al cumplir ochenta

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ÍNDICE Presentación Al cumplir ochenta Mi vida como un eco* Carta de Lawrence Durrell a Alfred Perlès Cronología Bibliografía Mínima

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Al cumplir Ochenta

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ÍNDICE

Presentación

Al cumplir ochenta

Mi vida como un eco*

Carta de Lawrence Durrell a Alfred Perlès

Cronología

Bibliografía Mínima

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Presentación

Al final de su luenga vida el escritor norteamericano Henry Miller comentó varias veces que había librado una batalla a favor de la libertad sexual y que la había ganado; por consiguiente esperaba que los escritores jóvenes encontraran algún otro motivo de rebelión más importante sobre el cual escribir. En efecto, a Henry Miller se le identifica comúnmente como a un escritor erótico (para algunos francamente pornográfico), humorístico, rebelde, aventurero, iconoclasta, notoriamente anárquico y provocador. Sus novelas, y en particular Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio, al igual que La crucifixión rosada (Sexus, Nexusy Plexus) son obras desparpajadas, irreverentes, con una fuerte carga de placer sexual en las que el personaje principal, que responde al nombre de Henry Miller, actúa como una especie de vagabundo, cloran, exiliado, amante, escritor, filósofo e innovador literario: “Esto no es un libro en el sentido tradicional de la palabra -escribe en uno de los primeros párrafos de Trópico de Cáncer-. No, éste es un prolongado insulto, un gargajo a la cara del arte, una patada en los bajos de Dios, del hombre, del destino, del tiempo y de la belleza... de lo que

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sea. Voy a cantar para ti, acaso un poco fuera de tono pero te voy a cantar”.

Este tono profundamente personal, chusco, irreverente, panteístico, feliz y sensual a la vez refleja, entre sus muchos antecesores, ni más ni menos que a su paisano poeta Walt Whitman quien en su Canto a mí mismo escribe:

Me festejo y me canto Y todo lo que yo asuma lo

habrás de asumir tú, Pues cada átomo mío es tuyo

también. [...], Dejo credos y escuelas en

suspenso, Me vuelvo atrás un momento

sin olvidarme de lo que son, Para bien o para mal zarpo y

me permito hablar ante cualquier peligro,

Natura sin freno, con energía primigenia.

Whitman es uno de los precursores de

Miller en tanto paladín de la individualidad, de la libertad y de la identificación con el mundo representado en “una brizna de hierba” que se atreve a cantar con furor dionisiaco su amor por la

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naturaleza y por el ser humano sin distinción de raza u origen. A pesar de que Henry Miller escribió la mayoría de sus novelas importantes en Europa, su obra se inscribe dentro de la más pura tradición norteamericana del individualismo, la confianza en uno mismo, el derecho a disentir y la búsqueda de la democracia como forma más justa de gobierno. Sus otros precursores son Benjamin Franklin, Henry David Thoreau y Ralph Waldo Emerson. A pesar de que los tres constituyen parte de la fundación de la cultura norteamericana, cada uno fue, en sus respectivos momentos, disidente, rebelde y desafiante del espíritu gregario y del status quo. Recordemos que Franklin publicó a los dieciocho años su “Disertación sobre la libertad y la necesidad, el placer y el dolor” y, contra la imagen convencional del hombre bueno, apacible y ordenado vale la pena recordar que nunca tuvo hábitos frugales en la comida, que a los setenta años se lanzó a la revolución de su país y que fue un hombre que gozó de enorme éxito entre las mujeres. En una de sus cartas más famosas muestra también su aspecto sensual, que no era poco, cuando le aconseja a un joven que, de no casarse, se relacione con mujeres mayores dado que el pecado es menor y además “el placer corporal es el mismo si no es que superior pues cada gracia se mejora con la práctica”.

Emerson y Thoreau, considerados como filósofos trascendentalistas, entre otras razones por

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rebelarse contraía inmediatez de lo aparente, llámese sociedad, gobierno o estímulos materiales, fueron también grandes disidentes que se opusieron a las presiones materialistas de la civilización industrial. En su ensayo “El trascendentalista” Emerson contempla la naturaleza, la literatura y la historia como fenómenos meramente subjetivos. Por su parte Thoreau, en su famoso ensayo sobre la desobediencia civil, afirma que “la única obligación que me planteo a mí mismo es la de hacer en cualquier momento aquello que yo considero correcto”. En todos ellos hay en el fondo una cierta mística que los emparienta con las doctrinas orientales en donde el individuo aspira de algún modo a trascender los límites del mundo.

Al cumplir ochenta, que hoy presentamos como parte de la colección Pequeños Grandes Ensayos, está constituido por dos textos de carácter autobiográfico: “Al cumplir ochenta” y “Mi vida como un eco” de Henry Miller, más una carta escrita por su amigo de toda la vida,

Lawrence Durrell, a Alfred Perlès cuando todavía no se levantaba el veto a la obra novelística de Miller en los Estados Unidos por considerarla pornográfica. Estos tres textos ofrecen una visión poliédrica sobre la personalidad y la obra, original y fascinante, de Hemy Miller.

El primer ensayo ofrece una vital y melancólica reflexión sobre las principales

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convicciones de Miller, decantadas a lo largo de ochenta años de experiencia. Miller inició su carrera tardíamente, a los cuarenta años, cuando decidió abandonar los Estados Unidos, su país, así como un trabajo estable, para vivir en París y entregarse por completo a escribir, a gozar la vida en toda su intensidad y a convertir su propia vida en obra literaria. A través de sus novelas, narradas en primera persona y basadas en sus experiencias personales, fue construyendo poco a poco una visión del mundo que hace única su voz entre los escritores del siglo xx. El segundo texto, “Mi vida como un eco”, nos cuenta algunos hitos importantes en la formación de su personalidad y resulta interesante en relación con “Al cumplir ochenta” pues Miller lo escribió cuando estaba por cumplir setenta años. Muchos lectores tienen la idea de que la literatura de Henry Miller se circunscribe al mundo del sexo y la pasión erótica, pero en realidad ese aspecto, sin duda muy importante, constituye tan sólo uno de los elementos que integran la visión más amplia y más compleja de su mundo íntimo. Ésa es la idea que sostiene Lawrence Durrell en su carta que hemos incluido para motivar a nuestros lectores a adentrarse en la obra de Miller. “Mis libros no versan sobre sexo sino sobre el proceso de la autoliberación”, comentó en alguna ocasión el propio autor. Miller el escritor, al igual que su personaje del mismo nombre, es un ser enamorado

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del mundo, de la joie de vivre y del impulso vital que nos hace disfrutar de los muchos placeres que ofrece la vida; es un hombre que no se toma demasiado en serio, que sabe que el sexo y la obscenidad tienen algo en común con la risa y el humor y que constituyen un elemento catártico indispensable para el ser humano ya que con frecuencia lo conducen a un conocimiento más intenso de sí mismo. En cierto sentido su obra es más cómica que trágica pues capta el aspecto humorístico de todo aunque con la profundidad necesaria para adentramos en los resquicios de la mente y del cuerpo sin temor a las sorpresas, algunas felices, otras trágicas, que a todos nos depara la vida.

Por eso lo que más llama la atención de estos dos breves ensayos es la enorme vitalidad que de ellos emana y el gusto por la vida que puede conservar un hombre incluso cerca del fin de sus días. “Saludo a un gran espíritu libre”, escribió el conde Keyserling a Henry Miller después de haber leído Trópico de Cáncer. La visión del mundo que Miller nos ofrece en su obra se basa fundamentalmente en la negación del ego, en el disfrute de la vida en todas sus facetas, en la preservación de la libertad por encima de todo convencionalismo, en vivir el presente (carpe diem), en mantener la capacidad de asombro y conservar el sentido de la compasión, en concebir el amor como el más alto de los ideales, en cultivar la amistad y en

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aceptar la vida tal como es. Miller aborrece la competencia, la envidia, el miedo y la malicia. No se opone a la felicidad pues considera que hay que atraparla durante esos raros momentos en que la tenemos cerca: el lema de su vida es “siempre contento y siempre luminoso”. Parte de su proyecto consistió en vivir intensamente, corriendo riesgos, tratando de encontrarse a sí mismo aun cuando para ello tuviera que padecer infortunios y penalidades. Miller intentó nutrirse de otros autores como Knut Hamsun, Dostoievski, Nietzsche, Cendrars que, como él, poseían una enorme energía y no temieron internarse en los lados oscuros de la vida. Pese a ello en su literatura no se parece ni a Hamsun ni a Dostoievksi pues ningún escritor que se precie de serlo se contenta con ser un epígono. Miller encontró su voz cuando decidió escribir acerca de sí mismo. En ese sentido tal vez resulte más significativa la influencia de las viejas filosofías de Oriente como la del budismo zen, Lao-tse y el Tao Te King, los Vedas y la de algunos teóricos del arte como Otto Rank, Spengler o John Cowper Powys. Tenemos pues ante nosotros a un autor que pasó la primera parte de su vida anclado a los convencionalismos sociales y deberes cotidianos pero que en un momento de revelación, justo a la mitad de su vida, decidió seguir siendo joven hasta el día de su muerte.

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Hernán Lara Zavala

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Al cumplir ochenta

Si a los ochenta años no estás ni tullido ni invalido y gozas de buena salud, si todavía disfrutas una buena caminata y una comida sabrosa (con todo y acompañamientos), si duermes sin pastillas, si las aves y las flores, las montañas y el mar te siguen inspirando eres de lo más afortunado y deberías arrodillarte en la mañana y en la noche para darle gracias al Señor por mantenerte en forma. En cambio si eres joven pero ya tienes cansado el espíritu y estás a punto de convertirte en autómata, sería bueno que te atrevas a decir de tu jefe -en silencio, claro- “¡Al carajo con ese fulano, no es mi dueño!” Si no te has quedado culiatomillado y si te sigue emocionando un buen trasero o un magnífico par de tetas, si todavía puedes enamorarte las veces que sea y si perdonas a tus padres por el delito de haberte traído al mundo, si te hace feliz no llegar a ningún lado y vivir al día, si puedes olvidar y perdonar y evitar volverte amargado, cascarrabias, resentido y cínico, hombre, ya vas de gane.

Lo que importa son las cosas pequeñas, no la fama ni el éxito o el dinero. La cima es muy estrecha, pero abajo hay muchos como tú que no se estorban ni se molestan. Ni por un instante se te

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ocurra que los genios viven felices; todo lo contrario, da gracias por ser del montón.

Si tuviste una buena trayectoria, como es de suponer que yo la tuve, los últimos años podrían ser los más infelices de tu vida (salvo que hayas aprendido a tragarte tus mentiras). El éxito, desde el punto de vista mundano, es la plaga del escritor que aún tiene algo que decir, pues cuando llega la época en que podría disfrutar un poquito del ocio, resulta que está más ocupado que nunca porque se ha vuelto víctima de admiradores y adeptos y de todos los que desean explotar su nombre. Aquí se enfrenta otro tipo de lucha: el problema consiste en mantenerse libre y hacer sólo lo que uno quiere.

Con todo y una visión del mundo que es producto de gran experiencia, con todo y una filosofía elaborada para la vida diaria, uno cae en la cuenta de que los tontos se vuelven más tontos y los pelmazos más pelmazos. De uno en uno la muerte se lleva a tus amigos o a los grandes hombres que reverenciabas; mientras más viejo, más pronto se te mueren. Al final te quedas solo y ves a tus hijos o a los hijos de tus hijos cometer los mismos errores absurdos, esos errores casi siempre lamentables que cometiste tú a su edad, y ni lo que digas ni nada de lo que hagas podrá evitarlo. Sin duda al observar a los jóvenes se termina por comprender lo idiota que uno mismo fue en su momento (y tal vez lo siga siendo).

Hay algo que para mí se vuelve cada vez

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más claro: en lo fundamental la gente no cambia con los años. Salvo raras excepciones la gente no evoluciona ni se transforma: un roble sigue siendo roble, un cerdo cerdo y un zopenco zopenco. Lejos de mejorar, el éxito por lo general acentúa las faltas o fracasos. No es raro que los tipos brillantes de la escuela en cierta medida dejen de serlo una vez que salen al mundo. Si en tu grupo te disgustaban ciertos chicos o si los despreciabas, después te parecerán peores convertidos en hombres de negocios, estadistas o generales de cinco estrellas. La vida nos obliga a aprender ciertas lecciones pero no necesariamente a crecer. Aquí entre nos, con dificultad cuento a una docena de individuos que logró aprender las lecciones de la vida; la gran mayoría no sabría ni su nombre si yo lo pronunciara.

En cuanto al mundo en general, no sólo no lo veo mejor que cuando era yo un niño de ocho años sino mil veces peor. Un escritor famoso alguna vez lo resumió de este modo: “el pasado me parece horrible, el presente gris y desolado y el futuro totalmente espeluznante”. Por fortuna, no comparto este sombrío punto de vista. En primer lugar, no me interesa el futuro; en cuanto al pasado, bueno o malo, le he sacado el mayor partido; lo que me quede de futuro es producto de mi pasado. El futuro del mundo se lo dejo a los filósofos y visionarios. Lo único que tenemos todos es el presente, pero muy pocos lo vivimos alguna vez a plenitud. No soy

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pesimista ni optimista; para mí el mundo no es ni esto ni aquello sino todo al mismo tiempo y así será para cada quien en su propia medida.

A los ochenta creo que soy una persona mucho más alegre que cuando tenía veinte o treinta años. Para nada querría ser adolescente otra vez: la juventud puede parecer gloriosa pero también duele sobrellevarla. Es más, lo que llamamos juventud no es tal, en mi opinión se trata más bien de algo así como una vejez prematura.

Con la maldición o la bendición de haber vivido una adolescencia eterna, alcancé cierta madurez pasados los treinta años. No fue sino hasta los cuarenta que comencé a sentirme joven en serio; para entonces ya estaba listo (Picasso dijo alguna vez: “uno comienza a volverse joven a los sesenta pero para entonces ya resulta demasiado tarde”). En esa época había perdido muchas ilusiones, pero por suerte mantenía el entusiasmo, la dicha de vivir y una curiosidad inagotable. Tal vez fue esa curiosidad -por todo y por cualquier cosa- lo que me convirtió en el escritor que soy. La curiosidad nunca me ha faltado y hasta el peor pelmazo me puede provocar interés (si aún tengo el ánimo de escuchar).

Con este atributo viene otro que valoro sobre todos los demás: el sentido del asombro. Sin importar qué tan limitado pueda volverse mi mundo, no me lo imagino sin mi capacidad de asombro; en cierto sentido creo que puedo definir esta capacidad

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como mi religión. No me pregunto de qué manera surgió la creación en que nos hallamos sumergidos, sólo la disfruto y la valoro. Rabiando por la condición de la vida y la forma en que la vivimos, ya dejé de creer que yo tengo el remedio. Quizá pueda modificar hasta cierto punto mi propia situación pero nunca la de los demás. Ni veo que nadie, en el pasado o el presente, por grande que fuera, haya podido realmente alterar la condition humaine.

El mayor temor de la gente al pensar en la vejez es que será incapaz de hacer nuevos amigo, mas quien tuvo alguna vez la facultad de cultivar nuevas amistades, no la perderá por viejo que sea. En mi opinión, después del amor, la amistad es lo más valioso que nos ofrece la vida. Nunca he tenido problemas para hacer amigos; de hecho, aveces esa facilidad se ha convertido en un obstáculo. Dice el dicho: “dime con quién andas y te diré quién eres”, pero mucho he reflexionado yo qué tan cierto es esto. Toda la vida tuve amigos provenientes de mundos totalmente disímiles, tuve y sigo teniendo amistad con personas que no son nadie y debo confesar que se cuentan entre mis mejores amigos. He sido amigo de criminales y de ricos despreciables. Mis amigos me mantienen vivo, me han dado ánimo para proseguir y también, muchas veces, me han aburrido hasta las lágrimas. En lo único que insisto con todos mis amigos, sin importar su clase social o su condición, es que hablen con la

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verdad; si no puedo ser abierto y franco con un amigo, o él conmigo, no me interesa.

La capacidad de ser amigo de una mujer, en particular de la mujer a la que amas es, para mí, la mayor de las proezas. El amor y la amistad rara vez van de la mano. Es más fácil ser amigo de un hombre que de una mujer, sobre todo si es atractiva. En toda mi vida he conocido apenas unas cuantas parejas que son amigos además de amantes.

Tal vez lo más alentador de envejecer con gracia sea la capacidad cada día mayor de no tomar las cosas demasiado en serio. Una de las grandes diferencias entre un sabio genuino y un predicador radica en la jovialidad: cuando el sabio ríe la risa sale de la panza; cuando se ríe el predicador (raras veces) le sale de la mejilla equivocada. Al hombre sabio de verdad -¡incluso al santo!- no le interesa la moral; está por encima y más allá de tales consideraciones, tiene un espíritu libre.

Con la edad mis ideales, que por lo general niego tener, se alteran en forma definitiva. La idea es vivir sin ideales, sin principios, sin ismos ni ideologías. Quiero sumergirme en el océano de la vida como un pez en el mar. De joven me interesaba enormemente el estado del mundo; hoy, aunque todavía pataleo y me enfurezco, me contento con sólo deplorar el estado de las cosas. Puede sonar petulante hablar así pero en realidad significa que me he vuelto más humilde, más consciente de mis

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limitaciones y de las de mis semejantes. Ya no intento convertir a la gente a mi propia visión, ni sanarla, ni me siento superior porque no muestra gran inteligencia. Uno puede combatir el mal, pero contra la estupidez no existe arma posible. Creo que la condición ideal de la humanidad sería vivir en un estado de paz en el amor fraterno, pero debo confesar que no conozco forma alguna de producir tal condición. He aceptado el hecho, sumamente difícil, de que los seres humanos se inclinan a portarse de una forma que ruborizaría a los propios animales. Lo irónico, lo trágico, es que muchas veces nos comportamos de manera innoble en nombre de los que consideramos motivos sublimes. La bestia no se disculpa por matar a su presa; la bestia humana, en cambio, llega a invocar la bendición de Dios cuando masacra a su prójimo, olvida que Dios no está de su lado sino a su lado. Aunque sigo siendo lector, cada día me abstengo de más libros. Mientras que en los años mozos buscaba en ellos instrucción y orientación, hoy leo sobre todo por placer. Ya no me tomo tan en serio ni los libros ni a los autores, en especial los libros de “pensadores”. Hoy su lectura me parece letal y cuando en realidad emprendo la lectura de lo que se podría llamar un libro serio, busco más corroboración que ilustración. El arte puede ser terapéutico, como dijo Nietzsche, pero sólo de modo indirecto. Todos necesitamos estímulo e inspiración,

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pero éstos nos llegan por distintos caminos y casi siempre en una forma que escandalizaría a los moralistas. Cualquier camino que uno elija será como caminar en la cuerda floja.

Tengo muy pocos amigos o conocidos de mi edad o de edad cercana. Aunque suelo sentirme incómodo en compañía de ancianos, me despiertan gran respeto y admiración dos hombres muy viejos que parecen eternamente jóvenes y creativos. Me refiero a Pablo Casals y a Pablo Picasso, ambos hoy de más de noventa años. Esos nonagenarios juveniles ponen en vergüenza a los jóvenes, a hombres y mujeres de mediana edad y clase media, decrépitos en verdad, cadáveres vivientes, por así decirlo, esclavos de sus cómodas rutinas que imaginan que el status quo ha de durar siempre, o que tienen tanto miedo de que sea otro el desenlace que se retiran a sus refugios mentales para esperar el fin.

Jamás he sido parte de ninguna organización religiosa, política ni de ninguna otra índole. Nunca en mi vida he votado; he sido anarquista filosófico desde mi adolescencia. Soy un exiliado voluntario que tiene hogar en todas partes salvo en su propia casa. De niño tuve muchos ídolos y hoy, a los ochenta, aún tengo algunos: la capacidad para admirar a otros -aunque no necesariamente implique hacer lo mismo que ellos- me parece de suma importancia; pero importa más tener un

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maestro, el punto es cómo y dónde encontrarlo; casi siempre habita entre nosotros pero no lo reconocemos. Por otro lado he descubierto que tal vez uno pueda aprender más de un niño pequeño que de un maestro acreditado.

Pienso que el Maestro (con mayúscula) tiene la misma calidad del sabio y el profeta. Es una pena no poder criar ese tipo de ejemplares. Lo que suele llamarse educación para mí es una tontería absoluta que impide el crecimiento. A pesar de todos los cataclismos sociales y políticos por los que pasamos, los métodos educativos aceptados en todo el mundo civilizado siguen siendo, al menos a mi modo de ver, arcaicos y estúpidos; sólo contribuyen a perpetuar los males que nos hacen inválidos. William Blake dijo: “Los tigres de la ira son más sabios que los caballos de la educación”. Yo no aprendí nada de valor en la escuela; dudo que pudiera pasar un examen de primaria en cualquier materia incluso hoy. Aprendí más de los idiotas y de los don nadie que de los profesores de esto y de aquello. La vida es el maestro, no el Consejo de Educación. Por extraño que parezca, me inclino a coincidir con aquel miserable nazi que dijo: “Cuando escucho la palabra Kultur me dan ganas de empuñar mi revólver”.

Nunca me han interesado los deportes organizados; me importa un carajo quién rompe ese récord o aquél. Los héroes del béisbol, el fútbol y el

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básquetbol me son prácticamente desconocidos. Me disgustan los juegos de competencia: uno no debe jugar para ganar sino para disfrutar el juego, sea lo que sea. Prefiero jugar en vez de hacer ejercicios y hacerlo solo en vez de formar parte de un equipo. Nadar, andar en bicicleta, caminar en el bosque o jugar ping pong satisface toda mi necesidad de ejercicio. No creo en las lagartijas, ni en levantar pesas ni en el fisioculturismo; no creo que haya que hacer músculos a menos que se utilicen para algún fin vital. Creo que las artes de autodefensa deberían enseñarse desde una edad temprana y utilizarse sólo como tales (y si la guerra es el orden del día para las generaciones futuras, entonces debemos dejar de mandar a nuestros hijos al catecismo y mejor enseñarles a convertirse en asesinos profesionales).

No creo en la alimentación sana ni en las dietas; lo más seguro es que no haya comido adecuadamente durante toda mi vida y estoy bien. Como para disfrutar mi comida; haga lo que haga, primero ha de ser para disfrutar. No creo en los exámenes médicos: si algo me falla prefiero no saberlo, pues sólo me preocuparía y agravaría mi mal. Con frecuencia la naturaleza se encarga de nuestras dolencias mejor que cualquier médico. No creo que exista receta médica alguna para una larga vida; además, ¿quién quiere vivir cien años?, ¿qué caso tendría? Una vida breve y alegre es mucho mejor que una larga vida sustentada por el miedo, la

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cautela y la perpetua vigilancia médica Con todo y el progreso de la medicina aún tenemos todo un santoral de enfermedades incurables; las bacterias y microbios siempre parecen tener la última palabra. Cuando todo falla, el cirujano sale a escena, nos corta en pedazos y nos despoja hasta del último centavo, ¿es eso el progreso?

Lo que le falta a nuestro mundo actual es grandeza, belleza, amor, compasión y libertad. Se fueron los días de los grandes hombres, los grandes líderes, los grandes pensadores. Para sustituirlos creamos un engendro de monstruos, asesinos, terroristas, que parecen inoculados de violencia, crueldad, hipocresía. Al citar los nombres de las figuras ilustres del pasado, como Pericles, Sócrates, Dante, Abelardo, Leonardo da Vinci, Shakespeare, William Blake o aun el loco de Luis de Baviera, se olvida uno de que aun en tiempos más gloriosos hubo extrema pobreza, tiranía, crímenes inconfesables, horrores de guerra, malevolencia y traición. Siempre han existido el bien y el mal, la fealdad y la belleza, lo noble y lo innoble, la esperanza y la desesperación. Parece imposible que los contrarios dejen de coexistir en lo que llamamos mundo civilizado.

Si no podemos mejorar las condiciones en que vivimos podemos al menos ofrecer una salida inmediata y sin dolor. Hay una forma de escape mediante la eutanasia, ¿por qué no se le ofrece a los

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millones de miserables desahuciados que carecen de toda posibilidad de disfrutar siquiera una vida de perros? No pedimos nacer; ¿por qué negársenos el privilegio de dejar el mundo cuando las cosas se vuelven insufribles? ¿Debemos esperar a que la bomba atómica nos acabe a todos juntos?

No me gusta terminar con una nota amarga. Como bien lo saben mis lectores, mi lema de toda la vida ha sido “siempre contento y siempre luminoso”. Tal vez por eso nunca me canso de citar a Rabelais: “para todos tus males te doy la risa”. Al mirar hacia el pasado, veo mi vida llena de momentos trágicos pero la contemplo más como una comedia que como una tragedia. Una de esas comedias en las que mientras te doblas de risa también sientes que se te quiebra el corazón. ¿Qué mejor comedia podrá haber? El hombre que se toma demasiado en serio no tiene salvación.

La tragedia que vive la gran mayoría de los seres humanos es otro asunto: para ello no veo elemento de alivio alguno. Cuando hablo de una salida sin dolor para los millones de personas que sufren no hablo con cinismo o como quien no ve esperanza alguna para la humanidad. En sí, la vida no tiene nada de malo: es el océano en el que nadamos y se trata de adaptarse o hundirse, pero nuestra capacidad como seres humanos radica en no contaminar las aguas de la vida, no destruir el espíritu que nos infunde aliento.

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Lo más difícil para un individuo creativo es evitar el impulso de ver el mundo según su propia conveniencia y aceptar al prójimo por lo que es, malo o bueno o indiferente. Uno tiene que poner todo su esfuerzo aunque nunca resulte suficiente.

Finis

traducción de Zulai Marcela Fuentes

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Mi vida como un eco*

La crítica inglesa ha señalado reiteradamente que sólo escribo sobre mí mismo. Y hasta el momento tiene razón. He escrito varios miles de páginas en más de una docena de mis llamados “romances autobiográficos”. Estoy harto de oír hablar de mí aunque sea yo el que hable. Pero como me pusieron el reto de escribir algunas páginas más sobre mi persona debo aceptar de buen talante aun bajo el riesgo de aburrir al lector. Así que, ahí les va...

Se acostumbra comenzar estas cosas con algunos datos pertinentes -fecha y lugar de nacimiento, estudios, estado civil, etc.-; me pregunto si es necesario. El año próximo cumpliré setenta años, en otras palabras, tengo edad suficiente para que hasta un lector común se haya enterado de algunos aspectos importantes en mi vida, si es que acaso soy lo que se rumora: un escritor con éxito efímero en el terreno de la obscenidad, la farsa, el misticismo y el oscurantismo. Aunque nací en Yorkville, Manhattan, un poco tarde para convertirme en regalo de navidad y aunque reconozco el distrito 14 de Brooklin como mi país, da lo mismo si hubiera nacido en los Himalaya o en

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la isla de Pascua. Norteamericano por todos lados, me siento en casa en cualquier lugar menos en mi propio país. Soy una anomalía, una paradoja, un desadaptado; vivo casi siempre en marge. Mi ideal es volverme absolutamente anónimo, todo un don nadie, o simplemente Juan, como el lechero. Para abreviar, me encanta que nadie me conozca ni me reconozca, es decir, pasar por uno más del montón.

Fue a mediados de la década de 1930 cuando leí por primera vez acerca del zen y empecé a percibir la deliciosa eficacia de ser un don nadie. No es que jamás haya deseado ser alguien, no, lo único que yo le pedía al Creador era que me permitiera ser escritor, ni siquiera un escritor sensacional ni tampoco muy reconocido. Simplemente escritor. Porque ya había hecho casi de todo sin éxito: fui recolector de basura, cavé tumbas y ni en eso mostré habilidades extraordinarias. El único empleo que desempeñé con cierto grado de éxito (aunque mis jefes no lo reconocieran) fue el de director de personal en la compañía telegráfica Western Union de Nueva York. Los cuatro años que pasé contratando y despidiendo a los pobres diablos que conformaban el cuerpo de mensajeros en esa organización fueron los más importantes de mi vida desde el punto de vista de mi futuro papel de escritor: ahí entré en contacto directo con el cielo y el infierno. Fue para mí lo que Siberia para Dostoievski; además, trabajando como director de

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personal hice mis primeros intentos de escribir. Ya era hora, pues tenía treinta y tres años y, como lo anuncia el título de mi trilogía, estaba por experimentar mi crucifixión rosada.

A decir verdad, mi suplicio comenzó un poco antes de ingresar al servicio de Western Union: empezó con mi primer matrimonio y se prolongó hasta el segundo. (El lector extranjero debe tener en cuenta que a los treinta y tres años un norteamericano es de cierto modo un adolescente; en realidad son pocos los que, aunque vivan cien años, superan la adolescencia.) Es obvio que la causa de mi sufrimiento no fueron los matrimonios, o al menos no la única causa. Yo fui la causa, mi propia naturaleza rebelde: nunca estuve satisfecho con nada, nunca estuve dispuesto a comprometerme, nunca me adapté (palabra abominable que los norteamericanos recogieron para convertirla en apoteosis).

Fue hasta que llegué a Francia, donde ajusté cuentas conmigo mismo, cuando descubrí que nadie más que yo era responsable de todas las desgracias que me habían sucedido. El día en que desperté a esa verdad -y me llegó como un destello- me liberé de la carga de culpa y sufrimiento. Qué enorme descanso fue dejar de culpar a la sociedad o a mis padres o a mi país. Ahora podía exclamar: “¡Culpable, su señoría!, ¡culpable, su majestad!, ¡culpable de todas las cosas!”, y eso me hacía sentir

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bien.

Por supuesto que desde entonces he sufrido muchas veces y, sin duda, volveré a sufrir... pero de otro modo. Ahora soy como esos alcohólicos que, después de años de abstinencia, finalmente aprenden a beber una copa sin temer emborracharse. Me refiero a que ya hice las paces con el sufrimiento. El sufrimiento forma parte de nosotros igual que la risa, la alegría, la traición o lo que sea; una vez que se percibe su función, su valor, su utilidad, uno deja de temerle a ese sufrimiento eterno que todo mundo anhela evadir a toda costa; viéndolo a la luz del entendimiento se convierte en otra cosa. A este proceso de transmutación en mí le puse por nombre “crucifixión rosada”. Lawrence Durrell, que en ese tiempo me visitaba (en Villa Seurat), lo expresó de otra manera: me puso el apodo “de ahora en adelante” de La roca feliz.

¡Convertirme en escritor! Cuando le pedía al Creador esa bendición ni en sueños concebía el precio que tendría que pagar por semejante privilegio. Nunca me imaginé tratar con tanto idiota y tanto necio como los que se han cruzado en mi camino durante los últimos veinte años o más. Al escribir mis libros pensaba que me dirigía a espíritus como el mío, nunca me di cuenta de que me aceptarían -y por las peores razones- las masas no pensantes que leen con el mismo entusiasmo las tiras cómicas, las noticias deportivas y los reportes

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financieros del Wall Street Journal. Todos los que han leído mi libro sobre Big Sur (donde he vivido los últimos catorce años) saben que en este remoto y aislado lugar llevo la vida de una ardilla enjaulada: perpetuamente a la vista, perpetuamente a disposición de todos y cada uno de los buscadores de curiosidades, cazadores de autógrafos, reporteros baratos. Quizá la premonición de tal absurdo me haya llevado a incluir en mi primer libro, Trópico de Cáncer, una larga cita de Un uomo finito de Papini. Hoy en día, muy al estilo de Einstein, siento que si volviera a vivir preferiría ser carpintero o pescador, lo que sea menos escritor. Los pocos a quienes les llegan nuestras palabras, para quienes tienen sentido estas palabras y les brindan paz y alegría, serán lo que son, lean o no nuestros libros. Todo el engorroso asunto de un libro tras otro, una línea tras otra, se reduce a un paseo por el parque, a unos cuantos saludos con el sombrero y a un “Buenos días, Tom, ¿qué tal?” “Pues bien... ¿y tú?” Nadie se vuelve más inteligente, más triste ni más feliz. C’est un travail du chapeau, voilá tout!

Entonces, cabría preguntarse, ¿por qué uno lo sigue haciendo? La respuesta es muy sencilla. Yo escribo en este momento porque lo disfruto; me da placer. Soy adicto, un adicto feliz. Ya perdí la ilusión en cuanto a la importancia de las palabras. Lao-tse puso toda su sabiduría en unas cuantas páginas indestructibles, Jesús nunca escribió una

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sola línea; en cuanto a Buda, se le recuerda por su sermón sin palabras en el que sostenía una flor para que su público la observara (o escuchara). Las palabras, como otros desperdicios, terminan yéndose por el desagüe. Los actos perduran; actos como los de los apóstoles, bien entendu, y no toda esa actividad de avispero que ahora pasa por acción.

Acción. A menudo pienso en ella de esta manera: yo y mi cuerpo. Uno desperdiga su cuerpo (por aquí y por allá, por todos lados) pero uno sigue siendo el mismo, hasta hubiera podido quedarse inmóvil. Si lo que tiene que suceder, lo que hay que aprender, no se da en esta vida, ya será en la próxima, o en la tercera o la cuarta. Tenemos todo el tiempo en nuestras manos, lo que necesitamos descubrir es la eternidad. La única vida es la eterna, pero no tengo recetas para alcanzarla.

Sin duda, algunas de las observaciones precedentes son enormemente difíciles de digerir, especialmente para aquellas almas ignorantes que desean prenderle fuego al mundo. Me pregunto si no se dan cuenta de que el mundo siempre ha estado en llamas y así seguirá. ¿Acaso no están conscientes de que el infierno en el que vivimos es más real que el que vendrá (si uno cree en semejantes tonterías)? Por lo menos deberían de sentirse un poco orgullosos por el hecho de haber colaborado en la construcción de este infierno. La vida en la Tierra, siempre será un infierno, el antídoto no es el más allá

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que se conoce como Cielo, sino una nueva vida aquí abajo: “el nuevo Cielo y la nueva Tierra” que surjan de la total aceptación de la vida.

Pero me estoy apartando de mi tema: yo. Es obvio que otros temas me resultan más atractivos; en ocasiones hasta la teología me absorbe. Créanme, llega a pasar, aunque hay que cuidarse de la tentación de creerse teólogo. Incluso la ciencia puede resultar en algunos aspectos interesante, siempre y cuando no se la tome demasiado en serio. Cualquier teoría, cualquier idea, cualquier especulación puede aumentar el gusto por la vida en tanto no se cometa el error de creer que llegará uno a algún lado. No llegamos a ninguna parte porque (hablando metafísicamente) no hay a dónde ir. Ya estamos ahí, hemos estado ahí desde siempre. Sólo necesitamos despertar a ese hecho. Me tardé unos sin-cuenta años en despertar, pero incluso ahora no estoy bien despierto, porque si lo estuviera no escribiría estas extrañas palabras. No obstante, una de las cosas que se aprenden en el camino es que las tonterías también tienen su lugar. Las verdaderas tonterías, por supuesto, se disfrazan con nombres tan rimbombantes como ciencia, religión, filosofía, historia, cultura, civilización, entre otros. El sombrerero no es un clochard miserable tirado en la banqueta con una botella junto al pecho, sino su excelencia, el respetable pájaro bobo de la corte de su majestad, que finge habernos convencido de que,

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armado con las palabras adecuadas, las credenciales adecuadas, el sombrero y los argumentos adecuados puede aplacar, domar o someter a cualquier tipo de monstruo que se disponga a engullir el mundo en nombre del árbol de Bodhi1 o en nombre de Cristo o de la cantaleta en curso.

Francamente, si vamos a jugar con la idea de salvar al mundo, puedo decir que al pintar una acuarela que me agrade (a mí y no necesariamente a ti) hago lo que me corresponde mejor que cualquier ministro que tenga o no cartera política. Pienso que incluso su santidad, el papa, con lo poco que creo en él, también puede estar cumpliendo con lo suyo. Aunque si ya lo incluí a él, tendría también que incluir a Al Capone o a Elvis Presley, ¿por qué no?, ¿podría alguien demostrarme que no?

Como les iba diciendo, renuncié al Departamento de Empleados de Mensajería después de haber sido cavador de tumbas y pepenador, bibliotecario, vendedor de libros, agente de seguros, recolector de boletos, empleado de un rancho y cien oficios más de la misma importancia (espiritualmente hablando); llegué a París, pronto me quedé sin un centavo -me habría vuelto padrote o gigolo de haber tenido con qué- y terminé siendo escritor. ¿Qué más quieren saber? Lo que no puedo hacer aquí es llenar los intersticios, porque ya usé todo el relleno en mis “romances autobiográficos” que, por si no se lo había advertido al lector, hay que

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tomarlos con un poco de sal. En ocasiones ya no sé si dije e hice las cosas que cuento o si las soñé. De cualquier manera, siempre sueño la verdad; si miento un poco de vez en cuando lo hago principalmente en aras de la verdad. Lo que quiero decir es que intento pegar mis partes rotas. El soñador que viola o asesina en sus sueños es la misma persona que trabaja todo el día sentado en el banco contando el dinero de alguien más o que funge como presidente de una república, ¿o no? ¿Están acaso todos los delincuentes de este mundo tras las rejas o hay algunos disfrazados de secretarios de Hacienda?

Tal vez sea momento de observar que por fin estoy llegando a la terminal de mi prolongado paseo autobiográfico en trineo. La primera mitad de Nexus se acaba de publicar en Éditions du Chêne, en París. La segunda mitad, que debí haber escrito hace seis meses, pero que quizá ni siquiera empezaré en los próximos cinco años, será la culminación de lo que planeé y proyecté en el año de 1927. En aquella época pensé que para la historia de mi vida (que en realidad sólo es el registro de siete años de mi vida, los años cruciales antes de irme a Francia) bastaría con un tomo gigantesco: La historia de mis desgracias escrita por Henry Abélard Miller.2 Así habría dicho lo mío para luego sepultarme; mas no fue tan sencillo, nada es sencillo excepto para los sabios: quedé atrapado en mi propia telaraña, por así

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decirlo. Lo que tengo que aprender ahora es si puedo romperla o no. “La telaraña y la roca”,3 ¿acaso no son lo mismo?

Nunca olvidaré la impresión que me causó El arte y el artista de Otto Rank; especialmente la parte en la que habla del tipo de escritor que se pierde en su obra; el escritor que, en otras palabras, convierte su obra en su tumba; y, según Rank, ¿quién hizo esto a la perfección? Shakespeare. Yo también incluiría a Hierony- mus Bosch de cuya vida sabemos casi tan poco como de la de Shakespeare. Siempre estamos luchando desesperadamente (“nos urge” sería mejor expresión) por descubrir tras el artista al hombre. Como si el hombre llamado Charles Dickens, por ejemplo, fuera una entidad absolutamente independiente del escritor. Nuestro anhelo de atrapar al ser completo pesa menos que nuestra duda de que el artista y el hombre sean uno mismo. En mi caso, por ejemplo, hay amigos que me conocen íntimamente (o que por lo menos me tratan como si así fuera) y que sostienen que no comprenden una sola palabra de lo que he escrito o, peor aún, tienen la osadía de decirme que lo he inventado todo. Afortunadamente tengo irnos cuantos amigos -los cuento con los dedos de una mano- que me conocen y me aceptan como escritor y como hombre. De no ser así, dudaría mucho de mi verdadera identidad; para ser escritor, por principio, se debe tener una

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personalidad escindida pero cuando llega uno al momento de recoger su sombrero para salir a tomar aire fresco hay que estar seguro de que toma uno su sombrero, camina con sus piernas y se llama Henry Miller, no Mahatma Gandhi.

En cuanto al mañana, no existe. Ya viví todos mis ayeres y todos mis mañanas; por el momento sólo me mantengo a flote.

Si llego a escribir más libros, libros que nunca pensé escribir, me disculparé considerándolos un paseo por el parque... “Buenos días, Tom, ¿qué tal?” “Bien... ¿y tú?”; en otras palabras, ahora permanezco con la boca cerrada. Con su permiso, me retiro, no es necesario que me despidan con bombos y platillos, si saben a qué me refiero. Francamente, ni yo mismo lo sé, pero, como se dice en mi tierra, por ahí va la cosa.

traducción de Leticia García

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Notas 1Es el árbol de los budistas, también

conocido como árbol de la sabiduría o árbol pipal. 2Ésta es una alusión a la Historia

calamitatum, obra autobiográfica del filósofo del siglo xn Pedro Abelardo. Miller juega no sólo con el título de la obra, sino también con la autoría al intercalar el nombre del filósofo entre los suyos.

3Alude a The Web and the Rock, novela autobiográfica del norteamericano Thomas Wolfe en la que el protagonista, un joven originario de un pequeño poblado, se convierte en novelista.

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Carta de Lawrence Durrell a Alfred Perlès

Mi querido Joe, Esta carta que le envío la comencé

mentalmente hace unos cuatro años, cuando la casualidad me indujo a pasar unas pocas horas en París, de camino para Yugoslavia. Nació precisamente durante un paseo vespertino entre una docena de acuarelas de París pintadas en prosa por Henry Miller, reunidas en la serenidad de un atardecer que tomaba sus colores de uno de esos enjoyados párrafos de Trópico de Cáncer. ¿Necesito decirle que estaba en Villa Seurat, donde pasamos juntos unos meses tan interesantes? La pequeña vespasienne de hojalata con sus anuncios de Quinquina todavía se alza en la bocacalle. Lo mismo el farol bajo el cual, cierto neblinoso atardecer, vi al cher maître detenerse fascinado por las páginas de Niyinski que yo acababa de traer de Londres y que estaba leyendo en la calle. Creo que fue la noche en que usted destruyó la cañería de madame Kalf y en que el editor chino del Booster huyó corriendo entre las sombras para desaparecer definitivamente privándonos del artículo que nos había prometido sobre “Ciertas confusiones confucianas”... Caminar

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en este atardecer lechoso mientras el humo se eleva del bistro: cliqueteo de bolas de billar, golpeteo de vasos de vino blanco sobre el zinc, chasquido de bolas de billar y quién sabe dónde una radio fantasmal que toca una antigua melodía de jazz preservada en el afecto de los franceses por cierta caprichosa ternura de las palabras...

Desde entonces han pasado muchos años y ahora estoy en un sitio distinto, la lluvia se filtra entre los sarmientos y la voz de Henry (registrada en discos) suena cálida como siempre en el atardecer; la voz de un académico norteamericano cuyas obras no pueden entrar en su propio país... ¿podría concebirse una mejor caracterización del ser anglosajón? ¡Allí está la solitaria águila norteamericana en su nido de Big Sur, escribiendo todavía para los franceses y los japoneses! No tenemos más remedio que echamos a reír, aunque con un poco de tristeza. ¿Qué hizo el pobre Henry que Colón no haya hecho? Su viaje ha sido mucho más heroico, pues al cabo de él se descubrió a sí mismo... descubrió la ignota América del alma norteamericana. Pero para alcanzar su objetivo se vio obligado a ultrajar la sensibilidad de sus contemporáneos, tuvo que forzar los cierres de acero del tabú, tuvo que golpear y sacudirse como una ballena herida, que retorcerse e inclinarse y martillar... ¡Y ahora que lo consiguió, lo canonizan! Se afirma que es la mayor expresión del genio

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norteamericano desde Whitman pero... ¡todavía no dejan entrar sus libros!

Estaba pensando en la injusticia de esta situación y me preguntaba si entre nosotros no podríamos hacer algo para ofrecer al lector anglosajón una visión coherente de la totalidad de la obra de Miller. ¿Cómo estimaríamos el valor de Lawrence si se permitiera la circulación sólo de sus libros de viajes? Todo cuanto se conoce de Henry chez nous es una serie de antologías de cuentos cortos y ensayos... sin duda densos y ricos, pero la lista no incluye las dos grandes trilogías. Así, uno puede repasar una reseña de 5 000 palabras de la literatura norteamericana moderna sin tropezar ni una vez con su nombre -y la actual literatura norteamericana comienza y acaba en el sentido de lo que él hizo- No deseo rebajar a Faulkner, a Hemingway, etc., pero ellos no son más que hombres del oficio literario, como nosotros mismos. Hay una diferencia cualitativa entre el poder obsesivo del genio y nuestros artificios mentales. Ello no significa que atribuya un papel negativo al hombre del oficio... por el contrario, forma el humus en el que puede florecer el genio. Se necesita un centenar de individuos como nosotros para constituir el subsuelo en el que puede desarrollarse un genio.

Mientras caminaba por estas sórdidas y amadas calles pensé que podría enviarle unas líneas

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para ver si lograba tentarlo a iniciar una correspondencia que diera por resultado un retrato -no del hombre, porque eso usted ya lo ha hecho- sino del artista reflejado en su obra. Después de todo, usted y yo estamos en la situación de los afortunados clérigos que gozaron de la intimidad de Rabelais. ¡Sus conversaciones! ¿Qué no daría el mundo por algunos detalles agregados a los pocos que ahora tiene a su alcance?

Mi idea se afirma un tanto a través de la lectura de su retrato de Henry, porque en esa obra usted evita los problemas de carácter puramente crítico, las valoraciones, con el fin de concentrarse mejor en la apariencia del hombre. Usted reconoce que existe un elemento de mis- terio y deja ahí el problema, ¿y quién podría afirmar que está usted en un error? Ciertamente no es posible circunscribir del todo el misterio fundamental de una personalidad creadora. Pero si tenemos en cuenta toda la amplitud y la riqueza de su obra, desde Trópico de Cáncer hasta la última acuarela japonesa sobre el sexo, ¿no podríamos -informalmente y sin preciosismo- acercamos un poco más al problema? Supongo que las diferencias temperamentales explican el ángulo desde el cual cada uno enfoca a una persona dada. Al leer esa antología, La roca feliz, me impresionó profundamente el número de diferentes rostros de Henry que surgían de la obra; es verdad que todos correspondían a Henry... pero refractados por el

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observador. ¿También yo soy culpable de la refracción intencional cuando subrayo cuán diferente de sí mismo es el Henry de los libros? La gente que me pregunta se sorprende cuando trazo el retrato de un hombre tan genial, leal y tierno, ¡un hombre de tan delicada sensibilidad que si alguna vez yerra lo hace como consecuencia de sus propios nervios! ¡Las amables e infantiles cualidades que incluían la capacidad de dejarse abatir por el más ligero desaire! Luego, el aspecto positivo... las agresiones y los salvajismos que siempre se exacerban bajo la tensión del trabajo creador, el retorcido complejo de deformaciones y de temores infantiles, ¡la amargura que acompaña siempre a la risa más feliz que yo haya oído jamás!

No, lo que yo me proponía no era tampoco un intercambio de anécdotas. Aunque de tanto en tanto también ellas podrían contribuir a la descripción... ¡como el relato que usted hizo de la primera conferencia pública de Henry! Pero yo me peguntaba vagamente si podía ofrecerse el esbozo de otro tipo de imagen... la que me asaltaba cuando caminaba por esas calles. ¿El arte es siempre un ultraje?... por su naturaleza misma ¿ha de ser un ultraje?

Era hora de tomar el tren pero yo me demoraba renuente bajo la iglesia de Alesia, reflexionando sobre la naturaleza de la lucha personal de Henry con la tinta y el papel. Su

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violencia misma incluye una lección que el lector discreto será capaz de interpretar para sí mismo. ¡La “Verdad” a la que quiero llegar, la Verdad acerca de mí mismo!

¿Cuánta o cuán poca verdad halló Henry en su camino... en el largo camino que va de la condición de un Villon norteamericano a la de Chuang-tse?

¿Lograrán estas líneas tentarlo para que se acerque a su máquina de escribir, en ese Hampstead barrido por el viento?

Larry traducción de Aníbal Leal

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Cronología

1891 Henry Miller nace en Nueva

York el 26 de diciembre 1909 Se gradúa de la escuela

secundaria y entra al City College de Nueva York

1924 Abandona su trabajo en la compañía Western Union de Nueva York para dedicarse a escribir

1930 Se marcha a París huyendo de la Gran Depresión norteamericana

1934 Publica en París Trópico de Cáncer

1939 Publica en París Trópico de Capricornio; pasa un año en Grecia invitado por Lawrence Durrell

1940-1941 Viaja por los Estados Unidos y se instala en Big Sur, California

1941 Publica coloso de Marusi donde plasma sus impresiones de Grecia

1945 Publica Pesadilla de aire acondicionado una aguda crítica de los Estados Unidos, producto de su viaje por todo el país

1961 Trópico de Cáncer y Trópico de

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Capricornio se publican por primera vez en su país

La Suprema Corte rechaza finalmente los alegatos de obscenidad interpuestos en contra de las dos novelas

Se publica en Estados Unidos su trilogía La crucifixión rosada (Nexus, Sexus y Plexus)

1980 Muere el 7 de junio en Pacific Palisades, California

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Bibliografía Mínima

Henry Miller, Trópico de Cáncer,

Cátedra, Madrid, 1988; Trópico de Capricornio, Cátedra, Madrid, 1988; La crucifixión rosada, Rueda, Buenos Aires, 1979; El coloso de Marusi, Seix Barral, Barcelona, 1992; Lawrence Durrell, Henry Miller y Alfred Perlés, Arte y ultraje. Correspondencia, La Pléyade, Buenos Aires, 1972; Lawrence Durrell y Henry Miller, Cartas Durrell-Miller. 1935-1980, Edhasa, Barcelona, 1992; Anáis Nin y Henry Miller, Una pasión literaria. Correspondencia (1932-1953), Siruela, Madrid, 2003; Gilberte Brassaï, Henry Miller. Los años en París, México, Fondo de Cultura Económica, 2002; Norman Mailer, Genio y lujuria. Un recorrido a través de las principales obras de Henry Miller, Barcelona, Grijalbo, 1979