347 - carnavales 13-11-15

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cuento costumbrista

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  • CARNAVALES

    A nosotros nos tocaron unos carnavales viejos y gastados que a duras penas se resistan a morir. Unos carnavales que poco y nada tenan que ver con los de antao, esos que los viejos del barrio describan como llenos de disfraces y de corsos, y que a nosotros nos sonaban un poco extraos y monstruosos, de tan desconocidos.

    Carnavales... eran los de antes, decan, con un gesto despectivo, y nosotros en el fondo nos sentamos responsables de vaya uno a saber qu culpa, como si nos hubiesen encargado la custodia de algo, y ese algo lo hubisemos perdido.

    Tal vez esa sucia y difusa sensacin de culpa nos llevaba a preguntarles a nuestros mayores cmo haban sido esos dichosos carnavales, en un pueril intento de entender y tal vez de reparar, lo que se haba roto. Y los mayores recordaban y describan, con pelos y seales. Y aunque los ojos les brillaban a medida que se internaban en los senderos de la evocacin, de tanto en tanto les volva a aparecer ese resentimiento, ese rencor, como si nos hiciesen responsables a nosotros de no haber sido capaces de mantener sus gloriosas tradiciones.

    Nos enteramos as de que, antes de que naciramos, en los barrios florecan autnticas guerras de agua de las que participaban los grandes y los chicos, y que en los clubes se organizaban bailes epopyicos, y que en el centro de cada pueblo se armaba un corso al que todos iban disfrazados a seguir la parranda.

    Un atardecer de febrero, Esteban me vino con la noticia de que su pap haba decidido llevarlos a todos al corso de Haedo, y me invitaba a acompaarlos. Me tom desprevenido, porque yo no haba ido nunca a un corso, porque me pareci imposible que hubiese uno tan cerca de mi barrio, y porque cuando Esteban dijo a todos entend que ese todos inclua a su hermana Camila y, eventualmente, a m. De modo que le dije que s, aunque todava me faltase pedir permiso en casa. Antes de despedirnos, Esteban me hizo una advertencia: Hay que ir disfrazado. Vos de qu vas a ir?, le retruqu. De cowboy, asegur. Intent pensar rpido, cosa que nunca me sala. Yo voy a ir de soldado, termin por decir. Yo tena un casco verde, al que le haba pegado dos tiras de cinta aisladora blanca para ascender a capitn, y dispona de un buen revlver de cebita. Quedamos en estar listos en media hora y nos despedimos.

    En mi casa no me hicieron problema con lo de darme permiso. Pero fue peor. Porque a mi madre y a mi hermana mi proyecto de disfraz de soldado les pareci una paparruchada inadmisible. Un asco. Un desperdicio.

    A propsito de m, pero al mismo tiempo ms all de m, como si mi partida al corso fuera una simple excusa, empezaron a barajar alternativas. Sopesaron y descartaron disfrazarme de rabe, de hormiga, de malevo y de pirata. Hasta que mi madre, alborozada, record que en algn rincn de la casa deba estar guardado el disfraz de Prncipe Valiente que usara mi hermano mayor para una fiesta de

    E.E.M.P.A. N 1007 LIBERTAD RAFAELA

    SANTA FE ARGENTINA

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  • fin de curso. Yo no conoca al personaje en cuestin, as que no me qued ms remedio que seguir a las mujeres hasta el dormitorio y verlas zambullirse dentro del placard. Al rato me vi sepultado en un mar de cajas de cartn, de perchas y de fundas para ropa, mientras el aire se llenaba de olor a naftalina. En mi familia primaba el criterio de que lo mejor era, en la medida de lo posible, no tirar nunca nada a la basura, porque alguna vez poda resultarnos til. Por eso no me sorprendi que al cabo de un rato emergiera, de las profundidades de los ltimos estantes, el dichoso disfraz de prncipe valiente.

    Bast que lo encontraran para que, jubilosas, se dedicaran a ayudarme a probrmelo. Despavorido, comprob que el tal prncipe usaba, en lugar de pantaln, unas medias blancas de los pies a la cintura, que se ajustaban al cuerpo como la malla de un bailarn clsico. Y una camisa de color celeste brillante tan llena de volados que cortaba el aliento, y una corona de papel dorado tan coqueta como el resto del conjunto. Cuando me hicieron verme en el espejo, de cuerpo entero, casi grito del espanto. Me vea menos masculino que la Bella Durmiente. Supongo que habr esbozado una protesta, pero ellas estaban absolutamente convencidas de que estaba tan hermoso como los prncipes de los cuentos.

    Mientras me elegan un calzado acorde, me pregunt para mis adentros si a los prncipes de cuento se les notara la anatoma masculina tanto como a m, con esas calzas, pero mantuve la boca cerrada porque en esa poca la timidez me aconsejaba evitar todos los conflictos. Para colmo, el disfraz se lo haban hecho a mi hermano cuando estaba en tercero o cuatro grado. Y encima yo, que estaba por entrar en sptimo, distaba mucho de ser menudo y flaco; de manera que embutido en esa ropa me senta una empanada con demasiado relleno y mal repulgada.

    Por suerte la bocina del auto del padre de Esteban son antes de que mi madre y mi hermana pudiesen ponerse de acuerdo sobre qu zapatos iran bien con el conjunto, porque en el apuro de ltimo momento tuvieron que conformarse con los mocasines del colegio, cuando al parecer las seduca mucho ms llegu a escucharlas decirlo encontrar algn zapato de mi hermana con un poco de taco. Ya era de noche, y al amparo de la oscuridad me acomod como pude en el amasijo de chicos que viajaba en el asiento trasero del Falcon.

    Grande fue mi estupor al notar que ninguno de los miembros de la familia iba disfrazado, excepto Esteban. Y eso de considerar que mi amigo s lo estaba es casi un gesto compasivo de mi parte: una simple pistola de plstico y una cartuchera con cinturn de cowboy tampoco son un disfraz como Dios manda. Pero los otros iban vestidos con ropa de todos los das. Trat de consolar mis vergenzas suponiendo que ms tarde, cuando llegsemos al corso, yo podra disimularme en la multitud de disfraces y enmascarados.

    Pero al bajar del auto el alma se me fue a los pies. El dichoso corso de Haedo eran unos cuantos curiosos que caminaban por las veredas de la avenida Rivadavia, comiendo un choripn o un copo de azcar. De tanto en tanto, alguna careta de cotilln o algn antifaz solitario. Y en medio de esa gente tan normal y tan correcta, yo con mis calzas blancas y ajustadas de prncipe valiente. Nunca le pas, lector, tener un sueo o una pesadilla en el que estn en medio de un cine, con las luces encendidas, desnudos o en ropa interior? Bueno. A m me pas exactamente eso, pero despierto y en el medio de la calle Rivadavia, en pleno centro de Haedo.

    Nos compraron unos aerosoles de espuma que olan a jabn y ardan en los ojos. Tena tanta bronca contra Esteban por haberme metido en ese embrollo, que debo haberle vaciado buena parte del mo en plena cara.

  • En algn momento desfil una murga. Lo supimos con tiempo, porque la gente que nos rodeaba se hizo sitio junto a los cordones y los padres alzaron a las criaturas para que vieran mejor. Algo de todo eso me sonaba falso, y no eran solo mis calzas blancas y mi camisa brillante. Como si todas esas personas hubieran ido a buscar algo sabiendo que no estaba. Por eso esperaban con desesperacin el paso de la murga. Como si mirar a alguien bailar o divertirse fuese un modo de subsanar el triste equvoco de haber ido.

    Pero la murga fue otro fiasco. Unos cuantos muchachos que saltaban, con galeras de colores y trajes brillantes, pero lucan cansados y poco convencidos.

    Fue una suerte que el padre de Esteban tuviese que madrugar al da siguiente, porque despus del paso fugaz de aquella murga nos hizo pegar la vuelta a casa. Por lo menos, esa del regreso fue la mejor parte de la noche. Los azares del Falcon ubicaron a Camila a mi lado, contra una de las ventanillas. Y cuando el interior del auto se iluminaba, de trecho en trecho, con la luz de algn farol, nuestros ojos se cruzaban subrepticios. Para entonces mi disfraz era un guiapo. La corona haba perdido tres o cuatro de sus puntas, y la camisa estaba llena de manchas y mojaduras de espuma. Las calzas, eso s, seguan tan blancas y tan ajustadas como al principio. Pero, por costumbre o por resignacin, haba dejado de importarme.

    Al da siguiente me mandaron a comprar al kiosco de Esteban, y me atendi Camila. Como siempre, ni ella ni yo levantamos la vista del mostrador mientras me despachaba. Pero cuando me iba, y ya haba abierto la puerta de chapa del local, escuch su voz atropellada. Te quedaba lindo el disfraz de prncipe.

    No supe qu decir. Salud y me fui a mi casa. Yo saba que ella haba dicho una mentira. Que ese disfraz de prncipe era tan feo como el corso y tan defectuoso como esos carnavales moribundos. Pero igual fui feliz. Que una mujer nos mienta por amor es, a pesar de todo, un gesto inolvidable.

    Eduardo Sacheri (Argentina, 1967)

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