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DOSSIER Álvaro MUTIS 1

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DOSSIER

ÁlvaroMUTIS

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ÁLVARO MUTIS

DOSSIER I

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Álvaro Mutis

Álvaro MutisDossier I

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Editado y publicado por Ediciones del Sur. Córdoba. Argentina.Junio de 2004.

Distribución gratuita.

Visítenos y disfrute de más libros gratuitos en:http://www.edicionesdelsur.com

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ÍNDICE

BIOGRAFÍA ........................................................................ 8Biografía................................................................... 9Curriculum vitae de Álvaro Mutis ........................ 18Cronología ................................................................ 22Premios .................................................................... 28Obras ........................................................................ 29

POÉTiCA ........................................................................... 31Amén ........................................................................ 32Batallas hubo ........................................................... 33Breve poema de viaje .............................................. 35Cada poema ............................................................. 37Canción del este ...................................................... 39Cinco imágenes ....................................................... 40Cita ........................................................................... 42Ciudad ...................................................................... 44Como espadas en desorden .................................... 46Doscientos cuatro.................................................... 47Estela para Arthur Rimbaud ................................. 50Exilio ........................................................................ 52

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Grieta matinal ......................................................... 54La muerte de Matías Aldecoa ................................ 56Letanía ..................................................................... 58Lied en Creta ........................................................... 60Lied marino ............................................................. 62Moirologhia .............................................................. 63Nocturno .................................................................. 67Nocturno .................................................................. 68Nocturno .................................................................. 69Nocturno en Valdemosa ......................................... 70Noticia del Hades.................................................... 73Oración de Maqroll ................................................. 76Pienso a veces... ....................................................... 78Poema de lástimas a la muerte de Marcel Proust . 80Pregón de los hospitales ........................................ 83Razón del extraviado .............................................. 85Si oyes correr el agua ............................................. 87Sonata ....................................................................... 88Sonata ....................................................................... 89Sonata ....................................................................... 90Tres imágenes ......................................................... 92Tríptico de La Alhambra ........................................ 94Un bel morir... ......................................................... 99Una calle de Córdoba .............................................. 100Una palabra ............................................................. 105VII ............................................................................. 107

PROSA .............................................................................. 109Antes de que cante el gallo .................................... 110La Muerte del Estratega ........................................ 136El último rostro ....................................................... 160Sharaya..................................................................... 179El guardián .............................................................. 189El dueño ................................................................... 191

Posteado en http://www.scribd.com/Colectivo Imaginario

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El piloto.................................................................... 194La Machiche ............................................................. 197Sueño de la Machiche ............................................. 200El fraile .................................................................... 203Sueño del fraile ....................................................... 206La muchacha ............................................................ 207Sueño de la muchacha ............................................ 210El sirviente .............................................................. 211La mansión............................................................... 214Los hechos ................................................................ 217Funeral ..................................................................... 224El viaje ..................................................................... 227Hastío de los peces ................................................. 231

ARTÍCULOS ....................................................................... 235En favor de César Borgia ....................................... 236Y, ahora, un clásico ................................................. 239La miseria del deporte ........................................... 242

DISCURSOS ....................................................................... 246Discurso Premio Príncipe de Asturiasde las Letras 1997 ................................................... 247Discurso Cervantes. España. 2001 ........................ 252

Índice volumen II ........................................................ 257 Índice de pinturas ........................................................256

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Biografía

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BIOGRAFÍA*

POETA y novelista nacido en Bogotá, el 25 de agosto de1923 (día de San Luis, rey de Francia, por quien sienteuna gran admiración).

El padre de Álvaro Mutis Jaramillo, Santiago MutisDávila, graduado en derecho internacional, fue secre-tario de la Presidencia de la República y siguió la carre-ra diplomática; en 1925 viajó a Bélgica con su familia,como ministro consejero de la Legación en Bruselas. Ál-varo Mutis llegó a este país de dos años y allí vivió has-ta los nueve, cuando su padre murió repentinamente, alos 33 años. En Bruselas están los mejores recuerdos desu padre; de él heredó, entre otras cosas, el gusto porlos buenos vinos y la buena cocina, por la tertulia y losbuenos libros, y también su admiración por Napoleón.

La madre, Carolina Jaramillo, nacida en Manizales,fue una mujer de gran independencia, a quien poco leimportaron las convenciones sociales; su hijo Álvaro y

*Esta biografía fue extraída de la Gran Enciclopedia de Colombiadel Círculo de Lectores.

por Diego Cerón Correa

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los personajes creados por él heredaron esta actitud antela vida.

El abuelo materno, Jerónimo Jaramillo Uribe, unode los fundadores de Armenia, inició las haciendas dela familia en el Viejo Caldas y el Tolima, y para comer-cializar sus productos tuvo oficinas en Hamburgo; sem-bró café, caña y hasta buscó oro, infructuosamente, ensus tierras. Álvaro Mutis y su hermano Leopoldo juga-ron de niños en los socavones abandonados de las minasde su abuelo, experiencia que Mutis recrea en Cocora(1981) y luego en Amirbar (1990). La finca Coello, ubica-da en la confluencia de dos ríos, el Coello y el Cocora, esde vital importancia en la vida de Álvaro Mutis; aquívenía la familia a pasar vacaciones desde Europa; con suhermano conocían perfectamente estas tierras y, añosdespués, cuando la finca cambió de manos debido a laViolencia, una de las aficiones de Álvaro y Leopoldo erarecordar mentalmente cada uno de los rincones de lapropiedad. El contacto físico con el trópico, con el climade la tierra caliente donde se dan el café y el plátano, conel aroma, el colorido y la exuberancia de la naturaleza,con la corriente torrentosa de los ríos, fue de tal pleni-tud e intensidad para Mutis, que de todas las experien-cias de su vida es la más esencial, y está convencido quesu poesía proviene de allí y que toda su obra no es másque un intento de rescatar aquellos momentos de dicha.

La temprana desaparición de su padre, el primer en-frentamiento de Mutis con la muerte, determinó que sumadre decidiera abandonar Europa, permanecer en Co-lombia y dedicarse al manejo de la hacienda Coello, queacababa de heredar.

Salir de Europa fue para Mutis una gran pérdida,Europa significaba para él su mundo, Colombia era sólo

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un lugar para pasar vacaciones, de donde siempre se re-gresaba.

Su fascinación por el mar, los barcos y el viaje tieneorigen en esos desplazamientos de Europa a Colombia,realizados en pequeños barcos, mitad de carga y mitadde pasajeros (parecidos a los que se encuentran en suslibros), que se demoraban alrededor de tres semanas enatravesar el Atlántico, haciendo escalas en varios puer-tos del Caribe, y que tenían como destino final en Co-lombia al puerto de Buenaventura. Desde aquí en carro,en tren y finalmente a caballo, la familia Mutis llegabaa Coello.

Son muchas las huellas que estas travesías por mary tierra dejaron en la obra de Mutis; una de ellas, porejemplo, la tienda que queda en el punto más elevadodel Alto de la Línea, llamada La Nieve del Almirante ensus libros, donde Maqroll encontró a Flor Estévez.

De otra parte, cuando Mutis abandonó Europa, la ima-gen del Viejo Continente: Amberes (inmediatamente),de donde proviene su gusto por los puertos; las tierrasplanas de Flandes; el Bosque de la Cambre; Brujas, ciu-dad que le parece de otro tiempo; los viajes realizados aFrancia o a Italia, se convirtieron en grandes nostalgias.

Así, los recuerdos de Bélgica, tan íntimamente liga-dos a su padre, y los de Coello, tan cercanos a su madre,se transformaron dentro de su mundo poético en dos pa-raísos perdidos (como se aprecia, especialmente, en Unbel morir, 1989), y el contraste entre Europa y Américaen uno de los principales temas de su obra.

Para Mutis, Europa, la protagonista de la civiliza-ción romana occidental cristiana, que alimenta su pa-sión hacia Bizancio, Constantino, la Edad Media, FelipeII o Napoleón, y que lo ha llevado a confirmarse como unmonárquico, convencido de que la monarquía ofrecía a

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la civilización un orden de origen divino (cuya decaden-cia empieza con la Reforma protestante, las ideas libe-rales y el racionalismo que conducen a la democracia),se encuentra en continua relación con la fuerza terrígenadel trópico americano, donde mueren, según las imáge-nes y las historias que en sus libros vinculan a Europacon el trópico, los últimos sueños de esa cultura llevadapor los españoles a América. De aquí que Mutis, comoMaqroll, se sienta viviendo en un mundo que no corres-ponde a la medida de sus sueños; de aquí que su actitud,como lo ha dicho en múltiples ocasiones rechazando deplano el siglo XX, sea la de un desesperanzado.

Álvaro Mutis no terminó sus estudios colegiales, ini-ciados en Bruselas en el colegio jesuita de San Michel, ycuando monseñor José Castro Silva, rector del ColegioMayor de Nuestra Señora del Rosario, le llamaba la aten-ción por su bajo rendimiento académico, recordándoleque era descendiente directo del hermano del sabio JoséCelestino Mutis, contestaba que tenía muchas cosas queleer y no podía perder el tiempo estudiando. Desde esaépoca devoraba libros de historia, de viajeros de siglospasados y de literatura. Como él mismo lo dice, el billary la poesía, enseñada por Eduardo Carranza en el Rosa-rio, le impidieron terminar el colegio.

A los dieciocho años Mutis contrajo matrimonio conMireya Durán, con quien tuvo tres hijos, y empezó a tra-bajar en los oficios más disímiles. Desde entonces se diocuenta que no iba a vivir de la literatura, pero, al mismotiempo, fue consciente de su vocación por las letras.

Siendo locutor de la Radiodifusora Nacional de Co-lombia, compuso su primer poema, del que sólo quedaeste verso: «Un dios olvidado mira crecer la hierba»; ahíempezó su carrera literaria, en la que había una fuerteinfluencia de los escritores surrealistas.

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Sus primeros escritos, que significaron su ingreso ala vida literaria del país, aparecieron en la revista Vidade la Compañía Colombiana de Seguros, donde fue jefede redacción y colaborador con pequeños retratos sobreJoseph Conrad, Alexander Pushkin, Antoine de SaintExupéry y Joachim Murat; también en Vida publicó suprimer poema: “La creciente”.

Otra de estas primeras composiciones es “El miedo”,publicado en 1948 en la página literaria que dirigía Al-berto Zalamea Borda en La Razón. Por esta época Mu-tis asistía a las sesiones del café El Molino, del Asturiaso de El Automático, donde se encontraba con dos gene-raciones de poetas: los Nuevos y los de Piedra y Cielo.Mutis no pertenecía a ninguna de ellas, aunque encon-traba más afinidades literarias (André Malraux, AlbertCamus, Enrique Montherlant) con los Nuevos (que en rea-lidad eran los viejos), que con los de Piedra y Cielo, con-centrados en la Generación del 27.

Tampoco perteneció al grupo Mito, aunque tuvo con-tacto y fue amigo de algunos de sus miembros, aunquela revista Mito publicó en 1959 Los hospitales de ultra-mar, y aunque gracias a esto Octavio Paz conoció y es-cribió sobre Mutis, en el primer reconocimiento impor-tante que tuvo fuera de Colombia.

La relación directa con los poetas, escritores e inte-lectuales de la Bogotá de esos años, fue parte funda-mental de su formación cultural, pues tenía lugar pre-cisamente en los momentos en que se estaba definiendosu vida.

Mutis entró en contacto con Eduardo Zalamea Bor-da, quien quiso publicar dos de sus poemas en el suple-mento dominical de El Espectador y le recomendó leerun cuento de Gabriel García Márquez; con Jorge Zalamea,traductor de Saint John Perse, uno de sus primeros afec-

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tos literarios; con León de Greiff y con Otto, su herma-no, que trabajaba también en la Radiodifusora Nacionaly le acentuó su amor por la música; con Eduardo Caba-llero Calderón, quien lo invitó a trabajar en Onda Libre,noticiero polémico de orientación liberal durante el go-bierno de Laureano Gómez, lo que le sirvió para definirsu personalidad.

También por entonces hizo amistad con Casimiro Ei-ger y con Ernesto Volkening; Eiger, refugiado de la Se-gunda Guerra Mundial, de origen judío polonés, y direc-tor en Bogotá de la galería El Callejón y luego de la ga-lería Arte Moderno, fue el primer lector de su obra, ygracias a él, en coautoría con Carlos Patiño Roselli, sepublicó La balanza (1948), primer libro de Mutis y Rose-lli, que se agotó por incineración en el famoso “Bogotazo”del 9 de abril de 1948.

Volkening, también refugiado de la guerra, fue otrode sus primeros lectores y críticos, conocedor de ante-mano de todos los poemas de Los elementos del desastre(1953), su segundo libro, publicado en la colección Poe-tas de España y América de la Editorial Losada de Bue-nos Aires, que dirigían Rafael Alberti y Guillermo deTorre. Tanto Eiger como Volkening enriquecieron enMutis sus referencias europeas.

Además de llegar a ser gerente de una emisora y ac-tor de radio en la época en que se llevaron a este mediolos clásicos de la literatura dramática, Álvaro Mutis fuedirector de propaganda de la Compañía Colombiana deSeguros y de Bavaria, y jefe de relaciones públicas deLANSA, una pequeña empresa de aviación que le hacía com-petencia a Avianca. Estos trabajos convirtieron a Mutisen un viajero constante, que escribía sus versos en lassalas de espera de los aeropuertos y en los hoteles, y ayu-

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daron a dar forma al interminable desplazamiento delos personajes de sus futuras novelas.

Después de la quiebra de LANSA, pasó a ser jefe de re-laciones públicas de la Esso en 1954. Si con sus anterio-res trabajos había tenido oportunidad de viajar por Co-lombia, con este nuevo empleo pudo hacerlo por el mun-do. Las capitales de Europa, América del Norte, la sel-va o Barrancabermeja, en el Magdalena Medio, podíanser lugares ocasionales de sus múltiples viajes.

Durante este período, en el que el escritor pudo dar-se lo que se llama la “gran vida”, hubo un receso en suactividad literaria; dos años más tarde, los últimos díasen la Esso fueron al mismo tiempo sus últimos días enColombia. Debido al manejo caprichoso (y en cierta ma-nera romántico) de unos dineros que la multinacionalasignaba a obras de caridad, y que Mutis usó como si fue-ra suyo en quijotadas de la cultura, no siempre con baseen una necesidad real, fue demandado por la compañía.Ante esta situación, su hermano Leopoldo, Casimiro Eigery Álvaro Castaño Castillo, entre otros amigos, le arre-glaron un viaje de emergencia hacia México, país quedesde entonces (1956) es su lugar de residencia. Esteacontecimiento, representado en la usurpación inmoti-vada de unos dineros, que de manera un poco ingenuademostraba rebeldía e insatisfacción, hizo patente la ten-dencia de Mutis hacia el anarquismo, que lo mantiene almargen de lo convencional, y del que sus personajes danconstante testimonio.

A México llegó con dos cartas de recomendación: unadirigida a Luis Buñuel y otra a Luis de Llano; gracias aéstas, consiguió trabajo como ejecutivo de una empresade publicidad, y luego promotor de producción y vende-dor de publicidad para televisión, y conoció en el medio

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intelectual mexicano a los que han sido sus amigos enese país: Octavio Paz, Carlos Fuentes y Luis Buñuel, en-tre otros.

Justo a los tres años de su llegada a México, se hi-cieron efectivas las demandas en su contra y Mutis fuedetenido en la cárcel de Lecumberri, durante 15 meses.Su experiencia en la cárcel cambió del todo su visión deldolor y el sufrimiento humanos, le hizo comprender quehasta en las peores condiciones hay posibilidad de go-zar la vida y entró en contacto con personas que antes,en el medio frívolo en el que se movía, pasaban desaper-cibidas; además, se dio cuenta que la bondad y la cruel-dad se manifiestan en igual medida dentro y fuera de lacárcel.

En Lecumberri, Mutis dio forma a los relatos “Saraya”,“El último rostro”, “Antes de que cante el gallo” y “Lamuerte del estratega” (recopilados en Cuatro relatos,1978); a algunos de los poemas de Los trabajos perdidos(1965) y al Diario de Lecumberri (1960); también montó,en colaboración con los presos de su crujía, una obra tea-tral llamada El Cochambres, basada en la vida de unode los internados.

A los pocos años de salir de la cárcel, se casó con Car-men, se convirtió en gerente de ventas para América Lati-na de la Twentieth Century Fox, y luego de la ColumbiaPictures, y continuó durante 23 años con su rutina in-terminable de viajes, hasta que en el año 1988 cumpliócon el tiempo requerido para el retiro y pudo dedicarsea leer y a escribir. Desde entonces, publica un libro cadaaño.

El reconocimiento a la obra de Álvaro Mutis empezóen 1974, con el Premio Nacional de Letras de Colombia;en México ganó en 1985 el premio de la crítica de LosAbriles, por su libro Los emisarios (1984); en 1988 la Uni-

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versidad del Valle le concedió el grado de doctor HonorisCausa en Letras, y lo mismo hizo la Universidad deAntioquia en 1993; en 1988 recibió el premio XavierVillaurrutia y fue condecorado con el Águila Azteca por sulibro Ilona llega con la lluvia (1987); en 1989 ganó enFrancia el premio Médicis Étranger con La Nieve del Al-mirante (1986), considerado el mejor libro traducido alfrancés ese año, y recibió la Orden de las Artes y las Le-tras en el grado de Caballero de parte del gobierno de esepaís; en 1990 le otorgaron en Italia el premio Noni-no y elpremio literario Lila; y en 1993, como parte de la semanade homenaje al escritor con motivo de sus 70 años de vida,el gobierno colombiano le concedió la Cruz de Boyacá.

La importancia y el interés que despierta la obra deMutis en el exterior, se observa también en las traduc-ciones de su obra al sueco, al alemán, al holandés, al por-tugués, al rumano, al inglés, al italiano, al francés y has-ta al turco.

BibliografíaBosda, J.G. Álvaro Mutis. Bogotá, Procultura, 1989.García Aguilar, J.G. Celebraciones y otros fantasmas. Bo-

gotá, Tercer Mundo, 1993.Mutis, A. Poesía y prosa. Edición, Santiago Mutis Durán.

Bogotá, Colcultura, 1981.Quiroz, F. El reino que estaba para mí. Bogotá, Norma,

1993.Varios. Tras las rutas de Maqroll el Gaviero. Edición,

Santiago Mutis Durán. Cali, Proartes, Goberna-ción del Valle, Revista Gradiva, 1988.

Varios. A propósito de Álvaro Mutis y su obra. Con: Lamansión de Araucaíma. Colección Cara y Cruz.Bogotá, Norma, 1992.

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CURRICULUM VITAE DE ÁLVARO MUTIS

NACÍ en Bogotá, el 25 de agosto de 1923, día de San LuisRey de Francia. No descarto la influencia de mi santopatrono en mi devoción por la monarquía. Hice mis pri-meros estudios en Bruselas. Regresé a Colombia y porperíodos que, primero, fueron los de vacaciones y, lue-go, se extendieron más y más, viví en una finca de caféy caña de azúcar que había fundado mi abuelo materno.Se llama “Coello” y se encuentra en las estribaciones dela Cordillera Central. Todo lo que he escrito está desti-nado a celebrar, a perpetuar ese rincón de la tierra ca-liente del que emana la sustancia misma de mis sueños,mis nostalgias, mis terrores y mis dichas. No hay unasola línea de mi obra que no esté referida, en forma secre-ta o explícita, al mundo sin límites que es para mí ese rin-cón de la región de Tolima, en Colombia.

En un último intento para lograr el diploma de Ba-chiller, me matriculé en el Colegio Mayor de NuestraSeñora del Rosario, en Bogotá. Mi profesor de Literatu-ra Española fue el notable poeta colombiano EduardoCarranza, y a dos cuadras del Colegio estaban los billa-

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res del Café Europa y los del Café París. Las clases deCarranza son para mí una inolvidable y fervorosa inicia-ción a la poesía. El billar y la poesía pudieron más y nun-ca alcancé el mirífico título.

En compañía de Carlos Patiño, alternando mis poe-mas con los suyos, publicamos un pequeño cuaderno ti-tulado “La Balanza”, que repartimos nosotros mismosentre algunos libreros amigos el 8 de abril de 1948. Eldía siguiente, nuestra obra se agotó por incineración.El 9 de abril fue la fecha del “Bogotazo”, cuando ardióel centro de la ciudad por obra de los enardecidos par-tidarios del candidato presidencial Jorge Eliecer Gaitán,asesinado ese día en la capital.

En 1953, tras publicar algunos poemas, el primeroen “La Razón” por obra de Alberto Zalamea, y otros másen el suplemento dominical de “El Espectador” graciasa Eduardo Zalamea Borda, apareció en la colección “Poe-tas de España y América” de Losada, que dirigían Ra-fael Alberti y Guillermo de Torre en Buenos Aires, milibro de poemas “Los elementos del desastre”.

En 1956 viajé a México, donde resido hoy. OctavioPaz, quien había escrito algunos elogiosos comentariossobre mi poesía, me abrió las puertas de suplementos yrevistas literarias. El mismo Paz me presentó, en un ge-neroso ensayo suyo sobre mi libro “Reseña de los Hos-pitales de Ultramar”, editado en 1958 como Suplemen-to al número 56 de la revista “Mito” que dirigía en Co-lombia Jorge Gaitán Durán.

En 1959 sale “Diario de Lecumberri”, editado por laUniversidad Veracruzana en su colección Ficción.

En 1964, Ediciones Era publica, también en México,el libro de poemas, escritos todos en este país, “Los tra-bajos perdidos”.

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En 1973 aparecen, simultáneamente, “Summa de Maq-roll el Gaviero”, que recoge toda mi poesía hasta esa fe-cha, en Barral Editores de Barcelona y “La Mansión deAraucaíma” en Sudamericana de Buenos Aires, en don-de se reúnen todos mis relatos.

En 1978, Seix Barral de Barcelona hizo una nuevaedición de este libro aumentado con “El último rostro”.

En 1981, el Fondo de Cultura Económica de Méxicoedita el libro de poemas “Caravansary” en la colecciónTierra Firme.

En 1984 la misma editora publica en esa colección ellibro, también de poesía, “Los emisarios” y en 1985, Cáte-dra de Madrid edita “Crónica Regia y Alabanza del rei-no”, poemas dedicados al rey don Felipe II, su familia ysu corte. En estas últimas obras exploro, no sin dificul-tades, titubeos y ráfagas de duda, una nueva manera decontar lo mismo, lo de siempre, lo único ya para mí con-table: los fantasmas que, desde mis ávidas y desordena-das lecturas de adolescente en “Coello”, me visitan conasiduidad inflexible. Fantasmas nacidos en buena parteen rincones de la historia de Occidente y en la doradadecadencia de Bizancio, envueltos, siempre, por el tibiovaho de los cafetales.

En 1987 y dentro del mismo propósito de rescate devastas zonas del pasado, publico “Un Homenaje y SieteNocturnos”, que aparece en las ediciones de El Equili-brista en México y Pamiela en Pamplona. Resuelvo, en-tonces, intentar en el campo del relato una prolongaciónde algunas prosas dedicadas a Maqroll el Gaviero, per-sonaje que, desde mis primeros poemas, me visita espo-rádicamente. De este ensayo nace “Empresas y tri-bulaciones de Maqroll el Gaviero”, que incluye las si-guientes novelas: “La nieve del Almirante”, “Ilona llegacon la lluvia”, “Un bel morir”, “La última escala del Tramp

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Steamer”, “Amirbar”, “Abdul Bashur, soñador de navíos”y “Tríptico de mar y tierra”. Después de ser publicadasen forma independiente, tanto en España como en Amé-rica Latina, se reúnen en dos volúmenes (Siruela, 1993)y en un volumen (Alfaguara, 1995).

El Fondo de Cultura Económica de México edita en1988 cuentos y ensayos bajo el título “La muerte del es-tratega”. El mismo editor, con el título “Summa de Maq-roll el Gaviero”, publica en 1990 mi poesía escrita hastaesa fecha. Esta obra es editada por Visor, en España en1992.

De la obra en prosa hay traducciones al inglés, fran-cés, alemán, italiano, portugués, danés, sueco, polaco,griego, holandés y turco. De la poesía existen, en ver-sión completa, traducciones al francés, italiano y ruma-no y en antologías hay versiones en chino, ruso, inglés,griego y alemán.

Nunca he participado en política, no he votado jamásy el último hecho que en verdad me preocupa en el cam-po de la política y que me concierne y atañe en formaplena y sincera, es la caída de Constantinopla en manosde los turcos el 29 de mayo de 1453. Sin dejar de reco-nocer que no me repongo todavía del viaje a Canossa delemperador sálico Enrique IV, en enero del año 1077, pararendir pleitesía al soberbio pontífice Gregorio VII. Viajede tan funestas consecuencias para el Occidente Cris-tiano. Por ende soy gibelino, monárquico y legitimista.

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CRONOLOGÍA

1923-1935:Hijo del diplomático colombiano Santiago Mutis Dá-

vila y de Carolina Jaramillo, Álvaro Mutis nace en Bo-gotá el 25 de agosto de 1923. A los dos años es llevadoa Bélgica con su padre, ministro consejero de la Lega-ción en Bruselas, ciudad donde vive hasta los nueve añoscuando, tras la repentina muerte de su padre, regresa ala hacienda Coello, en Colombia.

En 1928 nace su hermano Leopoldo, en Bruselas.Los recuerdos de Bélgica, tan íntimamente ligados a

su padre, y los de Coello, tan cercanos a su madre, setransforman dentro de su mundo poético en dos paraí-sos perdidos (como se aprecia en “Un bel morir”, 1989),y el contraste entre Europa y América, en uno de los prin-cipales temas de su obra.

1936-1952:Aunque no termina los estudios iniciados en Bruse-

las en el Colegio jesuita de Saint-Michel, el adolescenteMutis devora libros de historia, de viajes y toda la lite-

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ratura que le cae entre manos. En 1940 asiste al colegiode Nuestra Señora del Rosario pero, según su propia con-fesión, el billar y la poesía le impiden terminar sus es-tudios.

En 1941 contrae matrimonio con Mireya Durán So-lano, con quien tendrá tres hijos: María Cristina, San-tiago y Jorge Manuel.

En 1942 empieza a trabajar en la emisora Nuevo Mun-do, donde reemplaza a Jorge Zalamea en la dirección delprograma “Actualidad Literaria”. Conoce a CasimiroHeiger, Hernando Téllez y Eduardo Zalamea. Trabajaen la radiodifusora nacional como locutor de noticias.

Por esos años compone su primer poema, del que sóloha quedado un verso: “Un dios olvidado mira crecer lahierba”. Empieza su carrera literaria bajo una fuerte in-fluencia de los escritores surrealistas. Varios escritossuyos ven la luz en la revista “Vida”, de la Compañía Co-lombiana de Seguros, de la cual es director. A finales dela década del 40, Mutis asiste a las sesiones del café ElMolino, del Asturias o de El Automático, donde conocea Luis Cardoza y Aragón, Fernando Botero, Ernesto Vol-kening y Alejandro Obregón.

Publica otros textos en el suplemento del periódico“La Razón” que dirige Alberto Zalamea.

En 1948 publica doscientos ejemplares de un cua-derno de poesía “La balanza”, en compañía de Carlos Pa-tiño Roselli, con ilustraciones de Hernando Tejada.

Por esos años dirige la publicidad de la CompañíaColombiana de Seguros y trabaja como jefe de relacio-nes públicas de la empresa de aviación LANSA.

En 1950 inicia su amistad con Gabriel García Már-quez.

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1952-1963:En 1952 viaja a México. La editorial Losada publica

en Buenos Aires su libro “Los elementos del desastre”.En 1954 se casa con María Luz Montané. De esta unión

nacerá su hija María Teresa.Debido al manejo caprichoso de unos dineros de la

multinacional Esso, en la que era jefe de relaciones pú-blicas, Álvaro Mutis se ve obligado a dejar Colombia y,con la ayuda de su hermano Leopoldo y unos amigos, lle-ga a México en 1956 con dos cartas de recomendación:una dirigida a Luis Buñuel y otra a Luis de Llano, gra-cias a las cuales consigue trabajo como ejecutivo en unaempresa de publicidad y luego como promotor y vende-dor de publicidad para televisión.

En el medio intelectual mexicano conoce a OctavioPaz, Juan José Arreola, Carlos Fuentes, Elena Poniatowskay Luis Buñuel, entre otros.

En 1959 la revista “Mito” publica como separata sulibro “Reseña de los Hospitales de Ultramar”.

A los tres años de su llegada a México, Mutis es de-tenido por la Interpol e internado en la cárcel preventi-va de Lecumberri, más conocida como “El palacio negro”,durante 15 meses. Allí devora la biblioteca del penal ymonta una obra teatral llamada “El Cochambres”, basa-da en la vida de uno de los internos. También escribe el“Diario de Lecumberri”, que la Universidad Veracruza-na publicará en 1960.

En 1962 publica algunos textos con el pseudónimode “Alvar de Mattos” (diplomático portugués) en la re-vista “S.nob”, dirigida por Salvador Elizondo y EmilioGarcía Riera.

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1963-1974:La editorial Era de México publica su libro de poe-

mas “Los trabajos perdidos”.En 1964 dicta varias conferencias en la Casa del Lago

de la Universidad Nacional Autónoma de México dedica-das a algunas de sus devociones literarias: Valéry Lar-baud, Joseph Conrad y Marcel Proust. Las conferenciasson publicadas este mismo año en la revista de la UNAM,dirigida por Jaime García Terrés.

Años de intenso trabajo literario.En 1966 contrae matrimonio con Carmen Miracle

Feliú.En 1973, la editorial Sudamericana le publica en Bue-

nos Aires “La mansión de Araucaíma”. En España, SeixBarral publica la “Summa de Maqroll el Gaviero”.

Primer reconocimiento importante a la obra de Ál-varo Mutis, en 1974, con el Premio Nacional de Letrasde Colombia.

1975-1988:En 1977 inicia su columna semanal “Bitácora del re-

accionario” en el periódico “Unomásuno”, que despuéscontinuará en “El Sol de México” y “Novedades”. Cola-bora en las revistas “Plural” y “Vuelta”, fundadas y diri-gidas por Octavio Paz. Conduce “Encuentros”, un pro-grama de la televisora Televisa dedicado a entrevistascon escritores.

En 1978 Seix Barral publica “La mansión de Arauca-íma”, junto con cuatro relatos, entre ellos “El último ros-tro”.

En 1981 el Fondo de Cultura Económica, publica enMéxico su libro de poemas “Caravansary”.

En 1982 aparece en Colombia su libro “Poesía y pro-sa”, que recopila sus libros anteriores, incluye primeros

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poemas, conferencias, artículos, textos olvidados, entre-vistas y textos críticos sobre su obra.

En 1983 se le concede el Premio Nacional de Poesía,en Colombia.

En México es distinguido con el premio de la crítica“Los Abriles”, por su libro “Los emisarios” (FCE, 1984) yen 1988 la Universidad del Valle le concede el grado dedoctor Honoris Causa en Letras, lo mismo que la Uni-versidad de Antioquia.

En 1985 la editorial Cátedra publica “Crónica regiay alabanza del reino“.

En 1986 la editorial mexicana “El Equilibrista” pu-blica “Un homenaje y siete nocturnos”. En España, Alian-za Editorial publica su novela “La nieve del Almirante”,primer volumen de la serie “Empresas y tribulacionesde Maqroll el Gaviero”.

1988-2001:En 1988 cumple el tiempo para el retiro y se dedica

completamente a leer y a escribir.Aparece en España su novela “Ilona llega con la llu-

via”, publicada por Mondadori. La revista literaria “Gra-diva” edita el libro “Tras las rutas de Maqroll el Gaviero”,que reúne diversos estudios críticos sobre su obra.

En 1989-90 México le otorga el Premio Xavier Villa-urrutia y lo condecora con el Águila Azteca. Mondadoride España publica su novela “Un bel morir” y ArangoEditores publica “La última escala del Tramp Steamer”.Francia le otorga el Médicis Étranger por sus novelas“La nieve del Almirante” e “Ilona llega con la lluvia”. Elgobierno francés le concede la Orden de las Artes y delas Letras en el grado de Caballero.

En 1990, “Amirbar” es editada en España y Colom-bia simultáneamente. Italia le otorga el premio Nonino

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al mejor libro extranjero publicado en ese país. Termina“Abdul Bashur, soñador de navíos”.

En 1991 la editorial Grasset publica su libro “LeDernier Visage”, con gran éxito de crítica.

En 1993 publica “Tríptico de mar y tierra”.En 1994 ingresa en el Sistema Nacional de Creado-

res, becas para escritores creadas por el Consejo Nacio-nal de Cultura, de México.

En 1997 es galardonado con el Premio Príncipe deAsturias de las Letras y el Premio Reina Sofía de poe-sía, entre otros. En Italia obtiene el Grinzane Cavour.La editorial Igitur publica una recopilación de sus tex-tos críticos: “Contextos para Maqroll”.

En 1999 Seix Barral edita algunos de sus ensayos ynotas críticas con el título “De lecturas y algo del mundo”.

En 2000 la editorial Alfaguara decide agrupar en unvolumen sus novelas bajo el título “Empresas y tribula-ciones de Maqroll el Gaviero”, que saldrá ese mismo añoen México y al año siguiente en España.

En septiembre de 2001 la Editorial Áltera publica“Caminos y encuentros de Maqroll el Gaviero. Escritosde y sobre Álvaro Mutis”.

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1974198319851988

19881988

1989

198919901992

199319931993

1996

19971997

1997

19972000

2001

PREMIOS

Premio Nacional de Letras (Colombia).Premio Nacional de Poesía (Colombia).Premio de la Crítica “Los Abriles”.Comendador de la Orden del Águila Azte-ca (México).Premio Xavier Villaurrutia (México).Doctor Honoris Causa por la Universidaddel Valle, en Colombia.Orden de las Artes y las Letras, del gobier-no de Francia, en el grado de Caballero.Premio Médicis Étranger (Francia).Premio Nonino (Italia).X Premio del Instituto Italo-Latinoameri-cano de Roma (Italia).Orden al Mérito (Francia).Premio Roger Caillois (Francia).Gran Cruz de la Orden de Boyacá (Colom-bia).Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sa-bio (España).Premio Grinzane-Cavour (Italia).Premio Príncipe de Asturias de las Letras(España).Premio Reina Sofía de Poesía Iberoameri-cana (España).Premio Rossone d’Oro (Italia).Premio Ciudad de Trieste de Poesía (Ita-lia).Premio Cervantes (España).

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OBRAS

Poesía– La balanza (1948)– Los elementos del desastre (1953)– Los trabajos perdidos (1964)– Summa de Maqroll el Gaviero. Poesía 1948-1970 (1973)– Caravansary (1982)– Poesía y prosa (1982)– Los emisarios (1984)– Crónica regia y alabanza del reino (1985)– Sesenta cuerpos (1985)– Un homenaje y siete nocturnos (1987)– Summa de Maqroll el Gaviero. Poesía 1948-1988 (1990)– Antología de la poesía de Álvaro Mutis (1992)– Obra poética (1993)– Poesía completa (1996)

Prosa

– Diario de Lecumberri (1959)– Mansión de Araucaíma (1973)

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– La verdadera historia del flautista de Hammelin (1982)– La nieve del almirante (1986)– Ilona llega con la lluvia (1988)– Un bel morir (1989)– La última escala del Tramp Steamer (1990)– Amirbar (1990)– El último rostro (1990)– La muerte del estratega. Narraciones, prosas y ensa-

yos (1988)– Abdul Bashur, soñador de navíos (1991)– Tríptico de mar y tierra (1993)– Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (1993)– Contextos para Maqroll (1997)– De lecturas y algo del mundo [artículos periodísticos]

(1999)

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Poética

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AMÉN

Que te acoja la muertecon todos tus sueños intactos.Al retorno de una furiosa adolescencia,al comienzo de las vacaciones que nunca te dieron,te distinguirá la muerte con su primer aviso.Te abrirá los ojos a sus grandes aguas,te iniciará en su constante brisa de otro mundo.La muerte se confundirá con tus sueñosy en ellos reconocerá los signosque antaño fuera dejando,como un cazador que a su regresoreconoce sus marcas en la brecha.

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BATALLAS HUBO

I

Casi al amanecer, el mar morado,llanto de las adormideras, roca viva,pasto a las luces del alba,triste sábana que recoge entre asombrosla mugre del mundo.Casi al amanecer, en playas pizarray agudos caracoles y cortantes corolas,batallas hubo, grandes guerras mudasdejaron sus huellas.Se trataba, por fin,del amor y sus hirientes hojas,nada nuevo.Batallas hubo a orillas del marque rebota ciego y desordenado,como un reptil preso en los cristales del alba.Cenizas del amor en los altares del mundo,nada nuevo.

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II

De nada vale esforzarse en tan viejas hazañas,ni alzar el gozo hasta las más altas cimas de la ola,ni vigilar los signos que anuncian la muda invasiónnocturna y sideral que reina sobre las extensiones.De nada vale.Todo torna a su sitio usado y pobrey un silencio juicioso se extiende, polvoso y denso,sobre cada cosa, sobre cada impulsoque viene a morir contra la cerrada coraza de los días.Las tempestades vencidas, los agitados viajes,sólo al olvido acuden, en su hastiado dominiose precipitan y preparan nuevas incursionescontra la vieja piel del hombreque espera a su fincomo pastor de piedra ingenua y a ciegas.

III

Y hay también el tiempo que rueda interminable,persistente, usando y cambiando,como piedra que cae o carreta que se desboca.El tiempo, muchacha, que te esconde en su pechocon tus manos seguras y tu melena de legionariay algo de tu piel que permanece;el tiempo, en fin, con sus armas ocultas.Nada nuevo.

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BREVE POEMA DE VIAJE

Desde la plataforma del último vagónhas venido absorta en la huida del paisaje.Si al pasar por una avenida de eucaliptosadvertiste cómo el tren parecía entraren una catedral olorosa a tisana y a fiebre;si llevas una blusa que abristea causa del calor,dejando una parte de tus pechos descubierta;si el tren ha ido descendiendohacia las ardientes sabanas en donde el aire se quedadetenido y las aguas exhiben una nata verdinosa,que denuncia su extrema quietudy la inutilidad de su presencia;si sueñas en la estación finalcomo un gran recinto de cristales opacosen donde los ruidos tienenel eco desvelado de las clínicas;si has arrojado a lo largo de la víala piel marchita de frutos de alba pulpa;si al orinar dejaste sobre el rojizo balasto

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la huella de una humedad fugazlamida por los gusanos de la luz;si el viaje persiste por días y semanas,si nadie te habla y, adentro,en los vagones atestados de comerciantes y peregrinoste llaman por todos los nombres de la tierra,si es así,no habré esperado en vanoen el breve dintel del cloroformoy entraré amparado por una cierta esperanza.

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CADA POEMA

Cada poema un pájaro que huyedel sitio señalado por la plaga.Cada poema un traje de la muertepor las calles y plazas inundadasen la cera letal de los vencidos.Cada poema un paso hacia la muerte,una falsa moneda de rescate,un tiro al blanco en medio de la nochehoradando los puentes sobre el río,cuyas dormidas aguas viajande la vieja ciudad hacia los camposdonde el día prepara sus hogueras.Cada poema un tacto yertodel que yace en la losa de las clínicas,un ávido anzuelo que recorreel limo blando de las sepulturas.Cada poema un lento naufragio del deseo,un crujir de los mástiles y jarciasque sostienen el peso de la vida.

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Cada poema un estruendo de lienzos que derrumbansobre el rugir helado de las aguasel albo aparejo del velamen.Cada poema invadiendo y desgarrandola amarga telaraña del hastío.Cada poema nace de un ciego centinelaque grita al hondo hueco de la nocheel santo y seña de su desventura.Agua de sueño, fuente de ceniza,piedra porosa de los mataderos,madera en sombra de las siemprevivas,metal que dobla por los condenados,aceite funeral de doble filo,cotidiano sudario del poeta,cada poema esparce sobre el mundoel agrio cereal de la agonía.

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CANCIÓN DEL ESTE

A la vuelta de la esquinaun ángel invisible espera;una vaga niebla, un espectro desvaídote dirá algunas palabras del pasado.Como agua de acequia, el tiempocava en ti su arduo trabajode días y semanas,de años sin nombre ni recuerdo.A la vuelta de la esquinate seguirá esperando vanamenteése que no fuiste, ése que murióde tanto ser tú mismo lo que eres.Ni la más leve sospecha,ni la más leve sombrate indica lo que pudiera haber sidoese encuentro. Y, sin embargo,allí estaba la clavede tu breve dicha sobre la tierra.

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CINCO IMÁGENES

EL OTOÑO es la estación preferida de los conversos. De-trás del cobrizo manto de las hojas, bajo el oro que co-mienzan a taladrar invisibles gusanos, mensajeros delinvierno y el olvido, es más fácil sobrevivir a las nuevasobligaciones que agobian a los recién llegados a una fres-ca teología. Hay que desconfiar de la serenidad con queestas hojas esperan su inevitable caída, su vocación depolvo y nada. Ellas pueden permanecer aún unos ins-tantes para testimoniar la inconmovible condición deltiempo; la derrota final de los más altos destinos de ver-dura y sazón. Hay objetos que no viajan nunca. Perma-necen así, inmunes al olvido y a las más arduas laboresque imponen el uso y el tiempo. Se detienen en una eter-nidad hecha de instantes paralelos que entretejen la naday la costumbre. Esta condición singular los coloca al mar-gen de la marca y la fiebre de la vida. No los visita la dudani el espanto y la vegetación que los vigila es apenas unatenue huella de su vana duración. El sueño de los insec-tos está hecho de metales desconocidos que penetran endelgados taladros hasta el reino más oscuro de la geolo-

A Guy Roussille

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gía. Nadie levante la mano para alcanzar los breves as-tros que nacen, a la hora de la siesta, con el roce sosteni-do de los litros. El sueño de los insectos está hecho de me-tales que sólo conoce la noche en sus grandes fiestas si-lenciosas. Cuidado. Un ave desciende y, tras ella, bajatambién la mañana para instalar sus tiendas, los altoslienzos del día. Nadie invitó a este personaje para quenos recitara la parte que le corresponde en el tabladoque, en otra parte, levantan como un patíbulo para ino-centes. No le serán cargados a su favor ni el obsecuenteinclinarse de mendigo sorprendido, ni la falsa modestiaque anuncian sus facciones de soplón manifiesto. Los ase-sinos lo buscan para ahogarlo en un baño de menta y plo-mo derretido. Ya le llega la hora, a pesar de su paso sigi-loso y de su aire de —yo aquí no cuento para nada—. Enel fondo del mar se cumplen lentas ceremonias presidi-das por la quietud de las materias que la tierra relegóhace millones de años al opalino olvido de las profundi-dades. La coraza calcárea conoció un día el sol y los den-sos alcoholes del alba. Por eso reina en su quietud conla certeza de los nomeolvides. Florece en gestos desma-yados el despertar de las medusas. Como si la vida in-augurara el nuevo rostro de la tierra.

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CITA

Bien sea en la orilla del río que baja de la cordilleragolpeando sus aguas contra troncos y metales

/dormidos,en el primer puente que lo cruza y que atraviesa el

/trenen un estruendo que se confunde con el de las aguas;allí, bajo la plancha de cemento,con sus telarañas y sus grietasdonde moran grandes insectos y duermen los

/murciélagos;allí, junto a la fresca espuma que salta contra las

/piedras;allí bien pudiera ser.O tal vez en un cuarto de hotel,en una ciudad a donde acuden los tratantes de

/ganado,los comerciantes en mieles, los tostadores de café.A la hora de mayor bullicio en las calles,cuando se encienden las primeras lucesy se abren los burdeles

In memoriam J. G. D.

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y de las cantinas sube la algarabía de los tocadiscos,el chocar de los vasos y el golpe de las bolas de billar;a esa hora convendría la citay tampoco habría esta vez incómodos testigos,ni gentes de nuestro trato,ni nada distinto de lo que antes te dije:una pieza de hotel, con su aroma a jabón baratoy su cama manchada por la cópula urbanade los ahítos hacendados.O quizás en el hangar abandonado en la selva,a donde arrimaban los hidroaviones para dejar el

/correo.Hay allí un cierto sosiego, un gótico recogimientobajo la estructura de vigas metálicasinvadidas por el óxidoy teñidas por un polen color naranja.Muera, el lento desorden de la selva,su espeso aliento recorridode pronto por la gritería de los monosy las bandadas de aves grasientas y rijosas.Adentro, un aire suave poblado de líqueneslistado por el tañido de las láminas.También allí la soledad necesaria,el indispensable desamparo, el acre albedrío.Otros lugares habría y muy diversas circunstancias;pero al cabo es en nosotrosdonde sucede el encuentroy de nada sirve prepararlo ni esperarlo.La muerte bienvenida nos exime de toda vana

/sorpresa.

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CIUDAD

Un llanto,un llanto de mujerinterminable,sosegado,casi tranquilo.En la noche, un llanto de mujer me ha despertado.Primero un ruido de cerradura,después unos pies que vacilany luego, de pronto, el llanto.Suspiros intermitentescomo caídas de un agua interior,densa,imperiosa,inagotable,como esclusa que acumula y libera sus aguaso como hélice secretaque detiene y reanuda su trabajotrasegando el blanco tiempo de la noche.Toda la ciudad se ha ido llenando de este llanto,hasta los solares donde se amontonan las basuras,

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bajo las cúpulas de los hospitales,sobre las terrazas del verano,en las discretas celdas de la prostitución,en los papeles que se deslizan por solitarias avenidas,con el tibio vaho de ciertas cocinas militares,en las medallas que reposan en joyeros de teca,un llanto de mujer que ha llorado largamenteen el cuarto vecino,por todos los que cavan sus tumba en el sueño,por los que vigilan la mina del tiempo,por mí que lo escuchosin conocer otra cosaque su frágil rodar por la intemperiepersiguiendo las calladas arenas del alba.

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COMO ESPADAS EN DESORDEN

Como espadas en desordenla luz recorre los campos.Islas de sombra se desvanecene intentan, en vano, sobrevivir más lejos.Allí, de nuevo, las alcanza el fulgordel mediodía que ordena sus huestesy establece sus dominios.El hombre nada sabe de estos callados combates.Su vocación de penumbra, su costumbre de olvido,sus hábitos, en fin, y sus lacerías,le niegan el goce de esa fiesta imprevistaque sucede por caprichoso designiode quienes, en lo alto, lanzan los mudos dadoscuya cifra jamás conoceremos.Los sabios, entretanto, predican la conformidad.Sólo los dioses saben que esta virtud inciertaes otro vano intento de abolir el azar.

Mínimo homenaje a Stéphane Mallarmé

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DOSCIENTOS CUATRO

I

Escucha Escucha Escucha

la voz de los hoteles,de los cuartos aún sin arreglar,los diálogos en los oscuros pasillos que adornanuna raída alfombra escarlata,por donde se apresuran los sirvientes que salenal amanecer como espantados murciélagos.

Escucha Escucha Escucha

los murmullos en la escalera; las voces que vienende la cocina, donde se fragua un agrio olora comida que muy pronto estará en todas partes,el ronroneo de los ascensores

Escucha Escucha Escucha

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a la hermosa inquilina del 204 que desperezasus miembros y se queja y extiende su viuda desnudezsobre la cama. De su cuerpo sale un vaho tibiode campo recién llovido.

¡Ay qué tránsito el de sus noches tremolantescomo las banderas en los estadios!

Escucha Escucha Escucha

el agua que gotea en los laboratorios, en las gradasque invade un resbaloso y maloliente verdín.Nada hay sino una sombra, una tibia y espesasombra que todo lo cubre.

Sobre esas losas –cuando el mediodía siembre demonedas el mugriento piso— su cuerpo inmenso y

/blancosabrá moverse, dócil para las lides del tálamo y

/conocedorde los más variados caminos. El agua lavará la

/impurezay renovará las fuentes del deseo.

Escucha Escucha Escucha

la incansable viajera, ella abre las ventanas y aspirael aire que viene de la calle. Un desocupado la silbadesde la acera del frente y ella estremecesus flancos en respuesta a incógnito llamado.

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II

De la ortiga al granizodel granizo al terciopelodel terciopelo a los orinalesde los orinales al ríodel río a las amargas algasde las algas amargas a la ortigade la ortiga al granizodel granizo al terciopelodel terciopelo al hotel

Escucha Escucha Escucha

la oración matinal de la inquilinasu grito que recorre los pasillosy despierta despavoridos a los durmientes,el grito del 204:¡Señor, Señor, por qué me has abandonado!

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ESTELA PARA ARTHUR RIMBAUD

Señor de las arenasrecorres tus dominiosy desde el miradorde la torre más altaparten tus órdenesque van a perderseen el sordo vacíodel estuario.Señor de las armasilusorias, hace tantoque el olvido trabajatus poderes,que tu nombre, tu reino,la torre, el estuario,las arenas y las armasse borraron para siempredel gastado tapizque las narraba.No agites mástus raídos estandartes.

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En la quietud, en el silencio,has de internarteabandonadoa tus redes funerales.

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EXILIO

Voz del exilio, voz de pozo cegado,voz huérfana, gran voz que se levantacomo hierba furiosa o pezuña de bestia,voz sorda del exilio,hoy ha brotado como una espesa sangrereclamando mansamente su lugaren algún sitio del mundo.Hoy ha llamado en míel griterío de las aves que pasan en verde algarabíasobre los cafetales, sobre las ceremoniosas hojas del

/banano,sobre las heladas espumas que bajan de los páramos,golpeando y sonandoy arrastrando consigo la pulpa del caféy las densas flores de los cámbulos.

Hoy, algo se ha detenido dentro de mí,un espeso remanso hace girar,de pronto, lenta, dulcemente,rescatados en la superficie agitada de sus aguas,

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ciertos días, ciertas horas del pasado,a los que se aferra furiosamentela materia más secreta y eficaz de mi vida.Flotan ahora como troncos de tierno balso,en serena evidencia de fieles testigosy a ellos me acojo en este largo presente de exilado.En el café, en casa de amigos, tornan con dolor

/desteñidoTeruel, Jarama, Madrid, Irún, Somosierra, Valenciay luego Perpignan, Arreglen, Dakar, Marsella.A su rabia me uno, a su miseriay olvido así quién soy, de dónde vengo,hasta cuando una nochecomienza el golpeteo de la lluviay corre el agua por las calles en silencioy un olor húmedo y ciertome regresa a las grandes noches del Tolimaen donde un vasto desorden de aguasgrita hasta el alba su vocerío vegetal;su destronado poder, entre las ramas del sombrío,chorrea aún en la mañanaacallando el borboteo espeso de la mielen los pulidos calderos de cobre.

Y es entonces cuando peso mi exilioy miro la irrescatable soledad de lo perdidopor lo que de anticipada muerte me correspondeen cada hora, en cada día de ausenciaque lleno con asuntos y con serescuya extranjera condición me empujahacia la cal definitivade un sueño que roerá sus propias vestiduras,hechas de una corteza de materiasdesterradas por los años y el olvido.

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GRIETA MATINAL

Cala tu miseria,sondéala, conoce sus más escondidas cavernas.Aceita los engranajes de tu miseria,ponla en tu camino, ábrete paso con ellay en cada puerta golpeacon los blancos cartílagos de tu miseria.Compárala con la de otras gentesy mide bien el asombro de sus diferencias,la singular agudeza de sus bordes.Ampárate en los suaves ángulos de tu miseria.Ten presente a cada horaque su materia es tu materia,el único puerto del que conoces cada rada,cada boya, cada señal desde la cálida tierradonde llegas a reinar como Crusoeentre la muchedumbre de sombrasque te rozan y con las que tropiezassin entender su propósito ni su costumbre.Cultiva tu miseria,hazla perdurable,

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aliméntate de su savia,envuélvete en el manto tejido con sus más secretos

/hilos.Aprende a reconocerla entre todas,no permitas que sea familiar a los otrosni que la prolonguen abusivamente los tuyos.Que te sea como agua bautismalbrotada de las grandes cloacas municipales,como los arroyos que nacen en los mataderos.Que se confunda con tus entrañas, tu miseria;que contenga desde ahora los capítulos de tu muerte,los elementos de tu más certero abandono.Nunca dejes de lado tu miseria,así descanses a su veracomo junto al blanco cuerpodel que se ha retirado el deseo.Ten siempre lista tu miseria,y no permitas que se evada por distracción o engaño.Aprende a reconocerla hasta en sus más breves signos:el encogerse de las finas hojas del carbonero,el abrirse de las flores con la primera frescura de la

/tarde,la soledad de una jaula de circo varada en el lododel camino, el hollín en los arrabales,el vaso de latón que mide la sopa en los cuarteles,la ropa desordenada de los ciegos,las campanillas que agotan su llamadoen el solar sembrado de eucaliptos,el yodo de las navegaciones.No mezcles tu miseria en los asuntos de cada día.Aprende a guardarla para las horas de tu solazy teje con ella la verdadera,la sola materia perdurablede tu episodio sobre la tierra.

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LA MUERTE DE MATÍAS ALDECOA

Ni cuestor en Queronea,ni lector en Bolonia,ni coracero en Valmy,ni infante en Ayacucho;en el Orinoco buceador fallido,buscador de metales en el verde Quindío,farmaceuta ambulante en el cañón del Chicamocha,mago de feria en Honda,hinchado y verdinoso cadáveren las presurosas aguas del Combeima,girando en los espumosos remolinos,sin ojos ya y sin labios,exudando sus más secretas mieles,desnudo, mutilado, golpeado sordamentecontra las piedras,descubriendo, de pronto,en algún rincón aún vivode su yerto cerebro,la verdadera, la esencial materiade sus días en el mundo.

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Un mudo adiós a ciertas cosas,a ciertas vagas criaturasconfundidas ya en un últimorelámpago de nostalgia,y, luego, nada,un rodar en la corrientehasta vararse en las lianas de la desembocadura,menos aún que nada,ni cuestor en Queronea,ni lector en Bolonia,ni cosa alguna memorable

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LETANÍA

ESTA era la letanía recitada por El Gaviero mientras sebañaba en las torrenteras del delta:

Agonía de los oscurosrecoge tus frutos.Miedo de los mayoresdisuelve la esperanza.Ansia de los débilesmitiga tus ramas.Agua de los muertosmide tu cauce.Campana de las minasmodera tus voces.Orgullo del deseoolvida tus dones.Herencia de los fuertesrinde tus armas.Llanto de las olvidadasrescata tus frutos.

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Y así seguía indefinidamente mientras el ruido delas aguas ahogaba su voz y la tarde refrescaba sus car-nes laceradas por los oficios más variados y oscuros.

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LIED EN CRETA

A cien ventanas me asomo,el aire en silencio ruedapor los campos.En cien caminos tu nombre,la noche sale a encontrarlo,estatua ciega.Y, sin embargo,desde el calladopolvo de Micenas,ya tu rostroy un cierto orden de la pielllegaban para habitarla grave materia de mis sueños.Sólo allí respondes,cada noche.Y tu recuerdo en la vigiliay, en la vigilia, tu ausencia,destilan un vago alcoholque recorre el pausadonaufragio de los años.

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A cien ventanas me asomo,el aire en silencio rueda.En los campos,un acre polvo micenioanuncia una noche ciegay en ella la sal de tu piely tu rostro de antigua moneda.A esa certeza me atengo.Dicha cierta.

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LIED MARINO

Vine a llamartea los acantilados.Lancé tu nombrey sólo el mar me respondiódesde la leche instantáneay voraz de sus espumas.Por el desorden recurrentede las aguas cruza tu nombrecomo un pez que se debate y huyehacia la vasta lejanía.Hacia un horizontede menta y sombra,viaja tu nombrerodando por el mar del verano.Con la noche que llegaregresan la soledad y su cortejode sueños funerales.

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MOIROLOGHIA*

Un cardo amargo se demora para siempre en tu/garganta

¡oh Detenido!Pesado cada uno de tus asuntosno perteneces ya a lo que tu interés y vigilia

/reclamaban.Ahora inauguras la fresca cal de tus nuevas

/vestiduras,ahora estorbas, ¡oh Detenido!Voy a enumerarte algunas de las especies de tu nuevo

/reinodesde donde no oyes a los tuyos deglutir tu muerte yhacer memoria melosa de tus intemperancias.Voy a decirte algunas de las cosas que cambiarán para

/ti,¡oh yerto sin mirada!

*Moirologhia es un lamento o treno que cantan las mujeres delPeloponeso alrededor del féretro o la tumba del difunto.

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Tus ojos te serán dos túneles de viento fétido, quieto,/fácil, incoloro.

Tu boca moverá pausadamente la mueca de su/desleimiento.

Tus brazos no conocerán más la tierra y reposarán en/cruz,

vanos instrumentos solícitos a la carie acre que los/invade.

¡Ay, desterrado! Aquí terminan todas tus sorpresas,tus ruidosos asombros de idiota.Tu voz se hará del callado rastreo de muchas y

/diminutas bestias de color pardo,de suaves derrumbamientos de materia polvosa ya y

/elevada en pequeños túmulosque remedan tu estatura y que sostiene el aire

/sigiloso y ácido de los sepulcros.Tus firmes creencias, tus vastos planespara establecer una complicada fe de categorías y

/símbolos;tu misericordia con otros, tu caridad en casa,tu ansiedad por el prestigio de tu alma entre los

/vivos,tus luces de entendido,en qué negro hueco golpean ahora,cómo tropiezan vanamente con tu materia en derrota.De tus proezas de amante,de tus secretos y nunca bien satisfechos deseos,del torcido curso de tus apetitos,qué decir, ¡oh sosegado!De tu magro sexo encogido sólo mana ya la linfa

/rosácea de tus glándulas,las primeras visitadas por el signo de la

/descomposición.

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¡Ni una leve sombra quedará en la caja para/testimoniar tus concupiscencias!

“Un día seré grande...” solías decir en el albade tu ascenso por las jerarquías.Ahora lo eres, ¡oh Venturoso! y en qué forma.Te extiendes cada vez másy desbordas el sitio que te fuera fijadoen un comienzo para tus transformaciones.Grande eres en olor y palidez,en desordenadas materias que se desparraman y te

/prolongan.Grande como nunca lo hubieras soñado,grande basta sólo quedar en tu lugar, como testimonio

/de tu descanso,el breve cúmulo terroso de tus cosas más minerales y

/tercas.Ahora, ¡oh tranquilo desheredado de las más gratas

/especies!,eres como una barca varada en la copa de un árbol,como la piel de una serpiente olvidada por su dueña

/en apartadas regiones,como joya que guarda la ramera bajo su colchón

/astroso,como ventana tapiada por la furia de las aves,como música que clausura una feria de aldea,como la incómoda sal en los dedos del oficiante,como el ciego ojo de mármol que se enmohece y cubre

/de inmundicia,como la piedra que da tumbos para siempre en el

/fondo de las aguas,como trapos en una ventana a la salida de la ciudad,como el piso de una triste jaula de aves enfermas,como el ruido del agua en los lavatorios públicos,como el golpe a un caballo ciego,

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como el éter fétido que se demora sobre los techos,como el lejano gemido del zorrocuyas carnes desgarra una trampa escondida a la

/orilla del estanque,como tanto tallo quebrado por los amantes en las

/tardes de verano,como centinela sin órdenes ni armas,como muerta medusa que muda su arco iris por la

/opaca leche de los muertos,como abandonado animal de caravana,como huella de mendigos que se hunden al vadear una

/charca que protege su refugio,como todo eso ¡oh varado entre los sabios cirios!¡Oh surto en las losas del ábside!

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NOCTURNO

Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales.Sobre las hojas de plátano,sobre las altas ramas de los cámbulos,ha vuelto a llover esta noche un agua persistente y

/vastísimaque crece las acequias y comienza a henchir los ríosque gimen con su nocturna carga de lodos vegetales.La lluvia sobre el zinc de los tejadoscanta su presencia y me aleja del sueñohasta dejarme en un crecer de las aguas sin sosiego,en la noche fresquísima que chorreapor entre la bóveda de los cafetosy escurre por el enfermo tronco de los balsos gigantes.Ahora, de repente, en mitad de la nocheha regresado la lluvia sobre los cafetalesy entre el vocerío vegetal de las aguasme llega la intacta materia de otros díassalvada del ajeno trabajo de los años.

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NOCTURNO

La fiebre atrae el canto de un pájaro andróginoy abre caminos a un placer insaciableque se ramifica y cruza el cuerpo de la tierra.¿Oh el infructuoso navegar alrededor de las islasdonde las mujeres ofrecen al viajerola fresca balanza de sus senosy una extensión de terror en las caderas!La piel pálida y tersa del díacae como la cáscara de un fruto infame.La fiebre atrae el canto de los resumiderosdonde el agua atropella los desperdicios.

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NOCTURNO

Respira la noche,bate sus claros espacios,sus criaturas en menudos ruidos,en el crujido leve de las maderas,se traicionan.Renueva la nochecierta semilla ocultaen la mina feroz que nos sostiene.Con su leche letalnos alimentauna vida que se prolongamás allá de todo matinal despertaren las orillas del mundo.La noche que respiranuestro pausado aliento de vencidosnos preserva y protege“para más altos destinos”.

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NOCTURNO EN VALDEMOSA

La tramontana azota en la nochelas copas de los pinos.Hay una monótona insistenciaen ese viento demente y tercoque ya les habían anunciado en Port Vendres.La tos se ha calmado al fin pero la fiebre quedacomo un aviso aciago, inapelable,de que todo ha de acabar en un plazo que se agotacon premura que no estaba prevista.No halla sosiego y gimen las correasque sostienen el camastro desde el techo.Sobre los tejados de pizarra,contra los muros del jardín oculto en la tiniebla,insiste el viento como bestia acosadaque no encuentra la salida y se debateagotando sus fuerzas sin remedio.El insomnio establece sus astuciasy echa a andar la veloz devanadera:regresa todo lo aplazado y jamás cumplido,las músicas para siempre abandonadas

A Jan Zych

le silence ... tu peux crier ...le silence encore

Carta de Chopin al poetaMickiewicz desde Valdemosa.

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en el laberinto de lo posible,en el paciente olvido acogedor.El más arduo suplicio tal vez seael necio absurdo del viajeen busca de un clima más benignopara terminar en esta celda,alto féretro donde la humedadtraza vagos mapas que la fiebreinsiste en descifrar sin conseguirlo.El musgo crea en el pisouna alfombra resbalosade sepulcro abandonado.Por entre el viento y la vigiliairrumpe la instantánea certezade que esta torpe aventura participadel variable signo que ha enturbiadocada momento de su vida.Hasta el incomparable edificio de su obrase desvanece y pierde por enterotoda presencia, toda razón, todo sentido.Regresar a la nada se le antojaun alivio, un bálsamo oscuro y eficazque los dioses ofrecen compasivos.La voz del viento traela llamada febril que lo procuradesde esa otra orilla donde el tiempono reina ni ejerce ya poder algunocon la hiel de sus conjuras y maquinaciones.La tramontana se aleja, el viento callay un sordo grito se apaga en la gargantadel insomne.Al silencio responde otro silencio,el suyo, el de siempre, el mismodel que aún brotará por breve plazo

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el delgado manantial de su músicaa ninguna otra parecida y que nos dejala nostalgia lancinante de un enigmaque ha de quedar sin respuesta para siempre.

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NOTICIA DEL HADES

El calor me despertó en medio de la nochey bajé a la quebrada en busca de la fresca brisaque viene de los páramos. Sentado bajo un frondoso

/guadualun hombre esperaba, oculto en la esbelta sombra de

/las matas.Permaneció en silencio hasta cuando le preguntéquién era y qué hacía allí. Se levantó para

/respondermey desde la oscuridad vegetal que lo ocultaba llegó su

/vozy sus palabras tenían la afelpada independencia,el opaco acento de una región inconcebible.“Vengo —me dijo— de las heladas parcelas de la

/muerte,de los dominios donde el cisne surca las aguas serenasy preside el silencio de los que allí han llegadopara esperar, en medio de las altas paredes de

/granito,

Para Jaime Jaramillo Escobar

Seul, ton néant est éternel.

Paul Léautaud

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la inefable señal, la siempre esperada y siempre/postergada

señal de su definitiva disolución en la nada/bienhechora.

Ni la pulida superficie de las rocas, ni el helado/espejo

de las aguas, guardan signo alguno de esa presencia/innumerable.

Sólo la nielada estela del perpetuo navegardel ave que vigila y recorre esas regiones, anunciacuáles son los poderes y quiénes los habitantes que

/pueblanel ámbito sin designio ni evasión del que vengo a dar

/noticia.Cada cual existe allí por obra de su propio y desoladoapartamiento. Sólo el cisne, en su tránsito sin pausa,con breves giros de su albo cuello majestuoso,nos reúne bajo el mismo gesto de un hierático despojo.La brisa callada que baja a menudo de las cimas de

/granitono basta para inquietar la superficie del lago. Nos

/llegacomo una última llamada del mundo de los vivos,de ese mundo en donde apuras, en distraído goce,los dones que nosotros, allá, en nuestros parajesya hemos olvidado. Observa cómo ninguna piedra esmuda en este tu mundo. Aquí te acogen voces, ecos y

/llamadastodo te nombra, todo existe para tu protección y

/alivio.Como presente no pedido y que no mereces vine a

/revelartelo que te espera. No saques apresuradas conclusiones,nada de lo que puedas hacer se tendrá en cuenta

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entre nosotros. La estancada y dura transparenciade nuestro reino no es propicia a los recuerdos y

/esperanzasque tejes y destejes en el tropel sin norte de tus días.No creo que llegues a entender lo que he narrado.Pertenece a una materia y a un tiempo que sólo los

/muertostenemos la lenta y gélida paciencia de habitar.La huella del cisne sobre las aguas nos mantienea la espera de nada, apartados y ajenos, presosen la neutra mirada del centinela de radiante

/blancuraen cuyos ojos se repite la teoría de los acantiladosque a trechos macula el óxido estéril de un liquen

/inmutable.”Esto dijo y al extender la mano desde la tibia

/penumbra,pareció iniciar un gesto ambiguo con el cual, a tiempoque se despedía, me indicaba que, en alguna forma,para mí indescifrable, yo me estaba iniciando en sus

/dominios.

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ORACIÓN DE MAQROLL

Decía Maqroll El Gaviero:¡Señor, persigue a los adoradores de la blandaserpiente!Haz que todos conciban mi cuerpo como una fuenteinagotable de tu infamia.Señor, seca los pozos que hay en mitad del mar dondelos peces copulan sin lograr reproducirse.Lava los patios de los cuarteles y vigila los negrospecados del centinela. Engendra, Señor, en loscaballos la ira de tus palabras y el dolor de viejasmujeres sin piedad.Desarticula las muñecas.Ilumina el dormitorio del payaso, ¡Oh Señor!¿Por qué infundes esa impúdica sonrisa de placer a laesfinge de trapo que predica en las salas de espera?¿Por qué quitaste a los ciegos su bastón con el cualrasgaban la densa felpa de deseo que los acosa ysorprende en las tinieblas?

(fragmento)

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¿Por qué impides a la selva entrar en los parques ydevorar los caminos de arena transitados por losincestuosos, los rezagados amantes, en las tardes defiesta?Con tu barba de asirio y tus callosas manos, preside¡Oh fecundísimo! la bendición de las piscinas públicasy el subsecuente baño de los adolescentes sin pecado.¡Oh Señor! recibe las preces de este avizor suplicantey concédele la gracia de morir envuelto en el polvo delas ciudades, recostado en las graderías de una casainfame e iluminado por todas las estrellas delfirmamento.Recuerda Señor que tu siervo ha observadopacientemente las leyes de la manada.No olvides su rostro.Amén.

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PIENSO A VECES...

Pienso a veces que ha llegado la hora de callar.Dejar a un lado las palabras,las pobres palabras usadashasta sus últimas cuerdas,vejadas una y otra vezhasta haber perdidoel más leve signode su original intenciónde nombrar las cosas, los seres,los paisajes, los ríosy las efímeras pasiones de los hombresmontados en sus corcelesque atavió la vanidadantes de recibir la escueta,la irrebatible lección de la tumba.Siempre los mismos,gastando las palabrashasta no poder, siquiera, orar con ellas,ni exhibir sus deseosen la parca extensión de sus sueños,

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sus mendicantes sueños,más propicios a la piedad y al olvidoque al vano estertor de la memoria.Las palabras, en fin, cayendoal pozo sin fondodonde van a buscarlaslos infatuados tribunosávidos de un poderhecho de sombra y desventura.Inmerso en el silencio,sumergido en sus aguas tranquilasde acequia que detiene su cursoy se entrega al inmóvilsosiego de las lianas,al imperceptible palpitar de las raíces;en el silencio, ya lo dijo Rimbaud,ha de morar el poema,el único posible ya,labrado en los abismosen donde todo lo nombradoperdió hace mucho tiempola menos ocasión de subsistir,de instaurar su estéril mentiratejida en la rala trama de las palabrasque giran sin sosiego en el vacíodonde van a perderselas necias tareas de los hombres.Pienso a veces que ha llegado la hora de callar,pero el silencio sería entoncesun premio desmedido,una gracia inefableque no creo haber ganado todavía.

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POEMA DE LÁSTIMAS A LA MUERTE DE MARCEL PROUST

¿En qué rincón de tu alcoba, ante qué espejo,tras qué olvidado frasco de jarabe,hiciste tu pacto?Cumplida la tregua de años, de meses,de semanas de asfixia,de interminables días del veranovividos entre gruesos edredones,buscando, llamando, rescatando,la semilla intacta del tiempo,construyendo un laberinto perdurabledonde el hábito pierde su especial energía,su voraz exterminio;la muerte acecha a los pies de tu cama,labrando en tu rostro milenariola máscara letal de tu agonía.Se pega a tu oscuro pelo de rabino,cava el pozo febril de tus ojerasy algo de seca flor, de tenue ceniza volcánica,de lavado vendaje de mendigo,extiende por tu cuerpo

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como un leve sudario de otro mundoo un borroso sello que perdura.Ahora la ves erguirse, venir hacia ti,herirte en pleno pecho malamentey pides a Celeste que abra las ventanasdonde el otoño golpea como una bestia herida.Pero ella no te oye ya, no te comprende,e inútilmente acude con presurosos dedos dehilanderapara abrir aún más las llaves del oxígenoy pasarte un poco del aire que te esquivay aliviar tu estertor de supliciado.Monsieur Marcel ne se rend compte de rien,explica a tus amigosque escépticos preguntan por tus malesy la llamas con el ronco ahogo del que inhalael último aliento de su vida.Tiendes tus manos al seco vacío del mundo,rasgas la piel de tu garganta,saltan tus dulces ojos de otros díasy por última vez tu pecho se alzaen un violento esfuerzo por librarsedel peso de la losa que te espera.El silencio se hace en tus dominios,mientras te precipitas vertiginosamentehacia el nostálgico limbo donde habitan,a la orilla del tiempo, tus criaturas.Vagas sombras cruzan por tu rostroa medida que ganas a la muerteuna nueva porción de tus asuntosy, borrando el desorden de una larga agonía,surgen tus facciones de astuto cazador babilónico,emergen del fondo de las aguas funeralespara mostrar al mundo

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la fértil permanencia de tu sueño,la ruina del tiempo y las costumbresen la frágil materia de los años.

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PREGÓN DE LOS HOSPITALES

¡Miren ustedes cómo es de admirar la situaciónprivilegiada de esta gran casa de enfermos!¡Observen el dombo de los altos árboles cuyas oscurashojas, siempre húmedas, protegidas por un halo deplateada pelusa, dan sombra a las avenidas por dondese pasean los dolientes!¡Escuchen el amortiguado paso de los ruidos lejanos,que dicen de la presencia de un mundo que viajaordenadamente al desastre de los años, al olvido, alasombro desnudo del tiempo!¡Abran bien los ojos y miren cómo la pulida uña delsíntoma marca a cada uno con su signo de especialdesesperanza!; sin herirlo casi, sin perturbarlo, sinmoverlo de su doméstica órbita de recuerdos y penasy seres queridos, para él tan lejanos ya y tanextranjeros en su territorio de duelo.¡Entren todos a vestir el ojoso manto de la fiebre yconocer el temblor seráfico de la anemia o latransparencia cerosa del cáncer que guarda sumateria muchas noches, hasta desparramarse en la

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blanca mesa iluminada por un alto sol voltaico quezumba dulcemente!¡Adelante señores!Aquí terminan los deseos imposibles:el amor por la hermana,los senos de la monja,los juegos en los sótanos,la soledad de las construcciones,las piernas de las comulgantes,todo termina aquí, señores.¡Entren, entren!Obedientes a la pestilencia que consuela y da olvido,que purifica y concede la gracia.¡Adelante!Pruebenla manzana podrida del cloroformo,el blando paso del éter,la montera niquelada que ciñe la faz de losmoribundos,la ola granulada de los febrífugos, la engañosa deliciavegetal de los jarabes,la sólida lanceta que libera el último coágulo, negro yay poblado por los primeros signos de latransformación.

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RAZÓN DEL EXTRAVIADO

Vengo del norte,donde forjan el hierro, trabajan las rejas,hacen las cerraduras, los arados,las armas incansables,donde las grandes pieles de osocubren paredes y lechos,donde la leche espera la señal de los astros,del norte donde toda voz es una orden,donde los trineos se detienenbajo el cielo sin sombra de tormenta.Voy hacia el este,hacia los más tibios caucesde la arcilla y el limohacia el insomnio vegetal y pacienteque alimentan las lluvias sin medida;hacia los esteros voy, hacia el deltadonde la luz descansa absortaen las magnolias de la muertey el calor inaugura vastas regionesdonde los frutos se descomponen

Para Alastair Reid

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en una densa siestamecida por los élitrosde insectos incansables.Y, sin embargo, aún me inclinaríapor las tiendas de piel, la parca arena,por el frío reptando entre las dunasdonde canta el cristalsu atónita agoníaque arrastra el vientoentre túmulos y signosy desvía el rumbo de las caravanas.Vine del norte,el hielo canceló los laberintosdonde el acero cumplela señal de su aventura.Hablo del viaje, no de sus etapas.En el este la luna velasobre el clima que mis llagassolicitan como aliviode un espanto tenaz y sin remedio.

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SI OYES CORRER EL AGUA

Si oyes correr el agua en las acequias,su manso sueño pasar entre penumbras y musgoscon el apagado sonido de algoque tiende a demorarse en la sombra vegetal.Si tienes suerte y preservas ese instantecon el temblor de los helechos que no cesa,con el atónito limo que se debateen el cauce inmutable y siempre en viaje.Si tienes la paciencia del guijarro,su voz callada, su gris acento sin aristas,y aguantas hasta que la luz haga su entrada,es bueno que sepas que allí van a llamartecon un nombre nunca antes pronunciado.Toda la ardua armonía del mundoes probable que entonces te sea reveladapero sólo esta vez.¿Sabrás, acaso, descifrarla en el rumor del aguaque se evade sin remedio y para siempre?

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SONATA

Por los árboles quemados después de la tormenta.Por las lodosas aguas del delta.Por lo que hay de persistente en cada día.Por el alba de las oraciones.Por lo que tienen ciertas hojasen sus venas color de aguaprofunda y en sombra.Por el recuerdo de esa breve felicidadya olvidaday que fuera alimento de tantos años sin nombre.Por tu voz de ronca madreperla.Por tus noches por las que pasa la vidaen un galope de sangre y sueño.Por lo que eres ahora para mí.Por lo que serás en el desorden de la muerte.Por eso te guardo a mi ladocomo la sombra de una ilusoria esperanza.

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SONATA

Otra vez el tiempo te ha traídoal cerco de mis sueños funerales.Tu piel, cierta humedad salina,tus ojos asombrados de otros días,con tu voz han venido, con tu pelo.El tiempo, muchacha, que trabajacomo loba que entierra a sus cachorroscomo óxido en las armas de caza,como alga en la quilla del navío,como lengua que lame la sal de los dormidos,como el aire que sube de las minas,como tren en la noche de los páramos.De su opaco trabajo nos nutrimoscomo pan de cristiano o rancia carneque se enjuta en la fiebre de los ghettosa la sombra del tiempo, amiga mía,un agua mansa de acequia me devuelvelo que guardo de ti para ayudarmea llegar hasta el fin de cada día.

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SONATA

¿Sabes qué te esperaba tras esos pasos del arpallamándote de otro tiempo, de otros días?¿Sabes por qué un rostro, un gesto, visto desde el trenque se detiene al final del viaje, antes de perderte enla ciudad que resbala entre la niebla y la lluvia,vuelven un día a visitarte, a decirte con unos labiossin voz, la palabra que tal vez iba a salvarte?¡A dónde has ido a plantar tus tiendas! ¿Por qué esaancla que revuelve las profundidades ciegamente y tú

/nada sabes?

Una gran extensión de agua suavemente se mece envastas regiones ofrecidas al sol de la tarde; aguas delgran río que luchan contra un mar en extremo cruel yhelado, que levanta sus olas contra el cielo y va aperderlas tristemente en la lodosa sabana del delta.Tal vez eso pueda ser.Tal vez allí te digan algo.O callen fieramente y nada sepas.

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¿Recuerdas cuando bajó al comedor para desayunar yla viste de pronto, más niña, más lejana, más bella quenunca? También allí esperaba algo emboscado. Losupiste por cierto sordo dolor que cierra el pecho.Pero alguien habló.Un sirviente dejó caer un plato.Una risa en la mesa vecina,algo rompió la cuerda que te sacaba del profundo pozo

/como a José los mercaderes.Hablaste entonces y sólo te quedó esa tristeza que yasabes y el dulceamargo encanto por su asombro anteel mundo, alzado al aire de cada día como unestandarte que señalara tu presencia y el sitio de tus

/batallas.¿Quién eres, entonces? ¿De dónde salen de prontoesos asuntos en un puerto y ese tema que teje la violatratando de llevarte a cierta plaza, a un silencioso yviejo parque con su estanque en donde navegangozosos los veleros del verano? No se puede saber

/todo.No todo es tuyo.No esta vez por lo menos. Pero ya vas aprendiendo aresignarte y a dejar que otro poco tuyo se vaya alfondo definitivamente y quedes más solo aún y másextraño, como un camarero al que gritan en eldesorden matinal de los hoteles, órdenes, insultos yvagas promesas, en todas las lenguas de la tierra.

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TRES IMÁGENES

I

La noche del cuartel fría y señeravigila a sus hijos prodigiosos.La arena de los patios se arremolinay desaparece en el fondo del cielo.En su pieza el Capitán reza las oracionesy olvida sus antiguas culpas,mientras su perro orinacontra la tensa piel de los tambores.En la sala de armas una golondrina vigilainsomne las aceitadas bayonetas.Los viejos húsares resucitan para combatira la dorada langosta del día.Una lluvia bienhechora refresca el rostrodel aterido centinela y hace su ronda.El caracol de la guerra prosigue su arrullointerminable.

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II

Esta pieza de hotel donde ha dormido unasesino, esta familia de acróbatas con una nubeazul en las pupilas,este delicado aparato que fabrica gardenias,esta oscura mariposa de torpe vuelo,este rebaño de alces,han viajado juntos mucho tiempoy jamás han sido amigos.Tal vez formen en el cortejo de un sueñoinconfesableo sirvan para conjurar sobre míla tersa paz que deslíe los muertos.

III

Una gran flauta de piedraseñala el lugar de los sacrificios.Entre dos mares tranquilosuna vasta y tierna vegetación de diosesprotege tu voz imponderableque rompe cristales,invade los estadios abandonadosy siembra la playa de eucaliptos.Del polvo que levantan tus ejércitosnacerá un ebrio planeta coronado de ortigas.

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TRÍPTICO DE LA ALHAMBRA

I

En el Partal

Hace tanto la música ha callado.Sólo el tiempoen las paredes, en las leves columnas,en las inscripciones de los versosde Ibn Zamrakque celebran la hermosura del lugar,sólo el tiempocumple su tareacon leve,sordo rocesin pausa ni destino.Al fondo,ajenos a toda mudanza,el Albaicíny las pardas colinas de olivares.

Para Santiago Mutis Durán

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Carmen lanza migas de panen el estanquey los peces acuden en un tropelde escamas desteñidas por los años.Inclinada sobre el agua,sonríe al desorden que ha creadoy su sonrisa,con la tenue tristeza que la empaña,suscita la improbable maravilla:en un presente de exacta plenitudvuelven los días de Yusuf,el Nasrí,en el ámbito intacto de la Alambra.

II

Un gorrión entra al Mexuar

Entre un tropel y otro de turistasla calma ceremoniosa vuelve al Mexuar.El sol se demora en el piso y un tibio silenciose expande por el ámbito donde embajadores, visires,funcionarios, solicitantes, soplones y guerrerosfueron oídos antaño por el Comendador de los

/Creyentes.Por una de las ventanas que dan al jardínentra un gorrión que a saltos se desplazacon la tranquila seguridad de quien se sabedueño sin émulo de los lugares.Vuelve hacia nosotros la cabezay sus ojos —dos rayos de azabache—nos miran con altanero descuido.

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En su agitado paseo por la salahay una energía apenas contenida,un dominio de quien está más alláde los torpes intrusos que nada sabende la teoría de reverencias, órdenes, oraciones,tortuosos amores y ejecuciones sumarias,que rige en estos parajes en donde la ajena incuria,propia de la triste familia de los hombres,ha impuesto hoy su oscuro designio, su voluntad de

/olvido.Vuela el gorrión entre el laborioso artesonadoy afirma, en la minuciosa certeza de sus

/desplazamientos,su condición de soberano detentadorde los más ocultos y vastos poderes.Celador sin sosiego de un pasado abolidonos deja de súbito relegados al mísero presentede invasores sin rostro, sin norte, sin consigna.Irrumpe el rebaño de turistas. Se ha roto el encanto.El gorrión escapa hacia el jardín.Y he aquí que, por obra de un velado sortilegiolos severos, autoritarios gestos del inquieto centinelame han traído de pronto la pálida sumade encuentros, muertes, olvidos y derogaciones,el suplicio de máscaras y mezquinas alegríasque son la vida y su agria ceniza segadora.Pero también han llegado,en la dorada plenitud de ese instante,las fieles señales que, a mi favor,rescatan cada día el ávido tributo de la tumba:mi padre que juega billar en el café “Lion D’Or” de

/Bruselas,las calles recién lavadas camino del colegio en la

/mañana,

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el olor del mar en el verano de Ostende,el amigo que murió en mis brazos cuando asistíamos al

/circo,la adolescente que me miró distraída mientrascolgaba a secar la ropa al fondo de un patio de naranjos,las últimas páginas de “Victory” de Joseph Conrad,las tardes en la hacienda de Coello con su cálida

/tinieblarepentina,el aura de placer y júbilo que despide la palabra

/marianao,la voz de Ernesto enumerando la sucesión de soberanossálicos,la contenida, firme, inmensa voz de Gabriel en una salade Estocolmo,Nicolás señalando las virtudes de la prosa de Taine,la sonrisa de Carmen ayer en el estanque del Partal;éstas y algunas otras dádivas que los añosnos van reservando con terca parsimoniadesfilaron convocadas por la sola maravilladel gorrión de mirada insolente y gestos de monarca,dueño y señor en el Mexuar de la Alhambra.

III

En la Alcazaba

El desnudo rigor castrense de estos muros,tintos de herrumbre y llaga, sin inscripcionesque celebren su historia, mudosen el adusto olvido de anónimos guerreros,sólo consigue evocar la rancia rutinade la guerra, esa muerte sin rostro,

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ese cansado trajín de las armas,las mañanas a la espera de las huestesafricanas, cuya algarabía ensordecey abre paso a un pánico que prontoha de tornarse vértigo de ira sin esclusasy así hasta cuando llega la nochesembrada de hogueras, relinchos y susurrosque prometen para el alba un nuevoy fastidioso trasiego con la sangreque escurre en el piso como una savialenta, como un torpe y viscoso caminode infortunio. Y un día un aroma de naranjos,las voces de mujeres que bajan al ríopara lavar sus ropas y bañarse,el vaho que sube de las cocinas y huelea cordero, a laurel y a especies capitosas,el sol en las almenas y el jubiloso restallarde las insignias, anuncian el fin de la bregay el retiro de los imprevisibles sitiadores.Y así un año y otro añoy un siglo y otro siglo,hasta dejar en estos aposentos,donde resuena la voz del visitanteen la húmeda penumbra sin memoria,en estos altos muros oxidados de sangrey liquen y ajenos también e indescifrables,esa vaga huella de muchas voces,de silencios agónicos, de nostalgiasde otras tierras y otros cielos,que son el pan cotidiano de la guerra,el único y ciego signo del soldadoque se pierde en el vano servicio de las armas,pasto del olvido, vocación de la nada.

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UN BEL MORIR...

De pie en una barca detenida en medio del ríocuyas aguas pasan en lento remolinode lodos y raíces,el misionero bendice la familia del cacique.Los frutos, las joyas de cristal, los animales, la selva,reciben los breves signos de la bienaventuranza.Cuando descienda la manohabré muerto en mi alcobacuyas ventanas vibran al paso del tranvíay el lechero acudirá en vano por sus botellas vacías.Para entonces quedará bien poco de nuestra historia,algunos retratos en desorden,unas cartas guardadas no sé dónde,lo dicho aquel día al desnudarte en el campo.Todo irá desvaneciéndose en el olvidoy el grito de un mono,el manar blancuzco de la saviapor la herida corteza del caucho,el chapoteo de las aguas contra la quilla en viaje,serán asunto más memorable que nuestros largos

/abrazos.

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UNA CALLE DE CÓRDOBA

En una calle de Córdoba, una calle como tantas, con(sus tiendasde postales y artículos para turistas,una heladería y dos bares con mesas en la acera y en

/el interior chillones carteles de toros,una calle con sus hondos zaguanes que desembocan enfloridos jardines con su fuente de azulejosy sus jaulas de pájaros que callan abrumados por el

/bochornode la siesta,uno que otro portón con su escudo de piedra y los

/borrosossignos de una abolida grandeza;en una calle de Córdoba cuyo nombre no recuerdo o

/quizánunca supe,a lentos sorbos tomo una copa de jerez en la precaria

/sombrade la vereda.

Para Leticia y Luis Feduchi

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Aquí y no en otra parte, mientras Carmen escoge enuna tienda vecina las hermosas chilabas que regresandespués de cinco siglos para perpetuar la fresca

/delicia de lamedina en los tiempos de Al-Andaluz,en esta calle de Córdoba, tan parecida a tantas de

/Cartagenade Indias, de Antigua, de Santo Domingo o de laderruida SantaMaría del Darién,aquí y no en otro lugar me esperaba la imposible, la

/ebriacerteza de estar en España.En España, a donde tantas veces he venido a buscar

/esteinstante, esta devastadora epifanía,sucede el milagro y me interno lentamente en la

/felicidad sintérminorodeado de aromas, recuerdos, batallas, lamentos,

/pasionessin salida,por todos esos rostros, voces, airados reclamos,

/tiernos,dolientes ensalmos;no sé cómo decirlo, es tan difícil.Es la España de Abu Al-Hasan Al-Husri, “El Ciego”, la

/delbachiller Sansón Carrasco,la del príncipe Don Felipe, primogénito del César,

/quedesembarca en Inglaterra todo vestido de blanco,

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para tomar en matrimonio a María Tudor, su tía, ydeslumbrar con sus maneras y elegancia a la corte

/inglesa,la del joven oficial de albo coleto que parece pedir

/silencio enLas lanzas de Velázquez;la España, en fin, de mi imposible amor por la InfantaCatalina Micaela, que con estrábico asombrome mira desde su retrato en el Museo del Prado,la España del chofer que hace poco nos decía: “El

/peligro estádonde está el cuerpo.”Pero no es sólo esto, hay mucho más que se me escapa.Desde niño he estado pidiendo, soñando, anticipando,esta certeza que ahora me invade como una repentinatemperatura, como un sordo golpe en la garganta,aquí en esta calle de Córdoba, recostado en la

/precaria mesade latón mientras saboreo el jerezque como un ser vivo expande en mi pecho su calorgeneroso, su suave vértigo estival.Aquí, en España, cómo explicarlo si depende de las

/palabrasy éstas no son bastantes para conseguirlo.Los dioses, en alguna parte, han consentido, en un

/instantede espléndido desorden,que esto ocurra, que esto me suceda en una calle deCórdoba,quizá porque ayer oré en el Mihrab de la Mezquita,pidiendo una señal que me entregase, así, sin motivo

/ni mérito alguno,la certidumbre de que en esta calle, en esta ciudad, en

/los

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interminables olivares quemados al sol,en las colinas, las serranías, los ríos, las ciudades, los

/pueblos,los caminos, en España, en fin,estaba el lugar, el único e insustituible lugar en donde

/todose cumpliría para mícon esta plenitud vencedora de la muerte y sus

/astucias, delolvido y del turbio comercio de los hombres.Y ese don me ha sido otorgado en esta calle como

/tantasotras, con sus tiendas para turistas, su heladería, sus

/bares, susportalones historiados,en esta calle de Córdoba, donde el milagro ocurre, así,

/depronto, como cosa de todos los días,como un trueque del azar que le pago gozoso con las

/másnegras horas de miedo y mentira,de servil aceptación y de resignada desesperanza,que han ido jalonando hasta hoy la apagada noticia de

/mivida.Todo se ha salvado ahora, en esta calle de la capital

/de losOmeyas pavimentada por los romanos,en donde el Duque de Rivas moró en su palacio de

/catorcejardines y una alcoba regia para albergar a los reyes

/nuestrosseñores.

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Concedo que los dioses han sido justos y que todo/está, al fin,

en orden.Al terminar este jerez continuaremos el camino en

/busca dela pequeña sinagoga en donde meditó Maimónidesy seré, hasta el último día, otro hombre o, mejor, el

/mismopero rescatado y dueño, desde hoy, de un lugar sobre

/la tierra.

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UNA PALABRA

Cuando de repente en mitad de la vida llega unapalabra jamás antes pronunciada,una densa marea nos recoge en sus brazos y comienzael largo viaje entre la magia recién iniciada,que se levanta como un grito en un inmenso hangarabandonado donde el musgo cobija paredes,entre el óxido de olvidadas criaturas que habitan unmundo en ruinas, una palabra basta,una palabra y se inicia la danza pausada que nos llevapor entre un espeso polvo de ciudades,hasta los vitrales de una oscura casa de salud, a patiosdonde florece el hollín y andan densas sombras,húmedas sombras, que dan vida a cansadas mujeres.Ninguna verdad reside en estos rincones y, sinembargo, allí sorprende el mudo pavorque llena la vida con su aliento de vinagre —ranciovinagre que corre por la mojada despensa de unahumilde casa de placer.Y tampoco es esto todo.

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Hay también las conquistas de calurosas regiones,donde los insectos vigilan la copulación de losguardianes del sembradoque pierden la voz entre los cañaduzales sin límitesurcados por rápidas acequiasy opacos reptiles de blancas y rica piel.¡Oh el desvelo de los vigilantes que golpean sindescanso sonoras latas de petróleopara espantar los acuciosos insectos que envía lanoche como una promesa de vigilia!Camino del mar pronto se olvidan estas cosas.Y si una mujer espera con sus blancos y espesosmuslos abiertos como las ramas de un florido písamo

/centenario,entonces el poema llega a su fin, no tiene ya sentidosu monótono treno de fuenteturbia y siempre renovada por el cansado cuerpo de

/viciosos gimnastas.Sólo una palabra.Una palabra y se inicia la danzade una fértil miseria.

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VII

Justo es hablar alguna vez de la noche de los asesinos La noche cómplice la larga noche donde se anudanlas serpientes que han perdido los ojos y rastreancon su lengua bífida el lugar de su descansoHay una tiniebla para los altos hechos del crimentibia noche interminable donde la pálida lujuriaalza sus tiendas y establece sus estamentos y sus

/rondasHay frutos cuya blanca pulpa despide a esa horaun dulce aroma devastador que acompañaa los transgresores de todo orden y principioy los eleva a la condición de grandes elegidosEllos son los señores de la noche propicialos capitanes del desespero los ejecutores insomneslos que van a matar como quien cumple con un rito

/necesariouna rutina consagrante amparadapor el humo nocturno de las celebracionesEl homicidio entonces forma partede una más ardua teoría de códigos

Voici le temps des asassins

Arthur Rimbaud

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de una suma de mandamientosa las que somos ajenos y de las que poco sabemospor estar marcados con la precaria señal de los

/inocentespor no haber alcanzado la gracia de ser los escogidospara habitar los metálicos dominiosdonde la noche que no puede nombrarseampara y oculta sólo a los que han ejercidodurante largo tiempolo que dura una vidael asedio incesante a los estrados del cadalsoa las pausadas procesiones del patíbuloJusto es hablar así sea por una sola vezde la noche de los asesinos la noche cómpliceporque también ella entra en el orden de nuestros

/díasy de nada valdría pretender renegar de sus poderes.

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Prosa

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ANTES DE QUE CANTE EL GALLO

COMENZARON a verse las primeras casas de la ciudad. Se-guían alegando, ahora con largas pausas que renovabanlas reservas de rencor en cada uno de los presentes. Alperder el Maestro la paciencia y ordenar que cesara ladisputa, todos guardaron un temeroso silencio en el in-terior del vehículo.

—¡Basta ya! —gritó con repentina energía, que no de-jaba lugar a réplica ni a desobediencia.

Venían discutiendo desde cuando subieron al destar-talado autobús con toscas bancas de madera que los re-cogió a orillas del lago. Era algo relacionado con la cuen-ta del hotel, pendiente desde la última vez que predica-ron por allí. Al recogerlos el ómnibus, el que parecía sujefe y de cuya mirada se desprendía una febril tensióninterior, atemperada con una dulzura melosa, les hizoademán de terminar la disputa con el evidente propósi-to de que los pasajeros no se enteraran del asunto. Perola terquedad del más viejo de los doce, que estaba vesti-do como los pescadores del puerto, y la inagotable y ra-biosa facundia del encargado de los fondos que llevaba

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sobre sus mugrientas ropas una no menos astrosa ga-bardina abotonada hasta el cuello, pudieron más que laexplosiva autoridad del jefe que miraba nerviosamentea los demás pasajeros tratando de sonreír y restarle asíimportancia al asunto.

Con ánimo sobrecogido bajaron en la terminal, situa-da en uno de los costados del mercado.

No era la primera vez que visitaban el lugar. Goza-ban allí de alguna popularidad entre las gentes del mer-cado, en los muelles, en las pescaderías y entre las mu-jeres del barrio de los lavaderos.

Allá se dirigieron en silencio, encabezados por un jo-ven vestido de mecánico que hacía poco se les había uni-do. Era pariente de las propietarias de una casa de hués-pedes, en cuyos bajos había una de esas lavanderías deropa, características del barrio y, en general, de la ciu-dad. Una turba de seguidores se fue engrosando en tor-no al grupo y algunos, los más atrevidos, cercaron al Ma-estro, tocándole las ropas con fervor y respeto que no lesimpedía desgarrarle, en ocasiones, un trozo de su raídachaqueta de pana o un bolsillo del pantalón. Uno intentóarrancarle del cuello el grasiento pañuelo de seda quetraía a guisa de corbata y que tenía dibujados a dos colo-res, blanco y celeste, modelos de yates de todos los esti-los y tamaños. El Maestro se defendió desmañadamentemientras increpaba al de la gabardina:

—No te reprocho —le decía— tu venalidad, ni la sor-didez de tus mentiras destinadas a esconder el fruto detus latrocinios. Bien sabes que las limosnas que recoge-mos nos pertenecen a todos por igual, y que te las he-mos confiado, precisamente por saber en cuánta estimatienes el dinero y cuánto sabes hacerlo rendir. ¿Creesque ignoro a dónde va a parar buena parte de nuestrosfondos comunes? Si yo quisiera, podría darte indicacio-

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nes aún más preciosas para multiplicar los réditos detus inversiones, logradas con nuestra predicación. Peroestá escrito que seas tú quien lleve el peso de la infamiay, aunque lo quisiera, nada podría hacer para librarte deella. Vas, como yo, derecho a tu destino y más fácil se-ría detener el agua de una acequia con las manos, quetorcer el curso de nuestras vidas o modificar su final.

El otro escuchaba entre irónico y temeroso, acostum-brado al lenguaje salpicado de imágenes un tanto inge-nuas y de obscuridades a menudo harto banales del Ma-estro.

El tesorero le guardaba una sorda inquina, nunca deltodo manifiesta y que solía liberar por los caminos de lamaledicencia y del embuste. La situación tuvo su origenel día en que aquél le sorprendió tratando de alzarle lafalda a una de las muchachas del hospedaje, y, si bienésta no oponía marcada resistencia, al aparecer el Ma-estro fingió una exagerada repugnancia.

Cuando llegaron al hotelucho, algunos de los discí-pulos dispersaron a los mendigos, enfermos y fanáticosque los seguían. Subieron las escaleras y fueron recibi-dos con muestras de cariñoso entusiasmo por parte delas dos mujeres, una de las cuales lucía un vientre ro-tundo e incómodo que despertó la sorpresa del mucha-cho y provocó en el Maestro una mueca muy suya, mez-cla de asco y de lastimoso reproche. Las mujeres encintale sacaban de quicio y lo ponían en un estado de irritabi-lidad y confusión, difícilmente soportable aun para susmás cercanos discípulos. Se repartieron los tres únicoscuartos desocupados que quedaban y mientras se baña-ban y ponían ropa limpia, el más viejo subió a la habita-ción destinada al Maestro, en la terraza donde se seca-ba la ropa de la lavandería. Iba a informarle sobre cier-tos rumores relacionados con su misión apostólica.

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—Las cosas han cambiado mucho desde la última vezque estuvimos aquí, Señor. Eligieron alcalde del puertoa un representante de las compañías navieras y los gru-pos extremistas han sido perseguidos por la policía. Lascárceles están llenas y los sindicatos están en poder delíderes vendidos a los patronos mercantes y éstos pa-gan pistoleros que siembran el terror en los barrios obre-ros y en los muelles. Toda reunión es vigilada y no sepermiten manifestaciones. Sin embargo, los estibadoresy los obreros de la aduana preparan un paro y se estánarmando. Yo creo que, por esta vez, debemos pasar inad-vertidos y concretarnos a recolectar fondos entre nues-tros amigos de confianza y, una vez reunida una sumaque nos permita seguir el viaje, irnos sin predicar ni agi-tar a la gente, que ya está bastante inquieta por la ac-ción de los agitadores de uno y otro bando.

No pudo ser más inoportuno, ni sus consejos hallaruna reacción más opuesta a la que buscara el viejo pes-cador. La irritación contenida durante la querella en elautobús, el cansancio del viaje y la inesperada gravidezde la muchacha, estalló con violencia.

—Digna de ti y de tu senil puerilidad es esta estú-pida manera de ver las cosas. Nunca aprenderás a cono-cer cuándo una situación está madura para ser aprove-chada en favor nuestro y de nuestra fe. Tú, como todoslos otros pusilánimes que me siguen por pura gandulearía,siempre crees que nuestra misión consiste en predicara los simples, hacer milagros ante los incautos, vivir desu mezquina limosna, aprovecharnos de su hospitalidady comer en su mesa. Cama blanca, buena cena y mujeresfáciles, esa es toda vuestra ambición. Todos son unoscerdos que siguen revolcándose en la inmundicia en quenacieron. —Y continuó vociferando—: Cuando se pre-senta, por expresa y divina disposición de lo alto, la opor-

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tunidad de lanzarnos al sacrificio y demostrar con nues-tra sangre la fecunda verdad de la doctrina, entoncescorren aterrados como ratas. ¡Ya verás, insensato, cuálserá la cosecha que ganaremos hoy! ¡Cuánto hay que apro-vechar del desorden que reina en la ciudad! ¡De noso-tros depende que todo sea para bien de nuestra causa!¡Nos lanzaremos a la lucha y encenderemos una hogue-ra que arderá por los siglos de los siglos! ¡Ha llegado elmomento esperado! ¡Estamos maduros para inmolarnosy perpetuar la maravilla de nuestro ejemplo! ¡Levánta-te bribón! ¡Levántate y llama a los demás. Vamos a la ca-lle. Reuniremos a la gente y predicaremos en los mue-lles a la hora de mayor movimiento en el puerto!

Sólo los años y la familiaridad con el mar hacen po-sible una de esas frecuentes intuiciones como la que en-tonces tuvo el anciano. Se le apareció con toda claridadel instante del futuro donde aguardaban las escenas delfin precipitado por el arbitrario humor del jefe. Intuyóque no había ya remedio y era menester librar los he-chos a sus fuerzas originales y tratar de salvar la pocamateria de vida que los ancianos suelen perseguir contan ávida certeza sobre su destino.

Sin contestar palabra, ayudó al otro a vestirse y cuan-do le anudaba alrededor del cuello la bufanda de los ya-tes, le miró a la cara y leyó en ella la tragedia que se pre-paraba.

Bajaron. Los demás esperaban ya en la puerta. El másjoven contestaba a un hombre que se había acercado algrupo para preguntar por el precio de los cuartos. El pes-cador y el de la bufanda irrumpieron cortando brus-camente la conversación.

—¡Vamos al puerto —exclamó el Maestro—, nos espe-ran los que tienen hambre y sed de justicia!

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El extraño les vio alejarse y se escurrió con tal rapi-dez que cuando quisieron buscarle ya había desapare-cido. Un escalofrío corrió por la espalda del viejo. El gru-po echó a andar seguido de lejos por el de la gabardina,que se había quedado ajustando ciertas cuentas con lasmujeres del hotel, que trataba de alcanzarlos con un pasopresuroso y firme, al parecer liberado de todo esfuerzomuscular, El grupo lo formaban gentes de diversa con-dición y procedencia. Había dos obreros de la fábrica deenvases del lago, que dejaron su trabajo en plena cose-cha de melocotones y cuando los sobresueldos alcanza-ban sumas halagadoras. Un conductor de tren que lesdejó viajar sin pasaje, cuando sólo eran cinco y que ter-minó por bajar con ellos, después de un largo viaje detres días. Durante el trayecto, el Maestro se había lan-zado a predicar en los coches, introduciendo el desor-den en el tren, hasta el punto de que el maquinista tuvoque parar en mitad de la vía, en dos ocasiones, para verde calmar los alaridos histéricos de las mujeres y las rui-dosas confesiones de los pecadores que, heridos por elremordimiento, se lanzaban a vociferar la lista de susculpas. Allí se les unieron también un agente viajero, ne-gociante de moneda en la frontera, y un joven vendedorde aves disecadas, adorno de las salas de los ricos bur-gueses y los salones de espera de los burdeles de postín.Después llegó un pintor de letreros y anuncios a quien eliluminado cabecilla increpó en pleno camino por pres-tarse a propagar el abominable pecado de la publicidad.El hombre había dejado en el andamio los botes de pin-tura y las brochas con que estaba pintando una tersa ygigantesca axila de mujer, que atestiguaba las excelen-cias de un eficaz depilador. Por varios años sus familia-res le dieron por muerto y ello se prestó para que circu-lara la especie de su resurrección de manos del Maes-

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tro. Dos pescadores jóvenes y el mecánico que arregla-ba los motores de las lanchas que era el más joven de to-dos, habían seguido al viejo pescador que ya conocemos.Los dos restantes eran, al parecer, parientes del jefe yebanistas de oficio y se distinguían por su circunspec-ción y timidez. Daban la impresión de saber algo y quetemieran decirlo si se entregaban mucho a la conversa-ción.

El de la gabardina les había facilitado en alquiler unequipo amplificador de sonido y, al observar los resul-tados obtenidos con los sermones, resolvió sumárseles,en parte por cierta secreta atracción hacia el papel quele esperaba en toda la historia y, también, para escaparde algunas deudas que había contraído en la ciudad, des-pués de intentar, sin fortuna, negocios de varia índole.

No obstante la diversidad de su origen y de sus pro-fesiones y de las razones que les llevaron a seguir al hom-bre, todos tenían fe absoluta en su poder taumatúrgicoy en la bondad de su doctrina. A pesar de los temiblescambios de humor del Maestro, un cierto sereno y ro-busto sentido de la justicia y de la fraternidad humanas,que determinaba sus actos, hacía que la fe de aquelloshombres fuera inconmovible.

Cuando llegaron al puerto comenzaban a descargardos grandes buques que atracaron al mediodía con uncargamento de cristal. Venían de lejanos países de hie-lo y niebla y estaban pintados de blanco, con excepciónde las chimeneas, que lucían rombos amarillos y celes-tes. El turno de estibadores y mecánicos de las grúas vi-gilaba con creciente tensión la delicada tarea. Los patro-nes anunciaron que cada pieza que se rompiera seríaproporcionalmente descontada del jornal. El grupo obser-vó la operación de descargue de los pesados cajones quesoltaban, al viajar por el aire guiados con hermosa pe-

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ricia por las grandes grúas, un polvillo de fina paja yarena blanca que cegaba los ojos y los hacia llorar cons-tantemente. Un capitoso y salino aroma de mariscos yfrutos del mar se mezclaba con el fresco olor de pino delos cajones y con el humo de las chimeneas, evocador delos cielos bajos y grises de las ciudades industriales delnorte. Para hacer posible la operación en un solo turnolas mujeres habían llevado sus portaviandas y canastoscon merienda, pero al ver al Maestro y a sus discípuloslos rodearon con reverencia para escucharle. Uno queotro extraño y algunos guardias se acercaron también aoír.

Lo que dijo el Maestro no tuvo virulencia particularni fue su palabra más encendida que otras veces. Peroel terreno estaba preparado para recibir la semilla deviolencia y a la creciente agitación de las mujeres, vinoa sumarse la febril atención de los cargadores y maqui-nistas. Cuando los discípulos se dieron cuenta de quealgo anormal sucedía, hacía buen rato que las grúas sehabían detenido y la sirena había sonado anunciando labreve tregua de la cena.

El viejo pescador y el agente viajero fueron los pri-meros en darse cuenta de que algo insólito se avecinaba.Los policías y los extraños que se sumaran a los fielesno se veían ahora por ninguna parte. En toda el área delpuerto paralizado y mudo, sólo la voz del hombre se alza-ba como un alto surtidor hacia el dorado sol de la tarde.

De pronto, un chillido, mezcla de queja y de grito con-tenido, se oyó sobre la voz del Maestro y todos volvie-ron la vista hacia el lugar de donde venía el lamento. Unenorme cajón había que-dado suspendido en mitad desu viaje y se mecía en la altura al impulso del aire fres-co del anochecer. Las cuerdas se quejaban al peso de lacristalería y una nubecilla de paja se desprendía de las

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tablas de pino y revoloteaba jugando con la brisa y ale-jándose hacia el mar.

El Maestro dejó de predicar y se quedó mirando labasta extensión marina que se perdía en el horizonte conel mecido ritmo de una libertad sin fronteras.

Irrumpieron de pronto los piquetes de granaderos,aullaron las sirenas de las patrullas de la policía por-tuaria, que cerraban el paso en las bocacalles, y estallóla primera granada de gases. Cuando despertaron de sumomentáneo ensueño, las culatas se ensañaban ya con-tra hombres y mujeres que rodaban por el suelo escu-piendo sangre y llorando de terror.

La policía se contentó con dispersar a los curiosos ydescargó toda su furia contra el núcleo de los discípulosy, desde luego, contra el jefe. A culatazos y golpes de ma-cana los metieron en un coche celular que partió por ca-lles y plazas sin callar la sirena hasta llegar a la delega-ción de policía, escogida a propósito para el caso, y si-tuada en un barrio residencial alejado del bullicioso cen-tro de la ciudad. Iban a parar allí, uno que otro hijo des-carriado que se había pasado de copas y alguna sirvientaque había dejado entrar a su hombre en casa de los pa-trones, para que hiciera alguna pequeña ratería y dor-mir con él hasta la madrugada.

Era uno de esos barrios preferidos por los altos em-pleados de la banca, del comercio y de la administraciónoficial; gente de vacaciones en el mar, golf los sábados yafiliación a clubes y hermandades de beneficencia.

Se trataba de cargar sobre el Maestro y sus amigostoda la responsabilidad de la agitación que se venía per-cibiendo desde hacia varios días. Así se justificaban, ade-más, ciertas medidas represivas muy eficaces para cal-mar la revuelta y detener cualquier intento de violenciapor parte de los trabajadores de los muelles y de sus com-

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pañeros de fábricas y gremios que intentaran unírseles.El delegado había sido reemplazado ese día por uno conla consigna de actuar en determinado sentido.

Le asesoraba un improvisado equipo de eficaces cola-boradores. El coche celular penetró por una amplia puer-ta y fue a detenerse en un extremo del patio interior deledificio. El primero en bajar renqueando fue el antiguoconductor de tren que traía un ojo cerrado por un golpede macana. Fueron bajando los demás entre un silencioroto por esos sordos mugidos de animal acosado que lan-za el hombre cuando sufren sus carnes y lo atenaza el mie-do. Entraron en fila a la sala de audiencias. De pie, a lacruda luz de las lámparas, ofrecían el más lastimoso ydesusado aspecto que pueda imaginarse. El dolor de losgolpes y de las heridas los hacía temblar y la humillanteangustia que la acción de la justicia transmite a sus víc-timas en forma implacable, había hecho presa de ellosanulándoles hasta el más sencillo razonamiento. Uno auno dieron sus datos personales, hasta llegar al Maestroa quien le manaba la sangre de una herida en la frente ycuyo brazo izquierdo, inmovilizado, tenía cierta grotescadesviación, efecto de una fractura por varias partes, cau-sada por los culatazos. Dijo su nombre, su edad y cuan-do el delegado —un hombrecito obeso, sonriente, de as-pecto bonachón y de una meticulosidad de maneras queescondía apenas un fondo cruel y frío— le preguntó porsu domicilio, respondió:

—No vivo en parte alguna. Mi misión es llevar la ver-dad por los caminos y sembrarla en todos los sitios don-de los hombres sufran la injusticia y el dolor.

—Evitemos los sermones —repuso el funcionario—y vamos al grano.

—Quien pierde el tiempo conmigo, lo gana en la eter-nidad —respondió el otro sin inmutarse.

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—Sí... sí... Ya lo sé... Bien. Se te acusa de los delitosde subversión del orden público, conspiración contra laseguridad del Estado, motín, asociación delictuosa, ejer-cicio ilegal de la medicina, fraude y lenocinio. Constanen autos declaraciones de testigos que prueban cada unade estas imputaciones. ¿Tienes algo qué declarar?

—El que teje la mentira, teje su propia mortaja y pier-de su alma —volvió a contestar el acusado con igual se-r e n i d a d .

—Si tienes algo que declarar en contra de las acusa-ciones que te formula el ministerio público, dilo y, porfavor, no hables más en parábolas ni con metáforas, queya no es hora para ello y en esto te va la vida, y, tal vez,la de tus cómplices —le previno impaciente, el delegado.

—Si yo falté en algo, yo soy el culpable. Si ellos mesiguieron fue por mi consejo y por el prestigio de mis he-chos, y, por lo tanto, son inocentes. No acabes de envi-lecer tu justicia con sacrificios inútiles.

—Eso soy yo quien va a resolverlo y no tú. ¡Que losencierren! —ordenó el delegado.

Los guardias los sacaron al patio. Atravesaron la atay tibia claridad nocturna, turbada por el paso de soño-lientas y tranquilas nubes que viajaban hacia el mar enbusca de la mañana en otras tierras. Todos sintieron elhechizo de la promesa de una imposible felicidad, ofre-cida en lo alto de los grandes espacios abiertos y la va-nidad y pequeñez de sus asuntos. El viejo pescador sequedó rezagado contemplando la luna y sintió de pron-to subir por su sangre, turbada por el dolor y el escar-nio, la ebria libertad marina en la que viviera durantetantos años de viajes y pesquerías persiguiendo cacha-lotes y bancos de atún, cuyo loco y nómada capricho ri-giera su vida marinera. Un culatazo en los riñones lotrajo al presente.

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—¡Entrando, abuelo, entrando, que ya no es tiempode mirar al cielo! —Un empujón lo arrojó al húmedo pisode cemento por donde corrían ya desde varios puntos,hilillos de una sangre tibia y pegajosa cuyo tacto aumen-taba el terror y minaba feamente las más esenciales ener-gías. Se fue arrastrando hasta recostarse en la pared ycuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra del ca-labozo, se destacó ante su vista la silueta del Maestrocon el rostro envuelto en una red de sangre seca.

Mucho tiempo pasó antes de que uno de los dos ha-blase.

Desde el primer día, cuando el viejo lo conoció en elpuerto, un tácito pacto se convino entre ellos, excluyen-do de su relación ciertas fórmulas doctrinarias y ampulo-sas, usadas a menudo por el Maestro para distanciar alos demás discípulos. Con el viejo, la amistad surgió deun plano más profundo y una mayor verdad circulabapor entre las palabras de sus conversaciones, como sicada uno se hubiera reservado un cierto campo, un aisla-do dominio, en donde el otro no ejercía derecho alguno.

—¿Y ahora qué, Maestro? —preguntó al fin el viejo.—Ahora las cosas han comenzado a ordenarse y nada

podemos hacer sino esperar el milagro.—Pero nosotros moriremos, Señor, y todo se perde-

rá para siempre y nadie estará libre de la miseria, y lainjusticia fortalecerá sus cimientos sobre los hombres.

—Será bien por el contrario. Mi sacrificio os dará lasherramientas para sembrar por el mundo la palabra salva-dora y tú serás el cimiento de mi templo.

—¡Ay Señor! estamos aislados y nadie sabe de nues-tra prisión y cuando lo sepan, será por boca de quienesnos han detenido y vejado y ellos se encargaran de aco-modar una versión que sirva a su propósito y nos pre-sentarán como farsantes y criminales. Debemos tratar

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de salir como mejor se pueda de aquí, reconociendo al-gunas de las culpas que nos achacan y buscar mejor suer-te en otro sitio. De lo contrario, estamos perdidos y, connosotros, tu palabra y tu mensaje.

—Tu fe flaquea por el dolor de tus carnes y el miedoque masca tus entrañas. Nada podrán contra nosotros.Ni siquiera tu debilidad prevalecerá contra nosotros, nicontra ti mismo. En ti confío mi doctrina y mi verdad y,sin embargo, antes de que cante el gallo me negarás tresveces.

—Deliras, Señor, el miedo trabaja también tu cuer-po y te hace vernos más débiles de lo que en realidad so-mos.

—El gallo lo dirá. Ahora, déjame estar con mi Padre.Pedro guardó silencio y, poco después, un profundo

sueño, poblado de angustia y de mudos gritos de terror,le obligó a recostar la cabeza en el hombro de su compa-ñero cuya mirada se perdía en una eternidad sin nom-bre de la que solía derivar la materia de sus milagros ypredicaciones.

El anciano despertó sobresaltado. Gritaban su nom-bre, lo gritaban los guardias y lo repetían, en voz baja,sus compañeros. Se incorporó adormilado y entumecidoy salió a la frescura de la madrugada que lavaba el pa-tio con una lechosa sustancia hecha de frío, brisa mari-na y rocío condensado sobre el sueño de la ciudad. Res-piró hondamente y un ansia de vivir, de seguir de piesobre la tierra, de gozar de esas cosas perdurables y sim-ples que hacen del mundo el único lugar posible para elhombre, le atenazó la garganta y le subió en un hondosollozo que casi era de alegría.

Lo llevaron de nuevo ante el delegado. Revolvió éstecon calma unos papeles, tomó los que buscaba e inició suinterrogatorio:

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—¿Así que tienes licencia de pescador? En tu hojano hay ningún mal antecedente. Por el contrario, veo quetienes dos citaciones del Club de Salvavidas, por auxiliaren dos ocasiones a compañeros en peligro. Bien se ve queno eres de la misma clase que los otros. No eres un aven-turero sin oficio, ni un charlatán que explota la creduli-dad de los ignorantes. ¿Qué te ha llevado a buscar estascompañías? ¿Quién te obligó a seguirlos?

—Nadie me obligó, señor. Algunos son mis amigos des-de hace mucho tiempo y son, como yo, gente de paz y bue-nos ciudadanos.

—¿Y qué dices de los otros? Los que no conocías an-tes, ¿qué me dices de ellos? No te merecen tan buena idea,¿“verdad”? ¡Contesta!

—De los demás no sé, señor. No podría decirle mu-cho. Hace poco que los conozco.

—Y sin embargo, convives con ellos y con ellos cons-piras, estafas a las viudas con supuestas resurreccionesy otras patrañas ya bien conocidas.

—Creo que son buenos muchachos, señor. Respectoa los milagros, existen actas notariales...

—Sí, ya sé cómo se hacen esas actas notariales. ¡Nohagas más el idiota y respóndeme! ¿El jefe es uno de esosantiguos amigos tuyos?

—No señor. Le conocí hace apenas unos meses. Sealojó en mi casa, cuando le presté mi lancha para predi-car a los pescadores que regresaban de mar adentro. Nole conocía antes, señor.

—¡Ajá! ¿Y le seguiste sin conocerlo siquiera?—No tengo ahora redes, señor. Las alquilé a unos

pescadores del lago y en lugar de quedarme en casa, pues...—¡Te lanzaste a los caminos como un buhonero! ¡Va-

ya, viejo, vaya! No has dado muestras de mucho juicio.¿Qué opinas del tal Maestro? ¿Quién es? ¿De dónde vie-

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ne? ¿Qué pretende con su agitación? Vamos, ¡contesta!Tú eres vecino de esta ciudad, tienes fama de hombre se-rio y honesto, se te aprecia entre tus compañeros de la-bor; ¿vas a echar a perder tu buen nombre y tu profesión,servida por tantos años con riesgo de tu vida y amargosesfuerzos, sólo por ayudar a un hombre del que no sabessiquiera quiénes son sus padres, ni dónde nació?

—No, señor. Pienso volver a mi trabajo. Quería sóloconocer un poco los caminos de tierra firme. He pasadotoda mi vida navegando y nunca me había internado tie-rra adentro. Ya lo hice. Ahora volveré a mi trabajo.

—Bien. Veremos si no es muy tarde para arrepen-tirse. Ven, firma aquí y te dejaremos tranquilo; regre-sarás a tu lancha y a tus redes.

El viejo examinó el escrito. Era una larga y compli-cada secuencia de fórmulas penales que escondían algosimple: su retractación de toda connivencia o comuni-dad de ideas con el Maestro y una encubierta pero con-cluyente confesión de que lo había seguido sin fe algunaen su doctrina, y más por curiosidad y aventura que porotra causa. Firmó en silencio y fue llevado a una estre-cha alcoba en donde roncaban dos oficiales. Trascendíaa licor barato y a sudor agrio y penetrante. Le dieron unamanta y le señalaron un pequeño catre metálico que te-nía un astroso colchón manchado en el centro por el uso.Allí se tendió y se sumió en el sueño.

Soñó que daba de beber a unos caballos que le mira-ban fijamente con sus grandes ojos acuosos y tristes, an-tes de bajar la cabeza hacia el balde con agua que él le-vantaba apenas del suelo. A lo lejos, su madre, para-da en un acantilado y con las fuertes piernas abiertaspara no perder el equilibrio, mecía una gran vela blan-ca a manera de señal hacia el mar solitario y dormido.Los caballos, al agacharse para beber, comentaban en un

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lenguaje incomprensible y en voz baja algo vergonzosorelacionado con la mujer y sus ademanes. El, turbado,trataba de sonreír, como si no quisiera darse por ente-rado de lo que hablaban las bestias que cada vez piafabancon mayor fuerza. Le despertó el golpe de las culatas enlas losas del patio. Una compañía de granaderos forma-ban para el rancho de la mañana.

Estuvo rondando por los corredores sin que nadie seocupara de él. Varias veces intentó, sin éxito, descubrirel sitio en donde los encerraran la noche anterior. Se per-día en un laberinto de pasillos y puertas que se abrían ycerraban continuamente, dando paso a guardias y ayu-dantes que se alejaban presurosos con aire preocupado.En su mente se habían borrado las horas transcurridasdesde cuando viajaban en el ómnibus por las orillas dellago, en dirección a la ciudad. Una molesta desazón leimpedía estar quieto, como si tuviera algo muy urgenteque hacer y no pudiera recordar qué era.

Hacia el mediodía, al abrirse una de las puertas quedaban al fondo del patio, oyó un quejido como el que lan-zan los toros cuando los castran con un golpe de maza,mezclado con carcajadas de mujeres al parecer ebrias.La puerta se cerró apagando los quejidos y las risas. Elviejo volvió de un golpe a la realidad de la noche anteriory a los sucesos que lo habían traído allí. Pensó en el Ma-estro, en su inseparable bufanda, en el hombre de la ga-bardina. No había llegado con ellos. Tampoco había es-tado en el puerto. O tal vez sí. Al comienzo. Sí, estaba alcomienzo, pero después se había esfumado. Y el jovenmecánico y sus parientas de dudosas costumbres, y elvendedor de aves disecadas y su garrulería inagotable.Una aguda punzada le obligó a bajar la cara. Los habíatraicionado. Los había negado. Había negado al Maes-tro. Le había hecho aparecer como un desconocido al que

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siguió por no hallar distracción mejor durante su pasa-jera ociosidad. Y la verdad era que él le había presenta-do a su madre cuando fueron a las montañas durante elverano, y juntos habían ido donde el padre para contra-tar con él un trabajo de carpintería en la lancha del pes-cador y los dos viejos habían conversado largamente desus buenos tiempos y de las aulagas porque pasaron enel aprendizaje de su oficio. Y había más. Pedro era quienhabía insistido en seguirle, porque el Maestro se mostróal comienzo algo remiso en aceptarlo, por considerar queestaba ya en el ocaso de su vida y la tarea que le exigíapodía estar por encima de sus fuerzas y de la agilidadde su mente. Era el único con el cual el Maestro tuvie-ra una amistad personal, una particular e íntima simpa-tía y hasta cierto respeto por la madurez de sus años. ¡Yél lo había negado! ¡Y el Maestro se lo había predichocon amable clarividencia!

Lo sacó de sus penosas meditaciones la irrupción enel patio, por la puerta donde oyeron el alboroto, de dosmujeres vestidas con ajados y costosos trajes de noche ytodavía con ciertas señales de ebriedad. Las acompaña-ba un policía que sonreía con ellas de algo que sucedie-ra adentro, tras de la puerta.

—¡Yo soy la fuente de la vida y la eterna resurrec-ción! —gritaba la más joven, que tenía un aire masculi-no y deportivo, al mismo tiempo marcadamente viciosoe histérico—. ¡Qué agallas del tipo! Al principio creí queme estaba proponiendo algo y no entendí hasta cuandole vi cerca. Ja... ja... ja... ¡Con esos anzuelos cualquieraresucita! Tu muñequita te resucita, precioso. Déjame,te resucito, mi rorro, ¡déjate hacer! Y la cara que puso.Ja... ja... ja... ¡Como si lo hubiera picado un bicho!

—Y el muchacho. ¿Qué te pareció el muchacho? ¡Elmecánico! —aclaró la otra, una morena alta, en la que

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se adivinaba la frigidez tras la crueldad de los gruesoslabios inmóviles y la mirada lánguida y calculada de losgrandes ojos muertos—. ¡Cómo lo consolaba desde su cel-da! Yo creo que es de esos. ¿Viste cómo lloraba por suMaestro? ¡Su querido Maestro! Así se dirán ahora. ¡Cadadía inventan un nombre nuevo!

Pasaron a su lado sin mirarle, dejando un aroma tras-nochado y agrio, mezcla de perfume caro y de vómito conun balanceo largo y marcial de las piernas y las caderas.“Como yeguas en el ‘paddock’ antes de la carrera —pen-só—, y como ellas inútiles, excitadas, caprichosas, dañi-nas e insolentes”. Cruzaron el patio y salieron por la puer-ta del centro. El guardia las acompañó hasta la calle yregresó orgulloso de la familiaridad postiza con que letrataron las muchachas. Quería insinuar que había lo-grado con ellas mucho más de lo que pudieran creer suscamaradas. “Y todo por una repentina simpatía bohe-mia, una loca amistad deportiva que creen muy civiliza-da” —pensó el viejo—. Hablaban de él, entonces.

De él y del muchacho. Debieron divertirse a su cos-ta. Esas eran las carcajadas y los gemidos. Un dolorosopánico le subió por las entrañas y se anudó en la gargan-ta. ¿Y los otros? ¿Qué sería de los otros? Los guardiaspasaban sin hacerle caso y no contestaban a sus tímidosintentos por averiguar algo. Por fin, uno, menos urgidoquizás o más amable, se detuvo:

—¿Qué quieres abuelo? ¿Qué se te ha perdido poraquí?

—¿Sabes algo del Maestro? ¿Dónde están sus discí-pulos?

—No me dirás que perteneces a esa banda de infeli-ces. Tienes aspecto respetable y tus canas no van con esaspayasadas.

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—No, desde luego que no tengo nada que ver con ellos.Era pura curiosidad... Como hablan tanto de la cosa.

—Pues le echaron toda la culpa al que los dirigía. Losdemás salieron esta madrugada menos el joven que in-siste en quedarse para ayudarle a pasar las últimas ho-ras. Ha confesado algunas cosas. Lo suficiente para acu-sarlo de conspirar contra la seguridad del Estado, frau-de y otros delitos peores. Esta tarde lo ejecutan. Creoque está un poco tocado; vaya, que no se le entiende mu-cho lo que dice. ¿Quieres verlo?

—No —contestó el anciano atemorizado—, era porcuriosidad... gracias, muchas gracias.

—Bueno, pero, ¿y tú qué haces aquí? —preguntó elotro intrigado de pronto por la presencia del viejo a esashoras en los patios, cuyo acceso sólo se permitía al per-sonal de vigilancia y a detenidos muy especiales.

—¿Yo? —titubeó el pobre, más asustado todavía—.Nada... nada... una multa ¿sabes? Pesca en aguas de laBase Naval... los reglamentos... ya conoces... son muy es-trictos... es decir... nada serio.

—Bueno, bueno —contestó el guardia tranquilizadoya—. Que arregles pronto tu asunto, abuelo. Ya ves, es-te sitio no es para ti. ¡Estas putas han armado escánda-lo toda la noche! Estaban empeñadas en meterse con elprofeta y le dijeron todo lo que les pasó por la cabeza,hasta que se las tuvieron que llevar por la fuerza. No esespectáculo para tus canas. Bueno, que salgas pronto.Adiós.

—Gracias —repuso Pedro—, muchas gracias. Adiós.Y se quedó inmóvil, profundamente abstraído, sin-

tiendo que una gran vergüenza tornaba a invadirle. Peroesta vez, una sensación de suave relajamiento de ciertosresortes interiores, comenzó a dominar sobre el remor-dimiento; y algunos recuerdos de su vida en el mar, de

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su familia, de su diaria rutina portuaria, comenzaron aemerger formando una sólida corteza sobre la cual res-balaba la vergüenza, sin herir ya ciertas zonas profun-das y secretas que volvían a la paz de sus tinieblas.

Pasó el mediodía y, a eso de la una, dos guardias, conexpresión turbada de penoso agotamiento, salieron poruna puerta del fondo y le hicieron señal de acercarse.Tenían la expresión de haber cometido algo vergonzosoy prohibido. Las canas del viejo los apenaron aún más ysólo atinaron a pronunciar un “síguenos”, harto insegu-ro, con voz pastosa y áspera que despertó en aquel el mis-mo terror de la última noche. Pasaron por un estrechocorredor con puertas de hierro pintadas de blanco.

Al fondo, una pequeña sala, al parecer oficina o con-sultorio médico, se destacaba intensamente iluminada.Una silla, un sofá de consulta en cuero color rojo oscuro,algunos aparatos quirúrgicos con unos balones de oxí-geno y cilindros de gases de anestesia, acababan de con-firmar el aspecto de enfermería del conjunto. Un fuerteolor a desinfectante, mezclado con el dulzón de la san-gre fresca, flotaba en el ambiente. Entró deslumbradopor la intensa luz de las lámparas. Los guardias le em-pujaron suavemente tomándole por los hombros.

—Quiere hablarte. El delegado dio permiso. Ya nohay más qué hacer con él. Pueden conversar cuanto quie-ran. Ya vendremos por ti cuando sea hora. Vamos... en-tra —y salieron haciendo sonar sus botas en el silenciodel pasillo.

El viejo comprendió de repente. Un movimiento ins-tintivo de seguir a los guardias, de huir, de no ver aque-llo que se tambaleaba grotescamente amarrado a un blan-co trípode metálico, escupiendo sangre y gimiendo comoun niño lastimado, le hizo retroceder hasta la puerta,que en ese momento se cerraba tras él, por la acción de

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un poderoso resorte. Confuso, lleno de vergüenza y sintien-do que un ardiente sentimiento de piedad animal le in-vadía quemándole la garganta, se acercó hasta sentircontra su rostro la entrecortada respiración que salíapor los orificios que, uniendo lo que había sido boca ynarices, servían para insuflar un poco de aire a las ma-ceradas carnes de la víctima. Le miró en silencio ylágrimas de asoladora ternura comenzaron a correr porsu curtido rostro de marino, a tiempo que repercutíanen él todas las heridas y vejaciones que en el otro palpi-taban con propio y especial impulso reflejo.

Estaba desnudo, la cara caída hacia adelante, defor-mada a puñetazos con manopla, que le habían borradotodo perfil humano. Un ojo vaciado de la órbita le col-gaba en un blancuzco pingajo sanguinolento. El otro semovía sin parar, loco en la órbita despellejada. Habíaninsistido sobre la fractura, hasta lograr la luxación com-pleta del miembro. El otro brazo tenía horribles quema-duras y de las uñas goteaba un ácido que hacía burbujasen el piso y se extendía en una mancha negruzca. Las pier-nas, brutalmente abiertas, descubrían, al fondo, la hin-chazón monstruosa de los testículos, de cuya piel colga-ban multitud de anzuelos de los que usan los pescado-res de truchas, unos con plumillas de vivos colores, otroscon un delicado insecto de élitros vibrantes, algunos concucharillas niqueladas que giraban entre vivos destellosy los demás con objetos de formas indeterminadas y vis-tosas. Un hilo pasaba por los anzuelos uniéndolos a unacuerda que colgaba hasta el suelo. Los pies le temblabansin descanso y los dedos le habían sido cortados de raíz.La postura del cuerpo, el escorzo del tronco sentado enel banquillo de cirugía, tenía algo de irrisorio espanta-pájaros que movía a mayor lastima quizá que las heri-das. De pronto, una voz salió por entre rosadas burbujas

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formadas a medida que las palabras se abrían paso tor-pemente por el agujero en donde antes estaba la boca.

—Quise hablarte, Pedro, sólo a ti, porque sé que tuespíritu es débil pero tu corazón es más grande que elde tus hermanos y tiene ya menos cosas que lo distrai-gan de su verdadero destino. Tú serás mi seguidor, so-bre mi muerte edificaras la palabra eterna y con ella teharás invencible y las fuerzas del mal nada podrán con-tra ti ni contra los que sepan escucharte y seguirte. Mehan hecho confesar horribles mentiras. Los pobres, losque nada tienen que perder, sabrán que estas patrañashan sido fruto del dolor y de la debilidad de esta carneinfeliz. Ellos te oirán y con ellos fundarás mi familia. Nopodrás esquivar tu misión y ha terminado la paz de tusdías y la felicidad de tu oficio. Vete.

El viejo sollozaba, de rodillas ante el cuerpo que ha-blaba. Con un pañuelo intentó limpiar la informe masadel rostro tan ajeno ya a las palabras que emitiera. Unmovimiento de impaciencia sacudió el cuerpo e hizo tam-balear la silla a la que estaba amarrado:

—Déjame, te digo. Muy pronto tendré que dar cuen-ta de la misión que se me confiara entre los hombres. Notengas piedad de mí. Ten piedad por ti y llora por losdías que te esperan. ¡Vete!

El viejo comenzó a levantarse y retrocedía hacia lapuerta sin quitar los ojos del supliciado, cuando dos hom-bres vestidos de blanco y con guantes de cirugía entraronllevando unos estuches metálicos y unos frascos.

—Déjanos solos —le ordenaron—, vamos a arreglar-lo para que lo puedan exponer ante el público y no debequedar huella del trabajo de los guardias. La tarea esdura y sólo contamos con unas pocas horas. Vamos, salien-do... pronto.

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Mientras uno le llevaba hasta la puerta, el otro sepuso a ordenar sobre una mesa pinzas, cuchillos y otrosinstrumentos de variadas formas y tamaños.

Quedó solo en el corredor, sin saber hacia dónde diri-girse. Sentía un cansancio que le calaba hasta los hue-sos y un dolor que le horadaba las entrañas, impidiéndo-le pensar y hasta moverse. Lloraba, lloraba incansable ysilenciosamente, como si una vía allá adentro se hubie-ra roto y fluyera incontrolable. Alguien, al pasar, le em-pujó sin verlo. Oyó que le pedían perdón y contestó sinescuchar sus propias palabras. Pasó mucho tiempo. Paraél fueron anchos espacios estriados de dolor, de terriblesolidaridad con el hombre. Vastos espacios sin tiempo,de los que fue rescatado por la voz de uno de los enfer-meros que le alcanzaba algo irreconocible.

—Toma, dijo que era para ti.Alargó la mano y sintió el peso de una tela mojada

en sangre. Reconoció el pañuelo de seda y lo que habíansido las estilizadas líneas de los campeones de regatas,que semejaban, por obra de la sangre seca, confusos tra-zos de un lenguaje milenario en una tela trabajada porla acción de los siglos y el olvido de los hombres.

Caminó sonámbulo hasta el patio y allí se recostó enuna de las columnas laterales y le dominó el sueño. Alsalir de la vigilia, le llegó una frase que después olvidópara siempre y que fue la materia de sus pesadillas deesa noche: “Viejo como los peces con carne de mármol yolor malva”.

Cuando despertó era de noche. Le habían echado enci-ma una manta de cuartel en la que se envolvió para se-guir durmiendo. Miró hacia las estrellas y sin percibirni entender la oquedad celeste, tornó a hundirse en elsueño. Le despertaron a la mañana siguiente ruidos debotas y armas. Abrió los ojos y vio a un guardia que se

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enjuagaba los dientes y escupía en los resumideros delpatio un líquido blanco con olor a menta. Sintió los miem-bros entumecidos por el duro lecho de baldosas sobre elque había dormido. Un sargento, que hacía rato le mira-ba, se acercó y le dijo:

—Oye anciano, ya dormiste tu borrachera, ahora vetey otra vez no busques más líos con la policía.

Pedro le miró y se dio cuenta, por el color de las insig-nias, que se trataba de un nuevo regimiento que habíavenido a relevar al del día anterior. Le tomaban, tal vez,por uno de esos borrachos trasnochadores y bullangue-ros que en su errante ebriedad suelen ir a parar a losbarrios tranquilos y respetables. Se puso en pie con di-ficultad y una ola de mareo y náuseas le pasó ante losojos y le subió hasta la boca. El aire fresco de la mañanale dio fuerzas suficientes para andar y se encaminó ha-cia la puerta de salida. Empezaba él mismo a convencer-se de que en verdad había llegado allí por algún escánda-lo de cantina. Al empujar la puerta, una voz seca y mili-tar gritó:

—¡Eh! ¿Adónde va ése? ¿Quién le dijo que saliera?¡Alto!

Alguien le tomó por el brazo, haciéndole voltear brus-camente. Un corpulento oficial a medio vestir le miró depies a cabeza examinándole con somnolienta parsimonia.

—El sargento —repuso Pedro—, el sargento me dijoque podía salir, señor —y señaló al fondo del patio endonde el sargento que le había dicho que podía irse es-taba limpiando una pistola.

—¡Sargento! —gritó el oficial—. ¿Qué pasa con éste?—Sí, mi capitán. No hay nada contra él. No dejaron

ningún papel los del turno de anoche. Parece que llegóborracho y le pusieron una multa o no sé qué.

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—Está bien, puedes irte, y más juicio para otra oca-sión, ¿eh?

El anciano abrió la puerta y penetró a un largo y obs-curo pasillo en donde habían apagado ya las luces y nollegaba todavía la claridad de la mañana. Allá en el fon-do, un sol color manzana, repartía sobre la calle una tier-na luz sin sombras. El pescador se dirigió a la salida, ti-tubeando aún pero más despierto ya y con la concienciade que algo le esperaba afuera que lo liberaría de esa in-cómoda y vaga carga que le pesaba en un rincón de la me-moria. De pronto, cuando iba a trasponer el umbral, al-guien le llamó de nuevo desde adentro. Era el capitánque asomaba para preguntarle:

—¡Eh! ¡Tú! ¿No pertenecías acaso a los seguidoresdel que ejecutaron ayer tarde?

Pedro se volvió a mirarlo y se detuvo sin saber quédecir.

—No, no sé quién era, señor —logró por fin contes-tar—. Soy pescador del puerto. Tengo mi matrícula enorden. No tengo nada que ver con ningún ajusticiado. Lamatrícula ¿sabe usted?... En aguas de la Base... pero pa-gué... estoy en orden. Yo... ¿sabe usted?

—Está bien —le interrumpió jovialmente el otro—.Lárgate y buena suerte. Y se oyó un portazo que trajode nuevo la penumbra al pasillo.

Al cruzar el umbral se bañó en la tibia claridad de lacalle. Un gallo lanzó hasta el cielo las cuatro notas desu canto, como un volatinero que inicia el espectáculotirando a lo alto las espadas que después irá a tragarse.El canto inauguró la mañana poblándola de todos esosruidos con los que el hombre pone de nuevo en marchasu vida sobre la tierra.

El anciano pescador bajó al puerto. A medida que seacercaba al mar, sitios y caras familiares le fueron abrien-

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do las puertas del mundo. Los días del pasado volvierona llenarse con el inconfundible lastre de recuerdos, amar-gos o felices, pero materia singular e incanjeable de suvida, que lo empujaba otra vez a ser un hombre entre loshombres, sin más doctrina que las enseñanzas del mar,sus astucias y repentinos furores y sus calmas tambiéninesperadas y agotadoras. Subió a su barca y se puso atrabajar en el arreglo y ajuste de la maquinaria. El con-tacto con las herramientas, el ronroneo de los motores,el viento marino barriendo la lisa madera de la cubier-ta, fueron hundiéndole más en sus asuntos y aligerándoledel agobiador lastre que la enajenada presencia del Ma-estro acumulara sobre el hábil perseguidor de cachalo-tes y bancos de atún. Puso a andar la lancha y puso proahacia la jefatura del puerto. Iba a renovar su permiso depesca. La vibración de la hélice y el desorden de las aguasalrededor de la achatada popa, le acabaron de soldar conel mundo y entonces comprendió porqué había negadoal Maestro y cuán extraño era a su doctrina y al imposi-ble sacrificio que suponía. Todo lo sucedido en las últi-mas semanas comenzó a retroceder buscando su justolugar en el pasado, ordenándose en la memoria con otrosmuchos recuerdos, y perdiendo esa particular energía,ese vertiginoso prestigio que estuviera a punto de ha-cerlo renegar de su condición entre los hombres.

Lavó el pañuelo en el agua que entraba por la borday lo puso a secar en una de las ventanillas laterales. Lassiluetas de los esbeltos yates comenzaron a destacarsede nuevo sobre el fondo marfil y celeste de la seda.

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LA MUERTE DEL ESTRATEGA

ALGUNOS hechos de la vida y la muerte de Alar el Ilirio,Estratega de la Emperatriz Irene en el Thema de Lycan-dos, ocuparon la atención de la Iglesia cuando, en el Con-cilio Ecuménico de Nicea, se habló de la canonización deun grupo de cristianos que sufrieran martirio a manosde los turcos en una emboscada en las arenas sirias. Alprincipio, el nombre de Alar se mencionaba junto con elde los demás mártires. Quien vino a poner en claro elasunto fue el patriarca de Laconia, Nicéforo Kalitzés,tal examinar algunos documentos relativos al Estrategay a su familia, que aportaron nuevas luces sobre la vidade Alar y alejaron cualquier posibilidad de entronizarloen los altares. Finalmente, cuando se dieron a conoceren el Concilio las cartas de Alar a Andrónico, su herma-no, la Iglesia impuso un denso silencio en torno al Ilirioy su nombre volvió a la oscuridad, de donde lo rescatarala ambición política de la Iglesia de Oriente.

Alar, llamado el Ilirio por la forma peculiar de susojos hundidos y rasgados, era hijo de un alto funciona-rio del Imperio, que gozó del favor del Basileus en tiem-

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pos de la lucha de las imágenes. El hábil cortesano seocupó bien poco de la educación de su hijo y convino enque la recibiera en Grecia, bajo la influencia de los últi-mos neoplatónicos. En el desorden de la decadente Ate-nas, perdió Alar todo vestigio, si lo tuvo algún día, de feen el Cristo. Tampoco el padre se había distinguido porsu piedad, y su alta posición en la Corte la ganó más porsu inagotable reserva de sutilezas diplomáticas que porsu fervor religioso. Pero cuando el muchacho regresó deAtenas el padre no pudo menos de asombrarse ante laforma descuidada y ligera como se refería a los asuntosde la iglesia Y, aunque se vivía entonces los momentosde más cruenta persecución iconoclasta, no por eso de-jaba el Palacio de Magnaura de estar erizado de morta-les trampas teológicas y litúrgicas. Gente mejor coloca-da que Alar y con mayor ascendiente con el Autocrátor,había perdido los ojos, y, a menudo, la vida, por una fra-se ligera o una incompostura en el templo.

Mediante hábiles disculpas, el padre de Alar consi-guió que el Emperador incorporase al Ilirio a su ejércitoy el muchacho fue nombrado Turmarca en un regimien-to acantonado en el puerto de Pelagos. Allí comenzó lacarrera militar del futuro Estratega. Como hombre dearmas, Alar no poseía virtudes muy sólidas. Un ciertoescepticismo sobre la vanidad de las victorias y ningunaatención a las graves consecuencias de una derrota, ha-cían de él un mediocre soldado. En cambio, pocos le aven-tajaban en la humanidad de su trato y en la cordial po-pularidad de que gozaba entre la tropa. En lo peor de labatalla, cuando todo parecía perdido, los hombres vol-vían a mirar al Ilirio que combatía con una amarga son-risa en los labios y conservando la cabeza fría. Esto bas-taba para devolverles la confianza y, con ella, la victo-ria. Aprendió con facilidad los dialectos sirios, armenios

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y árabes y hablaba corrientemente el latín, el griego y lalengua franca. Sus partes de campaña le fueron ganan-do cierta fama entre los oficiales superiores por la cla-ridad y elegancia del estilo. A la muerte de ConstantinoIV, Alar había llegado al grado de General de Cuerpo deEjército y comandaba la guarnición de Kipros. Su carre-ra militar, lejos de las peligrosas intrigas de la Corte,le permitió estar al margen de las luchas religiosas quetan sangrientas represiones despertaron en el Imperiode Oriente. En un viaje que el Basileus León hizo aPaphos en compañía de su esposa, la bella Irene, la jo-ven pareja fue recibida por Alar, quien supo ganarse lasimpatía de los nuevos autocrátores, en especial la dela astuta ateniense, que se sintió halagada por el since-ro entusiasmo y la aguda erudición del General en losasuntos helénicos. También León tuvo especial placeren el trato con Alar, y le atraía la familiaridad y llanezadel Ilirio y la ironía con que salvaba los más peligrosostemas políticos y religiosos.

Por aquella época, Alar había llegado a los treintaaños de edad. Era alto, con cierta tendencia a la moli-cie, lento de movimientos, y a través de sus ojos semi-cerrados e irónicos dejaba pasar cautelosamente la ex-presión de sus sentimientos. Nadie le había visto per-der la cordialidad, a menudo un poco castrense y franca.Se absorbía días enteros en la lectura con preferenciade los poetas latinos. Virgilio, Horacio y Catulo leacompañaban a dondequiera que fuese. Cuidaba muchode su atuendo y sólo en ocasiones vestía el uniforme. Supadre murió en la plenitud de su prestigio político, queheredó Andrónico, hermano menor del Estratega, porquien éste sentía particular afecto y mucha amistad. Elviejo cortesano había pedido a Alar que contrajera ma-trimonio con una joven de la alta burguesía de Bizancio,

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hija de un grande amigo de la casa. Para cumplir con eldeseo del padre, Alar la tomó por esposa, pero siemprehalló la manera de vivir alejado de su casa, sin romperdel todo con la tradición y los mandatos de la Iglesia.No se le conocían, por otra parte, los amoríos y escánda-los tan comunes entre los altos oficiales del Imperio. Nopor frialdad o indiferencia, sino más bien por cierta ten-dencia a la reflexión y al ensueño, nacida de un tempra-no escepticismo hacia las pasiones y esfuerzos de las gen-tes. Le gustaba frecuentar los lugares en donde las rui-nas atestiguaban el vano intento del hombre por perpe-tuar sus hechos. De allí su preferencia por Atenas, sugusto por Chipre y sus arriesgadas incursiones a las dor-midas arenas de Heliópolis y Tebas.

Cuando la Augusta lo nombró Hypatoï y le encomen-dó la misión de concertar el matrimonio del joven Ba-sileus Constantino con una de las princesas de Sicilia,el General se quedó en Siracusa más tiempo del nece-sario para cumplir su embajada. Se escondió luego enTauromenium, adonde lo buscaron los oficiales de su es-colta para comunicarle la orden perentoria de la Des-poina de comparecer ante ella sin tardanza. Cuando sepresentó a la Sala de los Delfines, después de un viajeque se alargó más de lo prudente, a causa de las visitasa pequeños puertos y calas de la costa africana, que es-condían ruinas romanas y fenicias, la Basilissa había per-dido por completo la paciencia.

“Usas el tiempo del César en forma que merece elmás grave castigo —le increpó—. ¿Qué explicación mepuedes dar de tu demora? ¿Olvidaste, acaso, el motivopor el cual te enviamos a Sicilia? ¿Ignoras que eres unHypatoï del Autocrátor? ¿Quién te ha dicho que puedesdisponer de tu tiempo y gozar de tus ocios mientras es-tás al servicio del Isapóstol, hijo del Cristo? Respónde-

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me y no te quedes ahí mirando a la nada, y borra tu in-solente sonrisa, que no es hora ni tengo humor para tusextrañas salidas”.

“Señora, Hija de los Apóstoles, bendecida de la Theo-tokos, Luz de los Evangelios —contestó imperturbableel Ilirio—, me detuve buscando las huellas del divinoUlyses, inquiriendo la verdad de sus astucias. Pero estetiempo, ni fue perdido para el Imperio, ni gastado con-tra la santa voluntad de vuestros planes. No convenía ala dignidad de vuestro hijo, el Porphyrogeneta, un ma-trimonio a todas luces desigual. No me pareció, por otraparte, oportuno, enviaros con un mensajero, ni escribi-ros, las razones por las que no quise negociar con los prín-cipes sicilianos. Su hija está prometida al heredero dela casa de Aragón por un pacto secreto, y habían promul-gado su interés en un matrimonio con vuestro hijo, conel único propósito de encarecer las condiciones del con-trato. Así fue como ellos solos, ante mi evidente desin-terés en tratar el asunto, descubrieron el juego. En cuan-to a mi regreso ¡oh escogida del Cristo!, estuvo, es cier-to, entorpecido por algunas demoras en las cuales mi vo-luntad puso menos que el deseo de presentarme ante ti”.

Aunque no quedó Irene muy convencida de las espe-ciosas razones del Ilirio, su enojo había ya cedido casi porcompleto. Como aviso para que no incurriera en nuevoserrores, Alar fue asignado a Bulgaria con la misión dereclutar mercenarios. En la polvorienta guarnición deun país que le era especialmente antipático, Alar sufrióel primero de los varios cambios que iban a operarse ensu carácter. Se Volvió algo taciturno y perdió ese per-manente buen humor que le valiera tantos y tan buenosamigos entre sus compañeros de armas y aun en la Cor-te. No es que se le viera irritado, ni que hubiera perdidoesa virtud muy suya de tratar a cada cual con la cariño-

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sa familiaridad de quien conoce muy bien a las gentes.Pero a menudo se le veía ausente, con la mirada fija enun vacío del que parecía esperar ciertas respuestas a unaangustia que comenzaba a trabajar su alma. Su atuendose hizo más sencillo y su vida más austera.

El cambio, en un principio, sólo fue percibido por susíntimos, y en el ejército y la Corte siguió gozando delfavor de quienes le profesaban amistad y admiración.En una carta del higoumeno Andrés, grande amigo deAlar y conocedor avisado de las religiones orientales,dirigida a Andrónico con el objeto de informarle sobrela entrevista con su hermano, el venerable relata hechosy palabras del Ilirio que en mucho contribuyeron a echarpor tierra el proyecto de canonización. Dice, entre otrascosas:

“Encontré al General en Zarosgrad. Pagaba los pri-meros mercenarios y se ocupaba de su entrenamiento.No lo hallé en la ciudad ni en los cuarteles. Había hecholevantar su tienda en las afueras de la aldea, a orillas deun arroyo, en medio de una huerta de naranjos, el aro-ma de cuyas flores prefiere. Me recibió con la cordialidadde siempre, pero lo noté distraído y un poco ausente. Algoen su mirada hizo que me sintiera en vaga forma culpa-ble e inseguro. Me miró un rato en silencio, y cuandoesperaba que preguntaría por ti y por los asuntos de laCorte o por la gente de su casa, me inquirió de improvi-so: ‘¿Cuál es el dios que te arrastra por los templos, ve-nerable? ¿Cuál, cuál de todos?’. ‘No comprendo tu pre-gunta’ —le contesté—. Y él, sin volver sobre el asunto,comenzó a proponerme, una tras otra, las más diversasy extrañas cuestiones sobre la religión de los persas ysobre la secta de los brahmanes. Al comienzo creí queestaba febril. Después me di cuenta que sufría mucho yque las dudas lo acosaban como perros feroces. Mien-

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tras le explicaba algunos de los pasos que llevan a la per-fección o Nirvana de los hindúes, saltó hacia mí, gritan-do: ‘¡Tampoco es ese el camino! ¡No hay nada qué hacer!No podemos hacer nada. No tiene ningún sentido haceralgo. Estamos en una trampa’. Se recostó en el camastrode pieles que le sirve de lecho y, cubriéndose el rostrocon las manos, volvió a sumirse en el silencio. Al fin, sedisculpó diciéndome: ‘Perdona, venerable Andrés, perollevo dos meses tragando el rojo polvo de Dacia y oyen-do el idioma chillón de estos bárbaros, y me cuesta tra-bajo dominarme. Dispénsame y sigue tu explicación, queme atañe en mucho’. Seguí mi exposición, pero había yaperdido el interés en el asunto, pues más me preocupabala reacción de tu hermano. Comenzaba a darme cuentade cuán profunda era la crisis por la que pasaba. Biensabes, como hermano y amigo queridísimo suyo, que elGeneral cumple por pura fórmula y sólo como parte dela disciplina y el ejemplo que debe a sus tropas, con losdeberes religiosos. Para nadie es ya un misterio su totalapartamiento de nuestra Iglesia y de toda otra convic-ción de orden religioso. Como conozco muy bien su inte-ligencia y hemos hablado en muchas ocasiones sobreesto, no pretendo siquiera intentar su conversión. Temo,sí, que el Venerable Metropolitano Miguel Lakadianos,que tanta influencia ejerce ahora sobre nuestra muy ama-da Irene y que tan pocas simpatías ha demostrado siem-pre por vuestra familia, pueda enterarse en detalle dela situación del Ilirio y la haga valer en su contra antela Basilissa, Esto te lo digo para que, teniéndolo en cuen-ta, obres en favor de tu hermano y mantengas vivo el afec-to que siempre le ha sido dispensado. Y antes de pasara otros asuntos, ajenos al General, quiero relatarte elfinal de nuestra entrevista. Nos perdimos en un largoexamen de ciertos aspectos comunes entre algunas he-

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rejías cristianas y las religiones del Oriente. Cuandoparecía haber olvidado ya por completo su recientesobresalto, y habíamos derivado hacia el tema de los mis-terios de Eleusis, el General comenzó a hablar, más parasí que conmigo, dando rienda suelta a su apasionado in-terés por los helenos. Bien conoces su inagotable erudi-ción sobre el tema. De pronto, se interrumpió y mirán-dome como si hubiera despertado de un sueño, me dijo,mientras acariciaba la máscara mortuoria que le envias-te de Creta: ‘Ellos hallaron el camino. Al crear los dio-ses a su imagen y semejanza dieron trascendencia a esaarmonía interior, imperecedera y siempre presente, dela cual manan la verdad y la belleza. En ella creían antetodo y por ella y a ella sacrificaban y adoraban. Eso losha hecho inmortales. Los helenos sobrevivirán a todaslas razas, a todos los pueblos, porque del hombre mismorescataron las fuerzas que vencen a la nada. Es todo loque podemos hacer. No es poco, pero es casi imposiblelograrlo ya, cuando oscuras levaduras de destrucción hanpenetrado muy hondo en nosotros. El Cristo nos ha sa-crificado en su cruz, Buda nos ha sacrificado en su re-nunciación, Mahoma nos ha sacrificado en su furia. He-mos comenzado a morir. No creo que me explique cla-ramente. Pero siento que estamos perdidos, que nos he-mos hecho a nosotros mismos el daño irreparable de caeren la nada. Ya nada somos, nada podemos. Nadie puedepoder’. Me abrazó cariñosamente. No me dijo más, yabriendo un libro se sumió en su lectura. Al salir, me lle-vé la certeza de que el más entrañable de nuestros ami-gos, tu hermano amantísimo, ha comenzado a andar porla peligrosa senda de una negación sin límites y de im-placables consecuencias”.

Es de comprender la preocupación del higoumeno.En la Corte, las pasiones políticas se mezclan peligro-

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samente con las doctrinas de la Iglesia. Irene estaba ca-yendo, cada día más, en una intransigencia religiosa quela llevó a extremos tales, como ordenar que le sacaranlos ojos a su hijo Constantino por ciertas sospechas desimpatía con los iconoclastas. Si las palabras de Alar eranrepetidas en la Corte, su muerte seria segura. Sin em-bargo, el Ilirio cuidábase mucho, aun entre sus más ínti-mos amigos, de comentar estos asuntos, que constituíansu principal preocupación. Su hermano, que sorteaba há-bilmente todos los peligros, le consiguió, pasado el lapsode olvido en Bulgaria, el ascenso a la más alta posiciónmilitar del Imperio, el grado de Estratega, delegado per-sonal y representante directo del Emperador en los The-mas del Imperio. El nombramiento no encontró oposi-ción alguna entre las facciones que luchaban por el po-der. Unos y otros estaban seguros de que no contaríancon el Ilirio para fines políticos y se consolaban pensan-do en que tampoco el adversario contaría con el favor delEstratega. Por su parte, los Basileus sabían que las ar-mas del Imperio quedaban en manos fieles y que jamásse tornarían contra ellos, conociendo, como conocían, eldesgano y desprendimiento del Ilirio hacia todo lo quefuera poder político o ambición personal.

Alar fue a Constantinopla para recibir la investidu-ra de manos de los Emperadores. El Autocrátor le im-puso los símbolos de su nuevo rango en la catedral deSanta Sofía y la Despoina le entregó el águila de losstratigoi, bendecida tres veces por el patriarca Miguel.Cuando el Emperador León tomó el juramento de obe-diencia al nuevo Estratega, sus ojos se llenaron de lá-grimas. Muchos citaron después este detalle como pre-monitorio del fin tristísimo de Alar y del no menos trá-gico de León. La verdad era que el Emperador se habíaconmovido por la forma austera y casi monástica como

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su amigo de muchos años, recibía la más alta muestrade confianza y la más amplia delegación de poder quepudiera recibir un ciudadano de Bizancio, después de lapúrpura imperial.

Un gran banquete fue servido en el Palacio de Hié-ria. Y el Estratega, sin mencionar ni agradecer al Au-gusto el honor inmenso que le dispensaba, entabló conLeón un largo y cordialísimo diálogo sobre algunos tex-tos hallados por los monjes de la isla de Prinkipo y queeran atribuibles a Lucrecio. Irene interrumpió en másde una ocasión la animada charla, y en una de ellas sem-bró un temeroso silencio entre los presentes y fue me-morable la respuesta del Estratega. “Estoy segura —apun-tó la Despoina— que nuestro Estratega pensaba más enlos textos del pagano Lucrecio que en el santo sacrificioque por la salvación de su alma celebraba nuestro pa-triarca”. “En verdad, Augusta —contestó Alar— que mepreocupaba mucho durante la Santa Misa el texto atri-buido a Lucrecio, pero precisamente por la semejanzaque hay en él con ciertos pasajes de nuestras sagradasescrituras. Sólo el Verbo, que da verdad eterna a las pa-labras, está ausente del latín. Por lo demás, bien pudie-ra atribuirse su texto a Daniel el profeta, o al apóstolPablo en sus cartas”. La respuesta de Alar tranquilizó atodos y desarmó a Irene que había hecho la pregunta enbuena parte empujada por el Metropolitano Miguel. Peroel Estratega se dio cuenta de cómo su amiga había caí-do sin remedio en un fanatismo ciego que la llevaría aderramar mucha sangre, comenzando por la de su pro-pia casa.

Y aquí termina la que pudiéramos llamar vida públi-ca de Alar el Ilirio. Fue aquella la última vez que estuvoen Bizancio. Hasta su muerte permaneció en el Themade Lycandos, en la frontera con Siria, y aún se conservan

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vestigios de su activa y eficaz administración. Levantónumerosas fortalezas para oponer una barrera militar alas invasiones musulmanas. Visitaba de continuo cadauno de estos puestos avanzados, por miserable que fue-ra y por perdido que estuviera en las áridas rocas o enlas abrasadoras arenas del desierto.

Llevaba una vida sencilla de soldado, asistido por susgentes de confianza, unos caballeros macedónicos, unanciano retórico dorio por el que sentía particular afec-ción a pesar de que no fuera hombre de grandes dotes yde señalada cultura, un juglar provenzal que se le unie-ra cuando su visita a Sicilia y su guardia de fieles “kaz-hares” que sólo a él obedecían y que reclutara en Bulga-ria. La elegancia de su atuendo fue cambiando hacia unsimple traje militar al cual añadía, los días de revista,el águila bendita de los stratigoi. En su tienda de cam-paña le acompañaban siempre algunos libros, Horacioinfaliblemente, la máscara funeral cretense, obsequiode su hermano y una estatuilla de Hermes Trismegisto,recuerdo de una amiga maltesa, dueña de una casa deplacer en Chipre. Sus íntimos se acostumbraron sus lar-gos silencios, a sus extrañas distracciones y a la severamelancolía que en las tardes se reflejaba en su rostro.

Era evidente el contraste de esta vida del Ilirio conla que llevaban los demás Estrategas del Imperio. Ha-bitaban suntuosos palacios, haciéndose llamar “Espadade los Apóstoles”, “Guardián de la Divina Theotokos”,“Predilecto del Cristo”. Hacían vistosa ostentación desus mandatos y vivían con lujo y derroche escandalosos,compartiendo con el Emperador esa hierática lejanía,ese arrogante boato que despertaba en los súbditos delas apartadas provincias, abandonadas al arbitrio de losEstrategas, una veneración y un respeto que tenía mu-cho de sumisión religiosa. Caso único en aquella época

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fue el de Alar el Ilirio, cuyo ejemplo siguieron despuéslos sabios emperadores de la dinastía Comnena, con pin-gües resultados políticos. Alar vivía entre sus soldados.Escoltado únicamente por los “kazhares” y por el regi-miento de caballeros macedónicos, recorría continua-mente la frontera de su Thema que limitaba con los do-minios del incansable y ávido Ahmid Kabil, reyezuelosirio que se mantenía con el botín logrado en las incur-siones a las aldeas del Imperio. A veces se aliaba con losturcos en contra de Bizancio y, otras, éstos lo abandona-ban en neutral complicidad, para firmar tratados de pazcon el Autocrátor.

El Estratega aparecía de improviso en los puestosfortificados y se quedaba allí semanas enteras, revisan-do la marcha de las construcciones y comprobando la mo-ral de las tropas. Se alojaba en los mismos cuarteles, endonde le separaban una estrecha pieza enjalbegada.Argiros, su ordenanza, le tendía un lecho de pieles quese acostumbró a usar entre los búlgaros. Allí administra-ba justicia, discutía con arquitectos y constructores y to-maba cuentas a los jefes de la plaza. Tal como había lle-gado, partía sin decir hacia dónde iba. De su gusto porlas ruinas y de su interés por las bellas artes le quedabanalgunos vestigios que salían a relucir cuando se tratabade escoger el adorno de un puente, la decoración de lafachada de una fortaleza o de rescatar tesoros de la anti-gua Grecia que habían caído en poder de los musulma-nes. Más de una vez prefirió rescatar el torso de una Ve-nus mutilada o la cabeza de una medusa, a las reliquiasde un santo patriarca de la Iglesia de Oriente. No se leconocieron amores o aventuras escandalosas, ni era afec-to a las ruidosas bacanales gratas a los demás Estrategas.En los primeros tiempos de su mandato solía llevar con-sigo una joven esclava de Gales que le servía con silen-

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ciosa ternura y discreta devoción; y cuando la muchachamurió, en una emboscada en que cayera una parte de suconvoy, el Ilirio no volvió a llevar mujeres consigo y secontentaba con pasar algunas noches, en los puertos dela costa, con muchachas de las tabernas con las que bro-meaba y reía como cualquiera de sus soldados. Conser-vaba, sí, una solitaria e interior lejanía que despertabaen las jóvenes cierto indefinible temor.

En la gris rutina de esta vida castrense, se fue apa-gando el antiguo prestigio del Ilirio y su vida se fuellenando de grandes sombras a las cuales rara vez alu-día, ni permitía que fuesen tema de conversación entresus allegados. La Corte lo olvidó o poco menos. Murió elBasileus en circunstancias muy extrañas y pocas sema-nas después Irene se hacia proclamar en Santa Sofía“Gran Basileus y Autocrátor de los Romanos”. El Impe-rio entró de lleno en uno de sus habituales períodos desordo fanatismo, de rabiosa histeria teológica, y los mon-jes todopoderosos impusieron el oscuro terror de susintrigas que llevaban a las víctimas a los subterráneosde las Blanquernas, en donde les eran sacados los ojos,o al hipódromo, en donde las descuartizaban briosos ca-ballos. Así era pagada la menor tibieza en el servicio delCristo y de su Divina Hija, Estrella de la Mañana, la Di-vina Irene. Contra el Estratega nadie se atrevió a alzarla mano. Su prestigio en el ejército era muy sólido, suhermano había sido designado Protosebasta y Gran Maes-tro de las Escuelas, y la Augusta conocía la natural aver-sión del Ilirio a tomar partido y su escepticismo hacialos salvadores del Imperio, que por entonces surgían acada instante.

Y fue entonces cuando apareció Ana la Cretense, yla vida de Alar cambió de nuevo por completo. Era éstala joven heredera de una rica familia de comerciantes

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de Cerdeña, los Alesi, establecida desde hacía variasgeneraciones en Constantinopla. Gozaban de la con-fianza y el favor de la Emperatriz, a la que ayudaban amenudo con empréstitos considerables, respaldados conla recolección de los impuestos en los puertos bizantinosdel Mediterráneo. La muchacha, junto con su hermanomayor, había caído en manos de los piratas berberiscos,cuando regresaban de Cerdeña en donde poseían vas-tas propiedades. Irene encomendó al Ilirio negociar elrescate de los Alesi con los delegados del Emir, quienamparaba la piratería y cobraba participación en los sa-queos.

Pero antes de relatar el encuentro con Ana, es inte-resante saber cuál era el pensamiento, cuáles las certe-zas y dudas del Estratega, en el momento de conocer ala mujer que daría a sus últimos días una profunda y nue-va felicidad y a su muerte una particular intención y sen-tido. Existe una carta de Alar a su hermano Andrónico,escrita cuatro días antes de recibir la caravana de losAlesi. Después de comentar algunas nuevas que sobrepolítica exterior del Imperio le relatara su hermano, diceel Ilirio: “...y esto me lleva a confiar mi certeza en la nuga-cidad de ese peligroso compromiso de las mejores virtu-des del hombre que es la política. Observa con cuántarazón nuestra Basilissa esgrime ahora argumentos paraimplantar un orden en Bizancio, razón que ella mismahace diez años hubiera rechazado como atentatoria delas leyes del Imperio y grave herejía. Y cuánta gente murióentretanto por pensar como ella piensa hoy. Cuántosciegos y mutilados por haber hecho pública una fe quehoy es la del Estado. El hombre, en su miserable confu-sión, levanta con la mente complicadas arquitecturas ycree que aplicándolas con rigor conseguirá poner ordenal tumultuoso y caótico latido de su sangre. Nos hemos

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agarrado las manos en nuestra misma trampa y nada po-demos hacer, ni nadie nos pide que hagamos nada. Cual-quier resolución que tomemos, irá siempre a perderseen el torrente de las aguas que vienen de sitios muy dis-tantes y se reúnen en el gran desagüe de las alcantari-llas para confundirse en la vasta extensión del océano.Podrás pensar que un amargo escepticismo me impidegozar del mundo que gratuitamente nos ha sido dado.No es así, hermano queridísimo. Una gran tranquilidadme visita y cada episodio de mi rutina de gobernante ysoldado se me ofrece con una luz nueva y reveladora deinsospechadas fuentes de vida. No busco detrás de cadacosa significados remotos o improbables. Trato más biende rescatar de ella esa presencia que me da la razón decada día. Como ya sé con certeza total que cualquier co-municación que intentes con el hombre es vana y por com-pleto inútil, que sólo a través de los oscuros caminos dela sangre y de cierta armonía que pervive a todas las for-mas y dura sobre civilizaciones e imperios podemos sal-varnos de la nada, vivo entonces sin engañarme y sin pre-tender que otros lo hagan por mí ni para mí. Mis solda-dos me obedecen, porque saben que tengo más experien-cia que ellos en ese trato diario con la muerte que es laguerra; mis súbditos aceptan mis fallos, porque sabenque no los inspira una ley escrita, sino lo que mi naturalamor por ellos trata de entender. No tengo ambición al-guna, y unos pocos libros, la compañía de los macedónicos,las sutilezas del Dorio, los cantos de Alcen el Provenzaly el tibio lecho de una hetaira del Líbano colman todasmis esperanzas y propósitos. No estoy en el camino denadie ni nadie se atraviesa en el mío. Mato en la batallasin piedad, pero sin furia. Mato porque quiero que durelo más posible nuestro Imperio, antes de que los bárba-ros lo inunden con su jerga destemplada y su rabioso pro-

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feta. Soy un griego, o un romano de oriente, como quie-ras, y sé que los bárbaros, así sean latinos, germanos oárabes, vengan de Kiev, de Lutecia, de Bagdad o de Roma,terminarán por borrar nuestro nombre y nuestra raza.Somos los últimos herederos de la Hellas inmortal, úni-ca que diera al hombre respuesta valedera a sus pregun-tas de bastardo. Creo en mi función de Estratega y la cum-plo cabalmente, conociendo de antemano que no es mu-cho lo que se puede hacer, pero que el no hacerlo seríapeor que morir. Hemos perdido el camino hace muchossiglos y nos hemos entregado al Cristo sediento de san-gre, cuyo sacrificio pesa con injusticia sobre el corazóndel hombre y lo hace suspicaz, infeliz y mentiroso. He-mos tapiado todas las salidas y nos engañamos como lasfieras se engañan en la oscuridad de las jaulas del circo,creyendo que afuera les espera la selva que añoran do-lorosamente. Lo que me cuentas del Embajador del Sa-cro Imperio Romano me parece ejemplo que ajusta a misrazones y debieras, como Logoteta que eres del Impe-rio, hacerle ver lo oscuro de sus propósitos y el error desus ideas, pero esto seria tanto como...”.

La caravana de los Alesi llegó al anochecer al puestofortificado de Al Makhir, en donde paraba el Estrategaen espera de los rehenes. El Ilirio se retiró temprano.Había hecho tres días de camino sin dormir. A la maña-na siguiente, después de dar las órdenes para despacharla caballería turca que los había traído, dio audiencia alos rescatados ciudadanos de Bizancio. Entraron en si-lencio a la pequeña celda del Estratega y no salían desu asombro al ver al Protosebasta de Lycandos, a la ManoArmada del Cristo, al Hijo dilecto de la Augusta, vivien-do como un simple oficial, sin tapetes, ni joyas, acompa-ñado únicamente de unos cuantos libros. Tendido en sulecho de piel de oso, repasaba unas listas de cuentas

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cuando entraron los Alesi, eran cinco y los encabezabaun joven de aspecto serio y abstraído y una muchachade unos veinte años con un velo sobre el rostro. Los tresrestantes eran el médico de la familia, un administra-dor de la casa en Bari y un tío, higoumeno del Stoudion.Rindieron al Estratega los homenajes debidos a su je-rarquía y éste los invitó a tomar asiento. Leyó la listade los visitantes en voz alta y cada uno de ellos contestócon la fórmula de costumbre: “Griego por la gracia delCristo y su sangre redentora, siervo de nuestra divinaAugusta”. La muchacha fue la última en responder y parahacerlo se quitó el velo de la cara. No reparó en ella Alaren el primer momento, y sólo le llamó la atención la re-posada seriedad de su voz que no correspondía con suedad.

Les hizo algunas preguntas de cortesía, averiguó porel viaje y al higoumeno le habló largo rato sobre su ami-go Andrés a quien aquél conocía superficialmente. A laspreguntas que Alar hiciera a la muchacha, ella contestócon detalles que indicaban una clara inteligencia y unagudo sentido crítico. El Estratega se fue interesandoen la charla y la audiencia se prolongó por varias horas.Siguiendo alguna observación del hermano sobre el es-plendor de la Corte del Emir, la muchacha preguntó alEstratega: “Si has renunciado al lujo que impone tu car-go, debemos pensar que eres hombre de profunda reli-giosidad, pues llevas una vida al parecer monacal”. Alarse la quedó mirando y las palabras de la pregunta se leescapaban a medida que le dominaba el asombro antecierta secreta armonía, de sabor muy antiguo, que se des-cubría en los rasgos de la joven. Algo que estaba tambiénen la máscara cretense, mezclado con cierta impresiónde salud ultraterrena que da esa permanencia, a travésde los siglos, de la interrelación de ojos y boca, nariz y

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frente y la plenitud de formas propias de ciertos pue-blos del Levante. Una sonrisa de la muchacha le trajode nuevo al presente y contestó: “Conviene más a mi ca-rácter que a mis convicciones religiosas este género devida. Por mi parte lamento no poder ofrecerles mejoralojamiento”.

Y así fue como Alar conoció a Ana Alesi, a la que lla-mó después La Cretense y a quien amó hasta su últimodía y guardó a su lado durante los postreros años de sugobierno en Lycandos. El Estratega halló razones parair demorando el viaje de los Alesi y, después, pretextan-do la inseguridad de las costas, dejó a Ana consigo y en-vió a los demás por tierra, viaje que hubiera resultadoen extremo penoso para la joven.

Ana aceptó gustosa la medida, pues ya sentía haciael Ilirio el amor y la profunda lealtad que le guardaratoda la vida. Al llegar a Bizancio, el joven Alesi se quejóante la Emperatriz por la conducta de Alar. Irene inter-vino a través de Andrónico para amonestar al Estrategay exigirle el regreso inmediato de Ana. Alar contestó asu hermano en una carta, que también figura en los ar-chivos del Concilio y que nos da muchas luces sobre suhistoria y sobre las razones que lo unieron a Ana. Diceasí:

“En relación con Ana deseo explicarte lo sucedidopara que, tal como te lo cuento, se lo hagas saber a laAugusta. Tengo demasiada devoción y lealtad por ellapara que, en medio de tanto conspirador y tanto traidorque la rodea, me distinga, precisamente a mí, con su in-justo enojo.

”Ana es, hoy, todo lo que me ata al mundo. Si no fue-ra por ella, hace mucho tiempo que hubiera dejado mishuesos en cualquier emboscada nocturna. Tú lo sabes me-jor que nadie y como nadie entiendes mis razones. Al

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principio, cuando apenas la conocía, en verdad pretextéciertos motivos de seguridad para guardarla a mi lado.Después, se fue uniendo cada vez más a mi vida y hoy elmundo se sostiene para mí a través de su piel, de su aro-ma, de sus palabras, de su amable compañía en el lechoy de la forma como comprende, con clarividencia her-mosísima, las verdades, las certezas que he ido con-quistando en mi retiro del mundo y de sus sórdidas ar-gucias cortesanas. Con ella he llegado a apresar, al fin,una verdad suficiente para vivir cada día. La verdad desu tibio cuerpo, la verdad de su voz velada y fiel, la ver-dad de sus grandes ojos asombrados y leales. Como estoes muy parecido al razonamiento de un adolescente ena-morado, es probable que en la Corte no lo entiendan.Pero yo sé que la Augusta sabrá cuál es el particular sen-tido de mi conducta. Ella me conoce hace muchos años yen el fondo de su alma cristiana de hoy reposa, escondi-da, la aguda ateniense que fuera mi leal amiga y protec-tora.

”Como sé cuán deleznable y débil es todo intento hu-mano de prolongar, contra todos y contra todo, una rela-ción como la que me une a Ana, si la Despoina insisteen ordenar su regreso a Constantinopla no moveré undedo para impedirlo. Pero allí habrá terminado para mítodo interés en seguir sirviendo a quien tan torpemen-te me lastima”.

Ardrónico comunicó a Irene la respuesta de su her-mano. La Emperatriz se conmovió con las palabras delIlirio y prometió olvidar el asunto. En efecto, dos añospermaneció Ana al lado de Alar, recorriendo con él to-dos los puestos y ciudades de la frontera y descansandoen el estío, en un escondido puerto de la costa en dondeun amigo veneciano había obsequiado al Estratega unapequeña casa de recreo. Pero los Alesi no se daban por

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vencidos y con ocasión de un empréstito que negociabaIrene con algunos comerciantes genoveses, la casa res-paldó la deuda con su firma y la Basilissa se vio obliga-da a intervenir en forma definitiva, si bien contra suvoluntad, ordenando el regreso de Ana. La pareja reci-bió al mensajero de Irene y conferenciaron con él casitoda la noche. Al día siguiente, Ana la Cretense se em-barcaba para Constantinopla y Alar volvía a la capitalde su provincia. Quienes estaban presentes no pudie-ron menos de sorprenderse ante la serenidad con quese dijeron adiós. Todos conocían la profunda adhesióndel Estratega a la muchacha y la forma como hacía de-pender de ella hasta el más mínimo acto de su vida. Susíntimos amigos, empero, no se extrañaron de la tranqui-lidad del Ilirio, pues conocían muy bien su pensamien-to. Sabían que un fatalismo lúcido, de raíces muy hon-das, le hacía aparecer indiferente en los momentos máscríticos.

Alar no volvió a mencionar el nombre de la Creten-se. Guardaba consigo algunos objetos suyos y unas car-tas que le escribiera cuando se ausentó para hacerse car-go del aprovisiona-miento y preparación militar de laflota anclada en Malta. Conservaba también un arete queolvidó la muchacha en el lecho, la primera vez que dur-mieron juntos en la fortaleza de San Esteban Damasceno.

Un día citó a sus oficiales a una audiencia. El Estra-tega les comunicó sus propósitos en las siguientes pa-labras:

“Ahmid Kabil ha reunido todas sus fuerzas y prepa-ra una incursión sin precedentes contra nuestras provin-cias. Pero esta vez cuenta, si no con el apoyo, sí con lavigilante imparcialidad del Emir. Si penetramos por sor-presa en Siria y alcanzamos a Kabil en sus cuarteles, don-de ahora prepara sus fuerzas, la victoria estará se-

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guramente a nuestro favor. Pero una vez terminemoscon él, el Emir seguramente violará su neutralidad y seechará sobre nosotros, sabiéndonos lejos de nuestroscuarteles e imposibilitados de recibir ninguna ayuda.Ahora bien, mi plan consiste en pedir refuerzos a Bizancioy traerlos aquí en sigilo para reforzar las ciudadelas dela frontera en donde quedarán la mitad de nuestras tro-pas.

”Cuando el Emir haya terminado con nosotros, seríaloco pensar lo contrario, pues vamos a luchar cincuentacontra uno, se volverá sobre la frontera e irá a estrellar-se con una resistencia mucho más poderosa de la que sos-pecha y entonces será él quien esté lejos de sus cuarte-les y será copado por los nuestros.

”Habremos eliminado así dos peligrosos enemigosdel Imperio con el sacrificio de algunos de nosotros. Con-tra el reglamento, no quiero esta vez designar los jefesy soldados que deban quedarse y los que quieran inter-narse conmigo. Escojan ustedes libremente y mañana,al alba, me comunican su decisión. Una cosa quiero quesepan con certeza: los que vayan conmigo para terminarcon Kabil no tienen ninguna posibilidad de regresar vi-vos. El Emir espera cualquier descuido nuestro para ata-carnos y ésta será para él una ocasión única que aprove-chará sin cuartel. Los que se queden para unirse a losrefuerzos que hemos pedido a nuestra Despoina forma-rán a la izquierda del patio de armas y los que hayan de-cidido acompañarme lo harán a la derecha. Es todo”.

Se dice que era tal la adhesión que sus gentes teníanpor Alar, que los oficiales optaron por sortear entre ellosel quedarse o partir con el Estratega, pues ninguno que-ría abandonarlo. A la mañana siguiente, Alar pasó revis-ta a su ejército, arengó a los que se quedaban para de-fender la frontera del Imperio y sus palabras fueron re-

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cibidas con lágrimas por muchos de ellos. A quienes sele unieron para internarse en el desierto, les ordenó con-gregar las tropas en un lugar de la Siria Mardaita. Dossemanas después, se reunieron allí cerca de cuarentamil soldados que, al mando personal del Ilirio, penetra-ron en las áridas montañas de Asia Menor.

La campaña de Alar está descrita con escrupulosodetalle en las “Relaciones Militares” de Alejo Comneno,documento inapreciable para conocer la vida militar deaquella época y penetrar en las causas que hicieron posi-ble, siglos más tarde, la destrucción del Imperio por losturcos. Alar no se había equivocado. Una vez derrotadoel escurridizo Ahmid Kabil, con muy pocas bajas en lasfilas griegas, regresó hacia su Thema a marchas forza-das. En la mitad del camino su columna fue sorprendi-da por una avalancha de jenízaros e infantería turca quese le pegó a los talones sin soltar la presa. Había dividi-do sus tropas en tres grupos que avanzaban en abanicohacia lugares diferentes del territorio bizantino, con elfin de impedir la total aniquilación del ejército que ha-bía penetrado en Siria. Los turcos cayeron en la trampay se aferraron a la columna de la extrema izquierda co-mandada por el Estratega, creyendo que se trataba delgrueso del ejército. Acosado día y noche por crecientesmasas de musulmanes, Alar ordenó detenerse en el oa-sis de Kazheb y allí hacer frente al enemigo. Formaronen cuadro, según la tradición bizantina, y comenzó el ase-dio por parte de los turcos. Mientras las otras dos co-lumnas volvían intactas al Imperio e iban a unirse a losdefensores de los puestos avanzados, las gentes de Alariban siendo copadas por las flechas musulmanas. Al cuar-to día de sitio, Alar resolvió intentar una salida noctur-na y por la mañana atacar a los sitiadores desde la reta-guardia. Había la posibilidad de ahuyentarlos, hacién-

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doles creer que se trataba de refuerzos enviados deLycandos. Reunió a los macedónicos y a dos regimien-tos de búlgaros y les propuso la salida. Todos aceptaronserenamente y a medianoche se escurrieron por las fres-cas arenas que se extendían hasta el horizonte. Sin aler-tar a los turcos, cruzaron sus líneas y fueron a esconder-se en una hondonada en espera del alba. Por desgraciapara los griegos, a la mañana siguiente todo el gruesode las tropas del Emir llegaba al lugar del combate. Alprimer claror de la mañana una lluvia de flechas les anun-ció su fin. Una vasta marea de infantes y jenízaros se ex-tendía por todas partes rodeando la hondonada. No te-nían siquiera la posibilidad de luchar cuerpo a cuerpocon los turcos; tal era la barrera impenetrable que for-maban las flechas disparadas por éstos. Los macedónicosatacaron enloquecidos y fueron aniquilados en pocos mi-nutos por las cimitarras de los jenízaros. Unos cuantoshúngaros y la guardia personal del Estratega rodearona Alar que miraba impasible la carnicería.

La primera flecha le atravesó la espalda y le salió porel pecho a la altura de las últimas costillas. Antes de per-der por completo sus fuerzas, apuntó a un mahdi que des-de su caballo se divertía en matar búlgaros con su arcoy le lanzó la espada pasándolo de parte a parte. Un se-gundo flechazo le atravesó la garganta. Comenzó a per-der sangre rápidamente, y envolviéndose en su capa sedejó caer al suelo con una vaga sonrisa en el rostro. Losfanáticos búlgaros cantaban himnos religiosos y salmosde alabanza a Cristo, con esa fe ciega y ferviente de losrecién convertidos. Por entre las monótonas voces delos mártires comenzó a llegarle la muerte al Estratega.

Una gozosa confirmación de sus razones le vino derepente. En verdad, con el nacimiento caemos en unatrampa sin salida. Todo esfuerzo de la razón, la especiosa

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red de las religiones, la débil y perecedera fe del hom-bre en potencias que le son ajenas o que él inventa eltorpe avance de la historia, las convicciones políticas,los sistemas de griegos y romanos para conducir el Es-tado, todo le pareció un necio juego de niños. Y ante elvacío que avanzaba hacia él a medida que su sangre seescapaba, buscó una razón para haber vivido, algo que lehiciera valedera la serena aceptación de su nada, y depronto, como un golpe de sangre más que le subiera, elrecuerdo de Ana la Cretense le fue llenando de sentidotoda la historia de su vida sobre la tierra. El delicado teji-do azul de las venas en sus blancos pechos, un abrirsede las pupilas con asombro y ternura, un suave ceñirsea su piel para velar su sueño, las dos respiraciones ja-deando entre tantas noches, como un mar palpitandoeternamente; sus manos seguras, blancas, sus dedos fir-mes y sus uñas en forma de almendra, su manera de es-cucharle, su andar, el recuerdo de cada palabra suya, sealzaron para decirle al Estratega que su vida no habíasido en vano que nada podemos pedir, a no ser la secre-ta armonía que nos une pasajeramente con ese gran mis-terio de los otros seres y nos permite andar acompaña-dos una parte del camino. La armonía perdurable de uncuerpo y, a través de ella, el solitario grito de otro serque ha buscado comunicarse con quien ama y lo ha lo-grado, así sea imperfecta y vagamente, le bastaron paraentrar en la muerte con una gran dicha que se confun-día con la sangre manando a borbotones. Un último fle-chazo lo clavó en la tierra atravesándole el corazón. Paraentonces, ya era presa de esa desordenada alegría, tanesquiva, de quien se sabe dueño del ilusorio vacío de lamuerte.

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EL ÚLTIMO ROSTRO

LAS PÁGINAS que van a leerse pertenecen a un legajo demanuscritos vendidos en la subasta de un librero de Lon-dres pocos años después de terminada la segunda gue-rra mundial. Formaron parte estos escritos de los bie-nes de la familia Nimbourg-Napierski, el último de cu-yos miembros murió en Mers-el Kebir combatiendo comooficial de la Francia libre. Los Nimbourg-Napierski lle-garon a Inglaterra meses antes de la caída de Francia yllevaron consigo algunos de los más preciados recuer-dos de la familia: un sable con mango adornado de ru-bíes y zafiros, obsequio del mariscal José Poniatowskial coronel de lanceros Miecislaw Napierski, en recuer-do de su heroica conducta en la batalla de Friedland; unaserie de bocetos y dibujos de Delacroix comprados al ar-tista por el príncipe de Nimbourg-Boulac, la colecciónde monedas antiguas del abuelo Nimbourg-Napierski,muerto en Londres pocos días después de emigrar y losmanuscritos del diario del coronel Napierski, ya men-cionados.

El último rostro es el rostro con elque te recibe la muerte.De un manuscrito anónimo de laBiblioteca del Monasterio delMonte Athos, siglo XI.

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Por un azar llegaron a nuestras manos los papelesdel coronel Napierski y al hojearlos en busca de ciertosdetalles sobre la batalla de Bailén, que allí se narra, nues-tra vista cayó sobre una palabra y una fecha: Santa Mar-ta, diciembre de 1830. Iniciada su lectura, el interés so-bre la derrota de Bailén se esfumó bien pronto a medi-da que nos internábamos en los apretados renglones deletra amplia y clara del coronel de coraceros. Los foliosno estaban ordenados y hubo que buscar entre los ochotomos de legajos aquellos que, por el color de la tinta yciertos nombres y fechas, indicaban pertenecer a una mis-ma época.

Miecislaw Napierski había viajado a Colombia paraofrecer sus servicios en los ejércitos libertadores. Su es-posa, la condesa Adéhaume de Nimbourg-Boulac, habíamuerto al nacer su segundo hijo y el coronel, como buenpolonés, buscó en América tierras en donde la libertady el sacrificio alentaran sus sueños de aventura trunca-dos con la caída del Imperio. Dejó sus dos hijos al cuida-do de la familia de su esposa y embarcó para Cartagenade Indias. En Cuba, en donde tocó la fragata en que via-jaba, fue detenido por una oscura delación y encerradoen el fuerte de Santiago. Allí padeció varios años de pri-sión hasta cuando logró evadirse y escapar a Jamaica.En Kingston embarcó en la fragata inglesa “Shanon” quese dirigía a Cartagena.

Por razones que se verán más adelante, se transcribenúnicamente las páginas del Diario que hacen referenciaa ciertos hechos relacionados con un hombre y las cir-cunstancias de su muerte, y se omiten todos los comen-tarios y relatos de Napierski ajenos a este episodio dela historia de Colombia que diluyen y, a menudo, con-funden el desarrollo del dramático fin de una vida.

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Napierski escribió esta parte de su Diario en espa-ñol, idioma que dominaba por haberlo aprendido en suestada en España durante la ocupación de los ejércitosnapoleónicos. En el tono de ciertos párrafos se nota em-pero la influencia de los poetas poloneses exiliados enParís y de quienes fuera íntimo amigo, en especial deAdam Nickiewiez a quien alojó en su casa.

29 de junio. Hoy conocí al general Bolívar. Era tal miinterés por captar cada una de sus palabras y hasta elmenor de sus gestos y tal su poder de comunicación y laintensidad de su pensamiento que, ahora que me sientoa fijar en el papel los detalles de la entrevista, me pare-ce haber conocido al Libertador desde hace ya muchosaños y servido desde siempre bajo sus órdenes.

La fragata ancló esta mañana frente al fuerte dePastelillo. Un edecán llegó por nosotros a eso de las diezde la mañana. Desembarcamos el capitán, un agente con-sular británico de nombre Page y yo. Al llegar a tierrafuimos a un lugar llamado Pie de la Popa por hallarseen las estribaciones del cerro del mismo nombre, en cuyacima se halla una fortaleza que antaño fuera conventode monjas. Bolívar se trasladó allí desde el pueblecitocercano de Turbaco, movido por la ilusión de poder par-tir en breves días.

Entramos en una amplia casona con patios empedra-dos llenos de geranios un tanto mustios y gruesos mu-ros que le dan un aspecto de cuartel. Esperamos en unapequeña sala de muebles desiguales y destartalados conlas paredes desnudas y manchadas de humedad. Al pocorato entró el señor Ibarra, edecán del Libertador, paradecirnos que Su Excelencia estaba terminando de ves-tirse y nos recibiría en unos momentos. Poco despuésse entreabrió una puerta que yo había creído clausuraday asomó la cabeza un negro que llevaba en la mano unas

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prendas de vestir y una manta e hizo a Ibarra señas deque podíamos entrar.

Mi primera impresión fue de sorpresa al encontrar-me en una amplia habitación vacía, con alto techo arteso-nado, un catre de campaña al fondo, contra un rincón, yuna mesa de noche llena de libros y papeles. De nuevolas paredes vacías llenas de churretones causados por lahumedad. Una ausencia total de muebles y adornos. Úni-camente una silla de alto respaldo, desfondada y desco-lorida, miraba hacia un patio interior sembrado de na-ranjos en flor, cuyo suave aroma se mezclaba con el deagua de colonia que predominaba en el ambiente. Pen-sé, por un instante, que seguiríamos hacia otro cuarto yque esta sería la habitación provisional de algún ayu-dante cuando una voz hueca pero bien timbrada, que de-notaba una extrema debilidad física, se oyó tras de la sillahablando en un francés impecable traicionado apenaspor un leve “accent du midi”.

Adelante, señores, ya traen algunas sillas. Perdonenlo escaso del mobiliario, pero estamos todos aquí un pocode paso. No puedo levantarme, excúsenme ustedes.

Nos acercamos a saludar al héroe mientras unos sol-dados, todos con acentuado tipo mulato, colocaban unassillas frente a la que ocupaba el enfermo. Mientras éstehablaba con el capitán del velero, tuve oportunidad deobservar a Bolívar. Sorprende la desproporción entresu breve talla y la enérgica vivacidad de las facciones.En especial los grandes ojos oscuros y húmedos que sedestacan bajo el arco pronunciado de las cejas. La tez esde un intenso color moreno, pero a través de la fina ca-misa de batista, se advierte un suave tono oliváceo queno ha sufrido las inclemencias del sol y el viento de lostrópicos. La frente, pronunciada y magnífica, está sur-cada por multitud de finas arrugas que aparecen y des-

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aparecen a cada instante y dan al rostro una expresiónde atónita amargura, confirmada por el diseño delgadoy fino de la boca cercada por hondas arrugas. Me recor-dó el rostro de César en el busto del museo Vaticano. Elmentón pronunciado y la nariz fina y aguda, borran untanto la impresión de melancólica amargura, poniendoun sello de densa energía orientada siempre en toda suintensidad hacia el interlocutor del momento. Sorpren-den las manos delgadas, ahusadas, largas, con uñas almen-dradas y pulcramente pulidas, ajenas por completo a unavida de batallas y esfuerzos sobrehumanos cumplidosen la inclemencia de un clima implacable.

Un gesto del Libertador —olvidaba decir que tal esel título con que honró a Bolívar el Congreso de Colom-bia y con el cual se le conoce siempre más que por su nom-bre o sus títulos oficiales— me impresionó sobremane-ra, como si lo hubiera acompañado toda su vida. Se gol-pea levemente la frente con la palma de la mano y luegodesliza ésta lentamente hasta sostenerse con ella el men-tón entre el pulgar y el índice; así permanece largo rato,mirando fijamente a quien le habla. Estaba yo absortoobservando todos sus ademanes cuando me hizo una pre-gunta, interrumpiendo bruscamente una larga explica-ción del capitán sobre su itinerario hacia Europa.

—Coronel Napierski, me cuentan que usted sirvióbajo las órdenes del mariscal Poniatowski y que comba-tió con él en el desastre de Leipzig.

—Sí, Excelencia —respondí conturbado al habermedejado tomar de sorpresa—, tuve el honor de combatira sus órdenes en el cuerpo de lanceros de la guardia ytuve también el terrible dolor de presenciar su heroicamuerte en las aguas del Elster. Yo fui de los pocos quelogramos llegar a la otra orilla.

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—Tengo una admiración muy grande por Polonia ypor su pueblo —me contestó Bolívar—, son los únicosverdaderos patriotas que quedan en Europa. Qué lásti-ma que haya llegado usted tarde. Me hubiera gustadotanto tenerlo en mi Estado Mayor —permaneció un ins-tante en silencio, con la mirada perdida en el quieto fo-llaje de los naranjos—. Conocí al príncipe Poniatowskien el salón de la condesa Potocka, en París. Era un jo-ven arrogante y simpático, pero con ideas políticas untanto vagas. Tenía debilidad por las maneras y costum-bres de los ingleses y a menudo lo ponía en evidencia,olvidando que eran los más acerbos enemigos de la li-bertad de su patria. Lo recuerdo como una mezcla dehombre valiente hasta la temeridad pero ingenuo hastael candor. Mezcla peligrosa en los vericuetos que llevanal poder. Murió como un gran soldado. Cuántas veces alcruzar un río (he cruzado muchos en mi vida, coronel)he pensado en él, en su envidiable sangre fría, en su es-pléndido arrojo. Así se debe morir y no en este peregri-naje vergonzante y penoso por un país que ni me quiereni piensa que le haya yo servido en cosa que valga la pena.Un joven general con espesas patillas rojizas, se apresu-ró respetuosamente a interrumpir al enfermo con vozun tanto quebrada por encontrados sentimientos:

—Un grupo de viles amargados no son toda Colom-bia, Excelencia. Usted sabe cuánto amor y cuánta grati-tud le guardamos los colombianos por lo que ha hechopor nosotros.

—Sí —contestó Bolívar con un aire todavía un tantoabsorto—, tal vez tenga razón, Carreño, pero ningunode esos que menciona estaban a mi salida de Bogotá, nicuando pasamos por Mariquita. Se me escapó el sentidode sus palabras, pero noté en los presentes una súbita

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expresión de vergüenza y molestia casi física. TornóBolívar a dirigirse a mi con renovado interés:

—Y ahora que sabe que por acá todo ha terminado,¿qué piensa usted hacer, coronel?

—Regresar a Europa —respondí— lo más pronto po-sible. Debo poner orden en los asuntos de mi familia yver de salvar, así sea en parte, mi escaso patrimonio.

—Tal vez viajemos juntos —me dijo, mirando tam-bién al capitán.

Este explicó al enfermo que por ahora tendría quenavegar hasta La Guaira y que, de allí, regresaría a San-ta Marta para partir hacia Europa. Indicó que sólo has-ta su regreso podría recibir nuevos pasajeros. Esto to-maría dos o tres meses a lo sumo porque en La Guairaesperaba un cargamento que venía del interior de Ve-nezuela. El capitán manifestó que, al volver a SantaMarta, sería para él un honor contarlo como huésped enla “Shanon” y que, desde ahora, iba a disponer lo nece-sario para proporcionarle las comodidades que exigíasu estado de salud.

El Libertador acogió la explicación del marino conun amable gesto de ironía y comentó: —Ay, capitán, pa-rece que estuviera escrito que yo deba morir entre quie-nes me arrojan de su lado. No merezco el consuelo delciego Edipo que pudo abandonar el suelo que lo odiaba.

Permaneció en silencio un largo rato; sólo se escu-chaba el silbido trabajoso de su respiración y algún tí-mido tintineo de un sable o el crujido de alguna de lasSillas desvencijadas que ocupábamos. Nadie se atrevióa interrumpir su hondo meditar, evidente en la miradaperdida en el quieto aire del patio. Por fin, el agente con-sular de Su Majestad británica se puso en pie. Nosotrosle imitamos y nos acercamos al enfermo para despedir-nos. Salió apenas de su amargo cavilar sin fondo y nos

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miró como a sombras de un mundo del que se hallaba porcompleto ausente. Al estrechar mi mano me dijo sin em-bargo:

—Coronel Napierski, cuando lo desee venga a hacercompañía a este enfermo. Charlaremos un poco de otrosdías y otras tierras. Creo que a ambos nos hará muchobien. Me conmovieron sus palabras. Le respondí:

—No dejaré de hacerlo, Excelencia. Para mí es unplacer y una oportunidad muy honrosa y feliz el podervenir a visitarle. El barco demora aquí algunas semanas.No dejaré de aprovechar su invitación.

De repente me sentí envarado y un tanto ceremonio-so en medio de este aposento más que pobre y despuésde la llaneza de buen tono que había usado conmigo elhéroe.

Es ya de noche. No corre una brizna de viento. Suboal puente de la fragata en busca de aire fresco. Cruza lasombra nocturna, allá en lo alto, una bandada de aveschillonas cuyo grito se pierde sobre el agua estancada yañeja de la bahía. Allá al fondo, la silueta angulosa y vigi-lante del fuerte de San Felipe. Hay algo intemporal entodo esto, una extraña atmósfera que me recuerda algoya conocido no sé dónde ni cuándo. Las murallas y fuer-tes son una reminiscencia medieval surgiendo entre lasciénagas y lianas del trópico. Muros de Aleppo y San Juande Acre, kraks del Líbano. Esta solitaria lucha de un gue-rrero admirable con la muerte que lo cerca en una ron-da de amargura y desengaño. ¿Dónde y cuándo viví todoesto?

30 de junio. Ayer envié un grumete para que pregun-tara cómo seguía el Libertador y si podía visitarle encaso de que se encontrara mejor. Regresó con la noticiade que el enfermo había pasado pésima noche y le habíaaumentado la fiebre. Personalmente, Bolívar me envia-

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ba decir que, si al día siguiente se sentía mejor, me loharía saber para que fuera a verlo. En efecto, hoy vinie-ron a buscarme, a la hora de mayor calor, las dos de latarde, el general Montilla y un oficial cuyo apellido noentendí claramente. “El Libertador se siente hoy un pocomejor y estaría encantado de gozar un rato de su com-pañía”, explicó Montilla repitiendo evidentemente pa-labras textuales del enfermo. Siempre se advierte en Bolí-var el hombre de mundo detrás del militar y el político.Uno de los encantos de sus maneras es que la banalidaddel brillante frecuentador de los sajones del consulado hacedido el paso a cierta llaneza castrense, casi hogareña,que me recuerdan al mariscal McDonald, duque de Ta-rento o al conde de Fernán Núñez. A esto habría que agre-gar un personal acento criollo, mezcla de capricho y fogo-sidad, que lo han hecho, según es bien conocido, hombreen extremo afortunado con las mujeres.

Me llevaron al patio de los naranjos, en donde le ha-bían colgado una hamaca. Dos noches de fiebre marca-ban su paso por un rostro que tenía algo de máscara frigia.Me acerco a saludarlo y con la mano me hace señas deque tome asiento en una silla que me han traído en esemomento. No puede hablar. El edecán Ibarra me expli-ca en voz baja que acaba de sufrir un acceso de tos muyviolento y que de nuevo ha perdido mucha sangre. In-tento retirarme para no importunar al enfermo y éstese incorpora un poco y me pide con una voz ronca, queme conmueve por todo el sufrimiento que acusa:

—No, no, por favor, coronel, no se vaya usted. En unmomento ya estaré bien y podremos conversar un poco.Me hará mucho bien..., se lo ruego..., quédese.

Cerró los ojos. Por el rostro le cruzan vagas sombras.Una expresión de alivio borra las arrugas de la frente.Suaviza las comisuras de los labios. Casi sonríe. Tomé

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asiento mientras Ibarra se retiraba en silencio. Trans-currido un cuarto de hora pareció despertar de un largosueño. Se excusó por haberme hecho llamar creyendoque iba a estar en condiciones de conversar un rato. “Há-bleme un poco de usted —agregó—, cuál es su impresiónde todo esto”, y subrayó estas palabras con un gesto dela mano. Le respondí que me era un poco difícil todavíaformular un juicio cierto sobre mis impresiones. Le co-menté de mi sensación en la noche, frente a la ciudadamurallada, ese intemporal y vago hundirme en algo vi-vido no sé dónde, ni cuándo. Empezó entonces a hablar-me de América, de estas repúblicas nacidas de su espa-da y de las cuales, sin embargo, allá en su más íntimo ser,se siente a menudo por completo ajeno.

—Aquí se frustra toda empresa humana —comen-tó—. El desorden vertiginoso del paisaje, los ríos inmen-sos, el caos de los elementos, la vastedad de las selvas,el clima implacable, trabajan la voluntad y minan las ra-zones profundas, esenciales, para vivir, que heredamosde ustedes. Esas razones nos impulsan todavía, pero enel camino nos perdemos en la hueca retórica y en la san-guinaria violencia que todo lo arrasa. Queda una con-ciencia de lo que debimos hacer y no hicimos y que si-gue trabajando allá adentro, haciéndonos inconformes,astutos, frustrados, ruidosos, inconstantes. Los que he-mos enterrado en estos montes lo mejor de nuestras vi-das, conocemos demasiado bien los extremos a que con-duce esta inconformidad estéril y retorcida. ¿Sabe ustedque cuando yo pedí la libertad para los esclavos, las vo-ces clandestinas que conspiraron contra el proyecto eimpidieron su cumplimiento fueron las de mis compa-ñeros de lucha, los mismos que se jugaron la vida cru-zando a mi lado los Andes para vencer en el Pantano deVargas, en Boyacá y en Ayacucho; los mismos que habían

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padecido prisión y miserias sin cuento en las cárcelesde Cartagena el Callao y Cádiz de manos de los españo-les? ¿Cómo se puede explicar esto si no es por una mez-quindad, una pobreza de alma propias de aquellos queno saben quiénes son, ni de dónde son, ni para qué es-tán en la tierra? El que yo haya descubierto en ellos estacondición, el que la haya conocido desde siempre y tra-tado de modificarla y subsanarla, me ha convertido aho-ra en un profeta incómodo, en un extranjero molesto. Poresto sobro en Colombia, mi querido coronel, pero un hadoextraño dispone que yo muera con un pie en el estribo,indicándome así que tampoco mi lugar, la tumba que mecorresponde, está allende el Atlántico.

Hablaba con febril excitación. Me atreví a sugerirledescanso y que tratara de olvidar lo irremediable y pro-pio de toda condición humana. Traje al caso algunos ejem-plos harto patentes y dolorosos de la reciente historiade Europa. Se quedó pensativo un momento. Su respi-ración se regularizó, su mirada perdió la delirante in-tensidad que me había hecho temer una nueva crisis.

—Da igual, Napierski, da igual, con esto no hay yanada que hacer —comentó señalando hacia su pecho—;no vamos a detener la labor de la muerte callando lo quenos duele. Más vale dejarlo salir, menos daño ha de ha-cernos hablándolo con amigos como usted.

Era la primera vez que me trataba con tan amistosaconfianza y esto me conmovió, naturalmente. Seguimosconversando. Volví a comentarle de Europa, la desorien-tación de quienes aún añoraban las glorias del Imperio,la necedad de los gobernantes que intentaban detenercon viejas mañas y rutinas de gabinete un proceso irre-versible. Le hablé de la tiranía rusa en mi patria, de nues-tra frustración de los planes de alzamiento preparadosen París. Me escuchaba con interés mientras una vaga

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sonrisa, un gesto de amable escepticismo, le recorría elrostro.

—Ustedes saldrán de esas crisis, Napierski, siem-pre han superado esas épocas de oscuridad, ya vendránpara Europa tiempos nuevos de prosperidad y grandezapara todos. Mientras tanto nosotros, aquí en América,nos iremos hundiendo en un caos de estériles guerrasciviles, de conspiraciones sórdidas y en ellas se perde-rán toda la energía, toda la fe, toda la razón necesariaspara aprovechar y dar sentido al esfuerzo que nos hizolibres. No tenemos remedio, coronel, así somos, así na-cimos...

Nos interrumpió el edecán Ibarra que traía un sobrey lo entregó al enfermo. Reconoció al instante la letra yme explicó sonriente: “Me va a perdonar que lea esta car-ta ahora, Napierski. La escribe alguien a quien debo lavida y que me sigue siendo fiel con lo mejor de su alma”.Me retiré a un rincón para dejarlo en libertad y comen-té algunos detalles de mis planes con Ibarra. Cuando Bo-lívar terminó de leer los dos pliegos, escritos en una le-tra menuda con grandes mayúsculas semejantes a ara-bescos, nos llamó a su lado. Estaba muy cambiado, casidijera que rejuvenecido.

Nos quedamos un largo rato en silencio. Miraba alcielo por entre los naranjos en flor. Suspiró hondamen-te y me habló con cierto acento de ligereza y hasta decoquetería:

—Esto de morir con el corazón joven tiene sus ven-tajas, coronel. Contra eso sí no pueden ni la mezquindadde los conspiradores ni el olvido de los próximos ni elcapricho de los elementos... ni la ruina del cuerpo. Ne-cesito estar solo un rato. Venga por aquí más a menu-do. Usted ya es de los nuestros, coronel, y a pesar de su

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magnífico castellano a los dos nos sirve practicar un pocoel francés que se nos está empolvando.

Me despedí con la satisfacción de ver al enfermo conmejores ánimos. Antes de tornar a la fragata, Ibarra meacompañó a comprar algunas cosas en el centro de laciudad que tiene algo de Cádiz y mucho de Túnez o Alge-ciras. Mientras recorríamos las blancas calles en som-bra, con casas llenas de balcones y amplios patios a losque invitaba la húmeda frescura de una vegetación es-pléndida, me contó los amores de Bolívar con una damaecuatoriana que le había salvado la vida, gracias a su va-lor y serenidad, cuando se enfrentó, sola, a los conspira-dores que iban a asesinar al héroe en sus habitacionesdel Palacio de San Carlos en Bogotá. Muchos de elloseran antiguos compañeros de armas, hechura suya casitodos. Ahora comprendo la amargura de sus palabras estatarde.

1º de julio. He decidido quedarme en Colombia, porlo menos hasta el regreso de la fragata. Ciertas vagasrazones, difíciles de precisar en el papel, me han decidi-do a permanecer al lado de este hombre que, desde hoy,se encamina derecho hacia la muerte ante la indiferen-cia, si no el rencor, de quienes todo le deben.

Si mi propósito era alistarme en el ejército de la GranColombia y circunstancias adversas me han impedidohacerlo, es natural que preste al menos el simple servi-cio de mi compañía y devoción a quien organizó y llevó ala victoria, a través de cinco naciones, esas mismas ar-mas. Si bien es cierto que quienes ahora le rodean, cin-co o seis personas, le muestran un afecto y lealtad sinlímites, ninguno puede darle el consuelo y el alivio quenuestra afinidad de educación y de recuerdos le propor-ciona. A pesar de la respetuosa distancia de nuestras rela-ciones, me doy cuenta de que hay ciertos temas que sólo

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conmigo trata y cuando lo hace es con el placer de quienrenueva viejas relaciones de juventud. Lo noto hasta enciertos giros del idioma francés que le brotan en su char-la conmigo y que son los mismos impuestos en los salo-nes del consulado por Barras, Talleyrand y los amigosde Josefina.

El Libertador ha tenido una recaída de la cual, al decirdel médico que lo atiende —y sobre cuya preparacióntengo cada día mayores dudas—, no volverá a recobrar-se. La causa ha sido una noticia que recibió ayer mismo.Estaba en su cuarto, recostado en el catre de campañaen donde descansaba un poco de la silla en donde pasala mayor parte del tiempo, cuando, tras un breve y agi-tado murmullo, tocaron a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó el enfermo incorporándose.—Correo de Bogotá, Excelencia —contestó Ibarra.

Bolívar trató de ponerse en pie pero volvió a recostarsesacudido por un fuerte golpe de tos. Le alcancé un vasocon agua, tomó de ella algunos sorbos e hizo pasar a suedecán. Ibarra traía el rostro descompuesto a pesar delesfuerzo que hacía por dominarse. Bolívar se le quedómirando y le preguntó intrigado: —¿Quién trae el correo?

—El capitán Arrázola, Excelencia —contestó el otrocon voz pastosa y débil.

—¿Arrázola? ¿El que fue ayudante de Santander?...Ese viene más a espiar que a traer noticias. En fin... queentre. ¿Pero qué le pasa a usted, Ibarra? —inquirió pre-ocupado al ver que el edecán no se movía.

—Mi general..., Excelencia..., prepárese a recibir unaterrible noticia.

Y las lágrimas, a punto de brotarle de los ojos, le obli-garon a dar media vuelta y salir. Afuera volvió a hablarcon alguien. Se oían carreras y ruidos de gente que seagrupaba alrededor del recién llegado. Bolívar perma-

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neció rígido, mirando hacia la puerta. Entró de nuevoIbarra seguido por un oficial en uniforme de servicio,con el rostro cruzado por una delgada cicatriz de coloroscuro. Su mirada inquieta recorrió la habitación hastaquedarse detenida en el lecho donde le observaban fija-mente. Se presentó poniéndose en posición de firmes.

—Capitán Vicente Arrázola, Excelencia.—Siéntese Arrázola —le invitó Bolívar sin quitarle

la vista de encima. Arrázola siguió en pie, rígido—. ¿Quénoticias nos trae de Bogotá? ¿Cómo están las cosas porallá?

—Muy agitadas, Excelencia, y le traigo nuevas queme temo van a herirle en forma que me siento culpablede ser quien tenga que dárselas. Los ojos inmensamen-te abiertos de Bolívar se fijaron en el vacío.

—Ya hay pocas cosas que puedan herirme, Arrázola.Serénese y dígame de qué se trata.

El capitán dudó un instante, intentó hablar, se arre-pintió y sacando una carta del portafolio con el escudode Colombia que traía bajo el brazo, se la alcanzó al Li-bertador. Este rasgó el sobre y comenzó a leer unos bre-ves renglones que se veían escritos apresuradamente.En este momento entró en punta de pie el general Man-tilla, quien se acercó con los ojos irritados y el rostropálido. Un gemido de bestia herida partió del catre decampaña sobrecogiéndonos a todos. Bolívar saltó del le-cho como un felino y tomando por las solapas al oficialle gritó con voz terrible:

—¡Miserables! ¿Quiénes fueron los miserables quehicieron esto? ¿Quiénes? ¡Dígamelo, se lo ordeno, Arrá-zola! —y sacudía al oficial con una fuerza inusitada—¿¡Quién pudo cometer tan estúpido crimen!?

Ibarra y Montilla acudieron a separarlo de Arrázola,quien lo miraba espantado y dolorido. De un manotón

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logró soltarse de los brazos que lo retenían y se fuetambaleando hacia la silla en donde se derrumbó dán-donos la espalda. Tras un momento en que no supimosqué hacer, Montilla nos invitó con un gesto a salir delcuarto y dejar solo al Libertador. Al abandonar la habita-ción me pareció ver que sus hombros bajaban y subían alimpulso de un llanto secreto y desolado.

Cuando salí al patio todos los presentes mostrabanuna profunda congoja. Me acerqué al general LaurencioSilva, con quien he hecho amistad y le pregunté lo quepasaba. Me informó que habían asesinado en una embos-cada al Gran Mariscal de Ayacucho, don Antonio Joséde Sucre.

—Es el amigo más estimado del Libertador, a quienquería como a un padre. Por su desinterés en los hono-res y su modestia, tenía algo de santo y de niño que noshizo respetarlo siempre y que fuera adorado por la tro-pa —me explicó mientras pasaba su mano por el rostroen un gesto desesperado.

Permanecí toda la tarde en el pie de la Popa. Vaguépor corredores y patios hasta cuando, entrada ya la no-che, me encontré con el general Montilla, quien en com-pañía de Silva y del capitán Arrázola me buscaban parainvitarme a cenar con ellos.

—No nos deje ahora, coronel —me pidió Montilla—ayúdenos a acompañar al Libertador a quien esta noti-cia le hará más daño que todos los otros dolores de suvida juntos.

Accedí gustoso y nos sentamos en la mesa que habíanservido en un comedor que daba al castillo de San Feli-pe. La sobremesa se alargó sin que nadie se atreviera aimportunar al enfermo. Hacia las once, Ibarra entró enel cuarto con una palmatoria y una taza de té. Perma-neció allí un rato y cuando salió nos dijo que el Liberta-

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dor quería que le hiciéramos un rato de compañía. Loencontramos tendido en el catre, envuelto completa-mente en una sábana empapada en el sudor de la fiebre,que le había aumentado en forma alarmante. Su rostrotenía de nuevo esa desencajada expresión de máscarafuneraria helénica, los ojos abiertos y hundidos desapa-recían en las cuencas, y, a la luz de la vela, sólo se veíanen su lugar dos grandes huecos que daban a un vacío quese suponía amargo y sin sosiego según era la expresiónde la fina boca entreabierta.

Me acerqué y le manifesté mi pesar por la muertedel Gran Mariscal. Sin contestarme, retuvo un instantemi mano en la suya. Nos sentamos alrededor del catresin saber qué decir ni cómo alejar al enfermo del dolorque le consumía. Con voz honda y cavernosa, que llenótoda la estancia en sombras, preguntó de pronto dirigién-dose a Silva:

—¿Cuántos años tenía Sucre? ¿Usted recuerda?—Treinta y cinco, Excelencia. Los cumplió en febrero.—Y su esposa, ¿está en Colombia?—No, Excelencia. Le esperaba en Quito. Iba a reunir-

se con ella.De nuevo quedaron en silencio un buen rato. Ibarra

trajo más té y le hizo tomar al enfermo unas cucharadasque le habían recetado para bajar la temperatura. Bolí-var se incorporó en el lecho y le pusimos unos cojinespara sostenerlo y que estuviera más cómodo. Iniciába-mos una de esas vagas conversaciones de quienes bus-can alejarse de un determinado asunto, cuando de re-pente empezó a hablar un poco para sí mismo y a vecesdirigiéndose a mí concretamente:

—Es como si la muerte viniera a anunciarme con estegolpe su propósito. Un primer golpe de guadaña paraprobar el filo de la hoja. Le hubiera usted conocido

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Napierski. El calor de su mirada un tanto despistada,su avanzar con los hombros un poco caídos y el cuerpodesgonzado, dando siempre la impresión de cruzar unsalón tratando de no ser notado. Y ese gesto suyo de fro-tar con el dedo cordial el mango de su sable. Su voz chi-llona y las eses silbadas y huidizas que imitaba tan bienManuelita haciéndole ruborizar. Sus silencios de tími-do. Sus respuestas a veces bruscas, cortantes pero siem-pre claras y francas... Cómo debió tomarlo por sorpresala muerte. Cómo se preguntaría con el último aliento devida, la razón, el porqué del crimen... “Usted y yo mori-remos viejos, me dijo una vez en Lima, ya no hay quiénnos mate después de lo que hemos pasado”... Siempreiluso, siempre generoso, siempre crédulo, siempre dis-puesto a reconocer en las gentes las mejores virtudes,las mismas que él sin notarlo ni proponérselo, cultivabaen sí mismo tan hermosamente... Berruecos... Berruecos...Un paso oscuro en la cordillera. Un monte sombrío conlos chillidos de los monos siguiéndonos todo el día. Malagente esa... Siempre dieron qué hacer. Nunca se nos su-maron abiertamente. Los más humillados quizá, los me-nos beneficiados por la Corona y por ello los más sumi-sos, los menos fuertes. ¡Qué poco han valido todos losaños de batallar, ordenar, sufrir, gobernar, construir, paraterminar acosados por los mismos imbéciles de siempre,los astutos políticos con alma de peluquero y trucos denotario que saben matar y seguir sonriendo y adulando.Nadie ha entendido aquí nada. La muerte se llevó a losmejores, todo queda en manos de los más listos, los mássinuosos que ahora derrochan la herencia ganada contanto dolor y tanta muerte...

Recostó la cabeza en la almohada. La fiebre le hacíatemblar levemente. Volvió a mirar a Ibarra.

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—No habrá tal viaje a Francia. Aquí nos quedamosaunque no nos quieran.

Una arcada de náuseas lo dobló sobre el catre. Vomi-tó entre punzadas que casi le hacían perder el sentido.Una mancha de sangre comenzó a extenderse por lassábanas y a gotear pausadamente en el piso. Con la mi-rada perdida murmuraba delirante: “Berruecos... Berrue-cos... ¿Por qué a él?... ¿Por qué así?”.

Y se desplomó sin sentido. Alguien fue por el médi-co quien, después de un examen detenido, se limitó a ex-plicarnos que el enfermo se hallaba al final de sus fuer-zas y era aventurado predecir la marcha del mal, cuyaidentidad no podía diagnosticar.

Me quedé hasta las primeras horas de la madrugadacuando regresé a la fragata. He meditado largamenteen mi camarote y acabo de comunicar al capitán mi deci-sión de quedarme en Cartagena y esperar aquí su regre-só de Venezuela, que calcula será dentro de dos meses.Mañana hablaré con mi amigo el general Silva para queme ayude a buscar alojamiento en la ciudad. El calor au-menta y de las murallas viene un olor de frutas en des-composición y de húmeda carroña salobre.

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SHARAYA

SHARAYA, el Santón de Jandripur, permanecía desde tiem-pos muy lejanos sentado a la orilla de la carretera, a lasalida de la aldea. Allí recibía las escasas limosnas y lascada vez más raras oraciones de los aldeanos. Su cuerpose había cubierto de una costra gris y su pelo colgaba engrasientas greñas por las que caminaban los insectos.Sus huesos, forrados por la piel, formaban ángulos oscu-ros e imposibles que daban a la inmóvil figura un airepétreo y estatuario que en mucho contribuyera al olvidoen que lo tenían las gentes del lugar. Sólo los viejos re-cordaban aún, entre la niebla de sus mocedades, la lle-gada del esbelto Santón, entonces con cierto aire mun-dano y dueño de una locuacidad en materias religiosasque fue perdiendo a medida que ganaba mayores y másvastos dominios en su tarea de meditación al pie del ca-mino.

A pesar del poco o ningún caso que le hacían ahoralos habitantes de la aldea, y tal vez gracias a ello, Sha-raya era un atento observador de la vida circundante yconocía como pocos las intrincadas y mezquinas histo-

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rias que se tejían y borraban en el pueblo al paso de losaños.

Sus ojos adquirieron una dulce fijeza de bestia domés-tica que las gentes confundían con la mansedumbre dela imbecilidad y que los prudentes reconocían como re-veladora de la luminosa y total percepción de los máshondos secretos del ser.

Tal era Sharaya, el Santón de Jandripur en el Dis-trito de Lahore.

La noche que antecedió a su último día fue una no-che de lluvia y el río bajó de las montañas crecido, bra-mando como una bestia enferma, pero de inagotable ener-gía.

Gruesas gotas han resbalado toda la noche sobre lapiel del parasol que instalaron las mujeres cuando lagran sequía. Golpea la lluvia como un aviso, como unaseñal preparada en otro mundo. Nunca había sonado asísobre el tenso pellejo de antílope. Algo me dice y algoen mí ha entendido el insistente mensaje. Se ha forma-do un gran charco, con el agua que escurre por la blan-da cúpula que cree protegerme. Muy pronto se secaráporque se acerca una jornada de calor. Comienza el vahoa subir de la tierra y las serpientes a esconderse en susnidos anegados. En lo alto una cometa sube en torpescabezadas. Amarilla. Un canto de mujer asciende a pu-rificar la mañana como un lienzo de olvido. Uno sostie-ne el hilo, el otro me mira largamente y con sorpresa.Me descubre, entro en su infancia. Soy un hito y nazco auna nueva vida. En sus ojos miedo, miedo y compasión.No sabe si soy bestia u hombre. Con un pequeño bambúme busca el dolor y no lo encuentra. Corre hacia el otro,que lo aleja sin volver a mirarme. El Santón de Jandripur.Hace mucho tiempo. Ahora otra cosa y muchas cosas: unSantón, entre ellas. La vastedad de mis dominios se ha

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extendido hasta el curvo horizonte sin principio ni fin.Vuelve. Extiende su mano hasta tocarme, sin el baston-cillo que lo protegía. Lejano como una estrella o tan cer-ca como algo que sueño. Es igual. Lo llama su compañe-ro. Cae la cometa, lentamente, buscando su muerte, na-ciendo. Los árboles la ocultan. Cae al río donde la espe-ra un largo viaje hasta cuando se deslía el papel. Enton-ces, el esqueleto irá hasta el mar y allí bajará a las pro-fundidades. A su alrededor reconstruirán los corales ylas ostras la sólida sombra de su antigua forma y en elladejarán los peces sus huevos y los cangrejos taparán asus crías con arena. Irán a morir allí las grandes mantasy sobre sus cadáveres los peces fosforescentes cavaránsus madrigueras de blanda materia en transformación.Un pequeño desorden se hará al paso de las corrientessubmarinas y muchos siglos después el breve remolinosurgirá a la superficie y luego todo volverá a ser comoantes. Un tiempo sin cauce como un grito sin voz en elblanco vacío de la nada. Le llaman vida, presos en suspropias fronteras ilusorias. La mañana se anuncia coneste camión. Dos más. Anoche pasaron varios. Soldadosde las montañas. Cabecean trasnochados, sostenidos ensus fusiles. No pasa. Se atasca en el lodo de la orilla. Elmotor gira locamente, ruge con furia, se detienen vuel-ve a gemir. Cortan ramas. Vienen otros. Tanques; siete.Lo empujan. Pasa. Gritos. Pobres gritos de rabia contrael agua, contra el barro. Ahora cantan. Cantan el desas-tre, cantan su sangre, sus mujeres, sus hijos, cantan susvacas esqueléticas. La gran madre paridora. Mueren demuerte de vida de soldado obediente a la tumba. Cam-pesinos, tejedores, herreros, actores, acólitos del tem-plo, estudiantes, letrados, ladrones, hijos de funciona-rios, hombres de las máquinas, hombres del arroz, hom-bres de los caminos. Se llaman igual, sus rostros son igua-

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les, su muerte es la misma. Desde lejos viene el silenciocomo una gran red de otro mundo. Los insectos comien-zan a despertar. Era una serpiente entre las hojas. Lamisma, tal vez, que pasó anoche por entre mis piernas.Agua y sangre en frías escamas articuladas. La madrede todos recorre sus dominios, y de sus viejos colmillosmana la leche letal de los milenios. Los deudos veníana menudo para preguntarme la razón de su duelo, mien-tras el humo de la pira alzaba su sucia tienda en el cie-lo. Pero ya entonces hacía mucho tiempo que la palabrame fuera inútil y nada hubiera podido decirles. De to-das maneras ya lo sabían, pero en otra forma, como sabela sangre su camino, ciegamente, inútilmente. Temen ala muerte y después descansan en ella y se suman a sufecunda tarea y bajan en cenizas por el río, dejando latufarada agria de nueva vida, alimento y abono de otrosmundos. Huyó tras la maleza. Siente los pasos antes quetodos. Hombres de la aldea con sus carretas. Todo se lollevan. El gran lecho matrimonial regalo de los misione-ros. Falso oro chillón y oxidado de sus copulaciones. Hu-yen entonces. El alcalde con su mujer hidrópica. Mientecuando viene a orar. Los sacerdotes del pequeño tem-plo. Ruedas irregulares que se bambolean y patinan enla usada caja del eje. Vidas incompletas, trozos apenasde la gran verdad, como la costra gris que ensucia la pis-cina después de las abluciones. Nata de mugre, corazónde la miseria, escala del desperdicio. Y tan seguros ensu afán mismo de huir. Otra destrucción los empuja, máshonda, la única y verdadera catástrofe en la oscuridadagobiadora e inquieta de su instinto. Vuelven a mirar-me. Los más viejos. No sé leer sus ojos. Tampoco puedoya decirles cómo es inútil escapar de lo que está en to-das partes. Es como los que rezan para tener fe o los quelabran la tierra para dar de comer a los bueyes que ti-

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ran del arado. Y toda la impedimenta de sus astrosaspertenencias. Me dejan ofrendas. Lo que no quieren lle-var, lo que les es ajeno en su huida. La viuda con sus hi-jos. Ojosa, flacos pechos muertos. Flores del templo. Nose atreve a tirarlas ni tampoco a dejarlas frente a los ído-los que mañana serán destruidos con la misma furia quelos hizo nacer. No irá muy lejos, está señalada, apartada,escogida entre todos. Andra, la que bailó desnuda todauna noche ante el Santón. Sus hijos recordarán un día:“...cuando huimos de Jandripur ella murió en el cami-no, la subimos a la copa de un árbol muy alto y allí des-cansó, visitada por los vientos y lavada por las aguas delmundo. Vigilándonos por varios días hasta cuando la per-dimos de vista...” Y, sin embargo, tampoco será como elloscreen. No exactamente. Otras cosas habrá que se les ocul-tarán para siempre y que, sin embargo, llevan consigo.Con la muerte de su gran madre paridora de la muerte,la de los saltos de sangre, la que truena levemente loshuesos, la que lima la linfa en su lomo. Miran hacia atrásal silencio de sus hogares abandonados donde gritaránpor mucho tiempo todavía sus deseos y sus miedos, susmiserias y sus exaltaciones, tratando de alcanzarlos ensu camino. Soldados. Escolta huyendo con banderas deseñales. Lo veo. Me ve. Letras y palabras. Me mira. Ir.No sabe. El último. Solo. Tal vez. No sé de qué estoy solo.Vuelve a mirarme, se va tras los otros. Una espada queinventa la cinta azul de su hoja con la palabra de los dio-ses de la guerra labrada torpemente.

Al mediodía, Sharaya alargó la mano y tomó la mitadde una naranja medio seca y comenzó a masticar un pe-dazo de la cáscara tenazmente perfumada. El calor de lasiesta expandió el aroma de la fruta entre una danza deinsectos enloquecidos y que chocaban contra la vieja pieldel privilegiado. El ruido de las aguas se fue debilitan-

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do y el río tornaba a su antiguo cauce. Cuando comenzóa caer el sol un leve sopor fue apoderándose de los anqui-losados miembros del Santón e infundiéndole la beati-tud inefable del que sueña descubriendo las pistas se-cretas de su destino.

Aguas en desorden, saltando y salpicando la fría espu-ma de la corriente. Agua de las montañas que baja dan-zando en remolinos y se remansa en el vientre que giralento, liso y tibio, protegido por el rotundo cáliz de las ca-deras. Olor de especies quemadas en la pequeña plaza yel agudo sonar de los instrumentos que narran los inci-dentes de la danza. Risa en la boca sin dientes de la vie-ja mendiga, risa de la carne recordando, comparando.Lazo implacable y una gran dulzura en el pecho pesan-do y doliendo y largas tardes del ir y venir de la sangreen sorpresivas mareas y la vecindad de la dicha, la pe-queña dicha del hombre, hermana del terror, la breve di-cha de dientes de rata comiendo y mascando. Un vastopalio de ceniza sobre la memoria de la carne. Viaje a lasede de los amos de entonces. Los tímidos pastores due-ños de una porción del mundo, convertidos en puntillososcomerciantes, pacientes, tercos, soñadores, desampara-dos fuera de su isla. Hélices mordiendo las turbias aguasde la desembocadura. Una mancha interminable y ama-rillenta anticipa la gran ciudad bulliciosa de los funcio-narios, donde la sabiduría asciende por escaleras simé-tricas maculadas por el húmedo hollín de las máquinas.Tierras de la razón. Por la plaza hombres y mujeres seapresuran entre la grasosa niebla del ocaso. Colores sal-tando, un vaso se llena de luces que desaparecen paradar lugar al trazo azul y verde, tome, tome, tome, tome.Salta la espuma del bautismo, salta en el tránsito som-brío de los inconformes y laboriosos amos. Aguas que cho-rrean sobre las espaldas bautizadas en la raída sombra

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de la selva, entre gritos de aves y chirrido de insectos. Lapiel del más sabio, del más viejo, arrugada bajo las teti-llas colgantes, mojándose con el agua de la verdad, la quelava antiguas y nuevas concupiscencias, la que borra lostítulos ganados en vastas construcciones de piedra, ma-dres de sutiles argumentos. Mi padrino y mi maestro, se-gundo padre midiendo la superficie de la tierra, chacalvirgen de verdad, un sapo amargo, padre de la verdad.Y, por fin, la última lucha al lado de ellos, mis herma-nos. Las manifestaciones, las prisiones en las montañas,el partido y sus ramificaciones clandestinas trabajandocomo venas de un cuerpo que despierta. Aquí mismo, cuan-do todo parecía haber entrado pacíficamente en orden, hu-biera podido aún ser el amo, dictar la ley bajo mi para-sol, moverlos hacia lo bueno o hacia lo malo, según convi-niera a su destino, predicar una doctrina y hacerlos unpoco mejores. El comisionado de bigote rojizo y nuca su-dorosa, argumentando a la luz de la sucia lámpara delcuartel. Su antiguo y probado camino de razonamientopor el cual transitan tan seguros pero tan lejos de sí mis-mos, ahogando sus mejores y más ciertos poderes: “Nin-guno sabe por qué les hablas. No les interesa, como tam-poco saben por qué estoy aquí, como tampoco lo sé yo. Elúnico que tiene ya todas las respuestas eres tú, pero denada han de servirte. Siempre se llega al mismo sitio. Túeres el Santón. No todos pueden serlo. Ellos ponen la iradestructora y el fecundo deseo. Tú miras, indiferente haciael negro sol de tus conquistas interiores y eres tan mise-rable y tan pobre como ellos, porque el camino que has re-corrido es tan pequeño que no cuenta ante la larga jorna-da que te propones hacer movido por el engañoso orgulloque te amarra. Ponte a su lado y guíalos y ayúdame a im-poner autoridad y a entregar las cosas en orden. Después,ya se las arreglarán como puedan; pero tú que has vivi-

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do y te has formado entre nosotros, sabes que nuestra ra-zón es la única a la medida de los hombres. Lo demás eslocura. Tú lo sabes”. Una pálida cobra, piel de la verdad.Sueño mi vuelta al único sueño que está unido por un ex-tremo a la divinidad que no dice su nombre, al padre y ala madre de los dioses, fugaces fantasmas esclavos delhombre. Sueño mi sueño soñando el sueño del que levan-ta el pie en la posición del elefante, del que te dice “no te-mas” con el arco de sus dedos, del portador del fuego, delque viaja en el lomo de la tortuga. La hora viene, vinohace muchas horas y no termina de llegar.

Sharaya se quedó dormido, y en la pesada siesta dela abandonada Jandripur comenzaron a entrar las pri-meras unidades del ejército invasor. Instalaron sus tien-das y ordenaron sus vehículos. Cuando el Santón des-pertó, la aldea comenzaba a arder y las húmedas made-ras de las casas estallaban en el aire tierno del ocasonublando el cielo con las altas columnas de humo. Eranmuchos, y el roncar de los camiones y de los tanques queseguían llegando indicaba que no se trataba ya de unapequeña avanzada sino del grueso del ejército. Un alto-parlante comenzó a dar instrucciones en el agudo y des-templado idioma de las montañas, sobre cómo debíanconducirse los soldados en la comarca y sobre las pre-cauciones que debían tomar para cuidarse de los que que-daban escondidos para organizar la resistencia. El aje-treo duró hasta muy entrada la noche, cuando un gransilencio se hizo en la aldea y sus alrededores.

Duermen agotados después de la carrera. Piensan se-riamente en la redención de los pueblos, en la igualdad,en el fin de la injusticia, en la fraternidad entre los hom-bres. Ellos mismos traen un nuevo caos que también matay una nueva injusticia que también convoca la miseria.Es como el que se lava las manos en un arroyo de aguas

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emponzoñadas. Ahí vienen dos. Alumbran el camino conuna linterna de mano. Campesinos también, jóvenes, casiniños. Una mujer con ellos. Prisionera tal vez o rameraque los sigue para comer y guardar algún dinero. La es-tán desnudando. El viejo rito repetido sin fe y sin amor.Les tiemblan las manos y las rodillas. Vieja vergüenzasobre el mundo. Ella ríe y su piel responde y sus miem-bros responden a la ola que crece en el cuerpo que la opri-me contra la tierra. Madre necesaria. Renacen unidos enla sede de todos los orígenes. Gimen y ríen al mismo tiem-po. Un solo cuerpo de dos cabezas ebrias y acosadas en elvértigo de su propio renacer, de su larga agonía. El otrosonríe con timidez. Sonríe de su propia vergüenza y espe-ra. Sembrar hijos en la tierra liberada. Terminaron. Ellase viste. El otro me alumbra con la linterna.

Los soldados y la mujer se quedaron absortos anteel extraño amasijo de trapos mugrientos, alimentos des-compuestos y las carnes momificadas del Santón. Evita-ron la mirada ardiente y fija de Sharaya, testigo del bre-ve placer que le robaran a sus oscuras vidas perecede-ras. Bien poco quedaba al Santón de forma humana. Lamujer fue la primera en apartar su vista de la hieráticafigura y comenzó de nuevo a envolverse en sus ropas.Los dos soldados seguían intrigados y se acercaron unpoco más. Por fin, el que había esperado, reaccionó brusca-mente. “Parece un Santón —dijo—, pero no podemos de-jarlo observando el paso de nuestras fuerzas. Ya nos havisto y ha contado sin duda nuestros camiones y nues-tros tanques. Además, nadie vendrá ya a consultarle y avenerarlo. Ha terminado su dominio”. El otro se alzó dehombros y, sin volver a mirar, tomó a la mujer por el bra-zo y se alejó por la blanquecina huella del camino. Antesde alcanzarlos, el que había hablado alzó su ametralladoray apuntó indiferente hacia la ausente figura apergamina-

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da, hacia los ausentes ojos fijos en el perpetuo desastredel tiempo y soltó el seguro del arma.

En cada hoja que se mueve estaba previsto mi trán-sito. La escena misma, de tan familiar, me es ajena porentero. Cuando el mochuelo termine su círculo en el altocielo nocturno, ya se habrá cumplido el deseo de las po-bres potencias que nos unen, a él que me mata y a mí quenazco de nuevo en el dintel del mundo que perece breve-mente como la flor que se desprende o la marea salinaque se escapa incontenible dejando el sabor ferruginosode la vida en la boca que muere y corre por el piso indife-rente del pobre astro muerto viajero en la nada circulardel vacío que arde impasible para siempre, para siem-pre, para siempre.

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EL GUARDIÁN

HABÍA sido antaño soldado de fortuna, mercenario a suel-do de gobiernos y gentes harto dudosas. Frecuentadorde bares en donde se enrolaban voluntarios de guerrascoloniales, hombres de armas que sometían a pueblosjóvenes e incultos que creían luchar por su libertad y sóloconseguían una ligera fluctuación en las bulliciosas sa-las de la Bolsa.

Le faltaba un brazo y hablaba correctamente cincoidiomas. Olía a esas plantas dulceamargas de la selvaque, cuando se cortan, esparcen un aroma de herida ve-getal.

Al llegar no habló con nadie. Fue a refugiarse en uncuarto de los patios interiores. Allí descargó ruidosa-mente su mochila de soldado, ordenó sus pertenencias,según un orden muy personal, alrededor de su saco dedormir, prendió su pipa y se puso a fumar en silencio.Pasados algunos días alguien le descubrió, mientras sebañaba en el río, un tatuaje debajo de la axila derechacon un numero y un sexo de mujer cuidadosamente di-bujado. Todos le temían con excepción del dueño, a quien

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le era indiferente, y del fraile que sentía por él una cier-ta adusta simpatía. Sus maneras eran bruscas, exactas,medidas y en cierta forma un tanto caballerescas y pa-sadas de moda.

Desde cuando llegó le fueron confiadas ciertas ta-reas que suponían una labor de control sobre las entra-das y salidas de los demás habitantes de la mansión. To-das las llaves de cuartos, cuadras e instalaciones de be-neficio estaban a su cuidado. A él había que acudir cadavez que se necesitaba una herramienta o había que sa-car los frutos a vender. Nunca se supo que negara a na-die lo que le solicitaba, pero nadie tomaba algo sin co-municárselo a él, ni siquiera el dueño. De su brazo au-sente, de cierta manera rígida de volver a mirar cuandose le hablaba y del timbre de su voz emanaban una au-toridad y una fuerza indiscutibles.

En el desenlace de los acontecimientos se mantuvoal margen y nadie supo si participó en alguna forma enlos preliminares de la tragedia. Se llamaba Paúl y él mis-mo solía lavar la ropa a la orilla del río con un aire de re-signación y una habilidad adquirida con la costumbre,que hubieran enternecido a cualquier mujer. Sus largosratos de ocio los pasaba tocando en la armónica aires mili-tares. Era incómodo verlo con una sola mano y ayudán-dose con el muñón arrancar aires marciales al precarioinstrumento.

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EL DUEÑO

SI ALGUIEN hubiera indicado la obesidad como uno de susatributos, nadie habría recordado si ésta era una de suscaracterísticas. Era más bien colosal, había en él algoflojo y al mismo tiempo blando sin ser grasoso, como sise alimentara con substancias por entero ajenas a la ha-bitual comida de los hombres.

Decía haber adquirido la mansión por herencia desu madre, pero luego se supo que había caído en sus ma-nos por virtud de ciertas maquinaciones legales de cuyarectitud era arriesgado dar fe. Se llamaba Graciliano,pero todos lo conocían por Don Graci. En su juventudhabía sido pederasta de cierta nombradía y en varias oca-siones fue expulsado de los cines y otros lugares públi-cos por insinuarse con los adolescentes. Pero de talescostumbres la edad lo había alejado por completo, y paracalmar sus ocasionales urgencias acudía durante el bañoa la masturbación, que efectuaba con un jabón mentoladopara la barba del que se proveía en abundancia en susmuy raras escapadas a la ciudad.

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La participación de Don Graci en los hechos fue ca-pital. El ideó el sacrificio y a él se debieron los detallesceremoniales que lo antecedieron y precedieron. Susmáximas, que regían el orden y la vida de la casa, ha-bían sido escritas en las paredes de los espaciosos apo-sentos y decían:

“El silencio es como el dolor, propicia la meditación,mueve al orden y prolonga los deseos”. “Defeca con ter-nura, ese tiempo no cuenta y al sumarlo edificas la eter-nidad”.

“Mirar es un pecado de tres caras, como los espejosde las rameras. En una aparece la verdad, en otra la duday en la tercera la certidumbre de haber errado”.

“Alza tu voz en el blando silencio de la noche, cuan-do todo ha callado en espera del alba; alza, entonces, tuvoz y gime la miseria del mundo y sus criaturas. Peroque nadie sepa de tu llanto, ni descifre el sentido de tuslamentos”.

“Una hoja es el vicio, dos hojas son un árbol, todas lashojas son, apenas, una mujer”.

“No midas tus palabras, mide más bien la húmedapiel de tu intestino. No midas tus actos, mide más bienla orina del conejo”.

“Apártate, deja que los incendios consuman delica-damente las obras de los hombres. Apártate con el agua.Apártate con el vino. Apártate con el hambre de los cón-dores”. “Si entras en esta casa no salgas. Si sales de estacasa no vuelvas. Si pasas por esta casa no pienses. Si mo-ras en esta casa no plantes plegarias”.

“Todo deseo es la suma de los vacíos por donde se nosescapa el alma hacia los grandes espacios exteriores.Consúmete en ti mismo”.

Otras máximas se habían borrado con el tiempo, perola titubeante memoria del dueño hacía imposible su re-

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construcción, en la cual, por lo demás, ninguno de sushuéspedes estaba interesado. La ampulosidad del estiloy su artificial concisión iban muy bien con los afelpadosademanes de aquella robusta columna de carne que mo-vía las manos como ordenando sedas en un armario.

Tenía grandes ojos oscuros y acuosos que un tiempodebieron ruborizar a sus oyentes y que ahora producíanel miedo de asistir a una abusiva y en cierto sentido en-fermiza suspensión del tiempo. Sus conocimientos eranvastísimos pero nunca se le oyó citar a un autor ni se levio con un libro en la mano. Su saber se antojaba frutode una niñez miserable refugiada en los libros de un pa-dre erudito o en alguna oscura biblioteca de un colegiode jesuitas.

Ya se mencionó la participación de Don Graci en loshechos, pero no está por demás agregar que, en ciertaforma, todos los hechos fueron él mismo o mejor aún queél mismo dio origen y sentido a todos los hechos. Comono evadió su papel sino que sencillamente se contentócon ignorarlo, lo sucedido tomó las proporciones de unamolesta infamia, hija de una impunidad incomprensiblepero inevitable. Más adelante se sabrá algo sobre esteasunto pero ya no con iguales palabras ni desde el mis-mo punto de vista.

Don Graci nunca se bañaba solo y lo hacía dos vecescada día, una en la mañana y otra antes de acostarse.Escogía su compañero de baño sin exigirle nada y sindirigirse a él en forma alguna durante las largas ablu-ciones que a veces, siempre más raras, despedían un in-tenso aroma mentolado.

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EL PILOTO

AL PILOTO le sudaban las manos. Había sido aviador enuna línea aérea que fundaron algunos antiguos compa-ñeros suyos de la Escuela Militar de Aviación y en esetrabajo permaneció hasta cuando una gran red interna-cional se anexó la pequeña empresa. Buscó empleo enotras líneas pero su carácter y su aspecto hicieron quesiempre fuera cortésmente rechazado. Apareció en lahacienda como piloto de una avioneta de fumigación con-tratada por Don Graci para combatir una plaga que ame-nazaba acabar con sus naranjos y limoneros, sembradosen ordenada plantación a orillas del río Cocora. Habíaya terminado su labor cuando la avioneta fue incendia-da por un rayo que cayó sobre ella en una noche de tor-menta. El piloto se fue quedando en la mansión sin atraersobre si ni el rechazo ni la simpatía de nadie. Fue laMachiche quien lo obligó finalmente a quedarse en for-ma permanente. En una de sus fugaces uniones escogióal piloto por su fino bigotito oscuro que lucía sobre unaboca carnosa y bien dibujada de hombre débil. Tenía lafrente estrecha; el pelo oscuro, recio y abundante, le pres-

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taba un aire de virilidad que bien pronto se supo por en-tero engañoso. No que padeciera de impotencia, pero síacusaba una marcada tendencia hacia una indiferentefrigidez que bien pronto ofendió a la Machiche y le ena-jenó su simpatía para siempre.

Rondaba por la casa con una vaga sonrisa, como ex-cusándose por ocupar un sitio que nadie le ofrecía. Porlas noches ayudaba al fraile en la contabilidad de la ha-cienda. Sacaba las cuentas en una redondeada y neciacaligrafía de colegio de monjas. Llevaba siempre consi-go el Manual de Vuelo de la antigua empresa en dondehabía sido capitán-piloto y lo repasaba minuciosamentetodas las noches antes de irse a la cama. Vestía un raí-do uniforme color azul plomizo y llevaba una sucia go-rra blanca con las insignias de la Fuerza Aérea. Se lla-maba Camilo y tenía mal aliento. Su participación en latragedia fue primordial, consciente y largamente medi-tada, por razones que ya se verán o habrán de adivinar-se. Fue la Machiche quien maquinó contra el piloto unalarga e invisible intriga que lo llevó a ser, después de lavíctima, el actor principal. Había en él un tal deseo dedestruirse que su propia debilidad lo llevó a tomar so-bre sí la parte más delicada y decisiva del drama.

Era el autor de una canción que la víctima aprendióa cantar con la música de un ritmo de moda y que decía,más o menos, así:

No es fuerza ser el rey del mundo,para escoger una mujeren cada tarde de verano.La plaga tiene aguas tranquilasdonde el sol planta sus tiendas transparentes.Yo espero, allí, cada mañana,una muchacha diferente.

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No es fuerza ser el rey del mundo,no es fuerza ser nadie en la vida,basta esperar y acariciarel aire claro con la frente.

Además de las discutibles calidades del intenso es-tribillo, lo que irritó a todos fue la expresión de vanido-sa delicia del piloto cada vez que la víctima lo cantabacomo si fuera la más bella canción que jamás hubiera co-nocido. Qué le encontraba a la letra para decirla con tanemocionada convicción fue algo que ignoraron el frailey Don Graci, que eran los únicos entendidos en estas ma-terias. Tal vez en esa cancioncilla se jugó el destino detodos. Quién iba a saberlo.

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LA MACHICHE

HEMBRA madura y frutal, la Machiche. Mujer de piel blan-ca, amplios senos caídos, vastas caderas y grandes nal-gas, ojos negros y uno de esos rostros de quijada recia,pómulos anchos y ávida boca que dibujaran a menudo loscronistas gráficos del París galante del siglo pasado. Hem-bra terrible y mansa la Machiche, así llamada por no sesupo nunca qué habilidades eróticas explotadas en susaños de plenitud. Vivía en el fondo de la mansión y sugran cabellera oscura, en la que brillaban ya algunas ca-nas, anunciaba su presencia en los corredores, antes deque irrumpiera la ofrecida abundancia de sus carnes.

Tenía la Machiche una de esas inteligencias natura-les y exclusivamente femeninas; un talento espontáneopara el mal y una ternura a flor de piel, lista a proteger,acariciar, alejar el dolor y la malaventuranza. La bon-dad se le daba furiosamente, sus astucias se gestabanlargamente y estallaban en ruidosas y complicadas con-tiendas, que se aplacaban luego en el arrullo aceleradode algún lecho en desorden.

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La participación de la Machiche fue definitiva. No tan-to los celos, cuanto una desorbitada premonición de losmales y descaecimientos que hubieran podido venir conel tiempo, de prolongarse la situación, fue la causa quemovió a la Machiche a gestar la idea del sacrificio con laanuencia y hasta el sabio consejo del dueño.

La Machiche era la encargada de todas las laboresdomésticas y no se le conocía una determinada prefe-rencia en sus relaciones. Sólo con el gigantesco sirvien-te podría pensarse que hubiera cierto lazo secreto y per-manente, pero jamás pudo confirmarse el vínculo condato alguno que lo probara. Temía al fraile, despreciabaal piloto, simpatizaba con el guardián y dialogaba larga-mente con el dueño.

Don Graci tenía para con ella una particular pacien-cia y cuando la invitaba a acompañarlo en sus ablucio-nes, todos rodeaban la amplia tina para admirar en suespléndida desnudez a la Machiche. Era su piel de unablancura notable y conservaba su lechosa frescura a pe-sar de los años. Su amplio vientre mostraba tres rollizospliegues, señal, más que de alguna improbable materni-dad, más bien de una prolongada y bien explotada luju-ria.

Con roncas carcajadas celebraba las abluciones deldueño, quien le echaba agua desde su elevada estaturacon un recipiente de concha. Nunca tuvieron entre síotro contacto que no fuera el de una respetuosa aquies-cencia por parte de la hembra y una vaga simpatía porparte de Don Graci. Cuando más, en lo más álgido delbaño él la llamaba “La Gran Ramera de Nínive” con untono de predicador por entero apócrifo, como es obvio.De cada uno de estos baños salía la Machiche con un nue-vo pretendiente y a él dedicaba sus mimos y cuidados

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sin dejar de atender a los demás con próvida y mater-nal eficacia.

La Machiche andaba descalza y vestía un largo trajeflorido que le llegaba más abajo de las rodillas, con el es-cote rodeado de un cuello de volantes. No llevaba nin-gún adorno. Despedía un perfume agrio, matizado conun aroma de benjuí que le seguía por toda la casa.

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SUEÑO DE LA MACHICHE

ENTRÓ a una gran casa de salud. Una moderna clínica quese levantaba a orillas de una transparente laguna deaguas tranquilas. Cruzó la puerta principal y se internópor anchos y silenciosos corredores pintados de un co-lor crema mate e iluminados por una luz tamizada y sua-ve que emitía un leve zumbido. Penetró por una puertapor donde decía “Entrada” y se encontró en un consul-torio; un médico en traje de operar se dirigió a ella ba-jándose la mascarilla que le tapaba la boca: “La contra-tamos a usted para recortar las hierbas y líquenes quevan creciendo en la sala de operaciones, en los laborato-rios y en algunos corredores. No es un trabajo pesadopero sí exigimos una absoluta dedicación y responsabi-lidad. No podemos continuar con estas plantas y hier-bas que siguen creciendo por todas partes”, dijo seña-lando los intersticios del piso. La llevó hasta una salade operaciones intensamente iluminada, en donde losinstrumentos de níquel reflejaban la lechosa luz del qui-rófano, una luz otra vez acompañada de un ligero zum-bido metálico y persistente. Entre los intersticios de las

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losas crecían líquenes imperceptibles. Comenzó a arran-car minuciosamente las pequeñas plantas y a medidaque avanzaba en su trabajo se dio cuenta de que en todoaquello había una trampa. Las plantas crecían en formapersistente, continua. Pensó que jamás llegaría la horade la cena, que si dejaba un instante su trabajo las plan-tas le ganarían terreno fácilmente. Advirtió que nadiesupervisaba su tarea por la sencilla razón de que era unalabor imposible, una confrontación absurda con el tiem-po, a causa de ese continuo aparecer de las breves hojaslanosas y tibias que por todas partes brotaban con unainsistencia animal e incansable. Comenzó a llorar conun manso y secreto desconsuelo, con una ansiedad quehabía guardado muy hondo en ella y que jamás recorda-ra haber sentido en la vigilia.

“Y cómo quieres que haga ese viaje —le decía el pi-loto que la observaba desde una amplia terraza inunda-da por el sol de la mañana, con una plenitud que lasti-maba la vista—. Cómo quieres que me mueva de aquí, sitodos saben que no sirvo para nada”. El piloto sonreíadulcemente. Estaba vestido con un impecable uniformede capitán de vuelo y se protegía los ojos con unas am-plias gafas ahumadas que le daban un aire a la vez ele-gante y extraño. Seguía sonriéndole desde la terraza connotoria complicidad, cuando ella se dio cuenta de que,agachada como estaba, sus grandes senos estaban al des-cubierto. Trató de cubrirse en vano porque el peso de lospechos tornaba a abrir la bata de suave tejido de nylonque le dieran para su trabajo. Era una bata de enferme-ra. “¿Quieres que te ayude?”, le dijo él desde lo alto conuna actitud protectora que a ella le pareció por comple-to fuera de lugar. “Pero si tú no sabes hacerlo —le repu-so ella, tratando de no lastimarlo—. No supiste hacerloconmigo y tampoco sabes hacerlo con ella”. El le contes-

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tó: “Si lo hice una vez lo puedo hacer siempre”, y partiódándole la espalda mientras saludaba a alguien que apa-recía en el fondo de la terraza, alguien muy importantee investido de una inmensa autoridad y de quien depen-día la suerte de todos.

Ella se estaba peinando frente a un espejo que, a me-dida que sus brazos se movían arreglando el pelo, se des-plazaba de manera que le era muy difícil mirarse en él.En los contados instantes en que podía verse, tratabade arreglarse el peinado recogiéndose todo el cabello enuna larga trenza enrollada en lo alto de la cabeza. Se dabacuenta de que era un peinado pasado de moda, con elque trataba de reconstruir una cierta época de su juven-tud, un cierto ambiente desteñido ya y sin identifica-ción posible con un pasado que, de pronto, se le apare-cía confuso y cargado de una tristeza sin motivo perotambién sin posible consuelo. Entró el médico que la ha-bía contratado. La abrazó por la espalda y la atrajo haciasí mientras le decía suavemente: “Lo hiciste muy bien...ven... no llores... estás muy hermosa, ven... ven...” y laceñía con un calor que la excitaba y le devolvía, intacta,la felicidad de otros años.

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EL FRAILE

DECÍA haber sido confesor del difunto Papa bienamado.Nadie lo hubiera creído de no haber sido por una cartaque recibió un día cuyo sobre ostentaba la tiara papalcon las dos llaves cruzadas debajo. La guardó sin leerlani mostrar interés alguno por su contenido. Todos lo co-nocían como “el fraile” y nadie supo nunca su nombre.Fue el único en negarse a acompañar en sus baños a DonGraci, cosa que éste supo aceptar, al comienzo con cier-ta ironía y, luego, con sorprendente resignación.

Era hermoso y se mantenía en esa zona de la edadque fluctúa entre los cuarenta y cinco y los sesenta años,cuando el hombre parece detenerse en el tiempo y con-serva siempre el mismo rostro sin cambiar jamás de fi-gura. Era consciente de su gran prestancia física, perono parecía estar particularmente satisfecho con ella, nila usaba para someter a nadie al desvaído y hasta ciertopunto desordenado círculo de sus asuntos.

Su participación en los hechos fue, en cierta forma,marginal y en otra capital. Cuando llegó el momento im-partió su confesión a la víctima y luego increpó a los

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verdugos sin mucha convicción pero con fogosa oratoria.Era el autor de la Oración de la Mañana, que acabó porser recitada por todos los moradores de la mansión, siem-pre a la misma hora y en el lugar en donde les sorpren-diera el alba. Decía así:

“Ordena ¡oh Señor! la miserable condición de mis do-minios.

”Haz que el día transcurra lejos de las sombras amar-gas que ahora me agobian. “Dame ¡oh Bondadoso de todabondad! la clave para encontrar el sentido de mis días,que he perdido en el mundo de los sueños en donde noreinas ni cabe tu presencia. Dame una flor ¡oh Señor! queme consuele.

”Acógeme en el regazo de una hembra que reempla-ce a mi madre y la prolongue en la amplitud de sus pe-chos.

”Sácame ¡oh Venturoso! del amargo despertar de loshombres y entorpéceme en la santa inocencia de losmulos.

”Tú conoces, Señor, mejor que nadie, la inutilidad demis pasos sobre la tierra,

”no me hagas, pues, partícipe de ella, guárdamelapara mi última hora, no me la proveas durante mi tra-bajosa vigilia.

”Señor: arma de todas las heridas,bandera de todas las derrotas,utensilio de los sinsabores,apodo de los lelos,padre de los lémures,pus de los desterrados,ojo de las tormentas,paso de los cobardes,puerta de los encogidos,¡Señor despiértame!

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¡Señor despiértame!¡Señor despiértame!¡Señor óyeme!”.

Algún diligente escriba intentó copiar esta oraciónen los muros, al pie de las sentencias del dueño, con laanuencia de algunos y la desaprobación furiosa de éste.

“Mis palabras necesitan ser escritas —dijo— porqueson la mentira y sólo escrita es ésta valedera como ver-dad. La oración la sabemos todos de memoria y no nece-sita escribirse en ninguna parte”.

El fraile era el único de todos que poseía armas. Te-nía una pistola Colt y un pequeño puñal de buceador.Las limpiaba constantemente y cuidaba de ellas con celoinflexible. Ni las usó, ni se deshizo de ellas cuando hu-biera sido oportuno. Así era el fraile.

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SUEÑO DEL FRAILE

TRANSITABA por un corredor y al cruzar una puerta volvíaa transitar el mismo corredor con algunos breves deta-lles que lo hacían distinto. Pensaba que el corredor ante-rior lo había soñado y que éste sí era real. Volvía a tras-poner una puerta y entraba a otro corredor con nuevosdetalles que lo distinguían del anterior y entonces pen-saba que aquél también era soñado y éste era real. Asísucesivamente cruzaba nuevas puertas que lo llevaban acorredores, cada uno de los cuales era para él, en el mo-mento de transitarlo, el único existente. Ascendió bre-vemente a la vigilia y pensó: “También ésta puede seruna forma de rezar el rosario”.

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LA MUCHACHA

LA MUCHACHA fue la víctima. Tenía diecisiete años y llegóuna tarde a la mansión en bicicleta. El primero en verlay quien la recibió en la casa fue el guardián. Se llamabaÁngela.

Tenía el papel principal en un corto cinematográfi-co que se estaba filmando en un vasto hotel de veraneo,cuyos accionistas estaban interesados en promover laventa de lotes en una urbanización aledaña a los terre-nos del establecimiento. El documental mostraba a unarubia adolescente, con el pelo suelto y un aire de Aliciaen el País de las Maravillas que recorría en bicicleta to-dos los lugares de interés y paseaba por entre las aveni-das que bordeaban los cafetales. Se bañaba pudorosa-mente en el río, a cuya orilla había bancas de parque pa-sadas de moda y quioscos para picnic.

La filmación había terminado y sólo permanecían enel hotel el fotógrafo de la película con sus dos hijos y al-gunos empleados de la producción. Ella se había queda-do también y se dedicó a visitar en su bicicleta todosaquellos lugares que no estaban en el guión y que atraían

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su curiosidad. Uno de estos sitios era una gran casonade hacienda dedicada al cultivo de los cítricos y a la críade faisanes y gansos. Era la mansión.

A primera vista parecía una belleza convencional delcine. Rubia, alta, bien formada, con largas piernas elás-ticas, talle estrecho y nalgas breves y atléticas. Los pe-chos firmes y el cuello largo, siempre inclinado a la iz-quierda con un gesto harto convencional, completabanla imagen de la muchacha que se ajustaba perfectamen-te a su papel en la película.

Sólo los ojos, la mirada, no se avenían al conjunto.Tenían una expresión de cansancio felino y siempre enguardia, algo levemente enfermizo y vagamente trágicoflotaba en esos ojos de un verde desteñido que mirabanfijos, haciendo sentir a los demás por completo ajenos eignorados por el mundo que dejaban a veces adivinar trassu acuosa transparencia tranquila.

Su padre había sido un abogado famoso que se suici-dó un día sin razón alguna aparente, aunque luego sesupo que sufría de un cáncer en la garganta que habíaocultado hasta cuando el dolor comenzó a traicionarlo.Su madre era una de esas bellezas de sociedad que, sinpertenecer a una familia renombrada, frecuentan el granmundo merced a su hermosura y a cierta rutina de bue-nas maneras que oculta toda probable vulgaridad o as-pereza de educación. Al quedar viuda, la breve fortunaque heredara se le escapó de entre las manos con esa li-gereza que suele acompañar a las bellezas tradiciona-les. La muchacha comenzó a trabajar como modelo y em-pezaba ahora su carrera en el cine con papeles modes-tos en comedias musicales. Tenía un novio que estudia-ba medicina y había sido iniciada en el sexo por uno delos electricistas de los estudios, por quien sentía esa pa-sión desordenada y sin amor que nos une siempre con

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quien nos ha develado el placer hasta entonces desco-nocido y lejano. Le gustaba hacer el amor, pero se sen-tía extraña y ajena a sí misma en el momento de gozar y,en ciertas ocasiones, llegaba a desdoblarse en forma tancompleta que se observaba gimiendo en los estertoresdel placer y sentía por ese ser convulso una cansada ytotal indiferencia.

El guardián, curtido por su vida de mercenario y sufamiliaridad con la muerte y la violencia, se sintió, sinembargo, apresado de inmediato por los ojos de la visi-tante y la dejó entrar, olvidando las estrictas instruc-ciones que impartiera Don Graci respecto a los foraste-ros y la tácita norma que regía en la mansión en el sen-tido de que el grupo ya estaba completo y ningún extra-ño sería jamás recibido en él. El romper ese equilibriofue tal vez la causa última y secreta de todas las desgra-cias que se precipitaron sobre la mansión en breve tiempo.

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SUEÑO DE LA MUCHACHA

RECORRÍA en bicicleta los limonares a la orilla del río. Sabíaque en la realidad era imposible hacerlo, pero en el sueñoy en ese momento no encontraba dificultad alguna. La bi-cicleta rodaba suavemente pisando hojas secas y el húme-do suelo de las plantaciones. El aire le daba en la cara conuna fuerza refrescante y tónica. Sentía todo su cuerpo in-vadido de una frescura que, a veces, llegaba a producirleuna desagradable impresión de ultratumba. Entraba a unaiglesia abandonada cuyas amplias y sonoras naves reco-rría velozmente en la bicicleta. Se detuvo frente a un altarcon las luces encendidas. La figura del dueño, vestido conamplias ropas femeninas de virgen bizantina, estaba re-presentada en una estatua de tamaño natural. La rodea-ban multitud de lámparas vela-doras que mecían suave-mente sus llamitas al impulso de una breve sonrisa de otromundo. “Es la virgen de la esperanza”, le explicó un vieje-cito negro y enjuto, con el pelo blanco y crespo como el delos carneros. Era el abuelo del sirviente, que le hablaba conun tono de reconvención que la angustiaba y avergonzaba.“Ella te perdonará tus pecados. Y los de mi nieto. Encién-dele una veladora”.

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EL SIRVIENTE

CRISTÓBAL, un haitiano gigantesco que hablaba torpemen-te y se movía por todas partes con un elástico y silencio-so paso de primate, era el sirviente de la mansión. Com-praba los alimentos en el moderno supermercado de laurbanización vecina al hotel y bajaba a vender las naran-jas y los limones a los mayoristas que citaba en la esta-ción del tren. El negocio dejaba amplias ganancias a DonGraci.

Cristóbal, un negrazo cauteloso y dulce que trajerael dueño en una de sus pasadas correrías, hacía ya mu-chos años, se rumoraba que en días ya olvidados aten-diera ciertos caprichos de Don Graci con esa indiferen-cia apacible con que su raza cumple con las urgenciasdel sexo. Pero si Don Graci había prescindido de los ser-vicios íntimos del negro, no así de su siempre eficaz ser-vidumbre en los asuntos de la casa. Lo heredó la Machi-che, quien buscaba en él esa satisfacción última y com-pleta que una vida de largo libertinaje le hiciera tan difí-cil de hallar. No sentía por Cristóbal ningún afecto niéste mostraba por ella pasión alguna. Se unían con una

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furiosa ansiedad, allá cada dos meses. Se encerraban enel cuarto de Cristóbal, que estaba contiguo al del fraile,para desesperación e irritado insomnio de éste. Los lar-gos suspiros de la Machiche y los furiosos ronquidos delnegro se sucedían en una serie muy larga de episodios,interrumpidos por risas y sollozos de placer.

Cristóbal había sido macumbero en su tierra natal,pero ahora practicaba un rito muy particular, con hetero-doxas modificaciones que contemplaban la supresión delsacrificio animal y en cambio propiciaban largas alqui-mias vegetales. Los olores de hierbas maceradas, quesalían de su cuarto en ciertos días, invadían toda la casa,hasta cuando Don Graci protestaba: “Díganle a ese ne-gro de mierda que deje sus brujerías o nos va a ahogar atodos con sus sahumerios del carajo”.

Cristóbal tuvo en su momento una providencial par-ticipación en los hechos. Su agudo instinto natural lollevó hacia la muchacha con certera intuición del verda-dero carácter de aquélla. Supo prescindir de la miradaausente de la joven y cuando la llevó al lecho, ella no lo-gró desdoblarse como era su costumbre, sino que se lan-zó de lleno al torbellino de los sentidos satisfechos y sa-lió purificada y tranquila de la prueba. Pero allí fue superdición, tal fue la inicial premonición de su posteriorsacrificio.

El sirviente era buen amigo del fraile, con quien seentendía en un francés con acento isleño. Pero era talvez con el piloto con quien mejor amistad llevaba y solíaacogerlo con una protectora actitud de hermano mayor,de la que se valía el antiguo aviador para detentar cier-tos privilegios en las comidas y algunos cuidados suple-mentarios tales como agua caliente para afeitarse y sá-banas limpias cada semana. Con Don Graci conservabaCristóbal el ascendiente de quien antaño tuviera a raya

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los deseos del robusto propietario. Por el guardián sen-tía el negro ese sordo rencor de su raza nacido cuandoel primer blanco con casaca militar pisó tierra africana.No se dirigían la palabra, pero jamás dieron muestra ex-terior de su mutua antipatía, de no ser en ocasionescuando una orden brusca y cortante del soldado era re-cibida con un socarrón “Oui Monsieur le para”.

Los Jueves de Corpus, Cristóbal preparaba un ex-quisito y condimentado caldo de gallina y las mejorespresas iban siempre a los platos del piloto y la Machiche.Cuando servía ese día a la mesa, el negro recitaba unalarga salmodia de la cual se conservan algunos apartes.Decía, por ejemplo

Alabá bembáen nombre del Orocuála gallina se coció.Para el que quiera gozáCristóbal la cocinó.La sirvió y no la comióla comió y no la probóporque el negro la mató,la mató a la madrugá,hoy el sol no la miró.Aracuá del brocué,ánima del gran Bondóque me perdone el bundé.

La retahíla continuaba inagotable y todo el día esta-ba Cristóbal triste, irritable y suspiraba con infantil me-lancolía.

Era zurdo.

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LA MANSIÓN

EL EDIFICIO no parecía ofrecer mayor diferencia con lasdemás haciendas de beneficio cafetero de la región. Peromirándolo con mayor detenimiento se advertía que erabastante más grande, de más amplias proporciones, deuna injustificada y gratuita vastedad que producía uncierto miedo.

Tenía dos pisos. Un corredor continuo en el piso su-perior rodeaba cada uno de los tres patios que se suce-dían hasta el fondo. El último iba a confundirse con losnaranjales y limoneros de la huerta. En el piso alto es-taban las habitaciones, en el bajo las oficinas, bodegas ydepósitos de herramienta. En los patios empedrados re-tumbaba el menor ruido, se demoraba la más débil or-den y murmuraba gozosamente el agua de los estanquesen donde se lavaban las frutas o se despulpaba el café.Estos eran los únicos ruidos perceptibles al internarseen el fresco ámbito nostálgico de los patios.

No había flores. El dueño las odiaba y su perfume leproducía una molesta urticaria en las palmas de las ma-nos y en los muslos.

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Las habitaciones del primer patio estaban todas ce-rradas con excepción de la que ocupaba el guardián quien,como ya se dijo, había dejado sus pertenencias en el sue-lo y allí permanecían en ese orden transitorio y preca-rio de las cosas de soldado. Los otros cuartos, cinco entotal, servían para albergar viejos muebles, maquinariadevorada por el óxido y cuyo uso era ignorado por losactuales ocupantes de la casa, grandes armarios con li-bros de cuentas y viejas revistas empastadas en una telaazul monótona e impersonal.

En habitaciones opuestas del segundo patio vivíanla Machiche y el piloto, y allí fue a refugiarse la mucha-cha la primera noche que pasó en la mansión en condi-ciones, que ya se sabrán. En el último patio vivían DonGraci, el sirviente y el fraile. La habitación del dueñoera la más amplia de todas, estaba formada por dos cuar-tos cuya pared medianera había sido derribada. Un granlecho de bronce se levantaba en el centro del amplio es-pacio y lo rodeaban sillas de la más variada condición yestilo. En un rincón, al fondo, estaba la tina de las ablu-ciones que descansaba sobre cuatro garras de esfinge la-bradas laboriosamente en el más abominable estilo finde siglo. Dos cuadros adornaban el recinto. Uno ilustra-ba, dentro de cierta ingenua concepción del desastre, elincendio de un cañaveral.

Bestias de proporciones exageradas huían despavo-ridas de las llamas con un brillo infernal en las pupilas.Una mujer y un hombre, desnudos y aterrados, huían enmedio de los animales. La otra pintura mostraba una vir-gen de facciones casi góticas con un niño en las rodillasque la miraba con evidente y maduro rencor, por com-pleto ajeno a la serena expresión de la madre.

La mansión se levantaba en la confluencia de dos ríostorrentosos que cruzaban el valle sembrado de naran-

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jos, limoneros y cafetos. La cordillera alta, de un azulvegetal profundo, mantenía el valle en sombras en unasecreta intimidad vigilada por los grandes árboles de coparala y profusa floración de un color púrpura, que nuncase ausentaba de la coronada cabeza que daban sombrasa los cafetales.

Una vía férrea construida hacía muchos años dabaacceso al valle por una de las gargantas en donde se pre-cipitaban las aguas en torrentoso bullicio. Los ingenie-ros debieron arrepentirse luego de un trazado tan ajenoa todo propósito práctico y desviaron la vía fuera del va-lle. Dos puentes quedaron para atestiguar el curso ori-ginal de la obra. Aún servían para el tránsito de hom-bres y bestias. Estaban techados con lámina de zinc, ycada vez que pasaban las recuas de mulas de la hacien-da el piso retumbaba con fúnebre y monótono sonido.

La hacienda se llamaba “Araucaíma” y así lo indica-ba una desteñida tabla con letras color lila y bordes do-rados colocada sobre la gran puerta principal que dabaacceso al primer patio de la mansión. El origen del nom-bre era desconocido y no se parecía en nada al de nin-gún lugar o río de la región. Se antojaba más bien frutode alguna fantasía de Don Graci, nacida a la sombra dequién sabe qué recuerdo de su ya lejana juventud en otrastierras.

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LOS HECHOS

EL GUARDIÁN llevó a la joven hasta el segundo patio de lacasa y llamó a gritos a la Machiche para que se hicieracargo de ella. La muchacha pedía que le permitieran la-varse la cara y arreglarse un poco antes de seguir su pa-seo, pero en sus ojos se notaba la curiosidad por husmeary conocer más de cerca el lugar que le atraía.

Las dos mujeres se enfrentaron en el corredor de aba-jo. La Machiche, desde la parte alta, miraba a la mucha-cha que esperaba al lado del guardián en el patio empe-drado. Observaba la opulenta humanidad de esa hem-bra agria y desconfiada, que la examinaba a su vez, nosin envidia ante la agresiva juventud que emanaba deljoven cuerpo como un halo invisible pero siempre pre-sente.

“Esta muchacha quiere saber dónde queda el baño”—explicó el guardián sin muchos miramientos y se alejósin esperar la respuesta.

“Venga conmigo” —le indicó la Machiche a la joven,quien la siguió por los corredores del segundo piso has-ta una estrecha estancia en donde una palangana y un

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trípode hacían las veces de baño. En el fondo, detrás deuna mugrienta cortina rosada, estaba el escusado con sutanque alto comido por el óxido y el moho. “Aquí se pue-de lavar la cara y si necesita otra cosa, el escusado estádetrás de la cortina. Si lo va a usar cierre primero lapuerta” —y la dejó en medio del zumbido de los mos-quitos y del húmedo silencio de la estancia.

Cuando hubo terminado de arreglarse, la joven salióal corredor y se encontró de manos a boca con el piloto,que llevaba con aire apresurado unos papeles. Se quedósorprendido ante la aparición de la visitante y con esasonrisa fácil y acogedora que se le colocaba en el rostro,casi sin él proponérselo, la saludó con lo que a ella lepareció, después de la acogida del guardián y la Machi-che el colmo de la amabilidad. Hablaron un rato recosta-dos en el barandal que daba al gran silencio del patioque se oscurecía con las sombras de la tarde.

El piloto invitó a la muchacha a que se quedara esanoche en la mansión, ya que empezaba a caer la noche yel camino de regreso al hotel se haría intransitable enbicicleta. Ella aceptó con esa ligereza de quien se entre-ga al destino con la ciega confianza de un animal sagrado.

No es fácil reconstruir paso a paso los hechos ni evo-car los días que la muchacha vivió en la mansión. Lo cier-to es que entró a formar parte de la casa y comenzó a te-jer la red que los llevaría a todos al desastre, sin darsecuenta de ello, pero con la inconsciencia de quien se sabeparte de un complicado y ciego mecanismo que gobiernacada hora de la vida.

Durante dos noches durmió en el mismo cuarto conla Machiche. Luego resolvió irse a dormir con el piloto,cuya cordialidad fácil le atraía y cuyas historias de paí-ses visitados durante una sola noche le sedujeron en ex-tremo. Cuando, a pesar de las caricias interminables que

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la dejaban en una cansada excitación histérica, el pilotono pudo poseerla, lo dejó y se fue a dormir sola a un cuar-to del segundo patio, contiguo a una habitación que usa-ba el fraile como cuarto de estudio. No tardaron los dosen hacer una amistad construida de sincero afecto y deuna sorda y profunda comprensión de la carne. El frailela desnudaba en su estudio y hacían el amor en los des-vencijados sillones de cuero o sobre una vasta mesa debiblioteca llena de papeles y revistas empolvadas.

Al fraile le encantaba la franca y directa disposiciónde la muchacha para mantener sus relaciones al mar-gen de la pasión y a ella le seducía la serena y sólidafirmeza del fraile para evitar todo rasgo infantil, banalo simplemente débil, comunes a toda relación entre hom-bre y mujer. Copulaban furiosamente y conversaban enamistosa y serena compañía.

Fue el dueño, Don Graci, quien, con la envidia de losinvertidos y la gratuita maldad de los obesos, incitó alsirviente en secreto para que sedujera a la muchacha yse la quitara al fraile. En efecto, el negro la esperó undía cuando ella iba a bañarse en una de las acequias quecruzaban los naranjales. Tras un largo y doliente ronro-neo la convenció de que se le entregara. Ese día la jovenprobó la impaciente y antigua lujuria africana hecha delargos desmayos y de violentas maldiciones. Desde esedía acudió como sonámbula a las citas en la huerta y sedejaba hacer del sirviente con una mansedumbre desespe-ranzada. Le contó al fraile lo sucedido y éste siguió sien-do su amigo pero nunca más la llevó al estudio. No obróasí a causa del miedo o la prudencia, sino por cierto se-creto sentido del orden, por una determinada intuiciónde equilibrio que lo llevaba a colocarse al margen de uncaos que anunciaba la aniquilación y la muerte.

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La Machiche, al comienzo, se hizo la desentendidasobre las nuevas relaciones de la joven y nada dijo. Se-guía acostándose con el negro cuando lo necesitaba y porentonces traía un deseo creciente de seducir de nuevoal guardián, quien la había dejado hacía ya varios añosy nunca más le prestara atención. Mientras la Machichese interesó en el soldado las cosas transcurrieron en for-ma tranquila. Pero una reprimenda del mercenario alsirviente vino a romper esa calma. La mutua antipatíaentre los dos era evidente.

Una noche en que el guardián esperaba a la Machicheésta no acudió a la cita. Por un oportuno comentario deDon Graci durante el desayuno al día siguiente, el guar-dián se enteró que aquélla había dormido con el sirvien-te. Durante el día no faltó ocasión para que se encontra-ran los dos y a una orden cortante y cargada de despre-cio del soldado, el negro se le echó encima ciego de fu-ria. Dos certeros golpes dieron con el sirviente en tierray el guardián siguió su ronda como si nada hubiera su-cedido. Esa noche le dijo a la Machiche que no quería nadacon ella, que no aguantaba más la peste de negro quedespedía en las noches y que su blanco cuerpo de muje-rona de puerto ya no despertaba en él ningún deseo. LaMachiche rumió varios días el desencanto y la rabia has-ta cuando encontró en quién desfogarlos impunemente.Puso los ojos en la muchacha, le achacó para sus adentrostoda la culpa de su fracaso con el guardián y se propusovengarse de la joven.

El primer paso fue ganarse su confianza y para ellono encontró la menor dificultad. Ángela vivía un climade constante excitación; su fracaso con el piloto, su trun-cada relación con el fraile y los violentos y esporádicosepisodios con el sirviente, la habían dejado presa de uninagotable deseo siempre presente y sugerido por cada

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objeto, por cada incidente de su vida cotidiana. La Ma-chiche percibió el estado de la joven. La invitó a compar-tir de nuevo su cuarto con palabras amables y con ciertacomplicidad entre mujeres. La muchacha aceptó encan-tada.

Un día que comparaban, antes de acostarse, algunasproporciones y circunstancias de sus cuerpos, la Machi-che comenzó a acariciar los pechos de la joven con airedistraído y ésta, sin hallar escape a la creciente excita-ción, se quedó en silencio dejando hacer a la experta ra-mera. La Machiche comenzó a besarla y la llevó lenta-mente a la cama y allí le fue indicando, con ademanesseguros y discretos, el camino para satisfacer su deseo.La ceremonia se repitió varias noches y Ángela descu-brió el mundo febril del amor entre mujeres.

No tardó Don Graci en conocer el asunto, por algu-nas frases dejadas caer por la Machiche, y el dueño em-pezó a invitar a las dos mujeres a participar en sus ablu-ciones, con prescindencia de los demás habitantes de lamansión. Largas horas duraba el baño del frenético trío.Don Graci presidía los episodios entre las dos hembrasy gustaba de hacer indicaciones, llegado el momento, paraparticipar desde la neutralidad de sus años en los es-pasmos de la joven. Esta se aficionó a la Machiche cadadía con mayor violencia y la mujer la dejaba avanzar enel desorden de un callejón sin salida, al que la empujabael desviado curso de sus instintos.

Cuando la Machiche comprobó que Ángela estaba porcompleto en su poder y sólo en ella encontraba la satis-facción de su deseo, asestó el golpe. Lo hizo con la pro-bada serenidad de quien ha dispuesto muchas veces dela vida ajena, con el tranquilo desprendimiento de lasfieras.

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Una noche se acercó la muchacha a su cama mien-tras ella hojeaba una revista. Ángela empezó a besarlelas espesas y desnudas piernas, mientras la Machichese abstraía en la lectura o simulaba hacerlo. La mujerpermaneció indiferente a las caricias de la joven, hastacuando ésta se dio cuenta de la actitud de su amiga.

“¿Estás cansada?” —le preguntó con un leve tono dequeja en la voz.

“Sí, estoy cansada” —respondió la otra, cortante.“¿Cansada solamente o cansada de mí?” —inquirió

la muchacha con ese insensato candor de los enamora-dos, que se precipitan por sí solos en los mayores abis-mos por obra de sus propias palabras.

“La verdad, chiquita, es que estoy cansada de todoesto” —comenzó a explicar la Machiche con una voz neu-tra que penetraba dolorosamente en los sentidos de Án-gela—. “Al principio me interesaste un poco y cuandoDon Graci nos invitó a bañarnos con él, no tuve más re-medio que aceptar. Ya sabes, él nos sostiene a todos yno me gusta contrariarlo. Pero yo soy una mujer para ma-chos, chiquita. Necesito un hombre, estoy hecha para loshombres, para que ellos me gocen. Las mujeres no meinteresan, me aburren como amigas y me aburren en lacama y mas tú que estás tan verde todavía. Ya Don Gra-ci no nos llama para bañarse con nosotras, también élse debió aburrir de vernos hacer siempre lo mismo. Va-mos a dejar todo esto por la paz, chiquita. Pásate a tucama y duérmete tranquila. Yo lo que necesito es un ma-cho, un macho que huela y grite como macho, no una ni-ñita que chilla como un gato enfermo. Vamos... a dormir”.

Ángela, al comienzo, pensó en alguna burla sinies-tra; pero el tono y las palabras de la mujerona se ajus-taban tan estrictamente a la verdad que bien pronto sedio cuenta de que la Machiche estaba hablando con irre-

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mediable seriedad. Se aterró al pensar que nunca másharían juntas el amor, rechazó la idea como imposible,pero ésta tornó a imponerse como un presente irrevo-cable. Fue como sonámbula hacia su lecho, se acostó ycomenzó a llorar en forma persistente, inagotable, deso-lada. La Machiche se durmió arrullada por el llanto deÁngela y reconfortada en el fresco sabor de la venganza.

A la mañana siguiente el guardián entró tempranoal cuarto de los aparejos y encontró el cuerpo de Ángelacolgando de una de las vigas. Se había ahorcado en lamadrugada subiéndose a una silla que arrojó con los pies,luego de amarrarse al cuello una recia soga.

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FUNERAL

LLEVARON el cadáver a la alcoba de Don Graci y allí lotendieron en el suelo. El sirviente y el guardián fuerona la orilla del río para cavar la tumba. El dueño inquiriócon el fraile los detalles de los hechos y éste lo puso alcorriente de todo. Le contó que la noche anterior la mu-chacha había tocado a su puerta y le había pedido ayuday que la oyera en confesión. La pobre estaba en una la-mentable confusión interior y sentía que el mundo se lehabía derrumbado de pronto en forma definitiva.

La Machiche no estuvo presente durante el relatodel fraile y se encerró en su alcoba en actitud huraña.El piloto también se ausentó antes de que el fraile co-menzara su relato. Dijo que precisaba revisar algunascuentas y le pidió al fraile las llaves de su habitación parasacar unos comprobantes. Mostraba una inquietante se-renidad ante la suerte de la muchacha.

Terminado el relato del fraile, Don Graci comentó:“No sé de quién haya sido la culpa de todo esto, pero nospuede acarrear muchas dificultades, ya verá usted. Des-de un principio yo me opuse a que esta muchacha siguie-

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ra viviendo con nosotros, pero como lo que yo digo aquíno se toma en cuenta y siempre acaba por hacerse lo queustedes quieren, ahora todos vamos a tener que cargarcon las consecuencias. Hay que arreglar a esta mujer an-tes de enterrarla”. Se refería Don Graci a la necesidadde cubrir el cuerpo que estaba desnudo y mostraba, jun-to con los primeros síntomas de la rigidez una cierta ma-dura ostentación de sus atributos femeninos. Los senosse habían desarrollado a ojos vista con su trato con la Ma-chiche y el sexo henchido se ofrecía con una evidenciaque no lograban ocultar los vellos del pubis.

Entre el fraile y Don Graci lavaron el cadáver conuna infusión de hojas de naranjo, indicada según el due-ño, para detener la descomposición y lo envolvieron lue-go en una sábana. Estaban terminando su tarea cuandooyeron dos disparos provenientes del segundo patio. Seescuchó luego un forcejeo violento, un golpe seco y des-pués reinó el tibio silencio vespertino. El fraile y DonGraci acudieron precipitadamente y desde el corredorvieron cómo en el patio el guardián sujetaba contra elsuelo al sirviente con una llave de judo que lo manteníainmóvil. A un lado la Machiche, tendida en el empedra-do, agonizaba con dos grandes heridas en el pecho delas que manaba, a cada estertor, una sangre oscura yabundante. Más allá yacía el piloto con el cráneo grotesca-mente destrozado. El fraile corrió a ayudar a la Machi-che que, entre gorgoteos y muecas de dolor, repetía convoz débil: “Tenía que ser este maricón de mierda... teníaque ser...”. Don Graci fue hacia el guardián y le ordenóque soltara al sirviente, que se retorcía con el rostro con-tra las piedras. El soldado dejó libre al negro, quien sealejó mansamente obedeciendo a una orden de Don Graci.

“Veníamos de cavar la tumba —explicó el mercena-rio— cuando oímos los disparos. El piloto le había dis-

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parado a la Machiche y traía en la mano la pistola delfraile. El negro se le fue encima sin darle tiempo a naday con la pala lo derribó del primer golpe. Ya en el suelosiguió golpeándolo hasta que logré inmovilizarlo. Esta-ba enloquecido”.

El fraile se encargó de todo. Llevó con el guardiánlos cadáveres de las dos mujeres hasta la tumba cavadaa orillas del río y los enterró juntos. La Machiche habíamuerto lanzando sordas maldiciones contra el piloto yrogando que no la dejaran morir.

El cadáver del piloto fue llevado a los hornos del tra-piche. Don Graci fue por el negro para que encendieralos quemadores del horno y lo encontró en su pieza, derodillas contra la cama, rezando frente a un retrato delrey Víctor Manuel III. Oraba en su dialecto en medio deprofundos sollozos. Llorando fue hasta los hornos y mien-tras cebaba las calderas murmuraba sordamente: “Ma-chiche... ma petite Machiche... la gandamblé... Machichela gurimbó...” Un leve humo azul subió en el claro cielode la tarde indicando el voraz trabajo de los hornos. Delpiloto quedaron apenas un breve montón de cenizas ysu gorra de capitán de aviación colgada en los corredo-res.

Esa misma noche Don Graci abandonó la mansión se-guido por el sirviente, que le llevaba las maletas y quepartió con él. Dos días después, el guardián hizo su mo-chila y partió en la bicicleta que trajera Ángela. El frai-le permaneció algunos días más. Al partir cerró todaslas habitaciones y luego el gran portón de la entrada. Lamansión quedó abandonada mientras el viento de lasgrandes lluvias silbaba por los corredores y se arremo-linaba en los patios.

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EL VIAJE

NO SÉ si en otro lugar he hablado del tren del que fui con-ductor. De todas maneras, es tan interesante este aspec-to de mi vida, que me propongo referir ahora cuáles eranalgunas de mis obligaciones en ese oficio y de qué ma-nera las cumplía.

El tren en cuestión salía del páramo el 20 de febre-ro de cada año y llegaba al lugar de su destino, una pe-queña estación de veraneo situada en tierra caliente,entre el 8 y el 12 de noviembre. El recorrido total deltren era de 122 kilómetros, la mayor parte de los cualeslos invertía descendiendo por entre brumosas monta-ñas sembradas íntegramente de eucaliptos. (Siempreme ha extrañado que no se construyan violines con la ma-dera de ese perfumado árbol de tan hermosa presencia.Quince años permanecí como conductor del tren y cadavez me sorprendía deliciosamente la riquísima gama desonidos que despertaba la pequeña locomotora de colorrosado, al cruzar los bosques de eucaliptos).

Cuando llegábamos a la tierra templada y comenza-ban a aparecer las primeras matas de plátano y los pri-

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meros cafetales, el tren aceleraba su marcha y cruzába-mos veloces los vastos potreros donde pacían hermosasreses de largos cuernos. El perfume del pasto “yaraguá”nos perseguía entonces hasta llegar el lugarejo dondeterminaba la carrilera.

Constaba el tren de cuatro vagones y un furgón, pin-tados todos de color amarillo canario. No había diferen-cia alguna de clases entre un vagón y otro, pero cadauno era invariablemente ocupado por determinadas gen-tes. En el primero iban los ancianos y los ciegos; en elsegundo los gitanos, los jóvenes de dudosas costumbresy, de vez en cuando, una viuda de furiosa y postrera ado-lescencia; en el tercero viajaban los matrimonios bur-gueses, los sacerdotes y los tratantes de caballos; el cuar-to y último había sido escogido por las parejas de ena-morados, ya fueran recién casados o se tratara de aloca-dos muchachos que habían huido de sus hogares. Ya paraterminar el viaje, comenzaban a oírse en este último co-che los tiernos lloriqueos de más de una criatura y, porla noche, acompañadas por el traqueteo adormecedorde los rieles, las madres arrullaban a sus pequeños mien-tras los jóvenes padres salían a la plataforma para fu-mar un cigarrillo y comentar las excelencias de sus res-pectivas compañeras.

La música del cuarto vagón se confunde en mi recuer-do con el ardiente clima de una tierra sembrada de ju-gosas guanábanas, en donde hermosas mujeres de mira-da fija y lento paso escanciaban el guarapo en las nochesde fiesta.

Con frecuencia actuaba el sepulturero. Ya fuera unanciano fallecido en forma repentina o se tratara de unceloso joven del segundo vagón envenenado por sus com-pañeros, una vez sepultado el cadáver permanecíamos

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allí tres días vigilando el túmulo y orando ante la ima-gen de Cristóbal Colón, santo patrono del tren.

Cuando estallaba un violento drama de celos entrelos viajeros del segundo coche o entre los enamoradosdel cuarto, ordenaba detener el tren y dirimía la dispu-ta. Los amantes reconciliados, o separados para siem-pre, sufrían los amargos y duros reproches de todos losdemás viajeros. No es cualquier cosa permanecer en me-dio de un páramo helado o de una ardiente llanura don-de el sol reverbera hasta agotar los ojos, oyendo las peo-res indecencias, enterándose de las más vulgares intimi-dades y descubriendo, como en un espejo de dos caras,tragedias que en nosotros transcurrieron soterradas ysilenciosas, denunciando apenas su paso con un tembloren las rodillas o una febril ternura en el pecho.

Los viajes nunca fueron anunciados previamente.Quienes conocían la existencia del tren, se pasaban avivir a los coches uno o dos meses antes de partir, de talmanera que, a finales de febrero, se completaba el pasa-je con alguna ruborosa pareja que llegaba acezante o conun gitano de ojos de escupitajo y voz pastosa.

En ocasiones sufríamos, ya en camino, demoras has-ta de varias semanas debido a la caída de un viaducto.Días y noches nos atontaba la voz del torrente, en don-de se bañaban los viajeros más arriesgados. Una vez re-construido el paso, continuaba el viaje. Todos dejábamosun ángel feliz de nuestra memoria rondando por la fe-cunda cascada, cuyo ruido permanecía intacto y, de re-pente, pasados los años, nos despertaba sobresaltados,en medio de la noche.

Cierto día me enamoré perdidamente de una hermo-sa muchacha que había quedado viuda durante el viaje.Llegado que hubo el tren a la estación terminal del tra-yecto me fugué con ella. Después de un penoso viaje nos

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establecimos a orillas del Gran Río, en donde ejercí pormuchos años el oficio de colector de impuesto sobre lapesca del pez púrpura que abunda en esas aguas.

Respecto al tren, supe que habla sido abandonado de-finitivamente y que servía a los ardientes propósitos delos veraneantes. Una tupida maraña de enredaderas ybejucos invade ahora completamente los vagones y losazulejos han fabricado su nido en la locomotora y el fur-gón.

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HASTÍO DE LOS PECES

DESDE dónde iniciar nuevamente la historia es cosa queno debe preocuparnos. Partamos, por ejemplo, de cuan-do era celador de trasatlánticos en un perdido y míseropuerto del Caribe. Qué más da si esto sucedió antes dehaber domesticado el rebaño de alces de que os hablabael otro día, o si fue posterior a mi invención de la máqui-na para fabricar gardenias absolutas? El caso es que minueva profesión, nada insólita y muy aburrida por épo-cas, me dejaba pingües ganancias en ciertos frutos de cuyanuez salía por las tardes un perfume muy parecido aldel poleo.

Lo que sí puedo asegurar es que la miel de este re-lato mana de ciertos rincones adonde no puedo llevaros,pese a mi buena voluntad, y donde, de todas maneras,no sería mucho lo que podría verse.

Los buques han necesitado siempre de un celador.Cuando se quedan solos. Cuando los abandona desde elcapitán hasta el último fogonero y los turistas desem-barcan para dar una vuelta por el puerto y desentume-cer las piernas; en tales ocasiones, necesitan de una

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persona que permanezca en ellos y cuide de que el aguadulce no se enturbie o el alcohol de los termómetros setiña de ese color violeta que embriaga al segundo de abordo e ilumina suavemente la gravidez de las mujeres.

Con plena conciencia de mis responsabilidades, re-corría todos los sitios en donde pudiera esconderse elalbatros vaticinador del hambre y la pelagra, o la mari-posa de oscuras alas lanosas, propiciadora de la másvasta miseria. Los capitanes me confiaban los planos deblancos paquebotes o de esbeltos yates, fáciles a la or-gía de ancianos desdentados, y yo interpretaba los sig-nos que en tales cartas indicaban sitios sospechosos ocanciones de moda.

Con la savia de los cocoteros, la arena recogida en laplaya a la madrugada, la camisa de un viejo minero muer-to de lepra en el Malecón del Sur y otros elementos deigual eficacia y mágico poder, realizaba la limpieza delos ojos de buey, turbios de sal y sacrificio, y de las to-rres del radio que ostentaban pornográficas banderolasindicadoras de deseos indescifrables.

Mi jornada nunca sobrepasó las cinco horas y jamásme dejé ver la cara de los turistas que regresaban conhondas ojeras de desgano y empapados de un sudor conacre tufo de trópico.

Sólo una vez me vi obligado a presenciar la muertede un coleccionista de caderas, a manos de una ancianavendedora de tabaco. La cabeza le quedó colgando deunas tiras pálidas y le bailaba sobre el pecho como unacalabaza iluminada por resplandores de cumbia. Unaúltima sombra le cubrió los ojos y tuve que encargarmede enterrar el cadáver. Lo cubrí con unas algas gigantesy nunca percibí fetidez alguna.

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Para quienes tachen mi relato de inverosímil, tengouna oración que me enseñó el gaviero de la balleneraGarvel, de matrícula holandesa, que dice así:

Señor, persigue a los adoradores de la blanda ser-piente.

Haz que mis semejantes conciban mi cuerpo como unafuente inagotable de tu infamia.

¡Oh, Señor!, recibe las preces de este avizor supli-cante y concédele la gracia de morir entre las fauces deun cachalote virgen que no conozca las leyes de la ma-nada.

No puedo garantizar la eficacia de esta oración, perosu práctica me ha servido de mucho en ocasiones difíci-les como la presente.

Muchos años serví en el puerto a que me vengo refi-riendo. Tantos que olvidé los rasgos sobresalientes delas bestias que me acompañaron en mi peregrinaje porlas tierras altas donde moran los Conciliadores de Cua-renta Elementos.

Entre los buques que cuidé con más esmero se cuen-ta uno con matrícula de Dublín, de sucio aspecto y for-ma poco esbelta, pero lleno de plantas salutíferas y hue-llas de hermosísimas mujeres. Varias de ellas me acom-pañaron en sueños. Jamás pude verificar algunas de susrotundas formas, pero me consolé pensando en su po-tente virginidad.

Mis noches transcurrían en ese ambiente pesado quedejan los fardos de lana o el exceso de alimento en losmineros. Uno que otro sol me halló tendido en la playa.Las estrellas nunca aparecieron por esas latitudes. Siem-pre me han repugnado los planetas. El arribo de un bar-co era anunciado al alba por la llegada de enormes caca-túas de párpados soñolientos que gemían desoladas suestéril concupiscencia. Jamás faltaron a su cita estos

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pájaros portentosos. Mi criado me advertía que el bu-que acaba de tocar el muelle y yo partía soñoliento, arre-glándome las ropas presuroso. Esto lo digo para mi des-cargo, pues hubo quienes pretendieron acusarme de in-cumplido, con la manifiesta intención de perjudicar mislabores tan ricas en el conocimiento de criaturas supe-riores, de seres iluminados por el resplandor submarinoque fecunda a las ostras en el Mar de Mármara.

En otra ocasión relataré mi vergonzosa huída y el sub-secuente castigo.

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Artículos

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EN FAVOR DE CÉSAR BORGIA

DESEO evocar hoy la memoria de Cesar Borgia —Borjapara ser más correctos— duque de Valentino. Fue el másjoven de los hijos naturales del futuro Alejandro VI y deVanozza Cattanel. Lleno de ambición y de energía, des-deñoso de todas las leyes divinas y humanas, con noto-rias dotes de guerrero y administrador, fue hecho car-denal a los dieciséis años por su padre, que ocupaba yala silla de San Pedro. Asesinó a su hermano Juan, du-que de Gandía al que sucedió como capitán general de laIglesia. Aliado con Luis XII de Francia para estabilizar elpoder papal, recibió de este rey el título de duque deValentino (italianismo por Valentinois). Fue luego nom-brado por su padre duque de Romagna.

Para librarse de sus principales enemigos, los citócon falsos pretextos en el castillo de Senigallia y allí des-pués de compartir con ellos en un espléndido banquete,los mandó ahorcar. Fue hombre de sólida cultura, domi-naba el griego, el latín, el español, el francés y hablabaun catalán reacio y sonoro. Tuvo, seguramente, relacio-nes íntimas con su hermana Lucrecia, a cuyo primer mari-

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do, Alfonso de Aragón [primer matrimonio consumado],mandó matar César por razones políticas. A la muertede Alejandro VI fue hecho prisionero por el papa Julio II,escapó de la prisión y de nuevo fue encerrado por el grancapitán Gonzalo de Córdoba. Logró escapar de nuevo yse refugió en Navarra, cuyo rey era hermano de su es-posa. Acompañó a su cuñado en una expedición contraEspaña y murió en Viana en una emboscada nocturna.Luchó como un león sin proferir una palabra. Acribilla-do por las lanzas enemigas, su cadáver fue recogido aldía siguiente y recibió cristiana sepultura con los hono-res de un gran guerrero. César Borgia dejó entre los pue-blos que gobernará reputación de príncipe severo perojusto. Protegió las artes, fue amigo de Pinturicchio y deLeonardo da Vinci. Sirvió de modelo al texto más impor-tante y duradero que se haya escrito sobre política: “Elpríncipe” de Nicolás Maquiavelo.

He tratado de ser escueto y de relatar, con la mayorobjetividad los hechos comprobados de la vida de estapersonalidad radiante del Renacimiento italiano sobrela cual se ha vertido un sucio caudal de literatura bara-ta, de santurronería hipócrita y de oscura necedad. Sesalvan de esta avalancha de mentira y lodo, algunas pá-ginas de la gran historiadora italiana María Benonci, ensu biografía de Lucrecia Borgia y las alusiones apareci-das en el mismo libro de Maquiavelo

Debe recordarse que este príncipe y guerrero quebuscó con avidez el poder y lo logró sin tener en cuantalos medios usados para conseguirlo:

– Jamás dijo a los pueblos que gobernara que su úni-co compromiso era con los desvalidos y con su patriaamada.

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– Jamás prometió garantías a los banqueros e indus-triales para desarrollar sus actividades dentro de lasnormas de la ley y en beneficio de todos.

– Jamás dijo que la liberación de la clase obrera esel gran objetivo a que debe supeditarse cualquier movi-miento político, ni ofreció trabajar para establecer la dic-tadura del proletariado.

– No pensó nunca en algo tan extraño como que to-dos los hombres son iguales y tienen iguales derechospara elegir a sus gobernantes.

Quiero decir con esto que jamás engañó a nadie so-bre sus intenciones, que fueron siempre bien claras ysimples: obtener el poder y conservarlo a toda costa.

Sería asunto un poco largo de explicar, pero confie-so que prefiero mil veces ser gobernado por el Valentinoque por la complicada urdimbre burocrática estado mo-derno, tan sospechosamente interesado en mi bienestary en el ejercicio de mi personal albedrío. Cuestión de gus-tos… y de saberlo pensar un poco a la luz de los últimosciento cincuenta años de historia universal.

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Y, AHORA, UN CLÁSICO

ME PIDEN mis amigos de CAMBIO que escriba unas líneassobre cuál ha sido la vida que he compartido con GabrielGarcía Márquez. La mención de este nombre, tan cerca-no a mis afectos, me hace viajar muy lejos en el pasado,cuando lo conocí hace 54 años, durante una noche de tor-menta en el barrio de Bocagrande, en Cartagena. Me lopresentó Gonzalo Mallarino, su compañero de facultadde Derecho de la Universidad Nacional de Colombia, ydesde entonces su admirador irrestricto.

He dicho que dos cosas me sorprendieron en él, y lasdos siguen siendo rasgos definitorios de su carácter: unadevoción sin límites por las letras, desorbitada, febril,insistente, insomne entrega a las secretas maravillas dela palabra escrita, y una madurez varonil, un sentido co-mún infalible, que en nada concordaban con los veinteaños, a los que había entrado ya con su ceño de bucane-ro y su corazón a flor de piel.

Tal vez por eso mismo, por lo mucho que lo conozco,me resulta imposible entrar en terrenos de una tan en-trañable intimidad de tantos años, con momentos de di-

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cha y plenitud y otros de amarguras y tristezas compar-tidas. Hemos vivido juntos, Gabriel y yo, muchas horasde felicidad desbordada y no pocas de incertidumbre yestrechez. Hemos viajado por casi todos los continentes,hemos compartido libros, músicas y amigos. Todo lo vi-vido con él ha sido para mí como un premio extraordi-nario en el oscuro azar de los días. Todo ello vivido conun afecto sin sombra. Estos sentimientos tan profundosno se pueden transmitir en unas palabras, e intentarlosería caer en un trivial recuento de anécdotas.

Y me piden que hable de la vida de Gabriel justamen-te cuando él mismo acaba de hacerlo para los siglos ve-nideros. Resultaría más cuerdo referirme al modo magis-tral en que él mismo responde a lo que ustedes me pi-den a mí.

Acabo de leer la autobiografía de Gabriel que tieneel único posible y justo título de “Vivir para contarla”. Amedida que fui avanzando en esta lectura, mi asombroiba creciendo, porque a cada página que leía, más firmese hacía mi certeza de que estaba recorriendo las pági-nas de un clásico.

¿Por qué clásico? Porque el lector va tomando con-ciencia a medida que avanza en la obra de que el tiempono podrá ejercer su trabajo acostumbrado de marginacióny olvido, y el libro vivirá siempre un intacto presente.

Uno de los aspectos que más profundamente me mar-caron en esta lectura fue ver cómo el escritor avezado ymaduro en el ejercicio de la narración que es García Már-quez, jamás interfiere en los pasos de la vida que va na-rrando. El niño que nos presenta vive su propia vida ydescubre su mundo como niño. Así sucede luego con eljoven adolescente, con el estudiante y con el escritor queva cumpliendo su destino.

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Estamos hombro con hombro con cada uno de ellos,y nos damos cuenta, al final, de que hemos participadoplenamente en una vida que se narró sin juegos de in-genio, sin malicias de estilo y en forma llana, con los tro-piezos amargos o felices sorpresas que nos reservan losaños. El talento del escritor se manifiesta en que en nin-gún momento intenta pasarse de listo en esta visión di-recta y desnuda de una vida.

Pero hay otro aspecto que en esta autobiografía nosestá mostrando un narrador de inagotable lucidez: to-das las novelas y cuentos de García Márquez van desa-rrollándose como telón de fondo de la vida del autor. Na-turalmente, con la distancia y eficacia de quien las dejavivir por su cuenta y, al mismo tiempo, nos va mostran-do de dónde y cómo nacieron. Es así como la vida me haregalado la dicha de ver a alguien que quiero tanto con-vertido en un clásico más de los que acompañan mis díaspara alivio y lección de mi alma.

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LA MISERIA DEL DEPORTE

ME PREOCUPA el creciente interés del hombre por los es-pectáculos deportivos. Bien pronto derivaremos a la vidacastrada y aséptica de los estadios, respiraremos bienpronto la atmósfera húmeda y densa de las sucias toa-llas de los atletas.

El deporte es una actividad humillada y miseranda,El deportista nada arriesga, cultiva sus músculos y adies-tra sus reflejos para exhibirse ante una multitud enclen-que, de ideas usadas y agrias. El público hace del atletasu ídolo, le atribuye virtudes que quisiera poseer, y, de-trás de la opulenta trabazón de músculos, supone atri-butos heroicos que no existen, aún más, que el atleta nie-ga. Es éste un eunuco que la multitud cubre con deseosimposibles y antiguos, ya perdidos hace tiempo. De allíque el deporte, como la prostitución y el alcohol, se con-vierta en una pingüe industria en manos de mercaderesinescrupulosos. Mercaderes de atletas. A Grecia debe-mos esta vergüenza. Los obtusos atletas griegos inven-taron el logos y los métodos de razonamiento que rigenhasta hoy y que han ahogado la preciosa fuente del mis-

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terio, el fluir natural y fértil del inconsciente que dis-tingue a pueblos anteriores y contemporáneos al hele-no. Después, en Roma, cuando quienes vigilaban la vas-ta frontera del imperio eran soldados de razas nuevas ysanguinarias, los romanos se extasiaban en el circo, clau-surando un mundo. Mala época la de los atletas.

Cuando un hombre ha hecho de su cuerpo un instru-mento seguro, armónico y potente, debe arriesgarlo acada paso. Arriesgarlo para su placer, para su enalteci-miento individual, sin testigos ni intrusos. De allí elprestigio imponderable del Renacimiento. El hombre sehizo fornido y ágil con el fin de poder matar e impedirque lo mataran; preparaba su cuerpo para gozar de lavida en toda su densa corriente. Cuando el Condotierobuscó público y paga y, en lugar de matar a su enemigo,le permitió huir maltrecho, se convirtió en matón. Y cuan-do dos matones, al terminar la pelea, se abrazaron enmedio de los vítores del público frenético, nacía de nue-vo el deportista. El gran símbolo de nuestra época infa-me, En la guerra, las gentes respiran hoy embelesadasel aire podrido de los estadios y olvidan la hermosa y cas-ta serenidad de los aeródromos, la gracia de medusa me-tálica de los submarinos, la gloria de la muerte, de lamuerte porque sí.

No es una decadencia esta afición presente por el de-porte. Es la señal de que ha llegado nuestra hora másmiserable, una hora que ha sonado varias veces para elhombre, pero nunca con tan convincente llamado comoahora.

El hombre del estadio, el “fanático” de los atletas, escapaz de todas las ruindades y miserias. Hace muchotiempo que ya no es hombre. Ha escogido como fuentede su entusiasmo una ruin turba de pobres eunucos adies-trados. El hombre del estadio engrosó las filas de la Ges-

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tapo —el nazismo fue una doctrina de estadio—, traba-ja para la MVD soviética, lanzó la atómica en Hiroshima,asoló Europa en nombre de la Libertad y, hoy, comerciaaterrado en la ONU. Cada día se nos impone como doctri-na una nueva miseria ideológica, fermentada bajo las plo-mizas escaleras de los estadios. La participación colecti-va y frenética del ser en sistemas que encierran su des-trucción sin gloria, su desleimiento en el ambiente tibiode los gimnasios, se extiende peligrosamente corno unaplaga.

La peor vergüenza que pesa hoy sobre el hombre, esel no poder morir solo. Tener que llegar a su fin compar-tiendo propósitos e ideales, fraguados por los “mercade-res de atletas”: ellos determinan su muerte y, lo que espeor, la despojan de toda la serena belleza que la distin-guió antaño. Los cruzados pudriéndose dentro de sus ar-maduras al sol del desierto poblado de leones; “El Valen-tino” desnudo, fija su negra mirada en el claro cielo deuna madrugada aragonesa, destrozado su cuerpo por laslanzas de la emboscada; el granadero con la sangre desus heridas congelada a orillas del Berezina; el piloto dela RAF abatido sobre la campiña bucólica y señorial de supatria, todos estos muertos felices, dueños y señores desu fin, gozaron de un privilegio que le será negado a sushermanos de hoy.

Denuncio la vergüenza del Deporte. Condeno la pan-tomima dopada de los estadios. Moriremos víctimas delas artimañas de los traficantes del estéril ejerzo mus-cular. Nos matará un onanismo colectivo sin “la gloriade un largo deseo”. Dejaremos como herencia a nuestroshijos la habilidosa y ruin gracia de los futbolistas, el ric-tus congestionado de los “routiers”, la fea mueca que sepega al rostro de los corredores, la malicia de “ghetto”de los beibolistas, la grasa afeminada que rodea la cin-

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tura de los nadadores, la falsa furia de los boxeadores,la triste agilidad de barriada de los “jockeys”. Lamente-mos la ausencia luminosa de los guerreros ciegos de lan-zas, quietas estatuas de sangre que perpetúan una muer-te magnífica. Lloremos por nuestros hijos, nacidos bajola sombra de los estadios, burdeles de gloria.

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Discursos

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DISCURSO PREMIO PRÍNCIPE DE ASTURIAS DE LAS LETRAS 1997

A RIESGO de caer, sin remedio, en lo anecdótico y perso-nal, algo quisiera decir, sobre una tradición que los Mutisen Colombia hemos sabido perpetuar con fidelidad in-conmovible. Se trata de lo que yo llamaría una atenciónvigilante y sin tregua por España, transmitida de unageneración a la siguiente como algo muy semejante a unrasgo familiar. Sin duda, el origen de esta actitud se en-cuentra en la presencia tutelar del sabio naturalista, elcanónigo don José Celestino Mutis, artífice de la Expe-dición Botánica de la Nueva Granada, que le fuera enco-mendada por S. M. el Rey Don Carlos III. Don José Ce-lestino trajo de Cádiz a su hermano don Manuel paraque le ayudara en la ardua tarea científica que le toma-ría tres décadas llevar a feliz término.

Don Manuel Mutis y Bosio, padre de mi tatarabuelo,fundó una familia en Colombia que ha estado vinculadaa la historia del país en los más diversos campos y ofi-cios. La memoria del sabio Mutis ha corrido en la vidade mi familia en forma paralela con la presencia de Es-

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paña y su destino. De las muchas anécdotas que lo atesti-guan, quisiera hoy traer a cuento una de la que fui partí-cipe directo. Cuando la vista de mi abuela paterna no lepermitió ya leer el periódico, yo, de niño, lo hacía en vozalta para ella. En cada ocasión comenzaba siempre di-ciéndome: “Mira, antes que nada, qué nos dicen de Espa-ña”. Fue así como, al mismo tiempo; empecé a frecuentarlos autores españoles de la biblioteca familiar y disfrutéla lectura de Galdós, Pereda, Juan Valera, Palacio Valdésy el, a mi juicio, injustamente, olvidado Navarro Villosla-da con su Amaya y los vascos en el siglo VIII, que marcómis sueños de infancia en forma un tanto delirante. Des-pués iban a venir, desde luego y ya por mi propia cuen-ta, clásicos entrañables como Jorge Manrique, Garcilaso,don Miguel de Cervantes, Tirso, y con ellos los autoresde la Generación del 98, y en particular, hasta hoy enprimer lugar de mi devoción literaria, don Antonio Ma-chado.

Hoy España me abruma con un honor, no por inme-recido menos cargado de un muy hondo significado. ElPremio Príncipe de Asturias de las Letras revive todosestos recuerdos familiares y los trae a un presente endonde me proporcionan un bien y una certeza que ya dabapor perdidos en medio de mi destino itinerante e incier-to. Es como si escuchara la voz de esta tierra venerableque me dice: “Te he seguido en todos tus pasos, he oídotu voz y hoy te acojo como a un hijo más nacido en esastierras de América que tan caras son para mí”. No en-cuentro mejor manera, un tanto sentimental y teñida deingenuidad, es cierto, para explicar lo que hoy vivo eneste recinto y en presencia de tan augustas personas quesiempre han obligado mi reverencia.

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El otro ámbito en donde el Premio vienen despertarsentimientos de manera tan estimulante como ineludi-ble, tiene su origen en mi calidad de iberoamericano.

Mi América Latina tiene su más intensa y definitivaimagen en la zona ecuatorial y, más concretamente enla que solemos llamar Tierra Caliente, el clima ideal parala siembra del café, de la caña de azúcar y del cacao; lade los ríos torrentosos que bajan de la Cordillera y losárboles inmensos en florida permanencia. Un ámbito porentero diferente del trópico, con el cual suele confundír-sele en otras latitudes. Allí tuve la dicha y la fortuna deconocer el Paraíso en la tierra: la hacienda de mi fami-lia materna, de vieja tradición en esos cultivos. En eselugar, donde viví largas temporadas de estudiante nuloy lector insaciable, nació mi vocación literaria. No hayuna sola línea en mi poesía o en mis relatos, que no ten-ga su secreta raíz en esa región que guardo en la memo-ria para ayudarme a seguir viviendo. Escribo sólo paramantener intacto ese recuerdo y darle una fugaz poste-ridad por obra de mis eventuales lectores. Pero necesa-rio es admitir que hablo de un Paraíso cuya existenciase esfumó, arrasado por ese averno devorante que handado en llamar la modernidad. No queda ya rastro algu-no de ese rincón sagrado para mí y que recibe hoy, aquí,por mediación de mi obra, un homenaje al cual, viniendode donde viene, le concedo un valor de indecible tras-cendencia. Pero algo quisiera comentar ahora sobre lascausas más evidentes de que ese rincón de mi Américasea hoy una árida ruina sin alma.

A nadie puede escapársele ya la evidencia de que asis-timos a la vertiginosa agonía de todos los principios ycertezas que han signado durante milenios la conductadel hombre, cuyo perfil como persona va borrándose pau-latinamente y es reemplazado por el fantasma que in-

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tenta imitarlo en la brumosa pantalla electrónica. Es asícomo estos nuevos medios de una pretendida comuni-cación, puestos al servicio de una sociedad de consumo,de cada día más vasto y asolador alcance, conspiran paraanularla noción de individuo y la existencia misma dela persona que casi nada cuenta ya y va a fundirse en esamasa informe que se mueve a impulsos de un hedonis-mo primario y de un afán cainita que invade cada vezcon mayor saña todas las regiones del planeta. Sobradarazón tenía, entonces, quien dio su voz de alarma en estamisma sala y en idéntica ocasión: “¡Estamos cercados!”,dijo. En efecto lo estamos y es hora de tomar concienciade ello y de buscar el remedio en las secretas claves quehan marcado nuestro destino desde hace milenios ¿Endónde descubrirlas? La respuesta es evidente: están enlas ruinas de Tartesos; en la recia huella de Roma a todolo largo y todo lo ancho de la península; en la lección quenos dejaron los Omeyas, traductores de Platón y de Aris-tóteles; en la luminosa visión esotérica de celtas y de ibe-ros y, no por ser la última menos determinante, en lasabiduría de los mayas, toltecas, incas y demás civiliza-ciones de la América precolombina. En la suma de to-dos y cada uno de estos legados fecundos, de uno y otrolado del océano, tengo la certeza de que está el recursopara vencer el cerco y contrarrestar esa mortal propues-ta de globalización y ciega entrega a medios mecánicosque atentan contra el ser hasta inmolarlo en la tiniebla.

Nosotros, españoles e iberoamericanos, somos due-ños aún de una conciencia mítica destinada a preservarnuestra condición de individuos. Esa voz salvadora tie-ne ecos reveladores en ceremonias como esta a la quehoy asistimos, donde España rinde un generoso recono-cimiento a los diversos campos del ingenio humano, re-presentados aquí por personas de vario origen y condi-

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ción, en cuyo nombre tengo el honor de hablar. Enten-damos este acto como un rito que sirve para exorcizar elasedio que nos amenaza.

Os invito a escuchar la lúcida y profética adverten-cia que nos hace un gran poeta de la España presente,Julio Martínez Mesanza, en su poema “Exaltación delrito”. Dice así:

Quien no comprende la razón del rito,quien no comprende majestad y gesto,nunca conocerá la humana altura,su vano dios será la contingencia.Quien las formas degrada y luego entregasimulacros neutrales a las gentespara ganarse fama de hombre libre,no tiene dios ni patria ni costumbre.Muchas gracias.

ÁLVARO MUTIS

24 de octubre, 1997Oviedo

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DISCURSO CERVANTES. ESPAÑA. 2001

MAJESTADES, este premio que me otorga España, ha veni-do a despertar en dos sentidos las más antiguas y entra-ñables vetas de mi conciencia. Debo explicar en primertérmino, que mi relación con lo que he escrito ha estadosiempre señalada por el rigor de una autocrítica impla-cable y la angustia de no haber alcanzado la plenitud yclaridad de lo que he querido decir.

Abrir un libro mío, ya sea de poesía o de narrativa,es una prueba que trato de evitar las más de las veces.Como jamás he vivido de mi vocación literaria y me heganado el pan en oficios muy distantes de las Letras,tenía la sensación de que mi obra caminaba desampara-da por sendas ajenas a mi diaria rutina. España, al con-cederme este premio, otorga a mi obra un lugar y un por-venir que, al tiempo de llenarme de felicidad, me la en-trega identificada con mi propio destino. Que sea Espa-ña quien lo haya hecho, es algo que viene a confirmar larelación esencial que he tenido toda la vida con la pa-tria de mis antepasados gaditanos, siempre presentesen la diaria rutina de la vida.

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España, los españoles, las Letras y las Artes de estanación, conforman las circunstancias de mi existencia,la materia siempre esencial de mis sueños y el apoyo queme rescata en los días de angustia y desconcierto. Creoque debo pedir aquí indulgencia por esta incursión enlas confesiones personales, que corren el riesgo de caeren la cándida impertinencia, pero debo reconocer que espara mí muy importante ponerme en orden frente a tangenerosa y obligante distinción como ha sido este Pre-mio Cervantes y quiero hacerlo ante tan egregios comocalificados testigos.

También hay otro aspecto sobre el cual quiero darfe, por tratarse de algo que me ha marcado desde mi mástemprana juventud. Se trata de mi veneración indecli-nable y cada día más cálida por la persona y la obra deDon Miguel de Cervantes. Creo que es difícil encontraren la Historia de las Letras de Occidente un destino másadverso, más sembrado de injusticias, olvidos y amar-gos altibajos que el que tuvo que padecer el entrañableautor de una obra literaria incomparable y luminosa. Re-cuerdo muy bien cuando leí en mi adolescencia una notabiográfica de Cervantes en una edición escolar de El Qui-jote, tan expurgada y trunca que muy pobre idea podríatenerse de lo que sería el original. En cambio, ese parcoresumen de su vida me dejó una impresión inolvidable.Al paso de los años, la obra cervantina ha llegado a serpara mí un ejercicio y una compañía siempre lista a des-pertarme sorpresas y lecciones inagotables.

Son varias las vidas de Cervantes que he leído, siem-pre con el mismo acongojado sentimiento de compasióny asombro. Cuando vuelvo a recorrer las páginas de ElQuijote, de las Novelas ejemplares, por las que confiesotener una predilección muy particular, de los Entreme-ses, que disfruto con gozo siempre intacto, y del Persiles

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y Segismunda, que sigue inquietándome como el primerdía, me intriga y así será hasta el fin de mis días que estehombre que he llegado a querer con afecto que me atre-vo a llamar familiar, haya logrado una obra en donde elgenio está presente en cada línea, para mostrar con lúci-da evidencia nuestro precario paso sobre la Tierra. Im-posible no traer aquí este soneto de Borges, retratoabsoluto de Don Miguel:

Un soldado de UrbinaSospechándose indigno de otra hazañacomo aquella en el mar, este soldado,a sórdidos oficios resignado,erraba oscuro por su dura España.

Para borrar o mitigar la sañade lo real, buscaba lo soñadoy le dieron un mágico pasadolos ciclos de Rolando y de Bretaña.

Contemplaría, hundido el sol, el anchocampo en que dura un resplandor de cobre;se creía acabado, solo y pobre,

sin saber de qué música era dueño;atravesando el fondo de algún sueño,por él ya andaban don Quijote y Sancho

Se creía acabado, solo y pobre,y no sabía de qué música era dueñoatravesando el fondo de algún sueño,por ella andaban Don Quijote y Sancho.

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Hoy España, de manos de Su Majestad el Rey Nues-tro Señor, y por intermedio de Don Miguel de Cervan-tes Saavedra, reconoce mi obra y me honra con un ga-lardón que no puede ser más precioso para mí, y viene aponer orden y armonía en el discurrir tan a menudo aje-no e indescifrable de mi vida. Pienso en que mis ancestrosgaditanos estarán ahora, donde quiera que Dios los ten-ga, atónitos y regocijados, como yo lo estoy.

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ÍNDICE DE PINTURAS

Flores. Óleo sobre lienzo. 1988 ................................. 31Naturaleza muerta con lámpara y botella.

Óleo sobre lienzo, 1999 .......................................... 109Flores. Pastel sobre papel. 1994 ............................... 235Mona Lisa. Óleo sobre lienzo. 1977 .......................... 246

Todas las obras pertenecen a Fernando Botero.

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ÍNDICE VOLUMEN II

ARTÍCULOS ....................................................................... 730 Maqroll ganó el Cervantes de Literatura 2001,por Iván R. Méndez ............................................................. 8Un Cervantes para un Quijote, por Guillermo TribinPiedrahita ................................................................... 12Álvaro Mutis, Premio Cervantes 2001, por JuanJesús Aznares ................................................................... 16Música de naufragios, por Juan Bautista Diuzeide ....... 21Premio Cervantes 2001: Alvaro Mutis,por Ángelica Garzón ..................................................... 26“El hombre ha perdido su noción de humanidady ha fracasado como especie”, por Carmen Sigüenza 29Entrega del Premio Cervantes. Álvaro Mutisescritor ..................................................................... 33Mutis, el poeta que con “Maqroll el Gaviero”se hizo narrador ...................................................... 36Álvaro Mutis, Premio Cervantes 2002. Españadesde Colombia, por Juan del Moral ............................ 39Álvaro Mutis habla sobre el origen de Maqrollel Gaviero, y afirma: nunca he dejado la poesía

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por la novela, por José Lara ...................................... 45Álvaro Mutis en el Congreso de la Lengua .......... 48

ENTREVISTAS .................................................................... 51¿En qué época le hubiera gustado vivir?,por Gloria Valencia de Castaño ..................................... 52“El placer de escribir está en encontrar aalguien que recuerda un personaje que hecreado”, por Marta Rivera de la Cruz .......................... 59Mutis: “Siempre he escrito lo mismo” ................... 7712 preguntas para un Cervantes ........................... 81Fallamos como especie ........................................... 87Mutis: “Ganar tres premios en España esabusivo”, por Guillermo Tribin Piedrahita ..................... 90Álvaro Mutis: “Escribo para perpetuar la tierrade mi niñez”, por José Font Castro ................................ 94Entrevistas con Álvaro Mutis ................................ 102

OPINIONES ....................................................................... 117Mi amigo Álvaro Mutis, por Gabriel García Márquez . 118Mutis es... ................................................................ 127Escritores españoles felicitan a Álvaro Mutis ..... 130Palabras de S.M. El Rey ......................................... 132

MISCELÁNEO ..................................................................... 136Manifiesto . Contra la muerte del espíritu,por Álvaro Mutis y Javier Ruiz Portella ......................... 137El affaire Mutis-Poniatowska, por Julio CésarLondoño ...................................................................... 147

Índice de pinturas ........................................................ 166