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Aguas primaverales

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Aguas primaverales

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Iván. S. Turguéniev

Editorial Gente Nueva

Aguas primaverales

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Tomado de Aguas primaverales, Editorial Gente Nueva, 1984

Edición: Elsa Natalia Obregón OchoaDiseño: María Elena Cicard QuintanaCubierta: Armando Quintana GutiérrezIlustración de cubierta: Manuel Gómez NieveCorrección: Dania Ferrándiz PeñaComposición: Ileana Fernández Alfonso

ISBN 959-08-0709-7

© Sobre la presente edición: Editorial Gente Nueva, 2005Primera edición, 1984Segunda edición

Instituto Cubano del Libro, Editorial Gente Nueva, calle 2 no. 58,Plaza de la Revolución, Ciudad de La Habana, Cuba

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Aguas de primavera,que raudas corren,son los años de dicha,los días de placer.

(De una vieja romanza.)

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…Sería poco más de la una de la madrugada cuando volvió asu despacho. Despidió al criado que había encendido las velasy, dejándose caer en una butaca junto al fuego, se cubrió elrostro con las manos.

Nunca había sentido tal cansancio físico y moral. Había pa-sado la velada con amables damas e inteligentes caballeros.Algunas de las damas eran bonitas; casi todos los caballerosse distinguían por el talento y el ingenio; él mismo se habíamostrado conversador, ameno y hasta brillante… Y, a pesarde todo, nunca le había acometido, nunca le había asfixiado demanera tan irresistible aquel taedium vitae, aquel “tedio de lavida” de que hablaban ya los antiguos romanos. De habersido más joven, hubiera llorado de fastidio, de angustia y dedepresión nerviosa. Una amargura ocre y corrosiva como ladel ajenjo llenaba su alma entera; algo pertinaz y execrable,repugnantemente doloroso, lo envolvía por todas partes lomismo que una oscura noche otoñal, y no sabía cómo des-prenderse de aquella oscuridad, de aquella amargura. Inútilpensar en el sueño, sabía que no iba a conciliarlo.

Se sumió en lentas reflexiones, inconexas y tristes.Meditó acerca de lo vano, de lo inútil, de la trivial falsedad

de todo lo humano. Todas las épocas de su vida —acababa decumplir cincuenta y dos años— desfilaron poco a poco antelos ojos de su pensamiento, y en ninguna de ellas encontrócompasión.

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Era siempre la misma vana agitación, el mismo acarreo deagua en un cesto, el mismo afán de arrullarse —“haga el niñolo que quiera, con tal que no llore”, como suele decirse—, unasveces inconscientemente y otras de manera deliberada, paraque luego, de pronto, cuando menos se esperaba, surgiera la ve-jez y, con ella, ese temor a la muerte que crece constantemen-te, que todo lo corroe y lo mina… Luego, ¡de pronto, al abismo!¡Y menos mal si se desenvolvía así la vida! Porque tambiénpodía ocurrir que, antes del fin, lo atacaran, como la herrum-bre ataca al hierro, los achaques y los dolores… El mar de lavida no se le ofrecía cubierto de olas tumultuosas como lo des-criben los poetas; no, él se imaginaba ese mar impertur-bablemente liso, quieto y transparente hasta lo más oscurodel fondo; él iba en una frágil barquichuela y allá abajo, enaquel oscuro fondo cenagoso, apenas vislumbraba unos mons-truos informes: todas las miserias de la vida, las dolencias, lospesares, la locura, la pobreza, la ceguera… Pero se fijaba y, depronto, uno de los monstruos se desprendía de las tinieblas,subía y subía, haciéndose sus contornos más precisos, másrepulsivamente precisos… Otro minuto y se volcará la barcaimpelida por él. Pero ya parece desvanecerse de nuevo, se ale-ja, desciende al fondo y allí se queda tendido, agitando apenasla cola… Sin embargo, ha de llegar el día fatal y, ese día, elmonstruo hará zozobrar la barca.

Sacudió la cabeza, se levantó de un salto de la butaca, dio unpar de vueltas por la habitación y se sentó ante el escritorio;después, abriendo una tras otra todas las gavetas, se puso a re-volver papeles, cartas antiguas, la mayor parte de mujeres. Élmismo ignoraba por qué hacía eso, pues no buscaba nada. Loúnico que quería era distraerse con cualquier cosa para ahuyen-tar los pensamientos, que lo perseguían como una pesadilla.

Desdobló al azar algunas cartas. De una de ellas se desprendióuna flor seca, atada con una cinta marchita. Se encogió de hom-bros, miró a la chimenea y puso a un lado las cartas, como sihubiese decidido arrojar al fuego aquellos recuerdos inútiles.

Siguieron sus manos explorando febrilmente las gavetas; depronto, un brillo intenso le encendió los ojos, abiertos de par

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en par, y atrajo con suavidad hacia sí una cajita octogonal, deforma anticuada, y levantó despacio la tapa. Dentro de la caja,envuelta en algodón amarillento, había una crucecita de gra-nates. Tratando de recordar, estuvo unos instantes contem-plándola; de repente, dio un débil grito… Lo que se retrató ensu rostro no fue pesar ni júbilo, era como si hubiese encontra-do de improviso alguien tiernamente amado en otra época, alque no veía hacía largo tiempo, pero reconocible aún, y, sinembargo, muy cambiado por los años.

Se levantó, volvió a sentarse junto a la chimenea, y de nuevoocultó la cara entre las manos… “¿Por qué hoy, por qué hoyprecisamente?”, pensó. Y le acudieron a la memoria muchascosas lejanas del pasado.

Recordaba…Pero primero debo decir su apellido y sus nombres de pila y

patronímico. Nuestro protagonista se llama Dmitri PávlovichSanin.

Y he aquí lo que recordaba:

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I

Era el verano de 1840. Sanin acababa de cumplir veintidósaños; de regreso de Italia a Rusia, se hallaba de paso enFrancfort. Sin familia casi, poseía una fortuna no muy cuan-tiosa, pero de la que podía disponer a su antojo. Un parientelejano le había dejado unos miles de rublos de herencia, y élresolvió gastárselos en el extranjero antes de ingresar en laadministración, antes de enjaezarse la albarda oficial necesa-ria para asegurarse el pan. En efecto, Sanin había puesto enpráctica su proyecto, y tal maña se dio, que el mismo día dellegar a Francfort tenía el dinero justo para volver a SanPetersburgo. En 1840 eran escasos los ferrocarriles; los seño-res viajeros iban en diligencia. Sanin sacó su boletín, pero ladiligencia no partía hasta las once de la noche. Le quedabamucho tiempo disponible. Por fortuna el día era magnífico; ySanin, después de haber almorzado en la fonda El Cisne Blan-co, célebre en ese momento, salió a callejear por la ciudad. Fuea ver la Ariadna de Dannecker,1 y no le pareció nada del otromundo; visitó la casa de Goethe (sólo había leído de ese poetael Werther, y para eso en una traducción francesa); paseó porla orilla del Meno2 y se aburrió como corresponde a unconcienzudo viajero ocioso; por último, a eso de las seis de la

1Johann Heinrich von Dannecker (1758-1844), escultor alemán. (Todas lasnotas son de la Edición de Base, salvo que se haga otra indicación.)2Meno: Río de Alemania de aproximadamente 494 km. Afluente importantedel río Rin, se une a este frente a la ciudad de Maguncia. (Nota del Editor.)

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tarde, fatigado, polvorientos los zapatos, se encontró en unade las calles menos importantes de Francfort, calle que, sinembargo, estaba destinada a no borrársele de la memoria enlargo tiempo.

En la fachada de una de sus pocas casas, vio un letrero queanunciaba a los transeúntes la “Confitería Italiana de GiovanniRoselli”. Entró a tomar un vaso de limonada. En la primerapieza, detrás de un modesto mostrador, en los estantes de unaalacena pintada, se exponían simétricamente, como en una far-macia, algunas botellas con etiquetas doradas y frascos de cris-tal de ancha boca llenos de bizcochos, pastillas de chocolate ycaramelos. No había nadie en esa habitación; sólo un gato grisronroneaba guiñando los ojos y arañaba suavemente con laspaticas una alta silla de paja puesta junto a la ventana; unacanasta de madera tallada yacía boca abajo en el suelo, y allado un grueso ovillo de lana roja resplandecía en un rayo obli-cuo del sol poniente. Un ruido confuso salía de la estancia conti-gua. Sanin esperó a que la campanilla de la puerta dejase desonar. Y dijo en voz alta: “¿No hay nadie aquí?” En el mismoinstante se abrió la puerta de la pieza vecina… Sanin se quedópetrificado de asombro.

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II

Una joven de unos diecinueve años, con los negros cabellosflotando esparcidos sobre los hombros desnudos, se precipitóen la tienda con los brazos extendidos, igualmente desnudos.Al ver a Sanin, se lanzó a su encuentro, le agarró una mano ytiró de él diciéndole con voz entrecortada:

—¡Pronto, pronto, por aquí, sálvelo usted!Sanin no siguió en el acto a la joven; no porque dudase en

obedecerla, sino porque la sorpresa lo había dejado inmóvil.Jamás había visto belleza semejante. Se volvió ella hacia él, ysu voz, su mirada, la mano libre oprimiéndole la mejilla páli-da, expresaban tal desesperación mientras le repetía: “¡Perovenga usted, venga usted!”, que se precipitó en pos de la mu-chacha por la entornada puerta.

En la segunda estancia vio, tendido en un diván de crin pasa-do de moda, a un muchacho de unos catorce años, muy pa-recido a la joven; sin dudas era su hermano. Aquel niño estabamuy pálido, blanco más bien, con reflejos amarillos como lacera o como un mármol antiguo. Tenía los ojos cerrados; la som-bra de sus espesos cabellos negros le cubría la frente inmóvil ylisa, las cejas finamente dibujadas e inertes; se veían brillarlos dientes apretados entre sus amoratados labios. Parecía norespirar ya. Tenía uno de los brazos puesto detrás de la cabe-za, y el otro colgando pesadamente hasta el suelo. El niño es-taba vestido de pies a cabeza, y todo abotonado; tenía puestala corbata, oprimiéndole el cuello.

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La joven se abalanzó a él, lanzando un grito de angustia.—¡Está muerto, está muerto! Ahora mismo estaba sentado

ahí; charlábamos juntos… De pronto se ha caído y no ha he-cho ningún movimiento… ¡Dios mío! ¿Es posible que no se lepueda socorrer? ¡Y mamá no está aquí…! ¡Pantaleone!¡Pantaleone! ¡Vamos! ¿Y el doctor? —añadió en italiano—. ¿Hasido en busca del doctor?

—Signora, no he ido, he enviado a Luisa —dijo una voz cas-cada, detrás de la puerta. Y un anciano, vestido con frac de co-lor lila y botones negros, alta corbata blanca, pantalón denankín muy corto y medias de lana azul, entró en el cuartorenqueando con sus piernas zambas. Su cara diminuta desa-parecía, casi por entero, bajo la inmensa maraña de cabellosgrises como el acero. Erizados en todos los sentidos y cayendoen mechones desordenados, esos cabellos daban a la fisonomíadel viejo cierta semejanza con la de una gallina moñuda; y estoera aún más chocante, porque bajo aquel grisáceo matorralsólo podían distinguirse una nariz picuda y unos ojos amari-llos y completamente redondos.

—Luisa tiene buenas piernas, y yo no puedo correr —prosi-guió en italiano el viejecito, levantando uno tras otro los piesgotosos y planos, calzados con zapatos de cordones—. Pero hetraído agua.

Con los dedos flacos y nudosos apretaba el estrecho golletede una botella.

—¡Pero Emilio se morirá entretanto! —exclamó la joven, yextendió las manos hacia Sanin—. ¡Oh, caballero! O mein Herr!¿No puede usted socorrerlo?

—Hay que sangrarlo; esto es un ataque de apoplejía —dicta-minó el viejo llamado Pantaleone.

Sanin no tenía ni la más ligera noción de medicina, pero sa-bía perfectamente que los niños de catorce años no suelen te-ner ataques de apoplejía.

—Esto es un síncope y no… lo que usted supone —dijo aPantaleone—. ¿Tiene usted cepillos?

El viejo volvió hacia Sanin su carita.—¿Qué?

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—¡Cepillos, cepillos! —replicó Sanin en alemán y en francés;y haciendo el ademán de quien cepilla ropa, volvió a repetir—:¡Cepillos!

El anciano acabó por comprender.—¡Ah, cepillos! Spazzette? Sin duda, tenemos cepillos.—Tráigalos usted aquí; vamos a quitarle la corbata y el pale-

tó,1 y después le daremos unas friegas.—¡Bien…! Benone! ¿Y no hay que echarle agua por la ca-

beza?—No…, más tarde. Por ahora, vaya usted pronto a buscar

los cepillos.Pantaleone dejó en el suelo la botella, salió corriendo y re-

gresó enseguida con dos cepillos, uno para la ropa y otro parala cabeza. Lo acompañaba un perro de rizosas lanas, que, me-neando sin cesar la cola, se puso a mirar curioso al viejo, a lajoven y hasta a Sanin, como si inquiriera qué significaba todoaquel barullo.

Rápidamente, Sanin quitó el paletó al muchacho, siempre in-móvil, le desabrochó el cuello, le subió las mangas de la camisa,y, armado de un cepillo, se puso a frotarle con todas sus fuerzasel pecho y los brazos. Pantaleone le pasaba no menos enérgica-mente el otro cepillo, el del pelo, por las botas y los pantalones.La joven se había arrodillado junto al diván, y, con la cabezaapoyada en ambas manos, contemplaba a su hermano con losojos fijos, sin pestañear siquiera.

Sanin seguía frotando y la miraba a veces de reojo. ¡Dios mío,qué hermosa era!

1Paletó: Abrigo o gabán de paño grueso, largo y entallado, pero sin faldascomo el levitón. (N. del E.)

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III

Tenía la nariz un poco grande, pero de bella forma aguileña;un ligero bozo sombreaba apenas su labio superior. La tez de unmate uniforme y la palidez del ámbar o del marfil, las ondaslustrosas de sus cabellos, recordaban la Judith de Allori,1 en elpalacio Pitti.2 ¡Y sobre todo qué ojos! Ojos de un gris oscurocon un círculo negro en la pupila, ojos espléndidos, triunfan-tes, aun en ese momento en que el espanto y el dolor apaga-ban su brillo. Involuntariamente recordó Sanin el maravillosopaís que acababa de abandonar; pero ni siquiera en Italia ha-bía visto nunca nada parecido. La respiración de la joven erarara y desigual; se hubiera dicho que para respirar aguardabacada vez a que su hermano recobrase el aliento.

Sanin friccionaba incansablemente; aunque sus miradas eranpara la joven, le llamaba también la atención la original figurade Pantaleone. Desfallecido, sin resuello, el viejo se estreme-cía a cada movimiento del cepillo, exhalando un gañido que-jumbroso, y sus enormes mechones, bañados en sudor, sebalanceaban con pesadez de un lado a otro, como las raíces dealguna planta grande socavadas por una corriente de agua.

1Alessandro Allori (1535-1607), pintor italiano.2Palacio Pitti: Antigua residencia de los duques de Florencia, situada fren-te a la plaza de los Pitti, convertido en la actualidad en un museo de arte.Es el mayor y uno de los más monumentales de los palacios almohadilladosque caracterizan la arquitectura renacentista florentina. (N. del E.)

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“Quítele usted las botas, por lo menos”, iba a decirle Sanin…El perro, probablemente trastornado por tan extraordinario

suceso, se agachó sobre las patas delanteras y se puso a ladrar.—¡Tartaglia, canaglia! —cuchicheó el viejo en tono ame-

nazador…Pero en ese momento, el rostro de la joven se transfiguró; se

alzaron sus cejas, se agrandaron aún más sus grandes ojos,radiantes de júbilo…

Sanin volvió la cabeza… La cara del muchacho iba cobran-do un poco de color, los párpados habían temblado y palpitaronlas aletas de la nariz; aspiró el aire entre los dientes, apreta-dos aún, y lanzó un suspiro.

—¡Emilio! —exclamó la joven—. ¡Emilio mío!Se abrieron los grandes ojos negros de Emilio; aún miraban

con vaguedad, pero sonreían ya débilmente. La misma sonrisacruzó por sus labios pálidos; enseguida movió el brazo que col-gaba lacio y, con un esfuerzo, lo alzó hasta el pecho.

—¡Emilio! —repitió la joven, levantándose. La expresión desu rostro era tan viva, tan intensa, que parecía pronta a des-hacerse en llanto, o a echarse a reír.

—¡Emilio! ¿Qué pasa? ¡Emilio! —gritó una voz en la habita-ción inmediata. Y una señora morena, de pelo entrecano,pulcramente vestida, entró con paso rápido. La seguía un hom-bre de cierta edad, y a su espalda asomaba la cabeza de unasirvienta.

La joven corrió al encuentro de la dama.—¡Está salvado, mamá! ¡Vive! —exclamó estrechando con-

vulsa entre sus brazos a la señora.—Pero ¿qué ha sucedido? —repitió esta—. Venía yo a casa, y

me encuentro al señor doctor con Luisa…Mientras la joven contaba lo ocurrido, el doctor se acercó al

enfermo, quien iba recobrándose, y continuaba sonriendo conaire un poco forzado, como si estuviese confuso por el sustoque había causado.

—Por lo que veo —dijo el doctor a Sanin y a Pantaleone—, lehan frotado ustedes con cepillos; han hecho ustedes muy bien.Fue una idea muy acertada. Veamos ahora qué otro remedio…

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Tomó el pulso al joven y le dijo:—Saque la lengua.La señora se inclinó con ternura sobre su hijo; el muchacho

sonrió más francamente, levantó la vista hacia ella y se pusoencarnado.

Sanin comprendió que allí no hacía ninguna falta, y pasó a latienda. Pero antes de poner la mano en el pestillo de la puertade salida, se le apareció de nuevo la joven y lo detuvo.

—¿Se va usted? —dijo, mirándolo de frente con expresióngentil—. No lo detengo; pero es absolutamente preciso quevenga a vernos esta noche. Le estamos tan agradecidos, talvez ha salvado usted la vida a mi hermano, y queremos darlelas gracias. Mamá es quien se lo ruega. Debe decirnos quiénes, y venir a participar de nuestra alegría.

—Pero… ¡si hoy mismo salgo para Berlín! —balbuceó Sanin.—Le sobrará tiempo —replicó la joven con presteza—. Venga

usted, dentro de una hora, a tomar una jícara de chocolate connosotros… ¿Me lo promete? Tengo que volver con mi hermano.¿Vendrá usted?

¿Qué podía hacer Sanin?—Vendré —respondió.La joven le apretó la mano con rapidez y se volvió corriendo.

Sanin se encontró en la calle.

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IV

Hora y media después estaba Sanin de vuelta en la confiteríade Roselli, donde lo recibieron como de la familia. Emilio esta-ba sentado en el mismo diván en que le habían dado las frie-gas. El doctor se había retirado, luego de extender una recetay recomendar que evitasen cuidadosamente al muchacho lasemociones fuertes a causa de su temperamento nervioso y pre-dispuesto a las enfermedades del corazón. Emilio había sufri-do otros desmayos de ese género, pero no tan profundos ni tanprolongados. Por lo demás, el doctor aseguraba que por elmomento no existía ningún peligro. El joven estaba como corres-ponde a un convaleciente, arropado en una amplia bata, y sumadre le había puesto al cuello un pañuelo de lana azul; peroEmilio tenía una expresión alegre, casi como en día de fiesta.

Todo a su alrededor emanaba también un aire de fiesta. Enuna mesita redonda, con su pulcro mantel, puesta frente aldiván, se erguía una enorme chocolatera de porcelana llena dearomático chocolate, y rodeada de jícaras, frascos de jarabe,platos colmados de bizcochos y panecitos ovalados, y hastaramos de flores. Seis velas finas ardían en dos antiguos cande-labros de plata. A un lado del diván se hallaba un mullido si-llón estilo Voltaire, donde Sanin se vio obligado a sentarse.Todos los moradores de la confitería, a quienes había conocidoaquella tarde, se encontraban allí reunidos, sin exceptuar algato ni a Tartaglia, y todos tenían cara de pascuas: hasta el perro

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estornudaba de gozo; sólo el gato continuaba haciendo arruma-cos y guiños.

Fue preciso que Sanin dijese su apellido, nombres y condi-ción, así como el lugar de nacimiento. Al saber que era ruso,las dos damas prorrumpieron en exclamaciones de asombro, yambas, al mismo tiempo, afirmaron que pronunciaba el ale-mán a la perfección; pero añadieron que si Sanin prefería ha-blar en francés, podía emplear este idioma, que ellas tambiéncomprendían y hablaban con facilidad. Sanin aprovechó en elacto el ofrecimiento: “¡Sanin, Sanin!” Jamás habían podidoimaginar las dos damas que un apellido ruso fuese tan fácil depronunciar. No menos les agradó su nombre de pila, Dmitri.La señora dijo que en su juventud había oído cantar una ópe-ra magnífica, Demetrio e Polibio,1 pero declaró que “Dmitri”era mucho más bonito que “Demetrio”.

Sanin estuvo conversando así cerca de una hora. Por su par-te, las damas lo iniciaron en todos los detalles de su existencia.La madre, dama de cabello gris, era la más locuaz. Hizo sabera Sanin que se llamaba Leonore Roselli, que había perdido asu marido Giovanni Battista Roselli, quien veinticinco añosantes se había establecido en Francfort, de confitero; queGiovanni Battista era natural de Vicenza y un hombre buení-simo, aunque un poco vivo de genio, altanero, y encima ¡repu-blicano! Al decir estas palabras, la señora Roselli señalaba conel dedo un retrato al óleo, colgado encima del diván. Debesuponerse que el pintor —“también republicano”, añadió suspi-rando la señora Roselli— no había estado muy feliz con el pa-recido, pues en el retrato el difunto Giovanni Battista daba lasensación de un torvo bandolero con cara de pocos amigos,algo así como un Rinaldo Rinaldini. En cuanto a la señoraRoselli, había nacido en “la antigua y soberbia ciudad de Parma,donde existe aquella magnífica cúpula pintada por el inmortal

1Demetrio e Polibio: La primera que escribió Gioacchino Rossini (1792-1868),compositor italiano conocido especialmente por sus óperas cómicas. Entresus obras más famosas están: El barbero de Sevilla, compuesta en 1816 yGuillermo Tell, en 1829. (N. del E.)

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Correggio”;1 pero su larga permanencia en Alemania la habíagermanizado casi por completo. Después, moviendo tristementela cabeza, añadió que ya no le quedaba más que aquella hija yaquel hijo (los señaló uno tras otro con el dedo), que la hija sellamaba Gemma y el hijo, Emilio, que los dos eran buenos yobedientes. Emilio sobre todo… (“¿Y yo, no soy obediente?”,interrumpió la hija. “¡Oh!, tú… eres también republicana”, res-pondió la madre.) Luego dijo que, naturalmente, los negociosno iban tan bien como en tiempos de su marido, maestro en elarte de la confitería… (“Un grand’uomo!”, gruñó Pantaleonecon aire sombrío); pero que, gracias al cielo, aún se encontra-ban medios de vivir.

1Correggio: Su verdadero nombre era Antonio Allegri, llamado Correggio,(c. 1489-1534), pintor italiano del Renacimiento cuyas innovaciones en eltratamiento del espacio y movimiento anticipan el estilo barroco. Su so-brenombre proviene de la ciudad donde nació. (N. del E.)

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V

Gemma escuchaba a su madre, y tan pronto reía como suspi-raba o le pasaba suavemente la mano sobre el hombro o laamenazaba en broma con el dedo, y algunas veces miraba aSanin. Por último, se levantó, estrechó a su madre entre losbrazos y la besó en el cuello, debajo de la barbilla. La madrehipaba de tanto reír.

Sanin tuvo ocasión de conversar también con Pantaleone.Supo que este había sido barítono y había cantado ópera; peroque hacía mucho tiempo que había abandonado la carrera tea-tral, y ocupaba en la familia Roselli el término medio entre unsirviente y un amigo de la casa. A pesar de su larga residencia enAlemania, no había aprendido nada de alemán, sólo conocía al-gunas palabrotas que destrozaba sin piedad. Ferrofluctospiccebubbio!,1 decía de casi todos los alemanes. Hablaba elitaliano a la perfección, pues era de Sinigaglia, donde se escu-cha lingua toscana in bocca romana.

Emilio se dejaba mimar y se abandonaba a las agradablesimpresiones de un convaleciente o de alguien que acaba deescapar a un grave peligro; por lo demás, aparte de eso, erafácil ver que todos los de la casa lo llevaban en palmitas. Diolas gracias con timidez a Sanin, y arremetió con el jarabe y lasgolosinas. Sanin se vio obligado a tomar dos jícaras de excelente

1Deformación de las palabras alemanas verfluchte spitzbube (canalla maldito).

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chocolate y a ingerir una considerable cantidad de bizcochos;no hacía más que tragar uno, cuando ya Gemma le presentabaotro. ¿Cómo rechazárselo? Bien pronto se sintió a sus anchas,como en su casa; las horas corrían con una rapidez inverosímil.Tuvo que hablar de muchas cosas: de Rusia en general, delclima, de la sociedad, de los campesinos rusos —y, en particu-lar, de los cosacos—, de la guerra de 1812, de Pedro el Grande,1

del Kremlin, de las campanas y de las canciones rusas. Las dosdamas tenían una idea muy vaga de nuestra inmensa y lejanapatria. La señora Roselli —o, como solían llamarla, FrauLeonore— dejó estupefacto a Sanin al preguntarle si aún exis-tía la célebre casa de hielo construida en Petersburgo el siglopasado, y a propósito de la cual había leído recientemente unartículo muy interesante en uno de los libros de su difuntoesposo: Bellezze delle arti. Y como Sanin exclamase “¿De verasse figura usted que no hay verano en Rusia?”, Frau Leonore leexplicó que ella se la había imaginado siempre como un paísde nieves eternas, todo el mundo envuelto en pieles y todos loshombres militares, pero de una extremada hospitalidad y cam-pesinos muy sumisos. Sanin se esforzó en darle informes másprecisos, así como a su hija. La conversación recayó en la mú-sica rusa, y al punto pidieron que cantase un aire ruso cual-quiera, y le indicaron, en un rincón de la pieza, un pianito enel que las teclas blancas ocupaban el lugar de las negras, yviceversa. Obedeció sin hacerse de rogar, y acompañándosecomo pudo con dos dedos de la mano derecha y tres de la iz-quierda: (pulgar, corazón y meñique), cantó un poco nasal-mente y con vocecita de tenor, primero el Sarafán y despuésPor en medio de la calle. Las damas elogiaron la voz y la melo-día, pero les admiró sobre todo la dulzura y la sonoridad de lalengua rusa, y le rogaron que tradujese el texto. Sanin accediógustoso; mas como las palabras del Sarafán y Por en medio de

1Pedro el Grande: Se alude a Pedro I el Grande (1672-1725), zar de Rusiaentre 1682 y 1725, cuyas campañas militares y esfuerzos de modernizaciónconvirtieron a Rusia en un imperio con amplia presencia en los asuntoseuropeos. (N. del E.)

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la calle —que él traducía a su modo: “Sur une rue pavée unejeune fille allait al’eau”—1 no podían darles una idea muy ha-lagüeña de la poesía rusa, Sanin declamó, tradujo y cantó, nosin degollarla un poco en el estribillo, la poesía de Pushkin.2

Recuerdo esas horas divinas, con música de Glinka.3 Las da-mas quedaron entonces entusiasmadas, y Frau Leonore hastadescubrió en la lengua rusa pasmosas analogías con la italia-na: “Mgnovenie” (o vieni), “sa mnoi” (siam noi), etcétera. Losmismos apellidos de Glinka y Pushkin que pronunciaba Pusse-kin, le parecieron tener una armonía familiar para su oído.

Sanin, a su vez, rogó a las damas que le cantasen algunacosa. Tampoco ellas hicieron muchos melindres. Frau Leonorese puso al piano y cantó con su hija algunos dúos y stornelli.4

La madre debió de haber tenido en sus tiempos una buenavoz de contralto; la voz de la joven, aunque un poco débil, eraagradable.

1En francés: Por una calle empedrada, iba una joven por agua.2Aleksandr Serguéievich Pushkin (1799-1837), poeta y dramaturgo, inicia-dor de la literatura rusa; su amor a la libertad fue una constante en sucreación; su obra más conocida es Eugenio Oneguin (1831). (N. del E.)3Mijaíl Ivánovich Glinka (1804-1857), compositor ruso considerado el fun-dador de la escuela de música nacionalista rusa. (N. del E.)4Stornelli: En italiano: coplas, jácaras.

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VI

Pero lo que admiraba Sanin no era la voz de Gemma, sino aGemma misma. Sentado detrás y bastante cerca de la joven,se decía que jamás palmera alguna, ni aun en las estrofas deBenedíktov,1 poeta de moda entonces, hubiera podido compe-tir en elegancia con las maravillosas proporciones de su talle.Cuando en los pasajes expresivos ella alzaba los ojos al techo,se preguntaba Sanin qué cielos no se hubiesen abierto anteaquella mirada.

Apoyado en el quicio de la puerta, con la barbilla y la bocasepultadas en su inmensa corbata, o escuchando muy seriocon gesto de entendido, el viejo Pantaleone también admirabala belleza de la joven y se extasiaba, aun cuando debiera estarhabituado a ella.

Cuando Frau Leonore terminó de cantar los dúos con la hija,explicó que Emilio tenía una hermosa voz, de timbre argenti-no; pero que estaba en la edad de cambiarla —en efecto, habla-ba con voz de bajo, con entonaciones constantes en falsete—, ypor consiguiente, no debía cantar. Pero invitó a Pantaleone asacudir la nieve de los años en honor a su huésped. Pantaleonetomó enseguida un aire adusto, frunció las cejas, enmarañósus cabellos y manifestó que hacía mucho tiempo que se habíaolvidado de esas cosas. Por lo demás —añadió—, en su ju-ventud no hubiera retrocedido ante semejante reto, porque

1Vladímir Grigórievich Benedíktov (1807-1873), poeta ruso.

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pertenecía a aquella gran época en que prosperaba una verda-dera escuela de canto y verdaderos cantantes clásicos que nadatenían que ver con los chillones de ahora. Él mismo en perso-na, Pantaleone Cippatola di Varese, recibió un día en Módenael homenaje de una corona de laurel, y en esa ocasión hastasoltaron palomas blancas en el teatro; y un príncipe ruso, ilprincipe Tarbuski, con quien tuvo en otro tiempo relaciones deestrecha amistad, lo invitaba siempre después de la cena a ir aRusia, prometiéndole montañas de oro… ¡montañas! Pero élno había querido abandonar Italia, il paese del Dante. Verdades que más tarde, circunstancias desgraciadas… sus propiasimprudencias… Aquí se interrumpió el viejo, suspiró profun-damente y bajó la cabeza; después empezó otra vez a hablar dela época clásica del canto y del célebre tenor García, a quienprofesaba una admiración tan honda como desmedida.

—¡Qué hombre! Il gran Garcia nunca se rebajó hasta can-tar en falsete, como lo hacen los pésimos tenores, los tenoraccide nuestros días. ¡De pecho, nada más que de pecho! Voce dipetto, si! —el viejo con sus deditos flacos, se manoteó enérgi-camente el buche—. ¡Y qué actor! ¡Un volcán, signori miei,un volcán, un Vesubio! Tuve el honor y el gusto de cantar conél en la ópera dell’illustrissimo maestro Rossini, en Otelo:García cantaba el papel de Otelo, yo el de Yago. Y cuandocantó esta frase…

Al llegar aquí, Pantaleone tomó una postura trágica y se pusoa cantar con voz temblona y ronca, pero aún muy expresiva:

L’i… ra d’avver… so d’avver… so fatoIo più no… no… no… non temerò.1

—¡El teatro se venía abajo, signori miei! Pero yo no me que-dé corto, y repliqué después de él:

L’i… ra d’avver… so d’avver… so fatoTemer più non doviò!2

”Y él, luego, de pronto, como un rayo, como un tigre: Morro…!ma vendicato!1En italiano: La ira del destino no temeré jamás.2En italiano: La ira del destino no debo temer ya.

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”Y fíjense ustedes, cuando cantaba… cuando cantaba la céle-bre aria de Il matrimonio segreto:1 Pria che spunti l’alba…2

entonces il gran Garcia, después de las palabras I cavalli digaloppo,3 hacía sobre esta frase: Senza posa caccierà,4 hacía…oigan ustedes, qué prodigioso es esto, com’e stupendo…! ha-cía… —el viejo salió con una fioritura5 dificilísima; pero al lle-gar a la décima nota se hizo un lío, comenzó a toser y se volvióbruscamente diciendo—: ¿Por qué me atormentan ustedes?

Gemma saltó de la silla, aplaudiendo y gritando ¡bravo, bravo!,corrió hacia el pobre Yago retirado y le plantó con gentileza lasdos manos en los hombros. Sólo Emilio se reía despiadadamente.Cet âge est sans pitié —esa edad no tiene compasión—, dijo ya LaFontaine.6

Sanin trató de consolar al pobre cantante, y se puso a charlarcon él en italiano. Había adquirido un leve barniz de esta len-gua durante su último viaje. Habló de il paese del Dante,7 doveil si suona.8 Esta frase, con Lasciate ogni speranza,9 consti-tuía en italiano todo el bagaje poético del joven viajero. Pero

1Il matrimonio segreto: Obra maestra del compositor italiano DomenicoCimarosa (1749-1801). Conocido sobre todo por las óperas bufas caracteri-zadas por su ingeniosa y brillante orquestación. Compuso más de sesentaóperas, misas, cantatas y oratorios. (N. del E.)2En italiano: Antes que despunte el alba.3En italiano: Los caballos a galope.4En italiano: Sin descanso correrá.5Fioritura: Palabra italiana que se aplica a un grupo de notas ornamentalesañadidas a voluntad en una melodía.6Jean de La Fontaine (1621-1695), escritor francés que produjo las fábulasmás famosas de los tiempos modernos. (N. del E.)7Dante Alighieri (1265-1321), poeta, prosista, teórico de la literatura, filó-sofo y pensador político italiano. Considerado una de las figuras más sobre-salientes de la literatura universal. Autor de la Divina Comedia, concluidapoco antes de su muerte. (N. del E.)8En italiano: El país del Dante, donde suena el si.9En italiano: Abandonen para siempre la esperanza.

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Pantaleone no respondió a la atención. Hundiendo más pro-fundamente que nunca la barbilla en la corbata y abriendomucho los ojos con aire mohíno, parecía de nuevo un ave yhasta un ave encolerizada, un cuervo o un milano.

Entonces Emilio, con ese leve y repentino rubor propio delos jovenzuelos mimados, se dirigió a su hermana y le dijo quesi quería distraer a su huésped, nada mejor que leerle algunade las comedias de Maltz que tan bien leía ella.

Gemma se echó a reír, dando un golpecito en la mano de Emi-lio, y exclamó “que sólo él podía tener semejantes ocurrencias”.Sin embargo, se apresuró a ir a su cuarto y regresó con un libroen la mano; se sentó en el diván, delante de la mesa, alzó el dedopara imponer silencio con un ademán enteramente italiano, ycomenzó la lectura.

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VII

Maltz era un literato francfortés del período de 1830. Sussainetes, cortos y livianos, escritos en el dialecto local, descri-bían los tipos de la comarca de una manera burlesca y atrevi-da, aunque el humorismo no fuese muy profundo.

Gemma leía de una manera notable, lo mismo que una buenaactriz. Sostenía perfectamente con todos sus matices el carácterde cada personaje, y exhibía una mímica sin duda heredada conla sangre italiana. Cuando se trataba de representar alguna vie-ja en la chochez o algún alcalde estúpido, hacía las muecas máschistosas, encogía los ojos, fruncía la nariz, ceceaba y chillaba,sin piedad alguna para con su voz delicada y su lindo rostro.Nunca se reía al leer; pero si los oyentes, excepto Pantaleone, quese apresuraba a retirarse malhumorado en cuanto se hablabade quel ferroflucto Tedesco,1 si los oyentes la interrumpían conuna carcajada general, entonces dejaba caer el libro en las rodi-llas y se reía también ella a mandíbula batiente, echando atrásla cabeza, mientras que los rizos de sus negros cabellos le salta-ban sobre el cuello y los hombros sacudidos por la hilaridad.Pero en cuanto acababa de reír, tomaba otra vez el libro, dabade nuevo la expresión adecuada a las facciones y continuaba muyseria la lectura.

Sanin no se cansaba de admirarla. Le chocaba una cosa sobretodo: ¿por qué misterio, aquella cara tan idealmente bella podíatomar de pronto una expresión cómica y a veces hasta trivial?

1En italiano y alemán deformado: Aquel maldito alemán.

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Gemma era menos hábil en el modo de leer los papeles demuchachas, de “damas jóvenes”. Las escenas de amor, sobretodo, no le salían bien. Ella misma lo notaba; por eso les dabaun leve matiz irónico, como si no creyese en aquellos pompo-sos juramentos, en aquellas frases sublimes, que el autor, porotra parte, no prodigaba demasiado.

Pasaban las horas sin que Sanin se diera cuenta, y no seacordó de su viaje hasta que dieron las diez en el reloj. Saltó dela silla como si lo hubieran pinchado:

—¿Qué le pasa a usted? —preguntó Frau Leonore.—Tenía que salir hoy para Berlín, y había reservado asiento

en la diligencia.—¿Cuándo sale la diligencia?—A las diez y media.—Entonces ya es tarde —dijo Gemma—. Quédese usted y

leeré alguna otra cosa.—¿Había usted pagado el pasaje entero, o nada más que he-

cho la reservación? —preguntó Frau Leonore, con curiosidad.—¡Todo entero! —gimió Sanin con gesto afligido.Gemma lo miró, entornando los ojos y se echó a reír.—¡Qué es eso! —le reconvino la madre—. Este joven acaba

de perder dinero, ¿y eso te hace reír?—¡Bah! —respondió Gemma—. No se quedará arruinado por

eso, y trataremos de consolarlo. ¿Quiere limonada?Sanin tomó un vaso de limonada. Gemma reanudó la lectura

de Maltz, y todo volvió a ser delicioso.Dieron las doce de la noche. Sanin empezó a despedirse.—Debe usted quedarse algunos días en Francfort —le dijo

Gemma—. ¿Por qué tanta prisa? Ninguna otra ciudad le pare-cerá a usted más agradable —hizo una pausa, y repitió son-riendo—: Ninguna otra, de verdad.

Sanin no respondió nada, y pensó que lo vacío de su bolsillolo obligaba a permanecer en Francfort hasta que tuviese res-puesta de un amigo de Berlín, a quien había resuelto pedirdinero prestado.

—Quédese usted, quédese —instó a su vez Frau Leonore—;le presentaremos al prometido de Gemma, el señor Karl

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Klüber. Hoy no ha podido venir, porque está ocupadísimo ensus almacenes. Probablemente habrá visto usted en la Zeileun gran almacén de paños y sedas; pues bien, allí está dedependiente principal. Será para él una satisfacción presen-tarle sus respetos.

Sanin, sabe Dios por qué, se sintió un poco contrariado. “¡Felizprometido!”, pensó, mirando a Gemma. Y creyó advertir enlos ojos de la joven una expresión burlona. Saludó de nuevo alas señoras.

—¡Hasta mañana, hasta mañana! ¿No es así? —le preguntóFrau Leonore.

—¡Hasta mañana! —dijo Gemma, no a modo de pregunta,sino con un tono afirmativo, como si hubiera sido imposibleponerlo en duda.

—¡Hasta mañana! —respondió Sanin.Emilio, Pantaleone y Tartaglia lo acompañaron hasta la es-

quina de la calle. Pantaleone no pudo dejar de manifestar sudisgusto por la manera que Gemma tenía de leer. ¿Cómo no ledaba vergüenza? ¡Qué es eso, hacer muecas, chillar! ¡Una cari-catura! Hubiera podido elegir a Merope o a Clitemnestra,1 algogrande, trágico; ¡y no que prefería imitar a una bruja alemanacualquiera! “Yo también puedo hacer otro tanto… Mertz, kertz,smertz”, dijo con voz ronca, alargando la cara hacia delante yabriendo mucho los dedos. Tartaglia ladró detrás de él y Emiliose echo a reír. El viejo les volvió bruscamente la espalda.

Sanin volvió a la fonda El Cisne Blanco, donde lo aguardabasu equipaje en la sala de espera. Se hallaba en un estado moralbastante confuso. Aún le zumbaban en los oídos todas aque-llas conversaciones italo-franco-tudescas.

—¡Prometida! —murmuró, metiéndose en la cama del mo-desto dormitorio que había pedido—. ¡Y qué hermosa es! Pero,¿por qué me he quedado?

Sin embargo, al día siguiente, escribió una carta a su amigode Berlín.

1Merope, Clitemnestra: En las leyendas mitológicas griegas, mujeres céle-bres que tuvieron una vida trágica.

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VIII

No había acabado de vestirse, cuando un camarero de la fondale anunció la visita de dos señores. Uno de ellos era Emilio; elotro, un joven, buen mozo, de facciones impecables, era HerrKarl Klüber, el novio de la hermosa Gemma.

Todo induce a suponer que por aquel entonces no habíaen ningún comercio de Francfort un primer dependiente tancortés, tan bien educado, tan imponente, tan amable comoHerr Klüber. Lo intachable de su vestir sólo podía comparar-se a lo digno de su apostura y lo elegante de sus maneras, ele-gancia un poco estirada, según la moda inglesa —habíapasado dos años en Inglaterra—, pero exquisita, sin embar-go. A primera vista se notaba claramente que este buenmozo, un poco severo, bien educado y pulcro hasta la exage-ración, tenía costumbre de obedecer a sus superiores y demandar a sus subalternos, y que detrás del mostrador debíainspirar respeto hasta a los parroquianos. No podía abri-garse la menor duda acerca de su intachable honradez, bas-taba ver sus almidonados cuellos. Y su voz era tal comopudiera apetecerse, llena y grave como la de un hombre se-guro de sí mismo, no demasiado fuerte, y hasta con ciertadulzura de timbre. Era una voz ideal para dar órdenes a losdependientes inferiores: “¡Enseñe usted aquella pieza de ter-ciopelo de Lyon color punzó!” O bien: “¡Ofrezca usted unasilla a la señora!”

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El señor Klüber comenzó por presentar tan finamente suscumplimientos, y al saludar se inclinó tan noblemente, res-baló los pies de un modo tan agradable y entrechocó ambostacones con tal urbanidad, que no podía vacilarse en decir:“Este es un hombre cuya ropa interior y virtudes moralesson de primera calidad”. En la mano izquierda, calzada conguante de Suecia, sujetaba, reluciente como un espejo, unsombrero y en el fondo de él yacía el otro guante; la manoderecha, desnuda, que alargó a Sanin con ademán modestopero resuelto, era tan pulida que superaba todo lo imagina-ble; cada uña era la perfección misma en su especie. Luegodeclaró, con los términos más escogidos de la lengua alema-na, que había deseado presentar sus respetos y la seguridadde su gratitud al señor extranjero que había prestado tanseñaladísimo servicio a un futuro pariente suyo, el herma-no de su prometida. Al decir estas palabras, extendió la manoizquierda, la que sostenía el sombrero, en dirección a Emilio,quien, perdiendo el tino, se volvió hacia la ventana y se metióel dedo índice en la boca. Herr Klüber añadió que se consideraríamuy feliz si por su parte pudiera hacer algo grato para el se-ñor extranjero.

Sanin respondió, también en alemán, pero no sin algunasdificultades, que estaba encantado…, que el servicio era depoca importancia…, y rogó a sus huéspedes que tomasen asien-to. Herr Klüber le dio las gracias, y, levantándose los faldonesde la levita, se sentó en una silla, pero de una manera tanapresurada y tan poco segura, que era imposible no decirse:he ahí un hombre que se ha sentado por pura fórmula y que vaa levantar el vuelo al instante. En efecto, levantó el vuelo unosminutos después, y dando discretamente dos pasitos adelante,como en la contradanza, explicó que, con gran pesar suyo, nopodían permanecer más tiempo fuera del almacén —¡los nego-cios ante todo!—, pero que siendo domingo el día siguiente,con la aprobación de Frau Leonore y de Fräulein Gemma,había organizado una gira de recreo a Soden, a la cual teníael honor de invitar al señor extranjero, y que abrigaba la

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esperanza de que este se dignaría embellecerla con su presen-cia. Sanin no se negó a “embellecerla”. Herr Klüber saludó denuevo y salió luciendo sus pantalones del tono más delicado,color garbanzo; las suelas de las botas, nuevecitas, chillabanno menos agradablemente.

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IX

En cuanto su futuro cuñado hubo salido, Emilio, que aún des-pués de la invitación hecha por Sanin de “tomarse la molestiade sentarse”, no había cesado de mirar por la ventana; dio mediavuelta a la izquierda, y ruborizándose, con un mohín de afecta-ción infantil, preguntó a Sanin si podía quedarse aún un poco.

—Me siento mucho mejor hoy —añadió—; pero el doctor meha prohibido trabajar.

—Quédese, no me estorba usted en absoluto —exclamó en-seguida Sanin, encantado, como todo verdadero ruso, de acep-tar la primera proposición que pudiese dispensarlo de hacer élmismo alguna cosa.

Emilio dio las gracias, y en un instante tomó posesión deSanin y de su cuarto; examinó los objetos pertenecientes a suhuésped y preguntó acerca de todo lo que veía: ¿dónde lo habíacomprado?, ¿cuánto le costó? Lo ayudó a afeitarse, le dijo quehacía mal en no dejarse crecer el bigote, y, por último, le contóuna multitud de particularidades acerca de su madre, de suhermana, de Pantaleone, hasta de Tartaglia, y toda la manerade vivir de ellos. Había desaparecido todo asomo de timidez enEmilio, quien sintió súbitamente un afecto extraordinario porSanin, no porque este le hubiera salvado la vida el día ante-rior, sino porque “¡era tan simpático!” No tardó en confiarletodos sus secretos, insistiendo, en particular, sobre un tema. Lamamá quería hacerlo comerciante a toda costa, y él sabía,“sabía”, sin género ninguno de duda, que había nacido artista,

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músico, cantante, ¡que el teatro era su verdadera vocación!El mismo Pantaleone lo animaba; pero Herr Klüber sostenía elparecer de la mamá, sobre la cual tenía gran influencia. Laidea de hacer de él un mercachifle era propia de Herr Klüber,en cuyo caletre1 nada podía compararse con la profesión demercader. Vender paño y terciopelo, estafar al público, hacerlepagar Narren —oder Russen-Preise,2 ¡he aquí su ideal!

—Pero ya es hora de irnos a casa —exclamó en cuanto Saninhubo concluido de arreglarse y escrito su carta a Berlín.

—Todavía es muy temprano —dijo Sanin.—Eso no importa —replicó Emilio con zalamería—. Vamos

al correo, y de allí a casa. Gemma se pondrá muy contenta deverlo a usted. Almuerce con nosotros… Hable usted a mamáde mí, de mi carrera.

—Vamos —aceptó Sanin.Y salieron.

1Caletre: Tino, discernimiento, capacidad. (N. del E.)2Entonces, como también ahora, a principios de mayo, muchos rusos iban aFrancfort y los precios en las tiendas subían tanto, que se les llamaban“precios imbéciles —o precios rusos”. (Nota del Autor.)

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X

Gemma, en efecto, pareció contentísima de verlo, y FrauLeonore lo recibió muy afectuosa. Se veía que Sanin había pro-ducido en ellas una impresión favorable la víspera. Emilio corrióa ocuparse del almuerzo, no sin haber cuchicheado al oído deSanin: “¡No lo olvide usted!”

—No lo olvidaré —contestó Sanin.Frau Leonore no se encontraba del todo bien; tenía jaqueca,

y, medio tumbada en un sillón, procuraba moverse lo menosposible. Gemma llevaba una bata amarilla, sujeta con un cin-turón negro de cuero; tenía también aspecto fatigado, y unaligera palidez cubría sus mejillas; leves ojeras circundaban suspárpados, pero el brillo de su mirada no se había empañado yaquella palidez daba algo de misterio y dulzura a sus faccio-nes, de una pureza y una severidad clásicas. Ese día le llamósobre todo la atención a Sanin la extraordinaria belleza de susmanos… Cuando las levantaba para arreglarse y sujetar losrizos oscuros y lustrosos de sus cabellos, Sanin no podía apar-tar la vista de aquellos dedos largos y flexibles, separados unosde otros como los de la Fornarina1 de Rafael.

Hacía mucho calor en la calle. Sanin quería despedirse des-pués de almorzar, pero le hicieron ver que con semejante díalo mejor era quedarse donde estaba. Convino en ello y se quedó.

1Margarita Luti, romana de singular belleza, hija de un panadero (fornaio),modelo y amante del pintor italiano Rafael Sanzio (1483-1520).

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Un agradable frescor reinaba en la estancia donde sus anfi-triones y él se habían instalado y cuyas ventanas daban a unjardincito plantado de acacias. Un ávido enjambre de abejas,avispas y zánganos, zumbaban atareados entre el frondoso fo-llaje sembrado de áureas flores. Ese incesante murmullo quepenetraba en la habitación por las celosías entreabiertas y lascortinas echadas, hablaban del calor de afuera y hacía pareceraún más suave el fresco de aquella casa cerrada y acogedora.

Sanin habló mucho, como la víspera, pero ya no de Rusia nide la vida rusa. Con el fin de complacer a su amiguito, a quienhabían mandado a casa de Herr Klüber enseguida del almuer-zo, para ejercitarse en la teneduría de libros, llevó la conversa-ción al terreno de las ventajas y los inconvenientes que el artey el comercio tenían en comparación. Esperaba ver a FrauLeonore tomar la defensa de esta última profesión; pero leextrañó sobremanera el ver que también Gemma participabade tales opiniones.

—Si se es artista, sobre todo cantante —insistió con ademánenérgico—, es preciso ocupar el primer puesto. El segundo nadavale. ¿Y quién sabe que ha de llegar a ese primer puesto?

Pantaleone, que tomaba parte en la conversación (porque encalidad de viejo y servidor antiguo, tenía el privilegio de sen-tarse en compañía de los dueños de la casa: los italianos, engeneral, no son de etiqueta muy severa), Pantaleone, natural-mente, defendía el arte con todas sus fuerzas. A decir verdad,sus argumentos eran muy endebles; repetía que era necesariohallarse dotado de cierto ímpetu de inspiración, d’un certo es-tro d’inspirazione. Frau Leonore le objetó que quizás él habíaposeído ese estro, y que, sin embargo…

—Tuve enemigos —respondió Pantaleone con aire tétrico.—¿Y cómo puedes estar seguro —ya se sabe que los italianos

se tutean a menudo— de que Emilio, aun suponiendo que es-tuviese dotado de ese estro, no los tendría?

—¡Pues bien, háganlo mercachifle! —dijo despechado Pan-taleone—. ¡Pero Giovanni Battista no se hubiera conducidoasí, a pesar de ser confitero!

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—Giovanni Battista, mi marido, era un hombre razonable; ysi en su primera juventud pudo dejarse arrastrar…

Pero el viejo no escuchaba; se alejó, murmurando con hos-quedad:

—¡Ah! ¡Giovanni Battista!Gemma exclamó que si Emilio sentía en sí el amor a la pa-

tria y si quería consagrar sus fuerzas a la independencia deItalia, podía ciertamente sacrificar la seguridad de su porve-nir por un fin tan noble y elevado, pero no por el teatro. Al oíresto, Frau Leonore, inquieta, suplicó a su hija que, al menos,no arrastrase a su hermano fuera del buen camino. ¿No basta-ba con que ella fuese una republicana furibunda? Después dehaber pronunciado estas palabras, Frau Leonore exhaló unsuspiro quejumbroso y dijo que sufría mucho, que su cabezaestaba “próxima a estallar”. (Frau Leonore, por cortesía paracon su invitado, hablaba en francés con su hija.)

Gemma se puso enseguida a acariciar a la madre, soplándolecon delicadeza en la frente después de humedecérsela con aguade colonia; la besó con dulzura en las mejillas, le arregló lacabeza encima de la almohada, le prohibió que hablase y la besóde nuevo. Luego, dirigiéndose a Sanin, se puso a contarle, mediorisueña, medio sentimental, qué admirable madre era la suyay cuán hermosa había sido. “Y no sólo había sido, ahora tam-bién lo es, basta con mirar sus ojos”.

Gemma sacó del bolsillo un pañuelo blanco, lo puso sobrela cara de su madre, y tirándole de él hacia abajo poco a poco,descubrió primero la frente, después las cejas y los ojos deFrau Leonore, se detuvo un momento y le pidió que mirase.Obedeció esta, y Gemma dio un grito de admiración. Los ojosde Frau Leonore eran en verdad hermosos. Hizo resbalar rá-pidamente el pañuelo por la parte inferior de la cara, menoscorrecta que la superior, y volvió a llenarla de besos. FrauLeonore, sonriendo, se volvió un poco e hizo como que recha-zaba a su hija con esfuerzo. Gemma fingió también luchar yse puso a acariciarla no con la felina zalamería de las france-sas, sino con la gracia italiana, bajo la cual siempre se adivi-na la fuerza.

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Por fin, dijo Frau Leonore que estaba fatigada. Gemma leaconsejó que durmiera un poco en el sillón. Y que “ella y elcaballero ruso —le monsieur russe— se estarían quietos… muytranquilos, como ratoncitos… comme des petites souris”.

Frau Leonore le dirigió una sonrisa por única respuesta,cerró los ojos, respiró profundo dos o tres veces y quedó ador-milada. Gemma se sentó rápido junto a ella en una banqueta,y, sosteniendo la almohada donde descansaba la cabeza de sumadre, permaneció inmóvil, llevando sólo de vez en cuando asus labios un dedo de la otra mano para recomendar silencio, ymirando a Sanin con el rabito del ojo, cada vez que este se per-mitía el menor movimiento. Concluyó el joven por inmovilizarsetambién y quedó como hechizado, dejando a su alma admirar,con todas sus fuerzas, el cuadro que ante él se ofrecía. Aquelaposento medio a oscuras, donde como puntos luminosos bri-llaban acá y allá frescas rosas muy abiertas en antiguos vasosde color verde; aquella mujer dormida, con las manos suave-mente cruzadas, con su bondadoso rostro rendido y aureoladopor la suave blancura de la almohada; aquella joven que lamiraba con atención, también buena, pura y tan hermosa, consus ojos negros, profundos, llenos de sombra y a la vez de ful-gores… ¿Era un ensueño, un cuento de hadas…? ¿Y cómo es-taba “él” allí?

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XI

Sonó la campanilla de la puerta exterior. Un joven campesino,con chaleco rojo y gorra de piel, entró en la confitería. Era elprimer comprador de aquel día.

—He aquí como va el comercio —había dicho Frau Leonorea Sanin, dando un suspiro durante el almuerzo.

Continuaba dormida. No atreviéndose Gemma a sacar lamano de debajo de la almohada, dijo muy quedo a Sanin:

—Vaya usted y despache por mí.Sanin, andando de puntillas, pasó enseguida a la tienda. El

joven labriego pidió un cuarterón1 de pastillas de menta.—¿Qué le cobro? —dijo Sanin a media voz, a través de la

puerta.—Seis kreuzers —murmuró Gemma.Sanin pesó las pastillas, buscó papel, hizo un cucurucho, las

echó en él, se le desparramaron, las recogió, volvieron acaérsele y, por fin, las pudo entregar y recibió el dinero… Eljoven aldeano lo miraba estupefacto, dando vueltas a la gorracontra el pecho, mientras que en la otra habitación Gemmaahogaba la risa apretándose la boca con la mano. Aún no ha-bía salido este comprador, cuando entró otro, luego un terce-ro… “Parece que tengo buena mano”, se dijo Sanin. Elsegundo parroquiano pidió un vaso de horchata, el terceromedia libra de bombones. Sanin los sirvió promoviendo un

1Cuarterón: cuarta parte de una libra. (N. del E.)

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barullo de cucharas y platillos, y metiendo animoso los dedosen los cajones y en los frascos. Hecha la cuenta, resultó quehabía vendido la horchata demasiado barata, y cobrado enlos bombones dos kreuzers de más. Gemma no cesaba de reír-se bajito; en cuanto a Sanin, sentía una animación desusaday una disposición de ánimo verdaderamente feliz. ¡Hubieravivido así eternidades, vendiendo bombones y horchatas de-trás de aquel mostrador, mientras que desde la trastienda lomiraba aquella encantadora criatura con ojos amistosamenteburlones, y el sol estival, a través del espeso follaje de loscastaños que crecían delante de las ventanas, llenaba toda laestancia con el oro verdoso de sus rayos y de sus sombras, ysu corazón se mecía con la dulce languidez de la pereza, delquietismo y de la juventud, de la primera juventud!

El cuarto parroquiano pidió una taza de café. Hubo que diri-girse a Pantaleone. Emilio no había vuelto aún del almacén deHerr Klüber.

Sanin volvió a sentarse junto a Gemma. Frau Leonore conti-nuaba dormida, con gran contento de su hija…

—Cuando mamá duerme, se le quita la jaqueca —explicó lamuchacha.

Sanin se puso a hablar con Gemma, en voz baja, como antes,por supuesto. Habló de su “comercio”. Se informó muy serio delprecio de los diferentes “artículos del ramo de confitería”.Gemma se los indicó con la misma formalidad, y, sin embargo,ambos se reían para sus adentros, de buena fe, como si se confe-sasen a sí mismos que estaban representando una divertidísimacomedia. En la calle un organillo se puso a tocar el aria deFreischütz: Durch die Felder, durch die Auen…1

Los sonidos, gemebundos y temblones, rechinaban en el aireinmóvil. Gemma se estremeció:

—¡Va a despertar a mamá!Sanin se apresuró a salir e hizo desaparecer al músico ambu-

lante, poniéndole en la mano algunos kreuzers. Cuando el jovenvolvió, Gemma le dio las gracias con un ligero movimiento decabeza; luego, con una sonrisa meditabunda, tarareó con voz

1En alemán: A través de campos, a través de llanos.

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apenas perceptible la linda melodía de Weber.1 en que Maxexpresa todas las vacilaciones del primer amor. Enseguida pre-guntó a Sanin si conocía Freischütz, si le gustaba Weber; yañadió que, a pesar de su origen italiano, le agradaba “esa”música más que ninguna. De Weber, la conversación fue insen-siblemente a parar a la poesía, al romanticismo, a Hoffmann,2

tan en boga en aquel entonces…Pero Frau Leonore seguía durmiendo, y hasta roncaba ligera-

mente, y los rayos del sol, que pasaban como líneas estrechas através de los resquicios de las persianas, iban cambiando desitio y viajaban con un movimiento imperceptible, aunque con-tinuo, sobre el suelo, sobre los muebles, sobre la falda deGemma, sobre las hojas y los pétalos de las flores.

1Carl Maria von Weber (1786-1826), compositor, pianista y director; uno delos creadores del movimiento romántico musical alemán. Entre sus inno-vaciones musicales está el empleo del leitmotiv y de recitativos cantados,en lugar del habitual diálogo hablado de la ópera alemana.2Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (1776-1822), escritor y compositor. Unade las figuras más representativas del romanticismo alemán. Creador de laópera Ondina (1816) y de textos de ficción de gran importancia como fue sulibro de cuentos en dos volúmenes Piezas fantásticas (1814-1815). (N. del E.)

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XII

A Gemma no le gustaba en absoluto Hoffmann, y hasta lo en-contraba… aburrido. Todo lo que de nebuloso y fantástico tie-nen esos relatos del norte no era comprensible para su natu-raleza meridional impregnada de sol. “¡Esos son cuentos dechiquillos!”, afirmaba, no sin desdén. Se daba cuenta vagamen-te de que Hoffmann carece de poesía.

Sin embargo, le gustaba mucho uno de aquellos cuentos, decuyo título no podía acordarse. A decir verdad, lo que le gusta-ba era el principio de dicho cuento, pues se le había olvidado elfinal o tal vez no lo hubiese leído nunca. Era la historia de unjoven que encontraba no se sabe dónde, acaso en una confite-ría, a una muchacha griega de asombrosa belleza, acompaña-da por un viejo de aire extraño, misterioso y cruel. El joven seenamora fulminantemente de la señorita; esta lo mira con airelastimero, como pidiéndole que la liberte. Se aleja él un mo-mento y al volver enseguida a la confitería, ya no encuentra ala joven ni al viejo. Se lanza en su busca, descubre a cada ins-tante indicios de su presencia, prosigue la persecución, y pormás que hace, nunca logra alcanzarlos en ninguna parte. Lahermosa desconocida ha desaparecido para siempre, y él notiene fuerzas para olvidar aquella mirada suplicante; le ator-menta la idea de que quizás se le ha escapado de las manostoda la felicidad de la vida…

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No es seguro que Hoffmann termine el relato de este modo;pero Gemma, sin preocuparse por ello, lo arregló así y así loretuvo en la memoria.

—Me parece —dijo— que los encuentros y separaciones deeste género son más frecuentes de lo que creemos.

Sanin permaneció en silencio algunos instantes, luego hablóde Herr Klüber. Era la primera vez que pronunciaba su nom-bre; hasta aquel momento, ni siquiera había pensado en dichopersonaje.

Gemma, a su vez, calló un instante, mordiéndose con airepensativo la uña del dedo índice y apartando la vista; luego,hizo un elogio de su prometido, habló de la excursión proyec-tada para el día siguiente, y, echando una rápida ojeada a Sanin,volvió a quedarse callada.

Sanin ya no encontraba sobre qué sacar conversación.Emilio entró bruscamente y despertó a Frau Leonore…Sanin se puso contento al verlo llegar.Frau Leonore se levantó del sillón. Se presentó Pantaleone,

y anunció que el almuerzo estaba servido. El amigo de la casa,ex cantante y sirviente, desempeñaba también las funcionesde cocinero.

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XIII

Sanin permaneció en la casa aun después de comer. No ha-bían querido dejarlo marchar so pretexto de que hacía uncalor horrible; y cuando el tiempo refrescó un poco, le propu-sieron salir al jardín a tomar el té, a la sombra de las acacias.Sanin aceptó; se sentía completamente dichoso. Las horasapacibles y de dulce monotonía de la vida guardan exquisitosgoces, y se entregaba a ellos con deleite, sin pedir más al díade hoy, sin acordarse de la víspera, sin pensar en mañana.¡Qué encanto sólo la presencia de una joven como Gemma!Iba a separarse de ella muy pronto, y quizás para siempre;pero mientras la misma barquilla, como en los romances deUhland,1 los conduce por la corriente serena de la vida, ¡séfeliz, viajero, deléitate! Y todo le parecía amable y encanta-dor al feliz viajero.

Frau Leonore le propuso medirse con ella y Pantaleone altressette,2 le enseñó este juego italiano poco complicado; le ganóella algunos kreuzers, y él quedó entusiasmado con el juego. Apetición de Emilio, Pantaleone obligó al perro Tartaglia a lu-cir todas sus habilidades: Tartaglia saltó por encima de un palo,“habló” (es decir, ladró), estornudó, cerró la puerta con el ho-cico, trajo a su amo una zapatilla vieja, y, por último, con un

1Ludwig Uhland (1787-1862), poeta lírico alemán.2En italiano: Tresillo, cierto juego de naipes.

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chacó1 en la cabeza, representó al mariscal Bernadotte es-cuchando las mortales acusaciones que Napoleón le dirige porsu traición. Naturalmente, Pantaleone era quien hacía deNapoleón, ¡y con suma fidelidad, a fe mía! Con los brazos cru-zados sobre el pecho y un tricornio metido hasta las cejas, ha-blaba en tono seco y áspero en francés, ¡y en qué francés, Diosmío! Frente a su amo, sentado sobre las patas traseras, enco-gido y apretando la cola entre las patas, Tartaglia hacía guiñoscon aire humilde y confuso bajo la visera del chacó. De rato enrato, cuando Napoleón alzaba la voz, se erguía sobre las patasde atrás. “Fuori, traditori!”,2 exclamó, por último, Napoleón,olvidando, en el exceso de su cólera, que debía sostener hastael fin su papel en francés; y Bernadotte huyó a todo correr y semetió debajo del diván, de donde salió casi enseguida ladrandoalegre, como para hacer saber a todos que la función habíaconcluido. Los espectadores se rieron mucho, y Sanin más queninguno.

Gemma tenía una risa deliciosa, delicada, mezclada con unosgemidos muy graciosos… Sanin estaba en la gloria con aquellarisa. De buena gana la hubiera besado por aquellos gemiditos.

Por fin llegó la noche. ¡Era ya hora de retirarse! Después dehaberse despedido de todos y repetido a cada uno “hasta ma-ñana” (incluso besó a Emilio), Sanin regresó a la fonda, lle-vando en el corazón la imagen de aquella joven, ora risueña,ora pensativa, ora apacible hasta la indiferencia, pero siempreencantadora. Sus hermosos ojos, a veces muy abiertos, brillan-tes y alegres como el día, otras medio velados por las pestañas,oscuros y profundos como la noche, estaban tenazmente antesu vista, mezclándose con todas las demás imágenes, con to-dos los otros recuerdos.

En lo que no pensó ni una sola vez fue en Herr Klüber, en lasrazones que lo habían retenido en Francfort, en una palabra,en nada de cuanto lo había agitado la víspera.

1Chacó: Prenda del uniforme militar, a manera de sombrero de copa sin alasy con visera, propia de la caballería ligera y aplicado después a tropas deotras armas. (N. del E.)2En italiano: ¡Fuera, traidores!

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XIV

Preciso es que digamos algunas palabras acerca del propioSanin.

En primer término, no era mal parecido: talle proporciona-do, esbelto, facciones agradables aunque un poco borrosas, ojosazules, claros, de cariñosa expresión, cabellos con reflejos do-rados, piel blanca y sonrosada, y, sobre todo, ese aire ingenua-mente alegre, confiado, abierto, algo bobo a primera vista, enel cual antes se reconocía, sin esfuerzo, a los hijos de los noblesde la estepa, los “hijos de familia”, los jóvenes de buena casta,nacidos y engordados al aire libre en las inmensas extensionesesteparias; bonito andar, un poco vacilante, leve ceceo al ha-blar, una sonrisa infantil en cuanto lo miraban…, en fin, todoél rebosaba lozanía, salud, molicie y más molicie: tal era Saninde cuerpo entero. Además, no estaba desprovisto de talentoni de instrucción. Había conservado su candor, a pesar de suviaje al extranjero; para él eran casi desconocidos los senti-mientos tumultuosos que perturbaban a los mejores jóvenesde aquel tiempo.

En nuestros días, después de una minuciosa búsqueda de“hombres nuevos”, nuestra literatura se ha puesto a producirtipos de jóvenes decididos a conservar su pureza, a permane-cer frescos e intactos… cueste lo que cueste, frescos como lasostras que de Flensburgo llevan a San Petersburgo. Sanin notenía nada de común con ellos: era naturalmente fresco. Decompararlo con algo, hubiera sido menester hacerlo con un

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tierno manzano, de hojas rizadas, recién injertado, de nues-tros huertos de las tierras negras, o, mejor aún, con un potrode tres años, nacido en las antiguas yeguadas “señoriales”,bien cuidado y reluciente, uno de esos potros de patas mal des-bastadas, que apenas empiezan a pasar la primera doma. Losque han encontrado a Sanin más tarde, baqueteado por la vida,cuando ya había perdido su aspecto lustroso, esos han conoci-do a otro hombre.

Al día siguiente, aún estaba Sanin en la cama, cuando Emi-lio, vestido de fiesta, fragante de pomada capilar y con un jun-quillo en la mano, se metió de rondón en el dormitorio y anuncióque Herr Klüber iba a llegar con el coche, que el día prometíaser magnífico, que todo estaba dispuesto en casa, pero que la ma-má no iba a ir, porque le había vuelto a dar la jaqueca de lavíspera. Empezó a apurar a Sanin, asegurándole que no habíaun minuto que perder. En efecto, Herr Klüber encontró a Saninarreglándose todavía. Llamó a la puerta, entró, inclinó y ende-rezó su noble talle, declaró hallarse dispuesto a esperar todocuanto hiciera falta y tomó asiento, con el sombrero elegante-mente apoyado en una rodilla. El guapo dependiente se habíaemperejilado y perfumado hasta lo imposible; cada uno de susmovimientos despedía intensa fragancia. Había venido en unhermoso vehículo descubierto, un landó tirado por un troncode mala estampa, pero de buena alzada y vigoroso. Un cuartode hora después, Sanin, Klüber y Emilio se detenían ante lapuerta de la confitería. La señora Roselli se negó a tomar par-te en el paseo. Gemma quiso quedarse con su madre, pero estamisma la empujó al coche.

—No necesito a nadie, dormiré —dijo—. De buena gana hu-biera enviado con ustedes a Pantaleone, pero se necesita al-guien para atender a los clientes.

—¿Podemos llevarnos a Tartaglia?—¿Por qué no?Al punto Tartaglia se lanzó alegremente al pescante, y se

instaló allí, relamiéndose. Se veía que estaba acostumbrado ahacerlo.

Gemma se había puesto un gran sombrero de paja con cintaspardas, cuyo borde bajaba por delante, resguardándole casi toda

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la cara de los rayos del sol. La línea de la sombra terminabaprecisamente en la boca, brillaban sus labios con un rojo sua-ve y fino como los pétalos de la rosa de cien hojas, y sus dientesdespedían cándidos reflejos como en los niños. Gemma tomóasiento en el fondo, junto a Sanin; Klüber y Emilio se senta-ron frente a ellos. La blanca figura de Frau Leonore aparecióen una ventana; Gemma le hizo una señal de despedida con supañuelo blanco, y el coche arrancó.

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XV

Soden es un pueblecito situado a media hora de Francfort, enun paraje delicioso, en las estribaciones del Taunus. Entre no-sotros, los rusos, es un lugar famoso por sus aguas minerales,eficaces en las enfermedades del pecho, según se asegura. Losfrancforteses nunca van allí sino de excursión, porque Sodenposee un magnífico parque y Wirtschaft,1 donde puede tomar-se café y cerveza a la sombra de los tilos y de los arces. El cami-no de Francfort a Soden, bordeado de árboles frutales, costea lamargen derecha del Meno. Mientras el coche rodaba tranquila-mente por aquel espléndido camino, Sanin observaba a hurta-dillas cómo se comportaba Gemma con su prometido. Era laprimera vez que los veía juntos. La actitud de la joven era sere-na y sencilla, pero un poco más reservada y seria que de costum-bre; Klüber tenía el porte de un superior indulgente que sepermite a sí mismo, y permite a su subordinado, un placer discre-to y de buen tono. Sanin no observó en él ninguna particularatención hacia Gemma, nada de lo que los franceses llaman em-pressement (obsequiosidad). Evidentemente, Herr Klüber con-sideraba el asunto cosa hecha, y no veía ningún motivo paramolestarse y hacerse el galán; en cambio, su condescendenciano lo abandonaba un minuto, y hasta en el largo paseo quedieron antes de comer, más allá de Soden, por montañas y vallesfrondosos, mientras saboreaba las bellezas de la naturaleza, el

1En alemán: Especie de cantina.

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alemán miraba el paisaje con aquel invariable aire de indulgen-cia a través del cual se traslucía, de vez en cuando, la severidadnatural de un superior. Así, hizo notar que cierto riachuelocorría demasiado en línea recta, en vez de dar pintorescos ro-deos; hasta desaprobó la conducta de un pinzón que variaba muypoco su canto. Gemma no se aburría, y, al parecer, hasta experi-mentaba satisfacción. Sin embargo, Sanin no encontraba ya enella la Gemma del día anterior, y no porque la más leve sombraoscureciese su hermosura —nunca había estado más resplande-ciente—, sino porque su alma parecía haberse escondido en lomás recóndito de su ser. Elegantemente enguantada y con lasombrilla abierta en la mano, andaba con aplomo, sin apresu-rarse, como hacen las señoritas bien educadas, y hablaba poco.Emilio tampoco se encontraba a sus anchas, y Sanin aún me-nos. Una de las cosas que contribuían a molestarla era que laconversación se sostuvo todo el tiempo en alemán.

Sólo Tartaglia estaba eufórico. Corría dando furiosos ladri-dos tras de los tordos que levantaba al paso; saltaba las zanjas,los tocones y por encima de las raíces; se tiraba al agua de unbrinco, bebiéndola con avidez; se sacudía, gimoteaba, luego salíadisparado como una flecha, colgante su lengua roja. Por suparte, Herr Klüber hacía todo lo que estimaba necesario paradivertir a la sociedad. Invitó a sus compañeros a sentarse a lasombra de un copudo roble, y, sacando del bolsillo un libritotitulado Knallerbsen, oder du sollst und wirst lachen! (Petar-dos, o ¡debes reírte y te vas a reír!), se creyó en el caso de leerlos escogidos chascarrillos1 (de que estaba lleno ese libro). Leyóuna docena sin provocar mucha alegría. Sólo Sanin, por urba-nidad, enseñaba los dientes. En cuanto a Herr Klüber, despuésde cada anécdota, dejaba oír una risita de pedagogo sombreadacomo siempre por un tinte de condescendencia. A eso del me-diodía volvieron todos a Soden, al mejor mesón de la comarca.

Se trataba de disponer la comida.Herr Klüber propuso realizar este acto en un pabellón cerra-

do por todas partes, im Gartensalon; pero Gemma se sublevó

1Chascarrillo: Anécdota ligera y picante, agudo cuentecito o frase de sentidoequívoco y gracioso. (N. del E.)

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de pronto, y dijo que no comería sino al aire libre, en el jardín,en una de las mesitas colocadas a la puerta del mesón; y expli-có que le aburría ver siempre las mismas caras, y que deseabapoder contemplar otras. Varios grupos de recién llegados sehabían sentado ya en torno a esas mesitas.

Mientras Klüber, sometiéndose con indulgencia “al caprichode su prometida”, iba a entenderse con el maître,1 Gemmapermaneció de pie, inmóvil, con los ojos bajos y los labios apre-tados; sentía que Sanin no apartaba de ella la mirada, casiinterrogadora, y se hubiera dicho que eso le causaba enfado.Por fin regresó Klüber, anunciando que la comida estaría listadentro de media hora, y propuso jugar una partida de bolosmientras tanto, que era “muy bueno para abrir el apetito, ¡je,je, je!” Jugaba a los bolos magistralmente; al arrojar las bolas,adoptaba posturas arrogantes, presumía de musculatura y sebalanceaba con gracia en un pie. Era un atleta en su género;estaba bien configurado. Y luego, ¡eran tan blancas, tan be-llas, sus manos! ¡Y se las enjugaba con tan rico fular2 doradode la India!

Llegó la hora de comer, y toda la compañía se sentó a la mesa.

1En francés: Maître d’hôtel, empleado que preside el servicio al público enun restaurante.2Fular: Tela de seda muy fina, por lo general con dibujos estampados. (N. del E.)

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XVI

Sabido es de lo que suele componerse una comida alemana:una sopa de aguachirle con canela y unas bolitas de pasta eri-zadas de gibosidades; carne cocida, seca como corcho, con unagrasa blanca, rodeada de remolachas fofas, de rábano picado ypapas viscosas; una anguila azulenca con salsa de alcaparrasen vinagre; un asado con compota y el imprescindible mehls-peise, especie de pudín rociado con una salsa roja agria; encambio, vino y cerveza excelentes. Tal era el menú que el fon-dista de Soden presentó a sus huéspedes.

Por lo demás, el almuerzo transcurrió muy bien. En verdad,no se distinguió por una animación particular, ni siquiera cuan-do Herr Klüber brindó “¡Por lo que nos es querido!” (Was wirlieben!) Todo se realizó con la mayor dignidad y decoro. Des-pués de la comida se sirvió un café claro y rojizo, un verdaderocafé alemán. Herr Klüber, como galante caballero, pedía per-miso a Gemma para fumar un tabaco…, cuando, de pronto,ocurrió una cosa imprevista, una cosa verdaderamente desagra-dable y hasta indigna…

Algunos oficiales de la guarnición de Maguncia se habíanacomodado en una de las mesas próximas. Por sus miradas ycuchicheos podía adivinarse, sin esfuerzo, que la belleza deGemma no les había pasado inadvertida. Uno de ellos, queprobablemente había estado alguna vez en Francfort, mira-ba a la joven como se mira a una persona conocida; estaba

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claro que sabía quién era. De repente se levantó, vaso en mano—los señores oficiales habían hecho ya copiosas libaciones,y el mantel aparecía cubierto de botellas delante de ellos—, yse acercó a la mesa donde estaba sentada Gemma. Era unjovenzuelo con cejas y pestañas de un rubio desvaído, aun-que con una fisonomía agradable y hasta simpática, pero sen-siblemente alterado por el vino. Tenía las mejillas tirantes einflamados los ojos, que vagaban de acá para allá, con expre-sión insolente. Sus camaradas quisieron contenerlo en unprincipio, pero lo dejaron ir. Era preciso ver en qué parabaaquello.

El oficial, tambaleándose un poco, se detuvo frente a Gemma,y con voz que quería hacer segura, pero en la cual, a pesarsuyo, se traducía una lucha interior, exclamó:

—¡Brindo por la más hermosa heladera que hay en todoFrancfort y en el mundo entero! —de un trago apuró el va-so—. ¡Y en recompensa, tomo esta flor arrancada por sus di-vinos dedos! —y cogió una rosa que yacía junto al plato deGemma.

Sorprendida y asustada de pronto, la muchacha se puso páli-da; después, trocado en ira su espanto, se ruborizó hasta laraíz de los cabellos. Sus ojos, fijos en el insolente, se oscurecie-ron y centellearon a la vez con las tinieblas y los relámpagosde una indignación desbordada.

El oficial, turbado al parecer por esa mirada, murmuró algu-nas palabras incoherentes, saludó y se fue a donde estaban susamigos, quienes lo acogieron con risas y ligeros aplausos.

Herr Klüber se levantó bruscamente, se irguió en toda suestatura, y, calándose el sombrero, dijo con dignidad, pero nomuy alto:

—¡Esto es inaudito! ¡Es una insolencia inaudita! (Unerhört!Unerhörte Frechheit!)

Enseguida llamó al mozo con voz severa, pidió que le traje-sen la cuenta, y no contento con eso, ordenó que enganchasenel coche, añadiendo que era inconcebible que personas dis-tinguidas viniesen a este establecimiento, donde se podía ser

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insultado. Al oír Gemma estas palabras, inmóvil en su sitio—una respiración jadeante sacudía su pecho—, dirigió los ojosa Herr Klüber… y le lanzó la misma mirada que había lanza-do al oficial. Emilio temblaba de rabia.

—Levántese usted, meine Fräulein —profirió Herr Klüber,siempre con idéntica severidad—; no conviene que permanez-ca usted aquí. Vamos dentro del mesón.

Gemma se levantó sin decir nada, le presentó él su torneadobrazo, puso la mano encima, y Herr Klüber se dirigió entoncesal mesón con un andar majestuoso, más solemne y arrogante,conforme se alejaba del teatro de los sucesos. El pobre Emiliolos siguió todo trémulo.

Pero mientras Herr Klüber ajustaba la cuenta con el mozo,a quien no dio ni un kreuzer de propina, para castigarlo porlo sucedido, Sanin se había acercado rápidamente a la mesade los oficiales y dirigiéndose al que había insultado aGemma, y que en aquel momento daba a oler su rosa a losdemás, uno tras otro, con voz clara pronunció en francésestas palabras:

—¡Caballero, lo que acaba usted de hacer es indigno de unhombre de honor, indigno del uniforme que viste; y vengo adecirle a usted que es un fatuo mal educado!

El joven dio un salto, pero otro oficial de más edad lo detuvocon un ademán, lo hizo sentarse, y encarándose con Sanin lepreguntó, en francés también, si era hermano, pariente o no-vio de aquella joven.

—Nada tengo que ver con ella —exclamó Sanin—. Soy unviajero ruso, pero no puedo permanecer impasible ante tamañainsolencia. Por lo demás, aquí está mi nombre y mi dirección;el señor oficial sabrá dónde encontrarme.

Al decir estas palabras, Sanin arrojó sobre la mesa su tarje-ta, y con rápido ademán, tomó la rosa de Gemma, que uno delos oficiales había dejado caer en un plato. El joven oficial hizoun nuevo esfuerzo para levantarse de la silla, pero su compa-ñero lo detuvo por segunda vez, diciéndole:

—¡Quieto, Dönhof! (Still, Dönhof!)

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Luego se levantó él mismo, y llevándose la mano a la viserade la gorra, no sin un matiz de cortesía en la voz y en la acti-tud, dijo a Sanin que a la mañana siguiente uno de los oficia-les de su regimiento tendría el honor de visitarlo. Saninrespondió con un breve saludo y se apresuró a reunirse consus amigos.

Herr Klüber fingió no haber notado la ausencia de Saninni sus explicaciones con los oficiales; apresuraba al cocheropara que enganchase los caballos, y se irritaba en extremoante su lentitud. Gemma tampoco dijo nada a Sanin; no lomiró siquiera. Por sus cejas fruncidas, sus labios pálidos yapretados, su misma inmovilidad, se adivinaba lo que suce-día en su alma. Sólo Emilio tenía visibles deseos de hablarcon Sanin y de interrogarlo; lo había visto acercarse a losoficiales, darles una cosa blanca, un pedazo de papel, cartao tarjeta. Le palpitaba el corazón al pobre muchacho, le abra-saban las mejillas; estaba pronto a echarse al cuello de Sanin,a punto de llorar, o de lanzarse con él para pulverizar a to-dos aquellos odiosos oficiales. Sin embargo, se contuvo y selimitó a seguir con atención cada uno de los movimientos desu noble amigo ruso.

Por fin, el cochero acabó de enganchar; subieron los cinco alcoche. Emilio, precedido por Tartaglia, trepó al pescante; allíestaba más libre y no le quitaba el ojo a Klüber, a quien nopodía ver tranquilamente.

Durante todo el camino discurseó Herr Klüber… y habló élsolo; nadie lo interrumpió ni le hizo ninguna señal de apro-bación. Insistió especialmente en lo mal que hicieron en noescucharlo cuando propuso comer en un gabinete reservado.De ese modo no hubieran tenido ningún disgusto. Enseguidaenunció juicios severos y hasta con ribetes de liberalismo acer-ca de la imperdonable indulgencia del gobierno con los ofi-ciales; lo acusó de descuidar la observancia de la disciplina yde no respetar bastante al elemento civil en la sociedad (dasbürgerliche Element in der Societät). Después, predijo quecon el tiempo esto produciría descontento general; que de esoa la revolución no había más que un paso, como lo atestiguaba

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(aquí exhaló un suspiro compasivo pero grave) el triste, eltristísimo ejemplo de Francia. Sin embargo, al punto añadióque personalmente se inclinaba ante el poder, y que él nosería revolucionario nunca jamás, pero que no podía dejar demanifestar su desaprobación a tanta licencia. Luego entróen consideraciones generales sobre la moralidad y la inmora-lidad, las conveniencias y el sentimiento de la dignidad.

Durante el paseo que precedió a la comida, Gemma no ha-bía parecido enteramente satisfecha de Herr Klüber, y poreso mismo se había mantenido un poco apartada de Sanin,como si la presencia de este la turbase; pero a la vuelta,mientras escuchaba perorar a su prometido, era evidenteque se avergonzaba de él. Al final del viaje experimentabaun verdadero sufrimiento, y, de pronto, dirigió una miradasuplicante a Sanin, con quien no había reanudado la con-versación. Por su parte, Sanin sentía más compasión haciaella que descontento contra Klüber, y hasta, sin confesárselodel todo, se regocijaba en secreto por lo acontecido aqueldía, aun cuando esperaba las condiciones de un duelo parala mañana siguiente.

La penosa partie de plaisir1 concluyó. Al ayudar a Gemma aapearse del coche ante la puerta de la confitería, sin decir unapalabra, Sanin le puso en la mano la rosa que había rescatado.Se ruborizó ella, le apretó la mano e inmediatamente ocultó laflor. Aunque apenas era de noche, ni él tuvo ganas de entraren la casa, ni tampoco ella lo invitó a que lo hiciese.

Además, apareció en el quicio de la puerta Pantaleone y anun-ció que Frau Leonore estaba durmiendo. Emilio murmuró untímido adiós a Sanin: casi le tenía miedo; ¡tanta era la admira-ción que le produjo! Klüber acompañó a Sanin en coche hastala fonda y lo dejó allí, haciéndole un saludo afectado. A pesarde toda su suficiencia, este alemán, ordenado al extremo, sesentía un poco molesto. En fin, todos ellos, quién más, quiénmenos, se encontraban a disgusto.

1En francés: Jira de recreo.

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Preciso es decir que ese sentimiento de malestar se disipóenseguida en Sanin y se trocó en un estado de ánimo bastantevago, pero alegre y hasta triunfal. Se puso a silbar paseándosepor su cuarto. Estaba muy contento de sí mismo y no queríapensar en nada.

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XVII

“Aguardaré las explicaciones del caballero oficial hasta lasdiez”, pensaba al arreglarse por la mañana al día siguiente, “ydespués, que me busque si le da la gana”.

Pero los alemanes se levantan temprano; y antes de que elreloj marcase las nueve, el criado entró a anunciar a Saninque el señor alférez (der Herr Seconde Lieutenant) von1 Richterdeseaba verlo. Sanin se puso a escape un redingote2 y le dijoque lo hiciese pasar. En contra de lo que Sanin esperaba, vonRichter era un jovenzuelo, casi un niño; se esforzaba en vanopor dar un aire de importancia a su rostro imberbe; ni siquie-ra lograba ocultar su emoción, y habiéndosele enredado lospies en el sable, por poco se cae al sentarse. Después de mu-chas vacilaciones, y con notable tartamudeo, comunicó a Sanin,en muy mal francés, que era portador de un mensaje de suamigo, el barón von Dönhof; que su misión consistía en exigirexcusas al caballero von Sanin por las expresiones ofensivasempleadas por él la víspera, y que en el caso de que el caballe-ro von Sanin se negase a ello, el barón von Dönhof reclamabauna satisfacción.

Sanin respondió que no tenía el propósito de presentar excu-sas, y que sostenía lo dicho.

1Palabra alemana que significa “de”. Antepuesta a un apellido suele serindicación de nobleza o ascendencia ilustre.2Redingote: Capote de poco vuelo y con mangas ajustadas. (N. del E.)

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Entonces, el caballero von Richter, siempre tartamudeando,le preguntó con quién, dónde y a qué hora podrían celebrarselas conferencias indispensables.

Sanin le respondió que podía volver dentro de un par de ho-ras, y que de allí a entonces trataría de hallar un testigo. “¿Aquién diablos tomaré de testigo?”, pensaba mientras tanto.

El caballero von Richter se levantó y saludó para despedir-se. Pero al llegar al umbral, se detuvo como presa de un re-mordimiento de conciencia, y dirigiéndose a Sanin, le dijoque su amigo el barón von Dönhof no dejaba de comprender quehasta cierto punto habían sido culpa suya los sucesos de lavíspera, y que, por consiguiente, se contentaría con “ligerasexcusas”, des exghizes léchères.1

Sanin contestó a eso que no considerándose culpable de nada,no estaba dispuesto a presentar ninguna clase de excusas, niligeras ni pesadas.

—En ese caso —replicó el caballero von Richter, poniéndoseaún más encarnado—, habrá que cruzar unos pistoletazosamistosos, des goups de bisdolet à l’amiaple.2

—No comprendo ni pizca lo que usted quiere decir —obser-vó Sanin—. Supongo que no se trata de tirar al aire.

—¡Oh, no, no! —tartamudeó el alférez, desorientado porcompleto—. Pero suponía que ventilándose el asunto entre hom-bres distinguidos… —se interrumpió—. Hablaré con el testigode usted —dijo, y se retiró.

En cuanto el alférez hubo salido, Sanin se dejó caer en unasilla, con los ojos fijos en el suelo, diciéndose: “¡Vaya una bromala de esta vida, con sus bruscos virajes! Pasado y futuro, tododesaparece como por arte de magia; ¡y lo único que saco enlimpio es que me voy a batir en Francfort con un desconocidoy no se sabe por qué!”

Se acordó de una anciana tía loca que bailaba sin cesar, can-tando estas palabras extravagantes:

¡Alférez rebonito!¡Mi pepinito!

1Mala pronunciación de las palabras francesas excuses légères.2Deformación de la frase en francés des coups de pistolet à l’amiable.

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¡Mi cupidito!¡Báilame, mi pichoncito!

Se echó a reír y se puso a cantar como ella: “¡Alférez rebonito;báilame, mi pichoncito!”

—Pero no hay tiempo que perder; hay que moverse —excla-mó en voz alta, levantándose. Y vio delante de él a Pantaleonecon una esquela en la mano.

—He llamado varias veces, pero no ha oído usted. Yo creíaque había salido —dijo el viejo, dándole la carta—. De parte dela señorita Gemma.

Sanin tomó maquinalmente la carta, la abrió y leyó. Gemmale escribía que estaba intranquila con el asunto consabido, yque deseaba verlo de inmediato.

—La signorina está inquieta —dijo Pantaleone, que por lovisto estaba enterado del contenido de la esquela—. Me hadicho que me informe de lo que hace usted, y que lo lleve con-migo junto a ella.

Sanin miró al viejo italiano, y se quedó pensativo: una idearepentina cruzaba por su mente. En el primer instante le pare-ció extraña, imposible… “Sin embargo, ¿por qué no?”, se dijoa sí mismo.

—Señor Pantaleone —casi gritó.Se estremeció el viejo, sepultó el mentón en la corbata y fijó

los ojos en Sanin.—¿Sabe usted lo que pasó ayer? —prosiguió este.Pantaleone sacudió su enorme pelambre, mordiéndose los

labios, y respondió:—Lo sé.Apenas de regreso, Emilio se lo había contado todo.—¡Ah, lo sabe usted! Pues bien, he aquí de qué se trata. Aho-

ra mismo acaba de salir de aquí un oficial. Ese insolente deayer me desafía. He aceptado, pero no tengo testigo. ¿Quiereusted serlo?

Pantaleone tembló y levantó tanto las cejas, que desapare-cieron bajo sus mechones colgantes.

—¿Pero no tiene usted más remedio que batirse? —dijo enitaliano; hasta entonces había hablado en francés.

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—Es preciso. Negarme a ello sería cubrirme de oprobio parasiempre.

—¡Hum! Si me niego a servirle a usted de testigo, ¿buscaráotro?

—Seguramente.Pantaleone bajó la cabeza.—Pero permítame usted que le pregunte, signor de Zanini,

si ese duelo no echará una mancha sobre la reputación de cier-ta persona.

—Supongo que no; pero, aunque así fuese, no hay más reme-dio que resignarse.

—¡Hum…! —Pantaleone había desaparecido por completodentro de su corbata—. Pero ese ferroflucto Kluberio, ¿no in-terviene en eso? —exclamó de pronto, levantando la nariz comosi otease el aire.

—¿Él? Nada.—Che! —Pantaleone se encogió de hombros con aire despec-

tivo, y dijo con voz insegura—: En todo caso, debo dar a ustedlas gracias, porque en medio de mi actual rebajamiento ha sabi-do usted reconocer en mí un hombre decente, un galant’uomo.Con eso demuestra usted mismo ser un galant’uomo. Peronecesito pensar su proposición.

—No hay tiempo que perder, querido señor Ci… Cippa…—…tola —concluyó el viejo—. No le pido a usted más que

una hora para reflexionar. Este asunto atañe a los intereses dela hija de mis bienhechores… ¡y por eso es un deber, una obli-gación para mí el reflexionar…! Dentro de una hora, de trescuartos de hora, conocerá usted mi resolución.

—Bueno, esperaré.—Y ahora, ¿qué respuesta llevo a la signorina Gemma?Sanin tomó un pliego de papel y escribió:

No tenga usted miedo, mi querida amiga. Dentro de tres horasiré a verla, y todo se explicará. Le doy a usted las gracias contoda mi alma por el interés que me manifiesta.

Y entregó la esquela a Pantaleone.Este la puso con cuidado en el bolsillo interior de su paletó, y

después de repetir otra vez: “¡Dentro de una hora!”, se dirigió

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a la puerta; pero bruscamente se volvió, corrió hacia Sanin, letomó la mano, y estrechándosela contra el pecho, con los ojoslevantados al cielo, exclamó:

—Nobile giovanotto! Gran cuore!1 ¡Permita usted a un débilviejo, a un vecchiotto, estrecharle su valerosa mano! (La vostravalorosa destra.)

Y dando algunos pasos de espalda, agitó ambos brazos y salió.Sanin lo siguió con la vista…; después tomó un periódico y se

creyó en el caso de leer. Pero por más que sus ojos se empeña-ban en recorrer las líneas, no comprendió nada de lo que leía.

1En italiano: ¡Noble mancebo! ¡Gran corazón!

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XVIII

Al cabo de una hora el mozo entregó a Sanin una tarjeta vieja,mugrienta, que decía:

Y Pantaleone en persona entró en pos del camarero. Se habíacambiado de ropa de pies a cabeza. Llevaba un frac negro conlas costuras de color de ala de mosca y un chaleco de piquéblanco, sobre el cual zigzagueaba una cadena de cobre dorado.Un pesado sello de cornerina bajaba hasta sus negros pantalo-nes ajustados, de antigua moda, “de puente”. Tenía en la manoderecha un sombrero negro de pelo de conejo y en la mano iz-quierda un par de grandes guantes de gamuza. La corbata eraaún más ancha y más alta que de costumbre, y en su almido-nada pechera brillaba un alfiler adornado con un ojo de gato.El índice de la mano derecha ostentaba un anillo formado por

1S.A.R.: Abreviatura de Su Alteza Real, igual que en español.

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dos manos enlazadas alrededor de un corazón echando llamas.Toda la persona del viejo exhalaba olor a baúl, a alcanfor yalmizcle; y la preocupación, la solemnidad de su porte, hubierachocado hasta al espectador más indiferente. Sanin se levantóy salió a su encuentro.

—Seré su testigo —dijo Pantaleone en francés, e inclinótodo el cuerpo hacia delante y luego, de un saltico, volvió aerguirse, como un maestro de baile—. Vengo a tomar sus ins-trucciones. ¿Desea usted batirse sin cuartel?

—¿Por qué sin cuartel, mi querido señor Pantaleone? ¡Pornada del mundo retiraría las expresiones que ayer proferí, perono soy un bebedor de sangre! Por lo demás, aguarde usted;pronto va a venir el testigo de mi adversario, me retiraré a lahabitación contigua y se entenderá con usted. Quede ustedconvencido de que nunca olvidaré este servicio, por el cual ledoy las gracias con todo mi corazón.

—¡El honor ante todo! —respondió Pantaleone, y se arre-llanó en una butaca sin esperar a que Sanin lo invitara a sen-tarse—. ¡Si ese ferroflucto spiccebubbio, ese mercachifle deKlüber, no sabe comprender el primero de sus deberes, o sitiene miedo, tanto peor para él…! ¡Alma vil! Eso es todo. Encuanto a las condiciones del duelo, soy testigo de usted y susintereses son sagrados para mí. Cuando vivía yo en Padua,había allí un regimiento de dragones blancos y estaba rela-cionado con varios oficiales… Todo su código me es familiar,y a menudo he hablado de estos asuntos con un compatriotasuyo, il principe Tarbuski… ¿Vendrá pronto ese testigo?

—Lo espero de un momento a otro…, y aquí está ya —aña-dió, mirando por la ventana.

Pantaleone se levantó, consultó la hora en su reloj, se arre-gló el cabello, y se apresuró a meter dentro del zapato unacinta que le salía por debajo del pantalón. Entró el alférez,siempre tan encendido y tan turbado.

Sanin presentó uno a otro los testigos.—Von Richter, alférez… El señor Cippatola, artista…El alférez experimentó alguna sorpresa al ver al viejo… ¡Qué

hubiera dicho si alguien le hubiese cuchicheado al oído que “el

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artista” en cuestión practicaba también el arte culinario…! PeroPantaleone tenía tal prosopopeya, que un duelo parecía ser paraél una cosa habitual y corriente. En aquella circunstancia, losrecuerdos de su carrera teatral vinieron probablemente en suauxilio, y representó el papel de testigo precisamente como unpapel. El alférez y él guardaron silencio un instante.

—¡Vamos, empecemos! —dijo por fin Pantaleone, jugando aldescuido con su sello de cornerina.

—¡Comencemos! —respondió el alférez—. Pero… la presen-cia de uno de los adversarios…

—Señores, los dejo a ustedes —anunció Sanin, saludándo-los, y entró en su dormitorio y cerró la puerta.

Se echó en la cama y se puso a pensar en Gemma. Pero laconversación de los testigos, a pesar de estar cerrada la puer-ta, llegaba a sus oídos. Hablaban en francés, destrozándoloambos sin compasión, cada cual a su antojo. Pantaleone men-cionaba a los dragones de Padua y de il principe Tarbuski; elalférez insistía en lo de las exghizes léchères (ligeras excusas)y los goups de bisdolet à l’amiaple (pistoletazos de amigo). Peroel viejo no quiso oír hablar de ningún género de exghizes. Congran espanto de Sanin, se puso de pronto a hablar de “unajoven señorita inocente, cuyo dedo meñique vale más que to-dos los oficiales del mundo” (oune zeune damigella innoucentaqu’a ella sola dans soun peti doa vale pinque toutt le zouffissiédel mondo). Y varias veces repitió con calor: “È ouna onta,ouna onta!” (¡Es una vergüenza, una vergüenza!) Al princi-pio, el alférez no prestó a ello ninguna atención; pero despuésse oyó la voz del joven, temblorosa de cólera, haciendo obser-var que no había venido a oír sermones moralizadores…

—A la edad de usted siempre es útil oír cosas justas —excla-mó Pantaleone.

La discusión llegó varias veces a ser tempestuosa. Al cabo deuna hora de disputas, convinieron las condiciones siguientes:“el barón von Dönhof y el señor de Sanin se encontrarían aldía siguiente, a las diez de la mañana, en un bosquecito cercade Hanau; tirarían a veinte pasos, teniendo cada uno derechoa hacer dos disparos, a la señal de los testigos. Se servirían depistolas corrientes”.

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Von Richter se retiró. Pantaleone abrió la puerta de la alcobay comunicó a Sanin el resultado de la entrevista, exclamando:

—Bravo russo! Bravo giovanotto! ¡Saldrás vencedor!Pocos instantes después se encaminaron a la confitería

Roselli. Sanin tuvo la precaución de exigir a Pantaleone el másprofundo secreto acerca del duelo. Como respuesta, el viejoalzó un dedo y repitió dos veces guiñando los ojos:

—Segretezza!Se había rejuvenecido visiblemente y andaba con paso más

firme. Todos aquellos sucesos extraordinarios, aunque pocoagradables, le recordaban con viveza la época en que enviabay recibía él mismo cartas de desafío… en escena. A los baríto-nos, como se sabe, les gusta gallear en sus papeles.

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XIX

Emilio salió al encuentro de Sanin —lo estaba acechando ha-cía más de una hora— y le dijo rápido, al oído, que su madreignoraba todos los disgustos de la víspera y que era preciso nohablar de ellos; que a él lo mandaban de nuevo al almacén,pero que, en vez de ir allá, se escondería en cualquier parte.Después de haber dado estas noticias en pocos segundos, searrojó bruscamente al cuello de Sanin; lo abrazó con entusias-mo y desapareció corriendo. Sanin encontró a Gemma en latienda. Quería decirle ella alguna cosa, pero no pudo hablar.Le temblaban los labios ligeramente, y sus párpados oscilabansobre los inciertos ojos. Para tranquilizarla, se apresuró a ase-gurarle que todo había terminado, que aquel asunto no eramás que una chiquillada.

—¿No ha ido a verlo nadie? —preguntó ella.—Estuvo un caballero, nos explicamos, y… hemos llegado al

acuerdo más satisfactorio.Gemma volvió detrás del mostrador.“No me cree”, pensó Sanin.Sin embargo, pasó a la pieza inmediata, donde encontró a

Frau Leonore.Esta ya no tenía jaqueca, pero se encontraba en una melan-

cólica disposición de ánimo. Sonriéndole con cordialidad, le pre-vino que se aburriría aquel día, pues no se sentía capaz deocuparse de él. Al sentarse junto a ella, notó que tenía rojos ehinchados los párpados.

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—¿Qué le pasa Frau Leonore? ¿Ha llorado usted?—¡Silencio! —dijo, indicando con la cabeza la estancia donde

se encontraba su hija—. ¡No diga usted eso… en voz alta!—Pero, ¿por qué ha llorado usted?—¡Ah, señor Sanin, yo misma no lo sé!—¿Alguien le ha dado a usted algún disgusto?—¡Oh, no…! Me he sentido triste de repente… he pensado en

Giovanni Battista…, ¡en mi juventud! ¡Qué pronto pasó todoeso! Me hago vieja, amigo mío, y no puedo acostumbrarme a es-ta idea. Me parece que soy siempre la misma de antes…, yllega la vejez… ¡Ya la tengo encima! —brotaron las lágrimasen los ojos de Frau Leonore—. Me mira usted con extrañeza,lo veo… ¡También usted se hará viejo, amigo mío, y verá quéamargo es eso!

Sanin se esforzó por consolarla, hablándole de sus hijos, enlos cuales veía revivir su juventud. Hasta trató de bromear,diciéndole que buscaba el medio de hacer que le dijesen piro-pos. Pero ella le impuso silencio en tono serio; y por primeravez comprendió Sanin que nada puede consolar ni distraer dela pena el ver acercarse la vejez; hay que esperar a que esapena se calme por sí misma. Sanin propuso a Frau Leonorejugar al tressette; no hubiera podido imaginar nada mejor. Con-sintió enseguida y pareció aclararse su negro humor.

Sanin jugó con ella antes y después de la comida. TambiénPantaleone tomó parte en el juego. ¡Nunca le había caído tanabajo el capote sobre la frente, nunca se le había hundido tan enlo hondo de la corbata la barbilla! Todos sus movimientos de-notaban una importancia tan reconcentrada, que al mirarlo,se preguntaba cualquiera:

—¿Qué secreto podrá ser el que con tanto celo guarda estehombre?

Pero segretezza, segretezza.Durante todo el día se esforzó por manifestar a Sanin la

más extrema consideración; en la mesa le servía primero, antesque a las damas, con aire solemne y resuelto; durante la par-tida de naipes, le cedió su turno y no se permitió obligarlo aplantarse; por último, declaró en redondo, sin venir a cuento,

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que la nación rusa era la más magnánima, la más valerosa yla más audaz del mundo.

“¡Anda, viejo cómico!”, se dijo Sanin para sus adentros.Si la disposición de ánimo de la señora Roselli lo asombra-

ba, no menos lo sorprendía el modo de conducirse Gemmacon él. Y no porque lo evitase, antes por el contrario, nuncase sentaba muy lejos, y lo oía hablar mirándolo; sino que,decididamente, no quiso entablar conversación con él, y encuanto Sanin le dirigía la palabra, se levantaba ella con dul-zura y se alejaba unos instantes; volvía después y se sentabaen algún rincón, donde permanecía inmóvil como quien me-dita, o más bien, como quien duda. Por fin la misma FrauLeonore notó lo extraño de sus maneras y en dos ocasiones lepreguntó qué le ocurría.

—No es nada —contestó Gemma—, ya sabes que algunasveces soy así.

—Es verdad —asintió la madre.De ese modo transcurrió aquel largo día, ni animado, ni

languideciente, ni alegre, ni triste. Si Gemma se hubiese condu-cido de otro modo, ¿quién puede asegurar que Sanin no hubieracedido a la tentación de dárselas un poco de valiente? Quizás sehubiera abandonado sencillamente a la tristeza, al pensar enuna separación que podía ser eterna… Pero, falto de la oportu-nidad de hablar con Gemma, tuvo que limitarse, antes de tomarel café por la noche, a tocar unos acordes, en tono menor, duran-te un cuarto de hora, en el piano.

Emilio volvió tarde, y para evitar toda pregunta relativa aHerr Klüber, se retiró enseguida. Llegó en el momento de mar-charse Sanin.

Al decir adiós a Gemma, recordó la separación de Lenski yOlga, en Eugenio Oneguin. Le apretó con mucha fuerza la manoy trató de verle de frente la cara; pero ella se volvió un poco yretiró los dedos.

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XX

El cielo estaba cuajado de estrellas cuando salió Sanin. ¡Y cuán-tas por todas partes: grandes, pequeñas, amarillas, azules, ro-jas, blancas que centelleaban e irradiaban cruzando susresplandores intermitentes! No había luna en el cielo, pero nopor eso se veían peor los objetos en aquella semioscuridad trans-parente y sin sombras. Sanin llegó hasta el final de la calle…No tenía ganas de regresar tan temprano a la fonda; sentía lanecesidad de tomar el aire. Volvió sobre sus pasos y, antes dellegar a la casa donde estaba la confitería de Roselli, se abrióbruscamente una de las ventanas que daba a la calle. En elrectángulo oscuro —no había luz en el cuarto—, apareció unaforma femenina, y oyó que lo llamaban:

—Monsieur Dmitri.Se precipitó hacia la ventana… Era Gemma, acodada en el

alféizar con el busto hacia delante.—Monsieur Dmitri —dijo en voz baja—, durante todo el día

he querido darle a usted una cosa…, pero no me he atrevido.Ahora, al verlo de una manera inesperada, me he dicho queprobablemente es el destino…

Sin que su voluntad interviniese para nada en ello, Gemmase detuvo en esta palabra. Le impidió proseguir una cosa ex-traordinaria que ocurrió en aquel momento.

En medio de aquella profunda tranquilidad y bajo el cielocompletamente sin nubes, se alzó de pronto un ventarrón tanfuerte que la misma tierra tembló; la tenue claridad de las

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estrellas se estremeció y onduló, la atmósfera pareció rodarsobre sí misma. Un torbellino, no frío, sino cálido y casi ar-diente, descargó sobre los árboles y el tejado de la casa, chocócontra las fachadas de toda la calle, se llevó de un golpe elsombrero de Sanin y agitó y enmarañó los negros rizos delcabello de Gemma. Sanin tenía la cabeza a la altura de la repi-sa de la ventana; involuntariamente se arrimó a ella, y Gemma,que lo tomó por los hombros con ambas manos, cayó de pechosobre el rostro de él. Toda aquella confusión, aquella bataho-la y aquel estruendo duraron apenas un minuto… Luego huyótumultuosamente el torbellino, como una bandada de enor-mes aves, y se restableció la más profunda tranquilidad.

Sanin levantó la cabeza y vio encima de sí unos grandes ojostan espléndidos, magníficos y terribles, una cara tan maravi-llosamente hermosa en su expresión de turbación y espanto,que sintió desmayársele el alma; oprimió contra los labios unfino rizo que había caído sobre el pecho de ella, y no pudo decirmás que dos palabras:

—¡Oh, Gemma!—¿Qué ha sucedido? ¿Un relámpago? —preguntó ella, abrien-

do muchísimo los ojos y sin retirar los desnudos brazos de en-cima de los hombros de Sanin.

—¡Gemma! —repitió este.Se estremeció ella, miró tras de sí a la estancia, y, con rápido

ademán, sacó del justillo una rosa marchita, y se la entregó aSanin.

—Quería darle a usted esa flor…Sanin reconoció la rosa que él había reconquistado la víspera…Pero la ventana se había cerrado ya, y no se veía ninguna

forma blanca detrás de las vidrieras.Sanin regresó a la fonda sin sombrero; ni siquiera notó que

se le había perdido.

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XXI

No se durmió hasta el alba; nada tiene esto de particular. Con laracha de aquel cálido torbellino que tan repentinamente pasósobre ellos, había sentido también, de repente, no que Gemmaera hermosa y que la admiraba, porque esto ya lo sabía, sino queestaba casi… que estaba, sin casi, enamorado. Aquel amor lohabía envuelto de pronto, como el torbellino de la víspera. ¡Yahora ese duelo estúpido! Fúnebres presentimientos lo asalta-ron. Aun suponiendo que no resultase muerto, ¿qué podía ser desu amor hacia aquella joven, futura esposa de otro? Ese “otro”era poco de temer: conformes. Gemma podía amar a Sanin y qui-zás lo amase ya… Pero, aun así, ¿en qué podía terminar todo aque-llo? ¡Qué importa! Cuando se trata de una belleza como ella…

Dio algunas vueltas por el cuarto, se sentó ante la mesa,tomó un pliego de papel, escribió algunas líneas y las borróenseguida. Le parecía que volvía a ver en aquella ventana, aoscuras, bajo la claridad de las estrellas, la figura de Gemma,ondulando entre el cálido torbellino; sus marmóreos brazosdignos de las diosas del Olimpo; sentía su palpitante pesosobre los hombros… Enseguida tomó la rosa que Gemma lehabía entregado y se imaginó que sus pétalos, medio marchi-tos, exhalaban un aroma más sutil que el de las demás rosas.

¿Y si lo mataban o quedaba desfigurado?No se fue a la cama; se durmió vestido sobre el diván.

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Alguien lo tocó en el hombro.Abrió los ojos y vio a Pantaleone.—¡Duerme como Alejandro de Macedonia la víspera del com-

bate de Babilonia! —exclamó el viejo.—¿Qué hora es? —preguntó Sanin.—Las siete menos cuarto. Desde aquí hay dos horas de

carruaje hasta Hanau, y es preciso que lleguemos primero: losrusos se anticipan siempre a sus enemigos. He alquilado elmejor coche de Francfort.

Sanin comenzó a arreglarse, y dijo:—¿Y las pistolas?—Ese ferroflucto Tedesco las llevará, como también a un

cirujano.Pantaleone se las daba de valiente, como la víspera. Pero

cuando se hubo sentado en el coche con Sanin, cuando el co-chero hizo restallar el látigo y los caballos partieron a galope,se produjo un cambio repentino en el antiguo cantante y amigode los dragones de Padua. Se sintió turbado, le entró miedo; sediría que algo se derrumbaba en su interior como un muro malconstruido.

—¡Pero qué hacemos, gran Dios, santissima Madonna!1 —ex-clamó de pronto con voz lacrimosa, tirándose de los pelos—.¡Qué hago yo, viejo imbécil, viejo loco, frenètico!

Sanin, asombrado al principio, se echó a reír, y abrazandoligeramente por la cintura a Pantaleone, le recordó el prover-bio francés: “Le vin est tiré, il faut le boire” (cuando se ha echadoel vino, hay que beberlo).

—Sí, sí —respondió el viejo—, participaremos del cáliz; peroeso no quita que yo sea un insensato. ¡Sí, un insensato! Todo es-taba tan tranquilo, tan agradable, y de pronto ¡patatrás,tralará!

—Como en un tutti2 de orquesta —añadió Sanin, con risa for-zada—. Pero usted no tiene la culpa.

1En italiano: ¡Virgen Santísima!2Palabra italiana que se emplea para designar la participación de toda laorquesta.

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—¡Ya sé que no tengo la culpa! ¡Pues no faltaba más! Sinembargo…, aquel proceder incalificable…, Diàvolo, diàvolo!—repitió suspirando y sacudiendo la melena.

Y el coche rodaba, rodaba sin parar.

Hacía una magnífica mañana. Las calles de Francfort, queempezaban a animarse apenas, tenían un aspecto limpio yhospitalario; las ventanas de las casas brillaban y relucían comopapel dorado, y, nada más salir el coche a las afueras, del cielo,pálido aún, descendieron los trinos sonoros de las alondras.De pronto, por un recodo del camino apareció, tras un granálamo blanco, una figura conocida, dio unos pasos adelante yse detuvo. Miró Sanin… ¡Santo Dios, era Emilio!

—¿De modo que lo sabía? —preguntó Sanin a Pantaleone.—¡Cuando le decía a usted que soy un loco! —farfulló deses-

peradamente, y casi con un grito de dolor, el infeliz italiano—.¡Ese malhadado muchacho me atormentó toda la noche y, a lapostre, esta mañana se lo he dicho todo!

“¡Vaya con su segretezza!”, pensó Sanin.El carruaje había alcanzado a Emilio. Sanin hizo parar y lla-

mó al “malhadado muchacho”. Emilio, pálido, tan pálido comoel día de su desmayo, se acercó con paso incierto. Apenas podíatenerse en pie.

—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó con severidad Sanin—.¿Por qué no está usted en casa?

—Permita… permítame que vaya con usted —tartamudeóEmilio con voz trémula, juntando las manos y castañeteándo-le los dientes como en un acceso de calentura—. ¡No estorba-ré! Pero, ¡lléveme! ¡Oh, lléveme usted consigo!

—Si me tiene usted el menor aprecio, el menor cariño —con-testó Sanin—, vuélvase enseguida a su casa o al almacén deKlüber, no diga nada a nadie y espere usted mi regreso.

—¡Su regreso! —dijo Emilio con voz parecida a un gemido—.Pero, ¡y si usted…!

—Emilio —interrumpió Sanin, señalando al cochero con lavista—. ¡Tenga usted cuidado! Emilio, se lo suplico, váyase acasa. Óigame, amigo mío. Dice usted que me quiere; pues bien,váyase, se lo ruego.

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Y le tendió la mano. Se precipitó Emilio hacia él sollozando,apretó aquella mano contra sus labios, y, apartándose del ca-mino, huyó a campo traviesa en dirección a Francfort.

—¡Noble corazón también! —murmuró Pantaleone.Pero Sanin lo miró con aire de reconvención. El viejo se acurru-

có en el ángulo del coche, comprendiendo su falta. Además, suasombro iba en aumento por minutos: ¿era verdaderamente élquien iba a ser testigo de un duelo, quien había encargado loscaballos, tomado todas las disposiciones y abandonado su apa-cible morada a las seis de la mañana? Y al mismo tiempo empe-zaban a dolerle los pies aquejados por la gota.

Sanin se creyó en el deber de consolarlo, y halló precisamen-te lo que convenía decirle.

—¿Dónde está tu antiguo valor, respetable signor Cippatola?L’antico valor?

Se irguió il signor Cippatola y sacudió la melena.—L’antico valor? —dijo con voz de bajo—. Non è ancora

spento l’antico valor! (¡Aún no se ha extinguido el antiguovalor!)

Tomó un aire digno, habló de su carrera, de la ópera, delgran tenor García, y llegó a Hanau con arrogancia. ¡Lo quesomos! No hay nada en la tierra tan fuerte… ni tan débil comola palabra.

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XXII

El bosquecito elegido para teatro de duelo se encontraba a uncuarto de milla de Hanau. Sanin y Pantaleone llegaron prime-ro, como este había previsto; dejaron el carruaje en el linderodel bosque y se dirigieron más allá, bajo la sombra de una es-pesura bastante frondosa. Aguardaron como una hora…

Aquella espera no tuvo nada de penosa para Sanin; se pa-seaba de arriba abajo por el sendero, escuchando el canto delas aves, siguiendo con la vista el vuelo de las libélulas. Ycomo la mayor parte de los rusos en semejantes circunstan-cias, se esforzaba por no pensar absolutamente en nada. Sólouna vez se hizo una triste reflexión al ver en su camino untilo joven, tronchado acaso por la borrasca de la víspera. Elárbol estaba muriéndose: todas sus hojas colgaban, marchi-tas ya… “¿Qué significa eso? ¿Un presagio?” Esta idea cruzópor su mente como un relámpago fugaz; pero se puso a silbaruna melodía, y, saltando por encima del tilo tronchado, si-guió adelante. Pantaleone rezongaba, gruñía, maldecía a losalemanes, y se frotaba ora los hombros, ora las rodillas. Has-ta bostezaba de agitación nerviosa, lo cual daba a su caritaavellanada la expresión más cómica del mundo. Al mirarlo,le costaba trabajo a Sanin no soltar la carcajada.

Se oyó al fin un traqueteo de ruedas por el blando camino.—¡Ya están aquí! —dijo Pantaleone, enderezándose, no sin

un rápido temblor nervioso que se apresuró a disimular—.¡Brr!, ¡vaya mañanita fresca que hace!

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Un abundante rocío bañaba aún el césped y las hojas, pero elcalor penetraba ya en el bosque.

Bien pronto aparecieron los dos oficiales acompañados porun hombrecito regordete, de rostro flemático, casi dormido;era un cirujano del ejército. Llevaba en la mano una jarra debarro llena de agua, para cualquier evento; de su hombro iz-quierdo colgaba una cartera llena de instrumentos quirúrgi-cos y de vendajes. Se veía fácilmente que estaba acostumbradoa estas excursiones, que formaban una de sus fuentes de in-gresos; cada duelo le producía ochenta rublos, que los comba-tientes pagaban a la mitad. El caballero von Richter portabala caja de las pistolas, el caballero von Dönhof hacía molinetescon un junquillo entre los dedos, sin duda para parecer máschic.1

—Pantaleone —susurró Sanin al viejo—, si… si resulto muer-to, que todo es posible, tome usted un papel que hay en el bolsi-llo interior. Ese papel contiene una flor. Désela usted a la signo-rina Gemma. ¿Oye usted? ¿Me lo promete?

El viejo lo miró tristemente, e hizo con la cabeza una señalafirmativa. Pero sabe Dios si había comprendido las palabrasde Sanin.

Los adversarios y sus testigos cruzaron el saludo de rigor. Eldoctor no pestañeó y se sentó en el césped bostezando, como sise dijese: “¿Qué necesidad tengo de alardear de una cortesíacaballeresca?” El caballero von Richter propuso al caballeroTschibadola que eligiera sitio. El señor Tschibadola, a quienle costaba trabajo mover la lengua, respondió: “Caballero,hágalo usted, que yo lo examinaré…” Se hubiera dicho que “elmuro” volvía a empezar a derrumbarse en su interior.

Von Richter puso manos a la obra. Encontró en el bosqueuna linda praderita salpicada de flores; contó los pasos, indicólos dos puntos extremos con dos varitas cortadas en un segun-do, sacó del estuche las armas, se agachó para meter las balas;en una palabra, trabajó con todas sus fuerzas, enjugándose sin

1En francés: Elegante.

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cesar el rostro bañado en sudor con un pañuelito blanco.Pantaleone, que no se separaba de él, parecía, por el contrario,tiritar. Durante el curso de esos preparativos, los dos adversa-rios se mantenían apartados como dos colegiales castigados, queestán bravos con el profesor de estudios…

Llegó el momento decisivo… “Cada cual empuñó su pis-tola…”

Pero, al llegar aquí, el caballero von Richter advirtió aPantaleone que, según las reglas del duelo, antes de pronun-ciar el fatal “uno, dos, tres”, le correspondía a él como testi-go de más edad, dirigir a los combatientes la postrera exhor-tación para que se reconciliaran; aunque esta proposiciónnunca surte efecto alguno, ni tiene más importancia que lade una simple formalidad; sin embargo, al cumplir con ella,el caballero Cippatola se liberaría de cierta responsabilidad.Por lo demás, añadió, pronunciar esa perorata era deber deun “testigo desinteresado” (un-parteiischer Zeuge); pero, comono habían tenido tiempo de proporcionarse uno, él, el caba-llero von Richter, cedía con sumo gusto ese privilegio a suhonorable colega. Pantaleone, que había conseguido ya ocul-tarse detrás de unas matas para no ver al oficial causante detodo el daño, comenzó por no entender una palabra del dis-curso del caballero von Richter, tanto más cuanto que estehablaba con un terrible acento nasal; luego se estremecióde pronto, dio con rapidez dos pasos adelante, y, dándoseconvulsivamente puñetazos en el pecho, gruñó con voz aho-gada en la mezcolanza de su jerga:

—A la la la… Che bestialita! Deux zeun’hommes comme çaque si battono, perchè? Che diàvolo? Andate a casa!1

—No acepto ninguna reconciliación —se apresuró a decirSanin.

—Ni yo tampoco —añadió su adversario.—Entonces, grite usted… ¡Uno, dos, tres! —dijo von Richter

al trastornado Pantaleone.

1En italiano y francés deformado: ¡Qué barbaridad! Dos hombres jóvenesque se baten, ¿por qué? ¡Qué demonio! ¡Márchense a casa!

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Y Pantaleone volvió a ocultarse en la maleza y, todo encorva-do, los ojos asustadizos y vuelta a un lado la cabeza, gritó a vozen cuello:

—Una… due… e tre!Sanin tiró primero y erró el tiro; se oyó el impacto de su bala

en un árbol. El barón von Dönhof disparó inmediatamentedespués, pero al aire y con deliberado propósito.

Hubo un penoso momento de silencio. Nadie se movía.Pantaleone exhaló un débil gemido.

—¿Quiere usted continuar? —dijo por fin Dönhof.—¿Por qué ha disparado usted al aire? —preguntó Sanin.—Eso es asunto mío.—¿Tirará usted al aire la segunda vez?—Acaso; pero no sé.—Permitan, permitan ustedes, caballero —dijo von Richter—.

Los combatientes no tienen derecho a hablar entre sí; eso esde todo punto contrario a las reglas.

—Renuncio a mi segundo disparo —dijo Sanin, tirando lapistola a tierra.

—Yo tampoco quiero continuar el duelo —exclamó Dönhof,arrojando también su arma—. Y ahora, concluido el lance, es-toy pronto a reconocer que anteayer procedí mal.

Hizo un movimiento y alargó vacilante la mano a Sanin, quiense acercó con presteza y se la estrechó. Ambos jóvenes se mira-ron sonriéndose, y se pusieron encarnados.

—Bravi, bravi! —exclamó de repente Pantaleone, y, palmo-teando enloquecido, salió de entre las malezas como un hu-racán.

El doctor, que estaba sentado sobre un tronco de árbol caído,se levantó enseguida, derramó el jarro de agua sobre el cés-ped, y se dirigió, con perezoso andar, al lindero del bosque.

—El honor queda satisfecho; el duelo ha terminado —anun-ció pomposamente von Richter.

—Fuori! —vociferó Pantaleone, animado por un viejo recuerdo.

Al sentarse en su coche, Sanin, después de cruzar un saludo dedespedida con los caballeros oficiales, preciso es confesar que

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sintió en todo su ser, ya que no satisfacción, al menos esa vagaimpresión de alivio que sucede a una operación bien soporta-da. Pero otro sentimiento se mezclaba con este: un sentimien-to parecido a la vergüenza… El duelo en el cual acababa derepresentar un papel, le produjo el efecto de una farsa estu-diantil, de una broma de guarnición, amañada de antemano.Sanin se acordó del flemático doctor y del modo que tuvo desonreírse, o mejor dicho, de fruncir la nariz, al ver a los adver-sarios salir del bosque casi del brazo. ¡Y más tarde, cuandoPantaleone pagó los cuarenta rublos a aquel doctor…! Decidi-damente, más valía no pensar en ello.

Sí, Sanin estaba algo confuso, algo abochornado. Por otraparte, ¿qué hubiera podido hacer? No podía dejar impune laimpertinencia de aquel oficialete; hubiera sido rebajarse al nivelde Herr Klüber. Había protegido a Gemma, la había defendi-do… Sea; pero, a pesar de todo, no estaba satisfecho, se sentíaconfuso y hasta avergonzado.

Pantaleone, en cambio, iba como en triunfo. Un inmensoorgullo lo había invadido de repente. ¡Jamás general victorio-so, al regreso de una batalla ganada, paseó en torno suyo mi-radas más altivas y más satisfechas! La conducta de Sanindurante el duelo lo había llenado de entusiasmo. Hacía de élun héroe, sin querer oír sus amonestaciones ni sus ruegos. ¡Locomparaba, como un monumento de mármol o de bronce, conla estatua del comendador en Don Juan!1 En cuanto a sí mis-mo, confesaba haber sentido alguna turbación.

—Pero yo soy un artista, una naturaleza nerviosa —decía—;en cambio usted… ¡Usted es hijo de las nieves y de las rocas!

Sanin no sabía cómo calmar la exaltación del artista.Casi en el mismo sitio del camino donde dos horas antes

habían encontrado a Emilio, nuestros viajeros lo vieron salir,de un salto, de detrás de un árbol, gritando y brincando degozo, agitando la gorra por encima de la cabeza. Corrió haciael coche, y, a riesgo de caer bajo las ruedas, sin esperar a que

1Don Juan Tenorio, drama en verso compuesto en 1844 por el poeta y dra-maturgo español José Zorrilla y Moral (1817-1893).

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pararan los caballos, saltó por la portezuela, cayó sobre Saniny se agarró a él exclamando:

—¿Está usted vivo? ¿No está usted herido? Perdóneme queno lo obedeciera y que no haya vuelto a Francfort… ¡No podía!Lo he esperado aquí. ¡Cuénteme usted lo sucedido! ¿Lo hamatado usted?

A Sanin le costó mucho trabajo tranquilizar a Emilio y ha-cerlo sentarse.

Pantaleone, radiante de satisfacción, le refirió con caudalo-sas palabras todos los detalles del duelo, y no perdió, claro está,la ocasión de citar el monumento de bronce y la estatua delcomendador. Hasta se levantó, y, separando las piernas paraconservar el equilibrio, se cruzó de brazos, sacando el pecho ymirando desdeñosamente por encima del hombro, para repre-sentar con exactitud al “comendador Sanin”.

Emilio escuchaba arrobado, ya interrumpiendo el relato conuna exclamación, ya levantándose de un modo brusco y arro-jándose al cuello de su heroico amigo para abrazarlo.

Las ruedas del carruaje resonaron en el empedrado deFrancfort y concluyeron por detenerse delante de la fonda don-de vivía Sanin.

Seguido de sus dos compañeros de camino, al subir la escale-ra, vio a una mujer cubierta con un velo salir rápidamente deun pequeño corredor oscuro. Se detuvo ante él, pareció vacilar uninstante, exhaló un largo suspiro, bajó corriendo la escalera ydesapareció en la calle, con gran asombro del camarero, quienaseguró que “aquella dama esperaba desde hacía más de unahora la vuelta del señor extranjero”.

Aunque fue muy breve la aparición, Sanin tuvo tiempo dereconocer a Gemma: había entrevisto sus ojos bajo el tupidovelo de gasa oscuro.

—¡Con que lo sabía Fräulein Gemma! —dijo en alemán ycon voz enojosa a Emilio y a Pantaleone, que lo seguían paso apaso.

Emilio se puso todo rojo y se turbó.—Me vi en el caso de decírselo por fuerza —tartamudeó—;

ella lo había adivinado, y yo no pude… Pero ahora ya no

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importa —añadió con viveza—; todo ha concluido lo mejorposible, y ella lo ha visto a usted sano y salvo.

Sanin se volvió a un lado.—¡Qué parlanchines son ustedes! —dijo con mal humor, y

entró en su cuarto y se sentó.—No se enfade usted, se lo ruego —imploró Emilio.—Pues bien, no me enfadaré —Sanin no tenía verdaderas

ganas de incomodarse, y en último término, ¿podía desear consinceridad que Gemma no supiese absolutamente nada?—.Bueno, concluyan ustedes de abrazarme. Ahora retírense.Quiero quedarme solo. Voy a dormir: estoy fatigado.

—¡Excelente idea! —exclamó Pantaleone—. Necesita usteddescanso. ¡Bien se lo merece, nobile signore! Salgamos de pun-tillas, Emilio, silencio. ¡Chiss…!

Sanin había dicho que tenía ganas de dormir, por la sencillarazón de que deseaba desembarazarse de sus compañeros. Perocuando se quedó solo, sintió realmente un gran cansancio entodos los miembros; apenas había cerrado los ojos la nocheanterior. Por eso, nada más echarse en la cama, se quedó dor-mido con un sueño profundo.

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XXIII

Durmió varias horas seguidas sin despertarse. Luego se pusoa soñar que se batía otra vez, pero con Herr Klüber por adver-sario, y que Pantaleone, encaramado sobre un abeto y comoun papagayo, repetía haciendo chasquear el pico: Una… due etre! Una… due e tre!

“¡Uno, dos, tres!” oyó aún, pero tan claramente, que abriólos ojos y levantó la cabeza… Llamaban a la puerta.

—¡Adelante! —gritó Sanin.Era el camarero, quien le anunció que una dama insistía en

verlo al momento.“¡Gemma!”, pensó en el acto…, pero la dama no era Gemma,

sino su madre, Frau Leonore.Apenas hubo entrado, se dejó caer en una silla y se puso a

llorar.—¿Qué tiene usted, mi buena y querida señora Roselli? —se

interesó Sanin, sentándose a su lado y acariciándole con dulzu-ra la mano—. ¿Qué le ocurre? Sosiéguese usted, se lo suplico.

—¡Ah, Herr Dmitri, soy muy desgraciada, desgraciadísima!—¿Desgraciada usted?—¡Ah, sí! ¿Cómo había de figurármelo? De repente, como el

trueno en el cielo sereno…Apenas podía respirar.—Pero ¿qué pasa? ¡Explíquese usted! ¿Quiere un vaso de

agua?—No, gracias.

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Frau Leonore se enjugó los ojos con el pañuelo y se puso allorar más fuerte que nunca.

—Lo sé todo… ¡Todo!—Es decir…, ¿cómo todo?—¡Todo lo que ha sucedido hoy! Y la causa… ¡la conozco tam-

bién! Se ha conducido usted como un hombre de honor…; pero¡qué desdichado concurso de circunstancias! ¡Razón tenía yopara no ver con buenos ojos ese paseo a Soden…, sobrada ra-zón! —Frau Leonore no había manifestado nada semejante eldía del paseo, pero entonces le parecía en realidad que “todo”lo había presentido—. He venido en su busca porque es ustedun hombre de honor, un amigo, aun cuando sólo hace cincodías que lo vi por primera vez… Pero, ¡soy viuda, estoy sola enel mundo! Mi hija…

Las lágrimas ahogaron la voz de Frau Leonore. Sanin nosabía qué pensar.

—¿Su hija? —repitió.—Mi hija Gemma… —estas palabras salieron como un ge-

mido por debajo del pañuelo empapado en lágrimas—; Gemmame ha declarado hoy que no quiere casarse con Herr Klüber, yque yo debo echarlo.

Sanin tuvo un ligero sobresalto; no se esperaba aquello.—No hablo de la vergüenza —continuó Frau Leonore—, por-

que eso de que una prometida se niegue a casarse con su pro-metido es una cosa que no se ha visto jamás; pero para nosotros¡es la ruina, Herr Dmitri! —Frau Leonore convirtió cuidado-samente su pañuelo en un pequeño, en un diminuto tapón muyduro, como si quisiera encerrar en él todo su dolor—. ¡No po-demos vivir de lo que nos produce la tienda, Herr Dmitri!Klüber es muy rico y se enriquecerá aún más. ¿Y por qué rom-per con él? ¿Porque no ha defendido a su novia? Admitamosque eso no esté bien por su parte; pero, después de todo, es unparticular, no ha hecho estudios en la universidad, y en sucalidad de comerciante serio debía menospreciar esa calave-rada tonta de un oficialito desconocido. ¿Y qué ofensa ve us-ted en eso, Herr Dmitri?

—Dispénseme usted, Frau Leonore, pero a quien condenausted es a mí…

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—A usted no lo condeno, no lo condeno de ninguna manera.¡En usted eso es otro asunto! Usted como ruso es militar…

—Dispénseme usted, pero yo no…—Es usted un extranjero, un viajero, y le estoy muy agrade-

cida —continuó Frau Leonore sin escuchar a Sanin. Estabajadeante, abría y cerraba las manos; luego desdobló el pañueloy se sonó la nariz; nada más por la manera de expresar sudolor podía verse que no había nacido bajo el cielo del norte—.¿Cómo realizaría Herr Klüber sus negocios en la tienda, si sebatiese con los compradores? ¡Eso no puede ni imaginarse! ¿Yahora es preciso que yo lo despida? Pero ¿de qué viviremos?En otro tiempo sólo nosotros hacíamos pasta de malvavisco yalmendrado de alfónsigos, y venían a comprarnos mucho a casa;pero ahora, ¡todo el mundo hace pasta de malvavisco en la su-ya! Piénselo usted; se hablará bastante de su duelo en la ciu-dad… ¿Pueden ocultarse esas cosas? ¡Y ahí tiene usted roto elmatrimonio! ¡Eso es un chasco, una verdadera campanada, unescándalo! Gemma es una excelente hija, me quiere mucho;pero es una terca republicana, desafía la opinión de los demás.¡Sólo usted puede persuadirla!

El asombro de Sanin subió al punto.—¿Yo, Frau Leonore?—Sí, sólo usted…, usted sólo. Por eso he venido a verlo; no

se me ha podido ocurrir nada mejor. ¡Es usted tan sabio, esusted un joven tan bueno! Ha tomado usted su defensa; creerálo que usted le diga. “Debe” creerlo, porque ha arriesgado suvida por ella. ¡Persuádala usted; yo no puedo más! ¡Demués-trele que sería la causa de la perdición de todos nosotros y deella misma! ¡Ya ha salvado a mi hijo; sálveme también a mihija! Dios lo ha enviado a usted aquí. Estoy dispuesta a pedír-selo de rodillas…

Frau Leonore estaba ya medio levantada del asiento paracaer de rodillas a los pies de Sanin; pero este la contuvo.

—¡Frau Leonore! En nombre del cielo, ¿qué hace usted?Ella le tomó convulsivamente las manos, diciendo:—¿Me lo promete usted?—Frau Leonore, fíjese usted: ¿por qué razón iría yo…?

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—¿Me lo promete? ¿No quiere que me caiga muerta ante susojos, aquí mismo?

Sanin ya no sabía lo que le pasaba. Era la primera vez en suvida que tenía que habérselas con el acalorado temperamentoitaliano.

—¡Haré todo lo que usted quiera! —exclamó—. Hablaré aGemma…

Frau Leonore dio un grito de alegría.—Pero verdaderamente —prosiguió Sanin—, no sé de nin-

gún modo qué resultado…—¡Ah, no se niegue usted, no se niegue usted! —dijo Frau

Leonore con voz suplicante—. ¡Ya me lo ha prometido usted!De seguro dará un resultado excelente. En todo caso, ¡yo nopuedo hacer nada más! ¡No me obedece!

—¿Le ha declarado a usted, de una manera terminante, quese niega a casarse con Herr Klüber? —preguntó Sanin des-pués de un breve silencio.

—¡Oh, ha cortado la cuestión como con un cuchillo! ¡Es elvivo retrato de su padre! ¡No se anda con paños calientes!

—¿Ella? —se extrañó Sanin.—Sí…, sí… Pero, aparte de eso, es un ángel. Lo atenderá a

usted, hará lo que usted le diga. ¿Va usted a venir? ¿Ahoramismo? ¡Oh, mi querido amigo ruso! —Frau Leonore se levan-tó bruscamente de la silla y tomó no menos bruscamente lacabeza de Sanin, sentado delante de ella—. Reciba usted la ben-dición de una madre… y deme un poco de agua.

Sanin presentó un vaso de agua a la señora Roselli, y le pro-metió, por su honor, ir enseguida. La acompañó hasta la calle,y de regreso en su cuarto juntó las manos y abrió cuanto pudolos ojos.

“¡Bueno!”, pensó, “¡ahora sí que ha dado otra vuelta la rue-da de mi vida! Gira tan veloz, que me da vértigos”. No intentóleer dentro de sí mismo para comprender lo que pasaba. Erainsensato, laberíntico. “¡Qué día!”, murmuraban involun-tariamente sus labios. “No se anda con paños calientes, segúnla madre. ¿Y es preciso que yo le dé consejos? Aconsejarle ¿qué?”

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Le daba vueltas la cabeza, en efecto. Pero, por encima deaquella vorágine de impresiones diversas, de sentimientos yde ideas fragmentarias, flotaba la imagen de Gemma, esa ima-gen que se había grabado indeleble en su memoria durante lacálida noche, cargada de electricidad, en aquella ventana os-cura bajo el fulgor de innumerables estrellas.

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XXIV

Sanin se aproximó con irresoluto paso a la casa de la señoraRoselli. Le palpitaba con fuerza el corazón, lo sentía claramentegolpear sus costillas. ¿Qué le iba a decir a Gemma? ¿De quémodo iba a hablarle? Entró en la casa, no por la tienda, sinopor la puerta trasera. Encontró a Frau Leonore en la primerahabitación; se puso muy contenta al verlo y a la vez algo in-tranquila.

—Lo esperaba ya —dijo en voz baja, apretándole la manoentre las suyas—. Está en el jardín, vaya usted. Cuidadito,que con usted cuento.

El joven se encaminó al jardín.Gemma, sentada en un banco, junto a un sendero, estaba

eligiendo de un pequeño cesto las cerezas más maduras y apar-tándolas en un plato. El sol trasponía el horizonte; era cercade las siete de la tarde, y en los anchos rayos oblicuos con queinundaba la luz el jardincito de la señora Roselli había máspúrpura que oro. De vez en cuando se oía el cuchicheo, apenasperceptible y como perezoso, de las hojas entre sí, el breve zum-bido de las abejas retrasadas volando de flor en flor, y el arru-llo monótono e infatigable de alguna tórtola lejana.

Gemma llevaba puesto en la cabeza el mismo sombrero queel día del paseo a Soden. Miró a Sanin por debajo del ala incli-nada del sombrero y se dobló de nuevo sobre el cesto.

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Sanin se aproximó a ella, acortando involuntariamente elpaso…, y no se le ocurrió decir nada mejor que esto:

—¿Por qué elige usted esas cerezas?Gemma no se dio prisa en contestarle.—Estas, las más maduras —explicó por fin—, se pondrán

confitadas; y con esas otras se rellenan pastelitos, ¿sabe us-ted?, esos pastelitos redondos que vendemos.

Mientras decía estas palabras, Gemma inclinó aún más lacabeza y su mano derecha, que tenía dos cerezas entre los de-dos, se detuvo en el aire, entre el canasto y el plato.

—¿Puedo sentarme junto a usted? —preguntó Sanin.—Sí.Gemma se hizo un poco a un lado, para dejarle sitio en el

banco. Sanin se sentó junto a ella. “¿Por dónde comenzaré?”,pensaba. Pero Gemma lo sacó de apuros.

—¿Conque se ha batido usted en duelo? —dijo la joven convivacidad, volviendo hacia él su hermoso rostro encendido derubor. ¡Y qué profunda gratitud brillaba en sus ojos!—. ¿Y sehalla usted tan tranquilo? ¿De modo que para usted no existeel peligro?

—Dispense usted… No he corrido ningún peligro. Todo hapasado de la manera más feliz e inofensiva por completo.

Gemma movió el dedo índice a derecha e izquierda delantede la cara. Este es otro ademán italiano.

—No, no diga usted eso. ¡No me engaña usted! Pantaleoneme lo ha contado todo.

—¡Vaya un testigo digno de confianza! ¿Me ha comparado ala estatua del comendador?

—Las expresiones que emplea pueden ser cómicas, pero nosus sentimientos. No puede pasar por alto lo que usted ha he-cho hoy. Y todo eso por mí…, por mí. No lo olvidaré jamás.

—Le aseguro a usted, Fräulein Gemma…—No lo olvidaré —repitió después de una pequeña pausa,

mirándolo fijamente; luego se volvió de lado.Sanin podía ver en aquel momento su perfil fino y puro, y se

dijo que nunca había contemplado nada semejante, ni sentidoimpresión comparable a la que sentía entonces. Iba a hablar…

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Un relámpago cruzó por su mente: “¿y mi promesa?”—Fräulein Gemma… —dijo, después de breve vacilación.—¿Qué?En lugar de volverse hacia él, continuó escogiendo las cere-

zas, quitando las hojas y tomándolas delicadamente por losrabitos… Pero qué afectuosa confianza respiraba esa sola pa-labra… “¿Qué?”

—¿No le ha dicho a usted nada su madre… a propósito de…?—¿A propósito de quién?—De mí.Gemma echó otra vez bruscamente en el canasto las cerezas

que tenía en la mano.—¿Ha hablado con usted? —preguntó ella.—Sí.—¿Y qué le ha dicho?—Me ha dicho que usted… que usted ha resuelto de pronto

cambiar sus primeras intenciones.La cabeza de Gemma se inclinó de nuevo y desapareció del

todo bajo su sombrero: sólo se veía su cuello flexible y grácilcomo el tallo de una gran flor.

—¿Mis intenciones? ¿Cuáles?—Sus intenciones… respecto… al futuro arreglo de su vida.—Es decir…, ¿habla usted… de Herr Klüber?—Sí.—¿Le ha dicho a usted mamá que no quiero casarme con

Herr Klüber?—Sí.Gemma hizo un movimiento en el banco. Se deslizó el pe-

queño canasto, calló al suelo y algunas cerezas rodaron por elsendero. Pasó un minuto, después otro…

—¿Por qué le ha hablado a usted de eso? —dijo al fin.Como un momento antes, ya no veía Sanin más que el cuello

de ella. El pecho de Gemma subía y bajaba más de prisa.—¿Por qué…? Como en tan poco tiempo hemos llegado a ser,

puede decirse, amigos; como ha demostrado usted alguna con-fianza en mí, su madre ha pensado que pudiera yo darle a us-ted algún consejo útil y que pudiera usted seguirlo.

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Las manos de Gemma resbalaron lentamente sobre sus ro-dillas. Se puso a arreglarse los pliegues de la falda.

—¿Qué consejo me da usted, monsieur Dmitri? —preguntótras un corto silencio.

Sanin veía temblar los dedos de Gemma sobre sus rodillas…Si arreglaba los pliegues de la falda, era sólo para disimularaquella agitación. Puso él con dulzura la mano sobre esos de-dos pálidos y temblorosos, y dijo:

—Gemma, ¿por qué no me mira usted?Se echó vivamente atrás el sombrero y fijó en él sus ojos,

llenos de gratitud y de confianza como antes. Esperaba la res-puesta de Sanin, pero este se quedó trastornado, o más bien,literalmente deslumbrado por el aspecto de sus facciones: lacálida luz del sol poniente iluminaba aquel rostro juvenil, cuyaexpresión era aún más luminosa y más resplandeciente queaquella claridad.

—Lo escucho a usted, señor Dmitri —dijo con una sonrisainsegura y enarcando un poco las cejas—. ¿Qué consejo va us-ted a darme?

—¿Qué consejo? —repitió Sanin—. Mire usted, su madrepiensa que rechazar a Herr Klüber únicamente porque ante-ayer no dio muestras de un gran valor…

—¿Únicamente por eso? —interrumpió Gemma. Se inclinó,levantó el canasto y lo puso en el banco junto a ella.

—No, desde todos los puntos de vista…, en general, recha-zarlo sería por parte de usted una cosa poco razonable. Sumadre añade que ese es un paso cuyas consecuencias debenpesarse cuidadosamente; en fin, que el mismo estado de losnegocios de ustedes impone ciertas obligaciones a cada uno delos miembros de la familia.

—Todas esas son las ideas de mamá —interrumpió de nuevoGemma—; son sus propias palabras. Todo eso ya lo sé. Pero¿cuál es su parecer?

—¿El mío?Sanin se calló un momento. Sentía en la garganta algo que

le cortaba la respiración.—Yo también pienso… —dijo con esfuerzo.

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Gemma se levantó.—¡Usted…! ¿También usted?—Sí…, es decir…Positivamente Sanin no podía pronunciar una palabra más.—Bien —decidió Gemma—. Si usted, como amigo, me acon-

seja que renuncie a lo que tenía resuelto, es decir, que no mo-difique mi primera decisión, lo pensaré.

Sin advertirlo, la muchacha empezó a poner de nuevo en elcanastico las cerezas del plato.

—Mamá —continuó— espera que seguiré los consejos deusted… ¿Por qué no? Es posible que los siga.

—Permítame usted, Fräulein Gemma, quisiera saber en pri-mer término las razones que la han inducido…

—Seguiré sus consejos, lo obedeceré —repitió Gemma, con lascejas fruncidas, pálidas las mejillas y mordiéndose el labio infe-rior—. Ha hecho usted tanto por mí, que me veo obligada a hacerlo que usted quiera, obligada a doblegarme a sus deseos. Diré amamá…, lo pensaré. Pero, precisamente, aquí viene.

En efecto, apareció Frau Leonore en el quicio de la puertaque daba al jardín. Acuciada por la impaciencia, no pudo per-manecer en su sitio. Según sus cálculos, Sanin debía de haberconcluido largo tiempo antes su conversación con Gemma, auncuando sólo duraba menos de un cuarto de hora.

—¡No, no, no! —exclamó Sanin precipitado y casi con temor—.¡Por el amor de Dios, no le diga nada todavía! Espere usted; yole diré a usted…, yo le escribiré… Hasta entonces, no tomeninguna resolución… ¡Espere usted!

Apretó la mano de Gemma, se levantó del banco y con sumasorpresa de Frau Leonore se cruzó con ella sin detenerse; li-mitándose a saludarla con el sombrero, tartamudeó algunaspalabras ininteligibles y se fue.

Frau Leonore se aproximó a su hija, diciendo:—Gemma, dime, te lo suplico…La muchacha se levantó bruscamente, y, abrazando a la ma-

dre, exclamó:—Mi querida mamá, ¿puede usted esperar un poco…, un

poquito…, hasta mañana? ¿Sí? ¿Y no decirme hasta mañanani una palabra de esto…? ¡Ah…!

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De pronto, sin que ella misma lo esperase, brotaron de susojos cristalinas lágrimas. Frau Leonore se extrañó tanto máscuanto que el rostro de la joven, muy lejos de parecer triste,radiaba de júbilo.

—¿Qué te sucede? —le dijo—. Tú, que nunca lloras, nunca,ahora de pronto…

—Esto no es nada, mamá, no es nada. Sólo que espere usted.Las dos tenemos que esperar. No me pregunte usted nada hastamañana, y mientras no se oculte el sol, escojamos las cerezas.

—Pero ¿serás razonable?—¡Oh, sí, muy razonable! —prometió Gemma, moviendo la

cabeza con gesto significativo.Se puso de nuevo a hacer ramitos de cereza, levantándolos a

la altura de su cara encendida. No enjugó sus lágrimas…, sesecaron ellas solas.

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XXV

Sanin regresó a la fonda casi a la carrera. Comprendía muybien que únicamente a solas podría desentrañar el caos quedentro de sí se agitaba. En efecto, apenas hubo entrado en sucuarto, se sentó detrás del escritorio, se puso de codos en él,escondiendo la cara entre las manos, y exclamó con voz sorday dolorosa:

—¡La amo! ¡La amo locamente!Y todo su ser interior se abrasó como un carbón hecho ascua,

cuya envoltura de muertas cenizas dispersa un rápido soplo.Transcurrido un instante, no comprendía ya cómo pudo

permanecer sentado junto a ella, ¡junto a ella!, y hablarle, yno sentir que adoraba hasta la cenefa de su vestido, queestaba dispuesto “a morir a sus pies”, como dicen los jóve-nes. Aquella última entrevista en el jardín lo decidió todo.Desde entonces, al pensar en ella, no se la representaba yacon los rizos sueltos a la serena claridad de las estrellas,sino que la veía, sentada en el banco, echarse atrás el som-brero con un rápido ademán y mirarlo con sus hermososojos confiados… Aquella imagen hacía correr por sus venasel hervor, la sed de la pasión. Se acordó de la rosa que habíaconservado en el bolsillo desde la antevíspera, la tomó y sela llevó a los labios con tal frenesí, que involuntariamentehizo un gesto de dolor. ¡Para pensar y reflexionar, para calcu-lar y prever estaba entonces! Desprendiéndose de todo el

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pasado, se lanzaba de lleno al porvenir. Desde la ribera tris-te y solitaria de su vida de soltero se zambullía en ese torrenteespumoso, alegre y rápido, sin preocuparse por saber a dón-de lo llevaría y si no lo estrellaría contra algún peñasco. Noeran ya las apacibles ondas de la poesía de Uhland, sobre lascuales se mecía recientemente… ¡Eran olas no domadas, irre-sistibles, que se precipitaban saltando hacia delante y loarrastraban con ellas!

Tomó un pliego de papel y, sin una tachadura, casi de unaplumada, escribió:

Querida Gemma:

Ya sabe usted cuál era el consejo que me había comprometidoa darle, y también sabe lo que desea su madre y lo que mehabía pedido; pero lo que usted no sabe, lo que ahora le digo,es que la amo, que la amo con toda la pasión de un alma queama por vez primera. ¡Este fuego me ha abrasado de pronto,pero con tal fuerza, que no hallo palabras con qué decirlo!Cuando su madre vino a pedirme que hablase con usted, apenassi ardía esa lumbre, sin la cual, como hombre honrado, no hu-biera admitido esa comisión. La declaración que ahora le ha-go, también es la de un hombre honrado. Es preciso que sepacon quién trata; entre nosotros no deben existir malentendidos.Ya ve usted que no puedo darle ningún consejo. ¡La amo! ¡Laamo!, y no tengo más que esto en la cabeza y en el corazón.

DM. SANIN

Después de doblar y cerrar la esquela, Sanin se disponía a lla-mar al mozo para que la llevara… ¡No, eso no podía ser…!¿Por conducto de Emilio…? Pero tampoco era posible ir a bus-carlo a la tienda, entre los otros dependientes. Además, habíallegado la noche y tal vez hubiera salido ya del comercio. Mien-tras hacía estas reflexiones, Sanin se puso el sombrero y salió.Dio vuelta a una esquina, después a otra, y, ¡gozo indecible!,vio a Emilio delante de sí. Con la cartera debajo del brazo y unrollo de papeles en la mano, el joven entusiasta regresaba conpaso rápido a su domicilio.

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“¡Razón hay para decir que cada enamorado tiene su estre-lla!”, dijo Sanin para sus adentros, y llamó a Emilio, que sevolvió, y le echó los brazos al cuello.

Sin darle tiempo de alegrarse, Sanin le entregó la carta y leexplicó a quién y cómo tenía que entregársela… Emilio lo es-cuchaba con atención.

—¿Es preciso que nadie la vea? —preguntó dando a su ros-tro una expresión misteriosa y significativa, como si dijese:“¡Comprendo la cosa!”

—Sí, mi querido amigo —respondió Sanin un poco confu-so, dándole un golpecito cariñoso en la mejilla—. Y si hayrespuesta… me la traerá usted, ¿no es así? Estaré en casa.

—No se preocupe usted por eso —murmuró Emilio con airejovial, echando a correr y haciéndole señas con la cabeza.

Sanin regresó a la fonda, y, sin encender la bujía, se echóen el diván, cruzó las manos bajo la nuca y se abandonó aesas impresiones del amor recién revelado, impresiones que esinútil describir; quien las ha sentido, conoce sus ansias y dul-zuras; quien no las ha experimentado, no las comprendería.

Se abrió la puerta y apareció el rostro de Emilio…—¡La traigo! —dijo en voz baja—. Aquí está la respuesta

—enseñaba y movía por encima de la cabeza un papelitodoblado.

Sanin saltó del diván y se lo arrancó de la mano. La pasión lodominaba; no pensaba en la discreción, ni en las convenien-cias, ni siquiera ante aquel niño, hermano de ella. Hubieraquerido contenerse, tener vergüenza de conducirse así delan-te de Emilio, pero no podía.

Se aproximó a la ventana, y, a la luz de un farol que había enla calle delante de la casa, leyó las siguientes líneas:

Le ruego, le suplico que no venga a casa, que no se presente entodo el día de mañana. Es preciso, absolutamente preciso, yentonces todo se resolverá. Sé que no me negará esto, porque…

GEMMA

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Sanin leyó dos veces aquella carta. ¡Qué bonita y atractiva lepareció su letra! Meditó un momento, se dirigió a Emilio,(quien, para demostrar que era un joven reservado, estabade cara a la pared, raspándola con las uñas) y lo llamó en vozalta.

Emilio acudió al instante, diciendo:—¿Qué quiere usted?—Escuche, mi querido amigo…—Señor Dmitri —interrumpió Emilio con voz plañidera—,

¿por qué no me tutea usted?Sanin se echó a reír.—Bueno, conforme. Oye, mi querido amigo… —Emilio dio

un brinquito de alegría—; oye, “allá abajo”, ¿comprendes?,dirás “allá abajo” que todo se cumplirá escrupulosamente—Emilio frunció los labios y movió la cabeza con aire grave—.Y tú, ¿qué haces mañana?

—¿Qué hago yo? ¿Qué desea usted que haga?—Si puedes, ven por la mañana temprano, y nos iremos

de paseo por los alrededores de Francfort, hasta la noche.¿Quieres?

Emilio dio un brinco.—¡Que si quiero! ¿Hay algo más agradable en el mundo?

Pasear con usted… ¡eso es encantador! Vendré, sin falta.—¿Y si no te lo permiten?—Me lo permitirán.—Oye…, no digas “allá abajo” que te he rogado que vengas

para todo el día.—¿Por qué decirlo? Vendré sin permiso. ¡Valiente cosa!Emilio abrazó a Sanin con todas sus fuerzas y se marchó

corriendo.Sanin estuvo largo tiempo paseándose por el cuarto y se acos-

tó tarde. Se sumergía en esas impresiones penosas y dulces,en esa ansiedad jubilosa que precede a una etapa nueva. Ade-más, Sanin estaba contentísimo de su idea de haber invitado aEmilio a pasar con él el día siguiente; se parecía mucho a suhermana.

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“Emilio me recordará a Gemma”, se dijo.Pero lo que más lo asombraba era pensar que la víspera él

no era el mismo de hoy. Le parecía haber amado “eterna-mente” a Gemma, y haberla amado precisamente como la ama-ba hoy.

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XXVI

Al día siguiente, con Tartaglia sujeto de una cuerda, se dirigióEmilio a casa de Sanin. Si hubiese sido alemán de pura cepano se hubiera presentado con más puntualidad. En casa habíamentido, diciendo que iba de paseo con Sanin hasta la hora delalmuerzo, y que después se presentaría en el almacén.

Mientras Sanin se vestía, Emilio, no sin vacilar mucho, in-tentó sacar la conversación acerca de Gemma y de su rupturacon Herr Klüber. Pero Sanin, por única respuesta, se limitó aguardar un adusto silencio. Emilio, queriendo demostrar quecomprendía por qué no debía mentarse siquiera ese grave asun-to, no hizo la menor alusión a él, adoptando, de cuando encuando, un aire circunspecto y hasta serio.

Después de tomar el café, ambos amigos —naturalmente, apie— se dirigieron hacia Hausen, pueblecito poco lejano deFrancfort y rodeado de bosques. Toda la cordillera del Taunusse veía desde allí como en la palma de la mano. El tiempo eramagnífico: brillaba el sol y expandía su calor, pero sin quemar;un viento fresco rumoreaba entre el verde follaje; las sombrasde algunas nubecitas que se cernían en lo alto del cielo corríansobre la tierra como manchitas redondas, con un movimientouniforme y rápido.

Bien pronto se hallaron los jóvenes fuera de la ciudad, y an-duvieron con paso firme y alegre por la carretera esmerada-mente barrida.

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Ya en el bosque, dieron mil vueltas por él; después almorzaronfuerte en una venta. Enseguida subieron por la montaña, admi-rando el paisaje; echaron a rodar pedruscos por la pendiente,batiendo palmas al verlos rebotar como conejos, con saltos ex-travagantes y cómicos, hasta que un transeúnte, invisible paraellos, los increpó desde el camino de abajo, con voz recia y sono-ra. Se tumbaron encima de un musgo ralo y seco, de un coloramarillo violáceo; tomaron cerveza en otro figón, después corrie-ron y saltaron a cuál más. Descubrieron un eco y le dieron con-versación; cantaron, gritaron, lucharon, rompieron ramas deárboles, se adornaron los sombreros con guirnaldas de helecho,y hasta acabaron por bailar.

Tartaglia tomaba parte en todas esas diversiones en cuantose lo permitían sus facultades y su inteligencia. Verdad es queno tiró piedras, pero se precipitaba dando volteretas en pos delas que lanzaban los jóvenes; aulló mientras estos cantaban, yhasta bebió cerveza, aunque con una repugnancia visible. Estaúltima ciencia se la había enseñado un estudiante que conanterioridad tuvo por dueño. Por lo demás, no obedecía a Emi-lio —este no era su amo sino Pantaleone—; y cuando el mocitole decía que “hablase” o que “estornudase”, se limitaba a me-near el rabo y hacer un cucurucho con su lengua.

También hablaron entre sí los jóvenes. Al comienzo del pa-seo, Sanin, en calidad de mayor y, por consiguiente, más capaci-tado para discurrir, había comenzado un discurso acerca delfatum, el destino del hombre y de lo que este representa; perobien pronto la conversación tomó un giro menos sesudo. Emi-lio se puso a interrogar a su amigo y protector sobre Rusia; lepreguntó cómo se batían en duelo en ese país, si eran lindaslas mujeres, cuánto tiempo sería preciso para aprender el idio-ma ruso y qué impresiones había sentido cuando el oficial leapuntó con la pistola. A su vez, Sanin preguntó a Emilio porsu padre, por su madre, por los asuntos de su familia, guar-dándose muy bien de pronunciar el nombre de Gemma, aun-que no pensaba más que en ella. En realidad, no era en ella enlo que pensaba, sino en el día siguiente, en aquel mañana mis-terioso que debía traerle una ventura indecible, inaudita. Le

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parecía ver flotar ante su vista un cortinaje fino y ligero, ydetrás de esa cortina sentía… sentía la presencia de un rostrojuvenil, inmóvil, divino rostro de labios tiernamente risueñosy párpados severamente caídos —severidad fingida—. ¡Eserostro no era el de Gemma, sino el de la misma felicidad! Peroal fin ha llegado su hora; se corre la cortina, se entreabren loslabios, los párpados se levantan; la divinidad lo ha visto, ¡y esun deslumbramiento y una claridad semejante a la del sol, unaembriaguez y una dicha sin límites y sin fin! Pensaba en esemañana, y su alma se consumía de gozo, en medio de la cre-ciente angustia de la espera.

Esa espera, esa impaciencia, no eran penosas para él: acom-pañaban todos sus movimientos, pero sin estorbarlos; no leimpidieron comer perfectamente con Emilio en un tercer me-són. Sólo de vez en cuando, como fugaz relámpago, cruzabaesta idea por su mente: ¡si alguien lo supiese! Esto no le impi-dió jugar a la viola con Emilio, después de comer, en una verdepradera… ¡Y cuál no fue el asombro, la confusión de Sanin,cuando, advertido por los ladridos furiosos de Tartaglia, en elmomento en que con las piernas, graciosamente separadas,saltaba como un ave por encima de la espalda de Emilio, dobla-do por la cintura, vio, de pronto delante de él, en el extremo dela pradera, a dos oficiales, en quienes reconoció a su enemigode la víspera, el caballero von Dönhof, y su testigo el caballerovon Richter. Llevaba cada uno el monóculo encajado en un ojo,y lo miraban burlones… Al caer de pie Sanin, se apresuró aponerse el paletó que se había quitado, dijo con presteza dospalabras a Emilio, quien se puso a toda prisa la chaqueta, y sealejaron con paso rápido.

Regresaron a Francfort al anochecer.—Me regañarán —dijo Emilio al despedirse de Sanin—; pero

lo mismo me da… ¡He pasado un día tan bueno, tan bueno!De regreso a la fonda, Sanin encontró en ella una carta de

Gemma, citándolo para el día siguiente, a las siete de la ma-ñana, en uno de los jardines públicos que por todas partes ro-dean a Francfort.

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¡Qué brinco le dio el corazón! ¡Cómo se felicitaba por haberlaobedecido sin vacilar! ¡Ah, santo Dios! ¿Qué le prometía esedía de mañana, inaudito, único, inconcebible? O más bien, ¿quéno le prometía?

Devoraba con los ojos la carta de Gemma. La elegante curvade la G, letra inicial de su nombre, que aparecía como firma, lerecordaba los lindos dedos, la mano de la joven… Se dijo a símismo que aún no había acercado nunca esa mano a sus la-bios…

“Digan lo que quieran”, pensó, “las italianas son castas yseveras… ¡pero Gemma es algo más! Es una emperatriz…, unadiosa…, un mármol puro y virginal… Pero un día llegará… Yese día está próximo…”

Aquella noche no hubo en todo Francfort un hombre másfeliz que él. Durmió, pero hubiera podido decir, como el poeta:

Es cierto que estoy dormido,mas vela mi corazón…

Le palpitaba el corazón tan ligero como bate las alas una ma-riposa puesta sobre una flor y bañada por el sol.

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XXVII

A las cinco de la mañana, Sanin estaba ya de pie; a las seis,completamente vestido; a las siete y media se paseaba por eljardín público frente al cenadorcito1 de que Gemma le habla-ba en su esquela. La mañana era serena, tibia, húmeda. Aveces se hubiera jurado que llovía, pero extendiendo la manose advertía el error, y sólo mirándose la ropa se podía notarla presencia de finas gotas semejantes a menudas cuentas devidrio; aun así, aquella humedad no duró largo tiempo. Y pa-recía como si el viento no hubiera existido nunca. Los soni-dos, más que volar, se expandían en todas direcciones a lavez. Un ligero vapor blanquecino flotaba en lontananza, y elaire estaba saturado del aroma de las resedas y de las floresde la acacia blanca.

En las calles no estaban abiertas aún las tiendas; sin embar-go, había ya transeúntes, y a intervalos se oía el rodar de algúncoche… En el parque, ni un solo paseante; un jardinero rastri-llaba con desgano una senda, y una anciana decrépita, envuel-ta en un mantón negro, cruzaba cojeando la arboleda. Claroestá que Sanin no podía tomar nunca a Gemma por aquellahorrible vieja; sin embargo, le palpitó el corazón, y siguió aten-tamente con la vista la forma oscura que se alejaba.

Dieron las siete en el reloj de la torre.

1Cenadorcito: Espacio casi siempre redondo que suele haber en los jardines,cercado y vestido de plantas trepadoras, parras o árboles. (N. del E.)

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Sanin se detuvo. “¡Si no viniese!” Tuvo como un escalofrío.Un instante después volvió a estremecerse, pero esta vez porotra causa… Sanin oía detrás de sí un paso menudo y el susurrode una falda… Se volvió: era ella.

Gemma lo seguía por el estrecho sendero. Llevaba un ligeroabrigo gris y un sombrerito de color oscuro. Miró a Sanin, vol-vió la cabeza y se le adelantó con rapidez.

—¡Gemma! —musitó él.Hizo ella una imperceptible señal con la cabeza, y continuó

adelante. La siguió Sanin.Respiraba anhelante, las piernas se negaban a moverse.Gemma dejó atrás el cenador, torció a la derecha, bordeó

una fuentecita en la que un gorrión se bañaba salpicándolotodo, y se dejó caer en un banco tras una espesura de lilas. Elsitio era cómodo y al resguardo de las miradas. Sanin se sen-tó junto a ella.

Transcurrió un minuto, y ninguno de los dos pronunció unasola palabra. Ella no lo miraba; y él miraba, no su rostro, sinosus dos manos juntas, que sostenían una sombrilla pequeña.¿Para qué hablar? ¿Qué palabras podrían ser más elocuentesque su presencia en aquel sitio, juntos, a solas, a una hora tande mañana y tan cerquita el uno del otro?

—¿No se enfadó usted conmigo por eso? —dijo al cabo Sanin.Difícilmente hubiera podido decir nada menos oportuno…

Lo comprendía él mismo… Pero, al menos, quedaba roto elsilencio.

—¿Yo? —respondió ella—. ¡No! ¿Por qué había de enfadarme?—¿Y me cree usted…? —prosiguió él.—¿Lo que usted me ha escrito?—Sí.Gemma bajó la cabeza y no contestó. Se le escapó de entre

las manos la sombrillita; pero la tomó con presteza, sin dejarlallegar al suelo.

—¡Ah, créame usted, créame lo que le he escrito! —exclamóSanin. Toda su timidez había desaparecido; hablaba con ca-lor—. Si hay en el mundo una verdad, cierta, sagrada, supe-rior a toda sospecha, es la de que la amo, Gemma; es la de quela amo a usted, apasionadamente.

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Le echó ella una mirada furtiva, y faltó poco para que otravez dejase caer la sombrilla.

—Créame, tenga usted fe en mí —repetía suplicante y conlas manos extendidas hacia ella, sin atreverse a tocarla—. ¿Quéquiere usted que haga para convencerla?

Lo miró ella de nuevo, y por fin dijo:—Dígame usted, monsieur Dmitri, cuando anteayer fue us-

ted a exhortarme, ¿no sabía usted con evidencia…, no sentíausted…?

—Sentía —interrumpió Sanin—, pero aún no sabía. ¡Yo laamaba a usted desde la primera vez que la vi, pero no com-prendí enseguida lo que para mí significaba usted! Y luego,sabía que estaba usted comprometida… En cuanto a la comi-sión que su madre me encomendó, de momento, ¿cómo negarmea ella? Y, además, he cumplido esa comisión de tal suerte, que hapodido usted adivinar…

Se dejaron oír pesados pasos. Un hombre bastante robus-to, con una cartera de viaje apretada contra el pecho, evi-dentemente un extranjero, desembocó por detrás de las lilas,y con el desparpajo de un viajero de paso, dejó caer a plomouna mirada sobre la pareja, tosió con estrépito y prosiguiósu camino.

—Su madre —continuó Sanin en cuanto hubo cesado el rui-do de los pasos— me había dicho que la negativa de ustedcausaría escándalo —Gemma frunció ligeramente el entre-cejo—, que en parte había dado yo pretexto para juicios des-favorables, y que, por consiguiente, hasta cierto punto, estabayo obligado a exhortarla a usted a que no rechazase a su fu-turo Herr Klüber.

—Monsieur Dmitri —dijo Gemma, pasándose con lentitudla mano por los cabellos del lado que estaba Sanin—, se losuplico: no llame usted a Herr Klüber mi futuro… Nunca seré sumujer: me he negado.

—¿Lo ha despedido usted? ¿Cuándo?—Ayer.—¿Se lo dijo usted a él mismo?—A él mismo, en casa… Volvió a presentarse.

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—Gemma, entonces ¿me ama usted?Se volvió ella de cara hacia él y murmuró:—Si así no fuera, ¿estaría yo aquí?Y sus dos manos abiertas cayeron sobre el banco.Sanin se apoderó de ambas manos inertes y las apretó con-

tra sus ojos, contra sus labios… ¡El velo que había visto lavíspera en sus sueños se levantaba! ¡Aquella era la dicha, sufaz resplandeciente!

Alzó la cabeza, y miró a Gemma a los ojos con atrevimiento.Ella también lo miró un poco fija. Apenas brillaban sus ojossemiabiertos, ligeramente húmedos con lágrimas de placer. Nosonreía…, se reía con una risa muda y dichosa.

Quiso él atraerla hacia su pecho; ella se desprendió, sin in-terrumpir su muda risa moviendo la cabeza con ademán ne-gativo. “¡Espera!”, parecían decir sus ojos arrobados.

—¡Oh, Gemma! —exclamó Sanin—. ¿Podía yo pensar quetú… —su corazón vibró como la cuerda de un arpa, cuandosus labios pronunciaron ese “tú” por vez primera—, que túme amarías?

—Yo misma no lo esperaba —dijo Gemma en voz baja.—¿Podía yo pensar —continuó Sanin— al llegar a Francfort,

donde sólo pensaba permanecer unas cuantas horas, que ha-bía de encontrar aquí la felicidad de toda la vida?

—¿De toda la vida? ¿De veras?—De toda mi vida, ¡hasta el último instante! —exclamó Sanin

en un nuevo arrebato.De pronto, a dos pasos de su banco, se dejó oír el ruido de la

pala del jardinero.—Volvamos a casa —murmuró Gemma—; entremos juntos.

¿Quieres?Si le hubiese dicho en aquel momento “¡Arrójate al mar!

¿Quieres?”, se hubiera tirado de cabeza al abismo, antes deque ella hubiese concluido la última palabra.

Salieron juntos del jardín y se encaminaron a casa, dando unrodeo por extramuros.

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XXVIII

Sanin marchaba, ya al lado de Gemma, ya un poco detrás deella, mirándola siempre, sin cesar de sonreír. Gemma parecíaa la vez apresurarse y contenerse. A decir verdad, ambos, élpálido y ella toda encendida de emoción, andaban como entrela niebla. Ese trueque de sus almas que acababan de hacer,producía en ellos una impresión tan nueva y tan fuerte, quecasi era penosa; todo había sufrido tal cambio en su existen-cia, que no podían encontrar el equilibrio. Sólo notaban unacosa: que iban envueltos en un torbellino análogo a aquel otrotorbellino nocturno que casi los había arrojado en brazos unodel otro. Sanin, al caminar en pos de ella, sentía que miraba aGemma con otros ojos; en un instante advirtió, en el paso y losmovimientos de ella, muchas particularidades en las cualeshasta entonces no había reparado. ¡Qué adorables y hechice-ros le parecían todos esos detalles! Y ella, por su parte, perci-bía que Sanin la miraba “así”.

Ambos amaban por vez primera; todas las maravillas del pri-mer amor se revelaban en ellos. Un primer amor se parece auna revolución. El orden regular y monótono de la vida quedaroto y destruido en un momento; la juventud sube a la barri-cada, hace ondear su esplendente bandera, y sea lo que fuerelo que le reserve el porvenir, la muerte o una nueva vida, lanzaa todo y a todos su llamamiento apasionado.

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—¡Mira, se diría que es Pantaleone! —dijo Sanin, apuntandocon el dedo una figura embozada que se deslizó rápidamentepor una callejuela, como para evitar ser vista.

En el colmo de su felicidad, Sanin experimentaba la necesi-dad de hablar con Gemma, no de su amor, puesto que era cosaconvenida, consagrada, sino de cosas indiferentes.

—Sí, es Pantaleone —respondió Gemma con tono alegre yplacentero—. Probablemente ha salido a espiarme: ayer, todoel día estuvo siguiéndome los pasos… Algo sospecha.

—¡Algo sospecha! —repitió Sanin con arrobamiento. Por su-puesto, con el mismo embeleso hubiera repetido cualquier otrafrase de Gemma.

Luego le rogó que le contase con detalles todo lo acontecidola víspera.

Al instante comenzó con premura un relato algo embrolla-do, entremezclando sonrisas y suspiritos, mientras que suslímpidos ojos cruzaban con Sanin miradas furtivas y radian-tes. Le contó cómo su madre, después de la conversación deanteayer, había querido obtener de ella algo positivo; cómo ala postre se había separado de Frau Leonore con la promesade comunicarle su resolución antes de concluir el día; cómole había costado sumo trabajo obtener ese plazo moratorio;cómo de una manera inesperada por completo había llegadoKlüber con más humos y más bambolla que nunca; cómo ha-bía manifestado su descontento contra ese ruso desconocido,cuya conducta era imperdonable, digna de un chiquillo y hastaprofundamente ofensiva (así decía) para él, Klüber.

—Aludía a “tu” duelo —advirtió Gemma—, y exigía que in-mediatamente se “te” cerrase la puerta de esta casa. “Porque,decía él —y aquí Gemma remedó un poco la voz y los modalesdel negociante—, esto echa una mancha sobre mi honor, ¡comosi yo no fuese capaz, también como cualquier otro, de defendera mi novia si lo creyese necesario o simplemente útil! TodoFrancfort sabrá mañana que un extranjero se ha batido conun oficial por mi prometida. ¿Cómo puede interpretarse eso?¡Eso mancha mi honor!” Mamá era de su parecer, ¡figúrate!

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Pero yo le dije sin rodeos que hacía mal en inquietarse por suhonor y por su persona, y en ofenderse por lo que dijesen acer-ca de su prometida, porque yo no lo era ya, ¡y nunca sería sumujer! A decir verdad, hubiera querido, en primer término,hablar con usted… “contigo”, antes de darle las calabazas enregla; pero vino, y no pude contenerme. Mamá prorrumpióen gritos de espanto; yo me fui a otra habitación y le traje suanillo (¿no has notado que desde hace dos días no lo llevo pues-to?) y se lo devolví. Se ofendió terriblemente; mas como tam-bién tiene un amor propio y una presunción terribles, partiósin darnos la lata. Naturalmente, he tenido que aguantarmuchas reconvenciones de mamá; me daba pena verla tan afli-gida, y me dije que me había dejado llevar muy de prisa pormis prontos, pero tenía tu carta, y además, sabía yo antes…

—¿Que te amo?—¡Sí, que ya me amabas tú!Así hablaba Gemma, confusa y sonriente, bajando la voz y

aun callándose de pronto cuando alguien pasaba junto a ellos.Sanin escuchaba en éxtasis y admiraba el sonido de aquellavoz, como la víspera había admirado el carácter de la letra deGemma.

—Mamá está que la ahogan con un cabello —prosiguió lajoven, y afluían rápidas las palabras a sus labios—. No quierecomprender que Herr Klüber me era odioso; que lo había acep-tado, no porque lo amase, sino por acceder a las súplicas deella… Sospecha de usted… digo de “ti…” o, más bien, para nomentir, está convencida de que yo te amo, y eso la contraríatanto más, cuanto que anteayer aún no se le había ocurridonada semejante, e incluso, te había encomendado que me hi-cieses reflexionar… Era una extraña embajada, ¿no es así?Ahora te tilda de hombre astuto y solapado; dice que defrau-daste su confianza, y me predice que defraudarás la mía…

—Pero, Gemma —protestó Sanin—, ¿acaso no le has dicho…?—Nada le he dicho. ¿Tenía derecho a hablar yo antes de

haberte visto?Sanin juntó las manos gozoso.—Gemma, espero que al menos ahora se lo dirás todo y me

presentarás a ella… ¡Quiero probarle que yo no engaño!

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Mientras decía esas palabras, se henchía su pecho, lleno hastadesbordarse de sentimientos apasionados y generosos.

Gemma lo miró de hito en hito.—¿De veras quieres venir conmigo a casa a ver a mi madre?

Ella pretende que… eso, todo eso…, es imposible entre noso-tros y nunca podrá realizarse.

Había una palabra que Gemma no podía resolverse a decir, aun-que le abrasaba los labios. Se apresuró Sanin a pronunciarla.

—Casarme contigo, Gemma; ser tu marido. No conozco en elmundo una felicidad más grande que esta.

No veía límites a su amor, a los nobles impulsos de su alma,a la energía de sus resoluciones.

Al oír estas palabras, Gemma, que había retardado un ins-tante su andar, lo aceleró aún más que antes… Se hubiera di-cho que trataba de huir de esa aventura, harto grande y hartoinesperada.

Pero, de pronto, le flaquearon las piernas: Herr Klüber, enga-lanado con un sombrero y un paletó nuevos, flamantes, tiesocomo un poste y rizado como un perro de aguas, acababa deaparecer a la vuelta de una esquina, en una callejuela, a cinco oseis pasos de ellos. Conoció a Gemma y conoció a Sanin. Rezon-gando por dentro, digámoslo así, e irguiendo el flexible talle, lessalió al encuentro, contoneándose con aire descarado.

Sanin vaciló un segundo, pero echó una mirada al rostro deHerr Klüber, quien afectaba un aire desdeñoso y hasta de lás-tima; miró aquella cara rubicunda y vulgar…, una oleada deira le subió al corazón, y dio un paso adelante.

Gemma lo tomó con presteza de la mano. Tranquila y re-suelta, se aferró del brazo de Sanin, mirando cara a cara a suantiguo novio. Los ojos de este parpadearon indecisos y se con-trajeron sus facciones. Se apartó a un lado, mascullando: “¡Asíconcluye siempre la canción!” (Das alte Ende von Liede!), y sealejó con el mismo paso presuntuoso y saltarín.

—¿Qué ha dicho el majadero? —preguntó Sanin.Quiso correr tras Klüber, pero Gemma lo contuvo y prosi-

guió adelante sin retirar la mano que había pasado bajo el bra-zo de Sanin.

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Apareció ante ellos la confitería Roselli. Gemma se detuvopor última vez, y dijo:

—Dmitri, aún no hemos entrado, aún no hemos visto amamá… Si aún quieres reflexionar, si… Todavía eres libre,Dmitri.

Por única respuesta, Sanin apretó con fuerza el brazo deGemma contra su pecho, y la impulsó adelante.

—Mamá —dijo, entrando con Sanin en la estancia donde sehallaba Frau Leonore—, ¡te traigo a mi verdadero prometido!

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XXIX

Si Gemma hubiese anunciado que traía el cólera o la mismamuerte en persona, Frau Leonore no hubiera acogido la noti-cia con una desesperación más grande. Se sentó en un rin-cón, vuelta la cara a la pared, y se deshizo en llanto, casi agritos, igual que una campesina rusa sobre el ataúd de suhijo o de su marido. En el primer momento, se quedó Gemmatan desconcertada, que no se atrevió a acercarse a su madrey permaneció inmóvil en medio de la pieza, como una esta-tua. Sanin, aturdido, estaba a punto de llorar también. ¡Aqueldolor inconsolable duró una hora, una hora entera! Panta-leone juzgó lo más oportuno cerrar la puerta exterior de la con-fitería, por miedo a que alguien entrase; por fortuna, la horaera muy temprana. El viejo estaba perplejo, y en todo casopoco satisfecho de la precipitación con que Sanin y Gemmahabían procedido. Desde luego, no estaba dispuesto a vitupe-rarlos, antes se hallaba decidido a prestarles ayuda y protec-ción en caso necesario: ¡odiaba tanto a Klüber! Emilio se teníapor el intermediario entre su hermana y su amigo; faltó pocopara que no se enorgulleciese al ver que todo había salido tanbien. Incapaz de comprender por qué se desolaba su mamá,se le antojaba casi que todas las mujeres, hasta las mejores,carecen en el fondo del sentido común. Sanin fue, de todos,quien más tuvo que sufrir. En cuanto se acercaba a ella, FrauLeonore lanzaba unos gritos de pavo real y agitaba los brazos

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rechazándolo. En vano trató Sanin varias veces de decir enalta voz, manteniéndose a una distancia respetuosa:

—¡Pido a usted la mano de su hija!Frau Leonore no podía consolarse, sobre todo “de haber es-

tado tan ciega para no ver nada”.—¡Si mi Giovanni Battista viviese aún —decía a través de

sus lágrimas—, nada de esto hubiera sucedido!“¡Dios mío!”, exclamaba para sus adentros Sanin. “Pero ¿qué

es esto? En último término, ¡esto es absurdo!”No se atrevía a mirar a Gemma, quien, por su parte, tampo-

co osaba levantar la vista hacia él. Se contentaba con acariciarpacientemente a su madre, que había comenzado por recha-zarla a ella también…

Al cabo se apaciguó poco a poco la tormenta. Frau Leonorecesó de llorar, permitió a Gemma sacarla del rincón donde sehabía refugiado, instalarla en una butaca cerca de la venta-na, y que le hiciese beber agua con unas gotas de azahar. Per-mitió a Sanin, no aproximarse —¡oh, eso no!—, sino, por lomenos, que permaneciese en la estancia (antes no cesaba degritar que se marchase), y ya no lo interrumpió al hablar.Sanin aprovechó en el acto esos síntomas de sosiego, y des-plegó una elocuencia pasmosa: no hubiera sabido expresarsus intenciones y sentimientos con un calor más convincentea la misma Gemma. Sus sentimientos eran los más sinceros,sus intenciones las más puras, como las de Almaviva en Elbarbero de Sevilla.1 No disimuló a Frau Leonore más que a símismo el lado desfavorable de esas intenciones; pero esas des-ventajas, añadió, sólo existían en apariencia… Era extranje-ro, lo conocían hacía poco tiempo, no se sabía nada positivoacerca de su persona ni de sus recursos: todo esto era verdad.Pero estaba dispuesto a dar todas las pruebas necesarias paradejar sentado que era de buena familia y poseedor de algunosbienes de fortuna; para ello, sus compatriotas lo proveeríande los certificados más fidedignos. Esperaba que Gemma fuera

1El barbero de Sevilla: Ópera escrita en Roma en 1816, por el fecundo com-positor italiano Gioacchino Rossini. (N. del E.)

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feliz con él, y se esforzaría en dulcificar para ella la pena desepararse de su familia.

La idea de la separación, la palabra “separación” nada más,estuvo a punto de echarlo todo a perder. Frau Leonore mani-festó suma agitación. Sanin se apresuró a añadir que esa sepa-ración sólo sería temporal, y que, en último extremo, quizásno se llevase a efecto.

La elocuencia de Sanin no cayó en saco roto. Frau Leonorecomenzó a mirarlo con aire de tristeza y de amargura, pero nocon la repulsión y la ira anteriores; luego le permitió aproxi-marse y sentarse junto a ella (Gemma estaba sentada al otrolado); después empezó a hacerle cargos, no sólo con la miradasino con palabras, indicio de que se ablandaba su corazón.Comenzó por condolerse, pero sus quejas se calmaron y se sua-vizaron poco a poco, cediendo el puesto a preguntas dirigidas,ya a su hija, ya a Sanin; después consintió que él le tomase lamano, sin retirarla al instante; luego volvió a lloriquear, peroesas lágrimas eran muy diferentes de las primeras; despuéssonrió con tristeza y se dolió de la ausencia de GiovanniBattista, pero en otro sentido muy distinto del de antes. Y nohabía pasado un minuto, cuando los dos culpables, Sanin yGemma, estaban de rodillas ante ella, quien les ponía una trasotra las manos sobre la cabeza; un momento después la abra-zaban a cuál más, y Emilio, con la faz radiante de entusiasmo,entró corriendo en el cuarto y se arrojó en medio de aquel gru-po estrechamente abrazado.

Pantaleone lanzó una mirada a la escena, se sonrió y seenfurruñó a la vez, y atravesando la tienda, fue a abrir la puertade la calle.

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XXX

El tránsito de la desesperación a la tristeza y de la tristeza auna dulce resignación no había sido muy largo en FrauLeonore; pero esa misma resignación no tardó en transformarseen una recóndita alegría, que, sin embargo, trató de disimulary contener por salvar las apariencias. Desde el primer día, Saninhabía sido simpático a Frau Leonore; una vez acostumbradaa la idea de tenerlo por yerno, no encontró en ello nada parti-cularmente desagradable, aunque considerase como un deberel conservar en su rostro una expresión de ofendida… o másbien de resentimiento. Además, ¡había sido tan extraordina-rio lo pasado en aquellos últimos días…! ¡Qué de cosas, unastras otras! En su calidad de mujer práctica y de madre, FrauLeonore se creyó en el deber de dirigir a Sanin diversosinterrogatorios. Y Sanin, que al ir por la mañana a su cita conGemma, no tenía la menor idea de casarse con ella (a decirverdad no pensaba en nada entonces, y se dejaba llevar por supasión), se identificó resueltamente con su papel de prometi-do, y respondió a todas las preguntas con agrado y de una ma-nera puntual y detallada. Convencida Frau Leonore de que Saninera de noble abolengo y hasta un poco extrañada de que no fue-se príncipe, tomó un aire serio y le “previno de antemano” quetendría con él una franqueza brutal, ¡porque el sagrado deberde madre la obligaba a ello! A lo cual respondió Sanin que esomismo pedía él, y que le suplicaba que no se quedase corta.

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Entonces Frau Leonore le hizo observar que Herr Klüber(al pronunciar este apellido suspiró ligeramente, se mordiólos labios y vaciló un poco), el “antiguo” novio de Gemma, po-seía ya ocho mil florines de renta, y que esta suma iría cre-ciendo rápidamente de año en año… Y él, monsieur Sanin,¿con qué ingresos contaba?

—Ocho mil florines —repitió lentamente Sanin—; en mone-da rusa vienen a ser quince mil rublos en papel… Mis rentasson mucho menores. Poseo una pequeña hacienda en la pro-vincia de Tula… Con una buena administración, puede y debeproducir cinco mil o seis mil rublos… Y si entro al servicio delEstado, puedo fácilmente conseguir un sueldo de dos mil rublos.

—¿Al servicio de Rusia? —exclamó Frau Leonore—. ¡Ten-dré que separarme de Gemma!

—Podría entrar en la diplomacia —replicó Sanin—. Tengoalgunas buenas relaciones… En ese caso hay empleos en elextranjero. Pero he aquí lo que también pudiera hacerse, ysería lo mejor: vender mis tierras y emplear el capital que pro-duzca esa venta en alguna empresa lucrativa; por ejemplo, enampliar el negocio de esta confitería.

No se le ocultaba a Sanin que decía un absurdo. Pero ¡esta-ba poseído de una audacia increíble! Miraba a Gemma, quiendesde el principio de aquella conversación “de negocios” selevantaba a cada instante, daba algunos pasos por la estan-cia y volvía a sentarse. La miraba él, y ya no conocía obstácu-los; estaba dispuesto a arreglarlo todo al minuto, del modomás complaciente, con tal de que ella no experimentase nin-guna inquietud.

—Herr Klüber también tenía el propósito de darme una pe-queña suma para arreglar la confitería —dijo Frau Leonore,después de una ligera vacilación.

—¡Madre mía, por amor de Dios! ¡Madre! —exclamó Gemmaen italiano.

—Es preciso hablar por anticipado de esas cosas, hija mía—respondió Frau Leonore en el mismo idioma.

Prosiguiendo su conversación con Sanin, le preguntó cuáleseran en Rusia las leyes relativas al matrimonio; si no habría

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nada que se opusiera a su unión con una católica, como en Prusia.(Por aquel tiempo, en 1840, toda Alemania tenía presente aúnlas disensiones entre el gobierno prusiano y el arzobispo de Co-lonia, acerca de los matrimonios mixtos.) Cuando Frau Leonoresupo que su hija adquiriría la nobleza por su enlace con un aris-tócrata ruso, dio muestras de alguna satisfacción.

—Pero antes —dijo—, ¿tendrá que ir usted a Rusia?—¿Por qué?—¿Por qué…? A obtener licencia de su emperador para

casarse.Sanin le explicó que eso era inútil por completo; pero que se

vería obligado tal vez a ir, en efecto, por un tiempo brevísimo aRusia, antes de la boda (al decir estas palabras se le oprimiódolorosamente el corazón, y Gemma, que lo miraba, compren-dió su angustia, se ruborizó y se quedó pensativa), y que apro-vecharía esa estancia en su patria para vender sus tierras. Entodo caso, traería el dinero necesario.

—Entonces, me atrevería a suplicarle —dijo Frau Leonore—que me trajese bonitas pieles de Astrakán para hacerme unabrigo; se dice que por allá esas pieles son asombrosamentebonitas y baratas.

—Así es; se las traeré a usted, con el mayor gusto, ¡y tam-bién a Gemma! —exclamó Sanin.

—Y a mí un gorro de tafilete bordado con plata —dijo Emi-lio, pasando la cabeza por el marco de la puerta de la habita-ción contigua.

—Bueno, te traeré uno…, y unas zapatillas para Pantaleone.—Pero ¿a qué viene eso? ¿Para qué? —hizo observar Frau

Leonore—. Ahora hablamos de cosas serias. Estamos —aña-dió aquella mujer práctica— en que decía usted: “Venderé misbienes”. ¿Cómo lo hará usted? ¿Venderá usted también a loscampesinos?

Sanin se estremeció, como si le hubiesen dado un puñetazoen un costado. Se acordó de que hablando con la señora Roselliy su hija, había manifestado sus opiniones acerca de la servi-dumbre que, según decía, excitaba en él profunda indignación,y les había asegurado en diversas ocasiones que jamás y bajo

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ningún pretexto vendería a sus campesinos, pues considerabaeste acto como una cosa inmoral.

—Trataré de vender mis tierras a un hombre cuyos méritosme sean conocidos —dijo, no sin vacilar—, o acaso mis siervosquieran ellos mismos comprar su rescate.

—Eso sería lo mejor —se apresuró a decir Frau Leonore—.¡Porque vender hombres vivos…!

—Barbari! —gruñó Pantaleone, que había aparecido en lapuerta detrás de Emilio. Sacudió la melena y desapareció.

“¡Diablo, diablo!”, se dijo Sanin, mirando a hurtadillas aGemma, quien parecía no haber oído sus últimas palabras.Entonces pensó: “¡Bah, eso no importa nada!”

La conversación práctica se prolongó así casi hasta la hora decomer. Hacia el final, Frau Leonore, ya sosegada, llamaba Dmitria Sanin, y lo amenazaba amistosamente con el dedo, prome-tiéndole vengarse de la mala partida que le había jugado. Lepidió muchos detalles acerca de su parentela, porque “eso estambién importantísimo”, decía; también quiso que describiesela ceremonia del casamiento tal como se ejecuta según los ritosde la Iglesia rusa, y se extasió con la idea de ver a Gemma vesti-da de blanco y con una corona de oro en la cabeza.

—Mi hija es hermosa como una reina —dijo, con un senti-miento de orgullo materno—; y no hay en la tierra una reinatan hermosa.

—¡No hay otra Gemma en el mundo! —añadió Sanin.—¡Por eso precisamente es Gemma!Sabido es que gemma, en italiano, significa “piedra preciosa”.Gemma se abalanzó al cuello de su madre. Sólo a partir de

aquel instante pareció respirar a sus anchas, liberada del pesoque oprimía su alma.

Sanin se sintió de pronto en extremo feliz: una infantil ale-gría colmó su corazón… ¡Se realizaban los ensueños que enotro tiempo había concebido en aquel mismo sitio! Tal era sualegría, que en el acto se fue a la tienda; hubiera querido atoda costa vender cualquier cosa detrás del mostrador comoalgunos días antes…

—Ahora tengo derecho para hacerlo. ¡Ya soy de la casa!

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Se instaló de veras detrás del mostrador, y, en efecto, vendióalguna cosa; es decir, entraron dos muchachas a comprar unalibra de bombones, les entregó lo menos dos libras y no cobrómás que media.

En la comida, ocupó junto a Gemma el sitio oficial de prome-tido. Frau Leonore continuó sus consideraciones prácticas.Emilio se reía por cualquier cosa, e insistía con Sanin para quelo llevase a Rusia. Se convino en que Sanin partiría dentro dedos semanas. Sólo Pantaleone torció tanto el gesto, que la mis-ma Frau Leonore se lo reprochó.

—¡Y eso que ha sido testigo!Pantaleone la miró atravesado.Gemma guardaba casi siempre silencio, pero nunca su ros-

tro estuvo más resplandeciente y más bello. Después de co-mer, llamó a Sanin al jardín por un minuto, y, deteniéndosejunto al banco donde la antevíspera había estado escogiendolas cerezas, le dijo:

—Dmitri, no te enfades conmigo, pero una vez más quierodecirte que no debes considerarte ligado en nada…

Sanin no la dejó acabar.Gemma volvió la cara.—Y en cuanto a lo que mamá ha dicho, ¿sabes?, respecto a la

religión, ¡toma…! —agarró una crucecita de granates pendientede su cuello por un condorcito; tiró con fuerza del cordón,que se rompió, y entregó a Sanin la cruz—. Puesto que te per-tenezco, tu fe será mi fe.

Los ojos de Sanin estaban húmedos aún, cuando regresó a lacasa con Gemma.

Durante la velada, todo se deslizó por su cauce acostumbra-do, y hasta se jugó al tressette.

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XXXI

Al día siguiente, Sanin se despertó muy temprano. Se encon-traba en la cúspide de la alegría humana, pero no era esto loque le impedía dormir; lo que turbaba su reposo era la cues-tión vital. ¿Cómo vender sus tierras lo más pronto y lo máscaro posible? Cruzaban por su mente los planes más diversos,pero nada se perfilaba con claridad. Salió de la fonda a tomarel aire y a despejarse; no quería presentarse delante de Gemmasino con un proyecto ya maduro.

¿Quién es ese personaje pesadote sobre sus patazas, aunquecorrectamente vestido, que va delante de Sanin con un movi-miento de vaivén? ¿Dónde ha visto él aquella nuca cubierta derubios pelitos, aquella cabeza encajada entre los hombros, aque-llas espaldotas atocinadas, aquellas manos lacias1 y morcillu-das? ¿Es posible que sea Pólozov, su antiguo compañero decolegio, a quien había perdido de vista hace cinco años? Saninse adelantó bien pronto al personaje, y se volvió… Esa carazaamarilla, esos ojuelos de cerdo, con cejas y pestañas blancuz-cas, esa nariz corta y ancha, esos labios abultados como unpegote de lacre, esa barbilla sin bozo, imberbe, y toda la expre-sión de aquel rostro a la vez agrio, perezoso y desconfiado; sí,es él. Hipólito Pólozov.

1Lacias: Marchitas, ajadas, flojas, débiles, sin vigor. (N. del E.)

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Una idea repentina cruzó por la mente de Sanin.“¿No es mi estrella quien lo trae?”, pensó. Y dijo:—Pólozov, Hipólito Sídorovich, ¿eres tú?Se detuvo el personaje, levantó sus ojuelos, vaciló un instan-

te y, despegando al fin los labios, dijo con voz de falsete:—¿Dmitri Sanin?—¡El mismo que viste y calza! —exclamó Sanin, estrechan-

do una de las manos de Pólozov, calzadas con estrechos guan-tes de color gris claro (colgaban inertes, como siempre, a lolargo de sus robustos muslos)—. ¿Hace mucho tiempo que es-tás aquí? ¿De dónde vienes? ¿En dónde paras?

—Ayer llegué de Wiesbaden —respondió Pólozov sin apre-surarse— con el fin de hacer unas compritas para mi mujer, yhoy mismo vuelvo a Wiesbaden.

—¡Ah, sí! Es verdad: te has casado, y dicen que con una mu-jer guapísima.

Pólozov giró los ojos.—Sí, eso dicen.Sanin se echó a reír.—Veo que siempre eres el mismo, tan flemático como en el

colegio.—¿Por qué había de cambiar?—Y dicen —añadió Sanin recalcando la palabra “dicen”— que

tu mujer es muy rica.—También eso se dice.—Pero tú, Hipólito Sídorovich, ¿no sabes nada de eso?—Yo, mi buen amigo Dmitri… ¿Pávlovich…? Sí, Pávlovich,

no me mezclo en los asuntos de mi mujer.—¿No te mezclas en ellos? ¿En ningún negocio?Pólozov volvió a girar los ojos.—En ninguno, amigo mío… Ella va por un lado… y yo por

otro.—Y ahora, ¿adónde vas?—Ahora no voy a ninguna parte; estoy en medio de la calle,

hablando contigo, y en cuanto hayamos acabado, iré a mi cuartode la fonda, y almorzaré.

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—¿Me quieres de compañero?—¿Para qué asunto? ¿Para el almuerzo?—Sí.—Muy bien, comer dos juntos es mucho más agradable. No

eres parlanchín, ¿no es cierto?—No lo creo.—Pues entonces, muy bien.Pólozov siguió adelante, y Sanin se emparejó con él. Pólozov

se había vuelto a coser los labios, resollando con fuerza y con-toneándose en silencio. Sanin pensaba: “¿qué demonios hahecho este gaznápiro1 para pescar una mujer rica y guapa?No es rico, ni noble, ni inteligente; en el colegio lo teníamospor un mocete flojo y bruto, dormilón y tragaldabas, y le pu-simos «baboso» de apodo. ¡Esto es extraordinario! Pero pues-to que su mujer es tan rica (se dice que es hija de un contra-tista de impuestos), ¿por qué no habría de comprarme mistierras? Por más que dice él que no se mete para nada en losnegocios de su mujer, ¡eso no es creíble…! En ese caso, pediréun precio razonable, ¡un buen precio…! ¿Por qué no intentar-lo? Quizás sea mi buena estrella… Dicho y hecho: probaré”.

Pólozov condujo a Sanin a una de las mejores fondas deFrancfort, donde no hay que decir que había tomado la mejorhabitación. Las mesas y las sillas estaban atestadas de carpe-tas, cajas, paquetes…

—Todo esto, amigo, son compras para María Nikoláevna.Este era el nombre de la mujer de Hipólito Sídorovich.Pólozov se dejó caer en una butaca, gimió un “¡qué calor!”,

se aflojó la corbata, llamó al maître y le encargó, minuciosa-mente, un almuerzo de los más opíparos.

—¡Que el coche esté dispuesto para la una! ¿Oye usted? ¡Parala una en punto!

El maître saludó obsequioso y desapareció como un esclavode los cuentos de hadas.

1Gaznápiro: Palurdo (dicho por lo común de la gente del campo, tosco,grosero), simplón, torpe, que se queda embobado con cualquier cosa. (N.del E.)

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Pólozov se desabrochó el chaleco. Nada más que por el modode levantar las cejas y fruncir la nariz podía comprenderseque el hablar sería para él cosa penosísima, y que esperaba,no sin alguna ansiedad, a ver si Sanin lo obligaría a darle a lasin hueso, o si el propio Sanin se encargaría de sostener la con-versación.

Sanin comprendió el estado de ánimo de su amigo y se librómuy bien de abrumarlo a preguntas; se contentó con los infor-mes más necesarios. Supo que Pólozov había pasado dos añosen el servicio militar en un regimiento de lanceros (¡estaríaprecioso con la chaquetica corta del uniforme!); llevaba tresaños de casado y dos años de viaje por el extranjero con sumujer, “que estaba curándose en Wiesbaden sabe Dios de qué”y se proponía ir enseguida a París. Sanin, por su parte, le ha-bló poquísimo de su vida pasada y de sus planes para el futu-ro; se fue derecho al grano, es decir, le participó su propósitode vender sus tierras.

Pólozov lo escuchaba en silencio y miraba de vez en cuandola puerta por donde debía llegar el almuerzo. El almuerzo lle-gó por fin. El maître, acompañado por dos camareros, entrócon muchos platos tapados con campanas de plata.

—¿Es tu hacienda de la provincia de Tula? —preguntóPólozov, poniéndose a la mesa y metiéndose la punta de la ser-villeta bajo el cuello de la camisa.

—Sí.—Cantón de Efremov, ya sé.—¿Conoces mi Alekséievka? —preguntó Sanin, sentándose

también.—Ciertamente que la conozco —Pólozov se metió en la boca

un trozo de tortilla de trufas—. María Nikoláevna, mi mujer,tiene allí cerca una finca… ¡Camarero, descorche usted estabotella…! La tierra no es mala, pero los campesinos te hantalado el bosque. ¿Por qué la vendes?

—Necesito dinero. No la vendo cara. Si la comprases tú, ven-dría de perillas.

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Pólozov sorbió un vaso de vino, se limpió con la servilletay se puso otra vez a masticar despacio y con ruido. Por findijo:

—Sí, yo no compro tierras, no tengo dinero… Dame la man-tequilla… Acaso la compre mi mujer. Háblale de eso. Si nopides caro… Por supuesto, que ella no se para en barras poreso… Pero ¡qué bestias son estos alemanes! ¡Ni siquiera sabencocinar un pescado! Y, sin embargo, ¿hay algo más sencillo? ¡Ytienen la poca vergüenza de hablar de la “unificación de suVaterland…!”1 ¡Mozo, llévese usted esta porquería!

—¿De veras se ocupa tu mujer misma de la administraciónde sus bienes? —preguntó Sanin.

—Sí, ella misma… Por lo menos, ¡buenas chuletas! Te lasrecomiendo… Ya te he dicho, Dmitri Pávlovich, que no memeto para nada en los negocios de mi mujer, y vuelvo a repe-tirlo.

Pólozov continuó comiendo con chasquidos de labios.—¡Hum…! Pero ¿cómo podría yo hablarle, Hipólito Sído-

rovich?—Pues… muy sencillo, Dmitri Pávlovich. Vete a Wiesbaden;

no está lejos de aquí… ¡Mozo! ¿Hay mostaza inglesa? ¿No? ¡Québrutos…! Pero no pierdas tiempo; nos vamos pasado maña-na… Permite que te sirva un vaso de este vino. No es agua-chirle; tiene bouquet.2

Se enrojeció el rostro de Pólozov y se animó, lo cual sólo lesucedía cuando estaba comiendo… o bebiendo.

—En verdad —murmuró Sanin—, no sé cómo arreglármelas.—Pero ¿qué te apremia tanto?—Querido, es que justamente estoy apurado.—¿Necesitas una suma cuantiosa?—Sí, tengo… ¿cómo te lo diré…? Tengo el propósito de

casarme.Pólozov dejó en la mesa el vaso que iba a llevarse a los labios.

1En alemán: Patria.2En francés: Aroma, fragancia.

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—¿Casarte? —dijo con voz ronca de asombro, y cruzó lasmanazas sobre el vientre—. ¿Tan pronto?

—Sí, enseguida.—Supongo que estará en Rusia tu prometida.—No, no está en Rusia.—Pues, entonces, ¿dónde?—Aquí, en Francfort.—¿Quién es ella?—Una alemana; es decir, no, una italiana establecida aquí.—¿Con dote?—Sin dote.—Entonces, preciso es que sientas un amor violentísimo.—¡Qué burlón eres…! Sí, muy violento.—¿Y para eso necesitas dinero?—Pues, ¡sí, sí y sí!Pólozov tragó el vino, se enjuagó la boca, se lavó las manos,

se las secó a conciencia en la servilleta, sacó un tabaco y loencendió. Sanin lo miraba en silencio.

—No veo más que un medio —dijo por fin Pólozov, echandoatrás la cabeza y expeliendo por entre los labios una tenuebocanada de humo—. Vete a ver a mi mujer… Si quiere, consu blanca mano reparará todo el mal.

—Pero, ¿cómo arreglármelas para verla? ¿No dices que sevan ustedes pasado mañana?

Pólozov cerró los ojos.—Escucha —dijo, dando vueltas al tabaco entre los labios

y resoplando—: vete a tu casa, vístete lo más de prisa posible yvuelve aquí. Me voy a la una; mi coche es muy espacioso; tellevo conmigo. Eso es lo mejor. Y ahora, voy a echar un sueño.Querido, cuando como, necesito imprescindiblemente dormirun rato. Mi temperamento lo exige, y yo no me opongo a ello.No me lo estorbes, si te place.

Sanin meditó, meditó… y de pronto alzó la cabeza. Se habíadecidido.

—Bueno, de acuerdo, y te doy las gracias. A las doce y mediaestaré aquí y nos iremos juntos a Wiesbaden. Espero que no lecaeré mal a tu mujer…

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Pero Pólozov roncaba ya, murmurando: “¡No me molestes!”Agitó las piernas y se durmió como un recién nacido.

Sanin echó una mirada a aquel mastodonte, a su cabeza, sucuello, su mentón levantado, redondo como una manzana; sa-lió de la fonda y se dirigió a grandes pasos a la confitería Roselli.Necesitaba advertir a Gemma.

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XXXII

La encontró en la tienda con su madre. Frau Leonore, inclina-da hacia delante, estaba midiendo la distancia entre las venta-nas con un metro de carpintero. Al ver a Sanin, se enderezó y losaludó sonriente, aunque con un poco de cortedad.

—Desde lo que me dijo usted ayer, no hago más que devanar-me los sesos pensando en los medios de embellecer nuestratienda. Creo que convendría poner aquí dos armarios con es-pejos. ¿Sabe usted? Eso está ahora de moda. Y además…

—Muy bien, muy bien —interrumpió Sanin—; habrá quepensar en todo eso… Pero venga usted acá; tengo que decirleuna cosa.

Dio el brazo a las dos damas y las condujo a la trastienda.Frau Leonore, intranquila, dejó caer el metro que tenía en lamano. A Gemma le faltaba poco para alarmarse también, perose tranquilizó al mirar a Sanin con más atención. Su rostro,aunque preocupado, expresaba resolución y una especie deaudacia alegre.

Rogó a las dos mujeres que se sentaran y él permaneció depie ante ellas. Con muchos ademanes, revuelto el pelo, se locontó todo: su encuentro con Pólozov, su proyectado viaje aWiesbaden, la posibilidad de vender su hacienda, exclamandopor último:

—¡Imagínense mi felicidad! El asunto ha tomado tal giro queacaso no tenga ni aun necesidad de ir a Rusia, y podremoscelebrar la boda mucho más pronto de lo que suponía.

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—¿Cuándo te marchas? —preguntó Gemma.—Hoy, dentro de una hora; mi amigo tiene coche y me lleva

consigo.—¿Nos escribirás?—Enseguidita… En cuanto hable con esa señora, tomaré la

pluma.—¿Dice usted que es rica esa señora? —preguntó Frau

Leonore, siempre práctica.—Inmensamente… Su padre era millonario y se lo dejó todo.—¿Todo? ¿A ella solita? Vamos, tiene usted buena som-

bra. Sólo que ¡mucho ojo! no venda usted sus tierras muybaratas; sea razonable y firme. ¡No se deje usted arrebatar!Comprendo sus deseos de casarse con Gemma lo antes posi-ble, pero ante todo, ¡prudencia! No lo olvide: cuanto máscara venda su finca, más dinero habrá para los dos… y paralos hijos.

Gemma volvió la cabeza, y Sanin empezó otra vez con susademanes.

—Puede usted, Frau Leonore, confiar en mi prudencia. Apar-te de que no voy a entrar en regateos. Diré el precio justo; sime lo da, muy bien, y si no, ¡vaya bendita de Dios!

—¿Conoces a esa señora? —preguntó Gemma.—En mi vida la he visto.—¿Y cuándo volverás?—Si no se arregla el negocio, vuelvo pasado mañana; pero

si todo va bien, tal vez tenga que estar uno o dos días más. Entodo caso, no perderé un minuto. ¡Dejo aquí mi alma…! Perome voy a retrasar hablando con ustedes, y aún tengo que pa-sar por casa antes de partir. Deme usted la mano, FrauLeonore, para darme buena suerte: es costumbre nuestra enRusia.

—¿La derecha o la izquierda?—La izquierda, la mano del corazón. Vuelvo pasado maña-

na… ¡con el escudo o sobre el escudo! Algo me dice que vendrévencedor. Adiós, mis buenas, mis queridas amigas…

Abrazó a Frau Leonore, y rogó a Gemma que pasase con éla su cuarto un minuto, porque tenía que comunicarle una

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cosa importantísima… Quería sencillamente despedirse deella a solas. Frau Leonore lo comprendió, y no tuvo la curio-sidad de preguntar qué asunto tan importante era aquel…

Sanin no había entrado nunca en el dormitorio de Gemma.Todo el encanto del amor, todos sus ardores, su entusiasmo,su dulce temor, todo ello brotó y se derramó en su alma nadamás trasponer los umbrales de aquel sagrado recinto… Pa-seó en torno suyo una mirada enternecida, cayó a los pies dela hechicera joven y escondió el rostro entre los pliegues de sufalda…

—¿Eres mío? —murmuró la joven—. ¿Volverás pronto?—Tuyo soy, volveré… —repitió él, palpitante.—Te espero, mi bien amado.Instantes después estaba Sanin en la calle para irse a su fon-

da. Ni siquiera reparó en que Pantaleone, más desgreñado quenunca, se había precipitado en seguimiento suyo desde el qui-cio de la confitería gritándole alguna cosa, y al parecer,amenazándolo con el brazo levantado.

A la una menos cuarto en punto, entró Sanin en el alojamien-to de Pólozov. Su coche, tirado por cuatro caballos, estaba ya ala puerta de la fonda. Al ver a Sanin, se limitó Pólozov a decir:

—¡Ah! ¿Te has decidido?Enseguida se puso el sombrero, el abrigo y los chanclos, se

metió algodón en las orejas, aunque era pleno verano, y se di-rigió al pórtico. Obedientes a sus órdenes, los mozos de lafonda colocaron sus numerosas compras dentro del carrua-je, rodearon de almohadoncitos, de sacos de mano y de pa-quetes el asiento que iba a ocupar, pusieron a los pies uncesto de víveres y ataron una maleta en el pescante. Pólozovles pagó con largueza; y sostenido respetuosamente por de-trás por el oficioso portero, logró entrar en el coche gimo-teando, tomó asiento, apretó y amontonó muy cómodamentetodo lo que lo rodeaba, eligió un tabaco y lo encendió. Sóloentonces hizo una seña con el dedo a Sanin, como invitándolo.

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—¡Vamos, sube tú también!Sanin se colocó junto a él. Por conducto del portero, Pólozov

ordenó al cochero que fuese a buen paso, si quería ganarseuna buena propina; resonó el estribo al doblarse, se cerró conestrépito la portezuela, y el coche empezó a rodar.

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XXXIII

En nuestros días, entre Francfort y Wiesbaden no hay unahora por ferrocarril; pero en aquellos tiempos eran tres horasde camino por la posta, y cinco relevos de caballos. Pólozov,medio dormido, se bamboleaba suavemente con un tabaco enlos labios; hablaba muy poco, y no miró ni una sola vez por laventanilla; los parajes pintorescos no tenían para él nada deinteresante, y hasta declaró que “¡la naturaleza lo aburríamortalmente!” Sanin tampoco decía nada, y no admiraba elpaisaje: tenía otra cosa en la cabeza. Estaba absorto en suspensamientos y recuerdos. A cada parada, Pólozov ajustabasus cuentas, comprobaba el tiempo transcurrido y recompen-saba a los postillones, poco o mucho, según su celo. A la mitaddel camino, sacó dos naranjas del cesto de las provisiones, eli-gió la mejor y ofreció la otra a Sanin. Este miró fijamente a sucompañero de viaje, y de pronto prorrumpió en carcajadas.

—¿De qué te ríes? —preguntó Pólozov, mondando con esme-ro su naranja valiéndose de sus uñas blancas y cortas.

—¿De qué? —repitió Sanin—. De este viaje que hacemosjuntos.

—¡Bueno! ¿Y qué? —insistió Pólozov, metiéndose en la bocauna buena porción de la naranja.

—¿No es extraño todo esto? Ayer, lo confieso, lo mismo meacordaba de ti que del emperador de China; hoy marcho con-tigo a vender mis tierras a tu mujer, a quien no conozco nipoco ni mucho.

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—Todo sucede en la vida —respondió Pólozov—. Conformetengas más años, verás otras muchas cosas. Por ejemplo:¿me imaginas en una formación? Pues he estado; iba a caballo,y, de pronto, el gran príncipe Miguel Pávlovich ordena: “¡Altrote! ¡Ese alférez gordo, al trote! ¡Alargue usted el trote!”

Sanin se rascaba la oreja.—Dime, si quieres, Hipólito Sídorovich, ¿qué clase de persona

es tu mujer? ¿Cómo piensa? Necesito saberlo.—A él nada le costaba mandar: “¡Al trote!” —continuó

Pólozov con súbito arrebato—. Pero a mí… ¡a mí…! Entoncesme dije: “¡Quédense con sus grados y charreteras…! ¡Al demo-nio todo esto!” Sí… ¿me hablabas de mi mujer? Pues bien, mimujer es una mujer como todas las demás. Ya sabes el prover-bio: “No le metas los dedos en la boca”. Lo esencial es quehables mucho… para que por lo menos haya algo de qué reírseun poco. Oye, cuéntale tus amores…; pero de un modo ridícu-lo, ¿sabes?

—¿Cómo de un modo ridículo?—¡Pues claro! ¿No me has dicho que estás enamorado y que

te quieres casar? Pues bien, ¡cuéntale eso!Sanin se sintió ofendido.—¿Qué encuentras en eso de ridículo?Pólozov giró un poco los ojos por única respuesta; le chorrea-

ba por la barbilla el zumo de la fruta.—¿Es tu mujer quien te ha enviado a Francfort para hacer

compras? —dijo Sanin después de un rato de silencio.—En persona.—¿Qué clase de compras?—¡Caramba, juguetes!—¿Juguetes? ¿Tienen hijos?Pólozov retrocedió pasmado.—¡Vaya una idea! ¿Tener yo hijos? Chucherías de mujer…

Adornos… Objetos de tocador…—¿De modo que tú entiendes de eso?—Ciertamente.—¿Pero no me has dicho que no te mezclas para nada en los

asuntos de tu mujer?

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—No me meto en sus otros negocios; pero en esto… estomarcha por sí solo. No teniendo nada que hacer, ¿por qué no?Y mi mujer se fía de mi gusto; además, sé regatear como sedebe.

Pólozov comenzaba a hablar a trompicones: estaba fatiga-do ya.

—¿Y es muy rica tu mujer?—Como rica, lo es; pero sobre todo, para sí misma.—Sin embargo, me parece que no puedes quejarte.—¿No soy su marido? ¡Pues no faltaría más sino que no me

aprovechase de ello! Y le soy muy útil; conmigo todo va en suprovecho. ¡Soy muy complaciente!

Pólozov se secó la cara con un pañuelo de seda y resollófatigosamente. Parecía decir: “Apiádate de mí; no me obliguesa pronunciar una palabra más. ¡Ya ves qué trabajo me cuesta!”

Sanin lo dejó en paz y volvió a sumirse en sus meditaciones.

El hotel, delante del cual paró el coche en Wiesbaden, era unverdadero palacio. En el acto empezaron a tocar en el interioralgunas campanillas. Todo fue inquietud y movimiento. Ele-gantes “caballeros” con frac negro se precipitaron hacia la en-trada principal. Un portero, galonado de oro, abrió de paren par la portezuela del carruaje. Pólozov bajó de él como untriunfador, y comenzó la tarea de subir la escalera perfumaday cubierta de alfombras. Un criado, también vestido impeca-blemente, pero de facciones rusas, su ayuda de cámara, se ade-lantó hacia él. Le anunció Pólozov que en lo sucesivo deberíaacompañarlo siempre, pues la víspera, en Francfort, habíandescuidado llevarle agua caliente para la noche. El rostro delcriado expresó una consternación profunda, y se apresuró aagacharse para descalzarle los chanclos a su amo.

—¿Está en casa María Nikoláevna? —preguntó Pólozov.—Sí, señor… La señora se está vistiendo… Come en casa de

la condesa Lasúnskaia.—¡Ah, en casa de esa…! Espera… Hay unos paquetes en el

coche; sácalos y tráelos tú mismo… Y tú, Dmitri Pávlovich—añadió Pólozov—, vete a elegir dormitorio y vuelve dentro detres cuartos de hora… Comeremos juntos.

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Pólozov continuó majestuosamente su camino. Sanin eligióun dormitorio modesto, y después de arreglar el desorden desu tocado y de descansar un rato, se dirigió a las inmensashabitaciones que ocupaba Su Alteza (Durchlaucht), el prínci-pe von Pólozov.

Encontró a este “príncipe” arrellanado en la más lujosa delas butacas de terciopelo, en medio de un salón espléndido. Elflemático amigo de Sanin había tenido tiempo de tomar unbaño y ponerse una suntuosa bata de raso; le cubría la cabezaun fez1 de color frambuesa. Sanin se aproximó a él y lo estuvocontemplando durante algún tiempo. Pólozov permaneció in-móvil como un ídolo; ni siquiera dirigió la cara hacia su lado,no pestañeó, no emitió ningún sonido: aquello era verdadera-mente un espectáculo lleno de solemnidad. Después de haberloadmirado durante unos dos minutos, iba Sanin a hablar, a rom-per aquel impresionante silencio, cuando de pronto se abrió lapuerta de la estancia inmediata y apareció en el umbral unaseñora joven y hermosa, vestida de seda blanca con encajesnegros y diamantes en los brazos y en el cuello: era MaríaNikoláevna en persona. Sus espesos cabellos rubios le caían aambos lados de la cabeza, trenzados, pero sin recoger.

1Fez: Gorro de fieltro rojo y de forma de cubilete, usado especialmente porlos moros, y hasta 1925 por los turcos. (N. del E.)

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XXXIV

—¡Ah! —exclamó con una sonrisa medio cortada, medio bur-lona, mientras tomaba con rapidez la punta de una de sus tren-zas y clavaba en Sanin sus ojazos de un gris luminoso—.¡Perdón! No sabía que estaba usted ya aquí.

—Sanin, Dmitri Pávlovich, mi amigo de la infancia —dijoPólozov sin levantarse y sin mirar tampoco a Sanin, limitán-dose a señalarlo con la mano.

—Sí…, ya sé…, ya me habías hablado de este caballero. Mu-cho gusto en conocerlo… Pero oye, Hipólito Sídorovich, que-ría rogarte… Está hoy tan torpe mi doncella…

—¿Quieres que te peine yo?—Sí, sí, te lo suplico… Dispense usted —repitió María Niko-

láevna con la misma sonrisa, dirigiendo a Sanin una leve incli-nación de cabeza.

Giró rápida sobre sí misma y desapareció, dejando la impre-sión armoniosa y fugitiva de un cuello encantador, unos hom-bros admirables y un talle delicioso.

Se levantó Pólozov y salió por la misma puerta, con su pasotardo y desmañado.

Sanin no dudó un minuto de que la dama estaba advertidade su presencia en el salón del “príncipe Pólozov”. Ese tejema-neje no había tenido más objeto que lucir su cabellera, que, enefecto, era bellísima. Sanin hasta se regocijó para sus aden-tros de aquella salida de la señora de Pólozov. “Ha querido

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fascinarme, deslumbrarme… ¿Quién sabe? Tal vez nos arre-glemos acerca del precio de mis tierras”. Su alma estaba tanocupada por Gemma, que las demás mujeres ya no tenían in-terés para él; apenas notaba su existencia. Por aquella vez, selimitó a pensar: “No me habían engañado respecto a esa seño-ra: no está nada mal”.

Si no se hubiese hallado en una disposición de ánimo tanexcepcional, su observación hubiera tomado sin duda otro ca-riz. María Nikoláevna de Pólozov (nacida Kólishkina) era real-mente una mujer muy digna de atraer la atención. Y no porquefuese de una hermosura perfecta: se traslucían demasiado enella los inequívocos signos de su origen plebeyo. Tenía la fren-te baja, la nariz algo carnosa y respingona; no podía presu-mir por la finura de la piel, ni por la elegancia de brazos ypiernas. Pero ¿qué importaba eso? Al encontrarla, todo hom-bre se hubiera detenido, no ante “la sacra majestad de la be-lleza” (para decirlo como Pushkin), sino ante la fuerza y lagracia de un buen rostro de mujer en todo su esplendor, tipomedio ruso, medio bohemio; y no hubiera sido “involunta-rio” ese homenaje de admiración.

Pero la imagen de Gemma protegía a Sanin, como la “triplecoraza” de Horacio.1

Al cabo de diez minutos, reapareció María Nikoláevna acom-pañada por su marido. Se acercó a Sanin con esos andares cu-yos encantos habían bastado para sorber el seso a muchos entesoriginales de aquel tiempo, ¡ah!, tan lejano del actual. “Cuan-do esa mujer avanza hacia uno, parece que le trae toda la feli-cidad de su vida”, pretendía uno de ellos. Se adelantó haciaSanin alargándole la mano, y le dijo en ruso con voz cariñosa ycontenida a la vez:

—Me esperará usted… ¿no es así? Pronto vuelvo.Sanin se inclinó respetuoso, pero María Nikoláevna desa-

parecía ya tras el cortinaje de la puerta. Volvió la cabeza por

1Quinto Horacio Flaco (65-8 a.C) poeta lírico y satírico romano, autor deobras maestras de la edad de oro de la literatura latina. (N. del E.)

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encima de su hombro con rápida sonrisa, y se esfumó dejan-do en pos de sí la misma impresión de armonía.

Al sonreírse, no eran uno ni dos, sino tres, los hoyuelos que seformaban en cada una de sus mejillas, y sus ojos se sonreíanaún más que sus labios, labios bermejos, llenitos y sabrosos,realzados en el ángulo izquierdo por dos lunarcitos.

Pólozov atravesó con pesadez el salón y volvió a dejarse caeren la butaca. Permaneció silencioso como antes; pero, de vez encuando, una extraña mueca hinchaba sus carrillos descolori-dos y surcados por arrugas precoces.

Tenía aspecto avejentado, aunque sólo le llevaba tres años aSanin.

La comida que dio a Sanin y que (dicho sea de paso) hu-biera satisfecho al gastrónomo de gusto más exigente, pare-ció a Sanin de una duración insoportable. Pólozov comíacon lentitud, con reflexión y conocimiento de causa, se in-clinaba con aire atento sobre su plato, y husmeaba, digá-moslo así, cada bocado. Al beber, se enjuagaba la boca con elvino antes de tragarlo y luego chascaba los labios… Des-pués del asado, emprendió, sin más ni más, un largo discur-so (¡pero sobre qué asunto!) acerca de los carneros merinos,de los cuales pensaba adquirir un rebaño completo, y habló deeso con infinitos detalles, empleando los más tiernos dimi-nutivos. Sorbió el café, ardiendo, no sin repetir muchas ve-ces al criado, con voz iracunda y lacrimosa, que la víspera lehabían servido frío el café, ¡frío como un helado! Luego, consus dientes amarillos y mal alineados, mordió la punta deun habano y se durmió, como de costumbre, con gran con-tento de Sanin, que se puso a pasear sobre la blanda alfom-bra, soñando con el género de vida que llevaría con Gemmay pensando en las noticias que iba a llevarle. Sin embargo,Pólozov se despertó mucho más pronto que de costumbre,según él mismo hizo observar: no había dormido más queuna horita y media. Bebió un vaso de agua de Seltz con hie-lo y engulló siete u ocho grandes cucharadas de dulce, dedulce ruso, que su ayuda de cámara le trajo en un legítimopomo de Kiev, de vidrio verde oscuro, y sin el cual decía que

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no hubiera podido vivir; después fijó sus ojuelos hinchados enSanin y le preguntó si quería jugar con él al duraki. Saninaceptó con sumo gusto, pues temía que Pólozov empezase otravez a hablarle de los corderitos y de las ovejitas, y de sus gra-sientas colitas.

El anfitrión y su huésped volvieron juntos a la sala; un cria-do les llevó los naipes y empezó la partida, pero no jugabandinero.

Al regresar la señora Pólozov de casa de la condesa Lasúns-kaia, los halló entregados a esa distracción inocente.

En cuanto entró, al ver la baraja y abierta la mesita de juego,soltó una estrepitosa carcajada.

Sanin se levantó presuroso, pero ella le dijo:—¡No se mueva y jueguen! No hago más que cambiarme de

traje y vuelvo.Enseguida desapareció, quitándose los guantes y andando

con un rumor de seda.En efecto, casi al momento regresó. Su elegante vestido se

había trocado por una amplia blusa de seda color lila, con mangaperdida; un grueso cordón de nudos retorcidos le ceñía la cin-tura. Se sentó junto a su marido y aguardó a que este perdiesela partida, para decirle:

—Vamos, mi gran boliche, basta ya —al oír Sanin esta ex-presión de “boliche”, la miró con asombro, y ella le devolviómirada por mirada con alegre sonrisa, que hizo brotar todossus hoyuelos—. Ya basta —prosiguió—; veo que tienes ganasde dormir; bésame la mano y vete. Tenemos que hablar Saniny yo.

—No tengo ganas de dormir —dijo Pólozov, levantándose contrabajo de la butaca—; pero en cuanto a besarte la mano ymarcharme, no digo que no.

Le presentó ella la palma de la mano, sin cesar de sonreír yde mirar a Sanin.

También lo miró Pólozov, y salió sin decirle buenas noches.—Ahora, hable, cuénteme —dijo la señora Pólozov con viva-

cidad, poniendo a la vez en la mesa ambos codos desnudos y

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chocando unas con otras las uñas con aire de impaciencia—.¿Es cierto eso? ¿Dicen que se casa usted?

Hecha esta pregunta, María Nikoláevna inclinó la cabeza unpoco de lado para clavar en los ojos de Sanin una mirada másfija y penetrante.

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XXXV

La desenvoltura de modales de la señora Pólozov hubiera tras-tornado probablemente a Sanin desde el primer momento(aun cuando no era enteramente un novicio y había corridoya un poco de mundo), si no hubiese creído ver en ese desen-fado y en esa familiaridad un feliz augurio para el buen éxitode sus proyectos.

“Halaguemos los caprichos de esta millonaria”, dijo para síresueltamente; y con el mismo desenfado con que ella habíahecho la pregunta, respondió:

—Sí, me caso.—¿Con quién? ¿Con una extranjera?—Sí, señora.—¿Hace poco que la conoce usted? ¿Vive en Francfort?—Exacto.—¿Y quién es ella? ¿Puede saberse?—Sin duda. Es la hija de un confitero.La señora Pólozov enarcó las cejas, abriendo tamaños ojos, y

pronunció con lentitud:—¡Eso es encantador! ¡Es admirable! ¡Yo creía que no se

encontraban en la tierra jóvenes como usted! ¡La hija de unconfitero!

—Veo que eso la asombra a usted —dijo Sanin con aire dig-no—. Pero, en primer lugar, yo no tengo esos prejuicios…

—Ante todo —interrumpió la señora Pólozov—, eso no measombra de ninguna manera, y yo no tengo tampoco esos

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prejuicios… Yo soy hija de un campesino. ¡Ah! ¿Qué dice us-ted a esto? Lo que me pasma y me fascina es ver a un hombreque no teme amar. Porque usted la ama, ¿no es cierto?

—Sí.—¿Es muy bonita, sin duda?Esta última pregunta apuró un poco a Sanin, pero ya no era

tiempo de retroceder.—Señora, ya sabe usted que cada cual prefiere el rostro de la

mujer amada a todos los demás; pero mi prometida es verda-deramente muy bella.

—¿De veras? ¿Qué tipo tiene? ¿Italiano? ¿Clásico?—Sí, sus facciones son de una corrección perfecta.—¿No tiene usted su retrato?—No. (Por aquella época aún no existía la fotografía; apenas

comenzaba a difundirse el daguerrotipo.)—¿Cuál es su nombre de pila?—Gemma.—¿Y el de usted?—Dmitri.—¿Patronímico?—Pávlovich.—¿Sabe usted una cosa? —dijo la señora Pólozov, siempre

con la misma lentitud—. Me gusta usted mucho, DmitriPávlovich. Debe ser usted un hombre galante. Deme la mano.Seamos amigos.

Sus lindos dedos, blancos y robustos, apretaron con vigorlos dedos de Sanin. Su mano no era mucho más pequeña quela del joven, pero era más tibia, más suave, y por decirlo así,más viva.

—¿Sabe usted —preguntó ella— qué idea se me ocurre?—¿Qué?—¿No se enfadará usted? ¿No? Dice usted que es su futu-

ra esposa… Pero…, pero… ¿le es a usted eso absolutamentenecesario?

Sanin frunció las cejas.—Señora, no la comprendo a usted.

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María Nikoláevna se puso a reír bajito, y con un movimien-to de cabeza echó atrás los cabellos que le caían sobre lasmejillas.

—Sin duda es usted un hombre encantador —dijo con airemeditabundo y distraído a la vez—. ¡Un verdadero caballero!¡Después de esto, vaya usted a creer a la gente que sostieneque ya no hay idealistas!

La señora Pólozov hablaba en ruso con una pureza perfecta,el verdadero ruso de Moscú, la lengua del pueblo y no la de lossalones.

—Estoy segura de que se ha educado usted en casita, en elseno de una familia piadosa y patriarcal. ¿De qué provincia esusted?

—De Tula.—¡Ah! En ese caso, somos paisanos. Mi padre… ¿Sabe usted,

no es cierto, lo que era mi padre?—Sí, lo sé.—Era natural de Tula… Era tuliak. Bueno… —pronunció

enteramente al estilo del pueblo, y con intención manifiesta,la palabra rusa que significa “bueno”—. ¡Y ahora pongamosmanos a la obra!

—¡A la obra…! ¿Qué debo entender por esa frase?La señora Pólozov medio cerró los ojos, exclamando:—Pero ¿qué ha venido a hacer usted aquí?Cuando entornaba así los ojos se hacía muy zalamera su ex-

presión, con un si es no es de burlona; al abrirlos, ¡cuán gran-des eran!, su brillo luminoso, casi frío, dejaba traslucir un nosé qué perverso y amenazador. Lo que daba a sus ojos particu-lar hermosura eran las cejas, espesas, un poco prominentes ysuaves como piel de marta cebellina.

—¿Quiere usted que le compre su hacienda? —prosiguió—.Necesita usted dinero para casarse, ¿no es verdad?

—En efecto.—¿Necesita usted mucho?—Unos cuantos miles de francos para los gastos primeros.

Su marido conoce mi hacienda. Podría usted consultarle…Pediré un precio muy módico.

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La señora Pólozov hizo con la cabeza un movimiento negativo.—“En primer lugar —comenzó a decir, tras una pequeña pau-

sa, dando golpecitos con las yemas de los dedos en la manga deSanin—, no tengo costumbre de consultar a mi marido, comono sea para asuntos de tocador, en lo cual es maestro consuma-do”; “en segundo lugar, ¿por qué me dice que me pedirá un pre-cio muy módico? No quiero aprovecharme de que esté ustedahora enamorado y dispuesto a todos los sacrificios… Y yo noquiero aceptar nada de eso. ¡Qué! ¿En vez de alentarlo en…(¿cómo diría yo bien eso?) en sus nobles sentimientos, iba yo adespojarlo como se desuella una liebre? No tengo costumbre deeso. En ocasiones puedo ser cruel con la gente, pero nunca has-ta ese extremo”.

Sanin no podía adivinar si se burlaba o hablaba en serio,pero decía para sí: “¡Oh, contigo hay que tener cuidado!”

Entró un criado, trayendo en una gran bandeja un samovarruso, un servicio de té, crema, bizcochos, etc.; puso todo aque-llo encima de la mesa, entre Sanin y la señora Pólozov, y seretiró.

La señora Pólozov sirvió a su huésped una taza de té.—¿No le importa? —dijo poniéndole el azúcar con los de-

dos… Y, sin embargo, las tenacitas de la azucarera estabanencima de la mesa.

—¡Cómo! De una mano tan hermosa…No pudo acabar la frase, y por poco se ahoga con un sorbo de

té. Ella lo tenía subyugado con su claro y fijo mirar.—Si le hablé a usted de baratura —continuó—, es porque

como en estos momentos se encuentra usted en el extranje-ro, no debo suponer que tenga mucho dinero disponible; yademás, comprendo que la venta… o la compra de una fincaen tales condiciones tiene algo de anormal, y debo tener esto encuenta.

Se embarullaba Sanin y se atascaba en sus frases, mientrasque la señora Pólozov, que se había reclinado cómodamenteen el respaldo de la butaca, lo miraba, cruzada de brazos, conel mismo claro y atento mirar. Concluyó él por detenerse.

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—Siga, siga usted —dijo la joven, como acudiendo en su auxi-lio—, lo escucho, tengo sumo placer en oírlo; continúe usted.

Sanin se puso a describir su hacienda, indicó la superficie, lasituación topográfica, sus características; calculó qué renta po-día sacarse de ella… Hasta habló de la pintoresca posición de lafinca, y la señora Pólozov continuaba fijando en él su miradacada vez más clara y penetrante; sus labios tenían ligeros tem-blores, en vez de sonrisas, y se los mordía. Sanin terminó porsentirse turbado, y se interrumpió por segunda vez.

—Dmitri Pávlovich —dijo la señora Pólozov; reflexionó uninstante, y repitió—: Dmitri Pávlovich, ¿sabe usted una cosa?Estoy convencida de que la compra de sus tierras será para míun negocio ventajosísimo y de que nos entenderemos. Peronecesito que me otorgue usted… un par de días para pensarlo.Vamos, ¿es capaz de estar dos días separado de su novia? No lodetendré más tiempo si no quiere quedarse; le doy mi palabra.Pero si usted necesita dinero hoy mismo, le prestaría con mu-cho gusto cinco mil o seis mil francos, y más tarde ajustaría-mos las cuentas.

Sanin se levantó, exclamando:—No sé cómo agradecer, María Nikoláevna, la cordial bene-

volencia de que me da usted pruebas, a mí que le soy casi des-conocido… Sin embargo, si usted se empeña en ello, prefieroaguardar su resolución acerca de mi finca, y me quedaré aquídos días.

—Sí, lo deseo, Dmitri Pávlovich. ¿Y le costará a usted muchoeso? ¿Mucho? Diga usted.

—Amo a mi prometida, y confieso a usted que la separaciónserá un poco dura para mí.

—¡Ah! Es usted un hombre como no los hay —suspiró la se-ñora Pólozov—. Le prometo no dejarlo languidecer demasia-do. ¿Se va usted?

—Ya es tarde —hizo observar Sanin.—Y le hace falta descansar después del viaje, después de esa

partida de naipes con mi marido. Diga usted, ¿tenía ustedmucha amistad con Hipólito Sídorovich, mi marido?

—Nos hemos educado en el mismo colegio.

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—¿Y era ya “tan así” en el colegio?—¿Cómo “tan así”?La señora Pólozov soltó una carcajada tan ruidosa, que todo

el rostro se le arreboló; se llevó el pañuelo a los labios, se le-vantó luego de la butaca, se acercó a Sanin contoneándose unpoco con dejadez, como una persona fatigada, y le alargó lamano.

Se despidió Sanin de ella, y se dirigió a la puerta.—Procure usted mañana venir tempranito, ¿oye? —le gritó

en el momento de trasponer el umbral.Miró él hacia atrás, y la vio medio tendida en la butaca con

las manos puestas detrás de la cabeza. Las anchas mangas de lablusa se habían corrido hasta el nacimiento de los hombros; yera imposible no decirse que la postura de esos brazos y todoaquel conjunto eran de una belleza admirable.

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XXXVI

Largo tiempo después de la medianoche, aún ardía la lámparaen el cuarto de Sanin. Sentado detrás de la mesa, estaba escri-biendo a “su Gemma”. Se lo contaba todo: describía a losPólozov, marido y mujer; por supuesto, pintó sus propios sen-timientos, y concluyó recordándole que se verían ¡¡¡dentro detres días!!! (con tres signos de admiración). A la mañana si-guiente llevó muy temprano la carta al correo y se fue a pasearal jardín del Kurhaus, donde estaba ya la orquesta tocando.Aún había poca gente. Se detuvo delante del kiosko de la mú-sica, oyó una fantasía de Roberto il Diàvolo,1 tomó café, y lue-go buscó una alameda solitaria y se puso a meditar sentado enun banco.

El mango de una sombrilla le pegó con viveza y hasta bas-tante fuerte en un hombro. Se estremeció…

Vestida con un traje ligero, de un color gris tirando a verde,con un sombrero de tul blanco, calzadas las manos con guan-tes de piel de Suecia, fresca y sonrosada como una aurora deestío, y presentando aún en sus movimientos y miradas losvestigios de un sueño tranquilo y reparador, estaba delante deél la señora Pólozov.

—Buenos días —le dijo—. Mandé hoy en su busca, peroya había salido usted. Acabo de beber mi segundo vaso…

1Roberto il Diàvolo: Ópera compuesta en 1831 por el compositor alemán degran dramatismo: Giacomo Meyerbeer (1791-1864). (N. del E.)

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Figúrese: me ordenan tomar las aguas… ¡Sabe Dios porqué! ¿Tengo cara de enferma? Y tengo que pasear duranteuna hora entera. ¿Quiere usted ser mi acompañante? To-maremos juntos el café.

—Ya lo he tomado —dijo Sanin, levantándose—, pero seríapara mí un encanto dar un paseo con usted.

—Entonces, deme el brazo… No se asuste, aquí no está suprometida… Y no tiene nada que temer.

Sanin respondió con una sonrisa forzada. Cada vez que laseñora Pólozov hablaba de su futura, sentía una impresióndesagradable. Sin embargo, se inclinó rápido y con aire sumi-so… El brazo de María Nikoláevna se posó cómoda y lenta-mente en el suyo, resbalando y adhiriéndose a él.

—Vamos por aquí —dijo, apoyando en el hombro la sombri-lla abierta—. Estoy como en mi casa en este parque; voy aenseñarle los sitios bonitos. ¿Y sabe usted una cosa? —em-pleaba a menudo esta muletilla—. Ahora no hablaremos de suasunto; nos ocuparemos de él después del desayuno. Ahorahábleme de usted…, a fin de que sepa yo con quién trato. Yluego, si usted quiere, le hablaré de mí. ¿Le parece?

—Pero, María Nikoláevna, ¿qué puede haber en mí de inte-resante para usted?

—Espere, espere, no ha comprendido bien. No crea que quierohacerme la coqueta con usted —dijo la señora Pólozov, enco-giéndose de hombros—. He aquí un hombre que tiene por no-via una verdadera estatua antigua, ¿e iba yo a coquetear conél? No hay más, sino que usted vende y yo compro. Y quieroconocer su mercancía. Pues bien, ¡hágamela usted ver! No sóloquiero saber lo que compro, sino también a quién se la com-pro. Esa era la regla de conducta de mi padre. Veamos, co-mience… No nos remontemos a su nacimiento; pero, porejemplo, ¿hace mucho tiempo que se encuentra usted en elextranjero? ¿Dónde ha estado usted hasta ahora? Pero no andemuy de prisa, que nadie nos apremia.

—He venido de Italia, donde he pasado algunos meses.—Por lo que veo, se desvive usted por todo lo italiano. Es

muy raro que no encontrase usted por allá el objeto de sus

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ansias. ¿Le gustan a usted las artes? ¿Qué prefiere, la pinturao la música?

—Me gusta el arte en general. Amo todo lo bello.—¿Y la música?—También la música.—A mí no me gusta ni pizca. Sólo me gustan las canciones

rusas, y para eso, en el campo, y sólo en primavera, cuando sebaila, ¿sabe usted…? Los adornos de abalorios, las camisetasrojas, la hierba tiernecita en la pradera, el grato olorcito aheno… ¡Eso es delicioso! Pero no se trata de mí. ¡Hable, pues!¡Cuénteme usted!

Al andar, la señora Pólozov clavaba sus ojos en Sanin. Erabastante alta y su rostro casi llegaba al ras de la cara de él.

Se puso él a narrar, desde luego, bien o mal y casi a pesarsuyo; se abandonó después, y acabó por hablar largo y tendi-do. Lo oía la señora Pólozov con aire muy comprensivo…, yluego, tenía tal aspecto de franqueza, que forzaba a ser fran-cos a los demás. Poseía ese “terrible don de la familiaridad”del que habla el cardenal de Retz.1 Habló Sanin de sus viajes, desu vida en Petersburgo, de su juventud… Si María Nikoláevnahubiera sido una mujer de sociedad, de maneras refinadas,nunca él se hubiera explayado así; pero ella misma se habíapresentado ante él como una niña buena, enemiga de cere-monias. Sin embargo, esa “niña buena” iba junto a él conandar felino, pesando leve sobre su brazo, y estudiando ahurtadillas la expresión de su rostro; marchaba junto a élbajo la figura de una mujer joven que irradiaba esa atracciónardiente y dulce, lánguida y embriagadora, que ciertas natu-ralezas eslavas poseen, para perdición de nosotros, pobrespecadores; pero sólo ciertas naturalezas, y aun así después deun cruce de razas conveniente.

Se prolongaron aquel paseo y aquella conversación durantemás de una hora. No se detuvieron un momento: andaban yandaban sin parar por las interminables alamedas del parque,ya subiendo por la montaña y admirando el paisaje, ya vol-viendo a descender y ocultándose en la sombra impenetrable

1Paul de Gondi (1613-1679), político y escritor francés.

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del valle, y siempre del brazo. Sanin hasta sentía por eso im-pulsos de despecho: nunca había paseado tan largo tiempo conGemma, con su adorada Gemma… ¡Y aquella mujer se habíaadueñado de él! Bastaba ya.

—¿No está usted fatigada? —le preguntó más de una vez.—Nunca me fatigo —respondía ella.Se cruzaron con escasos paseantes; casi todos la saludaban,

unos con respeto, otros con obsequiosidad. A uno de ellos, unjoven moreno, guapo y elegantemente vestido, le gritó ella desdelejos con el más puro acento parisiense: “Conte, vous savez, ilne faut pas venir me voir —ni aujourd’hui, ni demain”.1

El conde se quitó en silencio el sombrero e hizo una profun-da reverencia.

—¿Quién es? —interrogó Sanin, dejándose llevar de esamala costumbre de curiosidad preguntona, propia de todoslos rusos.

—¿Ese? ¡Un franchute…! Hay muchos mariposeando poraquí… También él me corteja. Pero llegó la hora de tomar elcafé. Volvamos a casa; me parece que ya ha habido tiempo paraque le entre a usted apetito. A la hora que es, mi hombre debehaberse quitado ya las lagañas.

“¡Mi hombre! ¡Las lagañas!”, repitió Sanin para sus aden-tros… “¡Y decir que habla con tanta elegancia el francés…!¡Qué pícara mujer!”

Tenía razón la señora Pólozov. Cuando ella y Sanin llegaronal hotel, “su hombre”, o dicho de otro modo, “su boliche”, es-taba ya sentado ante una mesa servida, con su inmutable fezen la cabeza.

—¡Ya no te esperaba! —exclamó gesticulando con cara depocos amigos—. Había resuelto tomar el café sin ti.

—Eso no le hace, no tiene importancia —dijo ella alegre-mente—. ¿Te has enfurruñado? Eso es magnífico para tu sa-lud. Sin eso correrías el peligro de que se te juntasen lasmantecas por completo. Ya ves, te traigo un huésped. ¡Llama

1En francés: Conde, no es necesario que venga a verme —ni hoy, ni ma-ñana.

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a toda prisa! ¡Vamos, tomemos café del mejor, en tazas de por-celana de Sajonia, y sobre un mantel blanco como la nieve!

Se quitó el sombrero y los guantes, y golpeó una mano con-tra la otra.

Pólozov la miraba ceñudo.—¿Qué te pasa, María Nikoláevna, que tanto rebulles hoy?

—preguntó a media voz.—Eso no te importa, Hipólito Sídorovich. ¡Llama! Siéntese,

Dmitri Pávlovich, y tome la segunda taza de café. ¡Ah, quédivertido es mandar! ¡No conozco mayor placer en el mundo!

—Cuando te obedecen —rezongó el marido.—¡Exacto: cuando me obedecen! Eso es, precisamente, lo que

me hace gracia. Sobre todo, contigo; ¡no es así, boliche! ¡Ah,aquí está el café!

En la enorme bandeja que traía el criado había un anunciode teatro. Al momento se apoderó de él la señora Pólozov.

—¡Un drama! —dijo con enfado—. ¡Un drama alemán! Enúltimo término, siempre es menos malo que una comedia ale-mana. Haz que me saquen un palco, una platea, no…, el palcode los extranjeros, la Fremden-Loge —ordenó al criado.

—Pero ¿y si la Fremden-Loge está ya reservada por Su Exce-lencia, el señor gobernador de la ciudad (Seine Exzellenz derHerr Stadt-Direktor)? —se atrevió a decir el criado.

—Dale diez táleros1 a Su Excelencia; pero necesito el palco,¿lo oyes?

El criado bajó la cabeza con aire sumiso.—Dmitri Pávlovich, vendrá usted conmigo al teatro. Los ac-

tores alemanes son detestables, pero vendrá usted… ¿Sí? ¡Sí!¡Qué amable! Y tú, boliche, ¿no vendrás?

—Como gustes —respondió Pólozov con las narices dentrode la taza, que se había aproximado a la boca.

—¿Sabes una cosa? No vengas. No haces más que dormiren el teatro, y luego no entiendes gran cosa el alemán. Heaquí, más bien, lo que deberás hacer: escribe a nuestro admi-nistrador, ¿sabes?, a propósito de nuestro molino, a propósito

1Tálero: Antigua moneda alemana de plata. (N. del E.)

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de la molienda de los aldeanos. Dile que ¡no quiero, no quieroy no quiero! Ya tienes ocupación para toda la velada…

—Bueno, bueno —respondió Pólozov.—Vamos, perfectamente; eres un buen chico. Y ahora, seño-

res, puesto que ya hemos hablado del administrador, ocupé-monos de nuestro importante negocio. Dmitri Pávlovich, encuanto el mozo haya retirado el servicio, nos dirá usted lo queconcierne a su hacienda, en qué consiste, qué precio pide us-ted por ella, cuánto quiere usted como garantía; en una pala-bra, todo, todo. (“Al fin”, pensó Sanin, “¡gracias a Dios!”) Yame ha dicho usted cuatro palabras, lo recuerdo; me describióadmirablemente el jardín, pero “boliche” no estaba con noso-tros… Que escuche: siempre dirá alguna cosa. Me es muy gra-to pensar que puedo facilitar su boda… Le había prometidotratar con usted después del desayuno, y cumplo siempre mispromesas. ¿No es así, Hipólito Sídorovich?

Pólozov se restregó la cara con la palma de la mano y dijo:—La verdad es que nunca engaña a nadie.—¡Nunca! Y jamás engañaré a nadie. Vamos, Dmitri Pávlo-

vich, exponga su asunto, como decimos en el Senado.Sanin se puso a “exponer su asunto”, es decir, a describir de

nuevo su finca; pero entonces ya no habló de la belleza delpaisaje, y se limitó a citar “hechos y cifras”, invocando, de tiem-po en tiempo, el testimonio de Pólozov para confirmar sus ofer-tas. Pero Pólozov no respondía sino con gruñidos y cabezadas.¿Aprobaba o desaprobaba? El mismo demonio no hubierapodido saberlo. Por lo demás, la señora Pólozov se pasaba muybien sin la ayuda de su marido. ¡Dio pruebas de tales aptitudescomerciales y administrativas, que era un asombro! Conocíaal dedillo todos los secretos del gobierno de un predio, se infor-maba cuidadosamente de todo, entraba en todos sus detalles,cada una de sus palabras iba derecha al grano y ponía los pun-tos sobre las íes. Sanin no esperaba semejante examen, y no sehabía preparado para él. Y ese examen duró hora y media. Sa-nin experimentó todas las emociones de un reo en el banquillode los acusados, ante un juez severo y perspicaz. “¡Pero esto esun interrogatorio!”, se decía con angustia. Al preguntarle, se

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reía la señora Pólozov, como para indicar que aquello era unabroma; mas no por eso se sentía a gusto Sanin, y le goteaba elsudor de la frente cuando en el curso de aquel “interrogato-rio” se veía obligado a dejar ver que comprendía con hartavaguedad los términos técnicos como “hijuelas” o “tierra delabor”.

—¡Muy bien! —dijo por fin la señora Pólozov—. Ahora co-nozco su posesión…, lo mismo que usted. ¿Cuánto pide ustedpor alma? (Por aquella época, como se sabe, el valor de unapropiedad rústica se fundaba en el número de campesinos sier-vos que contenía.)

—Pues…, me parece… que no se puede pedir menos de qui-nientos rublos —dijo Sanin con esfuerzo. (¡Oh, Pantaleone,Pantaleone! ¿Dónde estás? Ahora hubiera sido el verdaderomomento oportuno de que exclamases: Barbari!”)

María Nikoláevna alzó los ojos como reflexionando, y resol-vió por fin:

—A fe mía, no me parece exagerado el precio. Pero me hetomado dos días de plazo, y tendrá que esperar usted hastamañana. Creo que nos entenderemos, y entonces me dirá cuán-to quiere en prenda. Y ahora basta cosi!1 —dijo con viveza, alver que Sanin iba a hablar—. Basta de ocuparnos del vil me-tal… à demain les affaire!2 ¿Sabe usted? Ahora le permito irsehasta… —miró la hora en un relojito esmaltado que llevabaen la cintura— hasta las tres. Hay que darle a usted tiempo derespirar. Váyase a la ruleta.

—No juego a ningún juego de azar —dijo Sanin.—¡Imposible! Pero indudablemente es usted la perfección en

persona. Por supuesto, yo tampoco juego. Encuentro absurdoeso de ir a perder el dinero a ciencia cierta. Pero vaya usted ala sala de juego y mire las caras. Las hay de rechupete. Veráuna vieja bigotuda, magnífica. Va también un príncipe, paisa-no nuestro, que tampoco está mal: tiene un porte majestuoso,la nariz aguileña, y cuando pone en el tapete un tálero, se hace1En italiano: Se acabó.2En francés: Para mañana los negocios.

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a escondidas la señal de la cruz debajo del chaleco. Lea ustedlas revistas, paséese, haga lo que quiera, en una palabra… Ya las tres, lo espero… de pied ferme.1 Tendremos que comermás temprano. Entre estos pícaros de alemanes, los teatros seabren a las seis y media —y le tendió la mano, diciéndole—:“Sans rancune, n’est ce pas?”2

—¡Oh, María Nikoláevna! ¿Por qué la he de querer mal?—Porque lo he martirizado. Aguarde, que aún no sabe usted

lo que le espera. ¡Hasta la vista! —añadió entornando los ojos;y todos sus hoyuelos aparecieron a la vez en sus mejillas, quese pusieron como la grana.

Se inclinó Sanin y salió. Una alegre carcajada resonó detrásde él, y he aquí la escena que vio reflejarse en un espejo por de-lante del cual pasaba en ese momento: la señora Pólozov lehabía metido el fez hasta las narices a su marido, quien se re-sistía dando manotazos al aire débilmente con ambas manos.

1En francés: A pie firme.2En francés: Sin rencor, ¿no es así?

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XXXVII

¡Oh, qué hondo suspiro de alegría exhaló Sanin al encontrarseen su cuarto! Sí, María Nikoláevna había dicho la verdad: ne-cesitaba respirar, descansar de todos estos nuevos conocimien-tos, encuentros y conversaciones, de ese extraño vapor que sele subía al cerebro y al corazón, de aquella asombrosa intimi-dad con una mujer que no era absolutamente nada para él. ¿Yen qué momento sucedía eso? ¡Casi al día siguiente en queGemma le había confesado su amor, en que se había hecho suprometida! Pero ¡eso era un sacrilegio! En el fondo de su almapidió mil veces perdón a su casta y pura paloma, aunque nopudo formular ninguna acusación precisa contra sí mismo; milveces besó la crucecita que ella le había dado. Si no hubiesetenido la esperanza de terminar pronto y bien el asunto que lotrajo a Wiesbaden, hubiera huido a todo correr hacia su dulceFrancfort, hacia aquella querida casa que era ya la suya, haciasu Gemma, para arrojarse a sus pies adorados… Pero ¿quéhacer? Era preciso apurar el cáliz hasta las heces, vestirse, ir acomer y desde allí al teatro… ¡Con tal de que al siguiente díapudiera quedarse libre temprano!

Otra cosa lo tenía trastornado y de mal humor. Pensaba conamor, con ternura, con transportes de gratitud, en su queridaGemma, en su existencia cuando viviesen juntos los dos, en lafelicidad que lo aguardaba en lo venidero, y entre tanto aque-lla extraña mujer, aquella señora Pólozov, se erguía sin des-canso… ¡qué digo, se erguía…!, se le “metía” incesantemente

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por lo ojos (así se expresaba Sanin en su despecho, en su cóle-ra); no podía desprenderse de su imagen, ni dejar de oír su vozy sus discursos, ni aun orearse de la impresión del perfumeque exhalaban sus vestidos, perfume particularísimo, fresco,sutil y penetrante como el aroma de los lirios. Es evidente queesa mujer se proponía engatusarlo y burlarse de él… Pero ¿conqué fin? ¿Qué quería? ¿Era un simple capricho de niña mima-da, de mujer rica… y acaso pervertida? ¿Y qué clase de hom-bre era ese marido? ¿Qué tipo de relaciones tenía con su mujer?¿Y a santo de qué se le ponían en la cabeza tales problemas aél, a Sanin, que no tenía ninguna razón para importarle unbledo ni Pólozov ni su mujer? ¿Y por qué no podía desecharesa imagen inoportuna, ni aun en los momentos en que dirigíatodas las aspiraciones de su alma hacia otra imagen luminosay pura como la claridad del día? Aquellos ojos atrevidos de irisacerado, aquellos hoyuelos en las mejillas, aquellas trenzascomo sierpes, ¿todo aquello se había realmente aferrado tantoa él, que no tuviese ya fuerzas para sacudirlo, para arrojarlolejos de sí?

“¡Necedades!”, se dijo. “Mañana todo eso habrá desapareci-do sin dejar rastro… Pero, ¿me dejará partir mañana?”

Mientras se hacía todas estas preguntas, se acercaba la horade las tres. Se puso el frac, y después de dar un paseo por elparque, se dirigió a las habitaciones de los Pólozov.

Encontró en el salón un secretario de embajada, alemán, altocomo un espárrago, rubio, con perfil acaballado y rayita en eltestuz (eso era todavía una novedad por aquel tiempo). Y…,¡oh, sorpresa…! se encontró con su Dönhof, el oficial con quiense había batido pocos días antes. Lo que menos esperaba eraencontrarlo en aquel salón; sin embargo, reprimiendo unainvoluntaria turbación, cruzó con él un saludo.

—¿Se conocen ustedes? —preguntó la señora Pólozov, a quienno le había pasado inadvertido el desasosiego de Sanin.

—Sí, ya he tenido el honor… —dijo Dönhof, e inclinándoseligeramente hacia María Nikoláevna, añadió a media voz conuna sonrisa—: Es él mismo…, su compatriota…, el ruso dequien le he hablado.

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—¡Imposible! —dijo ella en el mismo tono, amenazándolocon el dedo. Y enseguida se creyó en el caso de despedirlo, asícomo al secretario larguirucho, quien, según todas las aparien-cias, estaba enamorado de ella hasta morir, porque cada vezque la miraba abría una boca de a palmo. Dönhof se retiró enel acto, con la amable sumisión de un amigo de la casa quecomprende con media palabra lo que de él se exige. En cuantoal secretario, tenía ganas de remolonear. Pero María Niko-láevna lo despachó sin la menor ceremonia.

—Váyase usted con su soberana —le dijo. Por aquel enton-ces se hallaba en Wiesbaden cierta principessa di Monaco queparecía enteramente una ramera de ínfimo orden—. ¿Qué tie-ne usted que hacer en casa de una plebeya como yo?

—Permítame usted, señora —replicó el malaventurado se-cretario—; todas las princesas del mundo…

Pero la señora Pólozov no tuvo piedad. Se marchó el secreta-rio, con su raya cogotera y todo.

María Nikoláevna iba vestida aquel día como “mejor le sen-taba”, según el dicho de nuestras abuelas. Llevaba un trajede tafetán de color rosa, con mangas à la Fontanges,1 y ungran brillante en cada oreja. No relumbraban menos sus ojosque sus diamantes; parecía estar de buen humor y se sentíadichosa.

Hizo a Sanin sentarse junto a ella y se puso a hablarle deParís, adonde iba a marchar a los pocos días; de los alemanes,que la irritaban, y —según ella— son necios cuando quierenparecer listos, y tienen ingenio a destiempo cuando quieren serbestias. De pronto, le preguntó a quemarropa:

—¿Es cierto que hace poco se batió usted por una dama, conese oficial que acaba de estar aquí?

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Sanin estupefacto.—No hay cosa que yo no sepa, Dmitri Pávlovich. Pero tam-

bién sé que tenía usted razón una y mil veces, y que se condujocomo un cumplido caballero. Dígame, ¿es su novia aquella

1Marie-Angélique, duquesa de Fontanges (1661-1681), fue de 1678 a 1680la favorita de Luis XIV, el Rey Sol (1638-1715). (N. del E.)

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dama? —Sanin frunció ligeramente el entrecejo—. No digonada, ya no digo nada más —se apresuró a añadir la señoraPólozov—. Eso le disgusta a usted; perdóneme, ¡no lo volveréa hacer! ¡No se enfade!

En ese momento salió Pólozov de la estancia inmediata, conun periódico en la mano.

—¿Qué hay? ¿Está puesta la mesa?—Enseguida van a servir la comida. Pero mira lo que acabo de

leer en La Abeja del Norte… El príncipe Gromobói ha muerto.La señora Pólozov levantó la cabeza.—¡Dios lo tenga en la gloria! Todos los años —prosiguió, di-

rigiéndose a Sanin—, en el día de mi cumpleaños, por febrero,llenaba de camelias todas las habitaciones. Pero eso no basta-ría para hacerme pasar el invierno en Petersburgo. ¿Qué edadtenía? ¿Sesenta cumplidos? —preguntó a su marido.

—¡Sí! Describen su entierro en el periódico. Toda la corteestuvo en él. Y mira unos versos que con este motivo ha hechoel príncipe Kovrizhkin.

—¡Ah! Muy bien.—¿Quieres que te los lea? El príncipe lo llama “hombre de

buen consejo”.—No me conformo. “¡Hombre de buen consejo!” Era senci-

llamente el hombre de Tatiana Yúrievna. Vamos a comer. Losvivos deben pensar en vivir. Dmitri Pávlovich, su brazo.

La comida fue espléndida, como la víspera, y animadísima. Laseñora Pólozov sabía narrar muy bien; raro don en las muje-res, sobre todo en las mujeres rusas. No se paraba en conside-raciones para expresar su pensamiento; sobre todo, a suscompatriotas no les dejó hueso sano. Más de una palabra atre-vida y oportuna provocó la risa de Sanin. Lo que ella detestabamás que nada era la hipocresía, las frases presuntuosas y lamentira… ¡Y las encontraba en casi todas partes! Halló en losrecuerdos de su infancia anécdotas bastante extrañas acercade su parentela. Hacía gala y se ufanaba del humilde mediodonde había comenzado su vida, diciendo:

—Yo he usado laptis (zuecos de corteza), como NataliaKirílovna Naríchkina, la madre de Pedro el Grande.

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Sanin pudo convencerse de que ella había pasado ya pormuchas más pruebas que la mayoría de las mujeres de su edad.

Pólozov comía concienzudamente, bebía con atención y selimitaba a fijar de vez en cuando en Sanin y en su mujer unamirada de sus pupilas blanquecinas, en apariencia ciegas y enrealidad muy penetrantes.

—¡Eres un encanto! —exclamó la señora Pólozov, dirigién-dose a él—. ¡Qué bien has hecho todos mis encargos enFrancfort! En recompensa, te habría besado en la frente; perono hubieras tenido interés en ello.

—No tengo interés en ello —respondió Pólozov, cortando conel cuchillo de plata una piña de América.

María Nikoláevna lo miró, tamborileando en la mesa con laspuntas de los dedos.

—¿Entonces, subsiste nuestra apuesta? —dijo con aire sig-nificativo.

—Subsiste.—Perfectamente. Tú perderás.Pólozov sacó hacia delante la mandíbula, y dijo:—¡Hum! Por esta vez, María Nikoláevna, por más que eches

manos de todos tus recursos, se me figura que perderás.—¿A propósito de qué es esa apuesta? ¿Se puede saber? —pre-

guntó Sanin.—No… ¡todavía no! —respondió la señora Pólozov, prorrum-

piendo en carcajadas.Dieron las siete. El criado anunció que el coche estaba a la

puerta. Pólozov dio algunos pasos para acompañar a su mujer,y se volvió inmediatamente a su butaca.

—¡Mucho ojo, no te olvides de la carta al administrador! —ledijo a gritos la señora Pólozov desde la antesala.

—La escribiré, no te preocupes. Soy una persona formal.

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XXXVIII

En 1840 el teatro de Wiesbaden tenía un aspecto ruin; y lacompañía, en su pomposa y mísera vulgaridad, en su rutinatrivialmente concienzuda, no excedía el grueso de un cabellodel nivel normal de todos los teatros alemanes de hoy, nivel deque en estos últimos tiempos daba exacta medida la compañíade Karlsruhe, bajo la “ilustre dirección del señor Devrient”.

Detrás del palco tomado por “Su Alteza, la señora vonPólozov” (¡sabe Dios cómo se las arreglaría el criado para con-seguirlo, pues es claro que no sobornaría al Stadt-Direktor!),había una pequeña pieza rodeada de divanes. Antes de entrarallí, la señora Pólozov rogó a Sanin que corriese el biombo queseparaba el palco del teatro.

—No quiero que me vean —dijo—; de lo contrario, todos vana venir.

Lo hizo colocarse junto a ella, vuelto de espaldas al teatro, demanera que el palco pareciese vacío.

La orquesta tocó la obertura de Las bodas de Fígaro.1 Sealzó el telón y comenzó la obra.

Era una de esas innumerables lucubraciones dramáticas enque autores eruditos, pero sin talento, desenvolvían con sumotrabajo e igual inhabilidad, con un lenguaje farragoso y sinvida, alguna “idea profunda” o “de interés palpitante”, y donde,

1Las bodas de Fígaro: Ópera compuesta en 1786 por el compositor austría-co Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791). (N. del E.)

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al presentar lo que llamaban un conflicto trágico, producíanun aburrimiento… que tentado estoy de llamar asiático, por-que hay un cólera con este mismo nombre. La señora Pólozovescuchó con paciencia la mitad del acto; pero cuando, entera-do el primer galán de la traición de su amada (iba vestido conun redingote de color canela, de mangas anchas y cuello de ter-ciopelo, chaleco a rayas con botones de nácar, calzón verde conpolainas de cuero charolado y guantes de gamuza blancos), sellevó ambas manos al pecho, y, sacando los codos en ángulorecto, comenzó a aullar exactamente lo mismo que un perro,la señora Pólozov ya no pudo aguantar más.

—El último actor francés del último teatrico de provinciainterpreta mejor y con más naturalidad que la primera de lascelebridades alemanas —exclamó indignada, y se retiró alantepalco, y, dando con la mano en el sitio vacío junto a ella enel diván, dijo a Sanin:

—Venga usted a sentarse aquí; charlemos un poco.Obedeció Sanin, y la señora Pólozov se le quedó mirando:—Es usted dócil, por lo que veo; su mujer hará buenas migas

con usted. Ese payaso —continuó, señalando con el abanico alactor que seguía con sus aullidos (representaba un papel depreceptor)—, ese payaso me recuerda mi juventud. Yo tam-bién estuve enamorada de un preceptor. Era mi primera, no,mi segunda pasión. La primera fue por un hermano lego delmonasterio de Donskói. Tenía yo doce años y sólo lo veía losdomingos. Llevaba puesta una sotanita de terciopelo, se per-fumaba con agua de alhucema, y cuando cruzaba por entre elgentío, incensario en mano, decía en francés a las señoras:“Pardon, excusez!1 Nunca levantaba la vista, y tenía unas pes-tañas, mire usted, ¡así de largas! —la señora Pólozov midiócon la uña del pulgar la mitad del dedo meñique de la mismamano—. Mi preceptor se llamaba monsieur Gastón. Debo de-cir a usted que era un hombre terriblemente sabio y muy se-vero, un suizo. ¡Y qué enérgica cabeza, patillas negras como elébano, perfil griego y labios que parecían de hierro cincelado!

1En francés: ¡Perdón, excúsenme!

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¡Le tenía un miedo! Es el único hombre a quien he tenido mie-do en mi vida. Era preceptor de mi hermano, quien murió des-pués… ¡ahogado! Una gitana me predijo que también yomoriría de muerte violenta; pero esas son necedades. No creoen esas cosas. Figúrese usted a Hipólito Sídorovich ¡con unpuñal en la mano…!

—Se puede morir de otro modo que no sea de una puñalada—objetó Sanin.

—Esas son tonterías. ¿Es usted supersticioso? Yo, ni pizca. Yluego, no se evita lo que tiene que suceder. Monsieur Gastónvivía en nuestra casa, encima de mi habitación. Recuerdo quea veces me despertaba de noche y oía sus pasos (se acostabamuy tarde), y mi corazón desfallecía de adoración…, o de otrosentimiento muy diferente. Mi padre apenas sabía leer y escri-bir, pero nos hizo dar una buena educación. ¿Sabe usted quecomprendo el latín?

—¡Usted! ¿El latín?—Sí…, yo, me lo enseñó monsieur Gastón; he leído con él

toda la Eneida.1 Es muy aburrida, pero tiene algunos pasajesbonitos. ¿Recuerda usted cuando Dido y Eneas, en el bosque…?

—Sí, sí, lo recuerdo —se apresuró a decir Sanin. Hacía mu-cho tiempo que había olvidado el latín, y nunca se familiarizócon la Eneida.

Lo miró la señora Pólozov, según su costumbre, un poco delado y de arriba abajo.

—Sin embargo, no vaya usted a creer que soy una sabihon-da. ¡Dios mío, eso no! No soy una marisabidilla, ni tampocoposeo ningún talento. Apenas sé escribir, ¡de veras! No sé leeren voz alta, ni tocar el piano, ni dibujar, ni coser, ¡nada! Ahora,ya me conoce usted, ¡se acabó! —dijo separando los brazos—.Le cuento a usted todo esto, en primer término, por no oír aesos gaznápiros —añadió, señalando al escenario, donde el actorhabía cedido el primer plano a una actriz que aullaba lo mis-mo que él, también con los codos hacia delante—; y después,

1Eneida: Obra maestra de la literatura latina compuesta por Virgilio (70-19a.C.). (N. del E.)

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porque estaba en deuda con usted: ¡ayer no me habló ustedmás que de sí mismo!

—Tuvo usted a bien interrogarme —objetó Sanin. MaríaNikoláevna se volvió bruscamente hacia él.

—¿Y usted no tiene deseos de saber qué clase de mujer soyyo? Por supuesto, no me extraña —agregó dejándose otra vezcaer en los almohadones del diván—. Un hombre que va a ca-sarse, y además por amor, y después de un desafío… ¡cómo hade tener tiempo de pensar en otra cosa!

Con aire pensativo, la señora Pólozov se puso a morder elmango del abanico con sus dientes algo grandes, pero iguales yblancos como la leche. Y Sanin aún sentía subírsele a la cabezaaquel vapor que le parecía envolverlo desde la víspera.

La conversación entre la señora Pólozov y él era a mediavoz, casi un cuchicheo, y eso lo irritaba y agitaba aún más…

¿Cuándo concluiría todo aquello?Los caracteres débiles nunca determinan nada por su cuen-

ta; siempre esperan que venga por sí solo el desenlace.En ese instante, alguien estornudó en el escenario; el autor

había acotado en su obra ese estornudo, a manera de “elemen-to o momento cómico”. Claro está que ese era el único elementocómico de la pieza, y se echaron a reír los espectadores diverti-dos por ese “momento”.

Esa risa encolerizó a Sanin.A veces no sabía a ciencia cierta si estaba alegre o furioso,

si se aburría o se recreaba. ¡Ah, si Gemma lo hubiese visto!—¡Verdaderamente, es muy extraño! —dijo de pronto María

Nikoláevna—. Un hombre dice lo más tranquilo del mundo:“Tengo la intención de casarme”. Y nadie dice con tranquili-dad: “Tengo la intención de tirarme al agua”. Y sin embargo,¿qué diferencia hay? Eso es extraño, ¡de veras!

Sanin hizo un movimiento de impaciencia.—¡Hay gran diferencia, señora! Hay gente que de ningún

modo teme tirarse al agua: los que saben nadar. En cuanto a laextrañeza de ciertos matrimonios…, puesto que hemos llega-do a hablar de eso…

Se detuvo y se mordió la lengua.

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1Franz Liszt (1811-1886), compositor y pianista húngaro.

La señora Pólozov le dio en la palma de la mano un golpecitocon el abanico.

—Siga usted, Dmitri Pávlovich, siga. Sé lo que va a decirme:“Puesto que hemos llegado a hablar de eso, tenga la bondad,señora, de decirme si puede imaginarse nada más estrafalarioque su casamiento, puesto que conozco a su marido desde lainfancia”. Eso es lo que iba a decirme usted, que sabe nadar.

—Dispénseme… —empezó Sanin.—¡Qué! ¿No es así, no es así? —repitió con insistencia ella—.

Vamos, míreme de frente y dígame si me equivoco.Sanin ya no supo dónde esconder los ojos, y al cabo dijo:—Pues bien… ¡Sí…!, es verdad, puesto que me exige usted

que sea completamente franco.María Nikoláevna movió la cabeza:—Sí… sí… ¿Y no se pregunta usted, que sabe nadar tan bien,

cuál ha podido ser el motivo de una acción tan… estrambótica,por parte de una mujer que no es ni pobre, ni tonta…, ni fea? Esotal vez a usted no le interese. No importa: le diré el motivo; noahora, sino dentro de poco, cuando se acabe el entreacto. Siem-pre estoy con miedo de que entre alguien.

En efecto, no bien dijo esta frase la señora Pólozov, se entre-abrió la puerta exterior del palco y vieron entrar en él unacara rubicunda y reluciente, joven aún pero desdentada ya, denariz colgante, melenas largas y lacias, orejas enormes comolas de un murciélago, y unos ojitos curiosos y obtusos tras loscristales de sus lentes de oro. Dio un vistazo en redondo alpalco, vio a la señora Pólozov, tomó una expresión obsequiosa,y, reverencioso, se inclinó… Se alargó enseguida un pescuezosurcado por gruesas venas salientes…

La señora Pólozov agitó con rapidez el pañuelo, como paraahuyentar un insecto inoportuno.

—¡No estoy aquí! (Ich bin nicht zu Hause… Kch… Kch!)La carátula se sonrió con aire de asombro y de contrariedad,

diciendo con voz hiposa, a imitación de Liszt,1 a cuyos pies yase había arrastrado una vez:

—¡Muy bien, muy bien! (Sehr gut! Sehr gut!) —y desapareció.

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—¿Quién es ese personaje? —preguntó Sanin.—¿Eso…? Es el crítico de Wiesbaden; Litterat o lacayo, como

usted guste. Por ahora, está a sueldo del empresario, y, por consi-guiente, tiene la obligación de elogiarlo todo y extasiarse conmotivo de todo; pero en el fondo, es un amasijo de horriblebilis, que ni siquiera se atreve a derramarla. No estoy tranqui-la. Horriblemente chismoso, va a ir contando por todas partesque estoy en el teatro. ¡Bah, me da igual!

La orquesta tocó un vals; se levantó el telón… En el escenariovolvieron a más y mejor las contorsiones y los aullidos.

—Vamos —dijo la señora Pólozov, sentándose en el diván—;puesto que lo he atrapado y se ve obligado a hacerme compa-ñía, en vez de disfrutar de la sociedad de su novia… No gireusted así los ojos, ni se encolerice…, lo comprendo, y ya le heprometido devolverle su libertad plena y absoluta, pero ahoraescuche mi confesión. ¿Quiere usted saber lo que amo por en-cima de todas las cosas?

—¡La libertad! —sugirió Sanin.Al oír esta respuesta, la señora Pólozov puso su mano sobre

la mano de él, y dijo con particular acento, y una voz graveimpregnada de evidente franqueza:

—Sí, Dmitri Pávlovich: la libertad, ante todo y sobre todo. Yno se figure que hago de ello gala, no hay por qué alardear;sólo que así será hasta el día de mi muerte. En mi infancia vimuy de cerca la servidumbre, y he sufrido demasiado por esacausa. Mi preceptor, monsieur Gastón, fue quien me abrió losojos. Tal vez comprenda usted ahora por qué me he casado conHipólito Sídorovich; con él soy libre, ¡completamente libre,como el aire, como el viento…! Y yo sabía esto antes de casar-me; sabía que con él iba a ser libre como un cosaco —la señoraPólozov guardó silencio un instante y dejó a un lado el abani-co, luego prosiguió así—: Otra cosa le diré: no detesto el medi-tar…, es divertido, y además, para eso se nos ha dado elentendimiento. Pero en cuanto a reflexionar las consecuen-cias de mis acciones, jamás lo hago, y me importa un bledo demí misma, y no me quejo… ¿Para qué me serviría? Tengo unproverbio para mi uso: “esto no tiene consecuencias”. No sécómo traducirlo al ruso. Y en verdad, ¿qué es lo que tiene

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consecuencias? Aquí, en la tierra, no me pedirán cuenta demis acciones, y allá arriba —levantó un dedo—, allá abajo…,que se las arreglen como quieran. ¡Cuando me juzguen allá, yano seré yo! ¿Me escucha usted? ¿No le aburren mis palabras?

Sanin escuchaba inclinado; levantó la cabeza.—No me aburre de ningún modo, María Nikoláevna, y la

escucho con curiosidad. Sólo que…, lo confieso…, me pregun-to por qué me dice usted todo esto.

La señora Pólozov se movió apenas hacia él en el diván.—Se pregunta usted… ¿Es usted tan tardo de comprensión…

o tan modesto?Sanin levantó más la cabeza.—Le digo todo esto —continuó María Nikoláevna en un tono

tranquilo, nada en armonía con la expresión de su cara— por-que me gusta usted mucho. Sí, no se asombre, no es broma;porque después de haberlo encontrado, me desagradaría pen-sar que usted conservase de mí una impresión… favorable odesfavorable, eso me sería igual…, sino falsa. Por eso lo hetraído aquí, por eso estoy a solas con usted y le hablo con tantafranqueza… Sí, sí, con franqueza. Yo no miento. Y fíjese ustedbien, Dmitri Pávlovich, sé que está usted enamorado de otra yque va a casarse con ella… Así, ¡haga usted justicia a mi desin-terés! Y mire: esta es una buena ocasión de que diga usted a suvez: “esto no tiene consecuencias”.

Se echó a reír, pero se detuvo de pronto y permaneció inmó-vil, como sorprendida de sus propias palabras; sus ojos, por locomún tan alegres y atrevidos, adquirieron por un instanteuna expresión como de timidez y hasta de tristeza.

“¡Serpiente! ¡Ah, qué serpiente!”, dijo Sanin para sus aden-tros. “¡Pero qué bonita serpiente!”

—Deme usted mis gemelos —pidió de pronto la señoraPólozov—. Tengo ganas de ver si esa dama joven es en reali-dad tan fea. De veras parece que el gobierno la ha elegido conun propósito moral, con el fin de moderar los ardores de lajuventud.

Sanin le dio los gemelos. Al tomarlos ella, envolvió con am-bas manos los dedos del joven, con una presión fugaz y casiinsensible.

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—No ponga usted esa cara tan mustia —murmuró sonrien-do—. Atienda: no tolero que se me pongan cadenas, pero tam-poco quiero encadenar a los demás. Me gusta la libertad yrechazo las ligaduras, pero no para mí sola. Y ahora, apárteseun poco y oigamos la comedia.

La señora Pólozov asestó los gemelos al escenario y Sanintambién miró a la escena, sentándose junto a ella en la pe-numbra del palco y aspirando involuntariamente el tibio per-fume de aquel cuerpo encantador; le daba vueltas en la cabeza,también de un modo involuntario, todo lo que aquella mujerle había dicho en el transcurso de la velada, principalmenteen los últimos minutos…

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XXXIX

La representación duró aún más de una hora, pero Sanin y laseñora Pólozov no tardaron en separar la vista del escenario.Se reanudó entre ellos la conversación, siempre sobre el mis-mo asunto; pero aquella vez Sanin estuvo menos silencioso.Interiormente se sentía molesto contra sí mismo y contra laseñora Pólozov, esforzándose en demostrarle la poca solidezde su “teoría”; ¡como si a ella le importase un comino su teo-ría! Se puso a discutir con ella, cosa que la regocijó en susadentros. Cuando se discute, se hacen concesiones o se van ahacer. Ya no se alejaba del cebo, se amansaba y ya no era tanindómito. Le hacía objeciones ella, se reía, cedía, se quedabameditabunda, atacaba de nuevo…, y entre tanto, se acercabanpoquito a poco sus caras, y Sanin ya no volvía los ojos a otrolado cuando ella lo miraba. Los ojos de la señora Pólozov pare-cían vagar con lentitud por todas las facciones de Sanin, yeste, en cambio, le dirigía una sonrisa galante, es cierto, peroa la postre una sonrisa. A ella le gustaba que él se hubieralanzado a temas abstractos, a razonar acerca de la sinceridaden las relaciones, respecto a los deberes sagrados del amor ydel matrimonio… Estos temas abstractos son una cosa exce-lente en los comienzos… como puntos de partida…

Los muy conocedores de la señora Pólozov aseguraban quecuando su firme y potente naturaleza parecía de pronto te-ñirse con una especie de reservada ternura y casi de pudorvirginal (no se sabía de dónde lo sacaba), entonces, ¡oh,

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entonces, el asunto tomaba un giro peligroso! Y esta vez tam-bién para Sanin.

¡Cómo se hubiera despreciado este si hubiera podido mirar-se por dentro a sí mismo! Pero no tenía tiempo de mirarse pordentro, ni de menospreciarse.

Ella, por su parte, no perdía un segundo. ¡Y todo única-mente porque Sanin era un guapísimo mozo! Algunas vecesno se puede menos que decir: “¡de qué depende la perdición ola salvación!”

Terminada la obra, la señora Pólozov rogó a Sanin que le pu-siese el chal, y permaneció inmóvil mientras envolvía él con elsuave tejido aquellos hombros verdaderamente regios. Luegose colgó del brazo de Sanin, salió al corredor, y faltó poco paraque no diese un grito: en la misma puerta del palco surgióDönhof como un fantasma, y detrás de él la ruin persona delcrítico wiesbadenés. La oleosa cara del Litterat irradiaba ma-ligna satisfacción.

—¿Quiere usted, señora, que haga acercar su coche? —dijoel oficialito con un temblor de ira mal reprimida en la voz.

—No, gracias, mi lacayo se ocupará de eso —contestó ella envoz alta, y añadió quedo, con tono imperioso—: ¡Déjenme!

Y se alejó con presteza, arrastrando consigo a Sanin.—¡Váyase usted al diablo! ¿Por qué me lo encuentro a usted

hasta en la sopa? —vociferó de repente Dönhof encarándosecon el Litterat, pues necesitaba descargar contra alguien surabia.

—Sehr gut, sehr gut! —masculló el Litterat, eclipsándose.El lacayo, que estaba esperando en el vestíbulo, hizo acer-

carse al cochero; subió ligera la señora Pólozov, y Sanin se lan-zó detrás. Se cerró con estrépito la portezuela, y María Niko-láevna soltó la carcajada.

—¿De qué se ríe usted?—¡Ah, perdóneme, se lo ruego…!, pero se me ha ocurrido la

idea de que si Dönhof se batiese con usted por segunda vez ypor mi causa…, eso sería muy chistoso, ¿no es así?

—¿Tiene usted mucha intimidad con él? —preguntó Sanin.

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—¿Con él? ¿Con ese mocoso? Me galantea, nada más. ¡Esteseusted tranquilo!

—¡Pero si estoy perfectamente tranquilo!—Sí, sé que usted está tranquilo —dijo la señora Pólozov, exha-

lando un suspiro—. Pero voy a decirle una cosa: usted, que es tangalante, no puede rechazar mi último ruego. No olvide que partodentro de tres días para París, y que usted regresa a Francfort.¡Quién sabe cuándo volveremos a vernos!

—¿Qué petición me quiere usted hacer?—¿De seguro que sabrá usted montar a caballo?—Sí.—Pues bien, hela aquí: mañana por la mañana me lo llevo a

usted conmigo; iremos a dar un paseo por las afueras de laciudad. Llevaremos excelentes caballos. Volveremos después,terminamos el negocio y… amén. No proteste usted, no mediga que eso es un capricho, que estoy loca. Quizás todo ellosea verdad, pero limítese a decir: “Acepto”.

La señora Pólozov se había vuelto de cara a Sanin. El inte-rior del carruaje estaba oscuro, pero brillaban sus ojos en laoscuridad.

—Pues bien: acepto —dijo Sanin, suspirando.—¡Ah, suspira usted! —dijo la señora Pólozov, imitándolo—.

Ese suspiro significa: han echado el vino, hay que beberlo. Puesno, no…, usted es galante, encantador, y yo cumpliré mi pro-mesa. He aquí mi mano sin guante, la mano derecha, la manoque firma. Tómela usted y crea en su apretón. Qué clase demujer soy, no lo sé; pero soy formal, y pueden cerrarse tratosconmigo.

Sin darse muy exacta cuenta de lo que hacía, Sanin se llevó alos labios aquella mano. La señora Pólozov la retiró con dulzu-ra y no dijo nada más hasta que el carruaje se detuvo.

Se levantó para apearse… ¿Pero qué… (¿fue alucinación deSanin o un contacto, rápido y ardiente?) rozó su mejilla?

—¡Hasta mañana! —murmuró María Nikoláevna en la esca-lera, iluminada por las cuatro bujías de un candelabro que a lallegada de la señora había tomado un lacayo todo galoneadode oro. Tenía ella los ojos bajos.

—¡Hasta mañana!

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De regreso a su cuarto, Sanin encontró encima de la mesauna carta de Gemma. Tuvo un impulso de miedo, seguido muypronto de otro impulso de alegría, con el cual quiso ocultarse así mismo el temor que acababa de experimentar. La carta sóloera de cuatro líneas. Gemma se congratulaba de ver tan bienempezado el asunto, le aconsejaba paciencia, añadiendo quetodos estaban bien de salud y se alegraban de antemano con laidea de su regreso. Sanin halló un poco seca esta carta; sinembargo, tomó pluma y papel… pero los dejó enseguida. “¿Paraqué escribir? Mañana regreso… ¡Ya era hora!”

Se metió en la cama sin tardanza, e hizo todos los esfuerzosposibles para dormirse pronto. Si hubiese permanecido de piey despierto, de seguro que hubiera pensado en Gemma; perosentía una especie de vergüenza al pensar en ella. Su concien-cia estaba desasosegada. Pero se tranquilizaba diciéndose quetodo quedaría concluido por completo al día siguiente, que sealejaría para siempre de aquella antojadiza mujer y que olvi-daría todas esas estupideces.

Las personas débiles, cuando hablan consigo mismas, se com-placen en emplear expresiones enérgicas.

Y además… “¡eso no tiene consecuencias!”

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XL

Esto era lo que pensaba Sanin a la hora de acostarse. Pero lahistoria no dice nada acerca de las reflexiones que hizo a la ma-ñana siguiente, cuando la señora Pólozov, llamando a su puer-ta con algunos golpecitos impacientes, dados con el puño decoral de la fusta, apareció en el umbral del cuarto con la colade su amazona de tela azul oscuro recogida en un brazo, unsombrerito de hombre puesto sobre los gruesos rizos de suscabellos, el velo hacia atrás, y los labios, los ojos y todo el ros-tro iluminados por una sonrisa provocativa.

—¡Vamos! ¿Está usted dispuesto? —dijo con voz alegre.Por única respuesta, Sanin se abrochó en silencio el redingote

y tomó el sombrero. La señora Pólozov le clavó una miradaviva, hizo una señal con la cabeza y bajó rápida la escalera.Sanin se lanzó en pos de ella.

Los caballos esperaban ya delante del pórtico. Eran tres: unoalazán dorado, yegua de pura sangre, de cabeza enjuta, ojosnegros saltones, patas de ciervo, un poco flaca, pero elegantede formas y ardiente como el fuego, era para la señora Pólozov;el segundo, grande, robusto, de un negro sin mancha, era paraSanin; el tercero para el lacayito.

María Nikoláevna montó con ligereza en la yegua, quegallardeó en el sitio, levantó la cola y se encabritó; pero la se-ñora Pólozov, excelente jinete, la dominó. Aún había que des-pedirse de Pólozov, quien, con su faz inmutable y su flotantebata, había aparecido en el balcón; agitaba un pañuelo de

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batista. Preciso es decir que con un aire poco risueño y hastaenfurruñado. Montó Sanin, María Nikoláevna saludó a Pólozovcon la punta de la fusta y cruzó de un latigazo el cuello arquea-do y plano de su cabalgadura. Esta se encabritó, dio un saltode carnero, y después, domada, estremeciéndose, tascando elfreno, sorbiendo aire y jadeando, comenzó a andar con pasomenudo y firme. Sanin la siguió, mirando a María Nikoláevna,cuyo talle esbelto y flexible, modelado por un corsé que lo di-bujaba sin oprimirlo, se cimbreaba con aplomo y gracia. Volvióla cabeza y lo llamó con la mirada. Sanin se le reunió.

—¿Ve usted qué hermosura? Se lo digo ahora, antes de sepa-rarnos: “es usted adorable, y no se arrepentirá”.

Apoyó estas últimas palabras con un reiterado movimientoafirmativo de cabeza, como para hacerle comprender mejor susignificado.

Parecía tan dichosa, que Sanin se quedó absorto. Su carahasta había tomado esa expresión seria que se advierte en losniños cuando están en el colmo de la satisfacción.

Fueron al paso hasta la próxima ronda; después se lanzaron atrote largo por la carretera. El día era espléndido, un verdaderodía de verano; el viento soplaba de frente, silbando en los oídoscon un ruido agradable. Estaban contentos; se sentían jóvenes,sanos, libres; un ímpetu irresistible se apoderó de los dos, y esasensación aumentaba por instantes.

María Nikoláevna refrenó su caballo y luego continuó al paso;Sanin siguió su ejemplo.

—Sí —dijo María Nikoláevna, exhalando un suspiro hondo yfeliz—, sí, sólo por esto merece la pena vivir: haber conseguidohacer lo que se quería, lo que parecía imposible, y meterse enello hasta aquí —y al decirlo, se pasó la mano por el cuello—.¡Y qué buena se siente una entonces! Yo, por ejemplo, ¡québuena soy… en este momento! Me dan ganas de abrazar a todoel mundo. ¡No, a todo el mundo no! A ese no lo abrazaría —yseñaló con la fusta a un anciano pobremente vestido que cami-naba por la cuneta—. Pero estoy dispuesta a hacerlo feliz.¡Tome usted! —le gritó en alemán mientras arrojaba a sus pies

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una bolsita de dinero. El pesado saquito (entonces no se cono-cían los monederos) tintineó al chocar contra el suelo. El ca-minante se detuvo asombrado, María Nikoláevna prorrumpióen carcajadas y puso a su yegua al galope.

—¿Le produce a usted tanta alegría montar a caballo? —lepreguntó Sanin cuando la alcanzó.

María Nikoláevna paró de nuevo bruscamente su caballo;nunca lo hacía de otra manera.

—Quería evitar que me diera las gracias. Todo mi gozo seviene abajo cuando me agradecen alguna cosa. Porque no lo hehecho para él, sino para mí. ¿Por qué iba a tener que agrade-cérmelo? ¿Me preguntaba usted algo hace un momento? No lohe oído.

—Le he preguntado…, quería saber por qué está usted tanalegre hoy.

—¿Sabe usted una cosa? —dijo María Nikoláevna, que nooyó la nueva pregunta de Sanin, o acaso no creyó necesariocontestar a ella—. Me fastidia ver trotar detrás de nosotros aese lacayo. De seguro que sólo piensa en cuándo sus amos re-gresarán a casa. ¿Cómo nos lo quitaremos de encima? —MaríaNikoláevna sacó del bolsillo un cuadernito—. ¿Lo enviaré allevar una esquela a la ciudad? No, mal remedio. ¡Ah, ya loencontré! ¿Qué es aquello que se ve allá, delante de nosotros?¿Una venta?

Sanin miró en la dirección indicada.—Creo que sí.—¡Muy bien! Voy a ordenar que se detenga ahí, y que beba

cerveza mientras espera nuestro regreso.—Pero… ¿qué va a pensar?—¿Qué nos importa? Pero, ¡bah!, no pensará absolutamente

nada: beberá cerveza, y pare usted de contar. Vamos, Sanin—era la primera vez que lo llamaba por el apellido—; ¡adelan-te, al trote!

En cuanto llegaron delante de la venta, la señora Pólozovllamó al lacayo y le dio instrucciones. El lacayo, un groom1

inglés de origen y por temperamento, sin decir una palabra, se

1En inglés: Mozo de cuadra.

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llevó la mano a la visera de la gorrita y se apeó del caballo, quecondujo de la brida.

—¡Ya estamos ahora libres como los pájaros! —exclamó Ma-ría Nikoláevna—. ¿A qué parte nos dirigimos? ¿Al septentrión,al mediodía, al poniente, al oriente? Mire: soy como el rey deHungría el día de su coronación —señalaba con el extremo de lafusta los cuatro puntos cardinales—. Todo nos pertenece. No…¿Sabe una cosa? ¡Mire las hermosas montañas allá lejos, y québosque! Vamos allá, arriba, arriba… In die Berge, wo dieFreiheit thront. (A las alturas, donde la libertad reina.)

Abandonó la carretera y tomó al galope por un estrecho sen-dero apenas transitado, que, en efecto, parecía trepar a lamontaña. Sanin la siguió al galope también.

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XLI

El caminito se convirtió bien pronto en un trillo y desapareciópor completo, cortado por una zanja. Sanin habló de volverseatrás.

—¡No! —dijo la señora Pólozov—. ¡Quiero ir a la montaña!¡Sigamos adelante, a vuelo de pájaro!

Hizo que la yegua saltase la zanja, y Sanin la imitó. Por detrásde la zanja se extendían unos prados, al principio secos, luegohúmedos y que más lejos se transformaban en un pantano; sefiltraba el agua por todas partes, formando charcos, en los cua-les le gustaba a la señora Pólozov meter su yegua.

—¡Hagamos travesuras! —exclamó con alegre carcajada—.¿Sabe lo que se llama en Rusia “cazar salpicando”?

—Sí —respondió Sanin.—A mi tío le gustaba esa caza, la caza a la carrera en prima-

vera, cuando por todas partes hay agua. Yo lo acompañaba.¡Era delicioso! ¡Y también nosotros dos vamos “salpicando…!”Sólo que veo una cosa: usted es ruso y quiere casarse con unaitaliana. Pero eso es asunto de usted. ¡Ah! ¿Qué es esto? ¡Otrazanja! ¡Hop!

La yegua saltó por encima del obstáculo, pero MaríaNikoláevna perdió el sombrero, y se le desparramó el cabelloen rizos por los hombros. Sanin quería echar pie a tierra pararecoger el sombrero, pero ella exclamó:

—¡No lo toque! ¡Yo misma lo tomaré!

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Se inclinó muy bajo desde la silla, enganchó el velo con lafusta y recogió, en efecto, el sombrero, que se puso sin arre-glarse el cabello; después prosiguió a más y mejor su loca corre-ría lanzando el brioso grito gutural del cosaco al cargar contrael enemigo. Sanin iba siempre pegado a ella, saltando zanjas,setos y arroyos, bajando a los valles, subiendo las cuestas, hun-diéndose en los fangales, saliendo del paso bien o mal él y sucaballo, y siempre con los ojos puestos en el rostro de la señoraPólozov.

En aquella cara todo estaba abierto: los ojos luminosos ydevoradores, que brillaban con un ardor salvaje, la boca y lasaletas de la nariz dilatadas, aspirando con avidez. Miraba defrente, y se hubiera dicho que su alma quería conquistar cuan-to veía: la tierra, el cielo, el sol y hasta el aire, y parecía nosentir sino un solo pesar: que fuesen tan pocos los peligros,para darse el gusto de vencerlos todos.

—¡Sanin! —exclamó—. ¡Esto es enteramente como en laLeonore1 de Bürger, sólo que usted no está muerto! ¿Verdadque usted no está muerto…? ¡Yo estoy viva!

Todo cuanto en ella había de audacia, de ímpetu y de fuerza,todo se había desencadenado. Ya no era amazona lanzando sucaballo a galope tendido, era una joven centaura que retozaba,medio alimaña y medio diosa, y la comarca honrada y apacibleque hollaba con sus pies, en su impetuosidad desenfrenada, laveía pasar con asombro.

Por fin detuvo la yegua, cubierta de espuma y salpicadurasde fango, que se rendía bajo ella. El brioso, pero pesado se-mental de Sanin, resollaba jadeante.

—¡Qué! ¿Esto le gusta? —murmuró María Nikoláevna baji-to, muy bajito.

—¡Que si me gusta…! —contestó Sanin en un arrebato deexaltación. Comenzaba a hervirle la sangre en las venas.

—¡Espere, no hemos concluido! —dijo ella, extendiendo lamano, cuyo guante estaba hecho tiras—. Le dije que lo lleva-ría al bosque, a la montaña… ¡Ahí está la montaña!

1Leonore, patética balada de Gottfried August Bürger (1747-1794), poetalírico alemán.

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En efecto, a doscientos pasos del sitio donde se habían dete-nido los audaces jinetes, comenzaban a erguirse los montes,cubiertos de grandes bosques.

—Mire, aquí está el camino —prosiguió María Nikoláevna—.¡Ahora, tranquilitos y adelante! Pero al paso. Es preciso dejarque respiren nuestras cabalgaduras.

Se pusieron en marcha. Con un brusco ademán, MaríaNikoláevna se echó atrás los cabellos. Luego se miró los guan-tes y se los quitó diciendo:

—Me van a oler a cuero las manos; pero eso le es igual, ¿noes cierto?

La señora Pólozov sonreía, y Sanin sonrió también. Aquellafuriosa carrera parecía haber acabado de aproximarlos.

—¿Qué edad tiene usted? —le preguntó ella de pronto.—Veintidós años.—¡Qué me dice! También yo tengo veintidós. ¡Bonita edad!

Poniendo juntos nuestros años, aún falta mucho para la vejez.Pero hace mucho calor. ¿Estoy encarnada?

—Como una amapola.María Nikoláevna se pasó el pañuelo por la cara.—Lleguémonos nada más que al bosque, allí hará fresco.

Un bosque antiguo es como un amigo viejo. ¿Tiene ustedamigos?

Sanin reflexionó un instante, y contestó:—Sí…, pero no muchos; y ni un solo amigo verdadero.—Yo los tengo verdaderos, sólo que no son viejos… Y mire,

un caballo también es un amigo. ¡Con qué precauciones nosllevan! ¡Ah, qué bien se está aquí! ¡Y cuando pienso que pasa-do mañana marcharé a París!

—¡Sí…, cuando se piensa eso! —repitió Sanin.—¿Y usted, en Francfort?—En Francfort, desde luego.—Pues bien, sea lo que Dios quiera. En cambio, el día de hoy

es nuestro…, nuestro…, ¡nuestro!Los jinetes saltaron la linde y se internaron en el bosque,

que los envolvió con su sombra densa y amable.

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—¡Oh! ¡Pero esto es un paraíso! —exclamó María Niko-láevna—. ¡Metámonos más adentro, en esa espesura, Sanin!

Los caballos “se metían en aquella espesura” lentamente,cabeceando y con relinchos apagados. La senda por donde ibandio un brusco viraje y los condujo a un desfiladero bastanteangosto, donde los helechos y los brezos, la resina de los pinosy las hojas medio enmohecidas del año anterior llenaban elaire de aromas intensos y adormecedores. Grandes rocas par-das exhalaban por sus grietas una intensa frescura. A amboslados del camino se veían acá y allá colinas redondeadas, cu-biertas de verde musgo.

—¡Alto! —exclamó la señora Pólozov—. Quiero sentarme ydescansar en este terciopelo. Ayúdeme a apearme.

Sanin bajó a toda prisa del caballo y acudió. Se apoyó ellaen sus hombros, saltó con ligereza al suelo y fue a sentarse enuno de los musgosos montículos. Sanin, de pie ante ella, teníade las riendas a ambos caballos.

María Nikoláevna lo miró, y dijo:—Sanin, ¿sabe usted olvidar?Sanin se acordó de lo sucedido la víspera… dentro del co-

che…, de su prometida, que lo esperaba, y exclamó:—Eso ¿es una pregunta o un reproche?—En mi vida he hecho reproches a nadie. ¿Cree usted en

brujerías?—No comprendo.—En las brujerías de que, como usted sabe, se habla en nues-

tras canciones, en las canciones populares rusas.—¡Ah!, ¿de eso habla usted? —exclamó Sanin, espaciando

las palabras.—Sí, de eso mismo… Yo creo en ellas… y usted también

creerá.—Brujerías…, hechizos… —repitió Sanin—. Todo puede

ocurrir en este mundo. Antes no creía, ahora creo. No mereconozco.

María Nikoláevna se quedó pensativa y miró alrededor.—Me parece que este sitio me es conocido. Mire, Sanin, ¿hay

una cruz roja de madera tras aquel grueso roble?

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Sanin dio unos cuantos pasos hacia un lado.—Sí.María Nikoláevna sonrió maliciosa.—¡Qué bien! Ya sé dónde estamos. Por ahora no nos hemos

extraviado. ¿Qué ruido es ese? ¿Es un leñador quien da esosgolpes?

Sanin miró al bosque.—Sí…, allá hay un hombre cortando ramas secas.—Tengo que peinarme —articuló María Nikoláevna—. Por-

que si me ve así, puede pensar mal —se quitó el sombrero y sepuso a trenzar sus largos cabellos en silencio y con cierta gra-vedad. Sanin estaba de pie delante de ella… Las esbeltas for-mas de la joven se dibujaban insinuantes bajo los oscurospliegues del vestido, que en algunos sitios tenía adheridas briz-nas de musgo.

Uno de los caballos se revolvió de súbito a la espalda deSanin. Él mismo se estremeció involuntariamente de pies acabeza. Estaba todo trastornado, tenía los nervios tensos comoun arco. No en vano había dicho que no se reconocía… Sesentía verdaderamente embrujado. Todo su ser estaba obse-so de un pensamiento, de un deseo. María Nikoláevna le lan-zó una mirada penetrante.

—Ahora todo está bien —musitó poniéndose el sombrero—.¿No se sienta usted? Siéntese aquí. No, espere…, no se siente.¿Qué es eso que oigo?

Una vibración sorda y prolongada pasó sobre las copas de losárboles y por el aire del bosque.

—¿Será un trueno?—Creo que sí —respondió Sanin.—¡Oh, pues entonces esto es una fiesta, una verdadera fies-

ta! Sólo esto nos faltaba —el sordo trueno se dejó oír por se-gunda vez—. ¡Bravo! ¿Se acuerda usted? Ayer le hablaba de laEneida. También “ellos” fueron sorprendidos por la tempes-tad en el bosque. Pero tenemos que buscar donde guarecernos—se levantó con rapidez diciendo—: Tráigame la yegua. Demela mano…, así. No soy muy pesada.

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Saltó a la silla como un pájaro. También Sanin montó acaballo.

—¿Quiere… usted… regresar? —preguntó con voz insegura.—¿Regresar? —contestó ella tras breve pausa, empuñando

las riendas, y añadió con tono duro, casi brutal—: ¡Sígame!Volvió al camino, dejó a un lado la cruz roja, bajó al valle,

torció a la derecha y de nuevo subió por la colina… Evidente-mente sabía a dónde llevaba ese camino, que iba penetrandocada vez más y más por la espesura del bosque. Sin pronun-ciar una palabra, sin volver la cabeza, avanzaba con aire im-perioso; y él, humilde y sumiso, la seguía sin una chispa devoluntad en su corazón anhelante. Comenzó a caer la lluviaen gotas aún escasas. Espoleó su montura y él hizo lo mismo.Por fin, a través del oscuro verdor de los jóvenes abetos vio,apoyada en un peñasco gris, una pobre chocita hecha de ra-mas, donde se abría una puerta baja. María Nikoláevna semetió a través de los matorrales, saltó a tierra, se detuvo enel umbral de la choza y volvió la cabeza hacia Sanin, murmu-rando: “¡Eneas!”

Cuatro horas más tarde, María Nikoláevna y Sanin regresa-ban a Wiesbaden, seguidos por el groom, que dormitaba en lasilla. Pólozov, con la carta para el administrador en la mano,recibió a su mujer con una mirada ligeramente inquisitiva; sele nubló un poco el rostro y hasta dijo entre dientes:

—¿Habré perdido mi apuesta?María Nikoláevna se limitó a encogerse de hombros.Y el mismo día, dos horas después, rendido y entregado, es-

taba Sanin de pie ante la señora Pólozov.—¿Adónde vas por fin? —le dijo ella—. ¿A París… o a

Francfort?—Iré a donde tú vayas, y no te abandonaré sino cuando me

arrojes —contestó Sanin desesperadamente, tomando las ma-nos de la mujer de quien ya era esclavo.

Ella se desasió, puso sus manos sobre la cabeza de él y conlos diez dedos tomó sus cabellos. Cogía y retorcía despacio esos

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dóciles cabellos, mientras, erguida, esbozaba en sus labiosuna pérfida sonrisa triunfal, y en sus ojos, grandes y claros,casi blancos, brillaba la dureza implacable y ahíta de la victo-ria. El gavilán tiene los mismos ojos cuando hinca sus garrasen la presa.

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XLII

Todo esto fue lo que le vino a la memoria a Dmitri Sanincuando, en el silencio del gabinete, revolviendo entre sus pa-peles antiguos, tropezó con la crucecita de granates. Los acon-tecimientos que acabamos de referir desfilaron con claridadante los ojos de su alma… Pero al llegar al momento en quehabía dirigido a la señora Pólozov aquella humillante súpli-ca, en que había comenzado su esclavitud, en que se habíapuesto a los pies de aquella mujer, ahuyentó las imágenesevocadas y ya no quiso recordar más. Y no es que le fueseinfiel la memoria, no; sabía bien, harto bien, lo que siguió aaquel instante; pero la vergüenza lo ahogaba, aun ahora, alcabo de tantos años; le daba horror el invencible desprecioque sentía de sí mismo, le parecía que esa sensación acabaríapor apoderarse de todo él, anegando sin remedio, como unaola, todos los demás sentimientos si no lograba acallar sumemoria. Mas por grande que fuera su empeño en lucharcontra los recuerdos que ante él se alzaban, no podía ahogar-los por completo. Se acordaba de aquella lastimosa y misera-ble carta, llena de mentiras y de lágrimas viles, que habíaescrito a Gemma y que no tuvo ninguna respuesta… En cuan-to a presentarse delante de ella, volver a su lado después detal engaño, después de semejante traición, ¡no, eso no!, todolo que aún quedaba en él de conciencia y de honradez se habíaopuesto a ello. Y luego, ¿no había perdido toda confianza en sí

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mismo, toda estimación de su persona? ¿Cómo se atrevería enlo sucesivo a dar su palabra de honor?

Se acordaba también Sanin, ¡oh, vergüenza!, de cómo habíaenviado a uno de los lacayos de Pólozov a Francfort en buscade su equipaje; cómo, en su cobarde inquietud, sólo pensabaen una cosa, en partir cuanto antes, en marchar a París; cómo,por orden de María Nikoláevna, se había esforzado en gran-jearse el afecto de Hipólito Sídorovich, y se había hecho amigode Dönhof, en cuyo dedo había visto un anillo de hierro ¡com-pletamente igual al que le dio a él la señora Pólozov! Despuésvinieron los recuerdos más dolorosos, más humillantes aún…Un criado le trae una tarjeta de visita que dice: “PantaleoneCippatola, cantante de cámara de Su Alteza Real el duque deMódena”. Se niega a recibir al viejo, pero no puede evitar en-contrarlo en el corredor; ve aparecer ante sus ojos aquellacabeza iracunda, cuya melena gris se riza flamígera, cuyos ojosrodeados de arrugas brillan como ascuas; oye rezongar ex-clamaciones amenazadoras, imprecaciones de “Maledizione!”,terribles insultos: “Cobardo! Infame traditore!”

Sanin cierra los ojos y mueve la cabeza para intentar otravez ahuyentar sus recuerdos, pero en vano; vuelve a versesentado en la estrecha banqueta delantera de una magníficasilla de postas, mientras que María Nikoláevna e HipólitoSídorovich se arrellanaban en la mullida testera…, y cuatrocaballos, trotando con paso igual por el empedrado deWiesbaden, los conducen a París. ¡París! Hipólito Sídorovichse come una pera que Sanin le había mondado, y MaríaNikoláevna, al mirar a aquel hombre convertido en una cosasuya, sonríe con esa sonrisa que ya conoce él, sonrisa de amo yseñor…

Pero, ¡santo Dios!, ¿qué ve allá lejos, en la esquina de unacalle, poco antes de salir de la ciudad? ¿No es Pantaleone? Al-guien lo acompaña: ¿será Emilio? Sí, él es: su amiguito devotoy entusiasta. Pocos días atrás, ese corazón juvenil lo venera-ba como a un héroe, como a un ideal, y ahora el desprecio y elodio encienden ese noble rostro, pálido y bello, tan bello que

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hasta María Nikoláevna se ha fijado en él y se asoma por laventanilla de la portezuela. Sus ojos, tan parecidos a los de“ella”, están fijos en Sanin, y sus labios comprimidos se sepa-ran de pronto para proferir una injuria…

Y Pantaleone extiende el brazo y le señala a Sanin, ¿a quién?,a Tartaglia, que está a su lado. Y Tartaglia le ladra a Sanin, yhasta el ladrido del honrado perro resuena en sus oídos comointolerable insulto… ¡Horrible pesadilla!

Luego, la vida en París, y todos los rebajamientos, todos losoprobiosos suplicios del esclavo a quien ni siquiera se le per-mite estar celoso ni quejarse, ¡y al que por fin se arroja comoun vestido viejo…!

Después, el regreso a la patria, una existencia envenenada yvacía, mezquinos cuidados y agitaciones, un arrepentimientoamargo y estéril, un olvido no menos estéril ni menos amargo;un castigo vago, pero incesante y eterno, análogo a un sufri-miento poco agudo, pero incurable, a una deuda que se pagaochavo1 a ochavo sin poderla cancelar nunca.

El cáliz estaba lleno hasta los bordes… ¡Basta!

¿Por qué casualidad conservaba Sanin la crucecita que Gemmale había dado? ¿Por qué no la había devuelto? ¿Cómo hastaentonces no la había visto nunca? Largo tiempo estuvo absor-to en sus pensamientos, y aunque instruido por la experien-cia, después de tantos años, no pudo llegar a comprender cómohabía podido abandonar a Gemma, tan tierna y apasionada-mente querida, por una mujer a quien no amaba ni mucho nipoco, sino nada…

Al día siguiente produjo enorme asombro en sus amigos yconocidos al anunciarles que salía para el extranjero sin indi-car a dónde.

En Petersburgo cundió el estupor. Sanin abandonaba la ciu-dad en pleno invierno cuando acababa de alquilar y amueblarun espléndido apartamento y hasta había adquirido un abono

1Ochavo: Moneda española de cobre con peso de un octavo de onza. (N. del E.)

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para la Ópera Italiana, en la que cantaba la señora Patti,1 lamisma, la mismísima Patti. Los amigos y conocidos estabanperplejos; pero la gente no se ocupa, por lo general, largo tiem-po de los asuntos ajenos, y cuando Sanin salió para el extran-jero, a la estación sólo lo fue a despedir un sastre francés, yeso porque esperaba cobrar el resto de una cuenta pour unsaute-en-barque en velours noir, tout à fair chic.2

1Adelina Patti (1843-1919), cantante lírica italiana nacida en Madrid.2En francés: Por un abrigo de viaje de terciopelo negro, elegantísimo.

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XLIII

Sanin dijo a sus amigos que salía para el extranjero, pero no adónde.

No costará trabajo a los lectores adivinar que se fue directa-mente a Francfort. Gracias a los ferrocarriles que surcan todaEuropa, llegó a los tres días de haber salido de Petersburgo.Era su primera visita a Francfort después de 1840. La fonda ElCisne Blanco no había cambiado de sitio y continuaba prospe-rando, aunque no fuese ya de las primeras; la Zeile, la avenidaprincipal de Francfort, había sufrido pocos cambios, pero yano quedaban vestigios de la casa Roselli, ni aun de la calledonde estuvo la confitería. Sanin anduvo errante como un locopor aquellos lugares, con los cuales tan familiarizado estuvoantaño, sin conseguir orientarse: las antiguas construccioneshabían desaparecido, las reemplazaban nuevas calles de apre-tadas hileras de grandes casas y elegantes palacetes; y en elmismo jardín público donde había tenido su entrevista decisi-va con Gemma, habían crecido tanto los árboles, y se habíatransformado todo hasta tal punto, que Sanin se preguntabasi aquel jardín era, en efecto, el mismo.

¿Qué hacer? ¿Qué curso seguir en sus indagaciones? Habíantranscurrido desde entonces treinta años… ¡Y cuántas dificul-tades! Ni uno solo de aquellos a quienes se dirigió había oídosiquiera pronunciar el nombre de Roselli. El dueño de la fondale aconsejó que fuese a informarse en la biblioteca pública,donde podría encontrar todos los periódicos antiguos. Pero le

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costó sumo trabajo explicarle de qué podrían servirle esos pe-riódicos viejos.

A la desesperada, preguntó Sanin por Herr Klüber. Nuevodesengaño, por más que el dueño de la fonda conocía muchoeste apellido. El elegante tendero había prosperado al princi-pio, elevándose a la alcurnia de capitalista; después, los nego-cios le fueron mal y concluyó por declararse en quiebra, y murióen la cárcel… Por supuesto, esa noticia no causó ninguna penaa Sanin.

Empezaba a convencerse de que había emprendido muy apre-suradamente el viaje, cuando un día, recorriendo el Anuariode direcciones, topó con el apellido de von Dönhof, mayor reti-rado (Major v. D.). Enseguida tomó un coche para dirigirse ala casa indicada. Nada le probaba que “ese” Dönhof fuera“aquel” a quien había conocido, y, por otra parte, aun supo-niendo que fuese el mismo, ¿cómo podría darle noticias de lafamilia Roselli? No importa, un hombre en apuro se agarra aun clavo ardiendo.

Sanin encontró en su casa al comandante von Dönhof, y re-conoció a su antiguo adversario en este hombre de cabellosgrises que lo recibió. También este lo reconoció y hasta se pusocontentísimo de volver a verlo, pues le recordaba su juventudy sus calaveradas de antaño. Explicó a Sanin que hacía muchotiempo que la familia Roselli había emigrado a América y sehabía establecido en Nueva York; que Gemma se había casadocon un negociante; que, él, Dönhof, tenía un amigo, tambiéndel comercio, y que probablemente sabría las señas del marido deGemma, porque tenía muchos negocios con América. Saninsuplicó a Dönhof que fuese a ver a ese caballero, y, ¡oh, dicha!,Dönhof le trajo la dirección: “M. J. Slocum, New York,Broadway, No. 501”. Sólo que esas señas eran del año 1863.

—¡Esperemos —exclamó Dönhof— que nuestra antigua bel-dad francfortesa viva aún, y no haya abandonado Nueva York!A propósito —añadió, bajando la voz—, ¿vive todavía aquelladama rusa, recuerda usted, que estaba en Wiesbaden por aquelentonces, la señora Bo… von Bólozov.

—No —respondió Sanin—, hace mucho que murió.

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Dönhof levantó los ojos; pero al ver que Sanin había vueltola cara con aire sombrío, se retiró sin añadir una palabra.

Aquel mismo día Sanin escribió a la señora Gemma Slocum,en Nueva York. Le dijo en su carta que le escribía desdeFrancfort, donde había ido exclusivamente para buscar sushuellas; que sabía muy bien hasta qué punto había perdido elderecho a pedir alguna respuesta; que por nada era merece-dor de su perdón, y que sólo tenía una esperanza, y era que enmedio de la ventura de que gozaba, hubiese perdido desde lar-go tiempo hasta el recuerdo de su existencia. Añadió que sehabía atrevido a escribir por una circunstancia fortuita quedespertó en él vivamente la memoria del pasado; le habló desu vida solitaria, sin familia, sin goces; le suplicó que com-prendiese los motivos que lo impelían a dirigirse a ella, que nolo dejase llevar a la tumba la amarga conciencia de una culpaexpiada desde mucho tiempo atrás, pero no perdonada aún, yque se dignase dirigirle cuatro letras para decirle cuál era suvida en ese nuevo mundo donde se había establecido. “Escri-biendo esas cuatro letras”, terminaba Sanin, “hará usted unabuena obra, digna de su hermosa alma, y le daré las graciaspor ello hasta mi último suspiro. Permaneceré aquí, en la fon-da «El Cisne Blanco», subrayó estas tres palabras, “esperandocon ansiedad su respuesta hasta la primavera próxima”.

Mandó la carta y se dispuso a esperar. Vivió seis semanasenteras en el hotel sin apenas salir de la habitación, y sin ver anadie. Nadie podía escribirle de Rusia ni de ninguna parte. Yeso le agradaba. Si le llegara alguna carta, él sabría de ante-mano que era “esa” la que esperaba. Leía de la mañana a lanoche, no revistas, sino libros viejos, ensayos históricos. Esasprolongadas lecturas, ese silencio, esa vida claustral de cara-col, encajaba muy bien con su espíritu: ¡esto era ya suficientepara que Gemma mereciera su gratitud! ¿Pero vive aún? ¿Lecontestaría?

Por fin recibió una carta con sello de Norteamérica, una cartade Nueva York. El carácter de la letra del sobre era inglés… Nolo reconoció, y se le oprimió el pecho. Vaciló antes de abrirla, y

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luego buscó ante todo la firma: “¡Gemma!” Brotaron lágrimasde sus ojos. Ese nombre bautismal solo, sin apellido de familia,era para él una prenda de perdón y de reconciliación. Desdoblóel pliego de papel, fino y azulado… y cayó una fotografía. Larecogió enseguida y se quedó estupefacto. ¡Gemma, la mismaGemma, joven, tal como la había conocido treinta años an-tes! ¡Los mismos ojos, los mismos labios, el mismo corte decara! En el dorso del retrato leyó: “mi hija Mariana”. Todala carta era muy sencilla y muy bondadosa. Gemma daba lasgracias a Sanin por no haber dudado en dirigirse a ella, porhaber tenido confianza; no le ocultaba que, en efecto, des-pués de aquella brusca ruptura, había pasado momentos muypenosos; pero añadía que, a pesar de todo, consideraba y ha-bía considerado siempre su encuentro con él como una cosafeliz, pues era lo que le había impedido casarse con HerrKlüber; y, por consiguiente, aunque de una manera indirec-ta, aquel encuentro había sido causa de su enlace con su ma-rido actual, de quien era hacía veintisiete años compañeraperfectamente dichosa. Su casa era rica y muy conocida entodo Nueva York. Gemma agregaba que tenía cuatro hijosvarones y una hija de dieciocho años, prometida ya, cuyo re-trato le enviaba, puesto que, según opinión general, se pa-recía mucho a su madre. Gemma había reservado para el finalde su carta las noticias aflictivas. Frau Leonore había muer-to en Nueva York, adonde había ido con su hija y su yerno;pero antes de morir tuvo tiempo de gozar de la felicidad desus hijos y las caricias de sus nietos. También Pantaleonehabía querido partir para América, pero murió antes de po-der salir de Francfort. “Y Emilio, nuestro querido, nuestroincomparable Emilio, cayó gloriosamente en Sicilia por la in-dependencia de la patria. Formaba parte de los «mil» quemandaba el gran Garibaldi.1 Hemos llorado amargamente lamuerte de nuestro adorable hermano; pero, al llorarlo, está-bamos orgullosos de él, y siempre lo estaremos de conservarsu memoria, sagrada para nosotros. ¡Su alma noble y generosa

1Giuseppe Garibaldi (1807-1882), patriota italiano que luchó por la unifica-ción de Italia.

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era digna de la corona del martirio!” Después expresabaGemma su pesar porque la vida de Sanin, por lo que él decía,fuese tan triste; le deseaba ante todo el sosiego y la paz delalma, y le decía que hubiera tenido sumo gusto en verlo, aun-que confesaba que semejante entrevista tenía pocas probabi-lidades de realización…

No describiremos los sentimientos que la lectura de esta cartadespertó en Sanin. Ninguna expresión sería capaz de transmi-tir exactamente esos sentimientos profundos y poderosos; perodemasiado imprecisos para poder reflejarse con palabras: sólola música podría traducirlos.

Sanin respondió en el acto y envió a Mariana Slocum, comoregalo para la joven desposada, de parte de un amigo desconoci-do, la crucecita de granates pendiente de un collar de perlas.Este regalo, aunque muy valioso, no lo arruinó. Durante lostreinta años transcurridos desde su primera estancia enFrancfort, había reunido una bonita fortuna. Regresó aPetersburgo en los primeros días de mayo, sin duda no por muchotiempo. Se dice que vende todas sus propiedades y se dispone apartir para América.

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