2. huyssen, a., en busca de la tradición vanguardia y postmodemismo en los años 70

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43. 44. 45. 46. 47. 48. 49. 50. 51. 52. 53. 54. 55. 56. Dialektik der Aufklarung, p. 47. Saúl A. Kripke ha hecho referencia al lenguaje privado en: Wittgenstein on ford, 1982. Cornelius Castoriadis, Gesellschafi ais 1984. tema del llamado argumento del Rules and Prívate Language, Ox- imagindre Institution, Frankfurt, Ibid., p. 416. Ibid., p. 420. Ibid., p. 580. Vease el título de un reciente número de Konkursbuch; Cf. pie de página La siguiente sección procede de Aibrecht Wellmer, Wahrbeit, Schein, Versohnung, pp. 156s. Das postmoderne Wissen, p. 124. «Beantwortung der Frage: Was íst postmodern?», p. 142. Jurgen Habermas, Die Moderne —ein unvollendetes Projekt, Theodor-W. Frankfurí am Ma5íl> ed- Dezernat Kultur und Freizmt der Stadt Frankfurt am Main (Frankfurt, 1981) p 23 re í í brechc WeUmer’ Wahrheii> Schein, Versohnung, pp. 159ss p t- V fr r - fSr l>Día KUn1 i™ Entzweiun¿- Zum Begriff der asthetíschen Kationalitat, Tesis doctoral, Konstamz, 1984. ftankfm, n L a b y t i n t b . Sede, Vernunft, Gesellscbaft, 140

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46.47.48.49.50.

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Dialektik der Aufklarung, p. 47.Saúl A. Kripke ha hecho referencia al lenguaje privado en: Wittgenstein on ford, 1982.Cornelius Castoriadis, Gesellschafi ais 1984.

tema del llamado argumento del Rules and Prívate Language, Ox-

imagindre Institution, Frankfurt,

Ibid., p. 416.Ibid., p. 420.Ibid., p. 580.Vease el título de un reciente número de Konkursbuch; Cf. pie de página La siguiente sección procede de Aibrecht Wellmer, Wahrbeit, Schein, Versohnung, pp. 156s. ’Das postmoderne Wissen, p. 124.«Beantwortung der Frage: Was íst postmodern?», p. 142.Jurgen Habermas, Die Moderne —ein unvollendetes Projekt, Theodor-W.

Frankfurí am Ma5íl> ed- Dezernat Kultur und Freizmt der Stadt Frankfurt am Main (Frankfurt, 1981) p 23re í í brechc WeUmer’ Wahrheii> Schein, Versohnung, pp. 159ssp t - V f r r - fSr l>Día KUn1 i™ Entzweiun¿- Zum Begriff der asthetíschen Kationalitat, Tesis doctoral, Konstamz, 1984.

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I I . V A N G U A R D IA Y P O S T M O D E R N ID A D

En busca de la tradición: vanguardia y postmodernismo en los años 70 *

Andreas Huyssen

Traducción de Antoni Torregrossa

Imagínense a Walter Benjamín en Berlín, la ciudad de su in­fancia, recorriendo la exposición dedicada a la vanguardia interna­cional Tendenzen der zwanziger Jahre presentada en 1977 en la nueva Nationalgalerie construida por el arquitecto bauhausiano Mies van der Rohe en los años 60. Imagínense a Walter Benjamín como ¡láneur en la ciudad de los bulevares y los pasajes que tan admira­blemente describió visitando el Centro Georges Pompidou y su exposición multimedia París-Berlm 1900-1933, que fue un gran acontecimiento cultural en 1978. O imagínense al teórico de los medios y de la reproducción de imágenes en 1981, ante un apa­rato de televisión, contemplando la serie de ocho capítulos de Robcrt Hughes producida por la BBC sobre el arte de vanguardia The Shock oj the New [El impacto de lo nuevo] h ¿Se habría ale­grado este destacado crítico y teórico de la estética vanguardista inte el éxito que estaba obteniendo — evidente incluso en la arqui­tectura de los museos que albergaban las exposiciones— o acaso lüinbras de melancolía habrían enturbiado sus ojos? ¿Habría, tal ve*, quedado impresionado por El impacto de lo nuevo o habría lontido la necesidad de revisar la teoría del arte «postaurático»? ¿O simplemente habría sostenido que la cultura administrada del Capitalismo tardío había logrado finalmente imponer el engañoso hechizo del fetichismo de las mercancías incluso en el arte que mál que ningún otro había desafiado los valores y las tradiciones de Ifl cultura burguesa? Quizá, tras otra penetrante mirada a ese monumento arquitectónico al progreso tecnológico masivo encla-

* Reproducido con la autorización de New Germán Critique. Publicado originalm ente con ol título «The icarch oí Tradition: Avant-garde and Post- m otlernlim in the 1970 ’i » on New Germen Critique, nüm. 22, invierno 1981.

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vado en el corazón de París, Benjamín se habría citado a sí mismo: «En todas las épocas se debe intentar salvaguardar a la tradición del conformismo que está a punto de dominarla»2. De esta ma­nera podría llegar a percibir no sólo que la vanguardia — encar­nación de la antitradición— se ha convertido ella misma en tra­dición, sino que, además, sus invenciones e imaginación se han convertido en parte constitutiva incluso de las manifestaciones más oficiales de la cultura occidental.

Por supuesto, no hay nada nuevo en tales observaciones. Ya en los primeros años de la década de los 60 Hans Magnus Enzens- berger había analizado las aporías de la vanguardia3 y Max Frisch le había atribuido a Brecht «la sorprendente inocuidad de un clá­sico» 4. El uso del montaje visual, una de las principales invencio­nes de la vanguardia, ya se había convertido en un procedimiento estándar en la publicidad comercial y de pronto podían hallarse ecos del modernismo literario incluso en los anuncios del Volkswagen escarabajo: «Und láuft und láuft und láuft.» En realidad, las necrolo­gías dedicadas al modernismo y el vanguardismo abundaban en los años 60 tanto en Europa como en los Estados Unidos.

El vanguardismo y el modernismo no sólo habían sido acepta­dos como expresiones culturales capitales del siglo xx. Se estaban convirtiendo rápidamente en historia. Esto planteó entonces una serie de preguntas acerca del estatus del arte y la literatura produ­cidos después de la Segunda Guerra Mundial, después del agota­miento del surrealismo y la abstracción, después de la muerte de Musil y Thomas Mann, Valéry y Gide, Joyce y T. S. Eliot. Uno de los primeros críticos que teorizó sobre el paso del modernismo al postmodernismo fue Irving Howe en su ensayo Mass Society and Postmodern Pie ñ on 5, escrito en 1959. Y sólo un año más tarde Harry Levin utilizó el mismo concepto de lo postmoderno para designar lo que él veía como un «mar de fondo antiintelectual» que amenazaba al humanismo y al apego a los valores ilustrados tan característicos de la cultura del modernismo4. Algunos autores como Enzensberger y Frisch continuaron claramente dentro de la tradición del modernismo (lo que es evidente en la poesía de En­zensberger de principios de los 60 tanto como en las piezas tea­trales y novelas de Frisch), mientras críticos como Howe y Levin hicieron causa común con el modernismo frente a las evoluciones más recientes, que sólo podían ver como síntomas de decadencia. Pero el postmodernismo7 despegó en serio en la primera mitad

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de los años 60, manifestándose sobre todo en el Pop art, en la narrativa experimental y en el estilo de crítica literaria de Leslie Fiedler y Susan Sontag. Desde entonces la noción de postmodernis­mo se ha convertido en la clave de casi todos los intentos de captar las cualidades específicas y únicas de las actividades con­temporáneas en arte y arquitectura, en danza y en música, en lite­ratura y en teoría. Los debates de finales de los 60 y principios de los 70 en Estados Unidos dejaban cada vez más de lado al modernismo y a la vanguardia histórica. El postmodernismo se imponía; corrían vientos de novedad y cambio cultural.

¿Cómo explicar entonces la sorprendente fascinación de fina­les de los 70 hacia el vanguardismo de las tres o cuatro primeras décadas de este siglo? ¿Cuál es el significado de este impetuoso retomo — en los tiempos de la postmodernidad— del dadaísmo, el constructivismo, el futurismo, el surrealismo y la Nueva Ob­jetividad de la República de Weimar? Las exposiciones dedicadas al vanguardismo clásico se convirtieron en acontecimientos cultu­rales capitales en Francia, Alemania, Inglaterra y los Estados Uni­dos. En los Estados Unidos y Alemania se publicaron importantes estudios sobre la vanguardia, que dieron lugar a animados debates8. Se celebraron conferencias sobre diversos aspectos del modernismo y del vanguardismo9. Todo esto ha ocurrido en un momento en que parecen existir pocas dudas sobre el hecho de que el vanguar­dismo clásico ha agotado su potencial creativo y en que el ocaso del vanguardismo es ampliamente aceptado como un fait accompli. ¿Es éste, entonces, otro episodio del hegeliano búho de Minerva que inicia su vuelo cuando las sombras de la noche ya han caído o nos encontramos ante un caso de nostalgia por «los buenos tiempos» de la cultura del siglo xx? Y si es nostalgia, ¿Índica el agotamiento de los recursos culturales y la creatividad en nuestro propio tiempo o representa la promesa de una revitalízadón de la cultura contemporánea? ¿Cuál es, al fin y al cabo, el papel del pustmodernismo en todo esto? ¿Podemos, quizá, comparar este fenómeno con otras detestables nostalgias de los años 70, como la nostalgia por las momias egipcias (la exposición Tut de los EE. UU.), por los emperadores medievales {la exposición Stauffen en Stuttgart) o, más recientemente, por los vikingos (Minneapolis)? En todas estas instancias parece haber una búsqueda de la tra­dición. ¿Es esta búsqueda de la tradición, quizá, sólo otro signo del conservadurismo de los 70, el equivalente cultural, por decirlo

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Ilí) de la reacción política o del llamado Tendenzwende} ¿O acaso

Eodtmoa interpretar el renacimiento del vanguardismo clásico en )| museos y la televisión como una defensa frente los ataques

MOCOmervadores a la cultura del modernismo y la vanguardia, ata­que! que Be han intensificado en estos últimos años en Alemania, Fronda y los Estados Unidos?

Para poder contestar alguna de estas preguntas podría ser útil comparar la situación del arte, la literatura y la crítica de finales de loi 70 con la de los años 60. Paradójicamente, los años 60, a peiar de sus ataques al modernismo y el vanguardismo, se acercan mtfft a la idea tradicional de la vanguardia que la arqueología de la modirnidad tan característica de finales de los 70. Se podría haber evitado mucha confusión si los críticos hubieran prestado mayor atención a las distinciones que deben hacerse entre el vanguardis­mo y el modernismo, así como a la diferente relación de cada uno de ellos con la cultura de masas en los Estados Unidos y Europa respectivamente. Los críticos norteamericanos, en especial, tendie­ron a utilizar los términos de vanguardismo y modernismo indis­tintamente. Por poner sólo dos ejemplos, la Theory of the Avant- Garde de Renato Poggioli, traducido del italiano en 1968, fue reseñado en Estados Unidos como si se tratase de un libro sobre el modernismo10 y The Concept of the Avant-Garde, de Jobn Weightman, publicado en 1973, lleva el subtítulo de Explorations in Modernism u. Tanto la vanguardia como el modernismo podrían entenderse legítimamente como expresiones artísticas representa­tivas de la sensibilidad de la modernidad, pero desde una pers­pectiva europea tiene poco sentido agrupar a Thomas Mann junto con Dada, a Proust con André Bretón o a Rilke con el construc­tivismo ruso. Aunque existen solapamientos entre la tradición del vanguardismo y la del modernismo (por ejemplo, el vorticismo y Ezra Pound, la experimentación lingüística radical y James Joyce, el expresionismo y Gottfried Benn), las diferencias estéticas y polí­ticas de conjunto son demasiado significativas para ser ignoradas. Por este motivo Mateí Calinescu hace la siguiente observación: «En Francia, Italia, España y otros países europeos la vanguardia, a pesar de sus propuestas diversas y a menudo contradictorias, tiende a ser considerada como la forma más extrema de negativismo ar­tístico, siendo el arte mismo la primera víctima. En cuanto al mo­dernismo, cualquiera que sea su significado exacto en los distintos idiomas y para los diferentes autores, nunca conlleva ese sentido

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de negación universal e histérica tan característico del vanguardis­mo. El antitradicionalismo del modernismo es, a menudo, sutil­mente tradicional» n. En cuanto a las diferencias políticas, la van­guardia histórica se inclinaba predominantemente hacia la izquier­da, siendo la mayor excepción el futurismo italiano, mientras que la derecha podía contar con un número sorprendente de modernis­tas entre sus partidarios: entre otros, Ezra Pound, Knut Hamsun y Gottfried Benn.

Mientras que Cahnescu tipifica muchos de los aspectos nega- tivistas, antiestéticos y autodestructivos del vanguardismo como opuestos al arte reconstructivo de los modernistas, el proyecto estético y político del vanguardismo podría ser tratado en términos más positivos. En el modernismo, el arte y la literatura conser­varon su autonomía tradicional, decimonónica, con respecto a la vida cotidiana, una autonomía que fue definida por primera vez por Kant y Schiller a finales del siglo x v iii; el «arte como insti­tución» (Peter Bürger}13, esto es, el modo tradicional en el que el arte y la literatura eran elaborados, difundidos y recibidos nunca fue desafiado por el modernismo, sino que se mantuvo intacto. Modernistas como T. S. Eliot y Ortega y Gasset recalcaron una y otra vez que su misión era salvaguardar la pureza del arte culto frente a las embestidas de la urbanización, la masificadón, la mo­dernización tecnológica, en una palabra, de la cultura de masas moderna. Sin embargo, el vanguardismo de las tres primeras dé­cadas de este siglo intentó subvertir la autonomía del arte, su artificial separación de la vida, y su ínstitucionalización como «arte culto», lo que se percibía como un aspecto relacionado directa­mente con las necesidades de legitimación de las formas de socie­dad burguesa del siglo xix. El vanguardismo postuló como su prin­cipal proyecto la reintegración del arte y la vida en un momento en que la sociedad tradicional, especialmente en Italia, Rusia y Alemania, estaba sufriendo una importante transformación bada una etapa cualitativamente nueva de modernidad, La ebullición social y política de los años 10 y 20 del nuevo siglo fue el caldo de cultivo del radicalismo vanguardista tanto en el arte y la lite­ratura como en la política 14. Cuando Enzensberger escribió sobre las aporías del vanguardismo varias décadas después, no tenía en mente la cooptación de la vanguardia por la industria cultural como a veces se conjeturaj comprendía plenamente la dimensión política del problema y señalaba cómo el vanguardismo histórico había fra­

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casado en ofrecer aquello que siempre había prometido: romper las cadenas políticas, sociales y estéticas, hacer saltar las reificacio- nes culturales, desprenderse de las formas de dominación tradi­cionales y liberar las energías reprimidas 15.

Si teniendo en cuenta estas distinciones observamos la cultura de los Estados Unidos de los años 60, vemos claramente que esta década puede considerarse como el capítulo final en la tradición del vanguardismo. Como todas las vanguardias desde Saint Simón y los socialistas utópicos y anarquistas hasta Dada, el surrealismo y el arte postrrevolucionario de la Rusia soviética de principios de los años 20, los años 60 combatieron la tradición, y esta revuelta tuvo lugar en un momento de confusión política y social. Las perspectivas de abundancia ilimitada, la estabilidad política y las nuevas fronteras tecnológicas de la era Kennedy se derrumbaron rápidamente y la conflictividad social surgió con fuerza en los mo­vimientos pro-derechos civiles, en los disturbios urbanos y en el movimiento antibélico. Es desde luego más que una simple coin­cidencia el hecho de que la cultura de la protesta del período adop­tara la etiqueta de «contracultura», proyectando así la imagen de una vanguardia que señalaba el camino hacia un tipo de sociedad alternativa. En el campo del arte, el pop se rebeló contra el expre­sionismo abstracto y se encendió la mecha de una serie de corrien­tes artísticas desde el por al fluxus, el conceptualismo y el mini­malismo, que convirtió la escena artística de los años 60 en algo tan lleno de vida y vibrante como comercialmente rentable y de moda 16. Peter Brook y el Living Theatre acabaron con el intermi­nable enmarañamiento del teatro del absurdo y crearon un nuevo estilo de práctica escénica. El teatro intentó salvar la distancia exis­tente entre el escenario y el público, experimentando con nuevas formas de inmediatez y espontaneidad en la representación. Surgió en las artes y el teatro un espíritu participativo que se podría relacionar fácilmente con los teach-ins y sit-ins del movimiento de protesta. Los exponentes de una nueva sensibilidad se rebelaron contra las complejidades y ambigüedades del modernismo, adop­tando en su lugar la cultura camp y pop, y los críticos literarios rechazaron el canon congelado y las prácticas interpretativas del New Criticism reivinicando para sus propios textos la creatividad, la autonomía y la presencia propias de la creación original.

Cuando Leslie Fiedler proclamó la «muerte de la literatura de vanguardia» en 1964 17, lo que realmente estaba atacando era el

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modernismo, a la vez que personificaba el ethos de la vanguardia clásica, el estilo americano. Digo «estilo americano» porque la ma­yor preocupación de Fiedler no era la de democratizar el «arte cul­to»; su meta era más bien la de hacer valer la cultura popular y la de combatir la creciente institucionalización del arte culto. Por esta razón, cuando unos pocos años más tarde propuso «cruzar la frontera, cerrar la brecha» (1968) 18 entre la alta cultura y la cultura popular, lo que hacía precisamente era reafirmar el proyecto del vanguardismo clásico de unificar esas esferas culturales que habían sido separadas artificialmente. Por un momento durante los años 60 pareció que el Fénix del vanguardismo había renacido de sus cenizas insinuando un vuelo hacia la nueva frontera de lo post­moderno. ¿O era más bien el postmodernismo americano un al- batros baudelairiano intentando en vano alzar el vuelo desde la cubierta de la industria cultural? ¿Estaba el postmodernismo infec­tado desde sus mismos comienzos por las mismas aporías que tan elocuentemente había analizado ya Enzensberger en 1962? Parece ser que incluso en los Estados Unidos el agrupamiento indiscri­minado del western y el camp, el porno y el rock, el pop y la con­tracultura como expresiones genuinas de la cultura popular se rela­ciona con una especie de amnesia que pudo ser más el resultado de la política de guerra fría que de la implacable lucha de los postmodernistas contra la tradición. Los análisis americanos de la cultura de masas tenían una vertiente crítica a finales de los años 40 y 50 19 que fue contestada, pero sin explicitarlo, por el entu­siasmo incondicional de los 60 hacia lo camp, el pop y los medios de comunicación masivos.

Una diferencia capital entre los Estados Unidos y Europa en los años 60 es que los escritores, artistas e intelectuales europeos eran entonces mucho más conscientes de la cooptación creciente de todo el arte modernista y vanguardista por la industria de la cultura. Después de todo Enzensberger no sólo había escrito sobre las aporías del vanguardismo, sino también sobre la omnipresencia de la «industria de la consciencia»20. Dado que la tradición del vanguardismo en Europa no parecía ofrecer lo que, por razones his­tóricas, podía seguir ofreciendo en los Estados Unidos, una forma políticamente factible de respuesta al vanguardismo clásico y la tradición cultural en general consistía en declarar la muerte de todo arte y literatura y apelar a la revolución cultural. Pero in­cluso este gesto retórico, articulado con la mayor fuerza en el

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Kursbuch de Enzensberger de 1968 y en los graffiti parisinos de mayo del 68, era parte de las estrategias antiesteticistas, antielitis­tas y antiburguesas tradicionales del vanguardismo. En modo al­guno todos los escritores y artistas prestaron atención a esta llamada. Peter Handke, por ejemplo, calificó de infantil el ataque a toda literatura y arte cultos y continuó escribiendo obras dra­máticas, poesía y prosa experimentales. Y la izquierda intelectual de Alemania occidental que se manifestaba de acuerdo con el funeral propuesto por Enzensberger para el arte y la literatura siempre que afectase solamente el arte «burgués», emprendió la tarea de desenterrar una tradición cultural alternativa, especial­mente la de las vanguardias izquierdistas de la República de Wei- mar. Pero la reapropiación de la tradición de izquierda de la Repú­blica de Weimar no revitalizó al arte y la literatura alemanes contemporáneos de la misma manera en que la corriente subterrá­nea del dadaísmo había revitalizado la escena artística americana de los años 60. Se pueden encontrar algunas importantes excep­ciones a esta observación general en la obra de Klaus Staeck, Günter Wallraff y Alexander Kluge, pero continúan siendo casos aislados.

Pronto quedó claro que el intento europeo de escapar del «ghetto» del arte y de romper con la esclavitud de la industria de la cultura también había acabado en fracaso y frustración. Tanto en el movimiento de protesta alemán como en el Mayo francés del 68 la ilusión de que la revolución cultural era inminente se fueron a pique ante las duras realidades del statu quo. El arte no fue reintegrado en la vida cotidiana. La imaginación no llegó al poder. En cambio, se construyó el Centro Georges Pompidou y el SPD llegó al poder en Alemania Occidental. El empuje van­guardista de los movimientos colectivos desarrollando y promul­gando el estilo más nuevo parecía estar agotado después de 1968. En Europa, el 68 no marcó la ruptura que entonces se esperaba sino más bien una nueva representación del final del vanguardismo tradicional. Característicos de los años 70 fueron los solitarios como Peter Handke, cuya obra desafía la noción de un estilo unitario; otros personajes de la cultura, como Joseph Beuys y su evocación de un pasado arcaico; o directores de cine como Herzog, Wenders y Fassbinder cuyas películas — a pesar de su crítica de la Alemania actual— carecen de uno de los requisitos del arte de vanguardia, el sentido del futuro.

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En los Estados Unidos, sin embargo, el sentido del futuro, que se babía afirmado tan poderosamente en los años 60, todavía pervive hoy en la escena del postmodernismo, aunque su vitalidad se está reduciendo rápidamente como resultado de los recientes cambios políticos y económicos (por ejemplo, la reducción del pre­supuesto NEA). Por otra parte, el postmodernismo parece haber sufrido un desplazamiento importante de intereses desde su ante­rior preocupación por la cultura popular y por el arte y la literatura experimental, hacia un nuevo centro de atención en la teoría de la cultura, un desplazamiento que ciertamente refleja la ínstituciona- lización académica del postmodernismo, pero que no queda total­mente explicado por ésta. Me referiré a esto más adelante. Lo que me preocupa ahora es la imaginación temporal del postmodernismo, la confianza impertérrita de estar en el filo de la historia que carac­teriza a toda la trayectoria del postmodernismo norteamericano desde los años 60 y de la cual la noción de una post-histoire es sólo una de las manifestaciones más absurdas. Una posible explicación de esta capacidad de adaptación a la tendencia movediza de la cul­tura en general, que sin duda desde la mitad de los años 70 ha perdido casi toda su confianza en el futuro, puede encontrarse pre­cisamente en la proximidad subterránea del postmodernismo a los movimientos, figuras e intenciones del vanguardismo clásico europeo que apenas son reconocidos en la noción anglosajona del postmo­dernismo. A pesar de la importancia de Man Ray y de las acti­vidades de Picabia y Duchamp en Nueva York, el dadaísmo de Nueva York ha sido, en el mejor de los casos, un fenómeno mar­ginal en la cultura americana, y ni el dadaísmo ni el surrealismo tuvieron nunca mucho éxito de público en los Estados Unidos. Fue precisamente este hecho el que hizo que el pop, los happenings, el arte conceptual, la música experimental, el performance art y la surficiion de los años 60 y 70 parecieran más novedosos de lo que realmente eran. El nivel de expectación del público en los Estados Unidos era básicamente distinto de lo que era en Europa, Aquello frente a lo que los europeos podían reaccionar con un espíritu de déjá vu, podía suscitar todavía en los americanos un sentimiento de innovación, emoción y ruptura.

Aquí entra en juego un segundo factor de importancia, Si que- rtmoi entender plenamente la fuerza que la corriente subterránea dadaflta tuvo en los Estados Unidos en los años 60, se debe aclarar también la «usencia de un dadaísmo o un movimiento surrealista nor­

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teamericano en las primeras décadas del siglo xx. Tal como ha argu­mentado Peter Bürger, la mayor meta de las vanguardias europeas era socavar, atacar y transformar el «arte institucional» burgués. Este ataque iconoclasta a las instituciones culturales y a las ma­neras tradicionales de representación, a la estructura narrativa, la perspectiva y la sensibilidad poética sólo tenía sentido en países en los que el «arte culto» jugaba un papel esencial en la legitima­ción de la dominación política y social burgesa; por ejemplo, en la cultura de museo y de salón, en los teatros, salas de conciertos y teatros de ópera y en el proceso de socialización y educación en general. La política cultural del vanguardismo del siglo xx no habría tenido sentido (o habría sido regresiva) en los Estados Uni­dos, donde el «arte culto» aún estaba luchando con fuerza para obtener una legitimidad más amplia y para ser tomado en serio por el público. Así, no resulta extraño que los principales escritores americanos desde Henry James, como T. S. Eliot, Faulkner y Hemingway, Pound y Stevens, se sintiesen atraídos por la sensi­bilidad constructiva del modernismo, que insistía en la dignidad y la autonomía de la literatura, más que por el carácter iconoclasta y antiesticista del vanguardismo europeo, que intentaba quebrar la esclavización política de la alta cultura a través de la fusión con la cultura popular y la integración del arte con la vida cotidiana.

Sugeriría que no fue sólo la ausencia de un vanguardismo esta­dounidense autóctono en el sentido clásico europeo, digamos en los anos 20, lo que cuarenta años más tarde benefició a la reivindica­ción de novedad de los postmodernistas en su lucha contra las atrincheradas tradiciones del modernismo, el expresionismo abstrac­to y el New Criticism. No es tan sencillo como eso. Una revuelta vanguardista al estilo europeo contra la tradición tenía un sentido eminente en los Estados Unidos en un momento en que el arte culto se había institucionalizado en la incipiente cultura del museo, de los conciertos y libros de bolsillo de los años 50, cuando el propio modernismo se había incorporado a la corriente principal por vía de la industria de la cultura, y más tarde, durante la época de Kennedy, cuando la alta cultura comenzó a asumir funciones de representación política (Robert Frost y Pau Casals en la Casa Blanca).

Todo esto, por tanto, no quiere decir que el postmodernismo sea una mera imitación de un vanguardismo continental anterior. Sirve más bien para señalar la similitud y la continuidad entre el

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postmodernismo americano y ciertos segmentos de la vanguardia europea más temprana, una similitud a nivel de experimentación formal y de crítica del «arte institucional». Esta continuidad ya estaba marginalmente reconocida en alguna crítica postmodernista, por ejemplo, la de Fiedler e Ihab Hassan21, pero se puso clara­mente de manifiesto a raíz de las recientes retrospectivas y publi­caciones acerca del vanguardismo clásico europeo. Desde la pers­pectiva actual, el arte norteamericano de los años 60 — precisa­mente debido a su logrado ataque al expresionismo abstracto— brilla como la colorida máscara de la muerte de un vanguardismo clásico que en Europa ya había sido liquidado política y cultural­mente por Stalin y Hitler. A pesar de su crítica radical y legítima al evangelio del modernismo, el postmodernismo, que en sus prác­ticas artísticas y su teoría era un producto de los años 60, debe ser visto como la jugada final del vanguardismo y no como la ruptura radical que a menudo reivindicaba ser22.

Al mismo tiempo, no hace falta decir que la revuelta postmo­dernista contra el arte institucional en los Estados Unidos se alzaba contra fuerzas superiores que el futurismo, el dadaísmo o el surrea­lismo en su tiempo. El primer vanguardismo se enfrentaba con la industria de la cultura en su etapa inicial, mientras que el post­modernismo tuvo que vérselas con una cultura de los medios de comunicación totalmente desarrollada, tanto tecnológica como eco­nómicamente, que dominaba el arte de integrar, difundir y comer­cializar incluso los desafíos más serios. Este factor, combinado con la distinta composición del público, justifica el hecho de que en comparación con los principios del siglo xx, el impacto de lo nuevo era mucho más difícil, quizás incluso imposible, de mantener. Es más, cuando el dadaísmo irrumpió en 1916 en la plácida cultura decimonónica del Zurich burgués, no había antecesores con los que pugnar. Ni siquiera los vanguardismos formalmente mucho menos radicales del siglo xix habían logrado un impacto digno de mención en la cultura suiza en general. Los happenings en el Café Voltaire no podían sino escandalizar al público. Cuando Raus- chenberg, Jasper Johns y los artistas pop de la Madison Avenue iniciaron su ataque al expresionismo abstracto, inspirándose en la vida cotidiana del consumismo americano, tuvieron que enfren­tarse de entrada a una fuerte competencia: la obra del padre del dadaísmo, Marcel Duchamp, fue presentada al público americano en retrospectivas expuestas en museos y galerías importantes, por

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ejemplo, en Pasadena (1963) y Nueva York (1965). El fantasma del padre no había salido sin más del baúl de la historia del arte, sino que el propio Duchamp se presentaba a todas horas, en carne y hueso, diciendo como el erizo a la liebre: «Ich bin sebón da».

Todo esto nos muestra que los gigantescos espectáculos van­guardistas de finales de los años 70 pueden ser interpretados como la otra cara del postmodernismo que ahora parece mucho más tradicional que en los años 60. No sólo las exposiciones vanguar­distas de finales de los 70 en París y Berlín, Londres, Nueva York y Chicago nos ayudan a comprender la tradición de principios del siglo xx, sino que el propio postmodernismo puede ser descrito ahora como una búsqueda de una tradición moderna viable aparte de, pongamos por caso, la tríada de Proust — Joyce— , Mann, y fuera del canon del modernismo clásico. La búsqueda de la tradi­ción, combinada con un intento de recuperación, parece más im­portante para el postmodernismo que la innovación y la ruptura. La paradoja cultural de los 70 no es tanto la coexistencia codo con codo de un postmodernismo de fu turo/feliz con retrospectivas de las vanguardias en los museos. Ni tampoco lo es la contradic­ción intrínseca a la propia vanguardia postmodernista, es decir, la paradoja de un arte que simultáneamente quiere ser arte y antiarte y de una crítica que pretende ser crítica y anticrítica. La paradoja de los años 70 es más bien que la búsqueda postmodernista de la tradición y la continuidad cultural, que yace debajo de toda la retórica radical de ruptura, discontinuidad y rupturas epistemoló­gicas, ha regresado a esa tradición que fundamentalmente y por principio despreciaba y negaba todas las tradiciones.

Viendo las exposiciones vanguardistas de los años 70 a la luz del postmodernismo también se pueden comprender algunas dife­rencias importantes entre el postmodernismo americano y el van­guardismo histórico, En la América posterior a la segunda guerra mundial las realidades históricas del masivo cambio tecnológico, social y político que le habían dado al mito del vanguardismo y la innovación su fuerza, su capacidad de convicción y su impulso utópico a principios del siglo xx, habían casi desaparecido. Durante los años 40 y 50, el arte y la vida intelectual norteamericanos atra­vesaron un período de despolitización en el que el vanguardismo y el modernismo se alinearon realmente con el liberalismo conser­vador de la época 23. A pesar de que el postmodernismo se rebeló contra la cultura y la política de los años 50, le faltó, no obstante,

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una visión radical de transformación política y social como la que había sido tan esencial para el vanguardismo histórico. De vez en cuando el futuro fue formulado retóricamente pero nunca quedó claro cómo y en qué formas contribuiría el postmodernismo a hacer realidad la cultura alternativa de los años venideros. A pesar de esta ostentosa orientación hacia el futuro, el postmodernismo bien podría haber sido una expresión de la crisis contemporánea de la cultura más que la prometida transición hacia el rejuvenecimiento cultural. Mucho más que el vanguardismo histórico, que estaba subrepticiamente conectado con las tendencias modernizadoras y antitradicionalistas dominantes en la civilización occidental de los siglos xix y xx, el postmodernismo corría el peligro de convertirse en una cultura afirmativa desde el principio. Muchos de los gestos que habían originado el carácter impactante del vanguardismo his­tórico ya no eran ni podían ser efectivos. La histórica apropiación por parte de las vanguardias de la tecnología para el gran arte (por ejemplo, el cine, la fotografía, las técnicas de montaje) podía producir un impacto ya que rompía con la estética y la doctrina de la autonomía del arte con respecto a la vida «real» que domi­naban a finales del siglo xix. Sin embargo la adopción postmo- dernista de la tecnología de la era espacial y los medios de comu­nicación de base electrónica, siguiendo a Me Luhan apenas podía sorprender a un publico que había sido aculturado al modernismo por la vía de esos mismos medios. Tampoco la zambullida de Leslie Fiedler en la cultura popular causó irritación alguna en un país en el que siempre se habían reconocido (excepto quizás en los ambientes académicos) las bondades de la cultura popular con más facilidad y menos discreción que en Europa. Por otra parte, la mayoría de los experimentos postmodernistas en el campo de la perspectiva visual, la estructura narrativa y la lógica temporal que se oponían al dogma de la referencialidad mimética ya eran cono­cidos en la tradición modernista. El problema residía en el hecho de que las estrategias experimentales y la cultura popular ya no estaban unidas en un proyecto crítico, estético y político, como lo habían estado en el vanguardismo histórico. La cultura popular fue aceptada acríticamente (Leslie Fiedler) y la experimentación postmodernista perdió la conciencia vanguardista de que el cambio aocial y la transformación de la vida cotidiana estaban en juego en cada experimento artístico, Más que pretender una mediación tntre el arte y la vida, los experimentos postmodernistas pronto

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llegaron a valorarse por sus características típicamente modernistas como la autorreflexividad, la inmanencia y la indeterminación (Ihab Hassan). La vanguardia postmodernista americana, por lo tanto, no es sólo la jugada final del vanguardismo, sino también repre­senta la fragmentación y el declive del vanguardismo como cultura genuinamente crítica y de oposición.

Mi hipótesis de que el postmodernismo siempre ha ido en busca de la tradición aun cuando pretendiese la innovación, también está confirmada por el giro reciente hacia la teoría cultural que distingue al postmodernismo de los años 70 del de los 60. A cierto nivel, por supuesto, la apropiación norteamericana de la teoría estructuralista y, especialmente, postestructuralista francesa, refleja hasta qué punto el propio postmodernismo se ha academizado desde que ganó su batalla contra el modernismo y el New Criticism24. Resulta también tentador especular con que el giro hacia los aspec­tos teóricos indica de hecho una tasa decreciente de creatividad artística y literaria en los años 70, idea ésta que podría ayudar a explicar la proliferación de retrospectivas históricas en los museos. En pocas palabras, si la escena artística contemporánea no genera suficientes movimientos, figuras y tendencias para mantener el es­píritu del vanguardismo, los directores de museo tienen que volver sus ojos al pasado para satisfacer la demanda de acontecimientos culturales. Sin embargo, la superioridad artística y literaria de los años 60 sobre los 70 no se debería dar por sentada y el aspecto cuantitativo en modo alguno constituye un criterio apropiado. Qui­zás la cultura de los años 70 es simplemente más amorfa y difusa, más rica en diversidad y variedad que la de los 60, en la que las tendencias y los movimientos evolucionaron con una secuencia más o menos ordenada». Por debajo de las tendencias continuamente cambiantes había, desde luego, una evolución unitaria en la cultura de los años 60 que fue heredada precisamente de la tradición van­guardista. Debido a que la diversidad cultural de los años 70 ya no albergaba este sentido unitario — aunque fuera la unidad de la experimentación, la fragmentación, la Verfremdung y la indeter­minación— , el postmodernismo se identificó con una especie de teoría que, apoyándose en sus nociones clave de desceñir amiento y deconstrucción, parecía restituir el centro perdido del vanguar­dismo. Sería acertado sospechar que el desplazamiento de los críti­cos postmodernistas hacia la teoría continental constituye el último y desesperado intento del vanguardismo postmodernista de asirse

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a una noción de vanguardia que ya fue refutada por ciertas prác­ticas culturales de los 70. La ironía es que en esta singular apro­piación americana de la reciente teoría francesa la búsqueda post­modernista de la tradición vuelve al punto de partida; muchos de los principales exponentes del postestructuralismo francés como Foucault, Deleuze/Guattari y Derrida están más preocupados por la arqueología de la modernidad que por la ruptura y la innova­ción, por la historia y el pasado que por el año 2001.

Cabe plantear, llegados aquí, y para concluir, dos interrogantes. ¿Por que se dio esta intensa búsqueda de las tradiciones aprove­chables en los años 70, cuál es, si la hay, su especifidad histórica? Y, en segundo lugar, ¿en qué puede contribuir la identidad cultu­ral, hasta qué punto es esta identificación deseable? Los países in­dustrializados occidentales están actualmente experimentando una fundamental crisis cultural y de identidad política. La búsqueda de raíces, de historia y tradiciones que tuvo lugar en los años 70 fue un punto de partida inevitable —y en diversos aspectos productivo— de esta crisis; aparte de la nostalgia por las momias y los empe­radores, nos enfrentamos con una búsqueda diversa y multifacética del pasado (a menudo de un pasado alternativo) que en muchas de sus manifestaciones más radicales cuestiona la orientación funda­mental de las sociedades occidentales hacia el crecimiento futuro y el progreso ilimitado. Este cuestionamiento de la historia y la tradición, que por ejemplo inspira el interés feminista por la his­toria de la mujer y la búsqueda ecológica de alternativas para nues­tra relación con la naturaleza, no debería confundirse con una afir­mación retrógrada de los valores y normas tradicionales, aunque ambos fenómenos reflejan con intenciones políticas diametralmente opuestas la misma predisposición hacia la tradición y la historia. El problema del postmodernismo es que relega la historia al cubo de la basura de un épisteme obsoleto argumentando alegremente que la historia no existe excepto como texto, es decir, como his­toriografía 25. Lógicamente si el «referente» de la historiografía, aquello sobre lo que los historiadores escriben, es eliminado, en­tonces la historia está ciertamente predispuesta para sufrir «malas interpretaciones». Cuando en 1966 Hayden White lamentó «la carga de la historia» y sugirió, en perfecta consonancia con la pri­mer* fase del postrnodernismo, la idea de que aceptamos nuestra ptrte de discontinuidad, desorganización y caos reproducía el ím-

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pe tu nietzscheano del vanguardismo clásico, aunque su sugerencia nos resulte poco útil al tratar con las nuevas constelaciones cultu­rales de los años 70. Las prácticas culturales de los 70 — a pesar de la teoría postmodernista— señalan de hecho la necesidad vital de no abandonar la historia y el pasado en manos de los neoconserva- dores traficantes de la tradición resueltos a restablecer las normas del primitivo capitalismo industrial: disciplina, autoridad, ética del trabajo y familia tradicional. Existe, desde luego, una búsqueda al­ternativa de la tradición y la historia que se manifiesta en la preocu­pación por las formaciones culturales no dominadas por el pensa­miento logocén trico y tecnocrático, en el desceñir amiento de las nociones tradicionales de identidad, en la investigación de la historia de las mujeres, en el rechazo de los centralismos, corrientes princi­pales y melting pots de todo tipo, y en el gran valor atribuido a la diferencia y la alteridad. Esta búsqueda de la historia es, por su­puesto, también una búsqueda de las identidades culturales actuales y, como tal, señala claramente el agotamiento de la tradición del vanguardismo, incluyendo el postmodernismo. La búsqueda de la tradición, con toda seguridad, no es sólo característica de los años 70. Siempre que la civilización occidental ha experimentado los dolores de la modernización, el lamento nostálgico por un pasado perdido la ha acompañado como una sombra que mantiene viva la promesa de un futuro mejor. Pero en todas las batallas entre antiguos y mo­dernos desde los siglos xvn y x v iii, desde Herder y Schlegel hasta Benjamin y los postmodernistas americanos, los modernos tendieron a abrazar la modernidad convencidos de que tenían que pasar por ella antes de que la unidad perdida de la vida y el arte pudiera ser reconstruida a un nivel más alto. Esta convicción constituyó la base del vanguardismo. Hoy, cuando el modernismo se parece cada vez más a un callejón sin salida, es este mismo fundamento el que está siendo desafiado. El espíritu universalizador inherente a la tradición de la modernidad ya no sostiene como solía hacerlo esa promesse de bonheur.

Todo esto nos lleva a la segunda pregunta en torno a si una iden­tificación con el vanguardismo histórico — y por extensión con el postmodernismo— puede contribuir a nuestro sentido de identidad cultural en los años ochenta. No quiero dar una respuesta definitiva, sino que propongo que adoptemos una actitud escéptica. En la cul­tura burguesa tradicional, el vanguardismo tuvo éxito en mantener su diferencia. Dentro del proyecto general de la modernidad, libró

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una batalla triunfal contra el esteticismo del siglo xix, que insistía en la absoluta autonomía del arte, y contra el realismo tradicional, que permanecía encerrado en el dogma de la representación mímética y la referencialidad. El postmodernismo ha perdido esa capacidad de alcanzar el valor asociado a la sorpresa a partir de su originalidad, excepto quizás en relación a ciertas formas de conservadurismo esté­tico muy tradicionales. Las contramedidas que el vanguardismo his­tórico propuso para romper las cadenas de la cultura institucionali­zada burguesa ya no son efectivas. Las razones por las que el van­guardismo ya no es viable hoy en día pueden localizarse no sólo en la capacidad de la industria cultural para cooptar, reproducir y mer­can tilizar, sino sobre todo en el propio vanguardismo. A pesar del poder y la contundencia de sus ataques a la cultura burguesa tra­dicional y contra los males del capitalismo, la vanguardia histórica tiene momentos que muestran con qué profundidad está implicado el propio vanguardismo en la tradición occidental de crecimiento y progreso. La confianza futurista y constructivista en la tecnología y la modernización, los incesantes ataques al pasado y a la tradición que iban de la mano con una glorificación cuasi-metafísica de un presente al borde del futuro, el ímpetu universalizador, totalizador y centralizador inherente al propio concepto del vanguardismo (para no hablar de su militarismo metafórico), la elevación a dogma de una crítica inicialmente legítima de las formas artísticas tradicionales ligadas a la mimesis y la representación, el entusiasmo desaforado por las computadoras y los medios de comunicación de los años sesenta — todos estos fenómenos revelan los lazos secretos entre el vanguar­dismo y la cultura oficial en las sociedades industriales avanzadas— . Ciertamente, el uso que los vanguardistas hicieron de la tecnología fue en su mayor parte verfremdend y antes crítica que .afirmativa. Y sin embargo, desde la perspectiva actual, la confianza de la van­guardia clásica en las alternativas tecnológicas para la cultura pa­rece más bien un síntoma de enfermedad antes que una terapia. En este sentido uno podría preguntarse si el ataque descomprome­tido a la tradición, a la narración y memoria que caracteriza a gran­des sectores del vanguardismo histórico, no es sólo la otra cara de la notoria frase de Henry Ford que dice «la historia es un absurdo». Quizás ambas son expresiones del mismo espíritu de la modernidad cultural en el capitalismo, un desmantelamiento de la narración y la perspectiva paralela, aunque sólo sea de forma subterránea, a la destrucción de la historia.

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Al mismo tiempo, la tradición del vanguardismo, si la aparta­mos de sus principios universales y normativos, nos deja con una valiosa herencia de materiales artísticos y literarios, de practicas, e intenciones que aún inspiran a muchos de los escritores y artistas más interesantes de la actualidad. La preservación de elementos de la tradición vanguardista no es en absoluto incompatible con la re­cuperación y la reconstitución de la historia y de la narración que hemos presenciado en los años setenta. Algunos ejemplos de este tipo de coexistencia entre estrategias literarias aparentemente opues­tas pueden encontrarse en las obras en prosa postexperimentales de Peter Handke desde El miedo del portero unte el penalty pa­sando por Carta breve para un largo adiós y Una tristeza tras los sueños hasta La mujer zurda o, en otra vertiente, en la obra de escritoras como Christa Wolf desde En busca de Christa T. pasando por Autoexperimento hasta Kein Ort. Nirgends. La recuperación de la historia y el resurgimiento de la narración en los años setenta no forman parte de un salto hacia atrás en el pasado premoderno, prevanguardista, como algunos postmodernistas parecen sugerir. Pue­den ser mejor descritos como intentos de andar hacia atras para salir de un callejón sin salida donde los vehículos del vanguardismo y el postmodernismo han quedado bloqueados. Al mismo tiempo, la preocupación contemporánea por la historia nos impedirá regre­sar a la actitud vanguardista de rechazar totalmente el pasado — esta vez el propio vanguardismo. Especialmente frente a los ataques neoconservadores globales a la cultura modernista, vanguardista y pOBtmodernista, continúa siendo políticamente importante defender esta tradición en contra de las insinuaciones neoconservadoras que hacen a la cultura modernista y postmodernista responsable de la crisis actual del capitalismo. La enfatizacion de los lazos ocultos entre el vanguardismo y el desarrollo del capitalismo en el siglo xx puede efectivamente contrarrestar las propuestas que separan una «cultura de oposición» (Daniel Bell) del reino de convenciones so­ciales con el fin de culpar a la primera de la desintegración del segundo.

Réplica a JUrgen Habermas

Sin embargo, desde mi punto de vista, el problema de la cultura contemporánea no es tanto la lucha entre la modernidad y la post*

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modernidad, entre el vanguardismo y el conservadurismo, tal como argumenta Jürgen Habermas en su discurso de recepción del Premio Adorno. Por supuesto, los viejos conservadores, que rechazan la cultura del modernismo y la vanguardia, y los neoconservadores, que defienden la inmanencia del arte y su separación del Lebensweit, deben ser combatidos y refutados. En este debate las prácticas culturales del vanguardismo, en especial, no han perdido aún su vigor. Pero esta lucha bien podría convertirse en una escaramuza en la retaguardia entre dos formas anticuadas de pensamiento, entre dos tendencias culturales que se relacionan como las dos caras de una misma moneda: los universalistas de la tradición enfrentados contra los universalistas de una ilustración modernista. Mientras estoy con Habermas contra los viejos conservadores y los neocon­servadores, encuentro su llamada a la conclusión del proyecto de la modernidad, que constituye el fundamento político de su argu­mento, profundamente problemática. Tal como espero haber de­mostrado en mi discusión de la vanguardia y el postmodernismo, existen demasiados aspectos de la trayectoria de la modernidad que hoy en día resultan dudosos e inviables. Incluso el componente estética y políticamente más fascinante de la modernidad, el van­guardismo histórico, ya no ofrece soluciones a sectores centrales de la cultura contemporánea, los cuales rechazarían la actitud uni- versalizadora y totalizadora de la vanguardia así como su adopción ambigua de la tecnología y modernización. Aquello que Habermas comparte como teórico con la tradición estética del vanguardismo es precisamente esta actitud universalizadora, que está enraizada en la Ilustración burguesa, que impregna al marxismo, y finalmen­te apunta hacia una noción global de modernidad. Significativamen­te, el título original del texto de Habermas publicado en Die Zeit en septiembre de 1980, era «La modernidad, un proyecto inacaba­do». El título señala el problema — el desplegamiento ideológico de una historia de la modernidad— y plantea una cuestión: hasta qué punto es la asunción de un telos de la historia compatible con las «historias». Y esta cuestión es válida, ya que Habermas no sólo suaviza las contradicciones y discontinuidades en la trayectoria de la misma modernidad, tal como señala agudamente Peter Bürger, sino que ignora el hecho de que la propia idea de una modernidad global y de una visión totalizadora de la historia se ha convertido en un anatema durante la década de los setenta, y no precisamente para la derecha conservadora. La deconstrucción crítica del racio­

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nalismo y el logocentrismo de la Ilustración por los teóricos de la cultura, el descentramiento de las nociones tradicionales de iden­tidad social y sexual legitimada fuera de los parámetros de la visión heterosexual masculina, la búsqueda de alternativas para nuestra relación con la naturaleza, incluyendo la naturaleza de nuestros pro­pios cuerpos, todos estos fenómenos, que son claves en la cultura de los años setenta, hacen la propuesta de Habermas — la de con­cluir el proyecto de la modernidad— si no indeseable, al menos cuestionable.

Considerando la deuda de Habermas con la tradición de la Ilus­tración crítica, que en la historia política alemana — y esto debería decirse en defensa de Habermas— siempre fue la corriente marginal y de oposición, y no la principal, no resulta extraño que Bataille, Foucault y Derrida sean clasificados junto a los conservadores en el sector de la postmodernidad. No me cabe la menor duda de que una gran parte de la apropiación postmodernista de Foucault y especialmente de Derrida en los Estados Unidos es en efecto po­líticamente conservadora, pero esto, al fin y al cabo, es sólo una línea de recepción y respuesta. El mismo Habermas podría ser acu­sado de establecer un dualismo maniqueo en su ensayo cuando con­trapone las fuerzas oscuras del conservadurismo antimoderno a las fuerzas ilustradas e iluminadoras de la modernidad. Esta visión maniquea se manifiesta de nuevo en la forma en que Habermas tiende a reducir el proyecto de la modernidad a sus componentes de Ilustración racional y a rechazar como errores otros aspectos igual­mente importantes de la modernidad. Así como Bataille, Foucault y Derrida tienen fama de haberse salido fuera del mundo moderno a base de llevar la imaginación, la emocionalidad y la autoexperien- cia a la esfera de lo arcaico (idea que a su vez es discutible), el su­rrealismo es descrito por Habermas como la modernidad extravia­da. Apoyándose en la crítica de Adorno al surrealismo, Habermas censura a la vanguardia surrealista el haber defendido una falsa superación (Aufhebung) de la dicotomía arte/vida. Al mismo tiem­po que coincido con Habermas en que una total superación del arte es desde luego un falso proyecto cargado de contradicciones, yo defendería al surrealismo en tres de sus cargos. Más que ningún otro movimiento de vanguardia, el surrealismo desmanteló las fal­sas nociones de identidad y creatividad artística; intentó acabar con las reificaciones de la racionalidad en la cultura capitalista y, pres­tando atención a los procesos psicológicos, expuso la vulnerabili­

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dad de toda racionalidad, no sólo la de la racionalidad instrumental; y, finalmente, incluyó al sujeto humano concreto y sus deseos en las prácticas artísticas y en su idea de que la recepción del arte debía desbaratar sistemáticamente la percepción y los sentidos 27.

A pesar de que Habermas, en la parte titulada «Alternativas», parece adoptar la actitud surrealista cuando especula en torno a la posibilidad de volver a vincular el arte y la literatura con la vida cotidiana, la propia vida cotidiana — al revés que en el surrea­lismo— está definida en términos exclusivamente racionales, cog- nitivos y normativos. Significativamente, el ejemplo de Habermas relativo a una recepción alternativa del arte en la que la cultura especializada sea reapropiada desde el punto de vista del Lebenswelt, implica a jóvenes trabajadores masculinos, «políticamente motiva­dos» y «con ansias de saber»; el becbo se sitúa en Berlín, en 1937; la obra artística recuperada por los trabajadores es el Gran Altar de Pérgamo, símbolo del clasicismo, el poder y la racionalidad; y la condición de esta recuperación es ficticia, constituye un episodio de la novela de Peter Weiss La estética de la resistencia. El único ejemplo concreto que presenta Habermas es ajeno por varios con­ceptos al Lebenswelt de los años setenta y sus prácticas culturales que, en algunas manifestaciones tan importantes como el movi­miento feminista, el movimiento gay y el movimiento ecologista, parecen proyectarse más allá de la cultura de la modernidad, de la vanguardia y el postmodernismo, y con toda seguridad más allá del neoconservadurismo.

Habermas tiene razón al argumentar que la reivindicación de la cultura moderna con la praxis cotidiana sólo puede tener éxito si el Lebenswelt es capaz de «desarrollar instituciones fuera de si mismo que establezcan límites a la dinámica interna y a los impe­rativos de un sistema económico casi autónomo y sus complementos administrativos». A causa de la reacción conservadora, esta posibi­lidad es muy remota en los tiempos presentes. Pero sugerir, como Habermas implícitamente lo hace, que hasta ahora no ha habido tales intentos de conducir la modernidad en direcciones diferentes y alternativas es una visión que procede del sector ciego de la Ilus­tración europea, de su incapacidad de reconocer la heterogeneidad, la alteridad y la diferencia.

Postscriptum.— Hace algún tiempo el artista vanguardísta/post- moderniita Christo planeó envolver el Reichstag de Berlín, evento

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que, según Stobbe, el alcalde de Berlín, podría haber suscitado una estimulante discusión política. El Bundestagsprásident, el conserva­dor Karl Carstens, sin embargo, temió el espectáculo y el escándalo, de modo que Stobbe sugirió en su lugar la preparación de una gran exposición histórica sobre Prusia. Cuando la gran Preu^en-Ausste- llung abra sus puertas en Berlín en agosto de 1981, la vanguardia habrá fallecido definitivamente. Entonces será el momento de la Muerte de Alemania en Berlín, de Heiner Müller.

NOTAS

* Una versión anterior de este ensayo fue presentada en el Simposium sobre Innovación/Renovación: Tendencias Actuales y Reconsideraciones de la Cultura Occidental que fue celebrado en Würzburg y Munich en junio de 1980.

1. Catálogos: Tendenzen der Zwanziger Jahre: IX Europdische Kunstaus- stellung (Berlín, 1977); Wem gekórt die Welt: Kunst und Gesettschaft in der W eimarer Republik, Neue Gesellschaft für bildende Kunst, Berlín, 1977; Paris-Berlin 1900-1933, Centro Georges Pompidou, París, 1978. La serie de televisión de Robert Hughes también ha sido publicada en forma de libro con el título The Shock of the New, Nueva York, 1981, Véase también Paris-Moscow 1900-1930, Centro Georges Pompidou, París, 1979.

2. Waiter Benjamín, «Theses on the Philosophy of History», en lllumina- tions, ed. Hannah Arendt, Nueva York, 1969. [Trad. cast. en Angelus Novus, La Gaya Ciencia-Sur-Edhasa, Barcelona, 1970.]

3. Hans Magnus Enzensberger, «Die Aporien der Avantgarde», en Ein- zelheiten: Poesie und Politik, Frankfurt am Main, 1962. [Trad. cast.: Detalles, Anagrama, Barcelona, 1969.] En este ensayo Ezensberger analiza las contradicciones en la sensibilidad temporal del vanguardismo, la rela­ción entre las vanguardias artísticas y políticas y ciertos fenómenos van­guardistas posteriores a 1945 como el art informel, la action painting y la literatura de la generación beat. Su tesis más destacada consiste en que la vanguardia histórica ha muero y que el revival del vanguardismo des­pués de 1945 es fraudulento y regresivo.

4. Max Frisch, «Der Autor und das Theater», 1964, en Gesamelte Werke in zeitlicher Folge, vol. 5: 2, Frankfurt am Main, 1976, p. 342.

5. Partisan Review, 26, 1959, 420-436. Reed. en Irving Howe, The Decline of the New, Nueva York, 1970, pp. 190-207.

6. Harry Levin, «What Was Modernism?» (1960), en Refracttons, Nueva York, 1966, p. 271.

7. En este ensayo no pretendo definir y delimitar conceptualmente el tér­mino «postmodernismo». Desde los años 60 el término ha ido acumulando diversos significados que no podrían ser ajustados a una única definición sistemática. El término «postmodernismo» se referirá en el presente en­sayo a los movimientos artísticos norteamericanos desde el pop haBta el

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18. Reeditado en Leslie Fiedler, A Fiedler Reader, Nueva York, 1977, pp. 270-294.

19. Cf. los diversos ensayos de la antología Mass Culture: The Popular Arts in America, eds. Bernard Rosenberg y David Manning White, Nueva York, 1957.

20. Hans Magnus Ezensberger, Einzelheiten 1: Bewusstseinsindustrie, Frank- furt am Main, 1962. [Trad. cast.: Detalles, Anagrama, Barcelona, 1969.]

21. Ihab Hassan, Paracriticisms: Seven Speculations of the Times, Urbana, Chicago, Londres, 1975. Véase también Ihab Hassan, The Right Prome- thean Pire: Imagination, Science and Cultural Change, Urbana, 111., 1980.

22. Se puede encontrar una crítica incisiva del postmodernismo desde una posición altamente conservadora en Gerald Graff, «The Myth of the Postmodernist Breakthrough», TriQuaterly, 26, 1973, pp. 383-417. Este ensayo también apareció en Graff, Literature Against Itself: Literary Ideas on Modern Society, Chicago, 1979, pp. 31-62.

23. Véase Serge Guilbaut, «The New Adventures of the Avant-Garde in America», Octoher, 15, invierno, 1980, pp. 61-78. Cf. también Eva Cockroft, «Abstract Expressionism: Weapon of the Coid War», Art- forum, X II, junio, 1974.

24. No pretendo identificar el postestructuralismo con el postmodernismo, aun cuando el concepto de postmodernismo ha sido recientemente incor­porado a los escritos postestructuralistas franceses en la obra de Jean Franjáis Lyotard. Lo único que digo es que existen unos lazos definidos entre el ethos del postmodernismo y la adaptación americana del postes­tructuralismo, especialmente el de Derrida.

25. Para una documentada crítica de la negación de la historia en la crítica literaria contemporánea, véase Frederic Jameson, The Political Unconscious: Narrative as a Socially Symbolíc Act, Ithaca, N. Y., 1981, especialmente el capítulo 1.

26. Hayden White, «The Burden of History», reeditado en Tropics of Dts- course: Essays in Cultural Criticism, Baltimore, Londres, 1978, pp. 27-50.

27. Véase Peter Bürger, Der franzosische Surrealismus, Frankfurt am Main, 1971.

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performance, el experimentalismo actual en la danza, el teatro y la narra­tiva, y ciertas tendencias vanguardistas en el campo de la crítica literaria desde la obra de Leslie Fiedler y Susan Sontag en los años 60 hasta la más reciente apropiación de la teoría cultural francesa a cargo de algunos críticos americanos que pueden o no autocaíificarse como postmodernis­tas. Se pueden encontrar algunas consideraciones interesantes en tomo al postmodernísmo en Matei Calinescu, Faces of Modernity: Avant-Garde, Decadence, Kitsch, Bloomington y Londres, 1977, especialmente pp. 132- 143; en un número especial sobre el postmodernismo de Amerikastu- dien, 1, 1977; dicho número contiene asimismo una importante biblio­grafía sobre el tema, ibid., pp. 40-46. Para un tratamiento crítico de la apropiación de la teoría cultural francesa por parte de críticos literarios americanos, véase Frank Lentricchia, After the New Critícism, Chicago, 1980. Sobre las tendencias recientes en la cultura americana véase Sal- magundi, 50-51, otoño 1980 - invierno 1981, número monográfico dedicado al arte y la vida intelectual en Norteamérica.

8. Calinescu (véase nota 7); Peter Bürger, Theorie der Avantgarde, Frank­furt am Main, 1974; « Theorie der Avantgarde»: Antworten auf Peter Bürgers Bestimmung von Kunst und bürgerlicher Gesellschaft, ed. W. Mar­tin Lüdke, Frankfurt am Main, 1976; la réplica de Bürger a sus críticas se encuentra en la introducción de su Vermittlung-Rezeption-Funktion, Frankfurt am Main, 1979; número especial sobre la MontageJAvantgarde de la revista berlinesa Alternative, 122/123, 1978. Véanse también los ensayos de Jürgen Habermas, Hans Platscheck y Karl Heinz Bohrer en Stichworte zur «Geistigen Situation der Zeit», 2 vols., ed. Jürgen Habermas, Frankfurt am Main, 1979.

9, Por ejemplo la conferencia sobre el fascismo y la vanguardia celebrada en 1979 en Madison, Wisconsin.

10. Referencias en Calinescu, Faces of Modernity, pp, 140 y 287, n. 40,11. John Weightman, The Concept of the Avant-Garde, La Salle, 111., 1973.12. Calinescu, Faces of Modernity, p. 140.13. La Theorie der Avantgarde de Peter Bürger, en la que la noción del

«arte como institución» juega un papel central, ha sido publicada en inglés por University of Minnesota Press en su nueva colección «Theory and the History of Literature». [Trad. cast.: Teoría de la vanguardia, Península, Barcelona, 1987.]

14. Acerca de los aspectos políticos del vanguardismo de izquierdas, véase David Bthrick, «Affirmative and Negative Culture: Technology and Left Avantgarde», en Technological ímagination, eds. Teresa de Lauretis, Andreas Huyssen y Kathleen Woodward, Madison, Wis., 1980, pp. 107- 122, y mi ensayo «The Hidden Dialectic: The Avantgarde-Technology- Mass Culture», en The Myths of Information: Technology and Post-Indus- trial Culture, ed. Kathleen Woodward, Madison, Wis., 1980, pp. 151-164.

13. Véase Enzcnsbcrger, «Aporien», pp. 66 y s.16, Sobre el Pop art véase mi artículo «The Cultural Politics of Pop»,

Ntw G im an Critique, 4, invierno 1975, pp, 77-98.17. Leilla Fiedler, The Collected Essays of Leslie Fiedler, vol, II, Nueva

York, 1971, pp. 454-461.

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Marat/Sade, o el nacimiento de la postmodernidad a partir del espíritu de la vanguardia *

David Roberts

Traducción de José Luis Zalabardo

La energía crítica de la Teoría de la vanguardia (1974) *, de Pcter Bürger, procedía del fracaso de la rebelión de mayo del 68 en París y el colapso del movimiento estudiantil en Alemania Occi­dental a principios de los setenta. 1968 se convirtió en la posición histórica privilegiada que agudizó la percepción de Bürger de las Conexiones entre los movimientos de vanguardia de los años veinte y los impulsos revolucionarios de los sesenta. La fusión momentá­nea de los eslóganes surrealistas y la acción política en mayo del 68 •puntaba a la actualidad renovada del llamamiento de los surrealis­tas a «pratiquer la poésie», al tiempo que la proclamación del «fin del arte» en Alemania Occidental articulaba una profunda insatis­facción con la impotencia del arte para cambiar el mundo. Si las revueltas de finales de los sesenta fracasaron y la utopía de la re­volución cultural se desintegró, la vieja cuestión del fin y los fines del arte seguía en pie. Y ésta es la pregunta que formula Bürger: ¿Cuál es la función del arte en la sociedad contemporánea, una vez que el proyecto de la vanguardia de cancelar la separación, la •lienación del arte y la vida se ha vuelto doblemente histórico, visto desde el prisma histórico del 68? En su último libro sobre la crítica de la estética idealista2, Bürger se ha retirado del impasse de su posición en Teoría de la vanguardia. Igual que para Adorno había pisado el momento de practicar la filosofía, para Bürger el mo­mento de practicar poesía — el momento histórico de la vanguardia en los años veinte— había quedado tras nosotros. Si esto dejó l Adorno con nada más que la hibernación de la dialéctica negativa,

* Reproducido con la autorización de New Germán Critique. Publicado Originalmente con el título «Marat Sade or the birth of Postmodernism from th* ipirlt of tha avantgarde», en New Germán Critique, núm. 38, Primavera- Varano, 1986,

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