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  • Jess Fernndez Santos E x t r a m u r o s

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    Jess Fernndez Santos

    Extramuros

    INTRODUCCIN MANUEL VZQUEZ MONTALBAN

    Crculo de Lectores

    Circulo de Lectores, S.A. Valencia, 344 Barcelona 3 4 5 6 7 8 9 5 8 0 9

    El Autor, 1978 Depsito legal B. 25348-1985 Compuesto en Garamond 10 Impreso y encuadernado por Printer, industria grfica sa sane Vicen dels Horts 1985 Printed in Spain

    ISBN 84-226-1940-7 INTRODUCCIN Cubierta, Yzquierdo Edicin no abreviada Licencia editorial para Crculo de Lectores por cortesa del Autor Queda prohibida su venta a toda persona que no pertenezca a Crculo

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    MAESTROS DE LA NARRATIVA

    HISPNICA

    A quienes interese el autor pueden visitar: http://www.jesusfernandezsantos.com/

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    INTRODUCCIN

    EXTRAMUROS LA LUNA SE DETUVO

    La reaparicin de Jess Fernndez Santos mediante la publicacin de Extramuros, en la coleccin Las cuatro Estaciones de Argos Vergara, fue acogida como la resurreccin de un novelista avaro de s mismo, considerado desde sus primeras novelas como una de las mejores esperanzas de la narrativa espaola de los cincuenta y un tanto guadianesco tanto en cine como en literatura, aunque va perteneca a la memoria culta del pas incapaz de olvidar Los Bravos, En la Hoguera o Cabeza Rapada. Escriba Eugenio de Nora en La novela espaola contempornea las caractersticas de la nueva oleada de novelistas de los aos cincuenta (Matute, Snchez Ferlosio, Fernndez Santos, Juan Goytisolo o Ignacio Aldecoa) y resaltaba que el azar colocaba a Fernndez Santos, tanto por cronologa de obra, como por fecha de nacimiento, en medio del grupo. ...puede tomarse como smbolo, a grandes rasgos exacto, de su situacin esttica dentro de l, su obra aparece as como el vrtice en el que confluyen, sumndose sin anularse, las tendencias un tanto dispersas de la promocin, con mucho de inters personal (dentro de lo previsible) anticipadamente representativa de lo que ser el camino de madurez de estos autores.

    Pienso declaraba en 1958 Fernndez Santos que todo lmite impuesto a la novela significa de hecho su propia muerte. Tanto en el fondo como en la forma...; desde el punto de vista tcnico, un procedimiento literario no me interesa ms que en la medida en que me permite conocer y exponer mejor la realidad que me rodea. Retengamos esta declaracin de programa esttico para explicarnos tambin, ms adelante, como en Extramuros el procedimiento literario slo le interesa al autor porque le permite conocer y exponer mejor la realidad que no le rodea, porque Extramuros es una novela histrica situable en la Espaa en decadencia que sobrevive a la muerte de Felipe II. Tanto en Los Bravos como en La Hoguera, el autor demostraba su comunin de intereses realistas con una promocin de intelectuales que tanto en novela como en poesa (Barral, Valente, Gil de Biedma, ngel Gonzlez, Lpez Pacheco) o en teatro (Sastre, Buero Vallejo, Delgado Benavente) e incluso en cine (Bardem) trataban de aprehender una realidad espaola obscenamente crtica por el mero hecho de existir y de llevar la contraria a la falsificacin de la realidad cotidianamente emprendida por la poltica cultural e informativa del Rgimen. En todos estos creadores se verifica en la dcada de los cincuenta un milagroso encuentro entre vanguardismo ideolgico y vanguardismo esttico, porque apuestan por una visin crtica de la realidad a travs de un lenguaje que emana de ella, sin quedar impregnado de un trasnochado naturalismo. Fernndez Santos retrata en Los Bravos y En la Hoguera situaciones rurales, pero desde la distanciada retina de un voyeur circunstancial, que adems ha ledo a los novelistas norteamericanos y a la esplndida floracin de los neorrealistas italianos: Silone, Vittorini, Bratelini y, sobre todos ellos, a Rayese. Esa mirada pavesiana se percibe en el primer Fernndez Santos y se convierte en propia y apropiada en Cabeza Rapada, junto a El Corazn y otros frutos amargos de Ignacio Aldecoa, el mejor libro de relatos de

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    la narrativa espaola de la postguerra. Visin alternativa y crtica de la realidad; un lenguaje tan instrumental como potico, es decir inventado ad hoc para hacer posible la verosimilitud literaria, que no tiene nada que ver con la verosimilitud vivencial, y recuperacin de la memoria y a travs de ella del pas de la infancia (Cabeza rapada) que es a la vez la nica patria cierta que llevamos dentro y, en el caso de Fernndez Santos y sus compaeros de hornada, el pas de la guerra civil que, va adultos, tratan de recomponer como personajes de Eliot, a partir de ...imgenes rotas sobre las que se pone el sol.

    Entre Cabeza Rapada y Extramuros (tres lustros) casi sordina literaria y para justificar el casi ah queda Laberintos, novela desconcertada en el fondo de una novela espaola que tambin lo es-taba, fruto de la desorientacin esttica que sigui la crisis de la literatura social. Un somero balance del estado de aquella cuestin dira que el punto culminante de aquella aventura literaria del nuevo realismo espaol lo represent el Premio Internacional de los Editores concedido a Tormenta de verano de Juan Garca Hortelano y que el relativo fracaso internacional de la obra, unido al impacto causado en la conciencia lectora de la vanguardia espaola por Tiempo de silencio de Martn Santos, dej colgada en el aire la opcin realista, a la manera de globo perdido, abandonado incluso por sus veladores tericos y funcionales: el crtico Jos Mara Castellet y el editor y poeta Carlos Barral. Precipitadamente fue lapidada y enterrada la opcin esttica de los realistas crticos espaoles y el que tuvo capacidad de salto para salir del pantano en el momento adecuado, ofreci unos aos sesenta fecundos, caso de Juan Goytisolo. Pero fueron ms los que se quedaron abrumados por la paliza crtica, el ejemplo agravio comparativo de Tiempo de silencio como novela en la que el barroco literario no quita lo valiente civil y finalmente por la puntilla de la llegada de los latinoamericanos por la puerta que abriera La ciudad y los perros de Vargas Liosa.

    Estamos actualmente en plena revisin de la generacin de los cincuenta, que permitir sin duda descubrir cuan precipitadamente fue declarada en estado de absolescencia. Y ms que fruto de un bandazo esttico, esta recuperacin se debe a las renovadas ansias de escribir que sobre todo Fernndez Santos y Garca Hortelano han demostrado, una vez cumplida esa travesa del desierto que toda promocin creadora debe sufrir desde la entronizacin bajo palio hasta que las nieves del tiempo platean sus sienes de irreversible, y por lo tanto indiscutible, clasicismo. sta es una so-ciedad cultural que entroniza rpidamente el talento, luego lo aburre y aos despus lo consagra, cuando ese mismo talento ha demostrado tozudez suficiente como para no morirse de sed durante la travesa del desierto. En el caso de Fernndez Santos, junto a la evidencia de lo poco que public entre Cabeza Rapada y Extramuros, o Lo que no tiene nombre (premio Nadal 1977), la duda de si mientras tanto los vientos creativos se le fueran tras las cmaras de cine de las que es ms profesional que aficionado. Reputado realizador de documentales, entre los que destaca el que dedicara a Goya y aun de filmes de larga duracin, pareca como si Jess Fernndez Santos buscara cobijo en las salas oscuras, mientras recuperaba el aliento literario.

    Si non e vero, e ben trovato. Aos despus, Mario La Cruz, otro novelista miembro de la generacin de los cincuenta, desde su faceta de director literario crea la coleccin Las cuatro estaciones que cobijar una novela importante por estacin. Su primer xito es Extramuros, de Fernndez Santos y en el xito se renen distintas sorpresas: el retorno de un gran novelista, el carcter histrico de la novela y la fidelidad lingstica a ese tiempo histrico, como si Fernndez Santos diera la vuelta a su argumentacin de 1958, pero en el fondo respetndola totalmente. En el caso de Extramuros, el procedimiento literario es escogido porque es el que mejor le permite conocer y exponer la realidad novelesca predelimitada: lo que queda dentro y fuera de los muros de un convento en decadencia en una Espaa en decadencia. Se equivocaron los que acogieron la novela como una alegora temporalmente extrapolable. Extramuros es estrictamente un juego literario de recreacin de una parcela histrica imaginaria mediante un idioma que suena a clsico, pero que examinado de cerca muestra la funcionalidad de su fingimiento. A partir de Extramuros proliferaron, y an proliferan, las novelas, novelitas y relatos de pretendida naturaleza histrica que tratan de hallar seguridad esttica recreando el idioma vivo en el XVI o el XVII. Este tipo de

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    experimentos ms parecen ejercicio de laboratorio tan universitario como retrico, sobre todo si los comparamos con el equilibrio idiomtico que el padre de la criatura Fernndez Santos consigue en Extramuros. El crecimiento de la novela, las actitudes morales, el idioma, suena a clasicismo pero sin mimesis: asistimos de hecho a la reinvencin de una novela clsica que no puede serlo.

    El escenario fundamental de la novela es un pobre convento ubicado en un pas pobre, azotado por la peste y los impuestos que han de servir para armar las tropas reales empeadas en las luchas europeas. La monja relatora slo saldr del convento para asistir a la agona de su padre y para coprotagonizar un proceso del Santo Oficio a propsito de una falsedad de la que es corresponsable: la aparicin de llagas milagrosas en las palmas de las manos de su monja amante, con la que est unida por un delicado amor lsbico y por un comn deseo de salvar al convento del hambre y de la mediocridad que incluso pudieran aconsejar su clausura. poca de supervivencias y de supervivientes, extramuros e intramuros. Las monjas viven en una pequea sociedad cerrada donde se reproduce la violencia moral de la sociedad extramuros y donde la lucha por el poder crea igualmente una relacin entre vctimas y verdugos que tratan de sumar a su causa la inestimable ayuda de la letra y msica de la Divina Providencia. El amor de las dos monjas le debe mucho al erotismo a lo divino de un San Juan de la Cruz, no porque las buenas mujeres tengan conocimiento directo de la poesa del santo, sino porque lo tiene Fernndez Santos y es lgico el contagio de la ambigedad moral del autor de Cntico espiritual. La superchera de herir las palmas de las manos amadas est condicionada por el mismo amor: que el cierre del convento no las separe y que la notoriedad de los sagrados estigmas atraiga peregrinos, viandas y otros regalos que ayuden a sacar el vientre y el espritu de penas. Pero contra ese frgil amor y esa no menos frgil aagaza, avanza el rodillo de los intereses creados, de las verdades establecidas: la de la jerarqua religiosa, la de la ciencia encarnada en el viejo mdico y la del prepotente poder poltico encarnado en la persona del noble mecenas de la fundacin, ms interesado en la supervivencia del convento para colocar a su hija como priora, que en separar la verdad de la mentira en el milagroso portento de las manos que sangran. De los tres poderes que se ciernen sobre el amor y la misma vida de las dos pobres monjas, es quizs el cientfico el ms humano, el menos guiado por una lgica interna ciega que pase por encima de los cuerpos y las almas de las vctimas. Tiempos de degradacin y de insolidaridad, el fracaso de la farsa lo paga la estigmatizada con la decrepitud y la vida y los dems miembros del convento con la dispora, con el salto al vaco que representa salir extramuros.

    Desde fines de los aos sesenta, una corriente intelectual europea, principalmente italiana, ha apostado por una imaginera segn la cual el fin del segundo milenio tendr acentos medievalistas. Signos econmicos, sociales y culturales propician la sustitucin de la utopa del progreso continuo, por la ucrona del retorno a la Edad Media, como consecuencia del hundimiento de la quimera del progreso sin fin y de las consecuencias de la grave crisis cclica padecida por el capitalismo desde comienzos de la dcada de los setenta. El retorno de la Edad Media previsto por catastrofistas neocristianos a lo Berdiaeff como conclusin de la invasin de los nuevos brbaros, los bolcheviques, no ha dejado de acompaar a los habitantes del siglo XX, paradjicamente el siglo de mayor desarrollo cientfico y tecnolgico de toda la Historia de la Humanidad. No se ha ido tan lejos Fernndez Santos, en busca de tema y tiempo, ni su propsito ha sido prepararnos espiritualmente para un dies irae irremediable y catastrofista. Lo ms probable es que el autor se haya sentido ganado por la historia literaria y por el desafo de hacerla verosmil mediante una construccin lingstica concebida como un juego de artificio. Tan notable como la obra en s, sera el clima de recepcin que tuvo entre la crtica, inclinada en un entonces que an es ahora, por una literatura que no buscara su comunicabilidad en ningn valor aadido al del artificio lingstico. Aparentemente la novela de Fernndez Santos destaca sobre todo por esa sabidura idiomtica que salta a primera vista, pero si adems de gustar a una crtica neurotizada por el ensimismamiento literario, Extramuros tambin ha sido un xito entre la sociedad real e intensamente lectora, se ha debido a la sabidura vital y arquetpica de los personajes fundamentales y al entramado de los factores humanos. El lector toma partido por algunos personajes y tiende a tomarlo por las vctimas,

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    inculcacin ideolgica sine qua non vale la pena ejercer de intelectual, as en la tierra como en el cielo, as en el siglo XVI como en el XXI.

    Otro rasgo afortunado de la aparicin de Extramuros fue que, debido al xito de pblico del libro, fueron repescadas las obras anteriores de Fernndez Santos y reeditadas y, adems, el autor recuper a gusto su primer oficio y public poco despus Cabrera y Jaque a la dama, novela con la que obtuvo el premio Planeta en 1981. En cuanto a Extramuros, cabeza de la ola del gusto por una novela histrica espaola, fue hecha cine por obra y gracia de Miguel Picazo, con un plantel de monjas tan prometedoras como Aurora Bautista, Carmen Maura, Mercedes Sampietro y Assumpta Serna. Aunque cualquier lector de la novela descubrir inmediatamente cun difcil es trasladar al cine una obra que es ante todo una exquisita peripecia idiomtica y una sutil apuesta por todas las sentimentalidades intramuros.

    M. Vzquez Montalbn

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    CAPTULO PRIMERO

    Extramuros la luna se detuvo. Ms all del camino real qued inmvil sobre la ciudad, encima de sus torres y murallas, dominando los prados empinados donde cada semana se alzaban las fugaces tiendas del mercado. Los recios muros revelaban ahora la trama de sus flancos, sus cuadrados remates, sus puertas blasonadas, con sus luces de pez y estopa, movidas por el aliento solemne de las rfagas. De lejos llegaba intermitente el rumor del ro, dando vida a la noche, la voz de la llanura estremecida, el opaco silencio de la tierra, de las lomas peladas y de los surcos yermos.

    Todo se haba congelado, detenido, muerto bajo el manto de aquella luz tan fra, a los pies de las nubes heladas como husos blancos de una rueca invisible, como rebaos fantasmales, empujados, amenazados, divididos por los veloces canes del viento.

    La luz hizo alzar de sus cenizas, de su nocturna muerte a las aceas del ro, por lo comn calladas, silenciosas, volvi brillantes tejados y corrales, cubriendo de cristales diminutos los quebrados caminos, los calvarios medrosos, ms all de las murallas, de las agudas flechas de sus torres. Se las vea apuntar a la madre de todas las cosas, a la seora de la noche, blanca, tersa, desnuda, ahuyentando con su presencia, no slo las estrellas, sino tambin las nubes y las aves. Era su manto helado, su reino fro, no de clidas tinieblas, su voz un hilo apenas como el susurro de las bogas en el ro que, entre suspiros y arrebatos, daba vuelta a la villa por su cara opuesta.

    Todo ello, la ciudad, las lomas y el camino en torno, se adivinaba ms all, al otro lado de la gastada celosa. De da, en cambio, podan verse recuas de trajinantes con la blanca cosecha de pan sobre sus mulas recias afrontando con calma la pesada cuesta, camino del mercado, rebaos sonmbulos mantenidos a voces en las estrechas sendas, gente de a pie, de silla, acompasados caballeros, ricos cortejos que ajenos al viento fro de la sierra se alejaban navegando en el polvo, camino de la corte.

    Todo ello se poda contemplar, sentir, adivinar ms all de nuestros muros, al comps de las labores o la oracin, segn la hora, segn pintase el da, la devocin, segn su Majestad, de quien han de venir rigores y mercedes, dispusiera en beneficio nuestro.

    Pues as fue que estando un da la comunidad en el coro a la hora de maitines, dispuso que mi hermana viniera a dar en tierra o por mejor decirlo, en el suelo de tablas, tan remendado y roto. Puede que fuera el mal de mudanza de estacin o la comida ruin de aquel ao de tan largas privaciones, o el ansia por merecer aquellos primeros votos que tanto ambicionbamos, pero all qued en el suelo privada de todo sentido. Con gran diligencia se intent levantarla y como por lo avanzado de la hora no procediera llamar al mdico, orden la priora sacarla al aire del portal, por si el fro de la noche y nuestras oraciones eran capaces de espantar el mal y mejorarla. Pero no fue preciso tal remedio. Ella sola fue alzando poco a poco la cabeza entre el revuelo de miradas, alerta como si regresara de otro mundo, de ms all del claustro, de ms lejos que las murallas de la villa, quin sabe si desde aquellas estrellas que ahora en lo alto, de nuevo tiritaban.

    Poco a poco se levant, adelantando el pie, las manos, con la ayuda de las dems hermanas, abrindose paso, camino de la celda, en donde la esperaba al menos el mezquino cobijo de la manta que, aunque gastada y pobre, siempre ayudaba ms que aquel relente helado y la luna ocultndose en lo alto.

    Toda la noche se le fue en suspiros y tiemblos, en rogar al Seor para poder siquiera mantenerse en pie, tal como lo intentara a veces luchando por salir al excusado o por volver al coro para seguir los cantos. Mas cada nuevo intento acababa en derrota; cada esperanza en nuevo descalabro. As pasamos juntas la noche, ella viendo llegar el da ms all del mezquino ventanillo, yo rezando, luchando por aguantar el sueo y aquel fro negro como un demonio que dejaba los miembros

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    doloridos. Ya con el sol rompiendo por encima de tapias de la huerta, son la esquila del portal principal anunciando visita. A poco la puerta de la celda se abri dando paso a la priora acompaada de nuestro viejo mdico. Traa ste rojas an del relente las mejillas y las manos como puros tendones que fueran a romper la piel tan transparente. Enfundado en la capa que no llegaba a cubrir sus rodillas, pareca un gran pjaro calvo que el mal viento de enero hubiera hecho caer buscando amparo entre aquellos muros esculidos.

    La priora le explic el mal de la hermana, y l palpando los pulsos, acechando en el fondo de los ojos, consultando los distintos humores, sentenci, tras pensarlo un instante, que nada era tan grave como la extrema debilidad de la enferma. Sin embargo, su grave postracin poda corregirse con vino, pan y carne en abundancia y trabajos ligeros y breves.

    Tal dijo y call pronto porque segn hablaba se dira que descubra aquella celda ruin con sus suelos de ladrillos partidos, su cama y su lebrillo y las grietas por donde los adobes asomaban amenazando ruina.

    Call viendo a la luz del veln el color de mi hermana y el gesto de la superiora, escuchando su voz, sabiendo cmo faltaba el pan que la sequa nos negaba, cmo la carne la conocimos por postrera vez en la fiesta del santo y el vino secara.

    En un instante ante el lecho de mi hermana, ante su rostro tan gastado y mezquino, debi de recordar qu tiempos eran aquellos que corran a la vez ruines y recios, qu aos de soledad para el alma y el cuerpo miserable. As enmudeci en tanto yo corra el embozo de la sbana sobre los labios de mi hermana, cubriendo su respirar tan hondo, la blanca nubecilla que naca en el aire cada vez que su aliento se animaba.

    Era como los pjaros que derriban en invierno las heladas, tan desvalida y pobre, respirando apenas, luchando an por volar, por revolverse, por alzarse de nuevo hasta las ramas.

    Con el mdico y la priora ya camino del portal, perdidos y lejanos, le pregunt si sus desmayos volvan. Me respondi que an andaba harto mal como privada de sentido, que si el Seor no le ayudaba mal podan los hombres, con toda su ciencia, intentar devolverle la salud y las fuerzas.

    As quedamos largo rato; mi hermana suspirando y yo dando a entender que su mal era cosa de poco; ella cerrando los ojos como quien se despide de este mundo y yo tomando sus manos en las mas, procurando aliviar su soledad, luchando por sembrar en ella la esperanza.

    Poco tard en saber nuestro capelln las nuevas de la casa. Bien presto se las hizo conocer el mdico y tras mucho pensarlo acordaron, tal como proceda, pasar aviso a nuestros superiores.

    Vano empeo, pues en la villa donde residan no deban pintar tiempos mejores. Tambin all el demonio deba andar sembrando su cosecha de males terrenales, la escasa fe, la olvidada caridad, la esperanza menguada por culpa de la seca.

    Pues aunque en cuestin de fe Nuestro Seor nunca lleg a dejarnos de su mano, la lluvia nos olvid invierno tras invierno, verano tras verano, no dejando mata de hierba en muchas leguas, ni arroyo a flor de tierra, ni surco brotado.

    Era una de aquellas famosas plagas que el Santo Libro cuenta. El agua huy de ros y manantiales, y la lluvia de las nubes. El campo respiraba polvo, angustia y miseria. Era cosa triste de ver, segn decan los que nos visitaban en busca de algo de pan y caldo, las espigas a punto de nacer y ya muertas al sol, ni maduras ni en sazn, los arrabales mustios y el ganado campando a su albedro, buscando por veredas y trochas lo que el cielo y la tierra le negaban.

    El camino real que antao se animaba al caer del sol con el paso de las mulas y caballos, con cortejos y carros, ahora a lo lejos, desde la celosa, apareca desierto como un presagio de lo que habra de acaecer tras breve tiempo.

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    Y ello fue que segn nuestras desdichas arreciaban, segn el cielo segua despejado y el campo seco y los senderos vacos, lleg esa segunda calamidad siempre alerta como llamada por su hermana.

    Vino una muy miserable enfermedad que volvi a la gente flaca, aviesa y an ms desconsolada. Lleg el mal que diezma de cuando en cuando nuestras villas y corte, que hace a las gentes huir de la ciudad abandonando bienes y hogares y hasta a sus ms queridos familiares. Lleg sin amenazas, sin ningn previo aviso, como en secreto y aunque ya la esperbamos, su recuerdo era tal de otras pasadas veces que bast su fama para sembrar de espanto cuerpo y alma. Las ms fuertes de mis hermanas juzgaban ahora fcil cosa pasar a ver a Dios Nuestro Seor, pero yo como de fe ms flaca, ms apegada a las cosas de la tierra, no alcanzaba a sentirme peregrina en ella, ni a pensar de buen grado en cosas celestiales, ni a descubrir la ganancia que nuestro confesor predicaba cada da, hacindonos saber cmo los verdaderamente vivos viven all en el cielo por sobre nuestras cabezas, en tanto los de ac todo lo pierden ciegos, empeados en glorias pasajeras.

    La priora recomendaba ofrecer aquellas penas al Seor, que a fin de cuentas no haca sino probarnos a travs de tales sacrificios, pero yo no llegaba a comprender cmo tales miserias nos otorgaban el ttulo de bienaventuradas, cmo entender tal dignidad en aquellas pobres gentes que cada da ante el portal llegaban, como toda aquella escasez, tan negros aos eran, segn deca, para aumentar nuestra gloria en la desgracia.

    Bien estaba, en su justa medida, nuestra tradicional pobreza segn exigan las reglas de la casa, desdear bienes, pompas y abundancia, mas aquella escasez no nueva ciertamente, pero ms dura y triste que en aos anteriores, mataba en nosotras toda alegra y esperanza, como si el Seor nos dejara de su mano quin sabe si por alguna grave falta.

    En vano nos explicaba la priora cmo aquellas terribles pruebas eran timbre de gloria y especial galardn para la comunidad; a la noche cuando camino del coro, nuestros pies rozaban la tierra an removida de sepulturas anteriores, nos preguntbamos cul de nosotras sera la primera, a cul llamara ante s Nuestro Seor antes que un nuevo da amaneciera.

    Yo me deca no quiero para m tales armas ni banderas. Si aqu vine para servir al Seor, mejor viva que muerta, antes en el trabajo o en el coro, la labor o la huerta, que bajo el polvo de ese rincn del claustro, debajo de la tierra.

    As pensaba yo, sin apenas sosiego, en tanto velaba a mi hermana cuya salud menguaba da a da. Quedaba a su lado todo el tiempo que poda robar al coro o la cocina, casi siempre leyendo en alta voz libros piadosos, vidas de santos que ganaron la paz del cielo por sus buenas acciones aqu abajo. El libro se me venca a ratos, las pginas se me volvan pesadas como lvanas, al tormento del alma se sumaban los dolores de los brazos y el sueo apretaba tanto que apenas era capaz de valerme. El pensamiento andaba en todas aquellas vrgenes y varones, en las grandes mercedes que el Seor les otorg, en sus martirios y grandes devociones, en cmo su voluntad prevaleci hasta conseguir para s y para sus comunidades todo gnero de venturas.

    Yo pensaba en nuestra casa ruin y bien presto las lgrimas venan. Otras en cambio la ira me arrebataba el corazn como una llama que invadiera la celda, abrasando a mi hermana y a m, aniquilando el convento todo, borrando en las hermanas, en la comunidad, toda mansa paciencia. Luego, a la tarde sobre todo, a la cada del sol, a esa hora en que el campo parece que respira, vena nuestro enemigo principal de muros adentro, el avieso humor de la melancola.

    Quedaba entonces como ella, sin poder defenderme, en silencio las dos, con la razn en sombra, oscurecida, como ajena a m misma, con el libro en las manos, apagada, rota.

    Ella entonces lo tomaba entre las suyas y en su quebrada voz, segua la historia en el punto en que yo la dejara, y era sta por entonces la vida de una santa famosa no slo por sus muchas virtudes y dones sobrenaturales, sino tambin por alzar a su comunidad desde un estado miserable hasta lugar de cita y peregrinacin de todo gnero de ilustres personajes.

    Renovada la casa y ampliada la orden, creca tanto en gloria y abundancia hasta el punto de llegar a ser cimiento y cabeza de otros muchos conventos en diversas regiones y comarcas. Ello fue

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    por las Sierras de Crdoba en donde el Salvador se apareci a la santa, tocando con sus dedos en sus manos, dejando en ellas para siempre sus llagas. A poco le naci en el costado la lanzada del Glgota y pronto cambi su vida, sin apenas comer ni beber, ni probar otro alimento que la sagrada comunin, siempre en vela, sin dormir apenas, consumiendo en la oracin las horas que al sueo dedicaban las otras.

    Vea al Sacramento de modo muy especial, en forma de nio rodeado de ngeles, nunca apeaba el cilicio de su carne y sus pies no conocieron ni el cuero, ni el esparto en la estacin ms fra ni en los das peores. Tantas fueron sus virtudes y mritos que, ao tras ao, sali elegida por abadesa de la casa, llegando su fama a tanto que hasta la misma Emperatriz le envi como recuerdo su retrato.

    Su vida, dictada o escrita de su mano, fue por aquellos das el mejor regalo de mi hermana, su mejor medicina, nico blsamo capaz de ahuyentar sus quebrantos en los das tan largos de la espera.

    A veces alzaba el rostro meditando, mirando ms all de la ventana. Otras, en sueos, murmuraba tal como si tornaran los recuerdos del da. Ninguna medicina le aliviaba, sino el libro y la santa y las mercedes que aquella consigui en su casa tan nueva y alhajada.

    De todo ello me hablaba cuando empezamos a salir al jardn, camino de la huerta, cuando la priora, con la experiencia de quienes ya trataron en muchas ocasiones este mal, me orden que con maa y paciencia le ayudara, no ordenndola en lo que se habra de resistir, sino mostrando gran afecto y cuidado con ella. As para ocuparla en algo, para que no tuviera tiempo de compadecerse, comenc a levantarla a media maana cuando el sol todava no atormenta y alcanzando la sombra de la alberca, all nos detenamos hasta que desde la cocina llegaba alegre el repicar de la campana.

    Largas horas en las que el son de los gorriones y el montono sonar de las chicharras pregonando el calor de agosto nos hacan a las dos olvidar trances amargos. Yo a ratos peda a Dios que fuera servido de darme a m su enfermedad, aquel mal de mi hermana y compaera, mas el Seor no me escuch, antes bien y mejor: ella dio en levantar cabeza quin sabe si por mis oraciones. Ello fue que comenz a comer de mejor grado, la calentura huy y no fueron precisas ms purgas ni sangras. Fue la ganancia tal que ya sola caminaba e incluso razonaba, aunque en tal punto fueran tan diferentes nuestros pareceres. Pensaba y as me lo deca que no era justo tal como nuestra suerte andaba, tan ligera y quebrada dejarla del todo en manos ajenas. Si el remedio de siempre nos faltaba: limosnas y cosechas, por obra y gracia de su seor principal, nosotras debamos, como obreras de la comunidad, buscar en otras fuentes lo que el mundo antao a manos llenas nos ofreca y ahora en cambio se obstinaba en negarnos.

    En vano yo responda que mejor casa chica pero nuestra que grande y ajena, sometida a dineros y favores extraos; antes libres en la comunidad que esclavas de la villa, de ayudas rogadas y a la postre esquivas, pero algo vino a darle la razn en todo y a quitrmela a m, un acontecimiento que luego dir y que vino a resultar piedra fundamental, clave del arco que mi hermana a solas andaba levantando. No s si entonces comenz la ruina de todas nosotras, de nuestro nombre honrado y nuestra fama en el siglo, pero es bien cierto que all el demonio comenz a trabajar nuestra cada, tal como l acostumbra da y noche, sin tregua ni reposo.

    El caso fue que la carta de nuestro capelln, dando cuenta del estado tan ruin que soportbamos, lleg hasta el Padre Provincial, que quiso visitar en persona la casa. Quizs andaba desocupado por haber predicado ya las fiestas mayores o tuviera que acudir a la villa a solventar negocios de la Orden o, en fin, aquella carta de nuestro confesor le inquiet hasta el punto de temer por la salud de todas. El Seor le ilumin en tanto iba robando hermanas al coro y la labor, a la oracin y al claustro. Un nuevo mal, hijo de aquel que nos atormentaba, vino a diezmarnos tan recio y apretado que comer era dolor harto grande y aun el agua del pozo, poca y escasa, era preciso templarla para que no abrasara la garganta.

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    As las cosas, lleg por fin el Provincial, hombre de fe y talento y en opinin de todos, de prontas decisiones. Tena fama de empezar siempre, como buen albail, la casa por bajo, dejando para ms adelante tejado y remates, de decir, rezos, horas y salmos. Pidi presto los libros de gastos y all fue el suspirar y lamentarse la priora, pues todo andaba revuelto y anotado como cosa de pobres mujeres ignorantes de los bienes materiales. Los otros, los del cielo, ya se sabe que a solas nacen y a solas medran, pero los de aqu abajo, si no se saben apaar y ordenar, bien pronto vuelan como los pjaros cuando el otoo llega. As se lo explic el Provincial y as estuvieron cosa de medio da con el asunto de otras tierras y rentas que por no ser llevadas con concierto, las unas ya se daban por perdidas y las otras se tenan por muertas.

    Como se sabe y dice, de lo perecedero suelen venir graves daos al espritu y as andbamos nosotras, sin saber qu racin nos tocaba a las sanas ni cul a las enfermas, ni hasta dnde alcanzaba el grano, ni si era buena o menguada la cosecha. Pues donde manda pastor viejo o prelada manirrota, el rebao no medra y hasta puede venir su ruina o muerte si no se pone remedio a tiempo.

    Poco a poco, empecinado como estaba, empez el Provincial a examinar cuanto hallaba en su camino como juez que buscara comprobar todo cuanto en su carta el confesor expona y delataba. Miraba en especial los locutorios, su doble reja tan recia y estrecha, sus sufridos velos y el ventanillo de comulgar en la capilla. Habl largo y tendido con su confidente recomendndole tuviera con nosotras tan slo el trato necesario, informndose muy por menudo de la vida y recogimiento de la casa.

    Nunca supimos qu conclusiones sacara entonces, pero es el caso que volvi de su pltica con el semblante triste, enmudecido y fue entonces, tras de aquella breve charla, cuando quiso ver el resto de la casa, enfermera y celdas, granero, establo e incluso el cementerio, insistiendo mucho en ello por ms que las hermanas tratramos con buenas palabras de alejarlo.

    Como dice el dicho, tuvo el Seor a bien dejarnos de su mano, el mundo se nos vino encima y el mismo visitador antes blando y afable, se nos volvi frontero y enemigo. No cej hasta conocer la enfermera y quiso nuestra mala suerte que por aquellos das una de las hermanas ms jvenes se hallara en trance de dejarnos. Cada vez que cerraba los ojos pensbamos que sera para siempre. Ya haba recibido el sacramento de la uncin, y escuchado el credo en voz de la priora. Hasta pusimos la cera en sus ojos, tan seguras estbamos de que bien pronto nos dejara. Pero quiso el Seor que el da de la visita viviera todava y sintiendo llegar a nuestro padre se alzara en el catre solicitando confesarse.

    Intent convencerla la priora de que harto limpia se hallaba su alma con tanta absolucin de nuestro capelln, que se estuviera quieta y reposada, pues de otra forma no habra de sanar; pero la hermana como de poca edad, con el miedo a morir de los ms jvenes, aquellos a quienes la vida mira an con mercedes y goces respondi que bien segura estaba de tener la sepultura abierta, que pronto dejara el mundo en compaa de otras, de todas las hermanas que reposaban desde haca poco en el patio bajo la sombra de las cruces nuevas.

    El vicario pregunt en alta voz cuntas eran las finadas en los ltimos meses. Quiso saber tambin la causa de su muerte y nuestro capelln, como si l a su vez abonara su causa, le fue contando nuestras privaciones y cmo el mal diezmaba cada da la casa.

    Luego los dos pasaron revista al resto de la grey, a la huerta, la cocina y las celdas hasta volver al refectorio en donde la visita haba comenzado.

    No fue como otras veces. Nada quiso saber de dudas y propsitos, de vocaciones nuevas. No hubo palabras de nimo, slo un silencio hondo, fruto seguramente de sus oscuros y airados pensamientos. Ni siquiera quiso honrarnos probando la comida que la priora consigui preparar a duras penas, atropando de aqu y de all cuanto quedaba de dulce o salado, de cordero extramuros y hortalizas del huerto de la casa. Ni siquiera nuestra fruta quiso catar tan preocupado andaba en sus cavilaciones. Ni se dign escuchar a las hermanas que gastaban sus fuerzas en intiles salvas, en propsitos y justificaciones, culpando de todo a la sequa. Si era capaz de arruinar tantas villas y

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    ciudades decan no era extrao que viniera a cebarse en tan pobre comunidad; pero nuestra penuria sera slo pasajera, regalo del Seor como afirmaba la priora, prueba de fuego a la que una vez ms nos someta.

    Pero el visitador apenas escuchaba. De cuando en cuando consultaba con nuestro capelln fechas y nombres, cifras y cuentas y el capelln le remita al mdico cuyo informe a buen seguro no nos iba a resultar ms favorable.

    Sin mediar en la charla, ni interrumpir a nuestra superiora, todas, quien ms quien menos, lamentbamos haberle abierto as las puertas de la casa, mostrar tan a la ligera nuestras miserias, habida cuenta de que cada uno ve las faltas leves o graves segn se lo pintaron de antemano. Seguramente nuestro padre era buen juez; por tal lo tuvimos siempre desde que lo conocimos, pero el parecer del mdico debi hacer mella en l, del mismo modo que el informe de nuestro confesor que siempre tuvo a gala gobernarnos.

    Fuera por una u otra razn, era el caso que el recuerdo de las celdas vacas, los techos rotos por donde el viento retumbaba a la noche, el granero esquilmado, los muros derrumbados y cados, el coro amenazado y la huerta sembrada de cardos, pesaban en el nimo de aquel en cuyas manos estaba la suerte de la comunidad, su vida o muerte aqu abajo en la tierra.

    Largo tiempo anduvo revuelto el convento con aquella visita sbita, esperando sus temidas consecuencias. Las hermanas inquietas y asustadas, contrita la conciencia, acusaban a nuestro capelln de traernos un mal peor que la seca o las plagas anteriores. Afirmaban algunas que a buen seguro andaba en todo la mano del demonio, presto a determinar el cierre de nuestra santa casa, aventando a novicias y hermanas hacia otras tierras y diversos conventos. Con el miedo a la muerte que an segua diezmndonos como extramuros los barrios y arrabales, tornaba la melancola porque el natural de las mujeres es flaco y aun el de los hombres en ocasiones tales. Seguramente el Seor quera ejercitarnos librndonos por nuestro bien a peligros tales, pero a veces temamos no salir adelante a pesar de sus juicios secretos y aunque hasta entonces siempre tuviramos su bondad de nuestra parte.

    Pero no todas lo entendan as; iba la grey arrebatada, las unas por el miedo de lo que amenazaba, las otras temerosas de lo que a nuestra casa y a la comunidad presto sucedera. Incluso se lleg a tratar a espaldas de la priora de escribir a Roma, explicar que no era de razn sacarnos del convento o dividirnos, so pretexto de buscarnos mejor acomodo. Decan unas que se deba respetar nuestra opinin, que nuestra voluntad vala mil veces ms que una sola visita, que antes muertas, en fin, como tantas en nuestro cementerio, que vivas, lejos de nuestra patria comn, libremente querida y elegida.

    En vano la priora con su voz cansada por los aos y los ltimos avatares, nos recordaba un da y otro el sagrado deber de la obediencia. Ella encomindolo y nosotras resistiendo, pasaba el tiempo sin que su causa ni la nuestra mejorase.

    Slo mi hermana no tomaba partido en aquellos largos concilios que a la cada de la tarde llenaban la sala capitular de murmullos y voces. Como si por su parte se hallara a la contra de todo: salud, visitador, priora y las dems hermanas, nunca dejaba or su voz ahora que ya mejorada, con la salud en nuevo cauce, poda dejar a solas la celda o la cocina donde ayudaba desde que pudo tenerse en pie y vagar por la casa a su albedro. Ahora que nuestra enfermera se volva colmena de tenues oraciones, cuando ms temamos, ella se nos apareca renovada como si aquellas dudas y trabajos, el miedo de unas y la ira de las otras le sirvieran de alivio en sus meditaciones.

    Ahora que no necesitaba de mi ayuda, acostumbrbamos a vernos junto a la alberca tal como antes solamos. All, en tanto las dems clamaban contra el visitador, se afanaban con las pocas labores que an se mantenan o buscaban la paz del espritu, mi hermana y yo tratbamos, no ya de

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    la salud del cuerpo que se vea bien enderezada, sino de la otra vida a mejorar, la del convento, que yo crea en ella largo tiempo olvidada.

    As vino a confesarme que noches antes, es decir, despus de la visita tantas veces nombrada, haba tenido un sueo. Qu sueo?, pregunt y ella me respondi que referente a la santa del libro.

    Yo ya ni me acordaba. La santa que digo aadi pensativa, es aquella a la que el Seor favoreci con sus llagas, la que sac adelante a su comunidad, a costa de su fama.

    Ahora s recordaba su atencin por aquel libro santo que por entonces entretena su ocio y le daba esperanza en momentos tan graves. Pero necia de m, no alcanzaba a entender sus intenciones. As le pregunt cul era el sueo de que hablaba.

    Vi crecer el convento me explic tanto y tan presto como aquellos de ms all de la muralla, como dicen que son los de la corte, de piedra y canto, con escudo en el arco y tal hacienda de olivos, huerta y pan que nunca ms volvimos a pasar necesidades.

    Bien est como sueo le contestaba yo, pero crecer no sera para nosotras ninguna buena nueva. Harto tenemos con mantener en pie cuatro paredes, como para cuidar tambin tantas leguas de tierra.

    Pero ella no escuchaba. Antes bien pareca que tocaba con las manos aquellos nuevos muros de la casa.

    Toda la huerta estaba prosegua cercada de rboles muy espesos, de toda clase de frutas de diversos gneros, de manzanos, cerezos y guindales, todo tan frtil y abundante que entre sus ramas apenas se alcanzaba a ver el cielo.

    Hermana le dije, nunca vi yo en esta tierra vergeles tales ni otra clase de fruta que aquella que permiten las heladas. Quiero decir bien poca. Pero si ha sido en sueos no ser yo quien os quite la razn en ello, que cada cual es libre de soar segn su razn y entendimiento.

    Vio tambin, segn contaba, mucha y muy linda hierba en nuestro claustro, agua limpia en la alberca, no sucia y turbia como ahora, la cocina repleta de ollas, jarros y pucheros labrados tan a punto en todo como repleta de viandas la despensa.

    A la ciudad, antes vaca por el miedo y la falta de pan y provisiones, tornaba el bienestar y la abundancia. Como hija natural y hermana nuestra, tambin a ella beneficiaba nuestra resurreccin, volva a ella el mercado, al igual que en sus tiempos mejores. Otra vez era el suyo el mejor de toda la comarca con provecho y vituallas, a lo largo de todo un mes, rico en paos velartes, en lana fina, granas, terciopelos, rasos y damascos.

    Para estas y otras mercaderas llegaban como antao viajeros desde los cuatro vientos, cada cual con su tienda sealada, donde posar sus sedas, merceras o joyas, vizcanos con lienzos muy preciados, portugueses con hilos de valor y gran lujo de especias de la India, plata y cera y pescado para los duros tiempos de Cuaresma. El Marqus nuestro seor, quien ampara y mantiene nuestra casa, prosperaba a ojos vista con la alcabala, con los buenos recibos de casas y portales a travs de los cuales su hacienda progresaba.

    Pero bien se me alcanzaba que era slo un sueo, un deseo en sazn, sin razn ni races en nuestros malos tiempos. No era preciso sino abrir los ojos para ver nuestras tapias carcomidas, la bveda de la capilla abierta al cielo, los suelos rotos del refectorio y la muerte en los ojos de nuestras hermanas cada vez que la enfermera acuda a servirles el caldo ruin que apenas cubra el fondo del plato.

    Bien est como sueo le responda yo, pero a decir verdad nuestra suerte est ya en manos del Todopoderoso. Si es su designio que muramos, bien presto acabaremos por seguir el camino de las otras.

    El Seor no ha de querer tal cosa respondi como si hablara a la sombra que ya vena cubriendo la ventana. Bastante nos prob hasta ahora.

    No me dijo el porqu de tan fuerte conviccin; bien es verdad que nunca me explic sus pensamientos, pero yo bien recuerdo que estuvimos largo rato conversando, ella segura y yo

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    confusa, sin atreverme a preguntar, ni aun cuando asegur que un da el mismo rey vendra a visitarnos.

    El rey? le pregunt, pensando si otra vez andara revuelta su razn. Mas mi hermana, como quien ya no ve la vida en torno, me hizo entender que, fuera de este

    mundo, era posible todo, tanto ms cuanto que nuestra casa sera no slo grande y rica, sino tambin nombrada y respetada hasta en la misma corte. Y aadi que ahora slo de un sueo se trataba, pero desde tal fecha en adelante me tendra al corriente de cuanto se le volviera a revelar, pues que se avecinaban muy grandes novedades. De ellas la casa saldra mejorada, enriquecida y aun a m misma haban de alcanzar tales mudanzas si era capaz de guardar el secreto de aquellas entrevistas.

    El tiempo pasaba sin que la lluvia apareciera. Ya sin trigo en las aceas del ro, fue preciso comer pan de grama. Secbamos las caas cortadas muy por menudo y despus de molerlas, cocamos en el horno panes ms que medianos. Un da, ya cumplido el esto, camino de la huerta, qued escuchando las seales que en el viento venan. Tarea vana pues ninguna nueva llegaba del otro lado de las tapias, ni ms all de las murallas sonaba otro rumor que el silencio fruto y resumen de todos los silencios de la tierra. Me asom a la celosa y vi el cielo despejado y alto, los lamos inmviles y la ciudad sosegada en su colina. Esta vez pareca an ms tranquila y dormida, sin una voz ni un canto, slo el velado resplandor de lejanas hogueras. Segn ganaba el da su partida a la noche, el cielo iba bajando, se iba volviendo turbio y ceniciento, pegndose a la tierra bien dispuesto a fundirse con ella. Una gran mancha de humo fue rodeando torres y almenas, estrechando la villa, borrndola, asaltndola por encima de sus arcos y defensas. Era cosa digna de ver aquellas torres como envueltas en niebla, escuchar aquel silencio como de Juicio Final, sentir aquel aroma persistente que desde las alturas caa sobre los arrabales, un olor a camo quemado, a adobes calcinados, a cal viva y azogue.

    Por el camino real tan vivo a aquellas horas de recuas y personas, slo el viento arrastraba torpes rastrojos, calor y restos de cardones. Las espadaas mudas y los vencejos quedos, temerosos de cantar o bullir, callaban a su vez de muros afuera y de rejas adentro.

    As, en tal desazn, contemplando la nube, escuchando aquel silencio temeroso, sin atender labor alguna u oracin, pasamos la maana hasta que a medioda son la campanilla de la puerta. Era nuestro doctor. Vena a rendir la visita de costumbre, esta vez ms apretada y rigurosa.

    En su rostro tan grave pronto supimos que traa malas nuevas. Camino de la enfermera qued por un instante informando a la priora, contando que los ltimos vecinos de la villa haban huido a la sierra y a lugares cercanos donde pensaban que el mal no habra de alcanzarles. Los pocos que quedaron, lisiados, impedidos o simplemente pobres, medraban a su antojo por las casas y hogares, tomando para s cuanto los ms pudientes no pudieron llevar. El resto lo quemaban por pensar que as mataban el contagio y de tal modo, plaza por plaza, los barrios mejores se haban convertido en pasto de las llamas. Su misma casa corra peligro grave, razn por la que an resista tras enviar a su familia lejos. Las iglesias vacas venan a decir mejor que las palabras cual era el verdadero estado de la villa, con los muertos al sol, sin recibir su puado de tierra y los vivos buscando provecho a sus horas postreras.

    El rostro del mdico se hizo ms grave an cuando lleg a la enfermera. Esta vez apenas cruz el umbral. Miraba el interior, aquellos pobres cuerpos consumidos que lloraban sin escuchar ni entender, sin pedir ya otra cosa que un alivio. Eran intiles sus recomendaciones, prohibirles el pescado, si pescado no haba o las comidas fras si el calor apretaba de tal modo que hasta el agua del pozo sala espesa y clida como recia y espesa medicina. Se le vea contrito y apagado, callado y mustio como aquel que no sabe qu remedio ofrecer, puede que preguntndose cundo aquel mal le alcanzara.

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    La priora le acompa como sola hasta el portal vaco tambin de fieles y vecinos, al que ahora no llegaban ni diezmos ni limosnas.

    Pienso que esto ha de ser murmur en tanto alzaba con sus torpes manos el hierro de la aldaba el fin de nuestra edad. Las primeras seales de que ese fin se acerca.

    Pero nuestro doctor no pensaba tal cosa. Se detuvo como si ahora la prisa no le apretara y fue explicando cmo ya desde tiempo atrs, muy antes de la seca, las cosechas eran tan cortas que no pudiendo las gentes pagar sus dbitos, acababan presos. Las crceles andaban repletas de ellos, y aun se deca que entre plazos y pleitos de acreedores, embarazaban las ms de las audiencias.

    Algunas de mis hermanas que escuchaban all, hijas de labradores, daban razn al mdico, pero no la priora para la que el destino de los hombres slo del cielo dependa. Mas el doctor volvi a la carga aadiendo que hidalgos, mercaderes y lenceros guardaban el trigo en meses de abundancia, fiando bienes a pagar despus, cuando el pan faltaba, adems de cargarlos con precios excesivos.

    Todo ello era verdad. De tal modo recordaba yo arruinada la casa de mis padres, quedando pobres, condenados las ms de las veces a seguir con la trampa todo el ao adelante, como esclavos perpetuos de aquellos que no quieren el grano sino para volverlo a vender y medrar de tal modo con nuestras aflicciones. Nuestro doctor tena razn en todo, por ms que la priora olvidara lo que dej escrito Nuestro Seor acerca de los ricos y los pobres.

    Aquella misma noche le entregaron su alma dos hermanas muy jvenes. All quedaron en el rincn del claustro, en el bosque de cruces que pronto alcanzara la canal del pozo. All estaran bajo los lirios cercados de adobes puntiagudos, en la mullida tierra, sintiendo nuestro paso, quin sabe si escuchando nuestras voces. Ms tarde el capelln contrito, como aquel que conoce la verdadera raz del mal y a donde puede llevar una vez que se olvidan las razones, nos deca en la penumbra hostil de la capilla:

    Por terrible que la muerte parezca, vindola abatirse sobre las ms jvenes yo os pido que no temblis, que no os dejis amedrentar. Hace poco alguna de vosotras preguntaba: Moriremos tambin las dems? Y yo os digo que es pregunta vana y ociosa. Antes alzad el nimo pues de estos males que el Seor permite se deduce que de ningn modo quiere que perdamos su memoria, para que seamos humildes en la adversidad y entendamos lo que debemos a Su Majestad empezando por esta vida breve. La vida es un triste respiro que dura bien poco, una luz que se enciende, un da que se extingue. Hermanas, qu olvidado tenemos al Seor, qu poca honra le damos, cmo vacilan nuestras almas! Pues si estuvieran llenas de l, como es de razn, bien poco se nos dara de la muerte. Nuestra ayuda reside en la oracin, ella es la verdadera salvacin en estas tristes horas.

    La voz del capelln retumbaba en los muros de la iglesia vaca y ms ac de la reja en nuestro coro tan viejo y astillado. Bajo la luz del ventanal redondo que divida en dos el sitial de la priora, nunca vimos ms cerca la imagen de la muerte. Aquellas palabras ms all de los hierros, parecan venir de las nubes, de la ciudad vaca ahora, del seno del Seor, convertido en amo altivo y justiciero. Las hermanas ms jvenes lloraban. Parecan esperar su turno, el filo fro de la flaca, la ceremonia con que dimos tierra a las otras, aquel oscuro montn de tierra en el suelo del claustro, rematado por los dos listones de madera. De buen grado hubieran huido lejos de all, de las palabras y aquellos turbios ecos, pero la fe, la esperanza o el mismo miedo las mantena de rodillas, rogando a Dios que nuestro capelln rematara su pltica bien presto.

    Aquellas que no estn preparadas la voz prosegua en mentndoles su hora, se turban y espantan pues su tiempo y cuidado las tienen atadas a ruines negocios. Mala locura es esa. Slo los olvidados de goces terrenales no temen a la muerte, ni sienten pena por aquellos que ya con Cristo estn gozando de su infinita misericordia.

    Con el amn de siempre pusimos fin bien presto a sus palabras, esperando la seal de nuestra superiora para marchar de all, tristes y temerosas. En saliendo, nadie charlaba. Yo dira que por primera vez desde tiempo atrs una tal ceremonia nos asustaba mucho ms que en anteriores ocasiones. Seguramente la razn estaba en que, tratndose de hermanas ya de edad, la muerte pareca ms dentro del orden natural tan crueles tratamos a los viejos pero viniendo a llevarse

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    a personas como quien dice recin nacidas a la vida, pensbamos si no sera demasiado cruel cortar en seco su camino cuando ms prometan.

    La nica ajena a tales temores era mi hermana. Fue por entonces cuando me pregunt por vez primera de qu carne y qu sangre estaba hecha vindola all tan recia, tan fuera de este mundo, tan lejos de la pltica. Preguntbame dnde andaban sus pensamientos, si estara su fe dormida, relajada su caridad como para no verter ni siquiera una lgrima. Mas si su amor andaba tibio, no as su inters, sobre todo por m. En tanto las dems, contritas, sollozaban, ella me haca seas de que luego hablaramos.

    Toda la tarde estuvo ensimismada, como ida, contemplando las torres de la ciudad medio borradas por el humo, sus ruines arrabales, las espadaas ciegas de los otros conventos. Qu haran ante tales sucesos nuestras monjas hermanas de otras casas? A buen seguro huir, puede que ya hubieran abandonado la ciudad como todos, buscando asilo en tierras mejores, propias de rdenes grandes y acomodadas.

    Nosotras, en cambio, debamos permanecer aqu, esperando quin sabe que otro mal hermano de la muerte, asidas a nuestra fe y a nuestras oraciones.

    Durante todo el da volva a mi memoria aquel sueo del que mi hermana hablaba. Yo tambin vea la ciudad en lo alto tan viva y reluciente, como en tiempos mejores y el acudir de peregrinos y viajeros hasta nuestro portal en busca de pan y bendiciones.

    Tambin me imaginaba en sueos la llegada del rey nuestro seor, con qu avisos se hara anunciar, cmo sera su voz, su gesto, su figura. Le vea cruzar bajo el arco principal de la muralla, bajo su palio de oro, rodeado de gente de a pie, eclesisticos y caballeros, apendose ante nuestro portal bien alhajado y alfombrado, cubierto de paos y ramos para da tan sealado.

    Nuestra comunidad ahora floreciente, sala a recibirle al patio y la nueva priora se adelantaba a besar su augusta mano. Luego vena un Te Deum solemne y segn la voz de las novicias retumbaba, la capilla pareca la antesala del cielo, entre el olor a incienso, el rumor de las voces, sus timbres afinados y sus clidos ecos.

    Mas tales sueos duraban bien poco, lo que barrer un tramo de escalera, fregar las baldosas del refectorio o lavar las camisas de unas cuantas enfermas. Slo a la hora de la meditacin, volvan tercos y suaves a la vez, sobre todo a la noche, con fuerza renovada.

    Y fue a la noche hallndome en mi celda a solas con Nuestro Seor, cuando vino mi hermana a visitarme con gran preocupacin, como quien trae consigo un recado importante. Yo a tal hora dejaba descansar el alma sin ocuparla en otra cosa que en la oracin, gran consuelo en la soledad del amor y en las grandes miserias que de su falta nacen. A tales horas ningn remedio satisface, pues quien mucho ama, no admite consejo ni leccin de las dems, sino otro amor por el que su pena quede remediada. As agradec en gran manera su visita con grandes muestras de afecto, esperando que al menos esa noche, mis penas y olvido tuviesen remedio que aplacase tan penosa ocasin con su presencia.

    Pero otra vez su rostro, como antes en el refectorio, se me antojaba ajeno, pensativo. Vindole as tan serio, vime presto vencida, dispuesta slo a escuchar, obedecer, tomada entre dos fuegos encendidos, entre quien ama, es decir la que todo lo da y aquella que se halla presta a recibirlo.

    Cuando fuimos a darnos la paz como otras veces, repos largamente su boca en mi mejilla. Not entonces que temblaba y as le pregunt:

    Cmo, hermana? Enferma otra vez? Pero ella no quiso responder como si una gran zozobra la atenazara. Senta su cuerpo como a

    punto de quebrarse, sus manos fras y su aliento ardiente cerca de mi boca como aquel otro viento que ahora envolva la ciudad y sus muros, hacindoles brillar en las tinieblas como la luz de un ascua. A poco se desprendi de m, y envolvindose en su capa se acerc hasta la ventana que

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    daba al patio, vigilando los rumores que llegaban de fuera. Yo, vindola alejarse, qued harto herida, an ms triste y vencida que antes. Mal enemigo amor que procuras trabajos tales, tan recios sobresaltos en aquellos que buscan ajeno corazn donde llorar y amar hasta saciarse!

    Yo que hubiera dado mi vida por salvarla, por animar su corazn como en tantas ocasiones antes, dudaba ahora esperando la razn de su desvalimiento, temiendo que el Seor nos empezara a castigar ahora en su salud por lo que contar ms adelante. Luego pens que no poda mostrarse tan enemigo de unas pobres mujeres, sin ms solaz que el trabajo y la oracin, sin otro premio que su gran miseria. No querra privarnos de nuestro nico regalo y deleite, de aquel amor capaz de curar nuestras llagas del alma, por faltas a la vez tan dulces y secretas. El Seor bien querra conservarnos tan dulce goce, tal gozoso tormento entre tantos escollos tan recios y tan graves. Pues qu ganaba con robrnoslo? Quien tanto am debe saber de qu barro estamos hechas, qu amor hace y deshace que a su comps se mueven los cielos y la tierra.

    De improviso, la voz de mi hermana, borr de golpe mis pensamientos. He venido a buscarla para que me asista. Ahora qued en silencio yo. Al cabo pregunt: Ha de ser a estas horas? No es negocio importante, sino de poca monta. En un instante lo llevamos a cabo. Diga de qu se trata. Por m no ha de quedar. Ms tarde lo sabr. Mas a juzgar por su impaciencia, por su mirar constante acechando los rumores del claustro, no

    pareca de tan poca monta aquello de que vena a informarme. De nuevo se volvi hacia m. Venga conmigo. Y entre aceptar o no aceptar, tom mi capa y echndola sobre mis hombros, segu tras de sus

    pasos, entornando con cuidado la puerta. Afuera el claustro callaba como nevado por la luna, con sus arcos oscuros y sus medrosos

    rosales. De fuera llegaba la llamada solitaria de los bhos, alguna esquila perdida, el murmullo del viento en la colina y el suspirar del cielo barrido por las nubes. De igual modo caminbamos las dos, posando apenas los pies en la tierra como dos sombras que volaran. A medio trecho, vino de la ciudad rompiendo el aire, la voz solemne de su gran campana. Hubiera dicho que la escuchaba por primera vez, tal me dej su son, quieta y turbada buscando amparo en la sombra de los arcos mientras sus ecos redoblaban. Luego, al fin, volvi el resuello al cuerpo, la sangre al corazn y las dos apretamos el paso.

    Ya en su celda, mi hermana me orden sentar. Fui a dar con mis huesos fatigados sobre la manta que defenda su camastro tan ruin y pobre como todos. De nuevo volvi el silencio entre las dos, ella en pie acechando la noche y yo, su esclava, esperando una palabra suya que en aquellas tinieblas me alumbrara. Slo al cabo de un tiempo me pregunt de pronto si an amaba la casa.

    Vana pregunta. No haba de querer yo aquellos cuatro muros aun rotos como estaban, comidos por la lluvia, cuarteados por el sol, hundidos por el viento? No era aquella pregunta la que yo esperaba, sino un poco de afecto o compasin, una sola palabra que sirviera para avivar en m esa llama que su presencia o su desvo, prendan o apagaban.

    Y a m? Me ama un poco todava? Donoso modo de empezar; de sobra saba mi aficin por ella, mi deseo de seguirla hasta donde

    deseara o consintiera. An la amaba y muy mucho cada da, a pesar de sus silencios y de su enfermedad. An era carne de su carne, voz de su voz, aliento de su aliento como la vez primera, all en la primavera, mucho antes de la seca, cuando nos conocimos y la ciudad alzada con el sol, semejaba un dorado paraso con sus torres solemnes y sus piedras bermejas. Nuestra empresa comn, en pie estaba a pesar de su ajena voluntad. As le respond con lgrimas que mi aficin por ella se mantena firme todava, viva conmigo, velaba a la noche, de m se alimentaba como en nuestras horas ms firmes y mejores.

    Mas ella otra vez lo preguntaba.

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    Cmo explicar? Qu aadir, luego de tantas noches juntas las dos, consoladas, unidas? Nuestro comn amor ya haba andado demasiado, ya haba recorrido su camino de goces y espinas como para tornar atrs, como para ahora detenernos, para dudar como en nuestros primeros das. Quin sera capaz de claudicar, a pesar de los riesgos o las lgrimas? No yo por cierto, siempre dispuesta a dar, antes que a recibir, sierva de amor, del cuerpo de mi hermana. No yo, siempre dispuesta a obedecerla en todo, en los das alegres o aciagos, en sus caprichos o desvos, quin sabe si incluso en sus pecados. No yo, sin voluntad, talmente suya, entregada, luz de su luz y sombra de su sombra, sin la que el mundo se me antojaba cruz demasiado pesada para mis pocas fuerzas.

    As muy torpemente, atropellada, se lo declar y ella volvi a mirarme como acostumbraba. Luego quiso saber tambin qu estaba yo dispuesta a hacer por evitar la ruina de la casa.

    Todo le respond. Qu poda hacer yo? Qu podamos ambas? Bien es verdad que ninguna de las dos ramos de

    familia de villanos. Quiz por ello pronto nos conocimos y buscamos. Nuestros padres no fueron gente menesterosa como los de tantas otras novicias acogidas a nuestra pobre orden; en un tiempo tuvieron tierras y vias y aun sin usar la plata, ni alhajas ni corales, ni sedas y paos finos en fiestas y bodas, como hidalgos venidos a menos por prstamos y ventas, tampoco trabajaron para otros, ni an menos mendigaron. Mi hermana y yo ramos muy otra gente; as presto lo entendimos nada ms vernos una tarde de otoo en la sombra del claustro. Pas el tiempo y pronto nuestra amistad lleg a entrar en sazn arrastrando el amor que vino luego. Mas el amor que mueve el cielo y las montaas de poco habra de servirnos ahora, a la hora de enderezar el porvenir de la casa.

    Por ventura le pregunt est en nuestras manos el destino de la orden? Mi hermana asinti con un gesto. Luego vino a tomarme de las manos, amiga otra vez, borrado

    de su rostro el ceo. Ahora s la reconoca, mas para mi desgracia aunque juntas de nuevo, sus pensamientos seguan ms all de los muros de la celda, de a penumbra tan tibia y tierna, de mi aficin por ella. Otra vez me iba contando el sueo de noches atrs, aquel de la priora que tocada por la gracia de Dios en pies y manos, acababa por sacar su convento adelante.

    Bien se vea que an le rondaba la cabeza, pero no era la historia de la santa la que le preocupaba, sino nuestro porvenir, saber si seramos capaces nosotras tambin de salvar de igual modo nuestra casa.

    El destino de la orden depende de nosotras, de nuestra fe y valor. Por qu hemos de ser menos que otras rdenes?

    Yo me qued mirndola sin saber si el despecho la cegaba o era otro sueo como el de tantas noches, pero ella volva a insistir como quien ya tiene un propsito firme y meditado, a falta slo de alguna ayuda cierta. Tal era la razn de su visita esa noche, de sus silencios vagos y su mirar obstinado y vigilante. Pero ni a solas, ni aun unidas las dos, alcanzaba yo a imaginar dnde hallaramos limosnas bastantes en tiempo tan duro y recio, con la ciudad vaca y el duque nuestro benefactor ausente, como sola, de la corte. Bien distinto hubiera sido aos atrs, cuando en la villa se coca el pan cada maana, se tejan sedas labradas para arreos de camas, se obraba lana de toda suerte y el camino real apareca repleto de trajineros cargados de bastimentos, de aceite, pescado y vino, camino de mercados importantes. Entonces nuestro benefactor sola aparecer por Pascua con un puado de ducados que si no bastaban para cubrir todas nuestras necesidades al menos aliviaba un poco la hacienda menguada por falta de dote de tantas novicias pobres.

    Entonces s, no ahora le respond, tras recordrselo. Adems tampoco somos santas como la de su sueo. Nunca, que yo recuerde, sucedi en esta casa nada fuera del orden natural, nada que no sepamos de tantas otras como sta.

    De ello quera tratar esta noche. Puede que un da el Seor nos favorezca. El Seor no nos oye. Qued muda tras decirlo y yo asustada; tal era el tono de su voz, entre solemne y amenazador,

    con una decisin que a buen seguro en aquellas largas noches andaba madurando.

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    El Seor no nos oye repiti. Bien se ve que nos tiene dejadas de su mano. De nada sirven nuestras oraciones si a cada mes nos diezma. Pronto estaremos todas bajo otras tantas cruces, en un rincn del claustro.

    Qu podemos hacer? Sus designios no estn en nuestras manos. Slo nos queda rezar y resignarnos.

    No por cierto. No ser yo quien se resigne. Su clera creca y yo temblaba ms temiendo que su voz y razones llegaran ms all de los

    muros de la celda. Nunca la haba visto de tal modo, ni odo hasta entonces palabras tales que me sonaban a hereja ms que a ira santa de Dios, fruto de un breve momento de arrebato. Quera hacerle entender cunto haba de soberbia en ellas, cmo eran slo rencillas pasajeras con Dios nuestro Seor, invento del demonio que nunca para de intentar meter baza y cola, cuando el alma parece presa de inquietudes. Mejor le fuera buscar un confesor, darle cuenta de su estado hablndole con humildad. l quizs le trajera luz en todo. Mas mi hermana se negaba. Deca que ella sola era capaz de salvar el convento si a la postre no consenta en ayudarle. Fue intil preguntarle en qu poda remediarla yo. Para entonces volvi a mostrarse ajena y fra como antes, dejndome marchar sin darme la paz, otra vez pensativa y distante.

    La maana siguiente nos trajo un nuevo sobresalto. ste fue una procesin singular que comenz rayando el da con toque de a rebato. Volteaban las campanas como en tiempos mejores, ronca y ceremoniosa la de la catedral, vivas y alegres las ms cercanas, fundidos los ecos de unas con el repique breve de las otras.

    Junto a las celosas las ms curiosas de las hermanas miraban esperando aquel nuevo suceso que habra de aliviar nuestras horas de tedio. Puede que alguna visita del obispo, o el paso del cortejo real camino de quin sabe dnde o la llegada de nuestro benefactor, cosa harto de extraar segn el tiempo que corra con el mal intramuros y la vega y la ciudad vacas.

    El sol corra a lo ms alto y ni el camino se animaba, ni la puerta principal se abra de par en par. Todo segua igual: la ciudad en silencio y las campanas repicando. A veces hacan un alto, fatigadas. Poco a poco una tras otra, iban quedando mudas para, al cabo de un tiempo, con fuerzas renovadas, romper a la vez, espantando los pensamientos lo mismo que los grajos.

    A medioda supimos la razn de aquella algaraba. Baj de la espadaa la portera a avisarnos de que una procesin vena camino de la ermita de la vega. A poco la vimos aparecer, partida en dos, doblando por detrs de las murallas con sus cruces en alto arrastrando tras s a todos cuantos la muerte an haba perdonado. All venan con sus llagas y cnticos intentando espantar la seca a fuerza de fervor y maldiciones. Maldecan al sol, al cielo tan terso y limpio, al viento empecinado en no empujar las nubes, al polvo, a las espigas agostadas quedando de improviso en oracin, quin sabe si rogando a Dios o al agua que tan esquiva se mostraba.

    Ya ms cerca, al cruzar ante las celosas, pudimos verlos con la carne pegada a la piel y sus cilicios ms duros que los nuestros. Algunos con la cruz sobre los hombros, otros con las espaldas flageladas, brotando sangre de los pies que el polvo de los surcos converta en costras de barro. Nadie, ni la hermana portera, los conoca por sus rostros, ninguna de nosotras los recordaba. Eran como una mala grey, una ruin cofrada del demonio a pesar de sus cruces y cantos, avanzada del Juicio Universal que viniera a borrarnos de la tierra.

    Vindolos caminar, caer, tambalearse, alzar sus gritos a lo alto, nos preguntbamos cmo el Seor permita maldiciones tales, cmo no los borraba all mismo, en un relmpago de ira, como en el templo a los mercaderes, igual que Pablo en el camino de Damasco.

    Segn luego supimos iban de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad cada vez en nmero mayor a pesar de andar excomulgados. Da y noche caminaban, llanura adelante, maltrechos y exanges,

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    revueltos todos, hembras y varones hasta que alguna caridad, convento o casa les haca la merced de un poco de cebada, de algn grano que llevarse a la boca.

    Tambin supimos que a veces, en la noche, celebraban sus ritos y sus fiestas, en las que no faltaban xtasis y visiones dignas del sambenito y la coroza. Tal como la priora aseguraba, no eran gente santa, ni de ley siquiera, ni conjuraban el mal de los cristianos como pretendan con sus sacrificios y penitencias, sino viciosos animales relinchando lujuria con que aliviar el recuerdo de sus males.

    As deba ser, pues hasta bien avanzada la noche, al amparo de unas cuantas hogueras que alumbraron los pastos de la vega, se escuchaban sus gritos y sus cnticos y segn entendimos no eran sus voces de piedad o llanto, sino de fea unin y torpe goce.

    Como simples mujeres santificadas en la casa, muchas hermanas no entendan la razn de aquellas voces miserables. Nunca escucharon ni presenciaron acciones tales, ni entendan que Dios nuestro Seor tras de tantas calamidades y percances, se complaciera en acosarnos ahora con el terrible pecado de la carne.

    Nadie durmi aquellas noches. Ni siquiera mi hermana, que afirmaba: Dios permite todas estas ofensas para humillarnos. Yo no entenda sus palabras. Pensaba que dejando as obrar a Satans, poniendo a prueba

    nuestra propia virtud, a la postre nuestras almas saldran malparadas. No acabarn tan mal. Al contrario; as se salvarn. Y de qu modo, hermana? Por el amor me respondi. l suple mejor que todos los dems actos, las virtudes que se

    pueden alcanzar por la va ordinaria. Por el amor ella siempre me ganaba. Bien lo saba yo de tantos das y noches juntas en la

    penumbra de su celda hasta romper el da. Su aliento clido, sus manos temerosas, sus ojos a la altura de mi boca, me ganaban siempre, suplan en m todo cuanto en el da me hostigaba o recordaba, escuchaba o gozaba, la brisa suave de la madrugada acaricindome, el rumor de los pjaros cantando, el suave roce de su carne en mi carne.

    Ella bien lo saba; conoca el camino que al fin me hara olvidar mis temores y al igual que en aquella primera ocasin, tan urdida y preparada con tesn, celo y sabidura, de igual manera ahora, me hizo que la ayudara en sus propsitos. Ello fue, das despus de que aquella tropa corrompida se alejara, abandonando tras s como gusanos, una baba ruin de inmundicia y escoria.

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    CAPTULO SEGUNDO

    Vino a buscarme como tantas noches y esta vez comenz preguntndome cul era mi parecer sobre aquellos que recin acababan de dejarnos. Le respond que pareca gente viciosa y torpe ms apegados a los goces de la tierra que a los dones del cielo, dignos del Santo Tribunal, de una buena racin de hambre y azotes. Pues muchos de ellos andaban en el siglo anunciando supuestas revelaciones, predicando la unin de hombre y mujer para traer al mundo nueva casta de profetas. Y an ms: aseguraban que no pecaban los humanos, si tal les suceda una vez alcanzado el xtasis, en el cual, anulados los sentidos, la razn no contaba estando libre el cuerpo de cualquier falta grave o compromiso.

    Entonces, as, en xtasis, llevaremos nuestro empeo adelante. Y sacando mi hermana un cuchillo pequeo de entre los pliegues de su ropa, me lo tendi en silencio.

    Para qu? pregunt antes de tomarlo. Para salvar la casa. Con arma tan pequea? Con ese arma y mis manos. Me mostraba las suyas y yo se las besaba, preguntndome si sera capaz de herirlas, como ella

    de aguantar el dolor del lance. Me explic muy claramente cmo una vez las heridas maceradas, pronto alguien hara correr la voz que eran obra del Seor. La gente acudira y a poco que la seca y el mal aflojaran, nuestra fama medrara hasta los aledaos de la corte.

    De nuevo temblaba yo. Todo aquello traa a la memoria viejas palabras de la priora cuando, en contadas ocasiones, nos hablaba de falsos profetas y herejas nuevas. Engaar a la orden, a la ciudad y al mundo ms all de los muros era pecado grave, aunque, tal como mi hermana deseaba, el Seor nos hiciera la gracia del xtasis. Perpetrarlo, dejarlo medrar, crecer, mentir un da y otro, ganar fama y fortuna aunque fuera por el bien del convento, se me antojaba ms que faltar al dogma, pecado de soberbia. Cmo habra de perdonarnos el Seor? Cmo seramos capaces de recibirle cada da, de sentirle en nuestro cuerpo manchado de mentira?

    Pero mi hermana tena siempre respuestas para mis preguntas, tal como si llevara largo tiempo preparando el paso. Nadie sabra la verdad. Las llagas duraran cuanto fuera necesario. Luego, una vez la casa a salvo y el mal tiempo vencido, ella misma dira la verdad al capelln salvando el alma de las dos, a cambio de alguna dura penitencia.

    Puede que lo descubran antes. Mi hermana mir al cielo, ms all de la ventana, roto a lo lejos por remotos relmpagos. Todo el mundo ve en estos das fantasas y apariciones. No oy nunca hablar de las

    campanas de Velilla? Slo conozco las de la villa y las de casa. No le hablaron de la campana del milagro? Nunca o tal. Pues sepa que repica sola, sin que nadie la mueva, cuando va a suceder alguna desgracia.

    Muertes de reyes, desastres graves, guerras o pestes. Como ahora?

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    No respondi. Slo miraba afuera. Quizs buscaba all entre aquella maraa de luces algn signo especial, alguna seal que le hiciera adivinar su buena o mala suerte. Le dije que aquel libro y la enfermedad le haban vuelto otra.

    Es verdad. Ahora s qu sucede en las comunidades donde se dan casos tales, donde aparecen llagas y monjas elegidas.

    No como el nuestro donde slo sabemos rezar y esperar. En esas otras casas llueven limosnas. Nunca son pobres. No es preciso dividirlas o cerrarlas por no pagar la renta o por faltar a veces un puado de ducados.

    As pues piensa que nos separarn? A buen seguro; si el informe del visitador es tal como me temo, dividirn a la comunidad en

    otras casas que puedan acogernos. Quizs vayamos a la misma. Slo el Seor lo sabe. O tal vez nos separen. Mir el cuchillo por primera vez, tan pequeo y pulido. Me pregunt cmo poda defender

    nuestra unin de algo tan leve y ruin y probndolo en mi carne, exclam: De todos modos yo no la abandonar. Entonces, presto, empecemos cuanto antes. Se tendi en su camastro, dejando fuera el ms vecino de los brazos. Yo dudaba, tanto era an

    mi recelo, mi miedo. El cuchillo temblaba temiendo hundirse en aquella piel tan dulce, amiga y suave. En vez de herirla comenc a besarla, camino de los dedos, por la senda de sus venas exanges hasta quedar sobre el lecho las dos, unidas y vencidas sobre la pobre colcha. Era un sueo como tantos pasados, muertos ya, en los que amor y voluntad se perdan hasta la madrugada, cuando las dos unidas estremecidas, consoladas, buscndonos a solas en el latir presuroso de la sangre, veamos llegar la luz como hostil mensajero que arrastrara consigo las dulces horas de la noche. Era como gozar de una agona deseada, como cera que se derrite y muere al calor de la lumbre, como volver la cara al mundo y llenarse de pasin para siempre, locura gloriosa, donoso desatino, caudal de goce verdadero.

    Todo ello fue. Todo aquella noche volvi a repetirse. Luego, al fin vuelta en m, recuperados mis sentidos, tom el cuchillo sin dudar ms y hund la punta en la palma de sus manos.

    Cuando brot la sangre que otra vez nos una, embriagadas las dos de amor y desatino, susurr a media voz:

    Con dulzura, hermana. Procure que la mano no le tiemble. Cuando la sangre se sec dejando sobre la piel una mancha sutil de rojas telaraas, nos alzamos

    las dos con el aliento entrecortado, baadas en sudor, sedientas y distantes. De pronto sent sus labios sobre m desde la nuca al cuello camino de mis labios y a medida que su boca me cercaba, no creca la alegra en m como sola, sino un gran desasosiego, no sentido ni en mis tiempos peores. Era como si en aquel negocio comn yo llevara la parte de los pobres que ni pierden ni ganan, a los que slo toca obedecer si pueden.

    De cualquier modo ya no era ocasin de arrepentirse. Sola y dejada de mi hermana a dnde ira yo? Con quin me juntara? Sin ella la casa se me antojaba valle triste y vaco. Ella era para m causa y razn, hortelano de mi huerto escondido, sal de mi tierra, manantial de mi cuerpo. As tom el cuchillo que haba abandonado como quien deja tras de s el recuerdo de su crimen y lo escond en mi seno, camino de la puerta.

    Gurdelo me dijo. En su celda no lo echarn en falta. Eso espero le respond desde el umbral. Y que el Seor se apiade de nosotras.

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    Quiso el Seor probarnos otra vez en las ms jvenes hermanas. Fue la siguiente una muy sierva suya tan amiga del coro y virtuosa que a mi entender no pis siquiera el purgatorio. A buen seguro le sobraron mritos. Otra en cambio muri sin confesin, de pronto, arrebatada por el mal como si

    Satans no quisiera demorarse. En tanto bajbamos su cuerpo para enterrarla con la misma ceremonia que a todas, me preguntaba yo si la bondad de Dios la salvara, si impedira que su alma se perdiera, si la ma acabara de igual modo. Anduve todo el tiempo temerosa, a ratos decidida a acudir ante nuestro confesor, a ratos dispuesta a arrodillarme all mismo en presencia de todas, proclamando mi falta y mi pecado o escapar a la noche lejos de las dems, donde nadie pudiera conocerme. Pero el Seor, o la ciega decisin de mi hermana, pudieron ms que mi dbil voluntad y as segu tal como estaba aguardando las consecuencias de nuestro grave paso.

    Poco tardaron en salir a la luz. Ello fue a los pocos das, all en el mismo coro, donde sufriera antao su primer desmayo. Tambin como entonces fue a la hora de maitines, tambin cantbamos dormidas a medias, recordando asustadas a nuestras ltimas hermanas arrebatadas en flor de vida por aquel que la da y la retiene en sus manos. Nuestras voces sonaban afligidas, alzando en la penumbra tenues columnas grises, en tanto las miradas de todas volvan una y otra vez a los sitiales vacos ahora. Ningn sosiego nos vena de nuestras oraciones, tan slo una tristeza amarga, un malestar profundo y desasosegado que a la hora de comulgar nos haca romper en lgrimas, hasta empezar las labores de la casa.

    Yo a menudo me preguntaba por entonces por qu mi hermana se demoraba tras apurarme tanto, qu ocasin esperaba, hasta que cierta noche, rompiendo casi el alba se dej caer de improviso, yendo a dar con sus huesos en la tierra.

    De nuevo como antao un revuelo de hermanas y tocas envolvi al punto a la recin cada. Yo en un primer momento vindola tan inmvil, como muerta, me pregunt si no sera real su paroxismo, tan recio fue el golpe sobre las tablas, tan sordo el retumbar de su cabeza.

    En aquel punto y hora acabaron los maitines. Las unas pugnaban por sacarla de all, las otras por volver a alzarla, en tanto la priora iba abrindose paso con gran esfuerzo entre brazos y sayas. Al fin la llevaron inerte hasta el sitial principal ms ancho y despejado, dejando que corriera el aire un poco por ver si aquel relente fro la animaba. Yo me qued ms lejos esperando lo que sucedera, pugnando an por saber si el viejo mal volva a la carga o el accidente era pura invencin lo mismo que las llagas.

    Cierto o no, mi hermana se resista a volver a este mundo. Apenas se le alzaba la cabeza, volva su rostro a caer pesadamente; era vano mantenerla erguida, hacerle caminar, ni tan siquiera levantarla. De nuevo se llam al doctor, mas como no se le esperaba presto, ni an haba certeza de que acudiera, orden la priora que dos de las ms fuertes la alzaran poco a poco, ayudndole a alcanzar la celda, en cuyo lecho pudieran descansar aquellas piernas flojas como tallos de avena.

    As estaban intentando levantarla cuando la ms joven de sus valedoras descubri sus manos, sofocando un grito. Presto se acercaron las dems, incluso la priora que, ya a punto de salir, volvi sobre sus pasos.

    Las llagas estaban all tal como yo las hice, pero mayores, hinchadas, cenicientas, en medio de las palmas de las manos, como nacidas de la carne, sin seal de cuchillo ni rastros de cortes.

    Yo misma dudaba, me preguntaba si eran aquellas huellas obra ma o merced del Seor, respuesta a nuestras oraciones. Ni yo misma era capaz de reconocer all nuestra mutua mentira, aquel engao de las dos, en tanto las dems pugnaban por descubrir su verdadera condicin.

    Son llagas; miradlas cmo sangran. Puede que ya estuvieran la otra vez que cay. Es cierto, yo las vi en aquella ocasin, cuando perdi el sentido como ahora. La priora las miraba tambin atenta, quin sabe si creyendo en ellas o desconfiando. Pareca

    confusa quizs porque su vista vacilaba tanto como su boca a la hora de responder a las dems hermanas. Tan slo murmuraba quin sabe? a buen seguro dando gracias a Dios de que el plazo de su cargo en la casa estuviera cercano. Mas a su espalda las preguntas apremiaban:

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    Por qu no habra de elegir el Seor nuestro convento? Por qu ha de ser menos que otros? Sus avisos son para obedecerlos, nunca para juzgarlos. Pero sern verdad o no? Levanten a la hermana y llvenla; acabemos. Madre, y si fueran ciertas? Mandar aviso al Provincial? Ya se ver a su tiempo. Puede que en unos das se borren como tantas. No lo quiera el Seor! Quin sabe? El viejo rostro pareca sombro cuando sali apoyndose en su viejo bastn

    llevando por delante su rebao. No es verdad que nunca sucedi aqu tal cosa? Que yo recuerde, no replic todava. Quiera el Seor que resulten verdaderas! En mi opinin concluy rumbo a la celda de mi hermana son estos tiempos demasiado

    recios. El Seor quiso medirnos antes en la desgracia. Puede que ahora quiera probarnos en nuestras vanidades.

    Aquellas manchas, emponzoadas, cenicientas, traan sin embargo para la comunidad una esperanza nueva ms all del silencio de la superiora. Para unas eran bendicin del Seor que as nos sealaba, para otras aviso de que algo extraordinario vendra a suceder: quien sabe si el final de la seca y de los males que nos asolaban. Para todas algo con que llenar aquellos das hostiles y vacos, fe nueva que habra de salvarnos como al pan y las villas, la tierra y los olivos. De pronto nuestro destino estaba all, en las manos de mi hermana que callaba, volva en s, abra los ojos por breves instantes y volva a cerrarlos con el semblante como ido.

    Por un tiempo nuestro mdico no acudi. Quizs andaba reunido con la familia, olvidado de la villa y nuestra casa, pensando slo en la propia salud, en la vida de los suyos, esperando a que el mal se aplacara, o dispuesto a marchar an ms lejos como tantos. Los das se nos iban en los trabajos de la huerta, pero ni yo ni las dems tenamos sosiego y tiento suficientes para amarrar la mente a los surcos ruines de las navicoles, vida y sustancia ahora de nuestros pobres caldos.

    Yo, entre el temblor y el gozo, entre el miedo y la gloria de la casa vea a sta crecer como mi hermana en sueos anunciaba, me senta hortelana de tierras ricas, todas nuestras hasta donde los ojos alcanzaban, vea nuestra alberca rebosante, escuchaba el murmullo del viento en las ramas de nuestros mirtos y ciruelos, el caminar alegre de nuestras yuntas y rebaos. Vea aquellos matojos abrasados ahora por el sol y las heladas, amenos y crecidos, verdes, rojos, dorados, rebosando pan, vino y aceite, rodeados de apretada grey, lo mismo que el refectorio ms grande y desahogado, poblado como el claustro o el coro.

    Y finalmente nuestro doctor lleg, no con noticias graves, al menos no peores que las ya conocidas de antemano, harto grave y a la vez desconfiado. Era un hombre conocedor de la vida, curtido en muchas muertes, en campos de batalla donde aprendi su oficio. Llevaba recta vida de casado y a ms de otras virtudes y talentos, gozaba de entendimiento y ciencia a la altura de los ms sabios cirujanos.

    Podra haber marchado de la villa, aseguraba a veces en sus plticas, pero el afn de medro no le espantaba el sueo, ni la vida de la corte le llamaba.

    A ratos se me antojaba demasiado humilde, a veces demasiado altivo como si ambas potencias lucharan en l venciendo cada cual segn la hora.

    As me preguntaba de qu humor visitara a mi hermana, cul sera su dictamen final, si acabara descubriendo su mentira. Vile llegar y ech tras l como la mayora de las otras, detenindonos a ratos para no ser descubiertas por la priora. bamos a su huella recogiendo migajas de palabras,

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    sombras de gestos, retazos de ademanes, fingiendo labores ya concluidas en el portal, el claustro, la escalera, pidindonos silencio mutuamente por los pasillos camino de la celda.

    Pareca muy dispuesto a entender del caso, a hacer luz y espantar sombras de poco peso, tal como l mismo las juzgaba, ya que segn deca no sera la primera vez que un convento entero sufriera de tal tipo de visiones. No conoca l otros prodigios anteriores pero s oy hablar a clrigos y capellanes de otros milagros parecidos que, una vez denunciados, quedaban en vana ilusin cuando no en invenciones infantiles.

    Oyendo sus palabras, vindole a punto de ganar la celda de mi hermana, renaca mi afliccin, apuntaban mis lgrimas. Por un lado deseaba servirla a ella en todo, dulce prueba de mi amor y mi valor; por otro tema contrariar a Dios, servir a Satans con nuestro pecado, meter en casa su simiente. Qu sera de m, qu de mi hermana, si a la postre nuestro doctor fallaba en contra? Dnde nos llevaran? Qu podramos declarar? Cmo seran las crceles del siglo?

    Al fin llegamos, llam la priora quedamente y con el Ave Mara pasaron ambos. Vimos a mi hermana incorporarse, saludar al mdico y luego tras una indicacin mostrarle las manos. El doctor las tom, mir y palp en silencio muy atentamente, dndoles vuelta, cerrndolas a fin de comprobar si le dolan. Ella negaba una y otra vez y el mdico dudaba mirando de cuando en cuando a la superiora. Todas guardbamos silencio, en tanto seguamos la escena a travs de los resquicios de la puerta, informando a las que a nuestras espaldas aguardaban, intentando entender las palabras que muy de cuando en cuando conseguan llegar hasta nosotras.

    En mi opinin, ms parecen heridas que llagas murmur. Y en qu est la diferencia? La herida viene a ser una rotura de la carne. Cualquier cuerpo cortante puede hacerla. Lo

    extrao es que suceda en ambas manos. Tambin puede deberse a un exceso de trabajo: partir lea, cavar, podar, un continuo desgaste de la piel, una astilla o una espina no extradas a tiempo, pero aun as es difcil justificar las dos.

    Como las de Nuestro Seor. Y tambin como las de tantas invenciones. Las llagas en cambio, nacen de algn vicio local,

    de alguna causa interna. Mi hermana callaba. Vindola all a lo lejos, entre el doctor y la priora, pareca abandonada a

    sus fuerzas, con los ojos cerrados, como a punto de despedirse de la vida. Yo a veces me olvidaba de la razn y causa de todas aquellas consideraciones que en la celda sonaban, como si los estigmas lo fueran de verdad y no manchas de sangre labradas por mis manos. A cada instante mi malestar creca, segn las preguntas de la priora arreciaban y el doctor esquivaba la respuesta. Por fin, sintindose acosado, accedi a recetarle un remedio que intentara borrarlas o impedir por lo menos que crecieran.

    Pero y si fueran ciertas? preguntaba implacable la anciana, querer borrarlas no ser ir en contra de los deseos del Seor?

    El mdico que ya vena hacia la puerta, se detuvo con una sombra bailndole en los ojos. Si se curan, hermana, es que no hay nada en ellas de sobrenatural. Dejemos que el tiempo

    decida por su cuenta. Los dos salieron, tan ajenos a todo lo que no fuera su presente negocio que apenas nos vieron, ni

    siquiera la priora cuando entorn con cuidado la puerta como quien guarda celosamente a sus espaldas un tesoro o una amenaza peligrosa a los ojos de otros. El mdico ya se alejaba pasillo adelante, pensativo a su manera, con el andar corto y medido de los acostumbrados a aprovechar sus fuerzas. La priora tard en alcanzarle, apoyada en su bastn de puo de plata, recuerdo de otras mejores pocas. Ya a punto de alcanzar el claustro, se detuvieron al escuchar nuestra voz a sus espaldas.

    Madre. Tenemos santa? Era una de las ms jvenes que con el impulso de la edad y de las almas simples, vena a

    pregun