4.el cardenal agustin bea perfil espiritual

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RAZÓN Y FE. Tomo CLXXIX. 1969. EL CARDENAL AGUSTÍN BEA. PERFIL ESPIRITUAL (pp. 64-75) o parece exagerado afirmar que la muerte del Cardenal Bea constituye un acontecimiento ecuménico de singular relieve. El eco vivo y amplio que este hecho ha tenido en las declaraciones de tantas personalidades del mundo cristiano, en la prensa, en la radio y la televisión han hecho a muchos revivir en síntesis las grandes obras que el Señor ha realizado estos últimos años en el campo ecuménico en conexión con el Concilio. Las solemnes exequias de San Pedro, por el número y la calidad de las representaciones del mundo cristiano no católico, han dado la medida del camino recorrido por los cristianos de unos años acá. La prensa, la radio y la televisión han iluminado ampliamente la vida del finado, sus intervenciones en el Concilio y sus realizaciones en el campo ecuménico. En cambio, ha sido poco lo que de su fisonomía espiritual se ha dicho. No es extraño, dado que él, ya como simple religioso, ya como Cardenal, fue muy dado al mundo objetivo de sus propios deberes y del apostolado; y más bien parco y hasta esquivo en cuanto a manifestaciones públicas de su vida interior. Parece por ello útil completar el cuadro, poniendo de relieve, en cuanto sea posible dentro de los límites de un artículo, los diversos rasgos de su perfil espiritual. El hombre Para dibujar la figura del Cardenal comencemos por iluminar algunas de sus principales cualidades humanas, fijándonos en hechos concretos dignos de atención. Sorprendía, desde luego, en él su gran capacidad de trabajo. Bastarían simplemente algunos datos estadísticos: una relación de publicaciones suyas, confeccionada en 1962, contenía unos 160 títulos; puesta al día a fines de 1967, sobrepasaba los 400 títulos, entre los cuales hay diez volúmenes publicados a partir de la apertura del Concilio. Otro dato: durante estos últimos años la media anual de su correspondencia prescindiendo, como es obvio, de saludos, felicitaciones...sobrepasaba con mucho las dos mil cartas. Cuando se le preguntaba cómo llegaba a tanto, respondía sonriendo: "Yo hago una cosa tras otra." Y lo explicaba: "Siempre tengo tiempo para lo que debo hacer, pero jamás tengo tiempo que perder." No menos sorprendente es su apertura mental, su capacidad de identificarse con los otros y de comprenderlos, aunque fueran mucho más N

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Page 1: 4.El Cardenal Agustin Bea Perfil Espiritual

RAZÓN Y FE. Tomo CLXXIX. 1969.

EL CARDENAL AGUSTÍN BEA. PERFIL ESPIRITUAL (pp. 64-75)

o parece exagerado afirmar que la muerte del Cardenal Bea

constituye un acontecimiento ecuménico de singular

relieve. El eco vivo y amplio que este hecho ha tenido en

las declaraciones de tantas personalidades del mundo cristiano, en la prensa,

en la radio y la televisión han hecho a muchos revivir en síntesis las grandes

obras que el Señor ha realizado estos últimos años en el campo ecuménico

en conexión con el Concilio. Las solemnes exequias de San Pedro, por el

número y la calidad de las representaciones del mundo cristiano no católico,

han dado la medida del camino recorrido por los cristianos de unos años acá.

La prensa, la radio y la televisión han iluminado ampliamente la vida del

finado, sus intervenciones en el Concilio y sus realizaciones en el campo

ecuménico. En cambio, ha sido poco lo que de su fisonomía espiritual se ha

dicho. No es extraño, dado que él, ya como simple religioso, ya como

Cardenal, fue muy dado al mundo objetivo de sus propios deberes y del

apostolado; y más bien parco y hasta esquivo en cuanto a manifestaciones

públicas de su vida interior. Parece por ello útil completar el cuadro,

poniendo de relieve, en cuanto sea posible dentro de los límites de un

artículo, los diversos rasgos de su perfil espiritual.

El hombre

Para dibujar la figura del Cardenal comencemos por iluminar algunas

de sus principales cualidades humanas, fijándonos en hechos concretos

dignos de atención.

Sorprendía, desde luego, en él su gran capacidad de trabajo.

Bastarían simplemente algunos datos estadísticos: una relación de

publicaciones suyas, confeccionada en 1962, contenía unos 160 títulos;

puesta al día a fines de 1967, sobrepasaba los 400 títulos, entre los cuales

hay diez volúmenes publicados a partir de la apertura del Concilio. Otro

dato: durante estos últimos años la media anual de su correspondencia —

prescindiendo, como es obvio, de saludos, felicitaciones...— sobrepasaba

con mucho las dos mil cartas. Cuando se le preguntaba cómo llegaba a tanto,

respondía sonriendo: "Yo hago una cosa tras otra." Y lo explicaba: "Siempre

tengo tiempo para lo que debo hacer, pero jamás tengo tiempo que perder."

No menos sorprendente es su apertura mental, su capacidad de

identificarse con los otros y de comprenderlos, aunque fueran mucho más

N

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RAZÓN Y FE. Tomo CLXXIX. 1969.

jóvenes que él. A este propósito, Mons. Willebrands ha recordado

recientemente un episodio típico: "Con ocasión del ochenta y cinco

cumpleaños del Cardenal, alguien le dijo: "Su Eminencia, con la frescura de

espíritu y la buena salud de que goza, bien podría continuar otros ochenta y

cinco años." Él, tras unos momentos de reflexión, respondió sonriente:

"Entonces ya no sería capaz de entender el pensamiento y el espíritu de la

nueva generación." Su interlocutor interpuso: "Su Eminencia comprende

muy bien a la actual generación.» Pero el Cardenal repuso: "No sabéis lo

mucho que me ha costado seguir los problemas y las dificultades de la actual

generación." (Os. Rom., 17 noviembre 1968). En íntima conexión y afinidad

con esta apertura mental estaba su capacidad de trabajo en grupo, que

supone, respecto a las opiniones ajenas, actitud conciliadora, predisposición

a entenderse con los demás. A tal propósito escribió el Cardenal: "Se dice

que un conocido estadista moderno declaró en su tiempo que las comisiones

trabajan siempre mal... Por lo que a mí hace, sobre todo durante los casi

cuarenta años de trabajo en Roma, he tenido muchas ocasiones de participar

en actividades de muy varias comisiones. Naturalmente, no voy a decir que

semejante trabajo sea fácil; y menos, que sea siempre cómodo... He debido

comprobar siempre, una y otra vez, y aprender que los demás miembros

destacaban aspectos que a mí se me habían escapado, y hacían de esta

manera aportaciones en verdad insustituibles, que lealmente había que

reconocer y aceptar."

A esta apertura mental y al respeto por las opiniones de los demás

unía el Cardenal la valentía de tener una opinión propia y de exponerla

lealmente, no temiendo asumir la responsabilidad íntegra. Decía con

frecuencia que había procedido así en las muchísimas comisiones de que

había formado parte durante decenios; tal actitud la fundamentaba con estas

palabras: "No tengo nada que perder." Pero a la vez hacía notar que en la

exposición del propio pensamiento observaba siempre la mayor nobleza y el

respeto por las opiniones de los demás.

Aunque sorprendente para algunos, pero es un hecho confirmado por

muchos, que en todo su trabajo de exegeta y de Presidente del Secretariado

para la unión, sumaba a su apertura mental y a su valentía un gran equilibrio

que le hacía huir instintivamente de toda exageración; y un sentido vivísimo

de lo posible y de la gradualidad necesaria. Ejemplo característico es cuanto

hizo para introducir gradualmente en la ciencia bíblica católica el tan temido

tema de los "géneros literarios". Es sabido que este tema fue lanzado a

comienzos de siglo de manera un poco brusca; y así constituyó durante largo

tiempo una piedra de escándalo. Después que Pío XII, con su Encíclica

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Divino aflante Spiritu, había afirmado en principio la existencia de géneros

literarios en la Sagrada Escritura y precisó el método para su estudio, los

alumnos del P. Bea en el Pontificio Instituto Bíblico decían jocosamente

que, en adelante, los textos relativos a este tema contenidos en el libro de su

venerado maestro debieran ser puestos entre comillas; tan grande era la

correspondencia de la doctrina hasta entonces enseñada por él, con la de la

mencionada Encíclica. El mismo manifestó más de una vez a quien esto

escribe su persuasión de que este tema no hubiera sido introducido todavía

en la Encíclica si él no hubiera preparado lentamente el camino para ello

durante años de estudio silencioso y de discreta enseñanza.

Cuanto queda dicho sobre su sentido de lo posible, y de la necesaria

gradualidad en el procedimiento, dibuja ya otro rasgo del carácter del

Cardenal Bea: el sano realismo. El mismo escribió sobre ello: "En mis

conferencias y en mis libros he intentado siempre prevenir a los hombres

contra toda ilusión sobre la facilidad del trabajo ecuménico. Cuando, luego,

se trata de la comprensión y de la unión en el plano simplemente humano,

las dificultades crecen desmesuradamente, y los límites puestos a la

posibilidad humana son todavía mucho más estrechos."

Sacerdote de profundo sentido eclesial

Vamos ahora a intentar introducirnos más a fondo en el secreto de

esta personalidad fuera de serie. Se ha planteado muchas veces la cuestión

de si en su vida ha habido una auténtica continuidad o de si su última etapa,

la del trabajo ecuménico y las intervenciones en el Concilio, constituye algo

completamente nuevo, incluso precisamente una ruptura con el pasado.

Después de su nombramiento como Presidente del Secretariado, una

revista francesa se preguntaba con sorpresa cómo era posible que para una

tarea tan delicada fuese elegido precisamente un miembro de la Compañía

de Jesús, la Orden por excelencia de la "contrarreforma", y por añadidura

uno que había sido confesor del rígido Papa Pío XII. Ciertamente el último

período de la vida del Cardenal Bea parece tan diferente de todo lo anterior,

que probablemente más de uno se ha planteado cuestiones semejantes y ha

pensado que haya habido una ruptura con el pasado. La cosa en sí misma no

habría sido imposible. Cuando Cristo llama a tareas extraordinarias, el

Espíritu de Dios interviene también con profundas transformaciones que

capacitan al hombre a su realización. Busquemos, por tanto, atenernos

simplemente a los hechos. Por una parte, una serena consideración

retrospectiva de toda la vida del Cardenal debe hacernos palpar que su labor

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de Presidente del Secretariado y de Padre Conciliar constituye, en

comparación con la actividad anterior de profesor en el Pontificio Instituto

Bíblico una gran novedad, como, por su parte, el mismo Concilio es en

concreto una gran novedad en la vida de la Iglesia. Pero será también

necesario constatar que la vida entera y la actividad del P. Bea presentan

algunas notas características que con razón pueden y deben ser consideradas

como el fundamento y la fuente de su posterior actividad ecuménica y

conciliar. Mencionaremos en concreto dos de ellas: su notable espíritu

sacerdotal y pastoral y su profundo sentido eclesial, del que nacía la humilde

docilidad hacia los que "el Espíritu Santo ha constituido inyectores para

pastorear la Iglesia de Dios" (Hechos, XX, 28).

El espíritu sacerdotal y pastoral penetraba desde sus comienzos toda

su docencia de la Sagrada Escritura. Después de decenios, allí unos de sus

primeros alumnos le escribían diciéndole que todavía utilizaban para la

predicación sus lecciones sobre el profeta Isaías. Sus muchos alumnos en el

Instituto Bíblico recordarán fácilmente cómo él, al explicar a los futuros

sacerdotes el método de la enseñanza bíblica, insistía en la idea de que en las

clases de exégesis no bastaba tratar sólo de este o aquel texto, sino que era

preciso explicar todos los textos que son esenciales para la historia de la

salvación. Se puede decir, por tanto, que las enseñanzas de la Encíclica

Divino afflante Spiritu (1943) y de la siguiente Instrucción de la Pontificia

Comisión Bíblica (1950) sobre la necesidad de que las clases de exégesis

sean estímulo de vida religiosa, ofreciendo alimento para la vida espiritual y

materia para la predicación, constituirán un reflejo do estas lecciones suyas

sobre la metodología de la enseñanza de la Sagrada Escritura.

También respecto a su actividad como consultor del Santo Oficio

afirmaba muchas veces que había insistido siempre en que, por encima de

las normas y de los cánones, se vieran las almas de los hijos de la Iglesia

necesitados de ayuda. Este espíritu sacerdotal y pastoral lo impulsó a

emplearse con éxito en una nueva traducción latina de los salmos, y más de

un decenio antes del Concilio, en prever la necesidad de la reforma litúrgica,

esfuerzo del que nació después lentamente la reforma de la Semana Santa.

Esto mismo espíritu le preparó y le dispuso para acoger con toda el

alma la consigna del Papa Juan XXIII, según el cual el Concilio debía ser

sobre todo un Concilio pastoral. Y fue este espíritu el que ante todo dictó

también sus dieciocho intervenciones en el Concilio, de un modo especial

cuando se discutía sobre la constitución sobre la Liturgia, sobre la Iglesia y

sobre la divina Revelación. Con este mismo espíritu intervino para conseguir

que los documentos conciliares estuvieran empapados de la Palabra escrita

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de Dios, incluso que en ellos se usara, lo más posible, sus mismas

expresiones.

Al espíritu sacerdotal y pastoral hay que añadir un profundo sentido

eclesial, y por tanto la docilidad hacia quien ha sido constituido para regir la

Iglesia de Dios. Quien haya seguido sus cursos de Sagrada Escritura y

conozca sus publicaciones admitirá sin dificultad que tanto unos como otras

llevaban como nota distintiva la fidelidad y docilidad hacia la Iglesia. Por

ejemplo, su curso sobre la Metodología de la enseñanza de la Sagrada

Escritura, tenido durante muchos años en el Instituto Bíblico de Roma,

estaba casi todo entretejido de elementos extraídos de los diversos

documentos que, a partir de León XIII, el Magisterio de la Iglesia ha

dedicado a ese tema. De este modo procedía también en las otras materias

que enseñaba o sobre las que escribía, naturalmente en la medida en que la

autoridad de la Iglesia se había pronunciado efectivamente o al menos

existían indicios que señalaban el camino. No se trataba de una docilidad

inerte, sino activa y capaz de iniciativas intelectuales. Hemos visto antes

cómo, en el difícil tema de los géneros literarios, y en largos años de

paciente trabajo, había preparado los ulteriores avances de la doctrina de la

Iglesia, siguiendo así de antemano la invitación que en la constitución sobre

la divina Revelación el Concilio iba a dirigir a los exegetas: "Es tarea de los

exegetas contribuir... a la más profunda inteligencia del sentido de la

Sagrada Escritura, preparando los datos previos, con los cuales se madure el

juicio de la Iglesia" (n. 12).

Efectivamente, en el período anterior al cardenalato su fidelidad y su

docilidad son tan evidentes que precisamente ellas constituyen el motivo por

el cual algunos han pensado en una ruptura de continuidad entre su actividad

anterior y la siguiente. El Cardenal Bea ha sido presentado muchas veces

como un exagerado "progresista", en el sentido peor de la palabra, como el

más significativo exponente de la "autocrítica de la Iglesia", etc., etc. Ahora

bien, no es difícil demostrar que esa imagen no responde a los hechos, con

tal que se tenga un concepto exacto de la docilidad y de la fidelidad a la

Iglesia. Esta no consiste de hecho en la pasiva e inerte aceptación, o más

concretamente en la simple espera de lo que disponga la autoridad, sino que

supone profunda meditación de las fuentes de la fe y espíritu de iniciativa. Y

precisamente así es como es más auténtica y más plena. Ahora bien, no hay

duda de que esa fidelidad iluminada y activa y esa docilidad constituyen una

nota característica tanto del trabajo del Cardenal Bea como Presidente del

Secretariado como de sus intervenciones en el Concilio. He aquí algunos

ejemplos. Es verdad que fue él quien favoreció y recomendó al Papa Juan

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XXIII la propuesta de instituir una "Comisión Pontificia" a la que pudieran

acudir los cristianos no católicos, pero él asumió la responsabilidad de ésta

sólo y exclusivamente por encargo del Papa. Y toda su labor la ha cumplido

después siguiendo la doctrina de la fe y las directrices de la suprema

autoridad de la Iglesia. Para convencerse de ello basta, por ejemplo, con

analizar, aunque sólo de un modo sumario, las conferencias y artículos suyos

recogidos en la obra La unión de los cristianos. Toda la argumentación está

basada de hecho en las fuentes de la fe, la Sagrada Escritura y la enseñanza

do la Iglesia, y se inspira de un modo particular en las declaraciones del

Papa Juan sobre el tema y en la conocida instrucción del Santo Oficio (1949)

sobre el movimiento ecuménico. Pero los datos de estas fuentes eran

profundamente meditados por él, lo que le permitía desarrollar sus gérmenes

profundos, que a veces estaban contenidos sólo implícitamente y preparar así

los ulteriores avances de la enseñanza de la Iglesia, siempre en total

fidelidad hacia el depósito de la fe y del Magisterio vivo de ella. Tal era esta

fidelidad, que el pastor M. Boegner confesó, en una conferencia, que en un

primer momento le había chocado, aunque después había comprendido todas

las ricas posibilidades de diálogo que allí se escondían. Esta fidelidad hacía

decir más de una vez a sus oyentes católicos: "Pero el Cardenal no ha hecho

más que exponer la doctrina de la Iglesia católica", y se preguntaban cómo

sus conferencias podían suscitar tanto interés en los hermanos no católicos y

les impresionaran tanto.

También la fatigosa empresa de preparar un documento conciliar

sobre la actitud de la Iglesia hacia el Pueblo elegido del Antiguo Testamento

fue asumido por él únicamente después del explícito encargo que le hizo el

Papa Juan XXIII en septiembre de 1960. Más lardo dijo a este propósito: "Si

hubiera podido prever todas las dificultades que íbamos a encontrar en él, no

sé si había tenido el valor de emprenderlo." Pero una vez recibido el

encargo, dedicaba a él todas las fuerzas de su inteligencia, todo su saber y

prestigio de exegeta, toda la fuerza de su voluntad.

Tal vez el ejemplo más clamoroso y al mismo tiempo más elocuente

de este sentido eclesial y de la docilidad hacia la autoridad instituida por

Cristo es su actitud en la cuestión de la proclamación de la Virgen María

como Madre de la Iglesia. Sobre este asunto escribía en enero de 1965:

"Ciertamente yo mismo he sostenido, fuera y dentro del Concilio, la opinión

de que no era necesario hacer más difícil a nuestros hermanos no católicos el

camino hacia una auténtica veneración de María, usando títulos

relativamente nuevos o títulos que ellos no pueden comprender. El decreto

sobre el ecumenismo recomienda que se explique la doctrina católica con

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mayor profundidad y exactitud, de modo que pueda verdaderamente ser

comprendida por los hermanos separados (n. 11). Pero también sé que este

aspecto de la cuestión, aun siendo muy importante, no es el único que hay

que tener en cuenta. Existen otras muchas razones que pueden haber

inducido al Santo Padre a dar ese paso. Una vez que ha sido dado, vale el

principio según el cual la unidad de los cristianos puede exigir sacrificios no

ciertamente de la verdad, sino de la opinión personal de cada uno. Y la

unidad vale también el máximo sacrificio —con tal que éste sea conciliable

con la conciencia—, como lo demuestra hasta la evidencia el doloroso

fraccionamiento de los cristianos de hoy." Y la plenitud con que aceptó esta

decisión de la Iglesia se ve por el hecho de que en un librito suyo de

oraciones, Vademecum Sacerdotis, se encontraba hasta su muerte, entre otras

cosas, una estampita con una oración en alemán a la Virgen María, "Madre

de la Iglesia".

Volviendo, por tanto, a la cuestión de la continuidad de la vida del

Cardenal Bea, de la que hemos partido, se puede afirmar, con razón:

ciertamente la actividad que ha llevado a cabo como Cardenal, y en

particular como Presidente del Secretariado y como Padre Conciliar, ha sido

por muchos aspectos completamente nueva, por la sencilla razón de que la

Iglesia le había asignado una tarea completamente nueva. Y no hay duda que

el conferirle estas tareas por parte de la Iglesia estuvo acompañado de una

verdadera abundancia de los dones del Espíritu que se llaman carismas. Sin

ellos no se explica ni su misma actividad, que en un hombre de más de

ochenta años es verdaderamente prodigiosa, ni mucho menos su amplia y

profunda irradiación. Pero todo esto no impide que esa prodigiosa actividad,

al mismo tiempo, se funde y brote del espíritu sacerdotal y pastoral que

había caracterizado y sostenido su actividad anterior y haya estado inspirada

por el mismo amor a la Iglesia y por la misma docilidad hacia quien en la

Iglesia tiene el lugar de Cristo. Este espíritu le guió incluso en la crítica. La

crítica es necesaria; sin ella no puede darse ni el aggiornamento ni las

indispensables reformas. Pero para ser verdaderamente fecunda, debe

apoyarse además de en el equilibrio y el sentido de lo posible, en una fe

profunda y en un amor generoso a la Iglesia, y por tanto caracterizarse por la

fidelidad y docilidad hacia quien por encargo de Cristo apacienta el Pueblo

de Dios.

El tema de la continuidad en la vida del Cardenal Bea puede ser

explicado más en particular en lo que toca precisamente a su trabajo

ecuménico. Se ha subrayado muchas veces cómo su actividad de exegeta, a

la cual había estado dedicada toda su vida, constituyó una excelente

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preparación para su futura labor ecuménica. Por otra parte, lo mismo que su

trabajo de exegeta, así también el ecuménico brotaba de su espíritu

sacerdotal y de su sentido de Iglesia. Pero hay que añadir que había habido

también una preparación más específica a largo plazo. Mons. Jan

Willebrands, Secretario del Secretariado para la unión de los cristianos, ha

recordado que desde 1951 (casi diez años antes de la institución del

Secretariado) había tratado, como Secretario de la Conferencia Internacional

Católica para las cuestiones ecuménicas, con el P. Bea. Y precisaba que el

Padre "tenía vivo interés por los problemas ecuménicos, y especialmente por

el desarrollo de los contactos tenidos en Alemania durante las reuniones

periódicas y regulares entre profesores católicos y luteranos, bajo la

presidencia del Arzobispo de Paderborn, hoy Cardenal Jaeger, y el Obispo

luterano Stählin. Además estaba en contacto y seguía con interés las

actividades del movimiento Una Sancta en el plano de la oración de la

actividad de sacerdotes y seglares en favor de la unidad. Y cuando en

aquellos años me tocaba venir a Roma para pedir sus consejos, jamás

rehusaba el recibirme, es más, insistía porque le visitara, y me decía:

"Incluso si no tuviera ya tiempo para ocuparme de otros asuntos, estaré

siempre disponible para la causa de la unión" (Oss. Rom., 17 noviembre

1968).

Ese trabajo había comenzado desde marzo de 1949, cuando el Padre

Bea había llegado a ser Consultor del Santo Oficio. No es una conjetura

indiscreta, sino únicamente una constatación de los hechos, si decimos que

el ingreso del P. Bea en el Santo Oficio había estado precedido, en materia

ecuménica, por el conocido Monitum del 5 de junio de 1948, mientras que

pocos meses después de su nombramiento salía del mismo dicasterio la

Instrucción sobre el movimiento ecuménico, que hasta la promulgación del

decreto sobre el ecumenismo (noviembre 1964) daría amplia base a la

actividad ecuménica católica. Para convencerse, basta ver las veces que es

citada en el ya mencionado volumen del Cardenal La unión de los cristianos.

Si para los profanos el nombramiento del Cardenal Bea como Presidente del

Secretariado para la unidad de los cristianos podía constituir una sorpresa,

haciéndoles pensar en un giro completamente nuevo en su vida, el que

conoce el silencioso trabajo del decenio anterior sabe que esa tarea había

sido precedida por una amplia y profunda preparación.

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Profunda vida de unión con Cristo

Una última nota característica que penetra toda la vida del Cardenal

Bea dando una sólida continuidad a todas sus fases es la profunda vida

espiritual inspirada en la fe, en la vida de santidad y de unión con Cristo, y

por tanto con la Iglesia. Aquí se encuentra la profunda fuente de su espíritu

sacerdotal y pastoral, como de su sentido eclesial. No obstante su gran

reserva, por la que rehuía el manifestar su intimidad, tal vida se manifestaba

de varios modos, casi inconscientemente. He aquí algunas demostraciones.

Muchas veces visitando las comunidades religiosas decía que lo

hacía con gusto "por razones egoístas", es decir, para asegurarse las

oraciones de muchas almas por su propio trabajo y por el del Secretariado:

"Vivimos de la oración de los muchos que en todo el mundo —incluidos

también hermanos no católicos— nos siguen y nos sostienen ante el Señor

con sus oraciones y su abnegación. Y explicaba: "Cierto, el Secretariado ha

trabajado mucho, pero no es a esto a lo que hay que adscribir las grandes

cosas que han sucedido en estos años en el campo ecuménico. Precisamente

en nuestro trabajo se puede palpar la necesidad de la gracia, y por ello

también la obra de Cristo: es el Espíritu de Dios el que trabaja y el que ha

creado los grandes hechos ecuménicos de estos años." Por el mismo motivo

mandaba regularmente varias veces al año socorros a doce de los

monasterios de clausura más pobres de las cercanías de Roma, haciendo que

se les informase de su trabajo y recomendando a sus oraciones, especiales

intenciones del momento. Personalmente mantuvo a través de los años la

costumbre de celebrar el primer día de la semana, en que fuera posible, la

misa votiva del Espíritu Santo, "porque —decía— tengo siempre mucha

necesidad del Espíritu Santo".

Tenía una gran confianza sobre todo en la eficacia del sacrificio

eucarístico. A quien le confiaba una dificultad, una pena o una gran

necesidad espiritual, pidiendo la ayuda de su oración, no pensaba poder

ofrecerle mayor consuelo y ayuda más eficaz que el prometerle: "Mañana

diré la misa por sus intenciones." Tal confianza, unida a la fe en la comunión

eclesial y en la solidaridad que existe en el Cuerpo Místico de Cristo, le

hacía suplicar la ayuda de la misa a muchos hermanos en el sacerdocio,

haciéndoles así cooperadores ante Dios en la gran causa ecuménica. Han

sido éstos los medios decisivos con los que el Secretariado para la unión ha

podido realizar sus arduas empresas en el Concilio. Más de una vez se había

encontrado en situaciones humanamente desesperadas. Pues bien, esa

llamada a la cooperación de millares de hermanos en el sacerdocio mediante

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la infinita eficacia de la misa, ha sido siempre el preludio de una solución

satisfactoria encontrada, a veces, en poquísimos días.

Esta actitud se basaba en una profunda visión del mundo y del

problema ecuménico. Visión que, dictada por la fe, tiene dos aspectos: uno

negativo, por decirlo así, la conciencia de los límites de todas las cosas

humanas y además de la presencia del mal del pecado. El Cardenal la

expresaba así, aludiendo a las movidas vicisitudes de su vida: "La

experiencia me ha enseñado un sano realismo, a ver claramente los límites

de los hombres y la incapacidad de sus obras." Después añadía: "Todavía

está lo peor. Además de la impotencia y de los límites, está en este mundo la

dolorosa realidad del mal y del pecado, con todo lo que comporta de

desordenado, de MALSANO, incluso de demoníaco. Y como si ello no bastara

están las potencias invisibles del mal, conforme está escrito que Cristo ha

Venido para deshacer las obras del diablo (I. Jo. III, 8). Por la misma razón

el Apóstol Pablo escribió a los Efesios: "No tenemos que luchar contra la

carne y la sangre (contra las pobres y débiles creaturas que son los hombres),

sino contra los principados y las potestades, contra los dominadores de este

mundo tenebroso, contra los espíritus malignos" (Ef. VI, 12). Estos son

datos indudables de la fe cristiana. Por eso es profunda persuasión mía lo

que el Concilio ha declarado solemnemente al fin del decreto sobre el

ecumenismo: "este santo propósito de reconciliación de todos los cristianos

en la unidad de la Iglesia de Cristo, una y única, supera las fuerzas y las

capacidad humanas" (n. 14). A la visión, por decirlo así, negativa de los

límites, del mal y de la impotencia humana, se añade la positiva, de la

"inmensa obra de Dios que es la redención de la humanidad, realizada por

medio de su Hijo. La fe cristiana nos lo atestigua y nos da la seguridad en

ella". Por lo cual concluía con San Pablo: "Si Dios está con nosotros, ¿quién

contra nosotros? Él que ni siquiera escatimó darnos a su propio Hijo, sino

que por todos nosotros lo entregó, ¿cómo no nos dará gratuitamente también

todas las cosas con Él?" (Rom. VIII, 31-32).

La visión de la fe nos añade aún un último elemento: Dios nos hace

el honor de querernos, por don gratuito suyo, sus colaboradores (cfr. 1 Cor.

III, 9). Y tal colaboración supone y exige la unión con Cristo y con Dios,

fuente de toda vida y gracia. A este propósito el Cardenal escribía: "Tanto

más eficazmente puede uno colaborar a la unidad, cuanto está más unido a la

Santísima Trinidad, a Cristo y a la Iglesia, su esposa." Y también: "La acción

de la Iglesia para la unión será tanto más eficaz y potente, cuanto ella, en sí

misma y en todos y cada uno de sus miembros, sea más rica en la unidad de

la fe, en la caridad, en la santidad y en la gracia, es decir, cuanto más

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estrechamente esté unida con su Divino Esposo y Cabeza." Estas

afirmaciones le brotaban de lo más hondo del alma. Y él ante todo se

esforzaba por vivir en esa estrecha unión con Cristo en la fe, en la caridad,

en la santidad y en la gracia. Notemos un conmovedor episodio particular:

en su libro personal de oraciones se ha encontrado, después de su muerte, un

papel, fechado el 29 de septiembre de 1968, que contenía propósitos, hechos

probablemente en su último retiro espiritual, en un período en el que no

lograba reponerse de la enfermedad tenida en Suiza y en el que su salud

empezaba a declinar. Allí se decía: "1) Cumplir la voluntad de Dios como

requieren las circunstancias concretas. 2) Cordial oración personal (santa

misa, visitas al Santísimo). 3) Estar de modo desinteresado al servicio de

todos. 4) Procurar llevar a todos la alegría."

No es éste el sitio para ilustrar más en particular ese esfuerzo por

llevar adelante una vida santa. De ello se daban cuenta los que tuvieron la

posibilidad de tratarle con más frecuencia, y de un modo especial sus

colaboradores. De ello hablan los hechos de su vida y los testimonios hechos

públicos en ocasión de su muerte. En esta unión con Cristo y en la gracia

que así le comunicaba

Cristo es el último secreto de su personalidad, la clave y la

explicación de la amplitud y la fecundidad de su obra fuera de lo común.

* * *

El 20 de abril de 1963, Juan XXIII, que antes de marzo de 1959 no

había conocido personalmente al P. Bea, dijo en una audiencia privada a un

seglar católico italiano: "Piense qué gran gracia me ha hecho el Señor al

encontrar al Cardenal Bea."

Confiamos firmemente que —como afirmó el Santo Padre Pablo VI

recibiendo en audiencia a las delegaciones no católicas venidas a Roma para

los funerales del difunto purpurado— continuará asistiendo y ayudando con

sus oraciones a cuantos se emplean en continuar la alta misión de fe, caridad

y fraternidad que compromete a la Iglesia ni el movimiento ecuménico.

STEFANO SCHMIDT SJ.

Secretario del Cardenal Bea