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UN SUEÑO DENTRO DE OTRO SUEÑO Realidad y delirio. Ambas sensaciones coexistían en mi visión a un mismo tiempo. Pues aquello no sólo lo estaba soñando; lo estaba viviendo, tal y como se viven las cosas en el plano de lo supra terreno. Y aunque todo eran sombras vagas y evanescentes alrededor, delgadas y huidizas sombras, la volatilidad de todo ello pesaba sobre mí de modo abrumador, con la solidez de lo tangible, con la gravedad de las certezas. Pero, ¿qué era ello a fin de cuentas? La ilusión de las cosas más que las cosas en sí; pero la ilusión táctil, fragante, abigarrada, movediza, inquietante. Eso era la vida misma y también… era un sueño. El tsham-pa tibetano me lo había advertido antes de introducirme en aquel peligroso viaje revelador: —Has de saber, antes de comenzar, que todo espíritu que transita hacia las fuentes no vuelve el mismo ni encuentra igual asilo bajo la antigua piel, y ello por más que, conforme la rueda kármica, retorne siempre al mismo punto de partida. Algo se pierde a la vez que algo se gana con cada despertar en la consciencia. Y ni una vez has de contemplar al dios impunemente. Pero yo no di mayor importancia a sus palabras, yo quería abrir los ojos al misterio, despertar a las últimas verdades, abismarme al secreto, y por ello aspiré el mejunje de hierbas que el anciano lama me ofrecía en su gran pipa fabricada con un fémur humano, sin pensarlo dos veces; esas mismas hierbas, sí, que él mismo había recogido por la mañana en los altos picos del Himalaya, allí donde las montañas exhiben sus grandes dentaduras de hielo y todas las voces de los hombres devienen un solo eco. Y di una pitada tras otra, y pronto el rostro afilado del monje se fue desvaneciendo en los vapores de mi hálito cargado de fuertes y picantes sabores, y esa choza petrificada en el tiempo y en el incansable humear graso de las lámparas de aceite se fue desvaneciendo también. Y ya no me vi en mi sitio ni en mi cuerpo, sino que, como si de otro se tratase, muy lejos de allí me vi, errando a través de un paisaje tropical enlutado de negra verdura, cuyo ancho boscaje nacía en ilimitadas alturas espaciales para precipitarse en abismos igualmente inciertos. 1

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Sueño en sueño

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UN SUEÑO DENTRO DE OTRO SUEÑO

Realidad y delirio. Ambas sensaciones coexistían en mi visión a un mismo tiempo. Pues aquello no sólo lo estaba soñando; lo estaba viviendo, tal y como se viven las cosas en el plano de lo supra terreno. Y aunque todo eran sombras vagas y evanescentes alrededor, delgadas y huidizas sombras, la volatilidad de todo ello pesaba sobre mí de modo abrumador, con la solidez de lo tangible, con la gravedad de las certezas. Pero, ¿qué era ello a fin de cuentas? La ilusión de las cosas más que las cosas en sí; pero la ilusión táctil, fragante, abigarrada, movediza, inquietante. Eso era la vida misma y también… era un sueño.

El tsham-pa tibetano me lo había advertido antes de introducirme en aquel peligroso viaje revelador:

—Has de saber, antes de comenzar, que todo espíritu que transita hacia las fuentes no vuelve el mismo ni encuentra igual asilo bajo la antigua piel, y ello por más que, conforme la rueda kármica, retorne siempre al mismo punto de partida. Algo se pierde a la vez que algo se gana con cada despertar en la consciencia. Y ni una vez has de contemplar al dios impunemente.

Pero yo no di mayor importancia a sus palabras, yo quería abrir los ojos al misterio, despertar a las últimas verdades, abismarme al secreto, y por ello aspiré el mejunje de hierbas que el anciano lama me ofrecía en su gran pipa fabricada con un fémur humano, sin pensarlo dos veces; esas mismas hierbas, sí, que él mismo había recogido por la mañana en los altos picos del Himalaya, allí donde las montañas exhiben sus grandes dentaduras de hielo y todas las voces de los hombres devienen un solo eco. Y di una pitada tras otra, y pronto el rostro afilado del monje se fue desvaneciendo en los vapores de mi hálito cargado de fuertes y picantes sabores, y esa choza petrificada en el tiempo y en el incansable humear graso de las lámparas de aceite se fue desvaneciendo también. Y ya no me vi en mi sitio ni en mi cuerpo, sino que, como si de otro se tratase, muy lejos de allí me vi, errando a través de un paisaje tropical enlutado de negra verdura, cuyo ancho boscaje nacía en ilimitadas alturas espaciales para precipitarse en abismos igualmente inciertos.

Abismos… hacia todas partes abismos…, abismos recónditos y obscuros… Tal era el mundo en el cual, a través de senderos sinuosos, me abría paso involuntariamente, como si una fuerza de signo mayor me reclamara y respondiese yo con sumisa obediencia a ella, afectando una naturalidad cuasi infantil. Perfumes salvajes e irritantes, entre la sospecha del peligro, enloquecían mis sentidos ‒mis sentidos obscurecidos bajo las sombras de verdura.

Al cabo, unas ruinas informes ante mí. Vestigios estropeados que remitían seguramente a las inaugurales eras. Proximidades con un mundo perdido, hundido en la selva agreste, abrumado por siglos de indiferente abandono. Líneas indescifrables, como símbolos de una lengua olvidada, bosquejaban aquel escenario insólito. Y aun en la noche sembrada de selva, bajo el abrazo opresivo de una naturaleza triunfante, esa estructura se apreciaba gigantesca, tal y como si todas las piedras del orbe primordial hubiesen sido amontonadas caprichosamente allí, acaso por antojo de un dios todopoderoso.

¡Era el templo del dios!Graderías de roca carcomida, exhibiendo sus caries bajo humedades de musgo

invasivo, tropezaron de pronto con mis pies. El ascenso se impuso entonces cual una voluntad que no podría asegurar fuera mía, porque ninguna voluntad parecía mía dentro de ese sueño. Era como el llamado de una voz primaria, silenciosa pero irresistible. Y a

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medida que ascendía por esas losas embebidas de velludas humedades, brumosas iban emergiendo, a ambos lados, formas imprecisas, efigies gastadas por el tiempo, apagadas por el silencio de la obscuridad; colosos hechos de vaguedades inciertas que me acechaban desde su inconmovible mutismo de piedra.

¡Y supe entonces que estaba siendo vigilado por los guardianes del dios! Lo supe, sí, aunque sin saber cómo. Lo supe cual una revelación; acaso como

una memoria recuperada de un aparente y largo olvido.La selva fue desapareciendo en el perfume para dar lugar al inmenso respiro de

la noche. Pronto era el aire del vasto cielo lo que alimentaba mis pulmones. Y entonces estallaron radiantes fulgores en la lejanía envolvente. Estrellas emergidas entre incesantes parpadeos de la obscuridad incendiada fosforecieron sobre mi cabeza, bajo mis pies, a todos los lados; sus estremecimientos eran las palpitaciones de esa hora inmensa y sin nombre.

Y hubiera creído en ese momento, podría haber jurado, que me elevaba por sobre la vaguedad del espacio y que flotaba en el éter infinito. Pero las graderías de piedra por las que se propagaban verdes los musgos velludos, seguían sosteniéndome por sobre el cosmos, me conducían a través del tiempo, escindiendo la noche incierta.

Ello hasta que, finalmente, tras mucho escalar, una vasta terraza surgió ante mí. Era una extensión plana que asomaba por sobre el último peldaño de la larga escalinata; una distención de la piedra ensanchada hacia el infinito. Y sobre ella, impávida y abrumadora, imperturbable en su pétrea actitud, la figura de un dios ciclópeo que semejaba sumido en un profundo sueño creador.

¡Era la divinidad del templo!La colosal envergadura del dios se imponía; me revelaba mi insignificancia, mi

nimiedad, mi nada aparente. Apenas era un bacilo yo a sus pies, una diminuta larva, un punto invisible en ese cosmos pergeñado acaso por él, y era menos que eso también.

Y supe entonces, o a lo menos creí saber, que él me había llevado hasta allí, que suya había sido la voluntad de esa noche, suya mi propia visión. ¿Sería incluso mi propio ser una creación suya? ¡No! Me resistí ante este vergonzante presentimiento. ¡Y sí! Tuve entonces el arrebato de despertar a ese dios letárgico y arrancarlo de su sueño sin tiempo. Quería oír de sus labios la respuesta a la incógnita planteada por el sueño que llevaba yo transitado dentro de su propio sueño. Me alentaba una irresistible voluntad: el imperativo de saber, de desentrañar el misterio primordial, de desvelar allí, en esa hora sin nombre, el misterio de mi ser.

Y trepé a través de las sinuosidades del dios en reposo con la sacrílega temeridad de un profanador de misterios. Y me elevé por sobre su continente inexpugnable desestimando el riesgo que corría mi alma o mi vida. Y muchas veces estuve a punto de desvanecerme en el ignoto vacío. Y en más de una oportunidad sentí que mi alma se precipitaba hacia el abismo insondable. Y temí, bajo el indiferente silencio de las estrellas, la nada angustiante que me aguardaba en el hoyo de lo profundo. Pero no desistí. Mi vida, entendía, no tenía más objeto que ese empeño insensato.

Y así fue como entre penas y sofocones, tras ser atravesado una y otra vez por el frío aleteo del vacío, alcancé a asirme con gran esfuerzo a una de las monumentales orejas del dios infracto. Y allí me quedé suspendido, balanceándome sobre el acaso mortal, inmerso en la inquietud de lo que pudiera o no ser de mí. Y sólo cuando me hice estable en el aire removido por mi propia agitación, sólo entonces es que jalé del lóbulo de aquella oreja enorme con todas mis fuerzas, como si la vida me fuera en ello. Pues vislumbraba que sólo despertando al dios, espabilándolo de su siesta sin tiempo, revelaría el misterio de este sueño mío que sabía era el suyo también.

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Y mucho fue el empeño y corazón puesto en ese sacrílego tirón de oreja, mucha la rabia contenida que liberé entonces en el furioso sacudón; pero el dios ni se dio por enterado; tan siquiera un músculo vibró en su anatomía, ni un leve pestañeo, ni un suspiro; en tanto yo, con la fuerza de mi propio envión, me precipité hacia el abismo abierto bajo mis pies suspensos. Y fugaces pasaron entonces las estrellas a través de mis ojos espantados, y raudas se elevaron también las estructuras impertérritas de los guardianes del templo silencioso, y el follaje envolvente, que se confundía con la noche, lo vi pasar vertiginoso a su vez; todo vi pasar y ascender ante mí en lo que duró aquel hundimiento. Y cuando ya vislumbraba el doloroso término de mi tremenda caída y visualizábame hecho trizas sobre un suelo incierto, fue que yo desperté… ¡que desperté, sí!, en aquella misma choza envenenada de aromas acres donde se iniciara mi trayecto, ante el impasible rostro de aquel monje de la escuela de Gyud que continuaba observándome con la misma expresión sin tiempo. Había retornado finalmente a la realidad que denominamos segura, efectiva, indiscutible. Y mis ojos se llenaron pronto de la luz cotidiana de la que beben todos nuestros días y que hace de cada amanecer un mismo y único amanecer. Pero mis ojos no eran ya los mismos. ¡Nunca más lo serían! Pues aquel inesperado despertar en lo usual y conocido no me reconfortó entonces ni nunca más lo haría. Lejos de ello, para mí fue como abrir los ojos a un mundo sin posibilidad de certezas que incluso bajo la luz del día se me antojaba tenebroso; pues desde entonces, creo saber, que eso que denominamos “realidad” es el sueño de un dios inconmovible que no se fastidia por nada, que duerme impasiblemente sin preocuparse de las consecuencias de sus indecibles fabulaciones. Duerme, sí, inefable y quieto, en la terraza de un templo sumido en un silencio inexpresivo, en una hora sin nombre y acaso sin término. El sólo duerme, y despiertos o dormidos, nosotros somos parte de su sueño.

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