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LÉON BLOY

 El alma de El alma de Napoleón Napoleón

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El autor ..............................................................................................................................3Dedicatoria ......................................................................................................................... 6Introducción .......................................................................................................................7IEl alma de Napoleón ........................................................................................................19

IILas otras almas ................................................................................................................ 22IIILa angustia .......................................................................................................................25IVLa batalla ......................................................................................................................... 27VEl globo ............................................................................................................................30VILas abejas ........................................................................................................................ 32VII

El escabel .........................................................................................................................34VIIILa tiara ............................................................................................................................. 36IXEl chancro ........................................................................................................................40XLa isla infame .................................................................................................................. 43XILos mercenarios ...............................................................................................................46XIILos grandes ......................................................................................................................49XIIILos sacrificados ............................................................................................................... 51XIV¡La guardia retrocede!..................................................................................................... 53XVEl compañero invisible .................................................................................................... 56

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 El autor 

León Bloy, autor ilustre y pensador visionario cuya existencia estará marcada por múltiples desgarramientos filosóficos y dramas personales, nació sin embargo, un 11 de

 julio, en el marco simple, generoso y luminoso del Périgueux de 1846.Hijo de un francmasón voltairiano de corto alcance que pretendía hacer de él un

 pequeño funcionario, pero de una madre comprensiva y cariñosa, católica muy devota,Bloy mostró desde su primera infancia disposiciones preocupantes por la melancolía,sufriendo de profundos accesos de tristeza. Se cuenta que su madre solía encontrarlo eneste estado frecuentemente, sentado en su cama en la más completa obscuridad, yllorando durante horas sin ningún motivo aparente. Sombrío presagio.

En efecto, su vida, que será un largo y auténtico vía crucis, se verá pronto sellada por su participación y compromiso en la guerra fatídica de 1870, durante la cualcombatirá en el cuerpo franco de Cathelineau a los communards, y que nuestro autor narrará en una hermosa colección de cuentos reunidos bajo el título evocador de «Sudor de Sangre» (Sueur de sang, 1893).

El joven literato había primero viajado a París con algunos dibujos bajo el brazo,esperando llegar a ser pintor. En cambio, la dureza de la vida en la capital lo obligó adesempeñar trabajos mediocres de oficina y de traducción, lo cual le haría sin embargofrecuentar y conocer a personalidades del mundo de las letras que serían importantes,ulteriormente, para su carrera literaria: Roselly de Lorgues, Paul Féval, y en especial elnovelista católico ultra Barbey d’Áurevilly, quien lo introduce al universo de Bossuet,Pascal, Carlyle... En ese contexto, Bloy se inicia primero como periodista debutando en

el diario Le Figaro, y pasando enseguida al Gil Blas, publicando en 1884 los «Palabrasde un empresario de demoliciones» (Propos d’un entrepreneur de démolitions); por otrolado, funda un panfleto semanal, Le Pal (La Estaca).

Sin embargo, Bloy no entrará verdaderamente al mundo de la literatura hasta laedad de 38 años, con la publicación de «El Desesperado» (Le Désespéré, 1886) obraque le da a conocer de manera estruendosa, siendo calificada de «declaración deguerra». En realidad, nuestro autor trata de rehabilitar a los llamados «excomulgados»como Barbey d’Aurevilly, Verlaine o Baudelaire, autores a quienes defiende a capa yespada y que sufren de mala reputación en el ámbito de la época por razones nonecesaria ni exclusivamente literarias.

De hecho, nacido católico, luego tentado en su juventud por el socialismo

revolucionario, Bloy, ardiente lector de la Vulgata y de los Padres de la Iglesia, vuelvecon un raro fervor, durante una grave convalecencia, a la religión Católica bajo lainfluencia justamente del arriba mencionado Barbey d’Aurevilly, de quien ha sidosecretario particular y corrector de copias. Gracias a su maestro generoso, Bloy había

 podido conocer y frecuentar personalmente a importantes literatos como Paul Bourget,Joris-Karl Huysmans, François Coppée y Jean Richepin.

Lector apasionado de autores como Louis de Bonald, Joseph de Maistre, ErnestHello y Blanc de Saint-Bonnet, y bajo la influencia de su obra, Bloy, para entoncesrealista legitimista y enemigo de la república, se deja llevar poco a poco por su fe haciaun posicionamiento político menos militante, movido por su anhelo de altruismo y decaridad cristiana, impregnado de compasión social, y alimentando toda su fe con la

clemencia por los pobres, los olvidados, los tullidos; reprobando siempre a los poderosos, creyendo ver la Salvación en la mirada dolorida de los míseros,

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 pronosticando el fin apocalíptico del mundo, inminente e inevitable, e intentandodescifrar el sentido y el significado secretos de la Providencia en la Historia a través dela observación tanto de los sucesos más fútiles de la vida cotidiana como de la reflexiónfilosófica y el análisis del lenguaje críptico de las escrituras santas.Un episodiocaracterístico de este tipo de complejas y aparentes paradojas en la personalidad de

Bloy, así como de su profundo compromiso con sus valores y la sociedad, loencontramos en el famoso episodio del caso Dreyfus, durante el cual su odio haciaEmilio Zola no se compara más que con la profundidad sincera de su piedad por elinculpado. Presintiendo intuitivamente la inocencia de éste último, así como viendoclaramente las implicaciones ocultas del Affaire, no duda en declarar abiertamente – descaradamente– que el procesado es inocente, proclamando además súbitamente susolidaridad con los judíos, cuyo «genio» le fascinaba. Este tipo de posicionamientos,aunados a sus acerbos y persistentes ataques a la sociedad comme il faut, le acarreó elodio y la venganza general, que se tradujo por su puesta al margen de la sociedad, asícomo del medio laboral. La venganza de la «gente honesta» consistió en doblegarlo por la degradación y el hambre: relegado al ostracismo más completo, Bloy cayó en la

 pobreza. En su hermosa reseña biográfica René Martineau escribe este terrible pasaje:«A partir de ese momento, la comparación con los demás poetas, con Baudelaire, por ejemplo, no es más posible. Léon Bloy es un dandy al revés, que se glorifica de susropas en harapos. Conoce la voluptuosidad del sufrimiento aceptado por el amor deDios: “¡Todo lo que pasa es adorable, escribe, perfectamente adorable y soy quemado

 por las lágrimas!”. Es decididamente declarado imposible, incomprensible y además,insulta con su actitud no solo a los indiferentes o a los triunfadores, sino a su verdaderodios, la riqueza. Se le detestó. La pobreza se tornó para León Bloy en la miseria, unamiseria atroz que lo forzó a mendigar».

Llevando con su mujer Jeanne Molbech (hija del poeta danés Christian Molbech) ysus hijas una existencia de una miseria indescriptible, sobreviviendo apenas de pan yleche, cuando no de agua sola, en medio de sus arrebatos ora de clarividencia mística,ora de impotencia y de furor, Bloy, que se calificará a sí mismo como un «mendigoingrato», no cejará sin embargo en su lucha por denunciar al mundo y su falsedad, sinreparos contra los notables, las personalidades institucionalizadas, y las «gloriasestablecidas», profetizando el regreso del Espíritu Santo, y sobre todo escarneciendo asus contemporáneos, creyentes o ateos por igual, por su tibieza y por la mediocridad desus ambiciones espirituales. Cuando las hay...

El escritor lleva a cabo esta tarea por medio de obras como «La Mujer pobre» (LaFemme pauvre), o «Beluarios y Porqueros» (Belluaires et Porchers). En este sentido,crítico mordaz y polemista sin par, redacta de 1892 hasta su muerte un Diario en ocho

volúmenes caracterizados por una violencia verbal feroz y de un humor mortífero, perotambién pleno de angustias y de efusiones místicas en espera apocalíptica de un JuicioFinal que él creía próximo. En efecto, obsesionado por los milagros de La Salette, Bloy(quien era un amigo cercano de la iluminada Anne-Marie Roulé) es considerado un«panfletario cristiano» a la vez revolucionario y profeta. Vilipendiado y despreciado,víctima encarnecida, como decíamos, por esta doble faceta inquietante y molesta, deuna conspiración del silencio abrumadora por parte de sus contemporáneos – recordemos la célebre fórmula de León Daudet: «¿León Bloy? No lo conozco»– estevisionario sublime, Cruzado de la Luz y de las letras, no obtendrá un soloreconocimiento literario durante toda su vida; ni la profesión, ni los lectores de sutiempo reconocerán jamás sus méritos y su valía. De hecho sus seguidores serán

siempre muy pocos, contándose por decenas, acaso algunos cientos. Esta observación puede aplicarse a sus herederos espirituales, ya sea literatos o pensadores, destacándose

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no obstante grandes nombres tanto del Siglo XIX como del XX. Citemos entre ellos aGeorges Bernanos, Pierre Emmanuel, Emile Verhaeren o Jacques Maritain, en elcontexto de Francia. En el ámbito internacional, Franz Kafka, Maurice Maeterlinck,Rubén Darío y Jorge Luis Borges evocaron la influencia del maestro en su obra.

Hoy prácticamente rehabilitado y reconocido como un actor eminente de la

literatura francesa del cambio de siglo (y sencillamente de las letras francesas), LeónBloy, aunque aún mal conocido por el público en general, nos legó una obra única queno entra en ninguna escuela específica, de inmensa calidad literaria, de una profundaerudición, un vigoroso fervor sobrenatural, y de un estilo deslumbrante y de granvirtuosismo; una obra en suma notable además por la coherencia y la gran fuerza de sutestimonio profético, así como por el poder devastador de su crítica de la mentalidad

 burguesa. Puesto en sus propias palabras, Bloy explicó en una carta el sentido de suobra: «Penetrado, encantado, poseído por la certeza de que todo es misterioso, hombresy cosas, porque simbolista y figurativo, he querido mostrar por doquier el misteriosiempre evidente para mi y hacerlo sentir con una violencia extrema, hasta producir laconstricción o la dilatación de los corazones... ».

Retomando en cierto modo la famosa expresión de Hegel que se extasiaba viendoen Napoleón al «Alma del mundo», Bloy, en las maravillosas páginas que presentamosa continuación, se propone estudiar y revelar a Napoleón desde un enfoque metafísico,trascendente. Napoleón es en efecto un ser providencial, en el sentido que es el fruto yel instrumento superior de la Providencia.

Para Bloy, la trayectoria y el destino del Emperador son sobrenaturales, movidoséstos, así como la obra y grandes eventos del coloso iluminado por la mano de Dios,que escribe y teje la fortuna de los hombres de maneras cuyo entendimiento nos rebasa.

Para Bloy, Napoleón el Grande, el magnánimo emperador de Occidente, arquitectoque de las tinieblas de la anarquía y del caos restablece el orden, heraldo de la paz,chantre de la equidad y de la tolerancia, redentor de los desamparados y restaurador delos altares, soberano omnipotente pero lleno de clemencia, Napoleón es pues unaexpresión física del soplo divino, una manifestación del Espíritu Santo, la afirmaciónmisteriosa e impenetrable de un designio celestial. La vida de Napoleón, «es la marchade un semidiós, de batalla en batalla, de victoria en victoria. Bien se podía decir de élque estaba en una iluminación perpetua: por ello es que su destino fue de un brillo talque nunca el mundo había visto uno semejante antes de él, y tal vez no lo verá jamásdespués», dirá a Eckermann el gran Goethe, para quien era impensable siquieraasomarse a la calle sin portar en la solapa la Cruz de la Legión que le había otorgado elhéroe.

«No se podrá comprender nada en Napoleón, señala el iluminado Bloy, mientras en

él no se vea un poeta, un incomparable poeta en acción. Su poema es su vida entera, yen ello no hay quien lo iguale. Pensó siempre en poetas, y debió siempre actuar comotal, no siendo para él, ese mundo visible, más que un espejismo». Entreviendo estavoluntad sobrenatural que ciertos visionarios han vislumbrado detrás de la vida y obra

 prodigiosas de Napoleón, autores como el mismo Víctor Hugo o el ruso DimitriMerejkowski, nos han desde entonces brindado profundos tratados, magníficos frescos,tratando de penetrar el velo sobrenatural que parece turbar nuestra percepción y limitar nuestra visión a la mera representación de la realidad; sin duda ninguno ha alcanzado

 jamás la profunda clarividencia de la obra Bloy, igualado su agudo y cultodiscernimiento, ni se ha acercado a su belleza diáfana, radiante y pura.

León Bloy falleció en la completa miseria en Bourg-la-Reine, en 1917, a la edad de

71 años. EG-S

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 El mundo entero es el ropaje de mi miseria.WELLS. Cuando el Durmiente despierte1.

 Fortioribus fortior instat cruciatio. Libro de la sabiduría.

 Dedicatoria

 A A NDRÉS M  ARTINEAU 2

Mi querido Andrés, no soy yo quien te da este libro, quizás el más importante detodos los que he podido escribir hasta hoy.

Es mi hijo Andrés quien te lo da, ese tan llorado hijo Andrés que Dios ha llevadoconsigo en su inocencia bautismal, y que tiene dieciocho años hoy en el paraíso.

El libro hubiera sido dedicado a él, y es conveniente que tú ocupes su lugar en esteasunto. Quiero creer que ésta es su voluntad.El hubiera amado a Napoleón como tú le amas, y vuestro patrono común, el gran

Apóstol de la Cruz, te hará comprender, si le interrogas con amor, lo que había dedeseable y de magnífico en el sufrimiento del más glorioso de todos los mortales.

Estamos en la noche del mundo, querido hijo; tal vez seas testigo de las divinas yterribles cosas que el vencedor de reyes parece haber grandiosamente prefigurado.

Ojalá El Alma de Napoleón ensanche tu corazón y lo fortalezca para el momento deignoradas pruebas.

LEÓN BLOY.5 de Mayo de 1912

1 Bloy leyó en febrero de 1906 esta novela de Wells: « Es el artificio de la novela soñada, pero en razóndel gran valor intelectual del autor, hay algo más que un juego de imaginación. Hay el presentimiento, tan

 profundamente humano, expresado o no, pero universal, de un Personaje que despierta de un largo sueño,

es decir obteniendo por fin su mandato y encontrándose así, de repente, amo del mundo. ¡Cuántas veceshe pensado en él! ». Vemos cómo la novela de Wells se une a la meditación de Bloy sobre Napoleón.2 Hijo de René Martineau, quien era, desde 1901, uno de los grandes amigos de León Bloy.

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 Introducción

I

La historia de Napoleón es ciertamente la más desconocida de todas las historias.Los libros que pretenden relatarla son innumerables, Y los documentos de toda especie,llegan hasta el infinito. En realidad, Napoleón nos es, quizás, menos conocido queAlejandro o Senaqueríb. Más se le estudia, y más se descubre en él, alguien que no tienesemejanza con nadie. Esto es el abismo. Se conocen datos, se sigue el curso de loshechos, victorias o desastres; sábese de cerca o de muy cerca, de famosasnegociaciones, polvo, y solamente polvo en el presente. Sólo su nombre es prodigioso.

 NOMBRE que, pronunciado por el más pobre de todos los niños, bastaría paraavergonzar a cualquier hombre por grande que fuera. Napoleón es el rostro de Dios enlas tinieblas.

Es notorio que las profecías o prefiguraciones bíblicas no pueden ser comprendidassino luego de su entera realización, es decir, cuando todo lo que está oculto, haya sidorevelado, tal como Jesús lo anuncia en el Evangelio, y esto lleva necesariamente el

 pensamiento, más allá de los tiempos. Napoleón es inexplicable y, sin duda alguna, el más inexplicable de los hombres,

 porque él es, ante todo y sobre todo, el Prefigurante de Aquel que debe venir y que talvez no esté lejos, un prefigurante y un precursor muy próximo a nosotros, significado asu vez por todos los hombres extraordinarios que le han precedido en todos los tiempos.

Si se quiere aceptar este postulado, y adentrarse un poco en él, he aquí que lahistoria toma un aspecto absolutamente distinto, y el océano napoleónico, tanterriblemente agitado hasta aquí, se vuelve repentinamente sereno, sumamente calmo,

 bajo un cielo de milagrosa serenidad.¿Quién de nosotros, franceses o extranjeros de fines del siglo XIX, no ha sentido la

congoja enorme del desenlace de la incomparable epopeya? Con sólo un átomo de alma,resultaba ya abrumador pensar en la caída en extremo súbita del Gran Imperio y de su

 jefe; ¡recordar que aun ayer había estado en lo más alto de los Alpes de la humanidad;que por el solo hecho de existir entre nosotros lo más Prodigioso, Bien amado, yTerrible, que jamás hubo, pudimos creemos como la primera pareja en su paraíso,dueños absolutos de lo que Dios ha puesto bajo el cielo, y que, muy poco después,

también sería inevitable recaer en el antiguo cieno de los Borbones! Cierto es que esacaída había desarraigado, casi, la tierra. Las convulsiones de 1813, a pesar del dolor yde la excesiva amargura, fueron en tal modo grandiosas, que la imaginación y el orgullo

 pueden sentirse consolados de aquéllas; pero el fin es demasiado horrible; sobre todo,demasiado repentino, y la más angélica de las resignaciones, se siente impulsada asustraerse a la doxología de ese Salmo colosal de la penitencia.

II

Si bien se sabe que hubo en él errores inmensos, esos mismos errores, precisamente,hacen que la tristeza sea insoportable. ¿Quién es el que, leyendo la historia del Imperio

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no haya intentado, suponiéndose contemporáneo, persuadirse, por ejemplo, de que Napoleón tendría menos confianza en la lealtad rusa, menos obsequiosidades para conAlejandro en Tilsitt; que demolería Prusia de uno a otro extremo, y restablecería aPolonia; que resolvería con mejor acierto el peligroso asunto de Bayona; que no habríahecho reyes de sus miserables hermanos; que no habría dispersado sus fuerzas desde

Cádiz a Moscú, derrochando y destruyendo, también, los más bellos ejércitos delmundo? ¿A quién, en fin, no se le ha ocurrido esperar la llegada de Grouchy a Waterloo,de ese mediocre y funesto Grouchy, tan ciegamente escogido por el Emperador, para elmovimiento estratégico más decisivo? Y esto no es todo. ¿Cómo no llorar ante el relatode la segunda Abdicación? ¡El más grande de los vencedores, abdicando dos veces!¡Napoleón derribado de su sitial por un Fouché, por un Lafayette, y luego yendo aentregar alma y cuerpo a Inglaterra!...

Yo he dejado de padecer estas cosas3, el día en que he podido comprender, o, por lomenos, entrever el destino simbólico por excelencia de ese Ser extraordinario.

En realidad, todo hombre es simbólico, y en la medida de su símbolo es que resultaun viviente. Verdad es que esta medida es desconocida, tanto como la trama de las

combinaciones infinitas de la Solidaridad universal. El que supiera exactamente, por un prodigio de infusión, la trascendencia de un individuo cualquiera, tendría ante los ojos,como un planisferio, todo el Orden divino.

Lo que la Iglesia denomina la Comunión de los santos es un artículo de fe, y no puede ser otra cosa. Preciso es creer en ello, como se cree en la economía de losinsectos, en los efluvios de germinal, en la Vía Láctea, sabiendo muy bien que no puedecomprenderse. Cuando uno se niega a ello, es, o un necio, o un perverso. Se enseña, enla Oración Dominical, que debe pedirse el pan nuestro y no mi pan. Para toda la tierra y

 para todos los siglos. Identidad del pan de César y del esc1avo. Identidad mundial de laimpetración. Equilibrio misterioso del poder y de la debilidad, en la Balanza donde todo

3 León Bloy escribió El Alma de Napoleón entre enero y mayo de 1921. Perosoñaba con él desde hacía años, y acumulaba las lecturas de obras históricas y deMemorias. Sus reacciones aparecían en todas las páginas en su Diario en aquella época.

Se siente “el contemporáneo de los hombres de 1814” y anota el 9 de septiembre de1902: “Consulado e Imperio. A pesar del autor [Adolfo Thiers], esta historia es para mítan viva que sufro realmente del abandono del proyecto de desembarco en Inglaterracomo he sufrido precedentemente de la evacuación de Egipto”.

Algunos meses más tarde, el 17 de abril de 1903: “Waterloo. Cuando escriba sobre Napoleón, diré mi extraña angustia todas las veces que se habla de Waterloo, por quiensea, y la imposibilidad, para mi eterna, de consentir ese desastre. Hubo las faltas o los

crímenes de Napoleón, sí. Pero bien hay otra cosa, lo siento, en el lugar más profundode mi alma, que nunca, en ningún día, se cumplió una injusticia tan profunda”.Y todavía el 27 de junio de 1903: “1815. Quisiera acabar con esto, es demasiado

doloroso. ¡Qué incertidumbre bizarra en el corazón del hombre, qué necesidad másextraño aún de incertidumbre o más bien qué presentimiento admirable de que nada esdefinitivo en este mundo! Por mucho que sepa esta cruel serie de desastres, me esimposible no esperar, en cada instante, que no lo lograrán. Quiero persuadirme que enLigny, d’Erlon obedecerá a su emperador, que Ney le obedecerá en Quatre Bras,recobrando su resolución de antaño, que Grouchy finalmente se dignará escuchar, enWavre, a sus oficiales y a sus soldados. Haga lo que haga, las desdichas pavorosas y taninjustas, en apariencia, de esta guerra, me sorprenden siempre... ¡Si todo el mundo se

hubiera equivocado, sin embargo! ¡Si la batalla durara aún!”Ver León Bloy, Diario I y II (1892-19179), edición establecida, presentada y anotada por Pierre Glaudes,Robert Laffont, colección “Bouquins”, 1999.

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es pesado. No existe un ser humano capaz de decir lo que es, con certeza. Nadie sabe loque ha venido a hacer en este mundo, a quién corresponden sus actos, sentimientos y

 pensamientos; cuáles son sus más allegados entre todos los hombres, ni cuál es sunombre verdadero, su inmortal Nombre en el registro de la Luz. Emperador o mozo decordel, nadie conoce su fardo ni su corona4.

La Historia es como un inmenso Texto litúrgico donde las iotas y los puntos valentanto como versículos o capítulos enteros, pero la importancia de unos y de otros, esindeterminable, y profundamente escondida. Si yo pienso, por lo tanto, que Napoleón

 podría bien ser una iota rutilante de gloria, véome obligado a reconocer, al mismotiempo, que la batalla de Friedland, por ejemplo, bien ha podido ser ganada por unaniñita de tres años o por un centenario vagabundo, pidiendo a Dios que se hiciera suVoluntad tanto en la tierra como en el cielo. En tal caso lo que se dice Genio, seríasimplemente esa Voluntad divina encarnada, si así puedo expresarme, hecha visible ytangible en un instrumento humano llevado a su más alto grado de fuerza y de precisión,aunque, como el compás, sin posibilidad de abandonar su extrema circunferencia.

Lo que queda en pie, para Napoleón y para la infinita multitud de sus inferiores, que

son todo el conjunto, figuras del Invisible, es que no puede moverse un dedo ni matar dos millones de hombres, sin significar alguna cosa que sólo en la Visión beatífica seamanifestada. Dios sabe desde toda eternidad, que en determinado momento, sólo de Élconocido, tal o cual hombre realizará libremente un acto necesario. Armoníaincomprensible entre el Libre Albedrío y la Presciencia. Las inteligencias másluminosas no han podido ir nunca más allá de este límite. En tal estado, el Hombreintegral, no debiendo ser, según la palabra Creadora, más que una semejanza, y unaimagen, renovable en mil millones de almas de cada generación, fuerza es, pues, que seasiempre tal, haga lo que haga, y preparar así, poco a poco, en el crepúsculo de laHistoria, un acontecimiento inimaginable.

Los hay, sin duda alguna, buenos y malos, y la Cruz del Redentor está siempre allí; pero los unos y los otros hacen exactamente lo que está previsto, y no pueden hacer otracosa; no nacen ni subsisten sino para sobrecargar el Texto misterioso, multiplicando alinfinito las figuras y los caracteres simbólicos. Napoleón es el más visible de esoscaracteres indescifrables, la más elevada de esas figuras, y ésta es la causa de haber asombrado tanto al mundo.

III

Verdad es que el mundo no es difícil de asombrar. Es tan mediocre y tan bajo este

 patrimonio de Satán, que un ademán de fuerza o de grandeza es, por lo general,suficiente. En nuestros días ha sido frecuente observar políticos y escritores cuyo talentono excedía el común de los demás hombres, que han podido hacerse admirar de lasmultitudes.

 Napoleón, dotado de fuerza y de grandeza, como no lo había sido hombre alguno,debió él mismo sorprenderse mucho más que todos aquellos a quienes deslumbró.

4 Sobre este tema que vuelve constantemente en la obra de León Bloy, he aquí loque anota en “El Mendigo ingrato”; (Le Mendiant ingrat; Diario, 30 de enero de 1894)acerca de las “Historias desatentas-” (Histoires désobligeantes): “La idea central de miúltimo cuento, “Palabras digestivas” (Propos digéstifs), siendo que nadie puede estar 

seguro de su identidad y que cada cual ocupa verosímilmente el lugar de otro. Jeanneme preguntó cómo era posible que hubiera semejante desorden en la obra de Dios.“Y la Caída, repliqué... Nada está cumplido. Todos tenemos que esperar, puesto que estamos en el Caos”.

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Aborigen de una región espiritual desconocida, extranjero de nacimiento y de carrera encualquier país que fuese, se asombró realmente, toda su vida, como Gulliver en Liliput,de la excesiva inferioridad de los contemporáneos, y sus últimas palabras recogidas enSanta Elena prueban que este asombro, convertido en absoluto desprecio, le siguió a latumba y hasta ante el tribunal de su Juez.

¿Qué había pues venido a hacer en esa Francia del siglo XVIII que,indudablemente, no lo presentía y aún menos 10 esperaba? No era otra cosa que UnGesto de Dios por medio de los Francos, para que los hombres de toda la tierra noolvidasen que hay verdaderamente un Dios y que debe venir como un ladrón, en unmomento cualquiera, en compañía de un Asombro definitivo que procurará ladestrucción del universo.

Convenía, sin duda, que ese gesto fuese realizado por un hombre que apenascreyera en Dios, y que ignorara sus Mandamientos. No teniendo la investidura de unPatriarca ni de un Profeta, importaba que fuera inconsciente de su Misión, tanto comouna tempestad o un terremoto, al punto de poder ser juzgado de sus enemigos, como unAnticristo o un demonio. Era necesario, principalmente y ante todo, que por él fuese

consumada la Revolución Francesa, la irreparable ruina del Viejo mundo.Evidentemente, Dios no quería más ya ese viejo mundo. Quería cosas nuevas, y paraello, se requería un Napoleón. Éxodo que costó la vida de millones de hombres.

Mucho he estudiado esa historia. La he estudiado orando, llorando de gozo o de pena muchas veces, y cuántas preguntándome si no sería locura leerla desde el punto devista humano, como puede leerse la historia de Cromwell o de Federico el Grande,únicos jefes que, en mi opinión, podríaseles suponer, después de Aníbal o de César, enuna proximidad cualquiera de Napoleón, y he terminado por sentirme en presencia deuno de los misterios más terribles de la Historia.

IV

Aparece un joven que no se conoce a sí mismo, y que debe creerse infinitamentelejos de una misión sobrenatural, - si, no obstante, una misión semejante puede ocurrir asu espíritu. Tiene el sentido de la guerra, y ambiciona una situación militar. Tras demuchas miserias y humillaciones, se le da un magro ejército, y de inmediato se revelacomo el más audaz, el más infalible de los capitanes. El milagro comienza, y no terminamás.

Europa, que nunca viera nada semejante, tiembla. Ese soldado se convierte en Amo.Se hace Emperador de los franceses, y luego el Emperador de Occidente - el

EMPERADOR, simple y absolutamente, para toda la duración de los siglos. Esobedecido por seiscientos mil guerreros que no es posible vencer, y que le adoran. Hacelo que quiere, y renueva a su antojo la faz de la tierra. En Erfurt, en Dresde sobre todo,tiene el aspecto de un Dios. Los potentados le lamen los pies. Él ha extinguido el sol deLuis XIV, y ha desposado la más encumbrada hija del mundo; Alemania, cejijunta yapergaminada, no tiene campanas suficientes, ni cañones y fanfarrias bastantes parahonrar a ese Jerjes que recuerda con orgullo haber sido subteniente de artilleríaveinticinco años antes, no haber tenido un céntimo, y que ahora arrastra veinte pueblosa la conquista de Oriente.

Transcurre una estación, y he aquí “el frío Aquilón que devora las montañas, sicutigne”, dice el Eclesiastés.

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El subteniente de 1785 regresa a pie sobre la nieve, apoyado sobre un bastón, yseguido por algunos moribundos. Pero no ha sido vencido sino por el cielo, y elmomento de ser vencido por los hombres, no ha llegado todavía.

Dios ama a este soberbio, y lo aflige por amor, sin querer abatirlo completamente.Dios ha mirado la sangre líquida de las matanzas, y ese espejo le ha reflejado la faz de

 Napoleón. Le ama como a su propia imagen; acaricia a este Violento como acaricia asus Apóstoles, a sus mártires, a sus más dulces confesores; acaríciale tiernamente consus manos poderosas, tal como un señor imperioso acariciaría a una virgen indómita quese negara a desvestirse. Al cabo le despojará, ciertamente, y en forma tan completa, quedurante treinta o cuarenta años los reyes se ocuparán en disputar sus despojos. Pero noquiere que esto ocurra al primer golpe. Insistirá tres veces. 1813, 1814 y 1815, tresEpifanías de dolor!

La primera, y no la menos terrible, es la que más se parece al diluvio del siglo V.Los colosales ejércitos de la Coalición suprema imitan bastante bien a los Hunos, losSármatas, los Suevos, los Alanos, los Sajones, los Godos y los Vándalos del Castigo deRoma. Toda esa canalla bárbara punza los flancos del León mutilado, pero no vencido.

Él se retira bramando de dolor y de orgullo, y retorna a Francia donde hace combatir,uno contra diez, niños por él transformados en legionarios. El Olimpo o la Valhala dedioses imbéciles, tiembla una vez más. Traicionado en fin por tenientes que él habíaconcebido y alumbrado, es relegado a la ínsula ridícula de Sancho Panza. Todo pareceterminado. Un vejete fratricida y libertino intenta devorar a Francia con sus encías. ¡Por última vez reaparece el Invencible, y cuán prodigiosamente!

El Reino de Jesucristo y de su Madre, agotado de sangre, traspasado de dolores, precipítase al punto hacia él, con exclamaciones de júbilo. Esto es 1815, ¡ay! yWaterloo. Se combate como ángeles en la desesperación. ¡Se bate contra la Historia, se

 bate contra sesenta siglos! Esto es el desastre, y Juana de Arco llora en todos loscaminos. Napoleón, que traía la victoria, está obligado a ocultarla entre las sombras dela derrota, no queriendo ser vencido sino por sí mismo. Incomprensiblemente abdicauna segunda vez, asqueado de todo, y termina en Santa Elena, en medio de las ratas ylos escorpiones de Inglaterra.

V

Tal es este misterio histórico, sin igual a otro alguno.Antes, en tiempos de mi juventud y aún más tarde, cuando era aficionado a las

novelas de aventuras o melodramas, he visto lo que me apasionaba sobre todas las

cosas, esto era, la incertidumbre sobre la identidad de las personas. Es el gran recurso,aun hoy no agotado, de la Ficción patética. Desde Edipo y Yocasta, nada ha cambiado.Es esencial que el héroe, aunque intuitivo por otra parte, si se le quiere imaginar, sea élmismo un personaje enigmático. Ese imperdible poder de una idea trivial, tiene, sinduda alguna, su origen en algún presentimiento profundo. Este es el efecto de unconcepto directo, aun cuando muy antiguo, de la condición humana. Yo lo he dicho:cada hombre está sobre la tierra para significar algo que él ignora, y así realizar, una

 parcela o una montaña de los materiales invisibles con que será edificada la Ciudad deDios. No ver en Napoleón más que un hombre, más grande que los otros, seguramente,

 pero insignificante fuera de sus actos, es invalidar al mismo tiempo el Futuro y elPasado, descalificando toda la historia.

“Ego dixi, dii estis. Yo he dicho: Vosotros sois dioses”, afirma el Señor. ¡Ah!, sinduda, por lo menos hay imágenes de Dios, custodias de su misterio y, ciertamente

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 Napoleón es de las más manifiestas que sea posible contemplar. Yo no creo que haya entoda su vida, una acción o una circunstancia que no pueda ser interpretada divinamente,es decir, en el sentido de una prefiguración del Reinado de Dios sobre la tierra.

 Nace en una isla, y hace la guerra continua a una isla. Cuando cae por primera vez,es en una isla. Por último, muere cautivo en una isla. Insular por nacimiento, insular por 

emulación, insular por necesidad de vivir, insular por necesidad de morir. Hasta cuandotenía a Europa en sus manos, hasta en las más terribles batallas, el perpetuo mugido delas olas del océano, cubría para él, el estruendo de los cañones. Ambicioso de reinar sobre todos los mares, el continente le fue siempre un obstáculo.

Como un gran navío presa de los hielos, él fue continuamente presa de las tierras,de las que no consigue desprenderse. Veinte años pisoteó el continente con furor, no

 pero donándole su oposición a la conquista de esa isla inglesa inaccesible, desde lo altode la cual, él hubiera sido ciertamente el Dominador del Atlántico y del Mediterráneo,asegurando con sus flotas, los viejos reinos y los viejos imperios, y haciendo una isla detoda la tierra, ¡otra isla inmensa como su sueño! Tacete et ululate, qui habitatis ininsula5, parecía decir, con el Profeta, a cada uno de sus pasos, y sin fruto alguno.

VI

Él decreta el Bloqueo continental, la más grande empresa que pudiera concebirse.Todo el continente europeo recluido y encadenado, trescientos millones de hombres que

 pueden ser condenados a la ruina y a la desesperación, porque Inglaterra, excluida de los pueblos, debe ser forzada a entregar las llaves y las triples barras de la prisión de losocéanos, para todo lo cual, poco faltó... Esto recuerda, en grande escala, las famosasProhibiciones de la Edad Media, cuya memoria es tan inquietante. ¡Decreto

apocalíptico! Imagínaselo fechado en víspera del Juicio universal. Hay ángeles ytrompetas en todos los cantones del cielo.Pero los escitas y los sármatas acaban de nacer, solamente, a la civilización

occidental. ¿No es justo que ellos tengan tiempo de corromperse a su vez? ¡Se niegan asacrificarse! Napoleón les cae encima al frente de diez ejércitos. Pero, he aquí que Dios

 protege a esos bárbaros. Los guerreros legendarios e invencibles son muertos por el frío,y el bloqueo se hace imposible. También, desde ese momento, imposible la Dominacióndel mundo.

Esto era hermoso, sin embargo, demasiado hermoso para ese Dios celoso que noquiere partición. Cuando se digne, al fin de los fines, manifestarse completamente, o seacuando todas las figuras hayan sido agotadas, preciso será que él haga algo semejante a

ese Designio de Napoleón. ¡Entonces, pero solamente entonces se sabrá cuán bello era!Ciertamente, en ese momento Dios tendrá delante de sí y en su contra, una isla por humillar, la Isla de los Santos, otrora, transformada en la isla trágica y sombría, la islade las Negaciones, de las Apostasías, de las Traiciones y del Orgullo. ¡Será biennecesario que, en cierto modo la separe del continente de la Fe, ya secuestrado él mismoen el más absoluto embrutecimiento!

¡Porque será preciso, oh Jesús, que os llamasteis a vos mismo el Hijo del Hombre,que os contentéis con muy poco si, desde ese instante, no cambiarais milagrosamentetodo! Puesto que es inevitable que todo tenga su realización, vos tendréis, lo mismo quevuestro Napoleón, el obstáculo del frío y de los bárbaros. Pero, al mismo tiempo,tendréis el recurso que él no tuvo, de hacer de su pueblo algo como un pueblo nuevo,

que no estará sino poco más abajo de los ángeles.5 Isaías, XXII, 2.

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VII

 Napoleón se casa dos veces, como un Asuero, repudiando a una prostituta paratomar otra que no tiene de común, con la Ester de la Biblia, nada más que los perfumes.Pero éstos eran los de la monarquía cesariana de los Habsburgo, vieja bergamota

desvanecida que pareció embriagarle un día, y que pronto le aturdió e hizo vacilar, casiasfixiado con el efluvio peligroso de los antiguos sepulcros repletos de magnificencia ygrandeza carnales.

Cuéntase que Asuero, que reinó sobre ciento veintisiete provincias de Asia,queriendo reemplazar a su primera mujer, hizo buscar por todo su imperio, ycomparecer ante su presencia, a las más hermosas del mundo, inclusive las de Parsis yde Escitia indómita, y que al fin fijó su vista en una pobrecilla judía de nombre Ester,que significa la Misteriosa. Napoleón, más poderoso que este antiguo potentado, y noqueriendo pobrezas, tuvo que escoger entre las herederas altísimas de las Majestadesque lamían sus botas, e hizo esto como una campaña rápida, excluyendo con un gesto alas princesas de menor magnitud. Pero la que desposó, no fue, en verdad, una

misteriosa, y el suegro infame, el hombre de las “entrañas de Estado”, como se le decíaentre sus domésticos, convertido cuatro años más tarde en un Mardoqueo de adulterio,condujo él mismo, con la triple corona en su testa, a su propia hija, archiduquesa, allupanar, para deshonrar a un yerno que ya no le hacía más temblar.

Para terminar, no saliendo de la Biblia, creeríase leer a Ezequiel en ese formidablecapítulo en que la ignominia sin nombre de las dos esposas del Señor es divulgada6.

VIII

¿Hablaremos del retorno de la isla de Elba? ¿Qué es lo que no se ha dicho o escritosobre ese acontecimiento incomprensible? Hasta entonces, Napoleón no habíacombatido más que a los hombres y, precisamente porque era más grande que todosellos, había sido, o parecía, vencido a la postre. Pero, saliendo de la isla de Elba, élemprende la lucha contra la naturaleza de las cosas, su propio destino, empeñándose enderribar al Ángel formidable, como Israel, fuerte contra Dios mismo.

 No se había visto, y posiblemente no se verá nunca nada comparable al vuelo de suáguila, yendo “de campanario en campanario, hasta las torres de Nuestra Señora”. ¿Por qué Nuestra Señora? Napoleón no era, sin embargo, en forma ostensible al menos,devoto de la Santa Virgen. Pero, siendo todo presumible en un ser tan grande, ¿no esacaso permitido suponer en él un presentimiento sobrehumano, una secreta adivinación

del Dominio de María, eterna patrona y protectora de esa Francia que él había recogidoen una ciénaga de sangre y de inmundicia, haciéndola tan magnífica?Y, admírome ahora de mi propia prudencia. ¿Para qué tantas precauciones literarias?

¿No rompe los ojos que el Acontecimiento fue entera, absolutamente sobre-natural?Quizás no había en Francia una familia que no hubiera sangrado hasta el agotamientosus venas, hasta la definitiva paralización de los latidos del corazón. En Italia, enEgipto, en Alemania, en Polonia, en España sobre todo y en Rusia, un número infinitode franceses había muerto por su voluntad, o lo que podría considerarse su voluntad. Lasola campaña de Sajonia había costado más de cien mil vidas. Hubiera podido creerseque ese devorador insaciable había extenuado todo entusiasmo, y secado todas lasfuentes del amor.

6 Ezequiel, capítulo XXIII.

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Ocurrió precisamente lo contrario. Un último ejército de víctimas vino a ofrecerse,¡Y qué víctimas! Un como rugido de gloria subió hasta el cielo. En una revista, loscaballeros heroicos de cien batallas, cruzando sus sables por encima de su cabeza,hiciéronle un arco de acero llorando de alegría y de furor. Algunos días más tarde eran asu vez inmolados. Eran los últimos, pero aún quedaban, de todos modos, y Napoleón, si

lo hubiera querido, podía aún, a pesar de Waterloo, continuar indefinidamente lossacrificios humanos.En verdad, jamás hubo un hombre adorado como lo fue él, en la esperanza o en el

desaliento, en los tormentos infinitos de la fatiga, del hambre y de la sed, en medio delfango y de la nieve, entre la metralla y los incendios, en los destierros, en las prisiones,en los hospitales y en medio de la agonía; adorado a pesar de todo, adorado siempre,como un redentor al que no podían alcanzar las corrupciones de la tumba, como unavirgen de gloria que no podía morir. En mi niñez yo he conocido viejos mutiladosincapaces de distinguirle del Hijo de Dios.

IX

El recuerdo de esas imágenes de Raffet, que ilustran la pobre historia de Norvins, parecíame un Evangelio cuando yo tenía doce años. Sí, eso es, un Evangelio. Apenasconocía yo otro, adelantada o retardada mi cultura cristiana, por la cultura napoleónica.A pesar de tantos años transcurridos, todavía encuentro el estremecimiento demagnificencia que recorría mi ser, hojeando esas páginas que mal podía leer, ignorandoabsolutamente la historia. Pero, ¡qué fiebre, qué temblor ante las imágenes! ¡Quénecesidad tenía de leer! Con y por ellas, seguía por todas partes a mi héroe y miemperador, desde Tolón hasta Santa Elena. Yo le acompañaba principalmente a Egipto y

a Rusia; veíale siempre todopoderoso, siempre infalible, como un dios, y me creía unode los más veteranos de su Vieja Guardia.¿Qué necesidad tenía yo de comprender? Sentía ya entonces, y nunca he dejado de

sentir en él lo Sobrenatural, y las ocho letras de su nombre, impresas, recuerdo, engrandes mayúsculas color de sangre, sobre la tapa, me parecía que irradiaban hasta losextremos del universo. Nada de ello he olvidado después.

Había también, muy cerca de la ciudad, un jardín extraño y ciertamente muyridículo que quizás volveré a ver en el Paraíso. Un burgués cualquiera, un imbécil-tengo ese temor- había ideado hacer de su propiedad, un lugar de peregrinaciónnapoleónica. Habíale dado el nombre de Santa Elena, y allí me condujo mi padre,siendo yo muy niño. Es esto tan lejano, que apenas puedo recordado. Había un enorme

 busto del Emperador, una columna del gran ejército en símil bronce, una especie decaverna circundada de sauces llorones y representando la tumba de exilio, de la queemanaba un espanto religioso, una efigie verdosa del Rey de Roma en cuna de hiedra ode madreselvas, y yesos de veteranos o de mariscales desafiando toda pulla sublunar.

He aquí cuanto puedo hallar en las criptas de mi memoria, y todavía no estoy muyseguro de ello. Pero la emoción de mi corazón de niño perdura, y por tal razón al cabode cincuenta años, puedo escribir estas páginas7. ¡Tal era y tal es aún, tanto tiempodespués de su último suspiro, el ascendiente de ese Prodigioso!

X

7 Ver más arriba la nota del apartado II de esta Introducción.

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Considerado Napoleón como un instrumento divino, simplifícase mucho elinventario de sus faltas, registradas con tanto esmero, y en tanto papel, por todos sus

 jueces. Si con el nombre de faltas se entiende razonablemente una serie detransgresiones voluntarias, veniales o capitales, de una ley promulgada, la estricta

 justicia no permite que se las impute a un instrumento. En este sentido, Napoleón puede

no haber cometido una sola falta, estando siempre obligado a cumplir, en calidad deinstrumento, lo que le estaba prescripto querer y realizar. No cabe duda alguna de que fuera, al mismo tiempo, un hombre bajo la ley de la

caída, y por tanto, pasible de incurrir en los desórdenes de su libertad. Pero de esto sóloDios es juez, Dios de todos8. Yo no considero más que las faltas llamadas políticas.

 Nadie fuera de él, ha podido saber ni conjeturar sin temeridad, lo que de su propiavoluntad pone en las acciones magníficas o pavorosas exigidas por una Voluntadsuperior, a la cual no debía desobedecerse.

Si bien confusamente, él sentía bien esa voluntad, cuando hablaba de su “estrella”,sin alcanzar a comprenderlo, sentía una mano en sus cabellos, una mano sobre sucorazón, que cesaba entonces de latir, una mano, se ha dicho, en torno a su pensamiento

formidable.Estremeciéndose, ese Amo del mundo veíase circunscripto en una libertad de orden

inferior y - bajo su máscara imperial - hermano menor y servidor de todos, inclusive delos más miserables, que no tenían, como él, una consigna, un mandato de eternidad, unamisión divi¬na que llenar, y que parecían tener, más que él, la elección de sus obras

 buenas o malas.Tal vez entonces fuera posible explicar, por intermitentes rebeliones de su alma, por 

súbitas veleidades de evadirse de una tan fatal grandeza, los incomprensibles perdonesque tuvo tantas veces para sus enemigos más peligrosos, y su inconcebible debilidadhacia compañeros indignos de él.

«Este hombre nacido para el imperio, ha dicho un historiador penetrante, que entrócon paso firme en la soberanía, y se encontró sin esfuerzo, no solamente el igual, sino elsuperior, y bajo todos los aspectos, de reyes y de emperadores vencidos por él, siemprefue en su familia, un advenedizo y un menor. En su familia no fue emperador, sino paradar. Nunca logró hacerse obedecer ni respetar. Conservó para los suyos esa extrañacomplacencia que extendió a todos los que le habían ayu¬dado en los tiempos difíciles,servido en los años de crisis. Este guerrero, este autócrata violento, generoso, bonachón,fue de todos los señores y conductores de hombres, el más notablemente engañado ytraicionado, por sus mujeres, por sus hermanos, por sus hermanas, por sus ministros, por sus tenientes, por sus servidores».

Indudablemente convenía que así sucediera, y que hasta sus mismas faltas - pues

debe emplearse esta palabra - fuesen como partes esenciales del poema de su destino.

XI

Por otra parte, se está suficientemente advertido cuando, siendo capaz de ahondar,se llega a considerar la flagrante necedad de una sustitución imaginaria en losacontecimientos cumplidos. Otro desenlace hubiera tenido lugar, dícese, si talcircunstancia hubiera sido prevista. Pero, precisamente, esa, circunstancia no podía ser 

 prevista ni sorteada, puesto que era menester ese desenlace y no otro. Los hechos sonabsolutos en sí mismos, y en todas sus peripecias. Los hechos históricos son el Estilo de

la Palabra de Dios, y esa palabra no puede ser condicional. Eran precisos Vincennes,8 En el original, estas palabras están en castellano.

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Tilsitt y Bayona, los Reyes hermanos, la impunidad incomprensible de Bernadotte y ladesastrosa campaña de Moscú; era menester, luego de Dresde y Kuhlm, lainconmensurable demencia de abandonar en las inútiles fortalezas alemanas 150.000soldados más que suficientes para aplastar la Coalición en las llanuras de Champagne.En fin, era necesario, como otro factor más, que existiera un Grouchy. Eran necesarias

todas esas cosas conocidas y muchas otras que no se conocen, y la prueba sin réplica esque son cosas ocurridas bajo la mirada de Dios, que no se equivoca, y que quería esascosas, desde siempre.

“¿He cumplido, pues, las voluntades del Destino?” respondía el Emperador aalguno de sus grandes que intentaban disuadirle de sus proyectos sobre Rusia, en 1812.“Yo me siento impulsado hacia un fin que desconozco. Cuando lo haya alcanzado, unátomo bastará para derribarme”9. Defendióse en Santa Elena, del reproche de haber amado excesivamente la guerra, diciendo que siempre estuvo obligado a hacerla, y éstaes una rigurosa exactitud. Si él amó la guerra, de la que era un maestro incomparable, yen ella fue el gran artista enamorado de su arte, pero forzado a vivir exclusivamente deél, ¿quién tendría el derecho de incriminárselo?

Uno se pregunta quién es el hombre que, como él, haya podido galopar tanto bajo elacicate de su destino.

Sábese de su famosa carrera desenfrenada, de Valladolid a Burgos, treinta y cincoleguas en cinco horas. Había partido con una numerosa escolta, en razón del peligro delas guerrillas. Poco a poco sus acompañantes iban quedando rezagados, y llegó casisolo. Debió dejar Inglaterra, insuficientemente estrangulada al norte de España, paraecharse sobre Austria amenazadora, y no tenía una hora que perder.

Esta fantástica cabalgata, casi inverosímil, es una imagen de toda la vida forzada deese Titán, siempre constreñido a salirle al encuentro al rayo, y que sólo en la muertehalló reposo.

XII

Por falta de atención, o debilidad de inteligencia, me he sorprendido a menudo delas dos Abdicaciones, no concibiendo que tal hombre hubiera abdicado una sola vez.Hoy pienso que él hizo esto, como todo lo que hizo, por mandato. Es muy otra laversión de las dos esposas y al respecto me digo que es aquí, principalmente, dondedebe investigarse.

¿Sería posible, pues, que él pueda tener dos abdicaciones divinas? ¿Es concebiblesemejante idea? Dios diciendo: “A partir de este momento no soy más Dios”. Una

 primera vez, porque se le abandona; la segunda, porque él se abandona a sí mismo. Estoes el vértigo, el despeñadero de lo absurdo y de lo imposible. Y, sin embargo, esto se havisto en el gran espejo de los enigmas10, en 1814 y 1815. Mucho se le ha llorado, y haygente que lo llora todavía. Antes y, sobre todo, después de los Cien Días, losdesdichados decíanse a sí mismos: “¡Esto ha terminado! No tenemos más Dios, ¿quéserá de nosotros? No se podrá ya nacer, ni se podrá morir más. No podrá ser uno

 juzgado ni recompensado por nadie. No hay ya paraíso para la esperanza, ni infierno para la desesperación”. Y hubo en el pobre mundo una tristeza infinita.

9 Citado por el general Philippe-Paul de Ségur (1780-1873) en su brillante relación de la campaña deRusia, “Historia de Napoleón y de la Grande Armada en 1812” (Histoire de Napoléon et de la Grande

Armée en 1812; 1824), libro II, capítulo II.10 Recuerdo del texto de San Pablo, ya citado por Bloy: primera epístola a los Corintios, XIII, 12:“Videmus nunc per speculum in aenigmate”.

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¿Porqué, pues, Napoleón ha abdicado, y, lo repito, abdicado dos veces? Sólo uno podría responder a esto, y se llama el Espíritu Santo. Este diría: “El ha abdicado por mí.Siendo la semejanza del Padre cuando se arrepintió de haber hecho a los hombres,siendo la imagen de su Hijo, por ellos crucificado, Napoleón estaba obligado adespedirlos en su persona y de ese modo, puesto que no quedaba por prefigurar, sino el

Paracleto del triunfo definitivo en que deben cumplirse todos los símbolos, yconsumarse todas las profecías. Vuestro emperador ha hecho lo que debía hacer, tanexactamente, como los soles o como los animales, sin comprenderlo ni saberlo, y lamagnificencia que apareció en él antes que cayera, no era sino, y por anticipado, unreflejo infinitamente pálido de mi próximo esplendor. Los dos gestos por los cuales él osha abandonado, eran míos verdaderamente, en el espacio y en la duración, pero en unaforma que se os oculta, y que no conoceréis antes de tiempo”.

Que el que puede comprender, comprenda, ha dicho Jesús, que sólo hablaba en parábolas, y este conjuro misterioso no podía más que dirigirse al solo Paracletovenidero, por quien serán develados todos los arcanos.

 No siendo el representante acreditado de ese Consolador, nada tengo, pues, que

explicar. Por otra parte, después de la caída y de la abyección proveniente de la Caídaoriginal, ¿quién es, pues, capaz de explicar o de comprender profundamente cualquier cosa? Ya es muy hermoso y medianamente sobrehumano mostrar que en todas parteshay misterio, o dado a presentir; proclamar, por ejemplo, que no hay causas juzgadas enla historia, que la vida de los hombres, grandes o pequeños, “no es sustraída, sinosolamente cambiada”, según la expresión litúrgica, vira mutatur, non tollitur, y que, enconsecuencia, nada se sabe, verdaderamente, de las combinaciones perpetuamenteiterativas de la Voluntad divina.

XIII

¡Ah, si Napoleón hubiera podido ser la multitud! Si su nombre hubiera sido elnombre de la multitud, ¡cuánto más fácil de explicar sería todo esto! En primer lugar, nohabría tenido necesidad de nacer en una isla, lo que hubiera simplificado todo, siendo sucaso esencialmente geográfico, y toda idea de un Bloqueo continental, o solamentedepartamental, hubiera resultado sin ocasión y sin oportunidad. Una sola esposa lehubiera bastado, la universal imbecilidad, esposa fiel si las hubo, ¡y cuán fecunda!

Jamás habría estado en la isla de Elba, demasiado alejada de los centros, y, por consiguiente, nunca hubiera tenido que retornar de ella. En lo que atañe a las dosabdicaciones, mejor será no hablar. Fácil hubiera sido reemplazarlas por el Sufragio

universal que, ciertamente, así lo creemos, habría horrorizado a la Coalición, y asíhubiera sobrevenido la prostitución política, cincuenta años antes.Pero... Napoleón no era la multitud. Estaba solo, absoluta y terriblemente solo, y su

soledad tenía un aspecto de eternidad. Los famosos anacoretas de la antigüedad cristianatenían en sus desiertos la conversación de los Ángeles. Estos santos hombres estabanaislados, pero no eran únicos; veíanse entre ellos algunas veces, y su enumeración esdifícil. Napoleón, semejante a un monstruo que hubiera sobrevivido a la extinción de suespecie, estuvo verdaderamente solo, sin compañeros para comprenderle o asistirle, sinángeles visibles, y quizás, también, sin Dios; pero esto ¿quién puede saberlo?

 No teniendo iguales ni semejantes, estuvo solo en medio de reyes y de otrosemperadores que parecían domésticos apenas llegados a su presencia; solo estuvo en

medio de sus grandes, por él fabricados de barro y de esputos, y que recayeron en suorigen, el mismo día en que empezó a declinar su poder; solo en medio de sus pobres

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soldados, que no podían darle sino su sangre, y que se la brindaron con largueza. Solose halló en Santa Elena, en medio de las ratas de Longwood.

¡Estuvo solo, en fin, consigo mismo principalmente, donde erraba tal como unleproso intocable en un palacio inmenso y desierto!

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I

 El alma de NapoleónEl primero de todos los derechos para Napoleón, tanto como para el último tambor 

de sus ejércitos, era, ciertamente, tener un alma, un alma que fuera verdaderamentesuya, y que no pudiera pertenecer a ningún otro. Es difícil pensar en ello.

Sin duda, cuando uno es cristiano está forzado a saber que todo hombre tiene unalma, y que esa criatura invisible es a semejanza de un Creador invisible.

Por consiguiente, sábese también que el alma de no importa quién, fuese de unimbécil o de un negro, es infinitamente más preciosa que todos los tesoros imaginables,incomparablemente más colosal que la estrella Canopus, a la que los astrónomosmodernos le asignan una dimensión esférica ocho millones de veces superior a la de

nuestro sol.Algunos santos han dicho que si alguien pudiera ver un alma tal como es, en su

magnitud y en su dignidad, ese alguien moriría al instante. Seguramente, si esto fuera puesto en duda, el Dogma de la Redención por la Sangre y por el Oprobio de un Diosencarnado sería absurdo e inconcebible.

Ya es mucho para un creyente que el Alma pueda ser pensada, y me atrevo a decir que es de todo punto de vista sobrenatural, que continuamente se hable de ella. No setrata aquí, por supuesto, del alma de las bestias o de las plantas, es decir, de su principiode vida que no es, en verdad, fácil de explicar ni de demostrar. Se trata de un almahumana incapaz de terminar, cuya misma existencia sólo es conocida por la operaciónde la Gracia, del alma invisible que debe sobrevivir a un cuerpo visible, que está ellallamada a reintegrar un día, de esta alma que Dios ha hecho partícipe de sí mismo, y,que es más duradera que todos los mundos.

Si esta idea es abrumadora, cuando nuestro espíritu se digna prestar atención al primero que llega, ¿qué será de un Napoleón? ¿Será necesario decir, mofándose delRedentor y de su Sangre, que el alma de éste es superior al, alma de los otros?Seguramente no, pero más grande, incomparablemente más grande por atribución, estoes exacto.

Hay almas que son esposas o concubinas preferidas que el Señor se complace encolmar de las más extraordinarias y suntuosas joyas. Si ellas son infieles o disipadas,asumirán su castigo condigno, porque el Señor es tan celoso como poderoso.

Pero, hasta en el fondo de su desgracia, ellas conservarán su gloria esencial, y elrecuerdo de lo que ellas fueron no será borrado del corazón de los hombres. Nadie destelló tanto como Napoleón, esto es cierto, pero nada prueba que su alma

fuera más luciente que la de un pedante o de un zapatero.Las antorchas o faros de su genio esparcieron una luminosidad que todavía brilla, y

que no se extinguirá hasta el alba del Día de Dios. Pero su alma, siempre ignorada, no puede iluminar más que a él mismo, de un modo que escapa a nuestro entendimiento.Su alma, triste o jubilosa, sombría como los abismos, o torturada por la luz; su alma de

 pecador, de orgulloso, de implacable, de sentimental y de campechano; su alma defuegos cambiantes, dolorosa o triunfante; su alma inconstante o desesperada, diciéndolesiempre: “Tú estás solo, oh Napoleón, eternamente solo; nadie te acompaña, nadie sabe

lo que tú amas o lo que odias, ni dónde te llevarán tus pasos, puesto que lo ignoras tú

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mismo. Pobre omnipotente desdichado, llora en el fondo de mí; yo te oculto y te protejo”.

 Napoleón no ha tenido suyo, exclusivamente, sino su alma. Por ella ganó todas sus batallas; por ella fue un conductor de hombres inusitado, un administrador infinito; por ella osó amasar a Europa con manos prestadas por Dios, y que esperó no devolver 

 jamás.Por su alma, en fin, y su alma sola, tuvo la gloria de engañarse, como ningúnhombre habíase engañado antes de él, y de ser abatido al fin, no siendo más que elAnunciador, no por la hostilidad furiosa de algunos reyes humillados, sino por lacoalición de todos los siglos, y por el reflujo de la Revolución francesa que se retirabade él, habiéndole llevado hasta las cumbres.

Los testimonios históricos son bastante claros. Configurador y Regulador de estaRevolución que cambió la faz del mundo, Napoleón tuvo contra sí, necesariamente,todas las Tradiciones anteriores. Todas las cosas del Pasado debieron naturalmente

 precipitarse hacia él y sobre él, como innúmeros torrentes atraídos por un abismo único.En vano trató de moldearlos, desplazando todas las fronteras, tratando de fabricar 

nuevos reyes y nuevos pueblos, fechando de por sí, una era nueva.Las cosas le obedecieron menos que los hombres, y es para confundir el

 pensamiento, decirse que hubo un alma, una sola alma de orgullo, de amor y desufrimiento, como los otros, para llevar ésta, un alma en extremo desmesurada, peroabsolutamente única por destino, en la cual fue necesario que se concentrara el esfuerzode la resistencia continua a todas las almas, yeguas pérfidas o salvajes que eraindispensable domar siempre.

A riesgo de parecer paradojal, me atrevo a pronunciar la palabra desinterés. ¿Cuál podía ser, en efecto, el interés o los intereses de un hombre llegado a una situación tan prodigiosa? ¿Qué ambición hubiera podido albergar sino la de ser o la de mantenerse talcomo era, lo que debía haber sido siempre, aun en el limbo de sus destinos, porque el

 porvenir, en el sentido ordinario, es una palabra sin acepción, cuando se habla de tales parangones de humanidad? En la cima de todo, a la edad de treinta y ocho años,satisfecho de todo cuanto puede hacer palpitar, no le quedaba sino hacerse adorar comoun rey pagano, si su poder inusitado hubiera prevalecido sobre la gota del agua

 bautismal.¡El desinterés de Napoleón! ¿Quién piensa, pues, en ello? Fue a su medida, sin

embargo, y completamente desmesurado, no precisamente por desprecio o saciedad,sino porque no tuvo tiempo de buscar o aun de considerar lo que hubiera podido serle

 provechoso. Él tuvo el desinterés del verdadero soldado que ejecuta una consigna peligrosa, sin ser sostenido ni siquiera por el pensamiento de que su obediencia pudiera

 parecer heroica. No sabiendo él mismo dónde lo llevaba una Voluntad misteriosa, cuyas exigenciasni pensaba discutir, y reservándose la responsabilidad total, tan grave como no la haasumido ningún mortal, le pareció simple exigir el desinterés absoluto de millones decriaturas que él colmaba de gloria, no teniendo otra cosa que darles; pero adivinandomuy bien que esos instrumentos inferiores de la Fuerza irresistible, cuyo impulsosoportaba, iban como él, y al mismo paso, hacia el inevitable cumplimiento de unDesignio oculto hasta para la comprensión de su genio.

 Nunca se repetirá lo bastante; todo estaba contra él, todas las almas contra su solaalma. No solamente las almas de los contemporáneos tan violentamente comprimidas

 por él, sino las almas de antes, las almas siempre vivas de antiguos muertos, que habían

ido colmando, gota a gota, durante siglos, las Siete Copas de la Cólera que él seencargara de presentar al mundo, y todavía las almas venideras, sobre las cuales esas

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espantosas Copas serían inevitablemente derramadas, porque él, como ya lo he dicho,no era más que un Precursor.

Todas, pues, debían estar contra él, lo mismo que los criminales contra el ejecutor de sus propias obras, y también, en virtud de ese instinto universal de la humanidad enel estado decadente, que no perdona a los Superiores.

Es, pues, razonable, pensar que Napoleón, aun en los días de sus triunfos másrotundos, fue un hombre secreta pero profundamente desdichado, puesto que lafelicidad, o lo que se quiere designar como felicidad, en ésta vida, no es más que unacombinación, ilusoria por otra parte, de satisfacciones mediocres y gangas adventiciasque no pueden convenir a un gran hombre, y, sobre todo, al más grande de los hombres.

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II

 Las otras almasSu número es infinito y desalienta pensar en ello. Las otras almas, es el género

humano todo entero. Pues tal es el deslumbramiento procurado, no por el ensueño, sino por el pensamiento. Napoleón de una parte y el mundo en la otra.

Me parece haber vivido en esa época, aun no olvidada, del año VI, en queBonaparte traía a París la ratificación, ¡cuán inútil! del tratado de Campo-Formio. Esofue la primavera del delirio, el principio de la fascinación universal. Uno se mataba paraver de más cerca al joven general, con presencia de héroe de la antigüedad, y sólocomparable a imaginarios vencedores, que a los veintiocho años de edad venía de hacer arrodillar ante sí, a los clásicos ejércitos de Austria, victoriosos -no hacía un siglo

todavía- de Luis XIV. La atmósfera humeante de gloria, en este gran pueblo, era casiirrespirable.

Desde ese momento, el dominador debió sentir su poderío y juzgar a suscontemporáneos. A no dudar, había debido ver cuán fácil era, con sus dotes, hollar loque había de más grande, lo que se creía, por siglos, lo más grande. Entonces,necesariamente debió comenzar, para él, y ya contra él, el espectáculo desconocidohasta ese momento, de la avalancha furiosa de todas las almas que habitaban o habíanhabitado cuerpos desde mucho tiempo o desde siempre.

Sin remontamos al Diluvio, hubo, al menos, un Enrique IV, el rey gascón, destructor de la Unidad católica en Francia y absurdamente ambicioso de una hegemonía europea,que no permitió la providencial puñalada de Ravaillac. Este charlatán potentado11, queno ha podido dejar al pueblo más que el recuerdo de sus liviandades, había osado decir,sintiéndose amenazado: “Vosotros no me conocéis; cuando me hayáis perdido,reconoceréis lo que valía yo, y la diferencia que existe entre los demás hombres y yo”.Él estaba persuadido de ello, sin duda alguna, y más que él su nieto.

El protocolar Luis XIV, jefe supremo de la oficina de las monarquías y uno de losmás mediocres presumidos que jamás haya sido visto, no juzgándose “distinto demuchos soles, nec pluribus impar”, exigió simplemente que uno encegueciera o seidiotizara mirándole. El cenagoso Luis XV, muy digno de su antecesor, inmediatamentea su muerte, ¡oh Juvenal!, debió ser puesto en el ataúd, mediante el espantoso uso de undesagotador de pozos negros, y éste es el rasgo más característico de su reinado.

En fin, Luis XVI, la Nada real neumática y automática, matador de golondrinas ycerrajero; capaz, a lo sumo, y según Thiébault12, de matar perrillos a golpes de bastón, yreír interminablemente de esta simple ocupación; excelente objeto para la guillotina, ytesoro inapreciable para los dípticos del martirologio de los imbéciles.

Dase por entendido que estos personajes, con todos sus prójimos, sus amigos, susministros, sus mujeres o sus queridas, tenían almas. Lo mismo es necesario decir decada uno de los grandes bufones de la Revolución, yendo de Mirabeau al verduscoRobespierre.

Y cuando Napoleón ha dejado de barrer el espacio bajo el cielo, aquello se continúainnoblemente con el saco de excrementos que se ha llamado Luis XVIII, y su imbécil

11 Extraña traducción, pues el original de Bloy reza así: Ce hâbleur de la «poule au pot», es decir, «estefanfarrón del “guiso de gallina”»12 Paul Charles de Thiébault (1769-1846), general en 1801, luego general de división y barón (1813).

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segundogénito Carlos X, fratricidas los dos, y suplantadores repugnantes de su sobrino,el infortunado Luis XVII, tan incapaces uno y otro de un gesto de inteligencia superior,como de un impulso de arrojo o de bondad magnánima.

 No acabaría de prostituirse la imaginación si fuera necesario hablar de Luis Felipe,del capitular de Sedán, de los Presidentes de nuestra sucia13 República, y, sobre todo, del

Monstruo que ya se oye golpear en los vidrios de la posada. .He dicho que Napoleón está precisamente en el centro de este inmenso torbellino,no pudiendo hallarse en otra parte, a causa de la exorbitante magnitud de su alma. A esaaltura del pensamiento que trato de alcanzar, claro está que las nociones de tiempo o deespacio no existen más.

La historia entera se hace sinóptica y simultánea, al extremo de que es posibleyuxtaponer y anexar estrechamente, ante los ojos, los acontecimientos más dispares olos más distantes. La duración es una ilusión consecutiva a la invalidez de la naturalezahumana decadente. “Todo hombre es la suma de su raza”, ha dicho profundamente unfilósofo14. Todo grande hombre es una suma de almas.

En una época remota, y relativamente oscura, hubo un momento en que todo lo que

se llama el Pasado, estaba en la necesidad de llegar hasta Carlomagno. De igual modo,hace cien años, fue menester que todo, con Carlomagno a la cabeza, se precipitara sobre

 Napoleón, y ese conflicto es, sin duda, el más extraordinario de los prodigios. Esinevitable, pues, afirmar que Napoleón es el Jefe soberano de todas las voluntades,anteriores, contemporáneas o posteriores, y que centraliza en la suya la totalidad de lasalmas.

En este sentido, y tras el desfalco ideal de la apariencia cronológica, puede decirsesin eufemismos que Luis XIV, por ejemplo, no tuvo deferencia hacia Napoleónhaciendo un rey de España, de su duque de Anjou, luego de haberle escandalosamentedesobedecido, firmando el deplorable tratado de Ryswick. Y aún, ¡cuántas otras cosas!La inercia de ese miserable sultán cristiano después de Steinkerque, cuando le era

 posible aplastar a Guillermo de Orange; el salvaje y estéril incendio del Palatinado; latorpe expulsión de dos o trescientos mil calvinistas, que le hubiera sido fácil y tanrefrescante hacer matar; el aún más torpe bombardeo de Argel y de Túnez, sin lograr laconquista, y la infructuosa paz de Nimega, ocasión brindada a los burgueses de París,

 para disfrazar al triunfador en peluca, con el sobrenombre el Grande, en el mismoinstante en que esta treta política, desprestigiando a Francia, preparabasimultáneamente, para fines del siglo siguiente, las futuras coaliciones y el triunfodefinitivo de Inglaterra.

En suma, Napoleón le debía la derrota de Trafalgar, la angustia de Austerlitz, elduelo de Eylau, la ilusión de Tilsitt, la deshonrosa estafa de Bayona y el atroz sinsabor 

que fue su consecuencia, el terrible peligro de Essling, el Matrimonio insensato, el finde su poderío en Rusia, la vorágine de 1813, y el desastre final de Waterloo.Ciertamente él es deudor de todo ello y de su mortal Cautiverio, del sol ridículo de

Luis XIV, de la luna pálida y obscena de Luis XV, deudor de la necedad confusa de LuisXVI, y, en fin, del rabioso Comité de Salud Pública, tendiente a desbordar todas lasfronteras, sin freno posible. Heredero y ejecutor testamentario de todas esas almascenagosas o trágicas, debió ir hasta Moscú para defender las barreras de París, y esto fuela catástrofe.

A sus ojos, inmediatamente, ¿cuáles fueron las almas? Todos pensarán naturalmenteen Talleyrand, en Fouché, en Bernadotte, para el cual todos los oprobios son pocos. Perohubo sus perras mujeres, sus hermanos y sus hermanas, todos los que él había hecho

13 “Salope”, en el texto original: puerca, en el sentido de mujerzuela, ramera.14 Antoine Blanc de Saint-Bonnet, filósofo católico legitimista (1815-1880).

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grandes, la majada infinita de funcionarios que él había colmado de beneficios, la propianación, por él exaltada a la real corona del mundo. Luego, en el futuro crepuscular, todocuanto sabemos, ¡ay!... Entonces, uno se pregunta si es posible concebir un destino mástorturante.

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III

 La angustiaEl momento más difícil de toda la vida de Napoleón, parece haber sido el 18

Brumario, o más exactamente, el día siguiente, cuando se consumó ese famoso golpe deEstado, luego que Napoleón, espantosamente sacudido por los jacobinos del Consejo delos Quinientos, y escapado de sus manos por algunos de sus granaderos, hubo al finviolado la fortuna expulsando a la Asamblea.

Es indudable que hubo para él otros crueles instantes, muchos más de los que podríasuponerse. Pero aquí comenzaba su ruta de emperador.

Por primera vez debió extender la mano hacia el Globo simbólico, y se vio en tranceinminente de morir, en forma harto ignominiosa. Aturdió sus oídos el clamor jacobino

de ¡Fuera de la ley!, equivalente a Crucifixión.Había sentido sobre él los puños brutales del populacho, y creyó desvanecer de asco

y de horror. “El pequeño César, frágil, nervioso, impresionable, dice Vandal, quesiempre tuvo horror al contacto material de las multitudes, experimenta un desmayofísico. Su pecho se oprime, su vista se turba, y sólo tiene una confusa e indistinta

 percepción de las cosas”.Con frecuencia ha dicho de su desprecio por las asambleas deliberantes; no tenia

 práctica en tales asambleas, y así lo hizo ver con toda claridad en tal ocasión. Cuando sele arrebató del medio de la canalla y volvió a verse entre sus soldados, recuperose enseguida, comprendió su verdadera misión, y esto fue como el rayo. Pero la angustiahabía sido plenaria, y de aquello debió acordarse hasta su muerte.

Mucho se ha dicho que la vida es un sueño, y es bien conocido el poder casisobrenatural de las impresiones que el alma recibe en los sueños. ¿Qué pensar del sueñonapoleónico que duró veinte años, de Vendimiario a Waterloo? ¡El sueño de un hombresemejante, sus efectos en una alma como la de él, y la angustia siempre renovada en talsueño!

Hay dibujos populares que muestran a Napoleón durmiendo, la víspera deAusterlitz, o sea teniendo su admirable ejército y su joven imperio en el borde mismo deun despeñadero, y cuando la menor falta hubiera sido el desastre irremisible, condoscientos mil prusianos preparándose a caerle encima, y aun en el caso de una victoriaque no hubiera sido un triunfo.

Esas pobres imágenes son extrañamente significativas. Él dormía bajo su “estrella”, pero, ¿quién podría asegurar que ese sueño era el reposo de su alma, en aquel -ingenuoaunque grande- hombre de ingenio? Ya había tenido muchas y trágicas horas deincertidumbre en Boulogne, en Marengo, en Verona, en Rívoli, en las Pirámides, en SanJuan de Acre, y esto debía durar hasta el fin. Solo en todas partes, es decir, no teniendomás que un teniente que fue su igual, y siempre forzado a hacer ciento cincuenta milsoldados, por la adición de su persona, de cincuenta mil combatientes, ¡cuál no debía ser su secreta angustia, a cada uno de sus pasos gloriosos!

Las imágenes no dicen si dormía en vísperas de todas sus batallas, pero la leyenda popular lo daba a entender y esa leyenda tenía razón, al menos, en su alcance alegórico. Napoleón era un durmiente sublime, un vencedor sonámbulo, a quien el sufrimiento de

los otros, y el propio sufrimiento, hacían gritar durante su sueño, y cuyos gritos llevaban

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el espanto a las extremidades del mundo. La única vez que despertó sin su espada, fueen ocasión de comparecer ante Dios...

¡Qué abismo de meditación, si uno da en pensar que este hombre de guerra,inmenso, jamás pudo obtener una victoria definitiva, que luego de Austerlitz, fuenecesario Iena, Eylau, Friedland, y que en seguida de Wagram fue menester alcanzar 

este dilema terrible planteado por el destino, o vencer inútilmente a Moscú, o ser aplastado en otras partes por la coalición de todos los pueblos!Que hagas esto o lo otro, tu ruina es inevitable, y nada puedes hacer para evitarla.

Estás encadenado en el dormir, en la tortura o la voluptuosidad de los sueños. UnaVoluntad superior, y absolutamente infalible ha decidido que tú serás el espectador inquieto de tu propia existencia incomparable...

El sublime Tauler 15 decía en tiempos pasados que el cielo está en el alma humana, yque place a Dios residir allí. “También los malos llevan el cielo en ellos, pero no

 podrían entrar en él. y éste es el suplicio más cruento de los condenados: saber quetienen en sí al cielo y a Dios, sin poder nunca gozar de Dios ni del cielo”.

Yo no creo en modo alguno, que Napoleón haya sido un malvado, y menos todavía,

que sea un condenado, tal como lo afirman con necio énfasis, los devotos imbéciles o prostituídos de la Restauración. Yo no concibo el Paraíso sin mi Emperador.

Basta ver en él un hombre excesivamente superior a los demás, aunque, al mismotiempo, sujeto como los otros, a la ley del destierro. Nada puede reintegrar el cielo o elParaíso terrenal de su alma, de donde lo expulsara la original Desobediencia. Seríamenester poder ligar todos sus sentidos y dejados a la puerta, milagro infinitamenteraro, obtenido solamente por los santos que la Iglesia pone sobre sus altares. Sinembargo, algo así es lo que ocurre a veces durante el sueño, y por ello las impresionesde alegría, de dolor o de terror adquieren entonces una energía que es imposible volver ahallar o comprender, cuando el despertar ha desentumecido el dragón de los sentidos.

Se dice que toda la vida de Napoleón fue un sueño; espanta el sólo pensar en laagitación sobrenatural de ese sueño de Titán. Entonces todas sus batallas hubierantenido lugar en su alma, y las hubiera mirado u oído de lejos, en una angustia infinita,como un prodigioso poema que hubiera concebido Uno más grande y más temible queél.

Pensad, ahora, que él tuvo, entre otros sueños, el de su Coronación y de suConsagración por el Vicario de Jesucristo, que tuvo a toda Europa estremecida yconvulsionada bajo la bota de sus infantes, bajo las herraduras de su caballeríainnumerable; que tuvo, después de sus victorias milagrosas, la pesadilla de los desastresinfinitos y el apocalipsis no imaginable de su Regreso y de su caída.

¡Y todo esto en el umbral de su alma! El que jamás haya mendigado, nada podrá

comprender en la historia de Napoleón.El fué, en el umbral de su alma, el Mendigo del Infinito, el Mendigo siempreansioso de su propio fin, que desconocía, ni podía comprender; el Mendigoextraordinario y colosal, pidiendo al viandante, el centavito del imperio del mundo, elfavor insigne de contemplar en él mismo el Paraíso terrenal de su propia gloria, y quemurió, en el extremo de la tierra, vacías las manos y el corazón deshecho, con el peso demuchos millones de agonías!

15 Místico alemán nacido en Estrasburgo, Juan Tauler (hacia 1300-1361) fue uno de los más célebresdiscípulos del Maestro Eckhart. Bloy lo cita en múltiples ocasiones en su Diario.

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IV

 La batalla16 

Un día pálido se eleva sobre las tristes llanuras de Polonia. Al toque de los clarinesha respondido el relincho de cuarenta mil caballos. La noche fría y negra ha gravitado

 pesadamente sobre el ejército, cuyo sueño ha debido ser interrumpido, ¡cuántas veces! por los gemidos, lejanos o próximos, de los heridos de la víspera o de la antevíspera.Estas quejas han atravesado los recuerdos o los sueños de unos y de otros, pues cadauno de esos guerreros tiene un alma que se separará probablemente de su cuerpo, entérmino de algunas horas. Es ésta una inmensa majada de almas, el rebaño de laEternidad.

Muchos, gran cantidad, sin duda alguna han vuelto a ver sus familias, sus campos,

sus pueblos, en Borgoña, en Perigord, en Normandía, en Bretaña; otros en Holanda, enAlemania, en Italia y hasta en España, porque los ejércitos del Emperador se reclutan entodas partes, exceptuadas Rusia e Inglaterra.

Diez años hace que se combate, y seguramente se combatirá durante otros diez, ynadie podría decir cuándo ni cómo terminará esto, y Napoleón menos que nadie.

Los jefes más intrépidos murmuran ya. Lo que bien se advierte, es que se tienecontra sí la Europa entera, simplemente porque uno es la Francia, alma viviente detodos los pueblos, y que es ley para la bestia humana, guerrear contra su alma.

Para los oscuros soldados, esta alma es visible en Napoleón, y tanto que si él llegaraa morir, ello significaría el fin de Francia y del mundo. ¿Hay algo más trágico, yo me

 pregunto, que las lágrimas de ese pobre granadero llorando a orillas del Berezina por haberlo visto marchar en medio de los espectros de su vieja guardia? “En verdad, yo nosé si duermo o si estoy despierto. Lloro de haber visto a nuestro Emperador andar a pie,con el bastón en la mano, ¡él, tan grande, y que tanto nos enorgullece!”

Pero no ha llegado ese momento. La humillación de los pueblos no ha sido todavíasuficientemente fecundada, y será menester nuevas victorias para alumbrar losdesastres.

Entretanto, he aquí el estruendo preliminar de la artillería, la voz grandiosa de loscañones. El Gran Ejército se distiende, alargando sus poderosos miembros, bostezandoante la muerte. Para acabar de despertado, el viento helado le arroja nieve a la cara.Helo ahí de pie, trémulo de frío y estremecido, en los valles, sobre las colinas, sobre los

lagos helados, entre los bosques.Hay acá y allá, sobre el tablero de lo Infalible, las temibles fieras de que dispone:Davout, Augereau, Ney, que no conoce la fatiga ni el miedo; Murat, el destripador de

 batallones, el Aquiles de todos los combates; el sublime Lannes, el terrible coraceroHautpol, los generales de epopeya Saint-Hilaire, Friant, Gudin, Morand, y otroscincuenta. Rápidos y exactos como ángeles de guerra, ejecutan las últimas órdenes de suamo, y la carnicería tiene comienzo.

Es menester que haya esta tarde, y por lo menos, veinte mil muertos y treinta milheridos, y no hay, pues, tiempo que perder: pues Dios ha hecho la Jornada del Hombre

 para que éste la colme de obras buenas o malas, y en las inmediaciones del Polo, el día,en febrero, no tiene ocho horas.

16 En una carta a René Martineau, en julio de 1912, Bloy dice que este capítulo “es una de mis mejorescosas”.

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Es indispensable haber sido testigo de uno de esos conflictos de multitudes parasaber cuánto de sueño tiene la vida. He ahí toda una división segada por la metralla.¿Qué importa, y quién tendría tiempo para llorar? Treinta escuadrones impulsados por las Furias la pisotean para sablear un poco más allá, a los artilleros y a los infantes,antes de caer ellos mismos en la luminosa noche de los muertos. Luego, la batalla tiene

incesantes flujos y reflujos, sístole y diástole de ejércitos en lucha. Una posiciónconquistada mediante grandes esfuerzos, es perdida y vuelve a ser reconquistada,¡cuántas veces! Una carga heroica, supuestamente decisiva, es contenida por un ciclónde fuego; la caballería semidestruida es llevada sobre la infantería que la protegerácomo pueda, teniendo ésta, a veces, una imperiosa necesidad de ser a su vez; protegida.Pero aumenta el número de cadáveres, y las almas salidas de la tumba de sus cuerpos,las pobres almas, antes tenebrosas, sabiendo al fin por qué y para qué han combatido tansalvajemente, han ido a planear, invisibles, allá, sobre el otero imperial, alrededor delSeñor visible, que las aparta con la mano como a importunos pensamientos...

Porque todavía no ha decidido la victoria, y ésta le es necesaria. La victoria es suRequiem, el reposo de su propia alma en este mundo en tinieblas. Ella es su pan y su

vino, es su hogar y su luz. ¿Ha sido, pues, creado para otra cosa que para la victoria?Cuando uno de sus cuerpos llega a retroceder, es como si él fuera físicamente rechazado

 por la grupa de los caballos, por el empuje de las multitudes. Pero su rostro, impasiblecomo el bronce, nada trasluce de su tormento. Quizás tamo poco sufra, tanto es fuerte sucorazón, tan grande es la impavidez de su genio. A no dudar, sufrirá más tarde.

En ese momento él parece feliz, siente su fuerza. Se sabe tutor de los abortos de laFortuna, tiene arcos de triunfo para la Incertidumbre y hasta para eventuales desastres,completamente seguro de hallar siempre, en el fondo de sí mismo, algún recursoimprevisto y fulminante que le hará más poderoso.

Entonces mira una vez más su campo de batalla y, tranquilamente, “hace tres pasos,como los Dioses”. De todas sus combinaciones profundas, ineficaces hasta el momento,

 brota de pronto una Maniobra que hace pensar en Hércules niño, salpicando todo elcielo con la leche de la esposa de Júpiter.

Murat acaba de pasar como un torrente, aplastando toda Europa, en una media hora,sobre cuatro kilómetros cuadrados, y Napoleón no tiene sino algunas etapas de sussoldados para convertirse en el Emperador de Occidente.

“La suerte de una batalla, decía él en Santa Elena, es el resultado de un instante, deun pensamiento. Uno se acerca con combinaciones diversas, se adentra, se bate ciertotiempo; el momento decisivo se presenta, una chispa moral pronuncia y la más pequeñareserva, realiza”.

Él ha confesado que estuvo muy profundamente emocionado ante el espectáculo de

los campos de Eylau, tan enrojecidos de sangre, que la nieve debió teñirse en ella,durante todo el invierno. No es posible dudar de esa emoción, cuando se ha estudiado a Napoleón. Es más hombre que los otros, en razón de su superioridad infinita. Pero esamisma superioridad lo “adhiere al borde” de una impasibilidad necesaria a su prestigio.

“Una particularidad, dice Thiers, golpeó todos los ojos. Sea pensando en retornar alas cosas del pasado, sea también la economía, había querido devolverse el uniforme

 blanco a las tropas. Habíase ensayado sobre algunos regimientos, pero la vista de lasangre sobre la vestimenta blanca, decidió la cuestión”. Napoleón, lleno de repugnanciay de horror, declaró que no quería más que uniformes azules, costaren lo que fuere”.

 No pudo, a pesar de todo, impedirse delatar, en esa oportunidad, los sacudimientosde su corazón, en uno de esos boletines lapidarios y fatídicos con los que zarandeaba al

mundo.

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Para el que ve en lo Absoluto, la guerra no tiene sentido si no es de exterminio, y elfuturo inmediato nos lo mostrará. Es necedad o hipocresía hacer prisioneros.Seguramente Napoleón no fue tonto ni hipócrita, pero el pretendido verdugo era unsentimental, siempre dispuesto a la clemencia, -un magnánimo que, a pesar de todo,creía en la magnanimidad de los demás, y bien se sabe cuánto le costó esta

incomprensible ilusión.En Austerlitz, deja en libertad a Alejandro, pudiendo hacerle su prisionero; despuésde Iena, deja el trono a la casa de Prusia abatida; tras de Wagram, desdeña fraccionar lamonarquía austriaca, etc. ¡Por último, en Rochefort, él se confía a la generosidad deInglaterra! El sabía los horrores de los pontones; hubiérale sido fácil usar de represalias,enviando a presidio, no a pobres marineros y soldados, sino a toda una alta clase de lacolectividad inglesa detenida en Francia en ocasión de la ruptura de la paz de Amiens,expediente terrible y que hubiera sido probablemente más eficaz que el bloqueocontinental.

Más tarde había de reprocharse no haberlo hecho así acusándose de falta decarácter...

 No era, pues, el monstruo que hubiera hecho falta para la guerra total, apocalíptica,con todas sus consecuencias, el abismo de guerra invocado por el abismo de torpezas, y,evidentemente, no habría de ser el precursor de ese demonio.

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V

 El globoEn su bella obra Napoleón y Alejandro I, Vandal, describiendo el ceremonial

napoleónico en Dresde, en 1812, escribió esto:“En la noche, los soberanos se reunían para cenar, lo que tenía lugar en casa del

Emperador de los franceses. Poco antes se congregaban en sus apartamentos. Allí, sihemos de creer en una tradición, Napoleón afectaba, en su manera de hacer, y dehacerse anunciar, una simplicidad grandiosa, que lo aislaba de todos los poderosos queacudían a su llamado, y lo sobreponía a ellos. Sus invitados eran anunciados por sustítulos y sus cualidades. Primero eran Excelencias y Altezas innumerables, Altezas detodo lugar y de todo origen, antiguas o recientes, Reales o Serenísimas - después las

Majestades: Sus Majestades el Rey y la Reina de Sajonia, sus Majestades Imperiales yReales Apostólicas, Su Majestad la Emperatriz de los franceses, Reina de Italia. Cuandotodos esos llamados sonoros habían resonado a través de los salones, la augustaasamblea se hallaba completa, y el Señor podía venir. Entonces, tras un breve lapso, la

 puerta se abría nuevamente, de par en par, y el húsar decía simplemente: ¡elEMPERADOR!”

Veintiocho años más tarde, en el Hospital de Inválidos, aguardábanse los despojostraídos de Santa Elena. Ninguna majestad ni alteza había sido anunciada. ¿Para quéhabrían ellas de venir, no teniendo ya nada que mendigar ni que esperar de ese Muerto,víctima, otrora, de su cobardía o de su perfidia?

Por otra parte, desde el 5 de mayo de 1821, su Europa estaba irreconocible. Losinfames y ridículos Borbones, llamados de la Rama primogénita, suplantadores de sugloria, habían sido arrojados. Los portacoronas que fueron sus contemporáneos o susdomésticos se pudrían en o bajo la tierra, y nada había sucedido en el mundo que fueradigno de alguna atención. Los restos cada vez más raros de su Gran Ejército, estabaninseguros de su fin, y asíanse fuertemente a la esperanza de otro retorno.

 No es posible prescindir absolutamente de la Belleza, y verdaderamente es innobleen demasía, subsistir en los legítimos o ilegítimos desperdicios barridos de toda Europasobre la pobre Francia, a partir de 1815. De todo el ceremonial de 1812, quitado lotransitorio, no quedaba más que esto:

La puerta, cerrada algún tiempo sobre una multitud anhelante y silenciosa, abrióse

totalmente, y la voz grave de un veterano de Wagram o de Moscú dejó oír esta simple palabra: ¡el EMPERADOR! Se ha dicho que muchas personas desvaneciéronse deentusiasmo, viendo entrar el sarcófago.

Me parece que esto es más grande que Dresde, y que este último triunfo esincomparable. Lo que volvía a la sazón, no eran solamente las reliquias infinitamente

 preciosas de un hombre cuya grandeza pareciera igualar la de un santo: era el Globoimperial en la mano del Amo, que había sido el alma de Francia, más que ningún otrohéroe o príncipe, en cualquier tiempo de la historia.

Ya he dicho más arriba que tal era el sentimiento profundo de sus soldados. Cuandoellos morían exclamando “¡Viva el Emperador!” creían verdaderamente morir por Francia, y no se equivocaban. Morían exclusivamente por Francia; daban su vida como

 jamás se ha hecho, no por un territorio geográfico, sino por un Jefe adorado que, a susojos, era la Patria misma, la patria ilimitada, resplandeciente, tan sublime como el

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inmenso valle de los cielos, y del cual ningún sabio hubiera podido designarle susfronteras. Esto era, la India, la inmensa Asia, Oriente luego de Occidente, el globorealmente del Imperio universal en las garras terribles del Pájaro romano domesticado

 por su Emperador, y su Emperador era la Francia -equívoca, enigmática, indeterminableantes de su aparición-, desde entonces precisa en su majestad, irradiante y clara como el

día, la joven Francia de Dios, la Francia del buen pan y del buen vino, la Francia de lagloria, de la inmolación, de la generosidad heroica, de la grandeza sin límites, de todaslas letanías del corazón y del pensamiento.

Stat Crux dum Volvitur orbis. Esto era, exactamente, habiendo Napoleón replantadosobre ese viejo globo, ahora suyo, la Cruz abatida. Volvitur. ¿Dónde no había pisado él,después de Carlomagno? ¿Cuántos no habían creído tenerle entre sus manos llenas de

 polvo?Después de Luis IV, llamado el Niño, que fue en Alemania el último carolingio,

había tenido la ilustrísima Casa de Sajonia, los tres Ottón magnánimos y Enrique elSanto, flor de la Edad Media en su primavera, luego la baraúnda de las Casas deFranconia y de Suavia. Hubo jefes de lo que se llamó el Santo Imperio Romano,

venidos de Holanda, de Cornwailles, de Castilla mismo, de Nassau, de Austria, deMoravia, de Luxemburgo y de Baviera. Hubo, en fin, los Habsburgos, a los que

 Napoleón debía arrancar ese magnífico símbolo de dominación, por ellos degenerado enemblema de impotencia o de torpeza.

¿Qué podía significar, por otra parte, en manos gibelinas de esos alemanes, elsimulacro venerado de la omnipotencia cristiana de los Constantinos y los Teodosios?

Era preciso un Napoleón, para restituido en su persona, al Mundo Latino, tantotiempo en desgracia.

En su persona y para siempre. El Globo imperial está para siempre en la granTumba de los Inválidos, donde no hay lugar más que para un muerto solo. Nadie vendráaquí a capturarle, así viniere a la cabeza de diez millones de hombres.

“El desierto, dice Las Cases, había tenido siempre para el Emperador, una particular atracción... Complacíase en hacer observar que Napoleón quiere decir León deldesierto”. ¿En qué idioma? Lo ignoro. Pero es muy cierto que ese espejismo de suimaginación, es una realidad profunda. Él mismo era el desierto, haciendo en derredor suyo, vivo o muerto, un desierto tan vasto, que los hombres de toda la tierra no podríanllenarlo, y en su conjunto, nada significarían, bajo las miradas de Dios y en el silenciodel espacio.

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VI

 Las abejasEl 27 de mayo de 1653, cerca de Tournai, en esa parte de los Países Bajos que

Francia desde hacía mucho tiempo codiciaba de España, descubriose la auténticasepultura de Childerico I. Los magistrados tuvieron serias dificultades para tomar 

 posesión de los objetos, parte de los cuales ya había sido robada por los asistentes. Delas doscientas joyas raras que habían sido observadas en ocasión de las excavaciones,solo quedaban unas treinta. Ellas eran abejas de oro, de alas guarnecidas de un vidriorojo. El anillito de metal que algunas conservaban, indicaba que debieron ser pegadas auna tela. Un sabio declaró que habían adornado un manto real, sosteniendo que lasflores de lis del blasón de Francia, no serían sino una deformación de esas abejas.

Supuestamente, Napoleón, que se complacía en hablar de sus más remotos antecesores,y que el día de la distribución de las águilas en Boulogne quiso sentarse sobre el tronode Dagoberto, habíase interesado por las reliquias de Childerico. Por orden suya, lasabejas de la tumba de Tournai fueron imitadas para reemplazar sobre el Manto de laConsagración imperial, el sembrado de flores de lis que había decorado el manto de losreyes capetos. Singular fortuna de este ornamento merovingio17.

Después de mil cuatrocientos años, no es mucho lo que pueda decirse de ese padrede Clovis que fuera Childerico I. Todo lo que de él se sabe es que escandalizó a losfrancos “por su lujuria”, lo que no debió ser fácil, y que esos castos bárbaros,habiéndole expulsado por algún tiempo le sustituyeron con el general romano Egidius.Sábese también, según el buen San Gregorio de Tours, que la Reina Basina casó con él“por su mérito y su gran bravura”.

Dagoberto es sin duda más interesante, y se llega a comprender que Napoleón hayatenido el deseo de sentarse sobre el trono milenario e incómodo de ese gran merovingio.Pero Childerico tenía, a sus ojos, el haber sido casi el rey más antiguo de Francia ytambién, haber sido hallado en su tumba con abejas de oro empolvadas de antigüedad.Tenía asimismo esto, con mucha certeza, que las abejas debían armonizar con su almalatina, mucho más virgiliana, en el fondo, que corneliana, a pesar de su gusto decidido

 por la tapicería trágica.San Bernardo, según creo, comparaba, con más satisfacción que profundidad, a

Jesucristo, en cuanto rey, con una abeja “teniendo la miel de la misericordia, y el dardo

de la justicia”.Pero San Bernardo no previó a Napoleón, y seguramente Napoleón jamás leyó aSan Bernardo. La célebre parábola del león de Sansón, de mediocre repercusión en lafábula de los toros de Aristea, íbale mejor, y pienso que le era menos ignorada18.

Sea como fuere, las abejas del hijo de Meroveo le agradaron, y las llevó sobre sushombros, a través del mundo en llamas, hasta el día en que esas moscas, irritadasfinalmente, contra su amo, y tan traicioneras como los hombres, claváronle susaguijones.

17 Revista Napoleónica, enero-febrero 1912.18 El episodio de Sansón que halla en el hocico del león muerto un rayo de miel es bien conocido; es en

las Geórgicas de Virgilio donde se cuenta la leyenda según la cual abejas habrían nacido de los torosinmolados por Aristeo. Hijo de Apolo y de la ninfa Cirena, recordemos que éste enseñó a los hombres aadiestrar a las abejas.

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Ellas murieron, verdad es, al mismo tiempo que él, y la misma experiencia tentada por su sobrino, treinta años más tarde, no pareció menos funesta.

Porque hay un peligro terrible en tocar los símbolos. “Adivina, o te devoro”, parecen decir, como la Esfinge a los viajeros bastante osados para aventurarse sobre elcamino a Tebas, capital enigmática de la Beocia. Es ésta una ruta que debe evitarse,

cuando no se está como el primer Napoleón, irresistiblemente llevado.Líbreme Dios de intentar una explicación cualquiera. Las abejas del manto imperialson tan misteriosas para mí, como debieron de serlo para el polvoriento Childerico y

 para Napoleón mismo, tan completamente indescifrables, como los enigmas deSalomón, o las parábolas del Evangelio.

Baste esperar con certeza que sepamos un día, lo que ellos fueron en el destino delgran Imperio y en la de nuestro viejo mundo, que no cesa de bajar a las tinieblas desdeque ha desaparecido él.

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VII

 El escabel “La tierra es un hombre”, ha dicho no sé qué filósofo místico. Esta extraña frase

acude a mi memoria de pronto, pensando, una vez más, en el Globo imperial, que veosiempre acudir desde el fondo de los siglos, para instalarse, por último, en la mano de

 Napoleón.Este globo, naturalmente, representa la esfera terrestre, imagen invertida de la esfera

celeste, de la cual parece no ser sino un punto absolutamente imperceptible.Pero, tanto el Espacio como la Cantidad, no son más que una ilusión en nuestro

espíritu. El número no es más que la multiplicación indefinida de la Unidad primordial,y nada más. Es, pues, probable, y aún cierto, que la minúscula tierra, tan extensa para

los pobres humanos forzados a recorrerla, es, en realidad, más grande que todo, puestoque Dios se ha encarnado en ella, para salvar hasta a los astrónomos.

Esa Encarnación no es solamente un Misterio, tal como se la enseña; es centro detodos los misterios. Omnia in IPSA constant. Cuando se lee que el Hijo de Dios, suVerbo, “ha sido hecho carne”, es exactamente como si se leyera que ha sido hechotierra, puesto que tierra es la sustancia de la carne del hombre. Pero Dios, asumiendo lanaturaleza humana ha operado necesariamente, según su naturaleza divina, es decir, deuna manera absoluta, haciéndose así más hombre que todos los hombres formados detierra, haciéndose él mismo la Tierra, en el sentido más misterioso, más profundo.

Cuando uno nombra la tierra, es, pues, al Hijo de Dios, a Cristo-Jesús mismo aquien uno nombra, y es para desalentar toda constancia exegética en descubrir que la

 palabra tierra está escrita mucho más de dos mil veces en la Vulgata, para no decir de la palabra humus, invocador y sinónimo de horno, que allí puede leerse exactamentecuarenta y cinco veces.

Plenos de estos pensamientos, abrid el Libro Santo, y tendréis como eldesgarramiento del velo del Abismo. En seguida seréis testigos azorados de losesponsales del Arrobamiento y del Espanto. No podréis ni os atreveréis a hablar más.

 No os atreveréis más a escupir sobre la tierra que es la Faz de Jesucristo, porquesentiréis que esto es verdaderamente así.

Cuando leáis, por ejemplo, en San Juan, que Jesús “escribió con el dedo sobre latierra”, en presencia de los Escribas y Fariseos, acusando a su propia Esposa, la Iglesia

 por la cual debía morir, de haber sido “sorprendida en adulterio”, sentiréis quizás, conuna emoción desconocida, que ese Redentor escribió sobre su propia Faz, con el mismodedo con que había curado a los ciegos y a los sordos, la condena silenciosa de losimplacab1es y de los imbéciles. “El que ha salido de la tierra, es de tierra y habla de latierra”, había dicho su Precursor, y por ello el Maestro se expresó siempre en parábolasy en metáforas. No se terminaría nunca, si con mano temblorosa y el corazón palpitantecomo las campanas de la Epifanía, debieran desarrollarse todas esas concordancias delTexto santo.

Entonces, un respeto sin límites sería debido a esta tierra milagrosa,inexpresab1emente manchada por todos los pueblos durante tantos siglos, y tancruelmente des honrada hoy, por las industrias avarientas que la despojan de todo su

decoro, después de haberla violado hasta en sus entrañas. Pero toda la malicia de losdemonios no insultará más de lo que ha sido insultada la Faz del Redentor.

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Por mucho que se la haya querido vender o permutar con injusticia y por los girosde la más innoble codicia, no se llegará nunca a un equivalente en la calidad de ultrajes.Por devastada que pueda ser la faz visible de la tierra, no se la despojará, sin embargo,de los tesoros escondidos de la cólera de Aquel cuya es la imagen, como tampoco seextinguirá la inmensa hoguera de su corazón.

“Cuando yo esté formado19

de tierra, dice el Maestro, atraeré todo hacia mí”. Se haquerido que esta predicción espiritual se realizara en el mundo visible, y los que fueron, por un tiempo, soberanos de ese mundo, sin saber lo que tenían en sus manos de barro, plantaron la Cruz sobre su globo para atraer todo a ellos. Ella fue la desilusión secular hasta Napoleón, que debía ser, por decreto divino, su última y más encumbrada víctima.

 Nada semejante existe ya, ni puede existir, habiendo sido a su vez devorado el únicoser en el cual todas las cosas parecieron, por un momento, tener su consistencia:

 Napoleón el Grande. Nunca rey o emperador alguno había fijado sobre la tierra unamirada tan penetrante, y tan atenta. Tal vez juzgando que ella se le parecía, con susvolcanes y sus océanos, consideró su desaliento, el horror de sus llagas, sus heridas, suscicatrices, su palidez mortal, observó hasta el comienzo de su agonía. Médico más que

temerario, intentó curada, renovar esa faz moribunda infundiéndole una vida nueva.Sólo consiguió cubrirla de sangre, y ésta era indudablemente la única cosa que tuvo quehacer, puesto que ella parece haberse beneficiado de ese terrible tratamiento. Aundespués de un siglo, ella no ha terminado de morir. Sus funerales han sidodesautorizados, pero la Cruz nueva que Napoleón le había dado, cae en el polvo, y lamisma idea del Globo se diluye, siendo discutida la esfericidad de la tierra, por sabiosque le atribuyen no sé qué otra forma geométrica.

¿Cuándo vendrá El que debe venir, y que bajo Napoleón solamente fuera presentido- por la convulsión universal de los pueblos? Vendrá, sin duda alguna, a Francia, comoestá convenido, habiendo llorado, hablando de Él, Nuestra Señora de la Misericordia enla Salette... Vendrá por Dios o contra Dios, nada de ello se sabe. Pero, seguramente seráel Hombre esperado por los buenos y por los malos. Misionero sobrenatural de alegría yde desesperación, anunciado por tantos profetas, previsto por los gritos de bestiasamedrentadas o feroces, como por el canto límpido o melancólico de los pájaros, elclamor de las simas, o la espantosa exhalación de los osarios - desde la Desobedienciadel Patriarca de la Humanidad.

Ese día se conocerá la verdadera forma de la tierra, y se sabrá por qué se llamaEscabel de los Pies del Señor.

19 Leemos en el texto original: “Quand je serai élevé de terre”, es decir, “levado”, “levantado”, o, según elsentido que le da el traductor a este término, “creado”.

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VIII

 La tiara“Nosotros queremos20 llegar hasta las propias puertas del infierno, pero, bien

entendido, para detenemos allí”. Es en estos términos como el doloroso Pío VII hablabadel Concordato de 1801, estipulación terrible adonde le había llevado la necesidad de nodejar perecer definitivamente la llama de ese último luminar del mundo que era Francia.

Hasta fue menester, tanta era la repugnancia, el ascendiente sobrenatural de Napoleón sobre ese viejo pontífice, manso y tímido, que pareció ver en él algo más queun hombre, cuyos peores tratos no lograron aminorar su afecto. Pues el poder desortilegio de ese vencedor, causa un asombro del que no es posible salir. Muy simple eraque fuese adorado de sus soldados, cuyo corazón centup1icaba, y a quienes asociaba

todos los días a la gloria más absoluta. Muy explicable era que los ministros de su poder, los innumerables funcionarios de su imperio fuesen deslumbrados por tantos prodigios como veíanle operar. Los mismos soberanos, sus adversarios o sus rivales, tana menudo vencidos y humillados, no podían escapar al sentimiento de admiración, quemanifestaban tremantes de inquietud. El salía de sí mismo para apoderarse de las almas,en millones de manos.

Pero el Vicario de Jesucristo, ¿era posible? Pontífice y Doctor supremo,infinitamente más alto que todos los hombres, no por naturaleza o cultura, sino por magisterio y ordenanza de Dios; Primado de honor y de jurisdicción en la Iglesiauniversal, Piedra fundamental y Llavero sin superior ni igual sobre la tierra; infalible ysublime juez, al que nadie podía juzgar ni deponer; ¿es verosímil que Pío VII, dignísimosucesor de tantos santos Papas, no haya podido escapar a ese prestigio? Empero, esto esexacto. Pío VII sintió por Napoleón un amor de predilección, situándole en su corazón

 por encima de otros príncipes, al extremo de arriesgar el reproche de parcialidad, practicando así un como nepotismo en favor del conquistador del universo, como sihubiera sido su hijo más mimado. Hasta cuando debió sufrir su rigor, y sufrir hasta laagonía, su ternura por el pródigo pareció aumentar. No obstante, el Emperador no pudolograr que él prevaricase, siquiera fuese en la forma, en 1813, en ocasión de ese forzadoy subrepticio concordato firmado por un septuagenario inconsciente, casi moribundo,que tornó a él, inmediatamente después; concordato de ningún valor, y que sólo persisteen la historia como una prueba de la violencia moral ejercida por Napoleón contra su

cautivo.El Papa, en 1807, antes de la ruptura había dicho: “Nosotros hemos hecho todo loque debía hacerse para que existiera una buena correspondencia y armonía: Nos estamosdispuestos a continuar en esta forma para lo venidero; con tal que se mantenga laintegridad de principios respecto de los cuales Nos somos irremovibles. Esto ya es de

 Nuestra conciencia, y sobre ello no se obtendrá nada de Nos, aun cuando se Nosdesollara, ancor chè ci scorticassero”.

Esta firmeza tan sencilla exasperó al emperador, que por un momento hízose profetaen su misma contra. Estaba amenazado de excomunión.

20 “Nous voulons bien aller jusqu’aux portes de l’enfer...”, en el texto original. La traducción nos pareceerrónea, sería más correcto emplear la expresión “estamos dispuestos a”.

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“¿Excomulgarme? -escribió el 22 de julio al virrey de Italia- ¿Pío VII piensa que lasarmas caerán de las manos de mis soldados?” Exactamente cinco años y tres mesesfueron necesarios, para alcanzar octubre de 181221.

El gran soldado quería de tal modo el imperio del mundo, que ello le había ofuscadola inteligencia al extremo de no comprender ya que hay cosas que no son exigibles, y

que a los efectos de la transgresión de una consigna, no están en el ,mismo plano, unPapa que un granadero. “El Papa reina sobre los espíritus, y yo no reino más que sobrela materia”, exclama con desesperación. “Los sacerdotes conservan el alma., y mereservan22 el cadáver”. ¡Qué relámpagos en la noche de este gran hombre, y cuán envano! Empeñábase en desconocer el punto en que debe detenerse la exigencia de lafuerza. ¿Podía acaso ignorar que en el orden natural, el exceso de actividad del poder,engendra y tropieza al cabo, una resistencia que ya no puede vencer?

Molestado sin razón alguna por los pretendidos ataques de la Santa Sede, la cual nohacía sino defenderse, Napoleón tomó el deplorable partido del secuestro. El Papa, auncuando profundamente desdichado por tener que castigar, respondió con la excomunión,que algo más tarde retractó, cuando la protección divina pareció alejarse de su enemigo,

imposibilitado de dormir, dícese, por esa formidable sentencia.Ha habido otros pontificados tan agitados como el de Pío VII, pero ninguno pudo

 proporcionar al titular una amargura tan absoluta. La cruz infligida por Napoleón eraincomparablemente más dura y más pesada que todas las otras. Esta era la cruz delgenio, del heroísmo, la cruz de una gloria militar que no había tenido nunca igual, lacruz de la grandeza humana desmesurada, ¡la cruz de toda prefiguración terrenal, la cruzde honor!

El infortunado Pontífice, abrumado antes por el peso de sus Llaves, todavía debiócargar con ese fardo. Debió soportarle quince años, y es un milagro que no hayasucumbido.

Su antecesor inmediato, Pío VI, el Papa de la Revolución, había llevado unaexistencia muy ruda, debiendo morir en el destierro, no lejos de la Salette, habiendooído desmoronarse en torno suyo, todo el viejo mundo23. Mucho tiempo antes de queestallara la revolución, ya constituía un suplicio gobernar el universo cristiano. “¡Ay!-decía Pío VII, Papa del Consulado y del Imperio- no tenemos más paz ni reposoverdaderos, que en el gobierno de católicos vasallos de infieles o de herejes. Loscatólicos de Rusia, de Inglaterra, de Prusia o de Levante, no Nos crean dificultades.Ellos piden las bulas, las directivas que creen necesarias y andan, según ellas, en laforma más apacible, siguiendo las leyes de la Iglesia. Conocéis bien cuánto nuestro

 predecesor tuvo que padecer a causa de los cambios operados por los emperadores Joséy Leopoldo. Sois testigos de los ataques de que hemos sido objeto, todos los días, por 

las cortes de España y de Nápoles. Nada es tan desdichado hoy como el SoberanoPontífice. Es el guardián de las leyes de la Religión, es su Jefe supremo; la Religión esun edificio que se quiere convulsionar al tiempo de decir que se le respeta. Créese tener necesidad de Nos para realizar incesantemente esas subversiones, y no se considera que

 Nuestra conciencia y Nuestro honor se oponen a todas esas mutaciones. Burlona y hasta

21 Para aderezar este punto, podríamos citar el Salmo 194, verso 15: Nolite tangere Christos meos, et inProphetis meis nolite malignari (“No toquéis a mis Ungidos, ni hagáis mal a mis Profetas”). En unlenguaje menos rebuscado, un proverbio francés hace también eco de esta advertencia: Qui mange duPape en meurt (“quien come Papa, muere”). Estas palabras se leen por primera vez en la Chronique destrés Chrestiens Roys de France des relations aux Papes (“Crónica de los muy Cristianos Reyes de Franciade las relaciones con los Papas”) (1463).

22 Napoleón dice “y me avientan el cadáver”, en la cita original.23 Pío VI, arrestado, encarcelado y atormentado ignominiosamente por orden del Directorio, murió enValence, Francia, en 1799.

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airadamente se rechazan Nuestras objeciones; los pedidos nos llegan casi siempreacompañados de amenazas y el embajador francés, el espiritual Cacault, refiriendo esasquejas en un despacho al Primer Cónsul, agregaba audazmente: “No hay ídolo que hayasido tan golpeado y maltratado por su negro, como la Santa Sede, el Papa y el SacroColegio lo han sido, desde hace diez años, por los fieles católicos”.

Pero, ¿qué eran todas las anteriores triquiñuelas o chicanas, remontando al menoshasta Francisco I, comparadas con el celo del “hijo devoto”? Napoleón escribiendo alPapa, en febrero de 1806, la carta insólita en la que se declaraba Emperador de Roma, yque podría resumirse así : “Yo me preocupo más de la religión, que Vos mismo; vos ladejáis en sufrimiento; mirad cómo lo hago yo; yo seré más juicioso, más hábil, hastamás piadoso que vos, que dejáis perecer las almas” (!!!)

La actividad absorbente de ese soldado que nada sabía del gobierno de la Iglesia, no podía admitir ni imaginar la lentitud de las decisiones romanas, y una impacienciafuriosa lo agitaba con igual frecuencia en su trono que en campaña.

Pío VII intentó infructuosamente explicarle que la rapidez de los asuntoseclesiásticos era prevaricación. Muy pronto ya no hubo medios de entenderse, siendo

imposible ningún acuerdo persistente entre estos dos hombres, el uno empuñando laEspada inmensa, pero de sólo un día, y el otro presentando la Ley, sin fin ni vicisitudes.

Con absoluta buena fe, al principio de su poderío, Napoleón quiso curar las heridasde la Iglesia, como ya lo he dicho, así como las de la Tierra toda, y así lo pretendió en1806 y aún más tarde. Pero el Absoluto es incompatible, y el absoluto que estaba en lavoluntad del Emperador, nunca pudo girar las Llaves del Arca Santa donde residía, bajolas miradas del Papa, lo absoluto de la Voluntad divina.

El primer disentimiento grave, es la negativa de anular el matrimonio protestantedel príncipe Jerónimo. En tal ocasión, Pío VII se toma el trabajo, estéril en sus efectos,de escribir una extensa carta de angélica serenidad, digna, en todos sus términos, de losmás santos Doctores. Un poco más tarde, se produce la ocupación de Ancona,despreciándose la neutralidad pontificia, primer síntoma del prurito de despojo. El Papase queja de esta injusticia con una mansedumbre apostólica y paternal, que no tiene másefecto que el de endurecer el corazón de Faraón. Entonces, nada más queda por hacer.La Iglesia, privada de su Jefe, está obligada a esperar, sufriendo y gimiendo, que el granvencedor sucumba.

El prodigioso hombre de Iena y de Lobau, que tenía necesidad de su Bloqueocontinental para prefigurar el Diablo o el Espíritu Santo, fue, sin que tal vez en nadainterviniera el fondo de su corazón, hasta ese extremo de opresión, en que se haceinevitable el rompimiento de los diques celestiales. “Prohíbese al Papa Pío VIIComunicarse con ninguna iglesia del Imperio, so pena de desobediencia”. Esta

contraexcomunión política, tan semejante a un edicto policial, fue notificada al Cautivo,el 14 de enero de 1811.El 19 de marzo siguiente, fecha infinitamente notable, nacía el Rey de Roma. El

Patriarca de la Obediencia cuya era la fiesta, -y que fuera proclamado por otro Papa, elPatrono de la Iglesia universal, recibió, pues, en sus brazos al pobre niño, hijo del másgrande de los hombres, y como era también el Patrono de la buena muerte, restituyóleen la mayor brevedad posible, a su verdadero padre, el Emperador de los mundos.

En 1809, pocos días después del secuestro, Pío VII, arrastrado de ciudad en ciudad, pasaba por Grenob1e. Ahí las dos solas resistencias inexpugnables que Napoleón hallaraen el continente, la Santa Sede y España, reuniéronse. Los prisioneros de Zaragozaestaban en Grenoble. A la llegada del Jefe de la Iglesia, todos se precipitaron,

arrodillándose a sus pies, siendo imitados en ello, por la ciudad entera.

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 Napoleón, a la sazón sobre el Danubio, quizás sintió como el paso de una sombra.Su “estrella” palidecía. Por un tiempo habíase dejado de veda, en Bailén y en Cintra;estuvo a punto de apagarse en Essling, extraña estrella que le hubiera tal vez conducidoa Belén, si él hubiera sabido arrodillarse una sola vez, como sus vencidos, y que locondujo a Santa Elena habiéndole allí la madre de Constantino preparado una sepultura

solitaria, donde la cruz de la esperanza, acordada a los más humildes náufragos delOcéano, no le fue admitida.Todo esto parece hoy exageradamente distante. Los juicios de los hombres han

sustituido sus cóleras, pero aún no se advierte, entre los historiadores, un discernimientosuperior de los sucesos magníficos del Primer Imperio. Nadie ha observado esto, sinocuando ocurría entre las dos potencias más grandes, los únicos en realidad, Dios yCésar, algo inefable, no pudiendo ser comparado más que a una u otra de esas parábolaso prefiguraciones proféticas del Antiguo Testamento, resonantes misteriosamente entodas las páginas del Nuevo.

Aquí flaquean la voz y el corazón. Ya no se sabe lo que debe o no decirse. Tenemos, por ejemplo, a Moisés, el inmenso Jefe del Pueblo de Dios a quien el Señor “hablaba

cara a cara, como acostumbra un hombre hablar con su amigo”. En castigo de susculpas, el Pueblo de Dios es afligido cruelmente. Moisés ruega y el Señor le ordenaconstruir una serpiente de bronce, cuya sola vista curará a los que la miren. Esaserpiente significará, pues, al mismo tiempo, el antiguo Enemigo de los hombres, y suSalvador; es la imagen del Tentador sobre la Cruz de la Redención, y el que instaura eseSigno espantoso y saludable, es el obediente Vicario de Dios en el desierto, el antecesor indiscutible del Vicario de Jesucristo, en esos tiempos lejanos. ¿No sería eso –apenasme atrevo a escribirlo-, a cuarenta siglos de distancia, una maravilla simbólica análoga ala CONSAGRACIÓN de Napoleón por Pío VII, consagración de un usurpador,comparado con harta frecuencia al Anticristo para que fuera presentado al mundoagónico un signo de la esperanza de una cura igualmente milagrosa?

Con un poco de audacia, podría llegar a decirse que esa consagración, por la cualfuera tan censurado el dulcísimo Pontífice, estaba tal vez en el pensamiento de eseconfidente de la Caridad divina, como la Extremaunción administrada a una Europagravemente enferma, y condenada por los más sabios médicos.

En fin, están esas dos Almas: el alma central y desmedida del único Napoleón, por una parte; por otra parte, el alma del Papado imperecedero.

¿Quién podrá pensar o atreverse a sostener, luego de cien años, que hubo entre ellas,verdadero antagonismo?

Dios había querido a Napoleón, como había querido a todos los Papas, como habíaquerido a su Iglesia.

Preciso era, pues, que subsistiesen juntos, y en cierta armonía, a cualquiera quefuese el precio; el uno, para ahondar hasta el abismo, la diferencia entre el antiguo y elnuevo mundo; el otro, para decir a todos los pueblos:

“¡He aquí el Delimitador! Dura es su mano, y pesada su planta; pero Aquel a quienrepresento ha querido que así y no de otro modo fuera. Si yo sufro por él, será en laseguridad infinita y perdurable de haber hecho lo que había que hacer, en determinadomomento, por Dios y por los hombres. Si ese predestinado me quiebra, no lo hará sinantes haberse desarraigado él mismo. Pero la Tiara que yo tengo el honor de llevar, en

 pos de tantos otros, no será afectada por ello.“Reconoced, pues, en él y en mí, la Voluntad del Padre celestial, cumpliéndose

sobre la tierra, al mismo tiempo que en lo más alto de los cielos”.

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IX

 El chancro Napoleón, en Santa Elena, ha condenado él mismo su aventura de España. “Esta

desdichada guerra me ha perdido, ha dividido mis fuerzas, atacado mi moralidad enEuropa. Confieso que emprendí muy mal el negocio; la inmoralidad debió de ser demasiado evidente, la injusticia, cínica, y el todo debe de ser muy mezquino, puestoque yo he sucumbido. Porque el atentado no se muestra más que en su horrorosadesnudez, privado de todo lo grandioso, y de los numerosos beneficios que colmaban miintención... Bayona no fue una celada, sino un inmenso golpe de Estado... Osé golpear desde excesiva altura. Quise obrar como la Providencia”.

¡Como la Providencia! Todo Napoleón está ahí. Sintiéndose confusamente llamado

a prefigurar a El que debe renovar la faz de la tierra, creyóse designado para operar por sí mismo esa renovación, y muchos lo creyeron con él. Así es como pudo ser, por diezaños, el árbitro y modelador de Europa. Sin esos prejuicios, sus batallas maravillosas nohubieran bastado. Pero hubo una España que no quiso dejarse amasar, y el Cromwell delas monarquías europeas, halló su grano de arena en ese uréter del viejo mundo.

Esta España de granito y de guitarras, era un país extraño que mucho tenía queexpiar. Infiel a su misión de cristianizar América, ella había destruido ferozmente

 pueblos enteros. El oro inicuo de sus galeones de tortura y de desesperación, desdemucho tiempo había corrompido su corazón y licuado su cerebro. Sus reyes católicos,los más ricos de la tierra, decíase, estaban allí, como el sol ridículo de los Borbones,sobre algunos millones de mendigos soberbios y roídos por la miseria. La religión,trasvasada de los sublimes corazones de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, enalmas voluptuosas o salvajes, encorvadas por el fetichismo de la devoción más material,habíase hecho horrible.

 Ningún contacto con pueblo alguno, salvo, por fuerza, con Portugal, el pueblodetestado que le cerraba el Atlántico, impidiéndole percibir al otro lado de ese océano,el continente de oro. Privada para siempre desde Utrecht, de sus antiguas posesiones enItalia y en los Países Bajos, recluida tras los Pirineos que creyó haber abatido Luis XIV;duramente expoliada en Gibraltar por la herética Inglaterra; esta dominadora de la mitaddel globo dos siglos antes, subsistía desde entonces como una pobrecilla huraña en eltablero de sus montañas, donde no penetraban las nuevas ideas. En las ciudades todavía

quedaban hombres capaces de ver que su monarquía era una inmundicia, y de sentir quealgo nuevo se agitaba en el aire. Ellos pagaron, por otra parte, a precio excesivamentecaro esta clarividencia, habiendo sido inhumanamente degollados por sus propiosconciudadanos, desde los primeros días. Pero los campesinos nada vieron ni sintieronnada, sino que serían tratados, tal vez, como sus antepasados habían tratado a losaborígenes del Nuevo Mundo, tan vanamente confiados a la caridad de la católicaEspaña por el inefable Mensajero del Redentor, Cristóbal Colón. Esto dio lugar a unaguerra de demonios.

Hubo, sin embargo, una diferencia muy sensible, y pido a todas las Españas, el permiso de expresarla. Los soldados franceses, al principio, y cuando la recepción hechaa filo de puñales no los había enfurecido todavía, eran verdaderamente los ingenuos

ilusos del 89, creyendo llevar a todas partes la liberación, y fraternizar con todos los pueblos, ilusión que será tan torpe como se quiera, pero indudablemente generosa, que

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 justo era oponer al individualismo sombrío de esa España tan hermética como la Chinaa toda ingerencia extranjera, y profundamente indiferente a la fortuna, como a lasdesdichas de los otros habitantes del planeta.

De 1808 a 1814, se mató y se torturó infernalmente, y esta guerra no pudo terminar sino cuando terminó el gran imperio. Trescientos mil franceses arrojados por Napoleón

sobre ese infortunado reino, dado por él a un imbécil hermano, lo recorrieron en todossentidos, destruyendo hombres y cosas, incendiando, pillando, estrangulando, violandoy profanando, en represalia de más horribles crueldades. Más de doscientos milcombatientes españoles quedaron allí, y, ¿cuántos retornaron de los soldados delemperador? Las cifras conocidas, son pavorosas. ¡Solamente en Zaragoza, un informedel mariscal Lannes acusa con horror más de sesenta mil enemigos muertos!...

Muchas veces se ha preguntado uno, por qué el gran vencedor, disponible despuésde Wagram, no volvió a España para dar cima a su empresa. Cierto es que Wellingtonno hubiera podido tenerle delante de él, y que seguidamente él no habría tenidonecesidad de correr sobre el Niemen, y a Moscú. Pero esto es el misterio, encontrado acada paso, en la vida de Napoleón. Obediente a su implacable destino de prototipo o de

 parangón, era menester que el prodigio de actividad estuviera inerte en ese momento, para que se cumpliera el castigo de unos y otros. Era menester asimismo que seconsumara la desesperante alianza austriaca, y que así fuese asegurada la ruptura con los

 bárbaros del norte.La capitulación ignominiosa de Bailén, había tenido lugar en las inmediaciones de

las Naves de Tolosa, campo de batalla glorioso para los españoles, desde hacía unosquinientos años, y es bien sabido cuánto los exaltó ese inesperado triunfo. Este fue el

 primer golpe.Europa comprendió que el coloso, pareciendo menos invencible, se hallaba

quebrantado, y él mismo sintió que la tierra se cansaba de sostenerle. Su omnipotencia,aunque recibida desde lo alto, ¡era tan humana y tan frágil! ¿Cómo hubiera podido noadvertirlo? Seguramente él no se sabía un instrumento, sólo un instrumento magnífico

 para la representación de una parábola divina. Empero, él debió de tener la intuición deun primer aviso terrible, y la entrevista de Erfurt, inmediatamente después, el “jardín dereyes”, como él decía, no debió precisamente embriagarle.

Su única aparición en España, desastrosamente abreviada por el armamentismoaustriaco, no había culminado en nada. La conquista de esta península malhadada, fueconfiada a tenientes inhábiles o infieles, que no supieron o no quisieron jamás ponersede acuerdo y que, por otra parte, hubiesen sido de antemano y fatalmente condenados alfracaso, por la sorprendente ineptitud de un rey ficticio. Quienes pagaron -yterriblemente-, fueron los soldados.

Mucho se ha hablado del patriotismo de los españoles, del despertar de un pueblo.¿Qué es lo que no se ha declamado sobre ese lugar común? ¡Es como si se hablara del patriotismo de los vandeanos que combatían únicamente para sus sacerdotes! ¿Qué lazo podía existir en esa nación, esencialmente provincial y parroquial, entre los campesinossalvajes de la Mancha o los toreros de Andalucía o los montañeses de Asturias, por ejemplo, o los cerriles cabreros de Aragón? Ningún otro, sin duda, que la religiónestrecha y forzada, pero idéntica en todas partes, que recibían de sus capuchinos o desus curas. Esto era suficiente para eternizar una guerra diabólica. Si Napoleón nocomprendió nada de ese carácter profundo de España, ¿qué es lo que sus desdichadossoldados, educados en la ignorancia o en el desprecio de toda práctica religiosa,hubieran podido comprender?

El vencedor de reyes, habituado hasta entonces a recibir las llaves de los imperios ode las capitales, después de victorias decisivas, se asombró de un pueblo incapaz de

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capitular, siempre inasible, y no queriendo la guerra, más que las emboscadas perpetuas,y el intercambio continuo de atrocidades. Esta evidencia le repugnó, y dejó que lascosas siguieran su curso, esperando, tal vez, el cansancio, sacrificando de este modo lamitad de sus ejércitos magníficos, tratando de olvidar la horrible llaga de sus pies, parasólo pensar en la corona de todos los Césares, que pensaba ceñir sobre su cabeza en

llamas. En toda la historia no ha habido una página más dolorosa. Las calamidadesinexpresables que vinieron después, no han tenido ese aspecto de negrura trágica, eseabominable aspecto de deslealtad sanguinaria y de furor fratricida...

“Ese cáncer de España, sobre el cual no habría que volver”, decía el Emperador,cautivo y moribundo, “... esta funesta guerra de Rusia, ese espantoso rigor de loselementos... y después, el universo entero contra mí!... ¡Oh destino de los hombres!”.

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X

 La isla infame“Inglaterra trafica todo”, decía, con amarga bonhomía el augusto prisionero de

Lord Bathurst y de Hudson Lowe; “¿por qué no se pone a vender libertad?” Debecreerse que esa mercadería le faltaba, y que le faltará Siempre.

¿Qué es lo que no se ha dicho de la libertad inglesa? Otro lugar común,eminentemente clásico. ¿Y cuál es la nación más esclava de sus prejuicios religiosos o

 políticos, de sus instituciones, de su fariseísmo diabólico, de su orgullo insoportable eimpío? Lo mismo da hablar de la libertad de Cartago, donde se crucificaba a los leones,es decir, a los ciudadanos que despreciaban el comercio, o de la libertad de Roma,donde los deudores insolventes pasaban, por fuerza de las leyes, a ser esclavos de sus

acreedores. La hipocresía romana, que sólo ha sido aventajada por la hipocresía británica, había construido un templo de la Libertad sobre el monte Aventino. Allí sedepositaban los archivos del Estado. La Diosa estaba representada como una mujer vestida de blanco, símbolo de la inocencia, teniendo a sus pies un gato, animal díscolo

 por excelencia. Inglaterra ha reemplazado ese pérfido felino por un leopardo, y en estoradica la diferencia.

Al gobierno de los intereses dinásticos, dominante preocupación de los reyes deFrancia, y sobre todo de Luis XIV, predecesor molecular de Napoleón, se opone en estanación -tan moderna por la bajeza de sus codicias como antigua por su dureza para conlos débiles el gobierno exclusivo de intereses mercantiles. Porque tal es la vergüenza yla tarea indeleble de Inglaterra. Es una usurera cartaginesa, un mercader con traje deetiqueta, a la que su aislamiento insular le permite, decía Montesquieu, “insultar entodas partes” y robar impunemente.

La famosa rivalidad tradicional no es otra cosa que el antagonismo secular de un pueblo noble y otro innoble, el odio de una nación avariciosa hacia una nacióngenerosa.

“La idea de destruir a Inglaterra -hace notar Sorel24-, era en Francia una ideacorriente a fines del antiguo régimen; se la juzgaba simple y natural, y se la discutíaseriamente. Los archivos están llenos de proyectos de invasión”.

 Napoleón pensaba y decía que la naturaleza ha hecho de Gran Bretaña, una denuestras islas. En Boulogne, sin duda, él la veía recortada en una cuarentena de

departamentos franceses, con una autonomía eventual para Irlanda y tal vez paraEscocia. Su plan de invasión estuvo muy cerca de realizarse, y Gran Bretaña, presa demiedo cerval, convertida en pródiga por arte mágica, apresuróse a echarle a sus espaldaslos ejércitos de Austria y de Rusia.

Porque la vieja bribona, Old England, a falta del joven imperio que no podía ponerse a sus plantas, estaba obligada a ofrecerse, mediante oro, apoyos o sostenes másmaduros, que no estuvieron muy lejos de arruinarla. No se habló más que de dinero,Europa se transformó en un mercado de sangre humana, en el que la Compradora fue amenudo engañada sobre la calidad de los glóbulos o la cantidad de la efusión. Laengañosa paz de Amiens no había sido más que una tregua de quince meses, una huelga

24 Albert Sorel (1842-1906), historiador. León Bloy leyó su obra mayor, “Europa y la Revoluciónfrancesa” (L’Europe et la Révolution française), en ocho volúmenes (1885-1904).

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no habitual del homicidio. Los negocios interrumpidos prosiguieron su curso, eInglaterra fue más esclava que nunca de su caja registradora.

Como he intentado demostrarlo en otro lugar, la abyección comercial es indecible.Es el grado más bajo y, en los tiempos caballerescos, aun en Inglaterra el mercantilismodeshonraba. ¿Qué pensar de todo un pueblo que no vive, no respira, no trabaja, no

 procrea, sin ese objeto; mientras otros pueblos, millones de seres humanos, sufren ymueren por grandes cosas?Durante diez años, de 1803 a 1813, los ingleses pagaron para que les fuera posible

traficar en seguridad en su isla, para que fuera estrangulada Francia, que obstaculizabasu vileza, la Francia de Napoleón que ellos nunca habían visto tan inmensa, y que loscolmaba de inquietudes.

“Quinientos años de rivalidad han hecho personal a cada individuo la emulaciónque aguijonea a los dos pueblos... Francia está en la posición de la antigua Romarespecto de Cartago entre la segunda y tercera guerra púnica... “Inglaterra es la enemiganatural de Francia; es una enemiga ávida, ambiciosa, injusta y de mala fe. El objetoinvariable y querido de su política es, si no la destrucción de Francia, al menos su

humillación, su envilecimiento y su ruina... Esta razón de Estado la lleva siempre sobretoda otra consideración, y cuando ella habla, todos los medios son justos, legítimos yhasta necesarios, con tal que ellos sean eficaces”. Justa quibus necessaria. Así seexpresaban publicistas anteriores a la Revolución.

Pero Inglaterra no era solamente el enemigo natural de Francia. Era su enemigosobrenatural. Hacía cerca de tres siglos -antes que, bajo las faldas de la odiosa Isabel, sedesencadenasen los demonios impuros del mercantilismo protestante- el padre de estayegua coronada, el polígamo Enrique VIII, no había tenido más que hacer un ademán

 para que toda Inglaterra, otrora llamada la Isla de los Santos, renegara de la Iglesia.Bochorno mayor e inicial de ese reino consagrado a Satán por un amo amasado en lodo,impaciente de una autoridad religiosa que se oponía a sus lascivias. Instantáneamente lalibre Inglaterra apostató, y tanto más gustosamente, cuanto el rey concedía conmunificencia los bienes de los obispados y monasterios a sus domésticos obedientes.Hubo mártires, pero en número reducido.

Esto, mientras Francia, convulsionada de horror, luchaba furiosamente contra laherejía, y se preparaba a combatirla por espacio de cincuenta años, por todos losmedios, hasta la abjuración de otro lascivo obligado a aceptar la misa para reinar sobrela progenie espiritual de San Dionisio y de San Martín,

¡Entretanto que Inglaterra lleva esta iniquidad al Juicio universal, esperandotambién las calamidades que pudieran ser su consecuencia, muy cercana hoy, hubo, enla época de Napoleón, la grande angustia insular que hizo correr a través de Europa, un

Danubio de sangre, y que tuvo sobre todo el horror de una vaca a cuatro pasos delBecerro de Oro, amotinando un continente mercenario para la destrucción oenvilecimiento de la maravillosa nación francesa! Las más sombrías maquinaciones dela más audaz política fueron sus prácticas, y el propio temor de revo1ucionar a todos los

 pueblos civilizados no la detuvo. Basta recordar la incomparable piratería del bombardeo de Copenhague, al día siguiente de Tilsitt, para volar la flota danesa que elgabinete inglés suponía ganada para la causa franco-rusa, sin que semejante atentadofuera provocado por acto ninguno de hostilidad.

“El poder oculto y magnético de Inglaterra”. ¿Dónde, pues, he leído esas palabras?¿Cuál era ese poder, y de dónde podía venir a esta nación apóstata, hacia la que seaguzaban como hacia un polo, todas las conciencias fangosas o perturbadas, tan pronto

como la sortílega cuchicheaba en el silencio de las cancillerías europeas?

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¡No parece que es como para inspirar miedo, que el más grande de los hombresfuese su víctima, que el león del desierto que había en él, pudiera ser fascinado al fin,

 por esa serpiente de bajos fondos, hasta precipitarse entre sus fauces como en unrefugio!

¡Es abrumador decirse que el hombre de guerra al que ningún otro puede

compararse haya sido vencido por un Wellington! Verdad es que entonces suslugartenientes le obedecían mal o le traicionaban. ¡Pero, de todos modos, un Wellington,es demasiado ignominioso! Todo lo que podría decirse de ese inconcebible generalinglés, cuyo principal mérito en España fue el de un buen intendente de las vituallas, yque hubiera sido irremediablemente aplastado en Waterloo, si Napoleón hubiera podidohacerse obedecer; todo lo que la indignación o el sarcasmo francés podría inspirar, noiría más lejos, para deshonrar a tal fantoche, que los consejos satíricos dados a los“generales en jefe”, por el autor inglés de la encantadora obra: Advice to the officers of the british army25.

“Nada es tan recomendable como la generosidad hacia el enemigo. Seguirleapuntándole con un arma después de la victoria, sería sacar ventajas de su situación.

Basta con haberle probado que podéis batirle cuando lo juzguéis conveniente...Procederéis siempre abiertamente y en buena fe, con amigos y enemigos. Os cuidaréisde disimular o de tender emboscadas. Nunca atacaréis al enemigo durante la noche.Acordaos de Héctor yendo a combatir a Ajax: ¡Cielo, alúmbranos y combate contranosotros! Si el enemigo se retira, dejadle sacar algunos días de ventaja, a fin demostrarle que siempre podéis "sorprenderle cuando os lo propongáis. ¿Quién sabe si unaactitud tan generosa no lo impulsará a detenerse? Después que él se ha detenido en unlugar seguro, entonces podéis poneros en su persecución, con todo vuestro ejército...

 Nunca avancéis un oficial inteligente; un rústico compañero es todo lo que necesitáis para la ejecución de vuestras órdenes. Un oficial que sabe una letra más de lo que exigela rutina, debéis considerarlo como vuestro enemigo personal, pues podéis estar segurode que se ríe de vos y de vuestras maniobras”.

Es indiscutible que Wellington, tan justamente admirado por Inglaterra, ha seguidoal pie de la letra, en sus campañas de la península y aún de Bélgica, esos preciososconsejos. Habíanle sido necesarios, en España y en Portugal, para no ser destruidoveinte veces, la ausencia capital de Napoleón y la anarquía criminal de los generales quele reemplazaban.

Puede tenerse la absoluta certeza de que hasta la pérdida del Imperio fue menosamarga a Napoleón, que esa suplantación ridícula e ignominiosa. Lo que prevalecíacontra él, el grandioso y magnánimo emperador latino, era, en la persona de! mediocreWellington, todo el comercio y toda la banca de Londres. Esta era la horrible hipocresía

del protestantismo parsimonioso y arrogante de los traficantes en matanzas y eninfamias. Era, en fin y sobre todo, la sorprendente enmienda del Dios de los ejércitos,arrepintiéndose, como en el Diluvio, de haber hecho un hombre tan grande y, por efectode una misericordia terrible, humillándole, al fin, bajo los pies de un aborto de la gloria!

25 Advertencia a los oficiales del ejército británico. (N. del T.).

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XI

 Los mercenariosTras la vergüenza de Inglaterra, la de las otras monarquías europeas. Debe

reconocerse que ésta es desconcertante. Nunca habíase visto parecida prostitución.Austria la católica, Prusia la luterana, y la cismática Rusia, por turno osimultáneamente, solicitando los subsidios ingleses para el exterminio de Francia. De1793 a 1813, cinco grandes coaliciones, por no hablar de los innumerables e incesantescomplots subalternos en que todo el mundo pasaba por la tesorería, poderosos yaltaneros ministros, simples espías, exploradores, unidos en el mismo propósito,esperando que se devorasen entre ellos cuando el enemigo común hubiera sido batido.Durante veinte años fue un hormigueo inexpresable de traidores, de mentirosos, de

asesinos disponibles, no cesando de tender sus manos ávidas a Inglaterra, que les pagaba a regaña dientes o les regalaba la propina de su desprecio cuando habíantrabajado mal, lo que ocurría con harta frecuencia. ¡El desprecio de Inglaterra! Erales

 preciso tragar esto al mismo tiempo que los terrib1es castigos militares que les eraninfligidos por el Invencible.

Seguramente, es tradición constante, jurisprudencia inmutable de los hombres deEstado, que todos los medios son buenos, en política, y que el dinero mismo seennoblece por la intención de delinquir o de estafar.

Esta es la doctrina de los brigantes, y Europa fue su gran camino. Se adquirió elhábito, y esos despedazamientos territoriales que siguieron a la caída de Napoleón, lostrueques, según la jerga diplomática usada en aquella época, han establecidosuperabundantemente la perennidad de esas máximas.

Primero Austria. Extra statum nocendi, había expresado Kaunitz en 1788. “Fueradel estado de hacer daño”. Esta consigna tenía entonces a Prusia como objetivo, antes deser la voz de orden universal contra Francia. Hacer daño significaba no estar sujeto aAustria, y como Francia, a continuación de la Revolución, la dañaba en todas formas,ella no vaciló en colmar, por el medio clásico del dinero inglés, el déficit inquietante desu tesoro de guerra.

Con el cínico Thugut, antiguo espía de Choiseul, traidor a Francia y a Austria,comenzaron los negocios, las transacciones inmundas. “Estamos exhaustos” gemía yaen 1794.

Metternich debía continuar, pero sin la misma franqueza, siendo de una esfera máselevada, y uno de los más notables gentilhombres que se haya podido conocer. Napoleón convertido en el más fuerte, él llegó hasta venderle a muy alto precio unaarchiduquesa, excelente negocio para el soberano de Austria, feliz de negociar su hija,habiendo pasado la edad de prostituirse él mismo. Difícil es concebir tan completaabyección.

Cuando la fortuna de Napoleón pareció palidecer, se tuvieron presentes los recursos británicos, y el suegro, Majestad Apostólica, armó a trescientos mil hombres, paraconquistar un lecho adúltero a la hija amada, que encontró muy bueno todo ello. Por otra parte, habíase hecho todo lo posible para que esa satisfactoria mudanza fuerainevitable. Mucho tiempo antes, la ruina del Dominador, habíase decidido, por 

cualquiera fuese el medio, y el matrimonio no había sido más que un método deanestesia. Así es como el príncipe de Metternich, escribiendo más tarde sus Memorias,

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 pudo rendirse este propio testimonio: “Las miras que siempre han formado la base política austriaca, son de las más puras que concebirse pueda”.

Con Prusia no puede ser cuestión de pureza alguna. Se está en plena granujería y encasa de bandidos. “La guerra -ha dicho Mirabeau-, es la industria nacional de Prusia”.Se entiende lo que eso quiere decir. Después de los bárbaros del siglo V, no se había

visto nación tan brutal y tan pillastre. Y esto no ha cambiado. Se ha podido comprobar lo dicho, en 1870.Su prosperidad escandalosa había comenzado, y nadie tiene excusas para ignorarlo,

en el siglo XVI, por la unión de la Marca de Brandeburgo y la Prusia propiamentedicha, a la sazón estrecha y muy pobre, dos colonias alemanas en país eslavo. Este tristeducado de Prusia antes conquistado sobre los idólatras por la Orden Teutónica, sinfronteras ni delimitaciones geográficas, no había vacilado en hacerse luterano paraengrandecerse. Excelente medio en el siglo XVI.

Apegado por la apostasía, al margrave de Brandeburgo; consideró que todo lo queestá a mano, es bueno de tomar, y tal fue, bajo los Hohenzollern, su única razón deEstado.

El gran Federico, verdadero fundador de la potencia prusiana, tomó con ambasmanos, abarcando lo más posible: Silesia y Polonia, designando a sus sucesores Sajonia,Westfalia, Baviera, Austria inclusive si se podía, toda la Alemania. Pero hubierannecesitado, sus herederos inmediatos, esa especie de genio, esa voluntad inquebrantabledel terrible ladrón, y el monarca estúpido que fue su nieto, pretendiendo oponerse a

 Napoleón, habría perdido todo, seguramente, sin la deplorable magnanimidad de suadversario.

Después de Iena, Prusia quedó más pobre que nunca, debiendo recurrir a la prostitución, cosa que no repugnaba precisamente ni a su temperamento ni a suconciencia. A ello proveyó Inglaterra con más abundancia que amor en 1813. Cartagoestaba obligada a asalariar a sus mercenarios. Stein, Scharnhorst, Gneisenau, y lahorrible crápula de Blücher sirviéronla con un celo tanto más vivo cuanto entendíanacrecer su sucia patria con algunos de los mejores pedazos del monstruo abatido.

La más insaciable de las cortes de Europa, considerándose la más lesionada,maniobró para obtener la parte más suculenta en el presente y en el futuro. El bandidajeendémico y hereditario se amplificó, se extralimitó, se magnificó hasta engendrar ennuestros días, el Imperio alemán que terminará quizás por roerse a sí mismo, como lossepultados vivos, en la tumba del desprecio y de la execración, que el socialismo está en

 plan de prepararle.¿Debe inscribirse a Rusia entre los mercenarios? Con toda seguridad. Uno no puede

imaginarse a Souvorof, por ejemplo, atravesando Europa, inundando Italia y trepando

sobre las montañas de Suiza, escaso de fondos:El tesoro moscovita era inseguro y la moneda rusa probablemente depreciada, alotro lado del Vístula.

Tampoco se representa uno al delicioso parricida Alejandro hurgando en sus propiosrecursos para ir a hacerse aplastar en Austerlitz o en Friedland. La función denegociador olímpico le iba mejor que ninguna otra.

De todos los errores de Napoleón, después del de Bayona, el más craso y máscruelmente expiado fue el de dejarse prendar por las sonrisas y las caricias de ese

 bizantino que no dejó un día sin hacerle traición, cuya amistad llena de entusiasmo fueuna mentira cínica, sostenida imperturbablemente durante cuatro años, hasta el día enque Inglaterra, impacientada por esa novela, le obligó a declararse en lo que realmente

era: un enemigo implacable.

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Cuando estuvo madura la coalición de 1805, Inglaterra había firmado un tratado desubsidios a razón de 1.200.000 esterlinas por 100.000 hombres que Rusia pondría enarmas, y treinta millones de francos para Austerlitz. En el tratado no constaba que setuviera que estafar a los muertos. El zar desconfió, habiendo probado en Moravia que esmenos fácil ganar una gran batalla que asesinar al propio padre. ¿Obtuvo su recibo? Los

ángeles malditos deben saberlo, pero es infinitamente dudoso para los hombres. Losnegocios son los negocios, y Gran Bretaña, descontenta, no dio resguardo. No se había pagado a los rusos para que fueran vencidos. Esta cuenta fue arreglada, sin duda, por lasinfracciones al bloqueo continental.

Al día siguiente de Austerlitz, Alejandro, a quien Napoleón podía retener prisionerode guerra y encerrar en una fortaleza, suplicó muy humildemente a su vencedor que le

 permitiera retirarse con los restos de sus ejércitos, lo que le fue acordado. “¡Hacerlesgracia hoy -exclamó el heroico y desdichado Vandamme26- es querer que ellos estén enParís dentro de seis años!”.

Diez años más tarde, hubo en Santa Elena un comisario pensionado por Alejandro, para asegurarse la detención del cautivo. Tal es la belleza de la historia, tal es la política,

y no otra fue la recompensa de la magnanimidad de Napoleón, que perdonó casisiempre, y que jamás fue perdonado.

Queda por saberse lo que fue de su alma, de su alma excesivamente grande, en esehorrible torbellino de iniquidades. Alma de un liceal sublime, llevada por el Aliento deDios, a alturas ignoradas, casi sin ver la pequeñez humana, incorregiblementeenamorada de todo lo que le parecía generosidad o grandeza, y a causa de ello, a pesar del más fecundo genio, designada mucho más que un alma ordinaria, para todos los

 padecimientos del Desengaño.Hay, en las más humildes iglesias de Francia, una pobre lámpara encendida noche y

día, delante del Santísimo Sacramento del Altar.Se me ocurre esta idea, absurda quizás: que esa lámpara es, en cierto modo, como la

confianza de Napoleón.

26 Dominique Vandamme (1770-1830), general. Hecho prisionero durante la campaña de Dresde (1813),llevado a Rusia, regresó a Francia en 1814 y participó en la aventura de los Cien Días. Expulsado despuésde Waterloo, se exilió en los Estados Unidos, de donde volvió en 1819.

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XII

 Los grandesCuando Napoleón restableció el mariscalato, dándose de esta manera dieciocho

 primos, pareció mostrar miedo de su propia obra. La observación pertenece alcontemporáneo Thiébault, admirablemente situado para opinar al respecto y cuyasMemorias, muy superiores a las de Marbot27, son desde el punto de vista militar, sobretodo, el documento más fiel que pueda ser consultado.

Temiendo, supone Thiébault, dar excesivo poder a antiguos camaradas de guerra,subalternos y vasallos suyos ahora, el Emperador advenedizo estimó que, en ciertamedida convenía revocar la institución por sus elecciones, y las hizo de modo que

 predominara el favoritismo a la justicia. Naturalmente, yo dejo a Thiébault la

responsabilidad de una acusación tan grave, señalando, sin embargo, que es deplorablever a Napoleón colocar en el mismo “rango”, a generales cuya desigualdad deberíaconocer él mejor que ninguno.

Un Berthier, por ejemplo, llamado por el mismo emperador “un cernícalo”, o unseudo vencedor, tal como Brune, junto al gran Massená; los heroicos Ney y Lannes,comparables sólo a los caballeros de los tiempos heroicos, junto a un Soult, invisible einencontrable en Austerlitz, donde su cuerpo de ejército tenía el cometido principal,tanto tiempo como duró el peligro y que, más tarde, atribuyóse toda la gloria. Ese duquede Dalmacia a quien Napoleón no quería dar el nombre de un lugar cualquiera,recordatorio de una victoria, fue, como se sabe, el factor preponderante del fracaso enEspaña, donde el emperador había tenido, luego de la casi traición de Oporto, ladebilidad o la ceguera inconcebible de confiarle una relevante situación.

Pero, ¿qué decir de Marmont, el vencido de Arapiles y abominable traidor deEssonnes, cuyo solo nombre se hace una sangrienta injuria? ¿Qué decir de Murat y deAugereau, tan intrépidos, sin embargo, uno y otro, y que fueron tan terriblementedesleales en los días aciagos? ¿Qué pensar del imbécil y vanidoso MacDonald,saqueador de Italia en 1799, que nunca supo otra cosa que hacerse derrotar; de GouvionSaint-Cyr, el más hábil general, quizá, que hubo en Europa después de Napoleón, perocuyo diabólico humor hizo perder el fruto de la batalla de Dresde, y comenzó el desastreirreparable de 1813; del inepto y valeroso Oudinot; del ridículo tambor Víctor,canonizado duque de Bellune; del feroz y rutinario Davout, que privó a Francia

invadida, de un ejército que tal vez la hubiera salvado, encarnizándose con tozudez de bruto en la defensa de una ciudad que no estaba en peligro; de Grouchy, en fin, a quien

27 Las Memorias del general barón Thiébault, 5 volúmenes (publicadas en 1893-1895 por Plon), conocieron un éxito prodigioso. Pero están sujetas a caución, en

 particular cuando habla de los mariscales... Él estimaba haber merecido esta distinciónque no recibió y concibió por ello mucha amargura. No es pues de sorprender que Bloyse inspire en él en este capítulo; le debe esta opinión bien severa acerca de losmariscales del Imperio.Las Memorias del general y barón Marbot (1782-1854), se sitúan entre las más populares sobre el periodoimperial. La edición establecida y anotada por Jacques Garnier publicada en 1983 por el Mercure de

France, muestra que “el testimonio de Marbot es mucho menos fantasioso de lo que toda una tradiciónhistórica había llevado a pensar” (Jean Tulard, Nouvelle bibliographie critique des Mémoires sur l’époque

 Napoléonienne (“Nueva bibliografía crítica de las Memorias sobre la época napoleónica”) Droz, 1991).

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el demonio protector de Inglaterra parece haber hecho escoger por el infortunadoemperador para que se acabara su peregrinación?

La más insólita y funesta de esas insensateces en las promociones, fueindudablemente la de Bernadotte, a quien Napoleón sabía su enemigo personal, y delcual no debía estimar en mucho sus bravuconadas. Se sabe con qué moneda le pagó a su

emperador. Pero Bernadotte tenía en su favor el ser cuñado de José, y Napoleón era un jefe de clan hipersensible. Ese lazo de familia le hizo perdonar, aparte muchas otrascosas, el crimen de Auerstadt, que cualquier otro príncipe hubiera pagado con su cabeza,y su rarísima conducta en Wagram, que sólo le costó una desgracia benigna ytransitoria. Convertido en rey de Suecia por el consentimiento del Amo, que no tuvocarácter para oponerse, este odioso aventurero, embriagado por la vanagloria de verse“incensado por legítimos” se volvió en seguida enemigo acérrimo de su bienhechor y desu patria. Su nombre es una inmundicia en la historia, y es perfectamente convenienteque los renegados luteranos de todas las Suecias, se sientan orgullosos y satisfechos deBernadotte.

Tal fue, o poco más o menos siempre, la ganancia de Napoleón cuando quiso hacer 

grandes los hombres que lo rodeaban. Hijo de la Revolución, debió, naturalmente,tomar lo que su madre le había dejado, es decir, asesinos y domésticos, en la proporciónde 90 a 95%. Los servidores de gran talento, fuera del militar, para no designar más quea Talleyrand y Fouché, fueron bajo él, los maravillosos crápulas que hubiesen sido bajocualquier otro régimen. Puede, incluso, decirse sin hipérbole, que su torpeza sufrió elcontagio de la grandeza de Napoleón, al extremo de que el mundo acabará sin dudaantes de que se haya podido discernir un desprecio suficientemente equitativo.

Y casi todos fueron así, en la medida que servía a cada uno de los infinitos peldañosde la administración del Gran Imperio, de manera que uno termina por sentirse menosadmirado de la gloria de Napoleón, que de la ignominia de las ingratitudes o de lastraiciones que su reinado determinó, habiendo activado la excesiva energía del astro, enforma inusitada, el proceso de la putrefacción universal. Cuando ese astro declinó, todala historia quedó como impregnada de un hedor desconocido...

Verdad es que Napoleón no supo nunca castigar, y esto, que uno lo encuentra encada página de su vida, hasta perder la paciencia, es quizás el rasgo esencial de esehombre, raro entre raros, que tanto se ha querido representar como un tirano, y que fue,sobre todo, en virtud de no se sabe qué herencia, un fatalista profundo, incapaz deresentimiento, siempre temeroso de destruir algo de su obra, humillando a los que élmismo había elevado, dejando de querer y dejando de obrar cuando creía haber oído lavoz de su destino; sentándose, entonces, pleno de una muda resignación, sobre el brocaldel pozo de dolor.

“Las quejas, decía, están por debajo de mi dignidad y de mi carácter. Yo ordeno, ome callo”.

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XIII

 Los sacrificados¿Cuántos fueron éstos? quinientos o seiscientos mil quizás. No se sabe. Puede

llegarse a un millón de franceses víctimas, no de la ambición de su jefe, como tantasveces se ha dicho, sino del imperativo de cosas no ajenas a la Voluntad divina.

 Nadie en Europa deseó la paz tan apasionadamente como Napoleón, porque la pazéra1e necesaria para instaurar las magnificencias que su maravilloso espíritu habíaconcebido, y que no pudo lograr nunca.

De 1796 a 1815, combatió por la conquista infinitamente deseada de ese paraísoterrenal a cuyas puertas vinieron a estrellarse todos sus ejércitos.

Y, ¡qué ejércitos! Nunca habíase visto nada más hermoso. Para engendrarlos y

 producirlos al fin, a esos ejércitos de ensueño y de apoteosis, había sido necesaria lagestación dolorosa de catorce siglos. En primer lugar, fueron menester los pobres ysublimes Obispos del Caos bárbaro, y todos los Santos de los Tiempos merovingios ocarolingios que habían amalgamado la tierra de Francia con la Preciosísima Sangre deCristo; luego fueron necesarias las Caballerescas Cruzadas y su entusiasmosobrenatural; luego todavía la horrible y centenaria tribulación de la Guerra inglesa, lasespantosas convulsiones de los siglos XIV y XV, en las que el Reino de la Madre deDios creyó fenecer; en fin, había sido necesaria la humareda de todos los Borbones, ytodas las guillotinas del Terror. No se conoce otra nación que haya sido tan trabajada nitan abonada en sangre y en inmundicias.

Era impía, seguramente, o parecía serlo, como todo el mundo, por otra parte,inclusive en España, y como no podía menos de ser a fines del siglo XVIII. Pero enFrancia ésta era una impiedad superficial, una gala espiritual contraída bajo losBorbones, curable por la sangre o por el fuego, pero sin que la afección llegara a susentrañas. Francia sólo es incurable de Dios, como lo han demostrado las más diabólicasexperiencias, principalmente, la de la Revolución. Precisamente, porque ella era la másgenerosa de las naciones, no era posible que, privada temporalmente de la fe cristiana,dejara de precipitarse a la desilusión magnífica del 89 Y a los delirios espantosos queresultaron en consecuencia. Porque esta visitante abandonada necesitaba un Diosvisitador y corporal, un Dios tangible que la consolara; cuando Napoleón le fuemostrado, al punto ella lo reconoció, salió de ella un inmenso clamor de pasión

delirante, y se entregó por entero.Trátese de Fréjus o de Juan el Golfo, no existe en toda la historia otro ejemplo detan poderoso ascendiente. Este hombre extraordinario fue realmente Dios para sussoldados que eran la flor de Francia. De ellos pudo hacer cuanto le viniera en ganas,

 pues que su alma exorbitante absorbía, como ya lo he dicho, todas esas almas ahorasuyas por su voluntad, todo lo cual es, verdaderamente, muy misterioso.

Ese pueblo armado le siguió a todas partes, aceptando, por el amor de él, todas las penas de la vida, y todos los suplicios de la muerte. Cuando los grandes, colmados desus beneficios, le traicionaron, los pobres soldados que habían vencido bajo sus órdenestoda la tierra, ricos solamente en heridas y en gloria, permanecieron fieles a suEmperador en desgracia, a su Emperador cautivo y extinto, sin acabar de comprender 

que él había terminado para siempre.

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Los pueblos de todas las provincias han visto morir, hace más de sesenta años, aesos huérfanos del Prodigio, inválidos y miserables, ingenuos y grandiosos, que se veíansiempre en Egipto o en Moscú. Con ellos pareció como si se apagaran las estrellas.

Su recuerdo se borra, y la nueva generación que no ha podido entreverlos fuera delas imágenes legendarias de Charlet o de Raffet28, los ignora en realidad, insegura de

que semejantes hombres hayan podido existir para acompañar al Gigante, cuyo solonombre empequeñece todas las grandezas.Día vendrá, tal vez, en que las reliquias de Napoleón no estarán más en su

admirable Sepulcro de los Inválidos. Se abrirá el sarcófago, que se mostrará vacío, sinque reste siquiera la apariencia misma de esa tierra, después de extinguido el prestigioque le rodeaba.

¡Ella habrá ido a reunirse al polvo confuso y disperso de los humildes soldados quese sacrificaron por su Jefe, y cuyas almas de hijos amorosos se agruparán en torno a laSuya, en el Juicio Universal, como hacía, en los días de grandes batallas, antaño, suGuardia invencible!

28 Estos dos dibujantes consagraron la mayor parte de su obra a la evocación del Imperio. El segundoilustró una Histoire de Napoléon por Norvins, a la cual Bloy hace alusión a propósito de las lecturas de suniñez.

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XIV

¡La guardia retrocede!... No se podrá comprender nada en Napoleón, mientras en él no se vea un poeta, un

incomparable poeta en acción. Su poema es su vida entera, y en ello no hay quien loiguale. Pensó siempre en poetas, y debió siempre actuar como tal, no siendo para él, esemundo visible, más que un espejismo. Sus proclamas sorprendentes, su correspondenciainfinita, sus visiones de Santa Elena, lo dicen con harta elocuencia. Ora hablando, oraescribiendo, su lenguaje lo magnificaba todo.

 No se fatiga uno releyendo su admirable carta del 2 de febrero de 1808, al astuto parricida Alejandro, indigno de recibirla, y seguramente incapaz de comprenderla.Ofrecíale nada menos que la partición del mundo, señalándole el Asia, y reservándose el

Occidente, esto, no como una eventualidad magnífica, sino como una consecuencianecesaria de su sistema de alianza:

“Entonces los ingleses serán aplastados bajo el peso de acontecimientos que habránsobrecargado la atmósfera. Vuestra Majestad y yo hubiéramos preferido la suavidad dela paz, y pasar nuestra existencia en medio de nuestros vastos imperios, ocupados envivificarlos y hacerlos felices... Los enemigos del mundo no lo quieren. Es necesario ser más grandes, a pesar nuestro. Es prudencia y política hacer lo que el destino ordena, e ir allá donde la marcha irresistible de los acontecimientos nos señala”.

¡Siempre el destino! ¿Napoleón, es, pues, el poeta del destino?29 Losacontecimientos de que él habla, han de. mostrado históricamente lo irrealizable, o, si se

 prefiere, lo inocuo de sus grandes designios, pero no han demostrado en el alma de eseEmperador de emperadores donde ellos tenían, sin duda alguna, una consistencia

 profética, una irrealidad indemostrable, tanto más cierta a sus ojos.Discerniendo mejor que nadie las apariencias materiales en la guerra o en la

administración de su imperio, tenía, al mismo tiempo, un como presentimiento extáticolo que era expresado por sus contingencias perecederas, y esto es precisamente lo querevelaba en él, al poeta.

 No era posible que su vida sentimental difiriera esencialmente de su vida pública.Esta disparidad sólo va bien a los grandes hombres corrientes, a la canalla de losgrandes hombres. Napoleón debíase a sí mismo, el ser enamorado como era emperador,es decir, a la manera de un poeta en extremo grande, procreador sin desmayos de las

ilusiones maravillosas que le bastaban en ese bello crepúsculo matutino de estío que fuetoda su existencia.Los más grandes desastres y hasta su espantosa caída, no lograron despertarle

completamente. En Santa Elena continuó su ensueño sufriendo y, luego de su muerte,continúa en la imaginación o en el corazón de los que le admiran.

Se ha dicho con mucha exactitud, que Napoleón amaba como un colegial. ¿Dóndehubiera podido hallar el tiempo y la experiencia para amar de otra manera?

Como todos los colegiales, amó a las prostitutas, mujeres que se daban en seguida,discreta o desenfadadamente. Puede hasta decirse, que habiéndose encargado muytempranamente de los intereses del mundo entero, no tuvo siquiera tiempo de amar ni

29 Sobre este interesante tema, recomendamos el excelente libro de Dimitri Merejkovsky Napoleón (oVida de Napoleón); edición en castellano de Espasa-Calpe, colección “Austral”, Madrid, 1938.Traducción de José María Quiroga Plá. Existen muy numerosas reediciones.

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desposar otras mujeres, sino algo más tarde, sin darle a ello toda la importancia quehubiera sido justa. Su pasión por Josefina, que era una ramera, y que no dejó de serio,

 pasión atestiguada por cartas llenas de delirio, tiene precisamente ese carácter delentusiasmo sensual de un adolescente imaginativo, casto aún, encendido por lacoquetería de una ambiciosa.

Este género de erupción, para hablar con decencia, es fácilmente curable, y elcolegial no tardó en instruirse. Por otra parte, en la época del comienzo de sus amorescon Josefina, su grandeza futura no era sino presumible o adivinable. Esta mujer 

 perversa y fascinante constituía su primer deslumbramiento. El que todavía no era másque Bonaparte, y que más tarde, con sólo un ademán hubiera hecho inmolar las másaltaneras virtudes, debió creer entonces que una diosa del Olimpo se dignaba llegar hasta él: “Mio dolce amor, no me beses más porque, me enciendes la sangre”. Estascosas se escriben a los dieciocho años. Pero parece que en Amor, Napoleón siempretuvo esta edad. Quince años después de su gran pasión por Josefina, tuvo a María Luisa,y la sorprendente puerilidad de su calaverada de Compiègne. Debe recordarse que lamuñeca que se le enviaba desde Viena, prodújole un nuevo deslumbramiento, que hizo

renacer en él, al colegial tenaz de su prehistoria.Las dos mujeres, dignísimas una de la otra, le fueron igualmente infieles y

traicioneras, como no podía ser de otro modo. Fatalista, como lo he dicho más arriba,desempeñóse lo mejor que pudo, teniendo bastante que hacer con amotinar contra susola persona todos los pueblos europeos para cumplir lo que llamaba su destino. Laépoca, además, así lo quería. Cada uno hacía cuanto le venía en ganas, y las hermanasde Napoleón fueron cortesanas en la simple acepción del vocablo.

Carolina, la más odiosa de las tres, no contenta de haber deshonrado veinte veces asu marido, el infortunado Murat, hizo de este héroe de todas las batallas, el lamentablealucinado en quien creía ella tener disponible al asesino de su hermano.

Pero al poeta inmenso de la Epopeya de veinte años, ¿quién podía asesinarle osolamente contristarle mortalmente? El veía a sus mujeres, sus hermanas y hermanosarmados contra él, como veía a sus lugartenientes ingratos, y como veía todas las cosas,en el espejo enigmático de su magníficante pensamiento.

Tuvo lo que se ha convenido en llamar amantes, tantas como quiso, y al pasar, comoel soldado entre los soldados del mundo, pero ellas no poseyeron ni conocieron su alma.“Ubi thesaurus, ibi cor. Donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón”. El corazón de

 Napoleón no era una ciudadela inexpugnable, pero los o las que penetraron en ella,creyeron que nada había allí, porque el tesoro era invisible. Ese tesoro era el secreto desu poesía grandiosa, el arcano de ese Prometeo que se ignoraba a sí mismo, cuyas

 peores faltas han tenido la excusa de Polifemo o de Anteo, no sabiéndose tan colosal ni

tan predestinado.[ Era, junto con la impaciencia de todo obstáculo, el Celo profundo de una misiónsobrenatural que no alcanzaba a desentrañar, pero que le brotaba de todos los poros ycuya certeza lo crucificaba; -situación amorosa que lo mostraba, a pesar de todo ysiempre, infinitamente por encima de las codicias ordinarias y de su miserableservidumbre ]30

He dicho los dos deslumbramientos de Napoleón. Hubo un tercero, más funesto.Fue el deslumbramiento de la Derrota. Hasta Waterloo él había conocido los desastres,

 pero no la derrota. Esta otra prostituta, tanto tiempo excluida, lo deseaba a su vez, y fuenecesario soportarla.

30 Este pasaje, que presentamos comprendido entre corchetes, no figura en la traducción de la EditorialMundo Moderno.

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¡La Guardia retrocede!... A este clamor pánico, él ve resquebrajarse su línea de batalla, ve su último ejército en plena derrota, siente la opresión del monstruo, y suvirginidad de vencedor está perdida. Una noche horrorosa se extiende sobre su alma.¿Todo, pues, ha terminado? ¿Será preciso que el poema termine en esta aventuraespantosa? ¿Dónde está ahora su estrella? ¿Qué ha sido de su corazón y de su tesoro?

Indudablemente, no es Wellington quien se los ha arrebatado, como no lo es,tampoco, el granuja prusiano.Encontrará esto dentro de tres meses, a dos mil leguas de su capital, en el otro

hemisferio. Pero allá su estrella será como una mendiga implorando su pan, su corazónserá torturado, y su tesoro será de dolores. ¡Ah, no es la Guardia sola que retrocede enWaterloo, es la Belleza de ese pobre mundo, es la Gloria, es el honor mismo; es laFrancia: de Dios y de los hombres, viuda repentinamente yéndose a llorar en la soledaddespués de haber sido la Dominadora de las naciones!

En la mañana de ese aciago día, la Iglesia militante celebraba, en todas las parroquias de la Cristiandad, la misa de dos antiquísimos mártires, y recomendaba atodos los fieles “glorificarse en las tribulaciones, gloriamur in tribulationibus .

Hubo ciertamente en Francia humildes sacerdotes y asistentes más humildes querecordaban entonces a sus prójimos o amigos que iban a combatir, y que no pensabanmás que su Jefe en invocar a los viejos mártires.

Es probable, sin embargo, que muchos de esos inmolados, fueran socorridos por ellos en la agonía; pero el murmullo dulce y místico de esa oración, no tuvo más ecoapreciable que la imprecación desesperada de Cambronne, y el Emperador abatido no

 pensó en glorificarse de su tormento.Glorificóse de ello más tarde, en Santa Elena, cuando vio venir la gran enamorada

de los mendigos y de los emperadores, y ella le tomó su Secreto, para no trasmitido anadie.

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XV

 El compañero invisibleSe enseña que cada hombre es acompañado, desde su nacimiento hasta su muerte,

 por un Invisible encaro gado de velar atentamente sobre su alma y su cuerpo. EseInvisible se llama el Ángel Custodio, protector designado por Dios, pudiendo

 pertenecer, indistintamente, a uno u otro de los Nueve Coros Angélicos.Esta es la creencia universal de los cristianos. Ese compañero perpetuo es a la vez

inspirador y juez. Los altos pensamientos vienen por él, y lo que uno denominareproches de la conciencia, es él quien los hace oír. Sabe lo que no sabemos y ve lo quenosotros no vemos, está siempre presente en nosotros y en torno nuestro, absolutamenterespetuoso de nuestra libertad, conocedor de la real grandeza de nuestra alma, y de la

inconcebible dignidad de nuestro cuerpo de barro, llamado a resplandecer, cuandohayamos dejado de ser durmientes. Cuando un hombre hace mal, el ángel se retirasilenciosamente en los lugares recónditos del alma criminal, donde el mismo pecador nose adentra, y llora como pueden llorar los Ángeles.

“... Si la vida es un festín, ellos son nuestros convidados. Si es una comedia, ellosson nuestros comparsas, y tales los formidables Visitantes de nuestro sueño, si la vidano es más que un sueño. Ellos son nuestros .. más allegados, los Viajeros perpetuos de laluminosa Escala del Patriarca y estamos advertidos de que cada uno de nosotros esavaramente guardado por uno de ellos, como un tesoro inestimable, contra los asaltosdel otro Abismo; lo que da la más confusa idea del género humano.

“El más sórdido bribón es tan precioso, que tiene, para velar exclusivamente sobresu persona, alguno semejante a Aquel que precedía el campo de Israel en la columna denubes y en la columna de fuego, y el Serafín que abrasó los labios del más inmenso detodos los Profetas es quizás el vanguardia tan grande como todos los mundos, encargadode escoltar la muy innoble carga de una vieja alma de pedagogo o de magistrado.

“Un ángel reconforta a Elías en su famoso espanto; otro acompaña en su hoguera alos Niños Hebreos; un tercero cierra las fauces de los leones de Daniel; un cuarto, enfin, que se llama “el Gran Príncipe”, disputando con el Diablo, no se encuentra bastantecolosal aún, como para maldecirle, y el Espíritu Santo es considerado como el únicoespejo donde esos bichitos inimaginables del hombre, pueden tener el deseo decontemplarse.

“¿Quiénes, pues, somos nosotros, en realidad, para que tales defensores nos seanasignados?, y, sobre todo, ¿quiénes son ellos mismos, esos encadenados a nuestrodestino, de los que no se ha dicho que Dios los haya hecho como nosotros, a semejanzasuya, y que no tienen ni cuerpo ni rostro? A su respecto fue escrito, nunca “olvidar lahospitalidad” por temor de que se ocultaran algunos entre los necesitados extraños”31.

¿Quién, pues, ha podido ser más extraño, más necesitado que Napoleón? Nocomprendiendo nada en la aparición de tal hombre sobre la tierra, renuncio a decirlo, y¿cómo podría yo hablar de El que fue encargado de acompañarle invisiblemente a todas

 partes?Uno sería llevado a atribuirle un Querubín, un Trono, una Dominación, o por lo

menos un grandísimo y muy espléndido Arcángel. Yo pienso, al contrario, que debió

31 eón Bloy, La Mujer pobre.

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tener por guardián uno de los espíritus menores del último grado de la Jerarquíacelestial.

Un mediocre Judas, tal como Bernadotte, por ejemplo, podía tener necesidad de ser asistido por uno de los más altos príncipes o ministros de la Gracia, capaz de llevar lamontaña de sus traiciones, y de apartar de él -espantosamente- todos los castigos

humanos, esperando la hora de Dios y de su Justicia. Pero no podía serlo así para Napoleón. Lo que hacía falta a este personaje extraordinario, era el ángel guardián delniñito abandonado sobre la ruta del mundo, un modesto protector para alejar de él los

 perros vagabundos, para guiarle entre las zarzas y los guijarros que hubiesen podidolastimarle, un humilde y casi tímido ángel custodio, ¡para el más grande de todos loshombres! Un dulcísimo amigo invisible, deferente y grave, para decirle al fondo de sucorazón:

“Perdona a menudo, mas no siempre. Dios te ha hecho el padre de cincuentamillones de sus criaturas, que no pueden saber quién eres, puesto que tú mismo no losabes. No devores a esos desgraciados que son a Semejanza de Dios y a tu propiasemejanza. Se te permite encadenar reyes y hollados con tus pies, porque son arrojados

 por el Espíritu Santo, que tal vez encarnas tú. En cambio, no seas demasiado hábil, ni teempeñes en suprimir las montañas que pertenecen a Dios. Hasta ahí, serás invencible,

 pero no más allá, y de ello te darás cuenta en seguida. La nieve y el diluvio están sobresus cimas; no los obligues a bajar de ellas”.

¡Qué admirables coloquios entre estos dos Imperturbables, uno de la tierra y el otrodel cielo; visible uno e invisible el otro!

Y Napoleón también, ¿no fue invisible a su manera, y cuánto? para sus servidoresincapaces de sospechar, ni aun de suponer sus ansiedades, cuando él se entretenía con eltraslúcido compañero, a través del cual su alma veía formarse las tempestades. “Novayas por ahí”, decía el ángel. “Mi destino lo ordena”, decía el Emperador. Y he aquíque el Destino se oponía a Dios... Pero esto, ninguno de su corte podía advertido. Asíhubo momentos, horas, largas noches, en que este Amo del mundo, no sabiendo quéhacer, pasaba de una a otra resolución, sorteando los escollos, para verse nuevamenteentre ellos, traído por la violencia del oleaje insultante, hasta que, agotado del esfuerzo,se dejaba caer con cinco o seiscientos mil guerreros, murmurando no sé qué palabrasque podían significar esto: “¡Que Dios se apiade de mí!”

Esta pavesa de la majestad humana casi infinita, llegó en fin a Santa Elena. Aldesembarcar en esta isla, inmortalizada desde entonces por él, el Almirante Cockburn

 presentóle una invitación para “el general Bonaparte”. Recibiéndola de manos deBertrand, Napoleón dijo al gran mariscal: “Es menester remitida al general Bonaparte;la última vez que oí hablar de él fue en la batalla de las Pirámides, o en la del Monte

Tabor”.Lord Rosebery32, verdadero inglés, sin embargo, señala como una indigna yrepulsiva bufonada esa obstinada negativa del título imperial del gran Cautivo.

El mismo Cockburn respondió en los términos que vemos aquí en una carta dondeel conde Bertrand mencionaba el nombre del Emperador: “Señor, yo tengo el honor deacusaros recibo de vuestra carta fechada ayer. Esta carta me obliga a declararosoficialmente que yo no tengo conocimiento de un emperador cualquiera que habita enesta isla, ni de una persona revestida de tal dignidad, que haya, como vos decís, viajadoconmigo sobre el Northumberland”.

Esta innoble y mezquina persecución inglesa, duró más tiempo que el mismo Napoleón. “Sobre el sarcófago del Emperador, dice Rosebery, sus servidores querían

32 Archibald Philip Pimrose, conde de Roseberry (1847-1929), político inglés, autor de “Napoleón, laúltima fase” (The Last Phase), que León Bloy cita igualmente en su Diario.

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escribir este simple nombre: Napoleón, con lugar y fecha de nacimiento y de muerte. Sir Hudson Lowe negó su consentimiento, a menos que se agregara el apellido Bonaparte.Pero los servidores no pudieron aceptar una designación que el Emperador no habíaquerido admitir jamás. De manera que el sarcófago no llevó nombre alguno. Esto pareceincreíble, pero es así”.

 Nada faltó en este suplicio de aquel cuyo imperdonable crimen había sido hallarsemucho más alto que todas las cabezas humanas, y haber cumplido las proezas másgrandes que la tierra hubiese visto durante diecinueve siglos. Nada, sino los gemidos dela víctima, y tal vez también su presencia.

Los verdugos y los domésticos ingleses tenían razón sin duda, más de la que podrían haber creído, negando la presencia del Emperador. Ellos no tenían más que una pobre apariencia humana ya tocada por la Muerte; Napoleón estaba fuera de su alcance,tal como su invisible Compañero, con quien conversaba, muy lejos de ellos.

Con mucha frecuencia se ha hablado de sus continuos monólogos. En realidad esosmonólogos eran los diálogos de un Ausente con un Invisible, y este último era

 precisamente el camarada que había menester en esta excesiva miseria, un exilado que

ni siquiera podía lograr que se le llamara por su nombre.Puede suponerse que a la hora final, un poderoso Arcángel debió de intervenir para

 presentar al Padre de las misericordias su más grande imagen, pero en el curso de su periplo de gloria y de infortunio, parece conforme a las leyes del equilibrio sobrenaturalque este Emperador de los siglos haya tenido, por protector y por compañero de todoslos momentos, al menor de los bienaventurados Espíritus Mensajeros que el Señor 

 pudiera hallar en sus vastos cielos. Bourg-la-Reine. Enero-Abril 1912.