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LA IMPORTANCIA DE LA FILOSOFÍA DEL DERECHOEN EL RAZONAMIENTO JURÍDICO

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© Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2017Av. Universitaria 1801, Lima 32, PerúTeléfono: (51 1) 626-2650Fax: (51 1) [email protected]

Derecho PUCP se registra en los siguientes índices, bases de datos, directorios y catálogos: • Índices: SciELO Perú, ERIH PLUS, Dialnet, Latindex, Directory of Open

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Derecho PUCP es una revista de investigación académica de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú, comprometida con el debate general de ideas. Publica artículos de investigación jurídica o interdisciplinaria, que tengan el carácter de inéditos y originales, los cuales son evaluados por pares, externos, bajo el sistema doble ciego.

La periodicidad de la revista es semestral y, a partir del año 2018, se publicará en los meses de mayo y noviembre, tanto en su soporte físico como en su versión digital. El primer número de la revista publicado en el año abarca el periodo de diciembre a mayo, y el segundo, de junio a noviembre.

El público al que se dirige Derecho PUCP es principalmente: (i) investigadores en Derecho y en ciencias afines, (ii) profesionales en Derecho, y (iii) comunidad universitaria.

La versión electrónica de la revista está disponible en: http://revistas.pucp.edu.pe/derechopucp

Diseño de carátula e interiores: i design Diagramación de interiores: Juan Carlos García M. Cuidado de la edición: Luis Mendoza Choque y Margarita Romero Rojas

Asistente administrativa: Jessica Cadenas Hernani

El contenido de los artículos publicados en Derecho PUCP es responsabilidad exclusiva de los autores.

ISSN: 0251-3420Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 95-0868Primera edición: noviembre de 2017Tiraje: 300 ejemplares

Impreso en Tarea Asociación Gráfica Educativa Pasaje María Auxiliadora 156, Lima 5, Perú

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E D I T O R G E N E R A L

Abraham Siles VallejosPontificia Universidad Católica del Perú

C O N S E J O E D I T O R I A L

Armando Guevara GilPontificia Universidad Católica del Perú

Betzabé Marciani BurgosPontificia Universidad Católica del Perú

Cecilia O’Neill de la FuenteUniversidad del Pacífico

Claudio Nash RojasUniversidad de Chile

Marina Gascón AbellánUniversidad Castilla La Mancha

Martha Neme VillarrealUniversidad Externado de Colombia

Michele GraziadeiUniversidad de Turín

Rémy CabrillacUniversidad de Montpellier

Reynaldo Bustamante AlarcónUniversidad del Pacífico

Roger Merino AcuñaUniversidad del Pacífico

Rómulo Morales HerviasPontificia Universidad Católica del Perú

C O N S U LT O R A S T E M ÁT I C A S

Betzabé Marciani Burgos

Rocío Villanueva Flores

C O N S E J O C O N S U LT I V O

Antonio Ojeda AvilésUniversidad de Sevilla

Antônio Cançado TrindadeUniversidad de Cambridge

César San Martín CastroCorte Suprema de Justicia del Perú

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Francisco Fernández SegadoUniversidad Autónoma de Madrid

Guido CalabresiUniversidad de Yale

Héctor Fix ZamudioUniversidad Autónoma de México

Javier Pérez de CuéllarPontificia Universidad Católica del Perú

Juan Gorelli HernándezUniversidad de Huelva

Juan María Terradillos BasocoUniversidad de Cádiz

Luis Prieto SanchísUniversidad Castilla La Mancha

Manuel AtienzaUniversidad de Alicante

Néstor Pedro SagüésUniversidad Complutense de Madrid

Owen FissUniversidad de Yale

Peter HäberleUniversidad de Freiburg

Tomás Salvador VivesUniversidad Complutense de Madrid

Umberto RomagnoliUniversidad de Bologna

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C O N T E N I D OLA IMPORTANCIA DE LA FILOSOFÍA DEL DERECHO EN EL RAZONAMIENTO JURÍDICO

9 Neoconstitucionalismo y argumentación jurídicaA L F O N S O G A R C Í A F I G U E R O A

33 Desafíos para la filosofía del derecho del Siglo XXIÁ N G E L E S R Ó D E N A S

47 El formalismo jurídico: un cotejo entre Jori y SchauerA N N A P I N T O R E

77 Gracia y justicia: el lugar de la equidadA L F O N S O R U I Z M I G U E L

99 Las presunciones hominis y las inferencias probatoriasJ O S E P A G U I L Ó R E G L A

111 Sobre la pobreza cultural de una práctica (judicial) sin teoríaP E R F E C T O A N D R É S I B Á Ñ E Z

127 Intuicionismo y razonamiento moralG U I L L E R M O L A R I G U E T

151 Emoción, racionalidad y argumentación en la decisión judicialJ O S É E N R I Q U E S O T O M A Y O R T R E L L E S

191 Subsidiariedad y tribunales internacionales de derechos humanos: ¿deferencia hacia los estados o división cooperativa del trabajo?M A R I S A I G L E S I A S V I L A

223 Derecho transnacional o la necesidad de superar el monismo y el dualismo en la teoría jurídicaI S A B E L T U R É G A N O M A N S I L L A

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267 Exigibilidad de los derechos sociales: algunas aportaciones desde la teoría del derechoM I G U E L Á N G E L P A C H E C O R O D R Í G U E Z

MISCELÁNEA

289 Derechos humanos en tiempos de inseguridad ciudadana: experiencia canadiense a la luz del derecho interamericanoR E N É P R O V O S T

311 La violencia de las leyes: el uso de la fuerza y la criminalización de protestas socioambientales en el PerúJ O S É S A L D A Ñ A C U B A / J O R G E P O R T O C A R R E R O S A L C E D O

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Neoconstitucionalismo y argumentación jurídica*

Neo-Constitutionalism and Legal Reasoning

A L F O N S O G A R C Í A F I G U E R O A * *Universidad de Castilla-La Mancha

Resumen: Este trabajo pretende explorar las funciones de la teoría de la argumentación jurídica (TAJ) en los Estados constitucionales y se concentrará en subrayar las funciones políticas y autorreflexivas de la TAJ en el marco de una teoría del Derecho neoconstitucionalista. La primera parte incluye una definición de la TAJ y un examen de sus funciones generales. En la parte final, el autor ofrece un programa para el desarrollo de una teoría neoconstitucionalista.

Palabras clave: neoconstitucionalismo, teoría de la argumentación jurídica, teoría del Derecho

Abstract: This paper aims to explore the functions of the theory of legal argumentation (TLA) on Constitutional States and will especially focus on the political and self-reflective functions of the TLA within the framework of a neo-constitutionalistic legal theory. The first part of the paper includes a definition of the TAL and an analysis of its main functions. At the end of the paper the author provides the bases for the development of a neo-constitutionalistic legal theory.

Key words: neoconstitutionalism, theory of legal argumentation, legal theory

CONTENIDO: I. COSAS DE LA CATÓLICA.– II. UNA DEFINICIÓN DE LA TAJ (TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA).– III. ACTIVIDAD Y ACTIVISMO JURISDICCIONALES. LA DIMENSIÓN POLÍTICA DE LA AUTORREFLEXIVIDAD EN LA TAJ.– III.1. AUTORREFLEXIVIDAD ESCÉPTICA.– III.2. AUTORREFLEXIVIDAD HERMENÉUTICA.– III.3. AUTORREFLEXIVIDAD ANALÍTICA.– IV. LAS TAJ PARADIGMÁTICAS.– V. LA TAJ COMO CONCEPTO HISTÓRICO. ¿ES LA TAJ ETNOCÉNTRICA?.– VI. LA VINCULACIÓN DEL CONCEPTO HISTÓRICO DE LA TAJ AL NEOCONSTITUCIONALISMO.– VII. UN PROGRAMA NEOCONSTITUCIONALISTA.

* El primer borrador de esta contribución se sometió a discusión en el IV Curso de Especialista en Justicia Constitucional, Interpretación y Aplicación de la Constitución, celebrado en Toledo, el 5 de julio de 2017. Allí se benefició de las observaciones críticas formuladas singularmente por Laura Clérico, contraponente invitada por Javier Díaz Revorio y María Luz Martínez Alarcón, con quienes también quedo, por tanto, en deuda. Mi agradecimiento debe extenderse además a las observaciones posteriores de José Juan Moreso, Luis Prieto y de dos árbitros anónimos designados por la PUCP durante el proceso de evaluación del trabajo previo a su publicación. Si bien he tratado de responder a todas las objeciones, la responsabilidad por los errores seguirá siendo exclusivamente mía.

** Profesor acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad y Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Castilla-La Mancha en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de Toledo (España).

Código ORCID: 0000-0002-0548-7175. Correo electrónico: [email protected]

N° 79, 2017 pp. 9-32

https://doi.org/10.18800/derechopucp.201702.001

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I . C O S A S D E L A C AT Ó L I C ASe cuenta que, cuando a la reina Isabel de Castilla le presentaron la gramática de Nebrija, lo primero que preguntó fue que para qué servía tal cosa. La reina católica cuyo sentido práctico nadie habrá de poner en cuestión a estas alturas había caído en la tentación de pensar que, al fin y al cabo, hasta entonces los hispanohablantes habían usado nuestra lengua sin necesidad de conocer las reglas que la rigen. Sin buscar especial rigor en ello, este episodio histórico guarda una cierta semejanza con la cuestión a cuya elucidación otra católica insigne nos convoca en el primer centenario de su feliz fundación: la Pontificia Universidad Católica del Perú. Seguramente, en los últimos tiempos la mayor contribución de la filosofía del Derecho al razonamiento jurídico lo constituya la teoría de la argumentación jurídica (TAJ en lo sucesivo), que se presenta a sí misma, en buena medida, como la gramática del razonamiento jurídico a la que los juristas de nuestro tiempo se ajustan en mayor o menor medida sin necesidad de una especial conciencia de tal fidelidad.

¿Qué utilidad cabe entonces esperar de la explicitación y el análisis de unas reglas que los participantes en la práctica jurídica pueden aplicar preteóricamente incluso antes del nacimiento formal de nuestra disciplina? En lo que sigue, voy a tratar de mostrar algunas de las razones de la utilidad de la TAJ y me voy a referir especialmente a su virtualidad para distinguir la actividad del activismo jurisdiccional en los Estados constitucionales. La dimensión política de la TAJ se hace patente cuando asegura la viabilidad de esa distinción, máxime cuando advertimos que los presupuestos y fines ideológicos de la TAJ están vinculados a la posibilidad de controlar racionalmente el poder en los Estados constitucionales de Derecho. Naturalmente, para poder abordar esta cuestión es necesario precisar previamente qué entiendo por la TAJ. Entre otras cosas, una buena definición de la TAJ debe anticiparnos ya algo sobre sus funciones y, por tanto, su utilidad. Como vamos a ver, la TAJ será considerada aquí un concepto histórico vinculado a una determinada estructura jurídico-política, el Estado constitucional de Derecho, que constituye la misma apoyatura institucional de la teoría del Derecho neoconstitucionalista que se ha venido imponiendo en las últimas décadas. Finalmente (apartado VI), se mostrará cómo la TAJ está íntimamente vinculada también a este modelo justeórico, para el que propondré un breve programa.

I I . U N A D E F I N I C I Ó N D E L A TA JPara aproximarnos a la noción de la TAJ, cabe desarrollar al menos dos estrategias: una, digamos, criteriológica, que consiste en mostrar sus rasgos característicos en una definición (la intensión de nuestro

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concepto), y otra paradigmática, consistente en señalar el modelo que representa típicamente la TAJ dentro de la amplia extensión de teorías de la argumentación que podemos hallar en el panorama de la filosofía del Derecho contemporánea. Siguiendo la primera estrategia, propongo definir la TAJ del siguiente modo: la TAJ es la parte de la filosofía del Derecho que se ocupa de describir, conceptualizar y guiar el discurso justificativo de los operadores jurídicos, así como de garantizar la legitimidad de la actividad jurisdiccional y promover la autorreflexividad en los operadores jurídicos de los Estados constitucionales.

Si seguimos la segunda estrategia, entonces cabe señalar, como modelos paradigmáticos de la TAJ, los de Alexy y MacCormick, en los que Atienza (1991, p. 132) reconoce la «teoría estándar de la argumentación». Abundemos ahora en la primera estrategia, que desarrolla y amplía algunos de los argumentos que aduje en un debate previo sobre la utilidad de la TAJ con los profesores Atienza, Ferrajoli y García Amado (García Figueroa, 2016a, 2016b).

Mi definición establece cinco funciones de la TAJ: empírico-descriptiva, analítico-conceptual, normativa, política y autorreflexiva. En su primera función, empírico-descriptiva, la TAJ recopilaría, seleccionaría y sistematizaría decisiones y argumentos de los operadores jurídicos en general y de los jueces en particular. Este catálogo meramente tópico puede ser un punto de partida para un análisis estadístico o sociológico; pero, sobre todo, sirve de base para elaborar un esquema conceptual, una reconstrucción, que es el objetivo de la TAJ en su segunda función, es decir, la analítico-conceptual. Esta es una función esencial de la TAJ, puesto que necesitamos esquemas conceptuales para poder conocer el Derecho y cualquier otra práctica cultural en general.

En tercer lugar, la función normativa ya no nos dice cómo deciden los órganos jurisdiccionales, sino cómo deberían hacerlo. En cuarto lugar, en su función política, la TAJ contribuye a proporcionarnos una justificación de la legitimidad política de la actividad jurisdiccional en el Estado democrático de Derecho. Aunque no sea la más explícita, esta cuarta función es muy relevante y en ella van implícitos presupuestos muy importantes de la propia TAJ: el presupuesto de la posibilidad de control racional de las decisiones, la posibilidad de una separación de poderes efectiva y, muy singularmente, la posibilidad de un control de constitucionalidad. El presupuesto de la posibilidad de estas instituciones se explica porque la TAJ sirve para actualizar esa posibilidad, contribuyendo a reforzar la «legitimidad argumentativa» de los órganos jurisdiccionales, que Robert Alexy (2003, p. 39) contrapone a la legitimidad democrática del poder legislativo. Por tanto, con su mero desarrollo, la TAJ es un instrumento teórico que asienta la legitimidad argumentativa de los órganos jurisdiccionales en los Estados de Derecho

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y, en especial, en los Estados constitucionales. Por poner un ejemplo, la TAJ ha constituido en la cultura jurídica finesa un contrapunto a la marxista precisamente por esa función política (Garzón Valdés, 1997, p. 10).

A estas cuatro funciones de la TAJ, cabría añadir la quinta, que deriva de la condición de juristas tanto de los cultivadores como de los destinatarios de la teoría: la función autorreflexiva, es decir, la función que despliegan las cuatro anteriores en los propios juristas cuando la TAJ los hace conscientes en un plano teórico de su propio quehacer. El tránsito de una conciencia preteórica a otra teórica sobre la propia actividad jurídica da lugar entre los juristas, más específicamente, a una autorreflexividad teórica (cuando devienen conscientes de su propio quehacer gracias a las funciones empírico-descriptiva y analítico-conceptual de la TAJ) o bien a una autorreflexividad práctica (cuando devienen conscientes de la dimensión normativa y valorativa de su propio quehacer gracias a la función normativa y política de la TAJ).

No todas las funciones de la TAJ tienen el mismo estatus. Sin duda, son esenciales la analítico-conceptual y la normativa. La empírico-descriptiva presenta un carácter marginal, porque su componente empírico se justifica por servir de base a la función analítico-conceptual y, por razones conceptuales, no puede servirnos sino complementariamente a la hora de desarrollar la función normativa (esto es, sólo puede procurarnos premisas empíricas útiles pero insuficientes para desarrollar tesis normativas). Además, como vamos a ver más adelante, el análisis sociológico y psicológico al que se prestaría idóneamente la TAJ en su función empírico-descriptiva es expresamente excluido de su área de reflexión por la propia TAJ en cuanto parte del contexto de descubrimiento de los actos jurisdiccionales. Ello reduce sensiblemente la relevancia de una función empírico-descriptiva, que sólo puede aspirar a ocupar un lugar subordinado con respecto a las funciones analítico-conceptual y normativa.

Por otro lado, las funciones política y autorreflexiva también son funciones complementarias y no principales de la TAJ. Es decir, se desarrollan como consecuencia o como presupuesto de las funciones analítico-conceptual y normativa. Todo parece indicar que la TAJ sólo puede adquirir pleno sentido en un determinado contexto jurídico-político, el del Estado constitucional de Derecho, y sólo bajo él puede contribuir a reforzar ese modelo jurídico-político y a promover su adhesión a él por parte de los propios juristas y aplicadores del Derecho. Esta particularidad se halla íntimamente ligada a la naturaleza histórica del concepto de TAJ, a la que me voy a referir algo más adelante.

Además, estas dos últimas funciones complementarias (política y autorreflexiva) guardan una íntima relación entre sí, puesto que

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cabría plantearse si, fruto de ese ejercicio de autorreflexión (y más allá todavía de los reparos que la reina Isabel manifestaba con la gramática), el cultivo de la TAJ pudiera resultar no sólo superfluo, sino incluso perjudicial. Es decir, el problema es si resulta pragmáticamente oportuno que los juristas desarrollen con la TAJ tal autorreflexión, puesto que no hay que excluir que ella pudiera llegar a ser contraproducente. Desde esta perspectiva, la TAJ supone una apuesta arriesgada, porque nos arroja a una alternativa delicada: Cuando tal autorreflexión nos lleva a considerar la argumentación jurídica como una práctica racional, entonces tal autorreflexión resulta deseable. Pero si tal autorreflexión nos condujera por la senda del escepticismo, entonces podría resultar contraproducente por sus consecuencias políticas de deslegitimación de la actividad jurisdiccional. En pocas palabras: la función de autorreflexión anularía entonces la función política de la TAJ. Si puedo decirlo así, por su compromiso con la racionalidad y con el modelo constitucional de Derecho y de Estado, la TAJ no puede permitirse la clase de razonamiento que el obispo de Worcester escuchó de su mujer al ser informada sobre la teoría de Darwin: «¡Descender de los monos! Querido, esperemos que ello no sea cierto, pero si lo es, recemos para que no se entere de ello todo el mundo». Desde esta perspectiva y en vista de su función política, la TAJ debería rezar para que nadie se enterara de sus eventuales conclusiones escépticas sobre la racionalidad de la argumentación jurídica, pero, de nuevo, la TAJ se halla intrínsecamente vinculada a un modelo jurídico-político comprometido a su vez con la racionalidad y no con el escepticismo práctico: el Estado constitucional de Derecho. Sólo así es posible distinguir entre actividad y activismo judiciales. Esta dicotomía —a la que me he referido en trabajos anteriores (García Figueroa, 2016b, p. 27) para caracterizar el modelo de juez activo, pero no activista, del neoconstitucionalismo (García Figueroa, 2009, p. 51)— corre paralela en el nivel institucional de la función jurisdiccional a la distinción entre interpretación e invención en el nivel de la teoría de la interpretación y la epistemología jurídicas (Iglesias, 1999, pp. 159ss.)

Por otro lado, la función política y la función autorreflexiva de la TAJ en el Estado constitucional resulta también armónica con la tesis del deber de obediencia prima facie al Derecho que sostiene Aleksander Peczenik (2000, pp. 14ss.). Después de todo, si el Derecho es una práctica argumentativa vinculada a la razón práctica (una actualización del lex est aliquid rationis), entonces merece prima facie la adhesión de los ciudadanos y, de manera cualificada, la de los operadores jurídicos. Esta tesis a veces se (mal)interpreta como una forma de ciega legitimación acrítica del poder, pero no tiene por qué ser interpretada así. Más bien, sostener que existe un deber prima facie de obediencia al Derecho, como práctica argumentativa, significa que es un deber derrotable por razones que pueden aducirse en el seno de esa misma práctica.

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I I I . A C T I V I DA D Y AC T I V I S M O J U R I S D I CC I O N A L E S . L A D I M E N S I Ó N P O L Í T I C A D E L A AU TO R R E F L E X I V I DA D E N L A TA J

La TAJ nos ofrece, así, pues, un ejercicio de autorreflexión con el que trata de reconstruir racionalmente una práctica que, como sucede con la lengua castellana, los seres humanos habían desarrollado espontáneamente a lo largo de la historia en contextos diversos. Trata así de reconstruir la lógica de la argumentación, pero ello implica también que la obliga a reconocer sus propias limitaciones y a explorar las especificidades del razonamiento jurídico en un contexto determinado (el de nuestros Estados constitucionales) en relación con otros genera proxima (por ejemplo, la argumentación política, la moral o la legislativa). Como vamos a ver a continuación, si históricamente la TAJ sólo puede alcanzar su plenitud en un Estado constitucional, metodológicamente su suerte está ligada a una orientación matizadamente analítica y teóricamente a una concepción neoconstitucionalista de lo jurídico. Más allá de los límites de la TAJ, tal y como aquí es entendida, cualquier ejercicio de autorreflexión sobre la actividad jurisdiccional podría en principio conducirnos al menos a tres lecturas muy distintas: la escéptica, la hermenéutica y la analítica. Por razones conceptuales, la TAJ sólo puede prosperar bajo una orientación matizadamente analítica. Veamos por qué.

III.1. Autorreflexividad escépticaLa aproximación escéptica es aquella que concibe este ejercicio de autorreflexión sobre la racionalidad jurídica como una actividad carente de sentido. Al escéptico, el ejercicio de tal autorreflexión le resulta imposible, en línea con el realismo jurídico más extremo, porque las decisiones jurisdiccionales no son susceptibles de análisis racional. Si el Derecho sólo es política (Law is politics), si su significado es un enigma insondable (tesis de la indeterminación radical), si las sentencias sólo expresan una corazonada (hunches); entonces ya no podemos esperar de los jueces actividad jurisdiccional propiamente. A lo sumo, podremos aspirar al activismo judicial y a los ciudadanos sólo nos quedará confiar en la virtud de los jueces y de nuestros gobernantes. El movimiento del uso alternativo del Derecho defendió este activismo (por ejemplo, Barcellona, Hart & Mückenberger, 1977), que se ha tratado de modular con un «uso alternativo razonable» (véase, por ejemplo, Pacheco, 2017, pp. 165ss.). Ciertamente, no es un escenario ideal y, desde luego, no es armónico con los presupuestos constitucionales de nuestros sistemas jurídicos.

El escepticismo es una posición recurrente, pero en la que no podemos encastillarnos. Ni nuestro conocimiento puede orientarse simplemente a insistir en sus limitaciones, ni nuestra moral puede orientarse a insistir

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en su falta de fundamento. Cuando la conclusión de la autorreflexión es escéptica, entonces no sólo anula la función política de la TAJ. En realidad, la TAJ se anula a sí misma, porque la consecuencia inmediata en sus destinatarios sólo puede ser la acción irreflexiva. Una vez que prescindimos del escepticismo, entonces nuestra función autorreflexiva puede seguir una de las dos grandes orientaciones del pensamiento jurídico y filosófico: la orientación hermenéutica y la orientación analítica.

III.2. Autorreflexividad hermenéuticaLa tradición hermenéutica parte de la constatación de un itinerario filosófico más general al que el estudio del Derecho no habría sido indiferente. A la «ilusión sobre la cosa», Descartes respondió con la primacía de la conciencia como último refugio de nuestra certeza. Después de todo, al menos sé que «soy una cosa que piensa». Sin embargo, los «filósofos de la sospecha» (como llama Ricoeur a Nietzsche, Marx y Freud) cuestionaron a su vez la fiabilidad de tal conciencia (Ricoeur, 1969, pp. 20ss.), promoviendo así un desplazamiento hacia la vivencia, la historia y el texto como lugares donde residenciar nuestro (auténtico) conocimiento. Con esta maniobra, que afecta típicamente al Derecho, la hermenéutica se sobrepone por elevación al tradicional complejo de inferioridad de las ciencias sociales en general, defendiendo que los métodos específicos de las ciencias sociales (tesis del dualismo metodológico) no nos ofrecen una mera cognitio circa rem (un conocimiento superficial, alrededor de la cosa, como harían las ciencias naturales), sino un conocimiento mucho más profundo: nada menos que una cognitio rei (von Wright, 1987, capítulo 1).

La hermenéutica, que tiene sus orígenes en la interpretación de los textos sagrados no olvidemos que el término «hermenéutica» aparece por vez primera en una obra de Dannhauer titulada Hermeneutica sacra sive methodus exponendarum sacrarum litterarum (1654) (Gadamer, 1992, p. 96), irá ampliando sus horizontes originariamente sacros, primero hacia una hermenéutica profana y, más tarde, hacia una hermenéutica filosófica que convierte la interpretación en el instrumento fundamental del conocimiento y en la que la interpretación jurídica se convierte en algo así como una filosofía primera que se puede extender a todos los aspectos de la realidad. La orientación hermenéutica tiende a una síntesis del razonamiento jurídico y a inscribirlo en grandes sistemas y relatos de carácter global, complaciéndose en subrayar aspectos de la interpretación y la argumentación que serán precisamente los que la tradición analítica se empeñará en arrumbar y reducir.

A título de ejemplo, para la tradición hermenéutica, la esencia de la interpretación queda vinculada a conceptos tales como los de

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«subjetividad», «intencionalidad», «individualidad», «valores», «ideales», «singularidad», «efectividad», «prejuicio», «precomprensión», «empatía», «sentimiento», «mediación», «adivinación», «genialidad del intérprete» (y «con-genialidad» de su interlocutor) (véase, por ejemplo, Dilthey, 2000, p. 83). Uno de los problemas fundamentales de la tradición hermenéutica es que su confianza en métodos no fácilmente contrastables intersubjetivamente puede lanzarnos al escepticismo que deseábamos evitar. Quizá la tópica jurídica de Viehweg (1964) ilustre bien esta deriva. Como teoría de la argumentación —apenas superado el estadio de la función empírico-descriptiva, en el que nos insta a compilar un catálogo de tópicos—, no puede fructificar en las cuatro restantes funciones de la TAJ aquí señaladas, singularmente en la analítico-conceptual y en la normativa de carácter crítico.

III.3. Autorreflexividad analíticaPor su parte, la orientación analítica de la filosofía del Derecho, con su «divisionismo», no ha afrontado una síntesis omnicomprensiva de la dimensión interpretativa del Derecho, sino un análisis que ha aislado, mediante la aplicación de sucesivas dicotomías, aquella parte del razonamiento jurídico que no es susceptible de análisis racional, singularmente las pasiones, la psicología y la ideología (es decir, los dominios predilectos de los «filósofos de la sospecha»: Nietzsche, Freud y Marx, respectivamente). La secuencia de esta estrategia de arrinconamiento de la irracionalidad y de todos aquellos elementos que han atraído la atención de la tradición hermenéutica (por ejemplo, la interpretación como adivinación) es bien conocida: consiste en aplicar sucesivamente la distinción de contexto de descubrimiento/contexto de justificación y, a su vez, sobre esta, la distinción entre la justificación interna y la externa.

El propósito de esta estrategia queda claro cuando contrastamos lo que harían sus adversarios: un nietzscheano consideraría perentorio desarrollar una genealogía del razonamiento jurídico, un marxista lo sometería a una crítica ideológica y un freudiano nos llevaría por la senda del psicoanálisis. Es decir, dejando fuera el contexto de descubrimiento, la orientación analítica prescinde precisamente de aquellos elementos que los filósofos de la sospecha habrían considerado elementos esenciales para comprender el razonamiento jurídico. Por cierto, en cuanto perteneciente al contexto de descubrimiento, quedaría fuera también de nuestro horizonte de conocimiento racional la precomprensión y el prejuicio arraigado en la tradición que forma parte esencial del razonamiento jurídico en su conjunto para la tradición hermenéutica y, singularmente, de la tópica jurídica.

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Y he aquí, ya ubicados more analytico en el contexto de justificación, donde la tradición analítica aplica una segunda decantación fundamental de la teoría de la argumentación jurídica. La tradición analítica debe concentrarse en el conjunto de argumentos (es decir, razones y no causas, propias del contexto de descubrimiento) que emplean los juristas. Sobre estas distinciones sucesivas volveré más adelante. Baste por ahora subrayar que este esfuerzo por ir arrinconando la irracionalidad, como si pretendiéramos introducir el razonamiento jurídico en una jaula de Faraday, difícilmente conseguirá librarlo de tal irracionalidad en el tráfico jurídico cotidiano, donde resulta inevitable el recurso a premisas basadas en la ideología. Pero he ahí la diferencia fundamental entre la tradición analítica, que confía en aislar ese tipo de problemas sin adulterar la práctica, y la hermenéutica, que con su espíritu sintético y holístico más bien contemplará en esa estrategia una inadmisible distorsión de la realidad de la argumentación jurídica, puesto que los elementos, aparentemente arrinconados por sucesivas dicotomías, resultan ser en la tradición hermenéutica más bien la manifestación de propiedades globales del ordenamiento jurídico. A pesar de todo, también existe un elemento que une la tradición hermenéutica y la analítica, a pesar de su diversa valoración del hecho: el reconocimiento de la prioridad del lenguaje a la hora de estudiar el Derecho. Esta coincidencia es la base de una divergencia (de un hiato entre ambas tradiciones, véase Sáez Rueda, 2002). Mientras el lenguaje natural ilumina el pensamiento del hermenéutico, oscurece el del analítico, que necesita formalizarlo. Por lo que a nosotros respecta, cabe concluir que, en la práctica, la TAJ sólo puede prosperar en un contexto mínimamente analítico. Veamos ahora cómo ha tenido lugar en los modelos paradigmáticos de las TAJ.

I V . L A S TA J PA R A D I G M ÁT I C A SLa otra estrategia para aproximarnos a la TAJ y darnos una idea de lo que es consiste en atender a su modelo o a sus modelos paradigmáticos. El apunte sobre la autorreflexión de la orientación analítica que acabo de esbozar nos da pie para introducir los dos modelos paradigmáticos que, situados en esa línea, han gozado de un éxito sin precedentes en nuestra cultura jurídica y que es habitual identificar con la teoría de Robert Alexy y la de Neil MacCormick. Estas teorías presentan una metodología analítica similar, aunque también reconozcan sus limitaciones y, a veces, se conciban a sí mismas como teorías a medio camino entre las tradiciones analítica y hermenéutica. Sobre todo, la teoría estándar ha subrayado la vinculación del razonamiento jurídico con el razonamiento práctico general. No es el momento de recordar los pormenores de unas teorías bien conocidas, pero sí quizá de examinar qué podemos aprender de ellas en líneas generales y qué medidas deberíamos tratar de aplicar a la luz de sus conclusiones. En extremada síntesis, estas teorías pueden

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caracterizarse por un principio general, tres máximas metodológicas fundamentales y una diferencia de enfoque entre ellas.

El principio general consiste en que la TAJ es una actividad racional orientada a analizar y guiar una práctica racional: la argumentación jurídica. Desde este punto de vista, insisto en ello, la TAJ es incompatible con planteamientos escépticos, es decir, críticos —Critical Legal Studies (CLS), Uso Alternativo del Derecho (UAD)— y realistas. Merced a esa racionalidad, la TAJ aspira a ser una guía de la actividad jurisdiccional. En cambio, el realismo jurídico sienta los presupuestos teóricos para un activismo jurisdiccional, a cuyo desarrollo los CLS y el UAD contribuyen a manera de manifiestos impulsores de ese activismo jurisdiccional que la TAJ pretende erradicar. En relación con las teorías paradigmáticas de la TAJ, las tres máximas metodológicas que cabe aquí subrayar son las siguientes.

En primer lugar, la delimitación de su campo de estudio en el contexto de justificación con la expresa renuncia al contexto de descubrimiento. Como acabo de indicar, a la TAJ le interesan las razones que aportan los jueces en sus decisiones y no las causas (psicológicas, sociológicas, ideológicas) que pudieran dar lugar a tales decisiones. A la TAJ le interesa exclusivamente el producto o resultado de la actividad jurisdiccional y no los pormenores de esa actividad, singularmente los factores psicológicos, sociológicos o ideológicos que hayan podido condicionar la actividad jurisdiccional. Dicho de manera efectista, a la TAJ no le interesa investigar si la juez discutió esa mañana con su marido, si está de mal humor por una dieta hipocalórica o si militó en este o aquel partido político cuando joven. A la TAJ sólo le interesan los argumentos de su sentencia (para un contraste sobre el alcance de la distinción frente a M. Atienza, véase Pino, 2017, § 1).

En segundo lugar, una vez excluidos los factores empíricos, singularmente de naturaleza psicosociológica, entonces el análisis de la justificación de las decisiones que interesa a la TAJ debe restringirse de nuevo. Ya es habitual referirse a esta subdistinción mediante una dicotomía de Wróblewski: justificación interna (JI) y justificación externa (JE). La JI se refiere a la justificación basada en un razonamiento lógico-deductivo y la JE es la parte de la justificación que no se basa en un razonamiento lógico-deductivo. Cristina Redondo (1996, pp. 216 ss.) ha subrayado oportunamente la ambigüedad de esta dicotomía que puede aludir a una justificación lógico-deductiva (JIf) o no (JEf) (versión formal de la distinción) o bien a una justificación basada en normas jurídico-positivas (JIs) o no (JEs) (versión sustancial). Más allá de esta ambigüedad, existe un vínculo entre la versión formal y la sustancial de la dicotomía JI/JE, puesto que el razonamiento jurídico basado en premisas no positivas (JEs) no admite una reconstrucción lógico-deductiva (JIf), si estas no se

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hacen explícitas. Por ello, la función de JIf (es decir, su versión formal) es más bien descubrirnos aquéllas (JEs). Así, por eso nos decía Alexy a su vez que era función prioritaria de la lógica jurídica hacer explícitas las premisas no jurídico-positivas (y entimemáticas) del razonamiento jurídico y, por tanto, era el análisis y examen de esas premisas no jurídico-positivas lo que de veras interesa a la TAJ. Después de todo, la TAJ pretende ordenar el espacio de lo que el positivismo jurídico considera discreción judicial, aunque calificarlo de este modo no puede excluir el carácter controvertido de esa denominación de base positivista para delimitar lo jurídico (-positivo) frente a lo que no lo es. En todo caso, la TAJ desarrolla con esta metodología una función de autorreflexión relevante para el jurista, que puede adquirir conciencia de cuándo está ejerciendo discreción judicial y de cuándo comienza la ideología y acaba la interpretación en su labor.

Una tercera restricción posible del ámbito de la TAJ es, me parece, la exclusión de la justificación de las premisas normativas del razonamiento, aunque no es una restricción indiscutible. Es decir, la TAJ no se ocuparía de la justificación de las normas jurídico-positivas, porque ello supondría ir más allá de su jurisdicción para internarse ilegítimamente en una teoría de la validez jurídica. Esta cuestión, sin embargo, más bien debe quedar abierta. Cuando asumimos una concepción interpretativa del Derecho, a la manera de Dworkin, por ejemplo, los límites entre una teoría de la validez y la TAJ comienzan a difuminarse y el neoconstitucionalismo constituye en realidad la teorización de ese fenómeno.

En cuanto a la diferencia de enfoque, la equilibrada articulación de la función empírico-descriptiva y la analítico-conceptual es distintiva de la obra de Neil MacCormick. Como con acierto subrayaba hace muchos años Manuel Atienza (1991, p. 177), la teoría de MacCormick suele partir de los casos concretos para elevar su teoría general, a diferencia de Alexy, que parte de la abstracción de la ética discursiva para luego aplicarla al razonamiento judicial. Así pues, en relación con la articulación de la función empírico-descriptiva y la analítico-conceptual, cabría decir que, más allá de su coincidencia en tesis sustanciales, metodológicamente la TAJ de MacCormick procede bottom-up, mientras que la de Alexy lo hace top-down.

El hecho de que las teorías de Alexy y MacCormick —como modelos paradigmáticos— surjan simultáneamente constituye un indicio que sirve para introducir a continuación un elemento que me parece relevante aquí. Se trata del carácter histórico del concepto de la TAJ. Si la TAJ nace en una determinada coyuntura histórica y de determinada manera es porque cumple con una función muy importante en el contexto del Estado constitucional de Derecho y, desde ese punto de vista, queda fuertemente vinculada a una concepción neoconstitucionalista del Derecho (infra, apartado VI).

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V . L A TA J C O M O C O N C E P T O H I S T Ó R I C O . ¿ E S L A TA J E T N O C É N T R I C A ?

Una de las aportaciones más conocidas del jusfilósofo español Felipe González Vicén es su trabajo titulado «La filosofía del Derecho como concepto histórico». Allí, González Vicén (1979) distinguía dos tipos de conceptos: los formales y los históricos. Los conceptos formales son aplicables, por su propia abstracción, a cualquier momento histórico. Por ejemplo, clase o comunidad serían conceptos formales, porque podemos aplicarlos a la descripción de cualquier fenómeno social de la historia. Por el contrario, polis, Estado o revolución serían conceptos históricos, porque sólo existen a partir del preciso momento histórico del que son resultado. Así, no existe polis en un sentido estricto antes de la existencia de la polis griega, ni existe Estado antes de su configuración moderna. De manera análoga, pudo haber ciertamente sediciones y rebeliones a lo largo de la historia, pero sólo hay revolución a partir del preciso momento histórico en que el movimiento subversivo incorpora un proyecto de transformación profundo de las bases sociales y políticas. Pues bien, González Vicén sostenía que la filosofía del Derecho es un concepto histórico porque surge con una nueva dialéctica causada por un desplazamiento del interés teórico de los juristas hacia el Derecho positivo. En efecto, hasta el siglo XIX, la reflexión sobre el Derecho habitualmente se había concentrado en su ideal, el Derecho natural. Sin embargo, fue entonces cuando tres movimientos jurídicos en Europa de signo distinto coincidieron en concentrarse en el estudio del Derecho positivo. Me refiero a la escuela histórica alemana, la escuela de la exégesis francesa y la jurisprudencia analítica inglesa. Esta coincidente línea metodológica inauguraba una nueva dialéctica entre positivismo y jusnaturalismo que constituye lo que, en definitiva, es la filosofía del Derecho moderna hasta nuestros días. En otras palabras, dejando a un lado que podamos hallar sin duda manifestaciones de filosofía del Derecho avant la lettre, la filosofía del Derecho es una disciplina de los siglos XIX y XX.

De manera similar, la TAJ es también un concepto histórico. Se trata de una disciplina de la filosofía jurídica que nace con (y en respuesta a) los Estados constitucionales de Derecho. En rigor, sólo hay TAJ a partir de una determinada coyuntura histórica y no antes ni fuera de ella, como lo demuestra el hecho de que resulta difícil comprender el significado profundo de la TAJ con independencia del constitucionalismo contemporáneo del siglo XX que sirvió de marco a su nacimiento. Desde luego que existen contribuciones a la TAJ avant la lettre; pero, en un sentido estricto, la TAJ es producto de un modelo jurídico contemporáneo basado en un profundo cambio cultural, concretamente, el tránsito desde una «cultura de la autoridad hacia una “cultura de la justificación”» (Barberis, 2012, p. 20). ¿Tiene sentido la

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TAJ fuera de esa cultura? ¿Fuera de un Estado constitucional? ¿Lo tiene en un Estado totalitario? ¿Bajo una teocracia? ¿En el medievo? Si somos realistas, la respuesta es invariablemente negativa. La TAJ sólo puede nacer y prosperar bajo presupuestos racionalistas adscritos todos a una cierta filosofía del Estado, del Derecho y de los derechos humanos.

El reconocimiento de este aspecto histórico, contextual, no debe interpretarse como la resignada asunción de una carencia. Muy al contrario, una vez reconocidas las limitaciones de la teoría, cabe explorar cuál sea su alcance de manera decidida, sin temor a la recurrente objeción de etnocentrismo que suelen soportar este tipo de teorías que se tienen por racionalistas. El mejor antídoto contra la objeción etnocéntrica es reconocer abiertamente su etnocentrismo. La aceptabilidad de la TAJ como la aceptabilidad de la democracia, los derechos humanos o el Estado constitucional depende hasta cierto punto de una decisión que no todos tienen que compartir. Quien no quiera compartir la oportunidad del Estado constitucional, de la filosofía de los derechos humanos o de la TAJ, puede hacerlo y se supone que tendrá sus razones para ello.

Una vez que la TAJ se reconoce como un concepto histórico, la cuestión que cabe plantearse no es ya si la TAJ es aplicable universalmente o no desde luego, no lo es en toda su extensión, sino, más bien, si su éxito sobreteoriza con un efecto legitimador la parte de la realidad que conceptualiza la aplicación del Derecho en ciertos Estados constitucionales. En otras palabras, la cuestión es si le estamos prestando a la TAJ una atención desmesurada que condenaría a otras teorías alternativas o a la manifestación de ese modelo en países periféricos al agravio comparativo de una subteorización que arrastraría consigo a aquella parte de la realidad que la TAJ deja fuera de su foco (véase, por ejemplo, de Sousa Santos, 2005, p. 29, para las ciencias sociales en general). La falta de atención es también una actitud valorativa, una desatención. Por eso, decía Jaime Balmes que poco tiene que ver con el profesor de Coímbra que «es bien notable que la urbanidad o su falta se apelliden también atención o desatención« (Balmes, [1845] 1963, p. 13). Prestar obsequiosamente demasiada atención a un modelo (sobreteorizarlo) o no hacerlo suficientemente con otro (subteorizarlo) presenta, junto a su obvia cara fáctica, otra valorativa, de la que convendrá ser conscientes, especialmente durante el desarrollo de la función empírico-descriptiva de la TAJ, si bien ello no tiene por qué ser un problema aquí, siempre que mantengamos la premisa de que, dentro de sus límites, la TAJ aspira a ser racional, pero no universal. Aspira a tener razones, pero no a imponerlas irracionalmente al que disienta.

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V I . L A V I N C U L A C I Ó N D E L C O N C E P T O H I S T Ó R I C O D E L A TA J A L N E O C O N S T I T U C I O N A L I S M O

Hay un sentido en que toda TAJ es, en principio, el negativo (en sentido fotográfico) de una teoría del Derecho tradicional. Significativamente, este era el propósito originario (aunque corregido en el prólogo de su segunda edición; véase MacCormick, 1994, p. xiv) de MacCormick en Legal Reasoning and Legal Theory. Pretendía explícitamente ser «el complemento» (traduzcamos así «companion») de The Concept of Law de Hart (1994) en la colección jurídica Clarendon de Oxford University Press. La razón es que la TAJ se ocupa de teorizar y guiar el ámbito de la discreción judicial positivista. La TAJ comenzaría su labor allí donde termina el Derecho. Esta idea se plasma expresivamente en una imagen de Dworkin, cuando afirmaba que la discreción judicial es como «el agujero de una rosquilla» (Dworkin 1984, p. 84). Con ello, Dworkin pretendía significar que la discreción judicial debe su existencia negativamente a un cuerpo normativo preexistente. Desde este punto de vista, la teoría del Derecho y la teoría de la argumentación confluyen en los límites del ordenamiento, allí donde surgen los casos difíciles, y es en esa zona marginal donde la teoría del Derecho y la TAJ contribuyen a esclarecer, desde ángulos diversos, la naturaleza del Derecho. Por eso, la TAJ no sólo se halla íntimamente ligada a la teoría del Derecho y colabora con ella. En realidad, bajo una concepción argumentativa o interpretativa del Derecho, la TAJ tiende naturalmente a expandirse de manera imperialista (Barberis, 2014) y a ocupar o disputar o incluso usurpar (según se vea) el propio ámbito de la teoría del Derecho, que quizá debería convertirse en una teoría de lo jurídico o de la juridicidad, para expresar que acoge la concepción del Derecho como una práctica argumentativa y no tanto como un sistema axiomático de normas. La TAJ tiende a convertirse así en una especie de filosofía del Derecho primera y el neoconstitucionalismo es el paradigma jurídico que resulta más armónico con esta tendencia. Este imperialismo de la TAJ, en realidad, no es sino una manifestación más de un fenómeno más amplio de colonización por parte de la TAJ de otros ámbitos, como la metodología jurídica, la teoría de la legislación (véase, por ejemplo, Atienza, 1997; Galiana, 2008; Marcilla, 2005; Zapatero, 2009; García Figueroa, 2015) e incluso, en cierto modo, la filosofía moral (García Figueroa, 2016b).

En efecto, si el modelo jurídico-político al que se ajusta la TAJ en cuanto concepto histórico es el del Estado constitucional de Derecho, la filosofía jurídica a la que sirve específicamente la TAJ (hasta confundirse con ella en algunos de sus tramos) es la del neoconstitucionalismo. Bien sé que a un jusfilósofo tan influyente entre nosotros como Manuel Atienza (2017, capítulo V) no le agrada esta denominación (él prefiere hablar de «pospositivismo») y también soy consciente de una intrigante asimetría en nuestra relación teórica, la cual lo lleva a estar en desacuerdo conmigo

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precisamente en algunas de las tesis que compartimos al respecto. Sea como fuere, no entiendo bien su aversión a nuestra asentada etiqueta. Después de todo: si él está en desacuerdo con el neoconstitucionalismo, no sé a qué viene reconvenirnos a sus defensores para llamarlo de otro modo. Y si está de acuerdo en general con sus tesis, no sé qué importancia tendrá el nombre que le demos la mayoría y, sobre todo, no entiendo para qué cambiarlo a estas alturas. En cualquier caso, supongo que es un síntoma de la acelerada consolidación del movimiento el hecho en sí de que hayamos desembocado ya en discusiones manieristas acerca de cuál sea su nombre más apropiado.

Pues, en efecto, todo esto es de poca importancia cuando advertimos lo esencial. Primero, que la denominación «neoconstitucionalismo» está lo suficientemente extendida como para no necesitar multiplicar las etiquetas inútilmente. Y, en segundo lugar, que el neoconstitucionalismo se desarrolla de forma paradigmática en torno a la concepción del Derecho que hallamos en tres autores no menores que han coincidido sustancialmente en una serie de tesis elaboradas independientemente en cada una de sus culturas jurídicas respectivas: Ronald Dworkin en la cultura anglófona, Robert Alexy en la europea no anglófona y Carlos Santiago Nino en la iberófona. Desde luego, cabría añadir otros autores —como Gustavo Zagrebelsky— y no debemos olvidar que ciertas tesis muy importantes de Luigi Ferrajoli en Italia y de Luis Prieto en España han contribuido a su asentamiento, guardando la distancia que les da a estos dos últimos autores su concepción innegociablemente positivista del Derecho. Por cierto, el argumento de Atienza de que ninguno de estos autores referidos se llame a sí mismo «neoconstitucionalista» me parece endeble. Por las mismas razones, no podríamos discutir si John Stuart Mill es un utilitarista de las reglas o bien de los actos, porque esta clásica dicotomía se debe a Brandt (1982, p. 456) y es planteada en el año 1959. Tampoco me parece grave que la denominación surja entre los críticos genoveses de nuestras tesis. Por las mismas razones, no podríamos llamar «deontológica» a la teoría de Kant (la palabra «deontología» es inventada por el antideontológico por antonomasia, Jeremy Bentham).

En cuanto a la adscripción de Manuel Atienza, como digo, no sé muy bien qué decir. A él, el neoconstitucionalismo (ya no sé si el término o el concepto) le parece un «espantapájaros conceptual». Por mi parte, y dadas mis tendencias pragmatistas (asimismo próximas a las suyas), esa imagen no me desagrada, siempre que los pájaros espantados sean los del juspositivismo y el jusnaturalismo tradicionales. En cualquier caso, me temo que él nunca aceptará que hable de él como el distinguido neoconstitucionalista que es. Ello me conduce a la extraña conclusión de que somos dos neoconstitucionalistas separados por las mismas tesis. Quizá deba recordarle de nuevo (García Figueroa, 2016a, p. 109) sus

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propias palabras, escritas en otro lugar: «no deberíamos tener ningún temor a las coincidencias» (Atienza, 2013, p. 823). Yo no tengo ningún temor a coincidir con él en esta afirmación, porque este tipo de temor me parece un miedo infundado. La originalidad en nuestra disciplina no es un fin en sí mismo.

V I I . U N P R O G R A M A N E O C O N S T I T U C I O N A L I S TANo sé si imaginando que yo padezca (como es el caso, dado mi temperamento conciliador) el temor contrario (el de que nadie coincida conmigo), Manuel Atienza me recuerda que soy el único sedicente neoconstitucionalista de España, aunque me consuela pensar que hay muchos más autores comprometidos con tesis neoconstitucionalistas en Latinoamérica, particularmente en Brasil (véase, por ejemplo, Quaresma y otros, 2009; Pereira de Souza Neto & Sarmento, 2007; Maia, 2009; Barroso, 2008; Ramos Duarte & Pozzolo, 2006; Moreira, 2008). Si bien disponemos de una óptima descripción del movimiento gracias a Luis Prieto (2013, capítulo I), en mi condición de único sedicente neoconstitucionalista en mi país me siento legitimado para proponer veinte artículos para un programa neoconstitucionalista aún por desarrollar en toda su extensión:

A. Dos lemas complementarios(1) El Derecho como argumentación (Atienza, 2006). Esto es, la adopción de una perspectiva argumentativa o interpretativa (Dworkin, 1992) que contemple el Derecho desde su lado activo (como un sistema de argumentos y procedimientos) y no desde el pasivo y estático del sistema jurídico (García Figueroa, 2000).

(2) La moral como argumentación (García Figueroa, 2017, pp. 305ss.). Si el Derecho está vinculado a la moralidad argumentativamente, paralelamente, la moral también ha sido sometida a una perspectiva argumentativa que integra los distintos dominios de la razón práctica, caracterizada por las éticas discursivas como prácticas dialógicas u omnilógicas.

B. Tesis para la fundamentación pragmática de la unidad argumentativa de la razón práctica

(3) Tesis de la pretensión de corrección. Todo acto de habla regulativo erige una pretensión de corrección, cuya inobservancia conduce a una contradicción performativa, a una falla conceptual (véase Alexy, 1994).

(4) La tesis del caso especial que concibe el razonamiento jurídico prioritariamente como un razonamiento práctico general sometido a límites institucionales como la ley, los precedentes y la dogmática jurídica

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(Alexy, 1989, p. 39). Alexy (1985) contempla así el Derecho como un sistema de argumentos y procedimientos que se inscribe en el sistema de argumentos y procedimientos de la racionalidad práctica general.

(5) La tesis de la unidad de la razón práctica (Nino, 1994), que afirma que todo razonamiento práctico (singularmente el jurídico) comparte una racionalidad que impide separar la argumentación jurídica del resto de formas de argumentación que involucran juicios prácticos, como la moral o la política. Esta tesis y la anterior reflejan una misma idea desde perspectivas distintas. La tesis del caso especial es una explicitación de la tesis de la unidad de la razón práctica en la aplicación del Derecho («no insularidad del discurso jurídico», diría Nino, 1994, pp. 79ss.). La tesis de la unidad o «no fragmentación» de la razón práctica es el principio general cuyas especificidades son expresadas por la tesis del caso especial.

C. Tesis metaéticas(6) Tesis general: objetividad moral. El neoconstitucionalismo requiere por su propia naturaleza alguna forma de objetivismo moral, sin la cual quedaría desvirtuada tanto la tesis del caso especial como la tesis de la unidad de la razón práctica.

(7) Metaética constructivista. Como bien señalaba Nino (1989, p. 67), la metaética naturalista subjetivista (por ejemplo, «bueno» significa «lo que prefiere la gente») conduce al relativismo ético; la no naturalista (por ejemplo, el intuicionismo, la teoría del mandato divino) al dogmatismo ético y la no descriptivista (emotivismo y prescriptivismo) al escepticismo. La metaética constructivista permite superar las limitaciones de estas metaéticas por separado, mediante la búsqueda de un equilibrio. El discurso moral es relativo en tanto involucra a los interesados; es objetivo, en tanto obedece a reglas racionales de participación. El constructivismo kantiano de Rawls, Habermas y Nino resulta ser así (como su base originaria, el contractualismo) la alternativa metaética idónea a la teológica en nuestras sociedades posmetafísicas — sobre la relevancia de la metafísica, Robert Alexy ha manifestado algunas reticencias, quizá debidas a las ambigüedades del propio término «metafísica» (García Figueroa, 2011a)—. La moral es un invento (Mackie, 2000), sí, pero un invento que exige seguir un procedimiento racional. El neoconstitucionalismo no debe excluir otras posiciones metaéticas, pero sí es especialmente armónico con el procedimentalismo discursivo del constructivismo ético que atiende a las posiciones prácticas de los participantes1.

1 Debo esta última matización a una observación formulada por José Juan Moreso.

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D. Concepción del Derecho(8) Una concepción no-positivista del Derecho, sin que ello implique adoptar una concepción jusnaturalista, como muchos autores interpretan erróneamente.

(9) No positivismo externo. Aunque la distinción positivismo-no positivismo tiene la ventaja de ser analítica, a diferencia de la distinción positivismo-jusnaturalismo, el neoconstitucionalismo debe presentarse como una concepción no-positivista, pero alternativa y externa a la dialéctica entre positivistas y no-positivistas, porque pretende poner en cuestión precisamente los propios presupuestos de esta dialéctica tradicional (dualismo, esencialismo, generalismo, objetualismo) (García Figueroa, 2013). Este es el modo correcto de interpretar la necesidad de «superar» las teorías tradicionales del Derecho.

E. Tesis metodológicas en la construcción de un concepto de lo jurídico por las que se rechazan los presupuestos compartidos por positivismo y jusnaturalismo en su dialéctica tradicional (García Figueroa, 2009, capítulo 6)

(10) Antiesencialismo. No existe una esencia del Derecho que descubrir a través de un concepto unívoco e incontrovertible de Derecho (véase, por ejemplo, Nino, 1991, capítulo 1).

(11) Antiuniversalismo. El fenómeno jurídico carece de la universalidad que presupone su tradicional estudio por parte de las tradiciones positivista y jusnaturalista en pos de un «concepto general de Derecho» (véase, por ejemplo, Kelsen, 1991, p. 15).

(12) Antiobjetualismo. El Derecho es una práctica argumentativa dinámica sujeta a argumentación y no un objeto estático (véase, por ejemplo, Barberis, 1990; Villa, 1999, pp. 137-139; Sastre, 2001, pp. 581ss., Lifante, 2000, pp. 726 ss.)2.

(13) Antidualismo (gradualismo). Si el jusnaturalismo defendió un dualismo jurídico (Derecho positivo/ Derecho natural) y el positivismo un monismo jurídico (sólo existe el Derecho positivo), el neoconstitucionalismo sostiene un monismo práctico, un gradualismo entre justicia sustantiva y validez institucional, si se quiere. Mediante la argumentación se produce una gradualidad entre los criterios de pertenencia puramente institucionales del positivismo y los sustanciales de las teorías jusnaturalistas (García Figueroa, 2009, pp. 208ss.). Existe un sentido en que se tiende a una indiferenciación de los órdenes

2 Probablemente, la denominación castellana de nuestra disciplina, «teoría del Derecho», contribuya a asentar el prejuicio objetualista de aludir al Derecho prioritariamente como sistema normativo, como un objeto cultural acabado. Cuando sostenemos, en cambio, que lo que estudiamos es más bien una práctica, sería quizá más apropiado hablar a la manera inglesa de «Legal Theory», es decir, teoría jurídica o teoría de lo jurídico o teoría de la juridicidad.

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normativos, «la revancha de Grecia contra Roma» (Barroso, 2008, p. 40), pero necesariamente modulada por el racionalismo de la TAJ (García Figueroa, 2011b).

(14) Una premisa de corte pragmatista: la centralidad paradigmática del Derecho del Estado constitucional en la reconstrucción conceptual de los fenómenos jurídicos, los cuales, así, duplican sus vínculos con la razón práctica, puesto que tienen lugar por razones conceptuales (como lo demuestra la vinculación del Derecho en general a una general pretensión de corrección en el sistema de Alexy), pero también se confirman y reafirman por causas históricas (la incorporación de los principios generales de la moralidad de la Modernidad y la filosofía de los derechos humanos a los textos constitucionales).

F. Rasgos de la teoría resultante(15) Transacción entre constitucionalismo y constructivismo. El nuevo discurso de la filosofía jurídica tiene lugar porque la teoría del Derecho y la teoría moral se han aproximado mutuamente y, con ello, han aproximado los conceptos de Derecho y de moral en una relación no dual sino gradual. El constitucionalismo ha aproximado el Derecho a la moral porque los textos constitucionales han positivizado la filosofía de los derechos humanos. El constructivismo ético ha aproximado la moral al Derecho porque la moralidad se ha hecho procedimental. Adela Cortina se lamentaba de ello cuando afirmaba que eso supone convertir «la moral en una forma deficiente de Derecho» (Cortina, 1988). También advertía esta transacción, ocasionada por el constructivismo kantiano, José Luis López Aranguren, desde el lado de la filosofía moral, cuando reparaba en «(l)a primacía actual de la filosofía del Derecho, la centralidad del concepto de justicia, y, anejo a ella el predominio, también actual, de lo procedimental, es decir, de lo procesal» (Aranguren, 1988, pp. 26 ss.).

(16) Transición a un nuevo paradigma, un concepto histórico nuevo. En realidad, el neoconstitucionalismo no puede ser simplemente una teoría del Derecho al uso. No puede instalarse, sin perder sentido, en la dialéctica abierta por positivistas y no positivistas que nos descubría González Vicén. Con sus fuertes disensos, aquí es bueno recuperar la idea de Ferrajoli (2011) de que el constitucionalismo (por usar su terminología) expresa más bien un nuevo paradigma encendido por la «mutación genética» (Zagrebelsky, 1995, p. 33) experimentada por el Derecho constitucionalizado. Sé que se ha abusado del término «paradigma», como de muchos otros, así que lo más importante es advertir más simplemente que el neoconstitucionalismo pretende sustraerse del dualismo indicado más arriba. Positivistas y no positivistas han discutido secularmente si hay relaciones entre Derecho y moral, pero plantear así las cosas ya es someterse a unos conceptos no indiscutibles.

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Cuando asumimos el principio de la unidad de la razón práctica y la tesis del caso especial rechazamos que esa dialéctica tenga algún sentido. Quizá tuvo un sentido (histórico) en el pasado, pero no lo tiene ahora bajo los sistemas constitucionalizados en sociedades posmetafísicas.

G. Teoría de la argumentación jurídica(17) El lema fundamental (pues me remito a la primera parte de este trabajo en cuanto a las funciones de la TAJ en el marco del Estado constitucional) sería el siguiente: Máxima actividad jurisdiccional. Nulo activismo judicial. La optimización (Alexy, 1991) es una propiedad de la forma de aplicación del Derecho constitucionalizado sin que ello implique vulnerar el principio de legalidad, que se transforma en principio de constitucionalidad.

(18) La TAJ como nueva filosofía del Derecho primera. Expansión y colonización por parte de la TAJ de la metodología jurídica, la teoría de la legislación y la teoría del Derecho (véase supra, apartado VI).

H. Tesis relativa a la obediencia al Derecho(19) Deber prima facie de obediencia al Derecho en los Estados constitucionalizados (Peczenik, 2000, pp. 14ss.). Esta es una consecuencia de la asunción del constructivismo epistémico de Nino (1989). Si la democracia es una vía de acceso a verdades morales, entonces es lícito establecer un deber, no absoluto sino meramente presuntivo, prima facie, de obediencia.

I. Tesis relativa a la formación de los juristas(20) Recentralizar la filosofía jurídica, la filosofía política, la filosofía moral y la teoría de la argumentación en la formación del jurista para que deje se ser un elemento meramente periférico de su aprendizaje (Kennedy, 2012).

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Desafíos para la filosofía del derecho del Siglo XXIChallenges for Legal Philosophy in the 21st Century

Á N G E L E S R Ó D E N A S *

Universidad de Alicante

Resumen: En este trabajo se constata un desajuste entre una demanda real y acuciante de un análisis filosófico que permita dar cuenta de la irrupción de nuevos fenómenos en el panorama del derecho y la limitada oferta de herramientas teóricas con que satisfacer esta demanda que aporta el modelo tradicional de ciencia positivista del derecho. Tras el diagnóstico inicial de desajuste entre la oferta y la demanda, se destaca como un problema medular del modelo tradicional de ciencia positivista del derecho su resistencia a asumir una racionalidad de tipo práctico y se defiende la viabilidad de esta forma de pensamiento. El trabajo concluye con una propuesta para la reinvención de la filosofía del derecho del siglo XXI, redefiniendo sus objetivos y replanteando su método.

Palabras clave: teoría argumentativa del derecho, pospositivismo, positivismo jurídico, filosofía del derecho, método jurídico, escepticismo ético, derecho y moral

Abstract: This paper shows a mismatch between a real and pressing demand for a philosophical analysis that allows us to explain the emergence of new phenomena in law, and the limited supply of theoretical tools to satisfy this demand by the traditional model of positivistic science of law. After an initial diagnosis of a mismatch between supply and demand, the resistance of legal positivism to accept practical rationality stands out as a core problem of the traditional model of positivistic science of law and the viability of this way of rationality is defended. The paper concludes with a proposal for the reinvention of the philosophy of law of the 21st century that incorporates new objectives and rethinks its method.

Key words: argumentative theory of law, postpositivism, legal positivism, philosophy of law, legal method, ethical skepticism, law and morals

CONTENIDO: I. EL DESAJUSTE ENTE LA OFERTA Y LA DEMANDA.– I.1. UNA DEMANDA REAL Y PERENTORIA DE ANÁLISIS IUSFILOSÓFICO.– I.2. LA INSUFICIENTE OFERTA DEL MODELO TRADICIONAL POSITIVISTA DE CIENCIA DEL DERECHO.– I.3. ESTRATEGIAS ADAPTATIVAS. LA EVOLUCIÓN DE LOS ENFOQUES EN LA FILOSOFÍA DEL DERECHO.– 2. EL PROBLEMA MEDULAR: LA VIABILIDAD DE LA RACIONALIDAD PRÁCTICA.– III. UNA PROPUESTA PARA LA REINVENCIÓN.– III.1 REDIRECCIÓN DE OBJETIVOS.– III.2 REPLANTEAMIENTO DEL MÉTODO.– III.3 LA CUESTIÓN TERMINOLÓGICA.

N° 79, 2017 pp. 33-46

* Profesora Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante (España). Código ORCID: 0000-0002-1983-0691. Correo electrónico: [email protected]

https://doi.org/10.18800/derechopucp.201702.002

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I . E L D E S A J U S T E E N T R E L A O F E R TA Y L A D E M A N D A

I.1. Una demanda real y perentoria de análisis iusfilosóficoDesde mediados del siglo pasado venimos siendo testigos de la progresiva irrupción en el derecho de nuevos fenómenos cuyo tratamiento teórico requiere de análisis procedentes de la filosofía del derecho. De entre estas profundas transformaciones, sobresale la exigencia del constitucionalismo actual de que los derechos fundamentales sean tomados en serio por los órganos de aplicación y creación del derecho. Esta pretensión sitúa en el primer plano de los problemas jurídicos la ponderación entre principios o la apreciación de límites o excepciones en la aplicación de las reglas jurídicas por razones de principio. Junto con los problemas asociados al constitucionalismo actual, es posible encontrar otro motor de esta nueva demanda de análisis teórico en la remisión a los derechos humanos, por parte de los derechos nacionales, a la hora de interpretar el derecho estatal; o en la pujante influencia de las prácticas interpretativas de los tribunales y cortes de justicia internacionales en materia de derechos humanos de cara a la conformación de las prácticas jurídicas locales por los tribunales nacionales.

La incursión de este nuevo panorama en el derecho ofrece una nueva edad de oro a la filosofía del derecho. La filosofía del derecho del siglo XXI se encuentra ante el reto evolutivo de reinventarse a sí misma para facilitar la comprensión teórica de todos estos fenómenos, o dejarse extinguir, convertida en un saber de arcanos. No hay nada de nuevo en ello, históricamente las transformaciones en el lenguaje objeto —el derecho— se han hecho acompañar de giros radicales en el metalenguaje de la ciencia del derecho. Así sucedió primero con el iusnaturalismo y más tarde con el positivismo jurídico. Aunque sean pocos los filósofos del derecho que hoy en día reclamen la herencia del iusnaturalismo, no está de más recordar que, en el caos normativo reinante con anterioridad a la codificación, el iusnaturalismo se desenvolvía como pez en el agua, introduciendo un orden en todo ese confuso material. Un orden que, durante la Edad Media, estará inspirado en la doctrina escolástica, pero que, con la Ilustración, se transformará en un orden racional ajustado a «la legislación universal de la voluntad»; un orden a la medida de la razón humana. Sin embargo, cuando el derecho se codifica, el iusnaturalismo pierde su razón de ser: el orden racional se encuentra ya en el código; ya no hay que introducirlo desde fuera. Y es precisamente entonces cuando surge el positivismo jurídico (González Vicén, 1969, p. 29; Díaz, 1975, pp. 288-289). De esta manera, el positivismo jurídico inició su andadura en nuestra cultura jurídica de la mano de la que constituyó la gran revolución ilustrada en el ámbito del derecho: la codificación. Codificación y positivismo jurídico vinieron de consuno: un nuevo derecho y un nuevo paradigma de pensamiento jurídico. Y no fue un

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capricho histórico: la codificación firmó el acta de defunción del que por muchos siglos había sido el gran paradigma del pensamiento jurídico —el iusnaturalismo— y propició su reemplazo por el nuevo paradigma: el positivismo jurídico. Ese paradigma va a estar vigente en la cultura jurídica occidental desde la codificación hasta prácticamente nuestros días.

En suma, de la misma forma que la codificación supuso el abandono del iusnaturalismo y su reemplazo por el paradigma positivista, todo parece apuntar a que todas estas profundas transformaciones en el ámbito del derecho van a revolucionar la filosofía del derecho, atrayendo nuevas propuestas de análisis y transformando el paradigma positivista. ¿En qué consisten tales propuestas? Concretando algo más, podríamos comenzar sugiriendo algunas propuestas que pueden ser de gran utilidad a los juristas teóricos. No está de más recordar que, si queremos abonar el terreno para que germine una buena dogmática, debemos ser capaces de elaborar una teoría de las normas, de las fuentes del derecho, de la interpretación y aplicación de derecho, y de tantos otros conceptos básicos del derecho que sea útil para la dogmática; una utilidad que, en buena medida, viene dada por lo que facilite la digestión a los dogmáticos de las recientes transformaciones del panorama jurídico a las que me he referido.

Sin embargo, además de proporcionar un instrumental de análisis básico a los dogmáticos, la filosofía del derecho es también la disciplina idónea para proveer de herramientas teóricas a los jueces, tribunales y demás órganos de aplicación del derecho cuando estos se ven obligados a dejar de ser los jardineros fieles de las reglas y a tomar en consideración, al fundamentar sus resoluciones, otras razones jurídicas. ¿Qué otras razones jurídicas son esas? Si no son normas autoritativas, ¿por qué debemos considerarlas como jurídicas? ¿Es posible construir una tipología de situaciones en las que tal cosa sucede? ¿Cuándo el derecho requiere dejar de lado reglas en principio aplicables? ¿Cómo debe el operador jurídico construir su argumentación cuando tiene que dejar de lado las reglas? La caracterización, tipología, relevancia y uso argumentativo de esas otras razones jurídicas constituye un fértil terreno para la investigación en filosofía del derecho.

Finalmente, nuestra propia visión del derecho, en cuanto que filósofos del derecho preocupados por obtener una adecuada comprensión de su naturaleza, resultará enriquecida si, junto con la dimensión autoritativa o directiva del derecho, nos ocupamos, entre otros problemas relevantes, del análisis de las tensiones que se producen en el seno del derecho entre su dimensión directiva y su dimensión valorativa, o de los conflictos entre su dimensión institucional y su dimensión sustantiva. Percibir adecuadamente toda esta complejidad nos debe llevar a ampliar nuestra

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comprensión del derecho, dejando de verlo solo como un conjunto de normas autoritativas, y a desplazar nuestra atención a los problemas anteriormente reseñados.

En suma, existe una demanda real y efectiva de un análisis filosófico que haga emerger toda esa parte del fenómeno jurídico cuya novedad plantea serias dificultades en su manejo a dogmáticos y juristas prácticos. Esta tarea constituye un nuevo y atractivo reto para la investigación en filosofía del derecho: de que este reto sea adecuadamente atendido dependerá, en buena medida, el futuro de nuestra disciplina.

I.2. La insuficiente oferta del modelo tradicional positivista de ciencia del derecho

Desplacemos ahora nuestra atención a la otra orilla del problema. ¿Hasta qué punto es suficiente para lidiar con estas dificultades lo que nos ofrece el modelo tradicional positivista de ciencia del derecho? Pues bien, sorprendentemente, aun hoy, bien entrado el siglo XXI, buena parte de la filosofía del derecho no ha incorporado a su agenda el tratamiento teórico de todos estos nuevos fenómenos que han incursionado en el derecho. Esta desatención no es fruto del azar o la casualidad, sino que, en buena medida, es el resultado de una fuerte resistencia metodológica por parte del positivismo más tradicional a incorporar herramientas de análisis que impliquen la asunción del más mínimo compromiso con la idea de racionalidad práctica.

Como acabo de señalar, el movimiento codificador trajo consigo un nuevo paradigma en la ciencia del derecho, cuyo dominio fue imponiéndose en paralelo a la codificación: el positivismo jurídico. Como es sabido, el positivismo jurídico pretendía ser la plasmación en el ámbito del derecho del positivismo científico o filosófico1. ¿Cómo se traduce este positivismo científico en el ámbito del derecho? ¿En qué va a consistir ese nuevo paradigma conocido como positivismo jurídico? Si hay algún autor que exprese la culminación de este cambio de paradigma en la filosofía del derecho, este es, sin duda, Kelsen. Como es sabido, la teoría pura del derecho representa para Kelsen el único modelo que responde a las

1 Me parece que esta afirmación no se debilita por el diferente origen de los términos positivismo jurídico y positivismo filosófico. Soy consciente del célebre pasaje de Bobbio, en el que afirma lo siguiente: «La expresión “positivismo jurídico” no deriva de la de “positivismo” en el sentido filosófico, aunque en el siglo pasado hubo una cierta relación entre los dos términos, puesto que algunos positivistas jurídicos eran a la vez positivistas en el sentido filosófico: pero en su origen (que se halla a comienzos del siglo XIX) el positivismo jurídico nada tiene que ver con el positivismo filosófico, hasta el punto de que mientras el primero surge en Alemania, el segundo surge en Francia. La expresión “positivismo jurídico” deriva, por el contrario, de la locución derecho positivo contrapuesta a la de derecho natural» (1961, p. 3). Ahora bien, la plausibilidad de mi afirmación no descansa en que uno de los términos tenga su origen en el otro, sino que una buena parte de los positivistas jurídicos se adhieren a los presupuestos del positivismo científico. Esta afirmación es completamente compatible con lo sostenido por Bobbio y —como seguidamente se verá— me parece indiscutible en el caso del máximo exponente del movimiento: Hans Kelsen.

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exigencias del positivismo jurídico. El rasgo fundamental que evidencia la pureza de dicha teoría es su marcado relativismo ético. Más allá de la elaboración de los conceptos más básicos del derecho y del análisis de su estructura, nada tiene que decir la teoría pura del derecho (Kelsen, 2006, pp. 33-37). Si las cuestiones valorativas están excluidas de la teoría pura del derecho, ¿qué sucede entonces con la llamada elaboración racional del derecho? ¿Es la búsqueda por parte de la doctrina jurídica del derecho implícito un mito más que hay que desterrar? La respuesta kelseniana es también aquí claramente inequívoca: no hay espacio en la teoría del derecho para la elaboración racional del Derecho (Kelsen, 2006, p. 55).

Así pues, ya desde los orígenes del actual modelo de filosofía del derecho positivista se impone una preocupación por la preservación del carácter científico del método, combinada con un marcado escepticismo en materia moral. Esta preocupación por la pureza del método y este escepticismo van a ir progresivamente permeando el pensamiento de los filósofos del derecho, hasta convertirse en las enseñas del positivismo jurídico del siglo XX.

Hay otra causa de la exclusión de estos problemas de la agenda de la filosofía del derecho que se halla relativamente desligada de la anterior, aunque puede darse en combinación con ella, y que no merece ser desatendida. Se trata de la asunción por un sector significativo de la filosofía del derecho contemporánea de una tesis marcadamente autoritativa respecto de la naturaleza del derecho. De acuerdo con este planteamiento, los mandatos de la autoridad configuran para sus destinatarios razones perentorias o excluyentes para realizar aquello a lo que les obligan. Ahora bien, este rasgo autoritativo del derecho se diluiría si consideráramos también como distintiva del derecho una segunda dimensión de tipo valorativo que eventualmente requiriera, por ejemplo, que sus órganos de aplicación se apartasen de las normas dictadas por las autoridades y tomasen en cuenta consideraciones basadas en juicios de valor a la hora de resolver los casos que ante ellos se plantean. Este es claramente el punto de vista asumido por Joseph Raz (1994, pp. 310ss.)2, quien, paradójicamente, dista mucho de ser un

2 Como es sabido, Raz distingue entre un «razonamiento para establecer el contenido del Derecho» y un «razonamiento con arreglo a derecho». En el primer caso, el intérprete realiza un razonamiento basado únicamente en las fuentes del derecho y, por lo tanto, autónomo. Sin embargo, es posible que el resultado que tal razonamiento arroje sea el otorgamiento de discrecionalidad a los jueces para apartarse de lo que el derecho establece si se dan razones morales relevantes para ello. Si este fuera el caso, entraría en escena el segundo tipo de razonamiento, el razonamiento con arreglo a derecho, en el que el juez tiene discreción para apartarse de las pautas jurídicas identificadas según la tesis de las fuentes y aplicar las razones morales. En otro trabajo he tratado de mostrar por qué este intento de Raz de dar cuenta de la inclusión de razones morales en el razonamiento jurídico no me parece satisfactorio (Ródenas, 2012, pp. 99-100). Dicho en términos muy sintéticos, Raz tiene que hacer frente a la siguiente cuestión: ¿equivale la renuncia del derecho a juzgar algunos casos a su indiferencia respecto de los criterios que se usen para resolverlos? Así, por ejemplo, ¿puede concebirse el uso por el legislador de conceptos como el de «honor», «diligencia de un buen padre de familia» o «trato inhumano o degradante» como una mera renuncia a juzgar los casos, otorgando plena discrecionalidad al aplicador?, o ¿son el recurso a la analogía, a la interpretación extensiva

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escéptico en materia moral, pero, que, pese a ello, considera que toda disquisición respecto de la dimensión valorativa del derecho debe quedar al margen de nuestra compresión del derecho (Raz, 2013, pp. 45-49 y 113-131).

Sea por objeciones ontológicas —como es el caso de quienes comparten la aproximación raziana al derecho— o por reparos metodológicos —como sucede con las aproximaciones kelsenianas— o por una suma de ambos factores, el resultado de todas estas cautelas es que en una parte significativa de la filosofía positivista del derecho de nuestros días se ha impuesto lo que podríamos llamar una estrategia tipo avestruz: se esconde la cabeza bajo el ala, practicando un drástico recorte en el objeto de estudio y prestando oídos sordos a toda aquella parte de la realidad jurídica de la que no es posible dar cuenta (Ródenas, 2017).

I.3. Estrategias adaptativas. Las sucesivas escisiones en la filosofía del derecho

Aun hoy, bien entrado el siglo XXI, las reservas metodológicas de positivismo jurídico tradicional han dejado su poso y acompañan, en grados y combinaciones diferentes, a buena parte de la filosofía del derecho que se cultiva. Tanto es así que las actuales escisiones entre positivismo y pospositivismo, positivismo excluyente y positivismo incluyente, o constitucionalismo principialista y constitucionalismo garantista pueden ser interpretadas como diferentes estrategias adaptativas, condicionadas por tales reparos. En algunos casos, la estrategia adaptativa ha consistido en dejar atrás los reparos, bien sea abiertamente, como el pospositivismo, o de manera matizada, como el positivismo incluyente. En otros casos la estrategia ha consistido en enarbolarlos como bandera, como el positivismo excluyente o, con matices diferentes, como el constitucionalismo garantista.

En el trasfondo de lo que lleva a cada una de estas corrientes a asumir o cuestionar la existencia de una conexión conceptual necesaria entre el derecho y la moral se encuentra —lisa y llanamente— su correlativa confianza o recelo respecto de la posibilidad de generar un discurso práctico racional. Si la misma idea de racionalidad práctica encierra una autocontradicción, ¿por qué dar cuenta, junto con la dimensión autoritativa del derecho, de una dimensión valorativa del mismo? El filósofo del derecho que no quiera obviar esta última dimensión podrá dejar constancia de la naturaleza extremadamente ideológica

o a la restrictiva meros mecanismos diseñados para la introducción subrepticia en el derecho de las propias convicciones morales del aplicador cuando lo estime procedente? Parece dudoso que la respuesta de Raz a estas cuestiones pueda ser afirmativa. Pero, si no es así, si el derecho no renuncia en estos casos a guiar la respuesta jurídicamente adecuada, ¿qué sentido tiene atrincherar la tesis de que toda disquisición respecto de la dimensión valorativa del derecho debe quedar al margen de nuestra compresión del derecho?

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del derecho, pero, más allá de esta constatación, ¿qué otro tipo de análisis puede proyectarse sobre este aspecto del fenómeno jurídico sin que se contamine toda nuestra investigación? Detrás de mucha de la renuencia a aceptar alguna forma de vinculación conceptual entre el derecho y la moral anida una profunda desconfianza en las posibilidades de generación de un discurso racional respecto de la moral (Ródenas, 2017).

I I . E L P R O B L E M A M E D U L A R : L A V I A B I L I D A D D E L A R A C I O N A L I D A D P R Á C T I C A

Ahora bien, ¿y si el positivismo jurídico tradicional tuviera razón y las cuestiones axiológicas o valorativas, al no ser susceptibles de un tratamiento racional, debieran quedar excluidas del ámbito del conocimiento jurídico? El que exista una demanda real y acuciante de análisis filosófico sobre los nuevos fenómenos que han irrumpido en el derecho no cambiará un ápice la situación: no convertirá en racional una dimensión del derecho sobre la que no sería posible generar un discurso racional. Que nuestra disciplina esté perdiendo una sustanciosa cuota de mercado en la investigación jurídica no es una razón suficiente para abandonar el credo metodológico positivista en beneficio de otro más abierto a la racionalidad práctica. Pareciera que al investigador honesto no le queda otra opción que dar por buena la pérdida de esta oportunidad de oro para el gremio y mantenerse fiel a su método (Ródenas, 2017, p. 23).

La vía para allanar esta objeción del positivismo jurídico tradicional requiere que reflexionemos sobre algunos de sus presupuestos metodológicos. Como es sabido, el positivismo no solo asume la racionalidad del pensamiento científico o empírico, sino también, cuanto menos, la del lógico. En consecuencia, el positivismo jurídico se adhiere a lo que se ha dado en llamar un escepticismo o subjetivismo moderado (Nagel, 2001, pp. 34-35). Se trata de un subjetivismo que no afecta a todos los ámbitos del pensamiento, sino solo a uno de ellos: el conocimiento ético; el conocimiento lógico y el científico, por su parte, quedarían a salvo de este escepticismo.

Pues bien, esta moderación en el escepticismo al que se adhiere el positivismo jurídico facilita en buena medida la respuesta a la objeción que nos ocupa (Ródenas, 2017, pp. 23-29). Reparemos en que tanto el conocimiento lógico como el científico se asientan sobre una serie de presupuestos, axiomas o postulados, que son condiciones de racionalidad del propio conocimiento. Tales presupuestos son científicamente indemostrables, aunque filosóficamente sustentables. Dicho muy escuetamente, el conocimiento lógico y matemático precisa presuponer que las verdades lógicas son preexistentes e independientes de los seres

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humanos (Nagel, 2001, pp. 75-81)3: son verdades descubiertas por los seres humanos, pero no son creadas por ellos; los seres humanos podemos conocerlas pero —por esotérico que ello pueda parecer—, aunque jamás hubiese existido un solo ser humano sobre el planeta, tales verdades de la lógica o de la matemática seguirían siéndolo. Por otro lado, sabemos también que el conocimiento científico, aunque no se basa en verdades autoevidentes, precisa presuponer la existencia de una realidad externa al pensamiento humano, así como que hay un orden en los eventos observados (Nagel, 2001, pp. 91-97)4: no podemos demostrar científicamente ni la existencia de una realidad externa, ni la idea de que haya un orden en ella; solo podemos mostrar científicamente el comportamiento de una realidad cuya existencia y orden presuponemos.

En suma, tanto el conocimiento lógico como el científico se asientan sobre diferentes presupuestos que hacen posible el pensamiento en cada uno de estos ámbitos. Tales presupuestos no son el resultado de cada una de estas formas de conocimiento, sino las condiciones de racionalidad del propio conocimiento: trascienden (van más allá) de su respectiva forma de conocimiento; son previos a la forma de conocimiento y son científicamente indemostrables, aunque sí son pasibles de ser defendidos filosóficamente —esto es precisamente lo que Nagel hace—. Sin embargo, esto no es algo muy distinto de lo que sucede con el pensamiento ético: también la racionalidad última del pensamiento ético se sustenta —como no podía ser de otra forma— en el análisis filosófico. En concreto, sabemos que, aunque el pensamiento ético —al igual que el científico— no se basa en ideas autoevidentes, la hipótesis de que la idea de universalidad excluye la reducción del plano de la

3 Nagel nos invita a reflexionar sobre la infinitud de los números naturales como ejemplo de paradigma de la forma en que la razón nos permite llegar mucho más allá de nosotros mismos. «La práctica particular, finita, de contar [señala] contendría dentro suyo la implicancia de que la serie no es pasible de ser completada por nosotros: trae, por así decirlo, ya incorporada una inmunidad contra los intentos de reducción […] Cuando pensamos en la actitud finita de contar, llegamos a comprender que solamente puede ser entendida como parte de algo infinito. Los pensamientos lógicos simples dominan todos los demás y no son dominados por ningún otro, porque no hay posición intelectual alguna en la que situarnos que nos permita someter a escrutinio esos pensamientos sin presuponerlos. Por esa razón quedarían a cubierto del escepticismo. Todas las alternativas que podamos soñar, por más extravagantes que sean, deben ajustarse a las simples verdades de la aritmética y de la lógica, de manera que, aún si nos imaginamos a nosotros, o a otros, como siendo diferentes de una manera que nos impidiera reconocer la verdad de esas proposiciones, parte de lo que deberíamos imaginarnos es que seríamos ignorantes, o que estaríamos equivocados, o que seríamos peores» (Nagel, 2001, p. 75). En suma, Nagel nos muestra que los pensamientos de la lógica y la matemática son autosustentables: aunque los tenemos nosotros, no se refieren a nosotros, no dependen de ningún pensamiento personal. La validez universal de la lógica se basa en que no hay «ninguna otra alternativa».

4 Si el subjetivismo respecto de la lógica y las matemáticas es directamente autocontradictorio, Nagel nos previene de que en otros tipos de razonamiento —como la ciencia o la ética— el subjetivismo solo puede ser refutado mediante la demostración de que compite directamente con afirmaciones internas a ese razonamiento y que, en una confrontación equitativa, resulta derrotado.Tanto en la ciencia como en la ética, el razonamiento no nos suministra pruebas, sino solo razones para creer que cierta conclusión es probable; razones para preferirla de alguna manera, antes que a sus alternativas.

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ética descriptiva al de la ética normativa parece más plausible que la de convertir en ininteligibles nuestras convicciones morales básicas (Nagel, 2001, pp. 116-119)5.

Toda vez que ha quedado al descubierto que, al igual que sucede con el conocimiento ético, también en el pensamiento lógico y científico la última palabra la tiene el análisis filosófico, deseo elevar a la consideración del lector la siguiente cuestión: ¿por qué excluir al pensamiento ético del ámbito del pensamiento racional? Dicho en otros términos, ¿por qué el positivismo jurídico no extiende al pensamiento ético la misma plausibilidad que otorga al conocimiento lógico y al científico?

Naturalmente, nada de lo que aquí he sostenido constituye una prueba irrefutable de la viabilidad de la racionalidad ética. Mi argumentación se ha basado en sostener que, cuando nos preguntamos por el problema de los presupuestos últimos del conocimiento, existe una significativa relación de semejanza entre el pensamiento lógico, el científico y el ético: aunque las cosas que debemos de presuponer en cada uno de estos ámbitos del conocimiento son diferentes, la reflexión sobre el qué y el por qué debemos suponer ciertas cosas es siempre una reflexión filosófica. La solidez o la endeblez de los fundamentos últimos de cada una de estas ramas del conocimiento, por lo tanto, es aproximadamente la misma: el análisis filosófico es el perchero del que, en último extremo, pende toda forma de conocimiento y quien asume que ese perchero solo es sólido en el ámbito de la lógica y de la ciencia, pero no puede serlo en el de la ética, debe correr con la carga de la prueba.

Pareciera, pues, que, así como el científico o el lógico se ocupan de sus respectivas áreas de conocimiento, sin que se les objete que antes deben aportar una prueba irrefutable de la racionalidad de los presupuestos últimos de sus respectivos ámbitos de conocimiento, el filósofo del derecho puede avanzar propuestas de reconstrucción de nuestras prácticas jurídicas, sin necesidad de demostrar primero concluyentemente la racionalidad del pensamiento práctico.

5 Nagel parte de una idea que no dista mucho de una de las tesis centrales del objetivismo ético: de la obviedad del subjetivismo en el plano de la ética descriptiva no se deriva, sin más, la inexorabilidad del subjetivismo en el plano de la ética normativa. «La presentación de un cierto número de actitudes histórica y culturalmente condicionadas —incluyendo la nuestra— no desarma el juicio moral de primer nivel [de la ética normativa], sino que simplemente le otorga algo más sobre lo cual trabajar, incluyendo información sobre ciertas influencias en la formación de mis convicciones que podría llevar a cambiarlas […]» (2001, p. 118). También en consonancia con el objetivismo ético, Nagel se apoya en la exigencia de universalidad para mostrar que el plano de la ética normativa no resulta reductible al de la ética descriptiva: «cuando nos enfrentamos con estas variaciones reales en las prácticas y en las convicciones, la exigencia de ponerse en los zapatos de todos al evaluar las instituciones sociales (alguna forma de universabilidad) no pierde nada de su fuerza persuasiva solo porque no esté universalmente reconocida. Esta exigencia predomina sobre los datos históricos y antropológicos […]» (p. 119). Alguien que abandona o condiciona sus métodos básicos de razonamiento moral solamente sobre la base de fundamentos históricos o antropológicos sería, a juicio de Nagel, casi tan irracional como alguien que abandona una creencia matemática sobre la base de argumentos no matemáticos.

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La consecuencia importante que se desprende de toda esta reflexión es que —en contra de lo que comúnmente ha supuesto el positivismo jurídico— no hay obstáculos metodológicos de peso para excluir la dimensión práctica del derecho del ámbito de estudio de la filosofía del derecho, lo que, naturalmente, no supone que ignoremos los problemas de fundamentación que se nos plantean respecto de los presupuestos últimos de esta y las otras formas de conocimiento. Ahora bien, una cosa es que seamos conscientes de las dificultades a las que nos enfrentamos y otra bien distinta permitir que la objeción metodológica obstaculice nuestro avance en la reconstrucción de nuestras prácticas jurídicas.

I I I . U N A P R O P U E S TA PA R A R E I N V E N TA R N O S Tras el diagnóstico inicial de desajuste entre la oferta y la demanda, y una vez defendida la plausibilidad del razonamiento práctico, ha llegado el momento de plantearnos cómo podemos reinventar la filosofía del derecho del siglo XXI.

3.1. Redirección de objetivosA mi juicio, la filosofía del derecho debería empezar por redirigir sus objetivos, proporcionando herramientas de análisis que permitan dar cuenta de los nuevos fenómenos que han irrumpido en el derecho a los que me he referido en las páginas iniciales. La agenda de la filosofía del derecho debe atender a demandas vinculadas al constitucionalismo actual, como la exigencia de control racional de la argumentación que acompaña a la ponderación entre principios, o a la apreciación de límites o de excepciones en la aplicación de las reglas jurídicas por razones de principio. La agenda de la filosofía del derecho tampoco puede desatender el papel insoslayable de los derechos humanos a la hora de interpretar los límites del derecho nacional, o el creciente influjo que la doctrina emanada de los tribunales internacionales en materia de derechos humanos ejerce sobre las prácticas interpretativas de los tribunales nacionales.

3.2. Replanteamiento del métodoLógicamente, esta redefinición de objetivos tendría que ir acompañada por un replanteamiento del método jurídico. Hemos visto que los tradicionales recelos metodológicos del positivismo jurídico respecto de la idea de racionalidad práctica no nos permiten proyectar un análisis satisfactorio sobre las anteriores realidades. Los análisis lógicos y conceptuales son irrenunciables, pero deben ser completados con reconstrucciones racionales —y eventualmente críticas— de las exigencias que caracterizan nuestras prácticas jurídicas, ofreciendo

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una explicación plausible desde la perspectiva de qué es lo que estas requieren en cada caso concreto. El pospositivimo dworkiniano (Dworkin, 1977, 1995, 2007) y las teorías de la argumentación jurídica (Alexy, 1989; MacCormick, 1978; Atienza, 1991, 2006 y 2013) pueden proporcionarnos un buen punto de partida para ello. La tesis medular de ambas concepciones es la de que el razonamiento jurídico constituye un caso especial del razonamiento práctico. Por cierto, de la asunción de la tesis del caso especial no se sigue —como muchas veces se ha recelado (Ferrajoli, 2011, pp. 28ss.)— la elaboración de un discurso filosófico legitimista o ideológico. Por el contrario, la adhesión a la tesis del caso especial se revela como condición necesaria para la elaboración de un discurso crítico dotado de sentido; solo valorando cuan alejadas se sitúan nuestras prácticas jurídicas reales del ideal de la racionalidad práctica nos podemos permitir armar un discurso crítico coherente.

Sentada esta idea de apertura hacia la racionalidad práctica, debo señalar también que, a mi juicio, la filosofía del derecho no puede, ni debe, dejar de apoyarse en una fecunda teoría de las normas y de los conceptos básicos del derecho. En este sentido, no comparto las objeciones del último Dworkin a lo que peyorativamente tilda de enfoque taxonómico del derecho. De acuerdo con este autor, el enfoque taxonómico del derecho entendería que el derecho «contiene un conjunto de reglas concretas y otros tipos de estándares que son estándares jurídicos, distintos de los morales, consuetudinarios o de algún otro tipo». A juicio de Dworkin, este enfoque incurriría en el error de distraer la atención de la cuestión principal: a saber, la cuestión «de si y cuándo la moralidad se encuentra entre las condiciones de verdad de las proposiciones jurídicas»; error al que él mismo admite que podría haber contribuido al sugerir en sus escritos iniciales que el derecho no solo contiene reglas, sino también principios (Dworkin, 2007, pp. 15-16).

Pues bien, una adecuada taxonomía, proporcionada por una teoría sofisticada de las normas, me parece un punto de partida indispensable para implementar una buena filosofía del derecho. Como cabe suponer, en la base de esta taxonomía se encontraría la distinción entre reglas y principios, pero el esfuerzo taxonómico debería ir más lejos, proyectándose también en el interior de cada una de estas categorías, fijando criterios claros de identificación de subtipos de reglas (reglas de acción, reglas de fin, etcétera) y subtipos de principios (principios en sentido estricto, directrices, principios implícitos, principios explícitos, principios sustantivos, principios institucionales, etcétera) (Atienza & Ruiz Manero, 1996). Y, posiblemente, la taxonomía anterior deba ser completada con otros enunciados normativos de un género híbrido, como aquellos que, con origen en la legislación o en la jurisprudencia, expresan balances o compromisos entre principios para casos genéricos (Ródenas, 2012, pp. 103-104).

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En suma, solo partiendo de una adecuada taxonomía de los enunciados jurídicos podremos llegar a una buena comprensión de los tipos de razones para la toma de decisiones que el derecho incorpora. De la misma forma, el análisis de conceptos básicos del derecho, como los de laguna o contradicción, se nos revela como el instrumental teórico indispensable con el que dar cuenta de toda una serie de tensiones jurídicas internas al derecho que operan en el trasfondo de los casos difíciles (Moreso, 2017). Hacer aflorar esas tensiones internas al derecho, llevándolas a la luz, y tratar de proyectar sobre las mismas un buen análisis teórico nos sitúa en la perspectiva idónea para obtener una caracterización más compleja de la naturaleza del derecho y, de resultas, para prestar un buen servicio teórico a los dogmáticos y a los juristas prácticos, proporcionando, por ejemplo, la base racional sobre la que discriminar entre aquellos casos difíciles en los que todavía es concebible una respuesta racional de acuerdo con el derecho y aquellos otros casos difíciles en los que no cabe sino hablar de discrecionalidad en sentido fuerte. Haría posible, en suma, reconciliar teoría y práctica hasta donde los límites de la racionalidad práctica lo permitieran.

3.3. La cuestión terminológicaHe dejado deliberadamente para las líneas finales de este trabajo la cuestión terminológica. Si la filosofía del siglo XXI se reinventa a sí misma, redirigiendo sus objetivos y replanteando su método en los términos anteriores, parece adecuado celebrar el cambio en el paradigma proponiendo una denominación adecuada. Ya hace más de dos siglos, von Ihering nos advertía, con sutileza, de la importancia de admitir que hay un cierto sentido artístico responsable de que determinadas construcciones jurídicas sean vistas con agrado por su sentido sencillo, natural y plástico y otras con pesadumbre, por forzadas o rebuscadas, sin poder calificarlas de erróneas (von Ihering, 1994, p. 96) ¿Con qué nombre designar esta nueva filosofía del derecho del siglo XXI? ¿Debería incluir el vocablo positivismo, o es más adecuado darlo por amortizado y reemplazarlo por otro? ¿Resulta apropiado hablar de constitucionalismo (Ferrajoli, 2011)? ¿Es suficientemente ilustrativo el rótulo filosofía del derecho pospositivista, o deberíamos encontrar un término que fuera más descriptivo? Lamentablemente, Ronald Dworkin, gran inspirador de este último giro adaptativo en la filosofía del derecho y reputado autor de célebres metáforas —como «aguijón semántico», «juez Hércules», o «teoría interpretativa del derecho»—, no parece habernos dejado en herencia ninguna propuesta terminológica.

Naturalmente, considero del todo absurdo entrar en un debate estéril sobre cómo denominar al nuevo paradigma que está surgiendo. Lo que me parece del todo claro es que, más tarde que temprano, al cambio de paradigma le acompañará también un cambio en la denominación que

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lo enfatice. Está por ver cuál sea la denominación que triunfe. El éxito de las metáforas depende, en buena media, de factores imprevisibles y azarosos.

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Recibido: 31/07/2017 Aprobado: 12/10/2017

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* Profesora Ordinaria de Filosofía del Derecho de la Università degli Studi di Cagliari (Italia). Traducción a cargo del doctor Félix Morales Luna.

Código ORCID: 0000-0001-7974-8393. Correo electrónico: [email protected]

N° 79 , 2017 pp. 47-75

El formalismo jurídico: un cotejo entre Jori y SchauerLegal formalism: a comparison between Jori and Schauer

A N N A P I N T O R E *

Università degli Studi di Cagliari

Resumen: En este trabajo se examina y compara las ideas de Mario Jori y de Frederick Schauer en relación con el formalismo jurídico. A pesar de haber sido desarrolladas de forma independiente unas de las otras, dichas ideas presentan notables semejanzas ya que ambos autores utilizan el concepto de una norma o regla como punto focal para aclarar la noción de formalismo jurídico, y porque ambos lo defienden de las críticas que usualmente se le dirigen. La autora considera que el examen de las ideas de los dos autores puede contribuir a aclarar (y criticar) la controvertida noción de defeasibility (derrotabilidad) de las normas jurídicas y, de modo general, también a redimensionar, desde el punto de vista teórico-jurídico, las novedades que presentan los derechos de los modernos Estados constitucionales, y comprender mejor los mecanismos de su funcionamiento.

Palabras clave: formalismo jurídico, Mario Jori, Frederick Schauer, norma jurídica, razonamiento jurídico, texto jurídico, interpretación, derrotabilidad, Estado constitucional de derecho

Abstract: This essay examines and juxtaposes Mario Jori’s and Frederick Schauer’s ideas on legal formalism. Although developed independently of each other, these ideas show remarkable similarities: both focus on the notion of norm or rule as a tool for clarifying the notion of legal formalism; both defend legal formalism from the criticisms routinely moved against it. The author maintains that Jori’s and Schauer’s theories may contribute to shed light on (and criticize) the controversial notion of defeasibility of legal rules; they may also contribute to scale down, from a legal-theoretical point of view, the novelties of contemporary constitutional orders; finally, it may help to better understand their working machinery.

Key words: legal formalism, Mario Jori, Frederick Schauer, legal rule, legal reasoning, legal texts, interpretation, defeasibility, constitutional legal orders

CONTENIDO: I. PREMISA.– II. LAS NORMAS COMO GENERALIZACIONES BLINDADAS, PERO NO DEMASIADO.– III. EL FORMALISMO PRÁCTICO Y EL DERECHO COMO MÁQUINA PARA LAS ELECCIONES PRÁCTICAS.– IV. EL TEXTO, EL CONTEXTO, LOS INTÉRPRETES.– V. FORMALISMO PRÁCTICO Y ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERECHO.

https://doi.org/10.18800/derechopucp.201702.003

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I . P R E M I S A¿Cómo razonamos los juristas? ¿Sus argumentos y discursos presentan características peculiares o son, en cambio, equiparables a los argumentos y discursos adoptados en ámbitos ajenos al derecho? ¿La real o supuesta autonomía de sus razonamientos coincide con la real o supuesta autonomía del derecho? ¿En qué se diferencian, si se diferencian, los razonamientos jurídicos de los morales? ¿En qué medida los modos de razonar de los juristas están influenciados por cambios político-institucionales como aquellos que, en el mundo occidental durante en el siglo XX, han dado lugar al Estado constitucional de derecho? ¿En qué medida estos están influenciados por aquellos?

Son preguntas muy generales, y quizás también engañosas, en la medida que sugieren que habría un único tipo de razonamiento jurídico, un único tipo de jurista y también un único tipo de derecho y que, por ello, sería posible dar una respuesta unitaria a cada una de ellas.

Es claro, además, que afrontar tales cuestiones requeriría investigar sobre casi todos los mayores problemas de la filosofía del derecho, desde el problema de la interpretación hasta el del método jurídico y del concepto de derecho, lo que, además, sería temerario intentar hacer en una pocas páginas. En todo caso, son estas las preguntas a las que generalmente aspiran responder casi todos los filósofos del derecho.

En este ensayo quisiera, de un modo más modesto, revisar algunos aspectos del antiguo tema del formalismo jurídico. Ciertamente, este tema tiene un alcance muy amplio y, también, debido a lo equívoco de la expresión «formalismo», está tan ramificado que concierne, a su vez, a casi todos los principales problemas iusfilosóficos. Quisiera analizar aquí un sentido específico de formalismo jurídico: el formalismo como característica precisamente del razonamiento de los juristas, característica vinculada al rol central de las normas o reglas en el razonamiento práctico-jurídico.

En los últimos tiempos, al menos dos autores han hablado de formalismo jurídico en este sentido, y lo han hecho con el propósito expreso de defender, al menos en una cierta medida, este aspecto del razonamiento de los juristas, situándose, por lo tanto, en curso de colisión con el mainstream que, hoy como ayer, carga la palabra «formalismo» de connotaciones negativas. Los autores a los que me refiero son el italiano Mario Jori y el estadounidense Frederick Schauer. Para ambos, el formalismo (en un sentido oportunamente redefinido por ellos) es la clave para comprender los modos habituales y las características del pensamiento jurídico. Tanto Jori como Schauer consideran que el razonamiento formalista no es un atributo exclusivo del ámbito jurídico, pero se encuentra en este último de un modo tan presente, arraigado y penetrante, que representa su elemento verdaderamente distintivo.

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Finalmente, como fuera mencionado, ambos autores expresan un reconocimiento, incluso calificado, a este formalismo de los juristas.

Como se verá, los trabajos de Jori y de Schauer presentan, indudablemente, muchas similitudes, pero estas no deben ser sobrevaloradas. Considero, más bien, que profundizar en las no muy visibles diferencias de aproximación entre los dos autores ayuda a encuadrar mejor el problema que está en el trasfondo de estas páginas, es decir, si la transición ocurrida en el siglo XX, del Estado legislativo al Estado constitucional de derecho, ha determinado una transformación radical también del modo de razonar de los juristas, en particular de los jueces, que hoy ya no podría ser aprehendido por la etiqueta «formalismo», aunque fuera entendida en el sentido de Jori y de Schauer. Esta es una idea en boga en las últimas décadas. Hoy, muchos estudiosos sostienen que el surgimiento del Estado constitucional, debido a su arquitectura institucional y de sus contenidos de valor, ha impuesto a los jueces un cambio radical en su propio modo de razonar, argumentar y decidir. El padre espiritual de esta orientación es, naturalmente, Ronald Dworkin, primero con su teoría de los principios, y luego con su teoría interpretativa del derecho como integridad (véase Dworkin, 1977, 1984, 1986, 1988).

Como diré, considero que esta es una tesis unilateral e ideológica. Unilateral, porque descuida ciertos mecanismos del derecho que permanecen invariables a pesar de las grandes transformaciones jurídicas que, sin duda, ha introducido el Estado constitucional; ideológica, porque tiene la declarada pretensión de proveer una reconstrucción racional de las prácticas jurisprudenciales efectivas, cuando en realidad apunta ocultamente a promover algunas de estas prácticas y favorecer su difusión.

Mi conclusión es que el formalismo no está para nada muerto, ni está a punto de morir, y que, más bien, las técnicas formalistas de las que se vale el derecho podrían ser provechosamente adoptadas para detener las actuales derivas jurisdiccionales que amenazan con trasformar la jurisprudencia en un verdadero poder salvaje.

I I . L A S N O R M A S C O M O G E N E R A L I Z A C I O N E S B L I N D A D A S , P E R O N O D E M A S I A D O

Empezaré por Schauer y, por tanto, iré hacia atrás, pues los trabajos del estudioso norteamericano sobre el formalismo son posteriores a la publicación del principal escrito de Mario Jori sobre el formalismo jurídico, el cual se remonta a 1980. Ese proceder es posible pues Schauer no tiene conocimiento de los trabajos de Jori ni de la discusión italiana en torno al formalismo jurídico en el que se mueve el análisis de Jori. Desde esta perspectiva, lamentablemente, también Schauer se adecua a los

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hábitos de la filosofía del derecho English speaking que, debido a límites lingüísticos pero especialmente culturales, ignora casi por completo la filosofía del derecho «continental», procediendo de forma separada y tendiendo a la autorreferencia1.

En opinión de Schauer, los argumentos usados en el derecho no son distintos de los que encontramos en otros sectores de la experiencia humana. Lo que caracteriza el razonamiento de los juristas es, si acaso, la decisiva importancia que en él se atribuye a las reglas, que entiende como generalizaciones prescriptivas que conectan consecuencias jurídicas a casos, situaciones e individuos descritos de una manera altamente selectiva; diríamos, general y abstracta2. Esto quiere decir que los juristas normalmente deciden y justifican las propias decisiones apelando a estándares normativos generales y, por ello, inevitablemente selectivos, y lo hacen incluso, cuando tomar en cuenta todas las peculiaridades del caso concreto, conduciría a decisiones más plausibles, más justas, más satisfactorias, en suma, mejores.

Por lo tanto, según el autor estadounidense, para entender qué significa «thinking like a lawyer», es central la contraposición entre dos estrategias decisionales (véanse Schauer, 1988; 1991a, pp. 51ss.; 77ss., 2004a; 2009, especialmente el capítulo 1, 2013): una estrategia particularista que apunta a tomar la decisión, consideradas todas las cosas, que resulte mejor en las circunstancias de que se trate, y una estrategia generalizante, en la cual la decisión es siempre asumida con base en una regla, incluso en los casos en los que el decisor se encuentre ante experiencias «recalcitrantes», es decir, tales de quedar comprendidas en el tenor literal de la regla, pero frustrando su justificación, o bien, tales de satisfacer plenamente la justificación de la regla, pero excediendo su tenor literal. El ejemplo es el de la regla que, con el fin de tutelar la tranquilidad de los clientes, prohíbe el ingreso de los perros en los restaurantes, excluyendo así también al dócil perro-guía para invidentes y, por el contrario, consintiendo el ingreso de niños y otros seres molestos semejantes.

Aquí, sin embargo, es necesario destacar algo; en efecto, tal como es descrita por Schauer, la estrategia decisional particularsita no hace sino generalizaciones normativas que también pueden ser sensibles tanto a las reglas como a las buenas razones que sugieren recurrir a las reglas, es decir, la previsibilidad, la certeza y la fiabilidad que favorecen (Schauer, 1991a, pp. 97ss.). Lo que, sin embargo, la distingue de la estrategia generalizante, que en este punto podríamos denominar formalista, es la

1 No sin una cierta dosis de Schadenfreude, observo que esta tendencia a la autorreferencia no aporta un gran beneficio a la calidad del debate filosófico-jurídico angloamericano moderno.

2 Schauer habla de reglas (rules), mientras Jori habla de normas (norme); en el texto me adecuaré a sus usos y trataré «norma» y «regla» como expresiones sinónimas.

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propensión de quien la adopta a modificar o apartar la regla cada vez que se presente un caso recalcitrante; en otra palabras, a tratar las reglas como indefinidamente maleables o, como hoy está de moda decir, derrotables3. Dicha estrategia sigue siendo particularista porque las generalizaciones sobre las que se basa no son tratadas como verdaderas reglas sino como máximas de experiencia (rules of thumb) carentes de fuerza normativa, pues siempre pueden ser apartadas cada vez que ello sea necesario para satisfacer de una manera más adecuada su justificación subyacente (por ejemplo, preservar la tranquilidad de los clientes, en el ejemplo de la prohibición de ingreso de los perros en los restaurantes).

Decidir sobre la base de una regla significa, por lo tanto, excluir del razonamiento consideraciones ajenas a su tenor textual; decidir de una manera particularista significa incluir en el razonamiento consideraciones que no se deducen del tenor textual de la regla, obtenidas del objetivo subyacente a la propia regla, o bien, eventualmente, de argumentos externos a la regla y a su justificación, por ejemplo, argumentos que conciernen a criterios de razonabilidad, oportunidad o justicia4.

Todo el discurso de Schauer está, por lo tanto, construido en torno a la oposición entre el tenor literal de una regla y su justificación o, por decirlo en términos más familiares a los juristas continentales, entre la letra y el espíritu de la ley (retornaré sobre esta oposición infra, sección IV)5. Para él, la estrategia particularista, que apunta a la mejor decisión, consideradas todas las cosas, es aquella que aplica directamente la justificación de la regla sin pasar a través del filtro de las palabras. La estrategia formalista es, por el contrario, aquella que trata la regla como «blindada» o «atrincherada» (entrenched), es decir, como opaca respecto a la justificación que le subyace. Por lo tanto, el formalismo, en el sentido en el que nos habla Schauer, consiste en tratar «la forma de una regla jurídica como más importante que su fin profundo o, más importante que lograr el juicio mejor, todas las cosas consideradas, en el contexto particular de un caso concreto» (Schauer, 2009, p. 30). Es el derecho mismo, nos dice, el que confiere prioridad al significado de la formulación normativa respecto a la obtención del objetivo de la norma y del mejor resultado. Por lo tanto, entendido en este sentido, el formalismo es un componente de la noción de estricta legalidad (legalism) (p. 31) que consiste, al menos en parte, en privilegiar el significado literal de la regla como criterio decisorio sobre una «determinación menos estricta

3 En teoría del derecho, es objeto de controversia qué se debe entender por «derrotabilidad» (defeasibility) así como a qué entidades sea apropiado referirla. Generalmente se le identifica con la sujeción de las reglas a excepciones implícitas que no pueden ser enumeradas de un modo exhaustivo antes de su aplicación. Para una reciente discusión sobre el tema, y una extensa bibliografía, véanse, al menos, Ferrer Beltrán y Ratti (2012b) y Duarte D’Almeida (2015).

4 En sus trabajos, Schauer no aclara del todo, a mi parecer, si estos argumentos deben ser considerados externos o internos al derecho.

5 A veces Schauer usa esta terminología incluso al hablar de la tensión entre la letra y el espíritu de la ley, (2009, p. 29).

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del propósito, la razonabilidad o el sentido común» (p. 32; las cursivas son mías). En este sentido, el formalismo expresa una cierta distribución de poderes decisorios; ello es, esencialmente, una técnica de asignación —y, más precisamente de limitación— de poderes jurídicos lo que, a su vez, resulta instrumental para tratar como importante una serie de «valores del sistema e institucionales más amplios» (p. 35): previsibilidad, estabilidad, igual tratamiento de los casos iguales, temor de conceder una discrecionalidad demasiado amplia a los decisores, valores que es posible compendiar en la fórmula rule of law —una discusión detallada de estos valores se encuentra en Schauer (1991a, capítulo 7)—. Por lo tanto, el autor estadounidense sostiene que, a pesar de ser propenso a errores, las virtudes del razonamiento basado sobre reglas son tales que lo hacen, de modo general aunque con ciertas condiciones, preferible a la alternativa particularista6.

Por otra parte, Schauer admite que ambas estrategias, la formalista y la particularista, pueden coexistir en el interior de un mismo derecho, y que de hecho coexisten, al menos en el derecho estadounidense del que se ocupa, en la forma de la cohabitación entre el derecho legislativo y el common law. Este último está, al menos en algunos momentos de su historia, compuesto de reglas que son plasmadas una y otra vez con ocasión de cada decisión judicial.

Finalmente, considera que se puede continuar hablando de formalismo, de decisiones sobre la base de reglas, incluso donde la opacidad de estas últimas respecto a las justificaciones subyacentes o a consideraciones externas a ellas y, por lo tanto, su resistencia a los casos recalcitrantes no sea categórica sino solo presuntiva, es decir, que resulte para la generalidad de los casos, con excepción de aquellos en los que la absurdidad, la injusticia o la irrazonabilidad que se derivaría de la decisión adoptada sobre la base de la regla aplicable al caso sean de tal magnitud que justifique su apartamiento a favor de la justificación subyacente (o de cualquier razón externa a ella, en caso de que la justificación se considere inadecuada). En otras palabras, considera que el formalismo es compatible con un tratamiento ocasional, si bien calificado, de las reglas como derrotables, es decir, que pueden ceder ante consideraciones ajenas a su tenor textual, al menos ante circunstancias particularmente apremiantes. De este modo, toma partido en la discusión reciente, tan animada como confusa, en el tema de la derrotabilidad considerando a esta última como una modalidad de tratamiento de las reglas para nada necesario, sino solo eventual y contingente. El autor estadounidense considera poder así salvaguardar la autonomía del razonamiento jurídico

6 Esta idea la ha desarrollado sistemáticamente en el volumen Profiles, Probabilities, and Stereotypes, (Schauer, 2003). Los errores de los que se habla en el texto son aquellos que dependen de la nunca perfecta sobreposición entre la regla y su justificación, de la que derivan los fenómenos que Schauer llama de sobreinclusividad y subinclusividad (véase Schauer, 1991a, pp. 31ss.).

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y su dependencia de las reglas, conciliando su carácter vinculante con una limitada apertura a consideraciones extranormativas y, al parecer, extrajurídicas. Con este planteamiento, considera poder rebatir las objeciones de Dworkin al «modelo de las reglas» y al positivismo hartiano, acogiéndolas al menos en parte (véase Dworkin, 1977, especialmente pp. 14ss.).

Schauer denomina positivismo jurídico presuntivo a esta aproximación a las reglas. En este caso, el positivismo jurídico no sería entendido como una tesis conceptual o teórica acerca de la naturaleza del derecho, o como un tipo de aproximación al derecho, sino como una tesis empírico-explicativa sobre los modos habituales de decisión de los juristas (Schauer, 1991a, pp. 196ss.). El positivismo jurídico presuntivo ofrecería una explicación atendible de la práctica difundida en el sistema jurídico estadounidense, en el que la aproximación formalista se combina con un particularismo sensible a las reglas, no solo en el ámbito del common law, sino también del propio derecho legislativo. Incluso de un sistema de este tipo se podría decir que está caracterizado por un limited domain, una relativa separación de otros ámbitos sociales, no obstante la apertura ocasionalmente admitida en ellos a consideraciones ajenas (Schauer, 2004b; Alexander & Schauer, 2007).

Las cuestiones que las ideas de Schauer plantean son numerosas y complejas. Teniendo que proceder selectivamente, mencionaré solo las más relevantes para mis fines, posponiendo su discusión a la sección IV del presente texto.

En primer lugar, uno puede preguntarse cuáles son precisamente los factores que determinan o favorecen el «blindaje» u opacidad de las reglas, en suma, su exclusividad como guía de las decisiones. El punto es importante, pero, a mi entender, no es tratado de forma totalmente clara por el autor estadounidense. En efecto, me parece que oscila entre tres criterios: la presencia de un texto canónico en el que se formula la regla (Schauer, 1991a, p. 68), el significado literal de la regla (plain or literal meaning) (p. 69), o un conjunto de significados compartidos como trasfondo, es decir, una comprensión compartida por parte de quienes, habiendo interiorizado la regla, la aceptan (pp. 70-71; sobre estas oscilaciones de Schauer, véase Barberis, 2002).

En segundo lugar, hay que preguntarse si resulta aceptable adoptar la oposición entre letra y espíritu de la ley como clave para establecer la distinción entre razonamiento formalista y razonamiento particularista (Schauer, 2009, pp. 24ss.). ¿Realmente ingresar en el ámbito de las razones justificativas subyacentes a una regla equivale a abandonar el formalismo y acoger un estilo de razonamiento particularista? Y, en consecuencia, ¿equivale a transferir el poder decisional de quien ha puesto la regla a quien está llamado a aplicarla? Ciertamente, si así fuese,

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deberíamos concluir que, contrariamente a todo lo que opina el autor, el formalismo, en el sentido en que él lo entiende, está, en realidad, poco difundido entre los juristas, ya que estos acostumbran a tomar en cuenta, junto y además de la letra de la norma, una multiplicidad de otros factores como el objetivo de la norma, su no absurdidad, su coherencia y consistencia con otras normas, etcétera, en suma, todos los distintos factores captados por los cánones interpretativos tradicionales (Luzzati, 1990, p. 275).

En tercer lugar, debe quedar claro quién o qué controla la fuerza de la presunción en favor del razonamiento sujeto a reglas y, además, en qué medida esta presunción es efectivamente controlable. A veces Schauer deja entender que el poder de evadir los vínculos normativos sería conferido a los órganos de decisión por metarreglas especiales —así lo interpretan Ferrer Beltrán y Ratti (2012a, p. 25)—, otras veces, se refiere genéricamente al sistema —véase Schauer (2012, p. 87), donde el autor subraya que la derrotabilidad depende de «cómo un sistema de toma de decisiones decida tratar a sus reglas»—, al entorno jurídico7, o bien a la práctica jurídica (Schauer, 1991a, p. 210). Hoy, muchos teóricos del derecho tienden a representar las reglas como indefinidamente derrotables, es decir, que si su aplicación condujese a un resultado absurdo, irrazonable o injusto, es posible que, en el momento de la decisión, las consideraciones dictadas por ellas podrían ser legítimamente enmendadas o bien apartadas en favor de la decisión más razonable, justa, adecuada (véase, entre otros, Tur, 2001; MacCormick, 2005; Atienza & Ruiz Manero, 2012). Ellos plantean criterios alternativos al formalista de Schauer para racionalizar tales operaciones, llamándolos, por ejemplo, ponderación o razonabilidad. Si tuviesen razón, significaría que el formalismo, tal como es entendido por el autor estadounidense, no tiene más curso, al menos en el ámbito de los derechos modernos.

Para afrontar (de un modo necesariamente sumario) estos problemas, es necesario repasar las ideas de Mario Jori, de las cuales será posible obtener elementos que nos ayudarán a esbozar algunas respuestas.

I I I . E L F O R M A L I S M O P R ÁC T I CO Y E L D E R E C H O CO M O M ÁQ U I N A PA R A L A S E L E CC I O N E S P R ÁC T I C A S

Comparado con el discurso de Schauer, el de Jori sobre el formalismo parece, como veremos, más descarnado, pero también de un mayor alcance explicativo. Jori se inspira en la noción de norma como razón excluyente de segundo grado elaborada por Raz (Jori, 1980, pp. 4ss.

7 «No obstante, la intolerancia respecto de estos resultados absurdos ha producido un entorno jurídico en el que ordinariamente se otorgan potestades a los jueces para dejar de lado el resultado señalado por la formulación normativa más localmente aplicable cuando ese resultado sea absurdo» (Schauer, 1991a, p. 214). Pero, cabe preguntarse, ¿potestades otorgadas por quiénes?

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y 86ss.; 1992)8. Partiendo de esta última, contrapone una técnica de elección práctica basada en normas, o «al por mayor», a una técnica de elección vez por vez, o «al detalle». Esta última se basa en el cálculo de las razones a favor y en contra de una determinada elección en cada una de las circunstancias analizadas en sus peculiaridades idiosincráticas9. Por el contrario, las normas, como razones excluyentes de segundo grado, son instrumentos de elección «al por mayor» porque proveen criterios decisorios (razones) estandarizados, válidos para todos los casos que presentan las características indicadas en ellos, por lo tanto, son instrumentos selectivos, es decir, generales en tanto que válidos para cada caso que presente las mismas características consideradas relevantes por las normas. Por esta razón, esta técnica es denominada por Jori formalismo práctico: formalismo, por su carácter selectivo respecto a la real complejidad de los «casos de la vida», y práctico, por el hecho de estar al servicio de elegir cómo actuar y cómo justificar las decisiones propias o ajenas. Para Jori, el formalismo entendido en este sentido es el punto de partida y la clave para aclarar y analizar las críticas al formalismo, las cuales se dirigen usualmente e indistintamente al derecho y a los juristas, especialmente desde el sentido común.

En este punto es posible advertir que, a grandes rasgos, estamos en la línea de las ideas de Schauer, salvo por un aspecto. En efecto, es distinto el modo de plantear la elección que este último denomina particularista, y Jori, elección vez a vez o «al detalle». Como se ha visto, para Schauer, el particularismo puede explicarse también en presencia de una regla, en caso de que el decisor la trate como un simple filtro a través del cual remontarse hacia su justificación subyacente, adoptando esta última como razón, decidiendo de una manera distinta a como habría decidido si se hubiese dejado guiar solo por el tenor literal de la regla. Para Jori, en cambio, el razonamiento al detalle es aquel que sucede en ausencia de criterios generales preconfeccionados (exceptuando el tema de la indeterminación al que nos referiremos en breve). En todo caso, para él es verdadero que una regla que incluyese, por ejemplo, la cláusula ceteris paribus sería considerada solo como una buena razón, mas no como una razón concluyente y excluyente, pues es la regla misma la que se autocalificaría de ese modo (Jori, 1980, p. 77; es probable que también Schauer llegaría a la misma conclusión).

De otro lado, Schauer coincide con Jori en tratar, en definitiva, como particularista a la elección realizada sobre la base de normas totalmente indeterminadas: la indeterminación del significado del estándar

8 Schauer también sigue, en una cierta medida, a Raz (véase Schauer, 1991a, pp. 88 ss.), pero le critica su caracterización de las reglas como razones categóricamente excluyentes que nunca pueden ceder ni siquiera ante factores particularmente apremiantes.

9 Jori hace notar que, en estos casos, se estará normalmente vinculado «por un conjunto más o menos coherente de principios prácticos que atribuyen a las razones prácticas consideradas como tales por un agente, precisamente, su estatus de razones para la acción» (1980, p. 45).

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normativo equivale, esencialmente, a la libertad de elegir las razones sobre cuya base decidir. Para Jori, la indeterminación de las normas reduce, hasta el límite de anularla, la distinción entre técnica formalista y particularista (1980, p. 9). Finalmente, ambos autores coinciden en criticar a quien niega y oculta esta libertad de elección, es decir, en criticar la pretensión de poder siempre recabar las reglas del texto, de recabar argumentos unívocos y resolutivos para cada uno de los casos a partir de las palabras empleadas en las reglas. En este sentido, se suele hablar también de formalismo, aunque en un modo radicalmente distinto: como formalismo interpretativo (Jori, 1980, pp. 25, 49)10. Para Jori, subsiste un antagonismo entre el formalismo interpretativo, que es una ideología, y el formalismo práctico, que es una técnica. En efecto, acreditando falsamente la imagen de un intérprete siempre sometido a las palabras de la ley, el formalismo interpretativo termina favoreciendo la máxima libertad de aquel, pues favorece subrepticiamente la evasión de los límites a su cargo, representados por las técnicas del formalismo práctico.

Pasando ahora a estas últimas, cabe decir que, también para Jori, el uso de las normas como instrumentos de elección práctica es todo menos peculiar del derecho, siendo más bien una modalidad de razonamiento, elección y decisión muy común en todos los ámbitos de la práctica. En el entorno jurídico, sin embargo, el formalismo práctico se complica por cuanto se ramifica y se generaliza. En efecto, en el derecho no solo se elige sobre la base de normas, sino que las normas mismas son elecciones tomadas a su vez sobre la base de criterios estandarizados, es decir, sobre la base de otras normas (metanormas); en pocas palabras, sobre la base de aquellas que se suele llamar fuentes del derecho. Tales criterios son esencialmente de dos tipos: de contenido y (ulteriormente) formales. En efecto, de un lado, las normas pueden ser seleccionadas sobre la base de su contenido, es decir, en la medida en que sean deducibles del contenido de una metanorma: es el caso del contenido de la sentencia que debe ser deducida del contenido de la ley. Del otro lado, las normas pueden ser seleccionadas sobre la base de factores ajenos a su contenido, típicamente sobre la base de la conexión que se establece por el derecho mismo entre ellas y ciertas actividades o acontecimientos (procesales)

10 Esta expresión no es usada por Schauer, quien habla también, en tal caso, de formalismo tout court. Schauer resume así sus tesis: «existen dos formas distintas de pensamiento jurídico, a menudo designadas como “formalistas”. En la primera, el decisor alcanza el resultado indicado por alguna norma legal, independientemente de su propio juicio e independiente del resultado que pudiera alcanzar mediante la aplicación directa de las justificaciones que subyacen a la regla. La segunda, se refiere a un estilo de decisión en el que el decisor niega haber hecho una elección cuando, de hecho, la hizo. En este último sentido, el formalismo, al tratar como inexorable una decisión que de hecho era abierta, es usualmente más merecedor de oprobio» (1991b, p. 664). Véase al respecto su crítica a Lochner v. New York (198 U.S 45 (1905)), la célebre decisión de la Corte Suprema en la que se pretende extraer del significado ordinario de la expresión «liberty» de la XIV enmienda de la Constitución estadounidense, la inconstitucionalidad de las limitaciones legales del horario de trabajo (Schauer, 2009, p. 30).

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y/o ciertos individuos (competencias). Es el caso, por ejemplo, de las normas legales que son elegidas sobre la base de criterios procedimentales y de competencia establecidos por los reglamentos parlamentarios y por la Constitución. En pocas palabras, y como se suele decir, en este caso las normas son creadas, puestas o producidas sobre la base de ciertos procedimientos de órganos competentes que, en cuanto tales, actúan como autoridades jurídicas. Es el pedigrí de recuerdo dworkiniano (Dworkin, 1977, pp. 17ss.).

El recurso a estos últimos métodos formalistas se justifica, de modo general, porque mediante la distribución de poderes jurídicos es posible poner fin a las disputas, sean estas en torno a la mejor elección de las normas generales a ser adoptadas, sean en torno a la mejor aplicación de tales normas generales a casos concretos (Jori, 1995, pp. 125-126). Se trata, por lo tanto, de una exigencia de certeza en sentido amplio.

Esto aparece especialmente claro si se tiene en cuenta el hecho de que, en el derecho, el formalismo de tipo deductivo-contenido y el de las competencias-procedimientos generalmente se encuentran entrelazados de diferentes maneras. Mientras tanto, el derecho puede establecer que la deducción de una norma del contenido de la metanorma tenga valor jurídico solo si se lleva a cabo por ciertos individuos dotados de competencia normativa, generalmente con el auxilio de ciertos procedimientos. Esto determina una limitación a la «libre razón práctica» que opera a través de deducciones de contenido, es decir, a través de una operación lógica que cualquiera está en capacidad de hacer, ya que en estos casos solo tendrá valor jurídico la norma deducida por las autoridades competentes sobre la base de los procedimientos previstos. Asimismo, tendrá tal valor también en caso de que la operación de deducción realizada sea por alguna razón defectuosa (salvo impugnaciones, revisiones, declaraciones de inconstitucionalidad, etcétera, todas ellas, a su vez, realizaciones de las técnicas formalistas). Aquí la exigencia de certeza pasa a un primer plano, posponiendo exigencias antagónicas de justicia sustancial, equidad y similares.

Por otro lado, sin embargo, los procedimientos y las competencias pueden ser usados también para conferir, a alguna autoridad jurídica, poderes total o parcialmente discrecionales. Esto ocurre cuando el titular del poder discrecional no está obligado a producir normas/decisiones dotadas de contenidos normativos predeterminados, o bien, cuando está obligado, pero de un modo extremadamente indeterminado («actúa en el interés general» o similares). Lo que puede justificar, aunque de hecho no siempre lo justifica, esta concesión de discrecionalidad es la idea de que el resultado que se quiere perseguir es demasiado indeterminado o variable como para que resulte posible/oportuno prescribirlo directamente y en detalle, por lo que es preferible

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orientar indirectamente su búsqueda recurriendo, por así decirlo, a las medidas laterales de las competencias y de los procedimientos.

De este modo, tanto para Jori como para Schauer, las reglas son instrumentos de distribución de poderes decisorios. Jori, sin embargo, subraya que esta distribución puede ser modulada, operando sea en el sentido de restringir o en el sentido de ampliar dichos poderes, los cuales son en cada caso adscritos a las autoridades jurídicas, todas ellas instituidas y actuando según las técnicas del formalismo práctico.

El derecho, dice Jori, es el mayor afectado por el cargo de formalista, no porque sea el ámbito en el que se adopta esta técnica de manera exclusiva, pues ella, efecto, se emplea en otros ámbitos, especialmente en algunas religiones institucionalizadas y en ciertas organizaciones políticas burocráticas. Sin embargo, el derecho es «el campo en el cual esta técnica ha tenido su máximo, sistemático y visible desarrollo» (Jori, 1995, p. 125). El hecho de que la imputación de formalista tome como blanco elegido al derecho se explica si consideramos que tales técnicas, en el ámbito jurídico, se presentan de una manera más acentuada, transparente y pública. Por ejemplo, el rol decisorio de las autoridades no es ocultado tras su presunta infalibilidad, como sucede en la Iglesia católica.

El ordenamiento jurídico puede ser, entonces, concebido como un conjunto de normas y de metanormas vinculadas entre sí a través del empleo de las distintas técnicas formalistas antes indicadas. Visto así, esto se presenta para Jori como un mecanismo de justificación de elecciones de acción, una enorme y complicadísima maquinaria mental que guía la realización de elecciones «al por mayor», ciertamente, para quienes acepten dejarse guiar por ella11. Esta es la perspectiva desde la que lo tratan los juristas, quienes, precisamente de manera predominante, razonan y deciden formalistamente y justifican sus propias elecciones remitiéndose a normas y a metanormas. Luego, en su calidad de productores de «ciencia jurídica», los juristas elaboran descripciones de este mecanismo decisorio en las que ilustran, volviendo a recorrer, los aspectos selectivos y las concatenaciones normativas. Sin embargo, como veremos en breve, esto no quiere decir que la actividad de la doctrina y de la práctica del derecho, para Jori, tenga un rol solamente notarial.

11 Dos precisiones: en primer lugar, la teoría de Jori no implica que todo derecho sea un (y solo un) ordenamiento en el cual todas las normas y las metanormas sean reconducibles a un único criterio justificativo último. En segundo lugar, el hecho de que hable de mecanismo mental puede sugerir que existe, por su parte, un enfoque psicologista al razonamiento jurídico. Pero esto será equivocado, y de hecho este es un punto que marca una fuerte diferencia con Schauer. Las razones, para Jori, no coinciden con motivos psicológicos, sino que son abstracciones semánticas que prescinden de cualquier influencia efectiva sobre la psique de las personas (véanse Jori, 1980, pp. 86ss. y Schauer, 1991a, pp. 51ss., 112ss.).

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En conclusión, advierte Jori que «en especial el derecho contemporáneo y moderno está determinado no solo por aquello que contiene, sino también por aquello que excluye, por el hecho de ser un sistema cerrado de justificaciones (normativas); por el hecho de que cualquier argumento, a favor de cualquier elección de acción, no sea sin más asumido en el derecho sobre la base de sus méritos (aun cuando sean mesurables), sino tan solo si responde a criterios de acceso en el ordenamiento jurídico» (1992, p. 125). Es la tesis que, como ha sido dicho, Schauer denomina el limited domain. Sobre la base de esta tesis, no todas las fuentes, normas o argumentos que socialmente se pueden emplear serán también del derecho, sino solo aquellos que el propio derecho admite como tales. El derecho, en suma, funciona como un mecanismo de razonamiento, elección y decisión, basado en la selección de las razones admitidas y la exclusión de todas las demás.

No obstante, como habíamos visto, en el caso de Schauer, la idea del positivismo jurídico presuntivo sirve para atenuar el aislamiento sistémico del derecho, dado que, en ciertos casos, aunque excepcionales, será posible salirse del limited domain, es decir, apartarse de los argumentos que el derecho considera relevantes, en favor de otros externos a él12. En esto, la teoría de Schauer parecería más equipada que la de Jori para dar cuenta de la realidad de los derechos contemporáneos, al menos si se toma en cuenta el modo en el que esta última es representada por muchos teóricos de los derechos modernos, desde Dworkin en adelante. En efecto, la teoría de Jori parece invocar una exclusividad de las normas-razones (recordemos su referencia a Raz) y una clausura del derecho que ya parecen características obsoletas e inadecuadas para dar cuenta de la realidad de los derechos constitucionalizados.

Sin embargo, incluso la rama de olivo que Schauer le extiende a Dworkin bajo la forma del positivismo jurídico presuntivo podría ser considerada una concesión aún demasiado tímida a la luz de los desarrollos del derecho contemporáneo, del papel cada vez más central que desempeñan en ellos las Constituciones y los principios, explícitos e implícitos, desbordantes de valores morales: todos ellos, elementos que parecen refutar toda pretensión de exclusividad de las razones jurídicas y de limited domain, y parecen llevar al jurista hacia horizontes argumentativos más amplios y, a la vez, más dúctiles. Mas precisamente, los ordenamientos occidentales, a través de los principios, los derechos y la mención de grandes valores como la libertad, la igualdad y la dignidad humana, habrían sumergido, de un modo que se proyecta como irreversible, el derecho en la moral (o, más bien, en la Moral), entendida como el depósito, sea de contenidos

12 Pero estos no serán necesariamente morales; en efecto, lo no jurídico no coincide con la moral. Schauer se muestra considerablemente opuesto a la nefasta obsesión de la moderna teoría jurídica angloamericana por las relaciones entre derecho y moral (1991a, p. 198). Por lo que respecta a Jori, vale lo mismo, con mayor razón (véase Jori, 2010, p. 91, 2014b).

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preceptivos, sea de métodos de razonamiento (ante todo, razonabilidad, ponderación, proporcionalidad). Por el contrario, la imagen ofrecida por Schauer es la de un jurista todavía fuertemente alineado con las normas que controlan su libertad decisoria, incluso cuando se la conceden, es decir, incluso cuando lo autorizan a trascender las normas mismas para tomar criterios externos a ellas y, quizás, externos al propio derecho13.

Por lo tanto, ambas teorías del formalismo jurídico podrían ser catalogadas como expresiones de un pensamiento jurídico (¿paleo-postivismo?) ya superado por la historia y por la cultura jurídica, las cuales habrían decretado la operatividad también en el derecho de una razón práctica libre de condicionamientos formalistas, que trata a las reglas como meras razones, eventualmente buenas razones, o incluso razones de peso, pero no invencibles, y que siempre se pueden sopesar y ser apartadas con el fin de obtener la respuesta correcta a las cuestiones jurídicas.

I V . E L T E X T O , E L C O N T E X T O , L O S I N T É R P R E T E SAntes de pasar a los temas anteriormente indicados, es necesario partir desde una consideración general de las teorías de Jori y de Schauer. Entre ellas hay una evidente semejanza de familia, no solo como representación de las elecciones basadas en normas y su centralidad en el derecho, sino también porque, sobre el plano del método, ambas están motivadas por el principal intento de describir el modo efectivo de operar de los juristas14. Sin embargo, existe una discrepancia fundamental entre las dos perspectivas que es importante señalar ahora aunque sus implicancias serán destacadas más adelante. En efecto, la teoría de Jori se presenta como una teoría general del derecho —y, más precisamente, una teoría general del ordenamiento/razonamiento jurídico— orientada a dar cuenta, si no de todo derecho pasado, presente y futuro, al menos del derecho occidental históricamente conocido, aunque a menudo haga especial referencia a los derechos modernos y contemporáneos, diríamos, desde el derecho napoleónico en adelante (Jori, 1980, pp. 35ss.). La teoría de Schauer, en cambio, se presenta como una teoría general de las normas —del razonamiento basado en normas— que, en cuanto tal, tiene muy silenciada la dimensión ordinamental y nomodinámica (por usar el léxico kelseniano) del derecho que, en todo caso, apunta declaradamente a dar cuenta solo de un cierto tipo

13 Sin embargo, como se ha dicho antes (véase supra, nota 4), esta es solo una posible interpretación de las tesis de Schauer, quien, finalmente, parece confiar la cuestión del limited domain y de los límites del derecho a las actitudes psicológicas y a las prácticas prevalentes (véase Schauer, en prensa), olvidando que no es posible siquiera comenzar a identificar estos factores sin tener en cuenta las reglas metodológicas que rigen las prácticas jurídicas.

14 No obstante, excavando un poco más en profundidad, creo que se encontraría diferencias notables sobre el modo mismo de concebir la metajurisprudencia descriptiva por parte de los dos autores. No puedo profundizar aquí sobre este punto.

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de entorno jurídico, como es el norteamericano contemporáneo, cuya estructura organizativa está inspirada en los principios del rule of law.

En mi opinión, este distinto enfoque general alberga también una diferencia significativa en el modo mismo de entender el formalismo jurídico como técnica de razonamiento basado en normas. Esta divergencia concierne al modo de entender las características del vínculo al razonamiento práctico que opera con las reglas, es decir, los factores de los que depende su subsistencia y operatividad.

Decir que los juristas, cuando deciden y justifican sus decisiones, están vinculados por las normas jurídicas es una evidente obviedad —claro está que es también una concentración de problemas filosóficos—, pero ¿de dónde obtenemos que lo estén de forma exclusiva, es decir, que no sean libres de desplazar a placer las normas relevantes para llegar a la mejor solución sobre la base de argumentos libremente elegidos? En suma, ¿de dónde obtenemos que las normas jurídicas sean razones excluyentes, como sostiene Jori y como sostiene también Schauer, aunque sea dejando abierta la vía de escape del positivismo jurídico presuntivo?

Hemos visto que, además del significado literal y de la comprensión compartida, Schauer menciona como fuente de exclusividad del vínculo normativo la presencia de un texto canónico en el que son expresadas las reglas. Me parece que con esta indicación señala un elemento importante, en realidad un aspecto del derecho tan arraigado y penetrante que puede resultar ya casi invisible, y para profundizar en este punto necesitaremos el auxilio de la teoría del formalismo práctico de Jori.

Entre tanto, tratemos de aclarar la noción de texto canónico u oficial. El autor estadounidense usa esta noción para referirse, en general, a cualquier texto normativo dotado de una formulación fija como, por ejemplo, el habitual cartel «prohibido el ingreso de perros» puesto en la puerta de los restaurantes. Este, sin embargo, es un sentido demasiado amplio, especialmente porque no es adecuado para marcar la diferencia entre una regla cuya formulación se protege y una regla que, digámoslo así, se entiende como expresada mediante una determinada cadena de palabras que se mantiene inalterada por razones de comodidad, certeza, facilidad de uso intersubjetivo o similares, pero que podría ser expresada con otras palabras sin que de ello se derive alguna consecuencia significativa, ciertamente con la condición de que las dos formulaciones sean sinónimas15. En efecto, la noción de texto canónico adquiere su especificidad y su interés solo cuando está referida a un texto cuya

15 Pensamos en el cartel que a veces se encuentra fijado en la entrada de los restaurantes con la inscripción «no podemos entrar» acompañada del dibujo de un perro. En el derecho se podría pensar en la colección de los usos y de las costumbres comerciales preparada en Italia por la Cámara de Comercio.

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formulación está, precisamente, protegida o blindada, es decir, tal que no pueda ser modificada ni siquiera para hacerla más utilizable, clara, etcétera, fuera del ejercicio de un poder normativo predispuesto para dicho fin16. Es este el sentido en el que Jori habla de texto canónico, es decir, como producto del uso de las técnicas formalistas de la competencia y del procedimiento, y producto no manipulable, salvo que se recurra a las mismas técnicas formalistas, obviamente, cuando ello esté previsto en el derecho (Jori, 1980, pp. 25ss.). Así, en el cuadro trazado por Jori, el texto canónico está ligado en un doble sentido a las técnicas del formalismo práctico.

Hay varios factores que pueden explicar por qué los contenidos normativos son encapsulados en textos dotados de tales características: el texto canónico es un modo bastante confiable para señalar que la norma proviene de una determinada autoridad jurídica; ello, además, garantiza, por igual, la facilidad de uso de sus contenidos normativos por parte de usuarios distantes en el tiempo y en el espacio, así como la persistencia de tales contenidos, al menos hasta que alguna autoridad competente decida modificarlo o eliminarlo. El texto (o, mejor aun, su publicación) sirve también como indicador del momento exacto de la entrada en vigencia de ciertos contenidos normativos.

Pero la función pragmática más destacada del texto canónico, su principal razón de ser, no es la mera comodidad o facilidad de uso, sino, justamente, la de sancionar la exclusividad de los contenidos normativos que en él se expresan17. Por decirlo de otro modo, el texto canónico tiene sentido solo si se presupone que el derecho que lo usa prescribe buscar en él, y solo en él, los contenidos jurídicos sobre cuya base realizar las elecciones prácticas y justificarlas. Es una banalidad, pero precisamente por ello cabe recordarla. Que un texto esté blindado y protegido quiere decir, esencialmente, que «se debe hacer precisamente lo que está escrito aquí». Por lo demás, la fórmula de la promulgación de las leyes expresa esencialmente esta idea, aunque de una forma un poco más solemne. Esta idea, desde el tiempo cuando los textos jurídicos comenzaron a separarse de sus autores18 y a ser protegidos mediante técnicas formalistas, se ha convertido en un elemento fundamental de la pragmática del derecho, además de ser un prerrequisito imprescindible de las organizaciones jurídicas que giran sobre la idea del Estado de derecho (Jori, 2009, pp. 218-219). En el derecho, especialmente el

16 «[…] lo que distingue la verdadera disposición […] es que, en ella, la formulación precede y condiciona la norma, poniéndose como declaración vinculante e insustituible (y, en este sentido, constitutiva) de la norma, incluso si raramente sea de por sí suficiente para determinar íntegra y unívocamente el actual significado histórico» (Crisafulli, 1964, pp. 195ss.).

17 Barberis habla de la formulación canónica de las reglas como institutiva de una presunción de inderrotabilidad (2011, pp. 145-146; véase también 2002, p. 191).

18 Véase las finas consideraciones de Conte (2016, especialmente pp. 37ss.), quien ilustra cómo la estabilización del texto normativo, ligada al redescubrimiento del Corpus Iuris en el siglo XII, fue preparada en los siglos V y VI a partir del Código de Teodosio II y de la compilación de Justiniano.

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moderno y contemporáneo, esta modalidad de uso de las técnicas formalistas es tan arraigada, generalizada y penetrante que no suscita la más mínima atención. Todos, tanto juristas como legos, usan cotidianamente expresiones como «la ley dice», «las palabras de la ley», «el texto de la ley», etcétera, las cuales solo pueden tener sentido en este marco. Incluso en el derecho constitucionalizado, el cual es presentado a menudo como el triunfo de los contenidos sobre las formas jurídicas, las técnicas formalistas de la canonización de los textos encuentran su confirmación y plena aplicación, en la medida en que la constitución no es más confiada a reglas consuetudinarias que sancionan los usos y las leyes fundamentales, sino que, más bien, se vuelve Constitución, es decir, un texto protegido y, en algunos casos, inmodificable por medios jurídicos.

En conclusión, es ciertamente muy precipitado e impreciso decir, como lo hace Schauer, que son sus formulaciones las que se vuelven reglas atrincheradas. En primer lugar, no se debería hablar genéricamente de formulaciones, sino de calificadas formulaciones lingüísticas escritas, las cuales son elevadas a textos oficiales. En segundo lugar, no son las formulaciones en sí mismas consideradas las que van a producir este resultado, sino el valor jurídico que les atribuye el derecho mismo a través de las técnicas formalistas.

El derecho pretende, entonces, un control de la exclusividad de sus normas y de la rigidez de sus confines, y busca obtener este resultado especialmente a través del uso de los textos canónicos19. Cabe, sin embargo, subrayar que este control puede manifestarse no solo en la dirección de la clausura, sino también en la dirección de la apertura. En otros términos, este se presenta como un control de segundo grado de la gestión de tales confines. En la primera dirección interviene la minuciosa reglamentación de las fuentes admitidas y de las normas obtenidas de ellas, todas ellas, generalmente en los derechos modernos, incorporadas en textos canónicos, es decir, protegidos (entre ellos, dicho sea de paso, se incluye también a las decisiones jurisdiccionales). En los derechos occidentales modernos, encontramos también explícitos reforzamientos ulteriores de esta exclusividad, como sucede de manera directa con el principio de taxatividad de las normas penales de sanción y, de un modo indirecto, con las reservas de ley y con la separación de los poderes (los jueces solo están sometidos a la ley). Otros elementos que actúan en esta dirección son la previsión de una jerarquía de las fuentes y de metanormas sobre la interpretación así como otras técnicas orientadas a limitar la

19 Obviamente, afirmar que el derecho pretende algo no es sino una prosopopeya. Dado que hoy está de moda atribuir al derecho pretensiones de todo tipo (que, vaya casualidad, siempre coinciden, milagrosamente, con las ideas del teórico de turno), me he tomado la licencia de atribuirle una. Sin embargo, como espero que resulte claro a partir del texto, la mía es tan solo una manera concisa de indicar ciertas características pragmáticas del derecho.

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libertad del intérprete, como definiciones y normas interpretativas. Por el contrario, junto a este género de normas y de metanormas, se encuentran otras que igualmente operan en la dirección opuesta, de la apertura, es decir, que autorizan o prescriben atender más allá de los materiales jurídicos contenidos en los textos para buscar las fuentes o los contenidos de las decisiones (pensemos en las cláusulas generales) o que prescriben considerar la norma aplicable tan solo como una buena razón (la ya recordada cláusula ceteris paribus). Como ya se ha recordado, el mismo resultado puede ser perseguido a través de reglas formuladas de un modo notablemente vago o genérico o, incluso, a través de la concesión de una discrecionalidad en blanco. En definitiva, de todo ello resulta que la cuestión del grado de exclusividad y de limitación del limited domain del derecho no puede ser enfrentada atendiendo a la norma singular. No se puede prescindir de una perspectiva sistémica y pragmática, ni tampoco de un examen de los contenidos efectivos de los específicos ordenamientos jurídicos.

Ciertamente, lo anterior no prejuzga y deja abierto el problema de si la exclusividad y la clausura sean o no una buena idea y, en particular, no dice nada acerca de qué tasa de éxito pueda tener, a los ojos de los juristas y de cualquier otro de sus usuarios, esta pretensión del derecho de gestionar exclusivamente sus propios contenidos y sus propios confines.

Esta es, en efecto, solo una parte muy limitada del cuadro, el cual debe ser completado teniendo en cuenta las actitudes de los intérpretes, especialmente de aquellos autorizados en tanto que dotados de autoridad jurídica, actitudes con las que deben lidiar las determinaciones internas y los límites establecidos por un derecho. Sería, en efecto, muy simplista sostener que esta pretensión de control exclusivo por parte del derecho de los argumentos, a partir de los cuales se obtienen las decisiones judiciales, se realiza por sí misma. Esta es, más bien, la clásica representación ideológica que los juristas adoran proveer de su actividad, cuando la presentan como heterodirigida íntegramente por los textos y, por lo tanto, por sus autores.

En realidad, como sabemos, los textos, aunque oficiales, no se interpretan ni aplican por sí mismos, lo cual no significa que sean cáscaras vacías. Al respecto, Jori observa que «confiarse en las palabras provenientes de una autoridad […] para controlar las acciones sociales más importantes, quiere decir […] aceptar sustituir nuestra intuición de lo que es justo con nuestra intuición lingüística, en la esperanza, creo que justificada, de que la segunda sea menos subjetiva, incierta y variable que la primera» (1993, p. 117). Para suscribir esta idea es necesario, naturalmente, estar convencidos de que los textos jurídicos puedan tener un significado, en cierta medida preconstituido y relativamente independiente de cada una de las ocasiones de uso. Sin duda, tanto Jori como Schauer comparten

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esta perspectiva, remitiéndose ambos a Hart, aunque la atenúan de diferentes maneras.

La aproximación de Schauer al formalismo, como lo he recordado en la segunda sección de este texto, se focaliza en la oposición entre la letra y el espíritu de la ley. El filósofo americano hace un uso abundante de la noción de significado literal, representándolo como algo que prescinde siempre de consideraciones externas al texto, en particular, de las justificaciones de los contenidos normativos encapsulados en ellos. Parece creer, además, que si hay un significado literal, este representa la base normal, necesaria y suficiente para justificar las decisiones jurídicas, salvo casos excepcionales. Ciertamente, toma en consideración la eventualidad de que, cuando una formulación normativa sea indeterminada, para seleccionar uno entre sus múltiples significados posibles, se debe recurrir a consideraciones relativas al objetivo de la misma norma. Añade, además, que un legal environment podría atribuir a los órganos decisorios el poder de atender también, o solo, a la justificación subyacente a las reglas o bien a factores externos a ellas y, al parecer, al derecho mismo (Schauer, 1991a, p. 214; para una crítica a la ambigüedad de la noción de legal environment, véase Atria, 2001, pp. 115ss.). Pero, en definitiva, el formalismo en el sentido como él lo entiende parecería funcionar solo en los casos en los que el razonamiento de los decisores está guiado por el significado literal de las disposiciones normativas (Zorzetto, 2013). De este modo, sin embargo, me parece que comete el error de identificar la técnica formalista con una particular aproximación a la interpretación o, si se quiere, con una específica «teoría» de la interpretación, aquella que en el ámbito jurídico de la cual proviene se denomina textualismo y que ha tenido como su máximo abanderado al juez Scalia (1989, 1997). Se entiende, así, la razón por la cual trata al formalismo como íntimamente ligado a la estricta legalidad, objetivo a su vez perseguible solo a condición de que el intérprete permanezca vinculado al significado literal de los textos.

La de Schauer, sin embargo, es una aproximación algo problemática, de un lado, y demasiado exigente, del otro. Es problemática en la medida en que también lo es la noción misma de significado literal, la cual, lejos de ser un dato semántico que se pueda caracterizar de forma unívoca, es, a lo sumo, la etiqueta de un problema semiótico extremadamente controvertido. Recientemente Claudio Luzzati ha listado, y solo a título ejemplificativo, dieciséis nociones muy diferentes entre sí de significado literal (2016, pp. 268ss.; véase además Velluzzi, 2000). El hecho de que, en la economía del discurso de Schauer, el significado literal sea presentado en constante oposición a la justificación de las reglas ayuda indudablemente a circunscribir el alcance de esta noción, pero no disipa las dudas en torno a ella porque, como es bien conocido, también la noción de justificación de una regla es todo menos pacífica.

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Es, también, una aproximación demasiado exigente porque implica que no se pueda nunca hablar de decisión basada en reglas y formalismo cuando no haya un significado literal, como sea entendido, o bien cuando el decisor no se atenga estrictamente a él (aun ateniéndose, pongamos el caso, a una orientación interpretativa totalmente consolidada y pacífica). Pero sabemos que esto sucede constantemente y que, por lo demás, la interpretación no puede funcionar sin recurrir a factores ajenos al texto, a elementos contextuales, tanto lingüísticos como extralingüísticos. Sabemos bien, además, que forma parte del sentido común de todo jurista y del modo usual de razonar en el derecho la idea de que el resultado interpretativo, incluso el obtenido con la más estricta fidelidad al texto, deba, como mínimo, respetar ciertas condiciones como son la no absurdidad (argumento apagógico), la no inutilidad (argumento económico), la no contradictoriedad, la no incongruencia con otras partes del derecho o con el sistema en su totalidad, y así sucesivamente.

Este enfoque demasiado exigente se explica, probablemente, además de con la sobrevaloración del significado literal a la que hemos hecho referencia, con la ambición de Schauer de querer producir una teoría del razonamiento normativo de alcance muy general, lo cual lo lleva a subestimar la especificidad del entorno jurídico. En primer lugar, subestima el carácter sistémico del derecho y, por lo tanto, el hecho de que, para llegar a la decisión, el jurista, a diferencia del cliente de un restaurante con un perro tras de sí, nunca concentra su atención sobre fragmentos de textos normativos aisladamente considerados, sino que examina —incluso debe siempre examinar— porciones más o menos amplias del material jurídico a partir de las fuentes que hacen jurídico al texto en principio relevante para la decisión del caso. En segundo lugar, subestima la circunstancia de que en el derecho la aspiración al control semiótico total de las operaciones de los juristas por parte del legislador debe lidiar con una variedad de factores que la obstaculizan y que presionan en la dirección opuesta. Estos son, ciertamente, factores de carácter semántico —clásicamente, la indeterminación de los textos jurídicos, tema sobre el cual Schauer llega, a mi parecer, a conclusiones sustancialmente hartianas, al igual que Jori—. Pero son también, y especialmente, factores de carácter pragmático, los cuales tienen que ver con el papel de las distintas autoridades, y no solo del legislador, en la gestión del lenguaje jurídico y con el entorno conflictivo en el que dicha gestión se lleva a cabo.

Jori, por su parte, no liga la suerte del formalismo práctico a una teoría o técnica de la interpretación específica. Si acaso, las vincula a una concepción de la pragmática jurídica en la cual el lenguaje del derecho es caracterizado como un lenguaje administrado, es decir, controlado y gestionado (a través de distintas técnicas formalistas), pero no por el legislador de manera exclusiva, sino también por las demás autoridades

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jurídicas, en especial, como es obvio, por los jueces (Jori, 2016, pp. 56ss.). Jori, además, no deja de recordarnos que dicho lenguaje está fuertemente influenciado, al menos en el mundo continental, por las ideas de los intérpretes dotados de su sola autoridad: la doctrina. Por parte de todos ellos nunca hay una recepción solo pasiva del contenido de los textos, lo que, en realidad, sería imposible incluso solo por razones semánticas.

La teoría del formalismo jurídico propuesta por Jori es una teoría del vínculo (representado para los juristas por las normas) que ya tiene en cuenta los límites en los que esta puede operar. Tales límites no dependen solo de las características semánticas del lenguaje jurídico que, tomando preponderantemente en cuenta el lenguaje ordinario, hereda de este todas las incertidumbres del significado. Ellos son también, y especialmente, límites que dependen de la pragmática del lenguaje jurídico: pragmática de un lenguaje hecho para permitir alcanzar soluciones unívocas, pero imposibilitado para alcanzarlas siempre en cada caso. Esta imposibilidad depende del entorno conflictivo en el que opera el derecho.

Jori nos enseña que es razonable reponer cierta confianza en la univocidad de los textos normativos20, sin por ello recaer en el noble dream estigmatizado por Hart (1983), el noble sueño dworkiniano de la respuesta correcta. Sin embargo, nos enseña también que dicha confianza está enmarcada en una semiótica realista del lenguaje jurídico, es decir, en una semántica consciente de sus límites en términos de rigor y de posibilidad de cálculo —límites que hacen precisamente necesaria la administración de este lenguaje incluso por más autoridades que el solo legislador, aunque siempre, sin embargo, con el uso de las técnicas del formalismo práctico—.

La necesidad de administrar el lenguaje jurídico, para Jori, deriva de su incapacidad de autorregularse espontáneamente, pues carece por parte de todos sus participantes en la empresa jurídica, incluidos los ciudadanos comunes, de una espontánea convergencia en torno a objetivos compartidos. Por el contrario, el entorno jurídico está dominado por agudos conflictos de valores y de intereses que hacen, por lo demás, imposible una solución algorítmica de las cuestiones jurídicas sobre la base de un método unánimemente compartido. Esto explica cómo la pretensión de control de forma exclusiva del lenguaje jurídico por parte del legislador, incluso en los ordenamientos jurídicos modernos y contemporáneos en los que se manifiesta del modo más patente y penetrante, debe llegar a un acuerdo con las fuerzas en la dirección opuesta, las cuales provienen de las otras autoridades jurídicas. Dichas autoridades tomarán, en el momento en el que deciden

20 «La práctica jurídica se basa en el hecho de que continuamente hacemos interpretaciones no arbitrarias» (Jori, 2014a, p. 268).

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sobre las cuestiones jurídicas sustanciales, decisiones incluso sobre el lenguaje jurídico que pretende dirigirlos. Por ello, nada garantiza que tales decisiones sean precisamente aquellas que el legislador ha querido predeterminar.

En un contexto pragmático como el caracterizado por Jori, los límites normativos derivados de las fuentes del derecho y de las normas generales, y encapsulados en los textos canónicos, nunca pueden ser por ello una cuestión de todo o nada, sino siempre una cuestión de más o menos. Esto es así no porque la presunción de exclusividad de las normas sea dúctil en casos más o menos excepcionales, sino porque el poder semiótico del legislador está siempre en competencia con el sostenido por las demás autoridades jurídicas, y fuertemente condicionado por las ideas que circulan en la cultura jurídica.

V . FORMALISMO PRÁCTICO Y ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERECHO

Tratemos de atar los cabos del discurso precedente. El derecho, es decir, el legislador ordinario (y el constitucional), pretende exclusividad y aspira a un limited domain, y el vehículo indicado y más emblemático de esta pretensión está en el uso masivo y generalizado de las técnicas formalistas diseñadas para encapsular los contenidos jurídicos en textos canónicos. El derecho, en suma, aspira a un control total de las operaciones de aplicación de sus normas generales o, mejor aun, aspira a un metacontrol que puede explicarse tanto en la dirección del límite como en aquella concesión de espacios de libertad decisoria más o menos amplios. Sin embargo, esta aspiración al (meta)control debe lidiar con las fuerzas que operan en una dirección opuesta por parte de los órganos de la aplicación, los cuales tiende, a menudo, a evadir incluso los vínculos legislativos totalmente claros —y esto, por las más diversas razones de carácter ideológico, intereses, o por la aspiración de alcanzar la solución que es percibida como más apropiada, más justa, etcétera—. Tienen, en suma, interés en incrementar sus propias cuotas de poder decisorio, incluso a través de la gestión y manipulación del lenguaje legislativo. Las vías de escape son múltiples. Ellas se ven ciertamente favorecidas por la mala legislación, pero son, en todo caso, imposibles de eliminar debido a la inevitable indeterminación del lenguaje jurídico y debido a la imposibilidad pragmática de ensamblar métodos interpretativos suficientemente rigurosos y capaces de garantizar resultados unívocos en cada caso.

Por lo tanto, son posibles, frecuentes y, sin duda, nada novedosas, las operaciones que hoy se designan con la expresión derrotabilidad. Si no se está convencido, es suficiente invocar la vieja, pero siempre en auge, teoría del abuso del derecho, que no es sino una justificación a gran

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escala del tratamiento como derrotable de sectores enteros del derecho21. Más importa aun, son operaciones que los juristas pueden llevar a cabo sin necesidad de perturbar la moral, la justicia o la equidad, es decir, sin la necesidad de invocar materiales ajenos a aquellos indiscutiblemente jurídicos. El arsenal del cual disponen es, en efecto, suficientemente grande como para permitirles reconducir incluso grandes decisiones bajo el paraguas justificativo del derecho vigente. La constitucionalización del derecho, lejos de restringirla, ha determinado una notable expansión de esta libertad. Así, basta apalancar expresiones vagas o formulaciones genéricas, o bien «encontrar» en el ordenamiento un principio jurídico implícito, mejor si está ya en circulación en la cultura jurídica, o asumir el poder obtener de una disposición constitucional argumentos en favor de una excepción implícita a una regla que textualmente no la prevea. No hay necesidad de recurrir a argumentos directamente morales (pero tampoco económicos, intereses, etcétera) que, por lo demás, parece suceder a menudo, al menos en las cortes constitucionales.

El problema no es si estas operaciones son nuevas o inéditas (no lo son en absoluto), pero sí es nueva, por así decirlo, su alta frecuencia y, especialmente, el nivel cualitativo al que se ubican, en el interior del ordenamiento, las normas y las fuentes así manipuladas.

Ahora bien, el Estado constitucional de derecho representa, sin duda, una novedad histórico-política cuyo alcance difícilmente puede ser sobrevalorado. Desde el punto de vista teórico-jurídico, sin embargo, es el resultado inédito de una combinación de elementos que no son para nada novedosos y que, por lo que más nos interesa, pueden ser íntegramente analizados en términos de formalismo práctico en el sentido entendido por Jori. En efecto, los mecanismos básicos son siempre los mismos: de un lado, tenemos la predeterminación, a través de normas generales, del contenido de las elecciones jurídicas, que en el Estado constitucional afecta también a las del poder legislativo; del otro lado, tenemos la confianza en la aplicación de estas elecciones a los casos individuales y del control de su corrección a las autoridades jurídicas, entre las cuales, he aquí la otra novedad, destacan las cortes constitucionales. Aquello que, si acaso, cambia en el Estado constitucional de derecho es la respectiva dosificación de estas técnicas y, en particular, el hecho de que, frente a una relativa determinación de las competencias de los órganos jurídicos y de los procedimientos que los identifican y que regulan su ejercicio de los poderes, los vínculos de contenido puestos en el nivel superior del ordenamiento, en el texto constitucional, se presentan fuertemente diluidos, controvertidos y, por lo tanto, escasamente

21 No por nada, entre los teóricos más resueltos a sostener la inherente defeasibility de las normas jurídicas están los autores de Ilícitos atípicos, Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero (2000; véase también 2012). De la inmensa literatura sobre el abuso del derecho me limito a citar Velluzzi (2012, 2016).

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vinculantes y resolutivos. En efecto, la constitución, analizada en términos de formalismo práctico, ha introducido ciertamente límites de contenido, incluso a cargo del legislador, pero dada su delgadez, lo ha hecho al precio de una inevitable y enorme ampliación de los poderes semióticos de los órganos de aplicación y del órgano de control de la legitimidad constitucional de las leyes. En suma, la mayor parte de los poderes de administración del lenguaje jurídico hoy se ha desplazado de la legislación a la jurisdicción, ordinaria y constitucional22.

Estas consideraciones me resultan obvias, pero hay una fortísima resistencia, por parte de la teoría del derecho, a tomar nota de la nueva realidad, lo que sería el primer paso para comenzar a discutir realistamente sus ventajas, los inconvenientes, y los posibles remedios a estos últimos. Hoy, por ejemplo, está muy difundida, con distintas graduaciones, la idea de que sea el propio derecho constitucionalizado el que imponga a sus usuarios nuevas, peculiares y más abiertas modalidades de razonamiento y decisión. Es el propio derecho constitucionalizado el que impondría a los juristas razonar moralmente, es la propia constitución la que ya habría incorporado y, por lo tanto, hecho vinculantes los dictados de la razón práctica (cual fuera que estos sean)23; son los principios constitucionales los que han hecho del derecho el lugar de la argumentación razonable, dúctil y abierta (véase Zagrebelsky, 1992, 1995). En realidad, hay una tendencia irresistible de los teóricos contemporáneos del derecho a presentar las propias conclusiones como impuestas por la naturaleza misma de lo jurídico —Luzzati se refiere, al respecto, al «disfraz de objetividad de las elecciones metodológicas» (2012, p. 40; véase también 2013)—.

El caso de la derrotabilidad es emblemático de esta tendencia: mediante dicho término/concepto, hoy tan de moda, se busca contrabandear, presentándolas como necesarias porque dependientes de la misma estructura lógico-semántica de las normas jurídicas, operaciones sobre normas que son, a lo más, tan solo posibles y, en un marco de estricta legalidad, no serían siquiera posibles, sino ilegítimas. En realidad, la presunta derrotabilidad inherente de las normas jurídicas es una tesis ideológica que, presentándose como descripciones de

22 Fioravanti (2016, pp. 15, 18) plantea una visión triangular de las relaciones entre poderes en el Estado constitucional de derecho, en cuyo vértice estaría situada la constitución, sometiendo a los poderes, igualmente ordenados, legislativo y judicial. Para Fioravanti, este sistema «de soberanía indecisa» garantizaría «niveles de certeza y de garantía que, solo articulado de este modo complejo, el nuevo tiempo histórico llega a asegurar», sin integrar una lesión de los principios fundamentales del Estado de derecho. Cabe mencionar aquí, al menos, otro fenómeno del cual deriva una disminución adicional de los poderes semióticos del órgano legislativo: me refiero a la proliferación de agencias gubernativas y de autoridades independientes con competencias sectoriales (corrupción, competencia, privacidad, etcétera), y funciones híbridas, normativo-administrativas-jurisdiccionales.

23 La Torre (2007, p. 72), resume así las ideas de Alexy y de Dworkin: «Es muy importante resaltar que las limitaciones sustantivas impuestas al discurso jurídico, derivadas de la práctica del discurso en general, están, de acuerdo con Alexy —como es el caso de Dworkin— integradas en la constitución del Estado democrático».

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ciertas características «objetivas» de las normas, sirve para maximizar, enmascarándola, la libertad de los intérpretes y debilitar drásticamente los límites introducidos por los textos jurídicos24. En pocas palabras, se trata de una fachada para esconder la opción ideológica en favor de una jurisprudencia de manos libres. O, por decirlo mejor, de las manos aun más libres, dado que en el Estado constitucional de derecho existe ya una enorme libertad, siendo, me parece innegable, que el recurso a los principios constitucionales sea casi siempre de por sí escasamente resolutivo. Por eso se busca legitimar argumentos y conclusiones que no pueden ser extraídos de ellos de manera vinculante como los «justos» porque razonables o conformes a la razón práctica o a los dictados de la moral. Hoy se tiene la impresión de que estos vaporosos criterios/fuentes son invocados con mayor fuerza, precisamente para ocultar el golfo justificativo entre premisas y conclusiones jurídicas que derivan de la exigibilidad de los contenidos constitucionales sobre el plano semántico y de su carácter disputable sobre el plano pragmático.

No obstante las notables diferencias que existen entre sus ideas sobre el formalismo jurídico, de las que se ha intentado dar cuenta en las páginas precedentes, Jori y Schauer, como se ha subrayado muchas veces, concuerdan en tratar a las normas como instrumentos de distribución de los poderes jurídicos. Esta es una consideración fundamental. Ella presupone un enfoque constructivista a las instituciones jurídicas, es decir, la convicción de que pueden ser plasmadas a través de una acción intencional y de que es posible influir, dentro de ciertos límites, sobre los mecanismos de su funcionamiento, es decir, que se puedan modelar de modo que persigan, en la medida de lo posible, los fines deseados por quienes las diseñan. Significa, además, privilegiar modalidades públicas y controlables de intervención sobre instituciones, sustrayéndolas de la influencia de poderes ocultos que, en cuanto tales, siempre están en riesgo de transformarse en poderes salvajes. Esto vale, de un modo particular, para el poder semiótico de los jueces en los Estados constitucionales de derecho.

Así, las técnicas formalistas podrían ser adoptadas para buscar circunscribir tal poder, siempre que se considere este un objetivo digno de ser perseguido. Sin embargo, hoy sería ilusorio proponer nuevamente el ideal ilustrado de pocas leyes simples y claras. Al menos en lo que concierne a los textos constitucionales, no es viable el camino (también formalista, como se ha dicho) de la maximización del control de los contenidos a través de un mayor rigor del lenguaje jurídico. Parece un poco más realista, en cambio, apuntar al uso de instrumentos jurídicos

24 Schauer señala que la supuesta tesis conceptual acerca de la necesaria derrotabilidad de las normas jurídicas es, de hecho, una tesis prescriptiva sobre los poderes atribuidos a ciertos actores jurídicos, principalmente en los jueces, que conduce a debilitar drásticamente la importancia de las reglas y favorecer la discrecionalidad judicial (1998, p. 237). Véase además Luzzati (en prensa).

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que indirectamente puedan obligar a los jueces, incluso a los jueces constitucionales, al self-restraint, a una mayor independencia de la política, a un mayor rigor argumentativo y a una jurisprudencia que tienda a una mayor estabilidad en el tiempo. El poder semiótico de los órganos jurisdiccionales y de las cortes constitucionales puede ser, en efecto, en una cierta medida, controlado también de modo indirecto mediante las técnicas de las competencias y de los procedimientos, es decir, interviniendo sobre la composición de dichos órganos y sobre sus procedimientos decisorios. Pienso, en particular, en aspectos que inciden sobre las modalidades de selección de los componentes de tales órganos, sobre la duración en el cargo, sobre las incompatibilidades, sobre las modalidades decisorias, sobre el peso del precedente. Cuando la base de partida está representada por textos evanescentes como los constitucionales, no susceptibles de mayor precisión por imposibilidad pragmática, este último parece el único camino que se puede recorrer. Ciertamente, este no garantiza la solución más justa, pero al menos lleva a favorecer aquella más cierta. Además, sacando a la luz un poder soterrado, se podrá establecer, al menos, las bases para su control, forzándolo a un ejercicio regulado. No es, por supuesto, la panacea de todos los males, pero es el máximo a lo que podemos aspirar (pues lo aspiramos) en la condiciones dadas.

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Recibido: 07/05/2017 Aprobado: 26/06/2017

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Gracia y justicia: el lugar de la equidad*

Mercy and Justice: the Place of EquityA L F O N S O R U I Z M I G U E L * *

Universidad Autónoma de Madrid

Resumen: El estudio analiza la relación entre el derecho de gracia y la equidad como una forma de justicia indulgente. A partir del concepto aristotélico de equidad, se estudia la relación entre la indulgencia y la supra e infrainclusión normativas, se plantea el alcance de la equidad en materias penales y se concluye analizando la relación entre equidad judicial y legislación.

Palabras clave: gracia, justicia, equidad aristotélica, equidad judicial, Derecho penal

Abstract: The essay deals with the relationship between mercy and equity as a form of indulgent justice. Starting from the Aristotelian concept of equity, the essay studies the relationship between indulgency and normative overinclusion and underinclusion, considers the reach of equity in criminal law and concludes analysing the relation between judicial equity and legislation.

Key words: mercy, justice, Aristotelian equity, judicial equity, criminal law

CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.– II. EQUIDAD, UN TÉRMINO AMBIGUO.– III.   A EQUIDAD ARISTOTÉLICA.– IV.  SUPRAINCLUSIÓN, INFRAINCLUSIÓN E INDULGENCIA.– V.  UNA INTERPRETACIÓN RESTRICTIVA DE LA EQUIDAD.– VI.  ¿EQUIDAD INTRALEGAL O PARALEGAL?.– VII. EQUIDAD Y LEGISLACIÓN: LA IGUALDAD EN LA APLICACIÓN DE LA LEY.

I . I N T R O D U C C I Ó NEste escrito es parte de un estudio más amplio sobre la justificación filosófico-jurídica del derecho de gracia, tanto en sus aspectos institucionales como, sobre todo, en los sustantivos. El conjunto del estudio parte del análisis histórico de la prerrogativa de gracia, basada en la idea de soberanía, y de su contraste con la idea de justicia y, modernamente, con las exigencias del Estado de Derecho. Desechada la tradicional concepción puramente discrecional de la gracia, se analiza luego si tanto la justicia como la gracia pueden conservar todavía alguna justificación al amparo de tres rúbricas diferentes: la equidad, la clemencia y la utilidad pública. En la equidad, la gracia se da la mano con la justicia o, más precisamente, con una forma de justicia indulgente que

* El presente estudio forma parte de un proyecto de investigación sobre el indulto (DER2013-45562-P de la Secretaría de Estado de Investigación del Gobierno de España), dirigido por el penalista Fernando Molina.

** Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid (España). Código ORCID: 0000-0002-6306-7291. Correo electrónico: [email protected]

https://doi.org/10.18800/derechopucp.201702.004

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modera la justicia rigurosa. En la clemencia, entendida restrictivamente como compasión o misericordia, la gracia se presenta en contraste con la justicia y la igualdad, lo que resulta de difícil justificación, salvo mediante una regulación legal de algunos supuestos. Finalmente, a partir de la utilidad pública, que apela al interés general, la gracia puede justificarse como una excepción a la justicia en situaciones críticas, sea de naturaleza fundacional (justicia transicional y restaurativa) o sea por otros motivos de especial necesidad. El presente escrito recoge únicamente, en una versión extendida, el análisis de la primera rúbrica.

I I . E Q U I D A D , U N T É R M I N O A M B I G U OEn castellano, pueden detectarse al menos cinco significados suficientemente distintos de la noción de equidad: (a) justicia o Derecho natural en oposición al Derecho positivo; (b) igualdad en el trato; (c) corrección de la norma general para atender a las particularidades del caso; (d) juicio por arbitraje, esto es, resolución no judicial de los litigios con criterios no jurídicos, sino morales o prudenciales; y (e) ideal de una sociedad ordenada conforme a una determinada combinación de libertad e igualdad (los cuatro primeros significados se encuentran en Hierro [2017, §4], mientras el quinto corresponde a la noción de fairness en el sentido utilizado por Rawls en su obra y puede verse como una especificación del primero).

De los anteriores significados, aquí me interesará sobre todo el tercero, originado en un famoso pasaje aristotélico que es considerado un lugar clásico en el que se ha situado la indulgencia en el ámbito penal. Sin embargo, antes de desarrollar ese concepto, debe hacerse una referencia al primer significado, el de simple justicia material en contraposición con el Derecho positivo, porque también ha tenido —y en algunos países sigue teniendo— una cierta importancia en la historia de la gracia.

Quizá la justificación más rotunda que puede tener la institución del indulto reside en la noción de justicia como remedio a las injusticias del Derecho positivo. Se trata, claro está, de un remedio circunstancial, que no se proponía enderezar injusticias generales enraizadas en las leyes o las prácticas de gobierno vigentes ni alcanzaba a hacerlo. Con esa limitación, la gracia como justicia tenía dos manifestaciones esenciales: la rectificación de un error judicial y el último recurso contra la pena de muerte. Aunque ambos motivos pueden estar parcialmente relacionados, exigen un tratamiento diferente.

El error judicial, especialmente en condenas penales, ha de ser subsanado por procedimientos que permitan revisar imparcialmente cualquier condena en cualquier momento si aparece algún hecho relevante que demuestre la injusticia cometida. Sin embargo, como debe tratarse de

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una decisión imparcial y bien fundamentada, lo razonable es que la revisión sea de naturaleza judicial y no una expresión de la gracia a través del indulto. De tal modo, lo que la justicia exige ante la posibilidad de un error judicial que afecte a una persona inocente es el establecimiento de un sistema de recursos que garantice la minimización de tal error y, en caso de aparecer nuevos datos que lo constaten, la pronta rectificación de la condena (Hierro, 2017, § 5).

En cuanto a la pena de muerte, las razones básicas para justificar la gracia en forma de indulto son dos. Por un lado, para quien considera injusta la pena de muerte por no tratarse de un castigo merecido, proporcional o aceptable —sea en general y en todos los casos o sea solo en algún tipo de casos (menores de edad, deficientes, jurado parcial, etcétera)—, la conmutación de la pena sería, una vez agotados todos los recursos, una obligación moral de la autoridad ejecutiva con el poder de indultar (Staihar & Macedo, 2012, pp. 162-164). Desde tal punto de vista —que, por lo demás, simplifica en forma muy sumaria la función de la autoridad en un sistema democrático1—, el indulto se presenta como un dispositivo justificado, al menos para tal tipo de casos. Por otro lado, aun para quien justifique la pena de muerte, sea por razones sustantivas o solo por respeto al procedimiento democrático, el argumento del error judicial, en sentido amplio, es también decisivo para aceptar la figura del indulto como último recurso ante la pena capital, precisamente debido a la irreversibilidad de esa pena. Hablo aquí de error judicial en sentido amplio, para incluir no solo los casos obvios en los que se puede dudar si se ha condenado a un inocente, sino también aquellos en los que se duda si la pena de muerte ha sido correctamente aplicada a alguien culpable, como ocurre en Estados Unidos en los casos de «duda residual», cuando el jurado ha llegado «más allá de la duda razonable» (que permite decidir la culpabilidad pero no la pena de muerte) sin alcanzar la «certidumbre absoluta» exigible para imponer tal pena (Ristroph, 2012, p. 226). Es significativo que, en la única ocasión en la historia del Derecho español en la que se ha abolido el derecho de gracia, durante poco más de cinco meses tras la proclamación de la I República en 1873, se mantuviera el indulto como excepción ante la pena de muerte. En consonancia con ello, con razón se ha dicho que la decadencia de la pena capital en el mundo contemporáneo ha sido una de las razones de la decadencia del propio poder de indulto (Novak, 2016, p. 7).

1 El debate a propósito de este tema en Estados Unidos es extenso y complejo. En el plano jurídico tiene interés añadir que, mientras algún tribunal estatal ha anulado una conmutación de pena capital que el gobernador justificó en su disconformidad con un asesinato judicial (Henry v. State, de 1913, de la Oklahoma Court of Criminal Appeals), sentencias de otros tribunales estatales y federales han afirmado la irrevisabilidad del poder de indulto (Sullivan v. Askew [1977], de la Florida Supreme Court; e In re Sapp [1997], de la U.S. Court of Appeals for the Sixth Circuit). Al respecto, véase Sarat (2005, pp. 82-85).

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En todo caso, lo más relevante de estos dos posibles pero excepcionales casos de justificación del indulto como estricta justicia material frente a decisiones tomadas conforme al Derecho es que, precisamente porque es invocable la justicia, no procede hablar de indulgencia, lenidad o clemencia. Si hay un error judicial o si la pena de muerte se considera injusta o su aplicación deja algún margen de duda sobre su justificación, la conmutación es solo pensable como obligada y no como discrecional. Así, aunque la autoridad ejerza formalmente el derecho de gracia, materialmente estará haciendo justicia. Y en tales casos de justicia, obligar al afectado a rogar la gracia sería doblemente injusto, como lo expresó con contundencia Concepción Arenal: «A todos los argumentos que se hagan para que reciba indulto el que le rechaza, él puede responder: Si es justicia, ¿para qué se me da como gracia? Si es gracia, la rehúso» (1893, p. 83).

I I I . L A E Q U I D A D A R I S T O T É L I C AA diferencia de la equidad como justicia material, la equidad en el sentido aristotélico está esencialmente asociada a la corrección indulgente de la justicia legal en nombre de una forma particularizada de justicia. En el texto canónico de Aristóteles que la teoriza por vez primera, se la denomina ἐπιείκεια (epieikeia), equidad, y a ella me referiré sin más adjetivos en adelante:

lo equitativo es justo, pero no en el sentido de la ley, sino como una rectificación de la justicia legal. La causa de ello es que toda ley es universal y hay cosas que no se pueden tratar rectamente de un modo universal. En aquellos casos, pues, en que es preciso hablar de un modo universal, pero no es posible hacerlo rectamente, la ley toma en consideración lo más corriente, sin desconocer su yerro. Y no por eso es menos recta, porque el yerro no está en la ley, ni en el legislador, sino en la naturaleza de la cosa, puesto que tal es desde luego la índole de las cosas prácticas. Por tanto, cuanto la ley se expresa universalmente y surge a propósito de esa cuestión algo que queda fuera de la formulación universal, entonces está bien, allí donde no alcanza el legislador y yerra al simplificar, corregir la omisión, aquello que el legislador mismo habría dicho si hubiera estado allí y habría hecho constar en la ley si hubiera sabido (Ética a Nicómaco, 1137b).

Este texto, junto a otros conexos con él, ha hecho y sigue haciendo correr ríos de tinta por dos razones fundamentales. En primer lugar, aunque una larga tradición lo ha tomado como fundamento de la prerrogativa de gracia2, su alcance no se reduce ni mucho menos a esa

2 Además del De clementia de Séneca (II.7.3), cabe citar a John Locke ([1690] 1991, §159), a William Blackstone ([1753] 1893, Introducción, III, p. 92), a Benjamin Constant ([1815] 1989, p. 34) o a Rudolf von Jhering ([1877] 1961, p. 308).

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prerrogativa ni al ámbito penal, sino que puede referirse también, y sobre todo, a la interpretación jurídica en general, ofreciendo una buena razón para no limitarse necesariamente a la letra de la ley. En segundo lugar, su significado es ambiguo y debatido en varios sentidos, de los que aquí son mencionables dos: por un lado, es posible preguntarse si la equidad permite no solo la mitigación del rigor de la ley, sino también el endurecimiento de esta; y, por otro lado, si propone un criterio de justicia interno o externo al Derecho. Aunque el ámbito penal al que se ciñe el presente análisis merma la relevancia de la primera ambigüedad debido al principio de legalidad y a la exclusión de las interpretaciones extensivas y analógicas contra reo, tiene algún interés considerar esa primera ambigüedad antes de comentar más por extenso la segunda.

I V . SUPRAINCLUSIÓN, INFRAINCLUSIÓN E INDULGENCIAEn realidad, la noción de equidad combina en Aristóteles dos ideas diferentes. Por una parte, como pone de manifiesto el texto citado, la idea de que la formulación general de la ley puede mostrarse inadecuada en algunos casos particulares a la luz de su propia finalidad. En términos actuales, la mejor y más conocida presentación del problema la ha hecho Frederick Schauer, al afirmar que, precisamente por generalizar, «toda regla es actual o potencialmente supraincluyente o infraincluyente», de modo que su significado puede abarcar a más o menos casos de los que están justificados conforme al sentido o finalidad de la generalización utilizada (1991, pp. 32-33, nota 23; véase también Tussman & tenBroek, 1949, pp. 346-353). El ejemplo clásico es el cartel que prohíbe la entrada con perros, que supraincluye a los lazarillos e infraincluye a otros animales también molestos. En este primer aspecto, es claro que la corrección equitativa puede operar tanto para mitigar el rigor de la regla (suprainclusión) como para agravar su tenor (infrainclusión) (Tasioulas, 2003, p. 112).

Pero, por otra parte, Aristóteles —como Martha Nussbaum ha puesto de manifiesto en un espléndido análisis (1993, §§ II-VI)— añade a la idea de corrección la de moderación o indulgencia. El filósofo formalizó así una transformación conceptual y moral que había venido produciéndose en la cultura griega hasta desembocar en una reacción contra la extrema dureza de las leyes tradicionales, especialmente las penales. Dicha dureza es bien visible en el modelo de justicia rigurosamente retributivo de las tragedias griegas, por completo ajeno al principio de culpabilidad individual. Pocas líneas después del texto antes citado, Aristóteles dice que el hombre equitativo es «aquel que, apartándose de la estricta justicia y de sus peores rigores, sabe ceder, aunque tiene la ley de su lado» (Ética a Nicómaco, 1137b-1138a). Sin embargo, es en la Retórica donde Aristóteles introduce expresamente la idea de indulgencia:

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Ser indulgente (συγγνώμη) con las cosas humanas es también de equidad. Y mirar no a la ley sino al legislador. Y no a la letra, sino a la intención del legislador, y no al hecho, sino a la intención, y no a la parte, sino al todo; ni cómo es el acusado en el momento, sino cómo era siempre, o la mayoría de las veces. Y el acordarse más de los bienes que de los males recibidos. Y el soportar la injusticia recibida […] (Retórica, 1374b).

Según Nussbaum, en Aristóteles la indulgencia significaba «juzgar con» el agente, en el sentido de ver las cosas desde su punto de vista, para poder hacer una justa o «correcta discriminación» del caso particular. Y, así, la idea de equidad terminaba por tratar asimétricamente la agravación y la mitigación, lo que andando el tiempo se reafirmaría con los principios penales de la Ilustración, en especial mediante el principio de legalidad penal (Nussbaum, 1993, p. 94; así como pp. 87 y 115-119). En todo caso, una manifestación histórica de tal asimetría es la institución del indulto, que en la historia del Derecho, por lo que yo pueda saber, nunca se ha visto compensada por forma alguna de «contraindulto», salvo en el caso de la llamativa doctrina defendida por Rudolf von Jhering de un «derecho de gracia en sentido inverso», con la que proponía crear un «tribunal de justicia supremo por encima de la ley [...] para casos extraordinarios que la legislación no ha considerado», una institución de claras e inquietantes reminiscencias del Consejo Nocturno de Las leyes de Platón (Jhering, [1877] 1961, pp. 309-310).

No obstante, la idea de indulgencia seguramente llevó a Aristóteles a una ambigüedad nueva y distinta. De un lado, la equidad parece mantenerse dentro de los márgenes de la ley, conforme a la observación de la Ética nicomáquea de que la equidad corrige «aquello que el legislador mismo habría dicho si hubiera estado allí y habría hecho constar en la ley si hubiera sabido»”. Aristóteles desarrolla esta idea en los primeros incisos del texto de la Retórica que acabo de citar, cuando propone mirar al legislador y a su intención: podemos denominarla equidad intralegal. Sin embargo, de otro lado, Aristóteles apela a un significado diferente de la equidad, fuera ya no solo de la letra de la ley, sino también de su espíritu, cuando ese mismo texto de la Retórica continúa diciendo: «es también de equidad [...] el querer acudir mejor a un arbitraje que a un juicio, porque el árbitro atiende a lo equitativo, pero el juez a la ley, y por eso se inventó el árbitro, para que domine la equidad» (Retórica, 1374b).

Puede debatirse si esta nueva diferenciación entre ley y equidad plantea una oposición tajante entre Derecho y justicia, en la que la decisión propiamente jurídica se opone a una equidad extra y antijurídica, o si, más bien, como ocurre en muchos sistemas jurídicos con el arbitraje en materias de Derecho privado, permite reconocer solo una equidad extralegal, conforme a la cual cabe diferenciar entre decisión

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estrictamente legal y decisión de arbitraje, pero considerando a ambas como autorizadas por el Derecho. Así, en la medida en que se trate de un procedimiento de resolución de conflictos expresamente previsto y autorizado por el sistema jurídico, el juicio de equidad propio del arbitraje en Derecho privado puede ser externo a la legalidad civil o mercantil, tanto sustantiva como procesal, pero no algo extrajurídico, y todavía menos antijurídico.

En relación con la indulgencia en materia penal, puede considerarse equidad extralegal, pero no antijurídica, la que excepciona los criterios propios del sistema penal sustantivo y procesal. Tal forma de equidad puede manifestarse no solo en algunos casos de indulto, sino también en la fase estrictamente judicial, al menos cuando el sistema tolera exculpaciones o mitigaciones de la pena contra la exigencia legal de declarar la verdad de los hechos probados. En el sistema penal anglosajón parece formar parte del sistema jurídico la discutida jury nullification, que es el poder irrevocable de los jurados para exculpar delitos que consideran excesiva o injustamente penados. Se trata de un poder que, al menos en Estados Unidos, no se considera propiamente antijurídico, pues se integra en el sistema de manera excepcional y similar al indulto —y así, al igual que el indulto, la jury nullification se ha mostrado históricamente como un arma de doble filo, pues, aparte de algunas absoluciones de la pena capital, sirvió tanto para exculpar a acusados de violar la Fugitive Slave Act de 1850, que prohibía a nivel federal la acogida de esclavos escapados de los Estados esclavistas o el prestarles ayuda, como para exonerar a blancos claramente culpables de delitos contra negros y a la inversa (Lasswell, 2009, p. 416; Leipold, 2009, pp. 543-560; Vidmar & Hans, 2007, pp. 227-234; para quien desee profundizar en el tema, remito al completo y detallado estudio de Conrad, 1989)—. En sistemas como el español, en cambio, la declaración de hechos probados en un juicio penal, sea por un jurado o por un juez o tribunal, está sometida a severas exigencias de justificación y control judicial, y su falsedad deliberada por el juez entra formalmente en el delito de prevaricación judicial, resultando en principio no solo extralegal sino también extra y antijurídica.

Por su parte, dentro de la equidad intralegal, en el sentido de conforme con el sistema penal, tiene interés distinguir entre lo que —a falta de mejor terminología— puede denominarse indulgencia equitativa judicial y no judicial, en función de si la indulgencia se ejerce dentro del proceso de la interpretación propia del juzgar y sentenciar los delitos o fuera de ella. Como los problemas teóricos más interesantes los plantea la equidad judicial, me referiré a ella en los apartados siguientes. Para concluir este punto, bastará mencionar brevemente los dos momentos esenciales en los que pueden producirse decisiones de indulgencia equitativa no judicial: antes y después del juicio penal.

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Antes del juicio penal, las regulaciones sobre la acusación pueden dar juego a la lenidad, permitiendo la no presentación de cargos (por el perdón de la parte ofendida o por el criterio de oportunidad atribuido a la fiscalía3) o la mitigación de las penas en una negociación entre el acusado y la fiscalía (el plea bargaining del sistema estadounidense). Debe precisarse, no obstante, que mecanismos como los anteriores también pueden ejercerse por razones del todo ajenas a la equidad, y aun reñidas con ella: en particular, un efecto perverso del plea bargaining en Estados Unidos es la elevación de las penas (o el establecimiento de mínimos de cumplimiento obligatorio) por encima de la proporcionalidad, con objeto de facilitar la cesión de los acusados ante la negociación. Por ello, con razón se ha criticado que «es difícil caracterizar esta táctica de la fiscalía como dispensación de gracia [mercy]. Es mera discrecionalidad para imponer un castigo, y debería recibir mayor inspección» (Steiker, 2010, pp. 28, 33, 35 y 39; véase también Barkow, 2009b, p. 682).

Aun así, diversos estudios estadounidenses sobre la gracia o mercy saludan con simpatía prácticamente cualquier ocasión y motivo de indulgencia como respuesta ante la dureza de su sistema penal, es decir, por una razón genérica de equidad. En la literatura estadounidense es bastante usual la extensión de la idea de mercy a todas las formas de indulgencia equitativa que se acaban de comentar, de las extralegales a las intralegales, como respuesta justa ante la sobrecriminalización y la sobrepenalización del sistema penal, señaladas también como culpables de la decadencia de la gracia (Williams, 2012, pp. 266-267; Steiker, 2010, pp. 49-50; Murphy, 2009, pp. 193-195; Barkow, 2009a, pp. 665-668; Berman, 2009, p. 675; véase también, con matices, Markel, 2004, pp. 1.474-1.476; y, solo en defensa de la equidad judicial de forma abierta, Ferguson, 2012, pp. 38-42, 64 y 78-81).

En cuanto a la fase de ejecución de la pena, ha sido un campo típico de progresivo reconocimiento legal de causas de equidad indulgente, como la menor gravedad del delito o la rehabilitación del condenado4, que

3 Un ejemplo notable es la Policy for Prosecutors in respect of Cases of Encouraging or Assisting Suicide, aprobada en 2010 por el Director of Public Prosecutions británico (equivalente a un fiscal general del Estado), en la que, tras recordar que la persecución de cualquier delito no es automática y debe cumplir el requisito del «interés público», se citan como factores que la fiscalía debe sopesar para no perseguir algunos casos de ayuda al suicidio que «la víctima haya llegado a una decisión voluntaria, clara, firme e informada de cometer suicidio» o que el «sospechoso haya actuado plenamente movido por compasión» (§ 45).

4 Cabe precisar que la consideración de la rehabilitación como un motivo de equidad indulgente depende de la teoría de la justificación de la pena que se siga. Es plenamente compatible con las teorías de la prevención, tanto general como especial, y no parece incompatible con la teoría comunicativa de la pena, en la medida en que la propia imposición del castigo y su aceptación ulterior por la persona rehabilitada pueden cubrir suficientemente las exigencias de la justicia. En cambio, desde una teoría estrictamente retribucionista, ni el arrepentimiento ni la razonable garantía de que no se va a volver a delinquir parecen motivos de justicia suficientes para excluir o atenuar la pena, cabiendo solo la pura clemencia como posible razón que justifica la mitigación o la condonación de la pena. No obstante, un retribucionista estricto como Jeffrie Murphy afirma que el condenado que ha cumplido una gran parte de la pena y es realmente una «persona nueva» debe ser liberado como una cuestión no de compasión sino de justicia (Murphy, 1988, p. 173). En tajante oposición a

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también han contribuido a cercenar las razones que justifican el recurso al indulto (Hierro, 2017, § 7). Y, sin duda, figuras como las suspensiones de sentencia, la libertad condicional, la progresión de grados penitenciarios u otras similares —que, según los sistemas, corresponde apreciar al poder ejecutivo, a la administración penitenciaria, al poder judicial o a una u otra combinación entre ellos—, son preferibles al indulto, en la medida en que se sometan a procedimientos generalizables y controlables. Como ya dijo Concepción Arenal: «Es justo que a los penados que se conducen bien en la prisión se les rebaje el tiempo de la condena, no por gracia, sino por justicia, y conforme a reglas inflexibles consignadas en la ley» (Arenal, 1893, p. 54).

V . UNA INTERPRETACIÓN RESTRIC TIVA DE LA EQUIDADLos problemas más interesantes que plantea la equidad aristotélica se sitúan en la interpretación penal de carácter judicial, donde está excluida la equidad extralegal. El principio de legalidad penal tiende a convertir la equidad extralegal en extra y antijurídica. Así, en la tradición inglesa de la Equity como jurisdicción especial frente al régimen general del Common Law —ya objeto de la severa crítica de John Selden como mudable según la medida del pie del Lord Canciller5— se excluyó toda materia penal, reservando la posibilidad de ir más allá de la ley penal solo al poder de indulto regio. Como escribió William Blackstone,

la libertad de nuestra Constitución no permite que en casos penales se conceda a ningún juez interpretar la ley de otra manera que conforme a su letra. […] Un hombre no puede sufrir más castigo que el que la ley le atribuye, pero puede sufrir menos. Las leyes no pueden ser estiradas por parcialidad para infligir una pena más allá de lo que la letra dice; pero en los casos en los que la letra induce a un aparente aprieto, la Corona tiene el poder de indultar ([1753] 1893, Introducción, III, p. 92).

En el modelo continental, es digna de mención la regulación del Código Penal español, el cual tradicionalmente contiene dos preceptos que, en apariencia al menos, excluyen toda forma de equidad judicial, sea en contra o en beneficio del reo:

este planteamiento retribucionista, también se ha defendido la relevancia del arrepentimiento como razón de clemencia compasiva ejercible discrecionalmente por el poder ejecutivo (Rapaport, 2000, pp. 1524ss).

5 En unas conversaciones publicadas póstumamente, en 1689, Selden afirmaba que la equidad varía de acuerdo con la conciencia del Canciller, siendo «tan amplia o tan estrecha como su zapato», de manera que «sería como si decidiéramos que el patrón de medida que llamamos “pie” fuera el pie del Canciller; ¿qué medida tan incierta sería esa?» (The Table-Talk of John Selden, citado por Powell, 1993, p. 7; Powell añade que «“el pie del Canciller” se ha convertido, desde entonces, en una abreviatura del argumento de que la equidad es una interferencia injustificada y desafortunada en el curso regular del imperio de la ley)».

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Artículo 4. 2. En el caso de que un Juez o Tribunal, en el ejercicio de su jurisdicción, tenga conocimiento de alguna acción u omisión que, sin estar penada por la Ley, estime digna de represión, se abstendrá de todo procedimiento sobre ella y expondrá al Gobierno las razones que le asistan para creer que debiera ser objeto de sanción penal.

3. Del mismo modo acudirá al Gobierno exponiendo lo conveniente sobre la derogación o modificación del precepto o la concesión de indulto, sin perjuicio de ejecutar desde luego la sentencia, cuando de la rigurosa aplicación de las disposiciones de la Ley resulte penada una acción u omisión que, a juicio del Juez o Tribunal, no debiera serlo, o cuando la pena sea notablemente excesiva, atendidos el mal causado por la infracción y las circunstancias personales del reo6.

Regulaciones como las anteriores, que reflejan la concepción estrictamente legalista del Derecho penal, parecen conducir a la exclusión de la equidad aristotélica en ese ámbito, o, lo que viene a conducir a lo mismo, a una reinterpretación de la equidad especialmente restrictiva que, en realidad, la desnaturaliza. De este segundo tipo es la propuesta de Luigi Ferrajoli, que merece la pena comentar.

En su influyente tratado Diritto e ragione, Ferrajoli propone una lectura de la equidad aristotélica basada, como en Aristóteles, en las nociones de adecuación a la particularidad de cada caso y de indulgencia. En la visión del filósofo del Derecho italiano, ambas nociones aparecen expresamente relacionadas, porque la comprensión simpatética de las particularidades de cada caso tiende a conducir a la compasión y al criterio del favor rei, hasta el punto de afirmar que «[u]na comprensión perfecta [...] del caso específico comportaría quizá, en muchos casos, la absolución, conforme al principio tout comprendre est tout pardonner» —lo que, no obstante, reconoce como no permitido por la ley— (Ferrajoli, 1990, § 11.5, especialmente pp. 46-147; 1995, p. 165; en una línea muy similar, véase Williams, 2012, pp. 275-277).

6 Este doble precepto existe, con pequeñas variaciones y casi siempre, como artículo 2, desde el código penal de 1848. Es importante notar cómo el texto del artículo 4.3 tal vez juegue con la ambigüedad de la noción de «rigurosa aplicación»: aunque en una lectura natural del texto debe entenderse que se toma por rigurosa la aplicación exacta, precisa o debida, el contexto podría sugerir que esa aplicación ha de ser también severa y rígida, cuando una interpretación rigurosa en el primer sentido bien podría ser equitativamente benevolente, según veremos después en algún ejemplo comentado en el texto. Cabe mencionar también que el segundo párrafo es defectuoso en su redacción actual (que, en lo esencial, repite la de los códigos de 1928 y 1944, acertadamente corregida por el de 1932), porque literalmente implica que el juicio del juez o tribunal es relevante sobre si ciertas acciones u omisiones no deberían ser delito, pero no sobre si la pena es excesiva. La redacción apropiada sería: «…que, a juicio del Juez o Tribunal, no debiera serlo o cuya pena sea notablemente excesiva…». Aunque quien puede lo más (determinar si algo no debe ser delito) puede lo menos (determinar que la pena es excesiva) y en la práctica la relevancia de una u otra posibilidad dependerá siempre del juicio del juez, lo cierto es que la literalidad del texto legal viene a incurrir en el raro reconocimiento de que la ley puede ser objetivamente injusta por exceso en la pena.

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Sin embargo, Ferrajoli reduce en último término la equidad a mera legalidad dentro del poder discrecional conferido al juez por la ley penal, para atribuir a Aristóteles el supuesto error de considerar que la generalidad y la abstracción son un defecto de la ley, inaugurando así el «equívoco» históricamente persistente de contraponer la equidad a la legalidad y de atribuir a la equidad el papel de corregir de manera extraordinaria y desde afuera (extra-, ultra- o contra-legem) una legislación insuficiente, lagunosa o errónea. Sin embargo, la equidad judicial, según Ferrajoli, puede considerarse insertada en la legalidad porque ha de quedar reducida a ser una aplicación dentro de los márgenes de discrecionalidad conferidos por la ley. Su teorización de la equidad se basa en la distinción lingüística entre connotación y denotación: mientras la ley denota, esto es, señala o indica los casos a los que es aplicable el delito y la pena; el juez, en cambio, connota, esto es, define las propiedades de las variables circunstancias concretas del caso que hacen de cada caso un caso único y distinto. El poder discrecional del juez coincide precisamente con ese poder de connotación, siempre que se ejerza dentro de la denotación legal (Ferrajoli, 1990, pp. 137-142; 1995, pp. 156-162).

Pues bien, ese poder discrecional de connotación del juez tiene tres manifestaciones básicas: (a) el uso de términos legales valorativamente abiertos «que remiten a la connotación equitativa», como «gravedad» o «levedad» del daño, «crueldad» de la conducta, etcétera; (b) la posibilidad de aplicar «atenuantes genéricas”, que permiten al juez tener en cuenta cualquier circunstancia que él considere justificada para disminuir la pena; y (c) la facultad de graduar la pena dentro del máximo y el mínimo de cada delito en atención a distintas circunstancias7. El anterior poder discrecional sería, según Ferrajoli, un componente intrínseco de la función judicial que puede ser reducido o disciplinado mediante definiciones legales más específicas, pero que no se puede, y ni siquiera se debe, excluir (1990, pp. 141-142; 1995, p. 161). Cabría precisar que el mínimo ineludible de discrecionalidad puede ser realmente muy mínimo, quizá reducido a los términos vagos aludidos bajo la letra (a), y que tanto las atenuantes genéricas como la escala individualizable de las penas son regulaciones contingentes: así, mientras el Código Penal francés de 1791 establecía penas absolutamente fijas (véase Dorado Montero, [1911] 1915, p. 403), podría no existir una atenuante genérica (o ser bastante más restrictiva que la italiana, como ocurre con la atenuante análoga del artículo 21.7ª del Código Penal español). En todo caso, para Ferrajoli se trataría siempre de una discrecionalidad mínima, que podría y hasta debería ampliarse legalmente, en especial mediante la eliminación de los

7 Véase Ferrajoli, 1990, p. 141; 1995, pp. 160-161. Las facultades de las letras (b) y (c) remiten, respectivamente, al artículo 62-bis y a los artículos 132 y 133 del código penal italiano (véase Ferrajoli, 1990, p. 184, notas 108 y 110; 1995, p. 199).

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límites mínimos de la pena o la previsión de una autorización expresa al juez para apreciar circunstancias eximentes genéricas, similar al perdón judicial de los menores del Código Penal italiano (Ferrajoli, 1990, p. 147; 1995, pp. 165-166).

Hay algo profundamente paradójico entre el fuerte legalismo interpretativo de la construcción de Ferrajoli, declaradamente cognoscitivista, y el considerable peso que atribuyen al particularismo aplicativo afirmaciones como las siguientes:

el juez tiene sin embargo la tarea de comprender todas las circunstancias —legalmente imprevistas y a menudo imprevisibles— que hacen a cada hecho distinto de todos los demás […] En concreto, siempre ocurre algo que queda fuera de la fórmula universal [...] Al connotar equitativamente un hecho concreto, el juez no corrige, integra, sobrepasa y ni siquiera interpreta la ley más de lo que yo corrijo, integro, sobrepaso o interpreto el significado de la palabra «mesa» definido por el diccionario cuando la uso para denotar la mesa sobre la que ahora estoy escribiendo y para connotar sus características específicas e irrepetibles que la hacen distinta de todas las demás mesas del mundo (Ferrajoli, 1990, §11.3, pp. 141, 142 y 143; 1995, pp. 160 y 162).

En realidad, parece inverosímil que una visión racionalista y esencialmente cognoscitivista de la interpretación jurídica permita suscribir una teoría particularista, conforme a la cual las particularidades de cada caso convierten en insuficiente o, peor, en inútil toda idea de generalidad (tema sobre el que volveré críticamente más adelante).

Sea como sea, lo que aquí me importa más subrayar, para concluir, es que, a pesar de las buenas intenciones equitativas de Ferrajoli, una construcción legalista como la basada en la distinción entre denotación y connotación no permite cubrir los problemas de supra e infrainclusión en los que, aun sin utilizar esa terminología, pensaba Aristóteles al proponer la corrección equitativa de la ley. Ferrajoli, al reducir la equidad a simple y llana legalidad, prescinde de la idea de corrección indulgente, pues ¿qué indulgencia correctiva o equitativa tiene el juez cuando utiliza la atenuante genérica que la ley ya prevé, o cuando reduce la pena al grado mínimo que la ley autoriza? A mi modo de ver, Aristóteles permite, y quizá exige, una interpretación menos estrictamente legalista, basada en las limitaciones de conocimiento y previsibilidad de las generalizaciones legales. Claro que ello plantea el problema de si, en el campo del Derecho penal, la equidad aristotélica se sitúa fuera del principio de legalidad.

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V I . ¿ E Q U I D A D I N T R A L E G A L O PA R A L E G A L ?La cuestión más relevante que propone la tesis aristotélica sigue siendo si, en sistemas penales como los sometidos al principio de legalidad, está justificado que los jueces realicen una interpretación equitativa de la ley que no sería extralegal, sino —y aquí se abre una duda que merece discusión— intralegal o acaso paralegal. Para avanzar la conclusión que voy a defender, creo que cabe una interpretación equitativa intralegal, y que entre esa forma de equidad y la extralegal no hay lugar para ninguna forma intermedia, como la que he llamado paralegal. Como se verá, tal equidad paralegal carece de sustancia propia, porque se trata de una manifestación de la equidad que —conforme a la ambigüedad del prefijo griego «para-», que puede significar tanto «junto a» como «contra» o «al margen de»— termina recayendo, según los casos, bien en la equidad intralegal, bien en la extralegal. La primera sería aquella equidad conforme con el principio de legalidad penal, con independencia de que vaya más allá de la letra de la ley, mientras que la segunda quedaría fuera de los principios básicos que disciplinan el sistema penal (y que, como se ha visto en el punto 4, puede no ser anti- ni extrajurídica).

Conviene comenzar observando que la concurrencia de una suprainclusión o una infrainclusión en la ley penal no decide sin más y automáticamente la necesidad de corregir el sentido de la regla. Es verdad que, al menos en principio, mientras la suprainclusión en normas desfavorables (o la infrainclusión en favorables) permite, aunque no exige, abrir la discusión sobre una interpretación equitativa, la infrainclusión en normas penales desfavorables no parece admitir corrección en ningún caso (como tampoco la suprainclusión en normas favorables). Sin embargo, según se verá, no siempre se ha cumplido el anterior criterio, pues la interpretación puede depender tanto de argumentos específicos relativos al punto legal concreto como, de manera previa, de que el intérprete acepte que concurre una infra o una suprainclusión normativa. La mejor manera de analizar este punto es comentando algunos ejemplos.

Comenzaré por un caso de infrainclusión en una norma punitiva cuya corrección judicial aparentemente configuraría una forma de equidad contra reo y, por tanto, agravatoria y no indulgente. Se produjo en el Derecho escocés, un tipo de Derecho penal no legislado, donde en 1989 se reconoció como delito la violación marital bajo convivencia por la Scottish High Court of Justiciary en el caso Stallard v. HM Advocate, cuando hasta entonces se venía considerando impune conforme al Common Law. Sin embargo, es debatible si estamos ante una interpretación extralegal que cambió el Common Law en ese punto8 o si el tribunal mantuvo el

8 Así lo interpretan tanto Tasioulas (2003, p. 112, nota 22) como el Report on Rape and Other Sexual Offences, donde se dice, a propósito de esta sentencia, lo siguiente: «desde al menos finales del

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criterio vigente en ese sistema jurídico9: si bien el tribunal era consciente de estar cambiando el criterio previo existente en el Common Law bajo la idea de que el Derecho es un «sistema vivo», también alegó que no existía ningún precedente judicial vinculante en apoyo del criterio tradicional, basado solo en la opinión de una autoridad doctrinal de finales del siglo XVIII que el tribunal encontró infundada, por la buena razón de que en el Common Law se considera violación toda relación sexual forzada.

Puede ser de interés profundizar en la argumentación de la sentencia de la High Court, tan refinada que hace difícil adoptar una u otra interpretación. Por una parte, afirma lo siguiente:

Esta es la primera oportunidad que ha tenido este tribunal en Escocia de considerar si la afirmación de Hume [el barón Hume, primo del filósofo y autor de los Commentaries on the Law of Scotland respecting Crimes, de 1789, quien inicia la doctrina] era fundada cuando fue escrita y si lo es hoy [...] [, lo cual] depende completamente de la razón que se da para justificarla. Nuestra primera observación es que si lo que Hume quiso decir es que mediante el matrimonio la mujer consiente expresa o tácitamente el coito con su marido como un incidente normal del matrimonio, tal razón no suministra justificación para su afirmación sobre el Derecho, porque la violación ha sido siempre esencialmente un delito violento y en realidad nada más que un abuso sexual agravado. [...] Si, por otro lado, Hume quería decir que mediante el matrimonio la mujer consiente en el coito contra su voluntad y por la fuerza, albergamos dudas de si esto era contemplado por el Common Law.

Pero, por otra parte, la High Court también añade a renglón seguido que

fuera buena o no la razón dada por Hume para la inmunidad del marido en el siglo XVIII y a principios del XIX, desde entonces ha desaparecido del todo. [...] En la segunda mitad del siglo XX, sin embargo, el estatus de la mujer y el estado de la mujer casada han cambiado dramáticamente en nuestro Derecho. [...] Un sistema vivo de Derecho siempre habrá de tener en cuenta las circunstancias cambiantes para controlar la justificación de cualquier excepción a la aplicación de una regla general. [...] Hoy en día no se puede afirmar, cualquiera que haya sido la posición mantenida en siglos anteriores, que es un incidente del matrimonio moderno el que la mujer consienta el coito en todas las circunstancias, incluyendo el obtenido solo por la fuerza (Stallard v. HM Advocate, p. 473).

siglo XVIII había una regla por la que el marido no podía ser condenado por violar a su mujer. Esta regla fue abolida por decisión judicial pero solo en 1989» (§1.5).

9 Como lo argumenta con mucha sutileza el voto de Lord McCluskey en una sentencia posterior del mismo tribunal (véase Lord Advocate’s Reference no. 1 of 2001 v. Edward Richard Watt, § 19).

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En la alternativa anterior, probablemente la tesis más convincente reposa en la primera argumentación, pues la segunda no solo es subsidiaria de aquella, sino que únicamente parece implicar el reconocimiento por el tribunal del cambio de la norma en un momento anterior (entre paréntesis, debe admitirse, no obstante, que en un sistema como el de Common Law, sin previa ley penal escrita, cualquiera de las dos soluciones exigiría que en el primer caso que llega a los tribunales el imputado podría venir excusado por un error de prohibición invencible).

Ahora bien, en un caso como el anterior se podría mantener la duda de si estamos ante una forma de equidad agravatoria prohibida o ante una interpretación acertada del Derecho vigente. Aun así, eso no significaría que la situación sea sustantivamente indefinida y que ocupe un lugar intermedio entre una y otra posibilidad. En la medida en que adoptemos un punto de vista interpretativo, y no uno meramente descriptivo, la decisión de Stallard fue correcta o no lo fue. Si no lo fue, se trató de una decisión que cambió el Common Law, es decir, extralegal, en el sentido aquí utilizado. Si lo fue, se trató de una decisión intralegal o conforme con dicho sistema normativo. Y, entre una y otra solución, la extralegal o la intralegal, no queda espacio alguno, me parece, para el hipotético tercer género de lo paralegal.

La conclusión anterior puede confirmarse mediante dos casos más: uno in malam partem, la violación anal, y otro in bonam, el homicidio del maltratador habitual por su mujer. En el Derecho español, hasta finales de los años 80 venía siendo claro y pacífico para la doctrina y la jurisprudencia que el delito de violación solo era posible cuando existía penetración vaginal, de modo que había una clara infrainclusión del coito anal, tanto hetero como homosexual, que venía penado como delito de abusos deshonestos con una pena muy inferior. Sin embargo, en 1987, ante un grave caso de violación anal de una mujer, el Tribunal Supremo entendió que no podía interpretar la ley en perjuicio del reo y, en aplicación del artículo 4.2 del Código penal antes citado, elevó al Gobierno una «exposición motivada» solicitando el cambio legislativo, que se introdujo efectivamente en 1989 —véase Alonso de Escamilla (1989, pp. 575-579, donde se recoge íntegra la Exposición del Tribunal Supremo, firmada por Enrique Ruiz Vadillo).

Por otro lado, en la reciente dogmática penal, y no solo en España, se viene debatiendo sobre el régimen penal del homicidio del maltratador habitual por su mujer. Frente a la tendencia judicial tradicional a considerar tales casos como asesinatos con alevosía, así como a excluir sistemáticamente la posibilidad de eximirlos por legítima defensa, hay sólidos argumentos para superar, en algunos tipos de casos al menos,

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ambas calificaciones10. En el sistema jurídico español, probablemente habrá quien sostenga que tal interpretación es una forma de equidad extralegal vedada a los tribunales por el citado artículo 4.3 del Código Penal. Sin embargo, creo que es más persuasiva la tesis alternativa que, considerando ambos criterios como supraincluyentes in malam partem, admite en general la exclusión prácticamente automática de la alevosía y la posibilidad de algunos casos de legítima defensa. Si tal interpretación fuera correcta, se trataría de una «rigurosa aplicación» de la ley ante la que, en el sistema español, no procedería que el juez o tribunal acudiera al gobierno. Alternativamente, en un sistema como el español al menos, si el juez o tribunal albergara dudas sobre dicha interpretación, debería presentar una cuestión de constitucionalidad ante el Tribunal Constitucional, puesto que, en los casos de sobre o infrainclusión, hay siempre, por definición, un problema de igualdad ante la ley, lo que en materia penal puede afectar al principio de proporcionalidad. No obstante, salvado ese espacio intermedio ante una duda interpretativa (que, por cierto, solo podría mantener un tribunal ordinario, pero no el tribunal al que se remite la duda), entre una y otra posibilidad —considerar a la nueva interpretación o extralegal o intralegal—, una vez más no hay espacio para una interpretación paralegal.

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Me interesa citar un último ejemplo para dar paso a una discusión diferente: si esta forma de equidad introducida mediante interpretación judicial que vengo comentando puede ser una solución suficiente, estable y definitiva frente a la legislación deficiente por supra o infrainclusión. Se trata de la figura del delito continuado, una construcción de origen medieval que en España fue recibida por la jurisprudencia —en principio extra legem, pero integrándose en el sistema penal tras su consolidación— mucho antes de que la ley terminara por recoger la figura en 1983. El sentido del delito continuado era, en principio, rebajar el conjunto de la pena de ciertos delitos del mismo tipo cometidos a largo del tiempo, mediante la ficción de considerarlos un único delito agravado. De tal modo, la figura podía tener respaldo en razones de equidad in bonam partem para atenuar el rigor de lo que con alguna benevolencia interpretativa podría considerarse una infrainclusión en las reglas que disminuyen la pena por concurso de delitos. Lo que quiero destacar, sin embargo, es que la jurisprudencia anterior al cambio legislativo, además

10 Véase la bien ponderada y convincente argumentación, que comparto, de Pérez Manzano (2016, pp. 49-60), así como, en sentido similar y con un tratamiento más amplio, Correa Flórez (2017); en el Derecho inglés, Tasioulas (2003, p. 117) cita el caso Regina v. Duffy, de 1949, en el que el jurado recomendó clemencia y a la mujer homicida de su marido maltratador se le conmutó la pena de muerte por una cadena perpetua de la que solo cumplió tres años.

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de seguir una «línea sinuosa» en conjunto, trató desigualmente algunos tipos de supuestos, hasta el punto de producir en ellos un aumento de la pena, introduciendo por tanto en parte una «equidad» en perjuicio del acusado (Rodríguez Devesa, 1970, pp. 693-698; la calificación de «sinuosa» aparece en la página 696; véase también Córdoba Roda & otros, 1972, pp. 318 y 325; Mir Puig, 2011, p. 655).

El ejemplo anterior parece mostrar que, si la interpretación equitativa judicial puede servir de llamada de atención a propósito de algunas imperfecciones de la ley, es el legislador quien mejor puede reajustarla para afinar los criterios relevantes, evitar las oscilaciones y variaciones típicas de la interpretación casuística y, en fin, ir garantizando un mayor grado de igualdad en la aplicación de la ley. El expediente alternativo de confiar a la prerrogativa ejecutiva del indulto la corrección equitativa agrava claramente el posible daño al principio de igualdad, porque, al modo de proceder caso por caso, similar al judicial, le añade una discrecionalidad no controlada.

La anterior argumentación sugiere que seguramente el modelo preferible para ir reduciendo la posible deficiencia de las normas generales puesta de manifiesto por Aristóteles es mantener un diálogo permanentemente abierto entre una interpretación judicial sensible a la equidad y una legislación atenta a las decisiones judiciales. Esta posición, sin embargo, se opone a una forma de particularismo que extiende la sensata tesis aristotélica de que toda formulación general puede ser eventualmente inapropiada en alguno o algunos casos concretos hasta la insostenible tesis de que toda formulación general es siempre inapropiada porque cada caso es un conjunto distinto de particularidades irreductible a la generalización. Así, con el propósito de defender su no controlabilidad judicial, el magistrado español Jorge Rodríguez-Zapata ha afirmado que el indulto es

algo excepcional que se concede una tantum. Es unánime la jurisprudencia comparada al afirmar que la esencia del poder de perdonar consiste en tratar cada caso en forma singular e individualizada. No es aplicable el canon de la igualdad a los casos de indulto porque no hay, en materia de gracia, dos casos que sean iguales (Por todas, sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos en el caso Schick v. Reed de 23 de diciembre de 1974 [419 U.S. 256 (1974)] (Sentencia 5997/2013, fundamento 9 del voto particular)11.

11 No obstante, dejando a un lado la ostensible hipérbole del texto a propósito de la unanimidad de la jurisprudencia comparada, me parece oportuno precisar que en la sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos el argumento de que no «hay dos casos iguales» se despacha escuetamente en la página 268, a modo de expediente perezoso que evita entrar en comparaciones de relevancia entre casos eventualmente similares.

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Aplicada al Derecho, esta es la vieja doctrina de que no hay enfermedades sino enfermos, que, tomada al pie de la letra, haría imposible la medicina como ciencia. Frente a semejante creencia, conviene recordar que, cuando hoy se afirma que el futuro de la medicina está en la personalización de los tratamientos, lo que se defiende es un mayor y mejor conocimiento científico de los diversos tipos de enfermedad, un conocimiento que no puede ser más que generalizador. Ciertamente, el conocimiento mejora a medida que las generalizaciones van siendo más afinadas y «particularizadas», por ejemplo, a propósito de las relaciones entre los distintos medicamentos y las diferentes dotaciones y combinaciones genéticas, que —al igual que respecto de otras circunstancias tradicionalmente ya tenidas en cuenta, como el peso, la edad, el sexo, etcétera— son siempre relaciones que parten de generalizaciones y las establecen.

Volviendo al Derecho, para negar la inmensa generalización de que todos los casos son únicos no hace falta negar que quizá exista algún caso único12 (al menos mientras no aparezcan otros similares)13. Por supuesto, cada caso es particularmente diferente de cualquier otro en algún aspecto, porque de lo contrario estaríamos exactamente ante el mismo caso. Con todo, lo decisivo para negar la tesis que comento es que la generalización normativa y la igualdad asociada a ella son no solo apropiadas sino también imprescindibles cuando, entre las muchas diferencias irrelevantes que hacen que distintos casos sean discernibles, encontramos alguno o algunos rasgos relevantes que los asemejan. Y, en materia jurídica, no hay razones para pensar que la equidad indulgente aplicada en un caso no deba extenderse, precisamente por razones de igualdad, a todos los casos que puedan ser similares. Un problema siempre acechante en la equidad judicial, y todavía con mayor razón en el indulto, es que el mito particularista de que todos los casos son únicos tienda a encubrir una aplicación de formas injustas de desigualdad.

Como conclusión, cabe resumir brevemente los principales resultados de este escrito. La justificación del derecho de gracia en motivos de justicia o equidad tiene actualmente escaso sentido en la forma del indulto, salvo en los sistemas jurídicos que todavía mantienen la pena de muerte. Fuera de tal tipo de pena, la restauración de la justicia ante la posibilidad

12 Véase, sobre ello, Zagrebelsky (1974, pp. 93-96). Como anécdota, en la literatura que he leído, solo he visto un caso que puede considerarse presumiblemente irrepetible: el de Simplicio y Lucio Gdina, dos siameses nacidos en 1908 en Filipinas, uno de los cuales dañó con su vehículo a otro conductor bajo los efectos del alcohol y fue sentenciado a cinco días de cárcel, que no cumplió (Staihar & Macedo, 2012, p. 174).

13 Por lo demás, ni siquiera el caso único puede ser propiamente conocido sin la generalización propia de los conceptos: véase, sobre ello, la aguda crítica al particularismo aplicado a la noción de mercy de Nigel Simmonds (1993, pp. 64-65). Simmonds remite a la distinción de Hegel entre la «certeza sensible» sobre la particularidad única, que compartimos con los animales y nos coloca ante el vacío ilimitado de «la verdad más abstracta y más pobre”, y el conocimiento conceptual, que nos permite salir del anterior vacío y enriquecer nuestra relación con el mundo discriminando mediante categorías generales (véase. Hegel, [1807] 1966, §A.I.1, p. 63).

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de errores judiciales requiere un sistema de recursos judiciales bien diseñado, en vez de la intervención del poder ejecutivo. Por lo demás, la equidad correctiva de las deficiencias de la generalidad de la ley teorizada por Aristóteles tiene su campo más juicioso de detección en el ejercicio de la interpretación judicial, que para operar adecuadamente debería practicarse en una suerte de diálogo con el poder legislativo. En lo que se refiere a la equidad, la tarea decisiva del juez es discriminar entre la equidad intralegal y la extralegal, resolviendo mediante la primera y defiriendo la segunda al legislador. Sin embargo, también la equidad intralegal puede dar lugar a oscilaciones e indeterminaciones jurisprudenciales que exijan o recomienden la ulterior intervención del legislador.

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Recibido: 07/08/2017 Aprobado: 03/10/2017

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Las presunciones hominis y las inferencias probatorias*

Hominis Presumptions and Evidential Inferences

J O S E P A G U I LÓ R E G L A * *

Universidad de Alicante

Resumen: El autor cuestiona la terminología «presunciones legales» y «presunciones judiciales» y, más bien, se refiere a las presunciones establecidas por normas de presunción y a las presunciones hominis. Defiende que la mejor manera de diferenciar unas de otras es mostrando la distancia que media entre «debe presumirse» (sintagma propio del razonamiento práctico) y «es presumible» (sintagma propio del razonamiento teórico). El texto aclara las relaciones entre las llamadas presunciones hominis y las inferencias fácticas o inferencias probatorias, en general, respondiendo a la pregunta sobre qué aporta el sintagma «es presumible» (propio de las presunciones hominis) frente al sintagma «es probable» (propio de todas las inferencias probatorias).

Palabras clave: presunciones, presunciones hominis, inferencias probatorias, inferencias fácticas, carga de la prueba

Abstract: The author challenges the terminology «legal presumptions» and «judicial presumptions», and rather refers to presumptions established by rules of presumption and to hominis presumptions. He argues that the best way to differentiate between them is by showing the contrast between «it shall be presumed» (syntagm proper to practical reasoning) and «it is presumable» (syntagm proper to theoretical reasoning). The text clarifies the relationship between the so-called hominis presumptions and the factual inferences or evidential inferences, in general. He answers the question of what the «it is presumed» syntagm (proper to the hominis presumptions) brings with respect to the «it is probable» syntagm (proper of all evidentiary inferences).

Key words: presumptions, hominis presumptions, evidential inferences, factual inferences, burden of proof

CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.– II. «ES PRESUMIBLE» Y «DEBE PRESUMIRSE».– III. LAS PRESUNCIONES HOMINIS: «ES PRESUMIBLE».– IV. LAS PRESUNCIONES HOMINIS Y LAS INFERENCIAS PROBATORIAS.– V. EN CONCLUSIÓN.

* El presente texto reproduce grosso modo el contenido de la conferencia impartida el día 6 de julio de 2017 en el Colegio de Abogados de Lima, la cual fue organizada por su Comisión Consultiva de Derecho Procesal Civil. Quiero agradecer la ayuda que, con sus comentarios y críticas, me han prestado Manuel Atienza, Juan Antonio Pérez Lledó, Isabel Lifante, Alí Lozada y Catherine Ricaurte. Este trabajo ha sido elaborado en el marco del proyecto de investigación «Desarrollo de una concepción argumentativa del derecho» DER2013-42472-P, financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad español.

** Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante (España). Código ORCID: 0000-0002-8560-8802. Correo electrónico: [email protected]

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https://doi.org/10.18800/derechopucp.201702.005

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I . I N T R O D U C C I Ó NEn este trabajo me propongo aclarar las relaciones que pueden establecerse entre las llamadas presunciones hominis y las inferencias fácticas o inferencias probatorias, en general. Para ello, en primer lugar, procederé a aislar estas presunciones frente a las llamadas «presunciones legales» o, en una denominación —en mi opinión— más correcta, presunciones establecidas por «normas de presunción»1. En segundo lugar, procuraré caracterizar convenientemente las presunciones hominis tratando de ilustrar sus especificidades en relación con las inferencias probatorias.

I I . « E S P R E S U M I B L E » Y « D E B E P R E S U M I R S E »En el derecho, es común distinguir dos ámbitos diferentes en los que operan las presunciones. En este sentido, suele distinguirse entre presunciones hominis (del hombre) y presunciones establecidas por las normas jurídicas (establecidas por las normas de presunción). En España, estos dos ámbitos son reconocidos por la Ley de Enjuiciamiento Civil al distinguir en los artículos 3852 y 3863 entre «presunciones legales» (establecidas por la ley) y «presunciones judiciales» (las que realizan los jueces). Esta terminología que opone «presunciones legales» a «presunciones judiciales» no es, en mi opinión, muy acertada; y no lo es porque induce a confusión. Lo relevante es darse cuenta de que hay, por un lado, presunciones establecidas por normas de presunción y que, en consecuencia, operan en el ámbito del razonamiento práctico de los destinatarios de dichas normas; y, por otro, presunciones que son puras inferencias fácticas que hacen las personas y que, en este sentido, son razonamiento teórico. Hablar de «presunciones legales»

1 La expresión «presunciones legales» es equívoca pues confunde la norma cuyo contenido es una presunción con la fuente u origen de esa misma norma; cuando es perfectamente posible que haya «normas de presunción» (supuestas «presunciones legales») que no tengan su origen en la ley (y que, en este sentido, no deberían ser consideradas «presunciones legales»). Para no incurrir en ambigüedad, he preferido recurrir a la expresión «normas de presunción»; la ventaja de la misma radica en que informa de la naturaleza normativa de este tipo de presunciones sin prejuzgar su origen legislativo.

2 El artículo 385 reza como sigue: «1. Las presunciones que la ley establece dispensan de la prueba del hecho presunto a la parte a la que este hecho favorezca. Tales presunciones solo serán admisibles cuando la certeza del hecho indicio del que parte la presunción haya quedado establecida mediante admisión o prueba.

2. Cuando la ley establezca una presunción salvo prueba en contrario, esta podrá dirigirse tanto a probar la inexistencia del hecho presunto como a demostrar que no existe, en el caso de que se trate, el enlace que ha de haber entre el hecho que se presume y el hecho probado o admitido que fundamenta la presunción.

3. Las presunciones establecidas por la ley admitirán la prueba en contrario, salvo en los casos en que aquella expresamente lo prohíba».

3 El artículo 386 establece lo siguiente: «1. A partir de un hecho admitido o probado, el tribunal podrá presumir la certeza, a los efectos del proceso, de otro hecho, si entre el admitido o demostrado y el presunto existe un enlace preciso y directo según las reglas del criterio humano. La sentencia en la que se aplique el párrafo anterior deberá incluir el razonamiento en virtud del cual el tribunal ha establecido la presunción.

2. Frente a la posible formulación de una presunción judicial, el litigante perjudicado por ella siempre podrá practicar la prueba en contrario a que se refiere el apartado 2 del artículo anterior».

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confunde las normas de presunción con la fuente de la que provienen, sugiriendo que solo la ley puede ser fuente de normas de presunción. A estas alturas, a nadie puede sorprender que pueda haber «normas de presunción» creadas por la jurisprudencia. Y, por otro lado, hablar de presunciones judiciales para referirse a las presunciones hominis sugiere que solo los jueces hicieran este tipo de inferencias o que, cuando ellos las hacen, presentasen alguna peculiaridad. Cuando, en realidad, dichas inferencias probatorias están abiertas a todos y están gobernadas por las mismas exigencias de racionalidad. En cualquier caso, la mejor manera que he encontrado para mostrar la diferente naturaleza de unas y otras presunciones es mostrar la distancia que media entre «es presumible» (sintagma propio del razonamiento teórico) y «debe presumirse» (sintagma propio del razonamiento práctico)4. En este trabajo, sin embargo, me voy a ocupar únicamente de las primeras, de las presunciones hominis.

I I I . LAS PRESUNCIONES HOMINIS : «ES PRESUMIBLE»Empecemos contando una historia totalmente al margen del derecho:

Un marido celoso contrata los servicios de un detective privado para que siga a su esposa, pues sospecha que tiene una «aventura» con un compañero de trabajo. Al cabo de un tiempo, el marido se reúne con el detective para que este le rinda su informe. El detective le confirma las sospechas; le afirma que sí, que su mujer le es infiel con el compañero de trabajo. ¿En qué se basa para tal conclusión? ¿Cuáles son los hechos del caso? El detective ha estado siguiendo a la esposa y ha comprobado que en días alternos coincide con el referido compañero en un edificio que está situado a tan solo 10 minutos de la oficina de ambos; que él suele llegar al lugar con un retraso de 5 minutos y que ambos descienden del ascensor en la planta cuarta. El detective está convencido de la infidelidad de la esposa.

Según el diccionario de la Real Academia Española, «presunción» significa acción y efecto de presumir; y «presumir», sospechar, conjeturar o creer algo porque se tienen indicios para ello. A partir de esta definición, pueden destacarse los tres elementos que componen la estructura típica de las presunciones:

a) un hecho presunto: lo sospechado o conjeturado; en nuestra historia, la infidelidad de la esposa;

4 Me he ocupado de las presunciones en el derecho en dos ocasiones anteriores (Aguiló, 1999, 2006). Además, en el Anuario de Filosofía del Derecho correspondiente al año 2018 aparecerá un artículo titulado “Las presunciones en el Derecho” en el que insisto en la distinción entre “es presumible” y “debe presumirse”.

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b) uno o varios hechos base: los indicios o señales; la coincidencia reiterada en el tiempo y en un lugar extraño entre la esposa y el compañero de trabajo;

c) una conexión entre los hechos base y el hecho presunto; es decir, un enunciado de presunción, un enunciado general cuya aceptación autoriza el paso de un(os) hecho(s) a otro(s) hecho(s). Este enunciado de presunción puede formularse recurriendo a la expresión «es presumible».

Si tomamos el esquema de los argumentos de Toulmin5 y lo proyectamos sobre los tres elementos que acabamos de enumerar, es fácil mostrar la estructura de la argumentación que realiza el detective.

Garantía (warrant): enunciado de presunción

Razones (grounds): hecho base Pretensión (claim): hecho presunto

Es presumible (cualificador)

La esposay el compañero de trabajo se han encontrado de manera

reiterada en el mismo edificio.

Si un hombre y una mujer coinciden reiteradamente

en un lugar cerrado es presumible que están

teniendo una «aventura».

La esposa tiene una «aventura» con el

compañero de trabajo.

La presunción de nuestra historia es una inferencia teórica que lleva de premisas que se afirman verdaderas a una conclusión que también se afirma verdadera6. La garantía expresa un enunciado de presunción

5 Conforme a este autor, la estructura de un argumento consta de los siguientes elementos: una pretensión (claim), una afirmación particular realizada por el proponente y que constituye tanto el punto de partida como el de llegada de toda argumentación. Si el interlocutor cuestiona dicha afirmación, entonces el proponente apoya la pretensión con razones (grounds); es decir, con otras afirmaciones particulares que se refieren a los «hechos del caso» (los hechos que fundamentan la pretensión). Para justificar este apoyo, el proponente puede introducir una garantía (warrant), que es un enunciado general que expresa una regularidad o una norma. Este enunciado general, a su vez, puede ser apoyado por el proponente suministrando un respaldo (backing), es decir, información general relativa al campo en el que se está argumentando. Estos cuatro elementos se completan con otros dos que no siempre están presentes en todas las argumentaciones: un cualificador modal (qualifier), que permite modalizar el apoyo que las razones suministran a la pretensión (muy probablemente, razonablemente, presumiblemente, etcétera); y, finalmente, un argumento puede contener también condiciones de refutación (rebuttals), es decir, excepciones a la garantía (Toulmin, 1958).

6 En la exposición del razonamiento presuntivo como razonamiento probabilístico tengo muy en cuenta lo sostenido por Lorenzo Peña y Txetxu Ausín (2001).

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que se fundamenta en un juicio de regularidad, normalidad o alta probabilidad de verdad; en lo que los juristas suelen llamar «máximas de experiencia». La virtud del ejemplo radica en que presenta un razonamiento presuntivo que apunta de manera clara a una determinada respuesta respecto de la pregunta por la naturaleza de las presunciones. Podemos recurrir a diferente terminología, pero todo señala en la misma dirección. La pretensión que incorpora el detective es de verdad; el enunciado de presunción (la garantía del razonamiento presuntivo) es una proposición; el razonamiento del detective es razonamiento teórico y versa sobre una cuestión de creencias, no de preferencias; etcétera.

Hay tres formas de oponerse a la conclusión, de oponerse a la afirmación que sostiene la ocurrencia del hecho presunto:

a) Negar los fundamentos empíricos del enunciado de presunción; es decir, impugnar su papel de garantía (impugnar la presunción). Obviamente para que un enunciado de presunción pueda operar intersubjetivamente como garantía, tiene que ser un lugar común, un tópico compartido; lo que los juristas prefieren llamar una máxima de experiencia bien asentada.

b) Aceptar el enunciado de presunción (es decir, aceptar que expresa una regularidad con una alta probabilidad de verdad), pero negar la ocurrencia del hecho base (por ejemplo, la esposa y el compañero de trabajo coincidían en el mismo edificio y en la misma planta, pero no en la misma puerta); esto es, bloquear la presunción.

c) Aceptar tanto el enunciado de presunción como la ocurrencia del hecho base, pero exceptuar dicho enunciado mostrando, bien que la conclusión es falsa («no estaban teniendo una aventura»), bien debilitando la conclusión porque hay indicios para creer que el caso es una excepción a la regularidad que fundamenta la presunción (imaginemos, por ejemplo, que por alguna razón estaban teniendo reuniones de trabajo discretas con el jefe de la empresa). En ambos casos hablaríamos de exceptuar la garantía (el enunciado de presunción) o derrotar la presunción; y, en la terminología de Toulmin, lo designaríamos como la concurrencia de una condición de refutación de la pretensión.

En este punto, pues, conviene llamar la atención sobre algunas cuestiones. En primer lugar y como ya se ha dicho, este tipo de presunciones pertenecen al dominio del razonamiento teórico (sus enunciados tienen naturaleza proposicional). Ello no obsta, sin embargo, para que puedan formar parte de un razonamiento práctico. Que sean (o puedan ser) un fragmento de un razonamiento práctico no cambia en absoluto su naturaleza teórica. Nótese que, en este sentido, las presunciones

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comparten esta propiedad con todas las inferencias fácticas: pueden formar parte de razonamientos prácticos y no por ello abandonan el ámbito de la verdad.

En segundo lugar, los juicios de verdad referidos por estas presunciones son juicios empíricos cuya verdad es contingente y tienen siempre un contenido probabilístico. El enunciado de presunción se acepta porque se considera que está fundado, que expresa una regularidad, normalidad o alta probabilidad de verdad; y, por ello, lo más confiable es atenerse a lo que el enunciado establece. Su función primaria es, por tanto, aproximarnos a la verdad en el sentido material de la expresión. Ahora bien, no hay que perder de vista que la «seguridad» de atenerse al enunciado de presunción no estriba en que siempre y en cada caso sea más probable la verdad del resultado que dicho enunciado arroja, sino en que de manera general es lo más probable; y, por tanto, lo racional es atenerse a lo que el enunciado determina como verdadero (Peña & Ausín, 2001, p. 101). En este sentido, el razonamiento presuntivo comparte con todo el razonamiento probabilístico la idea de derrotabilidad. Si aparece nueva información, se puede rechazar la conclusión sin necesidad de rechazar ninguna de las premisas en las que se fundaba dicha presunción.

Y, finalmente, en tercer lugar, en el mundo del derecho, estas presunciones se conocen como presunciones hominis (presunciones del hombre, frente a las presunciones de las normas) y comparten con todas las inferencias probatorias las dos propiedades destacadas en los dos puntos anteriores (razonamiento teórico, por un lado, y probabilidad y derrotabilidad, por otro). Pues bien, en este punto surge la pregunta que dota de sentido a este artículo. ¿Qué aporta el sintagma «es presumible» (propio de las presunciones hominis) frente al sintagma «es probable» (propio de todas las inferencias probatorias)? O dicho en otras palabras, ¿cuál es la diferencia entre hablar de «indicios» o hablar de «hechos base» de una presunción? El siguiente epígrafe irá destinado exclusivamente a responder estos interrogantes. Pero antes de adentrarnos en la cuestión, extraigamos algunas conclusiones de todo lo dicho hasta ahora:

1. Hay presunciones y razonamientos presuntivos de naturaleza estrictamente teórica.

2. El hecho de que estas presunciones puedan formar parte (o ser un fragmento) de un razonamiento práctico no altera su naturaleza teórica.

3. Estas presunciones suponen un enunciado general de presunción formulable con un «es presumible». Estos enunciados de presunción expresan un juicio de regularidad fundado en la experiencia al que se le reconoce una alta probabilidad de verdad.

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4. La aceptación de un enunciado de presunción como garantía depende de que creamos que nos aproxima a la verdad en sentido material. Esto es, se acepta el enunciado de presunción porque se considera que haciéndolo es más probable acertar en la determinación de la verdad material.

5. Dado que estas presunciones tienen naturaleza teórica (o proposicional), siempre cabe impugnar la presunción negando los fundamentos empíricos del enunciado de presunción, es decir, negando su validez como una garantía que nos aproxima a la verdad material (dada, por ejemplo, su baja probabilidad de verdad).

6. La aceptación de un enunciado de presunción supone aceptar también su derrotabilidad para el caso particular. El razonamiento presuntivo es típicamente un razonamiento derrotable: si contamos con más información relativa al caso, es posible rechazar la conclusión sin necesidad de rechazar ninguna de las premisas antes aceptadas.

7. Por tanto, si se acepta el enunciado de presunción, hay dos formas de oponerse al hecho presunto. Una, bloquear la presunción mostrando la falsedad del (los) hecho(s) base; otra, exceptuar el enunciado de presunción o, lo que es lo mismo, derrotar la presunción mostrando la falsedad del hecho presunto o suministrando indicios o razones para creer en su falsedad.

Hasta aquí las coincidencias; pues estas conclusiones valen tanto para las presunciones hominis como para las inferencias probatorias. Centrémonos ahora en las diferencias, en las especificidades.

I V . LAS PRESUNCIONES H O M I N I S Y LAS INFERENCIAS PROBATORIAS

Construyamos otra historieta como punto de partida:

En una ciudad europea se comete un atentado terrorista al estilo de los que ocurren últimamente. Un conductor introduce su vehículo en una calle peatonal y procede a arrollar a los viandantes. La criminal carrera termina con el vehículo empotrado en el escaparate de un comercio. El conductor sale del automóvil y abandona por su propio pie el lugar de los hechos. Según algunos testigos presenciales, el terrorista cojea ostensiblemente del pie izquierdo: todo parece indicar que se ha lesionado como consecuencia del último impacto. A la mañana siguiente, la policía detiene a un sospechoso. ¿Tiene pruebas de su participación? Sus huellas dactilares fueron halladas en el vehículo

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con el que se cometió el atentado y, tras localizarlo y realizar una breve vigilancia, se observó que una férula inmovilizaba su tobillo izquierdo.

No es difícil reconstruir el argumento que dota de validez a los indicios que están en juego. Hay un hecho indicado (la participación del sujeto en el atentado); unos hechos indiciarios o indicantes (las huellas dactilares y la presencia de la férula en el tobillo izquierdo); y, finalmente, un enunciado general que funge de garantía del razonamiento y que expresa una máxima de experiencia. Lo interesante es que la estructura del razonamiento es idéntica a la que habíamos reseñado respecto de las presunciones hominis. Hasta ahí nada peculiar. Todo encaja con lo dicho en el apartado anterior. En este sentido, bien pudiera dar la impresión de que hablar de indicios, de hechos probatorios o de hechos base de una presunción fuera una opción terminológica que dependiera del puro gusto del hablante. No hay duda de que muchos juristas usan esos términos con una soltura tal que tiende a hacerlos intercambiables. Sin embargo, en mi opinión, bien analizados son susceptibles de ser diferenciados. Tratemos de mostrarlo.

La clave para establecer la diferencia entre las presunciones hominis y el resto de razonamientos probatorios tiene que ver con la fuerza de los indicios7, con el apoyo que las razones (los indicios, los hechos probatorios) prestan a la conclusión. Por decirlo de manera contundente, quien afirma que la conclusión es presumible está otorgando tal fuerza a los indicios, a los hechos probatorios, que afirma también que son suficientes para dar por probada la conclusión; sostiene no solo la probabilidad de la conclusión, sino que, a falta de nueva información, la conclusión debe darse por probada. En este sentido, las presunciones hominis cumplen la función de invertir la carga de la prueba. Aceptar un «es presumible» implica aceptar que quien corría con la carga de la prueba ha suministrado prueba suficiente para tener éxito en su pretensión probatoria; y que, por tanto, quien quiera oponerse a esa pretensión corre ahora con la carga de probar.

Repito: la diferencia importante entre afirmar que un hecho «es presumible» o afirmar que «es probable» estriba en que la primera hay que reservarla (o debería reservarse) para aquellos casos en los que se considera que los indicios (los hechos base, los hechos probatorios, etcétera) son suficientes para considerar un hecho como probado (no solo como probable); y, como consecuencia de ello, trasladan la carga probatoria (o argumentativa) a quien pretenda negar la conclusión, a quien pretenda negar el hecho presunto. En cualquier inferencia fáctica, la ocurrencia de unos hechos es indicio de (una razón para creer en) la ocurrencia de otros hechos. En las presunciones hominis esto también

7 En este punto tengo muy en cuenta el texto de Igartua (2009) y los comentarios al mismo vertidos por Atienza (2013, pp. 322ss.).

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es así, pero hay además un componente material adicional que tiene consecuencias pragmáticas: un juicio de suficiencia de la prueba presentada. Es decir, un juicio material que sostendría que la prueba aportada supera el estándar de prueba establecido, sea cual sea este. Por ello, estas presunciones acaban estableciendo una verdad en el proceso8 e incorporando un componente dialéctico adicional a la mera probabilidad: en este sentido, aunque «es presumible» es materialmente derrotable, resulta pragmáticamente concluyente. O dicho de otro modo: estas presunciones no solo cumplen la función de dar razones para creer que ciertos hechos han ocurrido (verdad en sentido material), sino que además dan razones para dar por probados esos hechos (verdad en sentido procesal o pragmático)9, de forma que si no se refutan, se

8 La expresión «verdad procesal» tiene una ambigüedad proceso/producto muy característica. En efecto, la noción de «verdad procesal» puede usarse tanto en el sentido de «verdad en el proceso» (la verdad en las fases del proceso) como en el de «verdad resultado del proceso» (la verdad establecida como resultado de haber culminado todas las fases del proceso). Estos dos sentidos de «verdad procesal» están relacionados entre sí y ambos responden a una concepción pragmática de la verdad. Ahora bien, en términos teóricos se vinculan con problemas muy distintos: la noción de «verdad en el proceso» (en las fases del proceso) está vinculada con el problema de las reglas de la carga de la prueba; y la de «verdad resultado del proceso» (la establecida una vez que se han culminado las fases del proceso) está vinculada centralmente con la cuestión de cosa juzgada.

9 No puedo detenerme aquí a desarrollar la oposición entre verdad material y verdad procesal o pragmática, pero la clave está en distinguir adecuadamente las dimensiones material y pragmática de la argumentación. Para su configuración me he guiado por un esquema de Atienza (2005, 2013). Atienza distingue tres concepciones de la argumentación jurídica: la formal, la material y la pragmática (retórica y dialéctica). Simplificando mucho su planteamiento, Atienza viene a sostener que más allá de las diferencias que puede observarse entre ellas, argumentar (o argumentación) presenta cuatro propiedades comunes: a) argumentar es una actividad relativa a un lenguaje; b) la argumentación presupone la existencia de un problema que debe ser resuelto; c) la argumentación supone tanto una actividad como un resultado; y d) la argumentación es una empresa racional, en el sentido de que hay criterios para determinar la bondad de los argumentos. El siguiente cuadro muestra cómo articulan estas propiedades las diferentes concepciones. Para una explicación detallada del mismo, véase Aguiló (2015, pp. 15ss.).

Concepciones

Concepto(elementos)

Concepción formal Concepción material Concepción pragmática (dialéctica o retórica)

1) Argumentar es una actividad relativa a un lenguaje. Siempre hay un lenguaje de la argumen-tación.

Se centra en los aspectos sintácticos del lenguaje (su estructura).Se desentiende del mun-do y de la aceptación por parte de los otros.

Se centra en los aspectos semánticos del lenguaje (su contenido).No se desentiende del mundo, pero sí de la aceptación por parte de los otros.

Se centra en los aspectos prag-máticos del lenguaje (su uso).Todo está orientado a la relación con los otros: vencer y/o con-vencer.

2) Argumentar presupone resolver un problema.

¿Qué conclusiones pueden extraerse de un determinado conjunto de premisas cuya calidad no se cuestiona?

¿Qué creencias son válidas como premisas y conclusiones? ¿Qué debo creer? ¿Qué debo hacer?

¿Cómo vencer y/o convencer a otros a propósito de una cuestión problemática?

3) La argumentación supo-ne una actividad y un re-sultado. «Argumentación» presenta una ambigüedad proceso/producto.

Solo se interesa por la re-construcción del producto de la argumentación: la concatenación de enun-ciados en forma de pre-misas y conclusiones.

Se interesa por la calidad de las premisas, lo que supone no desentenderse del proce-so seguido para obtenerlas. Nociones como imparcialidad, experimentación, prueba, et-cétera son centrales e impli-can algo más que lenguaje.

La argumentación es el proceso. La persuasión o la victoria son el resultado del uso argumentativo del lenguaje, pero ya están fuera del mismo.

4) Argumentar es una acti-vidad racional: hay criterios de validez y/o corrección.

Centralmente las reglas de inferencia de la lógica deductiva.

Leyes científicas, máximas de experiencia, criterios de justifi-cación, etcétera.

Reglas relativas a la conducta de los participantes: institucio-nes, reglas del discurso, del jue-go limpio, etcétera.

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constituirán en la premisa fáctica de la decisión. Por ello, «es presumible» cumple la función genérica de aproximarnos a la verdad material y la función específica de establecer una verdad procesal o pragmática, trasladando la carga probatoria a quien pretenda negar la ocurrencia del hecho presunto10. En este sentido, el enunciado de presunción que aparecía en los esquemas anteriores es también una regla de presunción, una regla de la carga de la prueba y/o de la argumentación.

V . E N C O N C L U S I Ó N1. ¿Qué comparten las presunciones hominis con todas las inferencias probatorias? Las nociones de probabilidad de verdad y de derrotabilidad, no en vano tanto unas como otras son inducciones. Todo el razonamiento probatorio es probabilístico y derrotable.

2. ¿Qué especificidad presentan las presunciones hominis? Tres muy claras: primera, quien recurre a un «es presumible» está específicamente sosteniendo que, a falta de nueva información, la prueba de los hechos base (los indicios, los hechos probatorios, etcétera) es suficiente para dar por probado el hecho presunto (el hecho inferido). Segunda, que la prueba presentada ha satisfecho el estándar de prueba establecido, sea cual sea este (esta cuestión no es ahora objeto de la discusión). Y, tercera, que debido a lo anterior, estas presunciones distribuyen las cargas de la argumentación y/o de la prueba en términos dialécticos o procedimentales. Quien acepta el enunciado de presunción y la ocurrencia del hecho base pero rechaza la conclusión corre con la carga de mostrar que el caso en cuestión es una excepción al enunciado general. En este sentido, el enunciado de presunción es también una regla de presunción, es decir, una regla de distribución y carga de la prueba y/o de la argumentación.

Retomemos ahora el ejemplo del ataque terrorista para ilustrar estas conclusiones. Naturalmente, no se trata de construir un juicio procesal completo, se trata de mostrar cómo, a medida que aumenta la fuerza de un indicio, va aumentando la necesidad de una versión explicativa alternativa y, en consecuencia, se va trasladando progresivamente

10 Douglas N. Walton analiza las presunciones desde una perspectiva dialógica, como actos de habla. Su tesis es que se trata de un acto de habla a mitad de camino entre las aserciones («quien afirma tiene que probar») y las meras suposiciones (que en el desarrollo del diálogo pueden ser olvidadas y libremente rechazadas). Así, sostiene que lo propio y característico del acto de habla de presumir es modificar la carga de la prueba (Walton, 1993, pp. 125-148). Como se ve, he asumido completamente esta tesis, aunque, en mi opinión, en este tipo de presunciones (en las presunciones hominis), su papel dialéctico (su validez pragmática) deriva de su papel de asegurar la aproximación a la verdad material (de su validez material). Para darse cuenta de ello es suficiente con preguntarse por qué, en contextos no autoritativos, un interlocutor que rechazara que el enunciado de presunción fuera una guía segura para aproximarse a la verdad material, iba a aceptar que operara como regla de la carga de la prueba. No hay que olvidar que, cuando hablamos de presunciones hominis o presunciones teóricas, estamos en un contexto en el que el enunciado de presunción no viene impuesto normativamente.

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la carga de la prueba hacia el sospechoso. Como se comprenderá, dejo totalmente de lado la cuestión del estándar de prueba y de la presunción de inocencia; no porque no desempeñen ningún papel y/o no sean importantes, sino simplemente porque aquí no están siendo tematizados. Generemos tres variantes del ejemplo en función de donde estaban ubicadas las huellas dactilares que habían sido halladas en el vehículo: a) únicamente en el exterior, en el capó; b) en el exterior del vehículo y en el frontal de la guantera en el lado del copiloto; y c) en diferentes lugares del vehículo que incluían el volante del mismo. Parece obvia la graduación de la calidad de los indicios. En la primera variante del caso, la debilidad de los mismos es manifiesta. Si bien se considera, las huellas en el capó y la lesión en el pie izquierdo pueden indicar tanto participación en el atentado como haber sido víctima de él. En cualquier caso, las huellas en el exterior y la férula son indicios extraordinariamente débiles que no generan ninguna necesidad de versión alternativa; y no la generan porque no hay versión previa apoyada por esos mismos indicios.

En las otras dos variantes del ejemplo, la cuestión cambia. En la segunda no es que los indicios sean muy sólidos, porque no lo son; y, por tanto, nadie pensaría en una presunción hominis. Ahora bien, haber estado sentado en el interior del vehículo con el que se ha realizado el atentado sí genera mucha más presión sobre el sospechoso de participación. ¿Por qué? Pues porque la explicación de la presencia de las huellas alternativa a la de la participación en el delito recae precisamente sobre el sospechoso. Se estará conmigo en que los coches que has tocado (huella exterior) te comprometen mucho menos en términos dialécticos que los coches en los que te has subido (huellas en la guantera del automóvil y en el entorno del copiloto). Y, finalmente, en la tercera variante del ejemplo, la presión sobre el sospechoso es muchísimo mayor. El indicio en cuestión es una prueba bastante sólida de que el sujeto ha conducido el vehículo con el que se realizó el atentado; y la férula genera una coincidencia importante con la posible lesión que se pudo producir el terrorista. No se trata ahora de decidir si estos indicios son suficientes para transformar el juicio de «es probable la participación del sujeto» en un juicio de «es presumible su participación»; lo interesante ahora no es —como ya dije— la presunción de inocencia ni el estándar de prueba, sino darse cuenta de cómo la calidad (la fuerza) de los indicios va generando la traslación de la carga de la prueba y/o de la argumentación.

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Recibido: 25/07/17 Aprobado: 05/10/17

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Sobre la pobreza cultural de una práctica (judicial) sin teoríaOn the cultural poverty of a (judicial) practice without theory

P E R F E C T O A N D R É S I B Á Ñ E Z *

Tribunal Supremo de España

Resumen: El modelo tradicional de formación inicial de jueces para el desempeño del rol, en España, pero no solo, se ha cifrado y se cifra en la asimilación mecánica de todo un cúmulo de nociones estereotipadas relativas a las diversas disciplinas. Se trata de un bagaje que, por su carácter desproblematizador, no se ajusta en absoluto al perfil de los modernos ordenamientos constitucionales complejos, dotados de distintos niveles y, con frecuencia, internamente conflictivos y cambiantes; y menos a su práctica. Pero responde, en cambio, al histórico tipo de juez del modelo napoleónico, longa manu del poder en acto más que garante de derechos, tendencial aplicador mecánico. La alternativa a esta clase de formación estaría en otra que incorporase a un buen conocimiento operativo del derecho positivo en su ser actual y realmente vigente, una formación teórico-filosófica en la línea sugerida una vez por Manuel Sacristán, como «un nivel de ejercicio del pensamiento» a partir de y sobre el específico campo temático y de la actividad propia de tal clase de operadores.

Palabras clave: capacidad crítica y autocrítica, selección y formación inicial de jueces, «juez fonográfico», corrupción política, positivismo ideológico, prueba, quaestio facti, quaestio iuri, libre convicción, Estado Constitucional de Derecho, jurisprudencia

Abstract: The traditional model of initial training of judges in Spain and in other countries has been focused, and is still focused, on the mechanical digestion of a pile of stereotyped notions related to several legal subjects. This knowledge is presented with no references to specific legal disputes and does not meet at all, neither the profile of modern complex constitutional legal systems consisting of several levels, internally changing and conflicting; nor the practice of those systems. It does correspond, however, the historical model of the Napoleonic judge, who tends to act as a mechanical enforcer of the law and the longa manu of the real power rather than guardian of the citizens’ basic rights. The alternative to this kind of judicial training would be a system of training incorporating a high quality operative knowledge of the positive law actually in force, together with a theoretical-philosophical training in line with the suggestions made by Manuel Sacristán of «a level of exercise of thinking» based on the specific field and activity inherent to that group of legal practitioners.

* Magistrado Emérito de la Sala Segunda del Tribunal Supremo de España, y director de Jueces para la Democracia. Información y debate.

Código ORCID: 0000-0003-2009-7949. Correo electrónico: [email protected]

N° 79, 2017 pp. 111-126

https://doi.org/10.18800/derechopucp.201702.006

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Keywords: critical ability and self-criticism, selection and initial training of judges, «phonographic judge», political corruption, ideological positivism, evidence, quaestio facti, quaestio iuris, free assessment of evidence, constitutional rule of law State, case-law

CONTENIDO: I. UNA INFRACULTURAL CULTURA PARA EL EJERCICIO DE LA JURISDICCIÓN.– II. TRADICIONAL MALTRATAMIENTO DE LA QUAESTIO FACTI.– III. LA EXPANSIÓN DE LOS MÁRGENES DE LA APLICACIÓN JUDICIAL DEL DERECHO.– IV. UNA JURISPRUDENCIA MENOS DE VÉRTICE Y MÁS CORAL.– V. POR LA RACIONAL INTEGRACIÓN DE UNA TEORÍA CON PRÁCTICA Y UNA PRÁCTICA CON TEORÍA.

I . U N A I N F R AC U LT U R A L C U LT U R A PA R A E L E J E R C I C I O D E L A J U R I S D I CC I Ó N

Hace ya muchos años, Manuel Sacristán (1968, pp. 33-34 y 7-8) escribió un interesantísimo y polémico pamphlet, en el que abogaba por un «filosofar […] pobre y desnudo, sin apoy[o] en secciones que expidan títulos burocráticamente útiles, sin encarnarse en asignaturas de aprobado necesario para abrir bufete». Pretendía, de este modo, «borrar la idea falsa de que la filosofía sea un cuerpo sistemático de conocimiento sustantivo comparable con el de cualquier teoría», al entender que «es más bien un nivel de ejercicio del pensamiento a partir de cualquier campo temático» (1968, pp. 33-34); destinado a promover «la agudización de la capacidad crítica del estudioso y el robustecimiento de su capacidad de entenderse en el mundo, de aclararse sus propios condicionamientos, su hacer y los objetivos que dan sentido a su conducta y, consiguientemente, a sus conocimientos positivos […]. Todo lo cual podría decirse más brevemente llamando a este segundo efecto potencial de la orientación filosófica agudización de la capacidad de autocrítica». De este planteamiento de índole teórica, más bien metateórica, tendrían que seguirse, en el esquema del autor, importantes consecuencias en lo relativo a la articulación u organización académica de la impartición de los correspondientes saberes.

No es mi propósito discutir aquí, precisamente, este asunto, aunque sí diré que la propuesta de Sacristán me pareció y me parece muy sugestiva. Lo que me interesa es discurrir brevemente sobre un efecto o resultado de la tradicional formación canónica de los jueces (desde luego en España, pero no solo), la cual discurre de espaldas a ese paradigma y que muy bien podría tener como antecedente causal la conciencia de que algún filosofar sobre el derecho y su práctica, del género del postulado por Sacristán, podría producir en ellos un efecto —el de la agudización de la capacidad crítica y autocrítica— sin duda perturbador desde el punto de vista del papel social y político, también tradicionalmente,

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asignado a su función por los centros de poder. Que, sin embargo, ganaría sensiblemente en calidad, de adoptarse y seguirse la propuesta formulada por este autor. Algo que no parece haber interesado.

El modelo de selección de los jueces que tomo como referencia es el vigente en España desde hace no menos de un siglo. Responde al nombre de «oposiciones» y se cifra en la preparación de un programa con varios cientos de temas (de derecho constitucional, civil, penal, procesal, administrativo y mercantil), de los que los sacados a la suerte serán expuestos, en un tiempo record, ante un tribunal (que es como tradicionalmente se conoce a la comisión examinadora). En realidad, más que expuestos, tendría que decirse disparados sobre esta, de un modo ciertamente irreflexivo y mecánico, ya que el examinando no cuenta materialmente con tiempo para hablar con conciencia de lo que dice. Por eso, es tan fiel como expresivo de la lógica del sistema, el dicho de preparador: «Ahora a estudiar, que de pensar ya tendrás tiempo»1.

Y, en efecto, de un estudiar sin pensar2 se trata; y para hacerlo posible, los materiales de uso, las bien llamadas contestaciones3, son elaboradas ad hoc, por el expeditivo procedimiento de desnudar el texto de los manuales de corte académico (en muchos casos, ya de por sí, escasamente vestidos) de toda referencia teórica, de cualquier apunte de reflexión, sobre todo de reflexión crítica. Esto tiene como finalidad precisamente facilitar la memorización más lineal y funcional a la clase de aprendizaje de que se trata. Claramente, el ideal para producir y reproducir —parafraseando a Neumann (1983, p. 61)— un tipo de juez de juez «fonográfico» que haría las delicias de Montesquieu. Con la relevante particularidad de que el modelo de juez postulado por «el inmortal presidente» —que es como lo calificó Beccaria (2011, p. 109), acuñando una frase que se ha hecho tópica— puede muy bien considerarse una propuesta de avanzada en su época, alternativa al tipo de juez del ancien régime, en particular el representado por los Parlaments franceses, los cuales operaban con unos márgenes de discrecionalidad prácticamente ilimitados4.

1 Es como se conoce al formador de opositores, generalmente un magistrado experimentado, encargado de escuchar temas a los alumnos: un tipo de ejercicio que entre los iniciados se llama, expresivamente, «cantar». El preparador forma también en las rutinas y, generalmente, en la ideología del oficio. Todo durante un tiempo cuya media ha girado en torno a cinco años, vividos en régimen de rigurosa clausura. «Encerrado en casa sin salir más que a misa los domingos y demás fiestas de guardar», es como describía, tan plástica como acertadamente, Ríos Sarmiento (1956, p. 5), la vida del opositor: una fórmula que sigue teniendo validez.

2 Pensar, en la primera y segunda de las acepciones del Diccionario de la Real Academia Española es, respectivamente, «formar o combinar ideas o juicios en la mente» y «examinar mentalmente algo con atención para formar un juicio».

3 Porque preparan para una única respuesta, catequística o dogmáticamente entendida, sin variaciones posibles. De hecho, es lo usual que los examinadores o una parte de ellos controlen la literalidad de la exposición de los examinandos con los códigos abiertos sobre la mesa.

4 Es interesante al respecto lo sucedido en el Nápoles borbónico en torno al decreto del ministro Tanucci, de 23 de septiembre de 1774, dirigido a circunscribir el carácter en extremo discrecional de las resoluciones judiciales exigiéndoles que «se explique la razón de decidir, o sea los motivos sobre los que se apoya la decisión […] para remover tanto como se pueda el arbitrio de los juicios y alejar de los jueces toda sospecha de parcialidad, que las decisiones se funden, no en la desnuda autoridad

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El sistema ha suscitado polémica desde antiguo. Así, es conocido, como clásico, el criterio de Beceña (1928, p. 309), que dijo de él: «se defiende entre nosotros por una cualidad negativa […] vive, pues, no por virtudes propias, sino a expensas de los defectos de otros sistemas». Debido a que, en efecto, lo que le haría bueno, entre los representados por otras opciones posibles, es la predicada objetividad en la selección, dado que dejaría márgenes muy estrechos de apreciación en quienes la llevan a cabo. Saber o no saber los temas, debidamente memorizados, sería la única cuestión, se supone que perfectamente discernible por razón de la concreta especificidad de la materia y el modo de exposición5.

En realidad, cabe decir que, al menos implícitamente, la polémica permanece, porque es muy difícil encontrar defensores del procedimiento de referencia fuera de los medios judiciales más convencionales. Pero es una polémica, más bien una cierta contestación soterrada, que raramente toma forma escrita en intervenciones concretas. Además, aquel, aunque pudiera parecer mentira, ha suscitado un consenso de facto y de iure prácticamente unánime en todas las fuerzas políticas6. Incluida la izquierda, gobernante en España, como se sabe, durante un buen número de años. Diríase que, visto su mantenimiento a despecho del tiempo, los componentes de los sucesivos arcos parlamentarios han tenido las mejores razones para considerar que el régimen de oposiciones y, sobre todo, el tipo de juez que promueve y reproduce, sería el más funcional a un oculto proyecto político común. A ciertos oscuros intereses transversales, compartidos por formaciones políticas de poder que, curiosamente, se ha visto, han compartido también en sus experiencias de gobierno una irresistible, más bien estructural propensión a actuar al margen de la ley; como ahora se sabe merced a la multitud de aparatosísimas causas por corrupción abiertas en la generalidad de nuestros países7.

de los doctores, que lamentablemente, con sus opiniones, han alterado o convertido el derecho en incierto o arbitrario, sino sobre las leyes expresas del Reino o de los Municipios; y cuando no exista ley expresa para el caso, de que se trata, y deba recurrirse a la interpretación o extensión de la ley, quiere el Rey que esto se haga por el juez de manera que las dos premisas del argumento estén siempre fundadas en leyes expresas y literales; y cuando el caso sea del todo nuevo o tan dudoso, que no pueda decidirse ni con la ley ni con el argumento de la ley; entonces quiere el Rey que se dirija a la M. S. para estar a lo que decida el Soberano oráculo» (Massimo Tita, 2000, p. 136). De cómo fue recibida la medida por los jueces da cuenta la expresiva descripción de Franco Cordero: «Scatena un putiferio la riforma» (1991, p. 819).

5 Ahora resulta que un estudio estadístico reciente (Bagüés, 2007, p. 25) ha desprovisto al sistema de oposiciones incluso de ese más que dudoso mérito.

6 Algo que podría sorprender, aunque no tanto, por lo que se dirá. Más sorprendente es la tranquilidad o la indiferencia con que el asunto ha sido visto en los medios académicos, a juzgar por la pobrísima reflexión de esta fuente hoy existente al respecto.

7 Este fenómeno de las intervenciones judiciales que ha dado lugar a los, hoy múltiples, grandes procesos por corrupción, en muchos países, tuvo su primera manifestación a gran escala en Italia, a partir de la sucesión de causas que giran bajo el nombre común de Mani pulite (véase al respecto Barbacetto, Gómez & Travaglio, 2012). Algo que no debe sorprender por el elevado estándar de independencia de la magistratura italiana, extendido también constitucionalmente al ministerio fiscal, y el gran nivel cultural en la materia desarrollado desde los años sesenta del pasado siglo en el marco de un interesantísimo y fructífero movimiento asociativo judicial. Pero lo cierto es que, aun con diversos grados de intensidad y eficacia, ese género de vicisitudes procesales ha tenido también

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Dicho un tanto crudamente, parece ser que lo buscado sería un tipo de juez demediado, en el sentido de (infra)culturalmente dotado para el manejo más rutinario y mecánico de las categorías jurídicas, tomadas estas en su modo de comprensión más tradicional. Amputado, por tanto, de la capacidad de plantear y plantearse preguntas acerca de las contradicciones internas del orden jurídico y sobre los desafíos dirigidos al mismo por una realidad injusta, conflictiva y cambiante, que ellos deberían ver solo sub specie iuris, y de un derecho profundamente desigual y asimilado según el patrón formativo de que aquí se trata. Este patrón ha tenido y tiene en España una de sus manifestaciones más emblemáticas, pero dista mucho de ser una exclusiva española. En realidad, se trata de una proyección institucional del positivismo ideológico que ha reinado de forma masiva en las magistraturas europeas, con los efectos que se conocen, en momentos particularmente dramáticos8; y que, en general, ha contribuido decisivamente a que estas prestasen acrítica y pacíficamente el servicio político consistente en desempeñar, sobre todo, funciones ideológicas y de control social, este no solo en clave penal.

El antimodelo de referencia tiene muy diversas implicaciones, aunque me ocuparé solo de las que guardan mayor relación con la rúbrica bajo la que se agrupan los trabajos que integran esta publicación. En concreto de las relacionadas con la inteligencia y la aplicación del derecho y con la calidad de esta, sin duda buscada a través del señalado proceso formativo.

I I . TRADICIONAL MALTRATAMIENTO DE LA QUAESTIO FACTIUn primer rasgo, no precisamente banal, digno de ser destacado, es el tratamiento, quizá mejor el no-tratamiento, tradicionalmente dado a la quaestio facti en la experiencia jurisdiccional. Ello ha sido posible merced al modo universalmente asumido de interpretar el principio de libre convicción en la valoración de la prueba, materia en la que ha prevalecido el criterio de la, bien descrita por Carrara (1976b, p. 233),

como protagonistas a otras magistraturas, por ejemplo, la española, lo que, ciertamente, sugiere que, no obstante los déficits formativos de partida, sus integrantes han terminado siendo sensibles a la nueva cultura de la jurisdicción implícita en el modelo de Estado de Derecho acogido en las constituciones de última generación, en contextos de democracias representativas connotadas por el pluralismo, incluido el pluralismo mediático (con todas sus limitaciones) y su incidencia sobre la libertad de expresión.

8 Es lo que explica la facilidad, funcionalidad más bien, con la que las mismas se integraron masivamente (las excepciones fueron casi exclusivamente personales) en las experiencias de los nazi-fascismos, no simplemente autoritarias, sino decididamente criminales; y asimismo el comportamiento de las del Cono Sur de América Latina en el caso de las distintas dictaduras. Radbruch dejó escrito, en este punto, que «el positivismo ha[bía] desarmado de hecho a los juristas alemanes frente a las leyes de contenido arbitrario y delictivo»; y dejó dicho que los jueces habían seguido en bloque la deriva nazi, en buena medida, porque «estaban tan afectados por el positivismo predominante, al punto de no conocer otro derecho que el legislado» (1962, pp. 35 y 46). Y hace bastante menos tiempo. Ortner, discurriendo sobre el mismo asunto, ha atribuido, expresivamente, la actitud de los magistrados de la Alemania hitleriana a su «ceguera positivista» (2010, p. 293).

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«convicción autocrática»9. Esta consiste, básicamente, en la banalización de aquella como «cuestión», esto es, como asunto problemático al que enfrentarse con algo más que un punto de buen sentido10, que es lo que muy expresivamente postulaba una sentencia del más alto tribunal español, de los años noventa del pasado siglo: «El principio de libre valoración de la prueba […] supone la apreciación sin sujeción a tasa, pauta o regla de ninguna clase […] sin más freno o cortapisa que la de obrar recta e imparcialmente».

En el mismo contexto de cultura jurisprudencial, la convicción sería un «estado anímico de certeza», un «factor psicológico», es decir, el fruto de una impresión holística generada en el juzgador por la prueba, (auto)captada por él de un modo emocional, intuitivo, como algo producido en su psiquismo, sin que él mismo supiera saber muy bien por qué, y que tan solo debería viabilizar vertiéndolo apodícticamente en la decisión. Esto, en particular, en el caso (el más habitual, tratándose de la justicia penal) de la deposición del testigo presencial creíble11, considerado el medio de prueba directo por antonomasia, dotado de la (supuesta) virtuosa capacidad de poner al juzgador en contacto inmediato con los hechos. De donde se seguiría que, acreditada como por principio una certidumbre de semejante eficacia representativa, bastaría con dejar constancia en el fallo de su existencia como tal, pues lo demás, esto es, la calidad convictiva de aportaciones así producidas sería un cierto va de soi.

Como ha escrito Ferrajoli (2011, p. 139), «la fórmula de la “libre convicción” […] expresa un trivial principio negativo que debe ser integrado con la indicación de las condiciones no legales sino epistemológicas de la prueba», pero que fue recibido, por la doctrina, particularmente por los tribunales, cual «un criterio discrecional de valoración». Es como se pudo «eludir en el plano teórico y en el práctico el enorme problema de la justificación de la inducción» probatoria y cómo pudo transformarse aquel «en un tosco principio potestativo idóneo para legitimar el arbitrio de los jueces». Arbitrio de los jueces que, en una visión macroscópica del fenómeno, ha significado arbitrio del poder político, dado que estos, como ha sido lo propio del sistema de organización predominante, han formado un cuerpo compacto, jerárquicamente articulado e integrado por el vértice en el área del

9 El mismo Carrara (1976a, p. 36) dejó escrito que en un sistema de «convicción íntima» en el que pudiera «juzgarse por impresión […] resultaría completamente inútil el conocimiento de la ley y de las reglas de la ciencia», por ser patente que «la convicción ha de tener también sus reglas y medidas».

10 De «libérrima y soberana facultad de apreciación de la prueba en conciencia», hablaba el autor de un libro muy difundido entre los jueces españoles (Luzón Cuesta, 2000, p. 59). Obsérvese; «soberana» capacidad de apreciación, cuando es ya un tópico del mejor constitucionalismo que la histórica suprema potestas, como forma de ejercicio de la política, no tiene cabida, por principio, en el marco del Estado Constitucional de Derecho.

11 En el contexto, la credibilidad es una propiedad del testigo y del testimonio que eventualmente otorgaría, esto es, dispensaría graciosamente el autor del enjuiciamiento. Obviamente, sin necesidad de expresar en la sentencia los presupuestos del porqué, ciertamente inexplicables debido a que habrían discurrido por una vía más bien subliminal.

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ejecutivo, a través de un ministerio dotado de la potestad de atribuir con total discrecionalidad la condición de alto magistrado y la consiguiente de cooptar entre estos a los dotados de funciones de gobierno interno de la carrera.

Seguramente, ningún perfil de la jurisdicción tradicionalmente entendida, acredita como este lo que significa —considerando, es obvio, asimismo el esquema organizativo— una cultura de los jueces construida al margen de la cultura, en este caso filosófica-política, sobre la auténtica naturaleza de la propia actividad. El resultado, como es sabido, ha sido el de un manejo esencialmente burocrático-formal de los asuntos, esto es procesal en el más convencional de los sentidos, vinculante, por tanto, en el plano del trámite, pero librado a la más absoluta discrecionalidad valorativa en lo concerniente al importantísimo campo de la decisión, cargado de implicaciones epistémicas. Basta un simple reenvío al índice de cualquiera de las obras convencionales de derecho procesal para advertir cómo el tratamiento de tal momento nuclear del proceso resulta generalmente elidido. No sin razón, pues la materia escapa al preciso campo del derecho, pero de forma irrazonable e injustificada, en la medida en que, por lo general, suele faltar cualquier indicación o reenvío al respecto. En términos prácticos, esto ha resultado equivalente a la consagración académica de un gravísimo vacío de cultura, equivalente a un implícito y más que cuestionable respaldo teórico a la tradicional inteligencia (política en última instancia) de la discrecionalidad judicial en materia probatoria.

Es por lo que, en alguna ocasión, me he referido al ámbito de la prueba y de la formación de la convicción en la materia, como una cierta res nullius, ocupada en algunos casos con el necesario rigor teórico y plena legitimidad jurídica, y por fortuna, por alguna teoría y filosofía del derecho12, la cual en estos años ha venido a llenar el aludido vacío de tratamiento de tales asuntos, del cual se han seguido y se siguen consecuencias de una gravedad indudable13.

Por esa vía, es decir, merced a la integración metódica de un saber correspondiente, dicho de la forma más general, al campo de la filosofía, con el propio de la dogmática del proceso penal en materia probatoria, está siendo posible, no sin esfuerzo, cubrir una importante laguna en

12 Son paradigmáticos al respecto los casos de M. Taruffo, L. Ferrajoli. P. Ferrua y G. Ubertis, entre otros, en Italia, y M. Gascón, J. Igartua, D. González Lagier y J. Ferrer, en España.

13 «En la valoración de la prueba directa [hay] un primer nivel dependiente de forma inmediata de la percepción sensorial, condicionado a la inmediación y por tanto ajeno al control en vía de recurso». Pero hay también «un segundo nivel, necesario en ocasiones, el en que la opción por una u otra versión de los hechos no se fundamenta directamente en la percepción sensorial derivada de la inmediación, sino en una elaboración racional o argumentativa posterior, que descarta o prima determinadas pruebas aplicando las reglas de la lógica, los principios de la experiencia o los conocimientos científicos», puede leerse en una sentencia de 2009 de la Sala Penal del Tribunal Supremo español, de donde se seguiría que el juez o tribunal debería hacer objeto de un tratamiento racional a los datos probatorios, solo en ocasiones.

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la cultura de la jurisdicción de los operadores de este área que —en palabras de uno de ellos (Fassone, 1986, p. 721)— como el «burgués gentilhombre» de Molière al tomar conciencia de que hablaba en prosa, podrían llegar a experimentar una sorpresa equivalente al hacerse conscientes de la densidad de las cuestiones epistemológicas y la notable complejidad de los procesos lógicos implícitos en el racional ejercicio de la función (para una instructiva aproximación a esta dimensión del enjuiciamiento en sus diversos aspectos e implicaciones, véase Ubertis, 2017, passim). Confinada, no obstante, durante tanto tiempo en un marco regido por esa especie de intuición o iluminación sin reglas a la que me he referido (la cual guarda cierta relación con ese «impresionismo judicial» del que, aunque en otro contexto, habló François Geny, 1954, p. 305).

El tipo de tratamiento de la quaestio facti en la experiencia judicial considerada —en el que se han hecho presentes (y no en pequeña medida siguen estándolo) los problemas a que acaba de aludirse— es materia en la que se hacen bien patentes las insuficiencias y distorsiones del modo más convencional de aproximación teórico-práctica a las cuestiones que suscita el ejercicio de la jurisdicción. Pero no constituye el único campo digno de consideración en tal clave de denuncia, ya que el de la quaestio iuris y el de la misma caracterización del fenómeno jurisprudencial, se han manifestado igualmente fértiles al respecto.

I I I . L A E X PA N S I Ó N D E L O S M Á R G E N E S D E L A A P L I C A C I Ó N J U D I C I A L D E L D E R E C H O

El punto de partida hay que situarlo ya en las previsiones del temario por el que se rige la preparación del acceso al rol que ubica el asunto de la interpretación de la ley, algo de una importancia capital, tratándose de futuros jurisdicentes, en el área del derecho civil, dedicándole exclusivamente una parte de un tema14, concebida, además, del modo más tradicional, visto el tenor de los epígrafes. Con la particularidad de que ese déficit de partida difícilmente podrá ser ya subsanado en el marco de la formación inicial en régimen de escuela. En efecto, pues en los meses de duración de esta (equivalentes a un curso académico) prima la atención a la dimensión más bien práctica de las cuestiones que es, comprensiblemente, la que más preocupa de hecho a quienes pronto tendrán que ocuparse de decidir conflictos concretos en un marco habitualmente connotado, además, por la sobrecarga de trabajo.

14 El desarrollo de los temas de derecho civil forma parte del segundo ejercicio y lo dispuesto es la dedicación de doce minutos a la exposición oral de cada uno, lo que bien puede dar una idea acerca de la densidad de la materia, cuyo contenido, en este caso, se concreta en tres epígrafes: Teoría de la interpretación, Las distintas concepciones, La aplicación e interpretación de las normas jurídicas. En la materia de derecho penal, lo previsto se cifra en un epígrafe, dentro de un tema: La interpretación en el derecho penal.

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No hace falta decir que ya el propio modelo de selección (con el de juez que va implícito en él) se lleva estructuralmente mal con un tipo de ordenamiento como los actuales, particularmente complejos, internamente problemáticos por la superposición de niveles normativos, con frecuencia insuficientes a la hora de dar respuesta a tantos problemas emergentes como adquieren estatuto judicial, y no pocas veces faltos de coherencia, cuando no abiertamente contradictorios. Lo que hace que, por lo regular, los casos resulten ser ricos en implicaciones problemáticas que pueden estar determinadas tanto por la complejidad de la materia como por la trascendencia de sus consecuencias prácticas. Al respecto, bastará con apuntar los serios problemas suscitados en España por las cláusulas abusivas de los contratos de préstamo usuales en la práctica bancaria. En efecto, tras la estimación por el Tribunal de Luxemburgo de la cuestión prejudicial planteada en la materia por un juez, se produjo una reforma urgente de la Ley de Enjuiciamiento Civil (por ley 1/2013, de 14 de mayo), pero entre las prisas y la desgana gubernamental en la aplicación de la sentencia, la reforma mantuvo una serie de desigualdades (siempre, claro, en favor de los bancos), lo cual dio lugar al nuevo planteamiento por los jueces de algunas cuestiones prejudiciales europeas.

De igual manera, la sentencia del mismo tribunal luxemburgués, de 14 de junio de 2012, declaró que el juez podía y tenía que controlar las cláusulas abusivas en toda clase de procedimientos, incluidos los monitorios. Pues bien, el legislador se desentendió de esta importante resolución manteniendo en vigor un procedimiento en el que el juez no podía intervenir más que para despachar la ejecución, incumpliendo así su papel de órgano de garantía de derechos, función esta que, así, quedaba en realidad librada a la discrecionalidad del competente en la ocasión en función de su sensibilidad constitucional.

Otra iniciativa del legislador, debida a la ley 4/2013, de 4 de junio, de medidas de flexibilización y fomento del mercado del alquiler de viviendas, consistió en prescindir de la jurisprudencia constitucional en materia de indefensión en el caso de los juicios por desahucio, previendo, luego de un primer y único intento de citación del inquilino, el recurso a los edictos y la subsiguiente emisión por el secretario de una orden ejecutiva de desahucio, con fijación de la cantidad adeudada, sin audiencia de aquel. El Tribunal Constitucional, en respuesta a un primer recurso de amparo, dispuso que la ley debería ser interpretada constitucionalmente, reintegrando en ella, por tanto, la previsión de la que el legislador había prescindido y reforzando así el protagonismo y la responsabilidad del juzgador.

No hará falta subrayar lo lejos que queda de estos casos la imagen del juez pertrechado de las típicas o tópicas nociones desproblematizadas, de

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un nivel menor que de manual, acerca de las «distintas concepciones de la interpretación», cuando lo que, en tal clase de supuestos, se demanda jurídicamente de él es una labor, ya no meramente integradora, sino incluso de efectiva suplencia de las omisiones de un legislador perezoso, si no activamente resistente frente a las exigencias de una jurisprudencia de orden supranacional que normativamente le vincula. Esto por no hablar de la infinidad de supuestos en los que este mismo legislador delega sistemáticamente en los jueces la resolución de asuntos socialmente muy conflictivos que, precisamente por eso, evita mediar con una acción legiferante eficaz, por otra parte, obligada.

La aludida es una situación que advera las interesantes afirmaciones de Rodotà (1992, p. 174) en el sentido de que «se ha llevado [se están llevando, cabría decir] ante la magistratura, conflictos que no han tenido acceso posible a otras sedes institucionales». Con la particularidad de que, según explica el autor: «no puede decirse, sin embargo, que sea una actividad impropia o incluso ilegítima porque, en la inmensa mayoría de los casos, [se trataría de] atribu[ir] relevancia a derechos, intereses, necesidades, sujetos que ya la habían asumido en el cuadro constitucional o, incluso, habían obtenido un reconocimiento formal por parte del legislador».

Se trata de una observación que, dada la época de su formulación, muy bien podría calificarse de profética en relación con lo sucedido en estos años marcados por la terrible crisis en curso, universalmente gestionada mediante políticas ciertamente brutales de recorte y limitación de derechos sociales y no solo en una clave tendencial, sino ya directa y realmente abolicionista de estos. Profética, desde luego, en lo que se refiere a la evolución experimentada por el tipo de demandas dirigidas a los tribunales, orientadas a que —con el exigible respeto de la jerarquía normativa— den preferencia a la opción constitucional genuina y explícita sobre la instrumentada mediante disposiciones de inferior rango que, con la mayor frecuencia, ponen en acto políticas austericidas que, en realidad, nadie ha votado, pues nunca fueron expuestas abiertamente al sufragio.

Difícil encontrar un tipo de vicisitudes que ilustre con mayor fidelidad sobre la distancia cualitativa existente entre el diseño y la correspondiente formación para el rol de un tipo de juez mantenido en el tiempo «contra viento y marea», y lo que amplísimas capas sociales martirizadas por las políticas en acto demandan de él en estos años. Un tipo de juez cuyo perfil es, sin duda, anacrónico en relación con estas y con la línea de principios inscrita en las Constituciones de última generación; pero, seguramente, no tanto o nada, de estar a lo que las aludidas políticas en curso necesitan e instan de él como servicio político. Datos todos que contribuyen a configurar un contexto en el que ser juez de la Constitución

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(constitucionalmente entendida), aparte de representar una forma de negación del propio ADN jurídico-cultural de partida, será fuente de indudables conflictos, sobreañadidos a los ya propios de los casos objeto de conocimiento. Aunque solo sea porque la lógica neoliberal extrema impresa en las políticas vigentes no puede dejar de chocar objetivamente con derechos fundamentales de todas las generaciones que, en general, mantienen normativamente su vigor.

I V . U N A J U R I S P R U D E N C I A M E N O S D E V É R T I C E Y M Á S C O R A L

Este peculiar estado de cosas tiene también una repercusión inevitable en la actual formación de la jurisprudencia. En el sentido de que lo que ahora sucede en este marco, el cual nunca ha respondido con la fidelidad que se presupone a la imagen propia del modelo aquí cuestionado, se aleja, ahora todavía más abiertamente, de él.

En el contexto propio de las magistraturas tradicionales, internamente jerarquizadas y gobernadas, como se ha dicho, por un vértice cooptado políticamente, encarnado por los tópicos tribunales o cortes supremas investidos de funciones jurisdiccionales y de gobierno (político) de la carrera, lo habitualmente denotado como «jurisprudencia» estaba representado por las sentencias emanadas de estos y, en particular, por las máximas contenidas en ellas y, más en particular todavía, por las acuñadas en sus plenos de carácter paralegislativo, dirigidos a establecer criterios en materia de interpretación. Hay casos, como el de la brasileña sumula vinculante, y como el que, en España, en un momento todavía reciente (Andrés Ibáñez, 2015, p. 296), formó parte del proyecto del Ministro de Justicia Ruiz Gallardón, proyecto que, afortunadamente, no se materializó en ley, en los que la dimensión prescriptiva de lo decidido por los altos tribunales adquiere el más alto rango, imponiéndose —a modo de diafragma entre la ley y el juez— imperativamente a todos los demás. Fuera de estos casos, y aun cuando no rija de manera formal el régimen del precedente, lo cierto es que la jurisprudencia, en el sentido convencional del término, tiene siempre un indudable vigor, por más que su grado de imperatividad práctica esté normalmente en función del de supra y subordinación jerárquico-administrativa existente en el interior de la carrera de que se trate.

Pero, con todo, lo cierto es que, a pesar del cultivo de esa imagen formal de la jurisprudencia como emanación del vértice, esta, en la generalidad de los casos, tiene mucho o bastante de producto cooperativo o coral, dado que, aunque la última palabra corresponda al superior en altura, se practica o construye a muchas voces y en virtud de una relación que es de interactuación dialéctica entre las diversas instancias.

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Pues bien, como consecuencia de las peculiares vicisitudes de la práctica judicial en curso a que antes he hecho referencia, lo aportado por las instancias procesalmente inferiores está adquiriendo en estos años una relevancia de gran significación cualitativa en la perspectiva de la contribución a la formación de la jurisprudencia como producto final. Precisamente, por la frecuente notable significación de las iniciativas movidas desde abajo que, cuando están cargadas constitucionalmente de razón, como en el caso de los supuestos antes aludidos, y más si cuentan con un amplio consenso social, marcan pautas de actuación difícilmente eludibles, desequilibrando en cierta medida los términos del diálogo entre tribunales de corte convencional. Pero también por el dato de que la posibilidad de cuestionar la legitimidad constitucional de las leyes prevista en las actuales constituciones, ha impuesto a quienes judicialmente operan con ellas, cualquiera que sea su nivel orgánico, el deber de llevar a cabo una lectura crítica de las mismas antes de decidir sobre su aplicación al caso.

La vexata quaestio de si los tribunales crean o no derecho sigue gozando de incuestionable vigencia como tal, es decir, generando polémica, en los medios de la teoría, y no solo. Desde mi punto de vista, como he escrito en alguna ocasión, los jueces no crean (formalmente) derecho, pero no tengo duda del carácter siempre en cierta medida creativo15 de su función (Andrés Ibáñez, 2015, p. 305). Una medida que puede adquirir mayor o menor relevancia a tenor de las particularidades (normativas y fácticas) del caso concretamente objeto del ejercicio de la función.

En el complejo político-cultural representado por el modelo más tradicional de magistratura, hoy vigente, de manera explícita, en no pocos países del mundo de habla hispana, pero latente en otros (con indudable negativa eficacia) en los recovecos del tejido institucional, la, por decirlo de algún modo, interlocución con el legislador estaría reservada en exclusiva al vértice judicial. Luego, de este emanaría (supuestamente) un producto definitivamente elaborado susceptible del tipo de aplicación postulado hace unos años por Requejo Pagés (1989, pp. 153-154). Este autor asimilaba el «sistema jurídico» actual a «una red de distribución de agua» que es lo que, a su entender, permitiría al juez, únicamente «habilitado para manipular la llave de paso […], limitarse a recoger en el continente de sus resoluciones el producto que le llega desde las primeras fases del ordenamiento» —en el antimodelo de referencia, con la señalada mediación jerárquica— sin añadirle nada. Es lo que justificaría un tipo de formación para el rol como el ilustrado

15 En la segunda acepción del Diccionario de la lengua española, en la que «crear» es «establecer […] por primera vez una cosa», aquí una norma para el caso concreto (no producida, ciertamente, a partir de la nada, que sería crear en sentido fuerte) que antes como tal no existía, al menos «explícitamente», como ha recordado Atienza (2011, p. 82).

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al principio, caracterizado por el automatismo y el carácter mecánico de la aplicación (sin interpretación) del derecho, en su proyección práctica.

Tal es la razón del perfil infracultural de la misma, la cual, con toda coherencia, en el sistema, a partir del trámite ilustrado de la selección inicial, en el plano formativo, quedaría solo pendiente de completarse con la impartición a los neo-jueces de algunos rudimentos burocráticos, los imprescindibles para mover el papel. Así, se cerraría de este modo el ciclo formativo mediante la dotación de una dimensión práctica a quienes ya estarían en posesión de los necesarios conocimientos teóricos.

V . P O R L A R A C I O N A L I N T E G R A C I Ó N D E U N A T E O R Í A C O N P R Á C T I C A Y U N A P R Á C T I C A C O N T E O R Í A

Pero, paradójicamente, el resultado —dicho de un modo que (lo aceptaré) no está exento de alguna simplificación— era el propio de la formación en una teoría sin práctica y una práctica sin teoría, tomando ambos conceptos en un sentido dotado de algún rigor. En efecto, no puede llamarse «teoría» al referido conjunto de nociones reflexivamente desnudadas de sus implicaciones históricas, teórico-filosóficas e incluso teórico-jurídicas. Ni, «práctica jurisdiccional» a la gestión burocrática de unas formas procedimentales, calculadamente previstas para servir de cauce, nunca inerte, a aquel tratamiento reductivo de las categorías jurídicas. Tratamiento que, sin duda, se encuentra dirigido, a su vez, a desactivar los conflictos por la limitación, en los gestores, de la capacidad de conocimiento de sus implicaciones eventualmente más problemáticas, en una clave crípticamente política en última instancia.

De este modo, el tradicional tratamiento político-legislativo a la baja de todo (personal y medios) lo relacionado con la magistratura como instancia, orientado a limitar su capacidad de intervención, tendría el complemento imprescindible en la infradotación jurídico-cultural de los operadores, en una especie de cierre del círculo del diseño organizativo. Ese que ahora, podría decirse, ha acreditado ser tan funcional a la hora de dificultar, restándole incisividad, la persecución de las conductas delictivas gestadas con impresionante profusión de medios de esa política que tanto necesita de la ilegalidad para mantenerse y reproducirse en sus constantes.

El ya citado «juez fonográfico» y su universo (infra)cultural fueron sin duda concebidos, según ya se ha dicho, de forma nada inocente para la gestión de un orden jurídico propio de la sociedad «monoclase» (Zagrebelsky, 2011, p. 32). Y, solo con retoques en el proyecto inicial, ha llegado hasta nosotros, con su probada funcionalidad, a las políticas en curso. Como se ha hecho ver, ese (anti)modelo de juez, en tantos aspectos

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vigente, lo es de espalda a las necesidades, no solo de unas sociedades pluralistas, como las nuestras de hoy, sino también de espaldas a las de los ordenamientos resultantes de la vigencia (por más que limitada) de las Constituciones de última generación, con sus ordenamientos complejos. Por eso, resulta imprescindible poner a los jueces a la altura de estos en materia de formación para el rol, integrando en su acervo de saberes, tributario de una realidad del derecho, hoy no vigente, lo que solo la filosofía y la teoría del derecho, propiciando una rica actitud reflexiva orientadora de las correspondientes prácticas, estarían en condiciones de aportar.

Una iniciativa, y el correspondiente movimiento, de este género no puede esperarse, desde luego no autónomamente, de lo que habitualmente se entiende como la política. Así, tendría que partir de una confluencia de algún sector (el más críticamente comprometido con los valores ideales de la función) de los propios jueces, con algún sector también (sensible a idénticos valores) de la Academia. Es lo que esta podría/debería hacer, desde la teoría, en favor de una práctica del derecho dotada de la imprescindible dignidad teórica. A fin de «posibilitar [para decirlo también con Sacristán (1968, p. 30)] que el estudio positivo adquiera las perspectivas críticas que le dan dimensión filosófica», es decir, «consciencia de los problemas gnoseológicos radicales» implicados, tratándose de la actividad jurisdiccional, en cada caso objeto de conocimiento y en la propia dimensión institucional de la misma como instancia.

Es lo que haría posible esa magistratura capaz, en la propuesta de Pizzorusso «de hacerse portadora, en el proceso de creación-actuación del derecho, de esas influencias jurídico-culturales que sirven para asegurar el respeto de los principios fundamentales que componen la constitución material vigente […] y, más en general, la continuidad del derecho aun en su constante evolución» (1990, p. 67).

Mientras estas condiciones no se den de manera efectiva, la convencional formación teórica de los operadores judiciales, lejos de iluminar sus prácticas, actuará (seguirá actuando), al menos tendencialmente, como una suerte de lastre o diafragma ideológico. Ideológico en el sentido marxiano de generador de falsa conciencia en los jueces acerca del propio modo de operar y del auténtico sentido de su papel en relación con el medio social y con las demás instancias institucionales.

Por fortuna, las actuaciones judiciales aludidas contra las ilegalidades del poder, de profunda inspiración constitucional hoy registrables, en mayor o menor grado, en los diversos países, sugieren la presencia de un cambio cultural en sus magistraturas que expresa una indudable tendencial quiebra del modelo aquí objeto de crítica. Una quiebra que, con distintas proporciones porcentuales en el grado de implantación,

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tiene una importante significación cualitativa, porque sabido es que los dogmas (y de dogmatismo jurídico-político se trata) no conocen quiebras menores.

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Recibido: 21/07/17 Aprobado: 24/08/17

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Intuicionismo y razonamiento moral*

Intuitionism and Moral Reasoning

G U I L L E R M O L A R I G U E T * *

CONICET

Resumen: Mi objetivo para este trabajo puede presentarse de la siguiente forma: se intentará mostrar que las objeciones al intuicionismo, si bien son serias, no minan en forma absoluta su fertilidad para el conocimiento y el razonamiento moral. Probablemente esta sea la percepción de filósofos contemporáneos como David Enoch, Robert Audi, Russ Shafer-Landau o John McDowell. Para poder cumplir con el antes dicho objetivo, en este trabajo haré lo siguiente. En primer lugar, esbozaré, a grandes rasgos, dos de las características paradigmáticas del intuicionismo moral a fin de que podamos identificarlo como una corriente metaética particular. En segundo lugar, sintetizaré algunas de las principales objeciones que, por diversos conductos, han buscado desacreditar el valor del intuicionismo moral como fuente de conocimiento moral y también de apoyo válido para el razonamiento moral. En tercer lugar, intentaré, también de manera sumaria, explicitar algunas de las posibles (no todas, desde luego) respuestas a las antes mencionadas objeciones. En cuarto lugar, recapitularé los aspectos rescatables del intuicionismo, especialmente en lo que atañe al razonamiento moral.

Palabras clave: intuicionismo, razonamiento moral, percepción no inferencial, hechos no naturales, realismo moral

Abstract: My goal for this paper can be presented as follows: I will attempt to show that objections to intuitionism, although they are serious, do not undermine entirely its fertility for knowledge and moral reasoning. This is probably the perception of contemporary philosophers like David Enoch, Robert Audi, Russ Shafer-Landau or John McDowell. In order to fulfill the objective mentioned above, I will do the following. First, I will outline broadly two of the paradigmatic features of moral intuitionism in order to identify it as a particular metaethics doctrine. Secondly, I will summarize some of the main objections that have been raised in order to discredit the value of moral intuitionism as a source both of moral knowledge and of valid support for

* Este trabajo fue posible no solamente gracias al CONICET, sino también a las siguientes fuentes de financiamiento: subsidio PIP de CONICET referido a evaluación moral de las instituciones públicas; subsidio de la SECYT de la Universidad Nacional de Córdoba sobre la misma temática, ambos dirigidos por el profesor Hugo Seleme; otro CAID de la Universidad del Litoral referido a fundamentos filosóficos de la democracia, dirigido por el profesor Jorge de Miguel; por último, el trabajo está enmarcado en el proyecto «Conflictos de derechos, tipologías, razonamientos y decisiones», de la Agencia Estatal de Investigación de España (DER2016-74898-C2-1-R), dirigido por el profesor Juan Antonio García Amado. El autor agradece las críticas realizadas por el dictaminador anónimo, así como las objeciones que los profesores Graciela Vidiella, Félix Morales Luna y Julio Montero efectuaron a versiones anteriores de este artículo.

** Doctor en Derecho y Ciencias Sociales (con mención en Filosofía del Derecho) por la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Investigador Independiente del Consejo de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (CONICET), con lugar de trabajo en el Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba. Miembro del Programa en Ética y Teoría Política de la misma Universidad. Premio Konex en Ética 2016, actualmente Profesor Visitante del Departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante.

Código ORCID: 0000-0002-3737-5688. Correo electrónico: [email protected]

N° 79 2017 pp. 127-150

https://doi.org/10.18800/derechopucp.201702.007

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moral reasoning. In third place, I will try, also briefly, to explain some of the possible (not all of course) answers to the objections previously mentioned in the paper. Fourth, I will recapitulate the more fruitful aspects of intuitionism, especially in regard to moral reasoning.

Key words: intuitionism, moral reasoning, non inferential perception, non natural facts, moral realism

CONTENIDO: I. PRELUDIO.– II. INTRODUCCIÓN.– III. DOS CARACTERÍSTICAS PARADIGMÁTICAS DEL INTUICIONISMO MORAL.– IV. ALGUNAS OBJECIONES AL INTUICIONISMO MORAL.– V. ALGUNAS POSIBLES RESPUESTAS A LAS OBJECIONES ANTERIORES.– V.1. LAS INTUICIONES Y LA FALTA DE MÉTODO PARA AFRONTAR CONFLICTOS MORALES.– V.2. LAS INTUICIONES Y LOS HECHOS NO NATURALES.– V.3. LA RAREZA Y EL DESACUERDO.– VI. RECAPITULACIÓN: LOS ASPECTOS RESCATABLES DEL INTUICIONISMO MORAL.

En cuanto a una vida, con sus muchos aspectos, dominios, porciones e interconexiones, quizá también pueda ofrecerse solo un criterio general: por ejemplo, que se la debe perfilar para que realce su relación, y nuestra relación, con la realidad. Hay diversos subcriterios (las varias dimensiones de la realidad) que una evaluación general debe equilibrar, y en esto debemos usar nuestro juicio intuitivo; no existe ninguna regla explícita para realizar esa tarea (Nozick, 2002, p. 221).

I . P R E L U D I OLa convocatoria de este número celebratorio de la revista Derecho PUCP, de la Pontificia Universidad Católica del Perú, se ha lanzado con un lema amplio y sugerente, a saber: «la importancia de la filosofía del derecho para el razonamiento jurídico». Tomando en consideración dicha amplitud, pero también procurando identificar una línea de investigación pertinente por su similitud o analogía con el lema evocatorio propuesto, partiré de la «importancia de la filosofía moral para el razonamiento moral». Para ello, como se verá prontamente, me centraré en una discusión metaética1 concerniente al valor del intuicionismo moral para el razonamiento moral. Pienso que se trata de una discusión no solamente interesante per se. También lo es de cara a la convocatoria que la revista Derecho PUCP lanza. Ello, por tres motivos. El primero es

1 Utilizo el conocido término «metaética», siendo consciente de que incluso filósofos, como Dworkin, podrían sostener que no es un discurso de «segundo orden», como tradicionalmente se argumenta, sino «sustantivo de primer orden». En todo caso, incluso si así fuera, el prefijo «meta» sigue siendo redituable a la hora de exhibir el tipo de preocupaciones y estilo característico de esta clase de discurso orientado a expurgar en los cimientos metafísicos, semánticos y epistémicos del discurso moral. Ello no obsta a que luego sostengamos que esta tarea de excavación en los cimientos del discurso normativo o de primer orden de la ética tiene implicaciones «sustantivas» con pretensión de pertinencia para la denominada «práctica moral».

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que, incluso si se establece por argumentación la separación conceptual entre derecho y moral, ello no es óbice para identificar algunos aspectos, desafíos u obstáculos de un razonamiento como el moral que comparte con el jurídico el hecho de ser «práctico», esto es, de referirse de un modo u otro al comportamiento, prevalentemente en animales humanos. El segundo es que la delineación de la discusión que haré aquí puede ser posteriormente interesante para la exploración de las relaciones posibles entre una disciplina filosófica y el ámbito práctico. Aunque me moveré dentro de la ética (metaética y ética normativa) y su relación con el razonamiento moral, parejamente, de manera indirecta a la filosofía moral, podría pensarse en qué problemas aquejan a la posible relación entre la filosofía del derecho y el campo jurídico. El tercer motivo es que, de la inspección de la discusión iusfilosófica contemporánea, de raíz analítica, se sigue que hoy cualquier filósofo del derecho es también, en alguna medida, un filósofo moral y político (Lariguet, 2014, pp. 3-37). Esto porque, incluso si el derecho está analíticamente separado de la moral y la política, no podemos terminar de comprenderlo conceptualmente sin entrar también, en algún momento, a discernir el estatus de disciplinas como la ética o la filosofía política, con las cuales la filosofía del derecho mantiene, por lo menos, relaciones de vecindad. Esto es así dado que tales disciplinas son prácticas y estudian la justificabilidad del comportamiento humano con relación a distintas esferas normativas. De manera que zambullirse en la filosofía moral no parece tarea baladí.

I I . I N T R O D U C C I Ó NLos filósofos, particularmente los llamados, ampliamente, «analíticos», somos bastante conscientes del poder y uso que tienen las «intuiciones» en el razonamiento filosófico, en el diseño de experimentos mentales, en la imaginación de condiciones contrafácticas del pensamiento, etcétera. No es, sin embargo, a este tipo de intuiciones a las que deseo referirme exactamente en este trabajo ni a esta clase de intuicionismo filosófico, si así se puede decir. Sino, más bien, al llamado «intuicionismo moral». Con este rótulo se suele aludir a una doctrina filosófica variopinta que emerge en el siglo XVIII, que decae a mediados de los cincuenta en el siglo XX y que ahora, al parecer, toma nuevos bríos de la mano de filósofos morales como John McDowell (1998), Russ Shafer-Landau (2005), David Enoch (2011) o Robert Audi (2013), por citar solo algunos nombres.

Durante el siglo XX, autores como Harold Prichard con Moral obligation (1949) George Moore con Principia ethica (1997), David Ross con The right and the good (2001) ofrecieron, no obstante sus diferencias teóricas, las bases para reconstruir los componentes comunes más sobresalientes de la doctrina metaética conocida con la etiqueta de

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intuicionismo moral. No obstante su pujanza por varios siglos, e incluso su preponderancia conceptual en ciertos momentos, el intuicionismo moral fue impugnado desde varios frentes de la metaética, alegando la incapacidad de las intuiciones para garantizar conocimiento moral objetivo o un razonamiento moral seguro. Como ejemplo de una crítica célebre, a la que se volverá luego en este trabajo, el prominente filósofo John Rawls sostuvo en su Teoría de la justicia (1971/2003) que el intuicionismo no disponía de un «método» para establecer prioridades entre opciones prácticas, en este caso políticas, en conflicto. Así y todo, el intuicionismo moral hoy ha sido revigorizado por autores relevantes como los antes nombrados. ¿Cuál es, entonces, el atractivo filosófico-práctico del intuicionismo moral, pace las críticas que ha recibido?

Mi objetivo para este trabajo puede presentarse de la siguiente forma: se intentará mostrar que las objeciones al intuicionismo, si bien son serias, no minan en forma absoluta su fertilidad para el conocimiento y el razonamiento moral. Probablemente esta sea la percepción de autores contemporáneos como McDowell, Shafer-Landau, Enoch o Audi que se autoconciben como intuicionistas morales. En definitiva, parece cierto que, así como los automóviles «andan a nafta», la filosofía moral «anda a intuiciones morales». Esta metáfora parece inocente, pero su alcance conceptual no es claro en tanto y en cuanto, como se acaba de reseñar líneas atrás, el intuicionismo, con vigor presente, es una doctrina sobre la que es posible enderezar diversas clases de objeciones.

Para poder cumplir con el objetivo antes dicho, haré lo siguiente. En primer lugar, esbozaré, a grandes rasgos, dos de las características paradigmáticas del intuicionismo moral a fin de que podamos identificarlo como una corriente metaética particular. En segundo lugar, sintetizaré algunas de las principales objeciones que, por diversos conductos, han buscado desacreditar el valor del intuicionismo moral como fuente tanto de conocimiento moral como de apoyo válido para el razonamiento moral. En tercer lugar, intentaré, también de manera sumaria, explicitar algunas de las posibles respuestas a las antes mencionadas objeciones. En cuarto lugar, recapitularé los aspectos rescatables del intuicionismo, especialmente en lo que atañe al razonamiento moral. De esta manera, en esta sección procuraré indicar por qué el intuicionismo moral sigue siendo una doctrina metaética válida para el conocimiento y el razonamiento moral.

I I I . D O S C A R A C T E R Í S T I C A S PA R A D I G M ÁT I C A S D E L I N T U I C I O N I S M O M O R A L

Se podría afirmar que el intuicionismo moral constituye una «familia» de concepciones acerca del conocimiento y validación del razonamiento moral. Con esto quiero indicar que, dentro de la familia, es esperable

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encontrar diferencias de acento o categorización. Por ejemplo, las «intuiciones», que son vehículo de conocimiento moral, podrían verse como percepciones, pareceres, creencias, disposiciones a creer, etcétera. Aquí sortearé las malezas que levantan las diferentes concepciones. Señalaré, siguiendo a Stratton-Lake (2014), que hay dos características paradigmáticas que identifican al intuicionismo moral: a) una característica epistémica y b) otra metafísica u ontológica.

a) La característica epistémica refiere al «modo de acceso a la moral» y es, por tanto, una manera de afirmar que se «conoce moralmente algo». Esta característica está dada por el empleo del término «intuición» con el que se alude, como se dijo en el párrafo anterior, a distintos tipos de «estados mentales». Aquí asumiré como válido que la intuición moral es un tipo de percepción de principios o propiedades morales «autoevidentes» (para una discusión de los aspectos sensóreos, conceptuales y cognitivos de la percepción, véase Audi, 2013, capítulo 1). Se asume, en general, que dicha percepción de principios o propiedades morales autoevidentes tiene contenido «no inferencial». Esto es, la intuición moral es una captación «inmediata» o «espontánea» de principios morales reputados autoevidentes. Si, en cambio, la percepción fuera una «derivación lógica» de otras premisas morales, entonces tal operación mental tendría carácter «inferencial». La idea, en suma, es que la intuición moral forma parte de algo así como un sentido moral que permite captar, o «ver», los «rasgos morales» de un caso, conectados de algún modo con situaciones fácticas (para calibrar el posible papel de las «emociones» morales en la percepción y con relación a los dilemas morales, puede verse Bins di Napoli, 2012). Por ejemplo, con respecto a una pareja que ahoga a su bebé, tras torturarlo, se puede intuir, como verdad autoevidente, que sus acciones son inmorales. O, consideremos el caso jurídico que Ronald Dworkin hizo famoso en Los derechos en serio: el caso «Riggs vs. Palmer» (1993, p. 73). De la observación del nieto que mata a su abuelo para garantizar una herencia favorable, se puede percibir la verdad moral de que «nadie puede aprovecharse de su propio delito».

b) La característica metafísica u ontológica alude al conjunto de «hechos» que una teoría moral debe presuponer que «existen» para poder, luego, hablar de manera inteligible de la verdad o falsedad de los juicios o enunciados morales que se correlacionan, a la postre, y de algún modo, con tales hechos. En este sentido, hay que destacar que el intuicionismo moral es una doctrina metaética cognitivista y objetivista. Cognitivista porque presupone que los juicios morales del estilo «x es incorrecto», «p es bueno», etcétera, expresan formas de conocimiento cuyo valor

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de verdad o falsedad puede rastrearse a partir de unos «hechos morales». Es, además, objetivista porque la intuición moral es vista como la llave de acceso a hechos morales. Estos hechos son «independientes», de alguna manera, de los principales estados mentales del agente moral (del par creencia/deseo). Pues bien, el intuicionista moral defiende que los hechos morales tienen una «peculiaridad intrínseca». No se confunden con hechos fácticos, empíricos o naturales. Son, como diría Moore en Principia ethica, «hechos sui géneris». La no confusión con lo natural o empírico es una bandera clásica del intuicionismo moral. Los hechos morales tienen propiedades o rasgos «no naturales» (Rengifo Gardeazábal, 2005). De lo contrario, de confundir lo natural con los hechos morales, surgirían variantes de la falacia naturalista (derivar un debe de un es, o un es de un debe). Por ejemplo, este tipo de falacias sería típico, según el intuicionista clásico, de teorías como la utilitarista, la cual confunde lo deseado con lo deseable o la existencia de obligaciones morales con propósitos morales empíricamente constatables (por ejemplo, la búsqueda, de facto, de la felicidad). Los hechos morales, al ser peculiares, forman parte de un mobiliario metafísico u ontológico particular: son hechos, en algún sentido, indefinibles o inanalizables en términos que conlleven la reducción de enunciados morales o normativos a enunciados empíricos, propios de ciencias empíricas como la psicología, la sociología, o la neurociencia. Por lo cual, la pregunta por lo bueno o correcto sigue «abierta» luego de una inspección de los hechos empíricos que forman la base de la evaluación moral.

I V . ALGUNAS OBJECIONES AL INTUICIONISMO MORALEn la sección anterior realicé un esbozo esquemático de dos características paradigmáticas del intuicionismo moral. El hecho precisamente de que sean paradigmáticas indica que las mismas, aunque sean representativas del intuicionismo moral, no agotan la doctrina, la cual, como dije, se podría pensar como una familia compleja de concepciones. En lo que sigue, quiero presentar, de manera algo esquemática, telegráfica si se quiere, algunas de las principales objeciones que ha recibido el intuicionismo moral. Luego, en la sección inmediata posterior a esta, procuraré mostrar algunas formas de saldar las objeciones de un modo positivo.

Agruparé las críticas en los siguientes tres bloques:

1. Rawls y el conflicto: Como se anunció al comienzo de este trabajo, fue John Rawls (1971/2003, p. 44) quien, en su Teoría de la justicia, buscó «limitar» (no eliminar) el intuicionismo para

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la teoría política. Rawls tomó como base para su crítica que los intuicionistas no suministrarían un método para sopesar, equilibrar, o priorizar una pluralidad potencial de principios en conflicto. Se carecería, así, de un método constructivo superior que coadyuvara al ordenamiento de los principios. Estos, después de todo, serían absolutamente «irreductibles» entre sí. Así, según Rawls, un potencial conflicto, por ejemplo, entre libertad e igualdad, no podría ser ordenado racionalmente por el intuicionismo dada la ausencia de un parámetro reconocible de jerarquización entre principios.

2. Dworkin y una epistemología integrada en contra de los «morones». En Justice for hedgehogs (2011, p. 70; Justicia para erizos), el filósofo Ronald Dworkin se muestra escéptico respecto del valor de las intuiciones morales. Usualmente, dichas intuiciones remiten a propiedades o rasgos morales peculiares, los cuales son llamados por Dworkin irónicamente «morones» (morons). Tales propiedades son protocolizadas por el realismo moral. El realismo moral, propio del intuicionismo moral, por lo que se señaló en la sección anterior, es un realismo «no-naturalista» (Luque Sánchez, 2011). Esto indica que las propiedades morales, los morones de Dworkin, son «mooreanas» (por Moore), es decir, son no naturales. El sentido moral, así, sería una captación de propiedades morales absolutamente «autónomas» respecto de la epistemología general de las ciencias. Por ello, no pueden formar parte de una epistemología «integrada», esto es, una epistemología que muestre el continuo de la percepción matemática, o astronómica o física —por mencionar unos ejemplos específicos— con la epistemología moral.

3. Mackie, la rareza y los desacuerdos morales: En su libro Ethics: Inventing right and wrong (2000, capítulo 1) el filósofo John Mackie alegó que la postulación de hechos morales «sui géneris» compromete a la filosofía con la rareza (queerness). El realismo moral no naturalista, propio del intuicionismo moral, conduce a la postulación de una metafísica «errónea» (teoría del error). Esto deriva en que las intuiciones morales, que forman parte de juicios morales y que postulan tales hechos, sean intuiciones falsas. No son verdades «autoevidentes» sino «falsedades autoevidentes» pues tales hechos, como tales, con independencia de lo «natural», no existen. Una de las pruebas testimoniales que es usual emplear para fortalecer esta tesis parte del dato de los «desacuerdos morales». Un desacuerdo moral típico es cuando alguien dice «x es moralmente correcto» y otro dice «x es moralmente incorrecto». Tal divergencia en el juicio puede

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obedecer a una miríada de factores. A veces, la discrepancia es meramente empírica y se explica en los diversos datos fácticos de los que se parte, en la diversa interpretación empírica de ciertos hechos, en el manejo de evidencia diversa o controversial, etcétera. Suele argüirse, además, que este desacuerdo es el menos recalcitrante para la razón práctica en la medida en que tras pruebas empíricas confiables, sujetos libres de distorsiones (o sesgos) cognitivos deberían, al final, converger en su juicio. El problema está, más bien, en los desacuerdos morales que obedecen a razones «conceptuales». Por el término «conceptual» se puede entender ahora, laxamente, la existencia de una disputa en torno al modo de entender conceptualmente una situación moral. Este entendimiento no tiene por qué ser puramente neutral o insensible a juicios valorativos. Por ejemplo, el concepto de «persona humana», como producto de un entendimiento conceptual, suele ser sensible a razones morales o axiológicas y no tiene que ser el resultado «puro» de una discusión meramente semántica. Volviendo a Mackie, el hecho del desacuerdo conceptual (y más aun uno de índole «radical» o «extrema») sería síntoma o indicador de que no hay hechos morales que hagan verdadera una posición y falsa la otra. Tales hechos, así vistos, no existen. La falta de solución del desacuerdo sería otra manera presuntamente eficiente de mostrar la falla del realismo moral subyacente al intuicionismo moral.

V . ALGUNAS POSIBLES RESPUESTAS A LAS OBJECIONES ANTERIORES

Efectuado un repaso sintético de algunas de las principales objeciones al intuicionismo, podría quedar la sensación de que esta doctrina moral está condenada al exilio. Ser hoy un intuicionista moral sería ejemplo de una mala comprensión de la ética y de los problemas morales. Creo que esta impresión, empero, podría ser precipitada. A continuación intento mostrar que las tres grandes críticas que resumí pueden ser contestadas.

V.1. Las intuiciones y la falta de método para afrontar conflictos morales

La mayoría de los intuicionistas morales son pluralistas. Esto equivale a aceptar que la moralidad puede explicarse en muchas ocasiones a partir de una pluralidad de principios. En tal sentido, esto pone al intuicionismo moral en la vereda opuesta del utilitarismo, en tanto y en cuanto esta última concepción afinca la racionalidad en la suma agregativa de razones; suma que corona en un principio de tipo único (monismo) como, por ejemplo, el de la «mayor felicidad del mayor número».

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Ahora bien, lo que normalmente se objeta al intuicionismo moral es su falta de recursos de orden superior para ordenar principios en conflicto. Esta era y es la queja de los seguidores canónicos de Rawls. En la obra rawlsiana se advierte un doble juego de ordenamientos posibles entre principios. Por una parte, tenemos el orden lexicográfico entre sus dos principios de la justicia estelares. Este orden equivale, en la teoría de la justicia del autor de Harvard, a que debe ser satisfecho primero el principio de igual libertad y luego, en segundo orden, el de desigualdad económica y/o social justificada (se justifica cuando se mejora la situación de los más desfavorecidos por la lotería natural y/o social). En segundo lugar, Rawls propone un método, el del equilibrio reflexivo; método que, originalmente, emplea Nelson Goodman en su conocida obra Fact, fiction, and forecast. El equilibrio reflexivo, en la teoría rawlsiana, permite equilibrar, luego de un balanceo, intuiciones y principios que pueden estar en conflicto. Se trata de ir de unos a otros en un boulevard con doble calzada. Se va de las intuiciones a los principios y viceversa. El propósito del equilibrio reflexivo es refinar las intuiciones y principios de modo que se equilibren o manifiesten coherentes. En otros términos: se trata de reforzar mutuamente intuiciones y principios a fin de obtener una malla holística coherente. Ahora bien, pese a lo extendida que se encuentra la idea de que este «método» resuelve conflictos y que, en contraposición, es algo que se echa en falta en el intuicionismo moral, la mirada puede ser otra. En primera medida, como ha dicho Kwame Anthony Appiah (2010, p. 101), el equilibrio reflexivo más parece el «nombre de un problema, que la solución al problema». El problema es el del posible conflicto entre principios, entre intuiciones, o entre intuiciones y principios. Aunque Rawls pensaba básicamente en conflictos en el seno de la justicia, del diseño institucional y, por tanto, a nivel de la moralidad política y no de la «moralidad en general», sus reservas hacia el intuicionismo moral podrían ser válidas como reflexión más general. Así y todo, cuando Appiah dice que el equilibrio reflexivo es más bien el «nombre de un problema» que una «solución al problema», parece estar sugiriendo lo siguiente: tras la confianza en la capacidad metódica de lograr puntos de equilibrio entre piezas morales, se encubre una visión ingenua. Esta ingenuidad puede detectarse cuando uno se pregunta sobre la naturaleza de la operación de equilibrar. Esta operación no parece ser, en rigor, otra cosa que una actividad de «balanceo» o «ponderación», de «sopesamiento» de principios, de intuiciones. Pero, esta actividad así nombrada, ¿qué garantías de ordenamiento firme tiene para principios y/o intuiciones conflictivas? Creo que una respuesta puede obtenerse de las conocidas discusiones que se plantean en otra región de la filosofía práctica: la filosofía del derecho. Allí, la discusión sobre la firmeza y objetividad, confianza y rigor, del balanceo, es algo que está todavía a la orden del día. Autores como Robert Alexy, por caso, creen que la operación de ponderación, de balanceo, es «racional» en

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la medida en que se encuentra regulada por subprincipios (por ejemplo el de proporcionalidad) o por «leyes» de ponderación que garantizan que la jerarquización entre principios es segura (para una discusión del modelo de Alexy y en confrontación con Guastini, véase Moreso, 2002). Empero, esto no es obvio para los juristas. La sospecha de que la ponderación de Alexy es también un «nombre para un problema y no una solución para un problema» es una sensación parecida en el mundo jurídico a la que exhibe Appiah para el mundo moral. Dicho esto, hay que avanzar hacia el siguiente casillero: las intuiciones. Las intuiciones, obtenidas en forma no inferencial a partir de la percepción moral, pretenden captar los «rasgos sobresalientes» de un caso moral. Tal captación, según el intuicionismo que tengo en mente, puede ser confiable y no un mero nombre para un problema, no un mero flatus vocis, en la medida en que sea hecha por un agente racional o reflexivo o, por ejemplo, en términos de ética de la virtud, por un agente munido de phrónesis (McDowell, 1998, pp. 52-53). Esta última es una virtud intelectual volcada al ámbito práctico o moral que permite, según la teoría de la virtud, percibir los rasgos morales sobresalientes de un caso, así como la ponderación o sopesamiento de intuiciones conflictivas2. Los agentes fronéticos son plenamente racionales, educados de manera exigente en la virtud. Por tanto, frente a la acusación de falta de método del intuicionismo, hecha por Rawls, las cosas más bien parecen empatadas entre ambas posiciones, la del intuicionismo y la del rawlsianismo. Esto no resuelve el problema de la complejidad del momento de la ponderación o el balance, como las discusiones de los iusfilósofos ponen de manifiesto. Sin embargo, complejidad no es igual a tabula rasa en materia de criterios más o menos confiables por los cuales guiar el razonamiento moral. El tema es ciertamente complejo, pero no es necesario suponer que la moral es una cosa fácil de reconstruir.

Vuelvo a la percepción moral intuitiva. Argumento que los rasgos morales sobresalientes percibidos por un agente racional, como a los que me refiero líneas atrás, no son otra cosa que las propiedades normativas o morales a partir de las cuales sería posible identificar qué principios morales son los que intervienen en el caso que enfrenta un agente moral. Si, por ejemplo, para volver a un caso previamente mencionado, ahora con ligeras modificaciones, alguien ve que unos sujetos laceran con placer a un bebé, podría percibirse que tal acción es inmoral en la medida en que se perciben los rasgos sobresalientes del caso, rasgos que cuentan como núcleo de principios morales. Por caso: es incorrecto torturar a un indefenso. Tales rasgos sobrevienen a

2 Suele tenerse la idea de que la phrónesis es contraria a toda generalización moral. En contra de esta idea se encuentra Terence Irwin (2000). La phrónesis no está analíticamente comprometida con un particularismo duro o fuerte. Por lo cual, lo que diga en este artículo sobre agentes plenamente racionales que pueden hacer generalizaciones morales, esto es, razonamientos que valgan «más allá de ellos», es conceptualmente posible.

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propiedades naturales o básicas, empíricamente testeables, por ejemplo, a propiedades psicofísicas relacionadas con el daño y el dolor provocado a un agente en términos moralmente injustificados. Supóngase, ahora, que una percepción «más atenta», «más focalizada» de los rasgos del caso (Salles, 1999, p. 217) advierte que no hay intento de atormentar, sino que se trata del intento de unos padres de extraer un clavo del pie del bebé. Aquí habría otro principio, según el cual, en la medida en que no sea súpererogatorio, es obligatorio salvar una vida o ayudar a una vida en peligro. En esta descripción, una percepción más fina «desplaza» a una menos fina y la acción de intervenir en el bebé puede estar, a diferencia del ejemplo anterior, moralmente justificada. En ocasiones, sin embargo, las cosas son más complicadas y ello ocurre cuando existe un conflicto «genuino», esto es, cuando se admite que hay al menos dos principios en conflicto y no meramente una percepción que desplaza a otra. Por ejemplo, un conflicto entre un principio que ordena decir siempre la verdad y otro que obliga a salvar vidas, mintiendo si es necesario. Aquí el intuicionista, al revés de lo que se le objeta, podría, al percibir los rasgos sobresalientes de un caso, captar cuál de los principios «tiene mayor fuerza que el otro». Esta captación no es algo tan diferente de una operación de balanceo o del establecimiento de una cláusula específica de «excepción» (mentir para salvar vidas) dentro de un principio más general como el de «obligatorio decir siempre la verdad». Así, este último principio podría ser reconstruido por el intuicionista como «obligatorio decir siempre la verdad», introduciendo a continuación la cláusula «a menos que…» donde el «a menos que…» fungiría como cláusula de excepción basada en la «mayor fuerza», para el caso, del principio que obliga salvar vidas sobre el principio que manda siempre decir la verdad3.

El problema persistente, con todo, podría ser para casos donde los principios no se dejan equilibrar, puesto que ambos tienen la misma

3 Se puede objetar a lo dicho, del lado rawlsiano, que el equilibrio reflexivo no es un simple nombre para un problema, sino la solución. Esto es así porque este método permitiría obtener la jerarquización de los principios en conflicto insertando el análisis de las razones relativas de cada principio en conflicto con razones más generales en un esquema global de principios. Sin embargo, aunque esto sea cierto, de ello no se infiere que el intuicionista no pueda hacer algo parecido. Podría pensarse que el intuicionista usa la captación de los rasgos sobresalientes de un caso para ir ordenado principios en conflicto y, por «ascenso», ir obteniendo generalizaciones morales cada vez más amplias y coherentes. El intuicionista no tiene por qué ser un «particularista duro» que crea que la intuición de lo moralmente sobresaliente se «agota» en el caso analizado sin posibilidad lógica y empírica de que lo «efectivamente aprendido» en la respuesta a un caso sirva medianamente para el abordaje de casos futuros. Uno de los problemas para la generalización moral, con todo, es el de los dilemas trágicos. Si estos son irresolubles, no hay garantía alguna de que la percepción resuelva ese caso y todos los del futuro. Ello es así pues, por definición, el caso es «irresoluble». Aun así, este tema merece una especulación filosófica más detenida (véase, al respecto, Lariguet, 2008, 2011). Con independencia de lo que se acaba de puntualizar, la posibilidad de «ascenso» sería una forma de obtener generalizaciones que amplíen la posibilidad de coherencia a verdades morales más generales. Esto no sería tampoco tan distinto del llamado equilibrio reflexivo. De todos modos, la tarea de hurgar en la naturaleza de estas operaciones de balanceo sofisticadas sigue requiriendo análisis y sigue suscitando discusión. De allí el aserto de Appiah de que el equilibrio reflexivo parece el «nombre de un problema». No es, en todo caso, un argumento, en consecuencia, que valga solamente para el intuicionismo, como se ha dado en popularizar a partir de Rawls.

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fuerza, sobre la base de razones inconmensurables, o cuando tienen una fuerza equivalente o simétrica. Estos casos son conocidos en la literatura filosófica como «dilemas morales trágicos» (Lariguet, 2008), trágicos porque cualquier cosa que se haga parece un mal inevitable. Y dilemáticos porque, a diferencia de conflictos que se dejan tratar mediante alguna tarea de balanceo o jerarquización, en estos casos parece que los metacriterios que explican un ordenamiento posible entre principios se encuentran ausentes o severamente indeterminados. Por ejemplo, si acudimos a las tragedias griegas, un caso de esta índole podría ser el de Agamenón que debe decidir si sacrifica a su hija Ifigenia, honrando su deber como militar y estadista, o si no la sacrifica y deshonra sus deberes estatales o políticos. En un caso hipotético como este, pareciera, prima facie, que la ética experimenta algún tipo de «límite racional», es decir, de capacidad de ser guiados por razones a la respuesta correcta al caso. Ello es así, en tanto se admita que sin importar qué haga Agamenón, habrá hecho algo «inevitablemente» malo. Si esto fuera así, aquí no tendría problemas solamente el intuicionista moral, sino cualquier otra doctrina metaética o doctrina también de ética normativa. Esto es así, en tanto el desafío de los dilemas morales trágicos es un desafío lanzado contra «toda» la ética como disciplina filosófica compleja y no solo contra una doctrina moral específica4.

V.2. Las intuiciones y los hechos no naturalesAl hablar de las características paradigmáticas del intuicionismo moral, he señalado que las intuiciones —sean meras «apariencias intelectuales o perceptuales», «creencias no doxásticas», etcétera— apuntan a captar hechos morales sui géneris. Esto es, hechos «peculiares», hechos no-naturales, hechos morales en suma. Esto emparienta al intuicionismo moral con el realismo moral no naturalista de autores como Enoch por ejemplo. Sin embargo, debo proceder más lentamente. Recuérdese, primero, que Ronald Dworkin sostiene que la postulación de hechos de esta índole, que suponen la adscripción al mundo de «morones», de propiedades morales singulares, es un paso innecesario para una ética que busque acomodarse en el marco de una «epistemología integrada». Tal integración debería suscitar una atmósfera intelectual en la que la percepción epistémica no fuera extravagante, postulando «raros» sentidos morales o «teológicos» como, por ejemplo, cuando se piensa que, mediante la intuición, captamos la existencia de Dios. Para Dworkin, esta «integridad» de una epistemología moral se basa en una concepción «interpretativista» de la práctica moral. Los conceptos morales, como

4 Por ejemplo, un «utilitarista» diría que no hay tal desafío pues es siempre posible identificar un metaprincipio (verbigracia la felicidad general) para ordenar pretensiones en conflicto. Pero, como muestro con diversos argumentos (Lariguet, 2008), el utilitarismo no proporciona una respuesta contundente en contra de los casos trágicos. Para mencionar uno solo de los argumentos, el utiltarismo no demuestra la desaparición del llamado «residuo moral».

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los políticos o jurídicos, son interpretativos, no meramente categoriales. Y, además, dada la creencia de Dworkin, qua erizo, en la «unidad del valor», la mejor interpretación es aquella que expone en una malla holística coherente a todos los valores morales, políticos y jurídicos sin que estos entren en conflicto, como pensaba Isaiah Berlin. La idea dworkiniana, entonces, es suplantar la idea de los morones, por la idea de mejor interpretación objetiva; mejor interpretación de la que somos responsables en la búsqueda de verdad de nuestras creencias morales.

A la postura de Dworkin se le puede objetar, en primer lugar, que es un hecho del mundo que parecemos equipados, incluso desde un punto de vista evolutivo, de un sentido moral, de un sentido de la justicia también, como diría Rawls. ¿Qué tan misterioso es este sentido? ¿Remite a morones en los términos de Dworkin? La primera respuesta es que si los hechos percibidos por tales sentidos son hechos que no se dejan explicar por las ciencias naturales y que, en consecuencia, son hechos no naturales, entonces el intuicionismo moral es «esotérico». Sin embargo aquí es donde debo efectuar tres precisiones.

La primera es la siguiente: podríamos pensar que las intuiciones de los agentes morales, en la medida en que converjan en torno a unos hechos básicos o naturales, no pueden estar masivamente equivocadas. Un error masivo debería ser probado por un argumento escéptico poderoso que autores como Rawls o Dworkin, escépticos del intuicionismo, no parecen dar. La convergencia de las intuiciones morales, podrían demostrar, a la postre, que las intuiciones «funcionan bien» o «son confiables» en la medida en que nos suministran creencias morales que podemos certificar verdaderas.

La segunda precisión es que cuando los intuicionistas morales clásicos pensaban en hechos no-naturales no es que renegaran totalmente de la experiencia de lo «natural». Más bien significaba que lo bueno, o lo correcto, no se puede reducir totalmente a la descripción de hechos naturales. Si así no fuera, la famosa «pregunta abierta» de Moore no surgiría. Conforme con la misma, una explicación naturalista del deber moral, por ejemplo que afirme que la satisfacción del mismo nos da placer, siempre deja un «resquicio», una fisura para formular dudas sobre la bondad o corrección de un comportamiento. Por ejemplo: ¿pero es esto placentero correcto?

La tercera precisión, conectada con la segunda que se acaba de explicar, es que los realistas morales, o algunos de ellos, son más sofisticados que la caricatura según la cual el intuicionismo se desentiende por entero del mundo natural. Por ejemplo, para el ya citado Robert Audi (2013, p. 57), es un dato del mundo el que las intuiciones morales están «ancladas» (anchored) en el mundo natural. La percepción moral se inicia a partir de la observación física de un hecho explicable por datos físicos, biológicos,

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psicológicos, etcétera. El mismo Michael Smith (2015, capítulo 5) —siendo un «anti-humeano» en materia de motivación moral, esto es, en materia de la explicación de la relación entre razones para actuar y comportamiento— sostiene que su explicación moral puede incluirse, al final, bajo un tipo de «naturalismo amplio». Me explico mejor. Según Smith, no es cierto que el par creencia-deseo esté totalmente divorciado como piensan los humeanos. Por eso se afirma de Smith que es «anti-humeano». Para él, las creencias de un agente «plenamente racional» (Smith, 2015, p. 180), esto es, de un agente con toda la información empírica a la vista, y la deliberación racional efectuada con esmero, las creencias (o intuiciones, diría yo) sobre lo que es correcto o bueno también incitan, mueven, motivan a actuar, en general, de manera correcta5. Ahora bien, cuando Smith, u otros realistas, sostiene que el realismo es no-naturalista, pero que, sin embargo, puede inscribirse en un naturalismo amplio, no está cometiendo una contradictio in adiecto. Lo que rechaza el realista, o el intuicionista en el caso que estamos analizando, es la «reducción», la «identificación total» entre enunciados o juicios morales y enunciados y juicios naturales. La manera de sortear esta reducción es mediante otro mecanismo lógico-metodológico, a saber, la «superveniencia»6. Con este nombre se alude a que, bajo ciertas condiciones de reflexión racional, de agencia plenamente racional, un agente, como diría el intuicionista, puede percibir lo correcto. Y esto que llamamos lo correcto «superviene», no se reduce a lo físico o natural, ni a lo psicológico, ni a lo neurológico, etcétera7. La superveniencia es la manera que tiene la ética de vivir con el naturalismo, sin ser sometida a él8.

5 Véase lo que dije anteriormente sobre la phrónesis, que es una forma también de reconstruir a un agente plenamente racional. Por otro lado, cuando digo que «en general» llevan las intuiciones al sentido correcto de la acción es porque asumo que pueden ser falibles, especialmente cuando las mismas no vienen solas o presentadas en forma consistente. Esto último ocurre cuando hay conflictos morales que presuponen conflictos entre intuiciones.

6 Algunos traducen el término «supervenience» por «sobrevivencia» con el sentido de que una propiedad moral sobreviene a hechos naturales o hechos-base. Para las complejidades de la superveniencia, entendida, prima facie, como «covarianza entre propiedades base y propiedades morales», puede verse McPherson (2015). La covarianza supone que dos hechos naturales idénticos instanciarán las mismas propiedades morales. La superveniencia, tal como la entiendo aquí, supone una relación necesaria entre propiedades naturales o base y propiedades morales; relación reflexiva y transitiva que transita todos los mundos posibles. Esto se conoce como la tesis de la superveniencia «fuerte» que se diferencia de la «débil», en el sentido en que esta última solamente exige que la covarianza sea inalterable «dentro» de un mundo posible, no alrededor de todos los mundos posibles.

7 Aquí hablo de propiedades naturales o base sobre las que supervienen propiedades morales. Algunos especialistas, por ejemplo McPherson (2015), prefieren hablar de propiedades «no éticas», en vez de naturales, dada la polisemia del término «natural». Aquí dejo a un lado esta complicación semántica.

8 Contra la posible objeción de que la superveniencia es un criterio lógico que sale como «por arte de magia» de una galera filosófica esotérica, se puede decir lo siguiente. La superveniencia es una categoría que forma parte del análisis lógico posterior acerca de cómo dar sentido a la idea de que lo moral es relativamente autónomo. No se reduce a lo natural, sino que emerge por intuición: intuición que se enmarca, a posteriori, en una reflexión moral madura obtenida, entre otras cosas, por medio de una educación idealizada o reflexiva. Lo que señalo puede ser recusado. Se podría imaginar que la intuición es todo lo contrario a la educación que, en rigor, envuelve un proceso complejo de socialización. Sin embargo, qua agentes sociales, la moralidad no deja de tener un

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A la luz de las tres precisiones antecedentes, cuando se arguye, como hice páginas atrás, que una característica «paradigmática» del intuicionismo es el «no naturalismo», quizás deberíamos proceder con cautela. Lo que quiero decir es que una «reinterpretación» realista contemporánea podría sostener lo siguiente: i) las intuiciones morales son percepciones de propiedades morales que sobrevienen a hechos naturales, ii) en tal sentido, los hechos-base de las propiedades morales son datos naturales, iii) con lo cual el intuicionismo podría hacer ajuste con el naturalismo amplio del que habla Smith y, en virtud de esto último, iv) la postulación de «hechos no naturales» podría reinterpretarse, tal como argumento, como una postulación que conecta propiedades morales (las de los «hechos morales» stricto sensu) con hechos naturales o hechos-base a los que tales propiedades supervienen. Los hechos no-naturales del intuicionismo moral, entonces, son hechos morales irreductibles a hechos naturales, pero no se trata, pues, de hechos que no puedan arrancar de hechos naturales y tener relativa independencia respecto de estos, dada la utilización de la superveniencia como pauta lógica que asegura el salto justificado —no falaz— de lo natural a lo moral. Si lo dicho implica que el realismo moral subyacente al intuicionismo moral no es —como pensaría Moore— un realismo no naturalista, sino uno naturalista, no tendría problemas en aceptarlo. Hechas estas clarificaciones, cualquier disputa subsecuente sería una disputa sobre nombres y no una disputa sustantiva.

Las cuatro consideraciones que acabo de efectuar en el párrafo anterior podrían, entonces, ser aceptables como una nueva pintura del intuicionismo que no sería, conforme lo argumentado en este trabajo, una «criatura de la oscuridad» (parafraseo a Devitt, 2004, p. 191). Empero, queda una objeción que realizar y es la siguiente: cuando se habla de intuicionismo, una tesis epistémica que suele acompañarlo es aquella según la cual las intuiciones morales siempre se deben dar a priori. No hace falta, por caso, «ver» físicamente, ocularmente, como unos padres torturan y luego matan a un bebé para «saber» y para «razonar» acerca de que dicha acción es moralmente incorrecta. Así, cuando el intuicionista moral habla de «hechos no naturales» como sinónimo de «hechos morales», podría estar pensando en esta dimensión epistémica. Antes de la ocurrencia de los hechos naturales (torturar, ahogar, etcétera), se puede «captar», a priori, ideas autoevidentes. Esta objeción no es compulsiva. Primero, porque la captación de la moralidad o inmoralidad de una acción o estado de cosas puede darse por phrónesis, la cual no requiere ser a priori. Por otro lado, creo que se puede mantener lo que Robert Audi llama el «anclaje» de la percepción moral en propiedades

sentido social. Al menos en general, esta es una explicación válida. La educación moral reflexiva, en condiciones ideales, determinaría que nuestra socialización incorpore un catálogo de intuiciones en forma preconsciente. Luego, la intuición moral, como se ha sostenido, puede ser sometida a un proceso de refinamiento, vía la reflexión moral, mucho más amplio.

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naturales. Anclaje que, como he dicho, se podría sintetizar en la categoría de «superveniencia». Qua agentes morales, es posible que percibamos, que intuyamos, distintas verdades morales. Sin embargo, ello no está reñido con dos consideraciones básicas. La primera es que, en general, «aprendimos» a valorar moralmente a partir de una «educación moral». Las intuiciones morales son el resultado, por lo general, del contacto reflexivo, educativo, con experiencias morales que hemos visto o que nos han narrado nuestros padres, maestros, colegas, etcétera9. La segunda consideración es la siguiente: como veremos, próximamente (en el siguiente apartado: V.3.) las intuiciones deben, por lo general, ser sometidas a una «reflexión racional» más amplia. Tal amplitud de la reflexión puede requerir una justificación que eche mano del sopesamiento fronético de intuiciones, además de «evidencia empírica» para fortalecer o respaldar la intuición moral10, por ejemplo, pruebas físicas y psicológicas de lo que un agente o un «paciente» (como el bebé) puede experimentar al ser torturado11.

Lo que acabo de decir puede sonar débil. He dicho que la reflexión racional «puede requerir» y esto no sienta una tesis analítica. Sin embargo, si aceptamos que los hechos no naturales o morales supervienen de hechos naturales, la tesis deja de ser débil.

Por otra parte, elaborar patrones naturales, basados en evidencias empíricas, no tiene por qué generar encono en las filas intuicionistas. Además de lo anterior, se puede señalar que la experiencia moral suele darse en «contacto con» o en «fricción» con situaciones «reales» vistas por el agente moral o al menos conocidas indirectamente, como se sugirió líneas atrás. En este último caso, por ejemplo, cuando me entero por el diario de que una joven de 16 años fue torturada, violada y empalada, me entero de que fue parcialmente drogada en cierto momento pero que, aun bajo los efectos de las drogas, fue tal el terror que sintió al

9 Pongo el acento en el dato «reflexivo» de la educación. Una educación poco reflexiva es caldera para el relativismo moral. Incorporamos un paquete de intuiciones, de este modo, contingentes. Sin embargo, aquí debo abrir dos incisos aclaratorios adicionales. Primero, el aspecto reflexivo es exigente porque se basa en la posibilidad de generalización moral. Lo que vale para mí, debería valer para ti. Esto es lo que inculca la educación reflexiva exigente. Segundo, porque hay aspectos «cuasi naturales» o «naturales» de convergencia de la intuición moral en casos «básicos» que tienen que ver con la evolución de la humanidad qua especie: por ejemplo, una cierta simpatía por los semejantes, aversión al dolor, sentido de la mínima cooperación, etcétera (Vidiella, 2016). Por ejemplo, el no matar o no mentir sin una gran justificación son patrones de evolución de la especie humana altamente generalizados desde un punto de vista empírico. Desde el punto de vista conceptual, explican la posibilidad de que haya grupos sociales mínimamente cohesionados. Sin estas restricciones morales (no matar o no mentir sin alta justificación) no serían conceptualmente posibles grupos mínimamente cohesionados. Esto es no solo una afirmación conceptual, sino también una verdad empírica. Para mayor desarrollo de estos argumentos, véase Lukes (2011, p. 77).

10 Y de una reflexión más compleja, como en casos «jurídicos» del estilo Riggs v. Palmer que cité antes. Allí los jueces ocupan una posición «institucional» y no meramente ordinaria.

11 Estoy simplificando mi análisis porque admito que ser «seres sintientes» no sería, necesariamente, la única condición lógica para predicar que una acción es incorrecta moralmente. El hecho de no poder sentir no necesariamente cuenta en contra de hablar de acciones moralmente incorrectas. Si, por ejemplo, me han drogado y luego me torturan y no siento la tortura como un dolor que me daña, ello no quita que la tortura sea inmoral. Dejo estas complicaciones a un lado.

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comenzar a ser empalada, y tal el «dolor», considerado empíricamente, que sufrió un paro cardíaco. Leo el diario y formo mi intuición de que la acción es cruel, horrenda, inmoral. Puedo «reaccionar a priori». Pero a la hora de la discusión moral, puedo echar mano de una reflexión racional más amplia que apele a evidencia empírica y a argumentos y categorías conceptuales y normativas más precisas, amplias y sofisticadas. Así las cosas, el intuicionismo moral puede ser «ampliado» a cierta forma de naturalismo.

V.3. La rareza y el desacuerdoComo se vio párrafos atrás, para autores como Mackie, los hechos morales del realismo, o del intuicionismo realista, son raros (queer). Esto no ocurre con los hechos naturales simpliciter por ejemplo. Estos son materia de explicaciones falibles por las ciencias naturales, entendiendo este último sintagma de forma amplia, tal que incluya no solo a la física o la biología, sino también a la neurociencia, la psicología, o a la sociología. Más aun, en consonancia con Mackie, se podría añadir que los juristas, por ejemplo, pueden postular unos hechos «institucionales» que también tendrían una explicación sociológico-normativa no queer. Pero hablar de hechos morales como los intuicionistas parece una explicación per obscurius. Además de lo anteriormente indicado, hay otro aspecto en el que el intuicionismo realista sería ingenuo. Me refiero al aspecto de los desacuerdos, desacuerdos que son la cáscara de los conflictos morales en los que Rawls pensaba que el intuicionismo es incompetente. Ambas acusaciones están vinculadas en cierto punto: la rareza y el desacuerdo recalcitrante porque, en un mundo poblado de entidades tan inmanejables, ¿cómo es posible pensar en la solución racional para un desacuerdo? Una respuesta perentoria para esta pregunta es la siguiente. Es verdad que, en general, el intuicionista habla de la percepción de datos autoevidentes con relevancia moral. Es verdad, además, que la percepción, en principio, es «no inferencial», como ya se explicó páginas atrás. Sin embargo, esto no obsta a que las intuiciones cabalguen, a posteriori, sobre juicios, como dice Rawls, «bien considerados» o «maduros». Los intuicionistas, en general, no niegan la posibilidad de que los juicios obtenidos inicialmente de manera no inferencial sean sometidos luego a reflexión moral racional amplia, como se dijo líneas atrás, a debate, a deliberación, en síntesis, a justificación moral no meramente apriorista sino que pueda apelar a evidencia empírica y a categorías conceptuales y normativas complejas12. A fin de cuentas, la intuición es como una suerte de fuente «solitaria», aun si luego es

12 En realidad, es como si hubiera dos niveles de madurez diferentes. El agente moral ideal percibe o intuye moralmente en forma correcta porque es maduro. Sin embargo, dado que el fenómeno moral es complejo, por ejemplo, porque las intuiciones suelen presentarse a veces en forma conflictiva, se requiere luego de una madurez reflexiva más alta y más amplia para determinar la fuerza final de las intuiciones y así poder identificar cuál de ellas ingresa a un razonamiento moral, esto es, a una

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convergente en el juicio moral emitido por una mayoría racional. En cambio, la discusión, el debate público, «dialógico» entre razones exige que pasemos nuestras intuiciones por un filtro posterior: la reflexión. En otras palabras, inicialmente las intuiciones no «se razonan», pero posteriormente, si hay desacuerdo o conflicto sobre dichas intuiciones, las mismas pueden pasar por un proceso de razonamiento y sopesamiento que permita a la postre su inserción dentro de un razonamiento moral13.

El hecho, por otra parte, de la autoevidencia de lo intuido tampoco está reñido con el dato de que el intuicionismo admita que, luego de reflexión, o de percepciones más finas —como con aquella que ejemplifiqué párrafos atrás—, el juicio moral resulte «falible», corregible o «derrotable» a la luz de otros juicios incardinados en intuiciones y/o principios morales pertinentes14. Esto parece demostrar que las intuiciones no comprometen analíticamente con la rareza. Pero esto es así por un motivo adicional al que ya se aludió en el apartado anterior (V.b.). Los intuicionistas, aun si no admiten la reducción de hechos a hechos naturales, sí que pueden admitir la superveniencia, con lo cual su doctrina no sería renuente a un naturalismo amplio no reduccionista. Si esto se admite, o al menos se acepta de forma condicional, no es verdad que la rareza sea la marca de origen de todo el intuicionismo moral.

Queda, no obstante, el tema del desacuerdo. Al respecto, lo primero que se me ocurre señalar es que el dato del desacuerdo, naturalmente conectado con el dato del pluralismo de valores o concepciones, no es un dato que no sea reconocido por el intuicionista. En general, el intuicionista, como el mismo Rawls reconoce, es un pluralista moral. Hay, a veces, pace el erizo dworkiniano, potenciales intuiciones en conflicto porque el mundo se nos muestra en ocasiones como «fragmentado» en valores diversos y conflictivos.

Ahora bien, no hay ningún aspecto del intuicionismo que esté emparentado ni de cerca ni de lejos con el irracionalismo. El intuicionista apunta a la necesidad de resolver los desacuerdos racionalmente, es decir, mediante las «mejores» razones. Las mismas comienzan a ser captadas intuitivamente, pero tales intuiciones, como también se dijo, pueden luego ser sopesadas y justificadas, pasando a formar parte de procesos inferenciales como los razonamientos morales o de procesos «interpretativos responsables» como en los que piensa Ronald Dworkin en su Justice for hedgehogs (Justicia para erizos). El problema, aun así subsistente, tendría que ver con lo que Audi llama el desacuerdo entre agentes ideales igualmente racionales (2013, pp. 75 ss.; Audi los llama

cadena inferencial. Dejo aquí a un lado el problema de los dilemas morales trágicos y si en ellos es posible ordenar sin residuo moral significativo las intuiciones morales eventualmente contendoras.

13 Las intuiciones son el punto de arranque del conocimiento moral. Pero qua agentes morales reflexivos podemos someter a escrutinio nuestras intuiciones o balancearlas si es necesario.

14 Sobre todo cuando hay «conflicto» entre principios o intuiciones.

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«idealized disputants»), esto es, entre agentes que dominan la misma información empírica y están munidos de las mismas herramientas de reflexión y deliberación. Casos así, de existir, serían, sin embargo, un desafío no solo para el intuicionismo, sino también para algunas otras doctrinas de ética normativa, por ejemplo el kantismo. En otras palabras, lo que quiero decir, es que un desacuerdo entre «pares epistémicos», en condicionales ideales, y manteniendo constantes las variables pertinentes no sería un problema solo para la doctrina que estoy examinando, sino, en rigor, también para otras doctrinas morales no intuicionistas.

V I . RECAPITULACIÓN: LOS ASPEC TOS RESCATABLES DEL INTUICIONISMO MORAL

El punto de partida de este trabajo, como se consignó en la introducción, ha sido intentar mostrar el atractivo filosófico del intuicionismo para el razonamiento moral. Para ello, he mostrado, primero, cuáles son las características paradigmáticas del intuicionismo moral. Además, he presentado un breve catálogo con algunas de las principales objeciones que esta doctrina ha recibido. Asimismo, he tratado de imaginar respuestas naturales que un intuicionista moral podría dar a tales objeciones.

He sostenido que la filosofía moral anda a intuiciones. Y esto, al menos, en un doble sentido. Si algunas de las respuestas otorgadas a las objeciones planteadas en la sección IV tienen visos promisorios, entonces las intuiciones son tanto formas válidas de conocimiento moral, como combustible de alto octanaje para el razonamiento moral. Todavía más: parece un dato inescapable que la ética, en tanto disciplina filosófica, no escapa a la rutina diaria según la cual gran parte de nuestro trabajo descansa sobre intuiciones de diverso grado de abstracción y sobre la posibilidad de estas de sostenerse frente a contra-ejemplos o experimentos mentales también basados en intuiciones. Esto no agota la ética. Hace falta la argumentación pura y dura y quizás mostrar que las intuiciones forman redes consistentes desde un punto de vista holístico.

Sea como fuere, ahora, a modo de recuento de algunas de las principales ideas defendidas en el trabajo, presento algunas de las tesis defendidas. En cuanto al aspecto epistémico de las intuiciones morales, las tesis presentadas son las siguientes.

a) Las intuiciones no son formas opacas al razonamiento. Aunque inicialmente tengan rasgos no-inferenciales, ello no obsta a que, dado un conflicto o desacuerdo moral, las mismas luego puedan ser sometidas a ponderación y a ejemplos contra-intuitivos. De sobrevivir esta otra etapa de ampliación de la justificación, tales intuiciones pueden formar parte de una cadena de inferencias

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morales plausibles o válidas, esto es, pueden formar parte de un «razonamiento moral», entendiendo a este último en un sentido inferencial basado en la relación lógica entre premisas justificadas15.

b) Las intuiciones morales no son infalibles, por lo anteriormente dicho. Al ser sometidas a escrutinio, a sopesamiento o ponderación, o al ser modificadas por percepciones más finas, pueden ser desplazadas o derrotadas por otras intuiciones. Esta corrección de las intuiciones se presenta como necesaria, en general, cuando hay conflictos entre intuiciones; conflictos y/o desacuerdos que presuponen alguna forma de dilema moral.

c) Lo dicho en a) y b) mostraría que las intuiciones morales no están «anémicas de razón». Son el producto de agentes plenamente racionales, por ejemplo agentes fronéticos, educados en la virtud. Esto es una forma idealizada de pensar en el proceso no inferencial de captación de la verdad moral. Tal captación puede ser corregible, como se dijo antes, a la luz de otras percepciones más finas o de potenciales conflictos o dilemas morales. Lo cual fuerza a que, a la postre, las intuiciones captadas por agentes racionales sean refinadas mediante justificación reflexiva y ampliada. Tal justificación ofrece un «plus» a la hora de incorporar intuiciones a un razonamiento moral, esto es, a una cadena inferencial.

d) El hecho de que las intuiciones morales puedan ser «captadas a priori» no quita su acople complementario con datos empíricos sobre cuya sensibilidad, en general, hemos sido educados; educados bajo condiciones ideales de reflexión moral. Son tales condiciones ideales las que explican la posibilidad de agentes plenamente racionales como aquellos en los que piensa Michael Smith, o de agentes constituidos por la phrónesis como en los que piensa la teoría de la virtud (por ejemplo, McDowell, mencionado anteriormente).

e) El hecho de la «aprioridad» de la percepción moral implica que se puede presuponer que ya sabemos lo que significa ser humillados, torturados, golpeados, etcétera. Sin embargo, «ese ya sabemos», como he dicho, luego se puede ampliar en el marco de una reflexión y ponderación fronética más compleja y consciente,

15 La justificación suele entenderse desde un punto de vista externo o interno. Externo refiere al modo de introducir válidamente premisas; interno, a la manera de extraer conclusiones válidas de un conjunto de premisas previamente introducidas. Las intuiciones primero pueden satisfacer la justificación desde el punto de vista externo, en tanto y en cuanto se admita su carácter autoevidente. Sin embargo, para entrar de lleno al ámbito de la inferencia (punto de vista interno), a veces se exige la prueba de someter las intuiciones a contraejemplos, por caso, a otras intuiciones que pueden estar en conflicto con las que inician la percepción moral, a debate dialógico, etcétera.

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especialmente en casos donde se constata la presencia de percepciones más finas o de conflictos entre intuiciones.

En cuanto al aspecto metafísico u ontológico de las intuiciones morales hago ahora las siguientes consideraciones.

f) Aunque paradigmáticamente las intuiciones forman parte del realismo moral «no naturalista», por apuntar a hechos no-naturales, tal característica puede ser reformulada caritativamente si se asume que lo «no natural» se vincula con la necesidad de respetar la autonomía de la ética. Tal autonomía dependería de evitar la reducción de lo moral a hechos puramente explicables por las llamadas ciencias naturales. Un filósofo moral intuicionista, en cambio, puede apelar a la idea de superveniencia como alternativa válida a la reducción o identificación, toto genere, con el mundo de los hechos naturales. En otras palabras, un intuicionista podría admitir lo natural como base de la superveniencia de hechos morales; pero tales hechos, supervinientes a lo natural, tienen autonomía a la hora de explicar y/o justificar principios morales.

g) Por otra parte, existe el dato según el cual el intuicionismo es amigable al pluralismo de principios morales, es decir, a la pluralidad de hechos morales. En consistencia con este dato, se puede aseverar que la posibilidad conceptual y fenoménica del conflicto moral no se halla preterida. Tal conjunto de aseveraciones ofrece ventajas, en mi opinión, sobre otras posiciones morales de primer orden como el kantismo y el utilitarismo que tienen grandes problemas para aceptar conflictos morales genuinos (he desarrollado en otros textos (Lariguet, 2008, 2011) argumentos específicos acerca de por qué no es aceptable negar la realidad del conflicto moral). El intuicionismo moral, al revés, acepta la posibilidad de que nuestro ethos, el cual incluye no solamente la moral, sino también el derecho y la política, pueda ser genuinamente conflictivo. Y acepta, paralelamente a ello, que pueda haber desacuerdos morales difíciles16.

h) En contra de que el intuicionista moral se encuentra inerme frente al dato del conflicto, se ha sostenido en este trabajo que la

16 Si se probase en forma conceptual que tales desacuerdos son a veces «irresolubles», tendríamos ahora una «anomalía filosófica», algo que le resultaría costoso digerir a la filosofía. Por ejemplo, un notable desafío sería ver cómo digerir la anomalía sobre la base de intuir la unidad del valor, como hace un erizo como Ronald Dworkin. Tenemos así a la vista dos intuiciones altamente potentes. Por un lado, parece un requerimiento analítico pensar que, de manera semejante a la predicación de verdad, la predicación del valor debe ser unitaria, ello con independencia de la diversa «instanciación» del valor. Pero, por otro lado, parece altamente intuitivo reconocer como parte del fenómeno moral la posibilidad de que algunos valores se presenten fragmentados, en conflicto potencialmente irresoluble, generando desacuerdos recalcitrantes. Ambas intuiciones son muy poderosas. Cómo encastrar ambas intuiciones es el desafío del filósofo.

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percepción moral es una herramienta de captación de los rasgos sobresalientes de un caso. Tales rasgos pueden ser captados en cuanto a su «fuerza» propiamente dicha en el razonamiento moral. Es decir: el intuicionista podría alegar la posibilidad de «ver» qué fuerza tiene cada requerimiento moral de los que están en eventual conflicto y, así, proponer una manera de «ordenar el conflicto». Esto se puede admitir, arguyendo, si además se acepta que la percepción moral de la que hablan los intuicionistas remite a personas «educadas moralmente» o «reflexivas». La percepción moral, la intuición moral, sobre la que mayormente meditan los intuicionistas morales, no es la de personas sin «moralidad madura», carentes de educación o reflexión moral. En todo caso, la idea de intuición moral forma parte de un lenguaje «idealizado» de la moral no meramente psicologista en el sentido estrictamente empírico. Esto es importante aclararlo en contra de la posible objeción de distorsión cognitiva en la percepción. Tal distorsión, que tampoco es ajena a la percepción de datos naturales o empíricos «puros», es un problema general de la epistemología y de la epistemología moral como un todo y no solo del intuicionismo.

i) La posibilidad de conflictos morales irresolubles o desacuerdos morales genuinos tampoco es un problema específico que deba enfrentar a solas el intuicionismo moral. En todo caso, tales hipotéticos conflictos muestran límites de la razón. Hasta qué punto estos límites pueden ser «estirados» por el esfuerzo de intentar ponerse de acuerdo en las mejores razones morales reguladoras de un conflicto moral, es un tema tan apasionante como abierto. Pero lo que se puede decir, después de todo, es que la intuición moral puede ser un buen comienzo para esta tarea de argumentación y eventual convergencia en torno a eventuales mejores razones morales.

Como quiera que sea, puedo estar de acuerdo, de antemano, en que algunos intuicionistas morales no se sientan «retratados» por mi propuesta. Y, dentro de sus filas, algunos «realistas morales» (por ejemplo Enoch o Shafer-Landau) podrían sentir que he torcido o mal comprendido el alcance de sus tesis. Mi idea de que las intuiciones, por ejemplo, no obstante puedan «presentarse a priori», puedan y deban fortalecerse luego por reflexión racional amplia, esto es, mediante justificación en razones y en apelación a hechos naturales, podría ser una nota aportada que se «sale del libreto» clásico. También, el intuicionista apegado a un realismo moral no naturalista «estricto» podría considerar que ninguna forma de vinculación con los hechos naturales es necesaria. Sin embargo, esto sonaría a una tesis metafísica extravagante e innecesaria.

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Estos eventuales malestares de estos intuicionistas-realistas muestran lo que sostuve al comienzo de este trabajo: el intuicionismo moral forma parte de una amplia familia de concepciones. La perspectiva que he ofrecido procura ser una manera plausible de reconstruir los mejores aspectos de las concepciones intuicionistas. Por lo que he sostenido páginas atrás, el intuicionismo moral es una doctrina que vale la pena seguir considerando como instrumento de conocimiento y razonamiento moral. Espero haber acertado en algunas de las razones que justifican este aserto y en haber puesto en juego intuiciones filosóficas plausibles acerca de esta doctrina.

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Recibido: 15/11/2016 Aprobado: 29/03/2017

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Emoción, racionalidad y argumentación en la decisión judicialEmotion, rationality and argumentation in judicial adjudication

J O S É E N R I Q U E S O T O M AYO R T R E L L E S *

Pontificia Universidad Católica del Perú

Resumen: A partir de la teoría de las emociones de Martha Nussbaum, el presente trabajo propone una teoría de la racionalidad y razonabilidad judicial que incluya a las emociones como un elemento necesario. Con ello se pasa de un modelo puramente deliberativo-abstracto de argumentación judicial a uno de tipo narrativamente abierto, en el cual la empatía y la imaginación literaria desempeñan un papel fundamental. Sostendré que las emociones tienen una manifestación concreta en al menos tres circunstancias relevantes: el valor del testimonio, el de la empatía y el de la imaginación literaria. Sin embargo, el lugar de las emociones para el proyecto de la racionalidad judicial está sometido a restricciones institucionales tales como reglas del derecho, procedimientos o precedentes. Con ello, un bosquejo de teoría sobre la racionalidad narrativa en sede judicial es presentado en la última sección.

Palabras clave: teoría de las emociones, empatía, racionalidad judicial, injusticia epistémica

Abstract: Based on the theory of the emotions proposed by Martha Nussbaum, the present paper proposes a theory of rationality and judicial reasonability that includes emotions as a necessary element. With this, it is possible to pass from a purely deliberative-abstract model of judicial argument to a narratively open one, in which empathy and literary imagination play a fundamental role. I will argue that emotions have a concrete manifestation in at least three relevant circumstances: the value of testimony, that of empathy, and that of literary imagination. However, the place of emotions for the project of judicial rationality is subject to institutional restrictions such as rules of law, procedures and precedents. With this in mind, a sketch of theory on the narrative rationality in judicial contexts is presented in the last section of this paper.

Key words: theory of the emotions, empathy, judicial rationality, epistemic injustice

* Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Ex becario del Master in Global Rule of Law & Constitutional Democracy de la Università degli studi di Genova (Italia). Candidato a magíster en Filosofía de la PUCP. Actualmente se desempeña como asesor en la Dirección General de Justicia y Libertad Religiosa del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Ha sido docente de la Academia de la Magistratura. Miembro de los grupos de investigación sobre Teoría Crítica, el Centro de Estudios de Filosofía del Derecho y Teoría Constitucional (CEFT) y el Grupo de Investigación sobre Epistemología Jurídica y Estado Constitucional (GIEJEC) de la PUCP.

Código ORCID: 0000-0002-1155-0249. Correo electrónico: [email protected]

N° 79, 2017 pp. 151-190

https://doi.org/10.18800/derechopucp.201702.008

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CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.– II. EL MODELO RACIONAL DE ARGUMENTACIÓN COMO DELIBERACIÓN.– III. DE LA DELIBERACIÓN A LA COMUNICACIÓN.– IV. EMOCIONES Y RAZÓN EN MARTHA NUSSBAUM.– V. ¿EMOCIÓN O RAZÓN, O EMOCIÓN Y RAZÓN?.– VI. COMUNICAR LO INEXISTENTE.– VII. UN ESBOZO DE TEORÍA SOBRE LA RELACIÓN ENTRE LAS EMOCIONES Y LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA.– VIII. DOS EJEMPLOS.– IX. CONCLUSIONES.

I . I N T R O D U C C I Ó NEn el desarrollo del presente artículo presentaré algunas insuficiencias de un modelo deliberativo-formal de argumentación y, a partir de estas, articularé una teoría de la racionalidad que no excluya a las emociones. Luego de estos primeros apuntes presentaré una teoría sobre la relación entre las emociones y el razonamiento jurídico y judicial. Una advertencia preliminar y final parece aquí relevante: a pesar de que los estudios empíricos sobre la relación entre emociones y decisión judicial puedan resultar muy iluminadores e interesantes, aquí no me ocuparé de ellos. Lo que busco articular, en su lugar, es una teoría normativa sobre el lugar y el tipo de emociones en las que se debería basar un juez virtuoso. En suma, se trata de una teoría sobre el deber ser, más que una descripción sobre cómo los jueces incorporan, en la práctica, las emociones en sus procesos decisorios.

I I . E L M O D E L O R A C I O N A L D E A R G U M E N TA C I Ó N C O M O D E L I B E R A C I Ó N

Como apunta Aarnio (1991, p. 240), el concepto de racionalidad tiene diversos usos en el derecho. Entre ellos, el más importante corresponde a la racionalidad jurídica, que se refiere a la relación de concordancia entre una decisión jurídica justificada y el empleo de pautas de interpretación y de las fuentes del derecho aplicables al caso. Por nuestra parte, podemos caracterizar un tipo ideal1 de modelo de argumentación racional que resulte útil para compararlo con un modelo narrativamente abierto como el que defenderemos en las siguientes secciones. Evidentemente, un tipo ideal como el descrito tiene el inconveniente de que difícilmente encontraremos la postura de algún autor que se ajuste a todas las características atribuidas. Sin embargo, no por ello el tipo ideal deja de ser un recurso heurístico válido. Precisamente mediante su empleo, se logra mostrar el contraste entre otras formas alternativas de conceptualización que logran solucionar algunos problemas comunes.

Así, atribuiré tres características ideales a un modelo de racionalidad argumentativa entendida como racionalidad deliberativa: abstracción,

1 Sobre la noción de tipo ideal en Max Weber, véase Kim (2012).

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universalización de los razonamientos e imparcialidad. A la base de estas características se encuentran dos presupuestos: a) lo que Alexy llamó «pretensión de fundamentabilidad» y que se puede resumir en la siguiente regla: «Todo hablante debe, cuando se le pide, fundamentar lo que afirma, a no ser que pueda dar razones que justifiquen el rechazar una fundamentación» (Alexy, 2010a, p. 270); y b) la libertad de los participantes del discurso, entendida como la ausencia de una compulsión externa2 y donde solo opera la coacción del mejor argumento (Habermas, 1987, p. 46).

Así pues, las tres características presentadas están fuertemente interrelacionadas entre sí, pero resulta analíticamente fructífero distinguirlas. Asimismo, algunas de ellas están asociadas a un tipo de razonamiento práctico que, en el ámbito de los debates de psicología moral, Carol Gilligan llamó «formalismo postconvencional» y que, a su vez, se vincula con la construcción de sistemas que derivan soluciones a todo problema moral con pretensiones generalistas3, a partir de conceptos como el de derechos naturales (Benhabib, 1987, p. 78; Bartlett, 2011, pp. 51ss.).

En primer lugar, por abstracción entenderé que todo modelo de racionalidad argumentativa como deliberación parte de la premisa de que el caso sobre el cual se discute —por ejemplo, la pertinencia de la adopción de determinada medida por parte de un juez o legislador— es una instancia (token)4 de un tipo genérico de caso (type); y que la deliberación abstrae las características consideradas esenciales para el tipo, mientras que desecha aquellas otras propiedades o características que se consideran irrelevantes para el razonamiento práctico. Por ejemplo, si en el marco de un proceso judicial que enfrente a los derechos de libertad de información versus intimidad, se discute si la acción de colocar cámaras ocultas para grabar las acciones de una figura del espectáculo que podrían suponer un acto ilícito5, resultará pertinente abstraer elementos como la relevancia pública de la información, o la veracidad de la misma. Sin embargo, resultará irrelevante saber si la figura del espectáculo vestía falda o pantalón, o más aun, si se encuentra afligida por lo acontecido. Estas características —al menos en un primer análisis— parecen irrelevantes para solucionar la tipología de caso a la que se enfrenta el juez y, por ello, son depuradas de la descripción abstracta del mismo.

2 Véase al respecto Aarnio (1991, pp. 243-245).3 Sobre la distinción entre un modelo generalista frente a uno particularista para el caso de la

ponderación, véase Moreso (2006).4 Sobre la distinción entre tipo (type) y token, véase Wetzel (2014).5 Podríamos sostener que el Universo del Discurso (UD) del caso así descrito se corresponde con el del

caso Magaly Medina versus Mónica Adaro resuelto por el Tribunal Constitucional. Véase Exp. 6712-2005-HC/TC. Asimismo, para un análisis de dicho caso desde el punto de vista de sistemas normativos, véase Ancí y Sotomayor (2017).

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En segundo lugar, por universalización de los razonamientos entenderé una forma de razonamiento analógico por la cual, una vez obtenida la solución para cierto tipo de caso genérico, todo nuevo caso que presente el mismo conjunto de rasgos esenciales o propiedades relevantes deberá ser resuelto o analizado de la misma manera. Este rasgo es fundamental para preservar un principio de igualdad de trato presente en toda teoría de la justicia, incluso en sus versiones más intuitivas. De acuerdo a este principio, corresponde el mismo trato frente al mismo tipo de situación de origen. Ahora bien, este principio va acompañado del principio de abstracción, debido a que la igualdad de trato se determina con arreglo a un conjunto de propiedades que se considera relevante Para regresar a nuestro ejemplo anterior, en la medida que consideramos que características tales como el uso de falda o la aflicción por los hechos ocurridos son irrelevantes para la definición del tipo, el hecho de que en un nuevo caso la persona no use falda sino pantalón o no se encuentre afligida sino furiosa resulta irrelevante para la solución. Así, si se trata del mismo tipo genérico de caso, deberá ser resuelto en el mismo sentido.

Finalmente, por imparcialidad entenderé que un modelo de argumentación racional como deliberación se contrapone a cualquier forma de beneficio no fundamentado respecto de alguna de las partes, o de un compromiso afectivo entre quien delibera y el sujeto de análisis. Siguiendo con el ejemplo hasta aquí esbozado, quienes deliberan sobre nuestro caso no se podrán ver conmovidos por el sufrimiento de la figura del espectáculo, y si ello ocurre como un hecho empírico, se restará racionalidad (o incluso se imputará falta de la misma) a quien plantee argumentos bajo los supuestos efectos del vínculo emocional. En ese sentido, la empatía no forma parte del modelo ideal de racionalidad argumentativa como deliberación.

Estas tres características pueden asociarse con principios de racionalidad práctica que Aarnio llama «racionalidad-D» (1991, p. 247). Estas se refieren al procedimiento de justificación de premisas (p. 247). Sin embargo, como el mismo Aarnio y autores como Atienza (1987, p. 193) señalan, las reglas del discurso son sólo uno de los elementos conformantes de la racionalidad comunicativa. Para Aarnio, el otro elemento de la dupla es la «racionalidad-L», la cual se refiere a las inferencias lógicas entre premisas y conclusiones. Con ello, el autor finlandés distingue entre un concepto de racionalidad sensu stricto —compuesto sólo por la racionalidad-L— y un concepto de racionalidad sensu largo —que incluye a la racionalidad-L y a la racionalidad-D— (Aarnio, 1991, p. 247). Por su parte, desde el punto de vista de Atienza, una decisión jurídica racional cumple, además del requisito del respeto por los principios de racionalidad discursiva, con los siguientes elementos: respeto por las reglas de la lógica deductiva —que Atienza entiende como la lógica de predicados de primer orden—; el empleo

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de fuentes de Derecho vinculantes; y el no empleo de criterios éticos, políticos o de otro tipo que se caractericen por no encontrarse previstos específicamente en el ordenamiento jurídico (1987, pp. 193-194)6.

Los requisitos de racionalidad hasta aquí presentados parecen exhibir una predisposición al distanciamiento y análisis «frío» respecto de los casos. Se espera de los jueces que estos deliberen tomando una debida distancia de las partes y sus motivaciones personales e historias de vida. Con ello, se sostiene, la decisión adoptada puede exhibir de manera más lograda el principio fundamental de justicia que rige a los ordenamientos jurídicos. Sin embargo, en este trabajo sostendré la tesis de que la segunda dimensión de una decisión judicial, consistente en su razonabilidad, requiere de una apertura cognitiva y afectiva mayor que la que parece derivarse de las exigencias de mera racionalidad. Si, como hacen Aarnio y Atienza, vinculamos la razonabilidad con la aceptabilidad de una resolución jurídica por parte de una comunidad de hablantes —aceptabilidad que puede ser fáctica en la variante del consenso fáctico o ideal en la variante en la cual se busca un consenso ideal (Atienza, 1989, p. 196)—, entonces el resultado de una interpretación debe resultar concordante con un sistema de valores que puede provenir de una moral social/convencional o crítica. Sostendré que la percepción de una decisión como justa o injusta —además de los requisitos de racionalidad y, a veces, a pesar de ellos— proviene de una justa medida de apreciación de las circunstancias concretas, lo cual sólo se logra con ciertas instancias emocionales, como la empatía. Ancí y Sotomayor (2017, p. 202) han llamado a esta conjunción de elementos, «punto de vista imparcial empático» y se basa en la tesis de que la adecuada ponderación de las circunstancias y factores de ciertos casos requiere del empleo de una inmersión emocional e imaginativa en las condiciones de las partes involucradas. Sin embargo, para evitar naufragar en una concepción irracionalista sobre la decisión judicial, es necesario (1) presentar una teoría de las emociones que las muestre como compatibles y no contrarias a la racionalidad, y (2) mostrar el rol específico de las mismas en la resolución de casos jurídicos. Sobre este segundo punto, analizaré

6 Agradezco la precisión de uno de los revisores de este artículo, en el sentido de que las reglas lógicas formarían parte, desde ya, de los principios de la racionalidad práctica. En ese sentido, se puede precisar lo siguiente: cuando nos referimos a los principios de racionalidad práctica, podemos hacerlo en un sensu stricto y en un sensu largo, tal como hace Aarnio. Desde el punto de vista del sensu largo, los principios de la racionalidad práctica incluyen tanto los principios de la racionalidad-D, como los de la racionalidad-L. Desde el punto de vista de Atienza y de otros autores como Alexy, podríamos usar una distinción análoga, que es la que existe entre justificación interna y externa. Siguiendo en este punto a Alexy, se podría afirmar que «En la justificación interna se trata de ver si la decisión se sigue lógicamente de las premisas que se aducen como fundamentación; el objeto de la justificación externa es la justificación de estas premisas» (2010a, p. 214). Asimismo, para Atienza: «[…] la justificación interna es de carácter exclusivamente lógico-deductivo y se refiere al paso de las premisas a la conclusión; la justificación externa no excluye la lógica, pero requiere algo más y concierne al establecimiento de las premisas» (2013, p. 31). Como se puede ver, para Atienza, la justificación externa es más comprehensiva que la interna, en la medida que, sin excluirla, va más allá de la misma mediante el análisis de la calidad de las premisas.

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lo que podríamos llamar la tesis del «caso especial de la imaginación y las emociones en el derecho», defendida por Martha Nussbaum.

I I I . D E L A D E L I B E R A C I Ó N A L A C O M U N I C A C I Ó NAutoras como Iris Marion Young (2000, 2002) han planteado un conjunto de críticas dirigidas al modelo de argumentación como deliberación, aplicado a las sociedades democráticas. En el centro de estas críticas se encuentra la tesis de que algunas variantes de modelo deliberativo generan, en sí mismas, diversas formas de exclusión. Ello se debería a las siguientes razones: (a) privilegian a los argumentos, entendidos al modo de la racionalidad-L, es decir, como un conjunto ordenado de premisas que derivan en una conclusión (2002, p. 37). El problema con dicho privilegio consiste en que la deliberación presupone una forma de aceptación de premisas por parte de los participantes, la misma que es previa al proceso mismo de deliberación. Sin embargo, continúa Young, la heterogeneidad de la vida humana y la complejidad social nos llevan a excluir a algunos intereses y necesidades de estas premisas, de forma tal que se pueda continuar con la discusión. En este punto, la autora respalda su argumento recurriendo a la postura de Lyotard, quien, a través del problema de la diferencia (différend), trata de mostrar que algunos procesos deliberativos tienen lugar bajo una regulación (es decir, un conjunto de reglas de juego) perteneciente al «idioma» de una de las partes. Ello quiere decir que ciertas demandas son excluidas desde el inicio, porque parecen no calzar con las premisas que supuestamente comparten todos los miembros de una comunidad deliberante.

En segundo lugar, (b) puede darse el caso de que incluso cuando se comparten premisas y códigos en la discusión entre las partes, las normas que rigen a las prácticas y teorías compartidas privilegien las habilidades o aptitudes de unos sobre otros (Young, 2002, p. 38). La autora estadounidense ejemplifica ello a través de la ventaja que poseen quienes son capaces de presentar sus posturas de forma articulada. Aun más, resulta interesante notar que, como Young y antes que ella Bourdieu & Passeron (2009) apuntaron, normas como la de la articulación en el discurso son un privilegio que diferencia a las clases altamente educadas de otros estratos sociales. En el caso de entornos multiculturales como el peruano, a este primer privilegio se une uno de tipo cultural, pues las formas asertivas de discurso se privilegian frente a formas hesitantes o narrativas circulares y repetitivas. Si oponemos la asertividad y linealidad del argumento frente a narrativas diversas, como aquella articulada en torno a la música (y que Arguedas graficó con gran sensibilidad para el caso de los Andes y el mundo indígena), veremos que en la arena deliberativa, los hombres y mujeres de la ciudad, entrenados

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en las formas estándar de argumentación, tienen privilegios frente a, por ejemplo, sus coetáneos de comunidades centroandinas, en las que la música estructura la narración de la vida comunal (Romero, 2012, pp. 308ss.; en la misma línea, véase Merino, 2015). Finalmente, en la cadena de privilegios, debemos agregar el del discurso formal y general, aquel que, a partir de un conjunto de principios, aplica estos a casos particulares; frente a formas intimistas de narración, que enfatizan en la particularidad y la vivencia de ciertas experiencias. Todo lo anterior lleva a concluir, de acuerdo con Young (2002, p. 38), que las normas de articulación y asertividad tienen una especificidad cultural, a la cual podríamos sumar una especificidad social y de clase.

Finalmente, en tercer lugar (c), Young sostiene que la interpretación de algunas normas sobre la deliberación privilegia al discurso desapasionado y desencarnado (2002, p. 39; Allen, Forst & Haugaard, 2014, p. 17). Esta crítica también aparece en Benhabib (1987, p. 81), para quien este proceso de neutralización de los elementos pasionales y corporales lleva a una privatización de experiencias como la femenina. Desde el punto de vista epistémico, ello produce que las teorías morales se estructuren en torno a un «otro generalizado» que toma en cuenta sólo los rasgos de cierto grupo social, los cuales luego se yuxtaponen a toda la especie. Asimismo, este punto de vista suele partir de una oposición tajante entre razón y emoción, lo cual la lleva a sostener que en orden de lograr objetividad y un juicio ecuánime, es necesario reprimir cualquier expresión emotiva. A este primer privilegio se enlaza uno segundo, por el cual se prefiere el discurso literal frente a uno de tipo figurativo, es decir, aquel que emplea recursos literarios como la metáfora o la hipérbole.

Frente al olvido de la dimensión simbólica en la comunicación política (o del «otro concreto» en Benhabib), Young esboza un modelo alternativo llamado «democracia comunicativa», la cual resulta relevante para nuestra investigación en algunos aspectos. Para comenzar, el modelo comunicativo nos permite percibir que cualquier diálogo político parte de una radical incomprensión de la perspectiva de los demás participantes. Los procesos de entendimiento de esta versión débil de unidad son distintos a los del entendimiento conceptualizado por los teóricos deliberativos como Walzer y Habermas. Mientras que estos asocian al entendimiento con la identificación mutua, la versión comunicativa de Young trata al entendimiento y la comprensión como una transmisión o «expresión exitosa de experiencias y perspectiva» (2000, p. 49).

En segundo lugar, la trascendencia de la propia subjetividad mediante procesos de «dejarse afectar» por las experiencias del otro produce una transformación que se lleva a cabo por tres vías: (a) por una parte, se confronta la propia percepción con perspectivas distintas que implican significados culturales también diversos. Ello revela la propia

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parcialidad y contingencia histórica de la socialización del participante. (b) Asimismo, la transformación se manifiesta en la toma de conciencia de que los problemas que se solucionan son empresas colectivas en las que los demás difieren sobre la mejor solución. Esta propiedad común de los problemas compartidos obliga a descentrar la prevalencia de la perspectiva de primera persona y a dejarse desafiar por argumentos y reclamos de los demás. Ahora bien, esta dimensión también permite una transformación en los mecanismos de transmisión de los reclamos: estos dejan de aparecer como la expresión de meros intereses y pasan a canalizarse como reclamos de justicia planteados de forma tal que apelen al consentimiento de los demás. Por último, (c) la transformación se hace posible pues la expresión de distintas posturas, las cuales provienen de contextos variados y de historias de vida dispares, permite un incremento del conocimiento social de cada participante. Ello implica que cada postura individual se enriquece con una visión en perspectiva sobre el problema visto desde los ojos de otras topologías sociales. Ello incrementa la sabiduría individual en la medida que trasciende la unilateralidad de inicio.

Todos estos elementos requieren de una dimensión performativa por la cual no sólo el tema de discusión importa, sino también la apertura y reconocimiento de la individualidad del interlocutor. En términos de una tipología propuesta por Aguiló (2013), diremos que las formas comunicativas de deliberación tienen, además del elemento temático constituido por el tópico de discusión, una dimensión actoral vinculada a actos de habla respecto de los interlocutores.

Ahora bien, las críticas y propuestas comunicativas planteadas por Young están pensadas para una teoría general de la democracia. Ello quiere decir que su vinculación con ámbitos institucionales no toma en cuenta ciertas restricciones propias, por ejemplo, de los subsistemas sociales del derecho, la economía o la administración (Luhmann, 1989). En el caso particular del derecho, podríamos decir que la primacía de una concepción deliberativa de la argumentación y de la racionalidad ha sido indiscutible y, además, óptima para su desarrollo. Por ejemplo, se podría sostener que la única forma de garantizar los principios de la función jurisdiccional ejercida por los jueces es a través de un modelo de racionalidad-D. En concreto, podríamos pensar en los principios y derechos de la función jurisdiccional contenidos en el artículo 139 de la Constitución peruana: aquí, la motivación escrita de las resoluciones judiciales requiere de formas lineales y tradicionalmente argumentativas de exposición y construcción argumental7. Nadie esperaría razonablemente que un juez resuelva mediante un relato,

7 Algunos criterios de evaluación de la calidad argumental de las decisiones judiciales se encuentran recogidos en la resolución 120-2014-PCNM del Consejo Nacional de la Magistratura.

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una leyenda o una canción una disputa judicial, a pesar de que ello ocurra en culturas distintas a la occidental. Algo similar ocurre con el principio por el cual toda persona debe ser informada de las causas de su detención, y con el derecho que tiene todo ciudadano a criticar y analizar resoluciones judiciales. En todos estos casos, no esperamos que la sentencia sea una suerte de experiencia de catarsis mediante la cual el juez exhibe la riqueza de su mundo subjetivo, sino una exposición lineal y distanciada de los fundamentos de hecho y derecho de su resolución. Todo ello es correcto, pero presupone que la propuesta de autoras como Young es mecánicamente aplicable al ámbito judicial. Asimismo, supone que el lugar de las emociones en las narrativas comunicativas es el propio de la irracionalidad. Frente a ello, entonces, la tarea es doble: (a) por una parte, resulta necesario mostrar que las emociones no son un concepto excluyente respecto de la razón, sino que es posible plantear una teoría enriquecida de la racionalidad que incluya a las emociones y que se pueda aplicar al derecho; y, por otra parte, (b) se trata de mostrar una teoría sobre el caso especial de las emociones en el derecho. En ese sentido, su lugar estará supeditado al respeto y cumplimiento de reglas y principios procedimentales y técnicos. Por ejemplo, no se podrán dejar de lado reglas procesales importantes o no se podrá vulnerar el deber de motivación de las resoluciones judiciales. En ese sentido, Martha Nussbaum ha desarrollado una compleja teoría de las emociones y de su empleo en las resoluciones judiciales, cuyo análisis nos permitirá abordar estos puntos. Por su parte, autoras como Miranda Fricker (2007) han presentado un concepto de injusticia de tipo epistémico, cuya reversión requiere de una apertura cognitiva a nuevos testimonios, o de la narración de experiencias en primera persona, asumiendo la carga emocional de dicha tarea, pero sin perder la voluntad de racionalizarla. Por todo ello, en lo sucesivo nos abocaremos al análisis de las propuestas de ambas autoras.

I V . E M O C I O N E S Y R A Z Ó N E N M A R T H A N U S S B A U MMartha Nussbaum defiende una teoría de las emociones, según la cual estas son una forma de cognición en sentido amplio (1997, 2001, 2014, 2016). Ahora bien, dicha teoría tiene que hacer frente a una noción más intuitiva y adversaria que conceptualiza a las emociones como «movimientos no razonados» o energías ciegas que nos empujan a actuar de distintos modos (Nussbaum, 1997, pp. 88ss.; 2001, p. 24). Desde esta perspectiva, las emociones son comparadas con fuerzas naturales como las corrientes oceánicas o las ventiscas. Adicionalmente, la teoría de las emociones como fuerzas animales y ciegas las coloca del lado contrario al del pensamiento y la razón, que es precisamente la base de la teoría estoica que defiende Nussbaum.

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Entonces, ¿por qué para la autora estadounidense las emociones no son energías animales y ciegas? Ello es así porque las emociones son complejos estados mentales compuestos por cuatro elementos constitutivos: (1) en primer lugar, las emociones son acerca de algo8, es decir, poseen un objeto (Nussbaum, 2001, p. 27). Por ejemplo, el miedo de que un familiar cercano muera —como en el ejemplo de la madre de Nussbaum— se refiere o está dirigido a su madre y la fragilidad de su vida. Sin un objeto al cual se dirigen, varias de las sensaciones corporales asociadas al miedo, como el temblor de manos y la aceleración cardiaca, no serían más que anomalías del funcionamiento corporal, explicables por una multiplicidad de factores de otro tipo (Nussbaum, 2001, p. 27; Elster, 1996, p. 1388). (2) El objeto al cual se dirigen las emociones es intencional y ello quiere decir que figura en la emoción como ya interpretado o visto por la persona que detenta dicha emoción. Este punto es importante y puede llevar a algunas confusiones. Lo que Nussbaum sostiene es que la emoción se genera no por la mera aparición del objeto acerca del cual se trata —por ejemplo, mi madre—, sino que requiere de una interpretación o «forma de ver» —intencional— sobre el estado o condiciones del objeto9. Para seguir con el ejemplo de la madre enferma, lo que genera la angustia o miedo de muerte es que se percibe o interpreta el estado de salud de la madre como endeble o frágil (Nussbaum, 2001, p. 27). Finalmente, esta forma de ver al objeto es lo que distingue a las emociones entre sí: «In fear, one sees oneself or what one loves as seriously threatened. In hope, one sees oneself or what one loves as in some uncertainty but with a good chance for a good outcome. In grief, one sees an important object or person as lost; in love, as invested with a special sort of radiance» (p. 28).

En tercer lugar (3), las emociones implican creencias acerca de su objeto10. Por ejemplo, en el caso del miedo a la muerte de mi madre, debo creer que el peligro de muerte es significativo e inminente. Lo que resulta llamativo de esta tercera característica de las emociones es que la creencia o juicio acerca del objeto puede ser acertado o no: por ejemplo, el temor de que mi madre muera pronto puede ser injustificado en caso de que el mismo se base en una incorrecta evaluación de los reportes médicos sobre su estado de salud (Nussbaum, 2001, p. 29).

Los pensamientos asociados al requisito de (2) intencionalidad y (3) creencia acerca del objeto distinguen a las emociones entre sí, y es por ello que una definición basada meramente en las reacciones físicas es insuficiente. Por ejemplo, una aceleración cardiaca puede ser el signo

8 Véase Elster (1996, p. 1387), donde parece que el autor considera que la dirección hacia un objeto y la intencionalidad son lo mismo.

9 Esta «forma de ver» se puede vincular al concepto de «ver aspectos» que Wittgenstein desarrolla en sus Investigaciones filosóficas (2004, p. 453).

10 Véase, en el mismo sentido, Elster (1996, p. 1388).

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externo de miedo, angustia o ira, y la única manera de discriminar entre dichas emociones es a través de su intencionalidad y creencias. En este extremo, agrega Nussbaum, la teoría de las emociones como fuerzas ciegas es insuficiente (2001, p. 30).

Finalmente, (4) en las emociones, el objeto de las percepciones intencionales y de las creencias es visto como valioso o importante para el sujeto que detenta la emoción (Nussbaum, 2001, p. 30). En el ejemplo del miedo a la muerte de su madre, Nussbaum señala que el mismo no sería tan fuerte (o incluso sería inexistente) si se tratara de la muerte de alguien por quien ella no siente ningún afecto. Claramente este requisito es gradual, pues la muerte de civiles inocentes en Siria también nos genera algunas emociones vinculadas a la compasión y la empatía. Sin embargo, la teoría de Nussbaum se refiere a una suerte de círculos concéntricos de cercanía11 cerca de cuyo centro se ubican los sujetos y objetos que producen sensaciones más fuertes y vívidas. Ello, a su vez, nos muestra que este requisito hace referencia a la historia de vida de cada persona individual (Nussbaum, 2001, p. 30). Esto quiere decir que el objeto de la emoción es visto como importante por el rol que desempeña en la vida de quien experimenta la misma (pp. 30-31). Nussbaum se adelanta a posibles críticas y señala que esto no implica que no se pueda hacer juicios sobre el valor intrínseco de los objetos sobre los que versa el juicio de una emoción, pero lo que los hace tales no es dicho valor intrínseco del objeto (la bondad de la madre desde el punto de vista de una comunidad local, o de la sociedad en su conjunto), sino su vinculación directa con la persona que experimenta la emoción. La autora llama a este fenómeno «sentido de localización» de la emoción, y lo vincula con la eudaimonia o florecimiento personal en el pensamiento griego (pp. 31ss.)12.

En conclusión, la teoría de las emociones de Nussbaum trata de mostrar que un enfoque cognitivo/evaluativo es necesario para dar cuenta de varias de las características propias de las emociones que la visión alternativa —de las emociones como fuerzas ciegas o animales— se encuentra en incapacidad de explicar (p. 33). Entonces, una vez desechada la teoría de las emociones como fuerzas ciegas e irracionales que empujan a los individuos como marea en el mar encrespado, ¿queda expedito el camino para la introducción de las emociones en una teoría de la racionalidad judicial? En lo sucesivo, analizo dicho asunto.

11 Nussbaum también llama a estos círculos concéntricos «círculo de interés o de preocupación» (2014, p. 25).

12 La traducción de eudaimonia como «florecimiento humano» más que como «felicidad» es importante en el planteamiento de Nussbaum, en la medida que evita una lectura utilitarista o instrumentalista sobre el valor relativo del objeto respecto de la emoción del agente. Es decir, para seguir con el ejemplo de la madre, ella no es valiosa en la vida de la autora porque le reporte felicidad (en cierto sentido, le sea útil), sino porque la relación que une a ambas personas genera una forma de beneficio mutuo que se asocia al florecimiento humano (Nussbaum, 2001, pp. 32-33).

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V . ¿ E M O C I Ó N O R A Z Ó N , O E M O C I Ó N Y R A Z Ó N ?La teoría de las emociones de Nussbaum contiene un conjunto de respuestas a la teoría contraria que caracteriza a las emociones como fuerzas ciegas (1997, pp. 93-97). Como vimos en la anterior sección, las emociones involucran un aspecto intencional y una forma de juicio sobre el estado del objeto al cual se dirigen. Todas estas instancias de lo que, en sentido amplio, podríamos llamar cognición desechan la metáfora de las corrientes marinas empujando a los sujetos sin que su voluntad pueda resistirse13. Sin embargo, esta teoría es una forma extrema fácilmente rebatible. En Justicia poética (1997), Nussbaum analiza otras objeciones14 a la teoría de las emociones como compatible con una teoría de la racionalidad normativa. La primera de estas objeciones señala que, a pesar de que las emociones contengan juicios sobre su objeto, dichos juicios son falsos «porque atribuyen gran valor a personas y acontecimientos externos que no están bajo el control de la virtud ni la voluntad racional de la persona» (p. 89). Adicionalmente, este valor atribuido a objetos externos tiene como resultado un cuadro de la vida humana como incompleta y sometida a la fortuna. Por ello, las emociones están reñidas con la razón en la obra de los filósofos estoicos e incluso en pensadores modernos como Spinoza.

Por otra parte, una segunda objeción a que las emociones formen parte de un concepto normativo de racionalidad consiste en señalar que tienen una función en la vida privada, pero que no deben ser empleadas en la deliberación pública (Nussbaum, 1997, p. 91). El problema en este caso consistiría en que las emociones impiden analizar al objeto como miembro —con la misma valía que los demás— de una categoría abstracta. Ello se vincula directamente a la característica del valor del objeto para la vida del sujeto que experimenta la emoción, como vimos en la anterior sección. El problema de esta perspectiva es que el hombre público —por ejemplo, el legislador o el juez— no debería deliberar o basar sus decisiones en este valor relativo del objeto en su vida, sino desde el punto de vista más abstracto y general de la dignidad de la vida humana (p. 92).

Nussbaum responde a la primera objeción, referente a la carencia del agente de la emoción, del siguiente modo: la misma presupone una forma de estoicismo por la cual sólo se requiere recursos propios para el florecimiento de nuestra vida y para la virtud (p. 98). Ello conlleva una forma de distanciamiento respecto de los problemas y azares de la vida, precisamente porque los mismos se encuentran fuera del alcance de acción de los propios individuos. Nussbaum se opone a las premisas de esta ética estoica señalando que la primera tiene dificultades para

13 Nussbaum distingue, de todos modos, entre emociones e impulsos corporales, como el hambre o la sed (1997, p. 94; 2001, p. 24).

14 Nussbaum analiza cuatro objeciones, dos de ellas serán relevantes en nuestra argumentación.

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explicar por qué el bien común es importante, si todo lo que parece importar es la autonomía de «la voluntad virtuosa» (p. 99). Frente a ello, se opone una teoría moral por la cual los bienes externos sí tienen importancia para la vida humana. De esta manera, el sujeto moral se puede interesar por las desgracias y vidas ajenas, sintiendo que las mismas pueden afectarlo profundamente. Esta forma de acercarse al entorno del individuo, a través de la comprensión de su sufrimiento, resulta «necesaria para una plena racionalidad social» (p. 100). Es por ello que, para Nussbaum, una teoría ética estoica es insuficiente, porque la autonomía individual como única condición de virtud es también insuficiente.

En segundo lugar, la objeción de que las emociones juegan un papel en el ámbito privado, pero no en el público se basa en la presuposición de que las emociones supondrían una forma de trato diferenciado que distingue entre individuos cercanos y distantes. Nussbaum argumenta contra esta posición señalando que un intelecto calculador —la figura por excelencia del deliberador público— es incapaz de emplear su imaginación para ponerse en el lugar de los demás (p. 102). Esta incapacidad hace al calculador miope frente al impacto diferenciado que ciertas situaciones o circunstancias pueden generar en distintos sujetos y le impide imaginar el contexto de los demás en toda su riqueza y matices. Nussbaum grafica esta crítica a través de varios casos que analiza en el capítulo final de Justicia poética. Uno de los más interesantes es el de Mary Carr (pp. 144-152), quien fue la primera mujer en trabajar en un taller de hojalatería para la General Motors Corporation. Ella sufrió durante cuatro años de acoso sexual y discriminación por razón de género de parte de sus compañeros de fábrica. El juez de distrito —quien tuvo a su cargo el caso en primera instancia— fue incapaz de imaginar y reconstruir la situación de agobio y acoso a la que era sometida Carr y, como resultado, falló a favor de General Motors. Nussbaum resalta la cerrazón de este juez cuando la compara con el ejercicio de empatía exhibido por el juez Richard Posner, quien conoció del caso en apelación. Ya sea en la vívida reconstrucción de los hechos del caso, como en su análisis —con elementos de ironía y sarcasmo— de la inacción de General Motors frente al problema, Posner muestra una auténtica actitud de ponerse en el lugar de Mary Carr. Dicha actitud finalmente resultó fundamental para fallar a favor de Mary Carr, sin romper por ello con su deber de imparcialidad como juez. La conclusión que puede seguirse de ello es que las emociones son necesarias para adquirir una perspectiva completa de los asuntos humanos, una en la cual se toma en cuenta el valor de ciertos bienes o personas para la vida individual (p. 102). Evidentemente un grado razonable de distanciamiento frente al objeto es necesario para que el juicio sea ecuánime, pero prescindir totalmente de la imaginación y las emociones conlleva resultados como la sentencia del juez de primera instancia del caso de Mary Carr.

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V I . C O M U N I C A R L O I N E X I S T E N T ELa segunda dimensión que quiero explorar está vinculada con las emociones, pero de una manera distinta. En su libro Epistemic Injustice (2007), Miranda Fricker plantea dos formas particulares de injusticia de tipo epistémico. Como la autora aclara, la noción de injusticia epistémica no se refiere a una teoría de la justicia aplicada a un tipo especial de bienes llamados epistémicos, como la información o la educación (2007, p. 1). Se trata, más bien, de una teoría sobre dos variantes especiales de injusticia de carácter epistémico, es decir, cuya injusticia radica en un detrimento cometido contra alguien en su capacidad de conocedor (knower). Las dos variantes de injusticia que analiza la autora son llamadas injusticia testimonial e injusticia hermenéutica. En términos sintéticos, podemos decir que en la injusticia testimonial se produce un perjuicio respecto de la credibilidad de ciertos sujetos; mientras que en la injusticia hermenéutica, el problema es uno de vacío respecto de los recursos interpretativos de los que dispone una sociedad para explicar determinado fenómeno (p. 1). Dos ejemplos pueden ayudarnos a aclarar el asunto: cuando un juez resta credibilidad al testimonio de un testigo por el hecho de que este proviene de un sector socioeconómico bajo15 o ejerce determinado oficio socialmente considerado como «deshonroso» o «indigno» (por ejemplo, la prostitución), tenemos un caso de injusticia testimonial, que, como Fricker agrega, ataca directamente la economía de la credibilidad del sujeto. Por su parte, cuando una persona no encuentra los recursos teóricos o expresivos para comunicar determinada experiencia y, por ello, es desacreditada por su interlocutor (que podría considerarla poco articulada, veleidosa o balbuceante), tenemos un caso de injusticia hermenéutica. El ejemplo escogido por Fricker es el del contexto previo a la aparición de la categoría sociolaboral de acoso sexual. En este escenario, los hombres y mujeres sometidos a constantes insinuaciones, provocaciones e incluso contacto físico no deseado, no lograban articular la experiencia de humillación y angustia propia del acoso sexual bajo una categoría unificadora. Sólo quedaba, entonces, el recurso a una narrativa no siempre articulada.

Si bien en lo sucesivo quisiera concentrarme en la injusticia hermenéutica, es importante señalar algunas cosas sobre la injusticia testimonial. Como Fricker observa, en este caso la pérdida de credibilidad del hablante se produce por una forma de prejuicio de identidad (o prejuicio identitario) (2007, p. 4). Ello quiere decir que no se abordan factores cognitivos de parte del hablante para determinar si este goza de credibilidad, sino que la ausencia de la misma se debe a la imputación de ciertas características que provienen del grupo social al que el hablante pertenece. Para seguir

15 Sobran ejemplos de esto en nuestra historia: podríamos pensar en la poca credibilidad atribuida a los indios en la Colonia, debido al escaso grado de desarrollo moral y cognitivo que tanto criollos como españoles les imputaban (véase, entre otros, Gonzáles, 1996).

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con el ejemplo que comenzamos a presentar, una persona que ejerce la prostitución no es poco creíble porque tenga capacidades cognitivas reducidas, o porque no sea un testigo directo de ciertos sucesos, sino porque pertenece a un grupo social al que se imputa poca credibilidad. Lo interesante es que este déficit de credibilidad, producto de un prejuicio identitario, se hace posible a través de la imaginación social que se manifiesta como un prejuicio perjudicial, es decir, continúa Fricker, como una imagen distorsionada del tipo social. Nótese el rol que juega la imaginación en el esquema de la injusticia testimonial: cuando un interlocutor —pensemos en un juez— escucha que el hablante pertenece a cierta categoría social, una serie de preconcepciones y prejuicios comienzan a operar en su imaginario en tanto oyente. Así como en Nussbaum, la imaginación literaria podía funcionar como un vehículo de empatía y compasión, en la injusticia testimonial de Fricker, puede funcionar como el canal a través del cual se filtran idearios sociales y prejuicios respecto de determinados grupos. Sin embargo, el remedio que Fricker propone frente a ello la acerca bastante más de lo que se podría creer a la postura de Nussbaum: Fricker aboga por una forma de capacidad perceptual virtuosa (2007, pp. 72ss.), la cual es un complejo de saberes compuesto no sólo por reglas, sino también por formas de sensibilidad e improvisación, es decir, con un elemento performativo o actoral. Quien la ejerce es llamado «oyente virtuoso» (p. 76) y se caracteriza por no aplicar un conjunto de principios preestablecidos de credibilidad —por ejemplo, entendidos como ratios de credibilidad—, sino por ver a su interlocutor bajo cierta luz de credibilidad que puede ser contrarrestada, para evitar el prejuicio social, sólo cuando el testimonio no cumple con condiciones de sinceridad o autenticidad expresiva (cfr. Habermas, 1987), o cuando su plausibilidad epistémica es muy débil16. El objetivo es lograr, a nivel epistémico, bloquear la operación de los prejuicios como inhibidores de credibilidad y recanalizar el lugar de la imaginación desde los prejuicios hacia una comprensión más compleja del interlocutor. La implementación de estas exigencias epistemológicas e imaginativas es una cuestión harto compleja a la que Fricker dedica más de la mitad de su libro. Aquí, sin embargo, no es necesario entrar en los detalles del argumento. Más bien, resulta pertinente, ahora, pasar a analizar la injusticia hermenéutica.

Así, en la injusticia hermenéutica tenemos una insuficiencia de recursos interpretativos y lingüísticos para dar cuenta de cierta experiencia. Como menciona Fricker, citando a Nancy Harstock, aquí la experiencia del grupo dominado se encuentra estructurada por otros y de forma tal que dicha estructuración es funcional a los intereses de esos «otros»

16 Un ejemplo de cómo se puede ir acumulando evidencia en contra de una explicación que, prima facie, parece racional, puede encontrarse en la noción de racionalidad como consistencia que Donald Davidson presenta en artículos como «Incoherence and Irrationality» (2004).

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indeterminados. En la lectura epistemológica de la tesis de Harstock, la estructuración del mundo de significados se da por una ventaja injusta que tienen unos para dotar de contenidos socialmente comprendidos a la experiencia social (Fricker, 2007, p. 147). En términos de Casuso (2016, 2017), tenemos una exclusión del espacio de las razones en el cual se generan los recursos expresivos e interpretativos sociales. El ejemplo que presenta Fricker para graficar su punto es relevante no sólo desde el punto de vista filosófico, sino también jurídico-judicial: a fines de los años sesenta no existía en los Estados Unidos comprensión y suficiente difusión social de fenómenos como la depresión postparto (Fricker, 2007, p. 149). Por ello, tanto las personas que lo sufrían como sus familiares y esposos culpaban a quien sufría de depresión por su debilidad o falta de afecto por el hijo recién nacido. No fue sino hasta la acumulación de literatura psicológica y a la difusión del tema en medios de comunicación que se llenó un vacío interpretativo donde antes existía incomprensión.

Ahora traslademos lo anterior a un ejemplo jurídico: para la determinación de la comisión del delito de infanticidio, en los términos del artículo 110 del Código Penal de 1991 (y antes de este, del artículo 155 del Código Penal de 1924) se toma en cuenta la presencia del llamado estado puerperal. Sin esta categoría, la depresión, que suele ir asociada a dicho estado, pertenecería a una compleja vivencia subjetiva muy difícil de comunicar a un juez. Al decaimiento anímico se suman malestares físicos e incluso tendencias suicidas y homicidas. Pero aun con el concepto de depresión postparto, el juez no puede aplicar mecánicamente dicha noción a partir de, por ejemplo, un periodo estrictamente temporal. Como estudios recientes muestran (Tungchama et al., 2017; Trompenaars, Masthoff, van Heck, Hodiamont & de Vries, 2006), la prevalencia de depresión postparto puede ser mayor o variar drásticamente en diversas regiones geográficas y a través de distintos estratos sociales. Ello significa que al concepto —recurso hermenéutico— de depresión posparto se suman una serie de variables socioeconómicas, políticas y culturales que aún permanecen en la sombra expresiva y comunicable y que apenas comenzamos a conocer. Es por ello que un juez que enfrenta un caso de infanticidio no puede leer la expresión «bajo la influencia del estado puerperal» de una forma mecánica, como si se tratara de un intervalo temporal claramente determinado. Lo que los estudios citados nos muestran es que dicho periodo varía enormemente a partir de una diversidad de factores vinculados al universo emocional y social, así como a la historia de vida de cada madre. Sin un acercamiento empático a estas cuestiones tremendamente complejas —lo cual no sólo requiere de la apertura al mundo subjetivo de la madre, sino también de la validación del juez, empleando recursos y literatura científica especializada—, la respuesta judicial sería completamente insuficiente.

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Dos puntos finales son relevantes aquí respecto de la injusticia hermenéutica. De acuerdo con Fricker, esta opera sólo cuando la experiencia difícil de comunicar, debido a la existencia de una laguna en los recursos hermenéuticos de una sociedad, nos parece injusta, y ello ocurre cuando la misma genera un mal a alguien (Fricker, 2007, p. 151). En ese sentido, si el derecho como subsistema social especializado tiene como idea rectora la de justicia, el juez comete una injusticia al no dar lugar o credibilidad a una experiencia no articulable bajo una categoría socialmente aceptada. En ese sentido, la apertura a una narrativa exploratoria sobre una experiencia «brumosa» no es sólo la facultad de un juez imaginativo y empático, sino el deber de justicia de todo operador jurídico. En suma, es lo que el mandato de justicia material requiere.

V I I . U N E S B O Z O D E T E O R Í A S O B R E L A R E L A C I Ó N E N T R E L A S E M O C I O N E S Y L A A R G U M E N TA C I Ó N J U R Í D I C A

A partir de todo lo desarrollado en las anteriores secciones, quiero trazar los lineamientos de una teoría general sobre la vinculación entre las emociones y el derecho. Para ello, primero presentaré la tesis principal de modo esquemático y a continuación profundizaré en algunos puntos.

La tesis básica es la siguiente: para realizar de manera adecuada los principios de una racionalidad discursiva (racionalidad-D) se requiere —en muchos casos, pero no en todos— de una inmersión en los aspectos emocionales o del empleo de una forma de imaginación empática. Dicha inmersión realiza o canaliza lo que Ancí & Sotomayor (2017) han llamado «punto de vista imparcial empático». Pero a su vez, dicha inmersión se guía por dos actitudes, o predisposiciones performativo-cognitivas: aquellas propias del espectador juicioso y las del oyente virtuoso. Asimismo, la teoría de las emociones aplicadas al ámbito de la decisión judicial es un caso especial de la teoría de las emociones en general. Esto quiere decir que la respuesta emocional óptima no es sólo aquella razonable —en el sentido de aceptable, es decir, la respuesta a la que arribaría un espectador juicioso que es, a la vez, un oyente virtuoso—, sino aquella que acepta los constreñimientos impuestos por las reglas y procedimientos del derecho, hasta el límite o umbral en el que la aplicación de una norma a un caso concreto generaría una forma de injusticia extrema, en cuyo caso el juez puede inaplicar las reglas del derecho. Con ello, parece que el umbral se determina por la respuesta emocional frente a la injusticia (este es un punto que aclararé en lo sucesivo). Este planteamiento del asunto reactualiza, por nuevos medios, la llamada «fórmula de Radbruch».

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a. La racionalidad discursiva requiere que se tome en cuenta las emociones

Sotomayor y Ancí (2017, pp. 200ss.) defienden una teoría de la ponderación —de raigambre alexyana— que parte de la premisa de que, para la adecuada cuantificación del bienestar que produce una medida cualquiera, es importante que el juez asuma lo que los autores llaman un «punto de vista imparcial-empático». Así:

[…] autores como Harsanyi —citado por Scanlon— construyen teorías que cuantifican el bienestar pero valiéndose de funciones de utilidad Von Neumann- Morgenstern. Luego, sostienen que dos individuos gozan de un mismo nivel de utilidad, y, por ende, de bienestar si y solo si desde el punto de vista de un tercero imparcial ambas utilidades son indiferentes. El atractivo de esta propuesta radica en que la evaluación del tercero imparcial no está relacionada al descarte de circunstancias psicológicas o emotivas relevantes de cada uno de los individuos. En cierta medida, lo que exige esta variante de teoría subjetiva es que el juez asuma un punto de vista imparcial a la vez que empático con cada uno de los involucrados (por más contradictorio que esto pueda parecer prima facie). Se exige que el evaluador sea imparcial en su cuantificación final, pero que no lo sea en el acto de «ponerse en los zapatos» de cada uno de los electores de una configuración de bienestar (Ancí & Sotomayor, 2017, p. 202).

Con ello, parece ser que el acceso a las emociones o valoraciones de las partes es fundamental para la adecuada cuantificación de los efectos (ya sean beneficios o perjuicios) producto de determinadas medidas. En ese sentido, el punto de vista empático es una condición fundamental para que una decisión jurídica sea imparcial y pondere adecuadamente los bienes en conflicto.

b. El juez razonable es un espectador juicioso y oyente virtuoso

Que las emociones puedan ser tomadas en cuenta en los procesos de argumentación y decisión jurídica no significa que se acepte cualquier tipo de emoción17, o cualquier tipo de reacción emocional como justificación de la acción. Nussbaum se enfrenta al mismo problema aquí planteado y para su solución recurre a la noción de «espectador juicioso», tomada de Adam Smith (Nussbaum, 1997, pp. 107-114; 2016, pp. 52-56). Como Nussbaum señala, pensar en el espectador juicioso nos brinda un adecuado dispositivo de «filtrado» de las emociones para

17 Una distinción semejante a la de Nussbaum se encuentra en Lariguet (2017, p. 161), quien distingue entre instintos y apetitos básicos, como el hambre y la sed, apetitos y sensaciones más complejas como el placer y el dolor, y emociones propiamente dichas, en las que el componente cognitivo es mucho más importante.

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seleccionar aquellas que juegan un papel importante tanto en la vida pública como en un caso concreto. Así, el espectador juicioso es (i) un espectador, es decir, no participa directamente de los hechos, «aunque se interesa por los participantes como un amigo preocupado» (1997, p. 108). El no participar directamente de los hechos (ii) permite al espectador juicioso escrutar la escena con el distanciamiento mínimo necesario para la imparcialidad. En la medida que las acciones concretas no comprometen su seguridad o felicidad, no empleará aspectos e información de los hechos de forma tal que favorezca a sus objetivos. (iii) En tercer lugar, sigue Nussbaum, una de las facultades morales principales del espectador juicioso consiste en su imaginación. Esta le permite ingresar al mundo subjetivo de las partes involucradas y, así, escrutar la racionalidad —o falta de la misma— de sus respuestas emocionales. Finalmente, el espectador juicioso (iv) está inmunizado frente a emociones que se producen por cogniciones o percepciones falsas. Por ejemplo, si el sujeto A reacciona con ira en contra de B, por la que considera que es una agresión a su madre que en realidad no se produjo, el espectador juicioso no podrá compartir la ira de A, a pesar de que comprenderá el origen de la misma.

Los cuatro elementos deben dar como resultado un grado de compasión que resulte compatible con un acceso empático y una forma de evaluación externa. En gran medida, la compasión resultante consiste en un experimento mental, por el cual, el espectador juicioso se pregunta qué es lo que sentiría él si estuviese inmerso en la misma situación de la persona analizada, pero contemplando dicha situación desde la serenidad de la razón y el juicio presente (1997, pp. 109, 111). Al resultado de este equilibrio, tanto Nussbaum como Smith, lo llaman «emociones apropiadas».

Pero además, el espectador juicioso goza de una predisposición performativa y cognitiva que conforma una teoría socialmente situada sobre la credibilidad de los sujetos a quienes escucha (Fricker, 2007, p. 72). Ello lo convierte en un oyente virtuoso. Para el logro de esta disposición (i) el oyente virtuoso otorga credibilidad al testimonio y expresión de emociones de sujetos variados. Ello significa que se encuentra alerta a la posible operación de prejuicios y a la aplicación acrítica de estereotipos negativos y, cuando estos aparecen, trata de neutralizarlos (p. 92). En términos habermasianos, podríamos decir que el oyente virtuoso parte de una presunción de autenticidad expresiva de parte de quienes reproducen su experiencia emocional. Asimismo, (ii) el oyente virtuoso trata de aplicar una forma de epoché testimonial18,por la cual suspende su juicio moral respecto de la narración o relato del protagonista, hasta que este ha concluido la narración y se ha reflexionado sobre los factores

18 Sobre la dimensión ética de la epoché husserliana, véase Rizo-Patrón (2015, pp. 99ss.).

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relevantes. Finalmente, (iii) el oyente virtuoso permanece atento a la comunicación de experiencias aparentemente desarticuladas. Antes de culpar al sujeto que reproduce su experiencia —por ser balbuceante o confuso—, el oyente virtuoso se pregunta si la experiencia que se le trata de comunicar es difícil de enmarcar en algún término o categoría lingüística, conceptual o teórica. En ese sentido, cuando sea necesario, el oyente virtuoso cambia el registro discursivo (por ejemplo, de una forma de alegato a la de la narración de una anécdota), o interviene más activamente generando confianza en el sujeto para que este continúe con la reproducción de su experiencia narrativa y/o emocional (Fricker, 2007, p. 172).

c. El rol de la imaginación, empatía y compasión A pesar de que una teoría sobre las emociones debe tomar en cuenta a cada una de las variedades de emociones que experimenta un ser humano, dos de ellas —complementadas con la imaginación, que trataré aquí como una disposición— son centrales para el desarrollo de una teoría sobre el rol de las emociones en los procesos de toma de decisiones jurídicas. En ese sentido, aquí nos detendremos en la empatía y en la compasión.

En primer lugar, a partir de la superación de la definición de autores como Sober y Wilson, Snow propone conceptualizar la empatía, siguiendo las intuiciones compartidas por filósofos y psicólogos, del siguiente modo: «[La empatía consiste en] sentir una emoción que es similar a la emoción que otro sujeto siente» (2000, p. 66). Esta definición genérica requiere de dos modificaciones: (a) «empatía» significa, en parte, «sentir una emoción que es similar a la emoción que otro siente [precisamente] porque el otro la siente» (Snow, 2000, p. 67). Asimismo, (b) algunos sostienen que la simple experimentación de una emoción porque otro la siente no es una condición suficiente (o incluso necesaria) para la empatía. Más bien es necesario que uno crea que el otro está sintiendo la emoción y que, a la vez, crea que siente la emoción porque el otro también la siente. Con ello, la definición se puede especificar del siguiente modo:

[…] S empatiza con la experiencia de O de la emoción E si y solo si: (a) O siente E; (b) S siente E porque O siente E; y (c) S sabe o comprende que O siente E. La condición (b) debe ser entendida como significando que algún hecho acerca de O, o una señal perceptual de O que es recibida por S, desencadena la empatía de S por O, si ciertas condiciones de fondo son satisfechas. Una condición adicional, (d) S comprende que S siente E porque O siente E no es necesaria ni suficiente para la empatía, pero indica una forma cognitivamente sofisticada de la misma (Snow, 2000, p. 68, traducción propia).

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Esta definición nos brinda los primeros elementos para realizar un avance sobre nuestra investigación. A partir de la misma, Snow analiza un conjunto de mecanismos psicológicos que explicarían cómo la identificación empática se produce:

(i) Adam Smith creía que la empatía es producto de una forma de proyección imaginativa por la cual quien empatiza imagina cómo él mismo se sentiría si estuviese en la situación del sujeto por el cual siente empatía.

(ii) Dando un paso más en el nivel de inmersión, Alvin I. Goldman y Robert M. Gordon consideran que, cuando uno empatiza, simula cómo el sujeto se siente en la situación en la que se encuentra: ya no se trata del agente imaginando su respuesta emocional, sino de imaginar la propia situación y reacción emocional del sujeto por quien se siente empatía: «When I empathize, I bracket my beliefs and feelings, and imagine being you, with your beliefs and feelings» (Snow, 2000, p. 71).

(iii) Finalmente, Hume ofrece una teoría compleja sobre la empatía por la cual empatizo cuando observo comportamientos o circunstancias de un sujeto e infiero, a partir de mi observación, que dicho sujeto está experimentando una determinada emoción. Lo que legitima mi inferencia es que correlaciono mi propio comportamiento con estados emocionales que experimento o con mis reacciones emocionales en situaciones similares. Pero, adicionalmente, en Hume son importantes tanto la observación e inferencia como el recuerdo y la contigüidad física (sobre los tres mecanismos, véase Snow, 2000, p. 71).

El análisis de los mecanismos psicológicos por los que se produce la empatía nos permite comprender la distinción que algunos autores proponen entre empatía cognitiva y afectiva (Maibom, 2014). De acuerdo con esta distinción, en la empatía cognitiva se podría pensar en las emociones de otros sujetos sin experimentar directamente dichas emociones. Frente a ello, la empatía afectiva es más intensa pues, al pensar en los estados emocionales de los otros, se experimenta sus mismas emociones o emociones aproximativamente iguales. En este panorama, la pregunta relevante para nuestra investigación es por el tipo de empatía que debe exhibir el espectador juicioso/oyente virtuoso de nuestra teoría. Propondré, entonces, un sujeto empático más cercano al sentido de Adam Smith que al de Goldman y Gordon, pero adoptando algunas modificaciones.

Así, la empatía del espectador juicioso/oyente virtuoso debe ser producto de una proyección imaginativa por la cual quien empatiza

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imagina cómo se sentiría un ser humano razonable19 si estuviese en la situación del sujeto bajo análisis. La versión de empatía cognitiva que aquí se defiende, entonces, es tanto situacional como dependiente de un estándar de ser humano razonable. Finalmente, la misma definición de empatía cognitiva aquí propuesta nos permite distinguir a esta de la compasión, la cual es la segunda emoción relevante para nuestra investigación.

En contraposición a la variante de empatía cognitiva aquí defendida, la compasión toma en cuenta la reacción emocional de un sujeto al modo de la teoría de Goldman y Gordon, pero no para «ponerse en sus zapatos» y adoptar la misma emoción de dicho sujeto, sino para ajustar nuestro nivel de reproche o mitigar la dureza de nuestro juicio respecto de sus acciones. En la película A Time To Kill de 1996, Matthew McConaughey interpreta a Jake Brigance, un joven abogado que defiende a Carl Lee (Samuel L. Jackson) en un juicio por el asesinato de dos hombres que habían violado a su hija de 10 años. En su alegato final, luego de un preámbulo genérico ante el jurado, Brigance señala lo siguiente:

[…] Now I wanna tell you a story. I’m gonna ask ya’all to close your eyes while I tell you this story. I want you to listen to me. I want you to listen to yourselves.This is a story about a little girl walking home from the grocery store one sunny afternoon. I want you to picture this little girl. Suddenly a truck races up. Two men jump out and grab her. They drag her into a nearby field and they tie her up, and they rip her clothes from her body. Now they climb on, first one then the other, raping her, shattering everything innocent and pure —vicious thrusts— in a fog of drunken breath and sweat. And when they’re done, after they killed her tiny womb, murdered any chance for her to bear children, to have life beyond her own, they decide to use her for target practice. So they start throwing full beer cans at her. They throw ‘em so hard that it tears the flesh all the way to her bones —and they urinate on her.Now comes the hanging. They have a rope; they tie a noose. Imagine the noose pulling tight around her neck and a sudden blinding jerk. She’s pulled into the air and her feet and legs go kicking and they don’t find the ground. The hanging branch isn’t strong enough. It snaps and she falls back to the earth. So they pick her up, throw her in the back of the truck, and drive out to Foggy Creek Bridge and pitch her over the edge. And she drops some 30 feet down to the creek bottom below.

19 La noción de «ser humano» en lugar de «hombre razonable» se plantea como un mecanismo para esfumar los efectos heteronormativos y eurocéntricos que históricamente han estado ligados a la segunda noción. En ese sentido, su empleo sirva para enfatizar que el agente respecto del cual se compara la reacción emocional del sujeto bajo análisis no tiene características propias de un sexo, género, clase social u otro tipo de identidad que pueda mitigar la universalidad de su reacción. En suma, se trata de una propuesta débil, en el sentido de no comprometida con ninguna doctrina comprehensiva o identidad completa.

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Can you see her? Her raped, beaten, broken body, soaked in their urine, soaked in their semen, soaked in her blood —left to die.Can you see her? I want you to picture that little girl.Now imagine she’s white.The defense rests your honor.20

Pocos discutirían, al menos en nuestro sistema penal, la responsabilidad penal de Carl Lee. Sin embargo, la estrategia de su abogado no apunta a los elementos conformantes del delito (tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad), sino a cuán reprochables o condenables son sus actos. La narración de Brigance es tan vívida precisamente porque lo que busca es una inmersión primero imaginativa y luego emocional en la experiencia de Lee. El asesinato de los violadores no está justificado desde el punto de vista de un ser humano razonable, pero es comprensible desde el punto de vista de un padre afroamericano que, además de vivir en un Estado racista como Mississippi, ha soportado el dolor y angustia de lo que le ocurrió a su hija (Cfr.Nussbaum, 2016, p. 18). La compasión, entonces, es un mecanismo para evitar la revictimización o evitar profundizar el daño que ya viven las partes en el marco de procesos judiciales. Su función permite acceder al universo subjetivo de las mismas y, a pesar de no justificar sus acciones, comprenderlas desde una nueva luz y actuar en conformidad con ello. En conclusión, a pesar de ser residual, el rol de la compasión sigue exhibiendo gran importancia para nuestra teoría.

d. La injusticia extrema se determina, en algunos casos, por la respuesta emocional frente a ciertos hechos

Parece importante distinguir entre dos formas de injusticia extrema que no han sido diferenciadas adecuadamente: (a) por un lado, podemos hablar de la injusticia extrema de la norma o regla, en cuyo caso se condena el contenido de la misma como resultado de la interpretación de una disposición normativa21. Ejemplos de esta forma de afrontar el problema los encontramos en Radbruch, en las objeciones de Hart (1983) a la llamada fórmula de Radbruch y en recientes análisis de Alexy a propósito de su teoría sobre la doble dimensión del derecho (2001, 2010b). Por su parte, (b) es posible hablar de una forma de injusticia extrema en la aplicación de una norma o regla. En este caso, al menos prima facie, no se cuestiona la validez o justicia de la norma in abstracto, sino las consecuencias extremadamente injustas de su aplicación a un caso concreto.

20 La transcripción del alegato final de Brigance fue tomada del siguiente sitio web: http://www.script-o-rama.com/movie_scripts/t/time-to-kill-script-transcript.html (consulta realizada el

22 de abril de 2017).21 Sobre la distinción aquí empleada entre disposición y norma, véase, entre otros, (Chiassoni, 2011,

pp. 7-18).

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La tesis, entonces, se puede formular del siguiente modo. Para la determinación de la injusticia extrema en la aplicación de una norma o regla prima facie justa se requieren dos elementos: (i) una teoría moral que nos brinde el estándar para distinguir actos justos de injustos (un conjunto de principios de justicia, en el vocabulario más contemporáneo del constructivismo rawlsiano), y (ii) una reacción emocional frente a dicha injusticia, la cual otorga el suplemento para pasar de la mera injusticia hacia la injusticia extrema22. Usualmente, dicha reacción emocional se canaliza en dos emociones de corte reactivo23 a las que aún no nos hemos referido: la ira o cólera, y la indignación.

Como la discusión sobre la ira ha mostrado a lo largo de la historia (Nussbaum, 2016, pp. 14-56), en ella se combina el dolor por un mal infringido a un sujeto —que puede ser la misma víctima o alguien cercano a su círculo de interés y preocupación— y una forma de placer por la retribución futura del mal injusto. Es decir, en la ira se combinan dolor y una expectativa de venganza que no necesariamente tiene que exhibir un carácter físico. El deseo de retribución genera una forma de placer imaginativo en el sujeto, pues elucubra que quien produjo la ofensa terminará pagando —tarde o temprano— por sus actos: ya sea porque de esta manera se restablece una suerte de equilibrio cósmico, o porque se restablece el estatus del sujeto agraviado (Nussbaum, 2016, pp. 21ss.). Sin embargo aquí tenemos un problema para nuestra teoría. Si en la injusticia extrema producto de la aplicación de una norma quien produce el mal no es un sujeto sino un objeto inanimado y no intencional como una norma, entonces, ¿cómo puede pagar por sus actos? Nussbaum reconoce que la ira puede estar dirigida a objetos inanimados y que ello se produce porque existe una expectativa irracional de que dichos objetos respeten nuestras acciones e intenciones y colaboren con ellas (2016, pp. 18ss.). Por ejemplo, cuando un sujeto patea —por ira y no porque crea que con ello la máquina se reactivará— una máquina expendedora de golosinas porque esta no le ha devuelto su cambio, su acto es llanamente irracional, pero parte de una imputación de capacidad moral a un objeto inanimado. Lo mismo puede ocurrir con las normas o reglas. Pero así como no pensamos en una venganza contra una máquina expendedora de golosinas por no devolvernos el cambio, nuestra dimensión retributiva o prospectiva (forward-looking) de la ira contra una norma extremadamente injusta no nos hace pensar en vengarnos de dicha norma (además, ¿cómo sería posible hacerlo?), sino en modificarla, inaplicarla o revertir una aplicación pasada que resultó en una injusticia extrema.

22 Ello no obsta para que puedan darse supuestos de injusticia extrema en la formulación abstracta de la norma. En estos casos, no se requiere de una reacción emocional, debido a que el análisis mismo de las características abstractas de la norma nos mostraría su nivel de injusticia. Agradezco a uno de los revisores anónimos por permitirme aclarar el punto.

23 Sobre la noción de sensaciones y actitudes reactivas, véase Strawson (2008, pp. 6-7).

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La ira contra una aplicación extremadamente injusta de una norma nos debería llevar a revertir la situación mediante una decisión distinta que modifique los casos de injusticia (Nussbaum, 2016, pp. 29-31). En la terminología de Nussbaum, aquí estamos frente a un caso de «Ira-Transicional» (Transition-Anger), pues el énfasis no está puesto en la retribución del mal infligido, sino en las formas de repararlo, disminuirlo o disiparlo en el futuro: «If […] the entire content of the person’s anger is “This is outrageous, and how shall things be improved?” or “This is outrageous, and we must commit ourselves to doing things differently,” the anger is indeed Transition-Anger» (p. 37). Es por ello que la ira, en este sentido cognitivo-racional y prospectivo (forward-looking), es central para determinar la injusticia extrema en la aplicación de una norma24.

Se podría objetar a la tesis aquí presentada lo siguiente: en la injusticia extrema que se produce en la aplicación de una norma, no puede ser el caso que la norma aplicada vulnere un principio elemental de justicia, porque en ese supuesto su injusticia no residiría en la aplicación, sino en la formulación normativa abstracta. En suma, se trataría de un caso de injusticia extrema de la norma o regla y no de aplicación de la misma. Para hacer frente a esta objeción, podemos proponer un ejemplo: imaginemos una regla X que en su formulación abstracta no parece contradecir —al menos no de manera extrema, que es lo aquí relevante— algún principio de justicia. Dicha norma puede, por ejemplo, promover una visión formal de la igualdad entre sexos. Sin embargo, en su aplicación práctica, el operador jurídico podría formular lo que autores como Katharine T. Bartlett (2011, pp. 32-51) han llamado «la pregunta por la mujer» o, en general, por el excluido. Una vez formulada dicha pregunta, la respuesta ofrecida por la norma podría aparecer como injusta desde un principio material de igualdad, con lo que el primer requisito para la determinación de la injusticia extrema en la aplicación ya estaría satisfecho.

La indignación es la segunda emoción reactiva (Nussbaum, 2016, p. 46), aunque en este caso moralmente positiva (Neblett, 1979, pp. 139, 145), relevante para la tesis sobre la injusticia extrema en la aplicación de una norma. Como señala Neblett, en este caso nos encontramos frente a una suerte de conglomerado variado de sensaciones que son reconducidas al término general «indignación». Por ejemplo, cuando se clasifica la indignación de acuerdo con el objeto contra el cual se dirige, es posible sentir indignación por actos institucionales, dentro de los cuales podríamos colocar al acto de aplicar una norma y, con ello, producir un resultado injusto. En todo caso, (i) el primer elemento unitario de esta

24 A esto también se refiere Nussbaum cuando habla de una tercera vía para canalizar el aspecto positivo de la ira; podemos, señala Nussbaum, buscar disuadir en el futuro a las conductas del tipo del que generó el daño (2016, p. 28).

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variopinta colección de instancias es que todas comparten una reacción de condena frente a una acción que se considera deplorable. Aquí plantearé (ii) una restricción a la definición de indignación, consistente en que la condena moral se dirige a una acción que tiene carácter intencional. Evidentemente, se puede hablar de una forma genérica de indignación frente a la naturaleza o frente al azar, pero estas formas no serán de interés en la presente discusión.

Una última (iii) restricción de la noción de indignación que aquí se discute consiste en que la misma se produce como resultado de la vulneración de una norma que se considera legítima en una comunidad ética dada. Por ejemplo, no es relevante la indignación producto de una expectativa ilegítima por parte del sujeto, como en el caso de un conductor que se indigna porque se le haya puesto una papeleta por pasarse un semáforo en rojo.

Con estos elementos, podemos señalar que la injusticia extrema en el caso de la aplicación de una norma consiste en que, mediante esta, el juez o tomador de decisión ha vulnerado una norma o principio que se considera mucho más importante que el valor de la seguridad jurídica para el caso concreto. En otras palabras, lo que genera la indignación es (i) la aplicación intencional (ii) de una norma a un caso concreto, (iii) a sabiendas de que la misma producirá una injusticia extrema. La reacción de indignación permite, como en el caso de la ira, una transformación positiva en el sentido de revertir la situación que ha generado la emoción. Por ejemplo, se podría inaplicar la norma por considerar un conjunto de principios jurídicos (o jurídico-morales) superiores que sobrepasan con creces el valor de la seguridad jurídica25.

V I I I . D O S E J E M P L O SEn esta última sección mostraré dos ejemplos que grafican aspectos de la teoría sobre la relación entre las emociones y el razonamiento jurídico y judicial. El primero de ellos es el del Pleno Casatorio Civil26 por el caso de derrame de Mercurio en Choropampa (Cajamarca) producido en el año 2000, el cual involucró a la empresa minera Yanacocha. En el proceso se analiza la demanda de indemnización presentada por

25 Es importante mencionar que, dado que el presente artículo no tiene como principal objetivo la discusión del principio de seguridad jurídica, aquí se asume una comprensión más bien tradicional del mismo, de corte formal, y asociado a lo que autoras como Lifante han llamado previsibilidad. Para teorías más sustantivizadas de la seguridad jurídica, véanse Lifante (2013) y MacCormick (1999). En el caso de MacCormick, el centro de su tesis se articula alrededor de la vinculación entre la argumentación jurídica y la retórica, de un lado, y el Estado de Derecho, y su garantía del derecho de defensa, por otro lado. Finalmente, es importante agregar que, si asumimos propuestas como la de los autores mencionados en esta nota, la tesis fuerte del conflicto entre principios jurídico-morales y la seguridad jurídica presentada en este trabajo, se podría moderar.

26 El texto completo del Pleno Casatorio se puede encontrar en el siguiente enlace: https://www.pj.gob.pe/wps/wcm/connect/09ca528047e3d59dbb60ff1f51d74444/Primer+Pleno+Casatorio+Civil.pdf?MOD=AJPERES&CACHEID=09ca528047e3d59dbb60ff1f51d74444 (Consulta el 9 de mayo del 2017).

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Giovanna Quiroz, en representación de sus hijos, por responsabilidad civil extracontractual. Los hechos se pueden resumir en los siguientes puntos: el 2 de junio de 2000 se produjeron dos derrames de mercurio (i) cerca del poblado de San Juan, y (ii) de Chotén, La Calera, entre otros. Los pobladores recogieron dicho mineral e incluso lo almacenaron en sus casas, sin conocer los efectos nocivos que una sustancia tóxica como el mercurio puede producir en el organismo27. En algunos casos existió una negativa a devolver los restos de mineral al personal de la compañía y, en otros, Yanacocha llegó a celebrar transacciones extrajudiciales con los pobladores. En dichas transacciones, se establecía montos que debían servir para reparar el daño a la salud producido por la exposición al mercurio28. Como se sabe, de acuerdo al artículo 1302 del Código Civil, «La transacción tiene valor de cosa juzgada» por lo que, en principio, no cabía un pronunciamiento judicial en el caso. De hecho, en el marco del proceso, Yanacocha interpuso la excepción de conclusión del proceso por transacción29. Ahora bien, (i) el artículo 1305 establece que «sólo los derechos patrimoniales pueden ser objeto de transacción». Como señalan Osterling y Castillo Freyre «los derechos extrapatrimoniales son irrenunciables, por lo que no constituyen objeto de transacción […] todo lo concerniente a la persona humana […] (como el derecho a la vida, a la salud, al trabajo) […] Son obligaciones y derechos intransferibles y, por ende, intransigibles» (s.f., p. 13); y (ii) en tanto acto jurídico30, la transacción extrajudicial debería, en principio, poder ser cuestionada en referencia a su posible nulidad (Osterling & Castillo Freyre, s.f., p. 7).

Con arreglo al punto (ii) del anterior párrafo, resulta conveniente revisar las causales que pueden provocar la nulidad de un acto jurídico. Las mismas se encuentran en el artículo 219 del Código Civil, que en su inciso 1, se refiere a la falta de manifestación de voluntad del agente. Como señala Lizardo Taboada, la declaración de voluntad requiere de la configuración de dos voluntades, una declarada —que es el contenido del negocio jurídico— y una segunda que es la voluntad de declarar, a su vez dividida en la voluntad del acto externo y el conocimiento del valor declaratorio (1988, p. 71). A continuación el profesor Taboada ofrece

27 Sobre los efectos nocivos del mercurio, véase Defensoría del Pueblo (2001, p. 13).28 Un fragmento de la transacción entre Yanacocha y Giovanna Quiroz señala lo siguiente: «Se estipuló

como monto total de la indemnización la suma de S/. 2 625.00 Nuevos Soles, el cual, según la cuarta cláusula, cubría el daño emergente, lucro cesante, daño físico o moral y cualquier otro daño producido por el derrame de mercurio ocurrido el 2 de junio de 2000» (Pleno Casatorio, fundamento jurídico 5, p. 18). Es importante agregar que los montos fueron luego modificados por adendas en las que se incrementaba la indemnización.

29 En el proceso se discutió si la transacción extrajudicial puede interponerse como una excepción procesal o si, más bien, se trata de una defensa de fondo. El problema se origina por el hecho de que el artículo 453 del Código Procesal Civil se refiere solamente a la transacción judicial (Pleno Casatorio, fundamento jurídico16, pp. 29-30). La conclusión de la Corte Suprema sobre este tema es que la Transacción Extrajudicial sí se puede interponer como defensa de forma (fundamento jurídico 29, p. 38).

30 Que la transacción sea un acto jurídico es un tema de discusión en la doctrina civil, pero una respuesta sobre el tema escapa a la temática del presente artículo (Pleno Casatorio, fundamentos jurídicos 9 y 10, p. 24).

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una lista de los supuestos que, desde su punto de vista, resulta interesante analizar: la incapacidad natural, el error obstativo, la declaración hecha en broma y la violencia (1988, pp. 71-72). Aquí quiero argumentar que Taboada no considera el caso de la voluntad declarada, pero con desconocimiento de (i) aspectos importantes asociados a los hechos que originan el ofrecimiento de celebración de un negocio jurídico de una de las partes, y (ii) las posibles consecuencias asociadas a estos hechos. Una figura cercana a este caso es la de una gran asimetría de información entre las partes y es, además, el supuesto que mejor describe los hechos del caso de las transacciones de Yanacocha.

Respecto de la cuestión de la transacción extrajudicial como excepción, la Corte Suprema construye su argumento a partir de la Teoría de los Actos Propios que, citando a Mario Castillo, caracteriza como «[…] una limitación al ejercicio de los derechos subjetivos, impuesta por el deber de un comportamiento coherente con la conducta anterior del sujeto que suscita en otro una fundada confianza» (la Corte, citando a Castillo Freyre, fundamento jurídico 40, p. 46). Desde su punto de vista, la Sra. Quiroz estaría desconociendo los efectos de las transacciones celebradas con Yanacocha mediante la demanda de indemnización, y, además, habría ocultado tales hechos en su escrito. En todo caso, concluye, se debió solicitar primero la nulidad de las transacciones, en tanto actos jurídicos, y luego recién solicitar una indemnización (fundamento jurídico 50, p. 53).

Asimismo, la Corte descarta el argumento de la eventual lesión producida por las transacciones extrajudiciales. La Sra. Quiroz sostenía que dichas transacciones aprovechaban un estado de necesidad apremiante en los afectados —como dispone el artículo 1447 del Código Civil—, pero la Corte considera que este argumento no está suficientemente respaldado ni desarrollado. En uno de los pasajes más cuestionables del Pleno se lee lo siguiente:

[…] se verifica que tanto la demandante como su cónyuge, tienen la condición de profesores, ergo, al no estar incapacitados cultural o legalmente, no se halla elemento impediente [sic.] alguno para no hayan podido apreciar los hechos con claridad. Y no es que se les esté exigiendo, en este caso, el haber tenido o desplegado una capacidad de análisis de juristas o peritos, sino tan solo nos remitimos al sentido común que todo profesional tiene y que le permite formarse un juicio sobre la realidad que lo rodea y de ese modo saber qué actos le son más o menos ventajosos a sus intereses personales (fundamento jurídico 55, p. 55).

Finalmente, la Corte analiza la eventual invalidez de las transacciones por tener como objeto derechos extrapatrimoniales, como el derecho a la salud. Al respecto, señala que:

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De acuerdo a lo dispuesto por el Código Civil vigente, lo que en realidad se transó en el caso sub judice, no es sobre la salud sino sobre los daños que se ocasionaron a la salud como consecuencia de la exposición y manipulación del mercurio que sufrieron la accionante y sus menores hijos, al igual como ocurrió con otros pobladores del lugar (fundamento jurídico 69, p. 63).

Con ello, la restricción de transar sobre derechos patrimoniales a la que se refiere el artículo 1305 del Código Civil está pensada para «[…] todos aquellos derechos que no pueden ser apreciados o valorizados en dinero […]» (fundamento jurídico 71, p. 64). Se menciona como ejemplos los derechos familiares (nadie puede transar para ser hijo o padre de otro sujeto) o la prohibición de «transar con alguien para que se deje inocular el virus del VIH» (fundamento jurídico 71, p. 64). Sobre este último caso, la Corte señala que este sí es un ejemplo en el que la transacción vulnera el derecho a la salud. A diferencia de dicho supuesto, en las transacciones de la Sra. Quiroz y Yanacocha, estas no tienen como objeto a la salud en sí misma pues, por ejemplo, no hay una cláusula por la cual una parte adquiere el derecho a dañar a la otra (imaginemos, estableciendo que trague determinada cantidad de mercurio). En todo caso, el objeto de la transacción consiste en la indemnización de las consecuencias asociadas a un hecho como el derrame de mercurio. Por este y los argumentos anteriores, la Corte declara infundado el recurso de casación.

He expuesto con cierto detalle el caso porque permite desarrollar varios de los aspectos de la teoría propuesta. Desde luego, aquí no entraré en el análisis doctrinario-civil de los conceptos involucrados, a pesar de que dicho análisis resulte central para dar una adecuada solución. Como se ha señalado en anteriores secciones, la teoría de las emociones en el derecho es un caso especial de la teoría general de las emociones, pues su relevancia está supeditada al cumplimiento y respeto de restricciones procesales y doctrinarias. Asimismo, en los comentarios que se ofrecen a continuación, será central una consideración sobre la fenomenología de la decisión judicial, más que sobre el producto textual de la argumentación. En buena cuenta, la teoría de las emociones en la decisión constituye una serie de pautas teóricamente justificadas que nos dicen que los jueces deberían arribar a una solución justa y fundada en derecho siguiendo ciertos pasos, más que una teoría sustantiva sobre el sentido en que las cortes se deben pronunciar.

Con estas consideraciones presentes, un primer punto que resulta necesario explorar es el de la imaginación judicial para resolver el caso. Como mucha de la literatura sobre las relaciones entre las emociones, por un lado, y el derecho y la decisión judicial, por otro, ha argumentado convincentemente, la vía regia de acceso imaginativo a las circunstancias

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de un caso es la literatura y, en especial, la de tipo realista (Nussbaum, 1997, pp. 29ss.; Lariguet, 2017, p. 167). Esta permite una inmersión en contextos y mundos que son parcial o totalmente ajenos a los del tomador de decisiones. Mediante la conexión literaria, dos sujetos se vinculan más allá de su pertenencia común al género humano. En términos de Nussbaum, la imaginación literaria es idónea para producir una forma de conexión eudaimónica entre las partes. Ello quiere decir que, mediante el ejercicio literario-imaginativo de pensar en las condiciones de vida del sujeto de su análisis, el tomador de decisiones se comienza a preocupar por su bienestar y por las injusticias de su vida, sintiéndolas como propias. Incluso sin dar el salto imaginativo producto de la integración de la literatura en el proceso decisorio, la Corte Suprema pudo analizar el contexto a partir de datos socioeconómicos ofrecidos por el Informe de la Defensoría del Pueblo (2001) a propósito del derrame de mercurio. En dicho informe, la Defensoría concluye que las localidades afectadas pertenecen a un estrato socio-económico bajo, con una educación, acceso a servicios de salud y de prestación de servicios deficiente (p. 9).

A esta situación de pobreza se suma la operación de grandes empresas mineras en la región, lo cual ha sido un tema presente no sólo en los análisis sociológicos y antropológicos31, sino también en la literatura. Novelas como Redoble por Rancas de Manuel Scorza grafican con crudeza las complejas relaciones entre empresas mineras y comunidades locales en nuestra historia. Aunque el relato tiene lugar en Cerro de Pasco, gran parte de los patrones en la relación entre empresas y comunidades se repiten también en Cajamarca. En la novela de Scorza, somos testigos de cómo la guardia civil, jueces y párrocos establecen una relación de clientelaje con la Cerro de Pasco Corporation, mientras que los comuneros aparecen abandonados a su suerte y sólo les queda la lucha por no perder sus terrenos y ganado32.

La indignación de los comuneros ante los abusos de la empresa minera es omitida por las autoridades y, entonces, la indignación contra una empresa se torna en una indignación estructural contra un sistema que los excluye y no escucha sus reclamos. En términos de Fricker, su testimonio no es tomado en cuenta o, si lo es, es minimizado o estigmatizado, constituyendo una auténtica instancia de injusticia testimonial. Por todo ello, resulta curioso que el tenor del Pleno Casatorio Civil sea el de una empresa minera —en este caso Yanacocha— que se ha visto sorprendida (¿hasta estafada?) por comuneros que reclaman una indemnización después de ya haber recibido dinero por parte de la empresa. El tenor

31 Véanse, entre otros, Barclay y Santos (2010), Tanaka (2012); para un planteamiento de la problemática en términos de ontología social, véase Viveiros de Castro (2004).

32 En uno de los pasajes más enérgicos de la novela, Don Fortunato dice a los demás comuneros: «¡Miren lo que nos hace “La Cerro”! […] No se conforma con cercar nuestras tierras. Matan a nuestros animales con sus perros. ¡Pronto nos matarán a todos! ¡Pronto no quedará nadie! ¡Pronto cercarán al mundo!» (Scorza, 1983, p. 149).

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de la resolución exhibe una notoria falta de conocimiento y sensibilidad respecto del fenómeno de la minería en el Perú y de los abusos que históricamente han estado relacionados a los proyectos mineros. No se trata, desde luego, de inclinar la balanza a favor del argumento de la Sra. Quiroz, sino de tomar en cuenta imaginativamente los factores y aspectos asociados a una relación conflictiva y que se presta al abuso, como la de las mineras y las comunidades33.

Al factor de los abusos y alianzas entre el gobierno y las empresas mineras, se suma un segundo elemento imaginativo-empático. La Corte no debería establecer las condiciones de manifestación de la voluntad en las transacciones extrajudiciales desde la perspectiva abstracta y vacía que permite un análisis libre de contexto. Desde el punto de vista de comunidades históricamente excluidas, la posibilidad de recibir un monto —aunque mínimo— por un daño generado es ya una forma de resarcimiento muy superior a la usual impunidad experimentada ante las vulneraciones de derechos. Si a ello sumamos un estado de necesidad asociado a los gastos médicos en comunidades aisladas, tenemos como resultado fuertes condicionantes asociados a la decisión, los cuales permiten afirmar que, en el caso de las transacciones, Yanacocha había manipulado —y hasta configurado— el espacio de las razones (Forst, 2014; Casuso, 2017) en el que operó la decisión restringida (y en gran medida inducida) de los comuneros en pro de la transacción extrajudicial. Si ello es así, al análisis típicamente binario y extremadamente simple del derecho civil —consistente en determinar si hubo o no manifestación de voluntad para configurar uno de los elementos del acto jurídico—, se podrían agregar una gama de casos dudosos en los que el ejercicio de poder sobre la constitución del espacio de las razones de una de las partes termina condicionando la manifestación de voluntad, como ocurre en la creación artificial de dilemas decisorios del tipo «transas conmigo o no recibirás nada de dinero».

Finalmente, el segundo caso que presentaré es el de Silvia Patricia Lopez Falcón c. Patricia Maura de la Cruz (Juez de Familia de la provincia de Barranca) (en adelante, Silvia Lopez c. Patricia de la Cruz). En este caso, el Tribunal Constitucional analiza un recurso de agravio constitucional interpuesto por Silvia Lopez contra una sentencia de la Sala Civil de la Corte Superior de Justicia de Huaura, la cual declaraba infundada su demanda de amparo. Los hechos son simples y se pueden resumir en los siguientes puntos: Silvia Lopez interpuso una demanda de alimentos contra Elvis Zuñiga y la audiencia única de dicho proceso

33 Hay preguntas relevantes que la Corte jamás se plantea y que cuestionarían la integridad de la minera Yanacocha. En cierta medida, podríamos llamar a estas preguntas «preguntas que parten de la hipótesis de la malicia». Una de las más relevantes sería, ¿por qué las primeras transacciones celebradas son por montos mínimos que no llegan a los 10 000 soles, si la empresa tenía pleno conocimiento de los efectos nocivos del mercurio en el organismo humano?

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se programó, en un primer momento, para el 10 de febrero de 2011. En dicha fecha, Lopez asistió acompañada de su abogada, pero la diligencia fue suspendida y reprogramada para el 18 de febrero de 2011, a las 12:00 horas. El motivo que se adujo para la suspensión era que la jueza a cargo del proceso de Lopez «[…] se encontraba despachando en otro juzgado por motivos de vacaciones […]» (Exp. 04058-2012-PA/TC, FJ. 3). Debido a problemas de salud de la hija mayor34 de Lopez, esta «[…] llegó con dos minutos de retraso» (Exp. 04058-2012-PA/TC, antecedentes) a la audiencia reprogramada del 18 de febrero. Al momento de su arribo, la secretaria del juzgado ya había llamado a las partes y, por eso, la Sra. Lopez se apersonó al juzgado y se acercó a la jueza del caso, quien le indicó que resolvería con arreglo a la razón de la secretaria. Luego de estos hechos, la jueza dio por concluido el proceso, sin considerar la justificación que Lopez presentó. Además de explicar los motivos de su tardanza, la Sra. Lopez solicitó la reprogramación de la audiencia, pedido que recibió como respuesta un decreto que estipulaba «ESTESE A LO RESUELTO», y una remisión a la resolución del 18 de febrero. Por todas estas razones, Lopez interpuso una demanda de amparo por la vulneración del derecho al debido proceso en su manifestación de derecho a la motivación de las resoluciones judiciales, pues la jueza no habría tomado en cuenta las razones de la tardanza, ni habría argumentado respecto del pedido de reprogramación de la audiencia. Frente a la demanda de amparo contra la sentencia que declaraba concluido el proceso, la jueza Patricia de la Cruz señaló que su actuar se encontraba conforme a la ley —en este caso, se aplicaba supletoriamente el artículo 203 del Código Procesal Civil35—, pues esta establece la conclusión del proceso ante la inasistencia de las partes.

Si bien la sentencia del Tribunal Constitucional se centra en dar una respuesta al caso desde la perspectiva del interés superior del niño, sobre el cual se afirma que constituye un contenido constitucional implícito a partir del artículo 4 de la Constitución, además de estar reconocido en tratados internacionales (Silvia Lopez c. Patricia de la Cruz, fundamento jurídico 16); aquí no nos centraremos en este punto, sino en elementos vinculados a la imaginación empática y al poder del testimonio. Así, un primer aspecto relevante en el análisis es la relación entre normas procesales generales y abstractas, y su aplicación a casos concretos que, de no ser sensible a distintos contextos, puede derivar en variantes de un formalismo irracional (Atienza, 2011, pp. 199-201, véase, en especial,

34 «La recurrente expresaba que su llegada tardía se debió a las dificultades de salud que atravesaba su hija mayor S.A.L.F., adjuntando la documentación pertinente para corroborar sus afirmaciones» (fundamento jurídico 21).

35 Dicha aplicación supletoria encuentra fundamento en el artículo VII del Título Preliminar del Código de los Niños y Adolescentes, así como en el artículo 182 del mismo, el cual establece que «todas las cuestiones vinculadas a los procesos en materias de contenido civil en las que intervengan niños y adolescentes, contempladas en el presente Código, se regirán supletoriamente por lo dispuesto en el Código Civil y en el Código Procesal Civil».

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el punto 3), como el expuesto en la resolución de la jueza de la Cruz. La norma procesal sobre la conclusión del proceso por inasistencia de las partes es una regla que, en general, parece justa y tiene buenas razones para existir. En efecto, en la mayoría de procesos, la inasistencia de las partes denota un desinterés que va de la mano con la eliminación del conflicto que las llevó a un proceso. Si la finalidad del proceso es restaurar la paz social mediante una resolución de la controversia, la regla del artículo 203 del Código Procesal Civil parece tener bastante sentido. Sin embargo, luego de emplear metodologías como «la pregunta por los excluidos» (Bartlett, 2011, pp. 48ss.), percibimos que una aplicación mecánica de la norma en el presente caso puede acarrear injusticias que no están amparadas por el derecho como sistema valorativo (o como integridad, en términos dworkinianos).

Parece que la norma procesal puede ser flexibilizada —o «derrotada», si empleamos el vocabulario de algunas discusiones contemporáneas de teoría y filosofía del derecho (García Figueroa, 2009; Moreso, 2012; Atienza & Ruiz Manero, 2012)— tomando en cuenta las circunstancias concretas del caso y de las partes, así como el acceso a dichas circunstancias sólo se hace posible a través de la apertura cognitiva frente al testimonio y el empleo de una imaginación empática. Cuando la jueza responde a la señora Lopez señalando «ESTESE A LO RESUELTO [sic])», lo que hace es cerrar el espacio de las razones en el que opera el testimonio y, como consecuencia, el derecho se hace inmune al poder de las circunstancias particulares. Entonces, parece que la regla no se vence ni cuando existan buenas razones para ello y el juez opera como un autómata que tranquilamente podría ser reemplazado por una máquina (además, bastante rudimentaria). Pero, adicionalmente, mediante la falta de motivación respecto de la justificación de la tardanza y el pedido de reprogramación de la audiencia, la jueza no emprende el ejercicio imaginativo-empático de acceder a la perspectiva de una madre soltera que, además de criar y cuidar a sus hijos, no recibe apoyo económico del padre. La respuesta formalista no toma en cuenta que la situación de madres que promueven procesos de alimentos en el Perú es la de personas sometidas a una cultura machista y a una fuerte presión económica y psicológica por sacar adelante a sus familias. Todos estos factores juegan un rol fundamental en la decisión de admitir o no la reprogramación de la audiencia.

Evidentemente, el juez debe ser también un espectador juicioso. Podría ser el caso que, a nivel material, el pedido de alimentos no proceda porque, por ejemplo, no exista el vínculo filial entre padre e hijo, pero esta es una discusión que recién tiene lugar cuando se ha permitido que la señora Lopez exponga los argumentos que fundamentan su demanda y ello no ocurrió en el caso concreto. La sentencia del Tribunal Constitucional revierte esta forma de mecanicismo decisorio mediante

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una argumentación basada en principios constitucionales. Pero también, entre líneas, podemos notar una buena dosis de indignación por los hechos del caso. El siguiente fragmento es especialmente gráfico sobre la indignación e ira-transformativa que parece exhibir la sentencia del Tribunal Constitucional:

[…] De todo ello se desprende que la jueza a cargo de la causa para la resolución que ponía fin al proceso no tuvo en consideración el escrito presentado oportunamente, aplicando de forma tangencial las normas procesales, sin avizorar las implicancias en la menor alimentista, toda vez que se trataba de derechos alimentarios en donde está en juego la vida y la subsistencia de la persona, más aún tratándose de una infante (Silvia Lopez c. Patricia de la Cruz, fundamento jurídico 21).

La ira-transformativa del Tribunal se expresa bastante bien, además, en el tenor de la resolución a la que arriba. En esta se reconoce que la vulneración producida por la sentencia de la jueza es irreparable, pero, aun así, el Tribunal establece criterios interpretativos para que una situación como la que origina el proceso no se repita:

[…] al margen de que en el presente caso se presente una situación de irreparabilidad, el Tribunal Constitucional estima que, en aplicación del segundo párrafo del propio artículo 1° del Código Procesal Constitucional, y atendiendo a que está acreditada en autos la afectación del derecho a la motivación de las resoluciones judiciales, conforme a los fundamentos precedentes, corresponde declarar fundada la demanda, no con el propósito de reponer las cosas al estado anterior a la violación denunciada —lo cual resulta inviable—, sino con el objetivo de evitar que conductas como las que aquí se han analizado puedan repetirse (fundamento jurídico 26).

Este es un excelente ejemplo de una ira e indignación que no recae en una voluntad de castigo o represión por el hecho (del tipo «¡OCMA, castigue a este jueza!»), sino en una voluntad transformativa que busca mejorar la calidad de las decisiones futuras, obligando a los jueces a respetar el principio del interés superior del niño y evitando un formalismo exacerbado36. Por todas estas razones, la sentencia aquí

36 Desde luego que podríamos imaginar casos en los que la aplicación estricta de la norma procesal sea la opción más justa para resolver el caso. Para ello, por ejemplo, se podría tomar en cuenta la discusión sobre seguridad jurídica y previsibilidad que aparece supra (en la nota 25). Uno de los revisores por pares de este artículo planteó la cuestión de cuáles son las propiedades relevantes que permiten concluir en qué casos se podría inaplicar legítimamente una norma procesal con arreglo a otros principios. Al respecto, podemos remitir a otros trabajos donde hemos planteado un ejercicio de delimitación de propiedades relevantes para la toma de decisiones: Ancí y Sotomayor (2016) y Sotomayor (2017, manuscrito inédito). Asimismo, Moreso ha planteado la cuestión con bastante claridad: «Los conceptos morales que el Derecho incorpora funcionan, a menudo, como defeaters, como causas de revocación, permitiendo a los ciudadanos ciertos comportamientos (la legítima defensa) o prohibiendo determinadas regulaciones a las autoridades (el establecimiento de penas crueles, por ejemplo). Las consideraciones morales, incorporadas al Derecho, funcionan como modos habilitados de acceso a las razones que subyacen a nuestras regulaciones, reduciendo

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analizada exhibe todas las virtudes epistémicas y emocionales de las que el Primer Pleno Casatorio Civil del caso del derrame de mercurio carece: imaginación empática, punto de vista del espectador juicioso que es oyente virtuoso, y formas de ira e indignación transformativas, lo que permite mejorar la interpretación jurídica en el futuro. Si la argumentación que he presentado aquí resulta convincente, se ha mostrado, además, que la emoción es una condición necesaria para una racionalidad jurídica plena y que ello no implica confundir la teoría de las emociones con una teoría sobre la sensiblería jurídica.

I X . C O N C L U S I O N E SNuestra investigación nos ha mostrado que las relaciones entre las emociones y la razón son mucho más complejas de lo que la teoría de las emociones como fuerzas ciegas e irrefrenables sugería. Con ello, se ha argumentado que no sólo es posible, sino también deseable incorporar las emociones en los procesos argumentativos de toma de decisiones. Con estos puntos preliminares en consideración se lista, a continuación, sin ánimo exhaustivo, algunas de las principales conclusiones de la presente investigación:

1. El modelo de argumentación como deliberación genera una serie de exclusiones (tales como la prevalencia de la forma lineal de argumentos por sobre otras formas de narrativa) que impiden la apertura cognitiva en el contexto de debates públicos. Estas exclusiones se repiten en el plano jurídico, aunque con ciertas particularidades que una teoría comunicativa debería tomar en consideración.

2. Un conjunto de emociones racionales no sólo pueden sino que deben ser incorporadas a los procesos de argumentación y toma de decisiones. Para ello, resulta fundamental enfatizar el contenido cognitivo de dichas emociones, a la vez que en su función ética. En este orden de ideas, emociones como la empatía, la compasión o la ira-transicional pueden ser incorporadas por y analizadas desde una teoría de la argumentación jurídica que no sucumba a un prejuicio racionalista. Bien entendidas, las emociones no son excluyentes de la razón, sino compatibles con un concepto más amplio y satisfactorio de la misma. Asimismo, a las emociones mencionadas, se puede sumar la disposición de la imaginación. Mediante la misma, el tomador de decisiones puede acceder

así la posibilidad de una aplicación ciega de las reglas. En mi opinión, aunque la certeza es en alguna medida sacrificada, nuestra autonomía moral es más respetada» (2011, p. 195). Parece ser, entonces, que no podemos determinar ex ante las posibles excepciones a la aplicación de una regla de derecho. En esa medida, parece que somos presa (en el buen sentido) de un contexto particularista (sobre la noción de particularismo en el derecho, véase Bouvier, 2012).

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a formas de vida y experiencias que de otra manera no podría conocer. En este ejercicio, el apoyo de recursos literarios resulta fundamental.

3. La teoría de las emociones aplicadas al derecho supone un caso especial de la teoría de las emociones en general, debido a que su incorporación no puede desconocer ciertas restricciones institucionales propias del sistema jurídico tales como la preexistencia de reglas, precedentes y categorías jurídicas. Esta formulación guarda similitudes con, por ejemplo, la tesis del caso especial de autores como Robert Alexy.

4. Finalmente, mediante la incorporación de emociones racionales y una disposición imaginativa, los jueces y demás actores del sistema jurídico pueden realizar más cabalmente el mandato de justicia material que subyace a todo ordenamiento jurídico. De esta manera, además, se logra revertir los efectos nocivos de la injusticia testimonial y de la injusticia hermenéutica, descritas por autores como Fricker.

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EMOCIÓN, RACIONALIDAD Y ARGUMENTACIÓN EN LA DECISIÓN JUDICIAL

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Recibido: 15/05/2017 Aprobado: 13/09/2017

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Subsidiariedad y tribunales internacionales de derechos humanos: ¿deferencia hacia los estados o división cooperativa del trabajo?*

Subsidiarity and International Human Rights Tribunals: Deference to States or Cooperative Division of Labor?

M A R I S A I G L E S I A S V I L A * *

Universitat Pompeu Fabra

Resumen: En este trabajo desarrollo una teoría normativa del principio de subsidiariedad en la adjudicación internacional que pretende ofrecer una respuesta equilibrada a la pregunta de hasta qué punto es legítimo para un órgano como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos interferir en el criterio estatal cuando valora una denuncia por violación de derechos convencionales. Frente a las demandas de una mayor deferencia hacia los Estados que encontramos tanto en Europa como en Latinoamérica, basadas en una idea estatista de la subsidiariedad, articulo una concepción «cooperativa» de los derechos humanos y del principio de subsidiariedad, uniéndolas a la idea de legitimidad ecológica sugerida por Buchanan. La propuesta que defiendo conduce a una división del trabajo institucional dentro de los sistemas regionales de derechos humanos que aumenta la legitimidad de todas las instituciones involucradas. Al mismo tiempo, desarrollo una forma de implementar esta concepción cooperativa, por una parte, mostrando la importancia de una lógica incremental en la protección efectiva de derechos humanos y, por otra parte, ofreciendo una versión racionalizada de la doctrina del margen de apreciación estatal.

Palabras clave: derechos humanos, Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Corte Interamericana de Derechos Humanos, subsidiariedad, legitimidad ecológica, incrementalismo, doctrina del margen de apreciación

Abstract: In this article I develop a normative theory of the subsidiarity principle in international adjudication, which seeks to offer a balanced answer to the question of to what extent is it legitimate for a body such as the European Court of Human Rights to interfere with the national criteria in the face of a complaint on conventional rights violation. In contrast with demands for greater deference to states in both Europe and Latin America, based on a statist idea of subsidiarity, I articulate a «cooperative» understanding of the ideas of human rights and the principle of subsidiarity, linking them to Buchanan’s notion of ecological legitimacy. The proposal I defend leads to a division of institutional labor within regional human rights systems that increases the legitimacy of all the institutions involved. At the same time, I devote the last part of the paper to implement such cooperative view, on the one hand, showing the importance of an incremental logic in the effective

* Este trabajo ha sido presentado en el Congreso SELA (Quito, 10 de junio de 2017) y realizado gracias al proyecto de investigación DER2016-80471-C2-2-R (MINECO).

** Profesora Titular de Filosofía del Derecho, Universitat Pompeu Fabra, Barcelona (España). Código ORCID: 0000-0001-6487-0433. Correo electrónico: [email protected]

https://doi.org/10.18800/derechopucp.201702.009N° 79, 2017 pp. 191-222

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protection of human rights and, on the other hand, offering a rationalized version of the national margin of appreciation doctrine.

Key words: human rights, European Court of Human Rights, Inter-American Court of Human Rights, subsidiarity, ecological legitimacy, incrementalism, margin of appreciation doctrine

CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.– II. SUBSIDIARIEDAD Y DERECHOS HUMANOS: ¿ESTATISMO O DIVISIÓN COOPERATIVA DEL TRABAJO?.– II.1. UNA CONCEPCIÓN COOPERATIVA DE LOS DERECHOS HUMANOS.– II.2. SUBSIDIARIEDAD COOPERATIVA Y DIVISIÓN CONVENCIONAL DEL TRABAJO.– III. SUBSIDIARIEDAD E INCREMENTALISMO.– IV. UNA VERSIÓN RACIONALIZADA DE LA DOCTRINA DEL MARGEN DE APRECIACIÓN ESTATAL.– V. CONCLUSIONES.

I . I N T R O D U C C I Ó NEn «Contestation and Deference in the Inter-American Human Rights System», Jorge Contesse (2016) reflexiona en torno a la transformación de los asuntos sometidos a la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), que corre en paralelo a la evolución política en la región. Una de sus principales observaciones es que los casos de violaciones masivas de derechos humanos perpetradas desde regímenes autoritarios van siendo sustituidos por asuntos relativos a violaciones más cotidianas que se producen en el seno de sistemas democráticos estables. Contesse defiende que este cambio haría aconsejable que la Corte IDH replanteara su lógica de razonamiento en tanto tribunal internacional, que tiende al intervencionismo y al maximalismo (2016), y adoptara el principio de subsidiariedad y, como corolario, la doctrina europea del margen de apreciación nacional, en el momento de valorar si un Estado firmante del Pacto de San José de Costa Rica ha incurrido en una violación de derechos humanos. Este estándar es, en su opinión, un instrumento adecuado para obtener una Corte más deferente con el criterio de las autoridades nacionales cuando hay discrepancia entre niveles, deferencia que estaría justificada por razones de legitimidad democrática dado el nuevo contexto político.

La conexión entre el principio de subsidiariedad y una mayor deferencia hacia las autoridades nacionales no es, sin embargo, obvia, en la medida en que depende de cómo concibamos este principio. Sin llegar a desarrollar una teoría de la subsidiariedad, Contesse utiliza dos distinciones que ayudan a clarificar su perspectiva. Por una parte, este autor contrasta una concepción descriptiva de la subsidiariedad, que solo informa de una determinada relación entre dos instituciones en la que una suplementa a la otra, con una concepción normativa que propone una prioridad por lo local; «the rebuttable presumption

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for the local», utilizando los términos de Andreas Føllesdal (2016). Por otra parte, en el marco de la concepción normativa, Contesse acoge la distinción entre una forma débil y una forma fuerte del principio de subsidiariedad (véase esta distinción en Jachtenfuchs & Krisch, 2016, p. 8). En la primera, la presunción a favor de lo local puede ser vencida por cualquier razón que haga más ventajosa la acción centralizada. En la segunda, en cambio, hay una presunción fuerte a favor de lo local que solo puede ser vencida cuando se dan razones especialmente sólidas y, por tanto, en casos excepcionales. El autor colombiano parece entender que la Corte IDH debería transitar hacia esta concepción normativa fuerte como proyecto de futuro y que esta sería una buena forma de garantizar su propia legitimidad institucional frente a las democracias consolidadas que forman parte del sistema interamericano de derechos humanos1.

Una posición más matizada sobre esta cuestión es la que mantiene Roberto Gargarella (2016) en «Tribunales internacionales y democracia: enfoques deferentes o de interferencia», donde rechaza tanto el enfoque deferente que atribuye a Contesse como el enfoque de interferencia que, en su opinión, queda reflejado en la sentencia de la Corte IDH en el asunto Gelman c. Uruguay (§§ 229 y 239). Gargarella considera, desde una concepción exigente de la democracia, que el argumento de la legitimidad democrática de la medida nacional solo debería resultar decisivo en el caso de decisiones democráticas fuertes que poseen la suficiente amplitud y profundidad deliberativas. En otras palabras, la interferencia del tribunal internacional dejaría de estar justificada cuando la medida cuestionada satisface los requisitos de inclusión social y discusión pública. No obstante, Gargarella relaciona las decisiones democráticas fuertes con los momentos constitucionales ackermanianos —la regulación nacional en el asunto Gelman c. Uruguay sería para él asimilable a uno de estos momentos (sobre todos los elementos deliberativos que acompañaron a la Ley de Caducidad uruguaya, véase Gargarella, 2016)—, los cuales contrastan con la vida política normal, donde el grado de implicación política de la ciudadanía es mucho menor. Aunque este autor percibe los momentos constitucionales y la política normal como un continuo, su tesis parecería implicar que el argumento democrático tiene un peso más reducido cuando la medida impugnada forma parte de la actividad legislativa cotidiana. Aquí, aunque la decisión nacional se produzca en el seno de un sistema democrático estable, quedará, por lo general, lejos de los ideales deliberativos de inclusión social y discusión pública. Por esta razón, Gargarella observa que en las decisiones de política normal, los tribunales internacionales:

1 Esta comprensión normativa fuerte de la subsidiariedad es la que está implicada en sus consideraciones sobre el papel de la Corte IDH en valoración de prueba, remedios y control interno de convencionalidad.

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deberían declarar la existencia de una violación de derechos o procedimientos si las ven, en lugar de asumir una actitud pasiva y deferente. Al mismo tiempo, no deberían simplemente tratar de imponer su propia visión sobre el tema —adoptando, así, una actitud de interferencia como si estuvieran lidiando con países no democráticos—. Deberían utilizar los medios a su disposición con el fin de promover, en lugar de socavar o reemplazar la democracia de los diferentes Estados miembros (Gargarella, 2016, p. 14).

Tanto Contesse como Gargarella utilizan un enfoque democrático para responder a la cuestión de cómo deberían resolverse los conflictos de criterio institucional entre los Estados y la Corte IDH. A pesar de ello, sus perspectivas difieren en un punto importante. El primero mantiene que el carácter democrático del Estado es central como razón para la deferencia, el segundo opina que lo relevante es la calidad deliberativa de la medida particular que ha sido impugnada (argumento, este último, que también está adquiriendo protagonismo en el debate paralelo en torno a la aplicación del Convenio Europeo de Derechos Humanos). A mi juicio, ninguna de estas dos perspectivas resulta satisfactoria cuando nos preguntamos si, y cómo, el principio de subsidiariedad debería guiar a los tribunales internacionales de derechos humanos en el momento de valorar una denuncia por violación. A diferencia de Contesse, defenderé que la subsidiariedad no equivale a deferencia. En contraste con Gargarella, me aproximaré al principio de subsidiariedad en la adjudicación internacional en derechos humanos de una forma amplia que también se aplica a la valoración de las decisiones nacionales de política normal que afectan a derechos de autonomía — Gargarella (2016, p. 11) indica que el principio democrático no tiene el mismo peso cuando están en juego las reglas básicas del juego democrático o cuestiones de moralidad privada—. Al mismo tiempo, defenderé que la calidad deliberativa de la medida impugnada no es el único factor que un tribunal internacional debe considerar para hacer efectivo este principio en el marco de un sistema regional de protección.

En este trabajo me centraré en la polémica europea en torno al principio de subsidiariedad, con el convencimiento de que las claves de este debate pueden ser útiles para la reflexión que Contesse propone a la Corte IDH. La subsidiariedad está cobrando cada vez mayor protagonismo dentro del sistema europeo de derechos humanos, abandonando su lugar tradicional de principio procedimental o cronológico, vinculado a la exigencia de agotar los recursos internos para poder acceder a la justicia de Estrasburgo2. Un juez del propio tribunal, Robert Spano (2014), ha

2 Cabe advertir que este cambio en la percepción del papel de la subsidiariedad en el marco del Convenio Europeo es reciente. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha mantenido generalmente una compresión procedimental de este principio, que ya expresó con claridad en el asunto Handyside v. The United Kingdom (§ 48). Ahora bien, podríamos decir que Estrasburgo ha

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llegado a considerar que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (en adelante TEDH o tribunal de Estrasburgo) está entrando en una «era de la subsidiariedad». Sin embargo, este protagonismo creciente no está vinculado a la constatación de una mejora en la calidad democrática de los Estados miembros del Consejo de Europa (que pudiese hacer menos necesaria la interferencia de un tribunal externo), sino a razones diversas. Por una parte, obedece al riesgo de colapso del sistema por la enorme cantidad de casos sometidos a la jurisdicción del TEDH. Por otra parte, también es producto de la presión política que este órgano ha recibido cuando sus sentencias han disgustado a los Estados. Estos dos factores fueron centrales en las Conferencias de Alto Nivel sobre el futuro del TEDH en Interlaken (2010) y Brighton (2012), donde se gestó la necesidad de otorgar un espacio más prominente al principio de subsidiariedad en el razonamiento de Estrasburgo. El colofón de esta evolución lo encontramos en el Protocolo número 15 al Convenio Europeo de Derechos Humanos (Protocolo Nº 15 amending the Convention on the Protection of Human Rights and Fundamental Freedoms, en adelante Protocolo 15; asimismo, nos referiremos, en adelante, al Convenio Europeo de Derechos Humanos como Convenio Europeo o el Convenio), el cual está en este momento abierto a la ratificación de los Estados parte y que incluirá en el preámbulo del Convenio una referencia a que la responsabilidad primaria de asegurar los derechos convencionales recae en los Estados, y una mención expresa al principio de subsidiariedad y al margen de apreciación nacional en su aplicación3.

El Protocolo 15 ha sido muy criticado por algunas de las principales organizaciones no gubernamentales del panorama internacional, que en una declaración conjunta han mostrado su preocupación con que el preámbulo vaya a mencionar solo estos estándares y no otros principios básicos en la aplicación del Convenio como el de protección efectiva, el principio de proporcionalidad o la interpretación evolutiva (Joint NGO Statement, pp. 2-3). Su recelo es que este paso acabe debilitando el sistema europeo de protección de derechos humanos y que ello comporte un retroceso de estos derechos en la región. El temor de la ciudadanía ante este giro es comprensible teniendo en cuenta las expectativas que el Convenio Europeo genera. De un lado, la adhesión al Convenio comporta tanto la obligación internacional de respetar

hecho un uso implícito de la concepción normativa de la subsidiariedad con su desarrollo de la doctrina del margen de apreciación nacional. Esta doctrina es la que ha usado el Tribunal para ir gestionando la deferencia al criterio estatal en el ejercicio de su jurisdicción.

3 Como indica Paolo Carozza (2003, p. 57), el principio de subsidiariedad suele ser percibido como un recurso para distribuir competencias entre diferentes niveles de gobierno en el marco de una unidad política y, por tanto, serviría, como sucede en la Unión Europea, para distribuir autoridad soberana. Pero este principio también puede usarse de modo general en el derecho internacional de los derechos humanos como estándar de aplicación del Convenio. Para Sabino Cassese (2015, p. 14), la utilización de la subsidiariedad para el control judicial es un uso nuevo de este principio.

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y proteger derechos humanos como la aceptación de la jurisdicción de Estrasburgo. De otro lado, el sistema europeo se percibe como un complemento a la protección nacional de derechos humanos que actúa cuando los mecanismos domésticos de las democracias constitucionales fallan —y que tiene que actuar, precisamente, porque fallan (sobre este punto, véanse Buchanan, 2013, pp. 213-214; Føllesdal, 2014; Mancini 2010, p. 25)—. Si el principio de subsidiariedad comportase ir aumentando la deferencia hacia los Estados con independencia de la calidad y mejora en el nivel de protección de derechos humanos en la región, se estaría minimizando la posibilidad de reacción ante estos fallos de las democracias constitucionales. Pero ¿va en esta dirección el principio de subsidiariedad?

Como indiqué más arriba, una de las razones de la nueva redacción del Preámbulo es el excesivo número de asuntos sometidos al TEDH. Aplicado a este problema, el enfoque en la subsidiariedad representa una llamada a los Estados a cumplir mejor sus obligaciones de respetar y proteger los derechos del Convenio para disminuir la cantidad de denuncias (Saul, 2015). Esta llamada es distinta de la que algunos Estados dirigen a Estrasburgo, también en nombre de la subsidiariedad, reclamando una menor interferencia en asuntos internos. La diferencia entre estas dos llamadas da pie a pensar la subsidiariedad como instrumento que contribuye a lo que Allen Buchanan ha denominado legitimidad ecológica del sistema institucional de derechos humanos. Para este autor, «the legitimacy of an institution is an ecological matter. One cannot determine whether a particular institution is legitimate simply by looking at the characteristics of the institution itself. Instead, one must understand how it interacts with other institutions» (2013, p. 219).

El objetivo del trabajo es defender una concepción normativa de la subsidiariedad que pueda resultar exitosa desde la legitimidad ecológica y que, a la vez, formule un estándar de adjudicación interno al Convenio que resulte operativo. Procederé como sigue. En primer lugar, destacaré dos concepciones alternativas del principio de subsidiariedad, la concepción estatista y la concepción cooperativa, y las conectaré con dos formas de comprender los derechos humanos y su rol como razones dentro de la práctica internacional. En segundo lugar, defenderé que la concepción cooperativa está mejor equipada en términos de legitimidad ecológica por su forma de entender la división institucional del trabajo en materia de derechos humanos que la efectividad del sistema europeo requiere. Por último, esta concepción me dará pie a destacar dos aspectos combinados en la división del trabajo que la subsidiariedad reclamaría, por una parte, la lógica incremental en la protección de derechos humanos, por otra parte, una forma racionalizada de entender y desarrollar la doctrina del margen de apreciación estatal.

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I I . SUBSIDIARIEDAD Y DERECHOS HUMANOS: ¿ESTATISMO O DIVISIÓN COOPERATIVA DEL TRABAJO?

En la literatura reciente se han ofrecido muchas lecturas del principio de subsidiariedad (para clasificaciones diversas véanse, por ejemplo, Besson, 2016; Føllesdal, 2013; Jachtenfuchs & Krisch, 2016; Mowbray, 2015), pero en este trabajo me interesa destacar dos posibles concepciones normativas que están involucradas en la discusión en torno a si la subsidiariedad implica deferencia. La primera es la que acompaña a las críticas que el Tribunal ha recibido en un fallo como el del asunto Hirst v. The United Kingdom (Nº 2), donde condenó en 2005 al Reino Unido por negar el derecho al voto a los reclusos, o en la sentencia de la Sala en el asunto Lautsi v. Italy, que condenaba a Italia por imponer la presencia del crucifijo en las escuelas públicas, sentencia que fue rectificada convenientemente por la Gran Sala en 2011 (Lautsi and others v. Italy). Estas críticas manejan una concepción «estatista» de la subsidiariedad, la cual proclama una prioridad fuerte a favor de lo nacional que no se fundamenta en razones instrumentales. Esta noción está detrás de la insistencia en que la legitimidad del TEDH es meramente derivada y que, por tanto, este órgano debe, por regla general, adoptar una actitud deferente ante el criterio estatal (sobre la visión de la subsidiariedad centrada en el Estado en contraste con otras perspectivas véanse, especialmente, Føllesdal, 2013, 2016; Letsas, 2006, p. 722). Aunque puede tener otros anclajes, esta visión suele poseer como fundamento una concepción también estatista de los derechos humanos, visión que los vincula a la relación de membrecía en la comunidad política. Desde esta aproximación, los derechos humanos constituyen exigencias mínimas de inclusión política que se justifican por la existencia del vínculo de membrecía y, también, para asegurar su continuidad (véanse, en particular, J. Cohen, 2004, 2006; J.L. Cohen, 2008; y también Besson, 2011). Ignorar los intereses asociados a estos derechos supone negar las condiciones mínimas que permiten ser ciudadano y, por tanto, es como expulsar a los individuos de su calidad de miembros de la comunidad nacional o, en la terminología de Hannah Arendt (1951), privarles de su derecho a tener derechos4. Cuando un Estado niega de este modo a su población, deja de poseer legitimidad para usar el argumento de la soberanía estatal como escudo en la esfera internacional.

4 Desde esta perspectiva, el derecho a tener derechos sería el derecho humano básico cuya ignorancia implica la expulsión de la comunidad política, la pérdida de la condición de ciudadano que permite a las personas ser sujetos de derechos y no meros objetos. Para algunos defensores de una concepción estatista de los derechos humanos, este sería realmente el único derecho humano de carácter eminentemente internacional porque la responsabilidad primaria del orden internacional es garantizar que las comunidades políticas, en cuyo interior se hacen efectivos los derechos humanos, no excluyan a sus miembros de la condición de ciudadanos, exclusión que se produce cuando sus derechos son ignorados o despreciados de manera profunda y sistemática. Véanse, por ejemplo, J.L. Cohen (2008, pp. 586-588) y Besson (2011). Sobre la idea de un derecho a tener derechos, véase Arendt (1951, pp. 292-299).

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Como fundamento para una teoría de la subsidiariedad dentro de un sistema regional de protección de derechos humanos, esta concepción resulta problemática. Aunque unir estos derechos a una lógica de inclusión es muy atractivo, su foco en la relación de ciudadanía constriñe en exceso las preguntas acerca de cuál es el origen de estas demandas de justicia y qué actores institucionales adquieren responsabilidad directa por su respeto y protección. Al considerar que los deberes primarios recaen en los Estados, pero también que su responsabilidad básica es proteger los derechos humanos de sus propios ciudadanos, el estatismo acaba conduciendo a una priorización no instrumental del ámbito doméstico. La intervención internacional se concibe como un instrumento para asegurar la continuidad del vínculo de ciudadanía, la única relación de moralidad política que se reconoce como relevante. Asimismo, cuando esta idea se une a la asunción de que es en el seno de un Estado democrático donde los derechos humanos pueden florecer, el control externo es percibido como una interferencia sospechosa en la relación de ciudadanía5. La opinión de Samantha Besson expresa esta concepción cuando afirma que los tribunales internacionales de derechos humanos deberían tener el rol de «facilitators of the self-interpretation of their human rights law by democratic States: they help crystallize and consolidate democratic States’ interpretations and practices of human rights» (2016, p. 100)6, y cuando enfatiza que «the justification of human rights subsidiarity is democratic, […] but not in the way subsidiarity is usually justified in a democratic polity of polities. There is indeed only one democratic polity at stake in human rights subsidiarity: the domestic one» (p. 107).

Como he indicado, la legitimidad ecológica valora la autoridad moral de cada institución en función de cómo interacciona con el resto de instituciones relevantes en una empresa con objetivos compartidos, en este caso un sistema regional de derechos humanos, y se pregunta por qué tipo de relación y distribución funcional contribuye a reforzar y mejorar la legitimidad de cada institución involucrada7. La concepción

5 Cabría efectuar otras críticas a la concepción estatista de los derechos humanos. De un lado, parece tener dificultades para dar cuenta de las obligaciones extraterritoriales de los Estados. Véase, en este sentido, Lafont (2012, p. 11) y, en sentido contrario, Besson (2011) y Montero (2013, pp. 474-476). De otro lado, tal aproximación diluye la distinción funcional entre derechos constitucionales y derechos humanos, lo que dificulta la comprensión del carácter global de estos últimos. Sobre la importancia de distinguir entre derechos constitucionales y derechos humanos, véanse Raz (2010, p. 330), Lafont (2012, pp. 20-21) y Rawls (1999, pp. 78-81). En sentido contrario véase, por ejemplo, Waldron (2013, pp. 14-15).

6 Besson (2016) también defiende que el consenso entre los Estados es el criterio que debería fijar el estándar mínimo de protección de los derechos convencionales. Pero esta idea es muy problemática por dos razones. Primero, no dice nada sobre cómo se determina un estándar convencional mínimo cuando este consenso europeo no existe y, por tanto, cuando poseerlo resulta más necesario. Segundo, imponer el consenso europeo a un Estado disidente sería contra mayoritario y, en consecuencia, difícilmente aceptable desde su propia perspectiva democrática.

7 Buchanan (2013, pp. 197-198 y 217) habla de una legitimación recíproca entre tribunales internacionales de derechos humanos y Estados porque la función que ejercen los primeros contribuye a la legitimidad de los Estados (refuerzan la implementación de derechos domésticos y

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estatista, a mi juicio, además de promover la imagen westfaliana del sistema internacional, es demasiado sesgada para contribuir a este planteamiento por los siguientes motivos: a) coloca el foco solamente en una de las partes de esta relación institucional, y b) asume tanto que las autoridades nacionales poseen legitimidad primaria e independiente como que el elemento democrático es una condición necesaria para la legitimidad institucional —en sentido contrario, véase, en especial, Buchanan (2013, pp. 193-195)—.

Si la incorporación del principio de subsidiariedad en el Preámbulo del Convenio conduce a asignar al Tribunal un mero rol facilitador o cristalizador del criterio estatal o de los consensos existentes entre los Estados, el Protocolo 15 supone un giro importante en el sistema europeo, especialmente porque la función judicial del Tribunal de Estrasburgo en aplicación del Convenio quedaría visiblemente erosionada así como su carácter de actor significativo dentro la práctica internacional.

Sin embargo, podemos preguntarnos por la legitimidad ecológica dentro del sistema europeo de derechos humanos desde otra lectura del principio de subsidiariedad que voy a denominar «cooperativa». A diferencia de la anterior, la subsidiariedad cooperativa persigue la complementariedad institucional, condicionando la prioridad por lo local (más allá de su prioridad procedimental y cronológica) a un equilibrio entre autonomía del Estado y supervisión internacional que optimice el sistema en su conjunto. Concebido de esta forma, el principio de subsidiariedad está dirigida a una división del trabajo en la protección de derechos humanos que respete el pluralismo desde una vocación de unidad de propósito y, por lo que respecta a la relación mutua entre Estados parte y TEDH, «this implies a reciprocal duty of loyal cooperation» (Sauvé, 2015, p. 23).

Esta expectativa de complementariedad institucional tiene un reflejo textual en el propio Convenio Europeo desde el momento en que su Preámbulo nos habla de la garantía colectiva de derechos y afirma que el mantenimiento de las libertades y derechos básicos que contiene «reposa esencialmente, de una parte, en un régimen político verdaderamente democrático, y, de otra, en una concepción y un respeto comunes de los derechos humanos de los cuales dependen». Pero desde el punto de vista de su justificación, esta lectura de la subsidiariedad vendría avalada por una comprensión más amplia de

mitigan defectos de las democracias), y estos últimos contribuyen a la legitimidad de los tribunales internacionales al participar en estas estructuras que mejoran su propia legitimidad. Al mismo tiempo, los Estados contribuyen a la legitimidad del control externo porque la externalización hacia los Estados tanto de la creación normativa como de las funciones de ejecución evita que estos tribunales vayan más allá de lo que son capaces de hacer, algo que disminuiría su legitimidad. En sentido parecido, véase, también Føllesdal (2014).

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los derechos humanos que la presupuesta por el estatismo, y que, en mi opinión, es más adecuada para dar cuenta del rol que estos derechos pueden desempeñar como razones para el uso del poder dentro de la práctica internacional. En el apartado siguiente presentaré las claves de esta concepción para regresar luego al principio de subsidiariedad — he desarrollado con mayor profundidad esta concepción política de los derechos humanos como alternativa tanto a una comprensión ética como a una concepción política estatista en Iglesias Vila (2016)—.

II.1. Una concepción cooperativa de los derechos humanos

Hoy en día pocos negarían que haya otras relaciones relevantes de moralidad política además de la relación de ciudadanía. La globalización y el pluralismo de entramados institucionales que actúan en todos los niveles (por encima, por debajo y paralelamente al Estado) también conforman estructuras sujetas a estándares de justicia relacional — sobre los diversos tipos relacionales y no relaciones de demandas de justicia véase Risse (2012, capítulo 1)—. Tales dinámicas de interacción, las cuales se imponen a los individuos, están tamizadas por una multiplicidad de actores e instituciones con objetivos muy diversos y cuyo efecto en la vida de las personas es obvio. Esta relación global institucionalizada ha sido utilizada por muchos autores como origen y fundamento de demandas de justicia global. Trayendo a colación algún ejemplo, Thomas Pogge (2002) la ha usado para justificar deberes de acción en el marco de la pobreza extrema, Charles Beitz (1979), para extender del principio de la diferencia más allá del Estado o Iris Marion Young, para globalizar la responsabilidad por las consecuencias de la opresión (2006).

Desde una visión institucional de los derechos humanos como la que sostiene Pogge (2002), no obstante, las demandas de protección de estos derechos están vinculadas a los daños injustos producidos por el funcionamiento del sistema de interacción mundial. Se trataría, empleando los términos de Kenneth Baynes (2009), de derechos que se activan por la imposición de estructuras globales injustas. La no satisfacción de bienes básicos pasaría a ser una vulneración de derechos humanos solo cuando estas estructuras entorpecen injustificadamente el acceso seguro a estos bienes —véase Pogge (2002, capítulo 2, especialmente pp. 44-46, 64-67)—. Pero esta asociación resulta débil. El vínculo que Pogge establece entre instituciones globales y derechos humanos mira el orden mundial únicamente desde su potencial para generar daños impuestos de los que se debe responder. La importancia moral de estas estructuras puede, sin embargo, ir más allá de la justicia compensatoria, fijándonos también en su potencial para mejorar el acceso a bienes básicos. Para ello, mi sugerencia es pensar los derechos

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humanos desde una base amplia de justicia relacional que permita definirlos como exigencias de inclusión en el sistema internacional como un todo8.

Este paso podemos darlo cuando consideramos que la interacción global posee una mezcla compleja de tres condiciones que involucran relaciones de justicia: interdependencia, institucionalización y cooperación (Cohen & Sabel, 2006). Tanto a nivel regional como planetario, estas condiciones se dan en un grado suficiente y con la estabilidad necesaria para dar cuerpo a algunas demandas de inclusión equitativa en el orden global. Quizá sea cierto, como muchos han argumentado, que estos niveles de interacción no bastan para justificar un esquema igualitario de justicia distributiva, pero sí pueden justificar exigencias suficientaristas de inclusión, esto es, niveles mínimos, razonables o decentes en términos de bienestar, oportunidades e intereses de todas las personas (Cohen & Sabel, 2006)9. Lo que propondría es entender los derechos humanos desde este tipo de demandas aunque, como explicaré, son exigencias basadas en un umbral de suficiencia que no tiene por qué quedar fijado en un punto determinado; puede ir aumentando en profundidad y extensión.

En esta visión más amplia, los Estados desempeñarían un papel instrumental básico en la protección de derechos humanos. En un orden mundial dividido en Estados, garantizar la membrecía nacional es indispensable para la satisfacción de derechos humanos. Pero el sistema internacional y transnacional como un todo, que incluye también a las instituciones nacionales, no constituye solo otro instrumento de protección. La existencia de un orden mundial sería el origen de los derechos humanos como razones de justicia global, y este orden y sus actores también serían destinatarios de las responsabilidades de satisfacción.

Si bien en el trabajo me preocuparé de la distribución de responsabilidades entre los actores del sistema europeo de derechos humanos, me interesa destacar que si estas responsabilidades se ignoraran sistemáticamente, la consecuencia para los individuos no sería solo su expulsión de la membrecía nacional, se les estaría negando la inclusión en el orden global en tanto estructura con elementos de interdependencia, institucionalización y cooperación. De este modo, el rol justificatorio

8 Esta idea más amplia de inclusión está latente en la concepción de Joshua Cohen, aunque este autor se acaba decantando, a mi modo de ver erróneamente, por vincular estos derechos a la relación de membrecía en la comunidad política. Véase J. Cohen (2004, 2006).

9 El alcance de la justicia igualitaria es una cuestión diferente y mucho más controvertida. Para estos autores, estas tres condiciones dan origen a exigencias de justicia que son más fuertes que las de carácter humanitario, pero no tienen por qué ser tan fuertes como las exigencias igualitarias de justicia distributiva que podemos justificar en el seno de la relación de ciudadanía (Cohen & Sabel, 2006, p. 161). La cuestión, no obstante, es si los límites de las demandas igualitarias de justicia distributiva coinciden con los límites fronterizos de los Estados.

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que los derechos humanos desempeñan en la práctica internacional, en tanto ámbito de moralidad política, va más allá del que una visión estatista asumiría. Su función es asegurar las condiciones mínimas de membrecía y standing de las personas en el orden global, no solo a través de su vínculo doméstico, sino desplegando todos los mecanismos de garantía disponibles. Las personas son tratadas como miembros de un orden global que se les impone y les afecta cuando sus intereses cuentan, y las razones de derechos humanos identifican, tomando prestada la idea de Joshua Cohen (2004), bienes que son socialmente fundamentales porque son exigencias de inclusión. Cumplir con estas demandas asegura tratar a todas las personas como sujetos de derecho dentro de un contexto asociativo tan amplio como es la humanidad en su conjunto10. Por esta razón, la no satisfacción de tales intereses pasa a ser un problema de derechos humanos cuando erosiona la inclusión de los individuos en el orden global.

Aunque esta idea de los derechos humanos (a la que también voy a denominar «cooperativa») tiene un carácter muy abstracto, casa bien con los documentos internacionales que proclaman el objetivo de la comunidad internacional de asegurar, de forma cooperativa, la protección efectiva y el respeto universal de los derechos humanos, algo que va más allá de establecer límites a la soberanía estatal para preservar la relación de ciudadanía (Lafont, 2012; Salomon, 2007). Al mismo tiempo, podemos extraerla de una racionalización de la propia dinámica del orden global cuando asumimos que esta práctica se ha ido moviendo desde una lógica de coexistencia entre Estados a una lógica de equidad cooperativa a partir, por una parte, de «new forms of international life which are based on the duty of states to cooperate, and on the existence of an international community ruled by law —founded on the idea and the manifestation of the interdependence of states» (Salomon, 2007, p. 22) y, por otra parte, de la emergencia de múltiples niveles y redes de interacción estructurada que acarrean efectos profundos en la vida de las personas y que involucran a otros actores globales tanto públicos como privados (en una línea parecida véase Risse, 2008).

Mi objetivo es utilizar esta concepción de los derechos para dar cuenta de las exigencias de legitimidad ecológica dentro de un contexto de fuerte institucionalización como es el sistema europeo de derechos humanos. Mostraré cómo esta visión de los derechos, además de otorgar un fundamento robusto a la lectura cooperativa del principio

10 Este fundamento permite ofrecer una lectura no estatista de la idea de Arendt (1951, p. 298) de un derecho a tener derechos, y a su afirmación de que «the right to have rights, or the right of every individual to belong to humanity, should be guaranteed by humanity itself». A la vez, se busca una fundamentación menos densa moralmente que la que plantea Seyla Benhabib (2007) desde una ética discursiva.

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de subsidiariedad, ofrece una guía interesante para canalizar su implementación como estándar de adjudicación.

II.2. Subsidiariedad cooperativa y división convencional del trabajo

Una buena forma de avanzar en el principio de subsidiariedad es contestar afirmativamente a la pregunta de si la subsidiariedad es una moneda de dos caras (a two-sided coin), pregunta que se planteó en el seminario organizado en 2015 desde el Tribunal de Estrasburgo a propósito del inicio de su año judicial («Subsidiarity: a Two-Sided Coin?», 2015). La idea de las dos caras presupone que todas las instituciones involucradas en la estructura del Convenio Europeo tienen la responsabilidad compartida de mantener el sistema regional de protección, y que la cuestión central es cuál es la división del trabajo más adecuada para desplegar esta responsabilidad compartida. De este modo, cuando el Preámbulo afirma que «the High Contracting Parties, in accordance with the principle of subsidiarity, have the primary responsibility to secure the rights and freedoms defined in this convention», estaría afirmando dos cosas respecto a cómo Estrasburgo debe orientar sus respuestas a las denuncias de violación del Convenio: la primera, que corresponde a las autoridades nacionales actuar en primer lugar; la segunda, que las decisiones del Tribunal deben reflejar el ejercicio de una responsabilidad compartida en la protección de derechos humanos en la región. En virtud de ello, el principio de subsidiaridad, cuya función primaria sería garantizar la efectividad del sistema en su conjunto, abre paso a deberes tanto de no interferencia como de intervención —en esta línea, véase, por ejemplo, Sauvé (2015, p. 29)—. Siguiendo a Ken Endo (1994) o Paolo Carozza (2003), este estándar incluiría dos dimensiones. Una es negativa. La institución internacional no puede arrogarse aquellas funciones que la institución más cercana a los individuos puede realizar adecuadamente o con mayor eficacia. Otra es positiva. La institución internacional adquiere el deber de actuar cuando la institución nacional no puede lograr los fines relevantes de modo satisfactorio o cuando se enfrenta problemas que trascienden la escala doméstica.

La dimensión negativa del principio de subsidiariedad debería dirigir al Tribunal de Estrasburgo, por una parte, a no interferir en las formas nacionales de protección de derechos convencionales cuando la no interferencia vaya en beneficio del sistema europeo de derechos humanos. El Estado está más cerca de la realidad cotidiana de los individuos y, como volveré a apuntar, en un conflicto concreto puede estar mejor situado para valorar cuál es el curso de acción adecuado dada su coyuntura interna. Por otra parte, esta dimensión negativa también exige al Tribunal, en el momento de juzgar una posible violación de derechos, tener presentes otros fines valiosos que el Estado persigue

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en tanto estructura compleja, algo que ya contemplan, por ejemplo, las cláusulas de limitación de los artículos 8 a 11 del Convenio11.

La dimensión positiva del principio de subsidiariedad, en contraste, refuerza la responsabilidad judicial de Estrasburgo en la protección efectiva de los derechos convencionales —en consonancia con el artículo 13 del Convenio, el cual prevé el derecho a un recurso efectivo—. La refuerza en aquellos casos en los que el Estado resulta incapaz de satisfacer mínimamente estos derechos, pero también cuando las instituciones nacionales no están atendiendo sus responsabilidades compartidas en el mantenimiento del sistema europeo (ya sea porque falta la imparcialidad necesaria para una adecuada protección, porque las autoridades internas tienen poca cultura de la justificación, o porque estas instituciones no adoptan una perspectiva convencional). Aquí, una declaración de violación del Convenio puede expresar esta dimensión positiva de la subsidiariedad.

Como ha observado recientemente Alastair Mowbray (2015), aunque el principio de subsidiariedad está adquiriendo protagonismo en el razonamiento del TEDH desde Interlaken y Brighton, ello no implica que Estrasburgo lo esté utilizando simplemente para restringir sus poderes frente a los Estados. Este autor aporta muestras de que el Tribunal también está usando el principio para fijar las responsabilidades de las autoridades nacionales en el marco del Convenio, en línea con esta idea de la subsidiariedad como moneda de doble cara. En el asunto Fabris v. France, por ejemplo, en el que un hijo calificado como ilegítimo no pudo hacer valer sus derechos de herencia, Estrasburgo acude a la subsidiariedad para resaltar que los tribunales internos no cumplieron sus obligaciones convencionales al priorizar razones de seguridad jurídica frente al artículo 14 del Convenio (no discriminación) en relación con el artículo 1 del Protocolo 1 (protección de la propiedad) (Fabris v. France, § 72). Por esta razón, la inclusión de este estándar en el Preámbulo del Convenio no tiene por qué suponer un retroceso de los derechos humanos en Europa. Al contrario, puede conllevar una mejor división del trabajo en su protección efectiva si tomamos en serio como base una concepción cooperativa de los derechos humanos.

El fundamento cooperativo del principio de subsidiariedad y la pregunta por la legitimidad ecológica también dan pie a desarrollar dos aspectos combinados en la división del trabajo convencional. Por una parte, el éxito del sistema y el compromiso de protección efectiva conducen a una lógica incremental en términos de exigibilidad protectora. Por otra parte, el factor del pluralismo y la dualidad axiológica que expresa el

11 Como es bien sabido, cada una de estas cláusulas reconoce un derecho convencional en su primer párrafo, pero incluye un segundo párrafo donde se explicita en qué condiciones un Estado parte puede restringir este derecho sin violar el Convenio.

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Preámbulo del Convenio (democracia y comprensión unitaria de derechos) conducen a una forma racionalizada de entender y desarrollar la doctrina del margen de apreciación estatal. En el próximo apartado me ocuparé del primer aspecto.

I I I . S U B S I D I A R I E D A D E I N C R E M E N TA L I S M OLa comprensión de los derechos humanos que se ha sugerido, además de propugnar una división del trabajo entre lo local, lo regional y lo global, contribuye a entender la importancia de una dinámica incremental en las exigencias de protección efectiva. La presencia estabilizada (no puntual) de relaciones de interdependencia, institucionalización y cooperación otorga forma a un discurso universal de los derechos humanos, abriendo paso a una lógica de inclusión en el orden global como un todo. Pero estas razones de moralidad política se alimentan mutuamente. A una interdependencia cada vez mayor corresponde la necesidad de una mayor institucionalización, la cual posibilita, a su vez, mejorar la cooperación para este propósito. Por su parte, el incremento de las posibilidades de cooperación institucional justifica elevar de modo progresivo nuestras exigencias en torno a la capacidad del sistema para asegurar los intereses básicos de las personas. Ello origina nuevas responsabilidades de justicia vinculadas a derechos humanos, lo que permite consolidar y ampliar demandas de respeto y protección.

Este razonamiento se incardina bien en un orden global complejo y diversificado, en el que encontramos niveles muy distintos de protección y estructuración institucional, así como diferentes tiempos en el desarrollo de una cultura pública de los derechos humanos. Explica, de un lado, por qué los documentos internacionales atienden a esta realidad compleja, graduando tiempos, formas de cumplimiento y niveles de responsabilidad. Esa implementación gradual es también esencial en términos de equidad dado el pluralismo existente. Impide que la agenda de los derechos humanos esté dominada solamente por unos países o partes del mundo en función de su perfil histórico, circunstancias y condiciones sociales (Brems, 2009). De otro lado, permite sujetar el orden global a una dinámica inclusiva que es path-dependent en lo que atañe a derechos humanos. Orienta normativamente la práctica internacional hacia una exigencia progresiva en la realización de estos derechos que no desconozca las realidades regionales y la diversidad cultural o política existente, pero sin que la comunidad internacional deje de impulsar ese pluralismo hacia mejores consensos y reformas estructurales.

Eva Brems (2009) resalta con acierto que una de las principales dificultades en la protección internacional de derechos humanos es que muchos órganos supranacionales con funciones de monitorización y

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supervisión tienen la tendencia, por una parte, a controlar las violaciones desde el umbral de un estándar mínimo mientras que, por otra parte, son indiferentes al grado de protección de derechos humanos tanto por encima como por debajo de este umbral12. Tal tendencia no motiva a los Estados a hacer más de lo que es internacionalmente exigido y la falta de incentivos puede redundar en un estancamiento de los derechos humanos, no solo por falta de recursos o porque los Estados también persiguen otros bienes valiosos, sino por resistencias culturales internas que frenan el progreso de los derechos humanos. En este escenario internacional, a los Estados les resulta fácil evitar el coste político de reducir las resistencias culturales. Para Brems, la alternativa a este enfoque «violación/minimalista» no es adoptar el maximalismo en el control de violaciones, sino dirigirse hacia una dinámica de realización progresiva.

Me interesa usar este razonamiento para concretar las exigencias de legitimidad ecológica dentro del sistema europeo de derechos humanos (de nuevo, un contexto de fuerte institucionalización), y para un órgano judicial con la función de controlar violaciones de derechos desde un estándar común. Para una concepción estatista de la subsidiariedad, la idea de progreso paulatino resulta difícilmente aceptable si se adelanta a los consensos domésticos. Por esta razón, el estatismo buscaría una visión de mínimos, claramente pactados, y con un control externo deferente con el criterio nacional. Para la subsidiariedad cooperativa, en cambio, una visión de mínimos, pero incremental, ayuda al equilibrio del sistema.

El principio del incrementalismo se refleja en una dinámica ponderada de aplicación evolutiva del Convenio y es uno de los instrumentos centrales para que el TEDH pueda descargar sus responsabilidades institucionales compartidas como actor significativo en la práctica internacional13. El éxito del sistema del Convenio como motor regional en la protección de derechos humanos depende, en buena parte, de un principio cooperativo de subsidiariedad que incorpore el valor de la realización progresiva como alternativa al razonamiento maximalista y que, por tanto, busque armonizar pluralismo y unidad —sobre el incrementalismo como un factor de éxito en la adjudicación internacional de derechos humanos véanse, especialmente, Gerards (2013), Helfer y Slaughter (1997, pp. 314-318) y Krisch (2010, capítulo 4).

12 Desde esta concentración en el control de violaciones y de mínimos, una violación seria cuenta igual que una violación muy seria o una violación menos intensa. De forma paralela, por encima del umbral de violación, el Estado cumple con su obligación internacional sin importar el nivel de protección que alcance, lo que resta importancia a distinguir entre registros decentes, buenos y excelentes. Véase, Brems (2009, pp. 353-354).

13 El incrementalismo viene también apoyado por la doctrina del TEDH del Convenio como «instrumento vivo» que se remonta al asunto Tyrer v. The United Kingdom, § 31. Sobre esta doctrina, véase Letsas (2013).

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De hecho, el Tribunal de Estrasburgo sigue esta línea de realización progresiva de derechos convencionales en ámbitos importantes. La sigue, por ejemplo, en todo lo que afecta a los derechos de las personas transexuales y homosexuales. Aquí el Tribunal ha ido aumentando gradualmente los estándares de protección, atento al estado del consenso europeo, pero también impulsándolo hacia adelante con un garantismo que se va acrecentando con cada nuevo fallo14. Esta forma de proceder en la fijación del estándar europeo tiene un efecto importante para la inclusión de estos grupos sociales dentro del marco protector del sistema europeo de derechos humanos.

Una vez presentadas las claves de la subsidiariedad cooperativa y del enfoque incrementalista en la aplicación del Convenio, dedicaré la última sección del trabajo a conectar estos principios con la cuestión de cómo deberíamos concebir y articular la doctrina del margen de apreciación nacional cuando nos preocupa la legitimidad ecológica.

I V . UNA VERSIÓN RACIONALIZADA DE LA DOC TRINA DEL MARGEN DE APRECIACIÓN ESTATAL 15

Desde los inicios de su andadura, y ya con mayor articulación desde el asunto Handyside v. The United Kingdom, el TEDH ha adoptado la doctrina del margen de apreciación para otorgar cierta deferencia al criterio de los Estados en la protección de los derechos del Convenio (para una caracterización general de la doctrina del margen de apreciación, véanse Arai-Takahashi, 2002; Brauch, 2005; Legg, 2012). El Tribunal ha ofrecido varias razones para justificar esta deferencia. Por una parte, ha observado que el sistema de protección de derechos humanos en Europa es fruto de una división del trabajo entre los Estados y el TEDH. Los Estados son los responsables primarios de esta protección y el Tribunal de Estrasburgo solo interviene de forma subsidiaria, por vía contenciosa y una vez que se han agotado los recursos judiciales internos. Por otra parte, en ámbitos tan sensibles como la moralidad o la religión, no hay consenso entre los Estados en los modos de regulación, y las autoridades nacionales, al estar en contacto directo con las fuerzas vitales de su país, se hallan habitualmente mejor situadas para conocer su coyuntura social y valorar situaciones conflictivas. No obstante, según el propio TEDH,

14 Estrasburgo ha tendido, primero, a advertir al Estado denunciado que debería evolucionar a un estándar de protección más riguroso y, a medida que el consenso europeo ha ido progresando hacia ese estándar más alto (aunque sin necesidad de que hubiera un pleno consenso contrario), el Tribunal ha aumentado su exigencia con sentencias de condena. En esta línea, véanse, por lo que respecta a los derechos de las personas homosexuales, especialmente, los siguientes casos: Dudgeon v. The United Kingdom, Lustig-Prean & Beckett v. The United Kingdom, Salgueiro da Silva Mouta v. Portugal, Karner v. Austria, E.B. v. France, X and others v. Austria, y Vallianatos and others v. Greece. En lo que atañe a los derechos de las personas transexuales véanse, especialmente, B. v. France, Christine Goodwin v. The United Kingdom, Schlump. v. Switzerland, Identoba and others v. Georgia.

15 Esta sección retoma algunos pasajes de Iglesias Vila (2014).

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este margen es limitado, sujeto a supervisión y variará en función de lo sensible que sea la cuestión a decidir, el derecho que esté en juego, el carácter del interés alegado por el Estado y la evolución del consenso europeo en la materia (Handyside v. The United Kingdom, §§48-49).

Con esta doctrina, el Tribunal suele renunciar a efectuar análisis abstractos de compatibilidad entre las medidas estatales y el Convenio, centrándose en revisar si el Estado se ha extralimitado en su margen de apreciación en la protección de derechos. Esto conduce a una supervisión particularizada o en contexto de la medida estatal impugnada, la cual atiende a la coyuntura interna de cada país y a sus circunstancias jurídicas, políticas y sociales. Tal examen contextual de compatibilidad con el Convenio hace posible que el TEDH ofrezca respuestas distintas a casos similares que se producen en coyunturas nacionales diferenciadas.

La doctrina del margen de apreciación ha ido siempre acompañada de controversia; muy criticada por afectar la seguridad jurídica, provocar incoherencias estructurales y debilitar el sistema de protección; pero también alabada por aportar flexibilidad argumentativa, mejorar la legitimidad del TEDH y reflejar el pluralismo democrático existente en Europa (para las críticas, véanse, por ejemplo, Brauch, 2005, pp. 113-150; Hutchinson, 1999; Kratochvíl, 2011; en sentido contrario, Gerards, 2011; Mahoney, 1998, y especialmente McGoldrick, 2011). Lo cierto es que la doctrina del margen ha tenido un impacto importante en algunos ámbitos. Su uso en materia de libertad religiosa, por ejemplo, ha hecho que el Tribunal dejara una amplísima autonomía a los Estados para interferir en la libertad religiosa con leyes seculares, diera vía libre a la sobreprotección estatal de los sentimientos religiosos mayoritarios frente a la libertad de expresión, refrendara las normativas que imponen la presencia de un crucifijo en las escuelas públicas y no pusiera objeciones a las restricciones nacionales al uso de velos y otras prendas religiosas (sobre esta jurisprudencia véanse, por ejemplo, Solar, 2009; Martínez-Torrón, 2012).

Viendo el aplauso que esta doctrina ha recibido en el Protocolo 15, es fácil augurar que todavía penetrará más en el razonamiento del Tribunal de Estrasburgo, y no solo en lo que afecta a la aplicación de derechos con cláusulas de limitación, sino en tanto estándar general en la valoración de denuncias de violación para la mayoría de derechos convencionales. Sin embargo, la cuestión que cabe plantear es si el protagonismo de la doctrina del margen de apreciación (en adelante, la doctrina) supone necesariamente una mayor deferencia al criterio nacional como parece asumir Contesse (2016) cuando la reclama para la Corte IDH. A mi entender, la doctrina es un modo de desarrollar la dimensión normativa del principio de subsidiariedad —para diferentes aproximaciones a la relación entre el principio de subsidiariedad y la doctrina del margen

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de apreciación véase, en especial, Christoffersen (2009, pp. 236-238)—. Así, más que ser un principio jurisdiccional, refleja una comprensión de cómo el TEDH debería ejercer su jurisdicción una vez que le corresponde actuar conforme a la dimensión procedimental o cronológica de la subsidiariedad. Por esta razón, cuando unimos la doctrina a un enfoque estatista de la subsidiariedad, buscaremos una deferencia fuerte. Si, por el contrario, la vinculamos, como yo propongo, a la concepción cooperativa de la subsidiariedad y nos preocupa la legitimidad ecológica, el efecto de la doctrina será diferente.

En esta línea, mi propuesta es racionalizar la doctrina del margen de apreciación percibiéndola como el resultado de efectuar un balance entre los valores que dan sentido al Convenio como instrumento jurídico (para diferentes versiones de esta doctrina, todas ellas rastreables en la jurisprudencia del TEDH, véanse, Letsas, 2006; Iglesias Vila, 2014). Desde esta perspectiva, el razonamiento del TEDH en aplicación del Convenio consiste en examinar si la medida estatal impugnada consigue alcanzar un balance equitativo entre derechos individuales y valores democráticos, atendiendo al dualismo axiológico entre democracia y derechos que imbuye el propio Convenio. De esta guisa, el valor convencional de la posición y voluntad del Estado será funcional al éxito de las autoridades nacionales en conseguir este equilibrio axiológico inherente a una sociedad democrática. La finalidad de la doctrina, entonces, no sería simplemente la justificación de la «deferencia» al Estado, sino el reconocimiento equilibrado de los valores democráticos en el sistema de protección de derechos humanos en Europa.

A continuación ofreceré algunas pinceladas del funcionamiento de esta doctrina racionalizada como expresión de la subsidiariedad cooperativa. Partiré de que la finalidad del Convenio es consolidar un umbral mínimo de calidad formal y sustantiva en la protección de derechos humanos en la región. Ahora bien, este mínimo no se determina en abstracto y, en consecuencia, tendrá cierto grado de movilidad, estará sujeto a una dinámica incremental y sus contornos seguirán dependiendo de un equilibrio entre democracia y derechos (véanse, sobre este punto, Hutchinson, 1999, pp. 642-644; Brems, 2009). También partiré de que la identidad y alcance de cada derecho convencional, mirado desde el plano justificatorio, depende de su fuerza como razón para justificar una limitación jurídica a la autonomía estatal16. En este sentido, no cabe

16 Aunque no podré desarrollar esta cuestión, si comprendemos estos derechos jurídicos desde su fundamento en el discurso de los derechos humanos, solo una concepción ética de los derechos humanos apoyaría su carácter de triunfos. La concepción política que defiendo, por el contrario, pretende ajustar la noción de los derechos humanos a su rol de razones para la acción dentro la práctica internacional. Así, la identificación de estos derechos no depende solo de su contenido, sino, también, de contingencias y factores de viabilidad, efectividad y legitimidad institucional que son relevantes para limitar la soberanía estatal y justificar la actuación de otros actores. En este sentido, si los derechos convencionales son contemplados como razones para justificar la acción dentro del

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asumir una idea de los derechos convencionales como triunfos. Justificar esta limitación no solo depende del contenido del derecho convencional afectado, sino de otras consideraciones de valor formal y sustantivo. A la vez, muchas cláusulas del Convenio no encajarían con la idea de que los derechos convencionales son triunfos frente al interés colectivo.

Desde estas dos premisas, la valoración de una posible violación del Convenio requiere efectuar un escrutinio de proporcionalidad, el cual examina la adecuación, necesidad y balance comparativo de la medida nacional restrictiva de derechos (sobre el test de proporcionalidad véase, en general, Alexy, 1993, pp. 111-115). En algunos ámbitos, el Tribunal de Estrasburgo —cuando ha acogido una aproximación estatista— ha rehuido entrar en un examen independiente de proporcionalidad de la medida impugnada. Si racionalizamos la doctrina desde la subsidiariedad cooperativa, en cambio, el Tribunal no puede inhibirse de la valoración de proporcionalidad. Ahora bien, este examen no se guía solamente por el tipo y contenido de los derechos e intereses en juego, y por consideraciones particulares de adecuación y necesidad de la medida impugnada. En los diversos pasos de este examen, también deben incorporarse razones o consideraciones sistémicas, vinculadas al sentido y dinámica general del sistema europeo de protección de derechos humanos, lo que exige emprender en cada asunto un balance entre razones de primer y segundo orden (Legg, 2012). Apuntaré cinco de estas consideraciones y me detendré especialmente en la cuarta.

En primer lugar, es razonable que en el examen de proporcionalidad el Tribunal tenga presente el marco general de protección que el Estado ofrece al derecho individual que ha restringido. Esta consideración adquiere trascendencia cuando asumimos que la protección de derechos convencionales es fruto de una división del trabajo entre los Estados y el TEDH. Si en términos globales el Estado facilita un acceso seguro y equitativo a este derecho o muestra una clara progresión en el estándar general de protección, en casos donde la restricción al derecho no sea muy intensa, podría entrar en juego una «teoría de la neutralización» como la que Estrasburgo usó en el asunto Lautsi, donde destacó aquellos aspectos en los que el sistema educativo italiano era equitativo en su apertura al pluralismo religioso en las escuelas para contrarrestar su falta de neutralidad con la religión mayoritaria respecto a la simbología (Lautsi and others v. Italy; véase Andreescu & Andreescu, 2010, p. 210) —ahora bien, a mi entender, en Lautsi este argumento no bastaba para justificar la sentencia absolutoria—. Cuando, por el contrario, este nivel general de protección es bajo y el Estado no muestra ninguna progresión al respecto, el Tribunal debe reforzar su supervisión como garante de

sistema del Convenio, la propia identidad de estos derechos incorporará un ejercicio de balance entre razones de diferente carácter.

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la protección efectiva de derechos, supliendo la inacción estatal en el cumplimiento de sus compromisos internacionales. El resumen de esta idea es que, a medida que las autoridades nacionales vayan mostrando un mayor nivel de protección general del derecho en cuestión, su criterio se vuelve más confiable.

En segundo lugar, el Tribunal puede recurrir al método comparativo al valorar hasta qué punto era viable para el Estado obtener sus fines con una medida menos restrictiva de derechos (Arai-Takahashi, 2002). Dado que el Convenio surge para mejorar en conjunto la calidad en la protección de derechos humanos en Europa, el hecho de que otros Estados hayan conseguido la misma finalidad con medidas menos restrictivas es una razón para dudar, salvo prueba en contrario, que la medida impugnada fuera realmente necesaria.

En tercer lugar, el estado del consenso europeo en una determinada materia también puede ser relevante para relajar el juicio de proporcionalidad, aunque condicionado a la presencia de un vínculo entre la formación de consensos y la dinámica de un progreso paulatino en el sistema general de protección (sobre la relación entre interpretación evolutiva y consenso europeo, véase Dzehtsiarou, 2011). La falta de consenso es un argumento importante para evitar el efecto «sorpresa» que una aplicación alejada del estado de la cuestión en Europa podría provocar. De esta forma, su relevancia depende de un balance entre razones de seguridad jurídica y consideraciones sustantivas en un ajuste mutuo que favorezca la consolidación de derechos humanos. Atender a la falta de consenso para ampliar la libertad del Estado resultaría, en cambio, cuestionable si ello acabara redundando en una paulatina disminución del estándar de protección en la región17.

En cuarto lugar, la cuestión de si el Estado está realmente mejor situado para decidir es clave para orientar el juicio de proporcionalidad18. Esta es seguramente la principal razón para priorizar el criterio nacional

17 Un ejemplo es la creciente falta de consenso europeo en la regulación de las prendas religiosas. En parte debido a la posición muy permisiva que el TEDH ha adoptado respecto a las prohibiciones nacionales, la actual heterogeneidad ha generado una disminución del estándar regional de protección de la libertad religiosa. Para una visión crítica con el uso del consenso como elemento relevante en la comprensión del TEDH, véase Letsas (2004, pp. 304-305); Brauch (2005, pp. 146). En sentido contrario, Hutchinson (1999, pp. 648-649); Besson (2016, p. 100).

18 Hay ámbitos en los que este argumento tiene un peso especial porque las decisiones que deben ser adoptadas dependen de factores técnicos, procedimentales y de estructura jurídica interna que son complejos y que un tribunal internacional no parece, en principio, el mejor posicionado para dirimir. Me refiero, por ejemplo, a la valoración de prueba y a la ejecución de fallos con medidas de reparación y prevención de futuras violaciones. Este razonamiento está en la base de la doctrina de la cuarta instancia y en la asunción del TEDH de que (bajo la supervisión del Comité de Ministros del Consejo de Europa) la articulación de estas medidas de ejecución queda a la discreción del Estado. En este último aspecto, una excepción serían las sentencias piloto del TEDH ante situaciones de violaciones estructurales. Contesse se refiere a estos ámbitos como ejemplo de la dinámica más deferente que propone a la Corte IDH. Pero en estos casos la prioridad fuerte hacia lo local tiene una justificación específica, que no es la legitimidad democrática, y que no se aplica en general desde la visión que he defendido.

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desde un principio cooperativo de subsidiariedad (Spielmann, 2012). Cuando el TEDH percibe que una situación conflictiva no puede ser adecuadamente resuelta sin un conocimiento profundo de las circunstancias particulares de una determinada sociedad, tiene una razón fuerte para ejercer un nivel de escrutinio menor del balance axiológico alcanzado por el Estado. Sin embargo, la fuerza de este argumento está condicionada a que el Estado muestre su capacidad de satisfacer la parte que le corresponde en la división del trabajo dentro del sistema del Convenio. Más allá de los deberes genéricos de respeto y protección efectiva, esta fuerza está condicionada a que los Estados satisfagan las tres responsabilidades convencionales que mencioné. Aunque estas responsabilidades de las autoridades nacionales están interrelacionadas, vale la pena analizarlas por separado.

a) La primera es una responsabilidad de imparcialidad o neutralidad, la cual se ve comprometida cuando el Estado, por ejemplo, tiende a privilegiar a un determinado grupo social, adopta doctrinas comprehensivas (usando la terminología de John Rawls) o cede ante la presión de la moralidad dominante. En estos casos, el Estado deja de estar mejor situado que un órgano internacional para resolver la conflictividad interna que esta falta de imparcialidad pueda comportar19. La acción del Estado restrictiva de derechos requiere aquí una fiscalización estricta por parte del Tribunal de Estrasburgo.

b) La segunda es la responsabilidad de adoptar lo que se ha denominado una «cultura de la justificación» que sujeta a cualquier institución pública (administrativa, legislativa o judicial) a una demanda de justificación centrada en el objetivo de proteger derechos humanos y fundamentales (Dyzenhaus, 2015; Cohen-Eliya & Porat, 2011). Esta cultura tendría dos dimensiones: una dimensión pasiva, en la que el poder político se compromete a justificar que su programa de gobierno no es incompatible con los derechos básicos; y una dimensión activa, en la que el poder político se compromete a justificar que sus políticas públicas e instrumentos jurídicos contribuyen a mejorar estos derechos.

En el nivel europeo de la subsidiariedad cooperativa, una buena cultura de la justificación (que va más allá de constatar el carácter democrático del Estado o de que la medida cuestionada provenga

19 Este razonamiento se aplicaría, por ejemplo, a la jurisprudencia de Estrasburgo en materia de simbología religiosa, donde, en muchas ocasiones, el Tribunal ha dejado prevalecer la perspectiva del Estado a pesar de que la regulación nacional mostraba claramente una falta de neutralidad o imparcialidad ante su pluralismo religioso interno. Son llamativos en este aspecto los asuntos Leyla Şahin v. Turkey, el ya mencionado Lautsi v. Italy, los números asuntos relativos a la prohibición del velo en el ámbito educativo francés y el reciente S.A.S. v. France.

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de un órgano democrático) contribuye a la confiabilidad de las autoridades nacionales20. Por esta razón, en una línea parecida a la que defiende Gargarella (2016) para la Corte IDH en el asunto Gelman c. Uruguay, algunos autores y jueces del TEDH sugieren que la calidad deliberativa de la medida impugnada, es decir, el grado de intensidad y amplitud del debate interno que acompaña a la decisión nacional, debería convertirse en un factor central tanto para ampliar como para reducir el margen de apreciación del Estado21. El Tribunal ha utilizado este razonamiento en los dos sentidos22. Para poner dos ejemplos centrales, en el asunto Hirst v. The United Kingdom (Nº 2), la falta de calidad deliberativa tanto en el nivel parlamentario como por parte de las autoridades judiciales contribuyó de modo importante al fallo de violación del artículo 3 del Protocolo 1 del Convenio (derecho a elecciones libres) (Hirst v. The United Kingdom (Nº 2), §§ 79-80)23. En cambio, la situación en el asunto Animal Defenders International v. The United Kingdom era la inversa. En este caso se valoraba si la no autorización a una organización no gubernamental para publicar en televisión un anuncio de concienciación sobre el maltrato animal por tener carácter político vulneraba el artículo 10 del Convenio (libertad de expresión). La consideración de que los fundamentos de la regulación habían sido revisados detenidamente tanto por el parlamento como por la judicatura atendiendo a la jurisprudencia de Estrasburgo contribuyó al fallo favorable al Estado. Contrariamente a algunas opiniones, sin embargo, no diría que la calidad deliberativa de la decisión nacional tiene que contemplarse como el factor determinante para una doctrina del margen de apreciación, y no como un factor que, aun cuando sea importante, es uno más a considerar (en defensa de esta centralidad, véase, en especial, Lazarus & Simonsen, 2013). Por una parte, este razonamiento puede funcionar en casos obvios de buena o mala calidad deliberativa, pero resultará débil en los supuestos intermedios, los cuales podrían ser la mayoría en la vida política normal. Por otra parte, la valoración de la calidad deliberativa interna no es algo previo

20 Este factor también involucra aspectos procedimentales que contribuyen a la confiabilidad general del sistema nacional (por ejemplo, que el parlamento nacional haya incorporado mecanismos internos de supervisión para asegurar que la protección legislativa de derechos humanos resulta efectiva). Sobre la importancia de estos mecanismos véase, en general, Hunt, Hooper y Yowell (2015).

21 Lo que se valoraría aquí es si las autoridades nacionales han tenido en cuenta los derechos e intereses de todos los afectados (y si los afectados han podido expresarse) y si el balance de las razones en juego ha sido profundo y de buena fe. Sobre esta posición véanse, especialmente, Spano (2014, pp. 497-499); Lazarus y Simonsen (2013); McGoldrick (2016, pp. 33-36).

22 De hecho, en ciertas esferas, Estrasburgo parece estar moviéndose hacia lo que se está denominando «un giro procedimental» en su razonamiento, dando tanta o más importancia al proceso que ha acompañado a una medida nacional que a su propio contenido (Arnardóttir, 2017).

23 Un caso todavía más claro de falta de calidad deliberativa lo encontramos en el asunto Lautsi v. Italy, donde la normativa nacional provenía de reglamentaciones de los años veinte, del período fascista, carecía de confirmación parlamentaria y no había sido valorada por el Tribunal Constitucional italiano.

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o independiente del examen de proporcionalidad que deba reemplazarlo si el Estado posee un buen registro en este aspecto (en sentido contrario, Lazarus & Simonsen, 2013, pp. 392, 401); es, más bien, una razón fuerte para un examen más flexible o superficial. Al mismo tiempo, la relevancia de este argumento en el caso concreto dependerá también del resto de factores sistémicos que he mencionado y del tipo de derechos e intereses que estén en juego24.

c) La tercera responsabilidad es la adopción de una perspectiva convencional. Que el Estado esté mejor posicionado para decidir también debería condicionarse a la capacidad de las autoridades nacionales para adoptar una perspectiva externa en su actividad institucional cotidiana —el punto de vista del Convenio, podríamos decir—, esto es, una capacidad de autorregulación convencional. En la idea de subsidiariedad que estoy manejando, la perspectiva del Convenio no es patrimonio de Estrasburgo, sino una perspectiva que comparten todos los actores que cooperan para la efectividad del sistema europeo. Los Estados, observa Jean-Marc Sauvé, requieren poseer un punto de vista doble: «national characteristics and traditions, and also European standards and consensus» (Sauvé, 2015, p. 25).

Hay varios modos en los que las autoridades nacionales, en sus respectivos ámbitos de competencia, muestran poseer una óptica convencional. Se muestra, por ejemplo, en la disponibilidad hacia el control externo para corregir déficits del mayoritarismo democrático, en el esfuerzo por recabar información empírica sobre el impacto en términos de derechos humanos de las medidas nacionales —véase, en este sentido, la crítica de Brems (2016) al razonamiento de Estrasburgo en el asunto S.A.S. v. France—, en el interés por recibir asesoramiento de comités y organismos expertos en derechos humanos y, como observa Spano (2015), en no usar argumentos ad hoc o ex post facto para defender la posición del Estado en Estrasburgo. La perspectiva convencional es exigible tanto al parlamento como a los órganos ejecutivos y al poder judicial, pero me centraré ahora en este último. En lo que atañe a la judicatura nacional, el TEDH ha subrayado claramente esta responsabilidad en los asuntos Fabris v. France o Hirst v. The United Kingdom (Nº 2), donde reclamó una perspectiva convencional al juez interno. Además de usar la jurisprudencia de Estrasburgo como recurso interpretativo, tal

24 Cabe decir también que una medida nacional acompañada de un mal debate deliberativo puede ser convencionalmente aceptable en términos de proporcionalidad. Sobre las matizaciones que cabe realizar a la importancia convencional de la calidad deliberativa interna, véase el «democracy-enhancing approach» sugerido por Spano (2014, p. 499). También se debe tener en cuenta que el argumento de la calidad deliberativa puede suponer una injerencia importante por parte del TEDH en el funcionamiento institucional interno sin conexión directa con los mínimos convencionales en este aspecto.

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exigencia puede concretarse en la presencia de un control interno de convencionalidad de la actividad reguladora, al menos como deber de resultado (que deje en manos del Estado, en función de sus tradiciones jurídicas y estructuración interna, la decisión sobre los medios adecuados para llevarlo a cabo)25.

En definitiva, dadas las tres responsabilidades que he destacado, la idea de que el Estado está mejor situado para decidir solamente adquiere fuerza como razón en la doctrina del margen de apreciación si su posición institucional y prácticas previas le permiten ejercer confiablemente la parte que le corresponde en un esquema de subsidiariedad cooperativa.

Por último, y regresando de nuevo a las cinco consideraciones sistémicas que acompañan al examen de proporcionalidad, otro factor relevante es la coherencia de la jurisprudencia de Estrasburgo. El Tribunal debería ser coherente en la aplicación de la doctrina y ofrecer pautas generalizables que puedan servir de guía a los Estados y a sus ciudadanos. Es cierto que el examen de proporcionalidad requiere tomar en consideración el contexto de la medida impugnada. De ahí que el Tribunal no pueda limitarse a efectuar un análisis abstracto de compatibilidad entre el derecho individual y la disposición nacional. Pero también forma parte de la función de Estrasburgo moldear a través de sus fallos un marco general de comprensión de cada uno de los derechos convencionales. Siguiendo la terminología de Steven Greer (2003), podríamos distinguir dos formas de balance axiológico: a) un balance «ad hoc», donde la ponderación está plenamente centrada en el caso particular; y b) un balance «estructurado», donde la ponderación particular entre derechos e intereses públicos está mediatizada por la pretensión de asentar una doctrina general sobre estándares de protección de derechos en Europa. Quienes recelan de que un órgano internacional pueda tener la última palabra en materia de derechos, incluso cuando sus sentencias no posean el mismo valor jurídico que las de los tribunales internos, pueden percibir como una virtud que Estrasburgo se limite a buscar soluciones particulares razonables, desde una lógica del caso a caso, más que preocuparse por sentar doctrinas generales. Pero ello acaba erosionando su propia función jurisdiccional de intérprete del Convenio porque le acerca a un simple órgano de arbitraje. El TEDH solo puede mantener su legitimidad (ecológica) en tanto institución judicial consolidada si la producción de doctrina es tan importante como la producción de resultados particulares (en esta línea, véase McHarg, 1999).

25 No podré entrar aquí en el control de convencionalidad y en la polémica que el activismo de la Corte IDH en este tema ha generado entre los académicos latinoamericanos. Véase, por ejemplo, las críticas que vierte Contesse (2016, pp. 128, 137-141). Para una visión diferente, véase Castilla (2013).

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V . C O N C L U S I O N E SSi las lecturas sugeridas del principio de subsidiariedad y la doctrina del margen de apreciación entraran a formar parte del razonamiento del Tribunal de Estrasburgo, su función jurisdiccional se ajustaría al parámetro de la legitimidad ecológica y reflejaría las exigencias de inclusión de una concepción cooperativa de los derechos humanos. Los ciudadanos de los Estados del Consejo de Europa son tratados como miembros de este marco regional para la protección de derechos humanos cuando sus intereses básicos cuentan, y el Tribunal contribuye a que sus intereses cuenten cuando sus fallos reflejan una distribución de responsabilidades que es equitativa para Estados y ciudadanos, equilibrando las razones relevantes en la axiología interna al Convenio. Mi impresión es que esta dinámica es la que permitirá al Tribunal encontrar el lugar que le corresponde en la división del trabajo para mantener y mejorar derechos humanos en Europa. Esperemos que Estrasburgo sepa leer el Protocolo 15 como una reforma que invita a la cooperación institucional mutua y no como una simple rendición a la facticidad política. Y si mis reflexiones resultan adecuadas para el razonamiento del TEDH, quizá también puedan serlo para el de la Corte IDH.

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Derecho transnacional o la necesidad de superar el monismo y el dualismo en la teoría jurídicaTransnational Law or the Need to Overcome Monism and Dualism in Legal TheoryI S A B E L T U R É G A N O M A N S I L L A *

Universidad de Castilla-La Mancha

Resumen: El derecho, en un contexto transnacional, pierde los rasgos con los que lo hemos configurado desde la modernidad. Las clásicas distinciones entre lo nacional y lo internacional, lo público y lo privado, lo sustantivo y lo procedimental, lo jurídico y lo político, lo social y lo jurídico abandonan su rigidez en un entramado de normas, órdenes, instituciones y agentes que se entremezclan y superponen de modos diversos y cambiantes. Carecemos de una teoría del derecho capaz de explicar y evaluar esta realidad jurídica desbordante. No es suficiente una reflexión teórica sobre el derecho internacional. Lo transnacional apela a una pluralidad de actores y de espacios jurídicos que interaccionan para crear, interpretar y ejecutar normas con las que se identifican mutuamente. Lo transnacional no se refiere solo a lo global o a lo supranacional, sino a la interdependencia de ambos con lo local y los espacios de tránsito. Ello se traduce en un cambio de enfoque o de perspectiva que se exige a cada operador jurídico: la gestión de la interrelación entre órdenes diversos orientada a la creación de espacios para la aproximación, la contestación y la innovación es una exigencia normativa y debe ser ponderada con el resto de valores jurídicos. A partir de ahí cambia el significado de los conceptos a los que ha de orientar su atención la teoría jurídica. El trabajo se refiere a cuatro de dichos conceptos que considero esenciales: grupo social o comunidad, relaciones entre órdenes e interlegalidad, coerción y diversidad normativa. El modo en que los cambios necesarios tienen cabida en la teoría elaborada desde las grandes tradiciones de la iusfilosofía es abordado en la última parte del trabajo, considerando que lo que tienen en común el positivismo jurídico, la teoría socio-jurídica y el realismo jurídico puede ser una aproximación adecuada para la revisión de nuestra disciplina.

Palabras clave: derecho transnacional, monismo, dualismo, teoría jurídica, transnacionalización, interlegalidad, positivismo jurídico, sociología jurídica, realismo jurídico, constitucionalismo

Abstract: Law in a transnational context loses the features with which it has been configured since modernity. Classic distinctions between national and international, public and private, substantive and procedural, legal and political, social and legal lose their rigidity in a context of norms, orders, institutions and agents that interact and overlap in diverse and changing ways. A legal theory capable of explaining and evaluating this overflowing

N° 79, 2017 pp. 223-265

* Profesora Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Castilla-La Mancha, Cuenca (España). Código ORCID: 0000-0003- 1980-4351. Correo electrónico: [email protected]

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legal reality is lacking. A theoretical reflection on international law is not enough. Transnationalism appeals to a plurality of legal actors and spaces that interact to create, interpret and enforce rules which they mutually identify with. Transnationalism does not only refer to the global or the supranational, but to the interdependence of both with the local and transit spaces. And this translates into a change of focus or perspective that is required of each legal agent: management of the interrelation between diverse orders aimed to create spaces for approach, contestation and innovation is a normative requirement and it must be weighed against other legal values. Concepts to which legal theory must focus its attention change their meaning. The work refers to four of those concepts that I consider essential: social group or community, relations between orders and interlegality, coercion and normative diversity. The last part of the paper addresses the way in which these necessary changes have a place in our theories elaborated from the perspective of the great traditions of legal philosophy. What legal positivism, socio-legal theory and legal realism have in common might be an appropriate approach to the review of our discipline.

Key words: transnational law, monism, dualism, legal theory, transnationalization, interlegality, legal positivism, legal sociology, legal realism, constitutionalism

CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.– II. LA PERSPECTIVA TRANSNACIONAL COMO SUPERACIÓN DE LA DICOTOMÍA MONISMO/DUALISMO.– III. ALGUNOS CONCEPTOS FUNDAMENTALES PARA UNA TEORÍA JURÍDICA TRANSNACIONAL.– III.1. GRUPO SOCIAL O COMUNIDAD.– III.2. RELACIONES ENTRE ÓRDENES JURÍDICOS.– III.2.1. INTERLEGALIDAD.– III.2.1.1. DIFUSIÓN.– III.2.1.2.INTEGRACIÓN.– III.2.2. APLICABILIDAD DE NORMAS EXTERNAS.– III.3. COERCIÓN.– III.4. NORMA.– IV. APROXIMACIONES A LA REALIDAD JURÍDICA TRANSNACIONAL DESDE LA IUSFILOSOFÍA.– IV.1. DESDE EL POSITIVISMO JURÍDICO.– IV.2. DESDE UNA TEORÍA INSTITUCIONAL DEL DERECHO.– IV.3. DESDE UNA TEORÍA SOCIO-JURÍDICA.– IV.4. DESDE UNA TEORÍA REALISTA DEL DERECHO.– IV.5. DESDE UNA TEORÍA CONSTITUCIONALISTA DEL DERECHO.– V. CONCLUSIONES.

I . I N T R O D U C C I Ó NNo es mi pretensión, como es obvio, desarrollar en estas páginas una teoría del derecho transnacional, empresa inabarcable que debería orientar trabajos futuros de nuestra disciplina. Mi objetivo es reflexionar sobre el tipo de cuestiones que tendría que afrontar esa teoría, proponiendo algunos de los conceptos que deberían revisarse como marco para la reformulación de los conceptos básicos del derecho y analizando los modos en que nuestras concepciones tradicionales del derecho deben ser repensadas a la luz de la realidad jurídica contemporánea. En las dos últimas décadas han ido apareciendo estudios que tratan de superar la distancia que existe entre la teoría y la práctica jurídicas, en la medida en que la primera continúa centrada en los sistemas jurídicos nacionales y

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la segunda se mueve en coordenadas complejas que conjugan elementos jurídicos que traspasan las fronteras. La teoría jurídica no puede seguir desarrollándose de espaldas a una realidad jurídica compleja y cambiante que se desenvuelve transnacionalmente. De un modo u otro, quienes traen el concepto de derecho transnacional a la teoría jurídica reconocen la necesidad de adaptar la conceptualización del derecho a la práctica socio-jurídica, la cual ha evolucionado como consecuencia de los cambios culturales y sociales. «Para comprender el derecho, necesitamos tener en cuenta su evolución» (Trujillo, 2016, p. 16).

La diversidad jurídica de nuestros días obliga a cada orden jurídico a afrontar la interacción y apertura a otras realidades jurídicas. Una aproximación transnacional, a diferencia del pluralismo jurídico fuerte, tiene la pretensión de evitar el aislamiento de cada orden jurídico respecto de la realidad jurídica circundante y favorecer un proceso de progresiva convergencia normativa que permita encauzar los conflictos sociales que traspasan las fronteras en procesos jurídicos. El «desplome conceptual del monismo jurídico» (Ruiz, 2015, p. 99) que esto supone obliga a revisar conceptos clave de nuestras construcciones iusteóricas. El presente trabajo pretende contribuir a generar un análisis y un debate necesarios acerca de cómo conceptualizar la actual evolución del derecho y la necesidad de someterla a criterios de legitimidad. Se divide en tres partes: la primera introduce el concepto de derecho transnacional como propuesta de superación de la dicotomía entre monismo y dualismo que ha estado presente en el tratamiento de las relaciones entre el derecho nacional y las esferas jurídicas no nacionales. La segunda parte muestra cómo esa idea de transnacionalismo jurídico exige replantear algunos conceptos genéricos a la luz del derecho contemporáneo para configurar el marco en el que se reformulen nuestros conceptos teóricos usuales. Se plantea, en primer lugar, cómo el análisis de un concepto de grupo social o de comunidad es clave para independizar la idea de derecho de la de Estado. En segundo lugar, se reformula la noción de unidad del derecho desde las ideas de mediación e interrelación entre órdenes diversos que puedan superar la exclusión y la fragmentación. En ese contexto, se hará referencia a las nociones de difusión, integración y aplicabilidad de normas externas, nociones centrales para analizar las relaciones entre tales órdenes y buscar la posibilidad de unidad en un sentido más procesal o metodológico. En tercer lugar, se plantea el lugar de la coerción en el concepto de derecho ante la posibilidad de que se articulen normas sobre las ideas de persuasión, autoridad influyente o amenazas de exclusión. Y, en cuarto lugar, se muestra cómo la perspectiva transnacional obliga a plantear cambios cuantitativos o cualitativos en las tipologías normativas teorizadas.

Definido de modo genérico el marco conceptual en el que podría desarrollarse una teoría transnacional del derecho, la segunda parte

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del trabajo analiza la posibilidad de incardinar esta tarea en las concepciones habituales del derecho. Me refiero, en concreto, a cinco de las aproximaciones conceptuales a lo jurídico que, desde mi punto de vista, pueden aportar elementos relevantes al análisis del fenómeno jurídico contemporáneo. El trabajo repasa las respuestas que la doctrina iuspositivista, la teoría institucional del derecho, el enfoque socio-jurídico, la teoría realista del derecho y el constitucionalismo pueden ofrecer ante el reto que supone adoptar la perspectiva transnacional como enfoque de aproximación al concepto de derecho. Cada uno de tales enfoques nos aporta elementos relevantes para construir una teoría jurídica transnacional que no debe plantearse como una teoría especial, sino como un replanteamiento de los viejos problemas conceptuales y normativos desde la realidad de nuestros días.

I I . LA PERSPECTIVA TRANSNACIONAL COMO SUPERACIÓN DE LA DICOTOMÍA MONISMO/DUALISMO

El concepto de transnacionalismo fue introducido en las ciencias políticas en los años setenta, planteándose como alternativa a la dicotomía nacionalidad/internacionalidad. El derecho transnacional es el derecho más allá de la dicotomía entre orden estatal y orden internacional (Tuori, 2014, p. 17). Es el derecho que se desarrolla en contextos que van más allá o por debajo del derecho estatal y que incluye, además de los sistemas oficiales, una pluralidad de regímenes privados y funcionales. La perspectiva transnacional implica, en primer lugar, superar la tesis monista, tanto en su variante estatalista como en su variante internacionalista (Guastini, 2016, p. 329). La primera variante no permite la existencia de ningún derecho al margen del Estado, lo que supone la absoluta autosuficiencia de los órdenes estatales y la negación de cualquier otro orden jurídico. La segunda variante otorga toda la legitimación del poder normativo de los Estados al derecho internacional, desconociendo la compleja red de pretensiones de autoridad jurídica que caracteriza la esfera transnacional. En segundo lugar, el transnacionalismo supone renunciar al dualismo de acuerdo con el cual el orden interno y el internacional deben ser reconstruidos como órdenes recíprocamente independientes, cada cual con su propio sistema de fuentes y su fundamento de validez independiente. El concepto de derecho transnacional se emplea para centrar la atención en las mutuas interrelaciones entre órdenes diversos y los modos complejos de coordinación e integración.

Realmente, la opción entre monismo y dualismo no es una opción conceptual, sino un problema empírico. Será dualista un orden que solo admite como aplicables las normas propias y las normas externas que sean recibidas mediante actos internos. Será monista aquel orden que

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admite como directamente aplicables las normas internacionales. Ambas tesis resultan desmentidas por el desarrollo de instituciones y normas jurídicas plurales en nuestros días. Una explicación realista del derecho en el mundo necesita desprenderse de la imagen de Estados soberanos independientes y de la de un único orden global, con el fin de reflejar algo mucho más complejo y más interesante (Twining, 2001, pp. 24, 26; 2002, p. 103). La mayoría de los órdenes que coexisten en la esfera global no son órdenes derivados, sino originarios, pero ello no equivale a que sean ilimitados ni excluyentes: entre ellos existen distintos tipos de relaciones que dan lugar a diversos grados de integración. Dichos grados no se pueden predeterminar en el plano teórico, sino que dependen del modo en que se regulen positivamente (Ferrajoli, 2011, p. 473). El derecho transnacional nos ofrece la imagen de una pluralidad compleja de órdenes autónomos aunque diversamente coordinados o integrados en un contexto de niveles y espacios diversos.

El derecho internacional es solo una parte de la normatividad que ocupa la esfera global en nuestros días y a la que se puede hacer referencia con el término de «derecho transnacional» —algunas de las definiciones más citadas de «derecho transnacional» pueden encontrarse en Jessup (1956, p. 56); Menkel-Meadow (2011, p. 107); o Scott (2009, p. 873)—. Hace algo más de una década, Paul Berman escribía que cada vez es más evidente que «derecho internacional» resulta una categoría restrictiva para describir la complejidad normativa actual y que necesitamos un marco ampliado (Berman, 2005). La expresión «derecho transnacional» puede emplearse con significados diferentes aunque entrelazados. En general, todos ellos se refieren a un derecho que trasciende o cruza las fronteras. En algunos casos se hace referencia al hecho de que la validez o eficacia de las normas o decisiones jurídicas ha de atender fenómenos más allá de las fronteras de los Estados o del contexto de una comunidad o red de relaciones determinada, por lo que extienden su jurisdicción más allá de esas fronteras. En este primer sentido, el problema que se plantea es el de si el derecho, tal y como lo entendemos, puede abarcar esa realidad, o es necesario pensar en otros modelos normativos que no se ajustan al modelo de sistematización jerarquizada y centralizada de los sistemas nacionales. El derecho transnacional supone el potencial creador de derecho de una compleja red de relaciones intercompenetradas que se afectan mutuamente. Si se asume la desnacionalización de las sociedades, el mantenimiento del paradigma nacional de derecho producirá un cambio hacia formas no jurídicas de solución de problemas. El derecho debe encontrar nuevas formas de regulación si no quiere verse reemplazado (Tuori, 2014, p. 18).

En otros casos, la expresión «derecho transnacional» se emplea para referirse a la coexistencia en un mismo espacio social de normas jurídicas oficiales y normas que no se relacionan directamente con

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ningún sistema jurídico oficial, ni nacional ni internacional, pero que cuentan con mecanismos eficaces de control y ejecución, mostrando una imagen plural y compleja de la realidad jurídica. Frente a la pretensión de autoridad universal y exclusiva del modelo tradicional de derecho estatal, el derecho transnacional supone la concurrencia de pretensiones de autoridad no exclusivas y limitadas en un mismo espacio social. Se habla de derecho transnacional para plantear la cuestión de la interrelación entre esos distintos órdenes normativos. La perspectiva transnacional no excluye al Estado, sino que lo presupone y transforma. No implica categorías excluyentes, sino mutuamente incluyentes: lo que existe es un derecho que no es ni nacional ni internacional, ni público ni privado, a la vez que es nacional e internacional, público y privado (Scott, 2009, p. 873). Lo definitorio del derecho transnacional es que una pluralidad de actores y de espacios jurídicos interacciona para crear, interpretar y ejecutar normas con las que dichos actores y espacios se identifican mutuamente (Koh, 1996, pp.183-184; Zumbansen, 2013, p. 49).

La mencionada extra-oficialidad podría entenderse en el sentido de que el derecho se desarrolla en la interacción social (bottom-up) y no solo como derecho legislado (top-down) (Callies & Zumbansen, 2010, p. 125). Desde una concepción sistemática y jerarquizada, ha sido habitual analizar los modos diversos en que el derecho extraoficial depende de los sistemas coercitivos estatales e internacionales. Pero los estudios antropológicos y sociológicos han contribuido a que el pensamiento político-jurídico haya asumido que la influencia entre ambos es bidireccional, reforzándose mutuamente para establecer estructuras normativas. Respecto de la consideración habitual en términos de difusión de los regímenes oficiales en sistemas no oficiales, el planteamiento desde una perspectiva transnacional obliga a asumir que la creación normativa que los agentes privados desarrollan con el objeto de resolver problemas prácticos también influye en el propio desarrollo del derecho oficial. La extraoficialidad también puede interpretarse como una crítica a la hegemonía del Estado frente a grupos infrarrepresentados. La perspectiva trasnacional trata de identificar la existencia de modos alternativos de ordenación que hacen posible oportunidades para la contestación o el planteamiento de soluciones alternativas desde posiciones plurales. Estas propuestas ponen de manifiesto que lo transnacional no se refiere solo a lo global o a lo supranacional, sino a la interdependencia de ambos con respecto a lo local (Flores, 2016).

El enfoque del derecho desde la perspectiva transnacional no tiene solo una pretensión descriptiva, sino también normativa. No es solo la consecuencia de los cambios producidos en la realidad jurídica, sino también de dos cambios concretos en el modo en que la situación es

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percibida (cambio de enfoque o de marco de referencia) (Tamanaha, 2008, pp. 389-390): el primer cambio es el de adoptar el nivel transnacional como punto de partida para el análisis jurídico. La pluralidad de regímenes jurídicos que coexisten y compiten no es una realidad nueva (Marcilla, 2005, p. 245). La novedad consiste en no verla como un complejo de complicados arreglos que deben resolverse y ordenarse, sino como una característica dominante del derecho que debe condicionar su teorización. «El pluralismo jurídico global en cierto sentido es “producido” cuando se toma en serio el ordenamiento jurídico global o transnacional» (Tamanaha, 2008, p. 389). El segundo cambio es el del concepto de derecho, bajo la influencia de las corrientes sociológicas, cambio que produce una profusión de órdenes jurídicos. El cambio se ha venido operando hace décadas desde los estudios socio-jurídicos, la crítica posmoderna o los estudios internacionalistas y ha ido poco a poco impregnando la dogmática y la teoría jurídicas. El concepto de derecho se amplía para incorporar elementos externos al marco westfaliano. Tomar en consideración estos elementos y sus interrelaciones es importante, tanto para reconstruir de modo adecuado lo que se siente y opera como derecho transnacionalmente, como para proponer modos de mejorarlo. Por lo tanto, una teoría del derecho transnacional no entraña solo una tarea descriptiva, sino también una opción de la que se siguen consecuencias normativas en cuanto a las posibilidades de regulación y legitimidad.

I I I . A L G U N O S C O N C E P T O S F U N D A M E N TA L E S PA R A U N A T E O R Í A J U R Í D I C A T R A N S N A C I O N A L

Como ocurre cuando se trata la globalización, hablar del derecho transnacional no es hablar de un fenómeno nuevo, puesto que la difusión de órdenes jurídicos y la mutua influencia entre ellos está en la base histórica de nuestros derechos. No obstante, como en el caso de la globalización, las circunstancias sociales, económicas, culturales y políticas de nuestros días han profundizado, espacial, temporal y materialmente, el proceso. Así, necesitamos actualizar nuestro vocabulario teórico, revisando conceptos ya existentes y formulando otros nuevos que sirvan para describir, analizar, comparar, generalizar y evaluar la realidad jurídica transnacional.

Dada la complejidad de esta realidad, los conceptos generales deben ser «razonablemente inclusivos y sensibles a la diversidad» (Twining, 2009, p. 118). Algunos de los conceptos que vertebran las doctrinas jurídicas que se están elaborando a nivel transnacional asumen la posibilidad de integración de la pluralidad identificando lo común o lo que es susceptible de coordinarse o complementarse. Lejos de la consideración de esas tradiciones como entidades autónomas y cerradas

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—consideración que ha colaborado a que se acuse al pluralismo jurídico de ser una concepción estática del derecho—, las tradiciones han sido en ocasiones concebidas, desde los propios estudios comparados, como realidades dinámicas compuestas de elementos diversos e, incluso, contradictorios. Esa diversidad interna hace posible la comunicación y la aproximación entre ellas, en la medida en que no son nunca enteramente incompatibles ni están completamente desconectadas (Glenn, 2004, capítulo 2). Presididas por una lógica polivalente, muchas propuestas no se basan en los modelos tradicionales de normas de conflicto (que determinan si es aplicable uno u otro ordenamiento, norma o decisión), sino en la conciliación o integración que permita la mutua transformación y la inclusión. A continuación, me refiero a algunos conceptos centrales que pueden servir para ese objetivo. No son, propiamente, conceptos básicos, sino ideas o nociones que deberían estar detrás de los conceptos e ideas fundamentales de una teoría del derecho transnacional.

III.1. Grupo social o comunidadLa colectividad básica a la que la teoría y las dogmáticas jurídicas han asociado tradicionalmente el derecho, desde la modernidad, es la nación. Sin embargo, los vínculos sociales que generan normas jurídicas son muy diversos y heterogéneos y atender esa diversidad es relevante para comprender el derecho en su complejidad. Las unidades político-jurídicas sobre las que se ha de construir la teoría jurídica no son delimitables solo en términos territoriales o geográficos, ni son entidades independientes que existan y puedan analizarse separadamente. Por una parte, el concepto de frontera se problematiza y la diversidad de relaciones sociales pasa a un primer plano. Las fronteras son cada vez más cambiantes y porosas, estableciendo categorías diversas de sujetos que generan desigualdad. A la vez que se refuerzan las restricciones de acceso a los Estados más desarrollados, se mantienen fronteras internas que estratifican la sociedad, dejando en los márgenes a los no nacionales que residen en su interior. Además, los sujetos se hallan inmersos en múltiples pertenencias y afiliaciones y las comunidades se solapan. Por otra parte, las sociedades estatales son cada vez más diversas social, étnica y culturalmente y ello favorece la mezcla y las relaciones transfronterizas. Un concepto de interconexiones sociales o de «comunidad» al margen del Estado nación es clave para dar cuenta de la realidad jurídica contemporánea. Dicho concepto debe ser interpretado en un sentido mucho más variado, flexible y fluido de relaciones comunitarias (Cotterrell, 1995; 2012, pp. 514-516). Son los procesos sociales de afinidad y diferenciación los que producen los grupos, por lo que estos no tienen una esencia sustantiva ni son homogéneos ni estables. Ellos pueden entrecruzarse de modo que los sujetos de un grupo comparten caracteres con los de otros grupos (Young, 1990, pp. 47-48).

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Por todo ello, las relaciones y afiliaciones con potencial para constituir formas político-jurídicas y para cumplir funciones que el derecho estatal no puede cumplir de forma autónoma deberían concebirse de modo amplio. Incluirían relaciones contractuales o económicas, relaciones centradas en proyectos o intereses comunes o convergentes, relaciones basadas en valores o creencias compartidas, relaciones basadas en afectos o sentimientos o relaciones basadas en el hecho de compartir una localidad, una lengua, una historia o unas costumbres. En este sentido amplio, la idea de grupo o comunidad va más allá de las cuestiones de identidad o afinidad cultural, para abarcar una pluralidad de interconexiones que se multiplican conforme se amplían los procesos de encuentro y las interrelaciones. Los diferentes tipos de vínculos sociales implican necesidades y problemas regulatorios diferentes y pueden tener duración o fuerza dispares. A su vez, la pluralidad de relaciones comunitarias o sociales no supone que estas sean mutuamente excluyentes. Tampoco hay límites o fronteras fijos entre cada contexto de relaciones: se trata de tipos de relaciones sociales que se combinan y recombinan, no son fijas o estáticas. Muchos sujetos viven en una multiplicidad de grupos o ámbitos, a la vez que se sienten especialmente arraigados en algunos de ellos, como consecuencia de procesos de migraciones, desplazamientos y otros fenómenos de desterritorialización.

Cada contexto de relaciones está estructurado conforme a relaciones de poder que se proyectarán en las normas que se creen. Desde una perspectiva económico-liberal, el objetivo básico de la regulación transnacional es crear las condiciones para la confianza y la estabilidad de las relaciones transnacionales. Sin embargo, si se atienden las relaciones de desigualdad y dominación subyacentes, tal regulación ha de servir además para crear condiciones jurídico-políticas más igualitarias. El derecho, empero, no solo debería contribuir a evitar la discriminación generada por la demarcación de un grupo como proceso de exclusión de una categoría de personas y a superar las relaciones de dominación y subordinación internas. El derecho debería también aspirar a favorecer múltiples relaciones sociales cuando estas ayudan a capacitar a los individuos. Las solidaridades informales son especialmente relevantes para los sujetos peor situados en las comunidades hegemónicas, pues proporcionan oportunidades para resolver sus problemas prácticos y luchar contra la exclusión de modo colectivo.

De lo anterior deriva la insuficiencia de las delimitaciones tradicionales de los distintos sistemas jurídicos, pues los límites se han vuelto flexibles y permeables. El reto principal, a cuya superación tiene que contribuir el derecho, reside en las posibilidades de establecer nexos y aproximaciones entre esos espacios semiautónomos con el fin de crear espacios y solidaridades progresivamente ampliadas que puedan resultar inclusivas.

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III.2. Relaciones entre órdenes jurídicosEn el contexto transnacional existe una pluralidad normativa que coexiste sin estar centralizada u organizada en relaciones jerárquicas. Las relaciones entre regímenes jurídicos diversos pueden ser muy variadas: los órdenes pueden converger, cooperar, asimilarse, fusionarse, subordinarse, competir, etcétera. Asimismo, esas relaciones no son estables sino cambiantes. Neil Walker reconoce la dificultad de captar la riqueza de estas interacciones e interconexiones con una simple taxonomía, pero propone la siguiente: incorporación institucional, reconocimiento por el sistema, coordinación normativa, superposición de entornos y consideración comprensiva (2008, pp. 378-385).

Los análisis teóricos acerca de las relaciones entre órdenes jurídicos oscilan entre aquellos que ponen el énfasis en la idea de fragmentación y aquellos que subrayan la creciente interconexión entre ámbitos jurídicos. De fragmentación del derecho transnacional se puede hablar en varios sentidos: a) la derivada de interpretaciones antagónicas de un derecho general; b) la resultante de la aparición de un derecho especial como excepción al derecho general (regímenes autónomos: autorregulación, órdenes privados —transacciones comerciales, internet, deportes—); c) la dimanante de un conflicto entre diferentes tipos de derecho especial sin que exista un derecho general. Quienes aprecian, por el contrario, que la tendencia en el ámbito transnacional es hacia una creciente interconexión plantean la posibilidad de una armonización progresiva, capaz de encauzar hacia principios genéricos ámbitos o ramas de diversos órdenes jurídicos.

En ambos casos se asume que el sistema jurídico estatal no se puede considerar por más tiempo autónomo y excluyente. Según Luigi Ferrajoli, el ordenamiento internacional se puede concebir como un ordenamiento pluralista, compuesto por varios ordenamientos conectados entre sí por diversos grados de integración. La imagen más adecuada, señala el autor, es la de un pluralismo de ordenamientos como una «red compleja y diversamente integrada por instituciones y sistemas jurídicos, articulada en distintos niveles normativos» (2011, p. 475). Esta metáfora de la red, como opuesta a la de la pirámide, entraña un modelo de derecho policéntrico, producido por una heterogeneidad de actores, que convive con el derecho estructurado conforme al modelo piramidal (Ost & van de Kerchove, 2002). La imagen de la pirámide ha sido la base de dos grandes avances del pasado siglo: la justicia constitucional y la visión pacifista del derecho internacional. Sin embargo, el hecho de que haya sido una teoría que ha servido de fundamento teórico adecuado para el derecho de su tiempo no supone que sirva para explicar de modo completo el derecho de nuestro tiempo. La idea de red muestra que los órdenes plurales no son mutuamente irrelevantes y, por lo tanto, se comunican e interactúan entre ellos. Esta figura ofrece una imagen

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de los órdenes jurídicos como conjuntos abiertos, pero difícilmente separables de otros órdenes jurídicos.

No obstante, suele considerarse que la imagen de la red no capta por sí sola la realidad jurídica en su complejidad (Losano, 2005). No es suficiente, en primer lugar, para referirse a la ubicación de la pluralidad normativa en diversos niveles. Los distintos órdenes operan en contextos distintos que muchas veces se identifican con criterios geográficos. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que el derecho transnacional no supone solo una distribución geográfica de competencias jurídicas. Junto a órdenes subestales, estatales y supraestales conviven órdenes comunales o no estatales, cuyos límites no pueden identificarse en términos territoriales. En segundo lugar, la idea de red es considera en sí misma insuficiente por quienes aspiran a una mayor coherencia normativa. La red no puede generar una noción de orden capaz de resolver fundadamente los conflictos entre sistemas. La coherencia podría ser posible sustantivamente sobre la base de principios y derechos constitutivos de un globalismo jurídico que englobara a todos los agentes públicos y privados que operan en el ámbito transnacional. Esta alternativa resulta problemática debido a que esa estructura institucional presupone una idea de universalidad de los derechos que, muchas veces, asume la posibilidad de su promoción de modo suficiente por instituciones meramente de garantía, sin necesidad de instituciones de gobierno. Quienes critican esa idea sobre la base de su carácter hegemónico e ideológico insisten en el carácter contextual y abierto de los derechos y en la necesidad de su concreción en procesos histórico-jurídicos dotados de legitimidad política.

El derecho evoluciona conforme los grupos e individuos diversos luchan por reinterpretar, transformar y ampliar los derechos en un proceso jurídico-político amplio. Como escribía Bobbio, la afirmación de los derechos en textos normativos es el punto de partida, no de llegada, para su realización efectiva y su universalización. «Los derechos humanos son derechos históricos, que surgen gradualmente de las luchas que el hombre combate por su emancipación y de la transformación de las condiciones de vida que estas luchas producen» (Bobbio, 1991, p. 70). Esto supone que la función del derecho transnacional no es solo la de institucionalizar las garantías de los derechos reconocidos en los textos internacionales, sino también la de proporcionar los instrumentos y vías para perfeccionar continuamente el contenido e interpretación de esos textos. En este sentido, el derecho transnacional tiene que ser pensado como orden plural movido por una lógica polivalente que permita participar desde posiciones heterogéneas en la reinterpretación y expansión de los derechos. Ello supone no solo instituciones de garantía, sino también instituciones de decisión capaces de canalizar las reivindicaciones. Un área esencial de investigación teórica es la de

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analizar propuestas de traducción de las luchas sociales en procesos jurídicos. Es necesario hacer posible y ampliar la capacidad de acción jurídica y abrir posibilidades de cooperación y aproximación. Desde esta perspectiva, el orden o unidad se formula y reformula en ese proceso nunca concluido hacia modelos jurídicos nuevos e integradores (Beck & Grande, 2006, pp. 168-169, 196).

III.2.1. InterlegalidadEn general, se recurre al concepto de «interlegalidad» para hacer referencia de modo amplio a las relaciones positivas —de cooperación, diálogo transfronterizo, influencia mutua, superposición e interpenetración— que existen entre órdenes o regímenes jurídicos diferenciados y que nos permiten hablar de una cierta identidad o continuidad entre ellos. En este sentido, la interlegalidad ofrece una alternativa a la absoluta separación e independencia entre órdenes que asumiría un pluralismo radical (Tuori, 2014, p. 41). Las interrelaciones pueden ser tan variadas en sus instrumentos y consecuencias que cualquier generalización es limitada (Von Benda-Beckmann, 2002, pp. 70–71). La visión del derecho que deriva de la interlegalidad es la de una realidad en movimiento que plantea una reflexión crítica constante acerca del contenido del derecho desde otros sistemas y perspectivas.

La interlegalidad obedece a la lógica polivalente o no excluyente del «no solo sino también», conforme a la que los elementos se complementan y entrelazan (Beck & Grande, 2006, p. 55). En el pensamiento de Boaventura de Sousa Santos, la interlegalidad asume que existen diversos espacios jurídicos que se superponen e interpenetran y nos obligan a constantes transiciones y traspasos en nuestro pensamiento y en nuestras acciones (de Sousa Santos, 1987, pp. 297-298; 2009, p. 73). Para este autor, la interlegalidad hace referencia a una dimensión intersubjetiva del pluralismo jurídico, esto es, al «impacto de la pluralidad jurídica en las experiencias, percepción y consciencia jurídicas de los individuos y los grupos sociales que viven bajo condiciones de pluralidad jurídica» (2002, p. 97).

No pretendo elaborar aquí un aparato conceptual suficiente para dar contenido a esa idea de interlegalidad desde la perspectiva de la teoría jurídica. Me limito a continuación a plantear algunos problemas en torno a dos conceptos que considero centrales para aludir a la mutua interacción entre órdenes jurídicos: la difusión y la integración. Conviene aclarar antes que el reconocimiento de la relevancia de la idea de interlegalidad para avanzar en la conformación de un derecho transnacional no implica asumir que el estado actual de su evolución sea suficiente para satisfacer las exigencias del principio de legalidad (Nickel, 2015, p. 210).

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III.2.1.1. DifusiónLos debates clásicos sobre la recepción de un derecho hegemónico o de imposición de estructuras colonizadoras reviven en nuestros días en relación con cuestiones relativas a la armonización jurídica de órdenes que integran un sistema común, los programas de ajuste estructural o la reconstrucción de Estados en transición. Twining propone el concepto de difusión para aludir fundamentalmente a la importación de una normativa o cuerpo de doctrina jurídica a una o varias comunidades o a grupos distintos de aquel en que se originó. En principio, se ha considerado mayoritariamente que la difusión del derecho implica relaciones entre sistemas jurídicos estatales mediante la acción de los gobiernos. Twining, sin embargo, utiliza el término en un sentido amplio y complejo para referirse a procesos diversos de expansión, trasplante, transferencia o imposición del derecho. Estos procesos no implican necesariamente que se produzca una armonización o unificación de normas (2009, capítulo 9). La complejidad de los procesos puede obedecer, según el autor, a múltiples factores relativos a las fuentes de la recepción, el contexto de pluralismo y multiplicidad de niveles, la posibilidad de influencias recíprocas, los modos formales o informales de producción, la variedad de fenómenos que pueden difundirse, la pluralidad de agentes, la continuidad en el tiempo, las condiciones locales, las formas diversas de resistencia, la opacidad y pluralidad de fines y valores o la complejidad de la evaluación de las consecuencias.

Tratando de reconstruir el aparato conceptual de los estudios de derecho comparado en un sentido más fluido y multifacético, algunos estudios han propuesto el empleo del término «migración», puesto que expresaría «mayor flexibilidad, redes más amplias de relaciones, conexiones más complejas entre puntos de origen y puntos de destino que ocurren en el mundo de las ideas jurídicas» (Scheppele, 2006, p. 349). En relación con las constituciones, Schauer (2004/2005) afirma que, aunque en nuestros días raramente son impuestas o trasplantadas desde otro sistema, tampoco pueden considerarse completamente autóctonas. Concebir la producción del derecho solo en términos de si este es autóctono o trasplantado resulta sustancialmente inconsistente con el carácter transnacional de su desarrollo en un contexto de influencias complejas entre una pluralidad de agentes. Los procesos de difusión no deben, pues, concebirse solo en términos formales, sino como procesos complejos de interrelaciones e influencias que traspasan fronteras y en los que se configuran e interpretan los significados jurídicos tanto desde las instituciones como desde la propia sociedad.

III.2.1.2. IntegraciónEl concepto de integración constituye el núcleo de la reflexión sobre el derecho transnacional, en la medida en que el modo en que sea

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concebido determina la concepción de derecho transnacional que se adopte. El transnacionalismo supone en gran parte un proceso social y político de progresiva integración de la acción colectiva que viene desarrollándose en múltiples espacios. Si en un primer momento la lógica que mueve a la integración es fundamentalmente la resolución del problema de la acción colectiva ante riesgos comunes, su progreso depende de una actitud crítica y reflexiva, capaz de ir generando las condiciones para instaurar entidades político-jurídicas ampliadas y hacerlas vinculantes.

En general, la integración supone la incorporación de un agente o entidad a otra entidad más amplia de la que pasa a formar parte. En el ámbito jurídico, la integración se ha entendido como la transferencia de competencias por entidades políticas territoriales a instituciones supraordenadas mediante actos jurídico-formales. Sin embargo, fundamentalmente en el debate sobre Europa, el término tiene un sentido político más amplio. Conforme al mismo, la integración se concibe como un fenómeno complejo y abierto mediante el que los diversos operadores jurídicos tratan de ajustar sus normas y decisiones a las de autoridades normativas de otros órdenes, confirmando con su actuación su participación en la creación de un orden jurídico ampliado. La integración, en este sentido, es un proyecto dinámico y cooperativo en el que se constituye una entidad común mediante la mutua adaptación. En él, tanto los actores locales como los transnacionales promueven, desde la coordinación voluntaria, la progresiva expansión de sus poderes (Bickerton, Hodson & Puetter, 2015).

Para esta concepción de la integración, resulta central la idea de desacuerdo o diferenciación. El objetivo de la integración es coordinar perspectivas plurales y mediar entre opciones diversas sin disolver la diferencia. Ello supone rechazar un modelo de integración impuesto, rígido y homogéneo, tendente a fomentar la uniformidad desde condiciones previamente establecidas. En este otro modelo de integración, que podríamos denominar «integración uniforme», las normas de los sistemas convergentes habrían de ser «armonizadas», sustituyéndolas por normas uniformes. En realidad, la armonización solo es posible cuando se limita a codificar convergencias normativas que han ocurrido ya a lo largo del tiempo. La armonización suele ir a la zaga de los cambios sociales y económicos (Berman, 2007, p. 1191).

La integración no debe suponer la reducción de la complejidad, sino la posibilidad de encauzarla hacia la producción de nuevas instituciones y normas o nuevos significados distintos a los ya existentes. En este sentido, los procesos de integración son transformativos (Delanty & Rumford, 2005, pp. 10ss.). El proceso de integración debe estar guiado por una actitud crítica y reflexiva de contestación y transformación

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a partir de la cual se replantean las instituciones y normas vigentes y se avanza hacia normas e instituciones que trascienden las propias (Eriksen, 2005). La integración uniforme causa tres tipos de problemas en la transnacionalización (Beck & Grande, 2006, pp. 332-333): primero, el problema de la sobreintegración —los imperativos de la integración conducen a la unificación de ámbitos y reglas en espacios o comunidades en que dicha unificación no es oportuna—; segundo, el problema de la integración deformada —la necesidad de consenso hace que muchas veces únicamente sea posible ponerse de acuerdo sobre políticas subóptimas—; y, tercero, el problema de la subintegración —en los ámbitos en que algunas comunidades no quieren o no pueden adoptar políticas o normas comunes uniformes, se corre el riesgo de no aprovechar otras posibilidades de cooperación—.

Una «integración diferenciada» tiene la doble faz de una integración respetuosa de la diferencia, desarrollada desde principios e instrumentos que toleren e incorporen las particularidades; y una diferenciación respetuosa de la integración, rebajándose la exigencia de integración plena desde el punto de vista espacial, temporal y objetivo (Beck & Grande, 2006, p. 336). Solo esta integración es capaz de producir nuevos espacios político-jurídicos que no se cierren al exterior, espacios de acción transnacional capaces de superar el riesgo de nuevas versiones del nacionalismo y políticas excluyentes.

Si la integración uniforme se fundamenta en la creencia en la posibilidad de normas universales o, más pragmáticamente, en la garantía de la seguridad de las transacciones y relaciones transnacionales, la integración diferenciada busca la aproximación de planteamientos normativos diversos para canalizar institucionalmente las diferentes posiciones. Desde esta perspectiva, se consideran preferibles al modelo de armonización otros procesos, instituciones o prácticas que tratan de adaptar o aproximar modelos normativos diversos sin pretender unificarlos en un modelo único. La superación de un pluralismo particularista —que se limita a la comparación, la convergencia o la intersección entre los distintos sistemas— tendrá lugar a partir de la posibilidad de que las interacciones produzcan la transformación de cada una de las esferas que participan y del espacio común en el que interactúan. La pluralidad de fenómenos jurídicos del contexto transnacional obliga en muchos casos a los juristas a tener que considerar, junto al resto de criterios relevantes, qué instrumento o interpretación proporciona espacio a la particularidad y la iteración iusgenerativa. Esto supone que la gestión de la interrelación entre órdenes diversos orientada a la creación de espacios para la aproximación, la contestación y la innovación es una exigencia normativa a favor de la cual deben trabajar los operadores jurídicos y que debe ponderarse con el resto de

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valores jurídicos (Berman, 2007, p. 1235). Entre los instrumentos que se orientan a ese fin, se pueden mencionar los siguientes:

1) Instrumentos institucionales o interpretativos que dejen espacio para las variaciones locales, facilitando la deferencia y la complementariedad sobre la imposición y la unificación. Tal sería la orientación de la doctrina de la protección equivalente de derechos, el margen de apreciación del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y el reconocimiento condicionado de ámbitos de autonomía para regímenes normativos distintos del hegemónico o regímenes de subsidiariedad, proporcionalidad o complementariedad.

2) Constitución híbrida de los cuerpos legislativos, ejecutivos o judiciales que operan en los distintos niveles, tales como los tribunales híbridos constituidos para procesos de transición o la composición mixta de órganos encargados de gestionar planes o proyectos técnicos, económicos o sociales de alcance transnacional. En general, la transnacionalización del derecho supone la hibridación no solo de normas, conceptos o decisiones individuales, sino también de órdenes jurídicos que se resisten a la dicotomía entre derecho nacional e internacional y presentan al mismo tiempo rasgos de constitucionalización y premisas internacionalistas. Esto es evidente en el orden jurídico de la Unión Europea o en el régimen de la Organización Mundial del Comercio (Tuori, 2014, pp. 17-23).

3) Redes o interacciones dialécticas y de cooperación y reconocimiento entre órganos regulativos, ejecutivos o judiciales. Por una parte, cooperación regulativa o ejecutiva: el enorme desarrollo de redes de órganos regulativos de diversa índole ha sido analizado en torno a la idea de la transformación desde el gobierno hacia la gobernanza. Esta última supone la satisfacción de los fines sociales por una pluralidad de agentes que opera de modo descentralizado y coordinado, haciendo que las instituciones oficiales ya no monopolicen ni la articulación de las decisiones públicas ni el control de su ejecución. Cada vez más, los Estados adoptan políticas al margen de los procedimientos legislativos o conjuntamente con los actores privados, promoviendo sistemas de autorregulación, delegando competencias regulativas o cooperando con ellos en la regulación. Un mecanismo esencial de esa gobernanza global es la cooperación regulatoria transnacional: redes de funcionarios o burócratas dedicados a las mismas tareas generales en sus contextos respectivos, los cuales trabajan juntos para superar los obstáculos derivados de las diferencias nacionales, coordinar políticas nacionales, intercambiar información y

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desarrollar estrategias comunes frente a problemas regulatorios (Slaughter, 2001, 2003). La creación de normas jurídicas mediante estos procesos es uno de los rasgos que caracterizan la transnacionalización del derecho. La teoría jurídica debería aproximarse a esta realidad normativa no solo para explicarla y conceptualizarla, sino también proponer criterios de legitimidad democrática adaptados a la misma (Mercado, 2012).

Por otra parte, es necesario considerar la cooperación de órganos judiciales. En muchos niveles no existe una organización jurisdiccional propiamente jerárquica, sino que los diversos tribunales participan en un proceso de mutua adaptación informal e interpretativa para mantener un equilibrio entre uniformidad y desacuerdos (Berman, 2007, p. 1199). Los tribunales de diversas jurisdicciones han de valorar las pretensiones de autoridad y las argumentaciones de instancias pertenecientes a otros órdenes, favoreciendo el desarrollo de una cultura jurídica transnacional que rompa con la exclusividad de una cultura propia (Tuori, 2014, pp. 47-48). La práctica del diálogo judicial tiene especialmente sentido desde una concepción de los derechos como conjunto de razones diversas, cuyas relaciones recíprocas no son de naturaleza lógico-deductiva, sino meramente argumentativa y cuya interpretación se desarrolla en un proceso histórico-positivo continuado que no produce jerarquías estables (Barberis, 2008, pp. 181-185).

4) La inclusión de argumentos tendentes a la integración desde las decisiones judiciales. En este sentido, el soft law puede verse como un poderoso instrumento de integración que ha demostrado ser capaz de producir de modo indirecto efectos de coordinación deseables. En ausencia de un deber respaldado por la fuerza, el deber de una interpretación consistente solo se puede explicar sobre la base de la lealtad institucional de los jueces y su compromiso con la construcción de un marco jurídico común (Trujillo, 2016, pp. 23-24). Del mismo modo, los tribunales tienen el deber de interpretar las normas internas de acuerdo con las convenciones internacionales. En este sentido, un importante instrumento de integración es el denominado «control de convencionalidad».

III.2.2. Aplicabilidad de normas externasUna perspectiva particularmente interesante para analizar el impacto del derecho transnacional es la que aporta la cuestión de la determinación de la norma aplicable. Conforme avanza la transnacionalización jurídica se produce una tendencia creciente en la educación, la dogmática y la

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práctica jurídicas a referirse a fuentes externas (Twining, 2009, p. 243). Aun cuando estas fuentes no sean aplicables conforme a los criterios habituales de elección de la norma aplicable, eso no significa que los operadores jurídicos se mantengan ajenos a aquellas fuentes en todos los casos. El papel de cualquier orden normativo respecto del resto de órdenes se define en su relación mutua.

Ralf Michaels habla de cuatro posibles tratamientos que un orden normativo puede dar a las normas de otros órdenes: rechazo o restricción del derecho aplicable al derecho interno; incorporación o transformación del derecho externo en derecho interno; deferencia o transformación del derecho externo en hechos, esto es, respeto de su regulación sin reconocimiento como derecho; y delegación o transformación del derecho externo en derecho subordinado (2005, pp. 1228-1237). La elección de alguno de estos tratamientos es contingente y depende de la práctica jurídica de los agentes de los distintos órdenes implicados. La transnacionalización implica un cambio en la actitud y la perspectiva de estos agentes que va en dirección al reconocimiento de la existencia de otros órdenes, planteándose críticamente la posibilidad y conveniencia de la mutua comparación y cooperación.

El transnacionalismo puede concebirse en ocasiones como una cuestión de concurrencia de normas en la resolución de un mismo supuesto de hecho: existen dos o más normas irreconciliables aplicables en un mismo espacio jurídico pero pertenecientes a distintos órdenes; dos o más tribunales se han pronunciado de modo diferente, sin que haya un tribunal que tenga jurisdicción para decidir qué solución es válida o correcta; o dos órdenes normativos de distinto nivel o especialización funcional se solapan sin que ninguno de ellos sea competente para resolver cuál prevalece. Podría hablarse en estos casos de «antinomias externas» (Itzcovich, 2012, p. 383), las cuales surgen inexorablemente desde una aproximación pluralista débil que requiere de los tribunales que consideren la variedad normativa con posibles vínculos con el caso particular (Berman, 2007, pp. 1228-1234). A diferencia del pluralismo jurídico, hablar de derecho transnacional supone asumir que las normas de distintos órdenes no son inconmensurables y deben ser comparadas y ponderadas con las de otros órdenes. El peso de una fuente autoritativa debería ser ponderado con el de otras fuentes posiblemente más adecuadas. «Los argumentos jurídicos formales exclusivamente internos no son ya suficientes» (Itzcovich, 2012, pp. 373-374). Las fuentes externas pueden, asimismo, ser un instrumento para colmar lagunas internas o elegir entre interpretaciones posibles, permitiendo recurrir a la norma o a la interpretación de otro sistema jurídico —lex alius loci— (della Cananea, 2014). Esta visión del problema de la aplicabilidad del derecho externo permite salirse de un esquema monista hacia una percepción en términos de transnacionalidad.

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III.3. CoerciónLas ideas sobre la articulación informal de normas jurídicas, las redes de afiliación que generan compromisos vinculantes o el papel de la persuasión impregnan los estudios sobre el derecho transnacional. La coerción no se considera en ocasiones un elemento definitorio del derecho, ni del concepto de soberanía —el cual, más allá de su sentido tradicional, tiende a identificarse en mayor medida con la idea de responsabilidad, antes que con las ideas de supremacía o independencia (Turégano, 2013)—. El transnacionalismo implica en muchas ocasiones la posibilidad de que se articulen normas jurídicas incluso sin el poder coercitivo capaz de hacer que se cumplan. Las interrelaciones entre órdenes distintos y entre variedades de normas más o menos vinculantes permiten formas de «autoridad influyente» ejercida por normas no directamente aplicables (Moran, 2006). El fundamento de su autoridad o, más precisamente, authoritativeness (Itzcovich, 2012), el vínculo o la complementariedad entre las recomendaciones o guías y el derecho imperativo o los diferentes efectos jurídicos que son capaces de producir son cuestiones que no puede eludir una teoría jurídica en nuestros días.

El debate sobre la relación entre fuerza y derecho vuelve a cobrar vigor. Frente al esfuerzo de Frederick Schauer (2015) por refundar un concepto general de derecho sobre la idea de fuerza, son muchas las propuestas que replantean la cuestión de los instrumentos o modos de realización o ejecución del derecho desde conceptos que amplían el ámbito de lo jurídico. Diversas propuestas pasan de la idea de imposición estatal a otros modos de ejecución. La resolución ex post de los conflictos se reemplaza por mecanismos que evitan las disputas a partir de la confianza y la reputación (Smits, 2014). Hathaway y Shapiro (2011) han argumentado que la imposición del derecho no tiene por qué depender de la amenaza de la violencia, ya que puede depender de la amenaza de la exclusión o de la marginación (outcasting). La marginación no es violenta, no depende de organizaciones burocráticas que emplean la fuerza física, sino que se basa en negar a los que no cumplen las normas los beneficios de la cooperación social y la pertenencia. Propiamente, lo que se propone es que la teoría jurídica no se centre tanto en los medios sino en los fines que persigue el derecho. El derecho puede conseguir el cumplimiento en virtud de las razones que ofrece para la acción desde una perspectiva cooperativa pluralista. Las sanciones de las normas no impuestas coercitivamente consisten en la pérdida de agencia cooperativa en términos de exclusión de la comunidad de agentes que cooperan (Trujillo, 2016).

Una concepción débil de la coerción jurídica suele estar ligada a modelos de autorregulación que desconfían de la utilidad de la imposición externa. La existencia de redes o de múltiples niveles, de órganos ejecutivos o judiciales y de agentes privados favorece que la persuasión

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sea mayor. Las redes aumentan en rapidez y extensión la capacidad de movilización de grupos de presión. En este sentido, la autorregulación se basa en un tipo de coerción distinta de la coerción estatal que se genera en la propia estructura interna de la red de relaciones (Cotterrell, 2012, p. 520). Sin embargo, Hathaway y Shapiro proponen un modelo externalizado de imposición que admite conceptualmente la posibilidad de considerar jurídico un régimen normativo que no disponga de instrumentos internos coercitivos de imposición de sus reglas. «En lugar de confiar en mecanismos internos de imposición, los sistemas jurídicos pueden utilizar agentes no miembros del régimen para ejercer coerción contra quienes violan las reglas» (2011, p. 300). Creo que este es un esquema más adecuado para plantear la cuestión de la coerción en el ámbito transnacional. En este, los Estados retienen una importante capacidad coercitiva que puede articularse para garantizar la efectividad de normas no estatales; al mismo tiempo, están dotados de instrumentos de legitimación para el uso de dicha capacidad dentro de ciertos límites. Si esto es así, creo que no debemos abandonar tan rápidamente el papel de la coerción, la cual sigue desempeñando un papel secundario o indirecto en todos los ámbitos del derecho transnacional.

III.4. NormaSi el Estado constitucional reclama una tipología de normas jurídicas más amplia que la propia del Estado liberal legislativo, el contexto transnacional obliga a repensar la necesidad de incorporar nuevos tipos de normas a la teoría o meramente cambios cuantitativos o cualitativos en las concepciones de la normatividad ya teorizadas.

Forma parte del derecho transnacional, en primer lugar, todo el conjunto de normas legisladas y judiciales producidas en el marco de sistemas jurídicos oficiales y extraoficiales. Se trata de normas emanadas de órganos formales, ejecutadas y aplicadas en el marco de un aparato institucionalizado que coexiste, de modo coordinado o descoordinado, con otros aparatos. En efecto, los sistemas jurídicos oficiales coexisten con otros sistemas de modo coordinado o descoordinado. Junto con las instituciones públicas locales, nacionales, regionales e internacionales conviven, en el contexto transnacional, una pluralidad de instituciones sociales con funciones regulatorias propias, a falta de instituciones públicas más allá de los Estados o en virtud de su mejor capacidad de gestión de sectores o actividades sociales particulares (desde internet, ámbitos deportivos o religiosos, hasta organizaciones no gubernamentales o agencias como las organizaciones de estandarización). En cada entramado institucional existen mecanismos internos de producción y ejecución normativas. Tales sistemas tienen cierto grado de autonomía en la ejecución del objetivo para el que fueron constituidas, pero interaccionan de modos diversos con los sistemas oficiales. También estos sistemas suelen tener agencias propias de solución de conflictos.

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La ley y, en general, los tipos normativos dotados de generalidad y abstracción se han visto desplazados por formas contractuales de producción jurídica, con las que se buscan instrumentos útiles para fines específicos en el corto plazo, así como por el derecho jurisdiccional, en cuanto modelo más adecuado para la conciliación y el equilibrio de intereses. Ambas formas de producción jurídica se han vuelto cruciales en el mundo actual por su capacidad para adaptarse a la tendencia hacia la privatización (Ferrarese, 2014, p. 54).

En segundo lugar, han venido recobrando eficacia jurídica modalidades normativas basadas en lo fáctico, en el derecho no escrito. Se habla de derecho consuetudinario tanto en el sentido de un sistema autónomo como en el de una fuente jurídica que compite con otras fuentes en un mismo sistema. El primer caso se emplea para referirse a los sistemas de normas e instituciones que se originan e interpretan en una práctica social al margen de las instituciones jurídicas y que se afirman frente a otros sistemas normativos que son hegemónicos. En el segundo caso, las normas consuetudinarias son fuentes de los diversos sistemas oficiales y la validez y la posición de estas normas en el sistema vienen determinadas dentro del mismo. Los ordenamientos estatales o internacionales intentan, cada vez más, adaptar su normativa a la realidad jurídica que es vivida en los grupos sociales e interpretarla conforme a su comprensión común en esos grupos.

Son también usos y convenciones gran parte de las normas que rigen las relaciones privadas económicas en el ámbito transnacional, interactuando con otras normas de sistemas oficiales y no oficiales (entre estas últimas, encontramos reglas, procedimientos, cláusulas interpretativas, estándares contractuales, o códigos de buenas prácticas; elementos que suelen vincularse a instituciones propias de resolución de conflictos). Los que participan en tales relaciones identifican esas normas consuetudinarias como derecho con independencia de que sean así reconocidas por un orden jurídico oficial. Esto las dota de autonomía respecto de los sistemas oficiales, constituyendo, junto con el resto de elementos normativos e institucionales con los que actúan, sistemas normativos extra-oficiales o funcionales.

En tercer lugar, uno de los tipos de norma que ha experimentado mayor desarrollo en el contexto actual ha sido el de las normas de fin. Estas orientan hacia la consecución de objetivos o la realización de fines y valores sociales por órganos que, en su cumplimiento y aplicación, deben desarrollar un razonamiento práctico complejo que supone mayores márgenes de discrecionalidad (Calvo, 2012). En este modelo, la función del derecho no es tanto la de prescribir (ordenar la conducta), cuanto la de facilitar formas de acción. «El derecho tiende, lógicamente, a verse menos como el producto de una voluntad política y, por el

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contrario, adquiere más importancia una visión del derecho como un medio para obtener ciertos fines, como un mecanismo de construcción social» (Atienza, 2010, p. 13). La expansión de este modelo normativo ha determinado el creciente papel que desempeñan, en el derecho actual, burócratas encargados de ejecutar las normas en el día a día. El derecho se convierte en una compleja estructura de relaciones entre agentes que desempeñan tareas públicas, desde funcionarios, agencias o corporaciones. «[E]stos burócratas determinan en gran medida cómo opera realmente una norma dada sobre el terreno, de modos que pueden apoyar, suplementar, contradecir o suplantar los requerimientos formales de esa norma» (Berman, 2005, p. 499).

En muchos casos, la definición y la ejecución de los objetivos regulatorios de los órganos administrativos requieren una pluralidad de decisiones coordinadas. Existen en distintos niveles normas y decisiones técnicas y administrativas derivadas de la acción colectiva de redes de cooperación entre reguladores públicos o entre estos y actores privados. Es el caso de los convenios para el mutuo reconocimiento de estándares regulatorios o procedimientos de conformidad y otras formas de coordinación regulatoria. El «método abierto de coordinación» de la Unión Europea tiene el objetivo de lograr la convergencia entre las políticas nacionales para realizar objetivos comunes. Los Estados miembro conservan las competencias en diversos ámbitos, pero definen en el ámbito europeo objetivos y principios generales de orientación que han de alcanzarse mediante instrumentos nacionales flexibles, evaluando la actuación del resto como proceso de aprendizaje mutuo.

El caso extremo sería aquel en el que «no hay una fuente conocida de las pautas de regulación de la actividad, sino pautas reticulares autónomas cuyo origen no puede ser determinado ni controlado con precisión». En un caso así, no se puede hablar propiamente de un gobierno ejercido desde las normas, sino de una «gobernanza». No hay tanto un gobierno que se ejerce mediante normas que habilitan decisiones discrecionales, sino redes de órganos con considerable autonomía. Las relaciones, en este caso, se describen o bien en términos de coordinación o composición de intereses o bien en términos de orientación débil de la actividad. Ello implica que las normas no imponen fines u objetivos, sino que las medidas se adoptan en procesos de negociación entre una pluralidad de agentes públicos y privados guiados por diferentes metas (Laporta, 2014, pp. 49ss.).

En cuarto lugar, algunas de las ideas que he señalado se solapan en el concepto de soft law. En general, este término se refiere a un tipo de normas regulativas que tiene efectos jurídicos y que, sin embargo, contrasta con el hard law por el hecho de que carece de fuerza vinculante, no está incorporado a las fuentes formales del derecho, no

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tiene garantías formales que aseguren su cumplimiento o no logra, por todo lo anterior, los objetivos que pretende. A pesar de ello, impone deberes prima facie y tiene la pretensión de generar una regularidad de comportamientos que funde ciertas expectativas. El esclarecimiento de las muchas cuestiones teóricas que plantea este concepto es esencial para una teoría jurídica transnacional. Entre dichas cuestiones se pueden mencionar las siguientes: quién es la autoridad normativa del soft law, si es por definición una autoridad pública o cabe hablar de soft law en el ámbito de la autorregulación; en qué sentido se considera derecho no vinculante, expresión que es susceptible de referirse a cuestiones tan diversas y problemáticas como su carácter orientador o persuasivo, la ausencia de sanción, su no justiciabilidad, su carácter abierto e indeterminado que demanda un desarrollo posterior, su falta de consideración como fuente del derecho o la incompetencia del sujeto del que emana (Escudero, 2012). Los caracteres del soft law, en todo caso, no configuran una categoría cerrada e independiente de otros tipos de normas. Más bien, el concepto alude a un continuum que se presenta en la realidad en grados diversos y que está más o menos próximo a otros modelos normativos, como las normas de fin o los principios, o ciertos instrumentos de integración o interpretación. El concepto puede cumplir una función en el análisis del derecho transnacional contemporáneo. Sin embargo, no debe dejarse de lado el riesgo de que la aceptación de ciertas categorías de análisis acabe suponiendo rebajar en exceso las garantías de la legalidad y produciendo lo que se ha calificado como una «revolución blanda», con graves consecuencias políticas y jurídicas (Ferrarese, 2014).

I V . A P R O X I M A C I O N E S A L A R E A L I D A D J U R Í D I C A T R A N S N A C I O N A L D E S D E L A I U S F I L O S O F Í A

La nueva realidad normativa transnacional obliga a modificar nuestras categorías conceptuales teórico-jurídicas. Sin embargo, no se trata de construir una teoría jurídica transnacional como tema de una «jurisprudencia especial», sino de replantear los presupuestos conceptuales y normativos de la teoría jurídica desde la realidad jurídica de nuestros días (Besson & Tasioulas, 2010, pp. 7-8), cuestionándonos si ignorar la realidad jurídica en este contexto «socava todo el castillo de naipes teórico-jurídico que los filósofos han construido» (Cotterrell, 2012, p. 504). Considerando, como afirma Frederick Schauer (2005), que el concepto de derecho se construye y reconstruye socialmente conforme evolucionan los fenómenos jurídicos, planteo a continuación cómo se han reinterpretado algunas de las concepciones del derecho heredadas a la luz de la transnacionalidad jurídica.

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IV.1. Desde el positivismo jurídicoLas reinterpretaciones de la jurisprudencia analítica anglosajona, central en la tradición positivista, han sido en gran parte la vía a través de la que se ha tratado de adaptar la teoría del derecho a la realidad jurídica contemporánea. Frente a la imagen jerarquizada del derecho basada en las nociones austinianas de soberanía y mandato, Hart centró su concepción normativa del derecho en la práctica de aceptación y reconocimiento de reglas, más apta para dar cuenta de la pluralidad normativa (Waldron, 2008). En algún caso, esa adaptación se ha hecho a costa de prescindir de la relevancia de las reglas secundarias en la identificación de lo jurídico, asumiendo la posibilidad de distinguir entre regímenes jurídicos y sistemas jurídicos, siendo estos segundos los que resultan institucionalizados por las reglas secundarias. Un modelo de derecho basado en el concepto más genérico de régimen jurídico permitiría dar cuenta de la realidad jurídica en el contexto transnacional. Detlef von Daniels (2010) considera que en los textos de Hart pueden encontrarse criterios de diferenciación de las reglas jurídicas primarias respecto de otras reglas sociales, sin necesidad de aludir a reglas secundarias ni al concepto de funcionarios.

Inspirado en las distinciones que Hart efectúa en relación con las reglas de etiqueta (1990, pp. 107-109), las reglas morales (1990, capítulo VIII) y las normas internacionales (1990, capítulo X), von Daniels caracteriza las reglas jurídicas primarias del siguiente modo: en primer lugar, como multilaterales, esto es, que dependen de un compromiso recíproco por parte de una mayoría preponderante de los miembros del grupo social; en segundo lugar, aptas para la justicia, en cuanto que son reglas que tratan problemas de distribución y compensación de cargas y beneficios conforme a convicciones comunes; y, en tercer lugar, decisivas, en el sentido de que solo las reglas jurídicas pueden guiar cualquier comportamiento y solventar las dudas e imprecisiones, especialmente en aquellos casos en que el comportamiento correcto no puede ser determinado por la moralidad por sí sola (por ejemplo, en relación con la compensación adecuada por daños). En el contexto transnacional interaccionan una diversidad de sistemas jurídicos, en la medida en que la anterior reconstrucción permite reconocer que diferentes grupos sociales pueden regirse por normas jurídicas. La regla de reconocimiento hartiana permite dar cuenta de esa diversidad y de los posibles conflictos entre dichos sistemas. En el contexto transnacional, es evidente que no existe una única regla de reconocimiento básica que una los distintos regímenes jurídicos en un sistema jurídico coherente. Según Hart, la regla de reconocimiento es una regla última, si bien su existencia puede asumir una enorme variedad de formas, simples y complejas (1990, pp. 132, 117), y puede establecer normas para el posible conflicto entre los criterios de validez (1990, p. 118).

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Sin embargo, la regla de reconocimiento contiene los criterios últimos solo dentro de un sistema. La propia concepción de la regla como práctica presupone unas limitaciones implícitas. En primer lugar, la regla de reconocimiento está limitada en su ámbito de aplicación al grupo de personas sujetas al sistema jurídico. En segundo lugar, la regla está siempre limitada en su ámbito de poder (von Daniels, 2010, p. 132). Estas dos limitaciones permiten afirmar que siempre hay algo fuera o más allá de una regla de reconocimiento dada. Hart asume que es posible afirmar la existencia de diferentes sistemas jurídicos estatales sin tener que presuponer necesariamente, como supuso Kelsen, la existencia de una regla superior a la que están subordinados ambos sistemas (Hart, 1983). Sin embargo, también otros sistemas normativos distintos del estatal pueden satisfacer los caracteres de la regla de reconocimiento definida por Hart.

La teoría hartiana permitiría, por tanto, dar cuenta de una realidad jurídica como la realidad transnacional, en la que existe una diversidad de regímenes jurídicos que se organizan de modos diversos. En su esquema no existiría una única regla de reconocimiento que unifique el derecho transnacional, sino una variedad de reglas de reconocimiento, cada una de las cuales, sin embargo, solo organiza las reglas que pertenecen a su sistema. Pese a ello, el problema del derecho transnacional no es solo el de la existencia de una pluralidad de normas y sistemas, sino el de la posibilidad de contradicción entre normas pertenecientes a distintos sistemas que regulan los mismos supuestos de hecho (Waldron, 2008; Barber, 2006). Además, lo relevante es el hecho de que esa contradicción no está resuelta por el derecho en la medida en que existen pretensiones de validez y autoridad en competencia y los operadores jurídicos disienten acerca de quién tiene la última palabra. En este contexto, existe una nueva realidad jurídica en la que las jurisdicciones se solapan (Walker, 2003) y no existe un acuerdo último en relación con el reparto competencial (Maduro, 2003, p. 95).

El positivismo jurídico ha sido criticado por su incapacidad para dar cuenta de la posibilidad de hablar del derecho como conjunto de órdenes descentralizado y heterogéneo1. Sin embargo, el positivismo jurídico contiene una aportación esencial para dar cuenta de la diversidad jurídica: la consideración del derecho como hecho social y la relevancia del punto de vista externo. La cuestión de la perspectiva es importante para aproximarse a la conceptualización del derecho transnacional en tres sentidos. En primer lugar, es posible que la misma realidad jurídica

1 Debe señalarse, sin embargo, que el positivismo jurídico es una corriente amplia que no contiene un tratamiento uniforme del problema de la unidad de los sistemas jurídicos. Si bien es cierto que la concepción unitaria y jerarquizada de Kelsen y Hart son consideradas representativas de esta corriente, otras propuestas, como de la Joseph Raz, han planteado una concepción más flexible de los sistemas jurídicos que abre la teorización a órdenes plurales (Raz, 1979, 1980). Véase, en este sentido, Letsas (2012, pp. 88-91).

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plural sea percibida de modo distinto por quienes intervienen en ella y aceptan reglas de reconocimiento diferentes que conciben diversamente la autoridad jurídica última. Sin embargo, la visión plural está implícita en una perspectiva externa, la cual no excluye que, desde el punto de vista interno, cada participante acepte una única regla de reconocimiento conforme a la que los diversos órdenes aparezcan supraordenados, estando esta asunción en conflicto con la que se adopta desde otros puntos de vista internos (Bayón, 2007, p. 122; Krisch, 2005, p. 323).

En segundo lugar, esa perspectiva externa sirve también para poner de manifiesto la insuficiencia de una norma última para dar cuenta de toda la realidad jurídica. No solo existen múltiples sistemas sino también espacios jurídicos híbridos en los que más de un régimen jurídico ocupa el mismo ámbito social e interacciona con el resto (Berman, 2007, p. 1158). No se trata solo de una mera tolerancia constitucional (Weiler, 2003), sino de una interacción reflexiva en la que se producen transformaciones mutuas. Sin embargo, esta no es solo una realidad jurídica sino política. La función que desempeñan los operadores jurídicos tiene esa dimensión política en cuanto que, desde su propio orden o sistema, deben tener en cuenta las consecuencias de sus decisiones e interpretaciones respecto de los otros órdenes (MacCormick, 1999, pp. 119-120), de modo que se vayan articulando conjuntamente nuevos significados y relaciones. Las contradicciones que tienen que afrontar los operadores jurídicos no pueden ser ni identificadas ni resueltas por ninguna de las reglas de reconocimiento que opera en cada régimen jurídico. Tratar de adaptar la realidad jurídica transnacional, o los casos más avanzados de derecho supranacional, a una regla de reconocimiento compleja con numerosos subcriterios supone deformarla para adaptarla a categorías que son insuficientes. No existe una práctica convergente acerca de esos criterios y su organización; sino que ambos aspectos están en continua renegociación.

En tercer lugar, es necesario reconocer una diversidad de puntos de vista sobre el reconocimiento o integración de normas de otros sistemas, pudiendo existir posiciones contradictorias dentro de cada sistema jurídico en conflicto. En este caso, el punto de vista interno de los participantes en uno de esos sistemas captura solo una parte de la realidad (von Daniels, 2010, pp. 163-164). Las normas que establecen esas relaciones de complementación o reconocimiento de normas externas, a las que von Daniels denomina «reglas de enlace (linkage rules)» tienen una doble faz: son reglas de un sistema que se refieren a la práctica de algún otro sistema jurídico. Sin embargo, las reglas no tienen por qué ser recíprocas: pueden no encontrar una regla correlativa en el otro sistema (2010, pp. 166, 164). Describir esta realidad dual y contradictoria exige un punto de vista externo.

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IV.2. Desde una teoría institucional del derechoFrente a la anterior reinterpretación de la tradición positivista anglosajona, otra fuente de adaptación de la teoría jurídica a la realidad jurídica contemporánea ha sido la idea de institucionalización. La teoría institucional del derecho, inspirada fundamentalmente en los trabajos de Neil MacCormick, concibe el derecho como un orden normativo institucional (MacCormick & Weinberger, 1986; MacCormick, 2007). Ello supone, en primer lugar, que una parte importante del derecho está formada por instituciones como el contrato, la hipoteca o el matrimonio, instituciones que constituyen entramados de fines, principios y reglas que se van sistematizando y reconstruyendo en la práctica institucional. En segundo lugar, supone también que algunas de esas instituciones, igualmente conformadas por normas, constituyen órganos generadores, administradores y aplicadores de derecho. Y, en tercer lugar, implica que las normas, conceptos y órdenes normativos son y generan hechos institucionales, los cuales no se reducen a contenidos semióticos abstractos, sino que se conciben también como hechos sociales (Pintore, 1991).

Tanto la tradición iusteórica que enfatiza la relevancia de las reglas secundarias o constitutivas como la tradición socio-científica de Weber o Hoebel permiten asumir teóricamente la pluralidad jurídica. El concepto institucional del derecho se ha considerado idóneo para representar la complejidad jurídica contemporánea. En efecto, el concepto institucional prescinde de la necesidad conceptual del Estado para definir lo jurídico, asumiendo la posibilidad de que coexistan varios ordenamientos normativos con distintos grados de institucionalización. Y, por otra parte, da prioridad al uso de las normas, antes que a su producción por una autoridad dada. Todo orden normativo es siempre una realidad social en cuanto que acontece cuando la vida social se desarrolla de un modo predecible e inteligible, conforme a normas que los sujetos usan para guiar su comportamiento y criticar las desviaciones (Bengoetxea, 2015b, p. 63).

Siguiendo estas premisas, Keith Culver y Michael Giudice (2010) han propuesto una teoría interinstitucional de la legalidad que permite adaptar la tradición jurídica analítica a la pluralidad normativa de nuestros días sin renunciar a una cierta noción de orden. Estos autores critican la concepción hartiana de las fronteras de la legalidad a partir de la práctica de los funcionarios del sistema, dada la incapacidad de la teoría jurídica de proporcionar una concepción de «official» sin incurrir en circularidad o indeterminación. Así, emplean la idea de normas como razones perentorias, independientes del contenido, en un contexto de instituciones mutuamente referentes que detentan poderes normativos y les reconocen de modo variable algún grado de «intensidad» o «fuerza institucional». En los sistemas jurídicos estatales, la fuerza institucional,

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o capacidad de resistir el efecto de otras normas en competencia, depende de la estructura jerarquizada de normas e instituciones jurídicas. Culver y Giudice consideran, sin embargo, que también en ausencia de relaciones de jerarquía las instituciones jurídicas pertenecientes a distintos órdenes normativos pueden referirse a la fuerza institucional de las decisiones mutuas. Las discrepancias y contradicciones a las que este modo de operar puede dar lugar no exigen necesariamente, en opinión de los autores, la organización de tales jerarquías, sino prácticas dialógicas y de mutuo compromiso. Las mutuas referencias y la fuerza en un contexto institucional tienen el efecto, con el paso del tiempo, de difuminar los límites entre el derecho y el no-derecho (Patterson, 2016, p. 64). La realidad institucional es cada vez más compleja y sus múltiples interacciones desbordan los conceptos de la teoría jurídica elaborada en el marco del Estado nación.

Desde premisas socio-jurídicas, se alerta de que la visión institucionalista que permite dar cuenta del pluralismo jurídico no logra distinguir el derecho de otras formas de normas institucionalizadas. Dicha distinción requiere un elemento adicional de carácter convencional. Determinar que el producto de ciertas instituciones es derecho es una cuestión de cuáles son los usos o convenciones generales. «Un funcionario “jurídico” es quienquiera que, como cuestión de práctica social, los miembros del grupo (incluyendo los propios funcionarios) identifican y tratan como funcionarios “ jurídicos”» (Tamanaha, 2001b, p. 9).

IV.3. Desde una teoría socio-jurídicaDesde una perspectiva socio-jurídica, solo tiene sentido seguir discutiendo acerca de la conceptualización de lo jurídico en la medida en que ello favorece nuestra capacidad para describir, comprender y evaluar los fenómenos jurídicos. Las teorías jurídicas dominantes son insuficientes en cuanto que presentan algunos fenómenos jurídicos relevantes de nuestros días como ejemplos imperfectos de derecho. La teorización que requiere el derecho transnacional no debe orientarse a averiguar «qué es realmente el derecho en algún sentido intemporal», sino a proporcionar un modelo provisional de derecho para facilitar el análisis empírico y ayudar a orientar la práctica jurídica, esto es, un mapa de un terreno que necesita ser explorado (Cotterrell, 2012, p. 505).

Una aproximación sociológica a los fenómenos normativos en el contexto transnacional puede llegar a ampliar tanto el concepto de lo jurídico que este se vuelva prácticamente indistinguible del aspecto normativo presente en gran parte de las relaciones sociales. Como se preguntaba hace ya bastantes años Sally Engle Merry, «¿dónde dejamos de hablar de derecho y nos encontramos simplemente describiendo la vida social?» (1988, p. 878). Brian Tamanaha (2001a) considera que es posible evitar

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la expansión ilimitada de lo jurídico si lo consideramos un hecho del que puede darse cuenta en términos convencionales: derecho es lo que los miembros de grupos sociales han llegado a ver e identificar como «derecho». El derecho es todo aquello a lo que atribuimos la etiqueta de derecho (Tamanaha, 2001b, p. 18). La incorporación de esta dimensión social a la teoría jurídica evita que nuestra disciplina quede anclada en una perspectiva alejada de la praxis y el contexto institucional en el que se desenvuelve (Calvo, 2012). Esta concepción convencionalista permite concebir como derecho diversas manifestaciones normativas, en la medida en que en un mismo contexto social compitan grupos con iguales pretensiones de constituir el derecho. Los respectivos sistemas normativos que coexisten forman parte del entorno de los otros, debiendo tenerlos en cuenta y confrontarlos (Tamanaha, 2001a, p. 233).

La aproximación socio-jurídica aporta elementos esenciales para comprender el derecho transnacional. No obstante, es cierto que se presenta como una teoría descriptiva, pero contiene premisas implícitas e incurre en circularidad. Presupone que el concepto de derecho que se elija debería «facilitar la comprensión de los fenómenos jurídicos entendidos en un sentido amplio y plural» (Calvo, 2012, p. 46).

Una aportación esencial que plantea la continuidad de los problemas empíricos, por un lado, y las cuestiones conceptuales y normativas, por el otro, es la de William Twining. Este es un autor fundamental en la revisión de la tradición de nuestra disciplina en la línea que asume este escrito. Declarado iuspositivista, vuelve a la raíz de una concepción del derecho que se construye sobre una visión social del derecho. Así, trata de hacer generalizaciones fundadas sobre el mismo sin renunciar a la importancia de las cuestiones morales como criterio de evaluación crítica desde el punto de vista externo. Twining insiste en la necesidad de actualizar la teoría jurídica que, construida sobre el paradigma del derecho estatal, ha sido incapaz de mostrar la realidad jurídica global. Considera que el análisis conceptual es una parte necesaria del estudio del derecho, pero que ese análisis necesita ser sensible a los avances del conocimiento empírico del mundo real.

Su propuesta de una jurisprudencia «general» o «cosmopolita» consiste en una teorización conceptual, normativa y empírica que permita apreciar de modo comprehensivo el derecho en el mundo. La generalización no supone que el análisis teórico se reduzca a una estructura conceptual presente en todo sistema jurídico y que permita hablar de una homogeneización global. Este enfoque, según Twining, tiene un enorme riesgo de ser superficial e interesado, al considerar el derecho como una realidad autónoma de las condiciones sociales, económicas, institucionales, ideológicas e históricas del contexto en el que se desarrolla (2001, pp. 27ss.). Adoptar una perspectiva teórica

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global puede favorecer tendencias reduccionistas que pretendan construir grandes teorías generales, buscando universales y enfatizando las semejanzas sobre las diferencias, dejando de lado la riqueza, el pluralismo y la complejidad de la herencia teórica global (2009, p. 17). En este sentido, la pretensión de una teoría jurídica universal y general debe ser considerada como problemática (p. 20).

Twining propone una jurisprudencia general como estudio teórico de las ideas y fenómenos jurídicos de dos o más tradiciones, órdenes o niveles, interpretándolos, analizándolos, comparándolos y haciendo generalizaciones. El núcleo de su propuesta es la necesidad de plantearse en qué grado es factible y deseable generalizar acerca de fenómenos jurídicos que atraviesan dos o más tradiciones o culturas jurídicas. Los conceptos y generalizaciones jurídicos solo pueden ser comprendidos en el contexto institucional y práctico en el que son empleados. Por ello, los conceptos abstractos pueden ser generalizaciones inadecuadas si no se tiene en cuenta las diferencias contextuales. La extensión en la que esos factores contextuales son similares o uniformes en varios ámbitos o niveles es una cuestión empírica (2009, p. 59).

IV.4. Desde una teoría realista del derechoLa evidente continuidad entre los estudios socio-jurídicos y la teoría jurídica realista sería razón suficiente para que no tuviera sentido un apartado diferente. Sin embargo, creo que el realismo jurídico merece una consideración propia por la especial aportación que puede hacer al análisis del derecho transnacional. La teoría jurídica realista ha insistido especialmente en la separación entre el derecho sobre el papel y el derecho en acción. Esta distinción pretende, entre otras cosas, mostrar la necesidad de analizar y describir la práctica jurídica para comprender el derecho, en la medida en que estudiar las reglas no es suficiente. Una concepción realista del derecho transnacional ha de construirse sobre la base de una tradición jurisprudencial que cuestiona cómo se determina realmente lo que es derecho, cómo se desarrolla en la práctica, qué efectos sociales produce y cómo cambia en el tiempo a partir de un contexto social determinado. De acuerdo con Brian Leiter (2007), los realistas jurídicos están especialmente interesados en desarrollar una teoría descriptiva acerca de cómo opera el derecho.

En el contexto actual, este planteamiento empírico y pragmático presenta especial interés como aproximación a la realidad transnacional. Los cambios jurídicos requieren, en primer lugar, un análisis empírico que ponga de manifiesto los modos complejos en que opera el derecho, y, en segundo lugar, un cambio en la percepción de los problemas jurídicos por parte de los juristas, de modo tal que pasen a ser vistos como cuestiones transnacionales (Shaffer, 2015, p. 197). Por una parte,

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conocer el modo en el que el derecho transnacional puede producir efectos y atender problemas sociales exige un conocimiento empírico previo acerca del contexto social y de las consecuencias potenciales de la acción jurídica. Las condiciones del espacio transnacional exigen una adaptación constante del derecho en un mundo cambiante.

Por otra parte, el realismo jurídico ha centrado su concepción del derecho en el papel que desempeñan las instituciones y los actores en la atribución de significados jurídicos, la resolución de problemas prácticos y la evolución del derecho. En el contexto actual, esa actuación de los actores jurídicos exige atender sus interrelaciones con una multiplicidad de actores públicos y privados en espacios plurales. La propia percepción de muchos problemas socio-jurídicos como problemas transnacionales condiciona el tratamiento que les proporcionan los juristas. Las posibilidades en las que las disposiciones normativas pueden interpretarse de modos diferentes se multiplican en un contexto en el que se amplían las fuentes y el número de actores que hacen elecciones interpretativas y se incrementan las interrelaciones entre ámbitos normativos hasta ahora independientes.

El realismo jurídico permite conceptualizar el derecho en términos de práctica y de dinámica procesal; en dichos términos, el derecho evoluciona a partir de la interacción de instituciones y actores. Y esta perspectiva práctica permite adoptar un concepto amplio de fuentes del derecho como conjunto de normas al que recurren los tribunales y otros órganos de decisión para adoptar sus decisiones. Si bien el universo jurídico de los realistas ha sido más limitado, son ellos los «más propensos, entre los teóricos del derecho, a mostrar alguna sensibilidad o receptividad» a la «complejidad y diversidad de las leyes posiblemente aplicables y la interacción y la cooperación entre las jurisdicciones pertinentes en todos los niveles» (Bengoetxea, 2015a, p. 174). Esa concepción práctica y abierta de las fuentes permite dar cuenta de la invocación que hacen los operadores jurídicos a normas de otros órdenes jurídicos o decisiones de otras jurisdicciones, o incluso a materiales jurídicos que no tienen carácter imperativo. Karl Llewellyn no pensaba que existiera un universo ideal de formas jurídicas y creó nuevos términos, como el de «law stuff», para referirse de modo inclusivo a cualquier fenómeno en una cultura que se relacione de modo discernible con lo jurídico (Llewellyn, 1940, pp. 1358-1359). El término incluye también aquello que se manifiesta como material jurídico incipiente, lo que permite dar cuenta del soft law, el cual puede ser considerado como un material jurídico que configura o determina el significado presente o futuro del derecho imperativo en procesos sociales complejos (Shaffer, 2015, p. 204).

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IV.5. Desde una teoría constitucionalista del derechoEntiendo por teoría constitucionalista del derecho aquella que se centra en el sistema jurídico constitucional como paradigma de lo jurídico. La característica de la esfera trasnacional de nuestros días no es la ausencia de derecho, sino la falta de adecuación del derecho existente a lo que dicho paradigma exige. De ahí la necesidad de estructurar el derecho del mundo globalizado a partir de principios jurídicos universales. Es función del jurista operar con el derecho como medio esencial para satisfacer esa necesidad (Atienza, 2010). En la teoría y la práctica jurídicas internacionales tiene un peso indudable la concepción interpretativa del derecho a lo Dworkin como base para dar cuenta del relevante papel de los jueces en el desarrollo de un orden jurídico internacional descentralizado que realice un sistema de fines y valores (Besson, 2011, p. 576).

En general, esta posición implica una aproximación monista al derecho transnacional, favorable a la configuración de un orden jurídico global. Esta tesis no se considera necesariamente vinculada a la existencia de un gobierno mundial, sino que se vincula, en primer lugar, a la constitucionalización de las relaciones supraestatales, como único modo de asegurar la paz y los derechos a escala global. Y, en segundo lugar, se asocia a la posibilidad de una comunicación jurídica global, desde tradiciones distintas, mediante el razonamiento basado en principios y fines compartidos. Conforme a una concepción de la integración como integridad, una vez que un operador jurídico de cualquiera de los órdenes que concurren ha establecido una interpretación particular de los principios y fines comunes, otros operadores tienen una razón para seguirla, no en virtud de su autoridad, sino por las razones morales que la fundan. De este modo, no existe un conflicto dramático entre los distintos órdenes, sino que todos sus operadores cooperan para desarrollar, en la mayor medida posible, una visión coherente de los derechos humanos (Letsas, 2012, pp. 102, 107). A diferencia del positivismo, desde esta concepción no tiene sentido hablar de pretensiones rivales de supremacía si atendemos a los principios que mejor justifican las prácticas jurídicas existentes. La pregunta relevante, en este caso, sería la relativa a cuál es la mejor interpretación de la relación entre normas de distintos órdenes dadas las exigencias normativas que justifican la práctica jurídica transnacional como un todo (Kumm, 2005, p. 287).

Creo que en la conformación de una teoría del constitucionalismo global, el pensamiento de dos autores que no se adscriben propiamente a concepciones pospositivistas es esencial. Por una parte, la construcción de Jürgen Habermas supone una aportación fundamental. Este autor considera que existe una conexión natural entre la teoría jurídica y la teoría normativa, en la medida en que es necesario recurrir a ella para disponer de un marco que haga posible en cada caso preservar la

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coherencia de los principios jurídicamente válidos. Una comprensión de la constitución en términos de principios es relevante para juristas teóricos y prácticos porque, en los modelos institucionales constitucionales, la autoridad política depende de un tipo de legitimación inmanente, interna al propio sistema jurídico. «La aplicación y especificación del derecho válido requiere —especialmente en los casos difíciles— un razonamiento normativo, esto es, un tipo de razonamiento que esté guiado por aquellos principios que confieren legitimidad al sistema jurídico como un todo» (2013, p. 13).

Habermas considera que su propuesta de la necesidad de integrar la dimensión sociológica y filosófica de la teoría jurídica planteada en Facticidad y validez puede y debe guiar también el análisis del derecho internacional. Sin embargo, dado el estado de desarrollo del mismo, la tarea de la filosofía y la política es todavía mayor que la de la sociología y la doctrina jurídicas. Los mismos principios sobre los que se construye la legitimidad de los sistemas estatales han de inspirar la transformación del derecho por encima de ellos, pero su traducción institucional ha de ser distinta y puede implicar cambios en el peso relativo de los componentes fáctico y normativo del derecho. Un sistema supranacional puede ser reconocido como legítimo y no disponer por sí mismo de poder coercitivo.

Por tanto, la cuestión de la legitimidad del derecho en la esfera transnacional se convierte en una cuestión central. Habermas considera que existen algunos signos de racionalización de la sustancia del poder político en las distintas esferas, fundamentalmente reflejados en la pérdida de autonomía de los grandes poderes tradicionales. Sin embargo, evitar que el desarrollo de organizaciones internacionales tenga lugar de modo paralelo a la expansión de regímenes tecnocráticos, en detrimento de la legitimación de la esfera transnacional, supone encontrar fuentes para su fundamentación democrática. La propuesta de Habermas es concebir la comunidad internacional como compuesta tanto por los Estados —entendidos en el sentido de pueblos que se han constituido como comunidad política— como por los ciudadanos. Los Estados miembros de una posible organización mundial retendrían el papel soberano de poderes constituyentes, pero compartiendo este papel con todos los ciudadanos de todos los Estados, como otro poder constituyente. La reforma legislativa de las organizaciones internacionales debería orientarse conforme a esta premisa.

La comunidad internacional así organizada tendría solo una función de supervisión del cumplimiento de las funciones de otros niveles en relación con la convivencia pacífica y la garantía de los derechos de los ciudadanos en su doble capacidad de miembros de la comunidad política y sujetos cosmopolitas (Habermas, 2008a). No corresponde a una organización mundial jerárquica la inmensa tarea de una política

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interior global que atienda problemas distributivos y de reconocimiento. Algunas de estas funciones, aquellas más técnicas, pueden abordarse desde la coordinación y negociación entre una diversidad de redes transnacionales de actores colectivos independientes. Sin embargo, las que implican intereses políticos requerirían marcos regionales multilaterales con poderes legislativos y ejecutivos que deben ejercerse de acuerdo con los principios de la constitución cosmopolita (Habermas, 2008b). Es esa constitución la que unifica el orden jurídico global.

La defensa de la constitucionalización de la esfera transnacional de Luigi Ferrajoli no asume, en cambio, la justicia de la legalidad democrática vigente y denuncia la divergencia entre la realidad jurídica y las exigencias de un modelo normativo. La moral se mantiene siempre crítica del derecho y externa a él. Por ello, su teoría formal y axiomática se completa con una teoría normativa que lo aleja de la actitud complaciente del puro formalismo y evidencia y critica aquella divergencia. Fruto de esta crítica es la consideración del constitucionalismo como un proyecto inacabado que debe extenderse a todos los niveles y poderes de la esfera transnacional como requisito necesario para la supervivencia y legitimación de los sistemas democráticos nacionales. La constitucionalización de esa esfera es la vía para cambiar la naturaleza de las relaciones transnacionales y es la empresa ineludible en la que deben embarcarse la filosofía y la política contemporáneas.

En la realidad, el constitucionalismo mundial sigue siendo una «promesa no mantenida», puesto que —aunque los derechos han sido formulados en cartas constitucionales de distintos niveles y pueden, por tanto, ser considerados como derecho vigente—, los acontecimientos recientes convierten gran parte del orden internacional en una «sustancial anomia» (2008, pp. 310-311 y 343; 2011, p. 482). Los derechos no han sido realizados mediante la introducción del adecuado sistema de garantías ni a través del desarrollo de una cultura jurídica y política que tenga no solo una función cognoscitiva, sino también constitutiva y performativa, capaz de denunciar y superar las evidentes antinomias entre los principios normativos y la práctica jurídico-política y las lagunas de garantías capaces de asegurar la efectividad del paradigma constitucionalista. La subsanación de este problema requiere un cosmopolitismo jurídico pluralista, basado en la distinción entre funciones de gobierno que, en cuanto legitimadas por su representatividad política, deberían ser ejercidas por instituciones estatales o infraestatales, y funciones de garantía que solo pueden ser ejercidas adecuadamente por instituciones supraestatales. La organización de esta esfera pública plural habrá de desarrollarse conforme al paradigma federal, mediante una distribución multinivel de fuentes y competencias, correspondiendo al plano federal fundamentalmente la defensa de la paz y la garantía igualitaria de los derechos fundamentales.

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La realidad jurídica parece ir en otra dirección. La teoría constitucionalista no sirve como teoría descriptiva, aunque tampoco pretende serlo. Los ejemplos más avanzados de regímenes jurídicos transnacionales no pueden ser concebidos como precursores de una futura constitucionalización y federalización. Así ha sido en el caso de la Unión Europea, ejemplo más avanzado de transnacionalización jurídica, que no se ha desarrollado en la dirección de una constitución con un sistema cerrado de fuentes jurídicas creadoras de normas con fuerza vinculante y un sistema de ejecución jerarquizado. Más bien, el resultado ha sido un modelo con instrumentos y principios que favorecen la flexibilidad en la creación y desarrollo de las normas de la Unión.

Sin embargo, la teoría constitucionalista no falla por no corresponder con la realidad. La teoría dworkiniana del derecho no es capaz de proporcionarnos las bases para comprender la interrelación de órdenes jurídicos. No nos proporciona una perspectiva desde la que dar cuenta de la variedad de sistemas jurídicos y sus respectivas concepciones de la justicia e implica un cierto imperialismo moral desde el que se pretende interpretar otros sistemas desde criterios y valores internos (von Daniels, 2010, pp. 138, 163). El positivismo jurídico y las teorías socio-jurídicas y realistas están más preparados para dar cuenta de la variedad normativa del contexto transnacional, en la medida en que pretenden describirla y analizarla sin considerar el mayor valor moral de determinados modelos de regulación ni se limitan a la aspiración de constitucionalizar la esfera global desde valores universales abstractos. «En lugar de presentar una historia global de progreso moral guiada por una constitucionalización ininterrumpida, la perspectiva de la teoría jurídica nos insta a adoptar una aproximación fragmentaria y considerar los diversos vínculos entre sistemas jurídicos y sus funciones y valores específicos» (von Daniels, 2010, p. 171).

La superación del monismo jurídico es deseable como fuente de perspectivas alternativas que creen oportunidades para los sujetos y grupos peor situados, a la vez que favorezcan el cambio y la innovación. Por ello, son necesarios espacios para gestionar el conflicto y para la hibridación jurídica. La dificultad del consenso en normas sustantivas no impide que pueda haber «acuerdo en los mecanismos procedimentales, instituciones y prácticas que tomen en serio la hibridación, en lugar de ignorarla mediante la reivindicación de un poder de base territorial o disolverla a través de imperativos universalistas» (Berman, 2007, p. 1164). El derecho es un importante instrumento para configurar las plurales relaciones sociales desde una perspectiva reflexiva y crítica. Debe facilitar intervenciones creativas hechas desde una pluralidad de posiciones a través de un proceso político y jurídico inacabado. Desde esta perspectiva, puede contribuir a lo que Seyla Benhabib denomina «política iusgenerativa» (2006), la cual, mediante prácticas,

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instituciones y procesos plurales y superpuestos, haga posible y canalice la reapropiación y la reinterpretación de los principios normativos desde una pluralidad de posiciones.

V . C O N C L U S I O N E SEl concepto de derecho transnacional es un concepto ambiguo pero necesario para dar cuenta de cómo el derecho está evolucionando en nuestros días. Supone la superación de la dicotomía monismo/dualismo que había servido de base para la conceptualización de las relaciones entre los derechos nacionales y el derecho internacional. Una teoría del derecho transnacional permite plantear el reto que supone afrontar jurídicamente fenómenos que traspasan las fronteras estatales, superando los modelos jerarquizados de ordenación. Supone, además, la concurrencia de pretensiones de autoridad no exclusivas y limitadas en un mismo espacio social. Lo transnacional no se refiere solo a lo global, lo internacional o lo supranacional, sino a la interdependencia de esos ámbitos con lo local. Una teoría jurídica transnacional supone, por último, un cambio de enfoque que amplía el ámbito de lo jurídico no solo desde premisas empíricas y metodológicas, sino también normativas. La transnacionalización jurídica se está produciendo en una pluralidad de procesos descentralizados de cooperación e interpenetración de fenómenos jurídicos que desmienten los modelos teórico-jurídicos centrados en el Estado. En su dimensión normativa, este cambio debería orientarse a elaborar modelos justos de integración de la diversidad normativa, capaces de lograr la inclusión de todos los individuos en órdenes jurídicos estables y legitimados.

El hilo que da alguna coherencia al conjunto de ideas contenidas en este trabajo es una propuesta de interpretación de la continuidad de la transnacionalidad jurídica como conversación continua para la superación de la fragmentación. Ello supone la posibilidad de procesos y acuerdos que permitan salvar la distancia entre las perspectivas de diferentes comunidades o sujetos jurídicos. Abordar esta tarea supone analizar algunos conceptos básicos. Me he referido brevemente a cuatro de los que considero esenciales: grupo social, relaciones entre órdenes, coerción y normas. El concepto de grupo social o comunidad es central para comprender la realidad jurídica contemporánea, en la medida en que permite dar cuenta de la complejidad de relaciones y ordenaciones que fluyen al margen del Estado. Los conceptos que tratan de ordenar las relaciones entre órdenes son esenciales para la idea de un derecho transnacional. En la idea de interlegalidad se acomodan fenómenos plurales, de los que se puede dar cuenta en torno a los conceptos de difusión, integración y aplicabilidad de normas externas. El concepto alude, en general, a la necesidad de plantear la teoría jurídica desde una lógica polivante conforme a la cual cada agente

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jurídico se plantee críticamente el contenido del derecho desde otros órdenes y perspectivas y, de esta forma, avance hacia formas jurídicas más inclusivas. No creo que el papel que en esa integración pueden desempeñar instrumentos normativos no coercitivos —de los que se viene dando cuenta en términos de persuasión, compromiso, autoridad influyente, amenaza de exclusión, etcétera— pueda dar por superado el concepto del derecho como fuerza. Lo que se requiere, más bien, es analizar las formas complejas en que cada tipo de norma o sistema se relaciona con el uso de la coerción, la cual, en gran medida, sigue siendo monopolio de los Estados. El tratamiento teórico del derecho transnacional reclama, por último, un planteamiento de los tipos de normas jurídicas cuya importancia cuantitativa y cualitativa se ha visto profundamente alterada en las actuales circunstancias sociales.

El eterno debate sobre el concepto de lo jurídico adquiere nueva dimensión y sentido cuando se replantea en el ámbito transnacional. He tratado de mostrar lo que algunas concepciones centrales del derecho pueden aportar al intento de comprender y evaluar el derecho de nuestros días. Considero que lo que tienen en común el positivismo jurídico, la teoría socio-jurídica y el realismo jurídico puede ser una aproximación adecuada para abordar la revisión de nuestra disciplina: la consideración del derecho como hecho social, el cual no puede comprenderse al margen de la evolución de la realidad y la práctica social; los límites de nuestras generalizaciones; la relevancia del punto de vista externo para comprender, en su integridad, la diversidad; y la necesidad de traducir la transnacionalidad en una actitud o perspectiva de los operadores jurídicos. La teoría constitucionalista introduce el elemento normativo que debe incorporar una teoría del derecho transnacional. No creo que pueda pensarse en una teoría tal al margen de una teoría de la justicia global. Ello no es así ni siquiera desde posiciones positivistas o sociológicas que derivan, en gran parte, de preocupaciones morales, en la línea del positivismo benthamita, que, como afirma Twining, «distinguía el “ser” del “deber ser” en favor del deber ser —con el fin de criticar y construir» (Twining, 2009, p. 126). Sin embargo, tampoco creo que una teoría de la justicia global suponga necesariamente la constitucionalización del orden global. Desde mi punto de vista, las exigencias normativas derivadas de un modelo global de justicia implican la prioridad política de la conversación desde contextos plurales para tratar de definir juntos la universalidad (Turégano, 2016). La teorización del derecho más allá del Estado no se puede limitar a analizar y evaluar la progresiva institucionalización de instrumentos de garantía de derechos reconocidos en textos internacionales, sino que también debe analizar y evaluar críticamente los instrumentos, las prácticas y los mecanismos procesales para la producción, la interpretación y la transformación de las normas jurídicas desde contextos plurales comunicados y flexibles.

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https://doi.org/10.18800/derechopucp.201702.011

Exigibilidad de los derechos sociales: algunas aportaciones desde la teoría del derechoSocial Rights Enforcement: Some Contributions from Legal Theory

M I G U E L Á N G E L PA C H E C O R O D R Í G U E Z *

Universidad de Castilla-La Mancha

Resumen: En este trabajo se exponen algunas de las principales contribuciones de la teoría del Derecho a la exigibilidad de los derechos sociales. La primera parte está dedicada al concepto de derecho subjetivo y especialmente a las propuestas de Robert Alexy y Luigi Ferrajoli. En la segunda parte, se analiza la relación de los derechos sociales con el principio de igualdad y, más concretamente, la propuesta de Luis Prieto. Finalmente, se exploran las posibilidades que tanto la teoría pospositivista del Derecho como la neoconstitucionalista ofrecen para un mayor grado de reconocimiento y eficacia de los derechos sociales.

Palabras clave: derechos sociales, derecho subjetivo, justiciabilidad, teoría del derecho

Abstract: This paper explores some of the main contributions developed by legal theory in favour of social rights enforcement. The first part is devoted to the concept of subjective right and particularly to the conceptions due to Robert Alexy and Luigi Ferrajoli. The second part includes the analysis of the relationship between social rights and the principle of equality. Special attention will be given to Luis Prieto’s theory. Finally, both post-positivistic and neo-constitutionalistic theories of Law will be evaluated in terms of their degree of recognition and defence of social rights.

Key words: social rights, subjective right, legal enforcement, legal theory

CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.– II. HACIA UNA NUEVA DIMENSIÓN DEL CONCEPTO DE DERECHO SUBJETIVO: ALEXY Y FERRAJOLI.– II.1. ALEXY O LA PRETENDIDA CORRECCIÓN DEL MÍNIMO VITAL.– II.2. FERRAJOLI O LOS DERECHOS COMO EXPECTATIVAS.– III. EL PRINCIPIO DE IGUALDAD: UN REFUGIO PARA LOS DERECHOS SOCIALES.– III.1. LUIS PRIETO O LA RAZONADA FUERZA DE LA IGUALDAD SUSTANCIAL.– IV. POSPOSITIVISMO Y NEOCONSTITUCIONALISMO: ARGUMENTOS SOBRE DERROTAS DE NORMAS Y TEORÍAS.– V. A MODO DE CONCLUSIÓN ABIERTA.

N° 79, 2017 pp. 267-286

* Profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha, Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de Toledo (España), Doctor en Derecho.

Código ORCID: 0000-0002-6075-6366. Correo electrónico: [email protected]

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I . I N T R O D U C C I Ó NLa tradicional división de los derechos en generaciones ha favorecido una concepción devaluada de los denominados derechos sociales. En este sentido, suele sostenerse lo siguiente:

los derechos civiles y políticos son derechos absolutos, con eficacia erga omnes, en tanto que los derechos sociales serían derechos relativos u oponibles frente a un obligado concreto; que los primeros, los civiles y políticos, son derechos definitivos, en tanto que los segundos, los sociales, dependen de cierta forma institucional al no venir su contenido determinado de forma clara en su enunciado. Del mismo modo, los derechos civiles y políticos se presentan como derechos inmediatamente eficaces frente al Estado, mientras que la eficacia de los derechos sociales dependería de la implantación de medidas, generalmente costosas, por el Estado. Finalmente, y como consecuencia de todo lo anterior, los derechos civiles y políticos se conciben como derechos justiciables, en tanto que los derechos sociales permanecerían en algo así como un limbo jurídico, a la espera de su particular redención legislativa (Pacheco, 2017, p. 19).

En este trabajo me centraré en el último aspecto señalado en el párrafo anterior y, más concretamente, destacaré tres conjuntos de aportaciones que desde la teoría del Derecho pueden contribuir a la superación de la tesis que concibe a los derechos sociales como derechos de tutela debilitada. En primer lugar, me detendré en exponer, a partir de las teorías de Alexy y Ferrajoli, una nueva dimensión del concepto de derecho subjetivo: en el caso de Alexy, una concepción de los derechos como mandatos de optimización que precisan ser ponderados con carácter previo a su reconocimiento; en el caso de Ferrajoli, una nueva concepción que pretende ser superadora de aquella otra que tiende a confundir las acciones procesales con los derechos. En segundo lugar, analizaré el camino que, para el reconocimiento de determinados derechos sociales, supone una adecuada interpretación judicial del principio de igualdad. En este sentido, algunos tribunales constitucionales —como el canadiense, el sudafricano, el italiano o el español— han reconocido determinados derechos sociales no establecidos previamente por los órganos legislativos, pero que pueden derivarse del citado principio de igualdad en combinación con la prohibición de discriminación arbitraria. A tal fin, tomaré como referencia la experiencia del Tribunal Constitucional español y los argumentos desarrollados sobre esta cuestión por Luis Prieto. Finalmente, en tercer lugar, me limitaré a proponer una vía aún no muy explorada y que podría suponer un nuevo avance para los derechos sociales. Me estoy refiriendo a las denominadas teorías neoconstitucionalistas y pospositivistas del Derecho. Ciertamente ninguna de ellas, al menos de una forma intensa, se ha encargado particularmente del problema de los derechos sociales, sin embargo,

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como tendremos ocasión de analizar, algunos de los presupuestos teóricos que sostienen —pensemos, por ejemplo, en la derrotabilidad de las normas, la principialización de las reglas del sistema, la ponderación, el derecho como argumentación, etcétera— podrían favorecer que los órganos aplicadores del derecho reconocieran determinadas pretensiones subjetivas vinculadas a derechos prestacionales. Evidentemente, estas estrategias parecen exigir un cierto «activismo» judicial, o cuando menos una actividad por parte de los jueces que, de alguna manera, nos recuerda al llamado «uso alternativo del Derecho».

I I . H A C I A U N A N U E V A D I M E N S I Ó N D E L C O N C E P T O D E D E R E C H O S U B J E T I V O : A L E X Y Y F E R R A J O L I

Queda muy lejos aquella discusión entre franciscanos y dominicos a propósito de la legitimidad de la propiedad privada y su adecuación, o no, a la idea de pobreza evangélica y que suele considerarse como el origen prehistórico del concepto de derecho subjetivo1. Durante los siglos XVII y XVIII se consolidará una concepción moderna de los derechos: Hugo Grocio (1583-1645), en De iure belli ac pacis (1625) (Grocio, 1987, p. 54), establece tres definiciones de ius. Precisamente, la primera de ellas corresponde al concepto de derecho subjetivo, entendido como qualitas moralis personae competens ad aliquid juste habendum vel agendum (una cualidad moral de la persona en virtud de la cual puede hacer o tener algo lícitamente).

Las reacciones contra el pensamiento iusnaturalista desde finales del siglo XVIII y especialmente en el siglo XIX van preparando el terreno al positivismo jurídico. En este contexto, los juristas solo concebirán los derechos subjetivos como derechos jurídico-positivos (Cruz Parcero, 2007, p. 26), si bien limitados por la idea de que un derecho subjetivo básicamente es un poder de la voluntad. Será «a partir de la crítica de Ihering al voluntarismo y del aparato analítico ofrecido por Hohfeld cuando pudimos empezar a concebir los derechos subjetivos de forma más amplia y más acorde con el uso habitual que se había ido desarrollando en el lenguaje jurídico» (Hierro, 2000, pp. 355-356).

Uno de los principales problemas con los que se enfrentan los derechos sociales, también en los ordenamientos en los que con mayor o menor intensidad se encuentran constitucionalizados, es el de su exigibilidad ante los tribunales. Esto provoca que tanto en la práctica como en la

1 Más concretamente, ese origen se sitúa en la crítica que Guillermo de Ockham (1288-1348) realizó en su Opus nonaginta dierum (1332) a la bula Quia vir reprobus (1329) del Papa Juan XII. Es aquí donde el concepto de ius aparece definido como una potestad o poder del individuo. Sobre esta cuestión, puede verse el clásico trabajo de Villey (1975). La bibliografía sobre el concepto de derecho subjetivo es amplísima. Algunas aportaciones, sobre todo en lengua castellana, son Cruz Parcero (2000), Páramo (1996, pp. 372-373), Hierro (2000, p. 355), Tuck (1979), Carpintero, Megías, Rodríguez Puerto y Mora (2003), Lora (2006, pp. 26-31).

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teoría haya calado la idea de que los derechos sociales no son auténticos derechos subjetivos. Aquí voy a exponer dos propuestas sobre la idea de derecho subjetivo que quizá nos sirvan para ampliar los estrechos horizontes conceptuales en los que tradicionalmente se ha movido la teoría del Derecho.

II.1. Alexy o la pretendida corrección del mínimo vitalLa propuesta de Alexy parece clara: los derechos sociales constitucionalmente reconocidos se sustraen del regateo político, de modo que «su otorgamiento o no otorgamiento no puede quedar librado a la simple mayoría parlamentaria» (Alexy, 1993, p. 494). Por otra parte, y como muy certeramente señala Liborio Hierro, «Alexy prescinde de las tradicionales distinciones entre derechos individuales y derechos sociales para ofrecer una clasificación de los derechos fundamentales basada en su estructura deóntica y no en los avatares de su aparición histórica» (2007, p. 263). Así, para Alexy, estos derechos fundamentales pueden ser: 1) derechos a algo, 2) libertades y 3) competencias. Dentro del primer grupo, Alexy incluye los «derechos de defensa» (a acciones negativas) y los «derechos a la acción positiva del Estado», que incluirían (a) derechos a protección, (b) derechos a organización y procedimiento y (c) derechos a prestaciones en sentido estricto (Alexy, 1993, p. 430). Por tanto, los derechos sociales se configuran en la propuesta de Alexy como derechos a prestaciones en sentido estricto, esto es, como derechos del individuo frente al Estado, derechos a algo que, si dicho individuo tuviera recursos financieros suficientes y hubiera oferta en el mercado, también podría obtener de particulares. Por ejemplo, el derecho a la previsión, el trabajo, la vivienda y la educación son, para Alexy, referencias a prestaciones en sentido estricto (p. 482).

En el esquema de Alexy, las normas que confieren derechos sociales (como derechos a prestaciones en sentido estricto) se despliegan en un amplio abanico de posibilidades (ocho) que surgen del establecimiento de tres criterios: 1) según la norma confiera un derecho subjetivo o solo obligue objetivamente al Estado; 2) atendiendo a la distinción entre normas vinculantes (bajo control judicial) o normas no vinculantes (normas programáticas); y 3) en función de que las normas puedan fundamentar derechos definitivos, o prima facie2. Por tanto, no hay una concepción unitaria de los derechos sociales fundamentales en Alexy, sino que su estatus es gradual. En definitiva, su fuerza como auténticos derechos subjetivos depende de la combinación de los criterios señalados. En palabras de Alexy, «el problema de los derechos fundamentales sociales

2 En esta distinción, como es obvio, late la diferenciación entre reglas y principios en sentido amplio. Es importante señalar que, para Alexy, los deberes prima facie no pueden ser considerados como deberes no vinculantes, o programáticos, puesto que los primeros deberán conducir a deberes definitivos si hay razones aceptables para ello; esto jamás ocurre con los deberes no vinculantes.

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no puede tratarse de una cuestión de todo o nada» (1993, p. 486). El cuadro resultante, ofrecido por Alexy, es el siguiente (p. 484):

Vinculante No vinculante

Subjetivo Objetivo Subjetivo Objetivo

def. p.f. def. p.f. def. p.f. def. p.f.

1 2 3 4 5 6 7 8

En las normas de estructura (1) encontraríamos la protección más fuerte, esto es, normas vinculantes que garanticen derechos subjetivos definitivos a prestaciones. A este nivel, Alexy sitúa el derecho al «mínimo vital», entendido, al menos, como un derecho social fundamental tácito, o lo que es lo mismo en este caso, basado en una norma adscrita interpretativamente a las disposiciones de derechos fundamentales. La configuración de este derecho al «mínimo vital», se establece, según Alexy, por las decisiones del Tribunal Constitucional Federal, en concreto: sentencias sobre la asistencia social de 1951 (BVerfGE 1, 97) y de 1975 (BVerfGE 40, 121). La protección más débil del abanico, la tendrían las normas no vinculantes que fundamentan un mero deber objetivo prima facie (8) (Alexy, 1993, p. 484).

En conclusión, como en la concepción del profesor alemán «los derechos fundamentales tienen naturaleza de principios y los principios son mandatos de optimización» (Alexy, 2004, p. 13), solo mediante la ponderación podremos establecer cuáles son los derechos sociales fundamentales. Los principios a ponderar serían, de un lado, el principio de libertad fáctica, de otro, el principio democrático de decisión, la división de poderes y la libertad jurídica de otros, así como los otros derechos sociales y los bienes colectivos (Alexy, 1993, pp. 486-489). La justificación del mínimo vital es fruto de la ponderación de los principios señalados, concretamente, sostiene Alexy, si la libertad fáctica se ve seriamente afectada y requiere de una determinada prestación y los principios opuestos son afectados de forma relativamente reducida, cabe afirmar que está garantizado ese derecho «a un mínimo vital, a una vivienda simple, a la educación escolar, a la formación profesional y a un nivel estándar mínimo de asistencia médica» (1993, p. 495)3.

3 Rodolfo Arango, tomando muchos de los postulados de Alexy, ha sostenido que determinados derechos sociales pueden ser defendidos como verdaderos derechos subjetivos, bien derivados de normas explícitas o bien mediante normas obtenidas interpretativamente sobre la base del «grado de importancia», de modo que «un derecho subjetivo es la posición normativa de un sujeto para la que es posible dar razones válidas y suficientes, y cuyo no reconocimiento injustificado le ocasiona un daño inminente al sujeto» (Arango, 2005, p. 298). Me he ocupado de la propuesta de Rodolfo Arango en Pacheco (2006).

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Posiblemente me encuentre entre quienes creen que la propuesta de Alexy es algo anémica o tímida, que avanza «demasiado poco»4. Creo que tiene razón Liborio Hierro, el origen del problema está en la interpretación que Alexy realiza del principio de igualdad. Sostener que «no puede haber ninguna duda de que el principio de igualdad de iure no puede ser sacrificado en aras de la igualdad de hecho» (Alexy, 1993, p. 406) supone suscribir una filosofía del Derecho y del Estado que asume acríticamente tres axiomas notoriamente conservadores: 1) que la igualdad de de iure no pueda ser sacrificada en aras de la igualdad de hecho, ya que si esta presunción es solo prima facie, entonces cabe argumentar en favor de sacrificios de la igualdad formal en aras de la igualdad material; 2) consiste en asumir que la libertad fáctica sea el fundamento principal de los derechos a prestaciones en sentido estricto y no el principio de igualdad o, dicho de otro modo, de igualdad de oportunidades para la libertad fáctica; 3) que los derechos a prestaciones en sentido estricto sean derechos a bienes que uno podría adquirir en el mercado si tuviera recursos suficientes. En este punto hay «una cierta petición de principio pues se da por supuesto, sin argumento alguno, que un sistema educativo público o un sistema sanitario público solo se justifican como remedio subsidiario para solucionar carencias del lado de la oferta o del lado de la demanda mientras que es perfectamente argumentable que se justifican para satisfacer derechos fundamentales y que es la iniciativa privada la que tiene un mero papel subsidiario en la creación de estos servicios» (Hierro, 2007, p. 268).

II.2. Ferrajoli o los derechos como expectativasPara Ferrajoli, considerar que «un derecho formalmente reconocido pero no justiciable —y por tanto, no aplicado o no aplicable por los órganos judiciales con procedimientos definidos— es tout court, un derecho inexistente» (Zolo, 1994, p. 33)5, un flatus vocis del legislador. Es un error que deriva de la inoportuna confusión del derecho formalmente reconocido con sus garantías. El autor italiano distingue entre garantías negativas y positivas, por un lado, y entre garantías primarias y secundarias, por otro. La distinción entre garantías negativas

4 En el «Epílogo» a su Teoría de los Derechos Fundamentales, Alexy (2004) distingue las críticas recibidas separando entre argumentos que le reprochan que su teoría es o «demasiado poco» o «demasiado».

5 Danilo Zolo ha precisado al respecto que, en realidad, no afirma que la ineficacia de una norma pueda o deba repercutir tout court sobre la «existencia» de un derecho positivamente sancionado en un determinado ordenamiento jurídico, sino que el problema es la incompatibilidad entre los códigos funcionales de dos subsistemas sociales primarios: el derecho y la economía. Por esta razón, para Zolo, la duda sobre la naturaleza jurídica de los «derechos sociales» no se refiere tanto al problema señalado por Ferrajoli de la ausencia o insuficiencia de garantías, sino a una imposibilidad funcional de poder hacerlos efectivos en el contexto de una economía de mercado. Es por todo ello por lo que propone referirse «en lugar de a “derechos sociales”, a “servicios sociales”, entendidos como prestaciones asistenciales, discrecionalmente ofrecidas por el sistema político, como consecuencia de una exigencia “sistémica” de integración social, de legitimidad política y de orden público», (Zolo, 2001, pp. 94-95).

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y positivas está claramente unida a las diferentes concepciones políticas del Estado, en concreto, del Estado liberal y del Estado social de derecho. «En la tradición liberal se concibió el Estado de derecho como limitado solamente por prohibiciones, en garantía de los derechos del individuo a no ser privado de los bienes pre-políticos de la vida y de las libertades […]» (Ferrajoli, 1995, p. 860). Así, «las garantías liberales o negativas consisten únicamente en deberes públicos negativos, o de no hacer […] que tienen por contenido prestaciones negativas o no prestaciones» (p. 860). «Junto a los tradicionales derechos de libertad, las constituciones de este siglo han reconocido […] otros derechos: […] derecho a la subsistencia, a la alimentación, al trabajo, a la salud, a la educación, a la vivienda, […] [al medioambiente] y similares» (p. 861). «La noción liberal de “Estado de derecho” debe ser, en consecuencia, ampliada para incluir también la figura del Estado vinculado por obligaciones además de por prohibiciones» (p. 861). Estas nuevas obligaciones de hacer constituyen el núcleo de las denominadas garantías sociales o positivas6. En el nivel constitucional y en relación con los derechos fundamentales, las garantías negativas consisten en la prohibición de derogar; las garantías positivas consisten en la obligación de realizar lo dispuesto en las normas constitucionales (Ferrajoli, 2006, p. 25).

Las garantías primarias o sustanciales son para Ferrajoli las garantías consistentes en las obligaciones o prohibiciones que corresponden a los derechos subjetivos; esto es, tanto las garantías positivas como negativas son garantías primarias y constituyen el correlato obligacional del derecho. Las garantías secundarias son las obligaciones por parte de los órganos judiciales de aplicar la sanción frente a actos ilícitos, o declarar la nulidad de actos no válidos que violen los derechos subjetivos y, con ellos, sus correspondientes garantías primarias. Las garantías primarias están íntimamente ligadas al principio de legalidad; las secundarias están vinculadas al principio de jurisdiccionalidad.

Esta distinción entre derechos y garantías es posible en virtud del concepto de derecho subjetivo propuesto por Ferrajoli: un derecho subjetivo es «cualquier expectativa positiva (de prestaciones) o negativa (de no sufrir lesiones) adscrita a un sujeto por una norma jurídica» (2001, p. 19). En esta definición no están incluidos los deberes correlativos (las

6 Pese a esta distinción conceptual entre obligaciones negativas (de no lesión) y positivas (de prestación), debe señalarse que no es fácil encontrar obligaciones puras, es decir, exclusivamente positivas o exclusivamente negativas, más bien, nos encontramos habitualmente con obligaciones de carácter mixto. También esta es la postura que sostiene Ferrajoli al afirmar que «los derechos subjetivos, y específicamente los derechos fundamentales, son frecuentemente situaciones moleculares complejas», como así sucede por ejemplo con algunos derechos sociales, los cuales «consisten principalmente en expectativas positivas de prestación, pero que también incluyen expectativas negativas de no lesión», por ejemplo, el derecho a la salud incluye no solo el derecho a la asistencia sanitaria en caso de enfermedad, sino también el derecho a no ser dañado o amenazado en la salud por la contaminación atmosférica, o por la adulteración de alimentos (Ferrajoli, 2007, vol. II, p. 398).

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garantías), por lo que el derecho existirá con independencia de que el mismo esté, o no, garantizado. Así,

la violación de las prohibiciones públicas establecidas en garantía (garantías negativas) de los «derechos de» da lugar a antinomias, es decir, a normas vigentes pero inválidas. La violación de las obligaciones públicas establecidas en garantía (garantías positivas) de los «derechos a» produce lagunas, es decir, carencia (indebida) de normas; y si una antinomia puede ser resuelta con la anulación o la reforma de la norma inválida, una laguna solo puede ser colmada con una actividad normativa no siempre fácilmente coercible o subrogable (Ferrajoli, 1995, pp. 863-864).

Del mismo modo, y siguiendo con el planteamiento del profesor italiano, la ausencia de las calificadas como garantías primarias y garantías secundarias denota la existencia de lagunas primarias, por defecto de estipulación de las obligaciones y las prohibiciones que constituyen unas, y lagunas secundarias, por el defecto de institución de los órganos obligados a sancionar o a invalidar sus violaciones, es decir, la aplicación de las otras (Ferrajoli, 2001, p. 48). La existencia de estas lagunas y antinomias supone el incumplimiento de las obligaciones establecidas en la constitución por parte del legislador y esta es la razón por la que se puede hablar de «derecho ilegítimo» (Ferrajoli, 2008, p. 110).

Así pues, la ausencia de garantías, en opinión de Ferrajoli, no supone en modo alguno la inexistencia del derecho, puesto que, en el plano teórico y debido a la condición positiva y nomodinámica de los actuales sistemas jurídicos, la relación entre las expectativas (derechos) y garantías no es de naturaleza empírica, sino normativa. Por ello es perfectamente posible que, existiendo las primeras, no se hayan producido las segundas, dando lugar con ello a una indebida laguna y, en palabras de Ferrajoli, nos encontraríamos ante una laguna en sentido técnico-jurídico antes que axiológico, al entender la laguna como la ausencia de una norma que cancela o hace imposible la aplicación de otra norma (García Figueroa, 2005, p. 525). En el caso de existir violaciones de tales derechos, se produciría una indebida antinomia (Ferrajoli, 2001, p. 50). Tales patologías del sistema son la plasmación de la divergencia abismal entre norma y realidad, divergencia que debe ser colmada o cuando menos reducida en cuanto fuente de legitimación, no solo política, sino también jurídica de nuestros ordenamientos (Ferrajoli, 2001, p. 51). Por ello, sería incorrecto hablar de la inexistencia de los derechos sociales. En su lugar, Ferrajoli propone el uso de la expresión derechos débiles (2007, vol. I, p. 915)7 en tanto que derechos no garantizados y que adolecen de

7 De forma similar, Bovero ha propuesto denominar a estos derechos no garantizados «derechos imperfectos», lo que supondría que el deber correlativo sería igualmente un «deber imperfecto», en el sentido de no existir ningún poder jurídico que pueda (esté autorizado a) obligar, a su vez,

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una «inefectividad estructural» o de sistema (p. 699), y que exige para su solución la actuación de la denominada «garantía débil»8, consistente en la obligación de introducir las garantías fuertes (p. 701).

I I I . E L P R I N C I P I O D E I G U A L D A D : U N R E F U G I O PA R A L O S D E R E C H O S S O C I A L E S

Hasta aquí se ha consignado algunas propuestas que, con mayor o menor éxito, pretenden ampliar la dimensión subjetiva de los derechos sociales fundamentales. Sin embargo, creo que no deberíamos obviar que, en realidad y sin perder la referencia del marco del Estado social, con este tipo de normas directrices nace una obligación consistente en una determinada actividad estatal. El propio Tribunal Constitucional español ha delimitado dicha actividad al afirmar que los derechos fundamentales no incluyen solo derechos subjetivos de defensa de los individuos frente al Estado, sino también garantías institucionales y deberes positivos por parte del propio Estado:

Los derechos fundamentales no incluyen solamente derechos subjetivos de defensa de los individuos frente al Estado, y garantías institucionales, sino también deberes positivos por parte de éste […] De la obligación del sometimiento de todos los poderes públicos a la Constitución no solamente se deduce la obligación negativa del Estado de no lesionar la esfera individual o institucional protegida por los derechos fundamentales, sino también la obligación positiva de contribuir a la efectividad de tales derechos, y de los valores que representan, aun cuando no exista una pretensión subjetiva por parte del ciudadano (STC 53/1985, de 11 de abril, fundamento jurídico 4; las cursiva son mías)9.

al legislador a legislar. Sin embargo, no puede deducirse de ello que un deber imperfecto sea un no-deber, del mismo modo que un derecho imperfecto no es un no-derecho (Bovero, 2001, p. 229).

8 Se trata de una garantía débil bajo un doble aspecto: en primer lugar, por la dificultad de asegurar su eficacia a través de una garantía constitucional positiva secundaria, como sería el control jurisdiccional de constitucionalidad de las lagunas, y, en segundo lugar, porque se trata de una meta-garantía consistente en la obligación de introducir legislativamente las garantías fuertes constituidas por las garantías primarias y secundarias que corresponden al derecho constitucionalmente establecido (Ferrajoli, 2008, p. 111).

9 Además, en el caso español, debemos tener en cuenta que aun siendo cierto que los derechos sociales incluidos en el Capítulo III del Título II quedan fuera de la esfera del recurso de amparo, son «justiciables» ante el Tribunal Constitucional por la vía de la cuestión de constitucionalidad y del recurso de inconstitucionalidad. Como ha señalado Díez-Picazo, las disposiciones del Capítulo III tienen, al menos, la fuerza normativa mínima de cualquier precepto constitucional, a saber: pueden operar como canon de constitucionalidad de las leyes (Diez-Picazo, 2003, p. 62). Por tanto, comparto la opinión del profesor Elías Díaz, cuando afirma que «el mundo no se acaba ni se cierra, tampoco el mundo jurídico, con los estrictos derechos subjetivos; las exigencias éticas asumidas en el ordenamiento pueden, por ejemplo, servir para orientar con fuerza, es decir, con sólidas razones, la futura legislación que dará lugar, entonces sí, a nuevos estrictos derechos; y mientras tanto pueden valer muy bien para interpretar de un modo u otro los actuales conocidos derechos. Como se ve, todo menos que inútil presencia y su diferenciado reconocimiento en el ámbito jurídico-político» (1995, p. 21).

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III.1. Luis Prieto o la razonada fuerza de la igualdad sustancial

Antes de entrar en la cuestión de la igualdad sustancial, me gustaría resaltar que, en relación con la imposibilidad del acceso de los derechos sociales (del Capítulo III del Título II de la Constitución española) a la protección del recurso de amparo, Luis Prieto ha puesto de manifiesto que tal imposibilidad no es absoluta, pues «cabría articular dicho recurso a través de alguno de los derechos susceptibles de obtener tutela judicial mediante ese procedimiento para seguidamente ser interpretado a la luz o en conexión con un derecho prestacional» (1998, p. 139). En otras palabras, la tutela en vía de amparo podría determinarse no en función exclusiva del Capítulo III, referido a los principios rectores, sino per relationem, es decir, reforzando la pretensión de protección de un derecho de libertad conculcado con la incorporación a la misma de un principio rector también en juego. El Tribunal Constitucional, tal y como señala Prieto, ha defendido «una especie de derecho al rango de ley orgánica a partir de una conexión entre el art.17.1 y el 87.1 (STC 159/1986); o un derecho a la motivación de las decisiones judiciales sobre la base de la conexión del art.120.3 al 24 (STC 14/1991)». Debe tenerse en cuenta además que, en principio, también sería posible acudir al amparo judicial una vez que se hubiera procedido al desarrollo legislativo al que se alude en el art. 53.3, y por lo tanto la jurisdicción ordinaria tenga competencia para conocer demandas directamente orientadas a la tutela del derecho en cuestión, por lo que en caso de no ser estimada tal pretensión podría interponerse el amparo frente a tal resolución judicial, previa invocación de un derecho susceptible de tal recurso (véase Prieto, 1998, pp. 105-106).

De forma similar Abramovich y Courtis (1997) diferencian entre la exigibilidad directa, es decir, el ejercicio de auténticos derechos subjetivos (sociales) y la exigibilidad indirecta, esto es, la conexión de los derechos sociales no suficientemente garantizados con aquellos otros derechos que sí están debidamente protegidos, bien sean derechos sociales o derechos civiles y políticos. La exigibilidad directa, a mi modo de entender el problema, no aporta realmente ninguna «estrategia» de exigibilidad, si entendemos por estrategia la provocación adecuada al poder judicial para hacer efectivos ciertos derechos que, en principio, carecen de la suficiente protección o garantía. En este sentido, si la exigibilidad directa supone el ejercicio de derechos subjetivos (sociales) reconocidos y garantizados, creo que no cabría hablar de estrategia. Más duda puede ofrecer que tal situación sea extensible, como afirman Abramovich y Courtis, «a los hechos reconocidos por el Estado a partir de estudios e informes que emanen de sus diversas dependencias, las declaraciones de sus funcionarios, y todas las acciones que constituyan de algún modo manifestaciones de actos propios» (Abramovich & Courtis, 2002, p. 137).

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La exigibilidad indirecta consistiría en «aprovechar las posibilidades de justiciabilidad y los mecanismos de tutela que brindan otros derechos, de modo de permitir, por esa vía, el amparo del derecho social en cuestión» (Abramovich & Courtis, 2002, p. 168). Las estrategias de exigibilidad indirecta propuestas serían las siguientes: a) mediante la invocación del principio de igualdad y prohibición de discriminación; b) por violación del principio del debido proceso; c) por la protección de los derechos sociales mediante su vinculación a derechos civiles y políticos; d) por la protección de derechos sociales «débiles» mediante su vinculación a derechos sociales «fuertes»; e) por la limitación a derechos civiles y políticos, justificada por derechos sociales; y f) por la información como vía de exigibilidad de derechos sociales10. Con más o menos detalle, o matización en la clasificación propuesta, la realidad es que el denominador común entre estas estrategias y las posibilidades analizadas anteriormente es el de la «conexión» de los derechos sociales con otros derechos que sí gozan de un sistema fuerte de protección. Lo que vendría a confirmar en el plano jurídico la naturaleza instrumental que muchos postulan para los derechos sociales en el plano conceptual, o axiológico, como derechos fundamentales.

Aunque lo señalado en las líneas anteriores es muy relevante, creo que la aportación más interesante de Luis Prieto en relación con la exigibilidad de los derechos sociales es la que realiza a propósito del principio de igualdad sustancial. Pese a ser muy consciente de que «mientras la igualdad jurídica se manifiesta en una posición subjetiva, la igualdad sustancial se vincula más bien al principio objetivo del Estado social» (Prieto, 1998, p. 82), y de que existen importantes dificultades (pluralidad de interpretaciones y concepciones de la igualdad de hecho o la necesidad de recursos financieros), el profesor Prieto defiende que podrían formularse pretensiones de igualdad material como posiciones subjetivas amparadas por el derecho fundamental a la igualdad, si no con un carácter general, sí al menos en tres supuestos: 1) cuando la igualdad material viene apoyada por un derecho fundamental de naturaleza prestacional directamente exigible, como es, por ejemplo, el derecho a la educación; 2) cuando la pretensión de igualdad sustancial concurre con otro derecho fundamental, aun cuando no sea de naturaleza prestacional, cuyo ejemplo paradigmático, citado por el profesor Prieto, es el derecho a la defensa jurídica gratuita y asistencia de Letrado, ejemplo que se reproduce exactamente en Alemania e Italia; y 3) cuando una exigencia de igualdad material viene acompañada por una exigencia de igualdad formal. Operaría cuando el legislador decidiera incorrectamente el

10 Abramovich y Courtis consideran que la información puede constituir un presupuesto de la exigibilidad de los derechos sociales al estar esta exigibilidad «supeditada a la definición previa de las obligaciones concretas del Estado, definición que, sin embargo, resultaría imposible sin la información acerca de la situación de esos derechos» (para un análisis más detallado de esta cuestión, pueden verse Abramovich & Courtis, 2002, pp. 235-249; 2003).

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núcleo de destinatarios de una determinada prestación, de tal forma que aquellos que se sintieran discriminados por la medida podrían reclamar unos beneficios a los que de otro modo no tendrían derecho. Esto último constituye la razón de ser de muchas de las llamadas sentencias aditivas del Tribunal Constitucional (Prieto, 1998, pp. 93-94)11. Estas son sentencias que, en cumplimiento básicamente del principio de igualdad formal y de la prohibición de discriminación, determinan la extensión, a favor de determinadas categorías de sujetos (funcionarios públicos, pensionistas, trabajadores), de derechos prestacionales cuyo goce —a juicio de los tribunales— les ha sido ilegítimamente limitado o del que han sido arbitrariamente excluidos. En palabras de Díaz Revorio, las sentencias aditivas son aquellas sentencias del Tribunal Constitucional que «declaran que al precepto impugnado le falta “algo” para ser acorde con la Constitución, debiendo aplicarse a partir de ese momento como si ese “algo” no faltase» (Díaz Revorio, 2001, pp. 27-28). De forma más precisa, «son aquellas sentencias, dictadas en un procedimiento de inconstitucionalidad que, sin afectar al texto de la disposición impugnada, producen un efecto de extensión o ampliación de su contenido normativo, señalando que dicho contenido debe incluir algo que el texto de la disposición no prevé expresamente» (p. 165).

En suma, los derechos sociales se configuran como derechos de igualdad «entendida en el sentido de igualdad material o sustancial, esto es, como derechos, no a defenderse ante cualquier discriminación normativa, sino a gozar de un régimen jurídico diferenciado o desigual en atención precisamente a una desigualdad de hecho que trata de ser limitada o superada» (Prieto, 1998, p. 77). Es en este punto donde toma fuerza la argumentación racional para determinar cuándo está justificado el trato desigual. Las igualdades y desigualdades fácticas «no son más que el punto de partida para construir igualdades y desigualdades normativas, cuya justificación no puede apelar solo a la mera facticidad, sino que, partiendo de esta, ha de construirse mediante un ejercicio argumentativo» (p. 85).

I V . NEOCONSTITUCIONALISMO Y POSPOSITIVISMO: ARGUMENTOS SOBRE DERROTAS DE NORMAS Y TEORÍAS

Por razones evidentes, no pretendo analizar aquí con detalle los elementos centrales de ambas concepciones del Derecho. La finalidad es explorar si, sobre la base de algunos de los postulados sostenidos por los defensores de dichas concepciones, es posible encontrar vías para una mayor eficacia de los derechos sociales. El neoconstitucionalismo, según

11 Sobre este particular véanse Díaz Revorio (2001), Gutiérrez Zarza (1995), González Beilfuss (2000), Vecina (1994), Gascón (2003).

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García Figueroa a quien considero uno de sus más preclaros exponentes12, «es la teoría del Derecho más armónica con el Estado constitucional» (García Figueroa, 2015, p. 312). Como teoría superadora del positivismo jurídico y del iusnaturalismo, el neoconstitucionalismo, según García Figueroa, debería hacer tres cosas: 1) debería comprometerse con una concepción argumentativa y dinámica del derecho; 2) debería resolver el dualismo derecho/moral a favor de un gradualismo que contemplara el discurso práctico como un continuum de argumentos, un espectro en cuyos extremos encontraríamos, por un lado, los argumentos de un máximo de institucionalización y, por el otro, los argumentos de un mayor grado de corrección; 3) debería renunciar a plantearse preguntas confusas del estilo «¿qué es el Derecho?», debido a que no existe nada parecido a una realidad platónica como el Derecho; y porque, de admitir su existencia, deberíamos revisar su significado a la luz de dos fundamentales transformaciones: el constitucionalismo jurídico, que ha aproximado el Derecho a la moral; y el constructivismo ético, que ha aproximado la moral al Derecho (García Figueroa, 2009, p. 257).

Además, el neoconstitucionalismo (conceptual), aunque no deba prescindir de las normas generales, basa su fuerza en la atención al fenómeno concreto del Derecho constitucionalizado; y la fuerza del neoconstitucionalismo (normativo) «radica en el énfasis y la justificación del fenómeno de la ponderación judicial y del papel de los jueces en el Estado constitucional» (García Figueroa, 2009, p. 259). Tomaré como referencia de la teoría pospositivista del Derecho a Manuel Atienza. Para el profesor de Alicante, este modelo de teoría del Derecho, que él defiende, se caracteriza por: 1) ser constitucionalista, 2) no positivista, 3) estar basado en la unidad de la razón práctica, lo que supone negar que pueda trazarse una separación tajante (en el plano conceptual) entre el Derecho y la moral, 4) defender un objetivismo moral mínimo, 5) reconocer la importancia de los principios y 6) de la ponderación, así como 7) el papel activo de la jurisdicción, y 8) subrayar el carácter argumentativo del Derecho (Atienza, 2016, p. 28).

Desde luego, en principio, parece observarse un cierto aire de familia en las dos concepciones (posiblemente esta afirmación no agrade ni a neoconstitucionalistas ni a pospositivistas). Manuel Atienza lo ha dejado claro: «si por neoconstitucionalismo se entiende una teoría que niega que el razonamiento jurídico sea distinto del razonamiento moral, que identifica el derecho con los principios y se desentiende de las reglas, que promueve la ponderación frente a la subsunción y que apoya el

12 En este mismo número puede verse un excelente trabajo de García Figueroa (2017): «Neoconstitucionalismo y argumentación jurídica». A los fines de este trabajo, es especialmente relevante el apartado VII (Un programa neoconstitucionalista) que, en mi opinión, en buena parte avala o corrobora la tesis que sostengo a propósito del parecido de familia entre el neoconstitucionalismo y el pospositivismo.

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activismo judicial, entonces esa es, sin más, una concepción equivocada, insostenible, del Derecho» (2015), «estamos frente a algo así como un espantapájaros conceptual construido por algunos autores positivistas para oponerse a ciertas tesis que cuestionan postulados básicos de ese paradigma» (2016, p. 25).

Pese a todo, sigo pensando que, en muchos de los postulados, la diferencia básicamente es una cuestión de intensidad, lo cual por cierto no significa que sea una diferencia irrelevante. Por ejemplo, Atienza comparte la importancia de la ponderación, pero no todo sería ponderable. Da relevancia al papel de la moral en el Derecho, pero sin olvidar que es un fenómeno autoritativo. Aboga por una concepción del juez activo, pero no activista: «El Derecho es un fenómeno autoritativo y el reconocimiento de lo que eso implica por parte del juez es el principal cortafuegos del activismo judicial; la función del juez no es hacer justicia a cualquier precio, sino dentro de los límites que le permite el Derecho: un juez debe ser justo, no justiciero» (Atienza & García Amado, 2012, p. 106).

Estas diferentes intensidades teóricas entre el neoconstitucionalismo y el pospositivismo en lo referente a la interpretación y aplicación del Derecho reproducen, de alguna manera, el debate sobre el alcance del denominado «uso alternativo del Derecho». Sobre este particular, López Calera considera que un uso alternativo del Derecho al estilo de los años sesenta y setenta no tiene sentido en las sociedades democráticas avanzadas que están organizadas como Estados democráticos de Derecho. Ahora bien, sí sería posible hablar de un uso alternativo razonable que no cuestionara el principio de legalidad y mucho menos la «legalidad de la legalidad» que es la Constitución. Por tanto, un uso alternativo del Derecho «razonable» sería aquel que, respetando el principio de legalidad, «forzara» la interpretación y la aplicación del sistema jurídico, entendido como legalidad ordinaria, pero también y sobre todo como legalidad constitucional (López Calera, 1997).

Lo más interesante para este trabajo es que, desde este punto de vista, tanto una concepción neoconstitucionalista del Derecho como una pospositivista pueden servir para la defensa y exigibilidad de determinados derechos prestacionales. De este modo, se trataría de que se interprete y se aplique el Derecho con la finalidad de remover obstáculos y promover las condiciones para que los derechos sociales sean reales y efectivos. Que esa actividad a realizar por jueces y tribunales pueda ser calificada como razonable dependerá de muchos y muy variados factores. Parece que una predisposición a la posible derrotabilidad de todas las normas (principios y reglas) del sistema (neoconstitucionalismo), en teoría, sería más propicia a un cierto activismo judicial. Mientras tanto, una concepción más limitada a los márgenes impuestos por el propio sistema

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jurídico (pospositivismo) parece promover jueces activos que toman en consideración razones, argumentos y prácticas, y que, en su caso, ponderan y que, en una especie de punto medio entre el formalismo y el activismo, encuentran la solución más correcta.

Quizá las cosas no sean tan sencillas en la práctica. Por ejemplo, si la concepción pospositivista, en palabras de Atienza, sostiene «que la vocación de las reglas es la de ser inderrotables (operar como razones excluyentes, protegidas o como se las quiera llamar: la idea central es que evitan tener que deliberar a la hora de aplicarlas), pero que en ocasiones esa pretensión podía quedar frustrada» (Atienza & García Amado, 2012, p. 98), es decir, que las reglas son excepcionalmente derrotables, entonces la cosas se complican, los contornos entre neoconstitucionalistas y pospositivistas se difuminan, al menos en todos esos casos excepcionales. Pero esta interesantísima cuestión deberá ser abordada en otro lugar. Por las limitaciones propias de un trabajo como este, no es posible desarrollar en detalle las estrategias que, basadas en las teorías expuestas, pueden ser utilizadas por los tribunales para el reconocimiento de derechos sociales. A modo de ejemplo, sí considero oportuno dar noticia de una resolución judicial dictada en España y que puede ser representativa de cuanto se ha afirmado hasta ahora. Se trata de la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Galicia número 293/2013 de 12 de abril de 2013, por la que se condena al Servicio Gallego de Salud a dispensar al paciente demandante el medicamento que había sido prescrito por los facultativos y cuyo importe anual supera los 300 000 euros. Merece la pena reproducir los fundamentos sexto y séptimo de la citada resolución:

6.– En realidad, la presente controversia contencioso-fundamental se vertebra sobre la necesidad de realizar un juicio de ponderación —que como recuerda aquel mismo harto reciente Auto de fecha 12 de diciembre del 2012, adoptado por el Tribunal Constitucional , requiere siempre «el estricto examen de las situaciones de hecho creadas»—, entre el derecho a la vida y a la integridad física y moral —que integra asimismo el derecho subjetivo individual a su salud personal—, y la gestión del soporte económico que haga posible su cotidiana consecución, sin perjuicio del deber de todos los Poderes públicos de «garantizar a todos los ciudadanos el derecho a la protección de la salud —recordaba asimismo aquella otra Sentencia núm. 126/08, de 27 de Octubre, dictada por igual máximo Intérprete constitucional—, cuya tutela les corresponde y ha de ser articulada a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios», facilitados con arreglo al mandato constitucional contenido en el Art. 43,1 y 2 de la Constitución, al establecer tanto que «se reconoce el derecho a la protección de la salud», como que «compete a los Poderes públicos

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organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios».

7.– Pues bien, «esa ponderación —nos recordaba el Tribunal Constitucional en dicho precitado y aún harto reciente Auto de fecha 12 de diciembre del 2012—, exige colocar de un lado el interés general configurado por el beneficio económico asociado al ahorro vinculado a las medidas adoptadas por el Estado —así como por las Comunidades Autónomas por lo que al presente caso atañe—, y de otro el interés general de preservar el derecho a la salud consagrado en el Art. 43 de la Constitución, sin perjuicio de que «esa contraposición también tiene proyecciones individuales, puesto que la garantía del derecho a la salud no solo tiene una dimensión general asociada a la idea de salvaguarda de la salud pública, sino una dimensión particular conectada con la afectación del derecho a la salud individual de las personas receptoras de las medidas adoptadas por los Gobiernos estatal y autonómico […]», de modo que «si además del mandato constitucional, se tiene en cuenta, como ya lo ha hecho este Tribunal, la vinculación entre el principio rector del Art. 43 y el Art. 15 de nuestra Carta Magna —que recoge el derecho fundamental a la vida y a la integridad física y moral en el sentido de lo reconocido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos—, resulta evidente que los intereses generales y públicos, vinculados a la promoción y garantía del derecho a la salud, son intereses asociados a la defensa de bienes constitucionales particularmente sensibles», que —en conclusión perfectamente extrapolable al presente y circunstanciado caso que ahora nos ocupa—, «poseen una importancia singular en el marco constitucional, que no puede verse desvirtuada por la mera consideración de un eventual ahorro económico que no ha podido ser concretado».

Esta sentencia, aún sin un reconocimiento expreso, inicia en España la senda ya transitada por la jurisprudencia de otros países en el sentido de establecer un espacio de protección de los derechos sociales, un mínimo vital13, algo así como un «coto vedado social», el cual no puede verse afectado por políticas económicas restrictivas.

V . A M O D O D E C O N C L U S I Ó N A B I E R TADe forma muy esquemática, he pretendido mostrar en este trabajo algunas de las principales aportaciones que, desde la teoría del Derecho, o bien se han elaborado para un mayor reconocimiento y eficacia de los derechos sociales o que podrían ser utilizadas a tal fin14. Desde luego,

13 Para una mejor comprensión de cómo se ha ido desarrollando jurisprudencialmente este concepto, véanse Carro Fernández-Valmayor (2012) y Ponce Solé (2013).

14 Por supuesto, no son las únicas estrategias posibles y hay otras vías fuera de la teoría del Derecho, piénsese, por ejemplo, que según el artículo 10.2 de la Constitución española, los derechos

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las posibilidades no se agotan en los estrechos confines que delimitan este trabajo. Aquí he pretendido únicamente mostrar que, tanto desde concepciones no-positivistas del derecho (Alexy, Atienza o García Figueroa), como positivistas (Ferrajoli, Prieto), es posible avanzar en las denominadas «estrategias de exigibilidad de los derechos sociales». Parece pues, como así lo ha afirmado el magistrado Perfecto Andrés Ibáñez, que los derechos sociales «no son un campo vedado a la jurisdicción. Por el contrario, esta se encuentra llamada a actuar, al menos de entrada, por la consagración normativa de los mismos como tales derechos/principios y, después, porque allí donde se dé algún desarrollo legal, la actividad interpretativa —inspirada en el principio pro homine— deberá estar reflexivamente orientada a dotar al derecho de que se trate de máxima efectividad» (1999, p. 14).

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Recibido: 29/07/17 Aprobado: 09/10/17

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MISCELÁNEA

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https://doi.org/10.18800/derechopucp.201702.012

Derechos humanos en tiempos de inseguridad ciudadana: experiencia canadiense a la luz del derecho interamericano*

Human Rights in Times of Social Insecurity: Canadian Experience and Inter-American Perspectives

R E N É P R O V O S T * *

Universidad McGill

Resumen: La experiencia de Canadá en la lucha contra el terrorismo se remonta a inicios de la década de los setenta y se desarrolla hasta la época actual (los acontecimientos más recientes han tenido lugar en el año 2017). Las medidas legislativas fueron la vía adoptada por parte de Canadá para contrarrestar los ataques y reflejar el cambio de paradigma político en la esfera internacional con relación al fenómeno del terrorismo. Derechos fundamentales como el derecho a la libre expresión, a la vida privada y a la libertad personal se encuentran particularmente afectados por estas medidas. Un análisis comparativo del sistema canadiense y el sistema interamericano permite identificar las consecuencias de estas medidas. En términos más amplios, la lucha contra el terrorismo genera impactos significativos sobre los derechos humanos en general.

Palabras clave: derecho internacional público, terrorismo, derecho a la libertad personal, Canadá, derecho interamericano, historia del terrorismo en Canadá, Ley Antiterrorista, sistema interamericano de Derechos Humanos, libertad de expresión, derecho a la vida privada, detención arbitraria

Abstract: Canada’s experience in the war against terrorism goes back to the seventies, and continues to develop nowadays, with the last direct terrorist activity in 2017. The Canadian Government reacted to these terrorist attacks by enacting a number of statutes that reflect a changing international paradigm in relation to the fight against terrorism. Fundamental rights and liberties such as the freedom of expression, the right to private life and to personal freedom have been curtailed by these legislative measures. The practical consequences of these measures are analyzed via a comparative examination of the Inter-American System of Human Rights. In general terms, the war against terrorism produces significant impacts over the human rights.

Key words: public International law, terrorism, right to personal liberty, Canada, Inter-American Law, history of terrorism in Canada, Antiterrorist

N° 79, 2017 pp. 289-309

* El presente artículo se escribió sobre la base de la ponencia del profesor René Provost presentada durante las I Jornadas Nacionales sobre Derechos Fundamentales (Lima, 30 de septiembre de 2016).

** Licenciado en Derecho por la Universidad de Montreal (Canadá). Magíster en Derecho por la Universidad de California en Berkeley (Estados Unidos). Doctor en Derecho por la Universidad de Oxford (Inglaterra). Profesor Principal, Universidad McGill, Montreal (Canadá).

Código ORCID: 0000-0002-2250-4504. Correo electrónico: [email protected]

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Act, Inter-American System of Human Rights, freedom of expression, right to private life, arbitrary detention

CONTENIDO: I.- INTRODUCCIÓN.– II. LUCHA CONTRA EL TERRORISMO: LA EXPERIENCIA DE CANADÁ.– II.1. EL FRENTE DE LIBERACIÓN DE QUEBEC (FLQ).– II.2. EL VUELO DE AIR INDIA DE 1985.– II.3. LOS ATAQUES DEL 11 DE SEPTIEMBRE DE 2001.– II.4. ATAQUES DE «LOBOS SOLITARIOS» DE 2014 Y 2017.– III. MEDIDAS RECIENTEMENTE ADOPTADAS POR EL GOBIERNO CANADIENSE PARA LA PREVENCIÓN DEL TERRORISMO.– III.1. EL DERECHO A LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN.– III.1.1. LA REGULACIÓN CANADIENSE.– III.1.2. EL DERECHO INTERAMERICANO.– III.2. EL DERECHO A LA VIDA PRIVADA.– III.2.1. LA REGULACIÓN CANADIENSE.– III.2.2. EL DERECHO INTERAMERICANO.– III.3. EL DERECHO A LA LIBERTAD PERSONAL.– III.3.1.  A REGULACIÓN CANADIENSE.– III.3.2. EL DERECHO INTERAMERICANO.– IV. EL IMPACTO DE LA LUCHA CONTRA EL TERRORISMO SOBRE LA LIBERTAD PERSONAL.– V. CONCLUSIONES.

I . I N T R O D U C C I Ó NEl derecho internacional, así como la mayoría de ordenamientos jurídicos en el mundo, reconoce el derecho a la libertad personal como un derecho fundamental, el cual debe ser siempre protegido y defendido. La libertad personal es un derecho que refleja la autonomía del individuo, la cual es posible en la medida en que exista un mínimo nivel de estabilidad social. El concepto de libertad implica, a su vez, limitaciones que derivan de la facultad de cada persona, dentro del conglomerado social, de ser titular de ese derecho. A un nivel estatal, la libertad personal, como derecho fundamental, se puede encontrar limitada en caso de estado de sitio o emergencia, lo cual sucede cuando la seguridad e independencia del Estado se ven comprometidas.

Diversas convenciones y convenios internacionales formulan de diferente manera el carácter condicional de este derecho. Como consecuencia, cada instrumento internacional estipula en una forma delimitada las situaciones en las cuales el derecho a la libertad personal puede ser suspendido o restringido. Por ejemplo, la Convención Americana de Derechos Humanos, en el artículo 27 sobre la suspensión de garantías, menciona específicamente los conceptos de «independencia y seguridad del Estado» como justificación de la suspensión de las garantías. A su vez, el Convenio Europeo de Derechos Humanos, en el artículo 15 relativo a la derogación de derechos en caso de estado de excepción, así como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas en su artículo 4, se refieren a un «peligro que amenaza la vida de la nación». La diferencia se puede entender como concesión más grande en las Américas a los intereses del Estado, si bien no a los del gobierno.

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En términos generales, los tratados de derecho internacional de los derechos humanos establecen un principio de limitación a la declaración de un estado de sitio, el cual debe ser excepcional. Así, la suspensión de derechos fundamentales durante un estado de sitio está estrictamente limitada a las exigencias de la situación y está sujeta a un deber por parte del Estado de cumplir con las obligaciones que el derecho internacional impone. El derecho internacional de los derechos humanos, por su parte, busca ante todo circunscribir esta posibilidad de limitación a los derechos fundamentales, regulando y precisando el uso de la suspensión o derogación en estados de excepción.

La guerra constituye el arquetipo de una situación en la cual la seguridad e independencia del Estado y la vida de la nación son amenazados. La guerra, como concepto del derecho internacional, se encuentra enmarcada dentro de un esquema jurídico-normativo muy elaborado: el derecho internacional humanitario. El terrorismo, por otra parte, es un fenómeno generalizado, el cual no cuenta con una regulación similar a la de la guerra. Definir el terrorismo tal y como está definida la guerra es una tarea en la cual se ha trabajado abundantemente, pero que no arroja resultados unificados.

En Canadá, definir el término «terrorismo» ha sido un ejercicio problemático (Cohen, 2005, p. 199). En un intento de definición, el Código Criminal canadiense (Criminal Code) en el artículo 83.01 explica la «actividad terrorista». Dentro de esta definición se incluye la mayoría de actos de violencia cometidos por razones políticas, religiosas o ideológicas con la intención de intimidar al público «con relación a su seguridad, incluyendo la seguridad económica, u obligando a una persona, gobierno o a una organización nacional o internacional a llevar a cabo un acto o a abstenerse de llevarlo a cabo». El terrorismo, a pesar del amplio cuestionamiento en torno a su definición, constituye, al igual que la guerra, otro arquetipo de amenaza a la seguridad e independencia del Estado y a la vida de la nación.

La experiencia canadiense es un reciente ejemplo de negociación entre, por un lado, la defensa de derechos humanos y, por otro lado, el intento de prevenir ataques terroristas en un país como Canadá, el cual se ha caracterizado tradicionalmente por un fuerte respeto al imperio de la ley, a las instituciones políticas independientes y sólidas, y a la legitimidad democrática. Canadá es un país que es mundialmente reconocido por una muy limitada experiencia en temas de corrupción. En términos generales, no es errado afirmar que Canadá es considerado como un modelo de respeto a los derechos humanos. A pesar de esto, la protección de estos derechos supone igualmente obstáculos y desafíos.

El fenómeno del terrorismo es una realidad social históricamente mucho más presente en América Latina que en Canadá. Este país tuvo que

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adoptar medidas antiterroristas sin el beneficio de décadas de reflexión activa sobre el tema del terrorismo. Así, parece útil (o incluso necesario) invocar la experiencia muy amplia de las instituciones del régimen de protección interamericano de derechos humanos.

El presente artículo se enfocará en el fenómeno del terrorismo, tomando como base la experiencia de Canadá. En una primera parte se analizará la realidad de la lucha contra el terrorismo en este país. En una segunda parte serán expuestas las medidas recientemente adoptadas por el gobierno canadiense para la prevención del terrorismo. Con ese fin, se hará alusión específicamente a la Ley Antiterrorismo de 2015 (Anti-terrorist Act) y cambios propuestos por el gobierno en 2017. Dentro de esta segunda parte, a través de una comparación con el sistema interamericano de derechos humanos, se desarrollará un análisis de los aspectos problemáticos de esta ley con relación a tres derechos fundamentales: la libertad de expresión, la vida privada y la libertad personal. En una tercera y última parte, se expondrá el impacto de la lucha contra el terrorismo sobre los derechos humanos en general.

I I . LUCHA CONTRA EL TERRORISMO: LA EXPERIENCIA DE CANADÁ

Con relación al terrorismo, Canadá posee una experiencia muy limitada. Hubo un movimiento terrorista al inicio de los años setenta, así como, posteriormente, actos terroristas más aislados y limitados.

II.1. El Frente de Liberación de Quebec (FLQ)En la historia moderna del país, solo ha habido un movimiento terrorista significativo: el Frente de Liberación de Quebec (FLQ). En el año 1970, este grupo condujo una campaña de ataques que incluyó el uso de bombas, el secuestro del diplomático británico James Cross y el asesinato del entonces ministro de trabajo de la provincia de Quebec, Pierre Laporte (Cohen, 2005, p. 548).

Estos hechos conllevaron a la aplicación de la Ley sobre Medidas de Guerra (War Measures Act) de 1914 por parte del gobierno federal, la única aplicación de esta ley en tiempos de paz. Como consecuencia, se declaró el estado de excepción, lo que conllevó a la suspensión de algunos derechos fundamentales como el habeas corpus y a la intervención militar del ejército federal. Cientos de personas fueron entonces encarceladas de manera preventiva (Cohen, 2005, p. 548). Luego de las medidas tomadas por el gobierno federal, entre ellas las investigaciones que prosiguieron al arresto de los miembros del FLQ, se pudo determinar que el frente era un grupo muy reducido en hombres, el cual involucró a no más de dos docenas de personas.

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La crisis de octubre de 1970 en Canadá «fue un tiempo de arrestos y detenciones arbitrarios, de pesquisas y decomisos irracionales, y de un reducido debido proceso» (Cohen, 2005, p. 549). Debido a los abusos que se produjeron por parte de las fuerzas policiales, la Ley sobre Medidas de Guerra fue revisada con el propósito de incluir mayores garantías ciudadanas en tiempos de emergencia. Este proceso de revisión condujo a la promulgación y la adopción de la Carta Constitucional de Derechos y Libertades (Canadian Charter of Rights and Freedoms) en 1982. Igualmente, en el mes de julio del año 1988, el gobierno federal promulgó la Ley de Emergencias (Emergencies Act). Dicha ley derogó la Ley sobre Medidas de Guerra y autoriza a título temporal medidas extraordinarias para salvaguardar la seguridad en tiempos de emergencia nacional.

II.2. El vuelo de Air India de 1985En el año 1985, se produjo el ataque terrorista más importante en la historia de Canadá. Un artefacto explosivo fue instalado dentro de un equipaje en el aeropuerto de Vancouver, en la provincia de Colombia Británica. La bomba explotó en el aire dentro del vuelo de Air India 182, sobre el Océano Atlántico, cerca de Irlanda. Como consecuencia, 329 personas perdieron la vida, entre ellas 280 canadienses. Este ataque aéreo fue el que más muertes produjo en la historia de la aviación, antes del 11 de septiembre de 2001 (Roach, 2011, p. 45). A pesar de la participación de varias personas, solo Inderjit Singh Reyat fue procesado y condenado por el delito de homicidio culposo en 1991 (R. v. Reyat, 1991; R. v. Reyat, 2003).

A raíz de los pocos resultados que se obtuvieron en la investigación de este suceso, en el año 2006, el entonces Primer Ministro de Canadá, Stephen Harper, ordenó la creación de una Comisión de Investigación del vuelo de Air India. Las conclusiones de esta comisión demostraron claramente que el pobre manejo de la situación fue una consecuencia de la falta de un comando y un control adecuados sobre una situación como esta. También se estableció que, en casos como este, las diferentes agencias gubernamentales deben trabajar conjuntamente en el difícil proceso de convertir las actividades de inteligencia en evidencia (Forcese & Roach, 2015b, p. 45).

La tragedia del vuelo de Air India es un claro ejemplo del daño que la actividad terrorista puede causar en Canadá. Sin embargo, extrañamente, la tragedia no produjo una reacción tan marcada como aquella que desencadenó la llamada «crisis de octubre de 1970».

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II.3. Los ataques del 11 de septiembre de 2001Los ataques terroristas del Al Qaeda del 11 de septiembre de 2001 ocasionaron un cambio fundamental en la historia de Canadá. En los días siguientes a estos ataques, se expandieron ciertos rumores sobre la posible entrada de los terroristas a Estados Unidos desde Canadá. A pesar de la falsedad de estas aseveraciones, toda esta situación produjo la necesidad de tomar medidas extremas para contrarrestar la idea de que Canadá era el eslabón débil de la lucha contra el terrorismo. Al estar localizada dentro de la esfera de la hegemonía política, económica y militar de Estados Unidos, se le exigió a Canadá endurecer los controles en la frontera norte de Estados Unidos, so pena de dramáticas consecuencias económicas (Grenier, 2011, p. 5). Esta interdependencia entre Estados Unidos y Canadá llevó, entre otras cosas, a la firma de la Declaración Conjunta de Cooperación sobre la Seguridad en la Frontera y Migraciones Regionales, así como de la Declaración sobre la Frontera Inteligente en diciembre de 2001.

Como consecuencia de estos trágicos eventos, Canadá adoptó en octubre de 2001 —tan solo un mes después de los ataques del 11 de septiembre—, el proyecto de ley C-36, inspirado en parte en el Patriot Act de Estados Unidos. El proyecto incluía importantes restricciones a la libertad individual (Grenier, 2011, p. 73). Este fue adoptado y sancionado el 18 de diciembre de 2001, promulgándose así la Ley Antiterrorismo de 2001, predecesora de la ley con el mismo nombre del año 2015. Esta ley es el componente legislativo de la reacción de Canadá a los ataques del 11 de septiembre. Otros países, entre ellos Estados Unidos y el Reino Unido, reaccionaron igualmente por vía legislativa (Jenkins, 2003, p. 66).

La Ley Antiterrorismo de 2001 otorgó al Ministro de Gobierno prerrogativas que incluían la emisión de un certificado de seguridad, lo cual a su vez tenía como resultado la encarcelación indefinida de extranjeros. Este certificado era una medida tomada a la manera de un acto administrativo no motivado: así, no era posible conocer sus fundamentos ni justificaciones (Forcese & Roach, 2015b, p. 66).

Algunas de las personas que vieron coartado su derecho a la libertad personal por estos certificados de libertad denunciaron la validez constitucional de Ley Antiterrorismo de 2001. En la última década, la Corte Suprema de Canadá profirió varias decisiones con relación a estas demandas (R. v. Khawaka). Como consecuencia, algunas de las disposiciones de la Ley Antiterrorismo de 2001 fueron declaradas inconstitucionales. Sin embargo, el núcleo esencial de la ley sigue siendo aplicable hoy en día, gracias a la Ley Antiterrorismo de 2015.

En definitiva, los ataques del 11 de septiembre crearon un cambio de paradigma en la lucha contra el terrorismo en Canadá. A pesar de que

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estos no fueron los primeros ataques, ni los más importantes, el hecho de estar dirigidos contra Estados Unidos incrementó su importancia. En efecto, fueron considerados como un ataque a la preeminencia mundial de este país (Grenier, 2011, p. 73). Como se mencionó, las medidas antiterroristas adoptadas en Estados Unidos, incluyendo el Patriot Act, fueron imitadas en muchos países democráticos y no democráticos. Esta reacción legislativa llevó a una desestabilización del equilibrio entre derechos fundamentales y la seguridad e independencia del Estado.

II.4. Ataques de «lobos solitarios» de 2014 y 2017En octubre de 2014 se perpetraron dos ataques en Canadá, ejecutados por Al Qaeda y el denominado Estado Islámico (ISIS) (Forcese & Roach, 2015b, p. 86). El primero tuvo lugar en una pequeña ciudad cerca de Montreal: un individuo arrolló con un carro a un soldado ocasionándole la muerte. El segundo ocurrió en Ottawa, la capital del país: otro individuo fusiló a un soldado de la guardia del Parlamento, para luego entrar disparando a la sede del gobierno. Ambos agresores fueron abatidos por las fuerzas de seguridad. Forcese y Roach resaltan la dificultad de muchos canadienses para entender cómo un terrorista armado pudo atravesar la colina del Parlamento y vencer la resistencia opuesta en la entrada del bloque central, logrando llegar al pasillo de honor del Parlamento, tan solo a algunos metros del lugar donde estaban reunidos el primer ministro y otros miembros del Parlamento (2015b, p. 359).

En enero de 2017 se produjo otro ataque en la ciudad de Quebec: un hombre entró en una mezquita de la ciudad (Grande Mosquée) y mató a seis musulmanes. A diferencia de los ataques de 2014, este episodio más reciente parece inspirarse en la ideología racista de la extrema derecha. De cualquiera manera, se debe definir sin ninguna duda como otra instancia de terrorismo en Canadá.

Se podría determinar con claridad suficiente que los ataques ocurridos en 2014 y 2017 no fueron eventos aislados, pues estos se hubieran podido prever (Forcese & Roach, 2015b, p. 361). Sin embargo, con respecto a los ataques de 2014, después de las debidas investigaciones, se determinó que ambos casos fueron actos de (los así llamados) «lobos solitarios» (Forcese & Roach, 2015b, p. 86). Es decir, actos perpetrados por individuos desconectados de redes terroristas internacionales, lo cual hace más difícil su detección. Los indicios disponibles en relación con el ataque de 2017 sugieren lo mismo. Tras la consumación de estos ataques, se evidenció la pronta reacción del sistema de seguridad, lo que permitió la limitación del daño. Sin embargo, no cabe duda de que los resultados hubieran podido ser más graves si estos ataques hubieran sido planeados con mayor sofisticación.

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I I I . MEDIDAS RECIENTEMENTE ADOPTADAS POR EL GOBIERNO CANADIENSE PARA LA PRE VENCIÓN DEL TERR O R I S M O

El gobierno canadiense reaccionó rápidamente a los ataques de octubre de 2014, promulgando la nueva Ley Antiterrorismo de 2015. La adopción de esta ley se llevó a cabo durante los últimos meses de gobierno del Primer Ministro Stephen Harper. Esta ley fue criticada por imponer demasiadas restricciones a la libertad personal (Forcese & Roach, 2015a, p. 25). La ley se encuentra en vigor hoy en día; sin embargo, el actual gobierno del primer ministro Justin Trudeau anunció a mediados del año 2016 su reevaluación. Como parte de esta reevaluación, durante los meses de septiembre a diciembre del mismo año, se realizó una consulta pública sobre la seguridad nacional (Government of Canada, 2016). El 21 de junio de 2017, el gobierno canadiense presentó un proyecto de ley (proyecto C-59 o Bill C-59) que propone varios cambios a la Ley Antiterrorismo de 2015 (Protecting Canadians and their Rights, 2017). El proyecto C-59 será debatido en la próxima sesión del Parlamento, de manera que los futuros cambios a la ley canadiense resultan, por el momento, inciertos.

Es necesario anotar preliminarmente que el ordenamiento jurídico canadiense garantiza los mencionados derechos tanto a los ciudadanos canadienses como a los extranjeros. En la decisión de la Corte Suprema de Canadá en el caso Singh v. Canada (1985), la Honorable Magistrada Wilson afirmó que el término «cada uno», utilizado en la formulación del artículo 7 de la Carta Canadiense de Derechos y Libertades, «engloba todo ser humano que se encuentre en Canadá y que por este hecho se encuentra sujeto a la ley canadiense». En la decisión de Suresh v. Canada (2002), mencionada en el siguiente punto, se trató el tema de la posibilidad para un demandante de asilo de ser titular de los derechos a la libertad de expresión y a la libertad de asociación, lo cual se resolvió afirmativamente. Finalmente, en Charkaoui v. Canada (2007), la Corte confirmó que el derecho a la protección contra la detención arbitraria, que se encuentra garantizado bajo el artículo 9 de la Carta, es aplicable a los extranjeros.

La Ley Antiterrorismo de 2015 presenta diferentes aspectos problemáticos, especialmente en cuanto a los siguientes derechos fundamentales: derecho a la libertad de expresión, derecho a la vida privada y derecho a la protección frente a la detención arbitraria o a la libertad personal. A pesar de que Canadá no forma parte del sistema interamericano de derechos humanos, considero interesante y útil comparar la protección de estos derechos en el marco jurídico canadiense y la protección de estos mismos derechos en el marco del sistema interamericano, mucho más sofisticado en estas materias. El presente capítulo se enfocará en esta comparación.

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III.1. El derecho a la libertad de expresiónIII.1.1. La regulación canadienseLa Ley Antiterrorismo de 2015 modifica el Código Criminal canadiense al establecer un nuevo delito en el artículo 83.221(1), definido como la «preconización o fomentación del terrorismo en general a través de la comunicación de declaraciones». A través de esta formulación, la ley extiende el alcance del artículo 83.22 de la misma norma, la cual prevé como delito dar instrucciones a otra persona para la comisión de un acto terrorista, sea este ejecutado o no, sin necesidad de que sea realizado dentro del territorio canadiense.

La formulación normativa de la ley es muy imprecisa. A manera de ejemplo, si una persona publica un blog en el cual manifiesta que la gente debería apoyar a los kurdos que luchan contra el régimen de al-Ásad en Siria, su acto podría tipificarse dentro del artículo 83.221(1), ya que, gracias a la falta de claridad en cuanto a los conceptos «preconizar» y «fomentar», esta interpretación sería válida. Con el fin de aclarar estos dos conceptos de preconización y fomentación, se podría recurrir a decisiones de la Corte Suprema tales como la del caso R. v. Sharpe (2001). En dicha decisión, la corte definió el término «preconizar» como «incentivar activamente la perpetración de las infracciones». Asimismo, en la decisión Mugeresa v. Canada (2005) del mismo tribunal, se definió el término «fomentar» como «apoyo activo o instigación», precisando no obstante que, para que se configure la acción de fomentar, es necesario más que un simple incentivo (Forcese & Roach, 2015a, p. 10).

La Carta Constitucional de Derechos y Libertades garantiza en su artículo 2 la libertad de expresión como una libertad fundamental. Sin embargo, esta, al igual que otras libertades, encuentra limitaciones. Diversas decisiones de la Corte Suprema de Canadá ilustran estos límites. Por ejemplo, en 2002 la Corte señaló, en el caso de un individuo que recolectaba dinero para los Tigres Tamiles de Sri Lanka, que un discurso que contribuye a la violencia no es una manifestación del derecho a la libertad de expresión y, por lo tanto, no está protegido por la Carta. El demandante argumentó que sus derechos habían sido restringidos injustamente, pues él no participaba en ninguna actividad terrorista, y que además él solo recolectaba fondos y apoyaba actividades que podrían, hasta cierto punto, apoyar a los Tigres Tamiles en el contexto de la guerra civil que se desarrollaba en Sri Lanka. La corte fundamentó su decisión a través de una ponderación del derecho a la libertad de expresión y la represión de los actos violentos, encontrando que «una forma de expresión violenta o terrorista o que contribuye a la violencia o al terrorismo no se beneficiaría probablemente de la protección de las garantías previstas en la Carta» (Suresh v. Canada).

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En otra decisión de 2012, la Corte trató la constitucionalidad del artículo 83.01 (1) b) i) A) del Código Criminal, según el cual puede considerarse una actividad terrorista, entre otras, un acto u omisión cometido en Canadá o en el extranjero, a nombre —exclusiva o no exclusivamente— de un fin, objetivo o causa política, religiosa o ideológica. De manera específica, la corte debió determinar si el efecto de este artículo iba en contra del derecho a la libertad de expresión. La corte estableció que la actividad violenta y las amenazas de violencia no se benefician de la garantía constitucional a la libertad de expresión. Igualmente, precisó que este artículo debe ser interpretado en su integridad. Por lo tanto, solo la persona que no actúa dentro de la expresión legítima de determinada forma de pensamiento, creencia u opinión, y que se entrega más bien a algún acto de violencia grave, o que amenaza a otro con hacerlo, debe encontrar su responsabilidad comprometida bajo el régimen de la Ley Antiterrorismo de 2015 (R. v. Khawaka).

La diferenciación entre criminalizar la expresión de una amenaza de violencia —lo cual no violaría la libertad de expresión según esta última decisión— y criminalizar la preconización o el fomento del terrorismo en general se encuentra en la opción que tiene el destinatario de la comunicación de ejecutar la actividad terrorista o no (Forcese & Roach, 2015a, p. 4). En cualquier caso, se debe tratar de una infracción excesiva que pueda tener un efecto paralizador, es decir, que imponga un peligro sobre el ejercicio del derecho fundamental a la libertad de expresión (Corporation of the Canadian Civil Liberties Association, Canadian Journalists for Free Expression, Sukanya Pillay, and Tom Henheffer v. R., p. 16). El proyecto C-59 propone la eliminación del crimen de «preconizar o fomentar el terrorismo en general» y su reemplazo por el delito de «aconsejar a otra persona a cometer un delito de terrorismo», lo que parece una definición más enfocada y defendible.

III.1.2. El derecho interamericanoPor su parte, la Convención Americana de Derechos Humanos, en su artículo 13, ampara la libertad de expresión, excluyendo las incitaciones a la violencia. Con dicha exclusión se busca garantizar los límites necesarios de este derecho, con el fin de asegurar la protección de la seguridad nacional, el orden público, la salud o la moral pública. En 2006, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) presentó sus recomendaciones para la protección de los derechos humanos por parte de los Estados miembro de la Organización de Estados Americanos (OEA) en la lucha contra el terrorismo. En estas recomendaciones, reflejando su informe de 2002 sobre el mismo tema, la CIDH indicó que el carácter ofensivo del discurso, así como la apología al terrorismo, no justifican su restricción (Recomendaciones para la protección de los derechos humanos, 2006; Informe sobre terrorismo y derechos humanos, 2002).

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La Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), en el caso en torno a La última tentación de Cristo, invocando la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, indicó que la convención prohíbe la censura previa, incluyendo la referente a ideas que «chocan, inquietan u ofenden al Estado» (Olmedo Bustos y otros c. Chile, § 69). Esta prohibición se justifica, según la Corte IDH, en el pluralismo de ideas necesario en una sociedad democrática. Así, la Corte remarca que el objetivo mismo del artículo 13 de la Convención Americana es el de «fortalecer el funcionamiento de sistemas democráticos pluralistas y deliberativos mediante la protección y el fomento de la libre circulación de información, ideas y expresiones de toda índole» (Olmedo Bustos y otros c. Chile).

En cuanto a la censura previa en materia periodística, en esta misma decisión, la Corte IDH manifestó específicamente, además, que, en situaciones de terrorismo que den lugar a un conflicto armado o se produzcan en el contexto de un conflicto armado, los Estados deben «otorgar a los periodistas y a las instalaciones de los medios de comunicación la protección correspondiente a su estatus dentro del derecho internacional humanitario, el cual será presumiblemente el de los civiles y los objetivos civiles» (Olmedo Bustos y otros c. Chile). Este es otro ejemplo que evidencia el rechazo de la censura previa por parte de la Corte IDH.

En el caso Norin Catriman c. Chile (2014), la Corte IDH negó la validez de la aplicación de una ley antiterrorista a activistas de un pueblo indígena, subrayando que la libertad de expresión tiene una dimensión individual y otra dimensión social, de igual importancia (§ 371). Para la Corte, el peligro del control preventivo consiste en la posibilidad de un efecto de intimidación e inhibición que puede llevar a la autocensura (§ 376). En otras palabras, el derecho a la libre expresión no puede ser objeto de medidas de control preventivo o previo, sino solo de «la imposición de responsabilidades posteriores para quien haya abusado de su ejercicio» (La colegiación obligatoria de periodistas, 1985).

En su Informe de 2015, la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la CIDH consideró la Ley Antiterrorismo de 2015 y concluyó que su lenguaje vago puede vulnerar la libertad de expresión en Canadá (Relatoría Especial para la Libertad de Expresión, 2015, § 298). En dicho Informe, la misma Relatoría Especial invocó una Declaración Conjunta sobre la Libertad de Expresión, adoptada en el año 2015 por expertos del sistema universal y de los sistemas regionales de derechos humanos, según la cual, de acuerdo a su artículo 3(b), «conceptos vagos como los de “glorificar”, “justificar” o “fomentar” el terrorismo no deberían ser utilizados» (Relatoría Especial para la Libertad de Expresión, 2015, § 300). Así, la nueva penalización canadiense de un discurso puede

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calificarse como vaga, pues utiliza precisamente los términos preconizar y fomentar. A partir de ello, sumado al hecho de que el concepto de terrorismo es impreciso, se podría concluir que este aspecto de la Ley Antiterrorismo de 2015 va en contra de la libertad de expresión según el derecho interamericano de derechos humanos.

III.2. El derecho a la vida privadaIII.2.1. La regulación canadienseEl derecho a la vida privada se ve igualmente comprometido con la Ley Antiterrorismo de 2015. La primera parte de esta ley incorpora, a su vez, la Ley sobre la Comunicación de Información con Alcances en relación con la Seguridad de Canadá. Esta última permite que instituciones como bancos, hospitales, fuerzas militares (como la policía), autoridades fiscales, entre otras, compartan información confidencial sobre personas privadas si dichas informaciones involucran la seguridad nacional. Sin embargo, el concepto de «seguridad nacional» es definido en el artículo 2 de la ley de manera muy amplia, incluyendo cuestiones de estabilidad económica o financiera, relaciones diplomáticas, funcionamiento de la internet, entre otras. El proyecto C-59 de 2017 no enmienda de manera significativa este aspecto de la Ley Antiterrorismo de 2015.

A nivel constitucional, la Carta Canadiense de Derechos y Libertades garantiza el derecho a la vida privada, proscribiendo las búsquedas e incautaciones abusivas. En la decisión del caso R. v. Plant (1993), la Corte estableció lo siguiente:

El artículo 8 tiene como objeto proteger a los particulares contra la intrusión del Estado en su vida privada. Los límites de la acción estatal se determinan a través de la ponderación entre el derecho de los ciudadanos al respeto de una expectativa razonable en materia privada y el derecho del Estado a asegurar la aplicación de la ley.

Este nuevo régimen de comunicación de información involucra necesariamente el tipo de informaciones protegidas en el artículo 8 de la Carta canadiense. Sin embargo, es difícil determinar la manera como esta ley sería aplicada en un caso concreto, debido al carácter confidencial del proceso y a la ausencia de mecanismos de control (Forcese & Roach, 2015b, p. 151). En otras palabras, debido a la ausencia de un mecanismo de control determinado, la norma permite el intercambio de información confidencial, lo cual sería probablemente inconstitucional.

Esta preocupación fue abordada por la Asociación para las Libertades Civiles de Colombia Británica, la cual, en 2015, sugirió la derogación completa de la Ley sobre la Comunicación de Información (Corporation of the Canadian Civil Liberties Association, Canadian Journalists for Free Expression, Sukanya Pillay, and Tom Henheffer v. R.). En Canadá,

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la violación al derecho a la vida privada a través del intercambio de información, puede conllevar a la violación de otros derechos fundamentales, como la protección contra la detención arbitraria.

III.2.2. El derecho interamericanoEn su artículo 11 (2), la Convención Interamericana de Derechos Humanos protege el derecho a la vida privada y prohíbe injerencias arbitrarias o abusivas. Según la interpretación de la Corte IDH, el concepto de derecho a la vida privada es más amplio que la privacidad, «pues abarca una serie de factores relacionados con la dignidad del individuo, incluyendo, por ejemplo, la capacidad para desarrollar la propia personalidad y aspiraciones, determinar su propia identidad y definir sus propias relaciones personales» (I.V. c. Bolivia, § 152). La Corte reconoce que algunas restricciones están permitidas, pero, para ser consideradas como tales, estas tienen que «estar previstas en la ley, perseguir un fin legítimo y cumplir con los requisitos de idoneidad, necesidad y proporcionalidad, es decir, deber ser necesarias en una sociedad democrática» (Escher y otros c. Brasil; Ricardo Canese c. Paraguay). Como se puede notar, la formulación de este test por parte de la Corte IDH es idéntica a la utilizada en el artículo primero de la Carta Canadiense. En las recomendaciones de 2006, la CIDH, por su parte, insistió en la necesidad de un control judicial (Recomendaciones para la protección de los derechos humanos, 2006, p. 9), el cual parece no existir en Canadá. La Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre —en sus artículos V, IX, y X— establece, por su parte, que toda persona tiene derecho a «la protección contra ataques abusivos contra su honor, su reputación y su vida privada y familiar», a «la inviolabilidad del domicilio» y a la «inviolabilidad y libre circulación de su correspondencia».

Desde el punto de vista canadiense, el problema radica en que la Ley de 2015 autoriza el intercambio masivo y continuo de información, con criterios de autorización muy amplios. A ello se suma a la probabilidad de que las víctimas nunca sean informadas sobre la utilización de sus datos personales (Forcese & Roach, 2015b, p. 153). Con el fin de ilustrar las consecuencias que pueden derivarse de este intercambio de información, el caso de Maher Arar, un ciudadano Canadiense de origen sirio, resulta de utilidad. El servicio de inteligencia de Canadá transmitió a la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos (CIA) sus sospechas de que Arar tenía lazos con Al Qaeda. La CIA detuvo a Arar en la ciudad de Nueva York durante la escala de un vuelo. Maher Arar fue en consecuencia deportado a Jordania y luego a Siria, sin garantizársele un debido proceso. Al llegar a ese país, fue torturado durante dos años. El caso finalizó con el hallazgo de que no existían fundamentos para la sospecha por parte del servicio de inteligencia canadiense en contra de

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Arar. El gobierno de Canadá presentó sus excusas y pagó diez millones de dólares a título de compensación. Estados Unidos nunca reconoció su falta (Forcese & Roach, 2015b, p. 70). En un reciente fallo, un juez de la Corte Suprema canadiense mencionó que la «tortura de Maher Arar en Siria es un ejemplo particularmente escalofriante de los peligros del intercambio incondicional de información» del tipo que permite la Ley Antiterrorismo de 2015 (Wakeling v. United States of America, § 104).

Hemos llegado a un punto en el que los algoritmos informáticos pueden extraer de los metadatos un perfil terrorista que puede o no corresponder con la realidad. Ello demuestra la urgente necesidad de establecer criterios claros para la transferencia de información privada y el acceso a un mecanismo efectivo de control independiente. En la Ley Antiterrorismo de 2015, así como en el proyecto C-59, no se encuentra ni lo uno ni lo otro.

III.3. El derecho a la libertad personalIII.3.1. La regulación canadienseEn tercer lugar, se encuentra el derecho a la libertad personal y, especialmente, la protección contra la detención o el encarcelamiento arbitrario. La ley Antiterrorismo de 2015 enmendó el artículo 83.3(2) y (4) del Código Criminal canadiense, autorizando a la policía la ejecución de detenciones sin previa orden de arresto, en caso de que exista una sospecha razonable de un acto terrorista. Esta medida puede estar vigente por un periodo de hasta siete días sin control judicial, siempre y cuando las autoridades consideren que el individuo podría llevar a cabo una actividad terrorista y que su arresto podría probablemente evitar su comisión. Una formulación más estricta esta propuesta en el proyecto C-59, autorizando la detención si existen motivos razonables para pensar que es necesaria para impedir la realización de actividad terrorista.

El artículo 83.3(2) y (4) del Código Criminal canadiense se aplica a todo acto terrorista, incluido «el complot, la tentativa, la amenaza, la complicidad después del hecho, la incitación y la perpetración» relativos a ese acto. Eso implica, por ejemplo, que un individuo podría ser detenido por siete días sin ningún control judicial si la detención podría probablemente evitar que él incite a cometer un acto terrorista.

El artículo 7 de la Carta Canadiense prevé que «todos los individuos tienen derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad personal». El artículo 9 garantiza a todo individuo el derecho contra la detención y el aprisionamiento arbitrarios. El derecho al habeas corpus es garantizado en el artículo 10, el cual también establece el procedimiento en caso de arresto o detención.

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La preocupación radica en que una tenue conexión podría ser suficiente para fundar una sospecha en contra de una persona relacionada en cierta manera con una amenaza terrorista, con una amplia discreción dejada a la policía y con un cierto riesgo de sesgo racial (Cohen, 2005, p. 550). Por ejemplo, el riesgo de detención preventiva de un individuo parece aumentar si se trata de un musulmán (Canadian Civil Liberties Association, 2015).

En los casos que configuren una situación como la expuesta en la Ley Antiterrorismo de 2015, el periodo de siete días sin el control judicial del habeas corpus debería ser considerado como muy extenso. Sin embargo, el derecho constitucional canadiense es impreciso en este aspecto. De hecho, esta es la primera vez desde la crisis de 1970 que existe la facultad legal de detención preventiva sin motivos serios o establecidos y sin derecho a control judicial en las primeras 24 horas. Es claro que una detención preventiva sobre la base de la ley podría ser considerada, bajo los principios de justicia fundamental, como una amenaza al derecho constitucional a la libertad y la seguridad personal.

III.3.2. El derecho interamericanoEl derecho interamericano podría ayudar a clarificar algunos instrumentos del derecho internacional de los derechos humanos, con relación a la protección de la libertad personal y especialmente a la protección contra la detención o el encarcelamiento arbitrarios. Con este fin, se podría recurrir a la aplicación del artículo 7 de la Convención Americana de Derechos Humanos. Según el artículo 7, y más ampliamente según el artículo 25 de este instrumento, una persona privada de la libertad puede recurrir sin demora ante un juez con el fin de solicitar el control de legalidad de la detención, derecho que no puede ser restringido ni abolido. Por otra parte, el artículo XXV de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre indica que «todo individuo privado de libertad tiene derecho a que un juez verifique inmediatamente la legalidad de esta medida y a ser juzgado sin retardo o, en lo contrario, a ser puesto en libertad».

A diferencia de Canadá, la Corte IDH ha tenido varias oportunidades de interpretar este derecho, fijando así parámetros que permiten circunscribir las limitaciones permitidas a la libertad personal. Por ejemplo, en el caso Bulacio, la Corte señaló que este derecho es de suma importancia, pues la detención arbitraria «genera un riesgo de que se produzca una violación de otros derechos, como la integridad personal y, en algunos casos, la vida» (Bulacio c. Argentina). La tutela de la libertad personal o física en el artículo 7 se aplica a cualquiera forma de privación de la libertad, incluyendo aquella que se da en el marco de la lucha

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contra el terrorismo y en el del control de la migración, y no solamente en un contexto más clásicamente penal (Wong Ho Wing c. Peru).

Igualmente, los organismos interamericanos de protección de los derechos humanos han tratado la cuestión del habeas corpus. Estos han declarado que el hecho de negar a los individuos acusados de terrorismo o traición el derecho al habeas corpus con el fin de contestar la legalidad de su detención constituye necesariamente una violación a la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Salinas de Frías, Samuel & White, 2012).

El denominado principio de reserva de la ley es una garantía primaria del derecho a la libertad física, según el cual únicamente a través de una ley puede afectarse el derecho a la libertad personal. Este va acompañado de otro principio, el de la tipicidad, que obliga a los Estados a establecer tan concretamente como sea posible y «de antemano» las «causas y condiciones» de la privación de la libertad física (Chaparro Álvarez y Lopo Íñiguez c. Ecuador).

De manera general, la Relatoría sobre los Derechos de las Personas Privadas de Libertad de la CIDH, en su informe sobre el uso de la prisión preventiva de 2013, afirmó la necesidad de limitar la detención preventiva. El derecho interamericano impone criterios estrictos de necesidad, proporcionalidad y razonabilidad, con un control judicial efectivo de la detención preventiva (Relatoría sobre los Derechos de las Personas Privadas de Libertad, 2013, pp. 66-82).

Ni la Ley canadiense Antiterrorismo de 2015 ni el proyecto C-59 parecen respetar las exigencias de establecer anticipadamente las condiciones específicas de detención, ni el pleno derecho al habeas corpus. Ello suele producir un efecto paralizador con respecto a la libertad personal en Canadá. Otros aspectos problemáticos de la ley incluyen, por ejemplo, la potestad de las autoridades canadienses de añadir el nombre de una persona en una lista de exclusión aérea o no-fly list, sin que esa persona sea notificada y sin conocer las razones por las cuales fue incluida en la lista, teniendo como recurso la contestación ex parte o in camera de esa medida, para lo cual esta persona debe demostrar un error irrazonable (Forcese & Roach, 2015b, p. 185). A este respecto, es una lástima que el derecho canadiense no incluye el recurso de amparo, un tipo muy eficaz de recurso sencillo y rápido protegido por el artículo 25 de la Convención (Provost, 1992).

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I V . E L I M PA C T O D E L A L U C H A C O N T R A E L T E R R O R I S M O S O B R E L A L I B E R TA D P E R S O N A L

De la evolución del derecho canadiense se puede evidenciar que la normatividad nacional se ve influenciada por eventos que marcan la conciencia nacional, incluso si estos eventos no constituyen una situación de riesgo para la viabilidad del ordenamiento jurídico. El carácter político de las diferentes medidas antiterroristas justifica la intervención gubernamental. Se puede observar en el caso canadiense, aun más claramente que en Estados Unidos después del 11 de septiembre de 2001, el modo como ataques terroristas previsibles, los cuales corresponden a lo que la ley anticipa, resultan en cambios legislativos imprevisibles, cambios que no están sustantivamente relacionados con esos ataques.

La restricción impuesta a varios derechos humanos estipulada en la ley de 2015 es presentada como resultado del necesario equilibrio entre estos derechos y la seguridad ciudadana. Sin embargo, esta formulación no tiene en cuenta la dimensión temporal de la amenaza a la seguridad o independencia del Estado, ni la suspensión de derechos no más allá de lo estrictamente necesario, teniendo en cuenta las exigencias de la situación. Es así como el terrorismo se ha convertido en la nueva normalidad, dejando de ser una situación excepcional. El peligroso resultado es, inevitablemente, una evolución inexorable hacia una libertad personal cada vez más limitada.

Esta limitación de los derechos humanos no tiene lugar solamente en el marco del terrorismo, sino también frente a cualquier fenómeno que se perciba como una fuente de inseguridad. Las bandas criminales, el narcotráfico, la corrupción o las invasiones de terrenos son presentados no como una situación anormal o un desafío a superar, sino como una degradación del tejido social, lo que constituye también una nueva normalidad.

Se podría decir que existe una especie de «movimiento tectónico» hacia la limitación de los derechos humanos en el nombre de la seguridad ciudadana. A manera de ejemplo, el discurso político de Donald Trump corresponde a lo que mucha gente busca: una solución de opresión según la cual renunciamos en parte a nuestros derechos fundamentales a cambio de mayor estabilidad y orden. Este balance fue implantado igualmente en muchas dictaduras fascistas e incluso en la dictadura nazi. Por el contrario, el régimen de los derechos humanos implica el rechazo de esta fórmula a favor del principio de la dignidad humana.

El «movimiento tectónico» que describo ocurre a una escala nacional, nivel en el cual hay más respuestas que en el sistema internacional de protección de los derechos humanos. Por esta razón, la protección de los derechos humanos por parte del sistema internacional y de instituciones

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como la CIDH y la Corte IDH opera como una barrera que limita la degradación de los derechos humanos.

V . C O N C L U S I O N E SHe expuesto como el terrorismo ha afectado a Canadá, tanto a partir de argumentos políticos a nivel nacional como impulsado por grupos extremistas a escala mundial. Los más recientes acontecimientos reflejan, a su vez, la falta de coordinación entre las entidades gubernamentales de protección y el refuerzo por vía legislativa de las medidas para la lucha contra el terrorismo. Los derechos fundamentales resultan afectados por estas medidas, en el sentido en que su ejercicio se ve coartado bajo el argumento de la protección de la seguridad de las instituciones estatales y de la nación.

Analicé principalmente los derechos a la libre expresión, a la vida privada y a la libertad personal, con el fin de ilustrar el efecto de estos instrumentos normativos. Una visión comparativa del marco jurídico canadiense y el derecho interamericano fue útil para identificar la manera como estos dos sistemas se correlacionan. En el contexto canadiense, algunos aspectos del derecho interamericano complementan la Carta Constitucional canadiense de Derechos Fundamentales. La Corte IDH, a su vez, ha desarrollado un papel importante en América Latina desde su establecimiento hace 30 años. Desafortunadamente, Canadá no forma parte plena del sistema interamericano de derechos humanos: hasta ahora, Canadá se ha abstenido de ratificar la Convención Americana sobre Derechos Humanos, a pesar de ser miembro de la OEA desde 1990. El argumento de varios gobiernos canadienses para la no ratificación ha sido el obstáculo encontrado en el artículo 4, en el que se define el derecho a la vida como aplicable a partir del momento de la concepción. En Canadá, el tema del aborto fue ampliamente debatido en los años ochenta y ningún partido político desea resucitar ese debate. Como resultado, la Corte IDH no tiene competencia para considerar casos canadienses. La CIDH, por su parte, tiene competencia sobre los Estados miembro de la OEA —Canadá incluso— a través de la interpretación creativa de la Carta de la OEA y de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre.

Considero que no sería del todo desatinado afirmar que en Canadá existe un sentimiento de suficiencia, en tanto se considera que ya existe en el país un sistema complejo de garantías y que, por lo tanto, no es necesaria la ayuda de una corte en Costa Rica. La realidad es otra. Como lo demostré con el ejemplo de la Ley Antiterrorismo de 2015 y la discusión presente del proyecto C-59, hay varios aspectos de derechos humanos que se beneficiarían de una interacción más profunda con el sistema interamericano. Canadá también tiene una responsabilidad muy grande

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de contribuir a la solidificación de la defensa de los derechos humanos en el hemisferio occidental. Es hora de asumir esta responsabilidad.

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https://doi.org/10.18800/derechopucp.201702.013

La violencia de las leyes: el uso de la fuerza y la criminalización de protestas socioambientales en el PerúThe Violence in Laws: The Use of Force and the Criminalization of Socio-Environmental protests in Peru

J O S É S A L D A Ñ A C U B A * Pontificia Universidad Católica del Perú

J O R G E P O R T O C A R R E R O S A LC E D O * *

Pontificia Universidad Católica del Perú

Resumen: El artículo hace una descripción profunda del marco normativo y sus modificaciones recientes con relación al uso de la fuerza estatal en conflictos socioambientales. Pone énfasis en la naturaleza violenta del derecho como enfoque teórico e intenta mostrar de qué manera el sistema jurídico, antes que garante, es productor de violaciones a los derechos humanos. La metodología empleada es, por un lado, dogmática cuando analiza normas y otros documentos legales y, por otro, interdisciplinaria cuando compara leyes con evidencia recogida en entrevistas, observación participante, documentos y bases de datos. El objetivo es caracterizar críticamente el complejo entramado legal que articula la política de criminalización de las protestas sociales contra industrias extractivas en el Perú.

Palabras clave: criminalización, protesta social, uso de la fuerza, violencia del derecho, industrias extractivas

Abstract: This paper does a profound description of the legal framework and its recent modifications related to the State’s use of force in socio-environmental conflicts. This analysis emphasizes in law’s violent nature as a theoretic approach that intends on showing the way that the legal system, instead of defending rights, violates them. The methodology is dogmatic when analyzing law and other legal documents, and interdisciplinary when comparing laws with evidence gathered in interviews, participant observation, documents and databases. The objective its to characterize critically the complex legal framework that articulates the politics that leads to the criminalization of social protests against extractive industries in Peru.

Key words: criminalization, social protest, use of force, law’s violent nature, extractive industries

N° 79, 2017 pp. 311-352

* Profesor del Departamento de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú y miembro del Grupo de Investigación en Filosofía del Derecho y Teoría Constitucional.

Código ORCID: 0000-0003-0890-3899. Correo electrónico: [email protected]** Estudiante de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú y miembro del

Grupo de Investigación en Filosofía del Derecho y Teoría Constitucional. Código ORCID: 0000-0002-4761-3985. Correo electrónico: [email protected]

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CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.– II. VIOLENCIA DEL DERECHO Y CRIMINALIZACIÓN DE LA PROTESTA SOCIAL.– III. EL DERECHO A LA PROTESTA SOCIAL EN EL CONTEXTO DE INDUSTRIAS EXTRACTIVAS.– IV.  ESTUDIOS SOBRE CRIMINALIZACIÓN DE LAS PROTESTAS SOCIALES.– V. CONTRADICCIONES Y LÍMITES DEL MARCO JURÍDICO SOBRE EL USO DE LA FUERZA.– V.1. LA AUSENCIA DE CONTROL SOBRE LA INTERVENCIÓN DE LAS FUERZAS ARMADAS.– V.2. EL PROBLEMA DE LA IMPUNIDAD POLICIAL Y LA LEY DE LICENCIA PARA MATAR.– V.3. UNA TENDENCIA A LA PRIVATIZACIÓN DE LA SEGURIDAD: CONVENIOS POLICIALES CON EMPRESAS MINERAS.– V.4. LA INTERVENCIÓN DE ESCUADRONES POLICIALES ANTISUBVERSIVOS EN CONFLICTOS.– V.5. LA NOCIÓN DE PELIGROSIDAD EN LAS NORMAS INTERNAS DE LA POLICÍA.– VI. EXCESOS Y NORMALIZACIÓN DE LOS ESTADOS DE EMERGENCIA EN CONFLICTOS SOCIO-AMBIENTALES.– VI.1. LA INTERVENCIÓN DE LAS FUERZAS ARMADAS DURANTE LOS CONFLICTOS SOCIO-AMBIENTALES.– VI.2. LAS MUERTES PRODUCIDAS DURANTE LA VIGENCIA DE LOS ESTADOS DE EMERGENCIA.– VII. ENDURECIMIENTO DE LAS LEYES PENALES RELATIVAS AL ORDEN PÚBLICO.– VIII. FLEXIBILIZACIÓN DE LAS GARANTÍAS DEL DEBIDO PROCESO PENAL.– IX. CONCLUSIONES.

I . I N T R O D U C C I Ó NEn el marco de una investigación más extensa sobre criminalización de la protesta, presentamos un análisis del marco regulatorio sobre el uso de la fuerza y otras normas que impactan en los conflictos socioambientales en el Perú. El objetivo es identificar las normas en todos los aspectos que atañen al ejercicio del derecho a la protesta y reflexionar acerca de sus alcances, limitaciones y contradicciones.

El análisis se centrará principalmente en lo ocurrido en el periodo del «boom extractivo» (2001-2014) (Ávila Palomino, 2016) y en los años siguientes, en los cuales los niveles de conflictividad socioambiental aumentaron exponencialmente: en 2005, un 20% de los conflictos eran socioambientales, mientras que en 2016 los mismos representaban un 68,9% del total de conflictos.

Para empezar, realizamos aproximaciones a los conceptos de criminalización y de protesta social. Luego, presentamos las principales normas nacionales e internacionales que regulan el uso de la fuerza de los agentes del Estado, así como la regulación y el uso de los estados de emergencia en varios periodos presidenciales desde Toledo (2002-2006), pasando por García (2006-2011) hasta Humala (2011-2016). Finalmente, mostramos el estado actual de la legalidad penal, especialmente en delitos contra el orden público, así como de las normas de derecho procesal penal.

La metodología empleada es dogmática, a través del análisis de normas jurídicas y otros documentos legales. Por otra parte, la

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metodología es también crítica, especialmente desde la sociología del derecho, recurriendo a fuentes diversas como entrevistas, observación participante, bases de datos públicos y, en algunos casos, se presenta datos novedosos, elaborados especialmente para este artículo. El objetivo principal es realizar una descripción densa de la legalidad vigente y sus modificaciones más importantes que permita mostrar la naturaleza violenta del derecho frente a la disidencia social o, en otras palabras, la tendencia hacia el endurecimiento y mayor selectividad del sistema punitivo del Estado.

I I . V I O L E N C I A D E L D E R E C H O Y C R I M I N A L I Z A C I Ó N D E L A P R O T E S TA S O C I A L

Tradicionalmente se ha entendido la criminalización de la protesta social como la instrumentalización del derecho penal por parte del Estado para procesar y sancionar a personas que hacen uso de su derecho a la protesta (Bertoni, 2010). Esta lectura restringida del fenómeno de la criminalización de la protesta nos hace perder de vista la diversidad de sus manifestaciones. Por ello, utilizamos una definición más amplia. La criminalización de la protesta es un fenómeno multidimensional que consiste en el despliegue de acciones y discursos dirigidos a desaparecer y deslegitimar la disidencia política. Los actos de represión pueden abarcar asesinatos, ejecuciones, desapariciones forzadas, agresiones, amenazas, hostigamientos, actividades de inteligencia y persecución a través de procesos penales, en contra de una persona o grupo de personas. Mientras tanto, los discursos criminalizadores descalifican a los manifestantes como delincuentes, antisistema y, en el caso más radical, como terroristas. Se trata del soporte ideológico que sostiene las acciones contra las protestas sociales.

En los últimos años, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (en adelante CIDH) ha recibido cientos de denuncias (véase CIDH, 2006, 2011, 2015) de estas prácticas en contra de defensores de derechos humanos provenientes de casi todos los países de la región. Como indica la nota informativa preparada por Oxfam sobre agresiones contra activistas de derechos humanos en América Latina, Global Witness ha señalado que al menos 185 personas defensoras de derechos humanos fueron asesinadas en el año 2015 en el mundo y, de estas, 122 fueron asesinadas en América Latina. Asimismo, la nota reporta que según Front Line Defenders, el 41% de asesinatos en la región está relacionado con la defensa del medio ambiente y el territorio de pueblos indígenas, la mayoría a propósito de oposición a megaproyectos mineros, forestales y energéticos (Oxfam, 2016, pp. 2-4).

Pese a afectar los derechos a la vida, integridad y libertad, en ocasiones estas acciones pueden ser legales o al menos disputar su legalidad. Esta

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situación se produce debido a que algunos de estos hechos son realizados por policías o militares y presentados por el Estado como acciones dentro de la ley. Paradójicamente, los procesos penales que se siguen no están dirigidos contra los agentes del Estado por el uso excesivo de la fuerza, sino casi únicamente contra los participantes de las protestas, en especial contra dirigentes sociales y líderes indígenas (véase infra tabla 1).

La instrumentalización de la justicia penal para amedrentar a defensores de derechos humanos ha sido objeto de denuncia por la CIDH (2015). Algunas de sus características centrales son la imputación de «delitos que están tipificados de una forma amplia y ambigua contrarios al principio de legalidad, o se basan en tipos penales que son anti convencionales y contrarios a los compromisos internacionales en materia de protección de los derechos humanos que han asumido los Estados» (CIDH, 2015, p. 38, §56), insuficiencia probatoria, desnaturalización de figuras jurídicas como la instigación, excesiva demora en los procesos e inusitada celeridad en la emisión de órdenes de detención.

En el presente artículo, denominamos «violencia del derecho o de las leyes» al conjunto de estas acciones, en diálogo con la noción de violencia simbólica desarrollada por Bourdieu. El campo jurídico es un espacio autónomo de lucha por el monopolio del derecho en el que compiten agentes investidos de una competencia social y técnica para consagrar visiones legítimas del orden social. Se trata de un espacio de poder, donde los significados hegemónicos favorecen a los grupos dominantes (Bourdieu, 2000, pp. 157-158). Sin embargo, a veces el énfasis en la dimensión simbólica pierde de vista el carácter físico de la violencia del derecho en países con desigualdades estructurales, donde una cierta autonomía del campo jurídico convive con la violencia material. Queremos mostrar de qué manera el marco normativo vigente hace posible las violaciones de derechos humanos en el marco de protestas sociales. Bajo esta perspectiva, las muertes, las vulneraciones a la integridad, las torturas y detenciones son producto del derecho y no necesariamente su transgresión. Con Julieta Lemaitre pensamos que

hay que confrontar la forma como el derecho responde a la vigorosa violencia que nos rodea, tanto a la violencia catastrófica de las masacres, los desplazamientos, los secuestros y los asesinatos selectivos, como a la violencia estructural de la pobreza y la persistencia de la colonización de tierras […] pretende dar cuenta de la forma como el derecho hace parte de un campo político en el cual se utiliza también, con diversos grados de legitimidad, la violencia física (2009, p. 30).

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I I I . E L D E R E C H O A L A P R O T E S TA S O C I A L E N E L C O N T E X T O D E I N D U S T R I A S E X T R A C T I V A S

La protesta es un derecho que se encuentra reconocido de forma implícita en la Constitución peruana de 1993 y en los tratados de derechos humanos que el Perú ha suscrito, a partir de su relación con los derechos a la libertad de expresión, a la participación y a la libertad de reunión (especialmente con este último). En un informe reciente, la CIDH (2015, pp. 56-59) se ha referido a un derecho implícito a la protesta social.

Sobre la libertad de reunión (artículo 2, inciso 12 de la Constitución Política del Perú de 1993) el Tribunal Constitucional ha establecido que «puede ser definido como la facultad de toda persona de congregarse junto a otras en un lugar determinado, temporal y pacíficamente, y sin necesidad de autorización previa, con el propósito compartido de exponer y/o intercambiar libremente ideas u opiniones, defender sus intereses o acordar acciones comunes» (Confederación General de Trabajadores del Perú – CGTP c. Municipalidad Metropolitana de Lima, fundamento 14). A nivel internacional, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966), en su artículo 21, y la Convención Americana sobre Derechos Humanos (1969), en su artículo 15, reconocen el derecho a la reunión en términos semejantes.

En años recientes, el escenario social en América Latina viene siendo muy dinámico por la emergencia de un nuevo actor político que es el movimiento social en defensa del territorio, constituido para hacer frente al avance del modelo capitalista de acumulación por desposesión de tierras. Se trata de una novedad relativa, pues debe entenderse, al mismo tiempo, como parte de un proceso histórico de resistencias frente a los propios cambios del modelo capitalista (Harvey citado por Moraes, 2013, p. 135). Como señala Maristella Svampa, los Estados de la región han promovido un endurecimiento de las políticas represivas, incluidos los gobiernos progresistas, priorizando de este modo el mantenimiento de un modelo económico extractivo (2012). Por extractivismos entendemos la extracción indiscriminada de recursos naturales en gran volumen o alta intensidad, exportados como materias primas sin procesar o con un procesamiento mínimo (Gudynas, 2015, p. 18).

Estos movimientos sociales que despliegan formas de resistencia suelen ser criticados por el Estado por asumir posiciones radicales y son reprimidos bajo la justificación del restablecimiento del orden público y del Estado de derecho. Una explicación alternativa es que, al cuestionar un modelo económico extractivo defendido por el Estado, llevan a cabo un desafío a su autoridad que debe ser reafirmada a través del uso de la fuerza. La aparición de nuevos sujetos sociales en el centro de estas protestas, organizados de manera autónoma, apelando a una identidad

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indígena, ha sido considerada, en muchos casos, amenazante. No interesa si es que la protesta obedece o no a fines justos, en la medida en que existe «fuera del derecho», atenta contra el orden vigente y el Estado debe controlarla.

En el Perú, el contexto no es diferente. Según la Defensoría del Pueblo (véanse los reportes mensuales de conflictos sociales que ofrece la Defensoría en su sitio web), en diciembre de 2005 se identificó 73 conflictos sociales, mientras que en diciembre de 2016, esta cifra se había incrementado a 212. En 2005, el 19% del total tenía origen socioambiental, mientras que en 2016 llegaba al 68,9% del total. Además, según los informes de la Defensoría del Pueblo (2012a, 2012b, 2013, 2014a, 2015, 2016), de enero de 2006 a diciembre de 2015, se ha registrado 244 muertes y 3875 heridos a causa de conflictos sociales.

Tabla 1

ConflictoNúmero de civiles muertos

Investigación por muertes de civiles

Investigación contra manifestantes y dirigentes sociales

Conga 2012 5Archivada en eta-pa de investigación preliminar

Con acusación, se solicita 15 años de prisión para 19 campesinos.

Bagua 2009 15Archivada en eta-pa de investigación preliminar

El proceso se prolongó por más de siete años. Lle-gó a juicio oral. Se solicitaron penas desde 6 años de pena privativa de la libertad hasta cadena per-petua contra 88 personas. En el juicio oral, todos los procesados fueron absueltos al comprobarse que no existían pruebas que sustentaran los gra-vísimos cargos imputados.

Espinar 2012

3Archivada en eta-pa de investigación preliminar

El proceso lleva cinco años en curso y actualmen-te se encuentra en etapa de juicio oral. Se solicitan entre 4 y 10 años de prisión para 8 personas.

(Pérez Aguilera, 2017).

En la tabla 1 se muestra el número de fallecidos en tres de los conflictos sociales más importantes de las últimas décadas. Resulta paradójico que, a pesar de que entre los muertos se cuenten policías y civiles, las investigaciones a policías por la muerte de civiles sean archivadas en la etapa de investigación preliminar. En contraste, las investigaciones contra manifestantes y dirigentes sociales son seguidas hasta sus últimas consecuencias.

Si partimos de que esta versión antagónica de la protesta social abre un escenario de disputa por hegemonía política entre grupos dominantes y agentes de cambio, el fenómeno de la criminalización de la protesta puede

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ser conceptualizado como una expresión de la violencia del derecho. Conocer las normas vinculadas a este fenómeno y comprender sus dinámicas con otros campos sociales resulta necesario para caracterizar con profundidad esta violencia. Antes de ello, reseñaremos los estudios más importantes existentes en la actualidad sobre el tema que tratamos.

I V . E S T U D I O S S O B R E C R I M I N A L I Z A C I Ó N D E L A S P R O T E S TA S S O C I A L E S

Un número creciente de investigaciones sobre criminalización de protestas sociales se ha publicado en América Latina en los últimos años. Esto lleva a pensar que el fenómeno es vivido cada vez de manera más intensa en nuestros países y ha despertado el interés por describirlo y explicar algunas de sus causas y efectos en contextos históricos específicos. Así, estudios realizados en Chile (Le Bonniec, 2014; Marr, 2013), México (Morales, 2014), Perú (Saldaña, 2014; Rottenbacher & Schmitz, 2013) y Ecuador (Sánchez, 2015), entre otros, están describiendo los niveles de violencia con que viene actuando el Estado frente a las manifestaciones públicas y a los ciudadanos que en ellas participan. Asimismo, dichos estudios prestan atención a los discursos que se construyen en los medios de comunicación para estigmatizar a los ciudadanos que participan en manifestaciones públicas, así como a la judicialización en contra de muchos dirigentes sociales.

En primer lugar, la criminalización de la protesta ha sido comprendida por un grupo de estudios como una consecuencia de la implementación de las políticas neoliberales en América Latina y de una creciente demanda por seguridad. Así, se trataría de una consecuencia de la formación de un nuevo pacto social dentro de los países pobres (consenso en demanda de «seguridad») (Svampa & Pandolfi, 2004; Murillo, 2004). En ese sentido, la actuación estatal excesivamente represiva contra los ciudadanos que participan en protestas podría encontrar sus razones en la captura del Estado por parte de élites económicas capitalistas, y en la influencia de las potencias mundiales y de los organismos financieros internacionales a través de tratados y normas constitucionales que han consagrado la defensa del mercado y del interés privado al más alto nivel normativo (Artese, 2013).

En segundo lugar, se conoce también que la represión estatal se produce a través de distintos medios como la persecución, la brutalidad, las detenciones arbitrarias, las desapariciones forzadas, el hostigamiento y las amenazas, así como a través de la apertura de procesos penales en contra de líderes sociales. Esto último se traduce en la actividad fiscal por medio de acusaciones graves por delitos que no corresponden con tipos penales claros, la solicitud de penas excesivamente altas, la falta de individualización de las denuncias o la presentación de denuncias

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manifiestamente infundadas. También se manifiesta en la actividad de los jueces a través de la modificación arbitraria de la competencia territorial, los mandatos de detención preventiva sin fundamento y la imposición de penas excesivas. Además, los reportes de organismos de derechos humanos dan cuenta de la presión a la que se ven sometidos los fiscales y jueces cuando juzgan dirigentes de protestas sociales (Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, 2012, pp. 22-24; Instituto de Defensa Legal, 2012, pp. 31-38; Ardito, 2008).

Sobre este punto, se da cuenta, por ejemplo, de que el Estado peruano enfrenta las protestas sociales de forma desproporcionada y con métodos poco democráticos tales como la represión violenta sobre la base de normas legales que autorizan el uso desproporcionado de la fuerza, convenios que ponen a la Policía Nacional al servicio de empresas privadas, la participación de las Fuerzas Armadas en los conflictos sociales y la aplicación excesiva de sanciones penales (Gamarra, 2010, p. 202). En Argentina se señala que, en años recientes, se están multiplicando y agravando las figuras penales, aplicando las penas con mucha drasticidad y que los movimientos y pueblos están siendo estigmatizados. Como en el caso de Julio Fuentes, dirigente de la Confederación de Trabajadores de Argentina, quien ha soportado 50 procesos penales en su contra (Longo & Korol, 2008). Y Aton Fon Filho (2008) señala que en Brasil se están produciendo expresiones de criminalización de la protesta a través de los servicios de inteligencia que intervienen en los movimientos sociales, especialmente contra quienes defienden discursos disidentes del orden político.

En tercer lugar, la apertura de procesos penales en contra de dirigentes sociales ha sido una cuestión a investigar. En México, a través de entrevistas a activistas de derechos humanos y a autoridades judiciales, se reconstruyen las nociones de justicia y ley, convirtiendo el campo del derecho en un debate por dotar de significado a la realidad a través la imposición de discursos hegemónicos y simple ejercicio del poder (Morales, 2014). En un sentido contrario, también en un estudio de los juicios penales seguidos contra organizaciones políticas mapuches durante los últimos diez años, se afirma que han logrado convertir en un espacio de encuentro los tribunales y las cárceles de Chile, resignificando colectivamente aquello que era amenaza o vulneración, construyendo símbolos de lucha como «presos políticos», mártires y weifache (jóvenes guerreros) (Le Bonniec, 2014).

En cuarto lugar, el análisis de los discursos construidos a través del periódico La Tercera muestra la prevalencia de un contenido negativo en sus portadas y editoriales al referirse a las manifestaciones públicas contra el gobierno chileno en la época de la presidencia de Sebastián Piñera, incluso sacrificando el interés informativo de los medios de

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comunicación (Marr, 2013). Además, se ha determinado, por medio de metodologías de psicología social, que este tipo de discursos refuerza posiciones políticas conservadoras que alientan la respuesta estatal represiva (Rottenbacher & Schmitz, 2013).

Finalmente, los estudios sobre represión y protesta social han estado marcados por el interés en la relación entre ambos. Un grupo de respuestas señala que la represión disuade a las protestas por el costo que representa, mientras que otro grupo señala que podría tener también un efecto de radicalización. Por ejemplo, Opp y Roehl (1990), al referirse a las protestas antinucleares en Alemania Occidental entre 1982 y 1986, sostienen que, si bien inicialmente la represión supone un costo y, por tanto, un efecto disuasivo, cuando se considera ilegítima y los participantes están integrados en redes sociales, se activan procesos de micro-movilización para promover las protestas. Por su parte, Ronald (1995), al estudiar regímenes autoritarios, llega a la conclusión de que los grupos disidentes actúan de un modo más radical cuando son sometidos a medidas de represión sumamente duras y que las organizaciones se adaptan a la coerción estatal cambiando de estrategias políticas.

Como vemos, hay una gran cantidad de estudios sobre el tema de investigación, entre los cuales destacan los de años más recientes, centrados en analizar el sistema de justicia penal y el rol que juegan los medios de comunicación. En el presente artículo partimos de estos estudios, pero nos concentramos en describir a profundidad el marco normativo que permite la criminalización en el Perú. Asimismo, nos interesa compartir algunas reflexiones desde un marco teórico crítico sobre la violencia simbólica del derecho.

V . C O N T R A D I C C I O N E S Y L Í M I T E S D E L M A R C O J U R Í D I C O S O B R E E L U S O D E L A F U E R Z A

En el sistema universal de derechos humanos contamos con el «Código de conducta para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley» (A.G. Res. 34/169), en el que se establecen reglas aplicables para el personal policial, militar y, eventualmente, para otros funcionarios estatales que cumplan funciones análogas. Un aporte fundamental son los principios de necesidad y proporcionalidad, los que limitan el uso de la fuerza a supuestos en que no exista ninguna otra medida menos lesiva y con un criterio de proporcionalidad respecto del ataque que se busca repeler. Otro documento fundamental son los «Principios Básicos sobre el empleo de la fuerza y de armas de fuego por los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley» (1990). Ahí se establece el criterio del uso diferenciado y progresivo de la fuerza, priorizando los medios no violentos y se prohíbe el uso de armas letales, salvo cuando sea en defensa propia o de otras personas. Asimismo, se encuentran otros

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documentos como las «Directrices para la aplicación efectiva del Código de conducta para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley» (Consejo Económico y Social Res. 1989/61) y el «Conjunto de Principios para la protección de todas las personas sometidas a cualquier forma de detención o prisión» (A.G. Res. 43/173). De estos documentos, resulta importante la obligación que asume el Estado de capacitar y educar a los agentes en mecanismos idóneos para garantizar el orden en contextos de protestas sociales.

A nivel nacional se han acogido parcialmente estas disposiciones. La norma nacional más relevante que regula el uso de la fuerza para el restablecimiento del orden interno es el decreto legislativo 1186 —la fecha de publicación del decreto es el 16 de agosto de 2015, sin embargo, varias normas y modificaciones más recientes se han aprobado en el marco de delegaciones de facultades en materia de seguridad ciudadana—. En dicho decreto se encuentran recogidos el uso progresivo y diferenciado de la fuerza, así como los niveles de uso, sean preventivos o reactivos. Respecto a los niveles reactivos existen los siguientes: i) control físico, ii) tácticas defensivas no letales y iii) fuerza letal; además se encuentran desarrolladas detalladamente las circunstancias que darían lugar a los distintos niveles del uso de la fuerza, caracterizando a la fuerza letal como excepcional (DL 1186). Ocurre algo semejante con el decreto legislativo 1095 que regula el uso de la fuerza de las Fuerzas Armadas (en adelante FFAA) en el territorio nacional, analizaremos este decreto más adelante en detalle.

A nivel reglamentario, algunas de las disposiciones han sido desarrolladas también en el «Manual de operaciones de mantenimiento y restablecimiento del orden público» y el «Manual de derechos humanos aplicados a la función policial», así como en el reglamento que regula el uso de la fuerza por parte de la Policía Nacional del Perú (en adelante PNP) de reciente publicación (decreto supremo n.o 012-2016-IN). A pesar de la normativa vigente, el uso indiscriminado de la fuerza estatal ha producido cientos de muertos y miles de heridos (ver informes anuales de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, disponibles en su sitio web), especialmente en conflictos socioambientales por el territorio. La violencia con que han actuado contrasta con las garantías jurídicas a nivel internacional y nacional. A la luz de esta problemática, nos preguntamos cómo opera la legalidad frente al incumplimiento sistemático de las normas sobre uso de la fuerza y cómo se explica la extendida impunidad.

Para responder a estas preguntas, vamos a seguir el siguiente orden de argumentos: (1) existen vacíos legales y deficiencias en el decreto legislativo 1095; (2) se extiende la impunidad a través de la «Ley de licencia para matar»; (3) los convenios policiales con empresas mineras

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privatizan la seguridad pública; (4) la participación de la Dirección de Operaciones Especiales (DINOES) radicaliza el uso de la fuerza; y (5) los cambios recientes en las directivas de la PNP flexibilizan los controles.

V.1. La ausencia de control sobre la intervención de las Fuerzas Armadas

El decreto legislativo 1095 es la norma que regula la acción de las FFAA en el territorio nacional. El texto original, elaborado por el gobierno de Alan García, contenía disposiciones declaradas inconstitucionales por el Tribunal Constitucional en el caso de Seis mil cuatrocientos treinta ciudadanos representados por Magdiel Carrión pintado c. Ley n.o 29548; artículos del decreto legislativo n.o 1094 y artículos del decreto legislativo n.o 1095. Entre otras cosas, el texto establecía una definición demasiado amplia de «grupo hostil», lo que permitía extender el ámbito de aplicación del derecho internacional humanitario a supuestos de conflictos sociales. Por ejemplo, autorizaba el uso de armamento de guerra y permitía que los delitos cometidos durante conflictos sean investigados y juzgados por el fuero militar. Solo algunos de estos excesos fueron corregidos en la sentencia mencionada al reducir la definición de «grupo hostil»1.

Sin embargo, persiste un problema grave vinculado a los supuestos de intervención de las FFAA en el territorio nacional. De los tres supuestos contemplados en el artículo 4, solo en dos de ellos se establece como requisito una previa declaración de estado de emergencia. En el tercer supuesto se libera de esta exigencia, pues se señala lo siguiente:

La intervención de las Fuerzas Armadas en defensa del Estado de Derecho y protección de la sociedad se realiza dentro del territorio nacional con la finalidad de: […]

4.3. Prestar apoyo a la Policía Nacional, en casos de tráfico ilícito de drogas, terrorismo o protección de instalaciones estratégicas para el funcionamiento del país, servicios públicos esenciales y en los demás casos constitucionalmente justificados cuando la capacidad de la Policía

1 El Tribunal Constitucional desarrolló este punto en los fundamentos 374 y 375 de la sentencia 00022-2011-PI/TC: «[…] Así pues, resulta evidente que armas de tipo “punzo cortantes” o “contundentes” no reúnen las características que permitirían dotar a quienes las portasen de una potencia armada objetivamente superior a la de la policía, puesto que estos están autorizados a portar armas de fuego y cuentan con entrenamiento.

375. Si a lo anterior se le suma, como se ha desarrollado supra, la lógica de excepcionalidad y temporalidad que caracteriza a cualquier uso de la fuerza, resulta desde todo punto de vista desproporcionado autorizar el recurso a las FFAA para reprimir a un grupo de personas que, en función de los medios que emplean, son incapaces de representar “hostilidad militar”. En tales casos será siempre la PNP la encargada del control del orden interno». La definición actual de grupo hostil es la siguiente: «Pluralidad de individuos en el territorio nacional que reúnen tres condiciones: (i) están mínimamente organizados; (ii) tienen capacidad y decisión de enfrentar al Estado, en forma prolongada por medio de armas de fuego; y, (iii) participan en las hostilidades o colaboran en su realización» (fundamento 376).

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sea sobrepasada en su capacidad de control del orden interno, sea previsible o existiera peligro de que ello ocurriera (DL 1095).

Bajo la Constitución, cualquier forma de intervención de las FFAA en el territorio nacional debe considerarse excepcional, por ello, se exige una declaración previa y formal del estado de emergencia. Con esta disposición, se quiebra esta excepcionalidad y se abre la posibilidad de un uso indiscriminado. El Tribunal Constitucional, en lugar de declarar inconstitucional el artículo 4 inciso 3 en la referida sentencia, establece que «los demás casos constitucionalmente justificados» deben ser entendidos como «servicios públicos esenciales», los mismos que se encuentran «ya definidos por la legislación laboral, a pesar que el propio Decreto Legislativo Nº 1095 ya hace referencia expresa a los mismos» (Lovatón, 2015).

Examinemos el caso de la «protección de instalaciones estratégicas para el funcionamiento del país». Se trata de una fórmula jurídica abierta, cuyo contenido es definido por las autoridades del gobierno, en particular, por el presidente y el ministro de defensa. La práctica de los gobiernos muestra que se busca proteger las instalaciones vinculadas a industrias extractivas. Se permite la intervención de las FFAA sin que medie una declaratoria de emergencia para:

[…] garantizar el normal funcionamiento de los servicios esenciales y establecimientos públicos y privados tales como servicios de agua, luz, aeropuertos, vías de acceso, puentes, entre otros, con ocasión de la interrupción de vías de comunicación y paros que están impidiendo el normal desarrollo de actividades en dicho departamento (RS 218-2009-DE/SG).

La protección de «instalaciones estratégicas» funciona como justificación para el envío de las FFAA al control de conflictos sociales, pese a que, con frecuencia, estas instalaciones son la fuente de conflictividad al ser esenciales para la actividad de las industrias extractivas. Luego, las acciones de protesta suelen estar dirigidas contra dichas instalaciones, como sucedió en Bagua en el año, cuando se tomó la estación número 6 de Petroperú o en Cajamarca en 2012, cuando se bloquearon vías terrestres que permitían el acceso al proyecto «Minas Conga».

En los periodos presidenciales de los presidentes García (2006-2011) y Humala (2011-2016), hemos identificado 15 intervenciones de las Fuerzas Armadas que tienen como origen algún conflicto social. De estas quince intervenciones, al menos 10 fueron ordenadas sin que medie una declaración de estado de emergencia (ver infra, tabla 2). El uso de esta figura es excesivo. Las intervenciones de las FFAA sin declaratoria de emergencia duplican en número las veces que intervinieron con declaratoria de emergencia. La presencia recurrente de las FFAA en

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conflictos sociales las convierte en un escuadrón anti-protestas ante la población, desnaturalizando su función constitucional de seguridad del territorio nacional.

Finalmente, según el decreto legislativo 1095, se encuentran prohibidos los ataques contra civiles y quienes no participan en las hostilidades, en aplicación de los principios de distinción y proporcionalidad. Sin embargo, se sabe que parte de los muertos y heridos como consecuencia de conflictos son civiles que no estaban involucrados en las acciones de protesta.

V.2. El problema de la impunidad policial y la ley de licencia para matar

Mediante la ley 30151, de enero de 2014, se modificaron las causas eximentes de responsabilidad del Código Penal de la siguiente manera:

Artículo 20°.- InimputabilidadEstá exento de responsabilidad penal:(…)11. El personal de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional del Perú que, en el cumplimiento de su deber y en uso de sus armas u otro medio de defensa, causa lesiones o muerte.

Esta ley se encuentra en abierta contradicción con los «Principios Básicos sobre el empleo de la fuerza y de armas de fuego por los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley», los cuales establecen que «los gobiernos adoptarán las medidas necesarias para que en la legislación se castigue como delito el empleo arbitrario o abusivo de la fuerza o de armas de fuego por parte de los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley» (artículo 7). Así también lo ha entendido la sociedad civil y organismos del Estado como la Defensoría del Pueblo, la cual señaló en un pronunciamiento público que esta modificación

Contraviene parámetros internacionales como los Principios de las Naciones Unidas, que enfatizan en la necesidad de que el uso de la fuerza por parte de los órganos policiales y militares se realice con sujeción a reglas mínimas, claramente establecidas, que garanticen la vida e integridad de las personas (Defensoría del Pueblo, 2014b).

No se entiende la necesidad de esta modificación, pues el inciso 8 del mismo artículo del Código Penal ya eximía de responsabilidad al que «obra por disposición de la ley, en cumplimiento de un deber o en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo». Salvo que, como creemos, el objetivo haya sido extender el ámbito de aplicación más allá «del cumplimiento de su deber y en uso de armas en forma reglamentaria». Este cambio se produce en desmedro de lo dicho por

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el Tribunal Constitucional en la sentencia del caso Cinco mil trescientos noventa y tres ciudadanos representados por Juan Miguel Jugo Vera (203.5) c. art. 1º y 2º del decreto legislativo n.o 982 – D.L. que modifica el Código Penal, aprobado por el D.L. n.o 635 y otros:

Esta legislación no puede ser entendida como que está dirigida a impedir la investigación y procesamiento de malos policías o militares que delinquen —según se trate de la comisión de delitos de función, comunes o de grave violación de derechos humanos—; por ello, cuando a dichos servidores públicos se les impute la comisión de un ilícito, deben ser denunciados, investigados casos por caso, y si corresponde procesados dentro de un plazo razonable, con todas las garantías que la Constitución ofrece, no solo ellos, sino cualquier persona que se encuentre en similares circunstancias (fundamento 18).

El retiro de «uso reglamentario» del texto de la norma y el añadido «u otro medio de defensa» configuran una extensión significativa en el ámbito de aplicación de la eximente. Se abrió una vía legal que favorece la impunidad de agentes estatales que cometen abusos en el uso de la fuerza.

Esta posición con respecto a la ley 30151 no es pacífica en el debate académico. Un sector considera que la misma «no es una carta blanca para el uso de la fuerza por parte de funcionarios encargados de hacer cumplir la ley» (Villavicencio & Carrión, 2016, p. 992), ya que esta eximente debe ser leída de conformidad con los principios internacionales del uso de la fuerza y la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (véanse los casos Montero Aranguren y otros (Retén de Catia) vs. Venezuela y Zambrano Vélez y otros vs. Ecuador). La judicialización por el uso de la fuerza por parte de funcionarios encargados de hacer cumplir la ley tiene en común la aplicación de normas internacionales, las mismas que recogen los principios del uso de la fuerza tales como gradualidad, proporcionalidad, necesidad, etcétera. El que se haya suprimido la palabra «reglamentaria» no implicaría necesariamente que el uso de armas puede hacerse de manera anti-reglamentaria, debido a que el uso debe hacerse en «el marco de las regulaciones existentes a nivel internacional como interno» (Villavicencio & Carrión, 2016, p. 1007).

Sin embargo, la interpretación judicial ha ido en dirección contraria. A pocas semanas de promulgada esta modificación, el Primer Juzgado Penal de Huancavelica absolvió a cuatro policías acusados de homicidio por el conflicto a causa de la creación de la Universidad de Tayacaja en 2011. En la resolución, el juez señala que, pese a tratarse de hechos anteriores, el principio de retroactividad benigna obliga a la aplicación de la ley 30151 en favor de los procesados. Con esta decisión, el coronel

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encargado y los suboficiales investigados por la muerte de tres jóvenes debido a perdigones y disparos de rifles policiales AKM permanecen sin sanción alguna hasta la actualidad (véase Hoyos, 2014).

V.3. Una tendencia hacia la privatización de la seguridad: convenios policiales con empresas mineras

Otras normas que ponen en cuestión la regulación sobre el uso de la fuerza son la reciente ley de la Policía Nacional del Perú, publicada el 18 de diciembre de 2016 mediante el decreto legislativo 1267, ley que contempla los servicios policiales extraordinarios (en adelante SPE), y su reglamento, el decreto supremo 003-2017-IN2, el cual entró en vigencia el 21 de febrero de 2017. Gracias a esta normativa, muchas empresas mineras cuentan con convenios de servicios complementarios con la PNP: 112 convenios firmados en la historia, de los cuales 20 se encuentran en vigencia actualmente (Instituto de Defensa Legal, 2017).

La figura legal de los SPE permite la firma de convenios de prestación servicios entre la PNP y personas naturales y jurídicas, sean privadas o públicas. Los SEP vienen a reemplazar los anteriormente denominados «servicios extraordinarios complementarios a la función policial» (en adelante SEC)3. A través de estos convenios, se habilita a la PNP a prestar servicios de seguridad al sector privado, generando una grieta en el monopolio del uso de la fuerza que corresponde al Estado. De este modo, se pone en entredicho el principio de imparcialidad de la PNP, establecido en su Ley Orgánica (artículo 3).

Antes de las últimas modificaciones, los SEC eran un servicio remunerado directamente por los beneficiarios al personal policial, por lo que, para efectos prácticos, se convertían en sus empleadores. El personal policial podía prestar estos servicios tanto en días regulares de trabajo como en días de franco y/o vacaciones, disminuyendo su capacidad operativa. Además, cualquier accidente durante la prestación de los SEC era considerado en acto de servicio, por lo que les correspondía acceder a los beneficios sociales otorgados por el Estado. Esto constituía un subsidio estatal en favor de las empresas contratantes. A partir de febrero, con la entrada en vigencia del nuevo reglamento de los SPE, se modificaron algunos aspectos del servicio extraordinario. Ahora, el pago no lo realiza

2 En la disposición complementaria transitoria del decreto supremo 003-2017-IN se establece que los convenios que impliquen la prestación de servicios policiales que se encuentren vigentes se deberán adecuar a los nuevos lineamientos en un periodo máximo de 3 meses desde la entrada en vigencia del decreto supremo.

3 Cuya cobertura normativa era la ley 28857, «Ley del régimen de personal de la Policía Nacional del Perú» del 27 de julio de 2006, la cual quedó derogada por el decreto legislativo 1148, la «Ley de la Policía Nacional del Perú» del 11 de diciembre de 2012, y la regulación más detallada de los servicios complementarios se encuentra en el «Reglamento de prestación de servicios extraordinarios complementarios a la función policial», aprobado por decreto supremo 004-2009-IN, de 15 de julio de 2009.

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directamente el beneficiario al personal policial, sino a través de la PNP que, a su vez, asignará una bonificación al agente que brinda el servicio. La PNP se constituye como un intermediario entre el beneficiario y el personal policial que brinda el SPE. Por último, estos servicios ya no podrán ser prestados por el personal policial en servicio, sino solo por aquellos que se encuentren de franco, de vacaciones o de permiso. Sin embargo, no se encuentran determinadas cuáles situaciones son las que hacen al agente acreedor del permiso. Podría tratarse de una manera oculta de incluir al personal que está en servicio, pues se podría otorgar un «permiso» específicamente para que se brinde los SPE.

En opinión de especialistas en temas de seguridad ciudadana del Instituto de Defensa Legal (en adelante IDL) (2017), este nuevo reglamento reglamenta lo que ha venido sucediendo en la práctica en los convenios. Consideramos que estos cambios mantienen la esencia de dichos convenios, a saber, la «privatización de la seguridad ciudadana» (Ruiz Molleda & Másquez Salvador, 2015, p. 2) y la interferencia en la imparcialidad de la función pública. Varios organismos de la sociedad civil han denunciado la nocividad de este tipo de servicios, afirmando lo siguiente:

Los convenios restringen el acceso al servicio de seguridad policial, pues interfieren en la imparcialidad de la Policía Nacional, y generan discriminación en desmedro de la comunidad. Los convenios deterioran la prestación del servicio policial, orientado a garantizar la seguridad ciudadana. Asimismo, la celebración de convenios constituye una vulneración al derecho a la igualdad y no discriminación, en concreto, tratándose de discriminación por razón económica, en perjuicio de la población y en beneficio de la empresa (Servindi, 2015).

V.4. La intervención de escuadrones policiales antisub-versivos en conflictos

Según el decreto legislativo 1148, las Unidades Territoriales de la PNP son las «encargadas de comandar, orientar, coordinar, evaluar y supervisar el cumplimiento de actividades y funciones policiales dentro de la demarcación de su competencia» (artículo 32, inciso 2). Debido a que los conflictos se producen en distintas regiones del país, son dichas unidades las llamadas a cautelar el orden público. Sin embargo, sus capacidades son sobrepasadas en fuerza durante los periodos críticos del conflicto a causa de la falta de personal policial adecuadamente entrenado. En estos casos, la Dirección Nacional de Operaciones Especiales (DINOES) ha acudido en apoyo a las Unidades Territoriales.

Existen problemas con esta práctica, pues se trata de agentes con formación de combatientes antisubversivos, formación distinta a la del

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resto del cuerpo policial. De acuerdo con los representantes de esta dirección, la DINOES interviene por decisión del comando de la PNP con la finalidad de restablecer el orden interno, aunque señalan que existen carencias del tipo logístico —carencia de armas no letales— y de cantidad de personal disponible (2350 efectivos a su cargo, cuando se requieren al menos 3000) (IDEHPUCP, 2013, p. 38). La intervención de las unidades antisubversivas en conflictos socioambientales no es excepcional, es la consecuencia natural de la hegemonía del discurso extractivista y su construcción del enemigo. A través de medios de comunicación, se difunde la idea de que el progreso o desarrollo está ligado necesariamente a la extracción de recursos no renovables, lo que supone que las naciones que no utilicen sus recursos como materias primas permitirían que se mantenga la pobreza por ignorancia u holgazanería (Silva Santisteban, 2016, p. 86).

El enemigo de ese modelo de desarrollo es calificado de antiminero, antisistema, violento, conflictivo y, en su versión más radical, como «terrorista antiminero» (según la expresión del ejecutivo de la minera Southern Perú, Julio Morriberón, en radio nacional durante las protestas en Islay en el año 2015). La descalificación del otro como terrorista es el punto de quiebre en el discurso que legitima su exterminio, como ocurría durante el Conflicto Armado Interno. Este discurso recae especialmente sobre los pueblos indígenas y comunidades campesinas, quienes son los actores principales de las protestas, en un proceso que Rocío Silva Santisteban denomina la basurización simbólica de la alteridad radical, la consideración de alguien que debe estar afuera del sistema para que funcione (2016, p. 100).

V.5. La noción de peligrosidad en las normas internas de la policía

A nivel interno, la PNP cuenta con la directiva que «Establece normas y procedimientos para el uso de armas no letales y armas letales de uso policial en las intervenciones policiales» (directiva 03-17-2015-DIRGEN-PNP/EMG-PNP-B). Esta norma integra los procedimientos operativos que antes se encontraban aislados, tanto en el uso de armas letales como no letales. Ahí se recogen los principios de legalidad y necesidad, se prohíbe el uso arbitrario de la fuerza, se establecen las circunstancias en que se puede usar armas letales y no letales, así como el uso diferenciado de la fuerza frente a civiles. Se trata de una norma administrativa conforme a la cual el personal policial debe ordenar su actuación de manera conforme a los derechos humanos. No obstante, las garantías de la nueva directiva son menos específicas que la normativa anterior. Por ejemplo, la directiva sobre el procedimiento para el uso racional de la escopeta de caza con perdigones de goma no letal (directiva 03-23-DGPNP-DIREOP/COMAPE/), regulaba a

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detalle su uso a distancias no menores de 35 metros, con dirección a las extremidades inferiores, la obligación de dar avisos previos con altavoces, entre otros. Estos detalles ya no existen en la nueva regulación, lo cual constituye un retroceso, pues estándares específicos sirven de parámetro más estricto en el control de los excesos.

Por otro lado, la PNP cuenta con un «Manual de operaciones de mantenimiento y restablecimiento del orden público» (2016), donde se establecen los niveles del uso progresivo y diferenciado de las armas letales y no letales en operaciones de mantenimiento y restablecimiento del orden público, se definen tipos de roles en el momento de las intervenciones, el flujo de decisiones según las jerarquías, entre otros. Vale la pena destacar el apartado K del Manual referido a los «Indicios para determinar la peligrosidad de las masas». En el numeral 34 se habla de «el carácter político, contestatario o reivindicatorio de la manifestación» y en el numeral 55 de la «clase y categoría de los ciudadanos convocados», como si ambos pudieran servir como criterios de peligrosidad a priori. Este tipo de disposiciones asume que hay ciudadanos peligrosos en función de su clase o su categoría, de hecho, se habla expresamente de «categoría socio-económica, cultural, laboral o profesional». Se deja en criterio de los comandos policiales la determinación de lo peligroso en una interpretación que se apoya en sus valores propios y que muchas veces parece reproducir relaciones de discriminación estructural. Es posible que en disposiciones como esta resida la explicación al hecho de que casi la totalidad de las muertes producidas en conflictos haya ocurrido en zonas rurales del país (Pérez Aguilera, 2017, p. 64)6.

4 «3. Carácter político, contestatario o reivindicatorio de la manifestación. Hay que tener en cuenta los diferentes aspectos socioeconómicos y/o políticos existentes durante

el momento de la realización de la manifestación, ya que estos, aparte de ser su causa generadora, pueden dar mayor o menor fuerza de acción y cobertura a la manifestación. En caso de que un grupo de ciudadanos considere vulnerados sus derechos y/o ejercicio de sus libertades, por falta de entendimiento de sectores políticos o inapropiadas comunicaciones con el gobierno central o local, puede darse como resultado que la población llegue a la inestabilidad, de tal manera que una asociación o sindicato, tradicionalmente pacífico, pueda tornarse violento o peligroso en sus diferentes manifestaciones. Dentro de la apreciación de la situación es importante conocer a fondo los diferentes aspectos del ámbito en que se desarrolla la manifestación y la posición de las autoridades frente a la misma, con el fin de prever reacciones, procedimientos o apoyos».

5 «5. Clase y categoría de los ciudadanos convocados. Se debe tener en cuenta la categoría socio-económica, cultural, laboral y/o profesional, ya que esto

permite determinar los recursos, medios y forma de orientar el control de la manifestación En caso de presentarse una conciliación o coordinación con los dirigentes, es importante conocer este aspecto para enfocar adecuadamente la solución. De un manejo óptimo y oportuno depende gran parte de control que permanentemente se debe tener sobre la situación».

6 En el Informe anual 2015-2016 de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos se establece que, en el gobierno de Ollanta Humala y en lo que va del de Kuczynski, del total de asesinatos a defensores de los derechos humanos, el 94,87% operan en zonas rurales (Pérez Aguilera, 2017, p. 64).

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V I . E XCESOS Y NORMALIZACIÓN DE LOS ESTADOS DE EMERGENCIA EN CONFLIC TOS SOCIOAMBIENTALES

Los estados de emergencia son supuestos excepcionales que facultan al Estado a suspender determinados derechos fundamentales de manera temporal «en el caso de perturbación de la paz o del orden interno, de catástrofe o de graves circunstancias que afecten la vida de la Nación» (Constitución Política del Perú, 1993, artículo 137). El Tribunal Constitucional refiere que el estado de emergencia es una respuesta a situaciones extraordinarias que se configuran «[…] por la alteración del normal desenvolvimiento del aparato estatal y/o de las actividades ciudadanas, y cuya gravedad hace imprescindible la adopción de medidas excepcionales […]» (Defensor del Pueblo – Walter Albán Peraltan c. art. 2°, 4° y 5°, en sus incisos B), C), D), H); 8°, 10° y 11° de la ley 24150, fundamento 12).

Abraham Siles alude a la naturaleza paradójica de los estados de excepción, pues se trata de medidas reconocidas en la propia Constitución que suspenden su plena vigencia, con el propósito ulterior de salvaguardarla (Siles, 2015, p. 75). Por otro lado, sostiene que, en el Perú, vivimos una «normalización de la emergencia» (2016, p. 134), pues se utiliza este mecanismo de manera regular, y se lo aplica a situaciones que no amenazan de modo alguno la continuidad del Estado y la sociedad, como en el caso del valle del río Apurímac y Ene (VRAEM), en la selva central, donde el estado de emergencia supera la década de duración ininterrumpida.

La idea de normalización de la emergencia alude también al hecho de que los requisitos exigidos no vienen siendo cumplidos. Por ejemplo, la determinación espacial de los estados de emergencia suele ser muy amplia, en algunas ocasiones se ha dictado a todo el territorio nacional (decreto supremo 55-2003-PCM) y en otras apenas se menciona una ubicación de manera laxa, nombrando varios distritos, provincias e incluso regiones —en el decreto supremo 011-2010-PCM, en el cual se declara estado de emergencia debido a un paro de transportistas, la determinación espacial se hizo de esta manera: «En los distritos de los departamentos de Junín y Lima, en los que se encuentra ubicada la Red Vial Centro, por los cuales se transporta alimentos y mercancías a la ciudad de Lima»—. Por otro lado, la transitoriedad de los estados de emergencia es un requisito flexibilizado porque en la mayoría de los casos se aplica el máximo posible (60 días) e incluso se prorroga sin mediar justificación, aprovechando el vacío legal. Finalmente, la experiencia muestra que el gobierno siempre restringe todos los derechos que la Constitución permite, en contra del criterio de excepcionalidad que ordena una restricción necesaria y proporcional.

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Los motivos que pueden leerse en los decretos supremos apelan a la existencia de actos contrarios a la legalidad vigente, violencia y alteración del orden público que ponen en riesgo la seguridad de los ciudadanos, afectan la propiedad pública o privada, producen desabastecimiento, etcétera. Sin embargo, en estos casos, el concepto de orden público parece equipararse al normal desarrollo de la actividad minera y, en consecuencia, se considera vulnerado cuando ocurren expresiones o acciones de protesta contra dicha actividad. Resulta clarificadora la declaración del general PNP Max Iglesias, titular de la VII Macro Región Policial de Cusco y Apurímac, cuando justifica la expulsión de dos periodistas canadienses que organizaron la proyección de un documental sobre contaminación minera en Chumbivilcas, Cusco:

Estaban realizando eventos, reuniones en los que estaban alentando los actos de protesta contra la actividad minera legalmente autorizada por el Estado. […] Han alentado, justamente en aquellos lugares donde se han desarrollado conflictos sociales, alentaban a los actos de protesta […] Lo que sí está sancionado administrativamente es participar en actividades que pongan en riesgo el orden público y cuando se alienta los actos de protesta justamente estamos invitando a ello… (sic) (entrevista del 24 de abril de 2017, realizada por Cusco en Portada; las cursivas son nuestras).

VI.1. La intervención de las Fuerzas Armadas durante los conflictos socio-ambientales

Los estados de emergencia se han convertido en una respuesta frecuente ante la incapacidad del Estado de brindar soluciones a los conflictos socioambientales. Gobiernos con discursos ideológicos diversos han recurrido a ellos, permitiendo, en la mayoría de los casos, la intervención de las FFAA (ver tabla 2).

Tabla 2

Estados de emergencia por gobierno

Toledo (2001-2006)

García (2006-2011)

Humala (2011-2016)

Número de declaratorias 5 12 7

Tabla de elaboración propia a partir de los datos proporcionados por la Defensoría del Pueblo y la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos.

Desde la vigencia del decreto legislativo 1095, se flexibilizó la posibilidad de que las fuerzas militares puedan intervenir sin necesidad de una

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declaratoria de estado de emergencia. Hasta en quince ocasiones, las FFAA han intervenido en conflictos sociales en los periodos de gobierno de Alan García y Ollanta Humala; en diez ocasiones sin declaratoria de emergencia (ver tabla 3).

Tabla 3

Intervención de las Fuerzas Armadas en conflictos por gobierno

Toledo (2001-2006)

García (2006-2011)

Humala (2011-2016)

Con estado de emergencia – 2 3

Sin estado de emergencia – 7 3

Tabla de elaboración propia a partir de los datos proporcionados por la Defensoría del Pueblo y la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos.

Por otro lado, hemos identificado una práctica recurrente en varios casos de estudio que calificamos como «estado de emergencia de facto». En casos como Conga en el año 2012 e Islay en 2015, la intervención de las FFAA produjo, en la práctica, un adelanto o una continuación del estado de emergencia más allá del límite temporal señalado en el decreto supremo de declaratoria respectivo. En la figura 1 se puede observar que, en el periodo diciembre 2011-febrero 2012, la intervención de las FFAA coincide con la declaración de estado de emergencia, pero ambas medidas tienen supuestos legales habilitantes distintos. Mientras que el estado de emergencia se declara por medio del decreto supremo 093-2011-PCM, la intervención de las FFAA se aprueba por medio de la resolución suprema 591-2011-DE, autorizando la acción de las FFAA sin estado de emergencia (artículo 4.3 del DL 1095).

Mientras que en el periodo del 29 de mayo de 2012 al 23 de julio de 2012 se permitió la intervención de las FFAA en apoyo de la PNP por medio de las resoluciones supremas 231-2012-DE y 297-2012-DE, y solo pasado un mes se declaró formalmente el estado de emergencia por medio del decreto supremo 070-2012-DE y su prórroga por medio del decreto supremo 082-2012-PCM. La presencia militar en la zona antecede y sobrepasa los límites temporales establecidos legal y constitucionalmente, lo que genera zonas grises de legalidad en las que se producen actos de violencia denunciados continuamente por la población local.

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Figura 1 Línea de tiempo de estados de emergencia en Cajamarca

Autorización de intervención de las FFAA en apoyo de la PNP

(05/12/2011 –04/02/2012)

Declaración de estado de emergencia

(29/05/2012–25/06/2012)Prórroga (25/06/2012–25/07/2012)

diciembre (2011) enero (2012) febrero marzo abril mayo junio julio agosto septiembre

(05/12/2011–04/02/2012)

Declaración de estado de emergencia(04/07/2012–01/08/2012)

Prórroga (01/08/2012–01/09/2012)

Autorización de intervención de las FFAAen apoyo de la PNP

En el caso Tía María (Islay, Arequipa), durante el periodo del 26 de mayo de 2015 al 24 de junio del mismo año, se autorizó la intervención de las FFAA a través de la resolución suprema 118-2015-IN. A diferencia de la declaración de estado de emergencia en Islay, aplicable solo a algunos distritos, esta resolución consideró varios departamentos como Apurímac, Ayacucho y Cajamarca, entre otros. Adicionalmente, en julio de 2015, como se puede observar en la figura 2, tan pronto como terminó el estado de emergencia, se autorizó la intervención de las FFAA, prolongándose por 2 meses en la provincia de Islay.

Figura 2 Línea de tiempo de estados de emergencia en Islay (2015)

mayo junio julio agosto septiembre

Declaración de estado de emergencia (22/05/2015–22/07/2015)

Varios distritos de Islay

Autorización de intervención de las FFAA en apoyo de la PNP (26/05/2015–24/06/2015)

Varios departamentos del país

Autorización de intervenciónde las FFAA en apoyo de la PNP

(23/07/2015–22/08/2015)Prórroga (22/08/2015–30/09/2015)

La flexibilidad para la intervención militar que el decreto legislativo 1095 permite ha traído como consecuencia, en muchos casos, la vulneración de los principios básicos en el uso de la fuerza y otras normas constitucionales. La intervención militar de manera recurrente y su falta de preparación para el restablecimiento del orden interno revelan que se trata de una práctica que debería limitarse, toda vez que su función constitucional primordial es la defensa ante amenazas externas. Su

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sola presencia en territorios donde se producen movilizaciones sociales puede considerarse una forma de violencia.

VI.2. Las muertes producidas durante la vigencia de los estados de emergencia

Con ayuda de los datos de la Oficina de Conflictos Sociales de la Defensoría del Pueblo y los informes de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, identificamos un total de 23 declaratorias de estados de emergencia a raíz de conflictos sociales desde 2004 hasta 2016, sin contar las autorizaciones para el ingreso de FFAA sin estado de excepción, las prórrogas y otras ampliaciones. La relación entre estados de emergencia y muertes es preocupante. Cerca de 50 homicidios producidos en conflictos sociales han ocurrido el mismo día en que se ha declarado el estado de emergencia. Los niveles de violencia que se activan durante los estados de excepción son graves.

Tabla 4

Muertes durante estados de emergencia*

ConflictoDecreto supremo

Fecha de publicación

Personas muertas

San Gabán / toma de hidroeléctrica

071-200419/10/2004 Vigencia desde el día de publicación

Florencia Quispe (36), José Sonco Palomino (40) y Wilber Campos (19/10/2004)

Bagua / Afrodita (decretos legisla-tivos)

035-2009(ampliación del estado de emergencia)

05/06/200933 muertos (10 civiles y 23 poli-cías) (05/06/2009)

Cajamarca / Conga

070-2012 03/07/2012José Silva Sánchez (35), Eusebio García Rojas (48) y Marcial Medi-na Aguilar (17) (03/07/2012)

Espinar / Antapaccay (expansión de Tintaya)

056-2012 28/05/2012Rudicendo Manuelo Puma (27) y Walter Sencia Anca (24) (28/05/2012)

Islay / Tía María 040-201522/05/2015Vigencia desde el día de publicación

Ramón Colque Vilca (55) (22/05/2012)

Cotabambas / Las bambas

068-2015 29/09/2015

Exaltación Huamaní Mío (32), Alberto Cárdenas Challco (24) y Beto Chahuayllo Huillca (39) (28/09/2015)

* Hemos dejado de lado en este cuadro la declaratoria de estado de emergencia en Andahuaylas en el año 2005 producto del caso conocido como «Andahuaylaso», pues su naturaleza es distinta.Tabla de elaboración propia a partir de los datos proporcionados por la Defensoría del Pueblo y la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos.

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En la tabla se puede ver que, en los casos Tía María y San Gabán, el estado de emergencia entró en vigencia el mismo día de su publicación, lo que contraviene la regla constitucional que establece la vigencia desde el día siguiente. Se observa que el mismo día en que se publican los decretos supremos se producen las muertes, es decir, cuando legalmente no rige el estado de excepción. La represión estatal parece funcionar sin tomar en cuenta los límites legales más elementales.

En algunos casos, los estados de emergencia son declarados inmediatamente después de que ocurrieron muertes en el conflicto (como en Las Bambas, en septiembre de 2015), por lo que también son usados como una reacción al desborde, para controlar a la población. La represión, la criminalización y el uso de la fuerza letal es el mensaje subyacente de las declaratorias de emergencia.

V I I . E N D U R E C I M I E N T O D E L A S L E Y E S P E N A L E S R E L AT I V A S A L O R D E N P Ú B L I C O

Bajo las garantías constitucionales, el derecho penal debe ser aplicado siguiendo el criterio de ultima ratio, es decir, solo cuando sea estrictamente necesario para proteger los bienes jurídicos de mayor relevancia. Sin embargo, la CIDH dice lo siguiente al respecto:

En varios países de la región se emplea el poder punitivo no con el fin de prevenir y sancionar la comisión de delitos o infracciones a la ley, sino con el objeto de criminalizar la labor legítima de defensoras y defensores de derechos humanos. El uso indebido del derecho penal se da por ejemplo cuando se les imputa indebidamente a las y los defensores la comisión de supuestos delitos por las actividades que promueven, privándoles de libertad en momentos cruciales para la defensa de sus causas, así como sometiéndoles a procesos sin las debidas garantías (2015, p. 50).

La CIDH muestra que los delitos más recurrentes de este patrón de criminalización son los relacionados al orden público como entorpecimiento de servicios públicos, disturbios, sedición, motín, daños, entre otros. Los Estados no han seguido las reiteradas recomendaciones respecto de la necesidad de derogar o reformular la tipificación de varios de estos delitos por ambiguos y demasiado amplios. Por el contrario, en algunos casos, la tendencia ha sido la profundización de estas deficiencias. El Perú es un ejemplo de esta tendencia creciente a tratar penalmente las protestas sociales. Si tomamos como referencia temporal el periodo del «boom extractivo» (2001-2014) (Ávila Palomino, 2016), podemos dar cuenta de una serie de modificaciones legales que aumentan las penas en delitos contra el orden público, se crean nuevas agravantes, se amplían los tipos penales, etcétera.

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En primer lugar, el delito de disturbios (artículo 315 del Código Penal) ha pasado de tener una tipificación limitada y una pena máxima de dos años a una tipificación cada vez más abarcadora y penas más drásticas. En el año 2002 se corrigieron algunas deficiencias del tipo penal y se elevaron las penas a un rango de entre tres y seis años (ley 27686). En el año 2006, las penas se elevaron a seis y ocho años (ley 28820)7. Y en el año 2013 se incorporó un agravante que establece que, si durante la ocurrencia de disturbios, ocurren ataques a la integridad seguidos de muerte, el hecho será considerado como un asesinato, es decir, como un delito de máxima gravedad penado con no menos de veinticinco años de prisión (ley 30037).

Además, en el año 2015 se han incorporado agravantes del delito de disturbios: a) en caso de que los participantes de los disturbios usen distintivos de fuerzas policiales o militares, la pena sería entre ocho y diez años; b) si el atentado a la integridad física es seguido de lesiones graves, entre ocho y diez años; y c) si es seguido de muerte, no menor a quince años (decreto legislativo 1237). Este delito ha servido como herramienta para procesar a diferentes personas que estaban ejerciendo du derecho a la protesta. Tal es el caso de Herbert Huamán Ilave, Sergio Huamaní y Oscar Mollohuanca Cruz, dirigentes sociales procesados a raíz de las protestas en la provincia de Espinar; Walter Aduviri Calizaya, procesado y condenado por este delito a siete años de pena privativa de libertad (véase la sentencia del caso Estado peruano y otros c. Walter Aduviri Calizaya y otros), entre otros casos.

En segundo lugar, el delito de entorpecimiento de servicios públicos (artículo 283 del Código Penal) ha pasado de un tipo específico y una pena en un rango de dos a cuatro años, a un rango de cuatro a seis años en su tipo base y un supuesto agravado que va de seis a ocho años. En 2002 se incorporó un párrafo que establece lo siguiente:

En los casos en que el agente actúe con violencia y atente contra la integridad física de las personas o cause grave daño a la propiedad pública o privada, la pena privativa de la libertad será no menor de tres ni mayor de seis años (ley 27686).

En el año 2006, se incorporó en la redacción del tipo base lo siguiente: «[…] quien entorpece el normal funcionamiento […] de la provisión de hidrocarburos […]» (ley 28820), lo cual está directamente relacionado con protestas socioambientales, y se elevaron las penas al rango de entre cuatro y seis años. En el año 2010, la pena del supuesto agravado se elevó al rango de entre seis y ocho años (ley 29583). En 2016 se incluyó

7 «El que en una reunión tumultuaria, atenta contra la integridad física de las personas y/o mediante violencia causa grave daño a la propiedad pública o privada, será reprimido con pena privativa de libertad no menor de seis ni mayor de ocho años» (ley 28820, artículo 315).

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en la redacción del tipo base «el gas y los productos derivados de los hidrocarburos» (decreto legislativo 1245) como parte de los servicios públicos que no pueden ser impedidos, estorbados o entorpecidos en su funcionamiento. Este delito ha sido uno de los más usados para procesar a personas que ejercieron su derecho a la protesta, pues ha sido utilizado en prácticamente todos los procesos penales abiertos como consecuencia de conflictos sociales en la última década.

En tercer lugar, el delito de atentado contra la seguridad común (artículo 281 del Código Penal) establecía, en su redacción inicial, penas de tres a ocho años. En el año 2006 se elevaron las penas, ahora van de seis a diez años (ley 28820), y en 2010 se modificó el artículo, castigando a quienes atentan contra infraestructura de electricidad, gas, etcétera (ley 29583). Recientemente, en el año 2016, se incluyó también la infraestructura para la producción de hidrocarburos (DL 1245). Este tipo penal fue uno de los usados para procesar a los dirigentes sociales por las protestas ocurridas en la provincia de Espinar.

Finalmente, en los delitos contra la integridad física y contra el patrimonio, también se pueden identificar modificaciones que guardan relación con protestas socioambientales de los últimos años. El delito de lesiones graves (artículo 121 del Código Penal) establece como agravante que el sujeto pasivo sea miembro policial o militar desde una modificación realizada en el año 2006 (ley 28820). Luego, en 2013 se amplía el supuesto, incluyendo a autoridades elegidas por mandato popular (ley 30054) y en el año 2015 se incluye el supuesto de lesiones seguidas de muerte que, en el caso de policías y militares, se sanciona con una pena de entre doce y quince años (DL 1237).

El delito de hurto agravado (artículo 186 del Código Penal) ha incluido un supuesto nuevo desde el año 2010 que agrava la pena cuando se trate de bienes, infraestructura o instalaciones de uso público, o relacionados a servicios públicos como saneamiento, electricidad, gas o telecomunicaciones (ley 29583). Asimismo, en 2016 se estableció también la agravante que se refiere a hurtos cometidos sobre infraestructura e instalaciones públicas o privadas que sean utilizadas para toda la cadena productiva de gas, hidrocarburos o derivados (DL 1245).

En el año 2016, el delito de extorsión (artículo 200 del Código Penal) incorporó una modificación que incluye el siguiente supuesto:

El que mediante violencia o amenaza, toma locales, obstaculiza vías de comunicación o impide el libre tránsito de la ciudadanía o perturba el normal funcionamiento de los servicios públicos o la ejecución de obras legalmente autorizadas, con el objeto de obtener de las autoridades cualquier beneficio o ventaja económica indebida u otra ventaja de cualquier otra

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índole, será sancionado con pena privativa de libertad no menor de cinco ni mayor de diez años (decreto legislativo 982; las cursivas son nuestras).

La nueva redacción del delito es tan amplia que es fácilmente atribuida a una acción de fuerza en el marco de protestas sociales, pues se puede entender que los manifestantes efectivamente quieren obtener un «beneficio» de las autoridades. Incluso, algunas acciones de protesta serían supuestos de extorsión agravada, ya que participan más de dos personas, por lo que la pena sería entre quince y veinticinco años. Este tipo penal fue usado para procesar a Walter Aduviri Calizaya por el caso conocido como el Aymaraso en el año 2011.

La tendencia hacia una política criminal más represiva parece ser un fenómeno regional antes que nacional únicamente. En los últimos 25 años, los países de América del Sur han superado la cifra de 150 presos por cada 100 000 habitantes, con la única excepción de Bolivia. Esto ha representado un crecimiento en la tasa de encarcelamiento, desde 1992 a la actualidad, de 305% en Brasil, 242% en Perú, 212% en Colombia, entre los más importantes (Sozzo, 2016, pp. 11-13). No se puede afirmar que los cambios legislativos en delitos contra el orden público tengan como causa la expansión de industrias extractivas en el país, pero no se puede dejar de anotar que ambos fenómenos ocurren de manera simultánea. Todavía más, se puede señalar que otro tipo de delitos como los que atentan contra el medio ambiente o el sistema tributario apenas han recibido atención de los reformadores. De esta manera, algunos delitos que son cometidos por empresas extractivas pasan inadvertidos o no terminan en sanciones concretas.

Un ejemplo de esto último es el caso de Víctor Gonzales Rocha, presidente de la minera Southern, acusado desde 2007 por contaminación ambiental debido a la descarga de relaves mineros en la bahía de Ite (Tacna). Luego de diversos intentos de elusión de la justicia, para evitar una sentencia de prisión por 30 meses8, consiguió una medida cautelar que suspendió el juicio y, posteriormente, una declaración de prescripción. Otro caso es el de la supuesta evasión tributaria de la minera Yanacocha. Según Raúl Wiener, la empresa ha realizado maniobras contables para pagar menos impuestos (aproximadamente 2 mil millones de dólares) en el periodo 2006-2012, ha tergiversado estadísticas para aumentar sus costos indirectos, ha registrado como parte de Yanacocha los gastos en el nuevo proyecto Conga, permitiendo declarar pérdidas antes que utilidades y ha generado rubros que encubren utilidades no registradas de los socios (Wiener, 2015).

8 Véase: http://www.peruanoscontralacorrupcion.com/index.php/2015/06/30/southern-hay-mas-pruebas-de-contaminacion-en-ilo-entre-el-2007-y-el-2009/

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El trato diferenciado que reciben las distintas clases de delitos que ocurren alrededor de los conflictos socioambientales hace pensar en un sistema de justicia penal arbitrario y selectivo. Para Zaffaroni, la selectividad parte del hecho de que el sistema penal solo puede castigar efectivamente una ínfima cantidad de delitos cometidos en una sociedad debido a la gran cantidad de casos que ocurren y a su limitada capacidad de respuesta (1998). Por razones estructurales, esto deviene en un «ejercicio de poder que se orienta a la contención de grupos bien determinados y no a la represión del delito» (Zaffaroni, 1998, p. 27), un mecanismo que sirve para la marginación de sectores excluidos y, en el caso que nos ocupa, de disidentes políticos.

En varios de los conflictos que hemos tratado aquí, los manifestantes suelen ser pobres, campesinos, indígenas. Que la represión policial y militar sea especialmente drástica con ellos y que los responsables por sus muertes se mantengan impunes parece ser signo de un racismo estatal histórico. De esta forma, la justicia penal reproduce la dominación y segregación que se encuentran instauradas desde la Colonia. Es decir, no solo se mantiene la división racial, sino que sirve a la construcción sistemática de «indeseabilidad» social, repugnancia física y moral (Segato, 2007, p. 150).

V I I I . F L E X I B I L I Z A C I Ó N D E L A S G A R A N T Í A S D E L D E B I D O P R O C E S O P E N A L

Por otro lado, algunos cambios legislativos en materia procesal penal han ampliado en el pasado reciente las facultades policiales en casos de detención. Algunos ejemplos de esto son la ley 30558, del 9 de mayo de 2017, los decretos legislativos 983, 988 y 989, del 22 de julio de 2007, y la ley 29986, del 18 de enero de 2013. Todas estas modificaciones no pueden ser entendidas aisladamente, deben ser leídas en un contexto de alta conflictividad social, aumento de la represión estatal y militarización de los territorios en conflicto.

La ley 30558 modifica el artículo 2 de la Constitución Política del Perú, ampliando el plazo de detención policial en casos de flagrancia de 24 a 48 horas y agregando un nuevo supuesto de detención preliminar hasta por quince días en el caso de delitos cometidos por organizaciones criminales. Por su parte, el decreto legislativo 983 modificó el artículo 259 del Código Procesal Penal (en adelante CPP) y ha extendido el concepto de flagrancia al hallazgo del sospechoso dentro de las 24 horas de ocurrido el hecho. El decreto legislativo 988 establece la incomunicación del investigado a pedido del fiscal, en caso de que lo considere indispensable para el esclarecimiento de los hechos por un máximo de diez días. Y el decreto legislativo 989 faculta a la PNP a realizar actos de investigación sin autorización del fiscal, cuando este se

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encuentre impedido de conducir la investigación, esto implica allanar en locales y realizar las demás diligencias necesarias para el esclarecimiento de los hechos.

Finalmente, la ley 29986 modificó el artículo 195 del CPP, permitiendo el levantamiento de cadáveres por parte de las FFAA o de la PNP en zonas declaradas en estado de emergencia cuando existan dificultades para la presencia del fiscal. La fórmula «cuando existan dificultades» es demasiado amplia y en el reglamento se la delimita de modo insuficiente al señalar que debe tratarse de problemas «de comunicación, de personal, transporte, de carácter logístico o climatológico u otras similares que impidan la presencia inmediata del Fiscal en el lugar del hallazgo; o en casos en que, debido a las condiciones de la zona o al contexto en que se desarrolla el operativo, la comunicación previa con éste sea materialmente imposible» (artículo 2 del decreto supremo 010-2013-JUS).

Este nuevo marco normativo ha permitido un control policial de las protestas sociales que en muchos casos ha devenido en excesos en el uso de la fuerza y abusos de autoridad. Por ejemplo, bajo la justificación de que se encontraban en un supuesto de flagrancia, se detuvo a 55 personas en las protestas contra el peaje en el distrito de Puente Piedra, Lima en enero de 2017 (véase la nota periodística al respecto de América Noticias, 2017). Como se llegó a determinar en la audiencia judicial, ninguno de los detenidos participaba de la protesta ni cometía acto ilegal alguno al momento de ser intervenido. Fueron detenidos por la policía amparándose únicamente en el plazo de veinticuatro horas de flagrancia establecido legalmente y porque se encontraban cerca de los lugares donde ocurrieron los actos de protesta.

Otro tema preocupante es lo que sucede con la posibilidad de que la PNP o las FFAA se encarguen del levantamiento de cadáveres sin presencia fiscal. En muchos de los conflictos sociales, las muertes son atribuidas a personal policial y militar, lo que les resta imparcialidad para realizar una diligencia que debe ser una de las principales pruebas para determinar la existencia de un delito. En el reglamento, apenas se ordena el procedimiento a seguir y se especifica qué tipo de dificultades habilitan a los agentes estatales al levantamiento de cadáveres sin cerrar el rango de supuestos habilitantes. Además, a través de las resoluciones administrativas 096-2012-CE y 136-2012-CE del Poder Judicial, se modificaron garantías constitucionales elementales como el derecho al juez natural.

A raíz de la resolución administrativa 096-2012-CE, los dirigentes sociales procesados por el conflicto en Espinar del año 2012 (Oscar Mollohuanca, Herbert Human y Sergio Huamaní) tuvieron que seguir sus procesos penales en Ica, ciudad ubicada a veinte horas de Espinar vía

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terrestre. Luego de un litigio por el cambio de competencia territorial, cuya duración fue de dos años aproximadamente, la Corte Superior confirmó la decisión de que los hechos ocurridos en Espinar sean juzgados en Ica. Recientemente, gracias a los reiterados pedidos de la defensa, el juez ha permitido que algunas audiencias se realicen a través de videoconferencias.

En Bagua, en el caso Curva del Diablo, se produjeron situaciones que implicaron una demora considerable para el avance del proceso. En marzo de 2013, la Corte Superior de Amazonas se declaró incompetente para el conocimiento del proceso, remitiendo los actuados a la Sala Penal Nacional, que, a su vez, se negó a llevar el caso. La Corte Suprema dirimió el conflicto de competencia, indicando que correspondía llevar el juicio a la Sala Penal Liquidadora de Bagua en agosto de 2013. En estos trámites, se perdió alrededor de un año mientras al menos tres indígenas permanecían en prisión.

En Espinar existe una decisión expresa de las máximas autoridades del Poder Judicial de cambiar de ciudad el proceso judicial, lo cual puede ser leído como una injerencia política. Mientras que en Bagua esta intención de bloquear el acceso a la justicia no es manifiesta, pero es posible afirmar que existen determinantes estructurales (falta de celeridad, lengua, etcétera) que perjudican la defensa de los dirigentes y líderes indígenas.

Por último, la resolución administrativa 136-2012-CE-PJ establece la misma regla con carácter general al señalar que la Sala Penal Nacional es competente para juzgar «[…] delitos perpetrados con motivo de una convulsión social en un determinado ámbito geográfico declarado en estado de emergencia y mientras dure la vigencia del Decreto Supremo correspondiente» (considerando 9). No conocemos ningún caso en el que se haya aplicado esta regla todavía, pero continúa vigente hasta la actualidad.

Finalmente, se debe mencionar que se han hecho modificaciones muy recientes en el mismo sentido. Por un lado, el decreto legislativo 1298 ha ampliado el plazo de detención preliminar a 72 horas a través de una modificación constitucional (diciembre, 2016) y, por otro lado, el decreto legislativo 1307 ha ampliado el plazo de prisión preventiva hasta 48 meses en casos de criminalidad organizada. Estas modificaciones se presentan discursivamente como mecanismos para reforzar las políticas de seguridad criminal. Sin embargo, siguiendo la línea del artículo, creemos que abren nuevas oportunidades para profundizar la persecución estatal contra manifestaciones de disidencia social. De hecho, en el caso de uno de los dirigentes más importantes del Valle del Tambo, se viene usando la figura del crimen organizado

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para prolongar su prisión preventiva hasta el máximo posible (véase Montaño Pastrana, 2017).

I X . C O N C L U S I O N E SEn los últimos años, distintas normas sobre el uso de la fuerza han sido aprobadas siguiendo parcialmente los estándares internacionales; sin embargo, también hay contradicciones notables. La posibilidad de que las fuerzas armadas actúen sin mediar estados de emergencia en apoyo de la policía es inconstitucional, desnaturaliza su función primordial y ha permitido la militarización de las zonas donde se producen los conflictos sociales. Lo mismo puede decirse de la participación de unidad policiales antisubversivas por su falta de entrenamiento para lidiar con protestas sociales. La ley 30151 garantiza la impunidad de los agentes que, en exceso de sus atribuciones, matan u ocasionan lesiones graves a las personas que participan de una protesta. Nada de esto resulta coherente con los principios de necesidad y proporcionalidad en el uso de la fuerza estatal.

La privatización de los servicios policiales a favor de empresas mineras disminuye su autonomía y el principio de imparcialidad en el ejercicio de sus funciones. Cambios en las normas internas de la policía han desregulado los límites específicos que existían para custodiar protestas. Todo ello viene ocurriendo al mismo tiempo que una cierta retórica sobre los derechos humanos se expande en los instrumentos jurídicos y en los discursos políticos sobre seguridad. El lenguaje constitucional democrático, antes que garantías concretas, está generando una suerte de justificación para ampliar las atribuciones policiales y militares en el uso de la fuerza.

El uso de estados de emergencia para enfrentar conflictos sociales no es excepcional ni tampoco responde a criterios objetivos. Por el contrario, parece responder a factores de exclusión: se dictan sobre todo en zonas alejadas del centro, de las ciudades importantes, bajo la influencia de las empresas mineras, donde la mayor parte de la población es pobre, indígena o campesina. Luego de hacer el corte temporal para efectos del artículo, hemos tenido noticia de nuevos estados de emergencia en Cotabambas, Apurímac (10 de febrero de 2017), Coporaque, Cusco (21 de febrero de 2017) y Tumán, Lambayeque (12 de junio de 2017). Finalmente, las coincidencias (incluidas las fechas, en muchos casos) entre las declaratorias de estados de excepción y las muertes ocurridas es preocupante.

Los cambios penales de las últimas décadas dan cuenta de una tendencia al endurecimiento de la política criminal. Los delitos contra el orden público como disturbios (artículo 315 del Código Penal) y

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entorpecimiento de los servicios públicos (artículo 283 del Código Penal) han sido modificados de tal manera que se ha aumentado su ámbito de aplicación, los supuestos agravantes, los años tantos de las penas mínimas como las máximas. Del mismo modo, algunas modificaciones procesales han ampliado los plazos de detención preliminar y han otorgado atribuciones de investigación a los agentes estatales en desmedro de las funciones constitucionales del Ministerio Público, como en el caso de levantamiento de cadáveres en zonas de emergencia. En los últimos meses, se ha identificado que esta tendencia sigue creciente, apoyada en el discurso de la lucha contra el crimen organizado. Por último, algunas disposiciones administrativas han permitido que líderes indígenas y dirigentes sociales sean juzgados en ciudades ajenas al lugar donde ocurrieron los hechos, en abierta contradicción con el derecho al debido proceso.

La criminalización de las protestas sociales en América Latina es una realidad tanto como lo es en Perú. La CIDH ha advertido reiteradamente que la justicia penal viene siendo uno de los instrumentos de la persecución contra líderes sociales, en particular en contextos de industrias extractivas. El derecho se ha convertido, de esta manera, en un dispositivo ambivalente: por un lado, los derechos humanos penetran en las normas internacionales y nacionales, en sus exposiciones de motivos y en todos los niveles del ordenamiento. Por otro lado, las normas sobre el uso de la fuerza, la legalidad penal y procesal amplían las atribuciones de las fuerzas estatales, lo cual viene produciendo graves violaciones a los derechos humanos en conflictos sociales.

Las relaciones que se entretejen entre leyes, sistema de justicia y extractivismos son diversas y no siempre deben ser entendidas como perjudiciales para el medio ambiente y los derechos humanos. No obstante, este artículo ha mostrado que el derecho y su interpretación por parte de los operadores jurídicos favorecen una política de criminalización contra los movimientos sociales en defensa del territorio. Los jueces y fiscales son poco independientes frente a los poderes fácticos, los que operan con mayor holgura en territorios alejados del centro. Siguiendo a Foucault (2002, pp. 18-20), los ilegalismos populares son castigados severamente a través de nuevas tecnologías del poder, mientras que los ilegalismos de élite son justificados o simplemente pasados por alto, configurando una justicia de clase.

No se trata solo de un problema de contradicción entre normas y hechos. Los efectos simbólicos y materiales del derecho interactúan de formas complejas. El hecho de que la violencia material se produzca dentro de la legalidad tiene efectos en la producción del sentido del derecho en nuestra sociedad y nos interpela a pensar sobre cuál debe ser su rol frente

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Cinco mil trescientos noventa y tres ciudadanos representados por Juan Miguel Jugo Vera (203.5) c. art. 1º y 2º del decreto legislativo n.o 982 – D.L. que modifica el Código Penal, aprobado por el D.L. n.o 635 y otros [acción de inconstitucionalidad], expediente n.o 0012-2008-AI (Tribunal Constitucional [Perú], 14 de julio de 2010).

Confederación General de Trabajadores del Perú – CGTP c. Municipalidad Metropolitana de Lima [acción de amparo], expediente n.o 4677-2004-AA (Tribunal Constitucional [Perú], 07 de diciembre de 2005).

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Decreto legislativo n.o 983, Decreto legislativo que modifica el código de procedimientos penales, el Código Procesal Penal y el nuevo Código Procesal Penal, Diario Oficial El Peruano, 22 de julio de 2007, 349723-349726.

Decreto legislativo n.o 988, Decreto legislativo que modifica la ley 27379, que regula el procedimiento para adoptar medidas excepcionales de limitación de derechos en investigaciones fiscales preliminares, Diario Oficial El Peruano, 22 de julio de 2007, 349730-349731.

Decreto legislativo n.o 989, Decreto legislativo que modifica la ley 27934, ley que regula la intervención de la Policía Nacional y el Ministerio Público en la investigación preliminar del delito, Diario Oficial El Peruano, 22 de julio de 2007, 349731-349734.

Decreto legislativo n.o 1095, Decreto legislativo que establece reglas de empleo y uso de la fuerza por parte de las Fuerzas Armadas en el territorio nacional, Diario Oficial El Peruano, 1 de septiembre de 2010, 424809-424813.

Decreto legislativo n.o 1148, Ley de la Policía Nacional del Perú, Diario Oficial El Peruano, 11 de diciembre de 2012, 480528-480537.

Decreto legislativo n.o 1186, Decreto legislativo que regula el uso de la fuerza por parte de la Policía Nacional del Perú, Diario Oficial El Peruano, 16 de agosto de 2015, 559331-59333.

Decreto legislativo n.o 1237, Decreto legislativo que modifica el Código Penal, aprobado por el decreto legislativo n.o 635, Diario Oficial El Peruano, 26 de septiembre de 2015, 562302-562306.

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Decreto legislativo n.o 1245, Decreto legislativo que modifica el Código Penal para garantizar la seguridad de la infraestructura de hidrocarburos, Diario Oficial El Peruano, 06 de noviembre de 2016, 603708-603709.

Decreto legislativo n.o 1267, Ley de la Policía Nacional del Perú, Diario Oficial El Peruano, 18 de diciembre de 2016, 606853-606862.

Decreto legislativo n.o 1298, Decreto legislativo que modifica los artículos 261, 264, 266 y 267 del Código Procesal Penal aprobado por decreto legislativo n.o 957, que regulan la detención preliminar judicial y la detención judicial en caso de flagrancia, Diario Oficial El Peruano, 30 de diciembre de 2016, 610496-610497.

Decreto legislativo n.o 1307, Decreto legislativo que modifica el Código Procesal Penal para dotar de medidas de eficacia a la persecución y sanción de los delitos de corrupción de funcionarios y de criminalidad organizada, Diario Oficial El Peruano, 30 de diciembre de 2016, 610512-610518.

Decreto Supremo N° 070-2012-PCM. Declaran de estado de emergencia. Diario Oficial El Peruano, 30 de julio de 2012, 469893.

Decreto Supremo N° 082-2012-PCM. Prórroga de estado de emergencia. Diario Oficial El Peruano, 02 de agosto de 2012, 471852.

Decreto supremo n.o 003-2017-IN, Decreto supremo que aprueba los lineamientos rectores para la ejecución de los servicios policiales en cumplimiento de la función policial, Diario Oficial El Peruano, 21 de febrero de 2017, 11-14.

Decreto supremo n.o 004-2009-IN, Decreto supremo que aprueba el Reglamento de Prestación de Servicios Extraordinarios Complementarios a la Función Policial, Diario Oficial El Peruano, 15 de julio de 2009, 399093-399098.

Decreto supremo n.o 010-2013-JUS, Aprueban Reglamento de la ley n.o 29986 que modifica el artículo 239 del Código Procesal Penal, aprobado por el decreto legislativo n.o 638; y el artículo 195 del Código Procesal Penal, aprobado por el decreto legislativo n.o 957, Diario Oficial El Peruano, 08 de septiembre de 2013, 502525-502542.

Decreto supremo n.o 011-2010-PCM, Decreto supremo que declara el Estado de Emergencia en los distritos de los departamentos de Junín y Lima, en los que se encuentra ubicada la Red Vial Centro, Diario Oficial El Peruano, 19 de enero de 2010, 411488.

Decreto supremo n.o 012-2016-IN, Aprueban Reglamento del Decreto Legislativo N.° 1186, Decreto Legislativo que regula el uso de la fuerza por parte del personal de la Policía Nacional del Perú, Diario Oficial El Peruano, 27 de julio de 2016, 595028-595032.

Decreto supremo n.o 093-2011-PCM, Decreto supremo que Declara Estado de Emergencia en las provincias de Cajamarca, Celendín, Hualgayoc y Contumazá, del departamento de Cajamarca, Diario Oficial El Peruano, 04 de diciembre de 2011, 454400-454401.

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Decreto supremo n.o 55-2003-PCM, Declaran el estado de emergencia en todo el territorio nacional, Diario Oficial El Peruano, 28 de mayo de 2003, 244941-244942.

Defensor del Pueblo – Walter Albán Peraltan c. art. 2°, 4° y 5°, en sus incisos B), C), D), H); 8°, 10° y 11° de la ley 24150 [acción de inconstitucionalidad], expediente n.o 0017-2003-AI (Tribunal Constitucional [Perú], 16 de marzo de 2004).

Directiva 03-17-2015-DIRGEN-PNP/EMG-PNP-B, Establece normas y procedimientos para el uso de armas no letales y armas letales de uso policial en las intervenciones policiales, resolución directorial de la Policía Nacional del Perú n.o 643-2015-DIRGEN/EMG-PNP (21 de agosto de 2015).

Directiva 03-23-DGPNP-DIREOP/COMAPE/, Dicta normas y procedimientos para el uso racional de la escopeta de caza con perdigones de goma no letal, destinada al control y/o restablecimiento de alteraciones del orden público (agosto 2003).

Estado peruano y otros c. Walter Aduviri Calizaya y otros, expediente n.o 00682-2011-7-2101-JR-PE-02 (Corte Superior de Justicia de Puno [Perú], 18 de julio de 2016).

Ley 27686, Ley que modifica los artículos 283 y 315 del Código Penal, Diario Oficial El Peruano, 19 de marzo de 2002, 219521.

Ley 28820, Ley que modifica los artículos 281, 283 y 315 del Código Penal, Diario Oficial El Peruano, 22 de julio de 2006, 324596-324597.

Ley 28857, Ley del Régimen Personal de la Policía Nacional del Perú, Diario Oficial El Peruano, 27 de julio de 2006, 325148-325167.

Ley 29583, Ley que modifica los artículos 186, 195, 206, 281 y 283 del Código Penal, para reprimir los actos contra los servicios públicos, Diario Oficial El Peruano, 18 de septiembre de 2010, 425965-425966.

Ley 29986, Ley que modifica el artículo 239 del Código Procesal Penal, aprobado por el decreto legislativo 638; y el artículo 195 del nuevo Código Procesal Penal, aprobado por el decreto legislativo 957, Diario Oficial El Peruano, 18 de enero de 2013, 486366.

Ley 30037, Ley que previene y sanciona la violencia en los espectáculos deportivos, Diario Oficial El Peruano, 07 de junio de 2013, 496666-496672.

Ley 30054, Ley que incorpora el artículo 108-A al Código Penal, modifica los artículos 46-A, 108, 121 y 367 del Código Penal y los artículos 47, 48 y 53 del Código de Ejecución Penal, para prevenir y sancionar los delitos contra miembros de la Policía Nacional o de las Fuerzas Armadas, Magistrados del Poder Judicial o del Ministerio Público, miembros del Tribunal Constitucional o autoridades elegidas por mandato popular, Diario Oficial El Peruano, 30 de junio de 2013, 498408-498409.

Ley 30151, Ley que modifica el inciso 11 del artículo 20 del Código Penal, referido al uso de armas u otro medio de defensa por personal de las Fuerzas Armadas y

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Resolución administrativa 096-2012-CE-PJ, Precisan órganos jurisdiccionales que tendrán competencia supraprovincial para conocer las conductas delictivas objeto de imputación cometidas con motivo de la convulsión social que tienen lugar en las regiones del Cusco y Cajamarca, Diario Oficial El Peruano, 01 de junio de 2012, 467424-467425.

Resolución administrativa 136-2012-CE-PJ, Delimitan competencia de la Sala Penal Nacional y de Juzgados Penales Supraprovinciales y dictan normas complementarias, Diario Oficial El Peruano, 13 de julio de 2012, 470493-470495.

Resolución suprema 231-2012-DE. Autorizan intervención de las FFAA. Diario Oficial El Peruano, 29 de mayo de 2012, 467082-467083.

Resolución suprema 297-2012-DE. Prorrogan intervención de las FFAA. Diario Oficial El Peruano, 26 de junio de 2012, 469032-469033.

Resolución suprema n.o 118-2015-IN, Autorizan intervención de las Fuerzas Armadas en apoyo a la Policía Nacional del Perú en los departamentos de Apurímac, Ayacucho, Cajamarca, Cusco, Moquegua, Puno y Tacna, del 26 de mayo al 24 de junio de 2015, con el fin de asegurar el control y mantenimiento del orden interno y evitar actos de violencia, Diario Oficial El Peruano, 26 de mayo de 2015, 553279.

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Resolución suprema n.o 218-2009-DE/SG, Autorizan intervención de las Fuerzas Armadas a nivel del departamento de Puno en apoyo a la Policía Nacional del Perú, a fin de garantizar el normal funcionamiento de los servicios esenciales, establecimientos y otros, Diario Oficial El Peruano, 23 de junio de 2009, 397994.

Resolución suprema n.o 591-2011-DE, Autorizan la intervención de las Fuerzas Armadas en apoyo a la Policía Nacional del Perú por el plazo de Estado de Emergencia declarado mediante D.S. n.o 093-2011-PCM, Diario Oficial El Peruano, 04 de diciembre de 2011, 454401.

Seis mil cuatrocientos treinta ciudadanos representados por Magdiel Carrión pintado c. Ley n.o 29548; artículos del decreto legislativo n.o 1094 y artículos del decreto legislativo n.o 1095 [acción de inconstitucionalidad], expediente n.o 0022-2011-AI (Tribunal Constitucional [Perú], 08 de julio de 2015).

Zambrano Vélez y otros vs. Ecuador, Fondo, Reparaciones y Costas, Corte Interamericana de Derechos Humanos, (ser. C) n.o 166 (4 de julio de 2007).

Recibido: 22/06/2017 Aprobado: 09/10/2017

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FA C U LTA D D E D E R E C H O D E L A P O N T I F I C I A U N I V E R S I D A D C AT Ó L I C A D E L P E R Ú

Profesores ordinarios de la Facultad de Derecho1

EméritosDe Althaus Guarderas, Miguel

Fernández Sessarego, CarlosLlerena Quevedo, José RogelioMontoya Anguerry, Carlos Luis

PrincipalesAbad Yupanqui, Samuel Bernardo

Albán Peralta, Walter JorgeArce Ortíz, Elmer Guillermo

Avendaño Arana, Francisco JavierAvendaño Valdez, Jorge

Avendaño Valdez, Juan LuisBernales Ballesteros, Enrique MartínBlancas Bustamante, Carlos Moisés

Boza Dibós, Ana BeatrizBoza Pró, Guillermo Martín

Bramont-Arias Torres, Luis AlbertoBullard González, Alfredo José

Cabello Matamala, Carmen JuliaCastillo Freyre, Mario Eduardo Juan Martín

Danós Ordóñez, Jorge ElíasDe Belaunde López de Romaña, Javier Mario

De Trazegnies Granda, FernandoDelgado Barreto, César AugustoEguiguren Praeli, Francisco José

Espinoza Espinoza, Juan AlejandroFernández Arce, César Ernesto

Fernández Cruz, Mario Gastón HumbertoFerro Delgado, Víctor

1 Lista de profesores ordinarios de la Facultad de Derecho actualizada al mes de mayo de de 2017.

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Derecho PUCP, N° 79, 2017 / ISSN 0251-3420

Forno Flórez, Hugo AlfieriGarcía Belaunde, Domingo

Gonzales Mantilla, Gorki YuriGuevara Gil, Jorge Armando

Guzmán-Barrón Sobrevilla, César AugustoHernández Berenguel, Luis Antonio

Hurtado Pozo, JoséKresalja Rosselló, Baldo

Landa Arroyo, César RodrigoLovatón Palacios, Miguel David

Medrano Cornejo, Humberto FélixMeini Méndez, Iván Fabio

Méndez Chang, Elvira VictoriaMonteagudo Valdez, ManuelMontoya Vivanco, Yvan FidelMorales Luna, Félix Francisco

Neves Mujica, JavierNovak Talavera, Fabián Martín Patricio

Ortiz Caballero, René Elmer MartínPeña Jumpa, Antonio Alfonso

Prado Saldarriaga, Víctor RobertoPriori Posada, Giovanni Francezco

Quiroga León, Aníbal Gonzalo RaúlRamos Núñez, Carlos Augusto

Rodríguez Iturri, Róger Rafael EstanislaoRubio Correa, Marcial Antonio

Ruiz de Castilla Ponce de León, Francisco JavierSalas Sánchez, Julio Moisés

Salmón Gárate, Elizabeth SilviaSan Martín Castro, César EugenioSotelo Castañeda, Eduardo JoséToyama Miyagusuku, Jorge Luis

Ugaz Sánchez-Moreno, José CarlosViale Salazar, Fausto David

Villanueva Flores, María del Rocío

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PROFESORES DE LA FACULTAD DE DERECHO

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Derecho PUCP, N° 79, 2017 / ISSN 0251-3420

Villavicencio Ríos, Carlos AlfredoVillavicencio Terreros, Felipe AndrésZegarra Valdivia, Diego HernandoZolezzi Ibárcena, Lorenzo Antonio

AsociadosAbugattas Giadalah, Gattas ElíasAguilar Llanos, Benjamín JulioAlvites Alvites, Elena Cecilia

Arana Courrejolles, María del Carmen SusanaArdito Vega, Wilfredo Jesús

Ariano Deho, Eugenia Silvia MaríaBecerra Palomino, Carlos Enrique

Blume Fortini, Ernesto JorgeBurneo Labrín, José Antonio

Bustamante Alarcón, ReynaldoCairo Roldán, José OmarCaro Coria, Dino Carlos

Chang Kcomt, Romy AlexandraChau Quispe, Lourdes Rocío

Cortés Carcelén, Juan Carlos Martín VicenteDelgado Menéndez, María Antonieta

Delgado Menéndez, María del CarmenDurán Rojo, Luis Alberto

Durand Carrión, Julio BaltazarEspinosa-Saldaña Barrera, Eloy Andrés

Ezcurra Rivero, Huáscar AlfonsoFalla Jara, Gilberto Alejandro

Fernández Revoredo, María SoledadFerrari Quiñe, Mario AlbertoFoy Valencia, Pierre Claudio

Gálvez Montero, José FranciscoGarcía Granara, Fernando Alberto

Hernández Gazzo, Juan LuisHuerta Guerrero, Luis AlbertoLa Rosa Calle, Javier Antonio

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Derecho PUCP, N° 79, 2017 / ISSN 0251-3420

Ledesma Narváez, Marianella LeonorLeón Hilario, Leysser Luggi

Luna-Victoria León, César AlfonsoMarciani Burgos, Betzabé XeniaMatheus López, Carlos Alberto

Mercado Neumann, Edgardo RaúlMonroy Gálvez, Juan Federico Doroteo

Morales Godo, Juan EulogioMorales Hervías, Rómulo Martín

Oré Guardia, ArsenioPalacios Pareja, Enrique Augusto

Pariona Arana, Raúl BelealdoPazos Hayashida, Javier Mihail

Pinto Oliveros, SheraldineRevilla Vergara, Ana TeresaRuda Santolaria, Juan José

Saco Chung, Víctor AugustoSevillano Chávez, Sandra MarielaSiles Vallejos, Abraham SantiagoSolórzano Solórzano, Raúl Roy

Soria Luján, DanielUlloa Millares, Daniel Augusto

Urteaga Crovetto, PatriciaValega García, César Manuel

Velazco Lozada, Ana Rosa AlbinaVinatea Recoba, Luis Manuel

AuxiliaresAguinaga Meza, Ernesto Alonso

Aliaga Farfán, Jeanette SofíaApolín Meza, Dante Ludwing

Barboza Beraun, EduardoBardales Mendoza, Enrique Rosendo

Barletta Villarán, María ConsueloBermúdez Valdivia, Violeta

Boyer Carrera, Janeyri Elizabeth

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PROFESORES DE LA FACULTAD DE DERECHO

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Derecho PUCP, N° 79, 2017 / ISSN 0251-3420

Bregaglio Lazarte, Renata AnahíCairampoma Arroyo, Vicente Alberto

Campos Bernal, Heber JoelCandela Sánchez, César Lincoln

Canessa Montejo, Miguel FranciscoCaro John, José Antonio

Castro Otero, José IgnacioCornejo Guerrero, Carlos AlejandroCubas Villanueva, Víctor Manuel

De La Jara Basombrío, Ernesto CarlosDe Urioste Samanamud, Roberto Ricardo

Del Águila Ruiz de Somocurcio, PaoloDel Mastro Puccio, Fernando

Delgado Silva, Ángel GuillermoEscobar Rozas, Freddy OscarEspinoza Goyena, Julio César

Gago Prialé, HoracioGamio Aita, Pedro Fernando

García Chávarri, Magno AbrahamGrandez Castro, Pedro Paulino

Guzmán Napurí, ChristianHernando Nieto, Eduardo EmilioHerrera Vásquez, Ricardo Javier

Higa Silva, César AugustoHuaita Alegre, Marcela Patricia María

Huapaya Tapia, Ramón AlbertoLiu Arévalo, Rocío Verónica

Martin Tirado, Richard JamesMejía Madrid, Renato

Mejorada Chauca, Omar MartínMontoya Stahl, Alfonso

Ochoa Cardich, César AugustoO’Neill de la Fuente, Mónica Cecilia

Ormachea Choque, IvánOrtiz Sánchez, John Iván

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Derecho PUCP, N° 79, 2017 / ISSN 0251-3420

Patrón Salinas, Carlos AlbertoPérez Vargas, Julio César

Pérez Vásquez, César EliseoPulgar-Vidal Otálora, Manuel Gerardo Pedro

Quiñones Infante, Sergio ArturoRamírez Parco, Gabriela Asunción

Rivarola Reisz, José DomingoRobles Moreno, Carmen del PilarRodríguez Hurtado, Mario Pablo

Rojas Leo, Juan FranciscoRojas Montes, Verónica VioletaSaco Barrios, Raúl Guillermo

Shimabukuro Makikado, Roberto CarlosSoria Aguilar, Alfredo Fernando

Sotomarino Cáceres, Silvia RoxanaSuárez Gutiérrez, Claudia Liliana Concepción

Tassano Velaochaga, Hebert EduardoValle Billinghurst, Andrés Miguel

Villagarcía Vargas, Javier Eduardo RaymundoVillagra Cayamana, Renée Antonieta

Vivar Morales, Elena MaríaYrigoyen Fajardo, Raquel Zonia

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INDICACIONES A LOS AUTORES DE ARTÍCULOS PARA LA REVISTA DERECHO PUCP

I. Objetivo y política de Derecho PUCPLa revista Derecho PUCP publica artículos de investigación jurídica o inter-disciplinaria inéditos y originales, los cuales son revisados por pares externos que han publicado investigaciones similares previamente. Las evaluaciones se realizan de forma anónima y versan sobre la calidad y validez de los argumentos expresados en los artículos.

II. Ética en publicaciónEn caso sea detectada alguna falta contra la ética de la publicación académica durante el proceso de revisión o después de la publicación del artículo, la revista actuará conforme a las normas internacionales de ética de la publicación y to-mará las acciones legales que correspondan para sancionar al autor del fraude.

III. Forma y preparación de los artículos

III.1. Normas generalesTodo artículo presentado a la revista Derecho PUCP debe versar sobre temas de interés jurídico o interdisciplinario, tener la condición de inédito y ser original. La revista cuenta con las siguientes categorías o secciones ordinarias:

• Tema central (o especial temático).• Miscelánea.• Interdisciplinaria.

Las tres secciones están sujetas a la revisión por pares (sistema doble ciego).

III.2. Documentación obligatoria• Declaración de autoría y autorización de publicación. Debe ser firmada

por todos los autores y enviada junto con el artículo postulante.

III.3. Características de los artículosIII.3.I. Primera páginaDebe incluir:

– EL TÍTULO: en el idioma del artículo e inglés, un título corto de hasta 60 caracteres.

– NOMBRE DEL AUTOR (o autores): se debe incluir en una nota a pie de página la filiación institucional, ciudad y país, profesión y grado académico, así como su correo electrónico y código ORCID.

– RESÚMEN (Abstract): texto breve en el idioma del artículo e inglés en el que se mencione las ideas más importantes de la investigación (entre doscientas y cuatrocientas palabras).

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– CONTENIDO: se consignará en el idioma del artículo e inglés la sumilla de capítulos y subcapítulos que son parte del artículo.

– PALABRAS CLAVE (key words): en el idioma del artículo e inglés (mínimo de 5, máximo 10).

– En caso el estudio haya sido presentado como resumen a un congreso o si es parte de una tesis, debe ser ello precisado con la cita correspondiente.

III.3.2. Textos interioresDeben atenderse los siguientes aspectos:

– El texto deberá oscilar entre las 7 000 a 15 000 palabras, a un espacio, en letra Arial 12, en formato A4, con márgenes de 3 cm. Las excepciones a esta regla deben estar debidamente justificadas y ser autorizadas previamente por el editor general.

– Consignar las citas a pie de página, escritas a doble espacio en letra Arial 12.

– Los textos deberán ser redactados en el programa Word.

– Las figuras que se pueden usar son: gráficos y tablas.

– Las referencias bibliográficas serán únicamente las que han sido citadas en el texto, y se ordenarán correlativamente según su aparición.

III.3.3. Citas BibliográficasLas referencias bibliográficas que se hagan en el artículo deben ser actualizadas, relevantes, elaboradas con la información necesaria, sin omitir alguna referen-cia relevante para el estudio y cumpliendo escrupulosamente con las normas de la ética académica.

Dichas referencias deben realizarse conforme a las normas del Estilo APA (American Psychological Association) recogidas en la sexta edición del Ma-nual de Estilo APA.

Por ello, las citas bibliográficas deben realizarse en el texto, indicando entre paréntesis el apellido del autor o institución, el año de la publicación y la(s) página(s) correspondiente(s); por ejemplo: (Rubio, 1999, p. 120).

También deben citarse en el cuerp. del texto las normas jurídicas, las resolucio-nes de toda clase de organización y las sentencias judiciales, colocando entre paréntesis las referencias correspondientes del modo en que se indica más aba-jo. Las referencias parentéticas en el cuerp. del texto deben remitir a la lista de referencias situada al final del documento. En dicha lista deberá aparecer la información completa de cada fuente citada en el cuerp. del texto.

Para mayor información, pueden revisarse las normas para autores a través del siguiente enlace: www.pucp.edu.pe/EduKtv

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GUIDELINES TO THE AUTHORS OF ARTICLES FOR DERECHO PUCP

I. Aim and policy of Derecho PUCPDerecho PUCP publishes legal or interdisciplinary unpublished and original re-search articles, which are revised by external peers who have previously pub-lished similar researches. The evaluations are made anonymously and are about the quality and the validity of the arguments showed on the articles.

II. Ethics publicationIn case of being detected a fault against the ethics academic publication during or after the process of revision of the publication of the article, the journal will be-have according to the correspondent ethics publication international regulations and will take the corresponding legal action to penalize the author of the fraud.

III. Form and Preparation of the articles

III.1. General regulationsAll the articles given to Derecho PUCP have to be about legal or interdisciplin-ary subjects. They have to be unpublished and original. The journal has the following categories or usual sections:

• Main subject (or specialized subject)• Miscellaneous• Interdisciplinary

The three sections are under double-blind peer review.

III.2. Necessary documents• Affidavit of authorship and authorization for publication. It must be

signed by all the authors and sent with the applicant article.

III.3. Characteristics of the articles

III.3.1. First pageIt has to include:

– TITLE: in the original language of the article and in English, a short title no more than 60 characters.

– AUTHOR’S NAME (or authors): On a footnote has to be included the institutional affiliation, the city and the country, the profession and the academic degree, and also the e-mail, and the ORCID code.

– ABSTRACT: short text in the original language of the article and in English where are showed the most important research ideas (among 200 and 400 words).

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– CONTENT: It is recorded in the original language of the article and in English. The summary of the chapters and sub-chapters that are part of the article.

– KEY WORDS: in the original language of the article and in English (minimum 5, maximum 10).

– If the study has been presented as a summary to a congress or as a part of a thesis, it has to be specified with the corresponding citation.

III.3.2. Paper formatSome aspects have to be taken into account:

– The text must fluctuate among 7000 to 15 000 words, size 12, Arial, one-spaced lines, A4 format, with 3 cms margins. The exceptions to this regulation have to be properly justified and be previously authorized by the general editor.

– Record the footnotes. Size 12, Arial; double-spaced lines.

– Use Word program to write the texts.

– Graphics and tables can be used.

– The bibliographic references will only be those mentioned in the text and will be correlatively organized in order of appearance.

III.3.3. Bibliographic footnotes The bibliographic footnotes have to be updated, important, elaborated with the necessary information, without omitting any relevant reference to the study and fulfilling all the regulations of the academic ethics.

These references must be according to the APA Style (The American Psy-chological Association) gathered on the 6th edition of the APA Publication Manual.

That’s why the bibliographic footnotes have to be made in the text, indicating between parentheses the author’s last name, or institution, the year of publica-tion, and the corresponding page (es); for example: (Rubio, 1999, p. 120).

And also it has to be quoted in the body text the legal regulations, the resolu-tions of all kind of organizations and the legal sentences, putting in parentheses the corresponding references as it is indicated below. The parenthetical refer-ences on the body text have to send us to the list of references located at the end of the document. In that list has to appear the complete information of each source quoted on the body text.

To have more information, you can visit the author’s guidelines link: www.pucp.edu.pe/EduKtv

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