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CULTURA CONTEMPORÁNEA
Unidad 2
Ciudad y Cultura
La ciudad actual es compleja, muy diferente de la que hemos forjado en nuestro imaginario y
almacenado como un valor de referencia. Además de la ciudad tradicional -la de los
monumentos, las plazas históricas y los barrios-, y la ciudad industrial –desarrollada
fundamentalmente a partir de la década de 1940-, existe la ciudad atravesada por lo global, que
se conecta con las redes mundiales de la economía, las finanzas y las comunicaciones.
La distancia entre la urbanización globalizada y la ciudad tradicional es abismal en las grandesciudades del segundo o tercer mundo. En gran medida, ello promueve algunos factores que sevinculan con el malestar y la conflictividad urbana en nuestras sociedades:
Los cambios en los “modos de estar juntos”. Esto es, de experimentar la pertenencia al
territorio y de vivir la identidad.
La erosión del espacio público.
Los nuevos procesos de segmentación espacial y exclusión social.
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La instalación de la “inseguridad urbana” como un tema prioritario de agenda política.
El recrudecimiento de formas de intolerancia hacia el diferente.
En las metrópolis –como la ciudad de Buenos Aires- los cambios culturales corren de la
mano de las transformaciones tecnoperceptivas de la comunicación, el movimiento de
desterritorialización de los mundos simbólicos, el desplazamiento de las fronteras entre lo
local-global y lo público-privado, entre otros muchos fenómenos.
J. M. Barbero(1) señala que el paradigma informacional es hoy un eje rector en la
planificación urbana. La preocupación de los urbanistas no es que los ciudadanos se
encuentren e interactúen sino que circulen: es el concepto de la ciudad-pista, ciudades
para ser atravesadas no para ser vividas.
El autor señala tres grandes movimientos que se han producido en los últimos años en las
urbes:
1. des-espacialización,
2. des-centramiento y
3. des-urbanización.
1- Des-espacialización:
El espacio urbano no cuenta sino en cuanto valor asociado al precio del suelo y su inscripción en los
movimientos del flujo vehicular. La materialidad histórica de la ciudad en su conjunto sufre una
fuerte devaluación: la ciudad tradicional, la memoria y los valores ligados al patrimonio histórico
pierden peso en función del valor que adquiere el tiempo, lo que Paul Virilio llama “el régimen
general de la velocidad”.
G. Vattimo(2) asocia este fenómeno con un factor: el “debilitamiento de lo real” en la experiencia
cotidiana del hombre urbano o, dicho de otro modo, el urbanitas de hoy se alimenta del bombardeo
incesante de imágenes e información antes que de su propia experiencia. A su vez, ello va ligado al
debilitamiento de la memoria que produce una urbanización salvaje, construida a despecho de toda
referencia al pasado.
Eduardo Rinesi(3)puntualiza –en armonía con el tema que tratamos- que existen dos movimientos en las
grandes ciudades:
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el afán de desplazamiento, circulación, velocidad y
la apropiación privada de los viejos espacios públicos.
Dos momentos de una única tendencia por la cual la ciudad va perdiendo su valor de uso en beneficio de su
valor de cambio, deja de ser una obra a disfrutar para convertirse en una pista a recorrer. La ciudad-pista
corresponde a la lógica del movimiento y de la velocidad y debe garantizar a sus habitantes el más
preciado de sus derechos: el de desplazarse, antes que el derecho a residir en un lugar.
La ciudad ya no es el escenario en el que se despliegan las interacciones sociales, sino se ha
transformado en un obstáculo que rápidamente hay que salvar. Las grandes autopistas sirven
para ello, sitios donde el viajero –como lo destaca Catalá Domenech4- percibe cierto alivio
por estar más cerca del paraíso, en tanto el infierno está debajo, donde en algún momento
habrá que descender (por ejemplo por razones de trabajo para luego alejarse rápidamente).
Por otra parte, Rinesi señala la privatización simbólica de los espacios comunitarios de la ciudad,
verificable por esos anuncios que dicen: “...a esta plaza la cuidan...” (bancos, empresas o supermercados a
los cuales, por supuesto, les interesa cuidar de todos y el país).
Esto implica la reformulación de los viejos espacios públicos de la ciudad en términos estético-
publicitarios antes que funcionales, en términos de lo exhibible antes que lo utilitario, privados
antes que sociales.
En relación a la privatización de lo público, Beatriz Sarlo5 afirma que suele ser irrelevante plantear falsas
dicotomías como shoppings versus calesitas, pues el problema no son las calesitas sino el espacio público.
Es decir, el tema es analizar los motivos por los cuales los shoppings derrotaron ciertas formas pasadas de
entretenimiento:
la decadencia de los espacios públicos abandonados durante años por el Estado que no se
ocupó de protegerlos y revitalizarlos;
la inseguridad que estimula a los sectores medios a refugiarse en sitios donde la iniciativa
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privada garantiza el orden;
y el triunfo de un imaginario de mercado.
Por ello, afirma Sarlo, al Estado no hay que pedirle que se afirme como custodio de una calesita sino en
regulador de las fuerzas de mercado cuya lógica es la expansión sin límites, una potencia expansiva que
tiende –si no se le ofrece una lógica de contención- a ocupar todos los espacios posibles.
2. Des-centramiento:
Es la pérdida de la valoración del centro o, dicho de otro modo, la desvalorización de
aquellos lugares que cumplían la función de centro, por ejemplo: la Plaza de Mayo en la
ciudad de Buenos Aires. Suele haber un reciclaje de los centros históricos pero en clave
funcional para la industria del turismo y la venta de imágenes de consumo externo.
El des-centramiento que subraya Barbero apunta a un fenómeno que hace hincapié en el privilegio
de las calles, las avenidas, en la capacidad de operativizar enlaces, conexiones de flujos, antes que en
la experiencia de la convocatoria de ciertos sitios para la interacción social, como por ejemplo: las
plazas.
En el presente suelen ser los grandes centros comerciales los que reordenan el sentido del
encuentro entre las personas, los que constituyen el escenario donde se despliegan gran parte
de las relaciones sociales que en el pasado confluían en el espacio de lo público.
3. Des-urbanización:
Se refiere a la reducción progresiva de la ciudad que es realmente usada por los
ciudadanos. El proceso de segmentación espacial desarrollado en las últimas décadas y
que es un correlato de la fractura social –tema que abordaremos en la próxima clase-
corresponde a este punto que señala Barbero. Un ejemplo de ello son los nuevos espacios
diseñados en el conurbano bonaerense para las clases medias y altas, countries, barrios
cerrados, cambios en el mapa urbano que implican nuevas formas de violencia material y
simbólica como resultado de la crisis social.
1 - Barbero J. M. (1994). “Mediaciones urbanas y nuevos escenarios de comunicación”. En Revista Sociedad Nº 5,
Facultad de Ciencias Sociales: Universidad de Buenos Aires.
2 - Vattimo, G (1990). La sociedad transparente. Barcelona: Editorial Paidós.
3 - Rinesi, E (1994). Buenos Aires salvaje. Buenos Aires: Ediciones América Libre.
4 - Catalá Domenech J. M. (1993). La violación de la mirada. La imagen entre el ojo y el espejo. Fundesco: Madrid.
5 - Sarlo, B. (2001). Tiempo presente. Notas sobre el cambio de una cultura. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
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Ciudad y espacio público
Jordi Borja(6) señala que el espacio público como concepto jurídico es un espacio
ligado a una regulación específica por parte de la administración pública, que posee la
facultad de dominio sobre el suelo y fija las condiciones de utilización y de instalación de
actividades.
Desde una perspectiva sociocultural -que es la que nos interesa-, el espacio público es
un lugar de relación, de contacto entre las personas, de animación urbana y, muchas
veces, de expresión comunitaria.
Z. Bauman analiza en el texto que ustedes tienen de lectura obligatoria, la creciente erosión de la idea de
“civilidad” en los espacios públicos de las grandes ciudades; de allí que dicho autor emplea el concepto de
“espacios públicos no civiles”.
Ocurre que las ciudades modernas –y lo que voy a señalar fue motivo de preocupación para urbanistas e
intelectuales desde el siglo XIX- son escenarios de encuentros entre extraños. Los aspectos más
inquietantes de la vida entre extraños pueden ser parcialmente suavizados y hasta neutralizados –de allí la
idea de civilidad destacada por R. Sennet y que Z. Bauman recupera- pero es difícil librarse de ellos
completamente (y menos aún en el momento actual cuando cualquier mirada en la calle –como lo apunta J.
M. Barbero en un texto que analizaremos más adelante- es una potencial amenaza).
Z. Bauman(7) enfatiza –citando al sociólogo Erving Goffman- que la distracción cortés es uno
de los mecanismos que hacen posible la vida entre extraños. Ello consiste básicamente en el
cuidado arte de “no prestar atención” al otro, en la evitación visual, en tratar a los extraños
como el telón de fondo de la escena urbana. Esto conduce a que las personas estén físicamente
próximas pero mental y moralmente distantes.
Bauman señala que el “anonimato universal” de la gran ciudad significa liberarse de la
molesta vigilancia e interferencia de los otros, al tiempo que la “invisibilidad moral” que se
alcanza gracias a la distracción cortés provee ciertas condiciones de privacidad y libertad
que serían difíciles de alcanzar de otro modo.
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Estos serían los rasgos “positivos”, caracteres que son exactamente lo contrario del tipo de relaciones que
alienta la idea de civilidad de R. Sennett. Justamente, Bauman destaca que la interacción social al abrigo
de la distracción cortés es un proceso desprovisto de significación moral.
Una relación humana es moral cuando surge del sentimiento de responsabilidad por el
bienestar del otro.
La responsabilidad es moral en tanto es totalmente desinteresada e incondicional, dichos
atributos por el otro derivan de que es un ser humano. Precisamente, la proximidad moral a
diferencia de la mera proximidad física, tiene esa hechura.
En el “anonimato universal” la proximidad física ha sido desprovista de su aspecto moral.
Como consecuencia de la distracción cortés, los extraños no son tratados como enemigos y, sin embargo, se
ven privados de esa protección – por ejemplo la falta de preocupación por las necesidades de los otros- que
sólo la proximidad moral puede proveer.
6 - Borja, J. (2003) La ciudad conquistada. Madrid: Alianza Editores.
7 - Bauman, Z (1994). Pensando sociológicamente. Buenos Aires: Ed. Nueva Visión.
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La ciudad imaginada
Una de las características de las grandes metrópolis en la actualidad es la angustia que se
experimenta frente a territorios cuya extensión, complejidad y crecimiento desordenado no
hacen accesible poder abarcarlos en la imaginación. En la actualidad, las grandes ciudades ya no
pueden ser narradas, descriptas o explicadas como a principios del siglo XX.
Néstor García Canclini(8) señala que hoy es posible que existan diversas ciudades imaginables respecto a
la misma ciudad, pues ello está vinculado con la relación entre las diferencias socio-culturales de sus
habitantes y la diversidad de imaginarios urbanos que aquellos construyen.
Dichos imaginarios pueden definirse como retratos incompletos de la ciudad cuyas
demarcaciones y contenidos dependen del punto de vista desde donde se construyen.
En el pasado, en la ciudad de Buenos Aires, el sentido de vivir juntos se estructuraba en torno
de marcas históricas compartidas y un espacio abarcable –los itinerarios cotidianos- por todos
los que habitaban la ciudad.
Pero, en el contexto actual, es más difícil la construcción de imágenes y representaciones
totalizadoras que aglutinen la multiplicidad de sentidos posibles en relatos únicos.
En los últimos años, se han realizado numerosos estudios que ponen de relieve los significados
que una ciudad va cobrando a lo largo del tiempo, destacando que los mismos no son sólo el
resultado de las condiciones objetivas del desarrollo urbano (sociopolíticas, demográficas,
económicas, etc.) sino de los modos en que sus habitantes imaginan esas condiciones.
Al mismo tiempo, se admite hace tiempo que la construcción de la ciudad en los discursos imaginarios
contribuyen a configurar sus sentidos: descripciones literarias, el cine, las canciones urbanas, el discurso
periodístico, entre otros, han posibilitado, por ejemplo, que sobre la ciudad de Buenos Aires exista durante
gran parte del siglo XX una coherencia imaginaria.
Dichos discursos al conformar una concepción colectiva de la ciudad, dicen no sólo como se ve
la ciudad, sino postulan un modelo ideal de ciudad desde la perspectiva de quienes lo elaboran.
García Canclini sostiene que las referencias emblemáticas que existían sobre algunas grandes ciudades se
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han debilitado, fragmentado. Gran parte de lo que sucede en las grandes ciudades hoy –aún de lo que más
cerca nos concierne- es incognoscible. Vivir en una gran ciudad, para la mayoría, es un objeto enigmático y
esta distancia, contribuye a potenciar la angustia cultural del urbanitas contemporáneo.
Frederic Jameson(9) se refiere a esta problemática cuando cita la obra de Kevin Lynch “The image of the
city” donde este autor afirmaba que las grandes urbes son un espacio en el que las personas son incapaces
de representarse (mentalmente) su propia posición o la totalidad urbana en la que se encuentra. Para
Lynch, un sujeto en el cruce de grandes carreteras o autopistas, donde no existe ninguna de las señales
tradicionales (monumentos, límites naturales, construcciones que brinden perspectivas) se desconcierta y
angustia ante la complejidad inabarcable. La desalienación requeriría, según Lynch, la reconquista de un
sentido de lugar, y la construcción o reconstrucción de un conjunto interrelacionado que pueda ser retenido
en la memoria y que el sujeto logre trazar en un mapa de trayectorias alternativas.
Jameson, por su parte, critica el modelo de Lynch puesto que el mismo no se corresponde con lo que
puede ser el trazado de un mapa. Para Jameson, el sujeto de Lynch, es decir, el urbanitas actual, se guía
en base a itinerarios, operaciones precartográficas,
“diagramas organizados alrededor del viaje existencial o el sujeto, y que señalan, además,diversas características, claves significativas: oasis, cadenas montañosas, ríos, monumentos,etc. La forma más desarrollada de tales diagramas es el itinerario náutico, la carta marina oportulans, donde se señalan los rasgos de la costa para uso de los navegantes del
Mediterráneo, que rara vez se aventuran a salir al mar abierto”(10)
Sin embargo, para Jameson
“lo que se requiere del mapa cognitivo, en el más estrecho marco de la vida cotidiana de la
ciudad física es: permitir una representación situacional por parte del sujeto individual de esa
más vasta totalidad imposible de representar que es el conjunto de la estructura de la ciudad
como un todo”.(11)
Lecturas sugeridas:
Augé, M (1993) Los no-lugares. Barcelona: Editorial Gedisa.
Sarlo, B. (2001) Tiempo presente. Notas sobre el cambio de una cultura. Buenos Aires:
Siglo Veintiuno Editores Argentina.
Borja, J. (2003) La ciudad conquistada. Madrid: Alianza Editorial.
8 -García Canclini, Néstor y otros (1996) la ciudad de los viajeros. México: Universidad Autónoma
Metropolitana/Editorial Grijalbo.
9 - Jameson, F. (1991) Ensayos sobre el posmodernismo. Buenos Aires: Imago Mundi.
11 - Jameson, F (1991) Ob. Cit. pág. 83.
12 - Jameson, F (1991) Ob. Cit. pág. 83.
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Ciudad, Segmentacion Espacial y Fractura Social
En las clases anteriores hemos destacado que en el mundo actual los usos del tiempo y el
espacio son tan diferenciados como diferenciadores. Es decir, la globalización fragmenta,
fractura las sociedades al tiempo que también homogeneiza (recordar que las causas de la
división son las mismas que promueven en ciertos sectores uniformidad).
En otras palabras, junto a las dimensiones planetarias producto de la globalización de los negocios, las
finanzas, el comercio, el flujo de información, se efectiviza un proceso “localizador”, de fijación del espacio.
Z. Bauman(12) propone que la movilidad es el factor que polariza los extremos de esas dos tendencias
y, en consecuencia, es el principal factor de estratificación en el contexto actual.
A continuación, expondré sucintamente su tesis.
A lo largo de la historia, las fronteras naturales o artificiales de las unidades territoriales, la distinción entre
adentro y afuera, han sido resultado de las limitaciones de tiempo y costos para la libertad de
movimientos. Es decir, la “distancia” lejos de ser objetiva, de tener un carácter físico, en realidad su
definición está ligada a las posibilidades sociales de contar con recursos para superarla.
De allí que las distancias –ahora o en el pasado- no han tenido la misma significación para todos los
sectores sociales.
En el pasado, las fronteras no implicaron la misma significación como barrera para las elites
adineradas y poderosas que para los sectores populares. Las primeras, con inclinaciones
cosmopolitas, con clara tendencia a buscar “puertas afuera” cualquier modelo de referencia,
privilegiaron una cultura que minimizaba las limitaciones de las fronteras, las que eran muy
importantes para los sectores populares.
En la actualidad, para determinados sectores sociales –como hemos visto en la primera Unidad
Temática- existen pocas diferencias entre lo próximo y lo ajeno, entre adentro y afuera.
Justamente, los indicadores de tiempo y espacio pierden importancia para aquellos que tienen
la posibilidad de desplazarse con la velocidad del espacio electrónico.
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En el pasado, la idea de comunidad se sustentaba –en gran medida- en la brecha existente entre
la comunicación casi instantánea en el interior de la colectividad (comunicación que era directa,
interacción cara a cara)
y la comunicación entre localidades (que implicaba grandes costos en tiempo y dinero).
De cierto modo, la fragilidad actual de la idea de comunidad deviene entonces de la desaparición de aquella
brecha:
la comunicación intercomunal puede llegar a ser más ventajosa incluso que la otra (por
ejemplo, puede ser más rápida la comunicación informática con cualquier lugar del mundo que
intentar visitar un amigo que vive a veinte cuadras en la ciudad de Buenos Aires).
En un mundo donde las relaciones sociales necesariamente no eran mediadas –hablamos del
pasado-, donde la interacción social era directa, existían numerosas metáforas de la acción
social que se basaban en la proximidad de los cuerpos, metáforas orgánicas como: el
enfrentamiento era cara a cara, la justicia era ojo por ojo, la solidaridad era hombro a hombro,
etc. En el contexto del ciberespacio y la cultura electrónica de la información, dichas metáforas
han perdido sentido.
Entonces Bauman enfatiza que la sociedad actual es una sociedad estratificada como tantas
otras que han existido en la historia pero, lo que diferencia a una sociedad de otra es el rasero
de la estratificación, el vector que sirve para diferenciar a los que quedan “arriba” o “abajo” de
la escala social: en la sociedad actual esa medida es el grado de movilidad, es decir, la
capacidad para elegir cómo y dónde desplazarse (ya sea material o virtualmente).
A los que quedan “arriba”, Bauman los llama los “globalmente móviles” (algo así como los
sectores desterritorializados de Renato Ortiz).
Estos pueden desplazarse por el espacio despojado de lo físico (es decir, en forma
virtual), lo cual permite hablar de “la nueva ingravidez del poder” o “la incorporeidad
del poder”.
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desterritorializados a la manera de Renato Ortiz- necesitan afincarse en algún
sitio, territorializarse en algún punto del planeta.
En ese sentido lo único que solicitan es seguridad y aislamiento: la desterritorialización del poder va de la
mano con la construcción de barreras cada vez más impermeables del territorio “físico” (las características
de estas modalidades de segregación espacial las veremos en el punto siguiente).
Para los “globalmente móviles”, el espacio ha perdido sus cualidades restrictivas y se circula fácilmente
de modo real o virtual.
Los “globalmente móviles” viven en el tiempo, el espacio no rige para ellos.
Los “otros”, los que Bauman llama los “localmente sujetos”, no tiene opción, están pegados
–en el mejor de los casos- al territorio, son los que no tienen posibilidades de huir de los
lugares peligrosos, carenciados, sórdidos de las grandes ciudades. Estos, los “localmente
sujetos”, las grandes masas del segundo, tercer o cuarto mundo, viven en la realidad de
espacio, en tanto el tiempo es vacío, el tiempo de la desocupación, un tiempo que no controlan
ni los controla (como el clásico tiempo fabril, el del fichaje a la entrada o salida del trabajo).
Ambos “tipos ideales”, que ofrece como metáfora Barman, permiten numerosos matices intermedios o
más extremos.
Precisamente, en el caso de los “localmente sujetos”, una variante radicalizada son los
“refugiados” del mundo entero pues ellos ni siquiera están aferrados a un territorio: se les ha
quitado el suelo bajo los pies.
Los refugiados se encuentran en una paradoja: se los expulsa de su país de origen y, al
mismo tiempo, no se les permite la entrada de ningún otro. No cambian de lugar, sino pierden
su lugar en la tierra.
En este sentido, su condición es la de una extraterritorialidad compulsiva, la semblanza
caricaturesca o el rostro perverso de la extraterritorialidad de la que hacen gala las elites
móviles.
Bauman(13) afirma que los campos de refugiados son una manifestación tan integral de la
Por ejemplo, el poder financiero circula sin ataduras gravitacionales o
territoriales pero sus dueños –aunque se han vuelto extraterritoriales o
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globalización como son los “no-lugares” en los que se mueven y desplazan por el mundo los
“globalmente móviles”.
Los campos de refugiados y los no-lugares comparten cierto carácter: ambas instalaciones
suponen un hueco tanto en el espacio como en el tiempo, una suspensión provisoria de la
adscripción territorial (recuerden las características de los no-lugares). Pero los dos tipos de
extraterritorialidad están ubicados en los polos opuestos de la globalización: en un caso es un
servicio posible de disponer a voluntad, en el otro un destino ineludible.
12 - Bauman, Z. (1999). La globalización. Consecuencias humanas. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
13 - Bauman, Z. (2004). La ciudad sitiada. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
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La ciudad fragmentada
A medida que avanzamos en el siglo XXI, empiezan a acentuarse ciertos procesos de
segmentación espacial y polarización social que constituyen el sedimento de una creciente
conflictividad social. Se trata de un fenómeno que excede las características de la segregación
urbana que caracterizó el desarrollo del capitalismo de producción, es decir diferencias en las
viviendas o consolidación de zonas delimitadas por factores de riqueza o clase.
J. Bindé(14) destaca que se ha ido afirmando en numerosas partes del mundo una tendencia a la
conformación de enclaves de privilegiados y, cada vez más aislados, encerrados en ellos mismos, situados en
los centros históricos de ciertas ciudades (como en Europa) o en áreas circundantes (como en Estados
Unidos, México o la ciudad de Buenos Aires).
La cohesión en estas nuevas modalidades urbanas se basa menos en el sentido de pertenencia
a una nación o ciudad, que en el hecho de compartir ciertos estilos de vida y lugares
exclusivos.
Quienes viven en estos refugios de lujo (la contra cara de los “otros” refugios)
expresan su identidad compartiendo los símbolos de la globalización y una supuesta
cultura cosmopolita de consumo.
En contraste, existen otros grupos sociales sujetos a diversas formas de rechazo o
marginación, a quienes el sistema ha expulsado, excluidos de los circuitos sociales, de
la condición de ciudadanos, de la participación en la ciudad (son, por ejemplo, los
“cazadores” del texto de D. Merklen que tienen como lectura obligatoria).
En numerosos países del mundo se está contemplando el crecimiento de comunidades cerradas, protegidas
por muros, por vallas o barreras infranqueables, protegidas por sistemas de seguridad y vigilancia que
suponen una combinación de servicios prestados por empresas privadas y fuerzas de policía pública.
En los Estados Unidos, según ciertos cálculos, entre 4 y 8 millones de personas viven
actualmente en “comunidades cerradas”.
Se observa entonces, la creciente privatización de espacio público con la consolidación de ciertos
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microcosmos urbanos separados del mundo y encerrados en sí mismos.
Bindé afirma:
“Estos enclaves fortificados pretenden crear mundos que exhiben las características de la
autarquía, mundos que proscriben o devalúan la vida en la calle, que se considera en términos
negativos y se identifica con todas las patologías de la vida urbana. La relación que se
establece de este modo es no-relacional, una relación de evitación (...) Así, frecuentar la vía
pública lleva consigo un estigma social y está proscrito por la elite. Por lo tanto, todos los vicios
se convierten en públicos y todas las virtudes en privadas.”(15)
Las formas contemporáneas de apartheid urbano van en dirección contraria del modelo ideal de ciudad
moderna, ideal nunca alcanzado plenamente pero que servía como parámetro de referencia y aspiración a
la progresiva integración de los ciudadanos y los habitantes de la ciudad.
El peligro del apartheid urbano no es sólo el deterioro del contrato social sino que dicha
tendencia se refuerza con el tiempo.
De allí que cualquier política que intente contrarrestar esos efectos debería tratar de
reconstruir el dominio público,
favorecer la justicia social,
políticas de educación,
políticas contra la inseguridad urbana,
políticas en general que tiendan a humanizar la vida en la ciudad.
14 - Bindé, J. (XXXX) “¿Hacia un apartheid urbano?”. En AAVV. Claves para el siglo XXI. Barcelona. UNESCO-Editorial
Crítica.
15 - Bindé, J. (2002) Ob. Cit. Pág.402.
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Buenos Aires: del barrio a los enclaves fortificados
Beatriz Sarlo(16) señala que las grandes ciudades argentinas como Rosario o Buenos Aires, fueron
construidas en tiempos relativamente cortos, ciudades del siglo XIX y fundamentalmente de sus últimas
décadas.
Los sectores dominantes que orientaron y llevaron a cabo cierta planificación urbana de dichas
ciudades, sostuvieron un ideal de ciudad relativamente homogéneo,
“no porque las clases sociales debían mezclarse invariablemente en cada uno de los puntos de
la trama urbana, sino porque ésta debía ofrecer una distribución equitativa de espacios y
equipamientos: parques, escuelas, hospitales, bibliotecas (que luego la iniciativa privada
completó con teatros, cines, centros comerciales, y la iniciativa pública con clubes deportivos o
sociales y asociaciones barriales)”.(17)
En la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, aunque la división entre sur y norte significó la
separación entre ricos y pobres, fue una frontera ciertamente permeable producto de la
movilidad social.
Ese horizonte de movilidad social –como lo ha señalado Adrián Gorelik- era apreciable en numerosos
rasgos del paisaje urbano: una ciudad relativamente homogénea, con un espacio público expandido cuyos
focos de desigualdad (villas miserias o barrios exclusivos) se restringían a lugares precisos y no
caracterizaban el conjunto.
Es en esta ciudad la que ha entrado en crisis, fenómeno inseparable de la crisis social que se
desplegó en nuestro país en las últimas décadas y que ha ocasionado profundos cambios en el
tipo de lazo social predominante y en el modelo real y concreto de ciudadanía.
La expansión de una lógica de modernización por enclaves (megaemprendimientos, shoppings, barrios
cerrados, countries, “ciudades privadas”) y, al mismo tiempo, la proliferación de nuevos asentamientos en
el conurbano bonaerense, son la expresión de las políticas privatizadoras que asolaron el país con sus
consecuencias más trágicas de exclusión y marginalidad al mismo tiempo.
Richard Sennett(18) llamó la atención hace muchos años sobre la “caída del hombre público”, es decir,
sobre los numerosos factores que condujeron –durante el desarrollo de la modernidad- a la devastación del
espacio público.
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Una consecuencia de este deterioro son los cambios en el carácter de la protección que la
ciudad debe brindar: la ciudad, que en un principio existió para proteger a sus residentes
intramuros de los demonios que venían de afuera, hoy está asociada más con el peligro que
con la seguridad. Los miedos urbanos hoy –a diferencia de los que posibilitaron la construcción
de las ciudades en el pasado- se concentran en el “enemigo puertas adentro”.
Pensar
Los que sufren estos temores se preocupan menos por la integridad de la ciudad en su
totalidad que por el aislamiento y protección dentro de ella o en sus cercanías.
El peligro ahora es el Otro cercano pero indeseable, no los ejércitos extranjeros o los asaltantes
de caminos que antes se encontraban en el extramuros.
Una de las estrategias de supervivencia en las megalópolis modernas –para aquellos que tienen recursos- es
evitar el Otro, mantenerlo a distancia. Esta opción se materializa con la construcción de urbanizaciones
cerradas (countries, barrios privados), donde el espacio público y el espacio cerrado se entretejen sin
solución de continuidad y los peligros de la ciudad se anulan gracias a los mecanismos de control.
En ciertos casos, esta idea de lograr un entorno ideal para vivir, una burbuja incontaminada de
peligros y conflictos, llega tan lejos como para proponer una ciudad a escala humana,
“ciudades humanas”.
Zaida Muxi(19) enfatiza que estos modelos son –desde el nombre- un simulacro: no puede
haber una ciudad privada, una ciudad no puede ser un sitio de homogeneidad absoluta, sin
diversidad, sin conflictos, sin espacios públicos.
Estos proyectos, como el emprendimiento Nordelta en la provincia de Buenos Aires, que apunta a una
superficie de 1600 ha. y una previsión de habitantes entre 80.000 y 100.000, planifica “funciones
integradas como en toda ciudad”, con circuitos informáticos conectados a los hogares para que los padres
vigilen a los hijos, con centros asistenciales, policía, bomberos, control en las calles con sistemas similares
a las autopistas, etc. Simulacro y control como pilares de las pseudocomunidades del nuevo siglo:
simulacro de ciudad, de sociedad y al mismo tiempo, control, vigilancia de áreas públicas; y de padres
sobre hijos. Y una ausencia ostensible: falta de espacios de representación civil y política, las bases de un
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modelo societal que propone nexos de unión en términos contractuales de propiedad, como una empresa.
Maristella Svampa(20) destaca que, comprender la especificidad que el proceso de
segregación espacial toma en la Argentina, exige situarlo dentro del marco de las
transformaciones de la estructura social y la inmersión acelerada en una lógica global de
privatización que se aceleró hasta límites insospechados en la década del ’90.
Estas tendencias están redefiniendo nuestra concepción de ciudadanía que es tributaria de un
modelo de ciudad que heredamos de Europa.
Svampa señala que la noción de seguridad urbana varía según la interpretación social que hagamos del
fenómeno (recordemos que “la crisis de seguridad urbana” es uno de los motivos que fundamentan el
creciente proceso de apartheid urbana).
Una de las explicaciones más extendidas en Estados Unidos sobre la inseguridad urbana hace
hincapié en la pérdida de control del territorio por parte del grupo de pertenencia, al tiempo
que afirma el derecho del ciudadano a la recuperación y autodefensa incluso armada
(recomiendo para entender esta concepción la película “Bowling for Columbine” de Michael
Moore).
En Europa, en cambio, donde tradicionalmente la protección del ciudadano ha dependido del
Estado, la autodefensa constituye un hecho excepcional y el problema es vivido, en especial,
como una crisis del Estado y, en casos extremos, como la crisis de un modelo de ciudadanía.
En términos políticos –Svampa lo puntualiza con claridad- los tipos presentados remiten a dos
modelos diferentes de ciudadanía:
1. El primero representa el borramiento de los límites entre lo privado y lo público e implica, enúltima instancia, un modelo de ciudadanía privada basado en la “autorregulación”, en la autotutelaindividual.
2. En el segundo se afirma la separación entre espacio público y privado a través de un modelouniversal de ciudadanía que encuentra su correlato en el reconocimiento de la autoridad delEstado y su poder de regulación.
Ambos modelos de sociedad se apoyan sobre tipos urbanos diferentes.
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En Estados Unidos, desde mediados del siglo XIX, los suburbios encarnan el marco ideal de la
familia y deviene el lugar de asentamiento natural de las clases medias superiores, mientras
que la ciudad aparece limitada a las funciones económicas y a la integración de los
inmigrantes. Es decir, lo claramente representativo del “estilo de vida americano” es su
indiscutible apartheid.
Por el contrario, la visión europea-mediterránea considera la ciudad industrial como centro
político y económico. Además, la ciudad es concebida como el lugar de encuentro privilegiado
entre categorías sociales diferentes. Precisamente por ello, Zaida Muxi afirma que pretender
hacer ciudades “adormecidas” habitadas por clónicos, vivir en una escenografía de Disney que
es un simulacro de realidad –como “El Show de Truman”- donde todos se parecen y conocen,
es un gran despropósito. Es una propuesta que niega la esencia misma de la ciudad que
consiste en la heterogeneidad: la ciudad es el lugar del encuentro casual y azaroso, del
conflicto y la convivencia.
La tendencia mencionada es, por otra parte, una concepción urbana ajena a la historia de la ciudad
mediterránea y europea –que hemos heredado-, que ha aportado a la tradición urbana una manera de
disfrutar colectivamente el espacio urbano.
Las ciudades mediterráneas se constituyeron en el tiempo a través de una adecuada
articulación de espacios domésticos y edificios públicos, calles y plazas que permiten el
ejercicio de la civilidad y la transición gradual de lo público a lo privado, sitios donde la figura
del extraño es tolerado. En ese sentido, es oportuno destacar que el nombre de muchos
elementos arquitectónicos y urbanos dedicados a las relaciones humanas son de origen latino:
patio,
pórtico,
vestíbulo,
terraza,
bulevar,
incluso el café, lugar emblemático de encuentro en la ciudad.
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Este modelo de ciudad, imitado, heredado en América Latina, tuvo desde siempre una dificultad
casi insalvable:
las flagrantes desigualdades sociales que imponían de hecho el reconocimiento de una fractura
social. Sin embargo, el modelo ideal funcionó con fuerte peso en el imaginario de los
argentinos hasta casi finales del siglo XX. A mediados de la década del `90 la nueva cartografía
social en el país ya revelaba una creciente polarización entre los ganadores y los perdedores
del modelo neoliberal dominante por entonces, proceso que echó por tierra el poderoso mito
integrador del progreso indefinido, estrechamente asociado a la idea de una clase media fuerte
y homogénea, cuya expansión caracterizó al país a lo largo del siglo XX.
Para finalizar, en los albores del siglo XXI, asistimos a un creciente proceso de “fractura
urbana” donde las clases altas y medias (concentradas en el primer caso, sobrevivientes en
el segundo) buscan profundizar las formas de segregación espacial en la ciudad. Esto
significa el desplazamiento de un modelo de “ciudad abierta”, básicamente europeo
centrado en la noción de espacio público y en valores como la ciudadanía política y la
integración social, hacia un régimen que implica el final de cierta expectativa política-
integradora y que conlleva la disolución de formas tradicionales de solidaridad y su
reemplazo por conductas y prácticas que ejemplifican el fenómeno de privatización de la
vida social.
Lecturas sugeridas:
Svampa, M (2001) Los que ganaron. La vida en los countries y barrios
privados. Buenos Aires: Editorial Biblos.
Sennett, R. (2002) El declive del hombre público. Barcelona: Editorial
Península
16 - Sarlo, B. (2001) Tiempo presente. Notas sobre el cambio en la cultura. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.
17 - Sarlo, B. (2001) Ob. Cit. Pág. 53
18 - Sennett, R. (2002) El declive del hombre público. Barcelona: Ed. Península.
19 - Muxi, Z. (2003) La arquitectura de la ciudad global. Barcelona: Ed. G. Gili.
20 - Svampa, M. (2001) Los que ganaron: la vida en los countries y barrios privados. Buenos Aires: Editorial Biblos.
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El procesamiento de la otredad
La figura del extraño es recurrente a lo largo de la historia, porque extraño es el “otro”. Todas
las culturas deben enfrentar semejante definición.
El extraño es una construcción social generada desde el grupo de pertenencia, donde la
conciencia del nosotros delimita una frontera: dentro están los miembros adscritos al grupo;
fuera, todos aquellos que no pertenecen al grupo referencial y son definidos como los “otros”.
Estas dos actitudes opuestas son inseparables: no puede haber sentido de “pertenencia” sin sentido de
“exclusión”, y viceversa.
Como afirma Bauman(21): “Las palabras “nosotros” y “ellos” sólo pueden ser entendidas juntas, en su
conflicto. Entiendo mi pertenencia como “nosotros” sólo porque pienso en otro grupo como “ellos”. Los dos
grupos opuestos se sedimentan, por así decir, en mi mapa del mundo en los dos polos de una relacion
antagónica, y es este antagonismo el que hace que los grupos sean para mí “reales”, y es también ese
antagonismo el que hace verosímil la unidad y la coherencia internas que yo imagino que poseen”.
La definicion social del extraño es producto de la historia grupal. Es el grupo quien define
atributos, quien nombra quienes somos “nosotros” y quienes no.
La idea del extraño está fundada siempre en la existencia de atributos juzgados como
diferentes. La diferencia puede proceder de estigmas que se adjudiquen a grupos o individuo;
del desconocimiento del otro, por miedo, inseguridad, etc. Cualquier diferencia ha sido, casi
siempre, motivo suficiente para atribuirle distinciones poco favorables a los “otros”.
En las sociedades tradicionales, el individuo diferente es aquel que no vive en “mi” aldea o
ciudad. En dichas sociedades, la tradición produjo comunidades fundadas sobre el miedo y
la dependencia, lo cual creaba el vínculo de unidad comunitaria y permitía fabricar
explicaciones acerca de los males que acechaban a la tradición. Los individuos, en estos
casos, necesitan definir al Otro como enemigo y como lo necesitan crean semejante figura,
produciendo estereotipos que justifiquen el trato “al enemigo”.
Podría decirse, que si no hubiera un grupo adversario habría que inventarlo, en beneficio
de la coherencia e integración del grupo que debe postular un enemigo para fijar y
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defender sus propios límites y para asegurar la lealtad y la cooperación internas.
A partir del siglo XIX, con el afianzamiento de la Modernidad y la creación de la razón de Estado, se creó un
marco de referencia más seguro y, por lo tanto, se necesitaron nuevas formas de legitimar las diferencias.
La construcción del grupo nacional fue la forma que adoptó la idea de “nosotros”. Cambia la
figura del extraño. Su figura va reduciéndose y especializándose para todos aquellos que no
forman parte de la comunidad nacional. El connacional ya no se define como extraño, sino
como diferente. El círculo del grupo nacional permite al diferente y el extraño es una referencia
para nombrar a los que están fuera de la frontera y no son de “mi” comunidad nacional.
Semejantes atributos encontrarán en la ciudad “su” espacio natural. Me refiero a la ciudad moderna, esa que
empieza a tener -desde mediados del siglo XIX- algunas características que hoy las distinguen.
Los intelectuales de la época describen con preocupación las transformaciones de las grandes urbes
europeas, sitios donde la figura del extraño es cada vez más frecuente y ya no es posible tener certezas
acerca de quién es el Otro.
No está demás destacar que el contacto con la “diferencia” era extremadamente infrecuente en otros
momentos de la historia, cuando la figura del viaje estaba reservada a los aventureros o a las empresas
militares.
Con el advenimiento de la ciudad moderna, este será el escenario donde –con mayor frecuencia- se pondrá
en acto la diferencia. Y el exiliado, el forastero y el inmigrante se transformarán en los tipos emblemáticos
de las urbes modernas.
Precisamente, una de las patologías de la cultura contemporánea -que persistentemente ocupan la primera
plana de los diarios, en especial por hechos que ocurren en el llamado “primer mundo”- es el fenómeno de
rechazo o discriminación de aquellos que se visualizan como diferentes.
La “diferencia” de la que nos ocuparemos es la vinculada con la discriminación dirigida hacia
sectores de la población que llevan en el cuerpo las marcas de su origen indígena o mestizo,
provenientes de la inmigración de las provincias o de países limítrofes, y sobre los que operan
designaciones despectivas como:
“villeros”, “negros”, “cabecitas”, “bolitas”, “paraguas”, etc.
Y el escenario donde situaremos el análisis será una gran metrópoli: la ciudad de Buenos Aires.
En un contexto de profunda crisis: el desempleo, la pobreza, la exclusión o la violencia suelen tener mayor
importancia en los imaginarios sociales como representación de los problemas que angustian a la sociedad.
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Entonces, cuestiones como la discriminación social parecieran ocupar un segundo plano, pues no se advierte
que los procesos de discriminación y negativización del Otro son inseparables de los mecanismos
estructurales que condenan –casi a la mitad de la población- a vivir en situaciones de pobreza y
marginalidad.
Como expresa Margulis(22): “La pobreza supone exclusión y no sólo de bienes económicos, también de
bienes simbólicos valorados. Muchas de las formas de exclusión social están relacionadas con la pobreza y
contribuyen a consolidarla. Por ejemplo, formas de discriminación social que afectan a los más pobres. Ser
“villero” implica no sólo tener que soportar la carencia de servicios, vivienda precaria, incomodidades y
peligros, también supone ser objeto de sospecha, ocupar un bajo lugar en la escala de prestigio social, ser
discriminado y segregado”.
Las diferencias mencionadas encuentran en la ciudad un escenario ideal para su análisis, pues
en ella se expresan con claridad las contradicciones y los fenómenos discriminatorios que
muchas veces están encubiertos socialmente.
La ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, es mayoritariamente blanca, europea, pero cientos de miles de
personas cuyos rasgos y color de piel revelan su ascendencia mestiza llegan diariamente del Gran Buenos
Aires.
Ese encuentro es posible advertirlo en las estaciones de trenes u ómnibus, donde la “diferencia” es
rápidamente fagocitada por la ciudad.
En esas zonas de intercambio parece que asoma “otro” país, un país cuyo rostro no forma parte de las
imágenes que difunde el aparato publicitario pues la ciudad tiene mecanismos muy sutiles para mantener
barreras espaciales entre los sectores sociales. Existen en la ciudad –como destaca Mario Margulis- muchas
formas de rechazo poco evidentes que organizan los itinerarios urbanos, delimitando territorios,
estableciendo formas solapadas de permisividad o exclusión.
Los espacios urbanos emiten mensajes, contienen prescripciones, posibilidades de orden interactivo que son
inteligibles para quienes saben comprenderlo. Por ejemplo, los mecanismos de vigilancia y control que se
extienden hoy sobre las más diversas actividades urbanas (comercio, ocio, las privatizaciones de los espacios
públicos) y las restricciones en los horarios de los transportes públicos que dificultan la permanencia de la
ciudad fuera de los horarios diurnos, son sólo algunos mecanismos, ciertos dispositivos que desalientan la
permanencia en la ciudad de Buenos Aires a gran cantidad de personas: los más pobres, aquellos que no son
tan blancos.
21 - Bauman, Z (1994) Pensando sociológicamente. Buenos Aires: Edición Nueva Visión, pag. 45.
22 - Margulis, M. (1999) “La racialización de las relaciones de clase”. En Margulis, M. (editor) La segregación negada.
Cultura y discriminación social. Buenos Aires: Editorial Biblos.
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La categorización del diferente
Como hemos destacado previamente, uno de los fenómenos que caracterizan la diferenciación del Otro en las
sociedades contemporáneas es el rechazo o discriminación que pasa por diferentes atributos o modos de
estigmatizar a quien se visualiza como diferente.
Existen muchas formas de designar este proceso, algunas se refieren a la carga de negatividad y rechazo
implicadas en dichos mecanismos, por ejemplo:
racismo o etnocentrismo; otros conceptos como genocidio y etnocidio aluden al alcance o
virulencia del rechazo; pero existen además términos como exclusión, segregación,
discriminación, estereotipo –entre otros- que complejizan el tema que abordamos y que
merecen algún tipo de aclaración para no ser utilizados indiscriminadamente.
A continuación, vamos a deternernos en algunos de esos conceptos.
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Prejuicio y estereotipo
En la base de toda conducta de rechazo y discriminación siempre se encuentra el prejuicio y el estereotipo.
Para algunos autores el prejuicio opera principalmente mediante el empleo del pensamiento estereotípico.
Todo pensamiento implica categorías por medio de las cuales clasificamos nuestra experiencia.
Es un modo de intentar aprehender la complejidad de la realidad para hacerla más inteligible.
Pero el prejuicio y el estereotipo tienen otras características, operan mediante categorías rígidas y
simplificadas.
Por lo tanto, el prejuicio es un juicio previo, una toma de postura sin mucho conocimiento y
poco elaborada. El prejuicio implica sostener puntos de vista preconcebidos sobre un individuo
o un grupo, basados con frecuencia en habladurías más que pruebas directas, perspectivas que
son reacias al cambio incluso con mayor información.
En esta perspectiva hay diferentes grados: desde el prejuicio diseminado en un grupo pero que no forma
parte sustancial de sus atributos de identidad hasta aquellos prejuicios que claramente constituyen los
pilares de identidad de un grupo (por ejemplo, un grupo racista).
El prejuicio opera principalmente mediante el empleo del pensamiento estereotípico. El estereotipo es un
pensamiento patológico que opera por simplificación extrema, generalización abusiva y utilización
sistemática y rígida. Es un esquema simplificado y pobre que hace que uno o dos caracteres se atribuyan a
todo un grupo. La riqueza de la humanidad de un individuo o grupo se ve reducida a un mote, a un
apelativo: feos, sucios, chorros, vagos, etc. En el estereotipo una cualidad atribuida, una parte, sustituye al
todo. Y además de la simplificación, el estereotipo generaliza: se atribuye el mismo carácter a todos los
miembros del mismo universo aparente (por ejemplo: todos los chilenos son chorros; los villeros sucios; los
judíos avaros, etc.).
Es pues una doble distorsión en la diferenciación categorial: no sólo se equivoca en la atribución de la
categorización, sino que se equivoca en la generalización. La utilización sistemática y rígida significa que el
estereotipo se aplica siempre y es refractario a cualquier argumentación en contrario.
Cabe destacar que, fundamentalmente en la década del ´90, fueron los inmigrantes de
países limítrofes sobre los que se construyeron representaciones sociales de rechazo,
humillación e intolerancia. La aparición del “inmigrante económico” derivó en una
deslegitimización del inmigrante. El inmigrante pasó a ser un problema en tanto era
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percibido como una amenaza, pese a que empíricamente quedó demostrado que su
influencia en el mercado laboral no era significativa.
En un trabajo efectuado hace algunos años(23) subrayábamos que cuánto más amenazado se sienta un
grupo intentará con mayor fuerza deslegitimizar al grupo que considera amenazante.
La deslegitimización permite justificar el comportamiento negativo hacia ese grupo, establecer una
diferenciación intergrupal, fomentar los sentimientos de superioridad, establecer la uniformidad grupal y
buscar un chivo expiatorio a quién culpar de los problemas más graves que aquejan a la sociedad.
Los estereotipos más frecuentes para ejercer la deslegitimación de un grupo son:
La deshumanización del otro grupo (por ejemplo: ignorantes, animales, bestias).
La marginación como categorización de un grupo como si hubiese violado alguna norma social
esencial (por ejemplo: villero, chorro, ilegal).
La caracterización basada en rasgos o atributos considerados como muy negativos e
inaceptables (por ejemplo: vagos, borrachos, sucios, usurpadores)(24).
23 - Valiente, E. y Szulik, D. (1999) “El rechazo a los trabajadores inmigrantes de países vecinos en la ciudad de
Buenos Aires. Aproximaciones para su interpretación”. En Margulis, M. (editor). La segregación negada. Buenos Aires,
Editorial Biblos.
24 - Blázquez-Ruiz, F. J. (1996) Diez palabras claves son racismo y xenofobia. Navarra: Editorial Verbo Divino.
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Discriminación
En general, el concepto de discriminación forma parte de nociones de sentido común, lo cual predispone al
uso ambiguo y acrítico del término. Cuando en general se habla sobre algo aunque nadie sepa muy bien de
qué se trata, allí estamos muchas veces ante una noción de sentido común.
Ante todo hay que señalar que discriminación no es sinónimo de exclusión social, aclaración necesaria pues
es común la identificación entre ambos procesos.
Carlos Belvedere(25), cuya línea argumentativa expondremos a continuación, puntualiza que la confusión
anterior proviene de tratar la cuestión en el terreno de los resultados, no de los procesos.
La discriminación tiene su especificidad más en las características de la acción que en las consecuencias, de
allí que si uno se fija únicamente en los resultados no habría una clara distinción entre discriminación,
exclusión, xenofobia, racismo y otras nociones relacionadas.
Belvedere destaca que, para el sentido común, discriminar sería excluir a alguien de determinados lugares
(de la política, del acceso a la educación, etc.). Pero discriminar no sería excluir a alguien de determinado
sitio, sino hacerlo de cierto modo. Entonces el “cómo” es más importante que el “dónde”.
El “cómo” para Belvedere sería lo siguiente: discriminar consiste en un proceso reificador.
Reificar es considerar como cosa algo que no lo es, en última instancia es atribuir cierta identidad a otro y
naturalizar dicha identidad, o sea, considerarla fija, inamovible.
Discriminar significa tener una creencia dogmática, persistente sobre otro; para quienes creen o atribuyen
identidades cosificadas, no hay argumento posible que sirva para demostrar que alguien no es como se
piensa.
Entonces, Belvedere define discriminación como excluir socialmente a alguien pero –aquí viene la
especificidad del concepto- en función de una identidad social construida sobre la base de estereotipos
sustentados dogmáticamente.
Finalmente, no hay que olvidar que la discriminación es un fenómeno social, es decir, una
creencia colectiva que ha alcanzado cierto grado de legitimación (social) y, en casos
extremos, de institucionalización.
Veamos un ejemplo que permita aplicar la definición expuesta.
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Cuando se habla de “bolita” el término alude no exclusivamente a ciudadanos bolivianos sino
a cierto tipo social. Un “bolita” puede ser excluido de ciertos ámbitos (ciertos espacios del
mercado laboral, oportunidades laborales y sociales, sitios de recreación como un boliche, etc.)
a partir de un estereotipo que ha constituido una identidad social sustentada dogmáticamente.
Dicho estereotipo se construye a partir de ciertos aspectos superficiales, poco relevantes (como el color de
piel, cierta contextura física), al cual se le adscriben otros rasgos que se consideran articulados de manera
inescindibles: sucios, delincuentes, sumisos, afectos al trabajo manual, poca inteligencia, entre otros.
Además este estereotipo tiene una fuerte legitimación social, lo cual se expresa en el uso peyorativo e
insultante del término “bolita” –más allá de su procedencia nacional- como modo de deslegitimación de otros
que reúnan cierta caracterología física pasible de ser sustrato de la adjetivación mencionada, por ejemplo en
estadios de fútbol.
25 - Belvedere, C. (2002) De sapos y cocodrilos. La lógica elusiva de la discriminación social. Buenos Aires: Editorial
Biblos.
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Genocidio y etnocidio
Pierre Clastres(26) señala que el concepto de genocidio tomó estatus jurídico durante el
juicio de Nuremberg, para calificar el exterminio sistemático de judíos europeos por el nazismo.
Pero, si el genocidio antisemita fue el primero en ser juzgado por la ley, no fue el primero en la
historia de la humanidad.
Por ejemplo, a partir de 1492 se puso en marcha una maquinaria de destrucción sistemática de
las poblaciones aborígenes en América, genocidio que por su amplitud demográfica tiene pocos
equivalentes.
Es a partir de la historia de América que un etnólogo, Robert Jaulin, formula el concepto de
etnocidio pues las poblaciones de nuestro continente han sido víctimas de ambas formas de
criminalidad.
Si el concepto de genocidio tiene como sustrato la idea de raza y el exterminio físico directo, el de
etnocidio se refiere a la destrucción de la cultura.
Es decir, el genocidio es la eliminación directa de un pueblo, el etnocidio destruye el espíritu de un
pueblo, sus prácticas culturales, sus formas de pensamiento, aquello que le da razón para vivir. Por eso, el
etnocidio tiene consecuencias diferidas en el tiempo, sus mecanismos de eliminación son a largo plazo.
Para P. Clastres, el etnocidio y el genocidio comparten una visión negativa del Otro, pero difieren en el
tratamiento que le dan:
El genocida quiere la muerte física, directa, los “otros” son irrecuperables.
En cambio, el etnocidio supone reconocer que los “otros” son recuperables, pero si se
subordinan y asimilan la cultura que se les impone.
Piensen ustedes en las políticas impuestas –desde la época de la conquista- sobre las numerosas etnias de
América para comprender lo que es el etnocidio, las políticas culturales de homogeneización construidas
con la creación de los Estados Nacionales (uniformidad lingüística, religiosa, cultural en el más amplio
sentido, etc.).
Cabe señalar que la práctica etnocida se asienta sobre un carácter etnocéntrico. El etnocentrismo parte de
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dos axiomas:
1. el primero de ellos afirma que hay culturas superiores e inferiores y
2. el segundo proclama que la propia es la cultura superior.
Por lo tanto, etnocentrismo se puede definir como la práctica de medir con los propios parámetros, con los
valores de la propia cultura a las demás.
Ahora bien, pareciera que toda cultura tiene rasgos etnocéntricos, aún las culturas llamadas primitivas,
toda cultura se reconoce como “la cultura privilegiada” en oposición a las demás (los guaraníes se llaman
“Ava” y los esquimales “Innuit”, esto significa los “hombres”, y los “otros” son designados siempre de
manera injuriante, muchas veces reduciéndolos a la condición de animalidad).
Entonces, pareciera que el carácter etnocéntrico –en última instancia- es una propiedad inherente a toda
formación cultural. Sin embargo, hay que formular cierta precisión pues el espíritu etnocéntrico no puede
volver equivalente a la cultura guaraní con una potencia colonial europea del siglo XIX.
En este sentido Clastres destaca que si bien la mayor parte de las culturas se consideran a sí
mismas superiores, no todas son etnocidas. Dicho autor caracteriza a la cultura occidental
como fundamentalmente etnocida y destaca que la razón de ello es su régimen económico de
producción, en otras palabras, el capitalismo.
Clastres subraya “La sociedad industrial, la más formidable máquina de producir, es por esto la
más terrible máquina de destruir. Razas, sociedades, individuos, espacios, naturaleza, mares,
bosques, subsuelo: todo es útil, todo debe ser utilizado, todo debe ser productivo, ganado para
una productividad llevada a su máxima intensidad.”(27).
Hasta aquí hemos intentado una aproximación analítica a diferentes términos que muchas veces son
utilizados de manera indiscriminada, con lo cual pierde su fuerza conceptual y su riqueza categorial.
Pero, más allá de cualquier precisión conceptual, me interesaría rescatar algunos aspectos que Mario
Margulis señala en el artículo que tienen como lectura obligatoria
Todos los conceptos designan mecanismos que favorecen los procesos de dominación y
opresión de minorías.
En última instancia, no es conveniente favorecer arduas discusiones sobre la nominación de
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estos procesos, pues ello puede hacer olvidar la arbitrariedad social que se pretende demostrar
y combatir.
La mayor parte de los conceptos con que estamos trabajando sólo describen imperfectamente
el objeto de estudio, de modo que habría que aceptar la utilización de la mayoría de los
conceptos con un sentido más amplio, laxo, no tan estricto (por ejemplo, racismo no apela
exclusivamente al concepto de raza, ni etnocentrismo pivotea sólo sobre la noción de etnia, ni
xenofobia designa el rechazo a todos los extranjeros, sino sólo a los que portan ciertas
características)
26 - Clastres, Pierre. “Sobre el etnocidio”. En Clastres P. Investigaciones de Antropología Política. Buenos Aires:
Editorial Gedisa.
27 - Clastres, Pierre. Ob.Cit. Pág. 63.
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Lecturas sugeridas
Balibar, E. y Wallerstein, I. (1991). Raza, nación y clase . Madrid: Editorial Iepala.
Wieviorka, M. (1992). El espacio del racismo. Barcelona: Editorial Paidós.
Margulis, M. (editor) (1999). La segregación negada. Cultura y discriminación social. Buenos
Aires: Editorial Biblos.
Belvedere, C. (2002) De sapos y cocodrilos. La lógica elusiva de la discriminación social.
Buenos Aires: Editorial Biblos.
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