en 1985, en sus crónicas en Proceso y La Jornada, el concepto de sociedad civil. Lo hizo para significar que era esa parte de la sociedad al margen de los partidos y del gobierno. Sin embargo, el concepto de sociedad civil es politológico, vie-ne desde la sociedad griega, se popularizó en la edad media para diferenciarla de la sociedad religiosa y luego Gramsci la tomó como parte del Estado. En realidad, Monsiváis se refería a la sociedad cívica, o sociedad solidaria. Y tan no fue civil, que se disolvió a las cuatro semanas cuando la estructura de gobierno

Por Por Carlos Ramírez

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tomó en sus manos el control del conflicto una vez terminada la fase destructiva. En el 2017 apareció de nuevo la sociedad solidaria-cívica y no tardará en disolverse.

2.- El replanteamiento de la relación gobierno-sociedad. El temor gubernamental en 1985 —y se ve que en el 2017— fue el temor de una ruptura en la relación sociedad-Estado por la lentitud de reacción del gobierno. El enojo social no fue coyuntural: en 1985 —y más en 2017— se dio un fenómeno político fundamental: en 1980 el grupo De la Madrid-Salinas se hizo cargo de la política económica de gobierno y creó la fase de la “autonomía social del Estado”, es decir, del alejamiento del Estado de objetivos sociales. De ahí que —como lo revela el artículo de Manuel Camacho Solís del 3 de octubre de 1985— la prioridad fue la de establecer puentes sociedad-gobierno en la fase de desestatización de la acción pública.

3.- El efecto político-electoral de los desastres naturales. En 1985 hubo el temor gubernamental de que la protesta social por la lentitud en la reacción gubernamental se convirtiera en voto en contra del PRI en las elecciones presidenciales de 1988; y se contuvo porque al final el voto contra el PRI —50.3 por ciento logró Salinas— fue por la rebelión de Cárdenas dentro del PRI y no por los terremotos. En el 2017 los terremotos des-ajustaron un poco los tiempos de la elección presidencial del 2018, pero todo indica que el voto en contra del PRI ya está descontado y no habría adicionales. En los dos terremotos, los de 198 y los de 2017, el PRI recuperó su activismo para evitar la contaminación del ambiente electoral.

LA DESPOLITIZACIÓN ANTISISTEMA

La política había llegado a una fase de replanteamiento con el desmoronamiento del muro de Berlín en 1989, no sólo por el agotamiento del conflicto comunismo-capitalismo, sino también por la fase de desestatización de la función pública desde mediados de los años setenta. Acotado el Estado socialis-ta en los espacios geopolíticos de Europa del Este y trabado por el equilibrio nuclear, el capitalismo siguió sus ciclos económi-cos crecimiento-recesión. Al margen de Moscú, el capitalismo se asentó en las economías de mercado con el objetivo de dis-minuir el papel social del Estado y el auge cíclico del mercado.

En México las fases del Estado fueron cuatro: Estado social 1917-1940, Estado paternalista 1940-1970. Estado populista 1970-1982 y Estado neoliberal 1983 a la fecha. El repliegue del Estado no provocó una reorganización agresiva del mercado sino que de todos modos el Estado siguió controlando la eco-nomía con los hilos del autoritarismo para evitar que el modelo productivo determinara el modelo político de gobierno. Así, la economía entró en una fase de mercado bajo control de la autoridad del Estado.

El proceso mexicano de disminución de la intervención del Estado en los procesos económicos no condujo a una re-organización del modo de producción capitalista, sino que se distorsionó con un modelo singular de economía de merca-do con control político priísta. Paulatinamente disminuyó la militancia en el PRI y de muchas maneras bajaron sus votos, pero siguió ganando elecciones presidenciales hasta el 2000 y

recuperó el poder en el 2012; y en cuanto al control legislativo, el PRI mantuvo desde 1997 la primera minoría y sólo la perdió sin estragos de poder en el corto trienio de 2006-2009.

Los terremotos como catástrofes naturales no han mostrado efectos sociales y electorales. La declinación electoral del PRI ha obedecido a tres razones principales: el relevo en la élite gobernante de tecnócratas por políticos, la tecnocratización de la política económica bajando el porcentaje social del Estado y el nacimiento —ahí sí— de una sociedad civil activa contra la política y el gobierno. El dato más reciente fue la aparición de una oleada antisistema/partidos/Estado y la consolidación de una fase de independencia relativa de liderazgos sociales de las instituciones tradicionales de la política. Las victorias de un gobernador, varios legisladores y pocos alcaldes como candida-tos independientes fueron apenas los primeros trazos.

El problema ha radicado en que la ausencia de estructuras de participación política más flexibles y más sistémicas ha lle-vado al repudio social contra el sistema y la política. Los casos más emblemáticos fueron los de Fujimori en Perú y de Berlus-coni en Italia: figuras sociales antisistema/política/Estado que ganaron por el hartazgo social contra las instituciones, aunque con resultados desastrosos en sus gobiernos.

Los terremotos de 1985 no produjeron un sentimiento anti-político/política, sino sólo de repudio y condena a los políticos ajenos a los padecimientos sociales. Los de 2017 podrían haber gestado ya una corriente antisistémica más sólida, sobre todo por la existencia previa de un discurso social —fuerte, aunque minoritario de independencia relativa del sistema político— contrario a la gestión institucional de la política, incluyendo por cierto a las oposiciones leales y radicales.

La fase tradicional de despolitización política se subsanaba con la capacidad de los políticos y funcionarios de representar los intereses sociales sin necesidad de que la gente se involucra-ra en la política. Ahora, sin embargo, estamos en una fase de despolitización crítica que construye organizaciones sociales de repudio a la política. Este nuevo sentimiento podría explicar el hecho de que un periodista pro-sistema como Pedro Ferriz de Con haya podido tener un 4 por ciento de tendencia en las encuestas en su etapa antisistema.

En 1985 estuvo la mente estratégica de Camacho para cons-truir una teoría —la del puente— y práctica —el control de comisiones gubernamentales— de la recuperación del control y liderazgo gubernamental de la sociedad en un caso extremo de desastre. En 2017 no parece haber ninguna reflexión ni menos estrategia en el mismo sentido, y ahora con la circunstancia agravante de que el PRI no gobierna directamente las principa-les entidades afectadas —Ciudad de México, Morelos, Puebla y Chiapas— ni hay una propuesta de reconstrucción inmobilia-ria que lleve implícita la reconstrucción del poder político del Estad/gobierno/elite burocrática.

La sociedad solidaria/activa del 2017 y el papel creciente de denuncia de los medios de comunicación carecen de una estrategia de reorganización política y alimentan sólo el senti-miento antipolítica de la sociedad afectada por los terremotos y la no dañada pero sí enfurecida por las imágenes y denuncias de incompetencia gubernamental.

Sin embargo, las elecciones son hasta julio de 2018. Y po-dría repetirse el fenómeno de 1994: el alzamiento zapatista re-forzó el voto del PRI por un sentimiento de recuperación de la estabilidad.

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Duró poco, pero fue una experiencia irreversible

La mañana del 19 de septiembre de 1985, los periódicos de la ciudad de México comenzaron su rutina en un escenario poco común, cuya presión creciente se notaba día a día en los espacios informativos. La evolución negativa de la economía, la multi-plicación de las protestas sociales por el corte ortodoxo de la política económica, la irritación por los fraudes electorales de julio y el deterioro paulatino del sistema político, el fracaso de la estrategia estabilizadora, la profundización en julio de las me-didas económicas que no habían dado resultados en el curso de dos años y medio, y las fricciones constantes entre la política del gobierno y un discurso resquebrajado por la realidad, estaban ya mostrándose abiertamente e incidiendo en las líneas edito-riales de los diarios en busca de difusión, explicación y análisis de fondo.

El tono institucional de la información tenía ya algunos me-ses de haberse trastocado en función de las características e inte-reses particulares de cada medio. Los conservadores, simultánea-mente vinculados a grupos empresariales, insistían en cuestionar, desde la información y el uso de fuentes de noticias interesadas, la capacidad del Estado para seguir conduciendo políticas falli-das y estatistas. Los institucionales no podían dejar de exhibir algunas contradicciones hacia el interior del grupo gobernante. Lo vinculados al propio Estado parecían atrapados en justifi-caciones y acreditaciones de una crisis inocultable. Los críticos continuaban ahondando las culpabilidades e insatisfacciones. Y los progresistas hacía tiempo que habían abierto sus páginas y sus columnas a un debate profundo sobre la viabilidad de es-quema entronizado en el país en diciembre de 1982 y acerca de la urgencia de cambios indispensables para evitar un deterioro más profundo de la política, la economía y los grupos sociales

mayoritarios.En los primeros minutos después del terremoto de las siete

diez y nueve de la mañana del 19 de septiembre y durante 30 días, sectores importantes de la prensa mexicana —a todo lo lar-go de la columna vertebral del cuerpo editorial— superaron el síndrome de 1968 y saltaron el muro de su propio desprestigio y baja credibilidad. Atrapados entre el interés gubernamental por convertirlos en un problema fundamental de seguridad nacional —los temores de Estados Unidos y al control del Ejército fueron evidentes— y en una cuestión de estabilidad política básica y las demandas sociales de informaciones veraces y explicativas de lo que estaba pasando y de lo que vendrá después, los medios —en mayor o menor medida, en función de intereses particulares sin un plan preconcebido, rebasados inclusive por la misma infor-mación y aprovechando los vacíos de la política de comunicación social del gobierno— se convirtieron en una instancia social im-prescindible y negociadora: foro de debate, inspectores del dis-curso oficial, parlamento, espacios, contestatarios, verificadores de la acción pública, partidos políticos, críticos implacables de los errores, usuarios de los ámbitos desocupados por el gobierno, memoria social, opinión pública, interlocutores permanentes de las comisiones gubernamentales de emergencia, llave para abrir puertas políticas tradicionalmente cerradas, expresión múltiple de un desconcertada pero reanimada sociedad civil, avenidas para manifestaciones sociales impresas y canales de comunica-ción social del Estado y hacia él.

Sin que nadie se lo propusiera de antemano, el sistema po-lítico se vio repentinamente rebasado. Pero por poco tiempo, porque algo ocurrió en el camino. La carencia de nuevas de-finiciones de la política de información de los periódicos y la incapacidad de la prensa para ocupar a largo plazo los espacios conquistados en breve tiempo, contribuyeron que finalmente el objetivo gubernamental de la vuelta a la normalidad se impu-siera en las líneas editoriales, aunque quedaran por ahí algunos

Una conciencia

efímeraPor Carlos Ramírez

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parajes insistiendo en que la recuperación de la tranquilidad era imposible e intentado impedir el retroceso o la expulsión de los nuevos escenarios para la información y la crítica a los tradicio-nales damnificados del periodismo. Menos de 60 días después del terremoto, apenas tres periódicos y una revista —Excelsior, La Jornada, UnoMásUno y Proceso— asumieron el compromiso abierto de seguir reseñando las dificultades de la reconstrucción. Otros dos se vieron receptivos pero con poca iniciativa —El Día y El Universal— respecto de las protestas sociales por la buro-cracia y la negativa a la solución de los problemas. Otros —El Heraldo de México e Impacto— politizaron e ideologizaron los conflictos a raíz del decreto expropiatorio y convirtieron los errores gubernamentales en una descalificación de la capacidad de gobernar y los manejaron como elementos de desconfianza.

Y aunque duró poco, al final de cuentas esas semanas de reavivamiento del periodismo escrito fueron tiempo preciso y precioso para comprender el papel social de la prensa. Los perió-dicos desplazaron a la televisión privada y pública —la prime-ra, interesada en circunscribir la tragedia en una pequeña zona del centro de la ciudad y deseosa de no provocar pánico que le creara mal ambiente al mundial de futbol “México 86”, y la segunda, celosa y presurosa por propiciar el regreso informativo a la normalidad política institucional—, al grado de registrarse una demanda adicional de periódicos y un repunte de la lectura y seguimiento de algunos de ellos en particular. No fue sólo la indiscreción o el morbo por las decenas de fotografías, sino la preocupación por los testimonios de los afectados por los terre-motos y los lastimados por la lentitud y las contradicciones en la ayuda oficial y el desvelo por conocer las diferentes facetas del acontecimiento que la televisión y la radio no podían complacer.

Atrás quedaban otras experiencias. En el temblor de 1957 la prensa operó como tranquilizante. En el movimiento estudian-til de 1968 funcionó como desinformadora y desmovilizadora de ciertos sectores populares, así como propiciadora de juicios inquisitoriales. En la devaluación de 1976 evitó la ruptura del orden institucional, aun a costa de posponer enjuiciamientos y críticas. En el colapso financiero de 1982 no se atrevió a re-velar la culpabilidad gubernamental. Y en las protestas sociales de 1984 y 1985 por el carácter antipopular del ajuste ortodoxo dudó bastante en acreditarle el costo social directamente a la fa-llida estrategia oficial. Curioso: en los primeros días posteriores a los terremotos, hubo una especie de consenso en los periódicos respecto a la urgencia de atender también a los damnificados de la fracasada política económica de tres años de supeditación a los criterios de funcionarios conservadores, del Fondo Mone-tario Internacional y de los bancos acreedores; las necesidades de indemnización a esos sacrificados por el recetario financiero gubernamental adquirieron casi el mismo rango de importancia que el de los dañados directamente por los terremotos.

Así, el periodismo tuvo una conciencia efímera. Géneros ol-vidados en la uniformidad de la información salieron a relucir, y los viejos debates acerca de la objetividad y la subjetividad se archivaron ante la emergencia informativa y noticiosa, y las de-mandas sociales de explicación que se acentuaron por los terre-motos. La crónica, el reportaje, el testimonio, el relato, el aná-lisis, la ruptura de sospechas sobre supuestos partidarismos en determinadas fuentes de información, el seguimiento vigilante de algunos hechos, la información de archivo, la contextuali-zación de noticias y la búsqueda de la perspectiva social de los sucesos del 19 y 20 de septiembre saltaron a las primeras planas

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de los periódicos como denuncias, fiscalizaciones y registro de compromisos gubernamentales a verificar.

Dos hechos fueron ejemplarmente manifestados. Uno, pese a la avalancha informativa oficial del regreso a la normalidad y al silencio acerca de algunos problemas que sacaron a la superficie los terremotos, la prensa logró convertir el drama de 3,500 cos-tureras en un problema nacional y obligó al gobierno a atender sus demandas: audiencia presidencial, registro del sindicato —tarea obstaculizada hasta antes del 19 de septiembre, por las pro-pias autoridades laborales— y apoyo oficial en sus negociaciones con los empresarios textiles. Hasta el periódico El Nacional —portavoz del gobierno y generalmente proclive a evadir espinosos asuntos que involu-cren silencios oficiales— denunció a empresarios del ramo que rescataron su maquinaria de edificios derrumba-dos y dejaron en el abandono a sus trabajadoras.

Otro: nunca antes en la historia política de la revolución institucio-nalizada, la presión informativa de periódicos y periodistas había pedido de manera tan insistente y global la renuncia de miembros del gabinete presidencial, ni había exhibido ante la opinión pública delicadas informa-ciones incriminantes de corrupción, encubrimiento delictuoso e incom-petencia de tres altos funcionarios rumbo a la picota política: la gestión y persona del entonces secretario de Desarrollo Urbano y Ecología, Gui-llermo Carrillo Arana, involucrado en la construcción fraudulenta de los derrumbados Hospital Juárez y Cen-tro Médico; la entonces procuradora de Justicia del DF, Victoria Adato de Ibarra, acusada de solapar a agentes de la Policía Judicial el Distrito que habían detenido ilegalmente y tor-turado a un grupo de delincuentes colombianos, a un abogado defensor de delitos comunes y a un estudiante universitario, cuyos cadáveres apa-recieron entre los escombros; y del jefe del Departamento del Distrito Federal, Ramón Aguirre Velázquez, acusado de ineptitud en la conduc-ción de la Comisión Metropolitana de Emergencia.

Después de los terremotos de sep-tiembre de 1985, la prensa mexicana no puede —no debe— ser la misma. Los últimos decenios habían sido un penoso caminar por el filo de la na-vaja y de la pérdida de credibilidad: de la coincidencia de criterios con la política oficial hasta casi finales de los sesentas y su papel clave como pi-

lar del sistema político, había llegado a enfrentarse a exigencias de evolución. En el pasado, los intentos sociales de ruptura de la institucionalidad eran vistos en la prensa como disidencias registrables pero poco influyentes en la definición de posturas, criterios, líneas editoriales. A lo largo de casi 40 años, de 1930 a 1968, se consolidó un sistema nacional de comunicación funda-mentado en el control y la persuasión, al grado de convertir a la información en elemento subsidiario de la institucionalidad po-lítica posrevolucionaria, a costa de un deterioro progresivo de la reputación y solvencia de los medios escritos, y del surgimiento

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y expansión de la televisión privada al amparo del Estado conci-liador y mixto.

En esos años milagrosos en lo político y algo en lo económi-co, las protestas sociales —trabajadores, campesinos y clases me-dias—, se enmarcaron en el contexto de una rebeldía contra el Estado y contra el sistema y, por ello —según la lógica oficial—, apenas encontraron registro en los medios de difusión. Carlos Fuentes fotografió ese hecho, como parte del tiempo mexicano de la estabilidad institucional como ejercicio de la política, en Tiempo Mexicano: “la prensa mexicana fomenta el odio interna-cional, oculta los problemas nacionales y es el signo más evidente de la falta de causes que den expresión pública a la inteligencia de los ciudadanos y a los problemas reales del pueblo”.

Así fue. La realidad nacional no pasó necesariamente por los periódicos más que como consigna o denuncia de intentos de ruptura o subversión de la institucionalidad o como apotegmas de una clase política sin rupturas ni claudicaciones internas: los ferrocarrileros, los médicos, los campesinos, el cruel asesinato el líder agrario Rubén Jaramillo y su familia, fueron soslayados por los periódicos. A 1968 la prensa mexicana llegó contradic-toria. Supo que no podía ocultar lo evidente, pero sí difundió condenando: extirpó y aisló. No por menos algunas de las gran-des manifestaciones populares se desviaron un poco de la ruta para gritar “¡prensa vendida!”, frente a las oficinas de alguno de los grandes diarios. Hubo más: en junio de 1969 lo confirmó el escritor Martín Luis Guzmán, director de la revista Tiempo, en el discurso pronunciado a nombre de todos los dueños de los periódicos en la comida del Día de la Libertad de Prensa: el movimiento estudiantil, de claros perfiles de disidencia popular y reprimido a sangre y fuego el 2 de octubre de 1968, tenía “evi-dentes tendencias subversivas”, además de haber mostrado otras aberraciones —a juicio que era portavoz de otros editores—: origen turbio, pretensiones falsamente declaradas y desmesura-

das, lenguaje deliberadamente confusionista, objetivos hacia la guerrilla y terror, manipulación desde afuera como un complot comunista contra las instituciones mexicanas.

Con esta cauda de problemas, contradicciones y armaduras, la prensa mexicana entró a los turbulentos años setenta. De 1970 a 1976 se mezcla la corrupción y la apertura política, entre la coptación, la válvula de escape y el golpe gubernamental contra la crítica. La devaluación de 1976 significo, a decir de la prensa, la quiebra de un modelo económico presionado externamente; de ahí el llamado constante, moral y político, económico a me-dias, a la recuperación de la normalidad, tropiezo devaluatorio de por medio. La crisis de 1982 no supo explicarse y la informa-ción, desordenada y exculpatoria de la responsabilidad oficial, contribuyó a la pérdida de confianza. A lo largo de 1983 y 1984, frente a los temas candentes de la crisis, el costo social de la estrategia estabilizadora y los salvavidas mexicanos del sistema financiero internacional, la prensa apareció con espacios cada día más democráticos, independientes y analíticos.

El contexto de esta última fase del proceso es amplio y di-verso: ausencia de una coherente política de comunicación so-cial del Estado, desplazamiento de la prensa hacia las orillas del sistema político, conquista y posesión de pequeños y crecientes espacios críticos, proclividad hacia un periodismo especializado en asuntos políticos y económicos, reflejo de la misma crisis po-lítica y económica en las condiciones de vida de los periodistas, diáspora del periodismo crítico de Excelsior en 1976, surgimien-to de una nueva generación de periodistas marcada por los pro-blemas sociales y económicos de su entorno inmediato y, sobre todo, incidencia irreversible de la reforma política nacional de los últimos ocho años en una minireforma política en los propios medios de información escritos. Lo anterior condujo a la prensa a una profesionalización más apresurada y a una asimilación de voces y plumas oposicionistas, al tiempo que se notó un des-

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perezamiento de una sociedad civil desarticulada pero capaz de hacerse notar en situaciones adversas; desde las protestas por el carácter ortodoxo y el costo social de la política económica a su inclusión por méritos propios en los trabajos políticos y econó-micos de la reconstrucción posterremoto.

Los primeros efectos del terremoto del 19 de septiembre se dejaron sentir en los propios medios de comunicación: la antena maestra de Televisa se desplomó y sacó del aire a los cuatro ca-nales privados. Radio Fórmula se derrumbó y los escombros ma-taron a varios periodistas. Otros periodistas de El Día quedaron atrapados en el hotel Regis. Un reportero de La Jornada pereció en un edificio. Varios informadores del Canal 2 murieron entre los escombros del edificio Chapultepec. La tragedia convirtió a algunos periodistas en fuente de información y en damnificados: alrededor de una veintena de reporteros perdieron sus casas en el terremoto. Dos de ellos vivían en el edificio Nuevo León de Tlatelolco y sabían de los problemas de corruptelas entre fun-cionarios y caseros contra los habitantes de esa populosa zona.

Frente al desconcierto, la pesada maquinaria informativa se puso en marcha. Varias ediciones especiales salieron a la calle el mismo 19 de septiembre, independientemente de que las edi-ciones normales circulan al medio día y en la tarde fueron dedi-cadas íntegramente al terremoto: fotos, notas, testimonios apre-surados, evaluaciones y cuantificaciones superficiales. Excelsior lanzó una edición nocturna extraordinaria. Novedades, periódico poco motivado a romper la rutina, emitió dos ediciones extras el jueves 19. El Universal rehízo sobre la marcha la edición de El Gráfico y aún le dio tiempo para dos ediciones especiales más.

La información fue disímbola y desconcertante. En los pri-meros minutos después del temblor los reporteros se lanzaron a la calle a verificar daños y a recoger testimonios. Se usaron autos, motocicletas y bicicletas. El viejo y a veces marginado periodis-mo reporteril volvió a sus fueros. El interés por informar los llevó, inclusive, a conocer zonas de desastre mucho antes que las brigadas gubernamentales de rescate y auxilio llegaran allí. Los reporteros salieron de todas partes, sin importar mucho su espe-cialización o información asignada. El oficio volvió a latir. Ante el retraso en la información de Televisa, el interés por minimizar los efectos que se notó en la información del Canal 11, la confu-sión y proclividad por reiterar la normalidad en los noticieros de Canal 13 y la superficialidad e interés de la radio por convertirse en servicio social de información y no en difusión periodística, buena parte de las noticias más atendibles acerca del terremoto del jueves 19 fue atribución de la prensa escrita.

Pero desde el mismo primer día comenzaron a esbozarse las dificultades. Al conocerse el tamaño del terremoto y tenerse evidencia de la magnitud de los primeros daños —hotel Regis, Secretaría de Marina, Hospital Juárez, Centro Médico, edificio Nuevo León de Tlaltelolco—, la estrategia informativa guberna-mental quiso tender un espeso manto de confusión para tomar el control informativo del siniestro. Pero fue imposible controlar a una prensa escrita más preparada que otros medios de difusión para atender este tipo de emergencias. Cada periódico designo a la totalidad de sus reporteros y fotógrafos a reportear el siniestro y el día 20 de septiembre aparecieron las ediciones matutinas co-tidianas con la primera plana dedicada íntegramente a los daños del terremoto.

Dos hechos causaron fricciones entre la prensa y el gobier-no: el número de muertos y la publicación de fotografías sobre edificios afectados y otras imágenes desoladoras del terremoto.

Del primer punto, la política informativa gubernamental quiso disminuir el daño en vidas humanas, como una manera de evitar reacciones de pánico. Pero desde ese mismo instante y por esa clara y abierta intensión, la opinión pública comenzó a descon-fiar de la información oficial. Para el gobierno según la infor-mación acreditada a Ramón Aguirre Velázquez hacia el 20 de septiembre, se habían rescatado 1,300 cadáveres. Sin embargo, la información oficial no era uniforme, pues paralelamente a ese dato, la propia Secretaría de Protección y Vialidad del DDF —la ex Dirección General de Policía y Tránsito— había contabilizado 6,299 personas muertas rescatadas de los edificios. Esta fricción y falta de credibilidad en los datos gubernamentales entraron en conflicto de manera inmediata —sobre todo en lo que a difu-sión de datos en la prensa extranjera, norteamericana fundamen-talmente se refiere—, cuando el embajador de Estados Unidos en México, John Gavin, hizo su propio recorrido y su propia evaluación y declaró que había en México alrededor de 10 mil muertos, como mínimo, a consecuencia de los terremotos.

Los periódicos, por su parte, hicieron sus propias cuentas y sus principales informaciones enfatizaron los datos de sus pro-pias fuentes de información y apenas consignaron los informes oficiales. Excelsior no se comprometió y en sus cabezas más im-portantes habló nada más de “varios miles de muertos”. La Jor-nada consigno 10 mil muertos, en una evaluación que se des-prendía del número de edificios derrumbados y del cálculo de las personas que los habitaban. Varios periódicos coincidieron en una evaluación más o menos intermedia: UnoMásUno, El Día y Ovaciones, señalaron la cifra de 5 mil muertos. Curiosamente, La Prensa, un periódico popular y proclive a magnificar las noticias y hechos policiacos y de sangre, habló de 5 mil muertos. Aunque se notó el interés editorial por no causar alarma en el manejo de muertos por los terremotos, de todas maneras la consignación de números mayores a los incluidos en los boletines oficiales indicó el primer punto de fricción entre el gobierno y los medios.

Habrían de darse, en el curso de los días siguientes, algunos incidentes ríspidos entre la fuente gubernamental de informa-ción y los canales de transmisión tradicionalmente acríticos, en una muestra de los espacios de independencia y denuncia que alcanzaron los periódicos en los primeros días después de los te-rremotos. Hacia el martes 24 de septiembre, cuando los propios periódicos había ido demostrando que la cifra de muertos reba-saba con mucho las estimaciones oficiales —hubo indagaciones en panteones, crematorios, familias afectadas, etcétera— de tres mil muertes, la estrategia oficial de información desmovilizadora y propiciatoria de la vuelta a la normalidad se exhibió como un juego macabro de superficialidad irresponsable. Al director de Información del DDF, el exdiputado Humberto Romero Pérez —secretario particular del presidente del presidente Adolfo Ló-pez Mateos—, los reporteros de la fuente lo sorprendieron ese martes dando una declaración oficial de 2,500 muertos cuando el boletín gubernamental del lunes consignaba 3 mil. Cuentan los reporteros que el funcionario lo pensó un momento y dijo: “póngale 3,100”.

El otro punto de roce entre los periódicos y el gobierno fue también ilustrativo. ¿Cómo facilitar el regreso a la normalidad o disminuir el pánico de la gente —sobre todo porque durante los primeros 10 días después del 19 de septiembre siguió temblando a razón de cuatro veces por hora— si los medios continuaban ofreciendo las dramáticas imágenes del desastre? La televisión privada volvió inmediatamente a su programación de entrete-

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nimiento, porque “la vida debe seguir”, según consignaron los animadores de algunos programas musicales. La televisión oficial circunscribió las imágenes del desastre a sus noticiarios tradi-cionales y siempre enfatizando que lo peor había pasado y que la ciudad de México regresaba poco a poco a su rutina. Así, te-levisión y radio habían operado como medios rápidos de infor-mación durante los primeros días, pero no rebasaron los límites de articulación clave en el esquema del sistema político ni la superficialidad característica de esos medios.

Sólo los periódicos continuaron su propia tarea, al grado de aumentar rápidamente y de un día a otro su circulación. En el fondo de esta inusitada demanda estaba el tipo de cobertura— informativa, analítica, ilustrada y de denuncia— de los terre-motos. Los periódicos se negaron a regresar a la normalidad. In-clusive, El Heraldo de México y Novedades, así como el Nacional —los tres caracterizados por una tendencia abierta y reconocida en sus compromisos informativos—, se vieron arrastraos por los demás en su cobertura amplia de los problemas causados— en los ámbitos políticos, económico e institucional por los terremo-tos. El uso de las fotografías para ilustrar sus textos —como El Financiero—, apoyaron sus notas y reportajes del siniestro con impresionantes placas de edificios derrumbados. El primer día las fotos fueron básicas para fijar la magnitud del desastre. El lector llegó a comprender la emergencia después de ver algu-nas imágenes en la televisión y confirmarlas en los periódicos. Los principales diarios publicaron entre 50 y 120 fotografías el día 20 de septiembre. Después varió el número de ellas, pero durante algunos días las fotos de primera plana tenían que ver con los terremotos: rescates, demoliciones, nuevos edificios las-timados que se descubrieron, etcétera. Excelsior destinó durante cuatro semanas algo más de cuatro páginas diarias a fotografías. La Jornada fue más selectiva, pero las fotografías no cesaron. El Día destinó casi la mitad del espacio de su suplemento diario Metropoli a las imágenes de los días posteriores a los terremotos. El Universal utilizó la segunda parte de víctimas. El Heraldo de México supo hacer uso de su buena impresión fotográfica a lo largo de los días posteriores al 19 de septiembre.

Por segunda ocasión —la primera fue cuando el estallido gas en San Juan Ixhuatepec—, la palabra solidaridad se imprimió en letras grandes en las primeras planas de los diarios. La tragedia provocada por los terremotos había mostrado la disponibilidad precisamente de los sectores sociales más dañados en los últi-mos años por la política económica. Los periódicos destacaron hechos concretos: “se humanizó la capital. Fluyó la mejor prue-ba de que la mejor riqueza de los mexicanos somos los propios mexicanos” en El Heraldo de México. “Es la hora del luto”. Que lo sea también de la reconstrucción oficial. Los periódicos tuvie-ron en sus manos importantes hilos informativos: fotografías, información, reportaje, evaluaciones propias de daños, caricatu-ras, análisis, editoriales, artículos, desplegados, columnas y todo lo que sirviera para denunciar la realidad. Asimismo, en esos difíciles días se confirmó un hecho que ya había sido detectado: funcionarios, legisladores y dirigentes partidistas se volvieron pe-ridistas —vía el artículo y el comentario editoriales— y lograron mayores espacios de atención y resonancia, así como respuestas de la realidad, mucho más amplias que las conseguidas desde la administración púbica, el Congreso, los mítines políticas o los boletines: los priistas desde El Sol de México, el PAN desde Excelsior e Impacto, y la oposición desde El Universal, La Jornada y El Día.

Por lo demás, la política informativa de los medios fue re-gistrar, paso a paso, la evolución de los acontecimientos. Unos fueron más certeros que otros, pero en lo general los periódicos tomaron nota de las muestras de solidaridad social y del interés gubernamental por atender los acontecimientos, pero el descu-brimiento de la corrupción y de las verdaderas intenciones ofi-ciales exacerbó las fricciones. La prensa denunció la corrupción, señaló a los responsables, hizo énfasis en el surgimiento de la sociedad civil, delató las contradicciones internas hacia el inte-rior del gobierno, inculpó los intentos de desmovilización social de grupos de damnificados, apoyó el decreto expropiatorio pero también reveló la irresponsabilidad en ese proceso, atendió los intereses de los grupos más afectados —como las costureras y los médicos del Centro Médico— y alentó la organización de los damnificados.

No todos los periódicos atendieron completamente estos asuntos. El Financiero hizo hincapié en los efectos económicos del sismo y la necesidad de nuevas condiciones y realidades para el manejo de la deuda. Excelsior mostró todas las tendencias, pero siempre enfatizando más la corrupción y dejando a sus co-laboradores apoyaran sus denuncias, como el caso de la hecha en significativa carta el Presidente, por los periodistas Raúl Prieto y Manú Dornbierer contra las corruptelas del entonces secretario de Desarrollo Urbano y Ecología. El Día se abrió con cuidado al análisis y a las denuncias de los grupos afectados, al tiempo que hacia resaltar la necesidad de defender los intereses popu-lares en la reconstrucción. El Universal vió sucumbir sus notas informativas por el enorme peso de columnistas, editorialistas, y caricaturistas independientes. UnoMásUno dejó el grueso de su información en los analistas agudos, políticos en sus enfoques, destacando en sus editoriales la consolidación de la sociedad ci-vil. La Jornada asumió el doble papel de intermediario social y de promotor de debate político. Los demás periódicos no tomaron demasiadas iniciativas destacables, aunque no dejaron de sumar-se a la competencia por analizar las crisis posterremoto desde perspectiva de avances políticos de los grupos sociales afectados.

Pero aún con la irregularidad del caso y de las deficiencias de una estrategia diseñada sobre la marcha, la información pe-riodística se fue resistiendo a la vuelta a la normalidad, que era ni más ni menos echar por la borda las sanas experiencias so-ciales y políticas que había permitido expresarse después de los terremotos o evitar las manifestaciones cada día más coherentes de esa sociedad civil que fue capaz de la solidaridad.

De esta manera, a lo largo de casi cuatro semanas los temas tratados por la prensa fueron evadiendo el control y la inten-sión gubernamental y, por el contrario, hubo días en los que la información periodística se volvió contra la propia estrategia gubernamental: las denuncias de corrupción y las evidencias del desorden gubernamental para atender la emergencia. En los ca-sos del Centro Médico, Taltelolco, las costureras y los despojos y asaltos policiacos a los vendedores del mercado de Jamaica —los testimonios y fotografías de Excelsior y La Jornada obligaron a las autoridades a un acto de contrición—, la prensa denunció autoritarismos y falsos discursos políticos.

La muerte de los colombianos, un abogado y un estudiante con huellas de tortura, se convirtió en un escándalo político. Primero fueron los periódicos —Excelsior, El Universal, La Jor-nada y UnoMásUno— los que abrieron el expediente, inclusive incluyeron entrevistas con familiares y médicos legistas, y luego la revista Proceso destacó un enviado a Bogotá. El asunto pasó a

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manos de las Naciones Unidas y se convirtió en un escándalo po-lítico internacional. La reacción oficial no fue menos exhibida: la Cámara de Diputados aceptó la explicación de la entonces pro-curadora Victoria Adato de Ibarra y se negó a citarla a una com-parecencia del pleno de la Cámara Baja. Informes publicados posteriormente por la Procuraduría refrendaron la explicación gubernamental de que los muertos encontrados en los escombros habían perecido por los derrumbes y no tenían huellas de tortu-ra física —hubo tortura sicológica, aceptó el subprocurador—, pese a testimonios en contrario.

La expropiación de 7 mil predios el 11 de octubre comenzó a advertir el agotamiento de la apertura informativa espontaneísta de los medios. Algunos por intereses muy claros, defeccionaron al encontrarse que el siguiente paso era el de relanzar a la socie-dad civil y política en el rumbo de medidas radicales. Noveda-des, con editoriales y artículos tangenciales, advirtió el peligro de lo que sectores conservadores comenzaron a caracterizar como “ruptura del Estado de derecho, el mismo argumento que esos sectores utilizaron para bombardear en 1982 la nacionalización de la banca y el control cambiario. El Heraldo de México, por su parte, comenzó a sacar las castañas del fuego con la mano del gato, pues acreditó las protestas a grupos empresariales en notas de primera plana bastante destacadas. Los demás diarios vieron en la medida un hecho natural y sin tintes ideológicos, aunque enfocaron las baterías a los errores de la selección e predios desta-cables y propiciaron la renuncia de tres delegados políticos y del secretario general del DDF, además de conseguir la destitución del director de información del Departamento Central por sus constantes errores en el trato con la prensa.

Pero vino el regreso a la normalidad. Sin pasar por un pro-

ceso profundo de autocrítica, depuración a fondo de sus políti-cas informativas, las estrategias noticiosas de los periódicos no alcanzaron la consistencia suficiente para resistir el largo plazo. Era obvio: la democratización de la información es imposible sin antes pasar por la democratización de los propios medios de información. La inconsistencia se abrió después del periodo ro-mántico de recuperación del profesionalismo informativo. Pero ese regreso a la normalidad no se dio por los trabajadores de la información, sino por los responsables de definir y diseñar las políticas informativas.

Los dos meses de los terremotos, la información volvió a la normalidad. Cierto que algunos diarios continuaron ocupán-dose de los asuntos —protestas de damnificados, vigilancia del uso escrupuloso de la ayuda y seguimiento de algunas acciones oficiales— vinculados con los terremotos, pero no con la inten-sidad o interés contestatario o desmitificador de la realidad ofi-cial. La Jornada siguió dedicando la contra portada a reportajes diarios de Elena Poniatowska; Proceso destinó un espacio fijo a Carlos Monsiváis para crónicas sobre las secuelas; Excelsior dejó permanentemente la página uno de su sección C para testimo-nios de importantes grupos de investigadores sociales. Los demás periódicos no cerraron del todo sus espacios, aunque sus iniciati-vas se sustituyeron por la tradicional pasividad.

La experiencia duro poco, pero demostró a los propios me-dios de difusión impresos de lo que son capaces. Sólo faltó con-vertir esa experiencia en una política permanente.

[email protected]

@carlosramirezh

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Primera réplica: el desastre es el pueblo

En el Japón se tiene una definición de desastre natural muy de-mocrática y moderna. Oficialmente se declara un desastre cuan-do se combinan dos circunstancias. Primero la aparición violenta de un fenómeno natural con alto poder destructivo que azota una región o una comunidad; segundo y lo más importante po-líticamente, que la secuela inmediata de efectos y la magnitud de los daños hacen que los instrumentos de funcionamiento normal del gobierno no sean suficientes para hacer frente a la emergencia y que por lo tanto sea necesario activar mecanismos sociales de alcance mucho mayor. Es decir, un desastre ocurre precisamente cuando algún acontecimiento rebasa al gobierno y éste tiene que actuar conjuntamente con la sociedad para contener los efectos. Los desastres no pueden preverse puntualmente, pero las socie-dades y los estados sí son capaces de visualizar previamente esce-

narios de desastre y medidas de emergencia. Al hacerlo, lo más importante es fijar a cada sector o cada grupo su responsabilidad específica y ponerse de acuerdo sobre en qué momento debe en-trar cada quien en acción. En Japón y en otros países, que no es el caso de comparar con México, al declararse una zona de de-sastre, se hace automáticamente un llamado para que se pongan en operación, coordinadamente, mecanismos de defensa civil concebidos y organizados de antemano. La sociedad civil cubre su espacio y ejerce, plenamente, la autoridad que le confiere el desastre, no el gobierno. En el desastre la sociedad no “ayuda” ni se “solidariza” con el gobierno, ambos se complementan y cada cual cumple su misión. Esa es la idea.

Esta doctrina, llamémosle moderna, se basa sin duda en la experiencia de muchos siglos; ésta enseña que en caso de grandes percances naturales, estén preparados o no gobierno y sociedad, el fenómeno rebasa estructuras y provoca automáticamente un impulso autónomo de participación y solidaridad social. Con diferencias culturales, idiosincráticas o de evolución de la socie-

El temblor de la República y sus réplicas

Por Adolfo Aguilar Zinser

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dad civil, eso ocurre siempre, en todo sitio donde acontece una tragedia natural. En México lo curioso, aunque no exclusivo de nuestro país, es que, al margen de las definiciones formales de desastre y emergencia contenidas en nuestras leyes y manuales, la práctica oficial del 19 de septiembre puso en evidencia una definición de desastre muy particular; perversamente analógica a la percepción japonesa.

En México, el gobierno considera que ocurre un “desastre” cuando la sociedad se pone a funcionar de manera autónoma por resortes y motivaciones propias, al margen de la manipula-ción o el encausamiento oficial. El gobierno teme tanto o más el vértigo de la actividad social que los destrozos provocados por algún siniestro. Le causa pavor observar a la sociedad en movi-miento sin el PRI, la CNOP o la CTM. Este “desastre” es lo que pone a funcionar con mayor energía y determinación a todos los mecanismos de emergencia del gobierno, toda la astucia de los políticos y todo el aparato de propaganda del régimen. Por ello para entender, o en términos más modestos, apenas vislumbrar, lo que “le” pasó a nuestro gobierno con el terremoto es indispen-sable partir de esa propia definición política de desastre.

Para el gobierno mexicano, la tarea de organizar y de infor-mar se ha convertido en sinónimo de contener, manipular, jus-tificar, disculpar, aparentar. Durante el terremoto esta práctica tuvo un perfeccionamiento exquisito. Ahí están la avalancha de 263 boletines oficiales, 120 desplegados, más de un millón de ejemplares de folletos de propaganda, los informes de las comi-siones, los decretos y sus enmiendas, discursos, declaraciones, explicaciones, comparecencias en la televisión etc, etc. En unos cuantos días se edificó una pirámide de papel: dos planes, mili-tares de emergencia —según el gobierno, acoplados, milimétri-camente con la autoridad civil—, dos comisiones, una nacional y una metropolitana de emergencia de las que formaran parte casi todas las secretarías de Estado. Tres grupos de trabajo en

la Comisión Nacional; tres comités de apoyo para la Comisión Metropolitana; además de su secretario técnico, un coordina-dor y un subcoordinador ejecutivos, sus 13 coordinaciones de servicios y tareas, sus nueve subcoordinaciones de zonas críticas y su grupo de apoyo especial. Para la reconstrucción, un Fondo Nacional con un comité técnico y otro consultivo; una Comi-sión Nacional presidida por Miguel de la Madrid e integrada por seis comités, cada uno equipado con un número variable de subcomités que, por ejemplo, en el caso del subcomité del Área Metropolitana, trabaja con la friolera de otros nueve subcomités. Además de eso se creó un Programa Emergente de Renovación Habitacional, dotado, claro está, de su respectivo organismo des-centralizado y de su presupuesto. Se organizaron infinidad de comisiones y se nos habló incesantemente en medio de un gran desastre; no para que supiéramos qué hacia el gobierno, sino para que creyéramos que lo hacía todo; más grave aún, para que creyéramos lo contrario de lo que veíamos. La avidez noticiosa de los medios y la natural atención del público a las emanaciones informativas provocó una avalancha de versiones oficiales. Con ellas no es posible reconstruir hoy la realidad, pero si descubrir algunos elementos del pánico y la ceguera oficial. ¿Por qué nos dijeron que tenían todo o casi todo bajo control?, ¿qué eran tan eficientes, tan capaces? ¿ por qué tuvieron tanto miedo de que el pueblo “agrandara” la tragedia?, ¿por qué escatimaron con tanto escrúpulo las cifras de los muertos?, ¿por qué compararon hasta el absurdo a los cientos de edificios caídos con la cantidad millo-naria de los que quedaron intactos?, ¿por qué se ocuparon tanto en desmentir las versiones exageradas de la prensa extranjera?, ¿por qué se resguardaron de la espontaneidad ciudadana con si-mulación eficientista?, ¿por qué se dedicaron a organizar febril-mente comisiones como castillos en el aire? Todas estas pregun-tas y muchísimas, que usted pudiera hacerse, intrigado lector, saltan del propio discurso oficial y de la grieta inmensa entre el

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discurso y la realidad que todos los ciudadanos conocimos. ¿Por qué, en fin, nuestros gobernantes no creen ni toman en cuenta el sentido común de la gente? ¿Qué pensaban que los amenazaba en los días del terremoto?

La mecida total del 19 de septiembre operó como lo hubiera hecho un fenómeno catalizador en un experimento químico de laboratorio. Una circunstancia física que sin modificar la natura-leza misma de las cosas, irrumpe para generar un afecto intenso y fugaz que permite observar muchos fenómenos antes ocultos. Dos principales: uno, la separación momentánea entre sociedad y Estado; moléculas que por su ausencia de espacio entre ellas se veían como la misma cosa. Así, los rasgos propios y distintivos de cada una se dilataron aunque fuera por un instante. Otro, la magnificación de conductas antes simuladas.

Respecto a lo segundo, el terremoto simplemente exhibió a todos los actores de la trama oficial: las distintas burocracias mos-traron sus vicios e ineficiencias, algunas también sus virtudes. El Estado en su conjunto exhibió su rigidez y descoordinación, su torpeza, su atrofia. Las organizaciones sociales y políticas, como los partidos y los sindicatos, mostraron su pequeñez real como aglutinadores sociales y algunos incluso evidenciaron su extravío en los pequeños riachuelos, lejos de los grandes caudales de la sociedad. La jerarquía católica, con esos inmensos zancos debajo de sus sotanas, se quedó en la estratósfera, muy lejos del pueblo cristiano. Las organizaciones empresariales enseñaron sus afila-dísimos colmillos para deglutir el poder y mostraron su gran olfato político. Las organizaciones populares de base, en barrios y colonias, revelaron su temple, sus hondas raíces que contrastan con su raquítico tallo. El pueblo: su tamaño inmenso. Respecto a la separación, no el choque, entre sociedad y Estado, esto per-mitió a cada cual verse a sí mismo, sin el otro. También, ver al otro, estupefacto, a distancia. El motor hasta entonces descono-cido que impulsó a la sociedad a lanzarse a la calle para atender los gritos de auxilio de los atrapados, los incesantes llamados de socorro que hacía la gente por casi todas las estaciones de radio —convertidas por única ocasión en voz cierta y viva— el ofre-cimiento también a gritos de ayuda, de recursos, de solidaridad; mostró el abismo profundo que hay entre la cultura política que el Estado fomenta e impone en sus tratos con la sociedad y la moral oculta pero viral del ciudadano. Una grieta muy angosta pero muy honda que normalmente no se ve. La colectividad ur-bana, en lo cotidiano tan endurecida, tan insensible, tan arbitraria, mostró que en lo recóndito guarda una moral pública, fami-liar y religiosa de valores fraternos, de obli-gaciones solidarias inculcadas y que puede transformar a la compasión humana en un deber. Este sentido real y genuino de perte-nencia, este ser nación, no se entrelaza con la moral cruda y pragmática de la política, con el “civismo” a la mexicana, con el pa-triotismo de borrachera oficial que el ciu-dadano aprende sólo para relacionarse con el Estado y ejercita todos los días; oficio indigno que norma y aceita sus tratos co-tidianos con el poder público en todas sus caras, las solemnes y las vulgares. Es decir,

la transa, el chanchullo, la influencia, la mordida, el compadrazgo, el amiguismo, la adulación hipócrita, la tajada, el pitazo, el “ahora me desquito”. Esta es la cultura cívica que el Estado reproduce y que intenta, sin embargo, purificar con el discurso “nacionalista” y “patriótico”, plagado de cosas que el pronunciarse no se cree pero que son engaños útiles; moral que el ciudadano debe prac-ticar y conocer para “integrarse” a la “grilla”, buscar oportunida-des y sobre todo, en un régimen de abundancia de leyes pero de gran precariedad jurídica, para hacer valer sus derechos; moral que no se aprende en la Constitución, que está en la barandilla mugrienta de las comisarías o en las cárceles de tortura, en la cartera del policía de la esquina y en los ceniceros de las antesa-las oficiales. Aquel 19 de septiembre esa cultura no le sirvió al pueblo para nada.

La separación momentánea entre la cultura política y la moral ciudadana debió provocar una inmensa aprehensión y desconcierto éntrelos gobernantes. Surgía de pronto una socie-dad sin hilos, a la que en ese momento no se podía ni se debía amedrentar o mediatizar; una comunidad que no peleó con sus gobernantes pero que, por un instante, no estuvo unida a ellos por la complicidad. Pronto, las cosas volverían más o menos a su sitio; para la mayoría, el experimento del terremoto habría terminado, peor el 19 de septiembre pareció apocalíptico.

Segunda réplica: los miedos del temblor

Lo primero que reveló la reacción casi atónita de los burócratas y funcionarios fue el temor, o al menos la sospecha de que los ciu-dadanos pudieran echarles la culpa del terremoto. Como el Estado es el epicentro de la vida social de México, la hipótesis de culpabi-lidad estatal está siempre tan presente como expectativa ciega de los ciudadanos de que el Estado resuelva todos los problemas. Este estatismo de la sociedad mexicana transformado día a día en deuda impagable del Estado con esa sociedad que no sabe aún cómo des-

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prenderse del paternalismo, ha engendrado un inmenso complejo de culpa en la mentalidad oficial. El terremoto no sólo avivó esa culpa del inconsciente político asociado a la omnipresencia estatal, tan perversa ya en la vida del país, sino que además, despertó en las autoridades el temor inmediato y ciertamente irracional de que en México pudiera realmente existir algún fenómeno más grande que el Estado. Ni la deuda pública, ni la crisis, ninguna tragedia ni desastre experimentado hasta ahora se ha visto como algo más grande que las soluciones del gobierno: ¿moratoria a la deuda públi-ca? No, porque México puede y tiene con qué pagar y negociar; ¿la crisis?, todos los días la superamos con la rectoría del Estado en los discursos; ¿San Juanico?, qué le dura a los Aparatos de auxilio, a la mediatización y a la seguridad política del Estado.

La presencia de multitud de personas en las calles, algunos en control de tránsito, otros organizando o participando en los rescates, miles y miles auxiliando con víveres, herramientas, me-dicinas y ropa, y muchos también nada más de mirones, fue un gran espectáculo de masa intimidante, pero a todas luces ino-cente. Durante las primeras horas ni siquiera las demandas de auxilio que todos los medios de información transmitían estaban expresamente dirigidas al Estado sino a quien pudiera ayudar, fuera quien fuera. La torpeza, lentitud y descoordinación de los cuerpos oficiales contó con la comprensión y el silencio de muchísimos ciudadanos. Para todos era obvio que el terremoto no tenía autor ni medida, por tanto, el gobierno estaba auto-máticamente disculpado. El día 20 de septiembre observé en la colonia Roma cómo personas que habían perdido todo en los derrumbes, incluso familiares muy cercanos, expresaban su eno-jo e indignación ante cualquier comentario de denuncia sobre la

incoherencia y desorden de las acciones oficiales de rescate. Cla-ro está que esa actitud de arropar al gobierno —tan damnificado como los ciudadanos— duró poco tiempo, pero sus reflejos se dejaron sentir por varios días más en las páginas editoriales de todos los periódicos, de izquierda y derecha. En efecto, con ex-cepción de la revista Proceso, todos elogiaron la respuesta “opor-tuna y solidaria” del gobierno.

La ciudad de había transformado tanto en tan poco tiempo, lo inconmovible había caído, lo perene estaba enterrado bajo los escombros, la vista era roja, llena de polvo; por ello, al ver a un policía o un bombero escarbando junto a un civil, no podía uno menos que sentir emoción, confianza, gratitud. No fueron pocos ni aislados los ejemplos de heroísmo, generosidad, compasión y camaradería de miles de servidores públicos emparejados con el pueblo —que son—, por la tabla raza del terremoto. Improvi-sación, dispusieron sin tener órdenes precisas, ni coordinación, ni mando organizado para esas faenas, bomberos, policías, so-corristas, burócratas, personal técnico de organismo y empresas públicas e, incluso, soldados, rompiendo sus vallas, intentaron salvar vidas a riesgo de la propia. Por ello en esas primeras horas era absurdo que el gobierno quisiera restarle tamaño a la realidad o convencer a nadie de su capacidad de control y de respuesta. Sin embargo, en medio de su propio desorden y de sus mensajes contradictorios, los gobernantes nunca dejaron de hacer precisa-mente eso, justificarse ante la sociedad que por primera vez en mucho tiempo no los señalaba con el dedo índice. Este compor-tamiento pertinaz delata, otra vez, temor; temor a la gente, a la que se gobierna ya, con sentido de culpa.

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Tercera réplica: a evitar el desorden

Cuando el presidente Miguel de la Madrid se bajó del helicóptero para recorrer en autobús y a pie los sitios “colapsados”, tuvo que percatarse de dos cosas: que los derrumbes eran ciertamente más grandes que la capacidad de previsión y auxilio del Estado y, segun-do, que en ese momento tenía más sentido y rumbo la actividad de los ciudadanos que el desconcierto de los cuerpos oficiales.

Sus primeras declaraciones acusaron, sin embargo, una gran confianza en la capacidad de su gobierno para sobreponerse a la tragedia. Quizás el propósito fuera infundir ánimo y seguridad a la población, o tal vez no era aún evidente el alcance de la destrucción y la inmensidad de la tarea de rescate que se tenía por delante. En todo caso el presidente dijo durante su primer recorrido a pocas horas del terremoto, “la situación ya está con-trolada”1. En ese mismo trayecto por diversos puntos de la ciu-dad, el periódico UnomásUno registró un comentario del propio presidente en el que se afirma que México cuenta con todo lo necesario para atender a los damnificados, por lo cual no se ha-bría de solicitar ayuda del exterior. No obstante, al día siguiente por la noche, cuando De la Madrid había realizado ya cuatro recorridos —en el cuarto lo sorprendió el segundo temblor— y seguramente con un panorama amplio de lo que acontecía en diversos puntos del Distrito Federal, dirigió por fin un mensaje televisado a la ciudadanía en el que expresó: “infortunadamente, lo tengo que reconocer, la tragedia de tal magnitud nos ha re-basado en muchos casos. No podemos hacer lo que quisiéramos con la rapidez que también deseáramos, sobre todo para rescatar vidas”. Y agregó: “la verdad es que frente a un terremoto de esta magnitud no contamos con los elementos suficientes para afron-

tar el siniestro con rapidez, con suficiencia”.Un día después, durante su quinto recorrido, reiteró: “a pesar

de los esfuerzos que se han realizado para rescatar a las vícti-mas del movimiento telúrico del jueves pasado reconocemos que existen fallas y demás falta de equipo adecuado para realizar las maniobras”2; y otra vez más ese mismo día: “el movimiento que actualmente se realiza es enorme, tenemos muchos frentes que atacar y reconozco que no existe una coordinación adecuada”3. La franqueza presidencial, insistente el primer fin de semana, no gobernó sin embargo la tónica del discurso oficial. Salva alguna que otra expresión de disculpa aunada a las alabanzas retóricas por la solidaridad ciudadana, los funcionarios tuvieron siempre el control verbal de la situación: actuaron “coordinadamente” y cumplieron con “prontitud” todas sus tareas. Al parecer, en la inmensa algarabía nacional de la tragedia, la aceptación de las fallas o carencias del gobierno equivalía a reconocer los aciertos de la sociedad algo muy peligroso para un grupo gobernante que en medio de la crisis da por hecho que sólo ellos saben el camino de salida y que quienes no vean o piensen como ellos no sólo se equivocan, además “cometen un error político” 4.

El discurso presidencial no intentó sin embargo evadirse, buscó un acomodo que permitiera al gobierno abarcar rápida-mente la iniciativa social y hacerla colaboradora del Estado. De esta manera, en sus recorridos por la ciudad, De la Madrid se hace presente en el esfuerzo social de auxilio. Incluso, muy fuera de lo que había sido su práctica, se convierte en receptor directo de la suplica, de la queja, dispone y otorga sobre la marcha. En su noveno recorrido, el 25 de septiembre, sale y se baja a cami-nar por el centro, las vecindades de la colonia Morelos, Tepito, Lagunilla, Garbaldi, la Merced: entra, con riesgo de su persona, a construcciones semidestruidas y dialoga con la gente, sólo, sin funcionarios. Muchos vecinos se aglomeran espontáneamente en

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torno a él, quizá únicamente para verlo, para tocarlo; llorar en su presencia y esperar el milagro de la reconstrucción que tendría que venir con una sola orden, con una mirada del presidente a ruinas de sus casas. La sociedad tenía que saber, en su angustiosa emancipación de esos días, que el padre estaba ahí. Asimismo, días después, por primera ocasión en este sexenio, los manifes-tantes entran finalmente al recinto del poder, sus demandas y exigencias se formulan de cara al presidente.

No obstante el día 30 de septiembre en una reunión con los voluntarios del CREA, De la Madrid fija con frialdad los térmi-nos de referencia: “el gobierno no pretende monopolizar ni con-trolar el gran dinamismo del pueblo, al gobierno le corresponde orientar, conducir, coordinar con base en las demandas de la po-blación. El régimen no pretende estatizar ni controlar la vida de la Nación, se respetan las libertades y la expontaneidad social” 5.

Cumpliendo de inmediato con ese papel orientador al día siguiente —el primero de octubre—, en una reunión con la cúpula de los empresarios depositantes al Fondo Nacional de Reconstrucción, De la Madrid advierte, regaña: “hay grupos minoritarios que medran, especulan, lucran o tratan de agitar. Evitaremos la anarquía y se tomarán las medidas que impiden ac-titudes anormales de minorías”. La preocupación del presidente ante el desbordamiento es manifiesta; cierto, en muchos sitios, la solidaridad se transforma en desorden, en coraje y los riesgos de un activismo urbano, agitado y voluntarioso, crecen. Entonces De la Madrid anuncia:

Vamos a establecer programas de emergencia para atender las necesidades de techo de las familias, pero también para evitar que con el pretexto de movilizar demandas legítimas de los habitantes, haya agitación social que en esos momen-tos debemos evitar con el mayor esfuerzo posible. Tendremos que montar programas extraordinarios y tener una gran velo-cidad de respuesta6.

Todavía frente a los empresarios el presidente precisa, en for-ma más explícita, cuál es el papel que en opinión del gobierno ha jugado la sociedad y cuál es el alcance real de la iniciativa ciudadana:

El gobierno de la República ha cumplido su responsabili-dad de hacer frente a la situación pero hemos reconocido que esta tarea no hubiera sido posible o por lo menos se hubiera dificultado mucho más de no haber contado con la actitud responsable, solidaria y fraterna de todos los mexicanos, sin distinción de clases; sin distinción de ideologías7.

Es claro a dónde apunta la versión oficial: la sociedad no ha hecho más que solidarizarse con el gobierno; la misión de encau-zarla y regularla está ya en marcha. Al hablar de los problemas del tránsito de vehículos, el suministro de agua y otras cuestiones urbanas, De la Madrid dice a los empresarios:

Sé muy bien que en estos casos hay el peligro de la anar-quía, incluso anarquía que proviene a veces de la generosidad espontánea, de la iniciativa espontánea de la sociedad. Al go-bierno le corresponde evitar que ocurra esta anarquía ya que es el representante global de la sociedad8.

Así en la carrera por alcanzar y rebasar a la sociedad desbor-dada por el terremoto se llega primero a la expropiación, y des-pués a la convocatoria a la “sociedad civil” para el Programa Na-cional de Reconstrucción. El gobierno ha recobrado la iniciativa, se tiene otra vez tono y aliento: “En la emergencia, la tragedia, funcionan, operan, las instituciones de la República”, dice De la

Madrid el día 15 de octubre y concluye tajante: “El gobierno ha respondido con un programa serio, enérgico y radical y no esta-mos buscando la popularidad sino cumpliendo con un deber”.

Si no se buscó la popularidad, ¿con qué sociedad se quedó entonces el gobierno después del terremoto? En la memoria ofi-cial de labores de la Comisión Nacional de Emergencia aparece el catálogo de quién en concreto, según el gobierno, protagoni-zó a la “sociedad civil” en esos días de septiembre y cuál fue el impulso que movió esa solidaridad. Todo se hizo, al parecer de la comisión, en concordancia con el esfuerzo del gobierno de la República, por el “patriotismo” que “en ocasiones desbordó canales para manifestarse en forma espontánea e independien-te”. Las instancias sociales que actuaron fueron en esta versión los partidos políticos, pero sólo en el recinto de la Cámara de Diputados; los sindicatos y organizaciones obreras, aunque en particular las integrantes del Congreso del Trabajo (sólo se men-cionan a la CTM, al Sindicato Petrolero, STPRM, a la CROC, a la FSTSE, al Sindicato de Telefonistas, al SUTERM y SME, al Sindicato de Comunicaciones y Transportes, a la CROM, CRT y CGT y se habla de “diversos sindicatos universitarios, entre otros, el de la UNAM, y el de la Universidad Metropolitana UAM). De las organizaciones campesinas se menciona única-mente a la CNC y diversas ligas de comunidades agrarias de los estados. De organizaciones populares se cita sólo a la CNOP aunque hace reconocimiento genérico a los médicos y enferme-ras. Como organizaciones intermedias se cataloga a los empre-sarios —CONCANACO, CONCAMIN, CNIC, CANACIN-TRA, CANACO—. Entre ellas las asociaciones profesionales se toma en cuenta exclusivamente al Colegio de Ingenieros Civiles, a la Asociación de Arquitectos Revolucionarios y sólo, en lo ge-neral a las Barras, Colegios y Asociaciones de ABOGADOS. De instituciones de educación superior se registra el esfuerzo de la Universidad Nacional (UNAM), el Politécnico (IPN), la UAM, la UIA, la Universidad Anáhuac, el ITAM y la Universidad La Salle. En lo tocante a los medios de información se menciona a la prensa y expresamente a Televisa. Todas las demás organiza-ciones o instituciones sociales que actuaron, no existen para el gobierno. La sociedad civil es tan sólo la nomenclatura oficial, los empresarios, las universidades y unos cuantos más.

Cuarta réplica: todos desprevenidos

¿Por qué ese miedo, esa necesidad de controlar, de excluir? Nadie podría esperar o suponer que el gobierno de México estu-viera preparado para esta emergencia, ni menos que al ocurrir —con serios daños en oficinas públicas— la administración central reaccionará con absoluta puntualidad y eficiencia: sin embargo, las autoridades sí sabían, a ciencia cierta, que la ausencia de todo mecanismo previo de auxilio magnificaba el factor sorpresa con que atacó el terremoto y los colocaba a ellos en absoluta des-ventaja para actuar y coordinarse. He ahí un rasgo razonable de su sentido de culpa. Simplemente al sobrevolar la ciudad en la maniobra de aterrizaje de un avión comercial se da uno cuenta de que cualquier percance de cierta magnitud en esa atiborrada urbe, puede causar graves daños y desquiciamiento. Por ejemplo, el desplome de ese avión que debe aterrizar en el aeropuerto Be-

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nito Juárez rozando prácticamente los techos. Sin embargo, na-die esta preparado. Antes del terremoto del 19 de septiembre no existía ningún plan de emergencia vigente y en condiciones ya de ser aplicado para ningún tipo de gran tragedia en la ciudad. Esto no es sólo a causa de la negligencia, el inmediatismo y la impre-visión que se han vuelto criminales en la práctica de gobierno de nuestras autoridades capitalinas, sino que se origina también en el celo burocrático y la ambición política que ha impedido en los últimos años crear mecanismos de autoridad, coordinación y res-ponsabilidad para casos de emergencia. Ha habido, sí, procesos de reflexión y planeación. Por ejemplo, en 1983 el regente Ra-món Aguirre recibió un documento —el Sistema de Protección y Restablecimiento de la Ciudad de México— preparado a solici-tud de su antecesor por el Instituto de Ingeniería de Sistemas de la UNAM y la Secretaría General de Obras y Servicios del DDF. Este proyecto, que alguna vez fue hasta decretado en el Diario Oficial, incluye planes de acción para mitigar y prevenir daños que pudieran causar desastres naturales (terremotos inundacio-nes, etc.), planes para la atención de emergencias y hasta un plan general de recuperación. Se supone también que la Secretaría de Gobernación y SEDUE, han hecho ejercicios similares. No obs-tante, ninguno de estos planes, ha conseguido librar la barrera de la indefinición política respecto a la asignación precisa de autori-dad y responsabilidad para su aplicación. En casos de desastre la cosa es muy simple, si hay autoridad, no hay programa.

La Secretaria de la Defensa tiene su plan, el DN-III, hecho a su medida; según éste, el secretario de la Defensa manda a todos los demás; igual cosa sucede con la Secretaría de Gobernación que esgrime leyes, según las cuales, la que manda en casos de emergencia es ella; lo mismo podría decirse del Departamen-to del Distrito Federal, respecto a los planes que guarda en sus gavetas y, tal vez también de las demás secretarías de Estado en su áreas de competencia. Lo curioso es que si la planeación para emergencias hubiera sido asunto político candente o de aplica-ción inmediata, como lo es ya después del terremoto, la pugna interburocrática por la autoridad se hubiera resuelto de cualquier forma a favor de uno u otro contendiente. Sin embargo el haber sido por mucho tiempo una tarea de menor jerarquía política, para una situación hipotética, lejana e incluso se pensaba muy improbable, las pequeñas o grandes ambiciones que obstaculiza-ron la adopción de algún mecanismo de auxilio a la población civil, nunca se resolvieron, y todo quedó aplazado, pendiente de acuerdo. Lo mismo sucede con los intentos esporádicos del Estado de organizar a la sociedad para tareas de emergencia. El funcionario o político que lo sugiriera era visto por sus colegas como “futurista”. En todo caso, y así sucedió con los famosos co-mités de manzana, el destino irremediable de esas iniciativas era transformarse en instrumentos electoreros del PRI o bien morir de aburrimiento social.

Las organizaciones populares independientes a nivel de ba-rrio o colonia —y digo independientes incluso de los partidos de izquierda— funcionaron razonablemente bien durante el terre-moto. Estas son organizaciones genuinas, con una genuina razón popular y social de ser y muy bien podrían actuar como mecanis-mos de base para un plan civil de emergencia. Sin embargo esto no ha sucedido ni sucederá nunca, puesto que la mera existen-cia de estas organizaciones fuera del control y la manipulación directa del gobierno irrita a los funcionarios que las limitan e incluso acosan y persiguen constantemente.

La imprevisión no es, pues, enteramente casual; el 19 de sep-tiembre tomó al Estado completamente desprevenido a causa, en buena medida, de sus propios vicios políticos. Por tanto, su sentido de culpa tiene cierto sentido. Las inminentes tareas de rescate y auxilio eran mucho más numerosas y difíciles de lo que originalmente se pensó; exigían poner en marcha un plan de trabajo ágil, asignar tareas, establecer claras líneas de mando y responsabilidad, concentrar y diseminar recursos. El equipo de la “planeación democrática” y la eficiencia administrativa se veía de improviso en la más completa orfandad de métodos. En cambio, por una treta de su propio destino, este gobierno, pala-dín de las caravanas retóricas frente a la sociedad civil, no tuvo más que un plan militar de emergencia; el críptico y nunca bien ponderado DN-III.

Quinta réplica: soldados de plomo y funcionarios sin aplomo

El 19 de septiembre por la mañana, para no mostrar, en efecto, su rubor y desnudez, el régimen se vistió a toda prisa, con el uniforme verde del DN-III. No obstante esa utilidad política inmediata —mostrar a los ciudadanos que la situación se enfrentaba con orden, experiencia y método—, el programa militar de auxilio no se aplicó pues tenía aparejadas serias dificultades para el gobierno. En primer lugar su ejecución real, efectiva, implicaba resolver de una manera intempestiva y contraria a los pronunciamientos civilistas, la vieja y olvidada cuestión de la autoridad para la emergencia.

A pesar de que el Plan DN-III se ha venido aplicando y ac-tualizando desde 1966, a raíz de las inundaciones del río Pánuco, Veracruz y Tamaulipas, su adopción por el gobierno como Plan Nacional de Emergencia se había eludido a aplazado, precisa-mente, por el problema de las líneas de mando. En el papel, el DN-III resuelve esta cuestión de la siguiente manera: cuando se aplica para una situación de alcance nacional, como sería el caso del terremoto, se prevé la formación de un Grupo Central de Auxilio y grupo de zona. El Grupo Central opera bajo el mando supremo del Presidente de la República; un presidente sustitu-to, el secretario de Gobernación y un presidente ejecutivo, que es precisamente el secretario de la Defensa Nacional. Como es fácil apreciar, el nudo gordiano del DN-III es la pugna entre Defensa y Gobernación. La resolución en el papel es el llamado “presidente substituto”, a todas luces inapropiada y anticonsti-tucional. En nuestro sistema político y jurídico el Presidente de la República no tiene substituto, delega su autoridad o su re-presentación, pero nunca, excepto en ausencia definitiva, se le sustituye bajo ninguna circunstancia y para ninguna tarea. En el DN-III la presidencia ejecutiva coordina todas las accionas y si el Presidente dispusiera que el secretario de Gobernación asumiera el mando, esto no debería ser, en todo caso, en menoscabo de la autoridad ejecutiva del secretario de la Defensa; es decir, al fin y al cabo se mantiene la ambigüedad.

Al ordenar el Presidente la mañana del 19 de septiembre la ejecución del Plan DN-III se activó el detonador de las pugnas interburocráticas. Por una parte y amparado en la Ley General de Población (art. Tercero, fracción XII), el secretario de Gober-nación no tuvo la menor duda de que él era el coordinador de todos los esfuerzos de gobierno. No es que MANUEL Bartlett

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reclamará necesariamente como suyo ese peligrosísimo paquete —aunque probablemente el gusanito de la inmortalidad debe haberle cosquillado—, pero sí, en todo caso, la autoridad simbó-lica. A la postre y con el surgimiento por generación espontánea, el día 20 de noviembre, de la Comisión Nacional de Emergen-cias, paralela a la Comisión Metropolitana, Gobernación quedó aparentemente a cargo de esa supercoordinación formal. Todo indica sin embargo, que el problema más serio de las primeras horas no fue entre Gobernación y Defensa, sino entre los milita-res y los burócratas.

El Pan DN-III prevé que quien canaliza y coordina el uso de todos los recursos destinados a la emergencia, quien organiza el trabajo de las organizaciones civiles y voluntarios, quien, en fin, dispone todo lo que hay que hacer es la presidencia ejecutiva del plan, es decir, la Secretaria de la Defensa. Posteriormente, cuando la situación de emergencia ha sido superada —nos aseguró por televisión el general Arévalo Gardoqui, secretario de la Defensa—, las autoridades civiles correspondientes asumen el control de la situación y el Ejército mexicano se integra como un colaborador más para ayudar en las misiones que se le asignen. Eso querría decir que durante la emergencia el regente Ramón Aguirre y todos los recursos del DDF debieron quedar bajo la autoridad de coor-dinación conferida a Arévalo Gardoqui por el grupo central de auxilio del Plan DN-III. O todavía más: se constituye un grupo de auxilio de zona cuyo ”presidente honorario” es el gobernador de la entidad, en este caso el regente, y el coordinador ejecutivo es nada menos que el jefe de la zona militar número uno. Así que Aguirre hubiera tenido que acompañar, ad honorem, al jefe de la zona militar y no al revés, como sucedió.

Lo cierto es que al ordenarse la ejecución del Plan, las exi-gencias de autoridad del DN-III no estaban aún resueltas ni se-rían respetadas por las diversas autoridades gubernamentales que

afrontaron el terremoto. Por ello se vio el Plan DN-III sólo como el plan de emergencia de una secretaría de Estado, la Defensa Nacional, para ser ejecutado por ésta, sin autoridad sobre los demás ni en menoscabo de los planes o improvisaciones de cada quien. De esta manera, lejos de resolverle al gobierno el proble-ma, el DN-III lo dividió internamente y lo descoordinó más en el frente de operaciones.

Según todas las declaraciones oficiales y todos los documen-tos, tales conflictos de autoridad y tal descoordinación nunca se dieron puesto que fue el propio presidente de la república quién asumió personalmente, la coordinación y supervisión de las tareas de auxilio. Así lo constatan sus frecuentes recorridos de trabajo por las zonas afectadas, 13 hasta el primero de octubre, y su contacto estrecho con los funcionarios incluso —contra su costumbre— de nivel medio, como el jefe de la policía, los dele-gados del DF, etc. Sin embargo, esta participación tan directa y comprometida de De la Madrid no resolvía tampoco los conflic-tos de autoridad debajo de él. El presidente es siempre en todo momento, circunstancia y lugar, la autoridad máxima, sobre ello no hay discusión. Pero, por más operativa y abarcante que pueda ser la acción del presidente, las líneas de autoridad hacia abajo, debe tener un trayecto claro, sobre todo, en una emergencia de la magnitud del terremoto. Las ramificaciones no pueden ser ni multiples ni difusas. Por otro lado, el presidente De la Madrid nunca asumió directamente la Jefatura de las comisiones Na-cional y Metropolitana de Emergencia; delegó éstas en Manuel Bartlett, secretario de Gobernación y Ramón Aguirre, jefe del DDF.

Si como vemos la emergencia imprevista generaba problemas de autoridad y coordinación muy serios en la cúpula del gobier-no, en los derrumbes mismos las cosas se complican aún más. La mayoría de las informaciones periodísticas del día 20 coinciden

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en la versión de que al ordenar el presidente el Plan DN-III, el general Arévalo Gardoqui quedó expresamente al mando de las operaciones de emergencia. Acorde con ello, la Secretaria de la Defensa Nacional se proyectó públicamente por algunas horas como centro de las operaciones de auxilio. En boletines de la Secretaría de la Defensa mezclados en los periódicos con otras informaciones, se dice que, “por instrucciones del presidente Miguel De la Madrid, el general Juan Arévalo Gardoqui quedó al mando de las operaciones y la coordinación de las labores que se desarrollan en el Distrito Federal y en el interior del país”. A nadie extraño pues que el general Arévalo instalara su cuartel móvil, dictara ordenanzas, desplegara a sus hombres, rindiera partes al presidente e informara a la prensa9. Hubo incluso quien “se fue con la finta”. Pemex y Conasupo anunciaron que sus ope-raciones de apoyo las realizaban de acuerdo con el Plan DN-III. Pemex puso a disposición de la Secretaria de la defensa combus-tible de reserva y sus vehículos en la zona de desastre siempre portaron emblemas de identificación alusiva al DN-III.

Por otro lado, simultáneamente y también por la atención periodística a los recorridos del presidente casi, siempre en com-pañía de funcionarios DDF, se creó la impresión Contradictoria de que el regente y el jefe de la policía capitalina eran los encar-gados de ejecutar y transmitir las órdenes presidenciales. Cuan-do el presidente llegó en su primer recorrido del edificio Nuevo León, poco después de ordenar el Plan DN-III, no pareció sor-prendido de que Jorge Armando Vadillo, coronel de servicios especiales de la Dirección General de Protección y Vialidad, se ostentara cuando menos ante las cámaras, como el oficial a cargo del auxilio del lugar.(10) Según el periódico El Sol de México, durante ese mismo recorrido el presidente declaró: “ya está en práctica el Plan DN-III de emergencia para ayudar a las vícti-mas y para acordonar la zona más afectada a fin de proceder a la mayor brevedad al rescate”. Es evidente, por los términos poco precisos de esta declaración que la autoridad de Arévalo era en el mejor de los casos ambigua y difusa; tan ambigua entonces como la del regente.

La indefinición de la autoridad y la responsabilidad estuvo realmente condicionada por el hecho de que la movilización ciudadana ocurrió mucho antes de que las autoridades reaccio-naran. En efecto, los primeros en llegar a los lugares donde era necesario algún rescate fueron los familiares, los amigos y los vecinos de las víctimas atrapadas. Después de ellos y antes que el Ejército, arribaron bomberos, policías, socorristas, ambulantes de la Cruz Roja. Entre todos, quienes dirigieron en cada sitio en particular las operaciones de rescate, fueron los más hábiles, los más experimentados, los más empeñosos o los más gritones. En principio, ningún representante oficial tenía, en ese momento y en esa circunstancia, más ventaja o más organización y mando que los civiles, por eso la mayoría tuvo buen tino y el sentido común de dejar hacer, de no estorbar con su autoridad fuera de sitio. Los mejores burócratas se comportaron como buenos civi-les. La situación que esto creó en la mayoría de los edificios “co-lapsado” nunca pudo ser revertida por las autoridades, y cuando lo hicieron, fue costa de imponerse por la fuerza una decisión voluntariosa, irracional y burocrática. Claro está que en los edi-ficios públicos y en los hospitales, el gobierno tenía sin duda una ventaja lógica, sin embargo aún en esos casos la presencia inelu-dible de la mancuerna social —familiares y voluntarios— hizo que los rescates fueran, digamos, una labor bipartita: pública y

privada. Puede decirse que la disputa por el liderazgo burocráti-co estaba de antemano pérdida; las víctimas y los voluntarios, en el desorden, la algarabía e incluso la desesperación, ocuparon de inmediato un espacio que el gobierno nunca tuvo ni la autori-dad, ni la legitimidad, ni la efectividad operativa para reclamar.

Por eso es cuando los militares iniciaron el acordonamiento se produjo una situación en extremo delicada: dentro de la zona prohibida quedó la sociedad civil. Según los manuales milita-res, acordonar el sitio de desastre y peligro es un control previo indispensable para iniciar el auxilio y garantizar la seguridad de los bienes y las personas. Los soldados que acordonaron llevaban armas porque su misión concreta es establecer el orden con su argumento, el de la fuerza. Tras ellos deben venir los zapadores, los ingenieros militares, los médicos, los hospitales de campaña, los equipos, las comunicaciones, los mandos operativos; en fin todo el aparato que ordenan los manuales. Sin embargo nada de esto llegó, ¿por qué? Tal vez porque la orden presidencial no iba más allá del primer renglón el DN-III; pero seguramente también porque la entrada de los militares suponía por la lógica de estas operaciones, primero, la salida de todo civil del cerco y después la subordinación, a los planes e instrucciones militares, de cualquiera que deseara presenciar o colaborar: familiares, vo-luntarios, policías, bomberos, socorristas.

En efecto, para las 10de la mañana del 19 de septiembre la aplicación del DN-III no era ya simplemente una cuestión de trámite, tenía que ser una imposición; en muchos sitios hubiera implicado un choque entre el Ejército y sociedad, un desplaza-miento violento de autoridades civiles. Los primeros en perca-tarse de ello fueron los propios militares; sin órdenes expresas no iban a cometer semejante torpeza. Los mandos medios y su-periores del Ejército Mexicano tienen ya suficiente experiencia y contacto con la población civil en situaciones críticas, como para conocer los riesgos de enfrentamiento. Saben bien que el DN-III es ante todo un plan de acción para zonas rurales y que los procedimientos aprendidos no son exactamente aplicables al fino tejido urbano, abigarrado, sensible, multitudinario. Tenía órdenes de acordonar y así lo hicieron en la mayoría de los casos, de ahí no pasaron.

Los grandes perdedores de la imprevisión, la improvisación y la incertidumbre gubernamental fueron por tanto los militares. Sirvieron primero para cubrir la desnudez oficial, peor ya en la calle se les privó de una misión útil y concreta que cumplir en el auxilio. El público los vio como estatuas de sal, torpes, inútiles, estorbosos y en ocasiones hasta prepotentes, agresivos y desho-nestos. Si la elección hubiera sido efectivamente poner a cargo a los militares —cosa muy difícil para un gobierno con tan clara vocación civilista como es el de Miguel de la Madrid—, hubie-ran tenido que mostrar toda su pericia, operar todos los sistemas, sacar todos sus equipos y tendrían que ser juzgados por la so-ciedad en relación a ese desempeño. En ese caso las autoridades civiles y los recursos de la ciudad hubieran tenido que marchar al son de las trompetas. La naturaleza de la estructura castrense no admite ambigüedades; o se está a cargo o no, y si no es así en-tonces un Ejército no puede desplegarse en toda su extensión. En efecto, los recursos con los que seguramente cuenta nuestro Ejér-cito no podían ser manejados por un policía un ingeniero, un contador o un delegado político. Esto es tan cierto aquí, como en cualquier otra parte del mundo. Por ello el teniente coronel Rodolfo Linares, diputado federal por Oaxaca y miembro de la

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Comisión de Defensa de la Cámara de Diputados, expresó con justa indignación el 9 de octubre:

Son injustos e injustificados los ataques y crítica que se han hecho en contra del Ejército en relación con las labores de salvamento en la ciudad de México y zonas dañadas por el mismo. El Plan DN-III no se aplicó en la ciudad de México y por lo mismo no puede hablarse de su fracaso o inoperancia.

Cierto, en la emergencia provocada por el terremoto del 19 de septiembre el Ejército intervino sólo de manera parcial y fragmentada: acordonó edificios, patrulló la ciudad, custodió valores, repartió agua, ayudo en peritajes, sirvió de enlace para comunicación con el exterior, descargó aviones e incluso, tomó a su cargo tareas de rescate o participó en ellas en algunas insta-laciones públicas como el Hospital Juárez, en edificios destrui-dos donde habitaban altos oficiales, como algunos de la colonia Roma, y en algunas partes del centro. Sin embargo, atrapados entre la ambigüedad de las autoridades civiles y las exigencias del pueblo, los acordonamientos de militares armados provocaron gran indignación pública. También hubo abusos e incompren-sión de los militares, incluso acciones simuladas para propagan-da y demagogia. Pero lo cierto es que al Ejército le tocó las de perder.

Sexta replica: la magia de las comisiones

La decisión política de no poner al Ejército a cargo en el DF tiene una explicación lógica y es coherente con otras posturas del gobier-no. La militarización del auxilio hubiera echado prácticamente por tierra la tesis gubernamental de que, a pesar de su magnitud, la tra-

gedia no ameritaba romper con la normalidad jurídica y aplicar las medidas de excepción. Si bien el DN-III no prevé eso, en la práctica las garantías individuales se hubieran visto coartadas. Por ejemplo el día 20, la Secretaria de la Defensa dispuso, sin más, que los ladrones que fuesen encontrados entre las ruinas de los edificios fueran envia-dos directamente al campo militar número uno; esto era de hecho imponer arbitrariamente un Estado de excepción, contrario a las garantías procesales que prevén leyes.

Por muchas razones, era lógico que la inmensa ambigüedad y los conflictos de autoridad que surgieron durante las primeras horas, fueran abordados mediante el expediente ya muy usado de crear una comisión intersecretarial de auxilio, decisión que se anuncia al cabo de la mal llamada reunión de gabinete el jueves 19 a las 2 de la tarde. A esta sólo asistieron unos cuantos miem-bros del gabinete, algunos subsecretarios y jefes de organismos descentralizados y empresas públicas. Este recurso burocrático no resolvió todos los conflictos de autoridad en la cúpula, pero sí el más inmediato: en oposición a la Secretaría de la Defensa, el Departamento del Distrito Federal quedaba a cargo de todo lo relativo a la emergencia. La explicación transmitida a la prensa dice más o menos lo siguiente:

En virtud de que los mayores daños originados por el tem-blor ocurrieron en el DF, el presidente Miguel de la Madrid designó al regente RAMÓN Aguirre Velázquez como coordi-nador de la comisión y como secretario técnico al subsecre-tario de gobernación Jorge Carrillo Olea, para que coordi-ne todo lo relativo a lo que haya ocurrido en el interior del país11.

En principio, esto quería decir que esa comisión intersecreta-rial única atendería todos los asuntos relacionados con el terre-moto en todo el país, lo cual daba pie a otra serie de conflictos:

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¿cómo el regente del DF presidía una comisión de alcance nacio-nal?, ¿con qué autoridad?, ¿cómo el secretario de la Defensa po-dría quedar formalmente subordinado al jefe del Departamento del DF que ni siquiera ostenta su mismo rango en el gabinete?, ¿y qué el secretario de Gobernación, según la ley el encargado de coordinar las emergencias, actuaría sólo por vía del subsecretario? Toda esta maraña de jerarquías y responsabilidades se complicó aún más por el hecho de que, como informó también la prensa, “la comisión intersecretarial estaría integrada por representantes a nivel subsecretario o equivalente de todas las dependencias, y funcionará permanentemente para atender el estado de emergen-cia que ha causado el fuerte temblor hasta tanto se normalice la situación”12.Este procedimiento aparentemente espectacular de una comisión intersecretarial de subsecretarios restaba, sin em-bargo, importancia y jerarquía política al terremoto y hacía im-posible la coordinación. El regente capitalino a la cabeza de un Ejército de subsecretarios reunidos permanentemente, no pare-cía en efecto ser la mejor fórmula para poner de acuerdo a todas las dependencias, concertar acciones y atender simultáneamente las urgentísimas tareas en la ciudad del interior del país.

Además, el secretario de Gobernación quedaba sin ubicación precisa. Esta ausencia se explica tal vez por el propósito de no proyectar súbitamente la imagen pública de este funcionario aspirante a la Presidencia en demérito de otros precandidatos o, tal vez, para cuidarlo y no exponerlo al desgaste que podría significar la atención a los intrincados problemas causados por el terremoto. Lo cierto es que Bartlett quedó tan fuera de sitio como Arévalo Gardoqui, sólo que, para su fortuna, como dicen los políticos, “sin tener sus castañas en el asador”.

En la conferencia de prensa de esa noche del 19 de septiem-bre, sin explicación ni rectificación alguna, el secretario de Go-bernación ocupó finalmente su lugar y apareció ya a la cabeza. Al día siguiente se empieza a hablar de dos comisiones y no se vuel-ve a mencionar la “reunión permanente” de los subsecretarios. El arreglo estaba hecho: el secretario de Gobernación encabezaría la Comisión Nacional de Emergencia para coordinar las acciones a nivel nacional y concertar los recursos del Gobierno Federal en apoyo permanente a la Comisión Metropolitana. De su comi-sión formaría parte también la Secretaría de la Defensa de la que podría decirse, partía la coordinación para auxiliar al DDF, aun-que Arévalo seguía siendo también integrante de la comisión que presidía Aguirre. La autoridad de la Secretaria de Gobernación se puso a salvo y al mismo tiempo esta dependencia de resguardo del polvo, los derrumbes y las críticas que abundaron en los fren-tes de rescate del DF. A su vez, la Comisión Metropolitana que-daba íntegramente en manos del DDF, todas sus instancias de coordinación y todos sus grupos de trabajo. La implementación de esta solución política a los problemas internos de la autoridad y responsabilidad de los órganos de gobierno llevó cuando me-nos 24 horas. Mientras tanto, bajo los escombros estaban, vivos y esperanzado, miles de ciudadanos.

El operativo de auxilio que debía montar el gobierno y que tanto le costaría coordinar internamente, tenía que atender infi-nidad de tareas urgentes y simultáneas. Además de los rescates, en los que la iniciativa estaba ya en manos de los voluntarios, de-bía, entre otras muchas cosas, organizar la asistencia a los damni-ficados, albergues, alimentos y salud; inspeccionar los edificios dañados, desalojarlos en caso necesario y resolver cuáles, cómo

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y cuándo tenían que ser demolidos; restituir el flujo de electri-cidad; reparar las redes de agua y drenaje y, al mismo tiempo, asegurar un mínimo de líquido para las comunidades que el terremoto había acabado de desertificar, levantar los escom-bros e intentar restituir la vialidad; organizar la identificación de cadáveres; atender los miles de llamados para la localiza-ción de personas desaparecidas; mantener la vigilancia en la ciudad, garantizar el abasto; evitar abusos de comerciantes sin interrumpir la venta de bienes básicos; regularizar el transporte colectivo; investigar posibles responsabilidades criminales en el derrumbe de algunos edificios; indemnizar y asegurar vivien-da definitiva a los damnificados. Asimismo, el gobierno debía organizar la ayuda extranjera que había caído como avalancha antes de que las autoridades se decidieran a solicitarla. Los res-cates reclamaban experiencia y equipos disponibles en otros países, y las brigadas extranjeras tenían que ser eficientemente canalizadas a donde pudieran ser más útiles. Los donativos en especie de adentro y fuera del país tenían que llegar a su destino sin despertar sospechas o suspicacias. Todo esto y más sin un plan previo, con ambigüedad de mandos y los vicios propios de nuestra burocracia. La tarea era formidable, mucho más en un sistema donde el Estado lo es casi todo y debía, por tanto, resolver todos los problemas. Algunas labores, como la organi-zación de recursos para rescates, el restablecimiento de las co-rrientes de agua potable, la atención a las colonias más pobres y la información al público, fueron simplemente desastrosos. En cambio, otras se cumplieron con relativa eficiencia y rapidez e incluso, como fue el caso del desalojo en cuatro horas de más de 2 mil enfermos del Centro Médico, se hicieron verdaderas proezas.

En todo caso, ningún gobierno hubiera podido cumplir pun-tualmente con todo y es innegable que el gobierno mexicano hizo grandes esfuerzos; por ello el juicio político que correspon-de hacer a la sociedad no debe partir de una ilusa expectativa de perfección o de eficiencia inalcanzable. Preocupan, sin embargo, cuatro circunstancias: la imprevisión negligente, la desorganiza-ción y la descoordinación burocrática, el miedo a compartir en serio la responsabilidad con la sociedad y la insensibilidad frente a las demandas justas que surgieron de los escombros en toda la ciudad.

En un balance global, el gobierno quedó desbordado tanto por el acontecimiento como por la sociedad. Si en tales circuns-tancias hubiera recurrido a esquemas de autoridad más rígidos o echado mano, en alguna medida, de las facultades especiales que la Constitución confiere al presidente, nada hubiera ganado para enfrentar los problemas básicos y si, en cambio, los hubiera multiplicado.

Séptima réplica: el paraíso perdido

Por eso no es tan extraño el texto que el día 1 de octubre público en Excelsior, Manuel Camacho, entonces subsecretario de Desarrollo Regional de la Secretaría de Programación y Presupuesto, hoy se-cretario de SEDUE, para explicar las “razones de Estado” frente al terremoto y sociedad. Ya en otras ocasiones, Camacho Solís había hecho reflexiones públicas que sugerían ideas guardadas en algún conciliábulo gubernamental; razonamiento de algunos o muchos

gobernantes, en su secretaría y en otras. En esta ocasión, en la pri-mera plana del diario más importante de nuestro país, el todavía subsecretario afirmó que para la emergencia y reconstrucción “pa-recían presentarse posiciones antitéticas”. No se dice a quiénes les parecería esas posiciones encontradas que a continuación cita, pero suponemos que no es a la sociedad o a los comentaristas públicos porque, como dijo en su momento Gastón García Cantú13, esas alternativas no se leyeron en ninguna parte. Para Manuel Cama-cho el dilema surgía entre los que “consideran que la sociedad civil por sí misma habrían resuelto los problemas” y los que pensaban que “debería haber existido un plan que excluyera tajantemente la participación social”. Entre los que creen que es posible mantener las formas y niveles de participación social que la tragedia motivó y otros que piensan que “ante los niveles de movilización y partici-pación observados, ha llegado el momento de imponer una severa disciplina a la sociedad”.

Estos dilemas. Emanados presumiblemente de alguna polé-mica en los entretelones el gobierno, delatan una actitud llena de inseguridad y temor. Quien piense, en un extremo, que la so-ciedad civil pudo haber resuelto por sí sola los problemas, asume también en ese límite de la exageración, el fracaso del Estado, su inutilidad. A su vez, los que sostienen que era necesario ex-cluir tajantemente a la sociedad son quienes le temen al pueblo más que a la incompetencia del gobierno; los que se aterran ante cualquier protagonismo social y sueñan con la omnipotencia es-tatal. Ambos son rasgos preocupantes de un grupo gobernante que parece ya no creer en su propio Estado, pero que está encar-celado en él, y que por tanto, espera que la sociedad ni se exprese ni se organice fuera de sus cauces. Es también la marca indeleble del autoritarismo y el paternalismo: todo lo que es ajeno al Esta-do carece de motivo y razón de ser porque, en teoría, el Estado todo lo puede y todo lo provee. Si alguna solución surge al mar-gen del Estado, esa solución es un problema para el Estado, una manifestación de su insuficiencia.

Nadie puede decir que la erupción social que activó el terre-moto fuera en sí misma una expresión política de la ciudadanía, una declaración de repudio al gobierno. Sin embargo, en algo de eso se transformó al irrumpir las demandas justas por derechos sociales derruidos. Por ello, las reflexiones del politólogo Manuel Camacho muestran que el protagonismo social fue visto por los gobernantes como una súbita e intolerable exclusión de sí mis-mos: es decir, como si en la Nación y en la tragedia no hubiera espacio para ambos.

Manuel Camacho resuelve esos terribles dilemas con la vuelta al paraíso perdido de la imaginación política: “la socie-dad tuvo una participación ejemplar” y “el gobierno por su par-te asumió su responsabilidad sin coartar esa participación. La sociedad se expresó con vigor y el Estado en ningún momen-to perdió la seguridad en sí mismo”. La fantasía dramatiza el gran temor oficial de que ambas cosas sean incompatibles. Esas cavilaciones del gobierno sobre la sociedad, el terremoto y el poder, los sueños de la imaginación política y los inconfesables peor también inocultables titubeos y jalones burocráticos que hemos examinado, llevaron a Manuel Camacho a descubrir, por su cuenta, lo que realmente sucedió: hace de la negación la afirmación más nítida y elocuente. Nos dice lo que pasó para convencernos de que fue eso, precisamente, lo que el gobierno logró evitar:

En las experiencias de respuesta desarticulada de las ins-

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tituciones, se genera confusión sobre la responsabilidad pú-blica, se diluyen las respuestas, se debilita el mando y ante la falta de eficacia operativa se termina por incurrir en los procedimientos que de deseaban evitar. El manejo de la emer-gencia desgasta a las autoridades, al Ejército y a la propia sociedad civil.

Ya hemos visto simplemente lo que ocurrió al Ejército Mexi-cano en la emergencia: sin darle un claro mandato, oportunidad y espacio se le puso de cara al pueblo, con el rifle en la mano y en los sitios más trágicos, sin hacer lo que la gente esperaba que hiciera. La sociedad civil quedó con una imagen muy pobre de su Ejército; injusta, irreflexiva, pero firme y duradera.

Aunque no se quiera no se reconozca, aunque permanezca en el silencio hermético de la lealtad y subordinación al poder civil, muchos oficiales deben sentir una amarga y potencialmente muy peligrosa frustración. Por otra parte la desorganización, la insen-sibilidad política e incapacidad burocrática frente a demandas y exigencias justas han hecho aparecer la mueca de ese autoritaris-mo que se quiso evitar. Recordemos algunas frases: “los socorris-tas y voluntarios causan gran confusión, ya no son necesarios”, dijo Ramón Mota Sánchez, jefe de la Policía; a los damnificados de Tlatelolco, “queremos dividirlos, en 25 sitios donde tengan que acudir para que pulvericen y no haya una homogeneidad en el liderazgo”, dijo Carrillo Arena14. Respecto a los responsables de la caída de los edificios de Tlatelolco “a ver si los encuentran”, afirmó José Parcero López, director de FONHAPO15. Ante el desalojo violento del mercado de Jamaica; “son órdenes”, ¿de quién?, “ya se me olvido de quién”, afirmo el subdelegado de Ve-nustiano Carranza16. “La información recabada en los peritajes no puede ser divulgada a los interesados por orden expresa de las autoridades”17. “Orden de aprehensión (contra los colombianos) por supuesto no la hubo, reconoció Victoria Adato, entonces procuradora del DF18.

Los actos de autoritarismo asociados precisamente al fenó-meno que describe Manuel Camacho, son en efecto innumera-bles: encuestadores universitarios los que no se permite el in-greso a los alberges oficiales, intimidación policiaca a líderes de los damnificados, suspensión de ayuda y alimentos a las víctimas acampadas en las calles o parques que se niegan a concentrarse en

los albergues. La lista es interminable. Cierto, la suma no alcanza para afirmar que con el terremoto la represión aumentó conside-rablemente por encima de sus niveles “normales” pero sí para la-mentar que haya sucedido lo que aparentemente se quiso evitar.

La intensión defensiva del discurso oficial del terremoto se origina, en efecto, en temores y culpas reales tanto como maquinaciones provocadas por la creciente desconfianza entre gobernantes y gobernados. Esto explica por qué a pesar de la gran oportunidad política que el terremoto regaló al Estado para propiciar un reencuentro con el pueblo o con la socie-dad civil —como se le llama ahora—, el resultado haya sido el triunfalismo eficientista del gobierno y la incredulidad y frus-tración de la sociedad. El terremoto trajo consigo una erup-ción de expectativas, de tragedia y sufrimiento, pero también de optimismo, de reencuentro social, de misión para todos. Al mecerse la tierra, la sociedad entró por algunos días en el sueño estimulante de la irrealidad, en la esperanza de las posibilidades futuras. Se pensó que la solidaridad ciudadana develaba a la sociedad civil, que por vez primera, cuando menos en 50 años, ésta sería la protagonista estelar; que la estrella del sismo sería no el Estado, sino el pueblo. Así fue por algunos días, pero por el celo escénico del viejo actor —cumplió 75 años dos meses después del terremoto— invadió el teatro de los derrumbes con sus discursos y comisiones. Con el Fondo Nacional de Recons-trucción, abrió líneas políticas de crédito a los empresarios; con la subasta de Bellas Artes se cotizó con los artistas; con la des-centralización se convocó a los tecnócratas y a los planeadores; con la expropiación se alivió momentáneamente la angustia de los vecindarios y se animó a los cada vez más incrédulos nacio-nalistas. La reconstrucción se organizó así en comisiones para los intelectuales y los políticos.

Por ahora los únicos que pelean todavía su papel en la obra son los damnificados con sus demandas nunca satisfechas y sus organizaciones populares. Ellos intentan sortear, por un lado, el temporal de la coptación, el paternalismo y el acoso oficial y, por el otro, los jalones también estatistas, pero extraviados, de la izquierda partidista.

El Estado retomó la iniciativa pero el terremoto no ha terminado.

1Excelsior, septiembre 20, 1985.2Ovaciones. 2ª. Edición, septiembre 21, 1985.3El Universal, septiembre 22, 1985.4Manuel Camacho Solís, Excelsior, octubre 1º. 1985.5El Universal, octubre 1º. 1985.6UnomásUno, octubre 2. 1985.7Excelsior, octubre 1º. 1985.8Idem.9UnomásUno, septiembre 20,1985.10El Sol de México, septiembre 20, 1985.11Según los folletos oficiales del gobierno editados semanas después, ese mismo día y a esa misma hora nacieron dos comisiones, una Nacional y otra Metropolitana. No obstante, en sus ediciones del 20 de septiembre ningún medio de información da cuenta de ello.12Excelsior, El Día, El Sol de México, UnomásUno, La Prensa, septiembre 20, 1985.13Excelsior, octubre 4, 1985.14Citado por Valentín Campos, en Excelsior, octubre, 198515Excelsior, octubre 15, 1985.16La Jornada, octubre 1º. 1985.17Excelsior, octubre, 1985.18UnomásUno, octubre, 1985.

Complementaron su Respuesta al

Desastre, Gobierno y Sociedad

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Excelsior, jueves 3 octubre 1985

L a nación ha vivido días de dolor. La catástrofe nos ha cimbrado a todos. En medio de la tensión, acicateados por el drama humano, al hecho natural se le han atribuido impli-caciones, ha dado lugar a nuevas preocupaciones y también a un convencimiento sobre

la necesidad de acciones políticas profundas.Desde la perspectiva de mediano plazo son dos asuntos que concentran la reflexión. Por

una parte, los efectos que el terremoto vaya a tener en la economía y el manejo de la política económica. Por otra parte, la discusión sobre la relación del Estado y la sociedad civil en la emergencia y cuáles pueden ser las consecuencias de una experiencia social tan intensa para la reconstrucción.

Por lo que toca a la emergencia, necesitan presentarse posiciones arbitrarias, unos conside-ran que la sociedad civil por sí misma habría resuelto los problemas; otros que debería haber existido un plan que evaluara tajantemente la cooperación social.

Por lo que concierne a las tareas de reconstrucción nacional también parecen presentarse opciones encontradas, unos creen que es posible mantener las formas y niveles de participación social que la tragedia motivó: otros piensan que ante los niveles de movilización y participación observados, ha llegado el momento de imponer una severa disciplina a la sociedad.

La sociedad tuvo una participación ejemplar en el rescate de las vidas y en las múltiples y heroicas tareas de la emergencia. El gobierno por su parte asumió su responsabilidad sin coartar esa participación. La sociedad se expresó con vigor y el Estado en ningún momento perdió la seguridad en el mismo ni en las zonas afectadas, ni en el conjunto del territorio nacional.

La sociedad reaccionó de inmediato al igual que el gobierno. Unos minutos después del suceso empezaron a operar los mecanismos de coordinación institucional. El jefe del Esta-do supervisó las primeras acciones en las zonas de desastre, dio instrucciones de rescate y

Complementaron su Respuesta al

Desastre, Gobierno y Sociedad

Por Manuel Camacho

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protección a la población afectada: con su presencia garantizó la seguridad fundamental de los ciudadanos para que ellos pudieran desarrollar, en mejores condiciones su acción libre y unida. De in-mediato empezaron a operar la Comisión Nacional de Emergencia y la correspondiente a la zona metropolitana con diversos comités y la presencia inmediata del Ejército Mexicano y las principales au-toridades civiles.

El Estado Mexicano mantuvo su identidad política básica en la emergencia, no recurrió a la centralización excluyente: coordinó la acción de sus instituciones en el ámbito nacional y de la ciu-dad: muy a pesar de todas las limitaciones tuvo una capacidad de respuesta que ha permitido ir superando la emergencia sin costos políticos para la sociedad.

Las respuestas a las exigencias expresan la naturaleza de los re-gímenes políticos sus relaciones con la sociedad y la claridad en la dirección política. Son momentos en que aumentan los riesgos y la profundidad de las decisiones por tomar. Los perfiles comparativos de las respuestas a las emergencias son básicamente de cuatro tipos: Centralización autoritaria; desarticulación institucional; precipita-ciones de ruptura; o reducción política con capacidad de respuesta.

En los casos de respuesta autoritaria se concentra todas deci-siones y se incluye a la sociedad con el alto de que la conducta de emergencia continúe y dé lugar a recurrencias. Con el alto costo de conculcar las libertades, las garantías, implantar el racionamiento y fortalezas que llevan al reforzamiento de los controles sobre la producción industrial por medio de unidades descentralizadas. La emergencia se convierte en una intervención definitiva y con la ex-propiación de la sociedad por el Estado.

En las experiencias de respuesta desarticulada de las institucio-nes, genera confusión sobre la responsabilidad pública, se desvían las respuestas, se debilita el mando y ante la falta de eficacia opera-tiva se termina por incurrir en los procedimiento que se deseaban evitar. El manejo de la emergencia desgasta a las autoridades civiles, al Ejército y a la propia sociedad civil.

En los casos de principios de ruptura se combinan los errores de todas las experiencias: el autoritarismo con la descoordinación; inefi-ciencia con la corrupción; la incapacidad de establecer condiciones básicas de funcionamiento a pesar de la dis-ponibilidad de recursos. Nicaragua fue un caso paradigmático; no de descomposición de un Estado —que no lo había—, sino de derrumbe de una familia apropiada legíti-mamente de los instrumentos de coerción.

En México, a pesar de las limitaciones y errores, ha habido en el Estado claridad sobre la magnitud de los acontecimientos y sus posibles consecuencias, así como la capacidad de respuesta y clara conducción. En la emergencia, a menos de dos semanas de un fenómeno tan destructivo, se ha po-dido avanzar mucho. En ningún momento se consideraron modificaciones restringidas de las decisiones políticas fundamentales del orden Constitucional o de las preven-ciones que la propia Constitución establece para su protección y defensa. Si algo hay que leer con cuidado es que la emergencia sumó a las clases y no las dividió, fortaleció vínculos y conductas humanitarias; fortale-

ció la identificación nacional. Leer otra cosa en esta coyuntura no sería una mala interpretación, sino un error político.

De consecuencias semejantes sería, para algunos grupos que te-men a la democracia, cerrarse los ojos y negar la presencia vigorosa de una sociedad compleja, joven y decidida. Con un sentido de Es-tado de largo plazo, se puede reconocer que es decisión política cru-cial evitar frustraciones y articular la solidaridad y la participación en torno de las difíciles tareas de la reconstrucción. La supervivencia de un estado esta, finalmente, en la sociedad civil: ahí se legitima y ahí renueva los consensos.

Si de lo que se trata es de extender en el tiempo una rica expe-riencia social, este es el momento del calor humano sin perder la frialdad política. No existe posibilidad de democracia sin institu-ciones. No existe Nación sin Estado. Pero desde luego, tampoco, ninguna gran tarea sin imaginación y una sociedad fortalecida.

El hombre no ha encontrado otras fórmulas de participación política que las de representación de la comunidad, los gremios y los partidos políticos. La tentación el espontaneismo siempre es gran-de en los momentos de exaltación, pero nunca ha sido éste fuente duradera de avances reales. No hay posibilidad de democracia sin organización y dirección política.

En efecto, no sólo por el terremoto, sino a pesar del mismo, por la dimensión de los problemas que tiene la Nación, por sus ne-cesidades, es responsabilidad del Estado y de las organizaciones de la sociedad, incluyendo a los partidos políticos, estar a la altura del momento. Con inteligencia, con decisión, se podrá transformar un nuevo estado de conciencia y confianza social en espacios de parti-cipación y concertación social que acelere la reconstrucción, eviten vacíos de comunicación y faciliten los acuerdos sociales específicos. Hay que movilizar para reconstruir. Hay que activar los conductos institucionales para que cumplan cabalmente con sus atribuciones.

Sin embargo no podemos perder de vista que los avances demo-cráticos se dan en espacios institucionales, con fundamentos jurí-dicos y mediante acuerdos en torno de principios, tiempos y reglas básicas. Es decir que no existe alternativa a la interminable labor de las fuerzas democráticas para hacer que un régimen institucional se mantenga firme y avance.

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L a Ciudad de México es el corazón de nuestro proyecto nacional de convivencia. Muchos elementos convergen en ella para darle este privilegio y convertirla, también,

en conflicto cotidiano: sede del gobierno federal; 17 millones de habitantes concentrados en la región metropolitana; máximo centro financiero y comercial; primera zona industrial del país y, también, centro histórico y cultural que abriga nuestros sueños y las palpitaciones de nuestra diferencia.

De pronto, muy temprano, ese 19 de septiembre, una fuer-za telúrica pasó por la ciudad sembrando la destrucción y la muerte. La convivencia social, que es sobretodo libertad y se-guridad, fue amenazada en los cimientos mismos: ahí estaban los miles de muertos y atrapados, las viviendas y los edificios públicos destruidos, la comunicación interrumpida. La ciudad, casa común, se venía abajo. Los fundamentos del pacto social también se estremecían.

Ante la fuerza desencadenada de la naturaleza, el misterio y el terror nos sobrecogieron. Las explicaciones científicas de lo inevitable sólo aumentaban nuestra perplejidad. Hombres y mu-jeres arrodillados en el centro de la ciudad, se preguntaban: ¿por

qué? Un periódico encabezó: ¡Oh Dios! Y la misma exclamación era repetida con voz apagada por un hombre ante las ruinas de la escuela donde estudiaba su hija de 14 años, desaparecida bajo los escombros: “¡Oh Dios! ¡Oh Dios!”

De este torbellino de terror y desgracias surgió, una vez más, la libertad humana. Saliendo de entre los escombros, sacudién-dose apenas el polvo de los ojos, todos buscamos a todos: al hijo, al padre, al hermano, al vecino. La ciudad toda se buscaba asimismo.

Ante la enormidad de la catástrofe surgió, de inmediato, la iniciativa ciudadana: movilización para el rescate, organización rápida de los primeros auxilios, traslado de heridos, evacuación de edificios en peligro de derrumbarse, establecimientos de al-bergues de emergencia. La Oleada de solidaridad cubrió a la ciu-dad entera.

La visión de la catástrofe en el extranjero

Las cadenas norteamericanas de televisión interrumpieron sus pro-

El redescubrimiento en MéxicoPor Cesáreo Morales

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gramas del día 19 de septiembre para informar sobre la tragedia ocurrida en la Ciudad de México. Con un amarillismo evidente, la NBC, la CBS y la ABC, al transmitir sus noticieros aseguraban que “la capital había desaparecido del mapa”.

“Un fuerte jadeo que todo arrastraba”, fue la descripción que hizo del terremoto George Natanson, de la CBS. Un turista nor-teamericano que salía del hotel María Isabel Sheraton dijo el ángel del monumento a la independencia parecía que volaba”1.El monumento a la Revolución “se vino abajo”, afirmo New York Post2. La cadena de televisión Cable New Network habló de “de-cenas de miles de muertos”3. Sin embargo, los poseedores de an-tenas parabólicas pudieron captar las imágenes transmitidas por el canal 13 de México, que desmentían las versiones catastróficas de las cadenas estadunidenses. En cualquier caso, la cobertura dada por la televisión norteamericana a la tragedia tendrá por consecuencia que, como escribió Jorge Castañeda: “para bien o para mal, por muchos años México será en Estado Unido, el país del terremoto del 19 de septiembre”4.

En América Latina, la primera reacción pública fue la de Fidel Castro durante el Foro de Prensa sobre la Deuda Externa Regional que se celebraba en La Habana. Al recibir los primeros cables con la noticia del sismo, Fidel Castro pidió la palabra para informar de ello a la asamblea. “En una ciudad de 17 millones, un terre-moto no es un desastre nacional, es un desastre mundial”, dijo, y al terminar su intervención propuso “convertir la solidaridad sentimental con México en solidaridad real, luchando para exigir el cese de los cobros a los acreedores de México”5.

Por la noche del mismo día 19, Castro visitó al embajador Enrique Olivares Santana, ofreciéndole toda la ayuda que Cuba estuviera en capacidad de dar a los damnificados de la Ciudad de México. En general, los medios de comunicación latinoamerica-nos estuvieron de acuerdo en considerar el terremoto como “la peor tragedia en 500 años de la historia de México”. En Europa,

al dar la noticia sobre la catástrofe, las cadenas televisivas infor-maron primero de decenas, luego de centenas y finalmente de decenas de miles de muertos, heridos y desaparecidos.

Todos los medios de información, además de describir los daños causados por el terremoto, resaltaban la conducta de los mexicanos: solidarios, con un espíritu indomable ante la trage-dia, tranquilos, generosos, como un pueblo acostumbrado a la guerra y a la muerte6. “A México no se le raja ni con terremotos”, exclamaba sollozando un guanajuatense mientras sacaban los ca-dáveres de su esposa y sus tres hijos de un departamento situado en un edificio de la colonia Roma 7.

En este caso, la televisión norteamericana no fue una excepción y también transmitió imágenes que mostraban la entereza y orga-nización espontánea del pueblo. Por una vez, la imagen de México que se transmitió mostraba cierta admiración hacia los mexicanos aunque mezclada con severas críticas hacia el gobierno8. El periódi-co más importante de España, El País, resumió así las impresiones de los primeros días transcurridos después del sismo:

El terremoto sufrido por México ha puesto de manifiesto la solidaridad y capacidad de organización espontánea del pueblo mexicano y, al mismo tiempo, ha dejado al descubierto fallas del gobierno y del aparato del poder. La movilización popular ha respondido la catástrofe, y la ciudad parece tomada por mi-les de jóvenes con brazalete y toda clase de identificaciones que les conceden una autoridad emanada de la elemental necesidad de ayudar y socorrer a los damnificados.

La solidaridad internacional

La respuesta ciudadana de los habitantes de la capital fue un ple-biscito inédito que apunta en dirección de una cultura política de la solidaridad como ejercicio de libertad y responsabilidad. Por su

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parte, la solidaridad internacional ante la catástrofe de la Ciudad de México se dio, igualmente, en forma generosa y fraterna: fue un homenaje a la condición humana y, por lo mismo, a la vocación del pueblo mexicano en el contexto internacional.

Cuando la noticia del terremoto apenas recorría el mundo, ya los primeros mensajes de solidaridad llegaban a México. Poco a poco, prácticamente todos los países, los foros multilaterales y la iglesia se hicieron presentes. Espontáneamente, algunas naciones enviaron de inmediato la primera ayuda de emergencia para los damnificados: fue el caso de Colombia, Argentina, República Dominicana y algunas ciudades como Los Angeles, San Antonio y Houston.

La posición inicial del gobierno mexicano ante la ayuda in-ternacional fue hecha pública por el mismo presidente Miguel de la Madrid desde el día 19: el país tenía los recursos necesarios para hacer frente a la catástrofe10. Al día siguiente, en Estados Unidos, la noticia oficial era que “el gobierno mexicano no había solicitado ninguna clase de ayuda”11.

Sin embargo, desde el día 19, Washington estaba ya infor-mado de la gravedad de la catástrofe12. Ese día por la noche el presidente Reagan envió un telegrama de condolencias al presi-dente de México, ofreciéndole toda la ayuda de Estados Unidos. El director de la Agencia Internacional para el Desarrollo (AID), Peter McPherson, expresó más claramente el sentir de Washing-ton: “estamos muy preocupados por la magnitud de los daños, a personas y bienes de la Ciudad de México”, agregando, “estamos preparados para ofrecer asistencia inmediata y adecuada según sea solicitada”13. Por su parte, el secretario norteamericano de Estado, George Shultz, aceptó el argumento mexicano pero afir-mó claramente que México necesitaba ayuda: “México, lo creo, gusta tradicionalmente solucionar por si solo sus problemas. Admiramos eso, pero también sabemos que estamos listos para

ayudar”14. La confusión respecto a la ayuda se gene-ralizó en todos los países. Las embajadas de México agradecían los ofrecimientos de auxilio que hacían los gobiernos respectivos, pero aclaraba que todavía no recibían indicaciones en cuanto a las áreas o pro-ductos en que la ayuda era necesaria. En Madrid, un Hércules de la Fuerza Aérea Española, cargado de medicamentos y equipo, esperaba la solicitud oficial de ayuda de las autoridades mexicanas15. El gobierno francés anunció que ponía a disposición de México un avión 747 con 150 especialistas en catástrofes y que sólo esperaba la luz verde del go-bierno mexicano para enviarlo16. Lo mismo sucedía en otras capitales de Europa y América Latina17.

La posición inicial de México parecía insosteni-ble y hasta hubo rumores de que el gobierno había impedido aterrizar a algunos aviones que transpor-taban ayuda18. Esto, es evidente, no fue cierto, pues el mismo secretario mexicano de Relaciones Exte-riores, Bernardo Sepúlveda, informó el día 20 que desde el jueves por la tarde se habían comenzado a recibir la ayuda internacional19.

Ese mismo día, en una conferencia de prensa que tuvo lugar 40 minutos antes del segundo temblor, el secretario de Relaciones Exteriores aclaró la po-sición del gobierno mexicano: aun cuando México poseía recursos propios no rechazaría la ayuda inter-

nacional que “espontánea y solidariamente” le estaba brindando numerosos países del mundo. Se reiteró así la posición inicial, aunque aclarando que cualquier ayuda externa sería bienvenida: no se solicitó, pero “tampoco podemos rechazarla”, aclaró Ber-nardo Sepúlveda20.

Después del segundo temblor de ese mismo viernes 20 las co-sas cambiaron. En la noche de ese día el presidente Miguel de la Madrid declaro: “no tenemos elementos suficientes para atender el siniestro con rapidez y eficiencia”21. A partir de entonces, la Secretaría de Relaciones Exteriores asumió con claridad la tarea de coordinar la ayuda internacional y, de inmediato, formalizó una petición concreta: equipo especializado en rescate y demoli-ción de edificios; expertos en esos dos campos; helicóptero grúa, equipo para localizar sobrevivientes y contra incendios; se aclaró también que medicamentos y alimentos no eran prioritarios22.

Cuando posteriormente la Secretaría de Relaciones Exterio-res afirmó que el gobierno de México en ningún momento había rechazado la ayuda externa ofrecida a los damnificados, tenía razón. Sin embargo, la confusión inicial hizo que los gobiernos de los países que decidieron enviar ayuda a México tuvieran comportamientos distintos. Algunos, como Argentina, Brasil, Canadá, Alemania Federal, y , luego, prácticamente todos los países, incluidos Estados Unidos y Japón, enviaron la ayuda que consideraron conveniente sin más consultas con el gobierno de México. Otros, como Cuba y, en general, los países socialistas antes de enviar cualquier tipo ayuda consultaban con las auto-ridades mexicanas y sólo después de obtener su aprobación ex-plícita hacían el envió. Como es obvio, sin buscarlo, este doble comportamiento se prestó a malas interpretaciones aun dentro de México; algunos consideraron, por ejemplo, que hubo cierta discriminación por parte del gobierno mexicano hacia la ayuda ofrecida por Fidel Castro.

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¿Por qué esta actitud ambivalente de México hacia la ayuda internacional? En entrevista concedida al periódico francés Libe-ration, Octavio Paz dio la siguiente respuesta:

Los mexicanos piensan, a la vez, que son los últimos en el mundo y que son excepcionales. Son dos facetas de la misma enfermedad: la inseguridad. Esto explica el rechazo inicial de ayuda y, luego, la sorpresa de sentirse amados. La ayuda fue más importante a nivel psicológico que material. Los mexicanos sintieron que no estaban solos, que no esta-ban detrás o en el rincón de la historia, sino formaban parte del mundo23.

A nivel psicológico, el argumento de Paz puede estar en lo justo. Sin embargo, en la historia de las relaciones de México con el exterior, el motivo de esa ambivalencia reside en el cuida-do que ha de tener México ante el poder abarcante de Estados Unidos. Los asesores de la Casa Blanca lo entendieron así desde un principio: el nacionalismo de México hace que su relación con Estados Unidos sea muy cuidadosa. Sobre todo en relación con la ayuda, México no quería aparecer como un país “asistido” por Estados Unidos.

Por otra parte, la amplitud misma de la catástrofe dificultaba una visión rápida de las necesidades más urgentes y por tanto, la decisión de solicitar o no ayuda externa. Cuando después del segundo temblor fue evidente que la capacidad de respuesta de México estaba ampliamente desbordada, la solicitud de ayuda de emergencia no se hizo esperar.

Se podría objetar que la indecisión tuvo fatales consecuen-cias y que se tradujo en un mayor número de vidas perdidas. La objeción puede ser válida pero, en la práctica, se trata de un argumento indemostrable. La verdad es que ni gobierno ni ciu-dadanos estaban preparados para un desastre de la magnitud del ocurrido ese jueves 19 de septiembre. Conforme pasaron los día apareció con claridad que el problema principal era la aplicación

coordinada y adecuada de los recursos existentes. Heberto Cas-tillo consideró, por ejemplo, que si desde el primer día hubieran entrado en acción “los topos” y los ingenieros de Pemex, las bri-gadas extranjeras de rescate no hubieran sido necesarias.

Más allá de cualquier malentendido, desde el día 20 la ayuda internacional se volcó sobre la Ciudad de México. Muy acerta-damente, Jaime Duran, reportero del periódico Excelsior, llamó al aeropuerto de la ciudad “el aeropuerto de la esperanza”. Hasta él llegaron para manifestar su solidaridad a México, José Sarney, presidente de Brasil; Alan García de Perú; Felipe González, jefe de gobierno español; Jaime Lusinchi, presidente de Venezuela; Eugenia Codovez, esposa del presidente de Ecuador; y más re-cientemente, los presidentes de Nicaragua y Guatemala.

Una brigada colombiana a bordo de un avión de la fuerza aé-rea fue el primer grupo extranjero que llegó a México. Le siguie-ron los médicos y técnicos enviados por Argentina en un avión 747, junto con 25 toneladas de alimentos y medicinas. Poco des-pués, un Hércules de la Fuerza Aérea de Argentina transportó a México al ministro de Salud acompañado de 30 médicos espe-cialistas en desastres.

La brigada de médicos nicaragüenses que llegó a México el día 21 expresó el espíritu solidario de América Latina: “les ofre-cemos lo poco que tenemos”, dijeron. Esa fue la modestia que caracterizó la enorme generosidad de los latinoamericanos hacia México. La campaña de donación de sangre al pueblo mexicano tuvo una dimensión regional. Desde San Juan de Puerto Rico y Panamá se establecieron puentes aéreos con México para el transporte de alimentos y medicinas.

El día 22 de septiembre llegó una misión sanitaria cubana encabezada por el ministro de Salud Pública de Cuba, Sergio del Valle Jiménez. Varios aviones militares guatemaltecos transpor-taron personal de la Cruz Roja y de cuerpos de bomberos para colaborar en las operaciones de rescate. Brasil envió un hospital

de campaña con 35 médicos y enfermeras, y un equipo de expertos en demolicio-nes compuesto de 60 hombres. Todos los hospitales de Costa Rica fueron puestos a disposición del gobierno de México para atender a los damnificados.

El presidente argentino Raúl Alfon-sín, envió a México los 15 mil dólares el premio “príncipe de Asturias” que le fue otorgado en España. Los refugiados guate-maltecos que viven en Chiapas, reunieron 300 mil pesos en una colecta de ayuda a la reconstrucción de las zonas dañadas en la Ciudad de México. Javier Ruíz, miem-bro del Comité Cristiano de Solidaridad de la diócesis de San Cristóbal, dijo que “agradecidos por la solidaridad que el pue-blo mexicano les ha mostrado durante su exilio, los refugiados se solidarizan a su vez con el sufrimiento actual del pueblo”24.

De Europa, Canadá y Estados Unidos llegaron expertos y equipos para rescates de emergencia. Fueron 13 las brigadas ex-tranjeras que participaron en labores de rescate utilizando equipo altamente sofis-ticado o perros rastreadores: Italia, Fran-

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cia, Sueca, Canadá, Israel, Argelia, Holanda, Bélgica, España y Belice. Si se considera también a los especialistas en fenómenos sísmicos que vinieron a auxiliar a México, las brigadas de rescate llegaron a 29.

El 21 de septiembre, la brigada suiza fue la primera en llegar y mediante perros amaestrados y material técnico especializado, inició la búsqueda de sobrevivientes en el Conalep y los hote-les Regis y Romano. En el transcurso de los dos días siguientes llegaron las otras brigadas de rescate. En general, hubo falta de coordinación entre los diversos organismos que participaron en el rescate de las víctimas, lo que repercutió especialmente en las acciones de las brigadas extranjeras, y que provocó incidentes entre ellas mismas o con las autoridades mexicanas.

Ese fue el caso del Hospital Juárez, en donde el día 22 las brigadas francesa y suiza tuvieron un altercado que se prolongó por más de dos horas y media. Entre otros casos hubo diferencias de punto de vista entre las diversas brigadas, grupos mexicanos de rescate y el Ejército. Así sucedió con el grupo especial de Flo-rida Metro Fire Rescue, que tuvo un focejeo verbal con expertos de Pemex sobre las técnicas de rescate que se deberían aplicar, hasta que el Ejército decidió finalmente la disputa a favor de los mexicanos. El jefe de grupo se quejó con el embajador nortea-mericano, John Gavin, y éste, a su vez, protestó ante el secretario de la Defensa Nacional, Juan Arévalo Gardoqui. A partir de ese incidente se reorganizaron los sistemas de rescate nombrando en ese sitio al Ejército coordinador único de las acciones y dándole el mando sobre ellas. Los grupos extranjeros y mexicanos que operaban en el Hospital Juárez quedaron así a las órdenes de una sola autoridad.

Hasta el martes 24 de septiembre, las diversas brigadas ha-bían rescatado 80 personas con vida, y encontrado más de 250 cadáveres. El jueves 26, las 13 brigadas extranjeras prácticamente

habían terminado su misión. Un día antes, en una sencilla cere-monia, el jefe del Departamento del Distrito Federal les expresó su agradecimiento y les entrego medallas de reconocimiento.

Aunque de acuerdo a los especialistas de todos los países, transcurridos siete días a partir del siniestro, se agotan las posibi-lidades de encontrar a sobrevivientes entre los escombros, otras brigadas, como la francesa y la italiana, continuaron con las la-bores de rescate. Precisamente el día 27, en el Hospital General, los brigadistas franceses habían rescatado todavía con vida a dos bebés de apenas una semana de nacidos.

La brigada suiza fue la primera que se retiró del país. Los res-catistas italianos estaban desorientados, pues todavía el día 25 le habían anunciado que venían en camino hacia México 200 bom-beros y varios grupos de perros amaestrados para el rescate de víctimas. En el último momento este grupo recibió una contra-orden, pues México hizo saber que no necesitaban hombres sino ayuda financiera. Los italianos estaban molestos porque el repre-sentante del gobierno había dicho: “si no hacen falta hombres, menos necesitamos perros”25. Un poco más tarde el gobierno mexicano les aclaro todo y, para terminar con el incidente, Italia envió a sus dos mejores técnicos en demolición de edificios afectados por sismos, el profesor Ezio Faccioli del Politécnico de Milán y el ingeniero Steno Carraro, general del ejército italiano.

Finalmente, el día 28 regresaron a su país los rescatistas de Francia, Alemania, Canadá, Italia y Brasil. En el aeropuerto, las brigadas fueron aplaudidas y vitoreadas por las personas que ahí se encontraban. El personal de Aeropuertos y Servicios Auxilia-res mostraba pancartas en donde se leía : “Muchas gracias por su ayuda”, “México les recordara siempre”. Una señora con su hija en brazos bendecía a cada uno de los brigadistas extranjeros que abandonaban nuestro país. Así terminó esta gesta de solidaridad escenificada en “el aeropuerto de la esperanza”.

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Los países socialistas se sumaron, sin reservas, al movimien-to de solidaridad internacional que envolvió a México. Los ju-bilados de Moscú ofrecieron una de sus mensualidades y con otras aportaciones de trabajadores y organizaciones sociales, la Unión Soviética envió a México más de seis millones de dóla-res. Lech Walesa reunió, con un grupo de amigos 650 dólares y la Comisión Polaca de Fútbol destinó los beneficios del partido amistoso entre Polonia e Italia, a celebrarse el 23 de septiem-bre, a las víctimas de la catástrofe de la Ciudad de México. Los trabajadores yugoslavos destinaron un día de salario para los mexicanos en desgracia. Gestos parecidos se repitieron en todos los países socialistas.

La Cruz Roja fue, sin duda, la organización privada que más comprometidamente ayudó a México. En toda América Latina se establecieron cuentas corrientes para recibir las donaciones que se encaminarían hacia nuestro país. El día 21 de septiembre llegó a México el presidente de la Cruz Roja Internacional, el español Enrique de la Mata, para coordinar la ayuda que fluía desde todos los rincones del mundo.

Todos los organismos multilaterales manifestaron el deseo de apoyar a México: el Banco Mundial, el Banco Interamerica-no de Desarrollo y hasta el Fondo Monetario Internacional. En la ONU, el 24 de septiembre, fue aprobada por unanimidad la “Resolución de Solidaridad y Apoyo” al pueblo y gobierno de México.

El coordinador de la Ayuda de las Naciones Unidas para Ca-sos de Desastre, Mohamed Essaafi, había llegado a México el sábado 21 de septiembre, en representación el secretario general, Javier Pérez de Cuellar. Ese mismo día, el presidente Miguel de la Madrid anunció la cancelación de su visita a la ONU, ini-cialmente prevista para el 24 y 26 del mismo mes. Esto, con el propósito de seguir al frente de la coordinación e las labores de rescate y atención a los damnificados, acelerar la rehabilitación de los servicios públicos y la vuelta a la normalidad del país.

La ONU puso a disposición inmediata de México la cantidad de dos millones de dólares, para los requerimientos más urgentes de las tareas de rehabilitación de la ciudad. Por otra parte, el día 4 de octubre llegó a México Joan Anstee, subsecretario de la organización, designada por el secretario general para coordinar en su representación la asistencia multilateral ofrecida a México.

Desde el primer momento, el papa se unió al dolor de los mexicanos por la tragedia sufrida, recomendó a la Iglesia mexi-cana que ayudara decididamente a los damnificados. El mismo papa envió para éstos 500 mil dólares de ayuda y en Génova, el día 22 de septiembre, ante 15 mil jóvenes reunidos en el Palacio de los Deportes declaro: “Debería estar en México ahora mismo (…) No debería estar aquí sino con los mexicanos que sufren, en el Santuario de la Virgen de Guadalupe”26.

En el aeropuerto de la Ciudad de México fue, durante varias semanas, la puerta por donde llegó la solidaridad internacional.

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En muchas de las cajas que se recibían, ciu-dadanos anónimos de diversos países habían escrito: “México estamos contigo”. Hasta el 23 de septiembre habían llegado al ae-ropuerto 49 vuelos, transportando más de 1,300 toneladas de medicinas, alimentos, equipo médico y de demolición. Para el día 3 de octubre, los vuelos alcanzaron la cifra de 159 y la ayuda llegó a 2,500 toneladas. La aeronave que más viajes realizó fue un Boing 707, de la ciudad texana de San An-tonio y que tenía por nombre “La Reina del Mundo”.

Desde ese mismo día, toda la ayuda en especie enviada por la comunidad interna-cional fue recibida por el Comité Supervi-sor de los Donativos Internacionales, bajo la presidencia de Francisco Rojas, secretario de la Contraloría General de la Federación. Esta dependencia informó que, hasta el día 8 de octubre, de la ayuda total recibida del exterior, el gobierno federal recibió una ter-cera parte, alrededor de 400 toneladas. El resto, casi 900 toneladas, fueron entregadas a la Cruz Roja Mexicana, a las embajadas y otros organismos privados.

De acuerdo al inventario elaborado por la Contraloría de la Federación, de los 177 vue-los que llegaron al país hasta ese mismo día, 59 como destinatario al gobierno federal; 66 a la Cruz Roja Mexicana, 28 a diversas em-bajadas y 13 a la Iglesia y a particulares, entre ellos al cantante Plácido Domingo.

La ayuda de Estados Unidos

La cercanía, sus enormes recursos, el fi-lantropismo tradicional de los norteameri-canos y sobre todo, el peso real de la minoría mexicano-norteamericana hicieron que la ayuda de Estados Unidos adquiriera rasgos específicos. Un editorial del Washington Post reflejó muy bien los sentimientos.

Mientras las imágenes y las crónicas describen el horror del terremoto en Mé-xico, en Estados Unidos se ha registrado una especie de temblor sentimental hacia nuestros vecinos. Los son mexicanos orgullosos y no piden ayuda cuando los desastres los golpean y menos aún, a Esta-dos Unidos. Sin embargo, si decidieran hacerlo, encontrarían una gran reserva de compasión para un vecino y amigo en desgracia27.

El pueblo norteamericano no esperó la solicitud oficial de ayuda del gobierno de México y desde el mismo día 19 envió medicamentos, ropa y alimentos para los damnificados. Los pri-meros aviones norteamericanos que llegaron al aeropuerto de la Ciudad de México fueron enviados por residente de Los Angeles, San Diego, San Antonio y Houston.

“Siento que Los Angeles tomó el terremoto mexicano como un desastre personal”, dijo un funcionario de la Cruz Roja an-gelina28. Lo mismo sucedió en Texas, en donde el gobernador Mark White pidió a Henry Cisneros, alcalde de San Antonio, que coordinara las labores de ayuda a México.

El gobierno del estado de Texas se comportó, así, con cierta autonomía frente a Washington, coordinando el mismo las la-bores de ayuda. El domingo 22 de septiembre, en un avión que transportaba equipo para excavaciones, llegó Henry Cisneros a la ciudad de México. Elliot Abrams, subsecretario de Estado para Asunto Interamericanos, le había advertido que no hiciera el via-

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je. A pesar de ello, el alcalde de San Antonio lo hizo y fue muy bien recibido en México. El lunes 23, cuando Nancy Reagan recorría la zona afectada, llegó también a México Eligio de la Garza, diputado federal por Texas, entrevistándose con el pre-sidente de la Gran Comisión del Senado, Antonio Riva Palacio.

Los chicanos organizaron eventos especiales para reunir dine-ro a beneficio de los damnificados. Las cadenas de radio de Los Angeles que transmiten en español enviaron a México más de 250 mil dólares reunidos entre su auditorio. A iniciativa de ellas, en fábricas, centros de trabajo y consultorios médicos se crearon comités, para coordinar la ayuda. Fernando Valenzuela, el cono-cido pitcher mexicano, en su última salida contra los Astros de Houston, mostró un moño negro en el lado izquierdo en señal de duelo por los muertos de la Ciudad de México.

Este movimiento se generalizó a todos los estados. Organiza-ron colectas; los comités trabajaban las 24 horas del día; diversas organizaciones canalizaban la ayuda hacia México. La Cruz Roja habló de una “respuesta impresionante” a favor de las víctimas del terremoto. Hasta el 20 de octubre se calculaba que la ayuda enviada a México por organizaciones privadas alcanzaba los 30 millones de dólares.

El cardenal de Boston, Bernard Law, entregó personalmente al arzobispo de la Ciudad de México la cantidad de 200 mil dó-lares de ayuda, a nombre de la Iglesia católica norteamericana. La empresa General Motors, en Detroy, organizó una colecta a favor de los damnificados mexicanos. Iniciativas como estas se multiplicaron a lo largo y ancho de Estados Unidos.

La primera reacción del gobierno norteamericano ante las noticias de la catástrofe de la aciudad de México fue una mezcla de preocupación y de impaciencia. Preocupación por la mag-nitud del sismo y sus efectos, pues las primeras informaciones televisivas transmitidas en Estados Unidos hablaban de “una ciu-dad destruida”. Impaciencia ante el gobierno mexicano que no parecía estar dispuesto a solicitar una ayuda inmediata y amplia a Estados Unidos. Ambos sentimientos se reflejaron muy cortés-mente en el telegrama que el presidente Reagan envió ese jueves 19 al presidente de México.

“Esta es una catástrofe histórica”, dijo ese mismo día un fun-cionario de la Casa Blanca y agregó: “Washington está dispues-to a organizar el auxilio mundial si México los solicita”. Pero, México, por el momento, no solicitaba nada. El viernes 20, au-mentaron las preocupaciones del equipo de Reagan, pues desde temprano el embajador John Gavin que apenas había regresado a la capital mexicana esa madrugada, después de un vuelo en helicóptero sobre la Ciudad de México, confirmó que los efectos de la catástrofe habían sido extremadamente graves.

Al terminar la mañana de ese día, el presidente Reagan reu-nió al secretario de Estado, George Shultz, a Robert Macfarlane, su consejero en asuntos de seguridad y a Ronald Reagan, jefe de la Casa Blanca. Durante las conversaciones se acordó que Es-tados Unidos se prepararía para dar un “respuesta global” a la catástrofe de México, si su gobierno hacía una petición en ese sentido. Por su parte, ese día el Senado aprobó una resolución para brindar ayuda humanitaria y de socorro a las víctimas.

En esa situación, los asesores de la Casa Blanca consideraron, inicialmente, la posibilidad de una visita a México del vicepre-sidente George Bush o, aun, del mismo presiente. El gobierno hizo saber, igualmente, que no se opondría al envió de ayuda privada.

Esta impaciencia del gobierno del gobierno norteamericano dejó su lugar a una preocupación discreta, cuando ese viernes por la noche México aclaró que no rechazaría el auxilio ofrecido por la comunidad internacional y solicitó ayuda de emergencia para el rescate de los sobrevivientes. A partir de ese momento, la actuación del gobierno norteamericano se apegó estrictamente a la gravedad de la catástrofe.

En su conferencia radiofónica del sábado 21 de septiembre, desde Camp David, Reagan manifestó su admiración por la “va-lentía y resolución del pueblo mexicano”, al mismo tiempo que anunciaba que Nancy iría a México, “a fin de expresar el respaldo del pueblo estadunidense a nuestros valientes amigos en Méxi-co y explorar cómo podemos dar una mano en este trance”29. Mientras tanto, la oficina de Desastres en el Extranjero del De-partamento de Estado había comenzado a coordinar los auxilios oficiales y privados, que serían enviados a México. Ese mismo día salió de Washington un avión militar transportando a un equipo de expertos en rescate. Igualmente, fueron enviados otros avio-nes con equipos médicos, generadores, refugios, mantas y otros artículos. En una base de California se preparaba un avión para transportar helicópteros contra incendios.

Washignton comenzaba, ahora, a estar tranquilo: México no se había venido abajo. Ya desde ese mismo sábado, los aconteci-mientos estaban entrando por una vía controlada. Peter McPher-son, director de la AID, así lo apreció al decir: “casi todo lo está haciendo bien ellos mismos; están trabajando muy duro”30.

La visita de Nancy Reagan a la Ciudad de México se dio, así, en un contexto en el que las tensiones mayores surgidas entre Washington y México en relación con la catástrofe, habían desa-parecido. Inicialmente debían acompañarlas Walter B. Wriston, expresidente de City Bank, Thomas P.O´Neill, líder de una gran compañía de construcción que lleva su nombre. En el último momento, para “no herir el nacionalismo mexicano”, se deci-dió que sólo la acompañaran Elliot Abrams, subsecretario para Asuntos Interamericanos y Peter McPherson, ambos encargados de coordinar la ayuda a México.

La visita de la esposa del presidente norteamericano fue dis-creta. Como en las reacciones del gobierno estadunidense desde el viernes anterior, su actitud se ajustó a la gravedad de la situa-ción. Ese mismo fue el tono de la carta que Reagan dirigió al presidente De la Madrid y que encabezó en términos de: “Que-rido Miguel”.

Esa primera respuesta del gobierno norteamericano ante el desastre de la Ciudad de México se apegó a los hechos. Aunque en la relación entre los dos Estados está siempre en juego una dimensión de poder real, la primera reacción del gobierno nor-teamericano fue la de una ayuda franca, pronta y en la medida de lo posible, despolitizada.

Eso fue sólo el primer momento. Pasado éste, comenzó a fun-cionar de nuevo el dispositivo de poder que ordena la relación entre México y Estados Unidos. Hasta julio de 1985 ese dispo-sitivo funcionó según una estrategia de presión contra México. Ahora, ante las tareas de reconstrucción de la ciudad, parece re-vestirse de paternalismo y hasta de una actitud tutelar.

A partir del día 24 de septiembre el embajador Gavin parecía haber asumido ciertas funciones de coordinación en la Ciudad de México: cuantificaba daños, anunciaba cambios en la política económica mexicana, daba consejos a la población. Posterior-mente, la actitud del embajador se hizo más discreta.

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El nuevo descubrimiento de México

Transcurridas las primeras semanas después de la catástrofe, toda la prensa norteamericana, sin excepción, confesaba haber descubierto un México Nuevo. México no era sólo petróleo o “ilegales”, ni únicamente corrupción e ineficiencia: era un país con un pueblo admirable.

A partir de ese descubrimiento, aun en torno a la Casa Blanca se habló de la necesidad de modificar radicalmente la política ha-cia México. De un trato, casi, de país enemigo, se debía cambiar a una relación de amigo, otorgándole toda ayuda que solicitara para las tareas de reconstrucción de la Ciudad de México y de superación de la crisis económica.

Esa nueva visión de México todavía no se concreta en una política. Por el momento, la pugna continúa entre los que pien-san que México se viene abajo y que el sismo acelero su caída, y los que consideran que México es un país maduro y debe ser res-petado. Pugna, pues, entre dos políticas posibles; la del absoluto respeto a la autonomía de México y la del tutelaje.

Es fácíl predecir que la política norteamericana inmediata hacia México será una mezcla de las dos tendencias anteriores. Sin embargo, ahora el gobierno estadunidense no tiene excusas: la catástrofe misma de la Ciudad de México le ha hecho descu-brir que en su frontera sur no existe un problema sino un pueblo celoso de su independencia.

La solidaridad de todos los países que brindaron ayuda a Mé-xico, se confirma lo acertado de la opción mexicana en política exterior durante los últimos años. Es evidente que México ha establecido relaciones sólidas en el contexto internacional. Al enviar sus brigadas de rescate y sus técnicos, los europeos, ade-más de su gesto moral, reconocen el liderazgo natural ejercido por México entre los países del tercer mundo. Ese es también el reconocimiento de los países socialistas.

En cuanto a la solidaridad latinoamericana manifestada hacia México, le periódico Barricada de Nicaragua, interpretó profundamente su sentido. “Ante México, los latinoamericanos olvidaron sus diferencias, ratificando su hermandad. Las lágri-mas también brotaron de los rostros latinoamericanos… ¿Cómo ser ajenos a la disposición que, en 1972, fue uno de los prime-ros países en darnos su mano frente a la tragedia que vivíamos? ¿Cómo olvidar que fue el primer país en romper relaciones con la nefasta dictadura de Somoza? ¿O bien, que en estos momen-tos, México es uno de los países que se han preocupado porque no haya una guerra en Centroamérica, a través de las múltiples gestiones del Grupo Contadora?”.

Ese reconocimiento honra a toda América Latina. Para Méxi-co, la catástrofe de ese 19 de septiembre es la ocasión de ratificar su vocación política o, lo que es lo mismo, su existencia como pueblo.

1 The Miami Herald, septiembre 20, 1985.2 New York Post, septiembre 20, 1985.3 Dallas Times Herald, septiembre 21, 1985.4 Jorge CASTAÑEDA, “De EU: pueblo si, gobierno no”, Proceso, Núm. 465, septiembre 30, 1985.5 Gramma, La Prensa, Ovaciones, 2ª. Edic., septiembre 20, 1985.6 El Tiempo de Colombia), The Dalla Morning News, Dallas Times Herald, septiembre 21, El País (España) septiembre 23, 1985.7 El Tiempo (Colombia), septiembre 21, 1985.8 “De EU: “pueblo si, gobierno no”, Proceso, Núm., 465, septiembre 30, 1985.9 El País, septiembre 23, 1985.10 New York Times, septiembre 30, 198511 Ovaciones, 2ª. Edic., septiembre 20, 1985.12 New York Times, septiembre 20, 1985.13 El Sol de México, septiembre 20, 1985.14 El Sol de México, septiembre21, 1985.15 Ovaciones, 2ª. edic., Ultimas Noticias, 1ª. edic., septiembre 20, 198516 Ultimas Noticias, 2ª. Edic., septiembres 20, 1985.17 El Diario de Caracas, septiembre 20, 1985.18 Le Monde, septiembre 23, 1985.19 Ovacions, The News, septiembre 21, 1985.20 The News, septiembre 21, 1985.21 Ultimas Noticias, 2ª. Edic., septiembre, 1985.22 UnomásUno, septiembre 21, 1985.23 Libération, octubre 7, 1985; ver también: Octavio Paz, “Escombros y semillas”, Vuelta, noviembre, 1985, p.8-10.24 UnomásUno, octubre 5, 198525 Novedades, septiembre 26, 1985.26 Novedades, septiembre 23, 1985.27 Washington Post, septiembre 22, 1985.28 The Christian Science Monitor, septiembre 24, 1985.29 Ovaciones, 2ª.edic., septiembre 21, 1985.30 Washington Post, septiembre 22, 1985.

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36 La Crisis Octubre, 2017

Por Rafael Abascal y Macías,Analista político y fundador

de la empresa Prospecta Consulting

Análisis Prospectivos

III.- El mundo en 2050: El Estado

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Presentamos reflexiones y análisis de cómo podría ser el Es-tado en el 2050, desde un enfoque teórico vislumbrando dos grandes escenarios al futuro, partiendo de la base que

se trata de un objetivo muy arriesgado y difícil, ya que lo polí-tico-social es una materia cambiante y hasta pantanosa; pero la evidencia empírica nos muestra que el mundo está cambiando con rapidez, así como con profundidad, generando contradiccio-nes y generan dudas de las posiciones que juegan: las empresas, los movimientos sociales, los partidos políticos y las administra-ciones públicas.

Consideramos al Estado como ejercicio del poder en defen-sa del bien común, no el Estado en su dimensión de Estado-Nación, que está en clara recesión y crisis a favor de las insti-tuciones locales —Gobierno de las grandes ciudades— y de las instituciones macro regionales —como son las asociaciones de Estados—.

El problema estructural de las administraciones públicas a escala global es una absoluta falta de mecanismos de planeación estratégica de largo plazo; tienen muchas dificultades de identi-ficar sus problemas; sus diagnósticos son de problemáticas de un pasado inmediato y todas las medidas prescriptivas que se propo-nen, en el marco o no de una verdadera reforma administrativa, son a muy corto plazo y sin visión de futuro.

Los investigadores de la administración pública, los políticos y funcionarios, son conscientes que conducen un aparato suma-mente complicado que, o bien lo mantienen parado por temor a no saberlo liderar o bien lo conducen de forma lenta1, obsesio-nados en mirar excesivamente al retrovisor. Hay un cierto temor por adoptar medidas al futuro —más allá, del periodo de su go-bierno— que no entiendan o no sean cómodos para los actores del aparato Estatal, como son: partidos políticos, funcionarios, sindicatos, empresarios, movimientos sociales, medios masivos de comunicación, entre otros.

En primer término, se analizará el escenario más probable de pérdida de poder e influencia del Estado en el futuro, ya que los datos de los organismos internacionales, universidades y el Club de París, muestran que ha entrado en un proceso de crisis que puede ser muy profundo y peligroso. Hay que observar también los cambios presentes y futuros a nivel tecnológico, económico, social y político previstos para los próximos años se dibuja un es-cenario al 2050, que actualmente se vislumbra poco: un posible empoderamiento y expansión del Estado2.

A todas luces, estos dos escenarios son contradictorios y dife-rentes, cuya explicación se encuentra en puntos de vista o enfo-ques encontrados del capitalismo, especialmente en las empresas globales de tecnología y la expansión de la economía colaborati-va, que han generado fuertes tensiones y movimientos sociales, que pueden sentar las bases futuras de la fuerza y competencia del Estado; en su acepción de ser uno de los principales motores del bienestar social —junto o en paralelo al mercado, el comer-cio y la familia—.

· Escenarios de crisis y pérdida del poder · Necesidad de análisis prospectivo de largo plazo · Factores de crisis del Estado

Visión al 2050

Por lo anteriormente planteado, hoy más que nunca se requiere mi-rar al futuro y más aún cuando se trata de analizar el Estado con base en las investigaciones y estudios más serios de que disponemos, donde la evidencia empírica nos muestra que el mundo está expe-rimentando ahora un gran cambio, rápido y profundo. Donde las piezas del aparato estatal que determinan nuestras vidas se están agitando con rapidez en un intento de recolocarse de forma equi-librada:

• Tecnología• Economía• Sociedad• Política• Gobierno• Estado

Se trata de fuerzas poderosas que se están moviendo de forma acelerada, chocan entre ellas y ponen en duda la posición de los actores que se asientan sobre las mismas, además estos fenóme-nos son diferentes y asincrónicos en diferentes partes del mundo; lo que dificulta una visión prospectiva al 2050.

Planear a nivel teórico cómo podría ser el Estado y la admi-nistración pública a futuro, debería ser es un mecanismo indis-pensable para tomar las decisiones en el presente y con orien-tación estratégica, no sólo como una forma de salir del paso de problemas coyunturales —especialmente los políticos-económi-cos y de movimientos sociales— del presente.

Es en la actualidad de vital importancia realizar el análisis prospectivo para la toma de decisiones públicas del día a día, es de conocimiento común, que una política pública en el sector energético tiene siempre una orientación de 20 o 30; debería ser exactamente lo mismo con las políticas de carácter institucional y organizativas, que son aquellas que deben perfilar cómo debe ser el aparato estatal, para la implementación de las políticas públicas y los sistemas de gestión al 2050.

Factores de escenarios de crisis y pérdida del poder

El Estado y sus administraciones públicas son una variable dependiente de otras que van a determinar el rumbo futuro, ya sea de empodera-miento o de su decadencia, e incluso de su hipotética desaparición3, ya que un factor crítico es la economía y la predominancia que se le da en la mayoría de los Estados, debido a que el sistema capitalista ha tenido una increíble capacidad de adaptación; donde los cambios tecnológicos y las opciones ideológicas alternativas que han ido surgiendo con el tiempo han causado la renovación y reforzamiento del modelo capita-lista, que van en contra del concepto de Estado de bienestar4.

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Tecnologías de la información

La revolución derivada de las tecnologías de la información ha im-plicado cambios de tal magnitud en la innovación económica, po-lítica y social que ya no es posible que el modelo capitalista pueda absorber con garantías los niveles de bienestar y el funcionamiento adecuado de los poderes del Estado, así como en la administración pública.

Coinciden en señalar diferentes autores e investigadores con diferentes enfoques y argumentos que el mundo del futuro esta-rá entrando en una fase que han denominado de “Postcapitalis-mo”, donde se ha estado documentando que las tecnologías de la información rompen varios axiomas de la economía clásica: la información, que es el principal recurso —el petróleo de nues-tro futuro más inmediato— no es escasa sino infinita. En este sentido, se rompe el principio de la oferta y la demanda cuando resulta que un mismo actor es productor y consumidor de los bienes informacionales a los que es muy difícil, o imposible, po-ner un precio5.

La sociedad

Otro factor crítico y de pérdida de poder del Estado, es la sociedad, es decir los ciudadanos —nos referimos en un sentido colectivo— que se encuentra avanzando hacia un nuevo escenario, que está do-minado en dos sentidos, uno, los ciudadanos que se relacionan de forma distinta en un mundo virtual —el mundo de la Web median-te redes sociales— que estimula una lógica participativa que resulta muy activa, que está fuera de las formas clásicas del mercado que oscilan entre una nueva economía colaborativa y los monopolios de las empresas tecnológicas.

En segundo lugar, está la inquietud e inseguridad de la so-ciedad ante un cambio tan radical y profundo; que genera una sensación angustiosa de absoluta incertidumbre —laboral, eco-nómica, de seguridad ciudadana, de violencia, entre muchas otras—. Dicho de otra manera, las sociedades de los países desa-

rrollados tienen miedo, muchísimo temor.

La política

Nos referimos al concepto de política que trata de buscar la satis-facción de los intereses de los ciudadanos, con objetivos sustantivos, sectoriales y parciales, articulando un bien común y un interés ge-neral que satisfaga a la gran mayoría; esto propósito del Estado se ha convertido en una tarea sumamente difícil, ante la pérdida de credi-bilidad y confianza de los ciudadanos hacia los partidos, políticos y las instituciones. Estos actores de la política han perdido capacidad y poder ante las influyentes empresas multinacionales, que no tie-nen propósitos sociales y en cambio los ciudadanos se nutren de tan diversas, rápidas e independientes fuentes de información.

Contradictoriamente ahora los ciudadanos son más deman-dantes y exigen soluciones a sus problemas, que cada vez son más diversos y complejos, en momentos en que la política no cuenta con instrumentos efectivos, por lo que se genera tensión y movimientos sociales. Ante esto, la solución más común de la política, es emplear la demagogia y el populismo, para tratar de aminorar las propuestas ciudadanas.

La visión documentada por investigadores, universidades y el Club de Paris nos muestra que durante los próximos años ve-remos un auge de nuevos partidos y/o movimientos6, así como políticos demagogos, populistas y extremistas, en busca del po-der, ante la crisis generalizada de credibilidad y confianza de los partidos, políticos e instituciones tradicionales.

El Estado

El Estado siempre ha convivido con las crisis en el mundo, lo que ahora pasa, es que vive en un “estado de crisis”, nos referimos al Es-tado como regulador de la actividad económica y social, otro, como motor proveedor de bienestar y otra faceta más como el que propor-ciona la seguridad; todas estas facetas o rostros del Estado enfrentan un “estado de crisis”. Se está produciendo un encadenamiento de

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coyunturas que están generando cambios de mane-ra cada vez más acelerada y profunda en el mundo.

En una dinámica impulsada por los propios Estados, han generado que la economía capita-lista haya llegado a un punto de sofisticación asociado estrechamente al fenómeno de la glo-balización, que les ha impedido desarrollar re-gulaciones públicas eficientes para las grandes mayorías, con movimientos sociales deman-dantes —de trabajo, salud, educación, opor-tunidades, seguridad, derechos humanos, entre muchos otros— más violentos.

Es una opinión compartida por muchos au-tores especialistas, que las grandes multinacio-nales, especialmente las derivadas de la revolu-ción tecnológica e informática, juegan a lógicas de oligopolio, monopolísticas y hasta de cártel que escapan de la esfera de acción de algunos Estados que han dejado de cumplir con sus ob-jetivos fundacionales o básicos; son inoperantes y fuera de la realidad regional o global.

En este sentido, la revolución tecnológica de la información ha generado una sociedad mucho más participativa y crítica, con mayor concien-cia de su fuerza como grupos y/o movimientos, con el propósito de contar con satisfactores y derechos, como los humanos, creando un nue-vo tipo de economía social, sin tener que pasar necesariamente por las vías del Estado; que ya no cuentan con el control de la información po-lítica y publica.

Lo más relevante en este orden de ideas, es que el Estado no cuenta con los elementos y protocolos necesarios para garantizar la segu-ridad de sus ciudadanos, ni empleo y servicios suficientes de calidad, en materia de salud, educación e inversiones públicas, que impulsen el crecimiento económico y la derrama de recur-sos para la sociedad. Los ciudadanos han adoptado posiciones críticas ante el Estado, porque se sienten inseguros ante el cre-cimiento y diversificación de acciones del terrorismo yihadista, que ha vulnerado a las fuerzas públicas de seguridad, por lo que han pedido el apoyo militar y tratar de desarrollar rápidamente, cuerpos de inteligencia.

Son todos estos factores que hemos planteado, por su dimen-sión e importancia, que nos permiten afirmar que la crisis del Estado de proyecta al futuro y que para el plano del 2050, tendrá que realizar cambios profundos y estructurales, en los campos de la economía, política y sociedad. El análisis prospectivo con base en el Estado actual, nos permite diferenciar los elementos exógenos y endógenos que están generado sus crisis, pero que juntos han alcanzado una enorme importancia y capacidad de fuerza autodestructiva.

Hay que tener presente que la administración pública tam-bién está en crisis, que es parte fundamental del Estado, que se ha extendido a los Estados-nación7 —como concepto—, pero que rebasa el modelo histórico. El Estado, en esta acepción más amplia, hace referencia a las estructuras de poder y de carácter administrativo de naturaleza pública que están bajo la dirección y control del poder político y de sus gobiernos; donde destaca la

pérdida de influencia del Estado sobre la economía, donde reside ahora el poder real.

Actualmente, el Estado se ha visto expropiado de manera cre-ciente una parte considerable de su antaño genuino o presunto poder8 para hacer las cosas, del que se han apropiado fuerzas supraestatales globales que operan en un “espacio de flujos” fuera de todo control político, mientras que el alcance efectivo de las agencias y organismos públicos existentes no ha logrado ir más allá de las fronteras estatales.

El poder está en el mercado y la política ha perdido todo su poder, su fuerza e influencia. La debilidad de la política supone la debilidad del Estado, ya que representa su máximo ingredien-te; por lo que la crisis de poder de la política ha generado una crisis en los partidos políticos que ponen en duda no solo la via-bilidad del Estado, sino también de la democracia. Hasta ahora, esta crisis y debilidad del Estado solo ha encontrado dos salidas temporalmente limitadas para sobrevivir, que residen, por una parte, en la asunción del concepto de gobernanza y, por otra par-te, en optar por la delegación, la tecnocracia y la despolitización.

Por lo que el reto fundamental que enfrenta el Estado, es el divorcio entre poder y política. Donde el poder reside en el mercado y la política de los partidos políticos y de los partidos en el Gobierno no posee una gran capacidad de decisión, influencia y control9.

El primer mecanismo provisional que ha ingeniado el Es-tado para sobrevivir es incorporar en su acervo el concepto de

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gobernanza o gobernabilidad, pero desafortunadamente siempre desde un plano netamente reactivo. Como la política institucio-nalizada y el Estado están perdiendo poder ante los actores del ámbito económico y social, se decide incluir a estos dos grupos de actores en las funciones de Gobierno. El lema es que ahora entre todos lo haremos todo en la defensa del bien común y del interés general10.

El Estado dirige y controla a los ciudadanos sin responsabi-lizarse de ellos, implementando una especie de gobernabilidad neoliberal que resulta ser una técnica de Gobierno indirecto, que puede ser bastante eficaz pero escasamente democrática; que se convierte en un ejercicio de impotencia estatal y un subterfugio para hacer creer que el Estado todavía mantiene algo de poder en sus relaciones de equilibrio con el mercado y con la sociedad.

El implantar un modelo de gobernabilidad cuando la polí-tica ha perdido la mayor parte de su poder implica “gobernar en el vacío”11, ya que realmente quienes gobiernan son las fuerzas del mercado y, de manera marginal, algunos lobbies sociales que representan de forma muy limitada los intereses de la sociedad; asimismo, implica que la defensa del bien común y del interés general está en manos de actores privados que deciden e imple-mentan las “partituras” en función de sus propios intereses, bajo la impotente “batuta” de un poder político e institucional que formalmente ejerce de director, pero al que nadie hace caso12.

Ante los enormes y complejos retos que debe afrontar el Esta-do moderno es muy recomendable que lo realice en colaboración con las fuerzas del mercado y de la sociedad civil, pero con su cooperación y no con su predominio; para lograr armónicamente

una gobernabilidad proactiva, en donde restructura e incremen-ta sus fuerzas, para poder ejercer el papel de “metagobernador”13.

El Estado para sobrevivir, lo que ha instrumentado es tec-nocratizar muchas de sus funciones, distanciándolas del poder y control político, en busca de aminorar su pérdida de legitimidad democrática; ante la circunstancia actual de que el poder real no reside en los partidos políticos ni en el Gobierno. Hay autores que llaman a este fenómeno: “legitimidad tecnocrática”.

Cada vez es más frecuente en la realidad de nuestros días nos muestra que las políticas públicas ya no son decididas ni contro-ladas por los partidos políticos, ya que con el predominio de un Estado regulador y de los cambios en la gestión pública, la ma-yoría de las decisiones están en manos de órganos no partidistas que operan con independencia de los líderes políticos; debido a la importancia del contexto trasnacional, financiero y el sector privado, marginando la vía electoral.

Expresado de otra manera, los gobiernos son cada vez me-nos políticos y más administrativos, restándoles capacidad para desarrollar una economía eficiente orientada a redistribuir los ingresos y responder a las demandas de servicios por parte de los ciudadanos; en este escenario, predominan las fuerzas del mer-cado. Ante esta situación de pérdida de poder político por parte del Estado, la sociedad mediante las redes de tecnología de la información, ha aumentado su fuerza y poder social, rompiendo los monopolios de información del Estado.

Ahora la sociedad está impulsando sus propios discursos y capacidades, que desembocan en movilizaciones y fuerza de pre-sión social, que son de carácter autónomo y apolítico14, ante la

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desconfianza ciudadana de la política institucional, que sede su carácter original por el poder económico.

De esta manera el Estado se ha convertido en una especie de mostrador que proporciona servicios por la presión ciudadana.

Por otra parte, el Estado se aferra a la única oportunidad que le brinda el poder económico para mantener un cierto nivel de funciones que justifique su existencia, y el único elemento que le da hoy vida y sustento es la adopción de una política neolibe-ral15; que somete sus funciones sociales al cálculo de viabilidad económica, en materia de educación, salud, seguridad social, en-tre otras. Hay que destacar que la actual crisis del Estado, que deriva de la pérdida de poder de la política ante la economía y la sociedad, pone en riesgo el propio sistema democrático.

El neoliberalismo, elimina la responsabilidad del Estado, le hace renunciar a sus funciones tradicionales de carácter políti-co y social, ante los criterios económicos, pero ante los planos global y local se genera un efecto paralizante sobre el Estado; limitándose a los campos meramente administrativos y sin que impere de manera cabal el Estado de derecho.

De cara al futuro, el modelo que lograría dibujarse podría ser un entramado institucional con principio de legalidad, un Estado tecnocrático y abierto relativamente débil, y, finalmente, un Gobierno efectivo pero no responsable a nivel político; un

sistema democrático, pero sin democracia real.Finalmente, el Estado puede entrar en un período de cri-

sis y decadencia, como cualquier otra institución, si es incapaz de adaptarse a las circunstancias cambiantes, con más razón en un mundo que está cambiando de manera acelerada y profun-da; su reto fundamental es resolver como sin poder político y el desprestigio de sus instituciones, así como formas tradicionales, hacer que el poder económico, logre una redistribución social y garantice la seguridad ciudadana.

La revolución tecnológica innovadora muestra una fuerza imparable en la gestión pública y la interferencia política —sin frenarla—, todo lo contrario, facilitaría una transformación del paradigma tecnológico y económico más ordenado, más dige-rible y socialmente más equitativo; está probado que el sistema político es permeado ante los procesos de innovación.

No es descartable hacia el 2050 un nuevo Estado, con ins-tituciones y administraciones públicas renovadas, que domine mucho más que ahora a los mercados por la vía de una regula-ción más intervencionista o por la vía de la gestión directa de una parte importante de la nueva economía tecnológica; que además, fomente y proteja, en paralelo, a la nueva economía colaborativa y a una revivida economía social con base en un pacto fiscal, con base en nuevos impuestos.

1 En general, siguen las inercias y especialmente cuando hay elecciones cercanas, por temor a perder el apoyo ciudadano. Es decir, tratan de resolver las coyun-turas y pierden la perspectiva integral y de largo plazo.2 Que analizaremos a profundidad en el siguiente trabajo.3 En este trabajo se plantea la hipótesis de que se está produciendo un encadenamiento de circunstancias que están generando de manera acelerada cambios muy profundos en el mundo, detonados por cambios tecnológicos que se han convertido en una gran revolución tecnológica, científica e informática; como son sus efectos en la biomedicina, la nanotecnología y la robótica, que impulsan cambios productivos y los nuevos bienes informacionales. La tecnología de la información está transformando de manera radical la economía, la política y la sociedad. Hay un significativo desencanto social sobre los partidos, la política y las instituciones, que en el futuro implican cambios estructurales en el diseño y comportamiento de la política y de las instituciones públicas; es decir, el Estado.4 En general se observa el incremento de la polaridad social y una pésima distribución del ingreso, lo que impulsa fuertes movimientos sociales, limita la gestión pública y ha implicado la pérdida de credibilidad sobre los partidos, la política y las instituciones. 5 La economía clásica se basa en que los recursos son escasos, en que hay una oferta y una demanda que permiten fijar unos precios; todo esto ya no existe en el mercado virtual de la información. Este fenómeno está transformando a los mercados y las relaciones comerciales internacionales.6 Tal es el caso reciente, de la llegada a la Presidencia de Francia de Emmanuel Macron —con mínima experiencia política—, con el movimiento En Marche! de reciente creación. Así como el arribo a la Casa Blanca del millonario estadounidense Donald Trump, sin militar en el Partido Republicano, quien oficial-mente lo impulsó, pero creando su propio movimiento ciudadano; con un perfil psicológico inestable, narcisista, irritable, bipolar y no soporta la crítica, por lo que tiene en jaque al mundo, por una conducción errática y volátil de su gobierno.7 Es el concepto de Estado en relación con el mercado y con la sociedad civil, que no sólo a los Estados-nación sino también al poder local y al Gobierno de las ciudades, al poder regional, al poder macro regional —por ejemplo, la Unión Europea—, a los gobiernos multilaterales e incluso a un potencial, anhelado por algunos pero difícil de lograr, un Gobierno mundial.8 Lo que significa, lisa y llanamente, que las finanzas, los capitales de inversión, los mercados laborales y la circulación de mercancías están fuera de las atribu-ciones y del alcance de las únicas agencias públicas ahora disponibles para encargarse de la labor de la supervisión y la regulación; de esta manera el poder y la política viven y se mueven separados el uno de la otra, y su divorcio definitivo se proyecta al futuro. 9 Donde el papel de la sociedad y los ciudadanos, es marginal; creando tensión social, movimientos y protestas. Las encuestas para medir percepciones en el mundo muestran que 8 de cada 10 ciudadanos no confían en los partidos, los políticos y sus instituciones; afirman que ya no son el vehículo para trasformar sus demandas en políticas públicas. 10 Pero la gobernabilidad reactiva es una gran impostura y una forma de hacer de la realidad una virtud, a manera de espejismo; se trata de un modelo mal implantado, que supone la asunción de la antipolítica, que garantiza la continuación del juego político entre partidos, pero la vacía de significación social, ya que el ciudadano se ve obligado a cuidar de su propio bienestar; de ahí el éxito de los nuevos partidos o movimientos políticos y liderazgos extremistas, populistas o estridentes.11 El Mundo hacia el 2050. Informe del Club de Paris 2017, pagina 357.12 En definitiva, la gobernanza sustituye al Estado en lo tocante a la política. Los esquemas de gobernabilidad como reacción, son una gran impostura y una forma de hacer de la realidad virtud; ya que es un modelo que, mal implantado, supone la asunción de la antipolítica.13 Para que tenga éxito el modelo de gobernabilidad, debe ser concertado y proactivo, con cambios y adaptaciones mayores.14 Que funcionan fuera de la lógica y dinámica de los partidos políticos; de ahí el relativo éxito de los candidatos independientes, los nuevos partidos y mo-vimientos.15 El neoliberalismo permite la libertad de movimiento, pero delega en sectores privados la mayoría de sus responsabilidades que eran originariamente del Estado, sujetando las funciones sociales a los criterios económicos.

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