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MIL Y UN FANTASMAS (Primera Parte) Alejandro Dumas

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  • MIL Y UN FANTASMAS (Primera Parte) Alejandro Dumas

  • UN DA EN FONTENAY-AUX-ROSES A M*** Con frecuencia me habis dicho-en aque-

    llas placenteras veladas que van siendo raras, donde cada cual charla a su placer dando forma a los ensueos del corazn, entregado a los caprichos del ingenio o desperdiciando el tesoro de los propios recuerdos,-a menudo me habis dicho que despus de Schehere-zada y Nodier, era yo el ms entretenido na-rrador de cuentos quE habais odo.

    En esto me escribs hoy dicindome que mientras aguardis de m una larga novela por de contado, una de aquellas inter-minables novelas como escribo yo, y en las cuales hago entrar a todo, un siglo, quisirais que os enviase algunos cuentos, dos, cuatro o seis volmenes, lo ms, pobres flores de mi jardn que vais a lanzar al viento en medio de las preocupaciones polticas, entre el proceso

  • de Bourges, por ejemplo, y las elecciones de mes de mayo.

    Pero, amigo mo! la poca es triste y he de advertiros que mis que os no sern ale-gres. Me permitiris tan slo que cansado De lo que veo pasar todos los das en el mundo real, vaya a bus r mis cuentos al mundo ima-ginario. Ah! por desgracia, te o que las inte-ligencias algo superiores, algo poticas, al adoras, se hallen a estas horas donde se halla la ma; es decir, en busca del ideal, el nico refugio que nos deja Dios contra la realidad.

    Ah me tenis ahora mismo rodeado de cincuenta volmenes abiertos con ocasin de una historia de la Regencia que acab de concluir, y que os suplico, si acaso de ella hablis, que invitis a las madres a no dejar leer a sus hijas. Ah me tenis, repito, y mientras estoy escribiendo, se fijan mis ojos en una

    pgina de las memorias del marqus de Argenson, donde, debajo de estas palabras: De la conversacin en otro tiempo y de la conversacin en el da, leo estas otras:

  • "Estoy persuadido que en la poca en que el palacio de Rambouillet daba el tono a las personas de mundo, haba quien saba escu-char bien y razonar mejor. Se cultivaba en-tonces l gusto y el ingenio. He logrado al-canzar modelos de ese gnero de conversa-cin entre los ancianos de la corte, con quie-nes he tenido relaciones. Propiedad en las palabras, energa, finura, nada les faltaba; usaban algunas anttesis, eptetos que au-mentaban el sentido; profundidad sin pedan-tera, jovialidad sin malicia." Precisamente hace cien aos que escriba las anteriores lneas el marqus de Argenson. Poco ms o menos tena en la poca que las escribi, la edad que tenemos nosotros, y como l, mi querido amigo, podemos decir: -Hemos cono-cido a ancianos que eran lo que no somos nosotros, esto es, hombres de mundo.

    Nosotros los hemos visto, pero no los ve-rn nuestros hijos. ,A esto se debe, aun cuando no valgamos gran cosa, que valga-mos a lo menos ms de lo que valdrn nues-tros hijos.

  • Verdad es que cada da damos un paso hacia la libertad, la igualdad, la fraternidad, tres grandes palabras, que la revolucin del 93, la otra, la viuda con titulo, arroj en me-dio de la sociedad moderna, como hubiera podido hacerlo con un tigre, un len o un oso vestidos con pieles de carnero-palabras va-cas, desgraciadamente, y que se lean a tra-vs de la humareda de julio sobre nuestros monumentos pblicos acribillados a balazos.

    No quiere decir eso que sea yo un retr-grado. Yo... yo ando como los dems, yo... yo soy el movimiento. Lbreme Dios de predi-car la inmovilidad. La inmovilidad es la muer-te. Pero ando como aquellos hombres de que habla Dante, cuyos pies van hacia adelante, es verdad, pero cuya cabeza est vuelta ha-cia atrs.

    Y lo que de eso antes que todo, lo primero que echo de menos, lo que mi retrgrada mi-rada busca en lo pasado, es la sociedad que se va, que se evapora, que desaparece como uno de los fantasmas de que voy a contaros la historia.

  • Aquella sociedad que pona en prctica la vida elegante, la vida amable y cortesana; la vida en fin que mereca la pena de ser vivida (perdonadme el barbarismo, porque como no soy de la Academia bien puedo arriesgarlo) aquella sociedad muri o la matamos noso-tros? A propsito; recuerdo muy bien que cuando nio me llevaba mi padre a casa de Mme. de Montesson, una gran seora, esto es, una mujer del otro siglo. S haba casado, haca cerca de sesenta aos, con el duque de Orlens, abuelo del rey Luis Felipe; tena no-venta; habitaba en un suntuoso y rico palacio de la Chausse d'Antin y le pasaba Napolen una renta de cien mil escudos.

    -Sabis a qu ttulo figuraba inscrita esa renta en el libro rojo del sucesor de Luis XVI? -No.

    -Pues bien, Mme. de Montesson reciba del emperador una renta de cien mil escudos por haber conservado en su saln las tradiciones de la buena sociedad del tiempo de Luis XIV y Luis XV.

    Precisamente la mitad de lo que da hoy la Asamblea a su sobrino, para que haga olvidar

  • a Francia lo que quera hacerle recordar su to.

    Vos no creeris una cosa, mi querido ami-go, y es que esas dos palabras que acabo de tener la imprudencia de pronunciar "la Asam-blea", me vuelven directamente a las memo-rias del marqus de Argenson.

    -Cmo es eso? -Vais a verlo. "Nos lamentamos, dice nuestro marqus,

    de que actualmente no hay conversacin en Francia. Conozco perfectamente la razn de ello. Todo est en que la paciencia de escu-char disminuye cada da en nuestros contem-porneos. Escuchamos mal, o por mejor de-cir, no escuchamos. As lo he notado en la mejor sociedad que frecuento."

    Ahora bien, mi querido amigo, cul es la mejor sociedad que en nuestros das se pue-de frecuentar? Ser ciertamente la que ocho millones de electores han juzgado digna de representar los intereses, las opiniones, el genio de la Francia, en una palabra: la Asam-blea.

  • Pues bien, entrad en la Asamblea el da y la hora que ms os plazca. Podis apostar ciento contra uno que encontraris en la tri-buna un hombre que habla y en los bancos quinientas o seiscientas personas, no que le escuchan, sino que le interrumpen.

    Tan cierto es lo que digo como que existe un artculo en la constitucin de 1848 que prohbe las interrupciones.

    Con eso, figuraos el nmero de bofetones y puetazos dados en la Asamblea de un ao ac, tiempo que lleva de estar reunida: son innumerables?

    Siempre en nombre, por supuesto, de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad.

    Verdad, que echo de menos muchas co-sas, mi buen amigo, con no haber llegado w la mitad de mi vida? Pues la que ms echo de menos entre todas las que se han ido o que se van, es la que ms lloraba el marqus de -Argenson hace cien aos la cortesa.

    -Juzgad, pues. Si se hubiese dicho al marqus de Argen-

    son por ejemplo, en la poca que escriba estas palabras: "he aqu a lo que en Francia

  • hemos llegado: cae el teln: desaparece todo espectculo; y slo suenan en torno silbidos. Bien pronto no tendremos ni galanos narra-dores en sociedad, ni artes, ni pinturas, ni palacios. Pero s envidiosos de todo y en to-das partes", si se le hubiese dicho que llega-ramos -yo a lo menos,-a envidiar aquella poca, cunto se hubiera asombrado, el buen marqus de Argenson, verdad? Y sino, dgaseme: qu hago yo? Vivo con les muer-tos bastante, con los desterrados un poco. Procuro hacer revivirlas sociedades extingui-das, los hombres desaparecidos los que olas a mbar en lugar de oler a tabaco; los que se dirigan estocadas en lugar de darse pueta-zos.

    Y he aqu, amigo mo, por qu cuando yo hablo os admiris de or una lengua que no habla nadie ms; he ah por qu me decs que soy un divertido narrador de historias; y por qu a mi voz, eco del pasado, atienden an los presentes que escuchan tan poco y tan mal.

    Al cabo y al fin, como los venecianos del siglo XVIII a los cuales prohiban las leyes

  • suntuarias llevar otra cosa que lienzo y bu-rriel, estamos deseosos de ver ondular la se-da y el terciopelo y los hermosos brocados de oro en los que el trono cortaba los trajes de nuestros padres:

    Os remito, pues, segn desebais, los dos primeros volmenes de mis MIL Y UN FAN-TASMAS, que contienen una simple intro-duccin titulada: Un da en Fontenay-aux-roses.

    Siempre vuestro

    ALEJANDRO DUMAS

  • La calle de Diana, en Fontenay-aux-Roses

    EL da 1 de Septiembre de 1831 fui invi-tado por uno de mis antiguos amigos a una partida de caza en Fontenay-aux-roses.

    En aquella poca era yo un cazador que me preciaba de tener pocos rivales y acept, por consiguiente, la invitacin de mi buen amigo.

  • Jams haba estado en Fontenay-aux-Roses; nadie conoce los alrededores de Pars menos que yo, porque generalmente paso los muros para hacer quinientas o seiscientas leguas.

    ` A las seis de la tarde me pona en ca-mino para Fontenay, asomado como siempre a la portezuela; pas la barrera del

    Infierno, dej a mi izquierda la calle de la Tombe-Issoire y tom el camino de Orlens.

    Todos saben que Issoire es el nombre de un famoso bandido que, en tiempo de Julia-no, echaba mano a los viajeros que se dirig-an a Lutecia. Fue colgado a lo que creo, y enterrado en el sitio que hoy lleva su nom-bre, a muy poca distancia de la entrada de las catacumbas.

    Raro es el aspecto que ofrece la llanura a la entrada de Montrouge. En medio de las praderas artificiales, de los campos de zana-horias y acirates de remolachas, se elevan unos como fuertes cuadrados, de piedra blan-ca, dominados por una rueda dentada seme-jante a un esqueleto de fuegos artificiales extinguidos. Esta rueda tiene en su circunfe-

  • rencia travesaos de madera sobre los que un hombre apoya alternativamente ya el uno ya el otro pie. Este trabajo de ardilla que da al trabajador una gran movimiento aparente, sin que mude de sitio en realidad, tiene por objeto enroscar alrededor de un cabo una cuerda, que, desde el fondo de la cantera, extrae a la superficie una piedra cortada que sube lentamente a saludar al da.

    Una ganza conduce esta piedra hasta el borde del orificio donde unos carritos de rue-da la esperan para transportarla al sitio que le est destinado. Despus vuelve a bajar la cuerda a las profundidades en busca de otro fardo, y descansa un momento el moderno Ixin, al cual anuncia bien pronto un grito que otra piedra aguarda la labor que debe hacerla abandonar la cantera natal, y empie-za la misma obra para volver a empezar en seguida, para proseguir siempre.

    Llegada la noche, el hombre ha hecho diez leguas sin moverse del mismo sitio; si subie-ra realmente un escaln cada vez que apoya el pie en la rueda al cabo de veinte y tres aos habra llegado a la luna.

  • A la cada de la tarde sobre todo -es decir, a la hora en que atravesaba yo la llanura que separa Montrouge el grande del pequeo- el paisaje, gracias a ese indefinido nmero de movibles ruedas que se destacan vigorosa-mente sobre el purpreo, horizonte, ofrece un aspecto fantstico. Sobre las siete se paran todas y se acab la tarea.

    Esos morrillos que

    forman grandes piedras largas de cincuenta a setenta pies, altas de seis o siete, son el futu-ro Pars que se arranca de la tierra. Las can-teras

  • de donde sale esa piedra van engrande-

    cindose todos los das; son la continuacin de las catacumbas de donde ha salido el viejo Pars; los arrabales de la villa subterrnea que van incesantemente ganando terreno y extendindose por la circunferencia. Criando se anda por la llanura de Montrouge, se anda sobre abismos. De cuando en cuando se en-cuentra un desmoronamiento, un valle en miniatura, una arruga de la tierra. Es una cantera subterrnea mal sostenida, cuyo te-cho de yeso, se ha destruido. Abrese una hendidura por la cual penetra el agua en la caverna; el agua ha ido arrastrando la tierra; de ello ha dimanado el movimiento del terre-no: esto se llama un hundimiento.

    Quien ignora estas particularidades, quien ignora que aquella hermosa capa de tierra verde que os invita, no reposa sobre nada, se expone fcilmente, poniendo el pie sobre una de las grietas, a desaparecer como se des-aparece en Montorver entre dos paredes de hielo.

  • La poblacin que habita esas galeras sub-terrneas tiene, lo propio que su existencia, su carcter y su fisonoma aparte. Como vive en la oscuridad, participa algo de los instintos de los animales nocturnos, es decir, que es silenciosa y feroz. A menudo se oye hablar de un accidente; -se ha roto una cuerda, ha muerto despachurrado algn obrero.-En la superficie de a tierra se cree que es una des-gracia; treinta pies ms abajo se sabe que es un crimen.

    El aspecto de los canteros es siniestro en general. De da sus ojos parpadean, al aire libre, su voz es sorda. Llevan los cabellos cor-tados que les llegan hasta las cejas; una bar-ba que slo los domingos por la maana tra-ba conocimiento con la navaja del barbero; un chaleco que deja ver unas mangas d tela ordinaria y parda; un delantal de cuero blan-queado por el contacto de la piedra; un pan-taln de tela azul. De los hombros cuelga do-blada la chaqueta, y sobre esta chaqueta descansa el mango del azadn que est ro-yendo la piedra toda la semana.

  • En cuanto ocurre algn motn, por extra-ordinario caso dejan ellos de figurar en l. Cuando dicen en la barrera del Infierno: "ah vienen los canteros de Montrouge", los habi-tantes de las calles vecinas sacuden la cabeza y cierran sus puertas.

    He ah lo que yo miraba, lo que yo vi du-rante esa hora de crepsculo que en el mes de septiembre separa el da de la noche; lue-go, como anocheciera, me recost en el co-che; ninguno de mis compaeros haba visto lo que acababa yo de ver; de seguro. As su-cede en todas las cosas: muchos miran y po-cos ven.

    Seran las ocho y meda cuando llegamos a Fontenay; nos aguardaba una excelente ce-na; en seguida, despus de la cena, un paseo por el jardn.

    Sorrento es un bosque de naranjos; Fon-tenay es un ramillete de rosas. Cada casa tiene su rosal que sube a lo alto de la pared con el tallo metido en un estuche de plan-chas; llegado a cierta altura, el rosal se abre en gigantesco abanico; el aire que pasa es embalsamado, y cuando en lugar de aire

  • hace viento, llueven hojas de rosas sobre las frentes de los transentes.

    A ser de da, hubiramos gozado desde la extremidad del jardn de vastsimo panorama. Las luces solas sembradas en el espacio, indi-caban las villas de Sceaux, de Bagneux, de Chatilln y de Montrouge; en el fondo se ex-tenda una gran lnea pardusca de donde sala un sordo rumor parecido al hlito de Leviat-hn : era la respiracin de Pars.

    Vironse obligados a hacernos acostar a la fuerza, como se hace con los nios. Con qu placer hubiramos aguardado el da bajo aquel hermoso cielo bordado de estrellas, acariciadas nuestras frentes por aquella per-fumada brisa!

    A las cinco de la madrugada, fuimos a nuestra partida de caza, guiados por el hijo de nuestro husped que nos prometa montes y maravillas y que, fuerza es confesarlo, con-tinu ensalzndonos la fecundidad montaosa de su comarca con una persistencia digna de mejor suerte.

    A medio da habamos visto un conejo y cuatro perdices. El conejo fue errado por mi

  • compaero de la derecha; mi compaero de la izquierda err una perdiz, y de las otras tres perdices, dos fueron muertas por m.

    A medio da, en Brassoire, donde cazaba los otros aos, hubiera ya enviado a la quinta tres o cuatro liebres y quince o veinte perdi-ces.

    Yo soy aficionado a la caza, pero detesto el paseo, sobre todo el paseo a travs de los campos. As pues, bajo el pretexto de ir a explorar un campo de alfalfa situado a mi izquierda (seguro estaba de que nada encon-trarla en l), romp la lnea y me separ.

    Pero lo que haba en aquel campo y que yo haba ya notado en el deseo de retirada que se apoderara de m haca ya ms de dos horas, era ,un camino hondo que ocultndo-me a las miradas de los dems cazadores, deba conducirme - directamente por el cami-no de Sceaux a Fontenay-aux-roses.

    No me engaaba por cierto. Al dar la una en el reloj de la parroquia, llegaba a las pri-meras casas de la villa.

    Segua una pared que me pareca servir de muro a una hermosa propiedad, cuando al

  • llegar al sitio en que la calle de Diana desem-boca en la calle Mayor, vi venir hacia m, del lado de la iglesia, un hombre de tan extrao aspecto, que me par e instintivamente mon-t los dos gatillos de mi escopeta, dominado como estaba por el sentimiento de la conser-vacin personal.

    Sin embargo, plido, erizado los cabellos, con los ojos fuera de sus rbitas, en desorden los vestidos, y ensangrentadas las manos, aquel hombre pas junto a m sin verme si-quiera. En su mirada haba algo de vertigino-so y delirante. Su carrera tena el impulso invencible de un cuerpo que bajara una mon-taa demasiado rpida, y sin embargo, su respiracin jadeante indicaba ms espanto que fatiga.

    Al llegar al crucero de las dos calles, dej ese personaje la Calle Mayor para internarse en la calle de Diana, a la cual daba la puerta de la propiedad de la que por espacio de siete a ocho, .' minutos :segua yo el muro. Esta puerta en que se fijaron en el mismo instante mis ojos, estaba pintada de verde y nume-rada con. un 2, La mano del hombre exten-

  • dise hacia la campanilla mucho antes de poderla tocar; en cuanto la cogi, la agit violentamente, y, casi al mismo tiempo, dan-do instantneamente una vuelta, se encontr sentado en uno de los dos guardarruedas que adornaban la puerta. Al encontrarle all, per-maneci inmvil, cados los brazos e inclinada sobre el pecho la cabeza.

    Volv yo hacia atrs porque comprenda que aquel hombre deba ser el actor principal de un drama terrible y desconocido.

    Detrs de l y a los dos lados de la calle, algunas personas en las cuales produjeran sin duda el mismo efecto que en mi, haban sali-do de sus casas y le miraban con asombro parecido al mo.

    Al sonido de la campanilla que haba reso-nado violentamente, se abri una puerta pe-quea junto a la grande, y sali una mujer de cuarenta a cuarenta y cinco aos.

    -Ah! sois vos, Santiago! dijo la mujer ; qu hacis ah?

    -Est en casa el seor alcalde? pregunt l con voz sorda.

    -Si.

  • -Pues bien, ta Antonia, id a decirle que acabo de asesinar a mi mujer y que vengo a que me prendan.

    La ta Antonia lanz un grito al cual res-pondieron dos o "tres exclamaciones arran-cadas por el terror a las personas que se hallaban bastante cerca para or aquella te-rrible confesin.

    Yo mismo di un paso hacia atrs y encon-tr el tronc de un tilo, en el cual me apoy.

    Todos los que pudieron or aquellas pocas palabras haban quedado inmviles.

    El asesino, por su parte, haba cado del guardarruedas al suelo, como si, despus de haber pronunciado las fatales palabras, le hubiesen abandonado las fuerzas.

    La ta Antonia haba desaparecido entre tanto dejando entreabierta la puertecita. Sin duda alguna haba ido a cumplir el encargo de Santiago.

    A los cinco minutos apareci en el umbral de la puerta la persona a quien se haba ido a buscar.

    Dos personas ms le seguan. Me parece ver an el aspecto de la calle.

  • Santiago se haba dejado caer al suelo, como ya he dicho El alcalde de Fontenay, en busca del, cual haba ido la ta Antonia, se hallaba en pie junto a l, dominndole. con toda la altura de su talla, que no era poca. En la abertura de la puerta aparecan las otras dos personas de que luego, hablaremos ms detenidamente. Yo estaba apoyado en el tronco de un tilo plantado en la calle Mayor, pero desde donde poda abarcar con la mira-da toda la calle de Diana. A mi izquierda haba un grupo compuesto de un hombre, de una mujer y de un nio; lloraba el nio para que le tomara en brazos su madre. Detrs de este grupo, un panadero se asomaba por una ventana de un cuarto bajo, hablando con el mozo que estaba en la calle y preguntndole si era en efecto Santiago el cantero quien acababa de pasar corriendo; apareca por fin en el umbral de su tienda un maestro herre-ro, negro por delante, pero iluminada la es-palda por el reflejo de la fragua, cuyo fuelle no dejaba reposar ni un instante el aprendiz. Esto, en la calle mayor.

  • La calle de Diana-apart del grupo princi-pal que hemos descrito-estaba desierta. Slo se vean a lo lejos dos gendarmes que venan de dar una vuelta por la llanura para exigir, sus patentes a los que llevaban armas, y que, sin sospechar la tarea que les aguardaba, iban acercndose a nosotros marchando tranquilamente al paso.

    Daba la una y cuarto

  • II El callejn des Sergents A la postrera vibracin del timbre se mez-

    cl el sonido de la primera palabra del alcal-de.

    -Santiago, dijo; Antonia est loca. Acaba de decirme de tu parte que tu mujer ha sido asesinada y que eres t el asesino.

    -Es la pura verdad, seor alcalde, respon-di Santiago. Hay que prenderme y juzgarme pronto.

    Y diciendo estas palabras procur levan-tarse apoyando su codo en lo alto del guarda-rruedas; pero, despus de un esfuerzo, cay como si tuviera rotas las piernas.

    -Pero ests loco! -dijo el alcalde. -Mirad mis manos, respondi. Y levant dos manos sucias de sangre que

    con los dedos crispados parecan garras. En efecto, la izquierda estaba roja hasta

    ms arriba del puo; la derecha hasta el co-do.

  • Adems en la mano derecha un hilo de sangre fresca corra a lo largo del pulgar; un mordisco que sin duda dio al asesino la vcti-ma en la convulsin de su agona.

    En esto, habanse acercado los dos gen-darmes haciendo alto a diez pasos del prota-gonista de esta escena y mirando desde lo alto de sus caballos.

    El alcalde les hizo una sea, y bajaron sol-tando las bridas de sus caballos a un pilluelo cubierto con una gorra de cuartel. Despus de lo cual se acercaron a Santiago y lo levan-taron cada uno por un brazo.

    El infeliz se dej levantar sin resistencia alguna y con la debilidad y abandono de un ensimismado.

    Casi al mismo instante llegaron el comisa-rio de polica y el mdico, advertidos de lo que pasaba.

    -Ah! Llegad, seor Roberto! Venid, seor Cousin! -dijo el alcalde.

    El seor Robert era el mdico, el seor Cousin el comisario de polica.

    -Venid, iba a llamaros.

  • -Veamos; qu hay de nuevo? -pregunt el mdico con l aire ms jovial del mundo.

    -Un asesinato, segn me han dicho. San-tiago no respondi.

    -Decidme, Santiago, continu el doctor, es verdad que habis asesinado a vuestra mujer?

    Santiago no contest tampoco. As lo ha dicho ahora mismo, contest el

    alcalde; pero presumo que delira... -Santiago, dijo el comisario de polica, res-

    ponded. Es cierto que habis asesinado a vuestra mujer?

    El mismo silencio. -Con todo, vamos a verlo, dijo el doctor

    Robert. No vive en el callejn Des Sergents? -S,, respondieron los dos gendarmes. -Pues bien, seor Ledr -dijo el doctor di-

    rigindose al alcalde-, vamos al callejn Des Sergents.

    -Yo no, yo no voy, exclam Santiago des-prendindose de las manos de los gendarmes con un movimiento tan violento, que a haber querido fugarse, hubirase ciertamente halla-

  • do a cien pasos antes que pensara nadie en perseguirle.

    -Pero por qu no quieres ir? -pregunt el alcalde.

    -Qu necesidad tengo de ir cuando lo confieso todo, cuando os digo que la he ase-sinado, asesinado con el mandoble que tom el ao pasado del museo de artillera? Pren-dedme, prendedme; yo nada tengo que hacer all.

    El doctor y el seor Ledr se miraron. -Amigo mo, -dijo el comisario de polica,

    que, como el mismo seor Ledr, crea an que Santiago estaba bajo la influencia de un momentneo delirio-; amigo, mo, es urgente y de

    suma necesidad el careo; y debis servir de gua a la justicia.

    -Y para qu necesita la justicia que yo la? -dijo Santiago: encontraris el cuerpo en la bodega, y junto al cuerpo, en un saco de ye-so, la cabeza; quiero irme a la crcel. -Conviene que vayis con nosotros, dijo el comisario.

  • -Oh! Dios mo! Dios mo! -exclam San-tiago vctima del ms profundo terror. Oh! Dios, Dios mo! si yo lo hubiese sabido...

    -Y qu hubieras hecho, vamos a ver! -pregunt el comisario de polica.

    -Me hubiera suicidado. El seor Ledr mene la cabeza y dirigin-

    dose con la mirada al comisario de polica, pareci decirle:

    -Algo hay aqu. -Amigo mo, replic en seguida dirigindo-

    se al asesino, veamos, explcame eso a mi. -i Oh! a vos todo lo que queris, seor Le-

    dr, pedid, interrogad. -Cmo puede ser, puesto que has tenido

    valor de cometer el crimen, que no tengas ahora el de encontrarte en frente de la vcti-ma? ha sucedido algo que t no nos dices?

    -Oh! si, algo terrible. -Y bien, vamos a ver, cuenta. -Oh! no; dirais que no es cierto, dirais

    que estoy loco. -No importa! qu ha pasado? dmelo. -Voy a decroslo, pero slo a vos.

  • Y se acerc al seor Ledr. Quisieron de-tenerle los dos gendarmes, pero hzoles el alcalde una sea y dejaron en libertad al pri-sionero.

    Por lo dems, le era imposible escapar. La mitad de la poblacin de Fontenay-aux-roses llenaba la calle Mayor y la de Diana.

    Santiago, como he dicho, se acerc al odo del seor Ledr.

    -Creis, seor Ledr? -pregunt Santiago a media voz-, Creis que pueda hablar una cabeza separada del cuerpo?

    El seor Ledr solt una exclamacin pa-recida a un grito, y palideci visiblemente.

    -Lo creis? decid, repiti Santiago. El se-or Ledr hizo un esfuerzo.

    -Si, dijo, lo creo. - Pues bien!... pues bien!... ha hablado! -Quin? -La cabeza... la cabeza de Juana. -Qu ests diciendo! -Digo que tena los ojos abiertos... digo

    que ha movido los labios... digo que me ha mirado... digo en fin que al mirarme me la llamado: Miserable!

  • Y al pronunciar estas palabras, que l pen-saba decir solamente al seor Ledr y que sin embargo pudo or todo el mundo, Santiago estaba horrible.

    -Vlganme todos los santos! -exclam el doctor riendo-; la cabeza ha hablado! una cabeza cortada ha hablado!... Ya no quiero saber ms!...

    Santiago se volvi. -i Cuando yo os lo digo! -exclam. -Pues bien, mayor motivo para que nos

    traslademos al sitio donde se ha cometido el crimen. Gendarmes, llevad al prisionero.

    Santiago se ech a gritar; se resista. -No, no, exclam; primero me harn pe-

    dazos, pero no ir, no ir! -Venid, amigo mo -dijo el seor Ledr. Si

    es cierto que habis cometido el crimen terri-ble de que os acusis, eso ser ya una expia-cin. Por lo dems, aadi hablndole en voz baja, la resistencia es intil; si no queris ir de grado os llevarn a la fuerza.

    -Pues bien, entonces, dijo Santiago, va-mos; pero prometedme una cosa, seor Le-dr.

  • -Cul? -Que no me abandonaris durante todo el

    tiempo que permanezcamos en la bodega. -Os lo prometo. -Me permitiris que os tenga de la mano? -S. -Pues entonces, vamos. Y sacando de su bolsillo un pauelo de

    yerbas, enjug su frente cubierta de sudor. Dirigironse hacia el callejn Des Sergents. El comisario de polica y el doctor iban los

    primeros, y luego Santiago y los dos gendar-mes.

    Detrs de ellos iban el seor Ledr y los dos sujetos que haban aparecido en el um-bral de su puerta al mismo tiempo que l.

    Y detrs como un torrente mujidor y bulli-cioso, se rebulla toda la poblacin con la cual iba yo mezclado.

    Al cabo, poco ms o menos, de un minuto de marcha, llegamos al callejn Des Ser-gents. Era ste una callejuela sin salida a iz-quierda de la calle Mayor y que bajaba hasta una gran puerta destrozada que se abra en

  • dos hojas y en una de cuyas hojas estaba cortada una puertecita.

    Esta puertecita no tena ms que un goz-ne.

    Todo al primer aspecto, pareca estar en calma en aquella casa; un rosal floreca en la puerta, y junto al rosal sobre un banco de piedra, un enorme gato rojo se calentaba apaciblemente al sol.

    Viendo toda aquella gente, oyendo todo aquel ruido, cogile miedo al gato, fugse y desapareci por la claraboya de Una bodega.

    Al llegar a la puerta, detvose Santiago. Los gendarmes quisieron hacerle entrar a

    la fuerza. -Seor Ledr, -dijo el cantero volvindose-

    , seor Ledr, me habais prometido no abandonarme.

    -!Aqu estoy! -contest el alcalde. -Vuestro brazo, vuestro brazo! El seor Ledr se acerc, hizo sea a los

    dos gendarmes de soltar al prisionero, y le dio el brazo.

    -Respondo de l, dijo el alcalde.

  • Era evidente que en aquel instante el se-or Ledr era ms bien que el alcalde de la poblacin persiguiendo el crimen, un filsofo explorando los dominios de lo desconocido.

    Slo que su gua en tan extraa explora-cin era un asesino.

    El doctor y el comisario de polica entraron

    los primeros; luego el seor Ledr y Santia-go; despus los dos gendarmes, por fin algu-nos predilectos, en el nmero de los cuales me encontr yo, gracias a mis relaciones con

  • los seores gendarmes, para los cuales no era un extrao; les haba encontrado en la llanura, y mostrado el permiso de llevar ar-mas.

    La puerta fue cerrada para el resto de la poblacin, que se qued fuera gruendo.

    Nada indicaba all el acontecimiento terri-ble que haba tenido lugar: todo estaba en su sitio; la cama de sarga en la alcoba; a la ca-becera el crucifijo de madera negra; sobre la chimenea un nio Jess de cera, tendido so-bre flores entre dos candeleros a lo Luis XVI, en otro tiempo plateados; en la pared cuatro cromos puestos en marcos de madera negra y representando las cuatro partes del mundo.

    Estaba la mesa puesta, un puchero en la lumbre, y junto un reloj una hucha.

    -Pues seor -dijo el mdico con cierta jo-vialidad-, hasta ahora nada veo de particular.

    -Pasad la puerta de la derecha -murmur Santiago con voz sorda.

    Siguise la indicacin del reo y nos encon-tramos en una especie de bodega en uno de cuyos ngulos se abra una trampa; en su

  • abertura temblaba el reflejo de una luz que vena de abajo.

    -All, all! murmur Santiago agarrndose al brazo del seor Ledr de una mano y mos-trando con la otra la abertura de la bodega.

    -Ah! ah! -dijo en voz baja el doctor al comisario de polica, con la horrible sonrisa de las personas a las que nada impresiona porque en nada creen; -parece que la seora Jaequemin ha seguido el precepto de maese Adam...

    Y tarare Si he de morir, que me entierren que me entierren... en la cueva.. -Silencio! -interrumpi Santiago lvido el

    rostro, erizados los cabellos; e inundada de sudor la frente; -no cantis aqu. Conmovido por la expresin de aquella voz, se call el doctor. Pero casi en seguida bajando las pri-meras gradas de la escalera.

    -Qu es esto? -pregunt. Y recogi del suelo una espada de ancha

    hoja.

  • Era el mandoble que, segn dijo Santiago, haba tomado el 29 de julio de 1830 del mu-seo de artillera; la hoja estaba teida de sangre.

    El comisario de polica la tom de las ma-nos del doctor.

    -Reconocis esta espada? dijo al prisione-ro.

    -S, respondi Santiago: bajad, bajad y acabemos! Entraron en la bodega por el or-den que indicamos.

    El doctor y el comisario de polica los pri-meros, despus el seor Ledr y Santiago, en seguida los dos sujetos que se hallaban en casa del alcalde y detrs los gendarmes, y por fin los privilegiados, entre los cuales ya he dicho que me encontraba.

    Al llegar al sptimo peldao abarqu de una sola ojeada el terrible espectculo que voy a describir.

    El primer objeto que atraa las miradas era un cadver decapitado y tendido cerca de un tonel que chorreaba vino con el grifo medio abierto.

  • El cadver estaba torcido a medias, como si las convulsiones de la agona hubieran al-canzado slo al tronco sin extenderse a las piernas.

    Tena el vestido arremangado hasta la liga. Conocase que la vctima haba sido herida

    en el momento en que, de rodillas junto al tonel, empezaba a llenar una botella que se le desliz de las manos y que yacan junto a ella.

    La extremidad superior del cuerpo nadaba en un mar de sangre.

    De pie sobre un saco de yeso arrimado a la pared, como un busto sobre una columna, se perciba, o mejor decir, se adivinaba una ca-beza, ahogada entre sus cabellos; un surc de sangre enrojeca el saco desde lo alto has-ta la mitad.

    El doctor y el comisario haban ya dado vuelta en torno el cadver, y se encontraban situados enfrente de la escalera. Hacia el cen-tro de la bodega se hallaban los dos amigos del seor Ledr y algunos curiosos que se haban apresurado a penetrar hasta all.

  • Al pie de la escalera estaba Santiago que no pudieron arrancar del ltimo peldao.

    Detrs de Santiago, los dos gendarmes. Detrs de los dos gendarmes, cinco o seis

    personas, se agrupaban conmigo en la esca-lera.

    Todo ese lgubre interior estaba iluminado por la plida y trmula luz de una vela, colo-cada sobre el mismo tonel de donde corra el vino y frente el cual yaca el cadver de la mujer de Santiago.

    -Una mesa, una silla -dijo el comisario de polica, y empecemos.

    III El Interrogatorio Trajronle al comisario de polica los dos

    muebles pedidos; asegur la mesa, sentse a

  • ella, pidi la vela que le llev el doctor, sal-tando por encima del cadver, sac de su bolsillo un tintero, plumas y papel y comenz el proceso.

    Mientras l escriba la cabecera, el doctor hizo un movimiento de curiosidad hacia la cabeza colocada sobre el saco, pero le detuvo el comisario.

    -No toquis nada, le dijo, lo primero es el orden.

    -Es justo -dijo el doctor. Y volvise a su sitio. Hubo unos instantes de silencio, durante

    los cuales slo se oa la pluma del comisario de polica rechinando sobre el spero papel de oficio; iban sucedindose las garrapatea-das lneas con la rapidez propia del que escri-be una frmula habitual. Al cabo de algunas lneas levant la cabeza y mir a su alrede-dor.

    -Quines nos servirn de testigos? pre-gunt el comisario dirigindose al alcalde.

    -Por de pronto, dijo el seor Ledr indi-cando a sus dos amigos en pie que formaban

  • grupo con el comisario de polica sentado; por de pronto esos dos seores.

    -Bueno. El alcalde se volvi hacia m. -Luego el seor, si es que no le desagrada

    ver figurar su nombre en un proceso. -De ninguna manera, seor mo, le res-

    pond. -Entonces que baje ese caballero, dijo el

    comisario de polica. Experiment alguna repugnancia en acer-

    carme al cadver. Desde el lugar en donde me hallaba, aunque no dejaba de percibir ciertos detalles, me parecan menos repug-nantes, como velados por la penumbra que poetizaba su horror.

    -Es acaso indispensable? pregunt. -Qu? -Que baje? -No; quedaos ah si gustis. Hice con la cabeza una sea que quera

    decir "quisiera no moverme de aqu". El comisario de polica se volvi hacia el

    amigo de Ledr que tena ms cerca.

  • -Vuestros nombres, apellidos, edad, cuali-dad, profesin y domicilio, pregunt con la indiferencia de un hombre acostumbrado a esa clase de preguntas.

    -Juan Luis Alliette, contest el preguntado, llamado Etteilla por anagrama, literato, habi-tante en la calle de la Ancienne Comedie, n. 20.

    -Habis olvidado decir vuestra edad, dijo el comisario de polica.

    -Debo decir la edad que tengo o la edad que se me atribuye?

    -La vuestra, hombre: como si se pudieran tener dos!

    -Distingo, seor comisario, porque hay ciertas personas como por ejemplo Caglios-tro, el conde de San Germn, el Judo erran-te...

    -Queris acaso decirme que sois vos Ca-gliostro, el conde de San Germn o el Judo errante? dijo el comisario frunciendo las cejas a la idea que se burlaban de l.

    No, pero...

  • -Setenta y cinco aos -interrumpi el se-or Ledr-; anotad setenta y cinco aos, se-or Coussin.

    -Sea, dijo el comisario de polica. Y puso setenta y cinco aos. -Y vos, caballero? -prosigui dirigindose

    al otro amigo del seor Ledr. Y repiti exactamente las mismas pregun-

    tas que hizo al primero. -Pedro Jos Moulle, de edad sesenta y un

    aos, eclesistico, agregado a la iglesia de San Sulpicio, vivo en la calle de Servandoni, n 11, respondi con voz dulce la persona que haba sido interrogada.

    -Y vos, caballero? -prosigui el comisario dirigindose a m.

    -Alejandro Dumas, autor dramtico, de veintisiete aos de edad; domiciliado en Pars en la calle de la Universidad, n 21.

    El seor Ledr se volvi hacia m y me hizo un cordial saludo al cual contest, lo mejor que pude, y en la propia forma.

    -Bueno! -dijo el comisario de polica, mi-rad si es eso, seores, y si tenis que hacer alguna observacin.

  • Y en aquel tono gangoso y montono de los funcionarios pblicos, ley:

    "Hoy primero de septiembre de 1831, a las dos de la tarde, habiendo sido advertido por el rumor pblico que haba tenido lugar en el pueblo de Fontenay-aux-roses un cri-men de asesinato cometido en la persona de Mara Juana Ducondray por el llamado San-tiago Jacquemin, su marido, y que el asesino se habla presentado en la casa habitacin de Juan Pedro Ledr, alcalde del Indicado pueblo de Fontenay-aux-roses, con objeto de decla-rarse, por su propia voluntad, el autor de se-mejante crimen, nos hemos apresurado a dirigirnos en persona al domicilio del susodi-cho Juan Pedro Ledr, donde hemos llegado en compaa de Sebastin Robert, doctor en medicina, habitante en la citada poblacin de Fontenay-aux-roses, y hemos encontrado all en manos de los gendarmes al llamado San-tiago Jacquemin quien ha repetido delante de nosotros que era el autor del crimen; despus de lo cual le hemos intimado que nos siguiera a la casa donde haba sido cometido el cri-men. Al principio se ha negado, pero habien-

  • do luego cedido a las Instancias del seor alcalde, nos hemos encaminado al callejn llamado Des Sergents, donde est situada la casa habitada por el Santiago Jacquemin. Llegados a esta casa y cerrada tras de noso-tros la puerta para Impedir que la invadiera el pueblo, hemos entrado en una primera habitacin donde nada indicaba que se hubie-se cometido ningn crimen; despus, por in-dicacin del mismo Jacquemin, hemos pasado del primer aposento al segundo, en uno de cuyos ngulos una trampa abierta comu-nicaba con una escalera. Habindonos dicho que esta escalera conduca a una bodega donde debamos encontrar el cuerpo de la vctima, hemos bajado por ella y encontrado en los primeros escalones una espada de pu-o en forma de cruz, de ancha hoja, y cortan-te, que el Jacquemin nos ha confesado haber-la tomado del museo de artillera cuando la revolucin de julio y haberle servido para perpetrar el crimen. En el suelo de la bodega hemos hallado el cuerpo de la mujer de Jac-quemin vuelto de espaldas y nadando en un mar de sangre, con la cabeza separada del

  • tronco;-la cabeza haba sido colocada dere-cha sobre un saco de yeso arrimado a la pa-red: y habiendo el llamado Jacquemin reco-nocido que el cadver y la cabeza eran en efecto los de su mujer, ratificndose en pre-sencia del seor Juan Pedro Ledr, alcalde de la villa de Fontenay-aux-roses ; del seor Sebastin Robert, doctor en medicina, habi-tante en el citado Fontenay-aux-roses ; del seor Juan Luis Alliette, conocido por Etteilla, literato, de edad setenta y cinco aos, habi-tante en Pars, calle de la Antigua comedia, n. 20; del seor Pedro Jos Moulle, de edad sesenta y un aos, eclesistico, agregado a la iglesia de San Sulpicio, habitante en Pars, calle de Servandon, n 11; y del seor Ale-jandro Dumas, autor dramtico, de edad veintisiete aos, habitante en Pars, calle de la Universidad, n. 21, hemos procedido de la manera siguiente al interrogatorio del acusa-do."

    -Es esto, seores? -pregunt el comisario de polica volvindose hacia nosotros con evi-dente satisfaccin.

    -Perfectamente -respondimos a coro.

  • -Pues bien, interroguemos al reo. Y volvindose entonces hacia el preso, que

    durante la lectura haba respirado fuertemen-te y como un hombre oprimido.

    -Acusado, vuestro nombre, apellido, edad, domicilio y profesin.

    -Durar eso mucho todava? -pregunt el preso como un hombre postrado.

    -Responded; vuestro nombre y apellido. -Pedro Santiago Jacquemin. -Edad? -Cuarenta aos. -Domicilio? -Ya lo sabis, puesto que en l estamos. -No importa; la ley quiere que contestis a

    esta pregunta. -Callejn Des Sergents. -Profesin? Cantero. -Confesis ser el autor del crimen? -S. -Decidnos la causa que os lo ha hecho co-

    meter y las circunstancias en que ha sido cometido.

  • -La causa que me lo ha hecho cometer... es intil, dijo Santiago; es un secreto que quedar entre la que est all, y yo.

    -Sin embargo, no hay efecto sin causa. -La cansa! Ya os he dicho que no la sa-

    bris. En cuanto a las circunstancias, como decs, deseis saberlas?

    -Si. -Pues bien, voy a decroslas. A los que tra-

    bajamos bajo tierra, es decir, en la oscuridad, nos sugiere el demonio de la melancola tan negras Ideas!

    -Hola! hola! -interrumpi el comisario de polica, confesis, pues, la premeditacin?

    -Pues no os he dicho que lo confesaba to-do?

    -Si; s, por cierto, adelante. -Pues bien, iba diciendo que la mala idea

    que haba herido mi imaginacin, era la de matar a Juana. Eso me turb el cerebro por espacio de un mes, el corazn se rebelaba contra la cabeza..., en fin, una palabra que me dijo un camarada me decidi.

    -Qu palabra?

  • -Oh! Esto pertenece ya a las cosas que no os incumben. Esta maana yo dije a Juana: hoy no ir a trabajar; quiero divertirme como si fuera fiesta e ir a jugar a los bolos con los compaeros. Procura que a la una est pron-ta la comida.

    -Pero... -Bueno, bueno!, no quiero observaciones.

    La comida a la una, ya lo sabes. Bien est, dijo Juana.

    Y sali para ir a arreglarlo todo. Entre tanto, en lugar de ir a jugar a los bo-

    los, tom yo la espada que ahora tenis, no sin haberla afilado en una piedra. Baj a la bodega y me ocult tras de los toneles, di-cindome: -Lila ha de bajar aqu a sacar vino; entonces veremos.

    - No s cunto tiempo he pasado acurru-cado all, tras de la leera de la derecha, no lo s... slo s que tena calentura; mi cora-zn lata con violencia... y todo lo vea de co-lor de sangre en la oscuridad.

    Adems no dejaba de resonar ni un mo-mento en mis odos la palabra que me dijo ayer el camarada...

  • -Pero, qu palabra es esa? -insisti el comisario.

    -No me lo preguntis, porque ya os he di-cho que no la sabrais nunca. Por fin he odo el roce de un vestido, unos pasos que se acercaban, he visto brillar una luz... luego la parte inferior de su cuerpo que bajaba, luego la parte superior, en fin... la cabeza... Oh, s, se vea bien la cabeza!... Juana llevaba una vela en la, mano.

    Ah!, me dije, bueno!... y he repetido en voz baja la palabra que me o el camarada.

    En esto se ha ido acercando. Hubiera dicho que casi que tema algo; tena miedo, miraba hacia todos lados, pero yo estaba oculto y ni respiraba siquiera.

    Entonces se ha puesto de rodillas delante del tonel, ha acercado la botella y dado vuel-ta al grifo.

    Entonces me he levantado. -Ya os he dicho que ella estaba de rodi-

    llas.-El ruido del vino que caa en la botella le impeda or el ruido que poda yo hacer. Por lo dems, yo no haca ninguno. Ella estaba de rodillas como una culpable, como una conde-

  • nada. Yo he levantado la espada y... hum!... ni s siquiera si Juana ha arrojado un grito...-la cabeza ha rodado.

    En aquel momento yo no quera morir, quera slo ponerme en salvo. Contaba abrir una huesa en la misma bodega y enterrarla. Salt sobre la cabeza que rodaba, mientras el cuerpo se agitaba convulsionado. Tena un saco de yeso dispuesto para cubrir la san-gre.-He cogido la cabeza, o por mejor decir, la cabeza me ha cogido a m, mirad!

    Y mostr su mano derecha, cuyo dedo pulgar estaba destrozado por una mordedura.

    -Cmo qu os ha cogido la cabeza? -exclam el doctor; qu diablos estis dicien-do?

  • -Digo que me ha mordido de firme como

    veis, y. que no quera dejarme. La coloqu sobre el saco de yeso, la apoy contra la pa-red con mi mano izquierda, y procur arran-carla la derecha; pero al cabo de un instante los dientes se han abierto por s solos. Yo he retirado mi mano... entonces, no digo que no fuese delirio, locura, pero me ha parecido que la cabeza estaba viva; y los ojos enteramente abiertos. Los vela bien, puesto que la vela estaba sobre el tonel, y luego..., luego los labios se movan y al moverse... han dicho... si, han dicho... -Miserable! era inocente!

  • No s el efecto que semejante declaracin haca a los dems; pero, por lo que a m toca, el sudor baaba mi frente.

    -Vamos! eso ya es demasiado! Que los ojos os han mirado! Que los labios os han hablado!

    -Od, seor doctor; como vos sois mdico, no creis nada; es muy natural: pero yo, yo os digo que esa cabeza que all veis, all!... lo entendis?, os digo que esa cabeza me ha mordido, os digo que esa cabeza me ha di-cho: Miserable! era inocente! Y la prueba de que me lo ha dicho, la prueba est en que quera huir despus de cometido el asesinato, y que en lugar de huir he corrido directamen-te a casa del seor alcalde para denunciarme a m mismo... No es cierto, seor alcalde? No es cierto?, responded.

    -Santiago - respondi el seor Ledr con acento bondadoso-. S, es cierto.

    -Examinad la cabeza, doctor -dijo el comi-sario de polica.

    -Cuando yo estar fuera, seor Robert, cuando yo estar fuera! -exclam Jacquemin.

  • -Imbcil! Todava temes que te hable?, dijo el doctor tomando la luz y dirigindose al saco de yeso.

    -Seor Ledr, en nombre de Dios, dijo Santiago con el acento de la desesperacin, decidles que me dejen ir... os lo ruego! os lo suplico!

    -Seores, dijo el alcalde haciendo un gesto que detuvo al doctor, puesto qu nada ms debis preguntar a ese infeliz, permitidme que le haga conducir a la crcel. Cuando la ley orden el careo, tuvo en cuenta sin duda que el acusado tendra fuerzas para soportar la prueba.

    -Pero, y el interrogatorio? -dijo el comisa-rio.

    -Est casi concluido. -Pero ha de firmar el reo. -Firmar en la crcel. exclam Jacquemin,

    firmar en la crcel todo lo que queris. -Bien est -dijo el comisario. -Gendarmes, llevaos a ese hombre! -dijo

    el seor Ledr.

  • -Ah! gracias, seor Ledr, gracias! -dijo Jacquemin con la expresin del mayor y ms profundo reconocimiento.

    Y cogiendo l mismo a los dos gendarmes por los brazos, los arrastr hacia lo alto de la escalera con fuerza sobrehumana. Sali el infeliz, y el drama con l.

    No quedaban en la bodega ms que dos cosas repugnantes a la vista; un cadver sin cabeza y una cabeza sin cuerpo. Me inclin a mi vez hacia el seor Ledr.

    -Seor mo, le dije, me ser permitido re-tirarme, quedando siempre a vuestras rde-nes para cuando gustis que firme el proceso verbal?

    -S, seor, pero con una condicin. -Cul? --Que iris a mi casa a firmar el proceso. -Con el mayor gusto, caballero. Y cun-

    do? -Dentro de una hora poco ms menos, y

    de paso os ensear mi casa. Ha pertenecido a Scarron, y os interesar. Salud y sub a mi vez la escalera.

  • -Al llegar a la ltima grada di una postrer mirada a la bodega.

    El doctor Robert, con la vela en la mano, separaba los cabellos de la cabeza: era la de una mujer hermosa todava, a lo que se poda juzgar, porque los ojos estaban cerrados y contrados, y lvidos los labios.

    -Ese imbcil de Santiago! -murmuraba el doctor; sostener que una cabeza cortada puede hablar!... a menos que no lo haya ido a inventar para hacer creer que est loco; no estara mal pensado. Sera una circunstancia atenuante.

  • IV La casa de Scarron Una hora despus, estaba en casa del se-

    or Ledr. La casualidad hizo que le encontrara en el

    patio. -Ah!, dijo al reparar en m; aqu estis;

    tanto mejor; mucho-me place hablar un poco con vas antes de presentaron a nuestros con-

  • vidados, porque comis con nosotros, no es verdad?

    -Me dispensaris -No admito excusas siendo jueves; tanto

    peor para vos; el jueves es mi da; todo lo que el jueves entra en mi casa me pertenece en plena propiedad. Despus de comer, os dejaremos libre. Sin el acontecimiento de hace poco, me hubierais encontrado ya sen-tado a la mesa, como siempre, a las dos en punto. Hoy, por extraordinario, comeremos a las tres y meda o a las cuatro. Tengo, pues, tiempo suficiente no slo para presentaros a mis convidados, sino para informaron.. -Informarme?

    -Si, son personajes que, como los del Bar-bero de Sevilla, y de Fgaro, necesitan ir pre-cedidos de cierta explicacin acerca de su traje y carcter. Pero comencemos por la ca-sa.

    -Si no me engao, me habis dicho que haba pertenecido a Scarron?

    -S, aqu fue donde la futura esposa del rey Luis XIV, aguardando la poca de distraer y deleitar al hombre incapaz de divertirse,

  • cuidaba al pobre paraltico, su primer marido. Veris su aposento.

    -El de Mad. de Maintenon? -No, el de Mad. Scarron; no confundamos:

    el de Mad. de Maintenon est en Versalles o en Saint-Cyr.

    -Seguidme. Subimos una ancha escalera y nos encon-

    tramos en un corredor que daba a un patio. -Mirad, me dijo el seor Ledr, eso os toca

    a vos, seor poeta; pertenece al phebus ms puro que se hablaba en 1650.

    -; Ah! ah! el mapa de la Ternura. -Ida y Vuelta, trazado por Scarron y ano-

    tado por mano de su mujer; nada menos que eso.

    En efecto, dos mapas ocupaban los inter-medios de las ventanas.

    Estaban trazados a pluma sobre un gran pliego de papel pegado a un cartn.

    -Veis? continu el seor Ledr, esa gran serpiente azul es el ro de la Ternura, aqu estn las aldeas de Pesares, Billetes Amoro-sos, Misterio. Mirad la posada del Deseo, el valle 'de las Delicias, el puente de los Suspi-

  • ros, el bosque de los Celos enteramente po-blado de monstruos como el de Armida. En fin, en medio del lago, donde est la fuente del ro, tenis el palacio de Perfecta Dicha: es el trmino del viaje, el fin del camino.

    -Diablo! qu veo all, un volcn? trastorna a veces el pas. Es el volcn de

    las Pasiones. -Me parece que no est en el mapa de la

    seorita Scudery. es una invencin de la seora Scarron. La

    primera. -Tiene otras? -La otra es la Vuelta. Ya lo veis, el ro des-

    borda, engruesado por las lgrimas de los que siguen sus orillas. Aqu, las aldeas del Fastidio, el mesn de los Pesares, la isla del Arrepentimiento. Todo es ingenioso hasta lo sumo.

    -Tendrais la bondad de dejrmelo copiar? mucho gusto. Y ahora, queris ver el

    cuento de la seora de Scarron. -Ya lo creo. -Vamos, pues.

  • El seor Ledr abri una puerta, y me hizo pasar delante.

    -Hoy es el mo, pero exceptuando los li-bros de que est Lleno, se halla exactamente como en tiempo de su ilustre propietaria; la misma alcoba, la misma cama, los mismos muebles.

    -Y el gabinete de Scarron? -El gabinete de Scarron est al otro ex-

    tremo del corredor, pero os veris privado de visitarle; no se entra en l, es la habitacin secreta, el gabinete de Barba Azul.

    -Diablo! -Como os lo digo. Aunque alcalde, tengo

    yo tambin mis misterios; pero venid, voy a ensearon otra cosa.

    El seor Ledr ech a andar delante de m; bajamos la escalera y llegamos al saln.

    Como todo lo restante de la casa, tena el saln un carcter particular. Estaban cubier-tas sus paredes de un papel cuyo color primi-tivo hubiera sido difcil determinar; a lo largo de la pared haba una doble lnea de sillones y otra de sillas a la antigua usanza; de cuan-do en cuando, mesas de juego y veladores;

  • despus, en el centro, como Leviathan entre los peces del Ocano, un gigantesco bufete extendindose des d la pared donde apoya-ba una de sus extremidades hasta una terce-ra parte del saln, bufete cubierto de libros, cuadernos y peridicos, en medio de los cua-les dominaba como un rey El Constitucional, lectura predilecta del seor Ledr.

    El saln estaba vaco; los convidados se paseaban por el jardn que a travs de las ventanas se descubra en toda su extensin.

    El seor Ledr se fue directamente a su bufete y abri un inmenso cajn en el cual haba multitud de cajitas...

    -Mirad, me dijo, he aqu para vos, el gran aficionado a la historia, algo ms curioso to-dava que el mapa de la Ternura esta colec-cin de reliquias... no de santos, sino de re-yes.

    En efecto, cada cajita encerraba un hueso, cabellos o pelos de la barba.

    Haba una rtula de Carlos IX, el pulgar de Francisco I, un fragmento del crneo de Luis XIV, una costilla de Enrique II, una vrtebra

  • de Luis XV, pelos de la barba de Enrique IV, y cabellos de Luis XIII.

    Cada rey haba proporcionado una mues-tra, y con todos aquellos huesos se hubiera podido recomponer un esqueleto que habra representado perfectamente, el de la monar-qua francesa, a quien desde hace mucho tiempo faltan los huesos principales.

    Haba adems un diente de Abelardo y otro de Elosa, dos blancos incisivos, que, en la poca en que estaban cubiertos por trmu-los y ardientes labios, se haban quiz encon-trado reunidos en un beso.

    De dnde provena aquel osario? El seor Ledr haba presidido la exhuma-

    cin de los reyes en San Dionisio, y tom de cada tumba lo que mejor le pareci. El seor Ledr me concedi algunos instantes para sa-tisfacer mi curiosidad; cuando juzg que es-taba ya satisfecha:

    -Vamos, me dijo, ahora que ya nos hemos ocupado bastante de los muertos, pasemos a los vivos.

  • Y me condujo junto a una de las ventanas que, segn he dicho, dominaban el jardn en toda su extensin.

    -Qu hermoso jardn -Jardn de cura prroco con su arboleda de

    tilos, su coleccin de dalias y rosales, parras y albaricoques. Ya lo veris todo; pero hablemos ahora, no del jardn, sino de los

    que en l se pasean. -A propsito! Decidme primero quin es

    ese seor Alliette, llamado por anagrama Et-teilla que preguntaba si queran saber su edad verdadera o solamente la que se le atri-bua.

    -Precisamente, me dijo el seor Ledr, contaba empezar por l. Habis ledo Hoff-man?

    -Por qu? -Porque es un personaje de Hoffman. Ha

    pasado toda su vida en aplicar los naipes y los nmeros a la adivinacin del porvenir; todo lo que posee pasa a la lotera, en la cual empez por ganar un terno, pero sin que la suerte le haya protegido ms. Ha conocido a Cagliostro y al conde de Sen Germn, 3, pre-

  • tende ser de su familia y poseer . como ellos el secreto del elixir de larga vida. Su edad real, si se la preguntis, es de doscientos se-tenta y cinco aos; primeramente ha vivido cien aos sin estar enfermo, del reinado de Enrique II al de Luis XIV; despus, gracias a su secreto, y muriendo para el vulgo, ha cumplido otras tres revoluciones de cincuenta aos cada una. En el da empieza la cuarta, y no tiene por consiguiente, ms que veinte y cinco aos. Los doscientos cincuenta primeros aos no los cuenta ms que para memoria. Vivir as, y lo dice pblicamente y en alta voz, hasta el juicio final. En el siglo XV hubie-ran quemado a Alliette y habran hecho mal; hoy le compadecen, y hacen mal tambin; Alliette es el hombre ms feliz de la tierra; no habla ms que de naipes, sortilegios, ciencias egipcias de Thot, misterios isacos. Publica sobre estas materias tomitos que nadie lee, y que un librero, tan loco como l, imprime ba-jo el pseudnimo, o por mejor decir, bajo el anagrama de Etteilla. Lleva siempre el som-brero lleno de folletos... Y sino, miradle, ah le tenis con el sombrero debajo del brazo,

  • tanto es el miedo a que no le roben sus pre-ciosos libros. Mirad el hombre, mirad el ros-tro, mirad el traje, y ved cmo la naturaleza es siempre armnica, y cun exactamente sienta el sombrero a la cabeza, el hombre al traje, el frac al molde, como decs vosotros los novelistas.

    En efecto, era verdad. Examin a Alliette; iba vestido con un traje grasiento, sucio y manchado; su sombrero de bordes relucien-tes, como cuero barnizado, se prolongaba- des-

    mesuradamente por la parte superior; lle-vaba unos pantalones de ratina negra, me-dias negras, o por mejor decir, rojas, y za-patos de punta redonda como los de los reyes en cuya poca pretenda haber nacido.

    En cuanto al fsico, era un hombre peque-o y regordete, rechoncho, dir mejor, fiso-noma de esfinge, boca ancha privada de dientes; algunos cabellos escasos, largos y amarillentos cean como una aureola su frente.

    -Est hablando con el abate Moulle, dije yo al seor Ledr, el que os acompaaba tam-

  • bin en nuestra expedicin de esta maana, expedicin de la cual hablaremos luego, no es verdad.

    -Y por qu hemos de hablar? -Porque... qu s yo!, pero se me ha figu-

    rado que creais en la posibilidad de que hubiese hablado aquella cabeza.

    -Sois fisonomista. Pues bien, si, creo. S, hablaremos ms tarde de ello, y si os placen historias de ese gnero, os respondo que en-contraris aqu quien os las cuente curiosas. Pero pasemos al abate Moulle.

    -Debe ser, le interrump, un hombre de amabilidad suma; me ha llamado agradable-mente la atencin la dulzura de su voz, cuan-do ha contestado al interrogatorio del comi-sario de polica.

    -Tambin lo habis adivinado. Moulle es amigo, mo hace cuarenta aos y tiene se-senta. ya le veis, es tan pulcro y limpio en el vestir como Alliette descuidado y sucio; es un hombre de mundo y de sociedad, introducido entre la aristocracia del barrio de Saint-Germain; l casa a los hijos o hijas de los pares de Francia, y estos casamientos le pro-

  • porcionan la ocasin de echar su discursillo que las partes contrayentes hacen imprimir y conservan preciosamente en los archivos de la familia. Ni poco estuvo que no fuera obispo de Clermont. Sabis por qu no lo ha sido? Porque fue en otro tiempo amigo de Cazzotte y como el mismo Cazzotte cree en la existen-cia de los espritus superiores e inferiores, de los buenos y malos genios: como Alliette hace coleccin de libros. Encontraris en su gabinete todo lo que se ha escrito sobre vi-siones y apariciones, sobre espectros, genios y aparecidos-aun cuando rara vez, y aun esta entre buenos amigos, habla de tales materias que no son por cierto muy ortodoxas. En una palabra, es un hombre convencido, pero dis-creto, que atribuye todo lo que de extraordi-nario le sucede en este mundo, al poder del infierno o a la intervencin de los celestes espritus. Miradle; ahora est escuchando en silencio lo que le dice Alliette y parece mirar algn objeto que su interlocutor no ve, con-testndole slo de cuando en cuando por un movimiento de labios o una seal de cabeza. A veces, durante la conversacin, se sumerge

  • de pronto en profundo ensueo, se estreme-ce, tiembla, vuelve la cabeza, viene por la estancia. En tales casos hay que dejarle hacer, porque sera quiz peligroso desper-tarle, y digo despertarle, porque le creo en semejantes momentos bajo el poder del so-nambulismo. Por lo dems no tarda luego en despertarse por s solo, tan tranquilo y sere-no, como si tal cosa.

    -Oh! oh ! mirad, dije de pronto al seor Ledr; apostara que acaba de evocar algn espritu de que me hablabais hace un instan-te.

    Y mostr con el dedo a mi husped un verdadero espectro ambulante que iba a re-unirse con los dos personajes citados, pi-sando con precaucin la yerba y las flores, sobre las que pareca andar sin doblegarlas.

    -Ese, me dijo, es tambin un amigo; el ca-ballero Lenoir, fundador del museo de los Agustinos?

    -El mismo. No puede consolarse de la dis-persin de su Museo, por el cual en 93 y 94 corri diez veces el riesgo de ser asesinado.

  • La Restauracin con su inteligencia ordinaria le hizo cerrar con orden de volver los monu-mentos a los edificios a que pertenecan y a las familias que tuvieran derecho a reclamar-los. Por desgracia la mayor parte de los- mo-numentos estaban destruidos, extintas la mayor parte de las familias, de modo que los ms curiosos fragmentos de nuestra antigua escultura, y por consiguiente de nuestra his-toria, se han dispersado y perdido. As des-aparece poco poco todo lo de nuestra anti-gua Francia; no quedaban ms que esos fragmentos y bien pronto nada quedar de ellos. Y los destruyen los mismos que debi-eran mostrar mayor inters en conservarlos.

    Y el seor Ledr, a pesar de su liberalismo, como se deca en aquella poca, dej escapar un suspiro.

    -Son esos todos vuestros convidados? -pregunt al alcalde.

    -Tendremos tal vez al doctor Robert, de quien nada os digo porque presumo que le habris juzgado. Es un hombre que ha pasa-do toda su vida haciendo experimentos en la mquina humana como hubiera podido hacer-

  • lo con un maniqu, para comprender los dolo-res, y nervios para sentirlos. Es, en una pala-bra, un vivo que ha hecho un gran nmero de muertos. Felizmente para l, no cree el doc-tor en aparecidos. Es simplemente un talento mediano, que se figura hombre de chispa porque es bullicioso, filsofo porque es ateo; en fin uno de esos hombres a quienes se re-cibe, no para recibirlos, sino porque vienen a nuestra casa. A nadie se le ocurrira ir a bus-carlos.

    -Conozco el gnero -Debamos tambin tener a otro amigo,

    ms joven que Alliette, el abate Moulle y el caballero Lenoir, y que disputa a las mil ma-ravillas de cartomancia con Alliette, de de-monologa con Moulle y de antigedades con Lenoir; una biblioteca animada; un catlogo encuadernado en piel de cristiano, a quien vos debis conocer indudablemente.

    -El biblifilo Jacob, quiz? -El mismo. -Y vendr?

  • -Probablemente no, no estando ya aqu,, pues sabe qu acostumbramos a comer a las dos y son ya cerca de las cuatro.

    Abrise en aquel mismo instante la puerta del saln y apareci la ta Antonia.

    -La sopa est en la mesa. -Seores, grit a su vez el seor Ledr

    abriendo la puerta del jardn, ! a la mesa, a la mesa!

    Luego, volvindose hacia m: -Y ahora, me dijo, debe haber en alguna

    parte del jardn, a ms de los convidados que veis y de los cuales hice el retrato, un convi-dado que no habis visto an ni habl de l siquiera. Este de que os hablo ahora por pri-mera vez, tiene su mente harto aletargada con los sueos de lo ideal, para que haya o-do el prosaico llamamiento que acabo de hacer, y al cual han contestado los dems, como lo prueban dirigindose hacia aqu. Id a buscarle, a vos os toca y cuando hayis en-contrado su inmaterialidad, su transparencia, eine ercheinung, como dicen los alemanes, os nombraris, procuraris persuadirle que es bueno comer algunas veces, aun cuando no

  • sea ms que para vivir; le ofreceris vuestro brazo y le acompaaris al comedor; despa-chad.

    Obedec al seor Ledr, adivinando que su encantador ingenio, el cual haba podido ya apreciar lo suficiente en pocos minutos, me reservaba alguna sorpresa, y me lanc al jar-dn mirando por todas partes.

    La investigacin no fue larga, y bien pron-

    to percib lo que buscaba.

  • Era una mujer sentada a la sombra de una arboleda de tilos y de la cual no me era fcil distinguir ni el rostro ni el talle, el rostro por-que estaba vuelto hacia el lado de la campi-a, el falle porque iba envuelta en un gran chal.

    Vesta completamente de negro. Acerqume a ella sin que hiciera el menor

    movimiento, y sin que el ruido de mis pasos pareciera llegar a sus odos. Cualquiera la hubiera credo una estatua.

    Todo lo que de su persona poda ver era gracioso y distinguido.

    Ya haba observado de lejos que era rubia. Un rayo de sol que, pasando a travs del fo-llaje de los tilos, iba a juguetear con su cabe-llera, la converta en una aureola de oro; ya ms cerca, pude observar la finura de sus cabellos que hubieran rivalizado con las hebras de seda que las primeras brisas del otoo desprenden del manto de la virgen; su cuello -quiz un poquito largo, seductora exageracin que es casi siempre una gracia, si no es una belleza; -su cuello se doblaba para ayudar a la cabeza a apoyarse sobre su

  • mano derecha, cuyo codo se apoyaba a su vez en el respaldo del asiento, en tanto que su brazo izquierdo colgaba a su lado, con una rosa blanca entre los afilados dedos. Cuello flexible como el del cisne, mano modelada, brazos hermosos, todo era de la misma blan-cura mate. Hubirasela podido tomar por un mrmol de Paros, sin venas en su superficie, sin pulso en su interior; la rosa, que empeza-ba a marchitarse, era ms colorada y ms viva que la mano que la sostena.

    La contempl un instante, y cuanto ms la contemplaba, ms me pareca que no era un ser animado.

    Hasta llegu a dudar de que se volviera al dirigirla la palabra. Por dos o tres veces suce-sivas se abri mi boca, y se volvi a cerrar sin haber pronunciado la menor palabra.

    Me decid por fin. -Seora, le dije. Estremecise la desconocida, volvise

    hacia ni! y me mir con asombro; como quien despierta de un sueo y coordina Sus ideas.

    Sus rasgados ojos negros fijos en m (a pesar de sus cabellos rubios, las cejas y los

  • ojos eran negros), sus rasgados ojos negros fijos en m, tenan extra expresin.

    Por espacio de algunos segundos perma-necimos sin hablarnos, mirndome ella, exa-minndola yo.

    Era una mujer de treinta y dos a treinta y tres aos, que debi de ser de admirable be-lleza antes que se arrugasen sus mejillas, antes que su tez hubiese palidecido, por lo dems, la encontraba extraordinariamente bella as, con el rostro nacarado y del mismo tinte que la mano, sin el ms leve matiz. lo que haca que sus ojos pareciesen de bano y sus labios de coral.

    -Seora, repet, el seor Ledr pretende que dicindoos que soy el autor de Enrique III, de Cristina y de Antony, os dignareis te-nerme por presentado y aceptaris mi brazo hasta el comedor.

    -Dispensadme, caballero, me contest, pe-ro debis estar aqu hace ya un instante, no es cierto? Os he sentido venir, pero no poda volverme, cosa que me sucede algunas veces cuando miro hacia ciertos lados. Vuestra voz

  • ha roto el encanto... dadme vuestro brazo, y vamos.

    Dicho esto, se levant y pas su brazo por entre el mo; pero, aunque no Pareci violen-tarse, apenas sent la presin de su brazo.

    Hubirase dicho que era una sombra que andaba a mi lado.

    Llegamos al comedor sin haber dicho ni uno ni otro ms palabra.

    Dos sitios nos estaban reservados en la mesa. Uno a la derecha del seor Ledr, para ella. Otro enfrente de ella, para mi.

    V El bofetn de Carlota Corday La mesa del seor Ledr tena, como todo

    lo dems de su . casa, su carcter particular. Era de forma de herradura; apoyada en las

    ventanas del jardn, dejaba libres para el ser-vicio los tres cuartos del inmenso comedor.

    Poda contener cmodamente hasta veinte personas; en ella se coma siempre, ya tuvie-ra el seor Ledr uno, dos, cuatro, diez o veinte convidados, ya comiera solo: el da de

  • que hablo ramos seis y apenas ocupbamos un tercio.

    Todos los jueves, el servicio era el mismo. El seor Ledr pensaba que durante los ocho das transcurridos, los convidados haban po-dido comer otra cosa, ya fuese en su casa, ya en casa de algn amigo; el convidado tena por tanto la seguridad de encontrar todos los jueves en casa del seor Ledr la consabida sopa, vaca, pollo, pierna de carnero asada, judas y ensalada.

    El nmero de los pollos se doblaba o tripli-caba segn el apetito de los convidados.

    Ya fuesen muchos, ya pocos los convida-dos, el seor Ledr se colocaba invariable-mente a un extremo de la mesa, de espaldas al jardn, de cara al patio. Sentbase en un ancho silln incrustado haca diez aos en el mismo sitio; all reciba de manos de su jardi-nero Antonio, convertido en lacayo, no slo el vino comn, sino tambin algunas botellas de viejo Borgoa que le eran entregadas con religioso respeto y que l destapaba y serva por s propio a sus convidados con el mismo respeto y religiosidad,

  • Diez y ocho aos atrs se crea en algo to-dava; dentro diez aos no se creer ya en nada, ni aun en el vino aejo.

    Despus de comer, se pasaba al saln a tomar caf.

    Deslizse la comida como se deslizan las comidas; elogiando a la cocinera y celebrando el vino. Slo la joven seora no comi ms que un poco de pan, no bebi ms que un vaso de agua, y no pronunci ni una sola pa-labra.

    Me recordaba la golosa aquella de las Mil y una noches que re sentaba a la mesa como los dems, pero slo para comer algunos granos de arroz con un mondadientes.

    Como de costumbre, se pas al saln des-pus de comer. mente, a m me toc dar el brazo a nuestra silenciosa convidada. La des-conocida hizo hacia m la mitad del camino para aceptrmelo.

    La misma languidez en los movimientos, la misma gracia n los modales, casi dira la misma impalpabilidad en los miembros.

    Acompala hasta una butaca donde se recost.

  • Mientras nosotros comamos, dos personas haban entrado en el. saln.

    Eran el doctor y el comisario de polica. El comisario de polica iba a hacernos fir-

    mar el interrogatorio que haba firmado Jac-quemin en la crcel.

    Una ligera mancha de sangre se notaba en el papel. Firm a mi vez, y dije mientras fir-maba

    -Qu significa esa mancha? Procede esa sangre de la mujer o del marido?

    -Procede, contestme el comisario, de la herida que tena en la mano el asesino, y que contina abierta sin que medio ninguno baste a restaar la sangre.

    -Creerais, seor Ledr, dijo el doctor, que ese animal persiste en afirmar que le ha hablado la cabeza de su mujer? =Y vos lo creis imposible, no es verdad, doctor?

    -Toma! -Tambin creeris imposible que haya

    abierto los ojos? -Imposible. -No creis qu la sangre, restaada por la

    capa de yeso que ha cerrado todas las arte-

  • rias y todos los vasos, haya podido devolver a aquella cabeza un momento de vida y de sentimiento?

    -No lo creo. -Pues bien, dijo el seor Ledr, yo s lo

    creo. -Y yo tambin, dijo Alliette. -Y yo, dijo el abate Moulle. -Y yo, dijo el caballero Lenoir. -Y yo, dije yo. El comisario de polica y la dama plida se

    callaron-el uno sin duda porque la cosa no le interesaba lo bastante, la otra quiz porque la cosa le interesaba demasiado.

    -Ah! Toma! Si todos os declaris contra m, de seguro tendris razn. Si uno solo de vosotros fuera mdico...

    -Pero doctor, dijo el seor Ledr, ya sabis que yo casi lo soy.

    -Entonces, dijo el doctor, no podis ignorar que no existe dolor donde no hay sensibilidad y que sta queda interrumpida por la seccin de la columna vertebral.

  • -Pero quin os ha dicho eso?, pregunt el seor Ledr. ' -Pues quin ha de ser?, la razn.

    -Vaya una respuesta. No era tambin la razn laque deca a los jueces que condena-ron a _Galileo que el sol era quien daba vuel-tas y la tierra permaneca inmvil? La razn es una necia mi querido doctor; habis hecho acaso por vos mismo experiencias so-bre cabezas cortadas?

    -No, nunca. -Habis ledo las disertaciones de Som-

    mering? Las deca raciones del doctor Sue? Las protestas de Elcher?

    -No. -Entonces creeris con M. Guillotin que su

    mquina es el medio ms seguro, ms rpido y menos doloroso de acabar con la vida?

    - Ya lo creo! -Pues bien, amigo mo, os engais com-

    pletamente. -Basta que vos lo afirmis! -Odme, doctor ; puesto que vos habis

    invocado la ciencia, voy a hablaros cientfi-camente, y a ninguno de nosotros, creedlo, le

  • es extrao ese gnero de conversacin para dejar de tomar parte en ella.

    Nos habamos todos acercado al seor Le-dr, a quien, por mi parte, escuchaba yo con avidez; esa cuestin de la pena de muerte sea por medio de la cuerda, del hierro o del veneno, me haba siempre preocupado en gran manera, desde el punto de vista huma-nitario.

    Hasta haba hecho tambin por mi parte algunas investigaciones sobre los diferentes dolores que preceden, acompaan y siguen a los diferentes gneros de muerte.

    -Veamos, hablad, dijo con incredulidad el doctor.

    -Fcil es demostrar a cualquiera que posea la ms ligera nocin de anatoma y de las fuerzas vitales de nuestro cuerpo, continu el seor Ledr, que el suplicio no destruye ente-ramente la sensibilidad; lo que me atrevo a decir, doctor, est fundado no en hiptesis sino en hechos.

    -Veamos esos hechos. -Helos aqu: 1. El asiento de la sensibili-

    dad est en el cerebro, no es verdad?

  • -Es probable. -As, pues, si el asiento de la facultad de

    sentir est en el cerebro, tanta como el cere-bro conserve su fuerza vital, el guillotinado tiene sentimiento de su existencia.

    -Pruebas! -Helas aqu: Haller en sus Elementos de f-

    sica, t. 4, p. 35, dice: "Una cabeza cortada abri los ojos y me

    mir de reojo porque con la punta del dedo haba tocado su mdula espinal."

    -Haller lo ha dicho?, sea; pero Haller puede haberse engaado.

    -Quiero suponer que se haya engaarlo. Pasemos a otro. Weycard. Artes filosficas, p. 221, dice:

    "He visto moverse los labios de una cabeza cortada." -Ya, pero de moverse a hablar...

    -Aguardad y llegaremos. Od a Somme-ring, Sommering, cuyas obras estn all para que podis cercioraros de lo que digo, od lo que dice: "Varios doctores me han asegurado haber visto

    una cabeza separada del cuerpo, rechinar los dientes de dolor, y estoy convencido de

  • que si el aire circulaba an por los rganos de la voz, las-cabezas hablaran."-Y ahora, doc-tor, prosigui el seor Ledr, palideciendo, sabed que yo estoy ms adelantado que Sommering, porque a m... a mi una cabeza me ha hablado.

    Nos estremecimos todos. La dama plida se irgui en su butaca. -A vos? -S, a m; me diris tambin que soy lo-

    co? -; Qu diablo!, exclam el doctor; si me

    decs que a -vos mismo... -S, os repito que a m me ha sucedido.

    Sois bastante delicado, no es verdad, doc-tor?, para decirme en voz alta que soy un loco, pero lo diris para vuestro capote y ser lo mismo. -Pero, vamos a ver, contadme el caso.

    . -Eso es muy fcil de decir. Sabis que lo que me peds que os cuente a vos, no se lo he contado nunca a nadie, desde hace treinta y siete aos que sucedi? Sabis que no os respondo de no desmayarme cuando os lo cuente, como me desmay cuando me habl

  • aquella cabeza, cuando se fijaron en mi aque-llos ojos.

    El dilogo iba siendo cada vez ms intere-sante, cada vez ms dramtica la situacin.

    -Vamos, Ledr, valor y contadnoslo, dijo Alliette.

    -Contadnoslo, amigo mo, dijo el abate Moulle.

    -Contad, dijo Lenoir. -Caballero.., murmur la mujer plida. Yo nada dije, pero pintado estaba en mis

    ojos el deseo. -Es extrao, dijo sin contestarnos el seor

    Ledr y cmo hablando consigo mismo, es extrao cmo influyen unos en otros los acontecimientos! Ya sabis quin soy, dijo volvindose haca mi.

    -S, caballero, le contest, que sois un hombre muy instrudo, de mucho talento, que dais excelentes comidas, y que sois alcalde de Fontenay-aux-roses.

    Sonrise el seor Ledr, dndome las gra-cias con un saludo amistoso. .

    -Os hablo de mi origen, de mi familia, dijo.

  • -Ignoro vuestro origen, caballero, y me es desconocida vuestra familia.

    -Pues entonces, prestad atencin, voy a decroslo, y despus quiz aadir la historia que deseis saber y que no me atrevo a con-taros.

    -Sentronse todos, ponindose cada uno a sus anchas y en disposicin de no perder una slaba.

    Por lo dems, el saln era un verdadero saln de cuentos o leyendas, grande, som-bro, gracias a las espesas cortinas y a la po-ca luz del moribundo da; saln, en fin, de cuyos ngulos se haba apoderado ya la oscu-ridad, mientras slo conservaban . un resto de luz las lneas que correspondan a las puertas o a las ventanas.

    En uno de esos ngulos estaba la dama plida, perdido enteramente su negro vestido en la oscuridad. Slo permaneca visible su cabeza blanca, inmvil y recostada sobre el almohadn.

    El seor Ledr continu as; -Aqu donde me veis, soy el hijo del famo-

    so Comus, fsico de los reyes a quien su bur-

  • lesco apodo hizo figurar entre los charlata-nes, pero que era un sabio distinguido de la escuela de Volta, de Galvani y de Mesmer. El fue el primero que trat en Francia de fan-tasmagora y electricidad, dando en la corte lesiones de fsica y matemticas.

    La pobre Maria Antonieta, a quien he visto veinte veces y que ms de una vez me tom las manos besndome con ternura, es decir, cuando mi llegada a Francia, cuando yo era nio, Mara Antonieta, digo, estaba muy sa-tisfecha de l.

    Ocupbase mi padre en mi educacin y en la de mi hermano, inicindonos en las cien-cias ocultas que sabia y en una multitud de conocimientos galvnicos, fsicos, magnti-cos, que hoy son de dominio pblico, pero que en aquella poca eran secretos peculiares slo de algunos. El ttulo de fsico del rey hizo que en 93 pusieran preso a mi padre, pero gracias a las amistades con que yo contaba en la Montaa, pude conseguir su libertad.

    Mi padre entonces se retir a esta misma casa que habito yo ahora, y muri en 1807, a

  • la edad de setenta y seis aos. Pero volva-mos a mi.

    He hablado de mis amistades en la Monta-a. En efecto, era amigo de Danton y Camilo Desmoulins, y haba conocido a

    Marat, ms bien en calidad de mdico que de amigo, es verdad, pero sea como fuere, le haba tratado. Result de las relaciones que tuve con l, por cortas que hubiesen sido, que el da en que condujeron a la seorita de Corday al cadalso, resolv acudir a su suplicio.

    -Precisamente, interrump yo, precisamen-te iba a ayudaros hace un momento en la discusin que sostenais con el seor doctor Robert sobre la persistencia de la vida, con-tndoos el hecho que ha consignado la histo-ria relativo a Carlota Corday.

    -Llegamos a l, interrumpi el seor Le-dr, dejadme decir. He sido testigo del hecho, y por consiguiente podris creer lo que os dir.

    Desde las dos de la tarde me mantena yo en mi sitio junto a la estatua de la Libertad. Era un caluroso da de julio; haca un tiempo

  • bochornoso, el cielo estaba cubierto y anun-ciaba tempestad.

    A las cuatro empez el huracn: en aquel mismo instante, segn se dice, Carlota suba al carro.

    Fueron a buscarla en ocasin en que un joven pintor estaba ocupado en hacer su re-trato. La muerte celosa pareca querer que nada sobreviviese a la joven, ni siquiera su imagen.

    Estaba ya diseada en el lienzo la cabeza, y- cosa extraa! -en el momento en que en-traba el verdugo, el pintor haba llegado a la parte del cuello que la guillotina iba a cortar.

    Menudeaban los rayos, caa la lluvia, re-tumbaba el trueno; pero nada haba sido bas-tante a dispersar al populacho curioso; las calles, los puentes, las plazas, estaban ates-tadas de gente; los rumores de la tierra cu-bran casi los rumores del cieloLas mujeres que designaron entonces con el grfico nom-bre de lechuzas de guillotina, la perseguan con sus maldiciones. Yo senta acercarse aquellos rugidos como se oyen los de una catarata. Mucho tiempo antes que se pudiese

  • distinguir algo, ondul la muchedumbre; y por fin pareci la carreta como un navo hen-diendo las olas, y pude distinguir la condena-da a quien no conoca, ni haba visto nunca.

    Era una hermosa joven de veintisiete aos, de rasgados ojos, de nariz perfectamente di-bujada, de labios perfectos. Mantenase en pie, erguida la cabeza, no por jactancia cier-tamente, sino porque la obligaban a aquella postura las ataduras de las manos.

    Haba cesado la lluvia, pero como la infeliz haba aguantado el chaparrn durante los tres cuartos de hora de camino, el afina que la inund, delineaba sobre las hmedas ropas los contornos de su cuerpo seductor; pareca que sala del bao. La camisa roja de que la revisti el verdugo, comunicaba extrao as-pecto, siniestro esplendor a la altiva y enrgi-ca cabeza

  • En l instante mismo en que llegaba a la

    plaza, ces la lluvia, y un rayo de sol, desli-zndose entre dos nubes, fue a jugar con sus cabellos que hizo irradiar como una aureola: os lo aseguro, aun cuando hubiera tras de aquella joven un asesinato -accin terrible por ms que vengue a la humanidad, aun

  • cuando yo detestaba aquel asesinato, no hubiera sabido de que vea era un apotesis o un suplicio. Al reparar en el cadalso, palide-ci, y aquella palidez fue perceptible a causa de la camisa roja que le suba hasta el cuello; pero casi al mismo tiempo hizo un esfuerzo, y acab de volver hacia el cadalso que mir sonriendo.

    detvose la carreta. Salt Carlota en tierra sin querer permitir que la ayudaran a bajar, en seguida subi los escalones del cadalso, resbaladizos con la lluvia que acababa de caer, con toda la ligereza que le permitieron lo largo de su camisa y las ataduras. Al sentir la mano del ejecutor sobre su hombro para arrancar el pauelo que cubra' su cuello, pa-lideci de nuevo; pero en el mismo instante una postrer sonrisa vino a desmentir aquella palidez, y por s propia, sin que se la atara a la infame bscula, en un arrebato sublime y casi sonriendo, pas su cabeza por la odioso abertura.

    Deslizse la cuchilla; la cabeza separada del tronco cay sobre la plataforma y dio va-rios saltos.

  • Entonces-od bien eso, doctor; odlo bien, poeta;-entonces, uno de los criados del ver-dugo llamado Legrs, cogi aquella cabeza por los cabellos, y por una vil adulacin a la multitud le dio un bofetn. A ese bofetn, os lo juro, a ese bofetn encendise aquella ca-beza..., yo lo vi..., no slo la mejilla abofe-teada, sino las dos mejillas, y eso con un en-carnado igual, porque el sentimiento viva en aquella cabeza, y se indignaba de haber su-frido una deshonra semejante ante la mul-titud.

    El pueblo vio tambin aquel rubor, y tom el partido de la muerta contra el vivo, de la guillotinada contra el verdugo. Pidi inmedia-tamente venganza de aquella indignidad; e inmediatamente el verdugo fue entregado a los gendarmes y conducido a la crcel.

    -Esperad, aadi el seor Ledr viendo que el doctor iba a hablar, esperad, no es eso todo.

    Quise saber qu sentimiento haba podido arrastrar a aquel hombre a la accin infame que haba cometido. Me inform del lugar donde estaba; ped un pase para visitarle en

  • la Abada, donde se le haba encerrado, lo obtuve, y fui a verle.

    Un decreto del tribunal revolucionario aca-baba de condenarle a tres meses de crcel. No comprenda cmo haba sido condenado poro una cosa tan natural como la que haba hecho.

    Le pregunt qu pudo inducirle a aquella accin.

    -Toma !, me contest, vaya una pregun-ta,. Yo soy maratista;

    acababa de castigarla por cuenta de la ley, he querido castigarla por mi cuenta.

    -Pero, le dije, no habis comprendido que es casi un crimen semejante violacin del respeto debido a la muerte?

    -Calla! -me dijo Legrs, mirndome fija-mente-, y qu! creis vos que mueren los guillotinados?

    -Sin duda. -Oh! Bien se ve que no miris el cesto

    cuando estn all todos reunidos: bien se co-noce que no les veis torcer los ojos rechinar los dientes por espacio de cinco minutos des-pus de la ejecucin, Nos vemos obligados a

  • cambiar de cesto cada tres meses, par lo mu-cho que lo destrozan con sus dientes..., mon-tn de cabezas de aristcratas que no quie-ren decidirse a morir..., no me asombrara por cierto que un da alguna de ellas se pu-siese a gritar : Viva el rey!

    Saba ya todo lo que quera saber; sal acosado por una idea que en efecto aquellas cabezas vivan an, y resolv cerciorarme de ello.

    VI ngela Mientras hablaba el seor Ledr, haba

    anochecido por completo. Las personas re-unidas en el saln figuraban ya slo como sombras, sombras no solamente mudas, sino tambin inmviles, tanto era lo que temamos

  • que se detuviera el seor Ledr ; porque de-masiado comprendimos que a la terrible rela-cin que acababa de hacer, seguira una rela-cin ms terrible an.

    No se oa ni el rumor de una respiracin. Slo el doctor abri la boca, pero le cog la

    mano para impedirle que hablara, y en efec-to, se call.

    A los polos segundos, continu el seor Ledr:

    -Sala de la Abada y atravesaba la plaza de Taranne dirigindome a la calle de Tour-non, donde habitaba, cuando o una voz de mujer que peda socorro.

    No podan ser malhechores, porque eran apenas las diez. Me precipit hacia el ngulo de la plaza donde sonaban los gritos, y vi a una mujer que forcejeaba en medio de una patrulla de descamisados.

    Repar en mi aquella mujer y conociendo por mi traje que no era yo un hombre del pueblo, se abalanz haca mi, gritando:

    -Mirad, aqu tenis precisamente al seor Alberto, que es conocido mo y que os dir que soy en efecto la hija de la ta

  • Ledieu, la planchadora. y al mismo tiempo la pobre mujer, plida y

    temblando, me cogi del brazo, abrazndose conmigo como el nufrago a la tabla que le ofrece una esperanza de salvacin.

    -Bueno, si yo no niego que seas hija de la

    ta Ledieu, pero como no llevas pasaporte,

  • buena moza, vas a seguirnos al cuerpo de guardia.

    La joven apret mi brazo; sent todo el te-rror y splica que haba en aquella presin.-Haba comprendido.

    Como ella me haba dado el primer nom-bre que se le ocurri, yo hice lo propio.

    -Cmo! Sois vos, mi pobre Angelita, la di-je; qu os sucede?

    -Lo veis, seores?, dijo ella. -Me parece que bien podais haber dicho:

    ciudadanos. -Dispensadme, seor sargento, pero no es culpa ma si hablo as, dijo la jo-ven.; mi madre contaba con bastantes parro-quianos en la alta sociedad y me haba acos-tumbrado por lo mismo a ser corts; bien s que es una mala costumbre la que he ad-quirido, costumbre aristocrtica, pera qu queris!, seor sargento, me es imposible deshacerme de ella.

    Y haba en esta respuesta, hecha con voz trmula, un imperceptible tinte de sarcasmo que slo yo comprend. Me pregunt quin poda ser aquella mujer, pero el problema era de solucin difcil cuando no imposible. Slo

  • estaba seguro de que la nia no era hija de ninguna planchadora.

    -Qu me sucede, me preguntis, ciuda-dano Alberto? aadi en seguida; voy a deci-roslo. Imaginaos que he ido a devolver ropa a una casa, y no encontr a la seora; he teni-do que aguardar que volviera a casa para que me diera mi dinero. Nada tiene de extrao, porque en los tiempos que corremos cada uno tiene necesidad de su dinero. En esto me ha sorprendido la noche;... haba olvidado mi carta de seguridad, he cado en manos de esos seores, perdonad, quiero decir de esos ciudadanos; me han pedido mi carta, les he dicho que no la llevaba conmigo, y han queri-do conducirme al cuerpo de guardia. He gri-tado, habis acudido vos casualmente a mi socorro; la misma casualidad ha hecho que furais conocido mo y me he dicho entonces: puesto que el seor Alberto sabe que me lla-mo ngela y que soy la hija de la ta Ledieu, ningn inconveniente tendr en responder de mi, no es verdad, seor Alberto?

    -Ciertamente; yo respondo de vos.

  • -Bueno, dijo el jefe de la patrulla, pero quin me responde da ti, seor entremetido?

    -Danton. Supongo que es un buen patriota y buen fiador.

    -Oh... si Danton responde de ti, ya no hay ms que hablar. -Pues bien, hoy creo que es da de sesin en los Franciscanos; llegumo-nos all,

    -Vamos all, dijo el sargento. Ciudadanos descamisados, marchen !

    Un instante nos bast para llegar al club de los Franciscanos, que celebraba sus sesio-nes en el antiguo convento de los Francisca-nos, calle de la Observancia..

    Llegados a la puerta, rasgu una pgina de mi cartera, escrib con lpiz algunas palabras y se la di al sargento invitndole a que se la llevara a Danton, mientras nosotros quedba-mos vigilados por el cabo y la patrulla.

    Entr el sargento en el club y volvi a poco con Danton.

    -Cmo! eres t? me dijo as que me vio; t el arrestado? al amigo, el amigo de Ca-milo, uno de los mejores republicanos que existen! Vamos, me parece imposible!

  • -Ciudadano sargento, aadi volvindose hacia el jefe de los descamisados, respondo de l Basta mi palabra?

    -Bueno, respondes de l, pero, y de ella? replic el obstinado sargento.

    -De ella? Y quin es ella? -Esa mujer. -De l, de ella, de todo lo que le rodea.

    Ests satisfecho? -Satisfecho, dijo el sargento, de haberte

    visto sobre todo. gusto puedes proporcionr-telo gratis, mrame a tu placer, aqu me tie-nes.

    -Gracias, contestle el sargento; contina como hasta aqu sosteniendo los intereses del pueblo, y no lo dudes, el pueblo te quedar agradecido.

    -Como que cuento con ello! replic Dan-ton.

    -Quieres estrechar mi mano? prosigui el sargento.

    -Por qu no? Danton le alarg la mano. -Viva Danton! grit el sargento. -Viva Danton! repiti toda la patrulla.

  • Y se alej en seguida, conducida por su je-fe, que se volvi a los diez pasos y agitando su gorro colorado, grit de nuevo: Viva Dan-ton! grito que fue repetido por sus secuaces.

    Iba yo a dar las gracias a Danton, cuando su nombre varias reces repetido e