al cali nizar

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Nos parece muy importante que el individuo aprenda a aceptar su culpa sin dejarse abrumar por ella. La culpa del ser humano es de índole metafísica y no se origina en sus actos: la necesidad de tener que decidirse y actuar es la manifestación física de su culpa. La aceptación de la culpa libera del temor a la culpabilidad. El miedo es encogimiento y represión, actitud que impide la necesaria apertura y expansión. Se puede escapar del pecado esforzándose por hacer el bien, lo cual siempre tiene que pagarse con el repudio del polo opuesto. Esta tentativa de escapar del pecado por las buenas obras sólo conduce a la falta de sinceridad.

Para alcanzar la unidad hay que hacer algo más que huir y cerrar los ojos. Este objetivo nos exige que, cada vez más conscientemente, veamos la polaridad en todo, a sin miedo, que reconozcamos la conflictividad del Ser, para poder unificar los opuestos que hay en nosotros. No se nos manda evitar sino redimir asumiendo. Para ello es necesario cuestionar una y otra vez la rigidez de nuestros sistemas de valoración, reconociendo que, a fin de cuentas, el secreto del mal reside en que en realidad no existe. Hemos dicho que, por encima de toda polaridad, está la Unidad que llamamos «Dios» o «la luz».

En un principio la luz era la Unidad universal. Aparte de la luz no había nada, o la luz no hubiera sido el todo. La oscuridad no aparece sino con el paso a la polaridad, cuyo fin es única y exclusivamente el de hacer reconocible la luz. Por consiguiente, las tinieblas son producto artificial de la polaridad, para hacer visible la luz en el plano de la conciencia polar. Es decir, la oscuridad sirve a la luz, es su soporte, es lo que lleva la luz, y no otra cosa significa el nombre Lucifer. Si desaparece la polaridad, desaparece también la oscuridad, ya que no posee existencia propia. La luz existe; la oscuridad, no. Por consiguiente, las tantas veces citada lucha entre las fuerzas de la luz y las fuerzas de las tinieblas no es tal lucha, ya que el resultado siempre se sabe de antemano. La oscuridad nada puede contra la luz. La luz, por el contrario, inmediatamente convierte la oscuridad en luz— por lo cual la oscuridad tiene que rehuir la luz para que no se descubra su inexistencia.

Esta ley podemos demostrarla hasta en nuestro mundo físico porque «así abajo como arriba». Vamos a suponer que tenemos una habitación llena de luz y que en el exterior de la habitación reina la oscuridad. Por más que se abran puertas y ventanas para que entre la oscuridad, ésta no oscurecerá la habitación sino que la luz de la habitación la convertirá en luz. Si abrimos las puertas y ventanas, también esta vez la luz transmutará la oscuridad e inundará la habitación.

El mal es un producto artificial de nuestra conciencia polar, al igual que el tiempo y el espacio, y es el medio de aprehensión del bien, es el seno materno de la luz. El mal, por lo tanto, es el pecado, porque el mundo de la dualidad no tiene finalidad y, por lo tanto, no posee existencia propia. Nos lleva a la desesperación, la cual, a su vez, conduce al arrepentimiento y a la conclusión de que el ser humano sólo puede hallar su salvación en la unidad. La misma ley rige para nuestra conciencia. Llamamos conciencia a todas las propiedades y facetas de los que de una persona tiene conocimiento, es decir, que puede

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ver. La sombra es la zona que no está iluminada por la luz del conocimiento y, por lo tanto, permanece oscura, es decir, desconocida. Sin embargo, los aspectos oscuros sólo parecen malos y amenazadores mientras están en la oscuridad. La simple contemplación del contenido de la sombra lleva luz a las tinieblas y basta para darnos a conocer lo desconocido.

La contemplación es la fórmula mágica para adquirir conocimiento de uno mismo. La contemplación transforma la calidad de lo contemplado, ya que hace la luz, es decir, conocimiento, en la oscuridad. Los seres humanos siempre están deseando cambiar las cosas y, por ello, les resulta difícil comprender que lo único que se pide al hombre es ejercitar la facultad de contemplación. El supremo objetivo del ser humano —podemos llamarlo sabiduría o iluminación— consiste en contemplarlo todo y reconocer que bien está como está. Ello presupone el verdadero conocimiento de uno mismo. Mientras el individuo se sienta molesto por algo, mientras considere, que algo necesita ser cambiado, no habrá alcanzado el conocimiento de sí mismo.

Tenemos que aprender a contemplar las cosas y los hechos de este mundo sin que nuestro ego nos sugiera de inmediato un sentimiento de aprobación o repulsa, tenemos que aprender a contemplar, con el espíritu sereno, los múltiples juegos de Maja. Por ello, en el texto Zen que hemos citado se dice que toda noción acerca del bien y el mal puede traer la confusión a nuestro espíritu. Cada valoración nos ata al mundo de las formas y preferencias. Mientras tengamos preferencias no podremos ser redimidos del dolor y seguiremos siendo pecadores, desventurados, enfermos. Y subsistirá también nuestro deseo de un mundo mejor y el afán de cambiar el mundo. El ser humano sigue, pues, engañado por un espejismo: cree en la imperfección del mundo y no se da cuenta de que sólo su mirada es imperfecta y le impide ver la totalidad.

Por lo tanto, tenemos que aprender a reconocernos a nosotros mismos en todo y a ejercitar la ecuanimidad. Buscar el punto intermedio entre los polos y desde él verlos vibrar. Esta impasibilidad es la única actitud que permite contemplar los fenómenos sin valorarlos, sin un Sí o un No apasionados, sin identificación. Esta ecuanimidad no debe confundirse con la actitud que comúnmente se llama indiferencia, que es una mezcla de inhibición y desinterés. A ella se refiere Jesús al hablar de los «tibios». Ellos nunca entran en el conflicto y creen que con la inhibición y la huida se puede llegar a ese mundo total que quien lo busca realmente no alcanza sino a costa de penalidades, puesto que reconoce lo conflictivo de su existencia, recorriendo sin temor conscientemente, es decir, aprehendiendo, esta polaridad, a fin de dominarla. Porque sabe que, más tarde o más temprano, tendrá que aunar los opuestos que su yo ha creado. No se arredra ante las necesarias decisiones, a pesar de que sabe que siempre elegirá mal, pero se esfuerza en no quedarse inmovilizado en ellas.

Los opuestos no se unifican por si solos; para poder dominarlos, tenemos que asumirlos activamente. Una vez nos hayamos impuesto de ambos polos, podremos encontrar el punto intermedio y desde aquí empezar la labor de unificación de los opuestos. El renunciamiento al mundo y el ascetismo son las reacciones menos adecuadas para alcanzar este objetivo. Al contrario, se necesita valor para afrontar conscientemente y con audacia los desafíos de la vida. En esta frase la palabra decisiva

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es: «conscientemente», porque sólo la conciencia que nos permite observarnos a nosotros mismos en todos nuestros actos puede impedir que nos extraviemos en la acción. Importa menos qué hace la persona que cómo lo hace. La valoración «Bueno» y «Malo» contempla siempre qué hace una persona. Nosotros sustituimos esta contemplación por la pregunta de «cómo una persona hace algo». ¿Actúa conscientemente? ¿Está involucrado su ego? ¿Lo hace sin la implicación de su yo? Las respuestas a estas preguntas indican si una persona se ata o se libera con sus actos.

Los mandamientos, las leyes y la moral no conducen al ser humano al objetivo de la perfección. La obediencia es buena, pero no basta, porque «también el diablo obedece». Los mandamientos y prohibiciones externos están justificados hasta que el se