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Agosto-Septiembre 2016 ISSN: 2007-7483

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ÍNDICE ARTÍCULOS Y RESEÑAS

FORMAS DE TRATAMIENTO, AUTOREMAS Y POÉTICAS EN EL DISCURSO EPISTOLAR DE OLIVERIO GIRONDO Omar Alejandro Ángel Cortés

7

EL MITO DE ORFEO COMO SUSTRATO TEXTUAL EN “EL PERSEGUIDOR” DE JULIO CORTÁZAR Gabriel A. Meza Alegría

19

“AQUÍ CAYO UN RAYO” UN DISCURSO ENTRE LA LUZ Y LA SOMBRA Andrea Naranjo Merino

31

CASTILLOS EN LA TIERRA: NARRATION OF SPIRITUAL EXILE Catherine Caufield

36

LA EXPECTATIVA DE LECTURA: UN PUNTO DE QUIEBRE ENTRE LOS GÉNEROS Fernando Beltrán

59

LA PROFUNDIDAD DE LA PIEL: UNA NOVELA DE ESCRITURA FEMENINA Ramón Alvarado Ruiz

70

CREACIÓN LITERARIA

DE NUEVO EL EXILIO Andrea Naranjo Merino

87

FINIS Gabriel Desmar

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ALGO ASÍ Miguel Rodríguez Otero

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EL AMANUENSE Juan Carlos Hernández Cuevas

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LA EXPECTATIVA DE LECTURA: UN PUNTO DE QUIEBRE ENTRE LOS GÉNEROS

Propone Ricardo Piglia que Jorge Luis Borges previó la suerte de nuestra época. El autor de Formas breves lo expuso en una reciente serie de charlas que ofreció en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno y en colaboración con la televisión pública argentina. A

propósito de la lectura en general y de los géneros en particular, no es ya la pregunta sobre si ahora se lee menos en papel o se lee más en los dispositivos digitales; o si los libros van a desaparecer. La pregunta es si se seguirá leyendo. Más aún, cómo se lee hoy. Borges no fue un «escritor de vanguardia». Goce verbal, juegos de ingenio, brevedad y prosa concen-trada, quizás sus mejores apuestas escriturales. No hay cuento alguno que sobrepase las diez o doce

cuartillas. Rechazó la novela por la demasía de su artificio. En cambio, fue un «lector de vanguardia». Aleatorio, discontinuo −muy de nuestra época a partir del hipertexto−, insatisfecho, arbitrario, hermeneuta, pródigo memorioso, como uno de sus personajes ficticios. Puso Borges en relación textos que no exis-tieron. Borges no desconoció nunca que el lector es el lado anverso del escritor. Dos rostros de un menester llamado literatura. Ya se sabe que Borges se apreciaba más por lo leído que por lo escrito. Ha sugerido que si Shakespeare aburriera, el genio inglés no debería ser atendido por ciertos lectores.

La lectura es algo más complejo que un ejercicio de los ojos. Busca ella y a veces encuentra. Más todavía. Una expectativa de lectura es el hallazgo donde se dice incluso no busque, no lea. ¿Qué espera un lector de un ensayo? ¿Qué espera de un cuento? ¿Qué se espera de un escritor? Desde luego, habrá que preguntarse ahora qué se espera de un tweet.

El encuentro entre un lector y un autor, la expectativa de lectura, depende menos de las propiedades escriturales expuestas en los textos que de la forma en que el lector se acerca a ellos. Una usuaria de Twitter es mi mejor ejemplo aquí. «Dice “ya cambia” −twitteó @mintilux− y yo leo “Ya, cumbia”. Morning». En otro lugar: «Dice “basándonos”, leo “besándonos”. ¿Dónde estarás?». La misma disposición: «Dice “déjanos consentirte”, leí “te dejamos inconsciente”. Why?». ¿Qué clase de lecturas son éstas? ¿Lectura entrelíneas? ¿Mala lectura? ¿Una suerte de lectura criminal? Habrá que atender en otro lugar por qué el criminal siempre es más atractivo que el detective.

Fernando Beltrán Universidad Nacional Autónoma de México Recepción: 17 de junio de 2016 Aprobación: 28 de julio de 2016

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A propósito de «Pierre Ménard, autor del Quijote», Borges apuntó que la técnica de Ménard, el anacronismo deliberado y el de las atribuciones erróneas, había enriquecido el arte detenido y rudimentario de la lectura. Los usos desviados de la lectura. En efecto: una lectura es también aquella que lee mal, distorsiona, aquella que percibe confusamente; las propiedades escriturales no impiden la diáspora del sentido. Lo poetiza mejor George Steiner en La poesía del pensamiento: los relámpagos del significado se originan en las tinieblas.

La lectura se nutre, sin duda, de la memoria, pero ¿dónde reside ella? ¿En dónde radican los cuarteles generales? La lectura se alimenta también de la invención, pero ¿cómo funciona esta suerte de técnica y de encuentro con las musas? La lectura abreva de la influencia, aunque ¿hasta dónde la influencia tiene influencia? Borges ha advertido en «Kafka y sus precursores» que descubrimos ya «su voz» en escritores previos a él. Se sostiene la lectura también de la vivencia. Fue Lukács quien propuso en El alma y las formas que el género ensayístico, por ejemplo, no era sino una suerte de vivencia intelectual. Acaso una de las mejores expresiones hoy día de esta «vivencia intelectual» lo muestra el ensayo de Vivian Abenshushan, Escritos para desocupados.

En su «Nota sobre Bernard Shaw» de 1952, Borges sostiene que el diálogo entre un autor y un lector es infinito. Un libro no es un ente aislado, es una relación, una serie infinita de relaciones. Y añade Borges: «Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída».

¿Cómo leemos ahora? ¿Cómo es la literatura de nuestro tiempo? Mi hipótesis es que es posible leer donde se dice, incluso, no lea. El horizonte no es sucinto. Un género literario, desde luego, no escapa de ningún modo. Sin embargo, ¿qué significa leer donde se dice, incluso, no lea? Sugiero lo siguiente.

El agente encubierto Philip Jennings tiene cautivo a un espía de Israel en suelo norteamericano. El israelita protegía a un judío ruso que logró escapar hacía tiempo de la ex Unión Soviética. Además de desempeñarse en investigaciones informáticas, el judío ruso se dedicaba a la propaganda contra el comunismo. Las órdenes que recibe Philip es el intercambio del espía por el científico. La ex URSS lo quiere bajo su mando e Israel aceptó el trato. Philip lo lleva a cabo y recibe al ex prófugo. Esposado y sin mordaza, el científico va en el asiento trasero del auto. Philip maneja. De noche, lo conduce a un puerto en Washington. El científico intenta negociar con él. Le habla de dinero y de información útil que puede servir a los fines del espionaje de la KGB. Sin responderle, Philip lo observa con cuidado por medio del retrovisor. El judío no recibe respuesta. Comienza la súplica. Habla de sus hijos y de su esposa. Ruega que lo deje ir. No quiere regresar a Moscú. Llora, gime, grita. Implora caridad. Demanda un trato humano. Sin hablar, Philip sólo lo mira.

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El judío suplica en grado sumo. Le exclama que él, Philip, no tiene piedad. Que es un monstruo. Por gestos visibles: la mirada contenida y el fruncido de las cejas, Philip experimenta algo grave, pero no cede. Lo entrega en un embarcadero. Vuelve a casa. Elizabeth, su esposa y también agente de la KGB, lo espera en el sofá. Está a punto de amanecer. Philip se recuesta y se acurruca al lado de ella. Quiere un abrazo. Escarban en sus recuerdos. Quiere sentirse humano después de lo que ha hecho.

Philip y Elizabeth han sido entrenados en la Unión Soviética para el combate a cuerpo y el uso sofisticado de las armas, para el desciframiento de códigos y el ocultamiento de su verdadera iden-tidad a través de múltiples y falsos nombres y personajes. Philip y Elizabeth, sin embargo, son un matrimonio y son padres de una jovencita y un chico. Son una familia estadounidense. Para los fines del espionaje, su coartada es perfecta. Aunque de día pueden desempeñar roles más o menos mundanos: la compra de víveres, la ida y vuelta al trabajo, la cena en la mesa familiar, de noche pueden o deben eliminar un blanco. Nada de lo anterior lo hacen como engranajes ni como autómatas. Los sentimientos están siempre encontrados. La causa comunista, no obstante, no siempre resuelve el conjuro de sus culpas ni sus remordimientos. Si bien ambos personajes oscilan en los extremos en cuanto a los compor-tamientos se refiere, entre el amor y la muerte, Philip y Elizabeth ilustran bien el sentido de la totalidad. El bien y el mal los contiene. Sus múltiples performances experimentan la dualidad del ser humano. En frase célebre ya advertía Montaigne que cada hombre contiene la entera condición humana.

La serie Fox de televisión The Americans visita así el espionaje de la KGB en Estados Unidos de la guerra fría. Desde luego, la serie debe actualizar los conflictos y mantener o aumentar los grados de suspenso. Al día de hoy corren ya dos temporadas al aire. Avanzada ya la serie, esta escena me ha interesado traer a cuento aquí. No estoy seguro que esta lectura que yo hago de esta escena sea la única ni la más importante. Sin duda no lo es. Quizá los aspectos de la intriga y los meollos de las conspiraciones, a la manera de los pilares con los que se construye la narrativa policial, sean más sugerentes para otros lectores o espectadores. Estoy cierto, sin embargo, que a luz de la lectura de Sabato uno observa o se detiene o busca la totalidad y la dualidad. Como espectador de esta serie pero como lector de Sabato, aparece ante mí el problema del mal: Philip [Matthew Rhys] es un monstruo que no cede. Se revela ante mí también la dualidad: pese a lo que ha hecho, Philip busca comprensión de Elizabeth [Keri Russell]. Quiere sentirse humano.

Se trata, en efecto, del «lector implícito» que construye Sabato en su obra. Un lector que Sabato ha incentivado con sus novelas. Dicho de otro modo, un lector que se haya detenido y

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reflexionado en y con sus ficciones, de algún modo espera que ciertas problemáticas sean puestas en la mesa de disección y tratamiento quirúrgico. Problemas graves y de peso: el suicidio, la muerte, el mal, la existencia o la inexistencia de Dios. Que estas preocupaciones sean puestas desde ya en pantalla o en el texto y se eviten los rodeos o los juegos de ingenio. Más aún. Si no están puestas de manera clara y directa, como quizás podría ser el caso de esta serie de televisión, un lector de Sabato lee las problemáticas aludidas. Este es el horizonte de expectativa que sugiere la novelística de Sabato. Uno lee ciertas cosas en lugares incluso donde se dice no lea.

Por supuesto, la guerra entre los críticos es imponer el modo de lectura. ¿Cómo se debe de leer hoy a Borges? ¿Cómo se debe de leer hoy a Sabato? El gran problema con los autores inéditos es que no se sabe aún el modo en que deben ser leídos.

Evodio Escalante ha señalado algo de particular atención aquí. No pocos cuentos de Borges ensayan ideas. No es el único caso, desde luego. ¿Por qué habrá necesariamente que catego-rizarlos como cuentos si «hay algo más» que el preciso tránsito narrativo de un punto A hacia un punto B? ¿Qué pasaría si no pocos cuentos de Borges se encasillaran como ensayos? ¿Qué hay detrás en la toma de decisiones de editores como Herralde al clasificar de «narrativas» ciertos ensayos de Piglia? Advierte el crítico venezolano Gustavo Guerrero en un reciente congreso sobre el género ensayo en la Universidad Nacional Autónoma de México [octubre, 2015] que para abrir público al ensayo, los ensayistas están orientando su género hacia la narrativa y la brevedad, en tanto la noción de literatura se ha concentrado en las novelas. Obras de ensayistas importantes en Argentina como Sergio Pitol, Rossi y Piglia se han alineado en la «Colección Narrativas Hispano-americanas» de Anagrama. Herralde Grau no las colocó en la «Colección de Ensayos». Esta es una estrategia, dicho sea de paso, que los editores hacen para ofertar el ensayo al público.

Ahora, un lector acostumbrado al ensayo, en teoría, no sufriría dificultades en advertir que las dosis de ensayística no son diluidas en los cuentos de Borges. ¿Sería suficiente el reacomodo de las clasificaciones? ¿Bastará con el reajuste que efectúan editores? Quizás. No seguiré la sugerente hipótesis de Carlos Oliva de que el ensayo no vive sino a partir de otros géneros. El ensayo es una entidad ferozmente carnívora. Por tal razón, muy a menudo aparece y desaparece en la novela, en el cuento, en la crónica. No debe sorprendernos que los encuentros entre el ensayo y la ficción o el ensayo y la poesía adquieran un punto máximo, para el primero, en Borges; para el segundo, en Octavio Paz.

Si la hipótesis de la expectativa de lectura no es falsa, se relegarían incluso las exigencias del propio autor. Puesto en circulación un texto, el autor queda impotente sobre los usos o las

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expectativas de lectura. El caso de Operación masacre de Rodolfo Walsh es ilustrativo. En los albores de su treintena, en 1956, cuando la sangre lo salpicó a propósito del golpe a Perón de septiembre de 1955 y no pudo la mente del argentino seguir moviendo más las piezas de ajedrez en los cafés de La Plata, lo escribió cuando su postura política residía en el ambiguo nacionalismo; pues lo ha habido de derechas y de izquierdas. Una posición compartida entre no pocos de sus contemporáneos. En la época en la que escribió por vez primera Operación… −se sabe que hubo tres reescrituras−, el también cuentista de policiales estaba lejos de comulgar con el peronismo. Por supuesto, legítimo derecho de un autor es la advertencia, la sugerencia, la recomendación. Como muchos otros, Walsh no se ahorró las suyas. Había advertido que si alguien quería leer sus textos −Operación, Caso Satanowsky, ¿Quién mató a Rosendo?− como «simples novelas policiales», era decisión de los lectores. No le hicieron caso. Casi veinte años después, en el meollo del tercer round político de Perón, digamos, las juventudes peronistas lo leyeron como fe de bautismo para el ataque y la resistencia. Una obligada lectura de conversión, la que se hizo de Walsh por parte de las generaciones juveniles de la década de 1970, al no menos equívoco «movimiento peronista». ¿Se leyó mal a Walsh? En absoluto. Más bien hubo un uso de los textos. Un «efecto productivo» que el uso provoca.

La consideración sobre a quiénes se dirigen los escritores no tiene desperdicio alguno. Frente a cualquier escritor, advertía Jean-Paul Sartre, hay preguntas meta-históricas: ¿por qué escribir?, ¿para qué escribir?, ¿para quién escribir? No son menores las interrogantes sobre el compromiso. ¿Compromiso con la literatura? ¿Compromiso con la vida política? ¿Es posible la conjunción de lo uno con respecto a lo otro? ¿Debe juzgársele en función de la obra o a través de los efectos (políticos) que pone en acción? ¿Debe el escritor ocuparse de lo uno pero no de lo otro? En «El escritor argentino y la tradición», ya apuntaba Borges en 1932 que «el culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo».

El fenómeno es más turbio cuando los escritores sostienen que no se dirigen a ningún público, que su escritura es una necesidad muy suya de vida o de muerte. Si Ernesto Sabato hubiese sido una suerte de editor, no creo equivocarme en que demandaría si el autor que ha escrito, lo hizo porque de no hacerlo se hubiera muerto. «¡No, cómo cree, qué disparate!», supongamos una res-puesta. Ya enfurecido o en la depresión, Sabato hubiera replicado que carece de sentido sentarse a escribir. Desde luego, la carta intitulada «Querido y remoto muchacho» [Abaddón El extermi-nador] ofrece un rostro más complejo y humano de un escritor hecho a los novatos. Pero la escritura por sí misma no supondría literatura alguna. ¿Dónde se halla el lector?

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Fenómeno similar observa Piglia en El último lector a propósito de Kafka: alguien debe venir a rescatarlo para salir de la indecisión y tener algo que pasar en limpio. Kafka fue reacio a la publicación, por decir lo menos; bien sabido es que su última voluntad fue la destrucción de sus escritos. Alguien debía ayudarlo a transformarse de escritor en autor, a pasar de K. a Kafka, de la letra personal a la palabra pública. ¿La variable se reducía a un eficaz editor? En una más de sus provocaciones, Borges propuso que la publicación es una salida obligada porque en caso contrario las correcciones al borrador serían insaciables, del orden de lo interminable.

Quizá el tiempo o la posterioridad sea la batalla decisiva de un autor. La verdadera legibilidad, escribe Emilio Renzi, siempre es póstuma. Quizá lo sea los ojos del extranjero, esa suerte de posterioridad contemporánea. El sociólogo estadounidense Ran-dall Collins ha propuesto la emisión de un juicio sobre el tiempo si el autor sobrevive a dos generaciones. Por su parte, sugiere el crítico George Steiner que el tiempo, tanto el histórico como el de la vida personal, altera la opinión sobre una obra. No es una cuestión de ganadores, sino de una relación compleja, provisional, con el tiempo.

¿Quién lee ahora la novela que escribió Sainte-Beuve? Por muchos fue considerado el máximo crítico del siglo diecinueve. Un reconocido crítico que se equivocó con Stendhal.

No obstante, el hallazgo del sentido, el relámpago del signi-ficado, compete más bien al escrutinio y a las posibilidades del lector. Encuentra el lector donde se dice, incluso, no lea. Por ejemplo, a propósito de Crimen y castigo, Sabato se ha hecho de tres posibles modos de su lectura. Quizás fueron los suyos. Cuando muchacho, la novela se configura más como una policial. Avanzado en edad, el lector la encuentra como una novela psicológica. En la madurez, el meollo de Raskolnikov es un drama metafísico. Quien ha incursionado en las tinieblas, digamos, a la manera de un bote que se adentra de noche en un mar convulso, y se haya de este modo planteado con seriedad la existencia o la inexistencia de Dios, es difícil no concebir que las lecturas de Dostoiewski no giren en torno a las preguntas metafísicas: la existencia, la muerte, lo divino. Con todo y que el escritor ruso creía fervientemente en la idea del progreso y en los ferrocarriles.

No ocurre algo disímil con la lectura de la Biblia. Al igual que con la filosofía, Borges propone leerla como literatura fantástica. Bajo este modo, por decir lo menos, hombres que viven cientos de años, apariciones y desapariciones de personajes fantasmagóricos, milagrosas acciones o conspiraciones de Dios y el demonio en contra de los hombres −como lo sugiere el Libro de Job−, serían mucho más verosímiles. En cambio, vale preguntarse, ¿qué ha desencadenado su lectura realista? No podría entenderse

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del todo, por ejemplo, el chiste que cuentan las mujeres yugoslavas: «Oh, María, tú que concebiste sin pecar, concédeme la gracia de pecar sin concebir».

Debe llamar la atención, en otro orden de ideas, que sea el lector el gran ausente de las ciencias sociales. ¿Para quién escribe la sociología? Sean cuales sean sus avances y sus métodos, sus teorías y sus descubrimientos, sus apologías y sus rechazos, la cuota del desciframiento es alta. En una palabra, es necesaria la dolorosa adquisición de unas gafas de especialista, o una variante de esta variante, para desenmarañar sus significados. Aunado a lo anterior, la precaria o la inexistente atención al lector supone un rechazo implícito a la reflexión sobre lo que es la escritura y sus alcances para incentivar la lectura.

Tal cual suelen escribirse las ciencias sociales, no debe perderse de vista que muy a menudo sufren sólo la crítica de los roedores porque depararon en un estante de biblioteca univer-sitaria. No dudo de su importancia, de sus dificultades, de su razón de ser, como decía Leibniz. La lucha constante contra el error. Después de todo, las ciencias sociales se reivindican ciencias. Se encuentran todo el tiempo a prueba. Sin embargo, le observo cada vez más sus carencias que sus posibilidades. ¿Qué pasaría si a la sociología se la midiera en función de su entretenimiento? Para mí no está del todo claro para quién escribe la sociología. Si el objetivo son sólo los pares, una respuesta plausible, para muchos suficiente o ineludible, hay un rechazo explícito a una comunicación amplia. ¿Qué sentido tiene escribir un texto durante cuatro años, la tesis doctoral, cuyo punto final es la lectura de cinco individuos? La academia ha impuesto fronteras muy claras: el lenguaje críptico y la autosuficiencia, el lenguaje gélido y la llamada objetividad. Muchos de sus recursos de financiamiento −quizá para bien− no responden a la venta de los libros. Bajo esta suerte de domo a la Stephen King: un pequeño mundo relativamente separado del mundo, ¿quién tendría o para qué habría que ocuparse de los lectores? Acaso pasen desapercibidos los lectores para la física o la biología. Los lectores, en cambio, son una cuestión pendiente y espinosa para las ciencias sociales; sus postulados o sus aseveraciones se fundamentan en las personas de carne y hueso.

Molesto, Charles Wright Mills alertaba sobre la «jerigonza» con la que se escribía la sociología. «To overcome the academic prose, observaba Mills, you have first to overcome the academic pose». Tiempo después, uno de sus alumnos, Immanuel Wallerstein, lo subraya preocupado de nueva cuenta. Por sí mismo, lo evidenciaba el título de uno de sus libros colectivos: Abrir las ciencias sociales. Aunque el punto sobre las íes no era la forma de su expresión escrita, advertía Wallerstein que la sociología corría el riesgo de convertirse en una secta de monjes que profesa un culto a un dios olvidado. ¿Qué espera un lector de una sociología? El crítico

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George Steiner comparte el juicio pero sube el tono al sostener que las humanidades no humanizan.

¿Cuáles son las condiciones sociales que hacen posible que un autor rompa los cerrojos que ha impuesto la academia? A propósito del arte, una variante de la pregunta anterior sería la consideración de las condiciones sociales que hacen posible el arte. Esta cuestión la despacha Borges, siguiendo a Switf, de un solo trazo: Art happens. De esto modo, suele encontrarse la creencia −aunque es más que una creencia− que el escritor no se hace sino nace.

La atención a los lectores y la reflexión sobre el usufructo de la literatura por parte de las ciencias sociales no responde, me parece, a un capricho individual de lo que esto escribe. Quizás Los hijos de Sánchez, texto bien conocido, pase como la referencia par excellence. En descargo de lo anterior, muy suyo de la etnografía ha sido el guiño literario. Los diarios de campo, la observación par-ticipante y los relatos de vida son espacios de intensa reflexión escrita. Aunque son contados, los siguientes esfuerzos cuestionan la hipótesis del supuesto capricho o ponen en entredicho el mero adorno por el adorno mismo: La sociedad de las esquinas de William Thomas; Entre las cuerdas. Notas de un aprendiz de boxeador de Loïc Wacquant; On the Run. Fugitive Life in an American City de Alice Goffman.

Como lo muestran estos últimos sociólogos, es notable que la incorporación de recursos literarios en la exposición de investigaciones empíricas responda −mi hipótesis− a su lectura por parte de un público amplio. On the Run se vendió como bestseller. El meollo aquí es el usufructo de la escritura literaria, mas no el recurso a la ficción. Hoy día, sin embargo, un mundo inexplorado es planteársela como espacio escritural de análisis en sociología. Lo ha señalado Bernard Lahire y Howard Becker. El propio Max Weber, mucho antes que ellos, se interesó por el ejercicio. Él habló de las posibilidades históricas que no cuajaron; lo cual no impedía escarbar o deducir consecuencias analíticas: «qué pasaría si…»

Hasta ahora, el usufructo de la literatura en ciencias sociales se configura más bien para mí como una reivindicación de la metáfora; el uso complejo del tiempo como lo sería la técnica del contrapunto; el recurso de la conjetura por medio, por ejemplo, del tiempo verbal del subjuntivo o una variante de esta variante; el preciosismo del lenguaje; la narrativa y la ensayística. De ésta última proviene la postulación de un yo escritural y la propuesta de un estilo. Que se lean las investigaciones como si fuesen novela. No es en absoluto una prescripción, es una posibilidad: una tal que sabe que una batalla decisiva es con un lector. Frente a él, que le haga valer el uso complejo de la escritura. Desde luego, quien quiera hacer caso omiso, nada ni nadie se los impide. Por supuesto, una sociología no se resuelve en atención sólo a los problemas escri-

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turales. Lo notable, sin embargo, no deja de ser problemático. Que

yo sepa, este puente entre los géneros no ha seguido estrategia clara ni posee una sola expresión. Pertenece al orden de los esfuerzos individuales, como la genialidad, la sensibilidad, la técnica escri-tural. Hay algo también de rebeldía, de hartazgo, de travesura en el gremio. Supone que el analista que escribe se conciba también o de algún modo como escritor profesional. Sin embargo, los ensayos al respecto, por mínimos, poseen el cariz de la herejía. Pasa como chiste que hasta el gobierno mexicano demandara a Oscar Lewis.

Paco Ignacio Taibo II, escritor e historiador simultáneo, ha ofrecido una sentencia poderosa con respecto a sus pesquisas narrativas; yo echo de menos que evada el ropaje de la teoría. Una sentencia que pasa como algo más que un aliciente de trabajo colectivo. La consideración al lector, sostiene, es un texto de manufactura compleja pero de fácil lectura. ¿Cómo se produce esto? Ni él mismo lo sabe, aunque lo hace. Como cuando advertía San Agustín sobre el tiempo: si no me lo pregunto, sé lo que es; cuando me lo pregunto, no lo sé.

La antropóloga estadounidense Ruth Behar, por su parte, contribuye en las demandas de apertura. «One foot in the academy, another foot outside. Not entirely satisfying the requirements of either, yet hopping for joint citizenship in both». La ciudadanía de dos tierras: el análisis y la literatura. Indistintas; más aún, el contenido de lo real y la forma de la expresión literaria.

¿Qué esperaría un lector de una sociología presentada como literaria? Al día de hoy no existe un género como tal. En descargo de lo anterior, ocurre un fenómeno literario que lo sustituye. Si la hipótesis de la expectativa de lectura no es falsa, nada impide, por lo tanto, que la literatura −no ficcional− pase de contrabando como una suerte de sociología, que a este tipo de literatura se la lea como si fuese una suerte de sociología. La novela policial o la novela negra, en donde el crimen es el pretexto para ahondar en las intimidades más oscuras de un lugar, de un espacio, de una sociedad, contribuyen en grado sumo para el desciframiento, la interpretación, sin duda un tipo de explicación, de problemas fundamentales. Para hablar de la sociedad, intitula en español uno de los libros de Howard Becker, no basta la sociología. Problemas sociales que hace suyos la novela policial, por decir lo menos, como la violencia, el poder, la mafia, lo irracional, los riesgos, las pasiones y la incertidumbre. Tópicos todos ellos, inútil abundar en ello, de particular interés de las ciencias sociales.

En suma, no ha sido nada nuevo acudir a la literatura −no ficcional− para adentrarse en problemáticas reales, para mostrarlas desde un ángulo más creativo. El hecho que se la use de muchos modos en sociología no es sino el reconocimiento de su poder y de su persuasión. Pierre Bourdieu sugirió la atención minuciosa a El

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contrabajo de Patrick Süskind; Marx y Engels no dejaban de referirse a Balzac o citar a Shakespeare; Bernard Lahire admira la «sociología implícita» en las novelas de George Simenon. No me planteo este uso, que ha sido frecuente. Para decirlo con Hitchcock, se presenta ante nosotros una suerte de dimensión desconocida, explotada muy poco. ¿Cómo conciliar −se pregunta Gilda Waldman− la imaginación sociológica con la imaginación poética? Esta pregunta atañe, sin duda, no sólo a la técnica de escritura sino al fomento de la lectura de las ciencias sociales. Los ensayos que encaren con acierto la tensión que advierte Waldman, contribuirán a desenmarañar la espinosa incógnita de su lectura. Pese a todo, como suele escribirse en toda advertencia, ¿será el lector el que tiene la última palabra?

Bibliografía ABENSHUSHAN, VIVIAN. Escritos para desocupados, Oaxaca: Surplus

Ediciones, 2013. BECKER, HOWARD. Writing for social scientists. How to Start and Finish

Your Thesis, Book or Acticle, Chicago: The University of Chicago Press, 2007.

BEHAR, RUTH. «Believing in Anthropology as a Literature», en Alisse Waterston & Maria D. Vesperi, Anthropology off the Shelf, Oxford: Blackwell Publishing Ltd, 2009, 106-116.

BELTRÁN NIEVES, Fernando. El texto híbrido en combate. Paco Taibo Dos y Rodolfo Walsh. Entre historia, política y literatura, tesis de Maestría en Estudios Políticos y Sociales, UNAM, 2015.

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