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"Otro de los viajes que reforzó los vínculos establecidos por el reformismo fue el que José Vasconcelos realizó a través de Argentina, Brasil, Uruguay y Chile entre agosto y noviembre de 1922. De la travesía -una verdadera misión diplomática y cultural- participaron aproximadamente cuatrocientas personas, entre las que se contaban funcionarios civiles y militares, intelectuales y artistas que participaron de numerosos eventos en los países anfitriones. Durante su estadía en la Argentina, entre otras muchas actividades, Vasconcelos fue uno de los oradores en un banquete de homenaje organizado por la revista Nosotros, en el que también hablaron Pedro Henríquez Ureña y José Ingenieros. Según narra en sus “Notas de viaje” de La raza cósmica, en Buenos Aires “mucho contribuyeron a formarnos amigos los jóvenes estudiantes que asistieron al Congreso en México en 1921. Habían hablado de nosotros, nos habían seguido escribiendo y al llegar a la Argentina nosotros, nos acompañaban a todas partes” (Vasconcelos, 2005: 112). En Chile, según narraba Pellicer —también partícipe del viaje— a Arciniegas, “los estudiantes aclamaron a Pitágoras con frenesí” (Zaïtzeff, 2002: 97). En suma, la pura presencia de Vasconcelos (para Pellicer, el “Hombre de América” del momento) junto a su exuberante comitiva en un sinnúmero de actos, irradió a su paso una atmósfera latinoamericanista que para muchos resultaría difícil de olvidar. Pero si en el caso del mexicano la eficacia de lo simbólico en sus actos y en sus palabras se derivaba ante todo del prestigio de su obra al frente de la Secretaría de Educación Pública de un gobierno revolucionario que, en 1922, era ya juzgado sin ambages por los reformistas como adalid de la justicia social, la exitosa gira de proselitismo universitario emprendida a través de los países del cono sur poco tiempo antes por Víctor Raúl Haya de la Torre se autorizaba más nítidamente en ese rasgo irreductible a excesivas consideraciones teóricas que es el carisma. Según Del Mazo (1976: 216), al llegar Haya a Buenos Aires “quedamos prendidos de su simpatía. No lo dejábamos irse”. Pellicer, en carta a Arciniegas de 1924, será aún más enfático: “Haya de la Torre es el joven más distinguido de Nuestra América [...]. Vale muchísimo. Gran talento y penetración, cultura, y, sobre todo, un entusiasmo y una cordialidad que no le caben en el cuerpo [...]. Su simpatía personal es abrumadora” (Zaïtzeff, 2002: 107-108, cursivas de Pellicer). Julio Antonio Mella, a quien Haya conoce en La Habana al comienzo de su largo periplo como exiliado a fines de 1923, tampoco esconde sus arrebatos en un texto dedicado al peruano y publicado en Juventud: Pasó entre nosotros, rápido y luminoso, como un cóndor de fuego marchando hacia los cielos infinitos. En su breve estancia se nos presentó; ora como un Mirabeau demoledor con la fuerza de su verbo de las eternas tiranías que el hombre sostiene sobre el hermano hombre, ora como el Mesías de una Buena Nueva que dice la palabra mágica de esperanza [...]. Cuando se le sentía, más que cuando se le veía en la tribuna, se tenía la sensación de algo misterioso vagando por el ambiente, subyugaba y dominaba de tal forma el auditorio, que este semejaba mansos cachorros de león cumpliendo las órdenes del domador, hacía reír, llorar, pensa

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INTRODUCCIÓN

El 9 de septiembre de 1918, el movimiento estudiantil de la ciudad de Córdoba ocupó la Universidad y se propuso asumir todas sus funciones directivas y docentes, prescindiendo de las antiguas autoridades. Tras un largo período de huelga y de suspensión de las actividades académicas, la reapertura de la casa de estudios bajo gobierno estudiantil suponía una audaz vuelta de tuerca sobre un conflicto que mantenía en vilo a la sociedad cordobesa y se había instalado en el escenario nacional argentino. Poco después, tropas del ejército desalojaban a los estudiantes y decenas de ellos eran detenidos, acusados de sedición. A pesar de ese momentáneo traspié, el triunfo de la Reforma cordobesa resultaba inminente: apurado por los sucesos, el gobierno del presidente Hipólito Yrigoyen se avino entonces a dar curso a la ya anunciada intervención de la Universidad —la segunda en pocos meses—, a cargo del ministro de Instrucción Pública, José Salinas. Tras medio año de intensas movilizaciones en las que tanto las reivindicaciones como los repertorios de acción estudiantiles habían ido radicalizándose, la actuación de Salinas finalmente sería favorable al conjunto de cambios auspiciados por los estudiantes reformistas. Mientras ello sucedía, el nombre de Córdoba se multiplicaba en la opinión pública de un continente que había seguido los acontecimientos con atención y que se aprestaba a conceder a los hechos de la ciudad mediterránea argentina el valor de un hito histórico.

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Esa expansión continental de la Reforma Universitaria surgida en Córdoba ha sido habitualmente abordada desde la esfera de las ideas. Las reseñas y los comentarios del proceso reformista, en efecto, suelen subrayar el sobresaliente rol que en él le cupo al ideario latinoamericanista —declinado alternativamente también, según los casos, en clave hispanoamericanista o indoamericanista; en este artículo haremos abstracción de esas diferencias—. En cambio, una atención relativamente menor ha recibido el conjunto de acciones que sirvieron de soporte y vehículo a ese ideal latinoamericano. Para los jóvenes surgidos de las universidades del continente en torno a la finalización de la Primera Guerra Mundial, América Latina no era meramente una idea: era o se expresaba también en una serie de prácticas, algunas de ellas vinculadas al mundo de las emociones y los rituales, y que en conjunto acabaron dotando de una singular robustez y extensión a aquello que pudo ser verbalizado por muchos como “nación latinoamericana”

Es esa materialidad de la idea de América Latina, que abonaría y daría sustento efectivo a la imaginación de un espacio continental, la que constituye el objeto de este trabajo. Ella se desplegó en una densa trama de relaciones y vínculos que asumió formas prototípicas, tales como la edición de revistas de alcance transnacional, el desarrollo de una frondosa correspondencia y una cultura de viaje latinoamericano, con su estela de verdaderas conmemoraciones y “puestas en acto” de ese ideal continental. La proliferación de esa serie de prácticas a lo largo de, al menos en algún grado, la totalidad de los países del continente alcanzó magnitudes tales como para que una ojeada completa de todos sus alcances y ramificaciones se encuentre deliberadamente fuera de las pretensiones de este texto. Una mirada extensiva de ese fenómeno, por lo demás, puede resultar abrumadora y monótona, por repetitiva. Aquí nos proponemos en cambio reconstruir e ilustrar esas formas típicas de relacionamiento a través de una síntesis que busca capturar algunos de los fragmentos y de las figuras representativas del proceso continental de la Reforma.

Ese proceso resulta excepcionalmente intenso en los años que van de 1918 a fines de la década de 1920, y es por ello que es ese período el que recibe atención en este artículo. No obstante, una

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delimitación nítida del arco temporal en el que se desarrollan las prácticas intelectuales latinoamericanistas que estudiaremos no resulta tan sencilla. Una serie de vicisitudes que podemos ubicar en torno del año 1930 habrá de representar efectivamente una desaceleración del impulso que procuraba materializar el anhelo unionista, pero ese horizonte seguirá presente en un conjunto de iniciativas que procurarán prolongar a lo largo de la década de 1930, y aún después, ese afán. Y si el acontecimiento cordobés de 1918 marca efectivamente un salto cualitativo en lo que se refiere al incremento del caudal de intercambios epistolares, publicación de revistas y viajes continentales, resulta bien cierto que todas esas prácticas habían sido ensayadas ya, por lo menos, desde comienzos de siglo. Todo ello nos conduce a posar por un momento la mirada en ese acervo de prácticas generado desde el ‘900 y disponible ya para esa generación reformista de los años veinte, que, en sus esperanzas y en sus esfuerzos de renovación cultural y política, se fijó el cometido ineludible de estrechar lazos y de construir un destino común para el entero continente.

las redes latinoamericanistas a comienzos del siglo xx

El documento más célebre de la Reforma Universitaria cordobesa, el “Manifiesto Liminar”, escrito por el joven abogado Deodoro Roca (1890-1942) en junio de 1918 y dedicado en su encabezado “a los hombres libres de Sudamérica” comienza de este modo:

Hombres de una república libre, acabamos de romper la última cadena que, en pleno siglo XX, nos ataba a la antigua dominación monárquica y monástica. Hemos resuelto llamar a todas las cosas por el nombre que tienen. Córdoba se redime. Desde hoy contamos para el país una vergüenza menos y una libertad más. Los dolores que quedan son las libertades que faltan. Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana.

Ese último enunciado que la encendida verba de los jóvenes universitarios cordobeses lanzaba en procura de oídos atentos tanto argentinos como del continente —el escrito fue en efecto rápidamente difundido y publicado en medios de países como

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Chile, el Uruguay y el Perú— desempeñaba en la gramática del texto una doble función. La sugerencia de que se estaba en efecto “viviendo una hora americana” constituía tanto una descripción como una prescripción, una constatación de lo ya existente como una apuesta a futuro. Y si es típico de los momentos históricos que se autorrepresentan en términos de ruptura con el pasado liberar un excedente de significación que, aun conjugado en tiempo presente, aspira a inscribir sus efectos en lo por venir, es de notar que el manifiesto cordobés buscaba a través de aquella afirmación potenciar su fuerza ilocutiva al evocar una ya considerable trama de ideas y prácticas producida por estudiantes, escritores e intelectuales que había tenido como horizonte América Latina desde el amanecer del siglo.

Dos hechos heterogéneos, uno inserto en las dinámicas de la geopolítica internacional y otro de orden cultural, permiten ubicar el despertar de ese ciclo. Por un lado, la guerra hispano-norteamericana de 1898, que fue percibida como incontrastable evidencia del amenazante poderío expansivo de los Estados Unidos a nivel continental, tuvo como doble efecto el incentivo de una saga que ha merecido el nombre de “primer antiimperialismo latinoamericano” y, como complemento de ella, la emergencia de una conciencia que cifraba en la unidad del continente la condición para su salvaguarda ante la prepotencia del gran país del norte (Terán, 1986). Por otro lado, la aparición en 1900 del breve ensayo Ariel, del uruguayo José Enrique Rodó (1871-1917), profusamente leído en los años sucesivos en todo el continente, cristalizó un tópico de extendido impacto que imaginaba, en oposición al materialismo adjudicado a los Estados Unidos, una común matriz idealista en la cultura de América Latina, alojada ante todo en sus juventudes. Ambos aspectos, de modo y en grado diferentes, impulsaron, en el reverso de un creciente antinorteamericanismo, el desarrollo de un discurso latinoamericanista que tuvo numerosas y diversas manifestaciones. Pero si ese discurso floreció entonces, fue porque estuvo apuntalado por una serie de prácticas y formas de sociabilidad intelectual, algunas de ellas nuevas y otras renovadas.

Fue en el espectro de la literatura modernista finisecular que esas prácticas de producción de sentido latinoamericano hallaron su despliegue inicial. Ya en 1896, en una carta que enviaba desde

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Montevideo y que daba luego a publicidad bajo el título de “Por la unidad de América” en su Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, Rodó saludaba el latinoamericanismo práctico que el joven escritor argentino de inclinaciones modernistas Manuel Ugarte (1875-1951) le imprimía a su propia publicación, la Revista Literaria:

Aludo al sello que podemos llamar de internacionalidad americana, impreso por usted a esa hermosa publicación, por el concurso solicitado y obtenido de personalidades que llevan a sus páginas la ofrenda intelectual de diversas secciones del Continente. Lograr que acabe el actual desconocimiento de América por América misma, merced a la concentración de las manifestaciones, hoy dispersas, de su intelectualidad, en un órgano de propagación autorizado; hacer que se fortifiquen los lazos de confraternidad que una incuria culpable ha vuelto débiles, hasta conducirnos a un aislamiento que es un absurdo y un delito, son para mí las inspiraciones más plausibles, más fecundas, que pueden animar en nuestros pueblos a cuantos dirigen publicaciones del género de la de usted. (...) Son las revistas, las ilustraciones, los periódicos, formas triunfales de la publicidad de nuestros días, los mensajeros adecuados para llevar en sus alas el llamado de la fraternidad que haga reunirse en un solo foco luminoso las irradiaciones de la inteligencia americana (Rodó, 1948: 79-80, cursivas del autor).

En la carta, Rodó no dejaba de mencionar, a modo de antecedente y fuente de inspiración de la empresa de entrelazamiento y construcción de un patrimonio común americano que reclamaba, el trabajo de paciente recopilación de obras de la literatura de todo el continente llevada a cabo por el letrado argentino Juan María Gutiérrez (1809-1878), “el más eficaz y poderoso esfuerzo literario consagrado hasta hoy a la unificación intelectual de los pueblos del Nuevo Mundo”. Ciertamente, si el escritor uruguayo se entusiasmaba de ese modo con la publicación dirigida por Ugarte, era porque en ella encontraba una réplica muy similar, tanto en lo que respecta a sensibilidad literaria como en su vocación americana, de su propia Revista Nacional (Ehrlich, 2007:106). Se observan aquí, yuxtapuestas, dos de las formas típicas de la sociabilidad intelectual latinoamericanista que veremos expandirse en los años siguientes, y que, en una pendiente histórica que le otorgará rasgos y funciones sociales específicas, adquirirán preponderancia en la generación reformista universitaria de

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la década de 1920. Por un lado, la correspondencia, un género abundantemente utilizado por los escritores modernistas (y que en el caso de la carta de Rodó a Ugarte exhibía una característica que será también usual en las prácticas de los reformistas: la del pasaje voluntario al registro de lo público de una escritura en su origen pretendidamente destinada a circunscribirse a la esfera de lo íntimo y privado). Por otro lado, la revista americana, un dispositivo construido no sólo gracias al concurso de temas y autores del continente, sino también habitado por marcas y signos de diversa índole que revelan la materialidad de esa dimensión transnacional. En suma, dos modalidades que tuvieron tanto un rol crucial en la construcción y la visibilización del lazo social entre letrados, como un impacto en la autopercepción por parte de los escritores modernistas de un sentido de comunidad allende las fronteras nacionales.

La correspondencia supo ser asimismo vehículo de una práctica de antigua data: la de la circulación internacional de libros a través de envíos realizados por los propios autores. En tiempos en que los circuitos de distribución editorial distaban mucho de estar aceitados, el reconocimiento obtenido por un autor dependía en grado no menor del esfuerzo que empeñase en dar a conocer sus propias obras. Pero esa práctica adquirió nuevo vigor en manos de quienes se proponían enfáticamente la forja de una comunidad de destino para América Latina. Como ha puesto de relieve Carlos Real de Azúa (1985: xx-xxiii), no se comprende cabalmente el éxito del Ariel sin atender al notable énfasis con que Rodó se preocupó, de variadas maneras —sea remitiendo personalmente su libro a un vasto conjunto de interlocutores epistolares, sea sirviéndose de una extendida red de contactos que incluía desde ignotos admiradores hasta diplomáticos uruguayos a cargo de funciones en el servicio exterior—, de distribuir por cuenta propia su afamado opúsculo. Sin duda Rodó perseguía con ello trascender el espacio cultural uruguayo, ampliar considerablemente su público lector y acceder, tal como sucedió, a una dimensión continental que a la postre hubo de permitirle la consagración como escritor y como “maestro de juventudes”; pero esa estrategia de autor se hallaba sobredeterminada por un genuino interés en la consecución de la empresa unionista latinoamericana. Ello se percibe en

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las dedicatorias que acompañaban el envío de su libro, como por ejemplo la efectuada al también escritor venezolano César Zumeta (1860-1955):

Teniendo yo la pasión, el culto de la confraternidad intelectual entre los hombres de América, le envío un ejemplar de un libro mío que acaba de salir de la imprenta. Es, como Ud. verá, algo parecido a un manifiesto dirigido a la juventud de nuestra América sobre ideas morales y sociológicas. Me refiero en la última parte a la influencia norteamericana. Yo quisiera que este trabajo mío fuera el punto inicial de una propaganda que cundiera entre los intelectuales de América. Defiendo ahí todo lo que debe sernos querido como latinoamericanos y como intelectuales... (citado por Real de Azúa, ibid.: xxi).

Desde esta perspectiva, es menester dejar de aludir al fenómeno que en años y décadas siguientes se esparció por el continente bajo el nombre de arielismo apenas como un conjunto influyente de orientaciones estéticas y político-culturales. Arielismo es también la elaborada urdimbre de relaciones y vínculos materiales que hizo posible que las ideas y las concepciones presentes en el libro de Rodó alcanzaran el éxito que finalmente tuvieron.

En vistas de todo ello, no es de extrañar que esa figura en tantos sentidos conectora de las disposiciones culturales de los escritores modernistas y de las de los jóvenes universitarios de los años veinte que fue Manuel Ugarte estableciera en 1910, en El porvenir de la América española, un primer balance positivo del latinoamericanismo práctico de los intelectuales de su generación:

¿Es necesario recordar que las únicas relaciones útiles que existen entre ciertas repúblicas fueron iniciadas por escritores que simpatizaron y se escribieron sin conocerse? Algunas revistas de la gente joven han sido, en estos últimos tiempos, el foco fraternal donde se reúne en la persona de sus más altos representantes el Parlamento de la raza. Los poetas han hecho en realidad hasta ahora por la unión mucho más que las autoridades. Y a ellos les corresponde seguir fecundando el porvenir (citado en Ehrlich, 2007:113; cursivas nuestras).

Contemporáneamente, cobraba forma otra modalidad de creación práctica de sentido latinoamericanista: la del desplazamiento físico a diversas ciudades del continente de escritores e intelectuales

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que dejaban tras su paso, plagado de ceremonias y rituales, un saldo de producción simbólica e imaginario continentalista. El viaje latinoamericano que así se configuró asumió diversas formas, de las cuales tipificaremos tres. En primer lugar, la “misión” diplomática y cultural de letrados y estudiantes que se establecían en capitales del continente en busca de estrechar lazos y de dar a conocer la riqueza cultural del país del que provenían. Uno de los ejemplos más acabados de este tipo de iniciativas lo ofrecen las misiones culturales impulsadas por los gobiernos del México revolucionario, sobre todo a partir de la presidencia de Venustiano Carranza. Con el expreso fin de contrarrestar la imagen de barbarie y caudillismo con que tendía a asociarse a la Revolución a mediados de la década de 1910 —imagen que, como ha estudiado Pablo Yankelevich (1997), provenía en buena medida de la visión ofrecida por las agencias de noticias y una ya importante industria cinematográfica de origen norteamericano—, primero escritores y luego estudiantes fueron enviados a diversos países latinoamericanos para brindar otro panorama de lo que sucedía en México. Una segunda modalidad del viaje latinoamericano residió en la realización de una pléyade de congresos de variada índole que tenía como trasfondo un horizonte latinoamericanista. En una fecha tan temprana como 1901 se realizaba en la ciudad de Guatemala el Primer Congreso Centroamericano de Estudiantes Universitarios, al que asistían jóvenes provenientes de Nicaragua, Honduras y El Salvador. Ciertamente, los estudiantes presentes estaban vinculados a las élites políticas de cada uno de esos países, y no pertenecían, por lo general, a las emergentes capas medias de las que surgiría al menos una parte del contingente de la generación de la Reforma de 1918. Esa vinculación se hacía evidente en el hecho de que los gastos de las delegaciones del Congreso eran sufragados por los estados, que veían efectivamente en la acción estudiantil concertada un aporte importante al fomento de la cooperación interestatal en la arena internacional (Machuca Becerra, 1996: 74-75). Todos esos rasgos tuvieron ocasión de manifestarse en las tres ediciones del Congreso Americano de Estudiantes que se realizaron sucesivamente en 1908 en Montevideo, en 1910 en Buenos Aires y en 1912 en Lima. También allí la presencia de importantes delegaciones fue solventada por el erario público

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de cada uno de los países de los estudiantes asistentes, pues, en efecto, se juzgaba que la confraternización de destacados miembros de las juventudes colaboraba en el desarrollo de una política de acercamiento continental (García, 2000). Asimismo, también varios de los jóvenes presentes en estos encuentros provenían de las élites políticas y culturales; por caso, el peruano Víctor Andrés Belaúnde (1883-1966), entonces estudiante y activo participante en el Congreso de Montevideo, y posteriormente importante contradictor intelectual de las principales figuras de la generación de 1920 en el Perú (Cueto, 1982: 66-78). Cabe señalar que, a pesar de esas desemejanzas y de la ausencia de cualquier atisbo de la radicalidad que asumiría la mayor parte de los reformistas universitarios posteriores a 1918, prácticamente todas las reivindicaciones a la postre históricas del movimiento de la Reforma —la defensa irrestricta de la autonomía universitaria, el fundamental principio de cogobierno, la cuestión de la extensión, entre otras— habían sido ya enunciadas y discutidas en estos congresos, y de allí que ellos sean citados como antecedentes directos cuando no parte misma de la historia del proceso reformista (Van Aken, 1971; Portantiero, 1978; Cueto, 1982). Finalmente, el viaje de integración latinoamericana por excelencia fue el que se dio en el formato de la gira de orientación unionista y antiimperialista. La “campaña latinoamericana” llevada a cabo por Manuel Ugarte a través de decenas de ciudades del continente entre 1911 y 1913 es sin duda la expresión sobresaliente de esa modalidad. Y es que la travesía ugartiana tuvo una enorme repercusión en la opinión pública latinoamericana. En su paso, el escritor argentino encontró diferentes tipos de respuestas: de vibrantes y multitudinarias recepciones a trabas burocráticas y hasta gestiones presidenciales que buscaban interferir su labor de propaganda latinoamericanista y antinorteamericana. En México, por ejemplo, su visita a comienzos de 1912 desató un episodio que puso en serios apuros al gobierno de Francisco Madero. Invitado a disertar por el Ateneo de la Juventud, presidido entonces por José Vasconcelos (1882-1959), Ugarte decidió modificar sobre la marcha el tema previamente elegido para su conferencia (“La mujer y la poesía”), y contra las prevenciones anunció que abordaría el problema del expansionismo norteamericano en América Latina. Tanto el gobierno como el Ateneo, que era entonces su aliado,

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buscaron impedir la conferencia de Ugarte, pero ello no hizo sino crispar la situación. Una manifestación de marcado tono latinoamericanista, que según los cálculos de la época congregó a unos tres mil asistentes, protestó contra el intento censor del gobierno. Ugarte finalmente pronunció su conferencia, con tal suerte que la expectativa generada lo obligó en los días siguientes a repetir sus alocuciones públicas (Garciadiego, 1996: 150-158). El argentino encontró en su camino semejantes demostraciones de entusiasmo en otras varias ciudades del continente. En suma, el viaje de Ugarte supo causar una verdadera sensación, y adquirió una función catalizadora de una sensibilidad continentalista y antiimperialista que su paso impulsó como un reguero.

En definitiva, entonces, el período previo a 1918 dispuso ya una serie de recursos y prácticas que expandieron el imaginario latinoamericanista. Esas iniciativas a menudo se vieron entrelazadas con otras que tenían motivaciones políticas, culturales y hasta espirituales diversas, pero que en conjunto contribuyeron también a fortalecer las conexiones a nivel continental. Tal lo acontecido, por ejemplo, con los vínculos entre intelectuales socialistas y anarquistas latinoamericanos, o con las redes espiritistas y teósofas desarrolladas a lo largo del continente (Devés Valdez y Melgar Bao, 1999). Pero todo ese cúmulo no alcanzaría sino hasta después de 1918 su período de máximo despliegue.

cartas, revistas, viajes: la trama material del reformismo universitario latinoamericano

Hemos mencionado en apretada síntesis algunas de las prácticas que cimentaron una trama de vínculos y relaciones a nivel continental desde los primeros años del siglo. Pero si esas prácticas fueron impulsadas inicialmente por escritores y por hombres vinculados a las élites políticas y culturales, conforme comenzaron a ser integradas a las discusiones acerca de la necesidad de una reforma de las universidades fueron asumidas por un nuevo sujeto emergente: las mentadas “juventudes” del continente, conformadas esencialmente por estudiantes universitarios.

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Sin embargo, si ese conjunto de hechos —de los que un autor se sirvió para señalar que ubicar el inicio de la Reforma Universitaria en 1918 era aceptar acríticamente el “mito de Córdoba” (Van Aken, 1971)— puede ingresar en el siempre problemático registro de “antecedentes” la situación en que las cartas, las revistas y los viajes cobraron en manos de los estudiantes reformistas nuevo impulso en la década de 1920 era ciertamente diferente. Por un lado, la guerra mundial había tenido como correlato un hecho nuevo: si la repulsa a los Estados Unidos no había cesado de extenderse desde fines del siglo xix, la conflagración bélica condujo a que fuera entonces también la vieja Europa, faro y guía de la cultura de los grupos letrados hasta ese momento, la que comenzaba a ser puesta en duda. Ya en 1914, a pocas semanas de comenzada la contienda, José Ingenieros (1877-1925), a la postre otro de los “maestros” de las juventudes universitarias, en un breve pero sonado artículo no dudaba en asignar a los países europeos involucrados en el conflicto armado el rótulo de “bárbaros”. Y en los años sucesivos el juicio que extraía de la experiencia de la guerra como veredicto inapelable el hecho de que Europa se hallaba envuelta en una crisis cultural sin precedentes tendió a generalizarse. En 1918, Saúl Taborda (1885-1944), otra figura enrolada en el grupo cordobés reformista, escribirá en su libro Reflexiones sobre el ideal político de América que, dado que el viejo continente “ha fracasado”, la tarea ineludible de la hora para el hombre americano era la de “rectificar a Europa”. La idea, en efecto, de que América Latina estaba llamada a tomar la posta civilizatoria abandonada por el continente europeo fue una de las presuposiciones que subtendió el accionar de los reformistas de los años veinte. Acaso en ningún sitio se encuentra condensada esa utopía como en La raza cósmica, de José Vasconcelos. Escrito en 1925, este libro expresaba la autoconfianza en un proceso continental que, a través de un mestizaje virtuoso llamado a incorporar todos los condimentos y los aportes de las razas del orbe global, daría a luz un nuevo ideal universal de origen americano llamado a regenerar el proyecto humano en el mundo.

Junto a ello, el ímpetu más decidido y militante que asumieron las prácticas intelectuales de orientación latinoamericanista se vio incentivado por un proceso mixto en el que se solapaban

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el anhelo —sólo a veces concretado— de desborde del ámbito universitario hacia espacios ligados a los sectores subalternos, y la integración del programa reformista con ideologías radicales, entre las que cobraban creciente presencia nociones derivadas del marxismo. Se configuró así una autorrepresentación de la Reforma en términos de ruptura social y de perforación de ámbitos hasta entonces restringidos a círculos oligárquicos. Esa narrativa, que se servía de recursos de las filosofías idealistas y vitalistas entonces en expansión y que adoptando en ocasiones acentos mesiánicos anunciaba la irrupción intempestiva de una nueva generación americana, abonó un robusto horizonte de acción práctica. Todo ese compuesto entró en combustión a partir de la noticia del triunfo de la Reforma cordobesa del ‘18, y así, en los años subsiguientes, las cartas, las revistas y los viajes latinoamericanistas de los reformistas se multiplicaron en todo el continente.

La correspondencia

No resulta posible tener una idea aproximada del caudal de la correspondencia sostenida por los reformistas de todo el continente luego de 1918. La gran mayoría de esas cartas permanecen en manos privadas o simplemente se han perdido. Sin embargo, numerosas referencias permiten establecer que los contactos epistolares fueron de una enorme magnitud, y que a través de ellos se procesó y se materializó parte importante de la trama que daría sentido a la comunidad latinoamericana de reformistas.

La correspondencia entre el colombiano Germán Arciniegas (1900-1999) y el mexicano Carlos Pellicer (1898-1977) es una buena muestra de ese fenómeno. Según refiere el entonces estudiante mexicano Daniel Cosío Villegas (1898-1976) en sus Memorias, fue por sugerencia suya que en 1918 el gobierno de Carranza se avino a encomendar también a universitarios destacados la tarea de confratemización continental en misiones culturales hasta allí desempeñadas por escritores. Fruto de esa iniciativa, Pellicer, joven poeta y estudiante, recaló a fines de 1918 en Bogotá,

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donde no sólo supo cumplir exitosamente la tarea de presentar al México revolucionario como un pueblo joven, idealista y deseoso de unir sus destinos a los de los demás países del continente, sino que jugó un importante rol en los pasos iniciales del movimiento reformista de Colombia. En efecto, Pellicer y su desde entonces amigo Arciniegas fueron fundadores y entusiastas miembros de La Asamblea, la instancia creada a los fines de organizar y conducir a los estudiantes de ese país. Cuando en 1920 el joven poeta retorna a México, donde participará activamente en el Congreso Internacional de Estudiantes de 1921 y luego en la Secretaría de Educación Pública comandada por José Vasconcelos, la correspondencia será el vehículo mediante el cual prolongará su lazo con Arciniegas y, a través de él, con las vicisitudes del movimiento estudiantil colombiano.

Las cartas son, en efecto, el espacio en el que estos dos jóvenes tramitan no sólo un vínculo privado —las alternativas emocionales, los viajes, los escritos literarios y aun las relaciones sentimentales de uno y otro tienen en él su lugar—, sino a través del cual intercambian información y diseñan planes conjuntos en pos de fortalecer la organización estudiantil. Arciniegas refiere puntualmente a Pellicer todos los avatares de La Asamblea, así como las iniciativas que emprende en su seno; a menudo consulta a su amigo acerca de sus pareceres en torno a diversos acontecimientos políticos. La relación epistolar entre ambos jóvenes es también la que permite llevar a cabo una de las iniciativas político-culturales de tinte latinoamericanista de Vasconcelos: la del envío de libros de los más importantes intelectuales mexicanos, algunos de ellos de sesgo antiimperialista, a distintas ciudades del continente. Acompañando una carta de 1921, Pellicer envía a su amigo colombiano un lote de textos de Antonio Caso, Justo Sierra, Alfonso Reyes, Amado Nervo y Luis Urbina, entre otros. En la misiva, Pellicer destaca el envío de tres ejemplares de Los Estados Unidos contra la libertad, de Isidro Fabela (1882-1964) —figura clave en el diseño de relaciones diplomáticas y culturales a nivel continental—. Uno de esos libros arribaba con una dedicatoria para el reformista colombiano, “pues no ignora Fabela, por las conversaciones que he tenido con él, quién es y cómo trabaja por nuestro ideal Hispano-Americano el gran Germán Arciniegas”

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(Zaïtzeff, 2002: 82). En las cartas siguientes, la distribución y el impacto de los libros entre los universitarios colombianos será uno de los temas que animará el diálogo epistolar.

Arciniegas también será artífice de una iniciativa urdida al calor de la correspondencia con Pellicer que alcanzaría honda repercusión en la opinión pública de su país. En mayo de 1923, en ocasión de la Cuarta Asamblea Nacional de Estudiantes celebrada en Bogotá, propone y logra que se declare a José Vasconcelos “Maestro de la Juventud”. La medida, presentada por el órgano estudiantil como “una prueba definitiva e inequívoca de solidaridad americana” (citado en Fell, 1989: 570), activa un debate público acerca de los modelos sociales y políticos que alimentan la formación de los jóvenes, y es violentamente rechazada por parte de sectores universitarios tradicionalistas y de la prensa conservadora. Cuando esas discusiones están teniendo lugar, Vasconcelos envía a Arciniegas una “Carta a la juventud colombiana” de agradecimiento por la nominación de la que fue objeto, que es rápidamente difundida y que genera nuevos debates y tomas de posición. En ese texto, que concita tanto adhesiones como rechazos pero que no pasa inadvertido, Vasconcelos expone el argumento que sindica a Hispanoamérica como el continente del futuro. Lo que interesa de este asunto es caracterizar un género epistolar de distinta naturaleza. Se trata de la carta abierta o “mensaje” de alguna figura de relieve que busca interpelar directamente a un sujeto de fronteras lábilmente definidas —en este caso la genérica “juventud colombiana”— al que se dirige en segunda persona, pero que en su deliberada inscripción en el espacio público dispara efectos de sentido que trascienden su pretendido campo de interlocución inicial. De nuevo en la correspondencia privada, y al comentar esos efectos, Pellicer y Arciniegas comparten su regocijo por el destino de esa palabra extranjera que ha servido como pocas armas para agitar un medio juvenil y universitario que, en la mirada que comparten, y a pesar de los avances, todavía está dando sus pasos iniciales:

Yo me felicito —escribe Pellicer a su amigo— de que a la juventud de nuestra Colombia le haya sido dedicada la página más intensa que hasta hoy ha escrito el joven hombre que ha echado sobre su corazónla hermosa responsabilidad

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de promover en el alma de nuestras juventudes una cuestión de vida o muerte para todos nosotros. Muchos días estuvo preocupado por los asuntos de Uds. hasta que en uno de sus arrebatos rústicos escribió violentamente lo que ahora le envía (...). Me he alegrado mucho de los escándalos que ha armado Pitágoras [así llama a Vasconcelos] en Bogotá, sin estar allí presente y sin pensarlos él (Zaïtzeff, 2002: 103).

La carta pública fue en efecto un género muy utilizado en la época, y parece haber sido una de las modalidades de escritura de más resonantes efectos subjetivos. La suerte de proximidad en la lejanía que conllevaba favoreció un tipo de discurso que permitía una rápida empatia entre jóvenes universitarios de países y realidades muy distantes entre sí. Gabriel del Mazo (1898-1969), que fuera presidente de la Federación Universitaria Argentina y el primer gran compilador de documentos del movimiento reformista de todo el continente, se permitía a comienzos de 1924 una gran familiaridad al escribir una carta a los estudiantes cubanos, con quienes sólo entonces tomaba contacto directo:

Camaradas: a través de Haya de la Torre y de las páginas de juventud somos ya como viejos amigos; el mismo idioma, idéntico lenguaje, iguales ensueños. Es que hay una hermandad de origen y de ideal entre todos nosotros. Desde México y Antillas a la Argentina, se afirma inconfundiblemente la nueva generación en un mismo afán de iconoclastía y de justicia. La misma sensibilidad para los problemas del mundo. El mismo divorcio espiritual e ideológico con la generación precedente. La misma intuición por el destino mesiánico de nuestra América.

La carta, publicada de inmediato en Juventud (N° 6, marzo de 1924) —la “revista de los estudiantes renovadores de la Universidad de La Habana”— y acompañada por una breve nota en la que se dejaba constancia pública de que había sido respondida “aceptando todos sus hermosos conceptos”, permite observar el modo en que este género, a partir de un sistema de referencias compartidas, resultaba especialmente proclive a la creación de un universo de sentido común. En el juego deliberadamente ambiguo entre lo privado y lo público, el reclamo de una “hermandad de origen y de ideal” enunciado por Del Mazo parece alcanzar sus propósitos, y con ellos la posibilidad de constitución o reforzamiento de la efectiva imaginación de un mismo espacio identitario.

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Entre la correspondencia privada y esa clase de mensajes que, aun escritos en formato de carta, están pensados desde su origen para ser dados a publicidad, las prácticas epistolares de los reformistas contenían también una modalidad intermedia, habitual ya entre los letrados europeos y americanos del siglo xix: las cartas privadas y dirigidas a una persona singular pero que posteriormente eran publicadas en revistas o en libros. Un ejemplo de ello es una de las múltiples misivas intercambiadas entre el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre (1895-1979) y Gabriel del Mazo desde 1919 (año en el que comenzaron a escribirse mientras presidían la Federación de Estudiantes de sus respectivos países). Ambos hombres, que tejerían un estrecho vínculo por décadas —según Del Mazo (1976: 216), hacia 1954 atesoraba la friolera de más de dos mil hojas de cartas del peruano—, compartían sus impresiones y los proyectos sociales y políticos mediante la correspondencia. Una de esas cartas de Haya a Del Mazo, relevante por cuanto exhibe la elaboración sobre la marcha de un pensamiento político, será incluida en los textos que componen el primero de sus libros, Por la emancipación de América Latina. En otras ocasiones, la publicación de una carta destinada a una persona particular busca revelar precisamente los efectos que la palabra epistolar genera a escala transnacional. Tal es lo que ocurre cuando en 1925 la revista Renovación de Buenos Aires, órgano de la Unión Latinoamericana —la organización latinoamericanista liderada por José Ingenieros y Alfredo Palacios (1880-1965)—, publica la carta del estudiante boliviano Julio Alvarado al peruano Manuel Seoane (1900-1963), ex presidente de la Federación de Estudiantes Peruanos entonces exiliado en la capital argentina:

La censura epistolar, estricta y rigurosa, que desde hace cinco años sepulta a mi patria en un silencio de colonia, impide que los universitarios de mi patria conozcamos oportunamente los gestos viriles de nuestros compañeros estudiantes de América. Es por eso que hace cuatro días apenas ha llegado a nuestro poder el número de Renovación, en el que se encuentra la luminosa comunicación dirigida por usted al maestro José Ingenieros, el apóstol de las nuevas generaciones americanas. (... J Su carta ha encendido en nuestros espíritus ímpetus bravíos de entusiasmo inextinguible...

En definitiva, todos estos ejemplos, que podrían multiplicarse exponencialmente, parecen especialmente destinados a ratificar

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la aseveración de Roger Chartier (1991: 9) según la cual “tensionada entre el secreto y la sociabilidad, la carta, mejor que ninguna otra expresión, asocia el lazo social y la subjetividad”. La fluidez con que la correspondencia de los reformistas universitarios permite el pasaje de lo privado a lo público da cuenta de un tipo de escritura que se conecta más fácilmente que otros con el universo de las emociones y, por esa vía, con el de los proyectos políticos compartidos.

revistas americanas

En la praxis de los jóvenes reformistas, un soporte igualmente clave en el diseño de vínculos transnacionales y una espacialidad continental es el de las revistas. Como fue señalado por Fernando Rodríguez (2003), en los años veinte ellas suponen un modo novedoso de militancia, y no sólo constituyen un órgano de difusión de ideas sino también un núcleo de experiencia que sostiene una cierta sociabilidad intelectual. Pero las revistas son, además, y en varios niveles, importantes agentes de construcción de redes materiales a nivel continental. En primer término, muchas de estas revistas eran decididas difusoras de noticias de la actualidad americana y mundial, muy especialmente aquéllas vinculadas con una perspectiva antiimperialista que alcanzó entonces vigorosa presencia dentro y fuera del movimiento reformista. En el marco de esa función informativa, a menudo concentrada en secciones especiales, algunas publicaciones solían poner especial atención en referir sucesos específicamente ligados con las acciones y las iniciativas de los estudiantes universitarios de los distintos países del continente. Un segundo nivel tenía que ver con el universo de colaboradores: con intensidad variable, las revistas ligadas a la Reforma eran, en cuanto a los orígenes de los textos que las poblaban, artefactos culturales esencialmente transnacionales. Un caso límite, en este sentido, lo constituía la revista costarricense Repertorio Americano (una publicación que, aunque no era estrictamente de procedencia universitaria, se alimentaba de los temas y de los autores enrolados en el movimiento reformista). Elaborada casi exclusivamente por su incansable director Joaquín García Monge (1881-1958) sobre la base de una amplia red de

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numerosos colaboradores y de la reproducción de textos de publicaciones americanas y en menor medida europeas, esta revista probablemente haya sido la que en la década de 1920 más seriamente se sostuvo en la premisa de que América Latina constituía un espacio público unificado, de un modo tal que los debates y las intervenciones de Ingenieros, Vasconcelos o Haya de la Torre eran concebidos y presentados como elementos pertenecientes a un mismo campo intelectual. Finalmente, un tercer nivel constituyente de esa dimensión transnacional radicaba en la esfera de la circulación de cada una de las publicaciones. Muchas de ellas contaban con mecanismos de distribución más o menos informales que, aun asistemáticamente, eran de crucial importancia en la factura de un extendido mapa de lectores en todo el continente.

Las revistas que en América Latina estaban ligadas al movimiento estudiantil fueron muy numerosas, y resulta difícil pensar en un ámbito afectado por el proceso de la Reforma que no haya prohijado algún tipo de publicación gráfica. Naturalmente, cada una de ellas, más allá de los rasgos comunes que aquí buscamos subrayar, fue fruto de una historia particular que la condujo a adoptar características y un estilo singulares. Algunas estuvieron indisolublemente asociadas con alguna personalidad en particular; otras, por el contrario, fueron concebidas por un grupo, que halló en la edición de una revista sus señas de identidad pública y su razón de ser.

La revista Sagitario, de la ciudad argentina de La Plata, es una publicación netamente identificada con el espíritu de la Reforma. Dirigida por un triunvirato de importantes figuras del movimiento universitario argentino —Julio V. González, Carlos Américo Amaya y Carlos Sánchez Viamonte—, los doce números que salen a la luz durante su existencia, entre 1925 y 1927, presentan temas y características típicamente reformistas: por caso, la tramitación de la cuestión de la “nueva generación” o una extendida sensibilidad antiimperialista, fácilmente observables en sus artículos, comparten espacio con varias secciones dedicadas a las informaciones universitarias y a las noticias de “amistad americana”. Allí, las referencias al encarcelamiento y posterior liberación del líder estudiantil cubano Julio Antonio Mella

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(1903-1929), conviven con la publicación de cartas cruzadas de fraternidad entre estudiantes paraguayos y bolivianos a propósito de las incipientes tensiones diplomáticas entre ambos países a fines de 1925 (“un caso más demostrativo del grado de afinidad con que va tomando cohesión el nuevo espíritu continental”, señala la revista a modo de presentación de los documentos). A su vez, el espectro de colaboradores de la publicación cuenta con figuras de varios países del continente, como el líder reformista uruguayo Carlos Quijano (1900-1984) o, de modo más sostenido, varias figuras del reformismo universitario peruano involucradas en la naciente Alianza Popular Revolucionaria Americana (apra).

Otras revistas, como la colombiana Universidad —liderada por Arciniegas— o la cubana Juventud —que tenía en Mella a su principal mentor—, también se sirven de conexiones internacionales que les permiten dar a conocer la actualidad de los diversos países del continente. En el caso de la revista cubana, la red de “corresponsales honorarios” —entre los que se cita a Haya de la Torre, desde Europa o Rusia, a Del Mazo en la Argentina y al mismo Arciniegas en Colombia— aparece en la lista que figura en la tapa de la publicación. En cuanto a la colombiana, nuevamente el vínculo epistolar con Pellicer es utilizado por su director para darla a conocer:

Le envío varios números de Universidad. El papel internacional de la revistita debe ser muy amplio [...]. Así, ella puede servirnos para reunir a las dos juventudes y congraciarnos nosotros con ustedes. (...) Así pues, le exijo que ponga en manos excelentes las Universidades que le envío (Zaïtzeff, 2002: 70).

También la revista Ariel, de Montevideo, fundada en 1919 como órgano del Centro Universitario del mismo nombre y dirigida por Carlos Quijano, tuvo un rol importante en la difusión de los motivos de la Reforma en el Uruguay. En ella se editaban manifiestos y textos provenientes de diversas organizaciones estudiantiles del continente. En un número de 1920, por ejemplo, la publicación de un artículo que detallaba el funcionamiento de la flamante Universidad Popular de Lima parece haber impactado hondamente en los estudiantes del Centro, que desde entonces emprendieron tareas de extensión universitaria y comenzaron

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a ensayar aproximaciones a algunas organizaciones obreras (Caetano y Rilla, 1986: 26-28). Precisamente, la apertura a temas y figuras de experiencias de diversos países del continente a menudo coadyuvó a dotar a las revistas de una función adicional: la de ser el laboratorio en el que se procesaba la evolución ideológica de los militantes reformistas. En el caso de Ariel, estrechamente ceñida en sus comienzos a la matriz cultural legada por Rodó, en su seno se elaborará una paulatina toma de distancia para con el maestro que, en una deriva guiada por un antiimperialismo de enfoque económico y una impronta socializante, cuando no socialista, acabará en la revisión pública de las orientaciones asociadas al arielismo por parte del propio Quijano y de otras figuras ligadas a la revista.

Las publicaciones reformistas, en suma, fueron un ámbito que propició contactos personales y vínculos entre militantes universitarios de diversos países. Y conforme se fueron estableciendo relaciones de confianza y de camaradería, dieron lugar a redes aceitadas y flexibles que permitían triangulaciones e intercambios de variada índole. En el número 40 de Ariel, de diciembre de 1930, se publican conjuntamente un artículo de Manuel Seoane titulado “El momento actual de la política boliviana” y un mensaje de Alfredo Palacios a la juventud peruana. El artículo de Seoane está precedido por el siguiente copete:

De paso por La Paz en su viaje de regreso al Perú —donde habrá de reintegrarse a sus luchas llevando los mismos ideales que le valieron bajo la dictadura de Leguía, un honroso y fecundo destierro de varios años— nuestro gran amigo y destacado líder de la juventud peruana, Manuel Seoane, nos envía este sustancioso artículo sobre el actual momento político de Bolivia.

Resulta ilustrativo en este caso observar los distintos resortes de las redes reformistas que se pulsan a la hora de componer esta edición de la revista uruguaya. Seoane, un peruano exiliado en Buenos Aires que a partir de sus contactos con universitarios bolivianos viaja a ese país en 1925 en representación de la Federación Universitaria Argentina —viaje que deja registrado en un libro—, ya en 1930, de regreso a su país, se sirve de esos vínculos para detenerse en La Paz y escribir un artículo sobre

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Bolivia que publica en el Uruguay; a su vez, lleva consigo a Lima el “Mensaje a la Juventud del Perú” de Alfredo Palacios, de quien era estrecho colaborador en la Unión Latinoamericana, que publicará en la naciente revista limeña apra; pero al mismo tiempo, envía ese texto en el que el afamado argentino se dirige a los jóvenes peruanos a Ariel de Montevideo, revista que conoce de primera mano gracias a las varias visitas de proselitismo latinoamericano y antiimperialista que ha realizado a esa ciudad desde Buenos Aires a lo largo de la década que acaba de terminar... Y con este ejemplo nos introducimos en la última forma de sociabilidad intelectual y política ejercida con fruición por los reformistas del período: la del viaje.

viaje y ritual latinoamericano

Los militantes universitarios de la década de 1920 eran hombres y mujeres de gran dinamismo y curiosidad, y una de las prácticas común a casi todos ellos fue la del viaje. A primera vista, en el anhelo de encuentro con el otro social y cultural radica una de las características fundantes del reformismo. Puesto retrospectivamente a fijar la esencia que a su juicio singularizaba al movimiento surgido de las aulas universitarias, Deodoro Roca escribía en 1936 lo siguiente:

Eso es la Reforma: enlace vital de lo universitario con lo político, camino y peripecia dramática que conducen a un nuevo orden social. Antes que nosotros, lo adivinaron ya en 1918 nuestros adversarios. El universitario “puro” es una cosa monstruosa (citado en Tatián, 2004: 133).

Esa disposición al despliegue de una vida extramuros de la Universidad configuró una forma de militancia en la que la movilidad constituyó un rasgo central. Los reformistas prohijaron así una cultura nomádica que encontró en el viaje una forma prototípica. Pero no se trataba de cualquier tipo de viaje: como en las giras de Ugarte, los desplazamientos de los reformistas estaban animados por una vocación proselitista. En rigor, sus encuentros con otros no estaban impulsados por un amor a la alteridad: en sus viajes, los reformistas esperaban encontrar

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o producir en él diferente trazos de sí mismos, señas de una identidad que permitiera la extensión imaginaria del “nosotros” del que se sentían parte.

La creación y recreación de esa comunidad ampliada encontraba su eficacia en una gama de rituales en los que el viajero reformista entraba en filiación empática con su auditorio. El más habitual de esos rituales era la conferencia o el acto público. La presencia y el mensaje directo, cara a cara, de una figura carismàtica y de prestigio de otro país del continente con un historial de luchas por detrás producían una carga emocional de la que es fácil encontrar numerosos testimonios en las revistas v en la correspondencia de la época. Esa modalidad de puesta en escena de la comunión que reunía a jóvenes universitarios de diversos países no podía sino dejar un saldo de extendida sensibilidad continentalista.

Desde el estallido de la Reforma en Córdoba, Alfredo Palacios se erigió como una de las figuras más admiradas por los universitarios. Palacios era ya conocido en el continente por su labor como parlamentario socialista, pero su celebridad se incrementó debido a que hizo suyas las banderas del reformismo, en especial las que tenían como horizonte la unidad continental. En 1918, a medida que el conflicto cordobés se iba profundizando, Palacios recibía periódicamente en Buenos Aires telegramas a través de los cuales se le informaban las últimas novedades y, a menudo, se lo invitaba a viajar al teatro de los hechos. Los jóvenes cordobeses creían imperiosa la visita de figuras de prestigio para mantener activas unas movilizaciones que se habían prolongado por meses. Finalmente, cuando en junio de ese año Palacios se hizo presente en Córdoba, el acto que presidió, que congregó una multitud de alrededor de diez mil personas, sirvió para ratificar el rumbo ascendente del movimiento.

Pero donde la presencia de Palacios resultó decisiva, según todos los testimonios y relatos históricos, fue en el Perú. El argentino fue invitado a Lima por las autoridades gubernamentales en virtud de las posiciones properuanas que había esgrimido frente al diferendo con Chile por Tacna y Arica, las “provincias cautivas”. Palacios permaneció allí casi un mes, y todas sus actividades fueron reproducidas por la prensa y seguidas por la opinión

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pública con enorme interés. Pero si gozó del extraño privilegio de ser recibido con simpatía por todo el espectro político y social peruano, para los estudiantes su presencia resultó una verdadera apoteosis. Palacios supo en efecto comunicar vivamente el mensaje proveniente del movimiento reformista argentino. Según narra Luis Alberto Sánchez (1900-1994), testigo de su visita, a él se debió la estabilización del sentido otorgado a los hechos de Córdoba: “Al comienzo, y a través de los servicios cablegráficos, pareció una mera algarada estudiantil. Fue preciso que llegara a Lima el parlamentario socialista argentino Alfredo Palacios para que se justipreciara la profundidad del acontecimiento” (Sánchez, 1955: 149).

Tiempo después, en un artículo en la revista limeña Claridad, Manuel Seoane atribuía retrospectivamente efectos poderosos a la visita del argentino: “el verbo encendido de Palacios prendió la chispa el año 19. San Marcos fue sacudido hasta sus cimientos”. Y es que, en efecto, pocos días después de producida la partida del líder socialista estallaba en Lima el proceso que conduciría a la Reforma Universitaria en el Perú.

Dos años más tarde tuvo lugar un hecho que jugaría un papel crucial en la cristalización de una comunidad de jóvenes reformistas a nivel continental: el Congreso Internacional de Estudiantes, que se realizó en la ciudad de México en 1921. Numerosas delegaciones de países latinoamericanos asistieron al encuentro, y a su regreso oficiaron de agentes multiplicadores de la experiencia que les había tocado vivir. El dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), a propósito del fallecimiento en 1928 de Enrique Dreyzin, uno de los delegados argentinos en aquella ocasión, dejó en la revista Valoraciones de la ciudad de La Plata un vivo testimonio del impacto que ese viaje tuvo para los asistentes:

Da frutos el viaje que se emprende como esfuerzo de la inteligencia activa; da frutos también el viaje que crea amistad, calor de alegría, llama íntima, el viaje que hace la propaganda cordial de la patria entre los extraños. Eso fue parte de la obra de Dreyzin —junto con el esfuerzo viril de su inteligencia, como representante de la juventud universitaria de su país— en el primero y mejor de sus viajes, el que hizo a México en 1921 como delegado argentino en el Congreso Internacional de Estudiantes. Fueron días, aquellos, que

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nunca olvidaremos quienes los vivimos; días de los más luminosos que se han vivido en el mundo. Vimos en ellos el feliz acercamiento de las dos almas que son los focos de la elipse de la América nuestra, México y la Argentina. Espíritus inquietos y generosos se confundían en unas mismas ansias y visiones de verdad, de bien, de justicia. Y en las horas de esparcimiento los unían la juvenil sinceridad, la limpieza de corazón.

Otro de los viajes que reforzó los vínculos establecidos por el reformismo fue el que José Vasconcelos realizó a través de Argentina, Brasil, Uruguay y Chile entre agosto y noviembre de 1922. De la travesía -una verdadera misión diplomática y cultural- participaron aproximadamente cuatrocientas personas, entre las que se contaban funcionarios civiles y militares, intelectuales y artistas que participaron de numerosos eventos en los países anfitriones. Durante su estadía en la Argentina, entre otras muchas actividades, Vasconcelos fue uno de los oradores en un banquete de homenaje organizado por la revista Nosotros, en el que también hablaron Pedro Henríquez Ureña y José Ingenieros. Según narra en sus “Notas de viaje” de La raza cósmica, en Buenos Aires “mucho contribuyeron a formarnos amigos los jóvenes estudiantes que asistieron al Congreso en México en 1921. Habían hablado de nosotros, nos habían seguido escribiendo y al llegar a la Argentina nosotros, nos acompañaban a todas partes” (Vasconcelos, 2005: 112). En Chile, según narraba Pellicer —también partícipe del viaje— a Arciniegas, “los estudiantes aclamaron a Pitágoras con frenesí” (Zaïtzeff, 2002: 97). En suma, la pura presencia de Vasconcelos (para Pellicer, el “Hombre de América” del momento) junto a su exuberante comitiva en un sinnúmero de actos, irradió a su paso una atmósfera latinoamericanista que para muchos resultaría difícil de olvidar.

Pero si en el caso del mexicano la eficacia de lo simbólico en sus actos y en sus palabras se derivaba ante todo del prestigio de su obra al frente de la Secretaría de Educación Pública de un gobierno revolucionario que, en 1922, era ya juzgado sin ambages por los reformistas como adalid de la justicia social, la exitosa gira de proselitismo universitario emprendida a través de los países del cono sur poco tiempo antes por Víctor Raúl Haya de la Torre se autorizaba más nítidamente en ese rasgo irreductible a excesivas consideraciones teóricas que es el carisma. Según Del Mazo (1976:

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216), al llegar Haya a Buenos Aires “quedamos prendidos de su simpatía. No lo dejábamos irse”. Pellicer, en carta a Arciniegas de 1924, será aún más enfático: “Haya de la Torre es el joven más distinguido de Nuestra América [...]. Vale muchísimo. Gran talento y penetración, cultura, y, sobre todo, un entusiasmo y una cordialidad que no le caben en el cuerpo [...]. Su simpatía personal es abrumadora” (Zaïtzeff, 2002: 107-108, cursivas de Pellicer).

Julio Antonio Mella, a quien Haya conoce en La Habana al comienzo de su largo periplo como exiliado a fines de 1923, tampoco esconde sus arrebatos en un texto dedicado al peruano y publicado en Juventud:

Pasó entre nosotros, rápido y luminoso, como un cóndor de fuego marchando hacia los cielos infinitos. En su breve estancia se nos presentó; ora como un Mirabeau demoledor con la fuerza de su verbo de las eternas tiranías que el hombre sostiene sobre el hermano hombre, ora como el Mesías de una Buena Nueva que dice la palabra mágica de esperanza [...]. Cuando se le sentía, más que cuando se le veía en la tribuna, se tenía la sensación de algo misterioso vagando por el ambiente, subyugaba y dominaba de tal forma el auditorio, que este semejaba mansos cachorros de león cumpliendo las órdenes del domador, hacía reír, llorar, pensar, temer, toda la gama del sentimiento la recorría con magistral exquisitez. Es el arquetipo de la juventud americana, es un sueño de Rodó hecho realidad, es Ariel.

El viaje del líder peruano en 1922 por Bolivia, Uruguay, Argentina y Chile había surgido de un convenio firmado entre los órganos estudiantiles argentino y peruano que presidían Del Mazo y Haya en 1920 en el afán de incentivar “el intercambio intelectual” y una “propaganda activa por todos los medios para hacer efectivo el ideal del americanismo”, para lo cual se promovía “el intercambio de estudiantes” (Del Mazo, 1927: 25-26). El periplo de Haya estuvo plagado de ceremonias de profunda repercusión, entre las que pueden mencionarse la visita a la tumba de Rodó y los actos americanistas de confraternización con el movimiento estudiantil de Chile (que a su regreso a una Lima todavía envuelta en el clima nacionalista heredado de la Guerra del Pacífico le valieron la acusación de haberse “vendido al oro chileno”).

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Los viajes por el continente de los reformistas latinoamericanos —que hemos podido abordar apenas en algunos pocos casos especialmente resonantes— se multiplicaron así en la década de 1920 y cumplieron un papel de primer orden en la creación y difusión de un imaginario continentalista. La actividad proselitista y nomádica de estos jóvenes era referida con omnipresentes notas de entusiasmo en los relatos estudiantiles y en muchas crónicas periodísticas. Sólo a la luz de la prepotencia de ese entusiasmo juvenil que brotaba en los viajes y en los encuentros entre universitarios puedeexplicarse que en una de las resoluciones finales del Congreso Internacional de México se estableciera que los centros y las federaciones estudiantiles debían luchar “por abolir el actual concepto de relaciones internacionales haciendo que, en lo sucesivo, éstas queden establecidas entre los pueblos y no entre los gobiernos” (citado en Del Mazo, 1927: 77).

las prácticas latinoamericanistas en el declive reformista

La historia de las ideas, ha escrito Oscar Terán, es la historia de la relación entre las ideas y aquello que no son las ideas. Esa relación puede ser más o menos directa, y es materia de controversia la medida en que los contenidos ideacionales impactan en la esfera de la acción humana. Formados en el molde de la cultura ilustrada decimonónica, los hombres de la Reforma creían fervientemente en el poder de las ideas. Así lo deja ver una frase del Manifiesto Liminar que, aludiendo a los repertorios de acción empleados en las jornadas cordobesas de 1918, reza lo siguiente: “los actos de violencia, de los cuales nos responsabilizamos íntegramente, se cumplían como en ejercicio de puras ideas”. En la mirada de los reformistas, aun las acciones a priori reñidas con la reflexión estaban subtendidas por ideas y asistidas por la razón.

Tal como hemos visto, luego del estallido de la Reforma Universitaria en Córdoba un conjunto de prácticas construyeron una extendida madeja de relaciones y vínculos a escala continental. Si esas prácticas, con mayores o menores mediaciones, estaban impulsadas por una idea —la de que resultaba imperioso concretar la unidad continental, y que a los jóvenes universitarios les cabía un rol

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determinante en esa tarea—, en su despliegue generaron a su vez nuevas representaciones, imágenes y símbolos, algunos surgidos en rituales y conmemoraciones. Ese movimiento de amplificación de la idea latinoamericanista llevado a cabo por los militantes reformistas dio vida a un relato épico, una narrativa hecha de gestas y héroes que, si se respaldaba en una mitología de hechos contemporáneos o de reciente factura —las jornadas cordobesas del ‘18, la tarea ímproba de Vasconcelos, el incansable trajín proselitista de Haya de la Torre—, desembocaba inmediatamente en una mirada de futuro que destinaba al continente un lugar prominente en una vasta tarea de regeneración humana. Esa épica, inscrita en y posibilitada por trazos materiales, contribuyó a la construcción de una comunidad empática entre hombres y mujeres que vivían en ciudades muy distantes.

Una ambivalencia interna a la naturaleza de esa extendida sensibilidad latinoamericanista propició un cambio en los modos de acción de los militantes reformistas a mediados de la década de 1920. En ese momento, tanto el éxito como el carácter difuso y lábil de esa amplia resonancia confluyeron para que surgieran entidades creadas con el fin de dotar de mayor organicidad al impulso unionista. Por un lado, algunas voces se irguieron para declarar que era necesario dejar atrás el “momento romántico” de la Reforma (asociado a menudo con la saga arielista) en función de dar mayor corporeidad a un conjunto de orientaciones que, sin traducción práctica, a pesar de su alta circulación amenazaban con diluirse. En las voces más alarmadas, como la del reformista argentino Julio V. González (1889-1955), el movimiento universitario, si no quería perecer, debía ingresar de lleno a la política. Pero, por otro lado, esa exigencia de mayor disciplina y menor frescor en algunos casos apenas ocultaba que junto a la preocupación por el carácter etéreo del mensaje latinoamericanista y reformista, era la tentación por consolidar un séquito propio en el ancho lote que simpatizaba más o menos difusamente con las ideas de las juventudes de América la que fogoneaba esas iniciativas. Así, en medio de ese movimiento sólo en apariencia contradictorio surgen, casi en el mismo momento —los años 1924-1925—, organizaciones como la Unión Latinoamericana de Ingenieros y Palacios, el apra de Haya de la

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Torre, la Liga Antiimperialista de las Américas (ladla) de Mella y el muralista Diego Rivera (1886-1957), y la más pequeña Asociación General de Estudiantes Latinoamericanos (agela), impulsada por Quijano desde París, entre otras (a las que entonces se sumaba la avanzada de la Internacional Comunista en el continente). Estas organizaciones prolongaron y hasta incrementaron el tipo de prácticas que hemos visto como características de los reformistas y, al menos en sus primeros años, cuando mantuvieron relaciones de complementariedad y fronteras porosas entre ellas, parecieron ser un avance efectivo hacia el objetivo de dar a luz una verdadera internacional americana.

A fines de la década, sin embargo, la competencia más o menos solapada entre esas organizaciones por hegemonizar la extendida caja de resonancia continental a la que había dado lugar el movimiento reformista hizo que el ideal de comunidad que unía imaginariamente a los latinoamericanistas de todo el continente comenzara a resquebrajarse. Un hito desencadenante de esa nueva tendencia tuvo lugar en el importante Congreso Antiimperialista de Bruselas de febrero de 1927. Los tres líderes reformistas que asistieron —Haya de la Torre, Julio Mella y Carlos Quijano—actuaron allí de manera separada y terminaron distanciados. En el caso de Haya y Mella, a quienes hasta entonces unía una amistad, ese distanciamiento inicial derivó en una abierta pelea que dio lugar a una de las polémicas doctrinales más importantes de la historia de la izquierda latinoamericana. La paradoja entonces radica en que, precisamente ante el relativo éxito de algunas de esas organizaciones, el “nosotros” amplio pero laxo que anudaba a los reformistas latinoamericanos comenzó a agrietarse.

Pero fue sobre todo hacia 1930 cuando el impulso unionista ingresó en una fase de declive en el seno del reformismo universitario. Ello se debió a una serie superpuesta de cuestiones. En primer lugar, la falta de traducción práctica del imaginario continentalista implicó un desgaste para todos aquellos que ansiaban ver materializada la “patria latinoamericana”. A fines de los años veinte, un proyecto de ley que impulsaba en México la concreción de una efectiva ciudadanía continental es comentado y seguido con expectativa por varias revistas (como Repertorio Americano, la cubana Atuei o la peruana Amauta). Pero finalmente ese proyecto no progresa,

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y apenas sirve para exhibir la brecha existente entre la realidad de la política institucional y los ideales de los jóvenes reformistas. En segundo lugar, en algunas naciones del continente recrudecen regímenes dictatoriales que dificultaron la militancia reformista y tornaron complicada incluso la vida en las universidades. Ello trajo aparejado que en varios de esos países figuras procedentes del reformismo ingresaran de lleno en la liza de la política nacional, integrándose en partidos ya existentes o fundando otros, con la concomitante mengua de las energías dedicadas a construir vínculos a escala continental. En tercer lugar, algunas importantes organizaciones unionistas ligadas al reformismo universitario desaparecen con el comienzo de la década. Tal es lo que ocurre con la Unión Latinoamericana y, un poco después, con la ladla. Finalmente, el estallido de la Guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia, en 1932, cuyas escaramuzas previas habían ya preocupado a los círculos reformistas, ofreció un desmentido práctico de relieve a la creencia de que las guerras interamericanas habían quedado sepultadas en el pasado.

A pesar de todo ello, las cartas, los viajes y las revistas de orientación americanista no cesaron. Con ser más lejano, el ideal de unión latinoamericana no desapareció, y algunas de las relaciones prohijadas en el seno de la Reforma por hombres de todo el continente se mantuvieron por décadas. La correspondencia privada entre Arciniegas y Pellicer, Del Mazo y Haya de la Torre, o Seoane y Palacios, que en todos estos casos se extendió hasta mucho más allá de 1930, es una muestra cabal de ello. Así, todavía en 1939, en un libro inequívocamente titulado El pueblo-continente, el filósofo peruano Antenor Orrego (1892-1960) —enrolado primero en el movimiento universitario de Trujillo y luego en el apra— podía aún confiar en que la unidad latinoamericana estaba tanto más cercana que cualquier tentativa de unificación europea:

De París a Berlín o a Londres hay más distancia sicológica que de México a Buenos Aires, y hay más extensión histórica, política y etnológica que entre el Río Bravo y el Cabo de Hornos. Mientras en Europa, la frontera es, hasta cierto punto, natural, porque obedece a un determinado sistema orgánico y biológico, en América Latina es una simple convención jurídica, una mera delimitación caprichosa que no se ajusta ni a las conveniencias y necesidades

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políticas ni a las realidades espirituales y económicas de los Estados. Mientras en Europa, con frecuencia, los pueblos originan y construyen los Estados, en América el pueblo es una gran unidad y los Estados son meras circunscripciones artificiales. (...) Somos, pues, los latinoamericanos, el primer pueblo-continente de la historia y nuestro patriotismo y nacionalismo tienen que ser un patriotismo y un nacionalismo continentales. Todo nos impulsa, visiblemente, hasta para los ojos menos zahoríes, a crear y constituir una cultura más universal que la europea (Orrego, 1939: 75-77).

La historia de la segunda mitad del siglo xx ha mostrado hasta qué punto la previsión de Orrego, apenas una expresión exacerbada de una sensibilidad común a la generación de la Reforma Universitaria, no estaba destinada a verificarse en la realidad.

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fuente:bergel, Martín y martínez, Ricardo “América Latina como práctica. Modos de sociabilidad intelectual de los reformistas universitarios (198-1930) en altamirano, Carlos (ed.) Historia de los intelectuales en América Latina II, Kazt editores, 2010, pp. 127-145.

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