atocha 55 caso abierto
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Atocha: Caso Abierto
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Atocha: Caso Abierto
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Todavía resonaban las sirenas de la policía en lo más profundo de su cabeza mientras
Amadeo caminaba detrás del coche fúnebre. Estaba a un solo paso, lentamente se
dirigía hacia el cementerio. Se sentía solo entre más de cien personas. Un paso más y
otra vuelta de rueda, a un solo paso siempre. La madera del ataúd reflejaba los rayos
del sol que golpeaban sobre los oscuros cristales de sus gafas. El rostro triste y los
ojos llorosos. Se sentía solo porque estaba solo, ahora sí. María del Mar Sanz, su
madre, había muerto hacía cinco años atropellada por un coche que se dio a la fuga.
Fue duro, muy duro e injusto, pero el tiempo pasaba y comenzaba a recuperarse o eso
creía. Ahora la vida volvía a golpearle y de forma mucho más cruel. Doce horas antes,
el teléfono de su apartamento sonó para despertarle a las tres de la mañana. En su
interior presentía que algo malo había sucedido, pero no podía imaginarse lo atroz que
el destino podía llegar a ser. El policía del otro lado de la línea intentaba ser
profesional y prudente, incluso frío. No concedió margen a la especulación y reclamó
su presencia en el despacho de su padre, “lo antes posible, por favor”, colgó sin
esperar respuesta. Adormilado y nervioso, Amadeo se sintió atenazado por el miedo al
llegar a la calle Goya y observar el parpadeo de los reflectores de los coches de la
Policía Nacional frente al portal donde su padre tenía el bufete de abogados. Entró en
el portal escoltado por un agente, subió las escaleras de madera donde tantas tardes
había merendado esperando a que su padre terminara de trabajar. En el rellano de la
primera planta cruzó su mirada con la de Raimundo, el portero del edificio que
contestaba preguntas mientras un policía anotaba en una libreta cada palabra que el
anciano pronunciaba. La tristeza en los ojos de aquel hombre, le confirmaron sus
peores augurios, Amadeo Gómez y Llana, su padre, había muerto. Estaba seguro,
pero los tres metros que quedaban hasta la puerta del bufete no le concedían el
tiempo suficiente para hacerse una lejana idea de lo que iba a tener que ver.
Cruzó la puerta empujado por el miedo sin ser consciente de cada paso que daba. El
vestíbulo estaba lleno de gente, unos con bata blanca, otros de uniforme. Miraban tras
las cortinas y revisaban la mesa de Marisa, la secretaria de papá. Los flashes de las
cámaras refulgían a cada minuto fotografiando pequeños detalles de los muebles,
paredes y techo. Amadeo sintió que le costaba respirar, se giró hacia la puerta pero su
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acompañante tenía otros planes y le agarró el brazo con firmeza. Sin saber cómo, se
vio frente a la puerta cerrada del despacho de su padre. El policía giró el pomo y la
puerta se abrió. El estómago de Amadeo se contrajo en su cuerpo y una nausea
recorrió su esófago. Cerró los ojos intentando borrar de su mente la imagen de su
padre en un charco de sangre sobre su mesa aún sabiendo que ese recuerdo le
acompañaría siempre. Su reacción pareció convencer al policía que cerró la puerta y
le sentó en un sillón de la entrada, con la misma voz que había oído por teléfono
minutos antes le prometió un vaso de agua como si algo tan simple le fuera a quitar el
miedo y la tristeza. En esa habitación el tiempo se detuvo entre los recuerdos felices
de Amadeo y la visión de su padre asesinado. El policía le entregó un vaso de plástico
con agua helada.
-Beba despacio – dijo –. Siento mucho haberle hecho venir, pero la situación lo
requería y usted es el único familiar que hemos podido localizar.
-Soy el único familiar que tiene… tenía – alcanzó a responder Amadeo sin reconocer
su propia voz.
-Soy el Inspector Conrado. Debo hacerle unas preguntas.
-No sé si podré responderle. Estoy aturdido, ¿qué ha pasado? ¿Quién ha…? ¿Por
qué?
-Alguien ha entrado en el despacho de su padre sobre la una de la mañana y le ha
asesinado – dijo Conrado directamente – Los detalles de su muerte nos hace pensar
que había una relación personal con su asesino. ¿Conoce a alguien que quisiera
hacer daño a su padre?
“Daño a su padre” la última frase resonó en la cabeza de Amadeo. Mi padre estaba
vivo hace unas horas, habíamos hablado por teléfono hacía dos días, quedamos para
comer el jueves. No podía estar muerto, pero la imagen del cuerpo sin vida de su
padre volvió para golpearle.
-No… bueno sí. Cientos de personas. Cualquiera de los criminales que acusó y
encerró en su vida. Mi padre estaba especializado en derecho criminal y ejercía como
acusación particular en juicios por homicidio junto al departamento fiscal. Muchos de
los casos que ganaba le generaban amenazas de familiares y deseos de venganza de
los encausados.
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-Usted también es abogado, ¿verdad? – Conrado reconocía ese tono de voz que solo
tienen los letrados.
-Sí. Mi padre siempre dice que heredaré este despacho cuando él consiga que dé
dinero – Amadeo sintió como una breve sonrisa acudía a su rostro al recordar las
palabras que tantas veces le había dicho su padre. Ahora era real, ahora su padre
había muerto, el despacho sería suyo y no le encontraba la puta gracia al comentario -
¿Cómo murió?
-No es el momento ni el lugar para hablar de ello, señor.
-¿¿ Y qué momento será adecuado?? – gritó Amadeo
-Tiene razón – respondió Conrado sin levantar la voz – El asesino cortó los dedos de
la mano derecha de su padre y le arrancó el ojo izquierdo. Creemos que formó parte
de un ritual de tortura para lograr algo de él. No sabemos si lo lograron pero la
siguiente herida que muestra el cuerpo de su padre es un corte en el cuello que le
seccionó la yugular provocando una hemorragia que acabo con su vida.
El corazón de Amadeo encogió. Una pena inmensa le dominaba y dio paso a una
absoluta desesperación cómo nunca antes había sentido. Sintió ganas de gritar, de
golpear, de llorar todo a la vez. La habitación pareció girar sobre su eje y la oscuridad
nubló su vista. Lo último que acertó a escuchar fue la voz del inspector Conrado
reclamando un médico a gritos.
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Un escalofrío recorrió la espalda de Sergio cuando la reja metálica se cerró tras él.
Supuso que era una de esas experiencias que no se olvidan al entrar en la cárcel. Se
repitió a si mismo que estaba de visita y que, en unas horas, ese mismo sonido le
resultaría agradable y le devolvería a su vida tranquila. Recorrió un estrecho pasillo al
aire libre precedido por un funcionario de prisiones. A ambos lados de la verja los
presos deambulaban por los patios dirigiendo miradas furtivas al extraño que irrumpía
en su monotonía. Le recordaron a esos zombis de las películas americanas de los
años ochenta caminando con lentitud, con la mirada perdida y la sombra de una
violencia despiadada contenida en el ambiente. El funcionario abrió una puerta de
acero y gesticuló para que Sergio entrara. Fue un gesto tosco, sin duda una herencia
adquirida de vivir día a día con el miedo y la desidia de sentirse encerrado. Cualquier
preso conoce su historia, su crimen y su condena, pero los funcionarios viven en el
mismo medio de tensión y tristeza; con la carga añadida de saber que ellos mismos
eligieron ese modo de vida. Al cabo de los años el peso de esa decisión les hace
sentirse vacíos y se convierte en peor condena que la sufrida por los reclusos a los
cuales vigilan.
Sergio entregó su DNI en una sala mal iluminada a través de una ventanilla protegida
por cristales blindados, a cambio le entregaron una tarjeta de visitante y la promesa de
devolverle el documento que le dotaba de la identidad necesaria para poder volver a
salir. Otro gesto brusco le indicó el camino a seguir, una puerta al fondo del pasillo. Al
acercarse un zumbido electrónico precedió a un sonido metálico y la puerta se abrió.
La luz entraba por las cristaleras de una amplia sala con una mesa y cuatro sillas
como única decoración. Olía a limpio y las paredes eran blancas, de no ser por los
cien metros anteriores, podía ser la sala de espera de un hospital. Sergio apartó esa
idea de su mente cuando contempló la sombra de las rejas de las ventanas impresas
sobre la pared de la izquierda y cuando intentó mover una silla para sentarse y
comprobó que estaban ancladas al suelo. En el mismo instante en que apoyó sus
brazos sobre la mesa los nervios atenazaron su estómago. Se había preparado para
este momento pero no contaba con tener que esperar. Una falsa conciencia de culpa
le había hecho llegar hasta aquí. Siempre había mantenido que nunca daría este paso,
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en su interior había temido no tener el valor suficiente para cumplir su promesa. Y sus
temores habían vencido. Un telegrama recibido dos días antes había bastado para
romper una tradición familiar mantenida durante los últimos treinta años. En dos líneas
se reclamaba su visita en el módulo 5 de la prisión de Alcalá Meco a instancias del
deseo expreso del preso: 0911. Así de simple, y como todas las cosas simples con la
inherente posibilidad de poder complicarse.
El estridente sonido de apertura de la puerta que comunicaba con la zona de presos le
sobresaltó y sintió como sus órganos internos encogían al ver una sombra encorvada
en el umbral. La silueta emitió un profundo suspiro que rebotó en la sala y golpeó los
oídos de Sergio. Un suspiro que recogía la tensión del momento y hacía latente lo
definitivo de ese encuentro. La luz del sol cubrió el rostro envejecido del preso y
devolvió un brillo momentáneo a sus ojos azules. Tenía sesenta años y aparentaba
veinte más. Vestía un pantalón negro gastado y una camisa que, en algún momento,
había sido blanca. Parecía cansado de no ser por la viveza de sus ojos que se movían
sin parar, estaba delgado y pálido, sus manos huesudas y con las venas dibujadas
temblaban en un movimiento nervios y sin control. Desde los cinco metros entre la
mesa y la puerta parecía existir un abismo.
- Hola Sergio – dijo con voz serena y profunda.
- Hola abuelo – respondió Sergio notando un temblor en su voz.
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Un fuerte pitido resonó en la habitación. Cogió el teléfono de la mesilla sin encender la
luz, guiado por la pantalla iluminada del móvil, aceptó la llamada.
-Está hecho – escuchó decir a una voz distorsionada electrónicamente – El objetivo
está en un cementerio de Burgos. Le llamaré cuando esté en mi poder para indicarle
como pagar el resto de lo convenido.
La llamada acabó. Sintió como un nudo desaparecía de su estómago y volvía a
respirar con normalidad. Miró a su alrededor con la mirada perdida. Las últimas horas
habían sido duras. Llevaba décadas escondido, lejos quedaban ya sus años de
militancia armada y aquella juventud idealista y rebelde. Ahora era otra época, otra
vida y él estaba perdido entre dos mundos azotado por su pasado. Durante años había
enterrado sus recuerdos. Creía haberlo logrado, cerrado todas las pistas, atado todos
los cabos pero el pasado siempre regresa. Y ese abogado tenía en su poder la única
prueba que podría mandarle a la cárcel, o algo peor. Nadie tenía que conocer la
existencia de su secreto. Los documentos que había podido ocultar le garantizaban su
vida. Era intocable mientras permanecieran ocultos. Una sonrisa se dibujó en su
envejecido rostro mientras rememoraba la suerte que tuvo aquella noche hacía ya casi
treinta años. Se tumbó en la cama y cerró los ojos reviviendo de nuevo la pesadilla
que había sufrido durante años, pero esta vez era distinto. Aquel recuerdo le había
atormentado cuando se dio cuenta de que habían sido utilizados, pero ahora se
bendecía a sí mismo por haber sido lo bastante hábil como para guardarse aquella
carpeta marrón. En su memoria se vio abriendo la puerta escoltado por sus
compañeros y sintiendo el acero de su arma entre las manos. Sintió el pánico de sus
víctimas apoyadas contra la pared. Los gritos le perseguían mientras recorría los
despachos. Fue casualidad o quizás el destino que se detuviera unos segundos junto
a una mesa llena de expedientes, fue la suerte, sin duda, que una de las carpetas
sobresaliera ligeramente de un cajón y él pudiera leer el membrete. La cogió sin dudar
y la guardó bajo su chaqueta en el momento justo en que el ruido de los disparos
retumbó en cada esquina de la casa. El resto fue rápido, casi fugaz. Corrieron a la
casa franca, llamaron por teléfono y esperaron a los coches que les pondrían a salvo.
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Pasaron las horas. El miedo se hizo latente. Nadie acudió a su rescate. En ese
momento se dio cuenta. Les habían utilizado y estaban solos. Sus compañeros se
desesperaban buscando una salida, aunque sólo había una, separarse e intentar huir.
Salieron a la calle, se despidieron sin palabras deseando no volver a verse. Paró un
taxi cuatro calles más abajo, y sólo entonces, abrió la carpeta marrón donde, con
letras mayúsculas negras, alguien había escrito la palabra: GLADIO.
El taxi dobló la esquina y se incorporó al tráfico de la calle más ancha. Unos instantes
después se detuvo ante varios coches de policía. El conductor bajó la ventanilla y su
rostro quedó iluminado por la luz de una linterna.
-¿Qué coño ha pasado, Paco? – preguntó al policía con el que habitualmente tomaba
café cada noche en el bar de Manolo antes de empezar cada uno su turno.
-Han disparado contra los abogados comunistas – respondió el agente retirando la
linterna – Circula, tenemos que despejar la calle. El taxi recorrió la calle Atocha hacia
su destino aquella noche de Enero de 1977.
Habían pasado casi treinta años y era la primera vez que Fernando Lerdo de Tejada
recordaba con alegría la fortuna que le hizo encontrar aquella carpeta que le había
asegurado un futuro. Se incorporó sobre la cama. Desarmó el teléfono y rompió la
tarjeta. Contemplando el teléfono entre sus dedos, un escalofrío recorrió su espalda al
recordar la llamada que le había apartado de su escondite. La muerte de un tipo
anónimo para el resto de la gente pero vital para él, le había devuelto el miedo a
sentirse perseguido. Ese abogado de la calle Goya tenía la última voluntad de su único
cabo suelto y del mayor de sus temores.
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El cura dio por finalizado el entierro y los asistentes se marchaban hacia la salida.
Amadeo contemplaba la lápida que protegería a sus padres de la lluvia durante toda la
eternidad. De nuevo juntos y esta vez para siempre. Notó sobre su nuca la mirada
firme del inspector Conrado. Esperaba respuestas que él no conocía pero de alguna
manera sabía que aquel hombre de aspecto rudo y carácter tosco era su única opción
para saber qué le había pasado a su padre. No recordaba haber sentido nunca odio
hacia nadie pero en su interior crecía un sentimiento nuevo que no podía asociar más
que con el deseo de venganza. Se giró hacia el sol para contemplar al policía.
-Gracias por venir – dijo. Conrado respondió con un ligero movimiento de cabeza – y
gracias por ayudarme cuando me desmayé y con el forense.
-Es buen amigo mío, por desgracia nos hemos visto bastantes veces. Aunque fuese
un momento muy duro, era necesario que se despidiera de su padre. Es algo que no
se hubiera perdonado dentro de un tiempo.
-Lo sé. Quiero que encuentre al responsable inspector.
-Quiero hacerlo, pero necesito su ayuda – respondió Conrado, mientras caminaban
hacia la salida del cementerio – Debe haber algo en la vida de su padre que nos
proporcione pistas sobre el asesino o al menos el motivo que subyace en este
homicidio.
-Tenemos que encontrarlo…
-No se equivoque conmigo, Amadeo. Quiero que usted me ayude, pero no es policía.
En el momento que encontremos una pista usted se apartará del caso y dejará que
nos hagamos cargo los profesionales. Entiendo su deseo de vengarse pero mi trabajo
es llevar al responsable ante la justicia.
-Lo entiendo. Vayamos al despacho de mi padre, es posible que allí encontremos algo.
-Si quiere podemos esperar unos días…
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-¡No! Debo hacer algo ahora, no puedo encerrarme y pensar en ello. Tengo que hacer
algo.
Montaron en el coche de Conrado y se dirigieron hacia el bufete. Recorrieron las calles
en silencio. Amadeo intentaba recordar algo que su padre pudiera haber dicho, algún
detalle que le hubiera asustado pero no podía. Su padre nunca había transmitido nada
que no fuera seguridad y aplomo. A su lado siempre estabas a salvo. Incluso cuando
su madre murió no reclamó ayuda si no que le apoyó y le dio fuerzas. Papá no había
tenido miedo en toda su vida. Conrado no podía evitar sentir admiración por aquel
muchacho. Había visto a cientos de familiares encerrarse en su dolor y tardar años en
recuperarse de la pérdida de un familiar, en cambio este joven estaba dispuesto a
ayudar tras enterrar a su padre. Tenía mérito sin duda.
Detuvo el coche detrás de la furgoneta blanca de la policía científica. Subieron al
despacho y la imagen de su padre muerto acudió de nuevo a la retina de Amadeo.
Cerró los ojos para abrirlos de nuevo y contemplar el escritorio de su padre con
manchas de sangre seca.
-Tómese su tiempo, no hay ninguna prisa – dijo Conrado mientras abría la ventana del
balcón.
Amadeo recorrió con su mirada las estanterías repletas de libros. Acarició el lomo de
cuero de los tratados de Derecho. Cuantos recuerdos. Abrió los cajones del escritorio,
todo estaba ordenado y limpio. Su padre era así y él también. Controlado, ordenado y
pulcro. Era la base de cualquier trabajo, un modo de vida. Cada cajón contenía varias
carpetas de expedientes. Amadeo vació los cajones mientras Conrado hacía lo propio
con el fichero que había tras la mesa de la secretaria. Sobre la mesa de la sala de
espera colocaron las carpetas. El orden empleado por su padre era muy útil. Los
expedientes estaban ordenados cronológicamente y una etiqueta externa servía de
referencia para un listado genérico anexo. Habría sido fácil encontrar el expediente
adecuado si supieran que eso era lo que estaban buscando. Repasaron los últimos
casos de homicidio gestionados por su padre. Nada extraño, muchos estaban
pendientes de sentencia y en otros los acusados habían sido absueltos. Ningún
culpable vengativo. Pasaron las horas y la pila de carpetas pendientes de estudio
bajaba sin freno. La última era un caso de asesinato del año 78. Un padre había
matado a sus hijos y a su mujer en plena borrachera. Fue condenado a veinte años
pero el certificado de defunción que constaba en el expediente confirmaba su suicidio
en la celda tres días después de la fecha de la sentencia.
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-Nada. Aquí no vamos a encontrar nada – admitió Amadeo mesando sus cabellos.
-Tenga paciencia. Su padre trabajó durante 25 años como abogado criminalista, hay
muchos casos que repasar y contrastar antes de abandonar esta línea de
investigación – admitió Conrado sin creer firmemente en sus palabras.
-Veintiséis años, inspector.
-¿Cómo?
-Veintiséis años de carrera. Mi padre se licenció en Derecho en el año 77, siempre lo
decía con orgullo. Venía de una familia humilde que pasó hambre para que su único
hijo lograra estudiar una carrera. No paraba de decirlo.
Conrado repasó las carpetas y el registro del archivo.
-Según estos datos el primer caso en el que su padre trabajó se remonta al año 78.
-Es posible. Creo recordar que al salir de la facultad trabajó como pasante en este
mismo despacho que era una Notaría. Siempre decía que fue la época más aburrida
de su vida. Se encargaba de estudiar testamentos y acuerdos entre familias, por eso
se hizo abogado criminalista. Necesitaba más emoción en su vida. El notario estaba a
punto de jubilarse. Trabajó con él hasta que un infarto acabó con el buen anciano que
no llegó a cobrar su pensión. Mi padre se hizo cargo de los últimos trabajos y abrió
este despacho tras comprárselo a su viuda.
-Tardó en encontrar clientes, ¿verdad? – preguntó Conrado.
-Sí. Todo el mundo pensaba que seguía la Notaría y costó un poco cambiar esa
tendencia. ¿Cómo lo ha sabido? – preguntó Amadeo sorprendido.
-En el primer expediente de su padre, fechado en el año 78, el número de registro es
el 2. Creo que existe un expediente anterior. Quizás vinculado a la notaría.
-Marisa, la secretaria de mi padre, ¡guardaba en el armario toda la documentación del
notario! – exclamó Amadeo – lo recuerdo porque de pequeño me decía que era el
armario de los muertos para que no mirase en él. Está ahí, en el pasillo.
Abrieron la puerta del armario donde se agolpaban cajas llenas de documentos
ordenadas cronológicamente. Desde el año 1950 hasta el 1976. Conrado y Amadeo se
miraron durante un instante preguntándose dónde estaría el año 77. Amadeo se
agarró al estante superior y se alzó para mirar la última estantería. Entre el polvo
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acumulado por los años y alguna tela de araña vio el borde de una carpeta. La agarró
con su mano derecha y se dejó caer hacia el pasillo. Conrado le sujetó para que no se
golpeara contra la pared.
-El expediente número 1. El primer caso de mi padre – dijo Amadeo sintiendo que
había encontrado algo importante. Abrieron la carpeta. Ante ellos se mostraba un solo
documento. Una foto en blanco y negro con los bordes amarilleados por la humedad.
-¿Le reconoce? – preguntó Conrado.
-No – admitió Amadeo con disgusto – No le conozco – miró el rostro de aquel hombre
que le contemplaba desde un instante congelado en el tiempo. Vestía ropa militar.
Camisa negra y pantalón oscuro. Era joven, atlético y atractivo, pero no le reconocía.
Sus padres no tenían hermanos, ni familiares. Ese hombre era un misterio para él.
-Salgamos – dijo Conrado – Necesitamos un poco de aire. Seguiremos mañana.
-De acuerdo – reconoció Amadeo claramente abatido.
Recorrieron el pasillo, desilusionados. Contemplaron la pila de expedientes
amontonada sobre la mesa. Amadeo se acercó al perchero y descolgó el abrigo de su
padre. Pidió permiso a Conrado con la mirada para llevárselo.
-Se lo regaló mi madre. Es viejo, pero fue el último regalo que le hizo y nunca se
separaba de él. Le compré uno nuevo, pero lo guarda en su casa. Este abrigo le
mantenía unido a mi madre – Amadeo se puso el abrigo sobre los hombros – Es un
buen abrigo – notó un peso en el bolsillo interior. Metió la mano y sacó un periódico.
Conrado se acercó. Estaba fechado hacía una semana. Pasaron las páginas hasta
encontrar una marca con bolígrafo azul. Un círculo que rodeaba una pequeña esquela
que no destacaba entre las demás – “Carlos NATO Cicut – Fallecido el Jueves 7 de
Febrero en la Clínica La Bienaventurada – Siguiendo su expreso deseo se pública esta
esquela” – leyó Amadeo mientras Conrado anotaba.
-Descanse. Es un deseo extraño. Voy a consultar con la base de datos de la central.
Veamos a donde nos lleva esto.
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Contemplando el rostro del padre de su madre, Sergio intentaba encontrar algo que le
recordara a él mismo y no lo halló. No tenían nada en común y el tiempo se había
ocupado de enterrar cualquier recuerdo del hombre que tenía delante. Sergio tenía
dos años cuando su abuelo entró en prisión pero ya antes había sido repudiado por
toda la familia, incluida su madre que renunció a reconocer a ese hombre como su
padre. Nunca se hablaba de él, nunca se mencionó lo que había hecho para merecer
la cárcel y, lo que es peor, el castigo de la soledad y el desamparo del abandono de su
hija. Simplemente fue olvidado.
Sergio notaba como sus dedos nervios iniciales desaparecían mientras aumentaba la
presión al pensar cómo explicaría a su madre su visita a la cárcel.
-Me muero – dijo el preso mirándole fijamente.
-¿Y qué buscas?¿El perdón? – respondió Sergio con dureza – No sé nada de ti ni de
lo que hiciste. Creo que te has equivocado conmigo, no soy la persona que puede
acallar los gritos de tu conciencia.
-Me muero – repitió con pausa entre las palabras – no busco perdón ni lástima y mi
conciencia está tranquila. Sólo quiero que se conozca mi historia. Quiero que tú, la
única persona de mi familia que no sabe nada de mí, ni de lo que sucedió pueda
escucharme y saber todo lo que pasó.
-Una absurda manera de buscar la redención. ¿Realmente piensas que todo se
arregla con un arrepentimiento espontáneo al final de tu vida? No creo en ello. La valía
de un hombre se juzga en las decisiones que toma y la responsabilidad que asume
frente a las consecuencias de esas decisiones. Me lo enseñó mi madre y en eso sí
creo.
Una sonrisa pareció dibujarse en el mar de arrugas del rostro del anciano.
-A tu madre se lo enseñé yo hace muchos años – respondió con orgullo disimulado –
No somos tan distintos. Soy humano y esa misma naturaleza me hizo ser coherente
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con mis ideas y me condujo hasta esta situación. Creé mis principios, asumí mis
responsabilidades y pago mi condena por las consecuencias. Soy un hombre integro,
como tú. Por eso sé que escucharas mi historia y sabrás la verdad para poder decidir.
-¿Decidir sobre qué?
-Sobre si mi vida ha tenido sentido alguna vez. He asumido que ésta – miró a su
alrededor – es mi realidad. Esta es la consecuencia final de mi existencia. Quiero
saber por boca de alguien que no fue salpicado por lo que pasó, si los sacrificios que
hice, las vidas que destruí y el legado que forjé han merecido la pena.
-¿Y cómo sabré que lo que digas será la verdad si no hay nadie para rebatirlo?
El viejo preso se recostó sobre la silla, lo había logrado. Había despertado la
curiosidad en Sergio, había abierto la puerta que le permitiría arrojar parte de la
pesada carga que le había ahogado durante los últimos treinta años. Apoyó los codos
sobre la mesa y con gesto sincero comenzó su confesión mirando a los ojos de su
único nieto.
-Porque lo primero que voy a decirte es que soy culpable de todas las cosas que no te
han contado sobre mí.
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