a la sombra del templo - toti martínez de lezea(2005)

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Toti Martínez de Lezea A la sombra del templo Intriga y conspiración en la ciudad de Vitoria Maeba 1

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  • Toti Martnez de Lezea A la sombra del templo Intriga y conspiracin en la ciudad de Vitoria Maeba

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  • Impresin y encuadernacin Huertas, S. A. Impreso en Espaa (C) Maeva Ediciones, 2005 Benito Castro, 6 28028 Madrid [email protected] www.maeva.es ISBN: 84-96231-56-9 Depsito Legal: M.42.075-2005 Introito En los primeros das de enero de 1522 fue elegido Papa de la Iglesia Catlica el cardenal Adriano de Utrecht, Adriano VI, gran inquisidor y co-regente de los reinos de Espaa en nombre del emperador Carlos V. La noticia de su nombramiento le lleg hallndose en Vitoria, donde permaneci hasta el mes de marzo de aquel mismo ao. A la sombra del templo transcurre durante los dos meses en los que la ciudad se vio desbordada por los visitantes: prelados, embajadores, nobles y fieles que deseaban rendir pleitesa al nuevo Pontfice. Blas, el posadero, y su mujer Francisca, el poderoso Pedro Martnez de lava, procurador general de la ciudad, el maestro carpintero Nicols, el comerciante Juan Snchez de Bilbao, nieto de un mdico converso, la rica duea Otxanda y el proscrito Lope, la joven Isabel y el pintor Hernando Ruiz de Gazeo, acusado de asesinato, desfilan en esta historia que tiene lugar a la sombra protectora de Santa Mara, el templo ms antiguo y querido de Vitoria.

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  • La intriga, la venganza, los rescoldos de la revuelta comunera, la situacin de los conversos vitorianos, las luchas de inters entre los ricos comerciantes, la vida diaria de una poblacin activa, el amor ingenuo y tambin el prohibido van entrelazndose a lo largo de la novela con un final sorprendente. Toti Martnez de Lezea Desde noviembre de 1998, ao en el que vio publicada su primera novela, La calle de la Judera, esta autora prolfica, apasionada de la novela histrica, no ha dejado de escribir y sorprender a sus lectores. Sus obras Las torres de Sancho, La herbolera, Seor de la guerra, La Abadesa, Los hijos de Ogaiz, La voz de Lug, La Comunera, El verdugo de Dios, La cadena rota, as como Los graffitis de mam, Leyendas de Euskal Herria, y las novelas juveniles El mensajero del rey y La hija de la luna, han visto sucesivamente la luz con gran xito. Toti Martnez de Lezea compagina la escritura de sus novelas con la colaboracin en varios medios de comunicacin y conferencias en diversos mbitos culturales y educativos. A mi padre, In memoriam Con mi mayor y ms clido agradecimiento a Juan Ignacio Lasagabaster por incitarme a escribir esta historia, a Carlos Rodrguez de Diego por abrirme las puertas de la catedral de Vitoria, a mi hermano Kike Martnez de Lezea por la documentacin aportada sobre los linajes vitorianos, a Alberto Ruiz Capelln por traducir textos ilegibles para una profana en paleografa, a Ernesto Garca Fernndez por su magnfico libro Gobernar la ciudad en la Edad Media. Oligarquas y elites urbanas en el Pas Vasco y a mi querido amigo Jos Luis Vallejo por apoyarme en todo momento y revisar el texto. Dramatis Personae

    Juan Snchez de Bilbao, rico comerciante de Vitoria Personajes histricos:

    Diego Fernndez de Paternina, abad de Santa Mara de Vitoria Pedro Martnez de lava, procurador general de Vitoria

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  • Diego Martnez de lava, diputado general de lava Martn Snchez de Maturana, marino mayor de Vitoria Diego Vlez de Esquibel, alcalde de Vitoria Adriano de Utrecht, Papa Adriano VI Pedro Fernndez de Velasco, condestable de Castilla y co-regente Otxanda de Irua y Martnez de lava, ricaduea vitoriana Rodrigo de Varona, seor de la torre de Varona en Valdegobia de lava Fadrique Enrquez, almirante de Castilla y co-regente Salazar de Nograro, miembro de un importante linaje alavs

    Blas, dueo de la casa de postas "El Portaln" de Vitoria Personajes ficticios:

    Francisca, posadera, mujer de Blas Isabel, hija de Francisca y Blas Hernando de Dios Ruiz de Gazeo, pintor, acusado de asesinato Julin Martn, novicio franciscano Maese Nicols, maestro carpintero Lope, hermano de Gonzalo de Baraona, comunero ejecutado en Vitoria Alvar Lpez de Apodaka, confidente del merino mayor de Vitoria Villasantos, judo converso de Medina de Pomar, Burgos Osanna, amante de Juan Snchez de Bilbao Martn Ruiz de Gazeo, ricohombre alavs Fray Ramiro, fraile franciscano del convento de Cidamn (La Rioja) Marcela, bordadora y cocinera, madre de Osanna.

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  • Vitoria, febrero de 1522. El Portaln Haba nevado sin parar durante toda la vspera y la helada de la noche haba transformado la nieve en una masa compacta y resbaladiza difcil de eliminar. El mozo se afanaba con su mejor nimo: clavaba el filo de la pala y lograba, tras mucho esfuerzo, arrancar grandes pedazos de hielo que lanzaba a varios pies de distancia, lo suficientemente lejos para dejar despejado el gran portn de entrada al establo. Blas se asom a la puerta, cruz los brazos sobre el pecho y se frot los hombros con las manos en un gesto intil para calentarse un poco, mir al cielo completamente encapotado y despus al joven; movi la cabeza de derecha a izquierda media docena de veces y volvi a entrar en el local al tiempo que emita un profundo suspiro. En contra de la opinin de su mujer haba vendido las huertas que posea en la zona de Armentia, herencia de sus padres, cuyo alquiler les proporcionaba una pequea renta fija. Gast en adquirir la Casa de Postas todo el dinero de la venta, el que haba ahorrado moneda a moneda durante los ltimos veinte aos y el del prestamista Juan Prez. La acondicion dejndose guiar por la intuicin e hizo disponer cuatro habitaciones para huspedes, adems de una parte

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  • bajo el tejado con catres para mercaderes, regatones y muleros. Haba una docena de tabernas y posadas en Vitoria, pero confiaba en hacer el negocio de su vida y encontrar la ansiada seguridad que el pequeo dispensador de licores de la calle de la Pellejera no poda ofrecerles. Francisca haba puesto el grito en el cielo y lo haba acusado de querer condenarlas a Isabel, su hija, y a ella a la miseria, pero l se mantuvo firme. Tena la corazonada de que el asunto funcionara a las mil maravillas y no acept ms recriminaciones. Al acabar las obras, coloc un letrero colgante en el que mand pintar el nombre del local: "Portaln", y esper a que la pequea arqueta de hierro adquirida a un comerciante de la calle de la Herrera se llenara de tintineantes piezas de plata. Meses despus se haba arrepentido de creer en un sueo. Primero haban sido los tumultos ocasionados con motivo de la revuelta comunera que en Vitoria haban tenido corta duracin, pero muy intensa. Durante varias semanas ningn viajero se aventur por la tierra de lava, levantada en asonada por don Pedro Lpez de Ayala, conde de Salvatierra. La ciudad no acab en un bao de sangre porque el abad de Santa Mara y otros notables acudieron al conde rogndole que no entrase con sus hombres en ella. Los pocos clientes que frecuentaron la posada en aquellos das fueron precisamente los hombres de Ayala, acampados en las inmediaciones. Crean en la victoria, record Blas, y prometieron abonar la deuda por la bebida y la comida cuando su seor les pagase los servicios. Poco despus, el

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  • conde se hallaba huido en Portugal, la cabeza de su segundo, Gonzalo de Baraona, clavada en un garfio hasta quedar monda y seca, y l poda ir olvidndose de cobrar un solo maraved. Despus la ciudad se haba visto invadida por los hombres de los regentes del reino, el cardenal Adriano, el almirante Enrquez y el condestable Velasco. Los importantes personajes se haban instalado en ella para dirigir las operaciones contra los franceses tras la victoria sobre el depuesto rey de Navarra, Enrique de Albrit, que haba intentado, sin xito, recuperar su reino. El ejrcito de Francisco I de Francia, primo del navarro, haba cruzado la frontera e invadido la plaza fuerte de Fuenterraba. Los ruidos de la guerra no llegaban hasta Vitoria, pero all donde se hallaban los regentes, se hallaba la corte. Nobles, soldados, escribanos, clrigos, palafreneros, barberos, mdicos, msicos, cocineros, adems de las familias de los primeros, las damas de compaa, los caballeros de las escoltas y los criados acompaaban a los gobernantes en sus desplazamientos. La ciudad de las seis calles se haba visto desbordada y obligada a proveer a las necesidades de los ilustres visitantes y de sus acompaantes. A Blas, al igual que a todos los vecinos, se le haba exigido su contribucin en "especies", lo cual significaba que deba dar de comer y beber a cambio de unos pagars que estaba seguro nunca cobrara. Y ahora, la nieve y la helada. Nadie en la ciudad recordaba un invierno tan crudo. Haca das que los caminos permanecan cerrados por la gran cantidad de nieve cada en la regin e, incluso, se haba interrumpido el trfico de las

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  • carretas, repletas de mercancas que, en ambas direcciones, recorran el trayecto entre la meseta y la costa y estaban obligadas a pasar la aduana de Vitoria. El negocio se hallaba en un estado lamentable. Desde antes de la Natividad, apenas haba habido movimiento. El fro y las ventiscas haban ahuyentado a la clientela vecinal, recuperada de la aventura comunera, e, incluso, a los forasteros que aparecan con los temidos pagars y se hartaban de comida y bebida. Haba confiado en que, a pesar del tiempo, el vino que se haba hecho traer de la zona de Rioja, los guisos de su mujer, el calor de la enorme chimenea y la buena compaa fueran acicates suficientes para animar el local hasta la hora del cierre, a media noche, justo un poco antes del toque de queda, pero nada poda hacerse contra el clima y el primer mes del ao estaba siendo especialmente duro. En toda la semana nicamente haban tenido tres clientes; dos haban pernoctado una noche y proseguido viaje justo antes de la ltima nevada, y el tercero permaneca encerrado en su habitacin y se haca servir las comidas all mismo. Slo haban intercambiado un par de frases a su llegada y el hombre no haba retirado la bufanda que embozaba su rostro hasta los ojos. Haba algo extrao en l, pero pag por adelantado y este hecho singular fue suficiente garanta de la solvencia del individuo. Suspir de nuevo. Empezara a tener problemas si el tiempo no cambiaba en los prximos das. El prestamista Juan Prez era un hombre exigente, poco dado a la generosidad. Mucho se haba hablado y todava se hablaba de los prestamistas judos, expulsados del reino treinta aos antes. Algunos incautos creyeron entonces que sus deudas

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  • quedaban liquidadas, pero no fue as y los agentes del Tesoro se encargaron de cobrarlas en beneficio de las arcas reales. El lugar de los judos estaba ahora ocupado por cristianos tan exigentes o ms que aquellos. Algunos de los ricachones de Vitoria, comerciantes en su mayora, tambin se dedicaban al prstamo encubierto y nadie osaba tratarlos de usureros. Y estaban los acreedores que no tardaran en aparecer exigiendo el pago de las mercancas suministradas, en especial el carnicero a quien deba ya una buena cantidad de dinero. Entr en la cocina, hizo un gesto de impotencia dirigido a su mujer y a su hija, descolg del ollar el gran caldero en el que haba puesto agua a calentar y sali de nuevo con l para verterlo delante de la puerta y eliminar as los restos de hielo. Al principio fue una figura que apareca y desapareca en medio de la ventisca, aunque, poco a poco, fue hacindose ms ntida. El jinete iba algo encorvado, intentando defenderse del temporal que azotaba por rachas, y el caballo hunda sus patas en la nieve y avanzaba con lentitud. Ambos eran una mota en medio del paisaje blanco. Blas permaneci con el caldero en las manos observndolos. Quin diablos podra estar tan loco como para aventurarse por los caminos con semejante tiempo? Un rato despus, los tena delante. El caballo agit su hermosa crin cobriza cubierta de nieve al tiempo que el jinete descabalgaba y se sacuda las ropas, negras de pies a cabeza incluido el tocado cuyo embozo envolva su cuello y cara hasta la boca. A Blas le record al nico musulmn que haba visto en su vida, cuando era un mozalbete, haca ahora unos cuarenta aos, en el cortejo de la difunta reina durante su visita a la ciudad.

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  • El hombre dirigi una mirada hacia el Portal de Arriaga y, despus, hacia la casa torre de los Hurtado de Anda, un torren austero apoyado en la muralla que, ms que la residencia de una de las familias ms importantes, pareca haber sido puesta en aquel lugar a modo de viga defensiva. A continuacin penetr en el local sin decir palabra, seguido por el asombrado Blas y la mirada del mozo que se haba detenido, igualmente sorprendido ante la inesperada aparicin. A una sea de su patrn, Matas dej caer la pala y se apresur a asir el ronzal del caballo y a conducirlo a la cuadra situada en el bajo de la casa. -Deseo una habitacin con chimenea, comida y bebida -indic el caballero. Se haba quitado el embozo y el posadero tuvo que hacer un esfuerzo para no abrir la boca y poner cara de patn. Una abundante mata de cabello castao se desparramaba por encima de sus hombros y enmarcaba un rostro de rasgos perfectos: la nariz recta, los labios finos, los ojos grises o verdes o amarillos -era imposible asegurar su color exacto- bajo unas cejas oscuras que contrastaban con el cabello y con su tez, blanca como la de una doncella preservada del sol y del aire. Nunca haba visto a alguien tan atractivo, tanto que por un instante lleg a pensar que era una mujer disfrazada de hombre, pero no, recapitul. El tono de voz era demasiado grave para ser femenino. Adems, en un examen ms atento descubri el vello rubio, casi blanco, de la barba y del bigote que le haba pasado desapercibido en un primer instante debido a la sorpresa. -Y bien? El tono impaciente del recin llegado lo sac de su estupor.

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  • -Dispongo de una excelente estancia, bien caldeada y orientada al sur, seor... -Conde de Nograro. El corazn de Blas comenz a latir con fuerza y se pas la lengua por los labios sbitamente secos. Lo nico que se le ocurri hacer antes de recuperar la palabra fue una reverencia de medio cuerpo que casi da en el suelo con su oronda figura. -Si su excelencia desea acompaarme... Lo condujo a una habitacin en el segundo piso reservada para los huspedes ilustres que todava no haba sido estrenada, un espacio amplio de losas enceradas, alfombras y mobiliario nuevo. El posadero no haba querido ni or hablar de muebles usados. Los otros tres cuartos fueron amueblados sin lujos, pero aquella habitacin tena que ser algo muy especial, afirm, un lugar digno de alojar a un potentado, a un obispo, a un mensajero real. Mand fabricar una cama de grandes proporciones y compr una mesa morisca y cuatro sillas a un comerciante de Toledo. Francisca se haba encargado de coser la sobrecama y los cortinones a juego con terciopelo granate de a ochocientos maravedes la vara, que l en persona haba elegido en el mejor comercio de Vitoria, el de los Snchez de Bilbao. La adquisicin de un tejido tan costoso haba avivado la discusin entre l y su mujer. -Acaso piensas que un personaje va a alojarse en la casa de postas cuando hay tantos palacios en la ciudad? -Nunca se sabe... -Claro que se sabe! Los notables se conocen entre ellos y nunca permitiran que un visitante ilustre se alojara en una

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  • posada. El squito de los regentes es muy numeroso, pero ni los seores ni sus criados han aparecido por aqu. -Nunca se sabe... -insisti l en sus trece. Se apresur a encender la lea que esperaba en el hueco de la chimenea y, poco despus, las llamas del fuego iluminaban el lugar y la habitacin se llenaba con el inconfundible olor a roble quemado. El mozo lleg en ese momento portando la bolsa del viajero y la deposit encima de la cama desapareciendo a continuacin. El caballero se haba despojado de la capa y mantena las manos extendidas hacia el fuego, con la mirada ausente. Blas lo contempl a su gusto. Ciertamente era un hombre fuera de lo comn: apuesto como pocos y rico, segn poda apreciarse por la calidad de su vestimenta -chaquetilla de terciopelo, calzas acuchilladas a rayas negras y plateadas y botas de badana hasta medio muslo-, la enorme esmeralda que adornaba su dedo ndice y la espada de empuadura y vaina de plata que colgaba de su cinturn. Jams se haba encontrado tan cerca de una persona de importancia y se deleit con la visin durante unos momentos. -Y bien? El caballero se gir para mirarlo. No haba amabilidad en sus ojos y de pronto se sinti como un ratn observado por un gato a punto de saltar sobre l. -Habis dicho que deseabais comida y bebida... -musit-. Algo en particular? -Guisado y cerveza. -Cerveza? -Su voz denotaba una contrariedad tan grande que el viajero alz las cejas y una mueca de irona alter su rostro.

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  • -Vino tambin servir -aadi-, pero aprate, que tengo hambre. Blas se inclin de nuevo y se dispuso a abandonar la habitacin. -Espera! -Se detuvo al or la orden-. Hay algn otro husped en la posada? -Un caballero lleg hace unos das... -Su nombre? -Lo desconozco, excelencia. De hecho apenas lo hemos visto. No sale nunca de la habitacin y se hace servir las comidas en ella, por lo que... El caballero se gir de nuevo hacia el fuego, ignorndolo, y esta vez el posadero no esper una nueva pregunta, sali a toda prisa y baj los escalones precipitadamente. La suerte llamaba por fin a su puerta. Nada menos que un conde se alojaba en su casa! Era preciso que todo saliera a la perfeccin, esmerarse al mximo y que no hubiera una sola queja por parte del importante husped. Entr en la cocina sofocado por la carrerilla y la excitacin y encontr a su mujer y a su hija cuchicheando con el mozo de servicio. -Qu hacis ah parados? -les grit-. Acaso es posible mantener un negocio con un holgazn y unas mujeres chismosas? Todo el mundo al trabajo! Matas no se lo hizo repetir y al pronto abandon la cocina, Isabel se apresur junto a la olla y Francisca se plant en jarras. -A qu viene tanto grito? -Tenemos huspedes que atender! -Ni que fueran prncipes! -Uno no s, pero el otro est muy cerca. -De qu?

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  • -Del rey. Es un conde. Blas sonri satisfecho al observar que, por una vez, su mujer no saba qu decir. -Qu conde? -pregunt sta al cabo de unos instantes. -El de Nograro, o algo por el estilo. -Cmo lo sabes? -Porque l mismo me lo ha dicho y, adems, va vestido de negro, como los nobles del cardenal. -Y qu hace un conde aqu? -Y yo qu diablos s! Quiere comer guisado. Hay guisado? -Siempre hay guisado. -Pues daos prisa. Tiene hambre y no me parece que sea un hombre acostumbrado a esperar. Preparad una bandeja con una sopera, que yo voy por el vino. Venga! -Conde o cardenal tendr que esperar a que la carne est bien hecha... Blas no escuch las ltimas palabras de su mujer y baj a la bodega situada junto a la caballeriza con un hachn en una mano y una jarra en la otra. Deba encontrar un buen vino, uno que no fuera spero al paladar, suave, afrutado. La presencia de los regentes y de sus squitos en Vitoria, en especial la del cardenal, haba introducido algunos cambios en las costumbres alimenticias. Lo saba porque su compadre Miguel de Ozaeta, tabernero de profesin y curioso de vocacin, lo haba puesto al corriente. A los flamencos no les gustaba la cerveza elaborada en el pas, aseguraban que no tena cuerpo, y tampoco apreciaban el vino tinto, preferan el albillo. Dnde diablos haba colocado el barril que se haba hecho traer ex profeso de vila? Lo hall medio escondido detrs de una barrica repleta de buen vino riojano y solt un juramento. Sujet el hachn como pudo sobre el

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  • nudo entre dos vigas y dej la jarra en el suelo, asi el barril y lo extrajo de su escondite. El esfuerzo le provoc un tirn en la espalda y estuvo a punto de dejarlo caer al suelo. -La Virgen! Apret los labios y mir a su alrededor con el miedo reflejado en la cara. La blasfemia estaba castigada con pena de azotes y no era cuestin de arriesgarse por un simple tirn de espalda ahora que tenan en la ciudad al cardenal, tambin Inquisidor General del reino. Se apresur a llenar la jarra y subi cojeando a la cocina. -Est ya la bandeja? -pregunt a Francisca. -Dnde te habas metido? -pregunt sta a su vez-. Tantas prisas y luego nos haces esperar! Qu pasa, hombre? Parece que te hayan coceado. -La espalda... me ha vuelto a dar un tirn... El husped... -Isabel, sube t la bandeja -orden la mujer a su hija-. Voy a darle unas friegas a esta calamidad de hombre que ha vuelto a descolocarse la espalda. La joven se alis el delantal, coloc la jarra de vino sobre la bandeja y sali mientras Francisca obligaba a su marido a apoyar las manos sobre una banqueta, le alzaba la camisa, derramaba una buena cantidad de alcohol de romero en sus manos y le frotaba vigorosamente la espalda sin hacer caso a las quejas del lesionado. -Patrn! Patrn! -Matas irrumpi en la cocina bruscamente-. Dos eminencias desean alojamiento! -De qu hablas, atolondrado? -Un caballero y una dama acaban de llegar en un carruaje y solicitan alojamiento! Parecen gente importante... Blas se alz frotndose los riones y mir a su mujer.

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  • --Pero... qu ocurre hoy? Sali sin esperar respuesta y se top en la entrada con los recin llegados: un hombre mayor vestido a la manera de la corte castellana y una mujer envuelta en una capa de color verde y con rebordes de piel cuya capucha velaba parte del rostro, aunque no tanto como para que el posadero no pudiera constatar que era mucho ms joven que su acompaante. -Soy Enrique de Villasantos y la dama es mi hermana -se present el caballero-. Deseamos alojamiento para esta noche. Dos habitaciones -aclar. -Sus mercedes llegan en el momento justo -Blas intent hacer una reverencia, pero apenas pudo inclinar la cabeza-. Precisamente dispongo de dos habitaciones libres, aunque... sta es una humilde casa de postas y no estamos preparados para recibir huspedes de la calidad de sus mercedes, por aqu slo pasan comerciantes y... -No importa -le interrumpi el caballero-. Nos basta con que estn limpias y calientes. -No disponen de chimenea, pero hora mismo ordeno colocar unos braserillos de carbn. Deseis mientras tanto recuperaros del viaje y comer algo caliente? Un plato de guisado, un caldo quiz? El caballero mir a su acompaante y sta hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Blas los acompa a una mesa situada al fondo de la taberna, junto a la chimenea, limpi los asientos y la mesa con el trapo que colgaba de su cintura e intent una nueva reverencia que se qued en amago al sentir el dolor en su espalda. Los dos tomaron asiento, pero as como el hombre se desprendi de su capa, la mujer no hizo el menor intento de quitarse la suya, ni de descubrir su cabeza.

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  • Durante las horas siguientes fue todo un ir y venir de Blas, las mujeres y el mozo: leas, braserillos, comidas y las dos alfombras que se llevaron a los cuartos de los ltimos huspedes para darles un poco ms de distincin; el carruaje fue metido en la cochera y los dos caballos en la caballeriza junto al alazn del conde. Francisca en persona se encarg de acompaar al caballero y a la dama a sus habitaciones. El posadero apenas poda sostenerse en pie. Por orden de su padre, Isabel hizo las veces de doncella de la seora quien no le dirigi dos palabras seguidas, segn inform cuando volvi a la cocina. -Puede que sea extranjera y no conozca las lenguas de aqu -coment Blas. -Pues el hermano bien que habla castellano, si es que son hermanos... replic su mujer. -Por qu no iban a serlo? -No ser la primera vez que un viejo tiene apaos con una mujer mucho ms joven... Es su cabello rubio o moreno? -pregunt dirigindose a su hija. -No lo s, no se ha quitado ni la capa ni la capucha mientras yo he permanecido en la habitacin. -Entonces es de Vitoria. -Cmo lo sabes? -Porque de otra manera, le habra dado igual mostrarse -asegur Francisca con su lgica habitual-. No quiere que la reconozcamos. Al anochecer comenzaron de nuevo las idas y venidas llevando calderos con agua caliente para el aseo de los huspedes, carbn para los braserillos, lea para la chimenea de la habitacin principal, bandejas con caldo de puerros, costilla asada y dulce de manzana. No haba dado

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  • la medianoche ni se haba escuchado el toque de queda cuando el silencio de la casa era completo. Despus de cerrar el local y apagar los candiles, los dueos se retiraron a su dormitorio. Francisca se qued inmediatamente dormida, pero Blas no consegua conciliar el sueo a pesar de lo cansado que se senta y daba vueltas en la cama sin lograr encontrar una postura cmoda. La espalda le dola como si le hubieran dado una tunda de palos. Le llegaron el sonido de una puerta al abrirse y cerrarse, unos pasos en el piso inferior, otra puerta que se abra y se cerraba y el rumor de voces le lleg con total nitidez. Sorprendido, prest atencin. Las voces procedan de la habitacin principal, situada justo debajo de la suya. Quera dormir, pero continuaba sin encontrar la postura adecuada. Despacio, intentando no hacer ruido, baj de la cama y avanz a cuatro patas hasta encontrar una rendija por la que caba un dedo y que haba prometido taponar en cuanto tuviera un respiro. Se tumb en el suelo y aplic el ojo a la ranura. Poda ver cuatro cabezas cuyos dueos se sentaban alrededor de la mesa morisca y a los que no tuvo dificultad alguna en reconocer. La cabellera castaa del conde, la blanca del caballero anciano y el peinado en moos sobre las orejas de una dama no planteaban ninguna duda. La cuarta, completamente rapada, deba de pertenecer al misterioso husped que no se haba dejado ver desde su llegada, puesto que no haba nadie ms en la casa, aparte de su familia y el mozo. Durante un rato, fue tal su sorpresa que no prest atencin a la conversacin. No acababa de comprender lo que estaba ocurriendo: los forasteros se conocan, pero en

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  • ningn momento haban preguntado los unos por los otros y haban esperado para reunirse a que la casa estuviera dormida. La voz del conde por encima de las de los dems le puso la piel de gallina: -Es preciso que muera -le oy decir. Esta vez apoy la cara sobre el suelo y coloc su oreja en la hendidura para no perder palabra. Durante largo rato permaneci en aquella postura y escuch atemorizado hablar de asuntos muy graves, de conspiraciones e intrigas. No supo exactamente a qu se referan los reunidos. En ningn momento mencionaron nombres, todos parecan saber muy bien a quin o quines se estaban refiriendo y, por otra parte, a veces no poda distinguir con claridad la conversacin. El conde pareca llevar la voz cantante, pero su tono de voz era casi inaudible, como el de alguien acostumbrado a sentirse escuchado o... espiado. La reunin finaliz al cabo de un buen rato. De nuevo se oyeron pasos, puertas que se abran y se cerraban y, despus, el silencio. Blas mir a travs de la rendija una vez ms. El conde se haba despojado de la chaquetilla quedndose en camisa y sus manos parecan estar manipulando algn objeto que l no poda distinguir desde su posicin. Tena fro, pero no quera moverse. La madera podra crujir y l darse por muerto si aquellas personas averiguaban que haba estado escuchando su conversacin. Una nueva visin le hizo olvidar el fro: el hombre sostena en sus brazos a la mujer, completamente desnuda. Fue un instante antes de que los dos desaparecieran de su vista y empezara a or los jadeos y los suspiros inconfundibles de dos amantes en plena labor.

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  • Intent volver a la cama, pero no pudo moverse: sinti un terrible dolor en la espalda que le atravesaba el cuerpo y los msculos de sus piernas no respondieron. A la maana siguiente Francisca lo encontr all, en el suelo, hecho un ovillo. Tiritaba de fro y de fiebre y a la mujer le cost Dios y ayuda trasladarlo a la cama. Ni las friegas, ni los cobertores colocados sobre la cama, ni el caldo de carne con un chorro de orujo, lograron nada y el hombre tuvo que permanecer en el lecho, sudoroso y con la mente atontada. Varios das ms tarde, algo recuperado, pregunt por los huspedes. -Se marcharon el da que te dio la calentura -le respondi su mujer. -Todos? -S, todos. El temporal amain y se marcharon por donde haban llegado. -Y pagaron? -Naturalmente que pagaron y muy generosamente! Ya he arreglado las cuentas con el prestamista Prez y con el carnicero, los otros pueden esperar. Adems ha remitido el temporal y los parroquianos vuelven a aparecer por aqu. -Y adnde fueron? -Quines? -Los huspedes... -Acaso piensas que iba a preguntarles? A nosotros qu nos importa adnde fueran! -Y la dama? Lograste verle el rostro? -No... Sali tan tapada como cuando lleg. Ella y su acompaante tomaron el camino de las cercas, aunque yo sigo convencida de que se trataba de una vecina de Vitoria. De

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  • todos modos, tom buena cuenta de su capa, de sus andares y de su perfume. Ya te lo dir si algn da me la tropiezo en la calle. Francisca continu hablando, pero su marido no la escuchaba. Todava recordaba algunos retazos de la conversacin, y estar en un secreto, aunque fuera a medias, le pona la piel de gallina. Aquellas personas eran o parecan ser muy importantes. Debera hablar con el mayoral, contarle lo que haba escuchado. Pero, pensndolo mejor, qu le dira? Ni siquiera conoca sus nombres. nicamente se acordaba de uno, el del seor de Villasantos, pero igualmente poda ser un nombre falso. Adems, a l ni le iba ni le vena lo que tramasen unas personas linajudas. l era un simple mesonero y bastantes problemas tena ya como para buscarse otros ms graves. Se oan muchas cosas, se escuchaban confidencias y corran los rumores, pero el brazo de la autoridad era muy largo. Ms de uno haba perdido la lengua, o haba sido enviado a galeras, o a prisin, o haba sido azotado, o haba desaparecido sin que nadie lo hubiera vuelto a ver por saber ms de lo que deba. No, a l no le incumban las intrigas de aquellos que lo tenan todo: dinero y poder, y no pensaba entrometerse. Seguramente no volvera a verlos en su vida y era mejor olvidar todo el asunto. SANTA MARA Don Diego Fernndez de Paternina recorri las capillas del ala este del templo con la desolacin plasmada en su rostro. Pens, descorazonado, que si hubiera que calibrar la devocin de los creyentes por la magnificencia y el buen mantenimiento de sus iglesias, la fe de la comunidad de

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  • Vitoria no pasara el examen. Se detuvo en la capilla de los Reyes, panten de la familia Martnez de Alegra, cogi uno de los barreos de madera dispuestos para su uso en un rincn y lo coloc justo bajo una gotera que se desprenda de la bveda de madera e iba a caer al suelo al mismo ritmo uniforme con que el cantor golpeaba el bastn en el suelo para dirigir al coro. Escuchando el ruido montono del agua al chocar con el recipiente, recapitul sobre las veces que se haban realizado obras de restauracin, o de simple remiendo, en las capillas funerarias del templo. Al cabo de un instante tuvo que reconocer que en las tres dcadas que llevaba l en Santa Mara ninguno de los beneficiados y patronos haba gastado un maraved en el mantenimiento de la ltima morada de sus deudos. Eso s, exigan recibir puntualmente su parte de los diezmos, la parte del len. Adems, y a pesar de las muchas peticiones enviadas al concejo y a los sucesivos alcaldes en persona, los ediles no consideraban una necesidad primordial el precario estado de las capillas. Los costes originados por la sustitucin del techo de madera por otro de piedra en la zona central de la iglesia eran, segn ellos, ms que suficientes. La contribucin anual de la ciudad y las limosnas recogidas en las misas, funerales y bautizos, apenas daban para comprar cirios y velas, mantener la comida de los pobres y poco ms. Aunque varios de entre ellos tenan propiedades que les proporcionaban sus buenas rentas, el salario del abad y el de los cannigos era ms bien escaso y algunos habran tenido dificultades para llevar una vida digna si no fuera porque sus propias familias se ocupaban de pasarles ciertas cantidades para mantener el nombre. Su hermano Iigo no era especialmente generoso,

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  • pero jams permitira que un miembro de su linaje fuera por ah con el hbito roto. Dirigi su mirada hacia los muros de la capilla y lanz un suspiro. Las pinturas brillaban con la humedad. Aqu y all podan observarse manchones emborronados y restos de pigmentaciones que no haban podido soportar el paso del tiempo. La cabeza del caballo de San Miguel Arcngel empuando su lanza contra el dragn casi haba desaparecido y era necesario un gran esfuerzo para imaginrsela, briosa y retadora, ante el Mal. Tambin la Virgen haba perdido la sonrisa y dos chorretones de color ocre bajaban de sus ojos marcando una huella en su rostro semejando unas lgrimas. Si fuera maoso con el pincel, cavil, no vacilara en restaurar l mismo las ornamentaciones pictricas, devolvindoles los colores originales y transformando el recinto sagrado en un lugar lleno de vida. Pero el Seor no lo haba dotado para las artes y su habilidad en este campo era tan intil como su capacidad para obtener del concejo y de los beneficiados del templo el dinero suficiente para emprender las obras. El sonido de un nuevo goteo le hizo correr hacia el rincn donde se apilaban los barreos y se apresur a colocar uno de ellos debajo de la gotera. -Muchas pieles y terciopelos y dejan que los huesos de sus antepasados se pudran con la humedad! -exclam en voz alta, clavando su mirada en el rostro ptreo de Pedro Martnez de Alegra, el Viejo. La estatua yaciente representaba a uno de los prceres de la villa, muerto haca ms de un siglo. Haba sido uno de los grandes impulsores de la repoblacin con Angebn Snchez de Maturana, tras el desastre de la primera mortandad y las

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  • subsecuentes epidemias que se haban abatido sobre la ciudad, diezmando su poblacin. Tambin haba sido l quien haba creado las slidas bases de la fortuna familiar, una fortuna que nadie era capaz de calcular. Buen comerciante, buen negociador y, sobre todo, hombre enrgico y de ideas claras, Pedro Martnez de Alegra era honrado como ser excepcional y benefactor de la villa, pero sus descendientes directos se haban establecido en la corte y haca aos que no aparecan por Vitoria ni se preocupaban por el estado de la tumba del fundador de su linaje. Unos gritos procedentes del exterior interrumpieron las cavilaciones del abad de Santa Mara. El aguacero que haba seguido a las nevadas y caa desde haca dos das amain en el momento en el que el sacerdote se lleg a grandes zancadas hasta la puerta de Santa Ana y la abri de par en par. An era temprano, pero casi pareca de noche debido a los oscuros nubarrones que ocultaban la luz del sol. Un gran nmero de vecinos, calados hasta los huesos, rodeaban a un hombre tirado en el suelo, golpendolo y amenazando con matarlo. Don Diego se abri paso a empujones hasta el centro del corro y, por un momento, su presencia pareci amilanar a los vociferantes, que arreciaron en sus gritos cuando observaron que el hombre se protega detrs del abad. -Qu ocurre aqu? -grit ste con el mismo vozarrn que utilizaba en el sermn para recriminar los pecados y la tacaera de los fieles a la hora de depositar las limosnas en el cestillo. -Es un asesino! -se oy una voz.

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  • Y todas las dems respondieron con insultos dirigidos al hombre que se asa desesperadamente a las ropas del clrigo. -Ha matado a Juan Lpez de Barrundia! Lo ha degollado! A los primeros vecinos se haban unido muchos ms que llegaban intentando averiguar el motivo del tumulto y que, una vez conocida la causa del mismo, gritaban y levantaban los puos en alto con la misma furia que los primeros. -Y vosotros pensis hacer lo mismo? -interrog don Diego retndoles con una mirada severa bajo sus espesas cejas-. Queris ser tan asesinos como l? Durante un instante callaron las voces, los vecinos se miraron unos a otros y luego cerraron an ms el crculo en torno a su presa, dispuestos a ser jueces y verdugos sin ms tardanza. La sbita llegada del mayoral, acompaado por dos guardas, les oblig a abrirse, aunque no por ello abandonaron su actitud. Enterado de la situacin, el mayoral se enfrent a la gente. -Si es cierto lo que decs, nos lo llevaremos para que sea juzgado por el alcalde -sentenci. -Vamos a darle su escarmiento aqu y ahora! -grit un carnicero que empuaba uno de sus cuchillos. El mayoral hizo girar su bastn y lo descarg en el crneo del carnicero. El hombre solt el cuchillo y se llev las manos a la cabeza, logrando mantenerse en pie a duras penas. -Alguien ms quiere tomarse la justicia por su cuenta? -amenaz el mayoral haciendo girar el bastn delante de los vecinos de la primera fila. El corro comenz a dispersarse entre rumores y comentarios en voz alta sobre el abuso de autoridad, momento que aprovech el acusado para salir

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  • corriendo hacia la iglesia antes de que alguien pudiera detenerlo. -Santuario! Santuario! -grit a los atnitos espectadores, antes de penetrar en el recinto. Las personas que ya se alejaban volvieron sobre sus pasos para acompaar al mayoral y a sus ayudantes dispuestos a penetrar en la iglesia y a detener al supuesto criminal. Don Diego se les adelant y se coloc delante de la puerta. -Adnde vais? -pregunt. -No ser yo quien deje escapar a un asesino! -exclam el mayoral-. Dejad paso libre! -Ese hombre se ha acogido a sagrado y nadie puede violar la casa de Dios -afirm el sacerdote. Los vecinos los contemplaban en silencio. La furia anterior haba dejado paso a la expectacin provocada por una situacin inusual y excitante. Cada vez eran ms los curiosos que se acercaban a la iglesia y eran puestos al corriente por los dems. Haba empezado a llover de nuevo, pero nadie pareca darse cuenta y todos esperaban anhelantes el desenlace de la confrontacin entre el poder civil y el religioso. Algunos, incluso, comenzaron a hacer apuestas a favor del uno o del otro. Varios cannigos, el sacristn y un par de monaguillos acudieron tambin al escuchar el tumulto, mantenindose a la expectativa detrs de su abad. Poco despus, avisado por un vecino, llegaba el alcalde Vlez de Esquibel, seguido por tres ediles y el merino mayor. -Qu ocurre aqu? -pregunt dirigindose al sacerdote. -Hay un criminal en la iglesia -le inform el mayoral antes de que don Diego pudiera responder-. Ha matado a un hombre y se ha refugiado dentro. El abad no nos deja

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  • entrar, dice que sta es la casa de Dios y que la ley no es igual dentro que fuera. -Don Diego, si ese hombre ha cometido un crimen, tenis que entregar lo para que sea juzgado -orden el alcalde. -Nadie entrar en la casa de Dios si no es para orar o pedir perdn por sus pecados -insisti el abad con los brazos en cruz, impidiendo la entrada en la iglesia. -Puedo obligaros! -Y yo puedo excomulgaros y pedir al obispo que haga otro tanto con la ciudad. Los vecinos se miraron horrorizados. La excomunin significaba la muerte en vida. Sus hijos no seran bautizados, ni sus muertos enterrados. Todos estaran condenados al Infierno, sin haberlo comido ni bebido. -No seris capaz! -exclam el alcalde ms sorprendido que enojado. -Intentadlo y veris si soy capaz o no -afirm por su parte don Diego con la determinacin plasmada en la mirada. Las gentes esperaban sin atreverse casi a respirar y la lluvia haba vuelto a parar. Un mortecino rayo de sol se col por entre las nubes e ilumin el lugar, como si quisiera aquietar los espritus y devolverles la cordura. El alcalde abri la boca, pero ninguna palabra sali de ella, frunci el ceo, cerr la boca y apret las mandbulas. -Esto no quedar as! -exclam con furia al cabo de un rato, dio media vuelta y se alej, seguido por los ediles y el merino. El mayoral y los dos guardas permanecieron en el mismo lugar, decididos a quedarse all el tiempo que fuese necesario hasta que el sacerdote entrara en razn, pero se

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  • giraron y conminaron a la poblacin a marcharse y volver a sus faenas. Algunos vecinos hicieron caso omiso de la orden, pero la mayora se dispers, defraudada, comentando el inslito comportamiento del abad. ste baj los brazos, ech una mirada a su alrededor para asegurarse de que nadie intentaba seguirle los pasos, penetr en la iglesia detrs de los cannigos y cerr la puerta. Hizo a sus compaeros un gesto con la mano para que lo dejaran solo, se apoy en el muro, cerr los ojos, se pas la mano por el cabello hmedo y lanz un suspiro. Slo le faltaba aquel desgraciado incidente para empeorar las cosas! Unos cuantos aos antes haba sido nombrado abad en sustitucin del anterior, fallecido de viejo. El nombramiento haba trado sus ms y sus menos porque, aunque carente de beneficios econmicos importantes, el abad de Santa Mara era el cargo religioso con ms peso de la ciudad. An coleaba la disputa que enfrentaba desde haca ms de cuatrocientos aos a los alaveses, clrigos incluidos, con el obispado de Calahorra. Ante la amenaza musulmana, y durante dos siglos, la sede episcopal haba sido trasladada a la pequea aldea de Armentia, a menos de una legua de Vitoria, pero haba vuelto a la antigua ciudad riojana en cuanto el peligro se alej. Desde entonces no haban dejado de escucharse voces reclamando una sede alavesa propia y, de hecho, ste era uno de los pocos asuntos en los que los notables de ambos bandos, Ayalas y Callejas, estaban de acuerdo. A la muerte de su predecesor, los Ayala y los Maturana propusieron a sus propios candidatos, aduciendo el peso de ambas familias como beneficiadas de la colegial, pero el obispo nombr abad a don Diego por considerarlo con

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  • mayores mritos que su rival. Su hermano Iigo, miembro del bando de los Ayala, se regocij entonces imaginando la ira de los de la Calleja, as llamados por reunirse en el palacio de los Maturana situado en el callejn de Anorbin, y no dej de pavonearse ante ellos. l haba intentado en todo momento mantenerse al margen de los litigios que enfrentaban a las dos parcialidades, pero era imposible sustraerse al recelo de los unos y a la presin de los otros. Un ruido en un rincn del templo le hizo recordar al individuo por el cual se haba enfrentado a sus parroquianos y a la autoridad de la ciudad. -Sal de ah! -le orden al tiempo que avanzaba hacia la capilla mayor. A la exigua luz de las velas, pudo ver al hombre, un joven en realidad, no mayor de veinte aos, asomando la cabeza por detrs del altar. -Ven aqu! -le orden de nuevo-. Estamos solos t y yo. El muchacho sali de su escondite y se aproxim cabizbajo a don Diego. --Pero se puede saber qu es lo que has hecho, desgraciado? -lo interrog, zarandendolo, en cuanto lo tuvo delante de l. El joven respondi con un gemido. Estaba mojado y sucio, el pelo le caa por delante de la cara y mostraba las seales de los golpes recibidos. El sacerdote reconoci en l a un desarrapado sin casa ni familia que malviva haciendo pequeos trabajos para los vecinos, limpiando cochiqueras, acarreando lea o baldeando suelos. No recordaba su nombre, pero s que haba llegado haca poco tiempo de algn pueblo de la zona, al igual que muchos

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  • otros campesinos, buscando en la ciudad medios para subsistir, acuciados por el hambre y las ambiciones de los linajes rurales. -Yo no he hecho nada -gimi de nuevo en un tono de voz casi inaudible. -Dicen que has matado a Juan de Barrundia. -No, yo no he hecho nada -afirm en el mismo tono-. Ya estaba muerto cuando he llegado. Su cuerpo an estaba caliente y la sangre segua manando de la herida del cuello. -Y qu hacas t all? -Ayer me dijo que me dara ropa y comida si le limpiaba el almacn de herramientas. -Ests seguro de lo que dices? -Satans se me lleve ahora mismo al Infierno si no digo la verdad! -grit el joven desesperado. -Lo juras en confesin? -insisti don Diego. -Lo juro! El abad afloj la presin de sus manos sobre los hombros del joven y ste cay al suelo como una marioneta cuyos hilos hubieran sido cortados. El sacerdote levant la vista hacia la estatua policromada de la Madre de Dios, en cuyo honor llevaba la iglesia el nombre. A pesar de que todos los indicios lo acusaban, l crea en las palabras del harapiento que permaneca encogido a sus pies. Nada ms fcil que asesinar a alguien y cargarle el muerto a un pobre infeliz como aqul, sin nadie que saliera en su defensa. Quin creera en las palabras de un desheredado, de una piltrafa humana? Nadie lo escuchara, se le juzgara y condenara con la misma celeridad de los mendigos para sorber la sopa de caridad que se les ofreca todos los das, y se dara el asunto por zanjado.

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  • Estaba molesto. Nunca en toda su vida se haba visto enfrentado a una situacin desagradable como aqulla y saba que no le iba a ser nada fcil mantener su postura. Haba osado enfrentarse al orgulloso alcalde y ste hara todo lo posible para obligarlo a claudicar; los notables se aliaran dejando a un lado sus desavenencias con tal de demostrar que nadie, ni siquiera el abad de Santa Mara, poda hacerles frente sin sucumbir en el intento; y el pueblo, por una vez, estara de acuerdo con ellos porque, aunque poco eficaz, la justicia civil era su nica defensa contra asesinos y ladrones. Pero, por otro lado, estaba su propio convencimiento de que el joven sera ejecutado sin un juicio justo y sin respetar el derecho de acogerse a sagrado mantenido por la Iglesia a lo largo de los siglos. Si lo entregaba, no slo estara obrando en contra de su conciencia, sino tambin negando el asilo ofrecido por la Iglesia a todos sus hijos por igual, pecadores o no. -Sgueme! -le orden antes de echar a andar. El joven se levant y lo sigui con docilidad. Subieron por una de las escaleras que ascenda hacia el triforio, el pasillo que circundaba la nave, adornado con pequeas columnas que le daban el aspecto de una galera repleta de ventanas. Recorrieron el camino en silencio, uno siempre delante del otro. Una nueva escalera, ms estrecha y de madera, los condujo a un desvn de grandes dimensiones cuyo suelo, cubierto de excrementos de palomas, revelaba dnde se refugiaban las aves que por cientos sobrevolaban los tejados de la ciudad durante el da. -Espera aqu -orden el sacerdote. Y sin ms palabras inici el descenso.

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  • El joven tiritaba de fro, tena las ropas caladas y no haba comido desde haca dos das. Se apoy en una de las vigas que sostenan el tejado y se desliz hasta el suelo, hecho un ovillo, intentando entrar en calor. Un rato despus escuch pasos ascendiendo por la escalera y, seguidamente, vio la luz de un hachn asomando por el vano. La noche acababa de caer y el desvn se hallaba sumido en la oscuridad ms completa. Don Diego apareci seguido por dos hombres, ambos vestidos con hbitos religiosos, movi la antorcha hasta descubrir a su protegido acurrucado junto a la viga y se dirigi hacia l. -Desndate -le orden, y el joven obedeci, algo cohibido por verse observado por tres inquisitivos pares de ojos. Sin una palabra, el sacerdote le tendi una camisa de lana, una tnica de fraile, unos calzones y unas sandalias, que l visti con la mayor celeridad con la que fue capaz. -Y ahora come. El ms viejo de los dos hombres que acompaaban a don Diego le tendi un gran cuenco de madera repleto de sopa de berza y pan, y una cuchara. No se hizo repetir la orden y sorbi la sopa, sin preocuparse por los ruidos y los modales; slo quera satisfacer su hambre y sentir un poco de calor. En pocos instantes dej el cuenco tan limpio como antes de ser usado. -Mientras ests con nosotros -le inform el abad-, dormirs aqu, trabajars en lo que se te ordene, procurars molestar lo menos posible y en ningn momento abandonars la iglesia. Me has odo? Asinti con la cabeza. Qu otra cosa poda hacer? El otro clrigo, no mucho mayor que l, haba dejado en el suelo un colchn relleno de hierba seca de dos dedos de espesor y

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  • encima una manta spera, de color pardo. Don Diego hizo una sea con la cabeza a sus acompaantes y los tres se dispusieron a abandonar el lugar, pero, antes de desaparecer por el vano de la escalera, el abad se gir hacia el joven, que los contemplaba inmvil. -Cul es tu nombre? -le pregunt el abad. -Hernando de Dios. -Bien, Hernando de Dios, no lo olvides. A partir de ahora, y mientras el Seor as lo disponga, sers un lego, acatars las rdenes o tendrs que marcharte de aqu. La oscuridad se adue de nuevo del desvn y el joven tuvo que tantear el suelo hasta encontrar el colchn de hierbas. Se dej caer en l, apenas sin fuerzas para enrollarse en la manta rasposa. Estaba tan cansado que habra podido dormir en el suelo cubierto de excrementos de paloma. Cerr los ojos y pens en el fatal destino que haba conducido sus pasos hasta la ciudad, creyendo que all podra trabajar en lo nico que verdaderamente saba hacer bien: pintar. Su padre ya se lo haba advertido. Martn Ruiz, seor de Gazeo, adopt el aire altivo que acostumbraba cuando algo o alguien le disgustaba. En dichas ocasiones, miraba desde su altura y enorme complexin fsica al aludido durante unos momentos, y el desdichado, objeto de su ira, senta tal temblor en las piernas que tena la impresin de estar hundindose en la tierra. -Vas listo si crees que all podrs vivir manchando muros! -exclam cuando su hijo le inform sobre su decisin de abandonar la casa familiar para buscarse la vida en Vitoria.

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  • Nunca haba podido comprender el gusto de su heredero por "manchar los muros", como sola comentar despectivamente provocando las risas de todos los miembros de su familia. Se encolerizaba cada vez que se dispona a ensearle el manejo de las armas o la administracin de sus propiedades y lo hallaba, tras mucho buscar, subido a un andamio en la iglesia de San Martn de Tours, o en cualquier otra de la zona, pintando alegoras religiosas en los muros o repintando las ya existentes. La habilidad del joven era conocida en toda la comarca y los curas de las parroquias de los pueblos vecinos, Alaiza, Zuazo, Dulantzi, se felicitaban por haber encontrado en l a un artesano lo suficientemente habilidoso para restaurar las pinturas desgastadas por el tiempo y la humedad sin costarles nada. No slo no cobraba por su trabajo, sino que, adems, elaboraba l mismo los tintes y aportaba sus propios pinceles, paletas y dems tiles necesarios. Su madre no se rea, pero Hernando tampoco estaba muy seguro de que no lo hiciera porque lo entenda, sino ms bien porque se senta decepcionada y triste. Su nico hijo varn, aqul destinado a heredar el apellido y las tierras; quien debera haberse distinguido en la lucha contra los enemigos de su casa; quien tendra que haber emulado a sus antepasados, a cul ms bravo, prefera perder el tiempo realizando mezclas de pigmentos, preparando colores y utilizando el pincel en lugar de la espada. En el fondo, pens el joven con tristeza, su madre senta que haba traicionado el fin para el cual estaba predestinada: dar un heredero fuerte y valiente a su marido. Tres hijos varones haban muerto a poco de nacer y haba perdido las esperanzas. Su nacimiento la inund de

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  • gozo y exigi que se le pusiera por nombre Hernando de Dios, porque era Dios quien se lo haba concedido tras muchas splicas y un peregrinaje a la ermita de Santa Columba de Argandoa. Con aquel nombre, el Todopoderoso se apiadara de ella y permitira que el nio llegase a la madurez. Aunque, por si acaso, tambin haba acudido al lugar llamado sorginetxea, la casa de la bruja, a unas leguas de Gazeo, donde, segn decan las hablillas de la zona, ms de una mujer haba visto convertido en realidad su deseo de ser madre. Fuese como fuese, por la intervencin de Dios o del diablo, l se haba hecho hombre y gozaba de buena salud, pero para qu? Estaba seguro de haber defraudado tanto las esperanzas maternas como las paternas, pero no poda hacer nada. Por mucho que intentara agradarles, jams sera un soldado como su padre y tampoco senta ninguna gana de convertirse en un hombre malhumorado y duro como l. Lleg a Vitoria con el entusiasmo de sus dieciocho aos, dispuesto a mostrar sus habilidades; confiando en que hallara, al fin, los medios para poder ejercitar sus dotes artsticas y demostrar a sus padres que tambin poda honrarse a los suyos sin mancharse las manos de sangre, sin conquistas, sin luchas. Estaba convencido de que en la ciudad las cosas seran distintas al or a un amigo de su padre, a su regreso de un peregrinaje a Roma, alabar el lujo y el aprecio que en la corte papal se tena a los bendecidos por la musa de las bellas artes, pero, estaba claro: Vitoria no era Roma y no tena aspecto alguno de llegar a serlo algn da. Qu estpido haba sido! Despus de muchos meses llamando a las puertas de las casonas seoriales, ofreciendo sus servicios a cambio de casi nada, tratando de convencer a los sirvientes

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  • de los adinerados de que las viviendas de sus seores seran la envidia de los vecinos si mostraban sus fachadas decoradas, tuvo que rendirse a la evidencia: no haba lugar para un pintor, oficio por otra parte considerado a igual nivel que el de un buhonero o, en el peor de los casos, el de un mendigo si no se contaba con el mecenazgo de algn potentado. Se inform acerca del maestro pintor Toms de Oate, que mantena taller abierto, e intent ser admitido en l, pero el maestro no se hallaba en aquellos momentos en la ciudad y sus ayudantes no le prestaron la menor atencin. Finalmente se le acabaron las pocas monedas que su madre le entregara a escondidas del padre y que le haban servido para sobrevivir durante algn tiempo. Se vio obligado a aceptar cualquier clase de trabajo: desde descargador de carros, hasta limpiador de suciedades y vomitonas en un par de tabernas. Olvid sus anhelos y no volvi a coger un pincel puesto que no tena dnde pintar. Como tantos otros vagabundos que malvivan da a da, as l tambin se dispuso a esperar tiempos mejores. En ningn momento se le ocurri la idea de volver a Gazeo. Cualquier humillacin era preferible a soportar la irnica satisfaccin del padre al verlo regresar derrotado. El sueo estaba a punto de vencerlo. El estmago caliente y la seguridad de hallarse a salvo lo reconfortaban. Estaba agotado y dolorido, pero trat de pensar en las circunstancias que lo haban llevado a su situacin actual, la ms horrible en la que un ser humano poda encontrarse: ser acusado de un asesinato siendo inocente y sin tener ninguna posibilidad de defenderse. Haba acudido temprano al taller del maestre de obras Juan Lpez de Barrundia, en la calle

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  • de la Zapatera, a la altura del cantn de las Carniceras, porque la vspera ste haba prometido pagarle si limpiaba bien el local. Crey que no haba nadie y se dispuso a emprender la tarea cuando observ unos pies sobresaliendo por debajo de la mesa de trabajo donde se amontonaban dibujos y planos. Se agach, esperando encontrar a algn aprendiz durmiendo la siesta y constat, horrorizado, que el durmiente no era tal sino el propio maestre en cuyo cuello poda observarse una terrible herida, de oreja a oreja; el cuerpo, las ropas y el suelo estaban teidos de rojo. Escuch un ruido e intent levantarse, pero un golpe seco le hizo perder el sentido y lo dej tumbado sobre el reguero de sangre. Cuando despert, estaba rodeado de personas que lo amenazaban de palabra y hecho, pues no tardaron en ensaarse con l, dndole patadas en las costillas y en otras partes del cuerpo. A duras penas pudo erguirse, pero slo fue para continuar recibiendo golpes e insultos. No supo cmo haba logrado salir del local y echar a correr cuesta arriba hasta llegar a Santa Mara, perseguido por una multitud enfurecida que aumentaba a medida que atravesaba cantones y calles. Antes de quedarse dormido, Hernando de Dios Ruiz de Gazeo rog para que le fuera concedida la gracia de no despertar ya nunca ms. Al da siguiente no haba en toda Vitoria nadie que ignorase la noticia del asesinato del maestre de obras y del inslito caso del asesino acogido a sagrado en Santa Mara. No se hablaba de otra cosa en las calles, tabernas y comercios y, como siempre, la opinin se hallaba dividida entre los que crean en la culpabilidad del andrajoso que, estaban seguros,

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  • haba matado por dinero, y los que crean en su inocencia y barruntaban que algo ms gordo habra detrs de todo el asunto. Juan Lpez de Barrundia no era un maestre de obras sin importancia. Muy al contrario. Manejaba grandes cantidades de dinero, y haba adquirido una gran fortuna. De simple albail, ayudante de obras en sus aos jvenes, haba llegado a convertirse en dueo del negocio gracias a su habilidad para entender los deseos de los clientes y su rapidez para cumplir los encargos. Haba construido el palacio de los Ruiz de Vergara y remodelado la antigua torre fuerte de los Soto convirtindola en una casona ms acorde con los tiempos y las modas, y entre sus primeras obras se contaba el palacio de los Snchez de Bilbao, que haba albergado a los reyes Isabel y Fernando, as como a Felipe el Hermoso y a otras personalidades. Tambin era suya la obra de sustitucin de la cubierta de madera de la colegial por otra de piedra, mucho ms acorde con las pretensiones de la lite ciudadana que deseaba que Vitoria contase con su propia catedral para as dejar de pertenecer a la dicesis de Calahorra y zanjar por fin el viejo conflicto. Las malas lenguas, sin embargo, comentaban en voz baja otros asuntos menos deslumbrantes del constructor. Unos hablaban de sus problemas con los peones a quienes pagaba mal y tarde; otros, de los materiales de baja calidad utilizados en sus ltimas obras a fin de ganar una mayor cantidad de dinero; y otros, por fin, se hacan eco de las ambiciones polticas de Barrundia para ocupar un puesto en el concejo y evitar en lo posible las inspecciones y controles del mayordomo bolsero, el tesorero encargado de las rentas y los dineros de la ciudad.

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  • Era un hombre desabrido y altanero, y motivos no faltaban, decan las mismas lenguas, para que a alguien se le hubiese ido la mano y hubiese llegado a cometer el asesinato, un acto repudiable aunque seguramente deseado por muchos. De todos modos, nadie permaneci indiferente ante el horrendo crimen, tema principal de las conversaciones durante varios das hasta que una noticia increble hizo olvidar el asesinato y al refugiado en la colegial. LA CALLE DE LA CUCHILLERA Una semana ms tarde, una noche, despus del toque de queda, llegaron a "El Portaln" una docena de jinetes agotados por una cabalgada de varios das y con los caballos exhaustos. Blas y los suyos no daban abasto para atenderlos. Por su conducta y atavos, cinco eran caballeros y los otros sus servidores. Alojaron a los primeros en las habitaciones y a los dems los instalaron en el dormitorio de los catres, junto a unos carreteros que se dirigan a Medina con los carros repletos de tejidos y tapiceras, procedentes del norte de Francia y de Flandes, despus de haber surtido a los ms ricos comerciantes en telas de Vitoria. La nieve caa de nuevo, pero la lluvia de los das anteriores haba despejado los puertos, circunstancia aprovechada por viajeros y muleros para aventurarse por los caminos. El posadero y su mujer no caban en s de gozo. Tenan el local repleto y de nuevo los clientes eran personas de calidad dispuestos a pagar una buena cantidad de plata por el alojamiento y la comida. -Te lo dije, Francisca! -exclam Blas, ufano como un faisn cebado, cuando por fin pudieron retirarse a su habitacin-.

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  • Recuerda que te dije que era cosa buena disponer de unas habitaciones bien amuebladas. Dnde hubiramos instalado a estos caballeros y a los que se hospedaron la semana pasada? -Tenas razn, marido. Pronto se correr la voz y todo el mundo sabr que podemos alojar a clientes importantes con el mismo lujo que en los palacios de los ricos. -Y mejor comida y bebida! Los dos se miraron satisfechos y el hombre apag la vela que reposaba sobre la mesita de noche. -Quines sern y a qu habrn venido? -pregunt Blas al cabo de un rato. Escuch un suave ronquido como respuesta y sonri en la oscuridad. Su mujer era una persona sencilla, nicamente preocupada por la buena marcha de la casa y por ahorrar lo suficiente para poder dotar a su hija cuando llegara el momento de matrimoniarla con un joven honrado y trabajador, que era todo lo que peda para ella. De hecho, aunque an no le haba informado, l saba que estaba en tratos con la mujer del herrero Juan de Urbina, el que se ocupaba de herrar a las caballeras que llegaban a la casa de postas en malas condiciones. Su hijo segundo, Hernn, era un buen mozo, pero el negocio ira al hermano mayor y no era para despreciar la posibilidad de un futuro como posadero. De todos modos, Isabel tambin tena que opinar y l estaba decidido a apoyarla si el pretendiente no era de su agrado. Dios nicamente les haba bendecido con una hija y su felicidad era lo ms importante para l, aunque fuera ir contra las buenas costumbres que aleccionaban sobre la conveniencia de que fueran los padres quienes se encargaran

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  • de encontrar pareja a los hijos de ambos sexos. No era de sabios dejar asunto tan grave a jvenes inmaduros, ignorantes de la vida, pero, en el fondo y aunque no lo reconociera en voz alta, l era un romntico y an recordaba su amor por la hija del bodeguero de la calle de la Pintorera, que haba acabado en la boda de ella con alguien de ms posibles. Quera a Francisca a su manera, aunque nunca haba habido pasin en sus relaciones; se haban casado ya mayores, por propia decisin al encontrarse solos y sin familia, pero su hija tendra la oportunidad que l no haba tenido. Pens de nuevo en sus huspedes. A lo mejor con un poco de suerte decidan reunirse en la habitacin principal. Aguz el odo, pero todo estaba en silencio y no pareca que fuera a haber ningn cnclave secreto como la otra vez. A pesar de su determinacin de olvidar todo lo escuchado, no poda evitar pensar en ello de vez en cuando y relacionarlo con la muerte del maestre de obras. A fin de cuentas, el suceso haba tenido lugar tan slo dos das despus de la marcha de los misteriosos personajes. Claro que l no se enter hasta que le baj la fiebre y fue capaz de prestar atencin a la charla de Francisca, quien le explic con pelos y seales el asunto que tena alborotados a sus vecinos. Se cuid mucho de confiarle lo que l saba, aunque tal vez no tuviera ninguna relacin con la muerte del constructor. A quin le iba a interesar matarlo cuando en aquellos momentos haba tanta gente importante en Vitoria? No. Seguramente los conchabados se referan a alguno de los nobles castellanos que acompaaban a los regentes o a ellos mismos en persona, en especial al cardenal. A fin de cuentas, haba muchos que no lo apreciaban por razones muy diversas, empezando por

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  • los propios nobles castellanos, molestos de que un extranjero acumulara tanto poder. Lo escuch de boca de un capitn del ejrcito real que una noche pernoct en la posada, harto de compartir espacio con la soldadesca y necesitado de una buena jarra de vino y de una compaa amable. -Te puedo asegurar, amigo mo, que no he visto en mi vida a alguien tan seco y envarado como el cardenal-regente -le confes cuando ya iba por la segunda jarra de vino. -Es un hombre de religin... -dijo l sin saber qu otra cosa aducir. -Pues que se meta en una iglesia y deje la guerra para los militares! Desde cundo los curas dirigen las batallas? Fue a responderle que haba odo decir que algunos papas haban vestido la coraza para luchar contra sus enemigos, pero tampoco estaba muy seguro y permaneci callado. -Y adems es un extranjero que no es capaz de decir dos frases sin equivocarse! -continu el capitn. Blas call de nuevo. l hablaba la lengua de la tierra y tambin el castellano y le habra gustado conocer muchas ms para poder entenderse con los comerciantes que llegaban de otras partes del mundo: franceses, ingleses, alemanes, flamencos... Cuando dos de ellos procedentes del mismo pas se encontraban en su local y hablaban en su idioma, disfrutaba escuchndolos y se negaba a creer que las lenguas fueran un castigo de Dios a la humanidad por haber querido construir una torre que llegara al cielo, segn haba afirmado una vez el abad de Santa Mara durante uno de aquellos sermones atronadores que erizaban el cabello de los fieles. El militar prosigui hablando solo a voz en grito hasta que encontr la amable compaa que buscaba en la persona de

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  • Mara, la del molino, que apareca por "El Portaln" de vez en cuando en busca de algn cliente necesitado de sus servicios, y se lo llev a su casa. Aunque se enteraba de cosas que de otra manera no llegaran a sus odos, l era un hombre cauto y demasiado bien saba que algunas conversaciones podan resultar peligrosas y ms en aquellos tiempos de guerras e incertidumbres. Slo deseaba vivir en paz, tener una vejez tranquila y ver crecer a los nietos que algn da tendra. Para cuando los huspedes abandonaron sus habitaciones a la maana siguiente, Blas y los suyos llevaban ya levantados unas horas. El local estaba perfectamente limpio, las chimeneas humeaban y de la cocina sala un rico olor a caldo de gallina que abra el apetito al ms remiso. Los caballeros parecieron sorprenderse por la actividad reinante siendo como era an temprano, pero ms sorprendidos quedaron el posadero y su gente al verlos aparecer ante ellos vestidos con galas de terciopelo bordado en hilo de plata, gorgueras de puntillas, cadenas de oro al cuello, botas lustrosas y sombreros de pluma. Nunca en su vida haba visto de cerca a personas tan elegantemente vestidas. Incluso los criados parecan pertenecer a la nobleza. -Podis ordenar a uno de vuestros mozos que nos acompae hasta la residencia del cardenal-regente Adriano de Utrecht? -pregunt el que pareca estar al mando. Era un hombre de edad madura -en los cuarenta y algo, calcul Blas-, de tez cetrina, cabello oscuro, con una barba en punta y una nariz aguilea algo desproporcionada que le record a un ave. El posadero tard unos instantes en reaccionar pero, cuando lo hizo, se quit el mandil e hizo una inclinacin.

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  • -Si me lo permits, yo mismo os acompaar. Se ech por encima el tabardo de buen pao de Durango regalo de un comerciante amigo, que todos los meses se hospedaba en la casa de camino a Burgos, se coloc un bonete cosido y bordado por Isabel y, haciendo un gesto con la mano, les indic la salida. A paso vivo y sin hablar ascendieron la cuesta entre el cementerio y la torre de los Anda. Todava quedaban pocillos de agua y lodo ya que la cuesta no estaba empedrada, a pesar de que los Anda haban reclamado que lo fuese por el mucho fango que acababa anegando la entrada a la torre, y Blas oa el chapoteo tras l. No quera girar la cabeza porque estaba seguro de que las botas lustrosas, admiradas haca unos momentos, estaran sucias de barro y sus dueos enojados. Tena la impresin de que se haban ataviado para una ocasin especial. Atravesaron el prtico de Santa Mara y rodearon la iglesia, sorteando andamios, vigas y piedras de sillera que dificultaban su travesa y continuaron por el cantn de San Marcos hasta salir a la calle de la Cuchillera donde se ubicaba el palacio de los Snchez de Bilbao, residencia eventual del cardenal-regente. La calle estaba prcticamente tomada por una compaa de guardias reales y delante de la casa haba un grupo de personas que hablaban animadamente a pesar de la helada cada durante la madrugada. Muy en su papel de gua, Blas pidi paso indicando que sus acompaantes eran personas de calidad recin llegadas a la ciudad.

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  • -Su ilustrsima est ocupada -le respondi un hombre alto y robusto que tapaba la puerta de entrada con su corpachn-. Habis sido citados? -Estos gentiles hombres han hecho un largo viaje para ver al cardenal -le indic Blas. -Y todos sos tambin -respondi el hombretn sealando a los dems que esperaban. -Pero... El hidalgo de la barba en punta y perfil de aguilucho apart con suavidad al posadero y acerc sus labios a la oreja del guardin. El sbito cambio en los modales del hombre dej estupefactos a quienes esperaban, cuyas conversaciones haban cesado para observar la escena con sonrisas burlonas. Un rumor no confirmado, y para muchos increble, corra por los mentideros: el cardenal haba sido nombrado Papa a la muerte de Len X antes de la Natividad. Por dicha razn haba dejado su anterior alojamiento en casa del licenciado Aastro de la calle de la Herrera, para trasladarse al mejor palacio de Vitoria, aunque nada en la actividad de ste y de sus alrededores diera la impresin de que el rumor fuera cierto. Sin embargo, y por si acaso, todos los notables de la ciudad y algunos llegados desde Logroo y otras localidades cercanas, a pesar del tiempo desapacible y la abundante nieve cada, esperaban ser recibidos por su eminencia. Algunos llevaban acudiendo al palacio desde haca das a la espera de una audiencia solicitada de antemano. Acaso crean aquellos advenedizos que iban a entrar a la primera sin el menor esfuerzo? El guardin pareci encoger de tamao, descendi el escaln que mantena su cabeza por

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  • encima de las dems y se retir para permitir el paso a los caballeros y a sus sirvientes, Blas incluido. La sorpresa del posadero fue indescriptible. Jams en su vida haba puesto los pies en una de las casonas de las familias ricas de Vitoria, y hete aqu que no slo se hallaba en la ms rica de todas, sino que, encima, su presencia no pareca sorprender a nadie. Ech una mirada a su alrededor y tuvo que hacer un esfuerzo para no abrir la boca como un patn. Los haban introducido en una amplia sala, iluminada por la luz de las velas de decenas de candelabros y el fuego de una gran chimenea, atendida en todo momento por un criado; en los muros colgaban tapices con escenas de caza y el suelo estaba cubierto por alfombras de varios tamaos en tonos azules y rojos. Casi le daba apuro pisarlas con el calzado manchado de barro. Alz la mirada hacia el techo y no pudo reprimir una exclamacin de asombro, que disimul rpidamente carraspeando y tapndose la boca con la mano. Una estrella gigantesca formada por nervios policromados sobre un cielo azul repleto a su vez por muchas otras estrellas ms pequeas se extenda sobre su cabeza. Aquello no era un techo, pens, era una bveda digna de un palacio real y no entenda cmo poda sujetarse sin caer al suelo. La sala se hallaba repleta de hombres y mujeres elegantemente vestidos y un criado se paseaba entre ellos ofrecindoles dulces y copas de vino. Se senta cohibido e intent pasar desapercibido colocndose en una esquina, junto a una ventana cuyos vidrios de colores apenas permitan el paso de la luz y los cortinones de pesada tela que cubran parte del muro. Desde all poda observar y no se cansaba de hacerlo, pero qu diablos haca l en aquel lugar? En cualquier momento

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  • vendran por l y lo echaran de la casa como a un mendigo indeseable. Sin embargo, no poda moverse. La ocasin era demasiado buena para desaprovecharla y la curiosidad tambin. Comprob que los caballeros de la posada y sus criados formaban un corrillo sin mezclarse con los dems. Faltaba el hombre de la nariz corva. Sin duda el mensaje que traa para el cardenal era especialmente importante puesto que ni siquiera lo haban hecho esperar. Constat la presencia de varios miembros del concejo, entre ellos el alcalde Vlez de Esquibel y dos regidores que conoca de vista. Habran ido a hablar sobre el pobre desgraciado que se acoga al asilo de Santa Mara? El cardenal estaba por encima del abad y podra ordenar que fuera entregado a la autoridad. Otro criado entr entonces portando una garrafilla de vino y le dijo algo al que serva las copas; ambos se acercaron al encargado de la chimenea y hablaron con l en voz baja. La cara de asombro de los tres era seal de que algo anmalo suceda. Estuvo tentado de acercarse a ellos y preguntarles qu ocurra, pero prefiri continuar donde estaba y no perder detalle. No tuvo que esperar mucho ms tiempo. La puerta de la sala se abri y entr por ella un militar vestido con los colores grana y oro del cardenal-regente. Golpe el suelo dos veces con un bastn con empuadura de plata que llevaba en la mano y las voces enmudecieron. -Su Santidad el Papa! -anunci en un tono de voz ceremonioso, que se quebr, turbado, en la ltima slaba. Los presentes se miraron unos a otros, incapaces de asimilar la noticia, pero tampoco tuvieron oportunidad para

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  • meditar sobre ella. Adriano de Utrecht penetr en la sala, seguido del caballero que Blas conoca y de otra media docena que desconoca. En un instante, todos excepto el cardenal se arrodillaron y el posadero supo que jams en su vida volvera a ocurrirle un prodigio semejante. -Qu tonteras ests diciendo? Francisca estaba hecha un basilisco. Quin le haba mandado a l acompaar a los forasteros como si fuera un criado? Acaso no estaba Matas para esas tareas? Ms de dos horas haban transcurrido desde su marcha y ahora le vena con aquella historia de que haba visto al Papa. Acaso crea que ella era una crdula que se tragaba cualquier cuento? -Blas, te conozco desde hace veinte aos y me has contado muchas historias desde entonces, pero sta es la peor mentira que te has podido inventar. --No lo creas si no quieres, pero entra en la ciudad y vers que es cierto lo que te he dicho. El cardenal-regente ha sido nombrado Papa -insisti el hombre. -Por el alcalde? -pregunt Francisca una vez ms en tono de guasa, pero con una pizca de vacilacin en su voz. -Por los cardenales de Roma. Los caballeros que llegaron ayer por la noche son los emisarios que han trado la noticia. -Y t cmo lo sabes? -Porque he estado con ellos en todo momento. Y el posadero pas a relatarles a ella, a su hija y al mozo su aventura. Los tres escuchaban sin poder crerselo, pero todos los detalles que l les dio, la descripcin de la sala, la riqueza de su mobiliario, el techo en forma de estrella y, sobre

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  • todo, la aparicin del Pontfice en persona acab por convencerlos. -Soy el primer vitoriano no rico y no noble que ha visto a Su Santidad y le ha besado los pies -finaliz emocionado. No les dijo que, despus, un criado lo haba acompaado hasta una puerta trasera que daba a las huertas de la Pintorera y lo haba puesto de patitas en la calle, amenazndolo con una tanda de palos si se le volva a ocurrir entrar en la vivienda. Hubiese estropeado la primera impresin. Despus de todo el azar le haba proporcionado una oportunidad nica en la vida y le daba igual que a continuacin lo hubieran echado a la calle. Tena que preguntarle al abad de Santa Mara si besar los pies del Papa daba derecho a alguna indulgencia. Pronto corri por la ciudad como reguero de plvora la noticia de que el nuevo pontfice de la Iglesia catlica se hallaba en Vitoria y en un santiamn la calle de la Cuchillera se vio desbordada de gente ansiosa por verlo, aunque fuera de lejos. Tanto los guardias como los soldados reales y los alguaciles de la ciudad hubieron de acordonar la zona, echar a los curiosos y cerrar las entradas de los cantones a todos cuantos no vivieran en la propia calle o no tuviesen el rango adecuado. Decenas de mensajeros partieron ese mismo da y los siguientes en todas las direcciones llevando la nueva: el holands Adriano Florensz, obispo de Tortosa, cardenal y regente de los reinos de Espaa en nombre de su antiguo discpulo, el emperador Carlos V Gran Inquisidor del reino, haba sido llamado a ocupar el podio de San Pedro. Mientras permaneciese en Vitoria, la ciudad sera el centro del mundo y no era cuestin de desaprovechar la ocasin.

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  • Adriano decidi disponer con calma su partida. A fin de cuentas su eleccin haba tenido lugar el sexto da del mes de enero y a l le haba llegado la inesperada noticia dos semanas ms tarde por medio de un mensajero del obispo de Girona. En un principio no le haba dado crdito vista la poca autoridad del obispo y temiendo una encerrona de algn enemigo, en especial de los franceses. Qu humillacin si se presentaba como cabeza de la cristiandad y luego resultaba que todo haba sido una jugada para dejarlo en ridculo ante el mundo! Era preciso ser cauto, muy cauto. Su antiguo pupilo, el Emperador, se hallaba en los Pases Bajos y eran muchos los nobles castellanos que no vean con buena cara que un extranjero estuviese por encima de ellos y esperaban un paso en falso por su parte. Aunque tampoco haba que olvidar que an estaba fresca la derrota de las Comunidades. Un mensajero acababa de llegar con la noticia: Toledo haba sido finalmente sometida tan slo dos das antes, el da de San Blas, y la rebelde doa Mara Pacheco haba escapado a Portugal. lava era la tierra del comunero conde de Salvatierra, Pedro Lpez de Ayala, y los Ayala contaban con fuerte apoyo tanto en el campo como en la ciudad de Vitoria. A ms de un vitoriano le gustara verlo muerto, medit, en revancha por la condena a muerte del conde y su obligado exilio en Portugal, la quema de su palacio situado junto a la iglesia del antiguo fuerte de San Vicente, la enajenacin de sus propiedades y la orden de picar su escudo de todas las que haban sido sus casas. La llegada, casi un mes despus de su eleccin, de Antonio de Astudillo, gentilhombre del cardenal Bernardino Lpez de Carvajal, con las cartas de los cardenales y del senado

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  • romano debidamente firmadas y selladas, y tambin la de Lope Hurtado de Mendoza con un mensaje de felicitacin del propio Emperador, haban disipado las dudas. Estaba seguro de que don Carlos haba influido, y mucho, en su designacin, pero quera pensar que era Dios quien lo haba elegido para poner orden en su rebao. El enviado de la curia vaticana le haba instado a disponer el viaje con la mayor brevedad posible. No era aconsejable dejar la silla de Pedro vaca por mucho tiempo, le advirti. La mayora de los cardenales eran miembros de las grandes familias italianas, todos ellos contaban con hombres armados a su servicio y no dudaran en utilizarlos si se les presentaba la oportunidad. -Os esperan en Roma, Santo Padre -haba repetido Astudillo en varias ocasiones durante su entrevista-. Cuanto antes. Roma... la gran ciudad, el centro de la cristiandad, lugar de intrigas y ambiciones tan alejadas de la verdadera fe, donde cardenales como el mismo Carvajal se haban alzado contra el Papa Julio y haban estado a punto de crear un cisma, haban sido excomulgados y depuestos de sus cargos para despus ser perdonados y restituidos en los mismos por el siguiente Papa, Len. Borgias, Della Roveres, Mdicis, Orsinis, Farnesios... Lo iba a tener difcil entre tanto italiano un holands que desconoca su lengua y hablaba el latn con un fuerte dejo germano. Sin embargo, estaba decidido a poner orden. La Iglesia se hallaba alejada de las enseanzas de Cristo y no era de extraar que el desasosiego cundiera entre sus hijos ms fieles, ni tampoco que se escuchasen las voces disconformes de aquellos que pregonaban su corrupcin en voz alta. No, no tena prisa. Era mucho lo que deba hacerse

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  • y era preciso meditarlo con calma. Y tambin quedaban todava asuntos que dilucidar en nombre del Emperador; sera su ltimo servicio. La prxima vez que ambos se encontraran, Carlos tendra que arrodillarse ante l. EL PRTICO Vitoria festej el acontecimiento, como no poda ser menos: el concejo decret varios das de fiesta, con luminarias, torneos y corridas de toros incluidas, y se dispuso a agasajar como convena al ms ilustre de sus visitantes. Don Diego escuch desde Santa Mara los redobles de tambores y el disparo de caones en honor al Papa antes de la misa que ste iba a celebrar en el convento de San Francisco. -Hasta ahora siempre ha celebrado misa aqu, en Santa Mara, que es el templo ms antiguo de la ciudad -coment despechado, en voz alta, de rodillas ante el altar mayor- y es aqu donde debera llevarse a cabo la primera misa pontifical. Hernando, agazapado en el coro, lo escuch. Ellos seran de los pocos que no asistiran a la celebracin. Debido a la conmocin producida por el extraordinario acontecimiento, todo el mundo pareca haberse olvidado del asesinato del maestre de obras y de su asesino, acogido a sagrado. Incluso los dos alguaciles enviados por el merino mayor para impedir que el presunto criminal escapase en un descuido haban abandonado la guardia y se haban unido al resto de los vecinos para las celebraciones. La vida ciudadana se haba desplazado hacia la Cuchillera primero y luego el convento de San Francisco, y los alrededores de la colegial aparecan desiertos.

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  • Ni siquiera los carpinteros y canteros que trabajaban en las obras de la cubierta haban aparecido durante los ltimos das. La misa del tercer domingo de febrero cont con muy pocos feligreses: algunos ancianos, hombres y mujeres demasiado viejos para bajar la cuesta hasta el convento y volver a subirla despus, y poco ms. Tras el servicio, don Diego echaba chispas y se jur que la prxima vez que tuviera la iglesia llena comenzara el sermn con las palabras del Eclesiasts: "Vanidad de vanidades, todo vanidad...", especialmente dirigidas al alcalde, parroquiano suyo, y a los notables que presuman de sepulturas y capillas funerarias y abandonaban a su abad, y a sus muertos, por dejarse ver en el entorno de Adriano cuando, estaba seguro, no podran acercarse a l ni a cincuenta pies. De ello se encargaran sus guardias, los nobles castellanos y los embajadores de todas las cortes europeas que, raudos, haban acudido a la ciudad en cuanto haban tenido conocimiento del nombramiento. Y desde luego iban a orle los cannigos de la colegial y los monaguillos en cuanto les echara el ojo encima. Haba tenido que utilizar como aclito al desgraciado que tena acogido, aunque, era preciso reconocerlo, el joven lo haba hecho bien. Estaba claro que perteneca a una buena familia cristiana: su devocin pareca real y sus modales no eran los habituales en menestrales o campesinos. No haban mantenido ninguna conversacin desde la fatdica fecha de autos y sera bueno saber algo ms sobre l. El alcalde volvera a insistir sobre su entrega una vez que el Papa hubiese abandonado Vitoria y, quin saba?, l podra darle una sorpresa, a poder ser, desagradable.

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  • Le sobresalt un ruido procedente de un lateral del templo, que retumb en los muros como un quejido, y ech a correr hacia la capilla de Santa Vitoria. Un pilar de la capilla se haba resquebrajado y una grieta lo recorra de arriba abajo. Solt una maldicin, pero inmediatamente se gir hacia el altar, se puso de rodillas e hizo el acto de contricin. Despus, sali de la iglesia hecho una furia y se dirigi cuesta abajo en direccin a la calle de la Zapatera para hablar con Pedro Martnez de lava, principal adalid del bando de los de la Calleja, y uno de los prceres vitorianos ms empeados en transformar la colegial en catedral y en que se llevasen a cabo las obras, a pesar de que sus sepulturas familiares se hallaban en la parroquia de San Pedro. l tambin estaba de acuerdo con dicho proyecto, pero no acababa de entender la razn por la que haba de cambiarse el techo de la iglesia. Tampoco entenda mucho de construcciones, pero intua que el enorme peso de la bveda de piedra tendra consecuencias. A fin de cuentas, los pilares haban sido calculados para sostener un techo de madera, no de piedra. a an no terminada. Los trabajos llevaban en curso casi treinta aos y aquello pareca el cuento de nunca acabar. Los andamiajes, el polvo, los ruidos, el ir y venir de los menestrales, eran incomodidades aadidas al peligro que supona para los feligreses situarse debajo de una obra an no terminada. Isabel haba acudido a la misa de Santa Mara. No le gustaba sentirse apretujada por la multitud y tampoco tena especial inters en ver al Papa y a los nobles que seguramente lo rodearan.

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  • -Una cosa as no ocurre dos veces en la vida -afirm su madre mientras se colocaba la toca flica propia de las dueas vascas y que nicamente utilizaba en ocasiones muy especiales. -No me importa -respondi ella con una sonrisa-. Ya sabes que la gente me agobia. -Si quieres, le pido al herrero que te acompae su hijo Hernn. -Para qu? -Para que te sientas ms segura si te acompaa un hombre joven y fuerte. -Djala, mujer! -intervino Blas-. Sino quiere ir, que no vaya. -Cualquiera dira que va para monja! Todo el da metida en casa o en la iglesia. -Preferiras verla dejndose galantear en la plaza del mercado? -Ni lo uno, ni lo otro! Pero tiene diecisis aos y hora es ya de que haga un poco de vida social y, adems, va a ser la nica vitoriana que no asista a una misa oficiada por el propio Pontfice. -Nunca se sabe... -asever el posadero con su expresin favorita al tiempo que guiaba un ojo a su hija-. Venga, mujer! No pierdas el tiempo, que no vamos a tener sitio dentro de San Francisco y te vas a quedar con las ganas de ver de cerca a papas y a duques. Las ltimas palabras de su marido produjeron en Francisca la reaccin esperada por aqul, cogi el manto de lana, se envolvi en l y sali a toda prisa no sin antes recomendar a la joven que se abrigara bien y volviera a casa en cuanto hubiera finalizado la misa.

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  • Isabel los vio partir con un sentimiento de alivio. Pocas veces tena la oportunidad de andar por la calle sin ir acompaada por uno de ellos o por los dos. A pesar de lo que la madre pudiera pensar, le gustara conocer jvenes de su edad, compartir confidencias y risas. Slo tena una amiga dos o tres aos mayor que ella, Osanna, la hija de la viuda Marcela. Las dos mujeres acudan a "El Portaln" a echar una mano los das de mucha concurrencia. Osanna y ella hablaban mientras servan las mesas y atendan a los clientes bajo la siempre vigilante mirada de su padre. Por ella saba algunas de las cosas que ocurran en Vitoria: compromisos, bodas, escndalos, amoros, pero no haba visto a su amiga desde antes de las fiestas de la Natividad. Durante el invierno, ella y su madre se dedicaban a coser para las familias ricas. Se coloc una amplia toquilla de lana encima de los hombros, se calz unos zuecos, se ech la sobrefalda de estamea azul oscuro para cubrir la cabeza y se encamin hacia Santa Mara. Haca fro fuera y tambin dentro de la iglesia, y el templo casi vaco le pareci una tumba. Los pocos ancianos que all se encontraban aprovecharon la ocasin para sentarse en los dos bancos, de costumbre utilizados por regidores y seores, pero ella se mantuvo de pie, con la espalda apoyada en una columna. Observ al sacerdote que con el ceo fruncido pasaba revista a los fieles antes de comenzar la misa y, despus, sus ojos se fijaron en el ayudante. No lo conoca. Era joven, ms o menos de su misma edad, y los cabellos le caan ondulados sobre los hombros. No pudo apartar la vista de l durante todo el servicio. En un par de ocasiones sus miradas se cruzaron y sinti algo extrao, algo nunca antes sentido.

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  • Intent centrarse en la misa, rezar, pero no pudo. Tena la mente en blanco y los ojos fijos en los movimientos del aclito, en su espalda, en sus cabellos, en su perfil. Al finalizar la celebracin vio al sacerdote y al ayudante desaparecer por la puerta de la sacrista y esper. Quiz el joven volviera a salir y podran intercambiar alguna palabra, pero no sali y ella abandon la iglesia un tanto desilusionada. Blas y Francisca llegaron cuando Isabel y Matas ya haban acabado de comer. El hombre sonrea divertido mientras Francisca apretaba los labios con gesto de enfado. Se sent junto al fuego y se quit los zapatos de badana -los nicos que tena aparte de las abarcas y los zuecos-, completamente enfangados. Tambin estaba sucio el borde de la falda y el manto. Hasta la toca mostraba algunas salpicaduras de barro. -Total para nada! -exclam al cabo de un rato en el que Isabel y el mozo permanecieron mudos como piedras. Conocan muy bien al ama y saban cundo era ms prudente callar. -Mejor hubiramos hecho quedndonos en casa! -Qu ha ocurrido, madre? -Qu ha ocurrido? Quieres saber lo que ha ocurrido? -pregunt sta levantndose del asiento-. Que no hemos podido entrar en el convento! Nos han tenido afuera, esperando como si furamos ovejas y menos mal que no ha nevado! Ni siquiera nos han dejado acercarnos! -A quines? Ante el gesto de extraeza de su hija, Francisca comenz a despotricar contra el alcalde, los regidores, los guardias, los nobles e incluso el propio Adriano.

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  • -Slo han podido entrar en el convento los nobles y los ricachones. El Papa ha llegado en carruaje cubierto, as que tampoco le hemos visto la cara. Todo el mundo esperaba que, al finalizar la ceremonia, impartira la bendicin a los que esperbamos afuera, pero ni eso! Y, adems, no ha vuelto a salir porque, segn han dicho, va a quedarse en San Francisco hasta que emprenda el viaje a Roma. Por m, cuanto antes se largue y vuelva la normalidad, mejor! -Mujer... hay que entender que... -intervino Blas. -No hay nada que entender! Por Vitoria han pasado reyes y prncipes, y todos hemos tenido oportunidad de verlos. -De lejos... -Pero los hemos visto. -Quiz haya ms ocasiones... -Pues no ser yo quien lo intente la prxima vez! Mira mis zapatos, han quedado hechos una pena. -Eso se arregla con un poco de betn -terci su marido, conciliador. -Y creo que he cogido un resfriado despus de estar tanto rato esperando a la intemperie. Al infierno con todos ellos! Me voy a la habitacin a cambiarme de ropa. -No quieres comer antes un poco? -le pregunt Isabel tratando de evitar una sonrisa. -Se me ha quitado el apetito! Francisca sali de la cocina y los dems esperaron un instante antes de echarse a rer. -Se lo haba advertido, pero ella erre que erre -se confi Blas-, que haba que ir, que somos cristianos