albert camus: un escritor...
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Albert Camus: un escritor quijotesco
Lucrecia Romera
Por pedido de Inés de Cassagne me encuentro aquí, compartiendo con ustedes este
encuentro que, en esta ocasión, reúne a Camus, su vida y su obra, con el Siglo de Oro
español.
En analogía con el soneto de Lope: “Un soneto me manda a hacer Violante”, nombre que
sustituiré por el de Inés: Un soneto me manda hacer Inés, / que en mi vida me he visto en
tanto aprieto; / catorce versos dicen que es soneto: / burla burlando van los tres delante…,
compartiré una breve reflexión, a su pedido, acerca de ciertos rasgos del escritor Camus y
de su obra en relación con los valores morales expresados por Cervantes, quien soñó y creó
a Don Quijote: mito y parábola de la literatura española.
Lo haré no tanto como académica sino como integrante de los encuentros de lectura
camusianos que me han permitido redescubrir a este escritor del S.XX tan actual como el
Quijote de Cervantes.
En primer lugar me gustaría ubicarme, desde una perspectiva histórica y a grandes
pinceladas, en el Siglo de Oro español. Ese siglo tiene un paisaje peculiar que es la Castilla
del siglo XVI, con sus locaciones bien precisas: Ávila, Duruelo, Alba de Tormes, Toledo,
Salamanca, Yuste, Madrid, atravesadas por los reinados de Carlos V y de Felipe II así como
por los escritores que dieron nombre, con sus obras y sus vidas, a ese siglo.
Una constelación áurea de escritores que fueron además soldados, religiosos y algo muy
excepcional: místicos, se conjugó entre el 1500 y el 1600 en España. Garcilaso (1501-
1536), Cervantes (1547-1616), Lope de Vega (1562-1635), Quevedo (1580-1645), Góngora
(1561-1627), Tirso de Molina (1579-1648), Fray Luis de León (1527-1591), Teresa de
Ávila (1515-1582) , San Juan de la Cruz (1542-1591).
Esta edad de Oro fue sin embargo “una edad conflictiva”, si tomamos prestado el
concepto de Américo Castro, de su obra La realidad histórica de España. En la trama de
este siglo se cruzan, por un lado, el problema de las tres castas: moros, judíos y cristianos, y
su efecto: el conflicto de los cristianos nuevos y los cristianos viejos haciendo de España
una difícil morada de un continuo “vivir desviviéndose”, para decirlo en eco teresiano y,
por otro lado, el avance de la reforma luterana y el ataque permanente del Gran Turco a los
territorios del emperador católico Carlos V, que comprendían Flandes, Italia y España.
La conflictiva trama del Siglo de Oro español da lugar a que tanto la literatura laica como
la religiosa recorran los mismos caminos y compartan muchas obsesiones como la lucha
contra el infiel y los valores morales de honor y valentía, vinculados a constantes
universales de la tradición religiosa, filosófica y humanista en el contexto de la
Contrarreforma.
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Esta historicidad intrínseca y extrínseca dio también lugar a la compulsiva necesidad de
una unidad para España que, expresada en reducidos términos, Carlos V (1517-1556)
impulsó combatiendo, y Felipe II (1556-1598) gobernando una monarquía constitucional
hasta su última fase: la derrota de la armada española y muerte del Rey. Los escritores que
convivieron y participaron de esta historia no se quedaron atrás y la expresaron con
valentía, rigor y belleza, en tanto combatieron, obraron y escribieron en aras de los valores
de su tiempo.
Así Garcilaso (1500), el exquisito poeta italianizado, muere joven, al servicio del rey, en
la batalla de Muy, en la Provenza (1536); Lope de Vega y Cervantes también fueron
soldados del rey, con distinta fortuna: Lope recibe los honores en vida y Cervantes, preso
del turco en Argel y autor del Quijote, muere en la pobreza e ignorado. Tirso de Molina, un
escritor religioso y equilibrado en las tramas de sus obras teatrales, combatió, profesó y fue
soldado; y la misma Teresa de Ávila, que obra sobre la realidad histórica al reformar la
orden de los carmelitas y fundar nuevos monasterios por toda España (dieciséis monasterios
de monjas y catorce de frailes), también manifiesta un planteo militar pero desde la
espiritualidad, al obrar y escribir como lo hace mostrando las causas profundas de ese
ataque a la Verdad de Cristo que el luteranismo expandía en los territorios del emperador
Carlos V y Felipe II, construyendo desde su experiencia religiosa, lejos de la vanidad
femenina, un camino de fe. Ni el mismo San Juan de la Cruz, más contemplativo que
Teresa, se desentiende de esta estrategia militar-espiritual al colaborar con Teresa en la
fundación y asentamiento de la reforma carmelita.
La contrarreforma en España fue una vasta respuesta teológica, política y estética al
cuestionamiento luterano de la iglesia romana que dio lugar a obras de envergadura
religiosa junto con el estallido de una expresión estética en lo musical, arquitectónico,
pictórico y literario, sin precedentes. Hablamos de las catedrales, los altares, los retablos,
los autosacramentales, la poesía, el teatro, la novela de ese siglo áureo, las composiciones
del Greco –que se atrevió a transfigurar en la mística Toledo, donde se vive (o se vivía…)
‘con los pies en el suelo y la mística en el cielo’, la espiritualidad de su tiempo–. Sin olvidar
esa expresión única: la de la poesía mística, que sólo dio España en su lengua. Una
conjugación excepcional: Fray Luis de León; San Juan de la Cruz, discípulo de Fray Luis
en Salamanca; Teresa de Ávila, fervientes lectores los tres de El Cantar de los Cantares,
que Fray Luis había traducido a lengua romance y que tanto inspiró a San Juan de la Cruz y
a la santa de Ávila.
No entraré en esta ocasión en detalles sobre estas expresiones y su contexto histórico, pues
deberíamos ir tras las huellas de Calderón, Fray Luis, Teresa de Jesús, San Juan, Lope,
Cervantes, etc. (huellas que cuando se las peregrina por tierras de España nos confirman
siempre la grandeza de ese siglo conflictivo), para referirme al punto de esta reflexión: el
del escritor quijotesco que es Camus y que sí me obliga a detenerme un momento en
Cervantes –hombre de los siglos XVI y XVII– y su creación: el Quijote.
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Camus entre Cervantes y Quijote
En primer lugar sería una ímproba tarea reseñar, en esta ocasión, una vida de Cervantes
que, si bien menos enigmática que la de Shakespeare, no deja de estar unida a la
concepción de un mito, creado en parte por el propio autor Cervantes y consolidado por el
imaginario de los lectores a lo largo del tiempo.
La magnífica exposición que presentó la Biblioteca Nacional de España, en Madrid, en
homenaje a los 400 años de su muerte, dio cuenta de esta propuesta, ya que la tituló: Miguel
de Cervantes: de la vida al mito (1616-2016). Pensada sobre tres ejes que me servirán de
guía: Hombre, personaje y mito, vamos a detenernos primero en el personaje viajero que
fue Cervantes, ya que recorrió todo el Mediterráneo y soñó con un puesto vacante en
América. El Cervantes viajero, que fue siguiendo los pasos de la Corte, construyó una
trama espacial de amistades, odios e intrigas, en la que se engendró la mejor literatura de su
época: Alcalá de Henares, Roma, Lepanto, Argel, Valladolid, Sevilla, Madrid. Un espacio
que también atravesaron los escritores de su tiempo, Garcilaso, Lope, Tirso, en calidad de
soldados, poetas, religiosos, hombres del Rey, tras un ideal de honor y también de
reconocimiento.
Como sabemos, la vida de Cervantes estuvo signada por penurias y fracasos. Hijo de un
modesto médico, Rodrigo de Cervantes, y de Leonor de Cortinas, vivió una infancia
marcada por los problemas económicos de su familia que, en 1551, se trasladó a Valladolid,
sede de la Corte, en busca de fortuna. En 1569, Cervantes salió de España y se instaló en
Roma donde ingresó en la milicia, en compañía de Don Diego de Urbina, con el que
participó de la batalla de Lepanto (1571). En este combate naval contra los turcos fue
herido de un arcabuzazo en la mano izquierda. Cuando regresaba de vuelta a España, tras
varios años de guarnición en Cerdeña, Lombardía, Nápoles y Sicilia, la nave en que viajaba
fue abordada por piratas turcos (1575), que lo apresaron y lo vendieron como esclavo, junto
a su hermano Rodrigo, en Argel. Allí permaneció hasta 1580 llevando adelante algunos
intentos de fuga hasta que un emisario de su familia, de la orden mercedaria, logró pagar el
rescate exigido por sus captores. Ya en España se dedicó a realizar encargos para la corte
durante algunos años. En 1584 se casó con Catalina Salazar de Palacios y en 1587 aceptó
un puesto de comisario real de abastos que, si bien le acarreó más de un problema con los
proveedores e inclusive la cárcel, a la vez le permitió conocer a fondo la realidad más cruda
de España.
La primera parte de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha apareció en 1605 y si
bien tuvo un considerable éxito no le sirvió para salir de la miseria. Al año siguiente la
corte se trasladó de nuevo a Valladolid y Cervantes con ella, para seguir mendigando
favores. Mientras los grandes poetas del Siglo de Oro, empezando por Quevedo o Góngora
así como el dramaturgo de la época, Lope de Vega, podían vivir de su obra, la pequeña
fama que le había dado la difusión del Quijote sólo sirvió a Cervantes para publicar otras
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obras que ya tenía escritas: las historias morales de las Novelas ejemplares; el Viaje del
Parnaso; Comedias y entremeses. En 1615, antes de morir, envió a la imprenta el segundo
tomo del Quijote, dedicado al Conde de Lemos y en cuyo prólogo promete a los lectores y
también al Conde de Lemos, Los trabajos de Persiles y Sigismunda y la novela pastoril La
Galatea, que quedó incompleta.
Junto a estos datos históricos que muestran derrotas y dificultades –en contraposición a la
póstuma inmortalidad– se va construyendo también el mito Cervantes, que el autor se
encargó de propiciar con la descripción que nos dejó al inicio de las Novelas Ejemplares:
"Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y
desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las
barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la
boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos
mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con
los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes
blanca que morena, algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies. Este digo,
que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que
hizo el Viaje del Parnaso, [...]. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes
Saavedra."
Un mito reforzado no sólo por esta descripción quijotesca de sí mismo sino por los dos
prólogos del Quijote, pues en el primero se las ingenia para intercalar en la ficcionalidad de
su autoría: “Pero yo que, aunque parezco padre, soy padrastro de Don Quijote”, con la
que juega, datos históricos, como el que hace a la escritura de la obra en la cárcel,
aludiendo a la prisión en Sevilla (1579 y 1602) sin aclarar los motivos:
“Y así, ¿qué podía engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia
de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca
imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda
incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación?”
También en la burlona crítica acerca de la pedantería de los prólogos llenos de citas,
latinazgos y nombres de fama se nos muestra el Cervantes escritor como alguien libre de
falsas vanidades:
“¿Cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que
llaman vulgo, cuando vea que al cabo de tantos años como ha que duermo en el
silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca
como un esparto […], pobre de conceptos, y falta de toda erudición y doctrina, sin
acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están
otros libros […] tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y toda la caterva
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de filósofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos,
eruditos y elocuentes?”
En tanto en el prólogo de la segunda parte se nos revela un Cervantes más íntimo, que
expone sus principios morales libre de venganza, cuando describe los ataques que le
infligió el autor del falso Quijote: “Pues en verdad que no te he de dar este contento, que
puesto que los agravios despiertan la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de
padecer excepción a esta regla. […]: castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se
lo haya”. También en este prólogo deja Cervantes testimonio de la valoración que le
merece el ser soldado, capaz de dar la vida por la honra y la justicia: “Si mis heridas no
resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas a lo menos en la estimación de
los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla, que
libre en la fuga”.
Estos valores morales: honra, justicia, dignidad, van a encarnar en el descarnado Quijote a
lo largo de las dos partes, modelado por la trayectoria de hombres que dieron su vida por
España, una inspiración semejante a la del Greco, quien reunía en sus composiciones, en
grupos pictóricos, a los nobles caballeros de ese siglo áureo, si recordamos El entierro del
Conde de Orgaz o El martirio de San Mauricio1.
Ya Borges leyó lo moral como valor y virtud en el capítulo XXII de la primera parte del
Quijote. Una lectura que el escritor argentino manifestó en una conferencia de juventud
(1933) que tituló: Una sentencia moral del Quijote 2, en la que Borges toma en cuenta lo
que el Quijote le dice a los guardas que llevan atados a los presos condenados a galeras y a
los que nuestro caballero andante desata, en un acto de justicia individual:
“Señores guardas, estos pobres no han cometido nada contra vosotros; allá se la
haya cada uno con su pecado. Dios hay en el cielo que no se descuida de castigar al
malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos
de los otros hombres no yéndoles nada en ello”.
Lo que Borges escucha en esta sentencia es la voz de Cervantes: “Yo estoy seguro de
reconocer en la amonestación, la voz de Cervantes”, nos dice nuestro escritor, que lleva a
cabo, a partir de esta sentencia, una meditativa reseña sobre la delación, condenada por
Cervantes, según la lectura de Borges.
1 En El entierro del Conde de Orgaz, se puede reconocer al mismo Felipe II, como personaje celestial, o al sacerdote humanista Antonio de Covarrubias, en tanto que en El Martirio de San Mauricio se reconocen a Juan de Austria, El Duque de Alba y Alejandro de Farnesio. Todos ellos, claros Varones de Castilla. 2 Conferencia de Borges aparecida por primera vez en el Boletín de la Biblioteca Popular de Azul, provincia de Buenos Aires, en 1933.
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Así como Borges admira a Cervantes y a su encarnación: el Quijote, a los que rinde
homenaje dentro de su propia obra3, así Camus le rinde su homenaje y ve también en
Quijote la encarnación de Cervantes. Recordamos el discurso pronunciado en la Sorbona, el
23 de octubre de 1955, para conmemorar el 350 aniversario de la publicación del Quijote.
En el mismo, Camus pone de relieve “la locura del honor” como un rasgo propio de España
a lo largo de su historia y dentro de esta “locura” nos enfrenta Camus al “genio paradojal de
España”, expresado en su obra inmortal, el Quijote:
“[…] Un rechazo que es lo contrario de una renuncia, un honor que se arrodilla
ante el humillado, una caridad que toma las armas: he aquí lo que Cervantes ha
encarnado en su personaje ridiculizándolo con un ridículo en sí mismo ambiguo […]
y que persuade más que un sermón exaltado”.
Esta “locura del honor” también es destacada por Camus, en este discurso, en escritores
como Unamuno:
“Al otro extremo de la historia española, ante algunos que deploraban las escasas
contribuciones de España al descubrimiento científico, dio esta respuesta de
increíble desdén y humildad: ‘Que inventen ellos’. ‘Ellos’ eran las otras naciones.
En cuanto a España, tenía su propio descubrimiento, al que podría llamarse, sin
traicionar a Unamuno, la locura de la inmortalidad”.
Los valores destacados por Camus: caridad, honor, misericordia, desdén y humildad a un
tiempo, que Cervantes personificó como pocos, darían lugar a la paradoja que también
Borges profesa en su fe literaria: la derrota culmina en la victoria; la humillación en la
esperanza. Así nos dice Camus en este discurso:
“Es un acto de fe en quien Unamuno ya llamaba nuestro señor Don Quijote, patrón
de los perseguidos y de los humillados, y él mismo perseguido en el reino de los
negociantes y los policías. Quienes como yo comparten esta fe desde siempre y hasta
no tienen sino esta religión, saben incluso que ella es a la vez una esperanza y una
certidumbre”.
Este amor de Camus por España: su pueblo, tradición y escritores proviene en principio
de su linaje materno: madre y abuela españolas, menorquinas. Es decir, corre por su sangre
mediterránea al igual que el sol de Argelia. Este llamado esencial lo mueve a frecuentar y
traducir, como hombre de teatro que fue, obras de los escritores españoles: así pone en
escena La Celestina y una obra sobre la rebelión de los mineros asturianos, basada en
hechos históricos, en su teatro de Argel; también El caballero de Olmedo, de Lope, La
3 Me refiero al célebre y paradojal cuento “Pierre Ménard, autor del Quijote” (Ficciones, 1944), a la “Parábola de Cervantes y de Quijote”, a la conjetura “Un problema” (El hacedor, 1967), al breve ensayo comparativo “Magias parciales del Quijote” (Inquisiciones, 1925), a los poemas “Un soldado de Urbina” (El otro, el mismo, 1964) y “Ni siquiera soy polvo” (La historia de la noche, 1977), que no analizaremos aquí.
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devoción a la cruz, de Calderón. Pero junto a este llamado podemos pensar también en
Camus como un escritor, él mismo quijotesco. Sobran los testimonios. Tengo en cuenta, en
primer lugar, el de la extraordinaria actriz María Casares, en sus memorias, porque es
española, exiliada también ella en Francia y compañera de teatro de Camus, donde subraya
los dos rasgos esenciales:
“Su honor –esa locura en él, que lo mantuvo apartado de los circos de nuestro
tiempo […] –lo ponía en no engañar jamás a quienes lo escuchaban. […] Y su don
quijotismo o su santa locura consistía enteramente en eso […]. Ese funámbulo
cabeza dura entre la justicia y la verdad, elegía la verdad contra toda justicia
engañosa, pues para él, sin verdad no podría haber más que justicia engañosa”
(Casares, en Residente privilegiada, 1980, pág. 387-391).
Se trataba sin embargo para Camus de una verdad al modo de Cervantes: no de una verdad
desesperada sino de una verdad abierta al Otro, al prójimo, sin resentimientos ni pasiones
ideológicas que la condenasen al encierro de los totalitarismos.
¿Es Camus un escritor quijotesco? Lo es, podemos afirmar, ya que encarna al hombre
rebelde forjado al calor de un pensamiento y criterio individual, que ha bebido en la mejor
tradición de occidente: la del mito clásico, la de la filosofía griega, la del cristianismo, sin
ser él un escritor católico: “Yo me sentía un griego viviendo en un mundo cristiano”4, la de
la literatura del siglo de oro español, su teatro, su poesía. Todo ese manantial que lo empujó
a templar ese escritor rebelde capaz de alzarse con voz propia al nihilismo y a los
totalitarismos de su tiempo, aunque muchos hayan tratado de confundirnos incluyendo a
Camus en la corriente del existencialismo. Pensemos en Camus ensayista, amparado por la
luz del mito: Sísifo, Prometeo, Platón; en Camus escritor iluminado por la poesía de la luz
de Argel, del mediterráneo, en Bodas, El Verano, y también por el contraste de esa luz: La
peste; El exilio y el reino, obras todas nacidas de esa semilla que fue Anverso y Reverso.
Pensemos en Camus escritor y hombre de teatro, asimilando la tragedia griega, los
autosacramentales del teatro español hasta expresarse con la voz de su tiempo. Como
Cervantes, que nos muestra con crudeza el anverso y el reverso de la realidad de España en
cada salida del Quijote, así Camus se lanza contra los molinos de viento de su época:
fantasmas de las ideologías, proponiéndonos participar de una verdad que no sólo es
solitaria sino también solidaria. Una verdad que no se separa de lo real y en la que la
literatura española ha jugado su papel, si pensamos en las tensiones poéticas que nos dio
España y que van desde El Cid y El Libro del Buen Amor hasta Don Juan y Don Quijote,
inseparables del ‘realismo cotidiano’, como lo testimonia el propio Camus:
“¿Cómo dejar de lado esa cultura española donde nunca, ni una sola vez, en siglos
de historia, fueron sacrificados la carne y el grito del hombre en aras de la idea
4 Respuesta de Camus a la pregunta del entrevistador Carl A. Viggiani, en 1958; Cahier de L’Herne: Camus entrevistado por Carl A. Viggiani; edición 1968; retomado en 2013 por R. Gay-Croiser y Agnés Spiquel.
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pura, que ha sabido dar al mundo, al mismo tiempo, a Don Juan y a Don Quijote, las
más altas imágenes de la sensualidad y del misticismo, que ni en sus más alocadas
creaciones se separan del realismo cotidiano, cultura completa en suma cuya fuerza
creadora puede ayudarnos a rehacer Europa sin excluir nada del mundo?”.5
Pero detengámonos brevemente en dos obras de Camus en las que su donquijotismo moral
se encarna en escritura: el ensayo El Hombre rebelde (1951) y la poética y vigente obra de
teatro El estado de sitio (1948), que dio lugar al artículo titulado ¿Por qué España?6, en el
que Camus le contesta al filósofo Gabriel Marcel por qué sitúa la trama de Estado de Sitio
en España. Una respuesta propia de Camus, coherente con la révolte que él nos propone y
con los valores de Justicia y de Verdad y que tiene en cuenta el contexto en el que esta obra
fue pensada. Camus, moralmente dolorido, responde una vez más por España, desde su
soledad de escritor en Francia pero en solidaridad con los que sufrieron avasallamiento o
injusticia en España y por España:
“¿Por qué España? Le confesaré que me da un poco de vergüenza hacer la pregunta
en su lugar. ¿Por qué Guernica, Gabriel Marcel? ¿Por qué esa cita en la que por
primera vez, ante la faz de un mundo todavía adormecido en su confort y en su
miserable moral, Hitler, Mussolini y Franco demostraron a niños lo que era la
técnica totalitaria […]. ¿Por qué España? Pues porque hay algunos que no nos
lavaremos las manos de aquella sangre […]”.
Esta breve cita es suficiente para comprender el dolor de Camus en su magnitud solidaria.
En El Hombre rebelde, ensayo tan actual si pensamos en la crisis moral y política de
nuestro tiempo, escrito por Camus ante el absurdo del “crimen lógico y razonado” de dos
guerras que dejaron setenta millones de muertos, según la cifra que él nos da, nuestro
escritor se pregunta ya en el inicio de su obra: ¿qué es un hombre rebelde? Para contestar,
en una cita que abreviaré, lo siguiente:
“Un hombre que dice que no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre
que dice sí desde su primer movimiento. […] ¿Cuál es el contenido de ese no, que a
la vez afirma? Significa por ejemplo, “las cosas han durado demasiado”, “hasta
ahora sí; en adelante, no”.
Este doble movimiento entraña un valor en sí mismo, sobre el que Camus reflexiona:
“Para ser, el hombre debe sublevarse pero su rebelión debe respetar el límite que descubre
ella misma, allí donde los hombres, al juntarse, comienzan a ser”. Una reflexión que se
inscribe en el pensamiento occidental inseparable a su vez del cristianismo y del problema
5 Artículo titulado: “La Europa de la fidelidad”, Abril de 1951; Obras completas III, pág. 873; La Pléiade; Francia; traducción: Inés de Cassagne. 6 Me refiero al artículo publicado en Combat, en 1948.
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del mal. El rebelde lucha por la integridad de su ser aceptando incluso el dolor a fin de que
la libertad del hombre sea respetada.
A partir de esta reflexión Camus analiza las distintas clases de rebeliones de occidente: la
metafísica, la histórica, la del arte, etc. Aquí sólo nos detendremos en la esencia de la
révolte camusiana. Es decir, en ese doble movimiento del rebelde que lo saca de la soledad
y lo conduce a su ser y al ser de los hombres:
“En nuestra prueba cotidiana la rebelión desempeña el mismo papel que el «cogito»
en el orden del pensamiento: es la primer evidencia. Pero esta evidencia saca al
individuo de su soledad. Es un lazo común que funda en todos los hombres el primer
valor. Yo me rebelo, luego nosotros somos”. (Camus 1951:130)
Así como el Quijote, inscripto en la tradición de occidente, encarna el doble movimiento
del rebelde y sale de su soledad, primero en compañía de Sancho, que se modela en las
virtudes del Quijote, al punto de gobernar la ficticia isla de Barataria con las premisas
morales enseñadas por su caballero fracasado, así nuestro escritor se rebela ante el crimen
lógico, el nihilismo y el absurdo manifiestos ya en siglos anteriores pero que Camus pone
en evidencia y en alerta con su obra ante los totalitarismos de distinto signo que surgieron
en Europa.
Así como Borges reconoce la voz de Cervantes en la sentencia del Quijote, como
señalamos anteriormente, así nosotros reconocemos la voz de Camus en El hombre rebelde.
Las voces de los dos escritores, Cervantes y Camus, se rebelan ante las miserias y
humillaciones de sus respectivos siglos, pero sin resentimientos ni odios ni venganzas.
Si Quijote es capaz de desenmascarase a sí mismo para llegar a ser, dejando
definitivamente sus andanzas de orgulloso caballero y recuperar así el ser en su lecho de
muerte, fue porque antes tuvo que decir no; así Camus, en la voz de sus personajes rebeldes
es capaz de mostrar ese camino, como lo vemos a través de Diego, al atreverse a
desenmascarar un orden engañoso y totalitario, diciendo no, inclusive con su muerte, al
odio y al engaño, en la obra Estado de sitio que, en homenaje a España y su grito rebelde
–Quijote, los mineros asturianos, Unamuno–, transcurre en Cádiz, un sitio metafórico y
universal inscripto, como citamos antes, en un contexto histórico comparable asimismo al
de la luz de la amada Argel de Camus.
“No se trata de una pieza con una estructura tradicional sino de algo cuya ambición
manifiesta es la de combinar todas las formas de la expresión dramática, desde el
monólogo lírico hasta el teatro colectivo, pasando por la pantomima, el simple diálogo, la
farsa, los coros”, aclaró Camus al presentar esta obra en París, en 1948, que plasma, en la
diversidad de recursos expresivos, su concepción de révolte, puesta de manifiesto a la vez
en los alegóricos títulos de La caída y La Peste.
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El paradójico equilibrio que denota la propuesta “solitario y solidario” deja expuesta la
fuerte tensión que experimenta el hombre a la sombra de la intervención del Estado en las
vidas de las personas. Una injerencia que se mantiene vigente aún en los denominados
estados democráticos que promueven el odio y el resentimiento a costa de la dignidad del
individuo.
En Estado de Sitio lleva al máximo la tensión de la propuesta “solitario y solidario”,
encarnada en Diego, que es capaz de enfrentarse, en la segunda parte de la obra, al
nihilismo protagonizado por Nada, el personaje alegórico que termina en el suicidio,
arrojándose al mar, dentro de su lógica nihilista, y que Diego pone al descubierto ya que
también es capaz de rechazar el sistema de un estado dictatorial personificado en la Peste y
su secretaria: la Muerte, que ha llevado a los ciudadanos de esa alegórica Cádiz en la que
siempre están presentes el mar, la luz y la belleza de lo real, a despojarse de la
individualidad, de sus propias voces. Es en Diego entonces, en diálogo con la secretaria que
personifica a la Muerte, donde reconocemos la voz de Camus que teoriza poéticamente, con
lirismo, al hombre rebelde:
DIEGO. – […] ¡La niego a usted, la niego con todo mi ser!
LA SECRETARIA. – ¡Querido mío!
DIEGO. – ¡Cállese! Soy de una raza que honraba a la muerte tanto como a la vida. Pero llegaron sus
amos: vivir y morir son dos deshonras
LA SECRETARIA. – Es cierto…
DIEGO (la sacude). – ¡Es cierto que ustedes mienten y que mentirán hasta el fin de los
tiempos! ¡Sí! He comprendido bien el sistema. Ustedes les han dado el dolor del hambre y
de las separaciones para distraerlos de su rebeldía. ¡Los agotan, les devoran tiempo y
fuerzas a fin de que no tengan ni ocio ni impulso para el furor! ¡Los hombres arrastran los
pies, pueden estar ustedes contentos! Están solos a pesar de la masa, como también yo estoy
solo. Cada uno de nosotros está solo gracias a la cobardía de los demás. Pero yo que estoy
avasallado como ellos, humillado con ellos, les anuncio sin embargo que ustedes no son
nada y que este poder desplegado hasta perderse de vista, hasta oscurecer el cielo, sólo es
una sombra arrojada sobre la tierra, que un viento furioso disipará en un segundo.
¡Creyeron que todo podía reducirse a números y a fórmulas! ¡Pero en su hermosa
nomenclatura han olvidado la rosa silvestre, las señales del cielo, los rostros del verano, la
gran voz del mar, los instantes del desgarramiento y la cólera de los hombres! (Camus
1951: 185-186).
Y es en las otras voces colectivas –las del coro, que va mostrando la realidad, ocultada a
los ciudadanos sometidos; las de las mujeres, que también se rebelan contra el engaño en el
que caen los hombres, empujados por ideas abstractas– donde volvemos a escuchar las
voces de Camus, en una polifonía solidaria entre la soledad del escritor y los personajes de
su obra. Y dentro del entramado dramático escuchamos también la voz de España, ese
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llamado que Camus ha escuchado en su sangre: “… toda mi vida he tratado de alcanzar lo
que España había dejado en mi sangre y que a mi parecer era la Verdad” (Cahier VIII,
1958, OC IV, p.1241) y que late en él como “la soledad española”: “En lo más hondo de
mí, la soledad española. El hombre no sale de ella sino para los instantes” (Cahier VII,
1951-1954, p.1229, O.C.IV). Será por todo esto que Estado de Sitio, según Camus declara
en 1958: “Entre todos mis escritos es el que más se me parece” (Actuelles I, II, p.?).
Por último me detengo en esa parábola moral que es “El Huésped”, la narración incluida
en El exilio y el reino (1957), por la semejanza que me suscita el nudo de la misma con la
de la sentencia moral del capítulo XXII del Quijote, que mencionamos antes, meditada por
Borges.
En la historia de Camus, el protagonista llamado Daru, un maestro rural, en el flanco de
las altas colinas del desierto argelino, se enfrenta a una situación inesperada: la de llevar,
por orden del gendarme Balducci, amigo personal del maestro, a un prisionero árabe, a la
prisión de Tinguit, a unas dos horas de marcha de su escuela, que es también su vivienda.
El gendarme se presenta en la escuela del maestro, con el prisionero atado a una cuerda:
“Balducci llevaba en el extremo de una cuerda a un árabe que marchaba detrás de él con
las manos ligadas y la frente baja” (Camus 1976:74-75). La primera reacción del
protagonista es la de pedirle al gendarme que lo desate: “Daru vaciló al verle las manos
atadas. –Lo podríamos desatar, tal vez. –Por cierto, dijo Balducci; sólo era para el viaje”
(ídem: 76). Al recibir la orden de llevar él al prisionero, debido a la falta de personal para
patrullar el territorio, el maestro se resiste:
Tinguit […]. ¿Qué me cuentas?– dijo el maestro. ¿Te estás burlando de mí? –No
“–Tengo que volver a El Ameur, –dijo Balducci. Y tú entregarás a este camarada en
Tinguit hijo, son órdenes.
–¿Órdenes? Yo no soy…–Daru vaciló. No quería ofender al viejo corso– En suma,
que no es mi oficio”.
Aquí ya se plantea el nudo dramático de la situación que pone a Daru frente a la
disyuntiva de obedecer la orden o actuar con criterio propio: “Todo esto me fastidia”
(ídem: 79).
También su amigo, el gendarme, muestra su nobleza: “No, no les diré nada” (ídem: 80),
refiriéndose aquí Balducci a sus superiores.
Luego de vivir la inesperada situación con sentimientos encontrados, ya que el árabe ha
matado a alguien: “–¿Por qué lo mataste?” (ídem: 83), pero a la vez brindarle comida y
techo: –“Daru puso dos cubiertos. Tomó harina y aceite, amasó un bollo en una vasija y
encendió el hornillo. […]–, en una extraña fraternidad: “Pero le molestaba aun más
porque le imponía una especie de fraternidad que él rechazaba en las presentes
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circunstancias […]”, y de desear que huyera: “–Huye, se limitó a pensar. Y bien, me lo
quito de encima” (ídem: 85), llega el momento en que debe conducir al prisionero a
Tinguit, acuciado Daru por la rebelión de su conciencia: “El crimen imbécil de aquel
hombre lo sublevaba; pero entregarlo era contrario al honor. Sólo pensarlo lo volvía loco
de humillación” (ídem: 87).
Finalmente cuando llegan al punto del camino en el que se abren dos senderos, el que
conduce a la prisión y el opuesto, Daru ofrece al prisionero algo de dinero y alimentos con
la esperanza de que elija el camino del sur, opuesto al de la prisión:
“–Presta atención ahora– le dijo el maestro; mientras señalaba hacia el Este–.
–Aquel es el camino de Tinguit. […] en Tinguit hay administración y policía. Te
esperan. […]. Daru le tomó un brazo y bruscamente le hizo dar un cuarto de vuelta
para que quedara mirando hacia el Sur. […] –Esa es la senda que atraviesa la
meseta. A un día de marcha de aquí estarás en los campos de pastoreo y te
encontrarás con los primeros nómadas. Ellos te recibirán y te brindarán asilo según
su ley” (ídem: 89).
Al regresar Daru por donde vinieron, en marcha hacia su escuela, alcanza a ver, luego de
algunos momentos sin volver la cabeza, al árabe, eligiendo el camino de la prisión: “Los
campos de rocas al Sur, se dibujaban nítidamente en el cielo azul […]. Y en medio de esa
bruma ligera, Daru, con el corazón apretado descubrió al árabe que marchaba lentamente
por el camino de la prisión” (ídem: 89).
Hasta aquí, un hombre solitario que se enfrenta a una situación forzada de solidaridad, que
sin embargo no será retribuida por los otros hombres, pues al entrar en la escuela, descubre
en el pizarrón, la inscripción que dice: “Has entregado a nuestro hermano. Lo pagarás”
(ídem: 90).
Como Quijote, que libera de la cuerda a los prisioneros a galeras, pero que luego se
vuelven a piedrazos contra él y Sancho y Rocinante, quienes se quedan nuevamente solos,
así el maestro Daru experimenta también la soledad de los hombres: “En ese vasto país,
que tanto había amado, estaba solo” (ídem: 90).
En los dos casos se puso en evidencia la dignidad del hombre. Ni Quijote ni Daru fueron
“verdugos de los otros hombres”. Ni Cervantes ni Camus se rindieron a la humillación de
sí mismos ni a la de los otros.
Así como Cervantes se sobrepone a su vida de derrotas y humillaciones con la valentía del
soldado, del hombre y del escritor que pudo imaginar y construir el mito del Quijote a la luz
de los valores del S.XVI: valentía, heroicidad, nobleza, dignidad, que él vivió
solidariamente en la batalla y en la escritura, como lo destaca muy bien Inés de Cassagne
en su sabrosa semblanza del Quijote, modelada por Cervantes en el ejemplo y el recuerdo
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de Juan de Austria7, así también Camus se sobrepone a las miserias y horrores de su tiempo
al no perder de vista, entre otros valores heredados –el mito griego, el cristianismo–, los
valores de ese siglo español que él supo encarnar con voz propia en las voces de Diego, de
Daru, y de otros personajes de sus obras comprendidos todos ellos en el del hombre rebelde
universal.
Si volvemos a nuestra pregunta inicial: ¿Es Camus un escritor quijotesco? lo vamos a
comprobar, una vez más, por la afirmativa, cuando se nos revela el fondo filosófico y moral
de la trama de su obra. Tanto Cervantes como Camus, lejos ambos de las vanidades, de las
abstracciones y sofismas de sus respectivos siglos, supieron tejer una verdad filosófica para
todos los hombres que, unida al rigor de la belleza, da lugar a una ética literaria. Como bien
supo escucharlo también Borges, admirador y heredero de Cervantes, si los hay, que tuvo a
la ética como eje de su propia fe literaria y que reconoce en Parábola de Cervantes y de
Quijote (El Hacedor) una clara lección de mito literario: “[…] no sospecharon que la
Mancha y Montiel y la magra figura del caballero serían, para el porvenir, no menos
poéticas que las etapas de Simbad o que las vastas geografías de Ariosto” (Borges
1967:54).
Y si bien lejos de esa Castilla que Cervantes cruzó con Don Quijote y Sancho y también
lejos de la amargura del Cervantes que no fue reconocido por su tiempo, pudo Camus
recibir ese legado de honor y valentía que pone a prueba en cada siglo la trágica
ambigüedad de la naturaleza humana, su anverso y reverso, y lo hizo al amparo de las
lecciones del Quijote y de la luz de Sofrosyne, la templanza y no de las sombras de Hybris
o la desmesura.
7 Me refiero al riguroso y lúcido ensayo de Inés de Cassagne “El Siglo de oro español y el Quijote”, publicado en la revista Verbo, Madrid, Número 283-284, marzo-abril 1990 y reeditado en Recepción y Discernimiento de textos literarios y humanísticos (de Cassagne Inés 2004: 7-55) y en el que propone la hipótesis de la figura histórica de Juan de Austria como modelo inspirador del Quijote, entre otras propuestas.
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Bibliografía
Borges, Jorge Luis;
“Una sentencia moral del Quijote; La Nación, Buenos Aires, 27/3/2002
“Parábola de Cervantes y de Quijote; El Hacedor, Emecé, Buenos Aires, 1967
Camus, Alberto;
El hombre rebelde; Losada, Buenos Aires, 1953, traducción de Luis Echávarri.
El exilio y el reino; Losada, Buenos Aires; 1976 , traducción de Alberto
Luis Bixio.
Estado de sitio; Losada, Buenos Aires, 1949, traducción de Aurora
Bernárdez.
Casares, María;
Residente privilegiada, Argos Vergara editorial, Barcelona, 1981.
Castro, Américo;
La realidad histórica de España, Porrúa, México, 1987.
de Cassagne, Inés;
“El siglo de oro español y Don Quijote”, en “Verbo”, Madrid, nº 283-284, marzo-
abril 1990; y en “Recepción y discernimiento” 3ª serie, Buenos Aires, del Umbral, 2004.
De Cervantes Saavedra, Miguel;
Novelas Ejemplares, Espasa Calpe, Madrid, 1980
El ingeniosos hidalgo Don Quijote de la Mancha; Edición de la Real Academia
Española, Madrid, 1998