consejos para escribir cuentos
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CONSEJOS PARA ESCRIBIR CUENTOSSobre El Cuento De Hadas
J.R.R. Tolkien
Mi propósito es hablar de los cuentos de hadas, aunque bien sé que ésta es una empresa arriesgada.
Fantasía es una tierra peligrosa, con trampas para los incautos y mazmorras para los temerarios. Y de
temerario se me puede tildar, porque, aunque he sido un aficionado a tales cuentos desde que aprendí a
leer y en ocasiones les he dedicado mis lucubraciones, no los he estudiado, en cambio, como profesional.
Apenas si en esa tierra he sido algo más que un explorador sin rumbo (o un intruso), lleno de asombro,
pero no de preparación. Ancho, alto y profundo es el reino de los cuentos de hadas y lleno todo él de
cosas diversas: hay allí toda suerte de bestias y pájaros; mares sin riberas e incontables estrellas;
belleza que embelesa y un peligro siempre presente; la alegría, lo mismo que la tristeza, son afiladas
como espadas. Tal vez un hombre pueda sentirse dichoso de haber vagado por ese reino, pero su misma
plenitud y condición arcana atan la lengua del viajero que desee describirlo. Y mientras está en él le
resulta peligroso hacer demasiadas preguntas, no vaya a ser que las puertas se cierren y desaparezcan
las llaves.
Hay, con todo, algunos interrogantes que quien ha de hablar de cuentos de hadas espera por fuerza
resolver, intenta hacerlo cuando menos, piensen lo que piensen de su impertinencia los habitantes de
Fantasía. Por ejemplo: ¿qué son los cuentos de hadas?, ¿cuál es su origen?, ¿para qué sirven? Trataré de
dar contestación a estas preguntas, u ofrecer al menos las pistas que yo he espigado...,
fundamentalmente en los propios cuentos, los pocos que yo conozco de entre tantos como hay.
¿Qué es un cuento de hadas? En vano acudirán en este caso al Oxford English Dictionary. No contiene
alusión ninguna a la combinación cuento-hada, y de nada sirve en el tema de las hadas en general. En el
Suplemento, cuento de hadas presenta una primera cita del año 1750, y se constata que su acepción
básica es: a) un cuento sobre hadas o, de forma más general, una leyenda fantástica; b) un relato irreal
e increíble, y c) una falsedad.
Las dos últimas acepciones, como es lógico, harían mi tema desesperadamente extenso. Pero la primera
se queda demasiado corta. No demasiado corta para un ensayo, pues su amplitud ocuparía varios libros,
sino para cubrir el uso real de la palabra. Y lo es en particular si aceptamos la definición de las hadas que
da el lexicógrafo: «Seres sobrenaturales de tamaño diminuto, que la creencia popular supone
poseedores de poderes mágicos y con gran influencia para el bien o para el mal sobre asuntos
humanos».
"Sobrenatural" es una palabra peligrosa y ardua en cualquiera de sus sentidos, los más amplios o los
más reducidos, y es difícil aplicarla a las hadas, a menos que "sobre" se tome meramente como prefijo
superlativo. Porque es el hombre, en contraste, quien es sobrenatural (y a menudo de talla reducida),
mientras que ellas son naturales, muchísimos más naturales que él. Tal es su sino. El camino que lleva a
la tierra de las hadas no es el del Cielo; ni siquiera, imagino, el del Infierno, a pesar de que algunos han
sostenido que puede llevar indirectamente a él, como diezmo que se paga al Diablo.
EL CUENTO DE HADAS Y FANTASÍA
...La mayor parte de los buenos cuentos de hadas trataban de las aventuras de los hombres en el País
Peligroso o en sus oscuras fronteras. Y es natural que así sea; pues si los elfos son reales y de verdad
existen con independencia de nuestros cuentos sobre ellos, entonces también resulta cierto que los elfos
no se preocupan básicamente de nosotros, ni nosotros de ellos. Nuestros destinos discurren por sendas
distintas y rara vez se cruzan. Incluso en las fronteras mismas de Fantasía sólo los encontraremos en
alguna casual encrucijada de caminos. La definición de un cuento de hadas -qué es o qué debiera ser-
no depende, pues, de ninguna definición ni de ningún relato histórico de elfos o de hadas, sino de la
naturaleza de Fantasía: el Reino Peligroso mismo y que sopla en ese país. No intentaré definir tal cosa, ni
describirla por vía directa. No hay forma de hacerlo. Fantasía no puede quedar atrapada en una red de
palabras; porque una de sus cualidades es la de ser indescriptible, aunque no imperceptible. Consta de
muchos elementos diferentes, pero el análisis no lleva necesariamente a descubrir el secreto del
conjunto. Confío, sin embargo, que lo que después he de decir sobre los otros interrogantes suministrará
algunos atisbos de la visión imperfecta que yo tengo de Fantasía. Por ahora, sólo diré que un cuento de
hadas es aquel que alude o hace uso de Fantasía, cualquiera que sea su finalidad primera: la sátira, la
aventura, la enseñanza moral, la ilusión. La misma Fantasía puede tal vez traducirse, con mucho tino,
por Magia, pero es una magia de talante y poder peculiares, en el polo opuesto a los vulgares recursos
del mago laborioso y técnico.
Hay una salvedad: lo único de lo que no hay que burlarse, si alguna burla hay en el cuento, es la misma
magia. Se la ha de tomar en serio en el relato, y no se la ha de poner en solfa ni se la ha de justificar. El
poema medieval Sir Gawain y el Caballero Verde es un ejemplo admirable de ello.
LA MÁGICA INVENCIÓN DEL ADJETIVO
...La mente humana, dotada de los poderes de generalización y abstracción, no sólo ve hierba verde,
diferenciándola de otras cosas (y hallándola agradable a la vista), sino que ve que es verde, además de
verla como hierba. Qué poderosa, qué estimulante para la misma facultad que lo produjo fue la
invención del adjetivo: no hay en fantasía hechizo ni encantamiento más poderoso. Y no ha de
sorprendernos: podría ciertamente decirse que tales hechizos sólo son una perspectiva diferente del
adjetivo, una parte de la oración en una gramática mítica. La mente que pensó en ligero, pesado, gris,
amarillo, inmóvil y veloz también concibió la noción de la magia que haría ligeras y aptas para el vuelo
las cosas pesadas, que convertiría el plomo gris en oro amarillo y la roca inmóvil en veloz arroyo. Si pudo
hacer una cosa, también la otra; e hizo las dos, inevitablemente. Si de la hierba podemos abstraer lo
verde, del cielo lo azul y de la sangre lo rojo, es que disponemos ya del poder del encantador. A cierto
nivel. Y nace el deseo de esgrimir ese poder en el mundo exterior a nuestras mentes. De aquí no se
deduce que vayamos a usar bien de ese poder en un nivel determinado; podemos poner un Verde
horrendo en el rostro de un hombre y obtener un monstruo; podemos hacer que brille una extraña y
temible luna azul; o podemos hacer que los bosques se pueblen de hojas de plata y que los carneros se
cubran de vellocinos de oro; y podemos poner ardiente fuego en el vientre del helado saurio. Y con tal
"fantasía" que así se la denomina, se crean nuevas formas. Es el inicio de Fantasía. El Hombre se
convierte en subcreador.
Así, el poder esencial de Fantasía es hacer inmediatamente efectivas a voluntad las visiones
"fantásticas". No todas son hermosas, ni incluso ejemplares; no al menos las fantasías del Hombre caído.
Y con su propia mancha ha mancillado a los elfos, que sí tienen ese poder real o imaginario. En mi
opinión, se tiene muy poco en cuenta este aspecto de la "mitología": subcreación más que
representación o que interpretación simbólica de las bellezas y los terrores del mundo.
EN EL MUNDO SECUNDARIO
...Naturalmente que los niños son capaces de una fe literaria cuando el arte del escritor de cuentos es lo
bastante bueno como para producirla. A esa condición de la mente se la ha denominado "voluntaria
suspensión de la incredulidad". Más no parece que ésa sea una buena definición de lo que ocurre. Lo que
en verdad sucede es que el inventor de cuentos demuestra ser un atinado "subcreador". Construye un
Mundo Secundario en el que tu mente puede entrar. Dentro de él, lo que se relata es "verdad": está en
consonancia con las leyes de ese mundo. Crees en él, pues, mientras estás, por así decirlo, dentro de él.
Cuando surge la incredulidad, el hechizo se quiebra; ha fallado la magia, o más bien el arte. Y vuelve a
situarte en el Mundo Primario, contemplando desde fuera el pequeño Mundo Secundario que no cuajó. Si
por benevolencia o por las circunstancias te ves obligado a seguir en él, entonces habrás de dejar
suspensa la incredulidad (o sofocarla); porque si no, ni tus ojos ni tus oídos lo soportarán. Pero esta
interrupción de la incredulidad sólo es un sucedáneo de la actitud auténtica, un subterfugio del que
echamos mano cuando condescendemos con juegos e imaginaciones, o cuando (con mayor o menor
buena gana) tratamos de hallar posibles valores en la manifestación de un arte a nuestro juicio fallido.
LA FANTASÍA Y LA SUBCREACIÓN
...La mente del hombre tiene capacidad para formar imágenes de cosas que no están de hecho
presentes. La facultad de concebir imágenes recibe o recibió el nombre lógico de Imaginación. Pero en
los últimos tiempos y en el lenguaje especializado, no en el de todos los días, se ha venido considerando
a la Imaginación como algo superior a la mera formación de imágenes, adscrito al campo operacional de
lo Fantasioso, forma reducida y peyorativa del viejo término Fantasía; se está haciendo, pues, un intento
para reducir, yo diría que de forma inadecuada, la Imaginación al "poder de otorgar a las criaturas de
ficción la consistencia interna de la realidad".
...El logro de la expresión que proporciona (o al menos así lo parece) "la consistencia interna de la
realidad" es ciertamente otra cosa, otro aspecto, que necesita un nombre distinto: el de Arte, el eslabón
operacional entre la Imaginación y el resultado final, la Subcreación. Para el fin que ahora me propongo
preciso de un término que sea capaz de abarcar a la vez el mismísimo Arte Subcreativo y la cualidad de
sorpresa y asombro expositivos que se derivan de la imagen: una cualidad esencial en los cuentos de
hadas. Me propongo, pues, arrogarme los poderes de Humpty-Dumpty y usar de la Fantasía con ese
propósito; es decir, con la intención de combinar su uso más tradicional y elevado (equivalente a
Imaginación) con las nociones derivadas de "irrealidad" (o sea, disimilitud con el Mundo Primario) y
liberación de la esclavitud del "hecho" observado; la noción, en pocas palabras, de lo fantástico. Soy
consciente, y con gozo, de los nexos etimológicos y semánticos entre la fantasía y las imágenes de cosas
que no sólo "no están realmente presentes", sino que con toda certeza no vamos a poder encontrar en
nuestro mundo primario, o que en términos generales creemos imposibles de encontrar. Pero, aun
admitiendo esto, no puedo aceptar un tono peyorativo. Que sean imágenes de cosas que no pertenecen
al mundo primario (si tal es posible) resulta una virtud, no un defecto. En este sentido, la fantasía no es,
creo yo, una manifestación menor sino más elevada, del Arte, casi su forma más pura, y por ello -cuando
se alcanza- la más poderosa. La fantasía, claro, arranca con una ventaja: la de domeñar lo inusitado.
Pero esta ventaja se ha vuelto en su contra y ha contribuido a su descrédito. A mucha gente le
desagrada que la «dominen». Les desagrada cualquier manipulación del Mundo Primario o de los escasos
reflejos del mismo que les resultan familiares. Confunde, por tanto, estúpida y a veces
malintencionadamente, la Fantasía con los Sueños, en los que el Arte no existe, con los desórdenes
mentales, donde ni siquiera se da un control, y con las visiones y alucinaciones.
...Crear un Mundo Secundario en el que un sol verde resulte admisible, imponiendo una Creencia
Secundaria, ha de requerir con toda certeza esfuerzo e intelecto, y ha de exigir una habilidad especial,
algo así como la destreza élfica. Pocos se atreven con tareas tan arriesgadas. Pero cuando se intentan y
alcanzan, nos encontramos ante un raro logro del Arte: auténtico arte narrativo, fabulación en su estadio
primario y más puro.
FANTASÍA Y RENOVACIÓN
...La Renovación, que incluye una mejoría y el retorno de la salud, es un volver a ganar: volver a ganar la
visión prístina. No digo "ver las cosas tal cual son" para no enzarzarme con los filósofos, si bien podría
aventurarme a decir "ver las cosas como se supone o se suponía que debíamos hacerlo", como objetos
ajenos a nosotros. En cualquier caso, necesitamos limpiar los cristales de nuestras ventanas para que las
cosas que alcanzamos a ver queden libres de la monotonía del empañado cotidiano o familiar; y de
nuestro afán de posesión.
...Los cuentos de hadas, naturalmente, no son el único medio de renovación o de profilaxis contra el
extravío. Basta con la humildad. Y para ellos en especial, para los humildes, está Mooreeffoc, es decir la
Fantasía de Chesterton. Mooreeffoc es una palabra imaginada, aunque se la pueda ver escrita en todas
la ciudades de este país. Se trata del rótulo "Coffee-room", pero visto en una puerta de cristal y desde el
interior, como Dickens lo viera un oscuro día londinense. Chesterton lo usó para destacar la originalidad
de las cosas cotidianas cuando se nos ocurre contemplarlas desde un punto de vista diferente del
habitual. La mayoría estaría de acuerdo en que este tipo de fantasía es ya suficiente; y en que siempre
abundarán materiales que la nutran. Pero sólo tiene, creo yo, un poder limitado, por cuanto su única
virtud es la de renovar la frescura de nuestra visión. La palabra Mooreeffoc puede hacernos comprender
de repente que Inglaterra es un país harto extraño, perdido en cualquier remota edad apenas
contemplada por la historia o bien en un futuro oscuro que sólo con la máquina del tiempo podemos
alcanzar; puede hacernos ver la sorprendente rareza e interés de sus gentes, y sus costumbres y hábitos
alimentarios. Pero no puede lograr más que eso: actuar como un telescopio del tiempo enfocado sobre
un solo punto. La fantasía creativa, por cuanto trata de forma fundamental de hacer algo más -de
recrear algo nuevo-, es capaz de abrir nuestras arcas y dejar volar como a pájaros enjaulados los objetos
allí encerrados. Las gemas todas se tornarán en flores o llamas, y será un aviso de que todo lo que
poseían (o conocían) era peligroso y fuerte, y que no estará en realidad verdaderamente encadenado,
sino libre e indómito; sólo de ustedes en cuanto que era ustedes mismos.
ENTREVISTA A JUAN RULFO*
J. S. Primero, señor Rulfo, ¿quisiera usted comentar un poco su formación como escritor?
J. R. Bueno, en realidad es un poco difícil buscar el origen de esa formación. No fue una formación
formal, sino más bien arbitraria, si se quiere, basada en lecturas no sistemáticas sino de cuanta cosa me
caía en las manos. Por lo tanto no hubo una disciplina formal -una búsqueda tal vez de algo que gustara,
que tuviera aspectos humanos coincidentes.
J. S. ¿Entre estas lecturas más o menos caóticas, pues, había algunas obras que tuvieran una
importancia especial?
J. R. Pues sí. Entre ellas, las obras de Knut Hamsun, las cuales leí -absorbí realmente- en una edad
temprana. Tenía unos catorce o quince años cuando descubrí este autor, quien me impresionó mucho,
llevándome a planos antes desconocidos. A un mundo brumoso, como es el mundo nórdico, ¿no? Pero
que al mismo tiempo me sustrajo de esta situación tan luminosa donde vivimos nosotros -este país tan
brillante, con esa luz tan intensa. Quizá por cierta tendencia a buscar precisamente algo nublado, algo
matizado, no tan duro y tan cortante como era el ambiente en que uno vivía. Entonces, de los autores
nórdicos, Knut Hamsun fue en realidad el principio, pero después continué buscándolos, leyéndolos,
hasta que agoté los pocos autores conocidos en ese tiempo, como Boyersen, Jens Peter Jacobsen, Selma
Lagerlof. Para mí fue un verdadero descubrimiento Halldor Laxness -eso fue mucho antes de que
recibiera el premio Nobel. De modo que yo sentía una especie de simpatía hacia esos autores. Me daban
una impresión más justa, o mejor, más optimista que el mundo un poco áspero como era el nuestro.
J. S. Y en literatura mexicana, por ejemplo en la novela de la Revolución Mexicana, ¿hizo lecturas
también?
J. R. Sí. Efectivamente, la novela de la Revolución Mexicana me dio más o menos una idea de lo que
había sido la Revolución. Yo conocí la historia a través de la narrativa. Ahí comprendí qué había sido la
Revolución. No me tocó vivirla. Reconozco que fueron esos autores, hoy subestimados, los que
realmente abrieron el ciclo de la novela mexicana. Por ejemplo, Rafael F. Muñoz, Azuela, Martín Luis
Guzmán, López y Fuentes sobre todo en Campamento, más que en el resto de su obra. De Muñoz es
importante Se llevaron el cañón para Bachimba. También su novela histórica sobre Santa Anna, que
trata irónicamente a este personaje de la historia mexicana.
J. S. ¿Y había leído a Yañez antes de empezar a escribir?
J. R. Sí, había leído Al filo del agua antes de escribir Pedro Páramo.
J. S. ¿Podría dar una idea de cómo llegó a encontrar la manera de escribir Pedro Páramo?
J. R. Pues en primer lugar, fue una búsqueda de estilo. Tenía yo los personajes y el ambiente. Estaba
familiarizado con esa región del país, donde había pasado la infancia, y tenía muy ahondadas esas
situaciones. Pero no encontraba un modo de expresarlas. Entonces simplemente lo intenté hacer con el
lenguaje que yo había oído de mi gente, de la gente de mi pueblo. Había hecho otros intentos -de tipo
lingüístico- que habían fracasado porque me resultaban poco académicos y más o menos falsos. Eran
incomprensibles en el contexto del ambiente donde yo me había desarrollado. Entonces el sistema
aplicado finalmente, primero en los cuentos, después en la novela, fue utilizar el lenguaje del pueblo, el
lenguaje hablado que yo había oído de mis mayores, y que sigue vivo hasta hoy.
J. S. ¿Cómo ve usted el hecho de que algunos críticos digan que Pedro Páramo es una novela oscura?
J. R. Bueno, para mí también, en realidad, es oscura. Creo que no es una novela de lectura fácil. Sobre
todo intenté sugerir ciertos aspectos, no darlos. Quise cerrar los capítulos de una manera total. Se trata
de una novela en que el personaje central es el pueblo. Hay que notar que algunos críticos toman como
personaje central a Pedro Páramo. En realidad es el pueblo. Es un pueblo muerto donde no viven más
que ánimas, donde todos los personajes están muertos, y aun quien narra está muerto. Entonces no hay
un límite entre el espacio y el tiempo. Los muertos no tienen tiempo ni espacio. No se mueven en el
tiempo ni en el espacio. Entonces así como aparecen, se desvanecen. Y dentro de este confuso mundo,
se supone que los únicos que regresan a la tierra (es una creencia muy popular) son las ánimas, las
ánimas de aquéllos muertos que murieron en pecado. Y como era un pueblo en que casi todos morían en
pecado, pues regresaban en su mayor parte. Habitaban nuevamente el pueblo, pero eran ánimas, no
eran seres vivos.
J. S. Otra pregunta para mí importante: ¿cómo se compagina la visión de un mundo muerto, y por
implicación de un México muerto; la visión tan pesimista en donde se niega la progresión del hombre en
el tiempo, cómo compaginar esa interpretación tan amarga con la de Juan Rulfo, persona e individuo?
J. R. Bueno, es que en realidad nunca he usado, ni en los cuentos ni en Pedro Páramo, nada
autobiográfico. No hay páginas allí que tengan que ver con mi persona ni con mi familia. No utilizo nunca
la autobiografía directa. No es porque yo tenga algo en contra de ese modo novelístico. Es simplemente
porque los personajes conocidos no me dan la realidad que necesito, y que me dan los personajes
imaginados.
J. S. Pero se supone que una novela refleja la visión del mundo que tiene su autor.
J. R. Tal vez en lo profundo haya algo que no esté planteado en forma clara en la superficie de la novela.
Yo tuve una infancia muy dura, muy difícil. Una familia que se desintegró muy fácilmente en un lugar
que fue totalmente destruido. Desde mi padre y mi madre, inclusive todos los hermanos de mi padre
fueron asesinados. Entonces viví en una zona de devastación. No sólo de devastación humana, sino de
devastación geográfica. Nunca encontré ni he encontrado hasta la fecha, la lógica de todo eso. No se
puede atribuir a la Revolución. Fue más bien una cosa atávica, una cosa de destino, una cosa ilógica.
Hasta hoy no he encontrado el punto de apoyo que me muestre por qué en esta familia mía sucedieron
en esa forma, y tan sistemáticamente, esa serie de asesinatos y de crueldades.
J. S. Volviendo al arte de escribir novelas, ¿cómo es el proceso de creación de un personaje?
J. R. No puedo saber hasta ahora qué es lo que me lleva a tratar los temas de mi obra narrativa. No
tengo un sentido crítico-analítico preestablecido. Simplemente me imagino un personaje y trato de ver a
dónde este personaje, al seguir su curso, me va a llevar. No trato yo de encauzarlo, sino de seguirlo
aunque sea por caminos oscuros. Yo empiezo primero imaginándome un personaje. Tengo la idea exacta
de cómo es ese personaje. Y entonces lo sigo. Sé que no me va a llevar de una manera en secuencia,
sino que a veces va a dar saltos. Lo cual es natural, pues la vida de un hombre nunca es continua. Sobre
todo si se trata de hechos. Los hechos humanos no siempre se dan en secuencia. De modo que yo trato
de evitar momentos muertos, en que no sucede nada. Doy el salto hasta el momento cuando al
personaje le sucede algo, cuando se inicia una acción, y a él le toca accionar, recorrer los sucesos de su
vida.
J. S. Cambiando un poco el enfoque de esta conversación, ¿diría usted que Pedro Páramo es novela de
negación?
J. R. No, en lo absoluto. Simplemente se niegan algunos valores que tradicionalmente se han
considerado válidos. Para mí, en lo personal, estos valores no lo son. Por ejemplo, en la cuestión de la
creencia, de la fe. Yo fui criado en un ambiente de fe, pero sé que la fe allí ha sido trastocada a tal grado
que aparentemente se niega que estos hombres crean, que tengan fe en algo. Pero en realidad
precisamente porque tienen fe en algo, por eso han llegado a ese estado. Me refiero a un estado casi
negativo. Su fe ha sido destruida. Ellos creyeron alguna vez en algo, los personajes de Pedro Páramo,
aunque siguen siendo creyentes, en realidad su fe está deshabitada. No tienen un asidero, una cosa de
dónde aferrarse. Tal vez en este sentido se estima que la novela es negativa. Esto me hace pensar en
aquellas personas que piensan que la justicia más justa es la mejor de todas las justicias, cuando es la
más grande de las injusticias. Así, en estos casos la fe fanática produce precisamente la antifé, la
negación de la fe. Debo hacer una advertencia. Yo procedo de una región donde se produjo más que una
revolución -la Revolución Mexicana, la conocida-, en donde se produjo asimismo la revolución cristera.
En ésta los hombres combatieron unos en contra de otros sin tener fe en la causa que estaban peleando.
Creían combatir por su fe, por una causa santa, pero en realidad, si se mirara con cuidado cuál era la
base de su lucha, se encontraría uno que esos hombres eran los más carentes de cristianismo.
J. S. Puesto que ya se refirió a su región (Jalisco), ¿no quiere elaborar un poco la personalidad histórica de
esa zona?
J. R. Sí, porque hay que entender la historia para entender este fanatismo de que hemos venido
hablando. Yo soy de una zona donde la conquista española fue demasiado ruda. Los conquistadores ahí
no dejaron ser viviente. Entraron a saco, destruyeron la población indígena, y se establecieron. Toda la
región fue colonizada nuevamente por agricultores españoles. Pero el hecho de haber exterminado a la
población indígena les trajo una característica muy especial, esa actitud criolla que hasta cierto punto es
reaccionaria, conservadora de sus intereses creados. Son intereses que ellos consideraban inalienables.
Era lo que ellos cobraban por haber participado en la conquista y en la población de la región. Entonces
los hijos de los pobladores, sus descendientes, siempre se consideraron dueños absolutos. Se oponían a
cualquier fuerza que pareciera amenazar su propiedad. De ahí la atmósfera de terquedad, de
resentimiento acumulado desde siglos atrás, que es un poco el aire que respira el personaje Pedro
Páramo desde su niñez. Ahora, para cerrar esta plática, vuelvo al punto del posible negativismo de Pedro
Páramo. No creo que sea negativo, sino más bien algo como lo contrario, poner en tela de juicio estas
tradiciones nefastas, estas tendencias inhumanas que tienen como únicas consecuencias la crueldad y el
sufrimiento.
DECÁLOGO PARA CUENTISTAS
Julio Ramón Ribeyro
1. El cuento debe contar una historia. No hay cuento sin historia. El cuento se ha hecho para que el lector
pueda a su vez contarlo.
La historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real debe parecer inventada, y si es inventada,
real.
El cuento debe ser de preferencia breve, de modo que pueda leerse de un tirón.
La historia contada por el cuento debe entretener, conmover, intrigar o sorprender, si todo ello junto,
mejor. Si no logra ninguno de estos efectos, no sirve como cuento.
El estilo del cuento debe ser directo, sencillo, sin aspavientos ni digresiones. Dejemos eso para la poesía
o la novela.
El cuento debe solo mostrar, no enseñar. De otro modo sería una moraleja.
El cuento admite todas las técnicas: diálogo, monólogo, narración pura y simple, epístola, collage de
textos ajenos, etc., siempre y cuando la historia no se diluya y pueda el lector reducirla a su expresión
oral.
El cuento debe partir de situaciones en las que el o los personajes viven un conflicto que los obliga a
tomar una decisión que pone en juego su destino.
En el cuento no deben haber tiempos muertos ni sobrar nada. Cada palabra es absolutamente
imprescindible.
El cuento debe conducir necesaria, inexorablemente a un solo desenlace, por sorpresivo que sea. Si el
lector no acepta el desenlace es que el cuento ha fallado.
Diez mandamientos para escribir con estilo
FRIEDRICH NIETZSCHE
Lo que importa más es la vida: el estilo debe vivir.
El estilo debe ser apropiado a tu persona, en función de una persona determinada a la que quieres
comunicar tu pensamiento.
Antes de tomar la pluma, hay que saber exactamente cómo se expresaría de viva voz lo que se tiene
que decir. Escribir debe ser sólo una imitación.
El escritor está lejos de poseer todos los medios del orador. Debe, pues, inspirarse en una forma de
discurso muy expresiva. Su reflejo escrito parecerá de todos modos mucho más apagado que su modelo.
La riqueza de la vida se traduce por la riqueza de los gestos. Hay que aprender a considerar todo como
un gesto: la longitud y la cesura de las frases, la puntuación, las respiraciones; También la elección de
las palabras, y la sucesión de los argumentos.
Cuidado con el período. Sólo tienen derecho a él aquellos que tienen la respiración muy larga hablando.
Para la mayor parte, el período es tan sólo una afectación.
El estilo debe mostrar que uno cree en sus pensamientos, no sólo que los piensa, sino que los siente.
Cuanto más abstracta es la verdad que se quiere enseñar, más importante es hacer converger hacia ella
todos los sentidos del lector.
El tacto del buen prosista en la elección de sus medios consiste en aproximarse a la poesía hasta rozarla,
pero sin franquear jamás el límite que la separa.
No es sensato ni hábil privar al lector de sus refutaciones más fáciles; es muy sensato y muy hábil, por el
contrario, dejarle el cuidado de formular él mismo la última palabra de nuestra sabiduría.
LA NOVELA: PRÓLOGO A PEDRO Y JUAN
Guy de Maupassant
No es mi intención abogar a favor de la novelita que sigue. Por el contrario, las ideas que intentaré hacer
comprender implicarían más bien la crítica del género llamado de estudio psicológico, estudio que he
emprendido en Pedro y Juan.
Voy a ocuparme de la novela en general.
No soy el único a quien los mismos críticos dirigen el mismo reproche cada vez que aparece un nuevo
libro.
Entre las frases de elogio, encuentro por lo general la siguiente, debida a las mismas plumas:
“El mayor defecto de esta obra es que, propiamente hablando, no es una novela”.
Ahora bien, podría responderse con el mismo argumento: “El mayor defecto del escritor que me honra
con su juicio es que no es un crítico”.
¿Cuáles son, en efecto, los caracteres esenciales de un crítico?
Es preciso que, sin prejuicio alguno, ni opiniones preconcebidas, sin ideas de escuela, sin compromisos
con ningún grupo de artistas, comprenda, distinga y explique las tendencias más opuestas, los
temperamentos más contrapuestos y admita las más diversas búsquedas del arte.
Así pues, el crítico que tras Manon Lescaut, Pablo y Virginia, Don Quijote, Las amistades peligrosas,
Werther, Las afinidades electivas, Clarisse Harlowe, Emile, Candide, Cincq-Mars, René, Los tres
mosqueteros, Mauprat, Papá Goriot, La prima Bette, Colomba, El rojo y el negro, Mademoiselle de
Maupin, Nuestra Señora de París, Salambó, Madame Bovary, Adolfo, El señor de Camors, L’assomoir,
Sapo, etcétera, se atreve a escribir también: “Esto es una novela y aquello no lo es”, me parece que está
dotado de una perspicacia que se asemeja mucho a la incompetencia. Por lo general, este crítico
entiende por novela una aventura más o menos verosímil, dispuesta como una obra teatral en tres actos,
de los que el primero contiene la exposición, el segundo la acción y el tercero el desenlace.
Este modo de componer es absolutamente admisible, pero a condición de que se acepten todos los
demás.
¿Existen reglas para escribir una novela, fuera de las cuales una historia escrita debiera llamarse de otro
modo?
Si Don Quijote es una novela, ¿no lo es también El rojo y el negro? Si El Conde de Montecristo es una
novela, ¿no lo es también L’assomoir? ¿Puede establecerse una comparación entre Las afinidades
colectivas de Goethe, Los tres mosqueteros de Dumas, Madame Bovary de Flaubert, El Señor de Camor
de M.O. Feuillet y Germinal de Zola? ¿Cuál de estas obras es una novela? ¿Cuáles son esas famosas
reglas? ¿De donde proceden? ¿Quién las ha establecido? ¿En virtud de qué principio, de qué autoridad y
de qué razonamientos?
No obstante, parece ser que esos críticos saben de una manera cierta, indudable, lo que constituye una
novela y lo que la distingue de otra que no lo es. Esto, sencillamente, significa que sin ser productores
están agrupados en una escuela y rechazan, a la manera de los mismos novelistas, todas las obras
concebidas y realizadas fuera de su estética.
En cambio, lo que debería hacer un crítico inteligente es buscar aquello que menos se parece a las
novelas ya escritas y estimular todo lo posible a los jóvenes para que emprendan nuevos caminos.
Todos los escritores, Victor Hugo igual que Zola, han reclamado con insistencia el derecho absoluto,
derecho indiscutible de componer, es decir, de imaginar u observar de acuerdo con su concepto personal
del arte. El talento procede de la originalidad que es una manera especial de pensar, de ver, de
comprender y de juzgar.
Así pues, el crítico que pretende definir la novela según la idea que de ella se ha forjado con arreglo a las
novelas que prefiere, y establecer ciertas reglas invariables de composición, luchará siempre contra un
temperamento de artista que aporte un nuevo procedimiento. Un crítico totalmente merecedor de este
nombre debería ser tan sólo un analista exento de tendencias, de preferencias, de pasiones, etcétera, y
apreciar tan sólo, al igual que un perito en pintura, el valor artístico del objeto de arte que se le somete.
Su comprensión, abierta a todo, debe absorber hasta tal punto su personalidad, que pueda descubrir y
alabar incluso los libros que no le satisfacen como hombre, pero que debe comprender como juez.
Pero la mayor parte de los críticos no son, en realidad, más que lectores, y el resultado es que nos
censuran casi siempre erróneamente o que nos elogian sin reserva y sin tino.
El lector, que únicamente busca en un libro satisfacer la tendencia natural de su espíritu, pide al escritor
que responda a su gusto predominante y califica invariablemente como bien escrita la obra o el párrafo
que agrada a su imaginación idealista, alegre, picaresca, triste, soñadora o positiva.
En suma, el público está compuesto por numerosos grupos que nos gritan:
«Consuélenme.» «Distráiganme.» «Entristézcanme.» «Enternézcanme.» «Háganme soñar.»
«Háganme reír.» «Hagan que me estremezca.» «Háganme llorar.» «Háganme pensar.»
Tan sólo algunos espíritus selectos piden al artista: «Escriban algo bello, en la forma que mejor les
cuadre, según su temperamento.»
El artista lo intenta y triunfa o fracasa.
El crítico sólo debe apreciar el resultado con arreglo a la naturaleza del esfuerzo; y no le asiste el
derecho a preocuparse de las tendencias.
Esto se ha escrito ya mil veces, pero habrá que seguir repitiéndolo.
Así pues, tras las escuelas literarias que han querido darnos una visión deformada, sobrehumana,
poética, enternecedora, encantadora o soberbia de la vida, vino una escuela realista o naturalista que
pretendió indicarnos la verdad, nada más que la verdad y toda la verdad.
Es preciso admitir con el mismo interés esas teorías de arte tan diferentes y juzgar las obras que
producen únicamente desde el punto de vista de su valor artístico, aceptando a priori las ideas generales
que les han dado vida.
Discutir el derecho que asiste a un escritor para hacer una obra poética o realista es quererle forzar a
modificar su temperamento, recusar su originalidad y no permitirle utilizar la visión y la inteligencia que
le proporcionó la naturaleza.
Echarle en cara que vea las cosas hermosas o feas, pequeñas o épicas, graciosas o siniestras, es como
reprocharle estar configurado de tal o cual manera y no tener una visión que concuerde con la nuestra.
Dejémoslo en libertad para comprender, observar, concebir como guste, mientras sea un artista.
Procuremos exaltarnos poéticamente para juzgar a un idealista y demostrémosle que su sueño es
mezquino, trivial, no lo bastante extravagante o magnífico. Pero si juzgamos a un naturalista,
indiquémosle en qué difiere la verdad de la vida de la verdad de su libro.
Es evidente que tan distintas escuelas han debido emplear procedimientos de composición totalmente
opuestos.
El novelista que transforma la verdad constante, brutal y desagradable, para lograr una aventura
excepcional y seductora, debe, sin preocuparse demasiado por la verosimilitud, manejar a su antojo los
acontecimientos, prepararlos y arreglarlos para complacer al lector, emocionarle o enternecerle. El plan
de su novela no es más que una serie de combinaciones ingeniosas que conducen con habilidad al
desenlace. Los incidentes se disponen y dirigen hacia el punto culminante, y el resultado final, que es un
acontecimiento capital y decisivo, debe satisfacer todas las curiosidades excitadas al principio, poniendo
un limite al interés y acabando de una manera tan completa la historia relatada, que ya no se desee
saber qué les ocurrirá en el futuro a los personajes más sobresalientes.
En cambio, el novelista que pretende darnos una imagen exacta de la vida debe evitar cuidadosamente
cualquier encadenamiento de hechos que pudiera parecer excepcional. Su finalidad no estriba en
contarnos una historia, divertirnos o entristecernos, sino en forzarnos a pensar, a comprender el sentido
profundo y oculto de los sucesos. A fuerza de observar y meditar, mira el universo, las cosas, los hechos
y los hombres de cierto modo que le es peculiar y que se deriva del conjunto de sus observaciones
meditadas. Esta es la visión personal del mundo que intenta comunicarnos reproduciéndola en un libro.
Para conmovernos, como le ha conmovido a él mismo el espectáculo de la vida, debe reproducirla ante
nuestros ojos con escrupulosa semejanza. Por lo tanto, deberá componer su obra de una matera tan
hábil, tan disimulada y en apariencia tan sencilla, que sea imposible adivinar e indicar el plan, descubrir
sus intenciones.
En lugar de tramar una aventura y desarrollarla de modo que resulte interesante hasta el desenlace,
tomará al personaje en determinado período de sus existencia y lo conducirá, mediante transiciones
naturales, hasta el siguiente período. Así dará a conocer cómo se modifican los caracteres bajo la
influencia de las circunstancias inmediatas, cómo se desarrollan los sentimientos y las pasiones, cómo se
ama, cómo se odia, cómo se combate en todos los medios sociales, cómo luchan los intereses de familia
y los intereses políticos.
Por lo tanto, la habilidad de su plan no consistirá en la emoción o el hechizo, en un comienzo atractivo o
en una catástrofe emocionante, sino en la hábil agrupación de pequeños hechos constantes, de donde se
desprenderá el sentido definitivo de la obra. Si hace caber en trescientas páginas diez años de una vida
para demostrarnos cuál ha sido, en medio de todos los seres que la han rodeado, su significación
particular y muy característica, deberá saber eliminar, entre los innumerables y menudos hechos
cotidianos, todos los que le resulten inútiles, y destacar de una manera especial todos aquellos que
pasarían inadvertidos para observadores poco perspicaces y que proporcionan al libro su interés y su
valor de conjunto.
Se comprende que semejante manera de componer, tan diferente del antiguo procedimiento visible a
todos los ojos, desconcierte con frecuencia a los críticos, y que éstos no descubran todos los hilos, tan
tenues, tan secretos, casi invisibles, empleados por ciertos artistas modernos en lugar de la trama única
cuyo nombre era intriga.
En resumidas cuentas, si el novelista de ayer escogía y relataba las crisis de la vida, los estados agudos
del alma y del corazón, el actual novelista escribe la historia del corazón, del alma y de la inteligencia en
estado normal. Para producir el estado que persigue, es decir, la emoción de la simple realidad, y para
hacer resaltar la enseñanza artística que pretende descubrir, o sea la revelación de lo que es
verdaderamente a sus ojos el hombre contemporáneo, deberá emplear tan sólo hechos de una verdad
irrecusable y constante.
Pero, al situarnos en el mismo punto de vista de esos artistas, debemos discutir e impugnar su teoría,
que paree poder resumirse con estas palabras: «Nada más que la verdad y toda la verdad.»
Siendo su propósito hacer resaltar la filosofía de ciertos hechos constantes y corrientes, deberán
modificar con frecuencia los acontecimientos en provecho de la verosimilitud y en menoscabo de la
verdad, ya que
Lo verdadero puede, a veces, no ser verosímil.
El realista, si es un artista, no intentará mostrarnos la fotografía trivial de la vida, sino proporcionarnos
una visión más completa, más sorprendente y más cabal que la de la misma realidad.
Contarlo todo resultaría imposible, ya que en ese caso sería menester, por lo menos, un volumen por día
a fin de enumerar la multitud de incidentes insignificantes que llenan nuestra existencia.
Se impone, por tanto, una selección, lo cual significa ya una primera vulneración de la teoría de toda la
verdad.
Además, la vida está compuesta por cosas totalmente diferentes, las más imprevistas, las más
contrarias, las más contrapuestas; es brutal, sin sucesión, sin encadenamiento, repleta de catástrofes
inexplicables, ilógicas y contradictorias, que deben clasificarse en el capítulo de los «sucesos corrientes».
He aquí por qué el artista, una vez elegido el tema, tomará tan sólo, de esta vida repleta de
contingencias y casualidades, los detalles característicos útiles a su argumento, y rechazará todo lo
demás, todo cuanto quede al margen de él. Vaya un ejemplo entre mil:
Es considerable el número de personas que muere a diario víctimas de un accidente. Pero ¿podemos
nosotros hacer que caiga una teja sobre la cabeza del personaje principal, o arrojarlo bajo las ruedas de
un coche, en medio de una frase, con el pretexto de que deben tenerse en cuenta los accidentes?
La vida, también, deja todo en el mismo plano, precipita los acontecimientos y los prolonga
indefinidamente. El arte, en cambio, consiste en usar precauciones y preparaciones, en disponer
transiciones sabias y disimuladas, en poner tan sólo en evidencia mediante la habilidad de la
composición el grado de relieve que convenga, según su importancia, en provocar la profunda sensación
de la verdad especial que se pretende demostrar.
Escribir con verdad consiste, pues, en dar la completa ilusión de lo verdadero, siguiendo la lógica
ordinaria de los hechos, y no en transcribirlos servilmente en el desorden de su sucesión.
Deduzco de ello que los realistas de talento deberían llamarse con más propiedad ilusionistas.
Por otra parte, ¡qué pueril es creer en la realidad, ya que llevamos cada cual la nuestra en nuestro
pensamiento y en nuestros órganos! Nuestros ojos, nuestros oídos, nuestro olfato, nuestro gusto,
diferentes, crean tantas verdades como hombres hay en la tierra. Y nuestras mentes, que reciben las
instrucciones desde esos órganos, impresionados de una manera diversa, comprenden, analizan y
juzgan como si cada uno de nosotros perteneciera a otra raza.
Por lo tanto, cada uno de nosotros se forja sencillamente una ilusión del mundo, ilusión poética,
sentimental, gozosa, melancólica, impura o lúgubre, según la naturaleza. Y la misión del escritor no es
otra sino reproducir con fidelidad esta ilusión mediante todos los procedimientos del arte que haya
aprendido y de que pueda disponer.
¡Ilusión de lo bello, que es una convención humana! ¡Ilusión de lo feo, que es una opinión variable!
¡Ilusión de lo verdadero, jamás invariable! ¡Ilusión de lo innoble, que atrae a tantos seres! Los grandes
artistas son aquellos que imponen a la humanidad su ilusión particular.
No nos enojemos, pues, contra ninguna teoría, puesto que cada una de ellas es, simplemente, la
expresión generalizada de un temperamento que se analiza.
Están dos, sobre todo, que se han discutido con frecuencia, oponiendo la una a la otra en lugar de
admitir ambas: la de la novela de análisis puro y la de la novela objetiva. Los partidarios del análisis
instan al escritor para que se dedique a indicarles las menores evoluciones de un carácter y los más
secretos móviles que determinan nuestras acciones, concediendo al hecho en sí una importancia tan
sólo secundaria. Es el punto de llegada, un simple hito, el pretexto de la novela. Según ellos, habría que
escribir, por tanto, esas obras precisas y soñadas en las cuales la imaginación se funde con la
observación, del mismo modo que un filósofo compone un libro de sicología; exponer las causas
tomándolas en sus más lejanos orígenes, explicar todos los porqués de todos los deseos y discernir todas
la reacciones del alma actuando bajo el impulso de los intereses, de las pasiones o de los instintos.
Los partidarios de la objetividad (¡desafortunada palabra!), al pretender, en cambio, proporcionarnos la
representación exacta de lo que ocurre en la vida, evitan cuidadosamente toda explicación complicada,
toda disertación sobre los motivos, y se limitan a presentar ante nuestros ojos los personajes y los
acontecimientos.
Opinan que la sicología debe estar oculta en el libro como lo está en realidad bajo los hechos de la
existencia.
La novela, concebida de este modo, adquiere interés, movimiento en el relato, color, vida bulliciosa.
Por tanto, en lugar de explicar extensamente el estado del espíritu de un personaje, los escritores
objetivos buscan la acción o el gesto por medio del cual ese estado de ánimo coloca a ese hombre en
una situación determinada. Y hacen que se comporte de tal modo, desde el principio al final del libro,
que todos sus actos, todos su movimientos, sean el reflejo de su naturaleza íntima, de todos sus
pensamientos, de todos sus deseos, de todos sus titubeos. Por lo tanto, ocultan la sicología en lugar de
exhibirla; construyen el esqueleto de la obra, del mismo modo que la osamenta invisible es el esqueleto
del cuerpo humano. El pintor que realiza nuestro retrato no descubre nuestro esqueleto.
Creo también que la novela así realizada gana en sinceridad. En primer lugar, porque es más verosímil,
ya que las personas que vemos actuar en torno nuestro no nos dicen los móviles a los que obedecen.
Luego hay que tener en cuenta que, si bien a fuerza de observar a los hombres podemos determinar su
naturaleza con bastante exactitud, a fin de prever su actitud en casi todas las circunstancias, si bien
podemos decir con precisión: «Tal hombre, de tal temperamento, hará esto en tal caso», no se sigue de
ello que podamos determinar, una a una, todas las secretas evoluciones de un pensamiento, que no es
el nuestro, todas las misteriosas solicitaciones de sus instintos, que no son iguales a los nuestros, todas
las incitaciones confusas de su naturaleza, cuyos órganos, nervios, sangre y carne son diferentes a los
nuestros.
Sea cual sea la inteligencia de un hombre débil, afable, sin pasiones, enamorado tan sólo de la ciencia y
el trabajo, nunca se podrá abismar de una manera bastante completa en el alma y el cuerpo de un mozo
avispado y exuberante, sensual, violento, agitado por todos los deseos e incluso todos lo vicios, para
poder comprender e indicar sus impulsos y sus sensaciones más íntimas aun cuando sí puede prever y
relatar perfectamente todos los actos de su vida.
En suma, quien hace sicología pura no puede ponerse en el lugar de todos sus personajes en las
diferentes situaciones donde los sitúa, ya que le resulta imposible cambiar sus órganos, que son los
únicos intermediarios entre la vida exterior y nosotros, que nos imponen sus percepciones, determinan
nuestra sensibilidad y crean en nosotros un alma esencialmente diferente de todo lo que nos rodea.
Nuestra visión, nuestro conocimiento del mundo, adquirido mediante la ayuda de los sentidos, nuestras
ideas sobre la vida, solamente podemos trasladarlo parcialmente a todos los personajes de los que
pretendemos descubrir su ser íntimo y desconocido. Por lo tanto, somos siempre nosotros los que nos
mostramos en el cuerpo de un rey, de un asesino, de un ladrón o de un hombre honrado, de una
cortesana, de una religiosa, de una joven educada o de una verdulera, ya que estamos obligados a
plantearnos el problema de este modo: «Si yo fuera rey, asesino, ladrón, ramera, religiosa, joven
educada o verdulera, ¿qué es lo que yo pensaría?, ¿qué es lo que yo haría?, ¿cómo me conduciría?» Por
consiguiente, sólo diversificamos a nuestros personajes variándoles la edad, el sexo, la situación social y
todas las circunstancias de la vida de nuestro yo, al que la naturaleza ha rodeado de una barrera de
órganos infranqueables.
La habilidad consiste en no dejar que el lector reconozca ese yo bajo las máscaras que nos sirven para
ocultarlo.
Pero si bien, desde el punto de vista de la absoluta exactitud, es discutible el puro análisis sicológico,
puede no obstante proporcionarnos obras de arte tan hermosas como los otros métodos de trabajo.
He aquí actualmente a los simbolistas. ¿Por qué no? Su sueño de artistas es respetable; y lo que es
particularmente interesante es que proclaman la extrema dificultad del arte.
En efecto, hay que ser muy loco, muy audaz, muy presumido o muy estúpido para continuar escribiendo
hoy en día. Tras tantos maestros de tan variadas naturalezas, de inteligencia múltiple, ¿qué queda por
hacer que no se haya hecho y qué queda por decir que no se haya dicho? ¿Quién de nosotros puede
vanagloriarse de haber escrito una página, una frase, que no encontremos escrita, casi igual, en otra
parte? Cuando leemos, nosotros, que estamos saturados de escritura francesa, que tenemos la
impresión de que nuestro cuerpo entero está formado por una masa compuesta por palabras,
¿acertamos con un línea, con un pensamiento que no nos sea familiar y del cual no hayamos tenido, por
lo menos, un presentimiento confuso?
El hombre que tan sólo se propone divertir a su público con la ayuda de procedimientos ya conocidos,
escribe con seguridad, en el candor de su mediocridad, unas obras destinadas a la muchedumbre
ignorante y desocupada, Pero aquellos sobre quienes pesan todos los siglos de la literatura francesa
pasada, aquellos a quienes nada satisface, a quienes todo disgusta porque sueñan con algo mejor, a
quienes todo les parece ya desflorado, a quienes su obra les da siempre la impresión de un trabajo inútil
y común, llegan a juzgar arte literario como algo inaferrable, misterioso, que apenas nos revelan unas
páginas de los más famosos maestros.
Veinte versos o vente frases, leídos de corrido, nos conmueven como una revelación sorprendente; pero
los versos siguientes se parecen a todos los versos, la prosa que luego sigue se parece a todas las
prosas.
Los hombres ingeniosos no sufren, sin duda, estas angustias y estos tormentos, porque llevan consigo
una irresistible fuerza creadora. No se juzgan a sí mismos. Los demás, nosotros, que somos simples
trabajadores conscientes y tenaces, sólo podemos luchar contra el invencible desaliento mediante la
continuidad del esfuerzo. Hay dos hombres que con sus enseñanzas, sencillas y luminosas, me han
proporcionado esta fuerza de intentarlo siempre todo: Louis Bouilhet y Gustave Flaubert. Si hablo aquí de
ellos y de mí, se debe a que sus consejos, resumidos en pocas líneas, serán quizás útiles a algunos
jóvenes menos confiados en sí mismos de los que se suele ser de ordinario cuando se inicia la carrera
literaria.
Bouilhet, a quien conocí primero, de una manera algo íntima, unos dos años antes de granjearme la
amistad de Flaubert, a fuerza de repetirme que cien versos -o quizá menos- bastan para cimentar la
reputación de un artista, si esos versos son irreprochables y contienen la esencia del talento y de la
originalidad de un hombre incluso de segundo orden, me hizo comprender que el trabajo continuado y el
profundo conocimiento del oficio pueden, un día de lucidez, de orden y de arrebato, mediante la feliz
conjunción de un argumento que concuerde bien con todas las tendencias de nuestro espíritu, provocar
esta aparición de la obra corta, única y tan perfecta como somos capaces de crearla.
Comprendí que los escritores más conocidos nunca han dejado más de un volumen, y que es preciso,
ante todo, tener la suerte de encontrar y descubrir, en medio de la multitud de materias que se
presentan a nuestra elección, aquella que absorberá todas nuestras facultades, toda nuestra valía, toda
nuestra potencia artística.
Más adelante, Flaubert, a quien veía con frecuencia, me honró con su amistad. Me atreví a someterle
algunos ensayos. Los leyó bondadosamente y me respondió: «Ignoro si tendrá usted talento. Lo que me
entrega revela cierta inteligencia, pero no olvide usted esto, joven: el talento, en frase de Bufón, es tan
sólo una larga paciencia. Trabaje».
Trabajé y volví con frecuencia a su casa, dándome cuenta de que le caía en gracia, ya que me llamaba,
sonriendo, su discípulo.
Durante siete años escribí versos, cuentos, novelas e incluso un drama abominable. Nada quedó de todo
ello. El maestro lo leía todo; luego, el domingo siguiente, mientras almorzaba, desarrollaba sus críticas e
infundía en mí, poco a poco, dos o tres principios que son el resumen de sus largas y pacientes
enseñanzas: «Si se posee originalidad -decía-, es preciso destacarla; si no se posee, es preciso
adquirirla.» «El talento es una larga paciencia»; se trata de observar todo cuanto se pretende expresar,
con tiempo suficiente y suficiente atención para descubrir en ello un aspecto que nadie haya observado
ni dicho. En todas las cosas existe algo inexplorado, porque estamos acostumbrados a servirnos de
nuestros ojos sólo con el recuerdo de lo que pensaron otros antes que nosotros sobre lo que
contemplamos. La menor cosa tiene algo desconocido. Encontrémoslo. Para descubrir un fuego que arde
y un árbol en una llanura, permanezcamos frente a ese fuego y a ese árbol hasta que no se parezcan,
para nosotros, a ningún otro árbol y a ningún otro fuego.
Esta es la manera de llegar a ser original.
Además, tras haber planteado esa verdad de que en el mundo entero no existen dos granos de arena, de
moscas, dos manos o dos narices iguales totalmente, me obligaba a expresar, con unas cuantas frases,
un ser o un objeto de forma tal a particularizarlo claramente, a distinguirlo de todos los otros seres o de
otros objetos de la misma raza y de la misma especie.
«Cuando pases -me decía- ante un tendero sentado a la puerta de su tienda, ante un portero que fuma
su pipa, ante una parada de coches de alquiler, muéstrame a ese tendero y a ese portero, su actitud,
toda su apariencia física indicada por medio de la maña de la imagen, toda su naturaleza moral, de
manera que no los confunda con ningún otro tendero o ningún otro portero, y hazme ver, mediante una
sola palabra, en qué se diferencia un caballo de coche de los otros cincuenta que lo siguen o lo
preceden.»
He desarrollado en otro lugar sus ideas sobre el estilo. Guardan mucha relación con la teoría de la
observación que acabo de exponer.
Sea lo que queramos decir, existe una sola palabra para expresarlo, un verbo para animarlo y un
adjetivo para calificarlo. Por lo tanto, es preciso buscar, hasta descubrirlos, esa palabra, ese verbo y ese
adjetivo, y no contentarse nunca con algo aproximado, no recurrir jamás a supercherías, aunque sean
afortunadas, a equilibrios lingüísticos para evitar la dificultad.
Se pueden traducir e indicar las cosas más sutiles aplicando este verso de Boileau:
Mostró el poder de una palabra colocada en su lugar.
No es en absoluto necesario recurrir al vocabulario extravagante, complicado, numeroso e ininteligible
que se nos impone hoy día, bajo el nombre de escritura artística, para fijar todos los matices del
pensamiento; sino que deben distinguirse con extrema lucidez todas las modificaciones del valor de una
palabra según el lugar que ocupa. Utilicemos menos nombres, verbos y adjetivos de un sentido casi
incomprensible y más frases diferentes, diversamente construidas, ingeniosamente cortadas, repletas de
sonoridades y ritmos sabios. Esforcémonos en ser unos excelentes estilistas en lugar de coleccionistas
de palabras raras.
En efecto, es más difícil manejar la frase a nuestro antojo, lograr que lo diga todo, incluso aquello que no
expresa, llenarla de sobreentendidos, de secretas intenciones no formuladas, que inventar nuevas
expresiones o buscar, en lo más profundo de antiguos y desconocidos libros, todas aquellas cuyo uso y
significado se ha ido perdiendo y que son, para nosotros, como expresiones muertas.
Por otra parte, la lengua francesa es un agua pura que los escritores amanerados no han logrado ni
lograrán jamás enturbiar. Cada siglo ha echado en esa límpida corriente sus modas, sus arcaísmos
pretenciosos y sus preciosismos, sin que prevalezca ninguno de esos inútiles intentos, de esos esfuerzos
impotentes. La naturaleza propia a esta lengua consiste en ser clara, lógica y nerviosa. No se debe
debilitar, oscurecer o corromper.
Los que hoy día construyen imágenes sin prestar atención a los términos abstractos, los que hacen caer
el granizo o la lluvia sobre la «limpieza» de los cristales, pueden también lanzar piedras a la sencillez de
sus colegas. Acaso los alcancen, porque poseen un cuerpo, pero jamás alcanzarán a la sencillez, porque
carece de él.
WILLIAM FAULKNER
-¿Existe alguna fórmula que sea posible seguir para ser un buen novelista?
-99% de talento... 99% de disciplina... 99% de trabajo. El novelista nunca debe sentirse satisfecho con lo
que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más
alto de lo que uno puede apuntar. No preocuparse por ser mejor que sus contemporáneos o sus
predecesores. Tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por demonios.
No sabe por qué ellos lo escogen y generalmente está demasiado ocupado para preguntárselo. Es
completamente amoral en el sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a
cualquiera y a todo el mundo con tal de realizar la obra.
-¿Quiere usted decir que el artista debe ser completamente despiadado?
-El artista es responsable sólo ante su obra. Será completamente despiadado si es un buen artista. Tiene
un sueño, y ese sueño lo angustia tanto que debe librarse de él. Hasta entonces no tiene paz. Lo echa
todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, con tal de escribir el
libro. Si un artista tiene que robarle a su madre, no vacilará en hacerlo...
-Entonces la falta de seguridad, de felicidad, honor, etcétera, ¿sería un factor importante en la capacidad
creadora del artista?
-No. Esas cosas sólo son importantes para su paz y su contento, y el arte no tiene nada que ver con la
paz y el contento.
-Entonces, ¿cuál sería el mejor ambiente para un escritor?
-El arte tampoco tiene nada que ver con el ambiente; no le importa dónde está. Si usted se refiere a mí,
el mejor empleo que jamás me ofrecieron fue el de administrador de un burdel. En mi opinión, ese es el
mejor ambiente en que un artista puede trabajar. Goza de una perfecta libertad económica, está libre del
temor y del hambre, dispone de un techo sobre su cabeza y no tiene nada qué hacer excepto llevar unas
pocas cuentas sencillas e ir a pagarle una vez al mes a la policía local. El lugar está tranquilo durante la
mañana, que es la mejor parte del día para trabajar. En las noches hay la suficiente actividad social
como para que el artista no se aburra, si no le importa participar en ella; el trabajo da cierta posición
social; no tiene nada qué hacer porque la encargada lleva los libros; todas las empleadas de la casa son
mujeres, que lo tratarán con respeto y le dirán "señor". Todos los contrabandistas de licores de la
localidad también le dirán "señor". Y él podrá tutearse con los policías. De modo, pues, que el único
ambiente que el artista necesita es toda la paz, toda la soledad y todo el placer que pueda obtener a un
precio que no sea demasiado elevado. Un mal ambiente sólo le hará subir la presión sanguínea, al
hacerle pasar más tiempo sintiéndose frustrado o indignado. Mi propia experiencia me ha enseñado que
los instrumentos que necesito para mi oficio son papel, tabaco, comida y un poco de whisky.
-¿Bourbon?
-No, no soy tan melindroso. Entre escocés y nada, me quedo con escocés.
-Usted mencionó la libertad económica. ¿La necesita el escritor?
-No. El escritor no necesita libertad económica. Todo lo que necesita es un lápiz y un poco de papel. Que
yo sepa nunca se ha escrito nada bueno como consecuencia de aceptar dinero regalado. El buen escritor
nunca recurre a una fundación. Está demasiado ocupado escribiendo algo. Si no es bueno de veras, se
engaña diciéndose que carece de tiempo o de libertad económica. El buen arte puede ser producido por
ladrones, contrabandistas de licores o cuatreros. La gente realmente teme descubrir exactamente
cuántas penurias y pobreza es capaz de soportar. Y a todos les asusta descubrir cuán duros pueden ser.
Nada puede destruir al buen escritor. Lo único que puede alterar al buen escritor es la muerte. Los que
son buenos no se preocupan por tener éxito o por hacerse ricos. El éxito es femenino e igual que una
mujer: si uno se le humilla, le pasa por encima. De modo, pues, que la mejor manera de tratarla es
mostrándole el puño. Entonces tal vez la que se humille será ella.
-¿Trabajar para el cine es perjudicial para su propia obra de escritor?
-Nada puede perjudicar la obra de un hombre si éste es un escritor de primera, nada podrá ayudarlo
mucho. El problema no existe si el escritor no es de primera, porque ya habrá vendido su alma por una
piscina.
-Usted dice que el escritor debe transigir cuando trabaja para el cine. ¿Y en cuanto a su propia obra?
¿Tiene alguna obligación con el lector?
-Su obligación es hacer su obra lo mejor que pueda hacerla; cualquier obligación que le quede después
de eso, puede gastarla como le venga la gana. Yo, por mi parte, estoy demasiado ocupado para
preocuparme por el público. No tengo tiempo para pensar en quién me lee. No me interesa la opinión de
Juan Lector sobre mi obra ni sobre la de cualquier otro escritor. La norma que tengo que cumplir es la
mía, y esa es la que me hace sentir como me siento cuando leo La tentación de Saint Antoine o el
Antiguo Testamento. Me hace sentir bien, del mismo modo que observar un pájaro me hace sentir bien.
Si reencarnara, sabe usted, me gustaría volver a vivir como un zopilote. Nadie lo odia, ni lo envidia, ni lo
quiere, ni lo necesita. Nadie se mete con él, nunca está en peligro y puede comer cualquier cosa.
-¿Qué técnica utiliza para cumplir su norma?
-Si el escritor está interesado en la técnica, más le vale dedicarse a la cirugía o a colocar ladrillos. Para
escribir una obra no hay ningún recurso mecánico, ningún atajo. El escritor joven que siga una teoría es
un tonto. Uno tiene que enseñarse por medio de sus propios errores; la gente sólo aprende a través del
error. El buen artista cree que nadie sabe lo bastante para darle consejos, tiene una vanidad suprema.
No importa cuánto admire al escritor viejo, quiere superarlo.
-Entonces, ¿usted niega la validez de la técnica?
-De ninguna manera. Algunas veces la técnica arremete y se apodera del sueño antes de que el propio
escritor pueda aprehenderlo. Eso es tour de force y la obra terminada es simplemente cuestión de juntar
bien los ladrillos, puesto que el escritor probablemente conoce cada una de las palabras que va a usar
hasta el fin de la obra antes de escribir la primera. Eso sucedió con Mientras agonizo. No fue fácil.
Ningún trabajo honrado lo es. Fue sencillo en cuanto que todo el material estaba ya a la mano. La
composición de la obra me llevó sólo unas seis semanas en el tiempo libre que me dejaba un empleo de
doce horas al día haciendo trabajo manual. Sencillamente me imaginé un grupo de personas y las sometí
a las catástrofes naturales universales, que son la inundación y el fuego, con una motivación natural
simple que le diera dirección a su desarrollo. Pero cuando la técnica no interviene, escribir es también
más fácil en otro sentido. Porque en mi caso siempre hay un punto en el libro en el que los propios
personajes se levantan y toman el mando y completan el trabajo. Eso sucede, digamos, alrededor de la
página 275. Claro está que yo no sé lo que sucedería si terminara el libro en la página 274. La cualidad
que un artista debe poseer es la objetividad al juzgar su obra, más la honradez y el valor de no
engañarse al respecto. Puesto que ninguna de mis obras ha satisfecho mis propias normas, debo
juzgarlas sobre la base de aquélla que me causó la mayor aflicción y angustia del mismo modo que la
madre ama al hijo que se convirtió en ladrón o asesino más que al que se convirtió en sacerdote.
-¿Qué obra es ésa?
-El Sonido y la Furia. La escribí cinco veces distintas, tratando de contar la historia para librarme del
sueño que seguiría angustiándome mientras no la contara. Es una tragedia de dos mujeres perdidas:
Caddy y su hija. Dilsey es uno de mis personajes favoritos porque es valiente, generosa, dulce y
honrada. Es mucho más valiente, honrada y generosa que yo.
-¿Cómo empezó El Sonido y la Furia?
-Empezó con una imagen mental. Yo no comprendí en aquel momento que era simbólica. La imagen era
la de los fondillos enlodados de los calzoncitos de una niña subida a un peral, desde donde ella podía ver
a través de una ventana el lugar donde se estaba efectuando el funeral de su abuela y se lo contaba a
sus hermanos que estaban al pie del árbol. Cuando llegué a explicar quiénes eran ellos y qué estaban
haciendo y cómo se habían enlodado los calzoncitos de la niña, comprendí que sería imposible meterlo
todo en un cuento y que el relato tendría que ser un libro. Y entonces comprendí el simbolismo de los
calzoncitos enlodados, y esa imagen fue reemplazada por la de la niña huérfana de padre y madre que
se descuelga por el tubo de desagüe del techo para escaparse del único hogar que tiene, donde nunca
ha recibido amor ni afecto ni comprensión. Yo había empezado a contar la historia a través de los ojos
del niño idiota, porque pensaba que sería más eficaz si la contaba alguien que sólo fuera capaz de saber
lo que sucedía, pero no por qué. Me di cuenta de que no había contado la historia esa vez. Traté de
volver a contarla, ahora a través de los ojos de otro hermano. Tampoco resultó. La conté por tercera vez
a través de los ojos del tercer hermano. Tampoco resultó. Traté de reunir los fragmentos y de llenar las
lagunas haciendo yo mismo las veces de narrador. Todavía no quedó completa, hasta quince años
después de la publicación del libro, cuando escribí, como apéndice de otro libro, el esfuerzo final para
acabar de contar la historia y sacármela de la cabeza de modo que yo mismo pudiera sentirme en paz.
Ese es el libro por el que siento más ternura. Nunca pude dejarlo de lado y nunca pude contar bien la
historia, aun cuando lo intenté con ahínco y me gustaría volver a intentarlo, aunque probablemente
fracasaría otra vez.
-¿Qué emoción suscita Benjy en usted?
-La única emoción que puedo sentir por Benjy es aflicción y compasión por toda la humanidad. No se
puede sentir nada por Benjy porque él no siente nada. Lo único que puedo sentir por él personalmente
es preocupación en cuanto a que sea creíble tal cual yo lo creé. Benjy fue un prólogo, como el
sepulturero en los dramas isabelinos. Cumple su cometido y se va. Benjy es incapaz del bien y del mal
porque no tiene conocimiento alguno del bien y del mal.
-¿Podía Benjy sentir amor?
-Benjy no era lo suficientemente racional ni siquiera para ser un egoísta. Era un animal. Reconocía la
ternura y el amor, aunque no habría podido nombrarlos; y fue la amenaza a la ternura y al amor lo que lo
llevó a gritar cuando sintió el cambio en Caddy. Ya no tenía a Caddy; siendo un idiota, ni siquiera estaba
consciente de la ausencia de Caddy. Sólo sabía que algo andaba mal, lo cual creaba un vacío en el que
sufría. Trató de llenar ese vacío. Lo único que tenía era una de las pantuflas desechadas de Caddy. La
pantufla era la ternura y el amor de Benjy que éste podría haber nombrado, y sólo sabía que le faltaban.
Era mugroso porque no podía coordinar y porque la mugre no significaba nada para él. Así como no
podía distinguir entre el bien y el mal, tampoco podía distinguir entre lo limpio y lo sucio. La pantufla le
daba consuelo aun cuando ya no recordaba la persona a la que había pertenecido, como tampoco podía
recordar por qué sufría. Si Caddy hubiese reaparecido, Benjy probablemente no la habría reconocido.
-¿Ofrece ventajas artísticas el componer la novela en forma de alegoría, como la alegoría cristiana que
usted utilizó en Una fábula?
-La misma ventaja que representa para el carpintero construir esquinas cuadradas al construir una casa
cuadrada. En Una fábula, la alegoría cristiana era la alegoría indicada en esa historia particular, del
mismo modo que una esquina cuadrada oblonga es la esquina indicada para construir una casa
rectangular oblonga.
-¿Quiere decir que un artista puede usar el cristianismo simplemente como cualquier otra herramienta,
de la misma manera que un carpintero tomaría prestado un martillo?
-Al carpintero del que estamos hablando nunca le falta ese martillo. A nadie le falta cristianismo, si nos
ponemos de acuerdo en cuanto al significado que le damos a la palabra. Se trata del código de conducta
individual de cada persona, por medio del cual ésta se hace un ser humano superior al que su naturaleza
quiere que sea si la persona sólo obedece a su naturaleza. Cualquiera que sea su símbolo -la cruz o la
media luna o lo que fuere-, ese símbolo es para el hombre el recordatorio de su deber como miembro de
la raza humana. Sus diversas alegorías son los modelos con los que se mide a sí mismo y aprende a
conocerse. La alegoría no puede enseñar al hombre a ser bueno del mismo modo que el libro de texto le
enseña matemáticas. Le enseña cómo descubrirse a sí mismo, cómo hacerse de un código moral y de
una norma dentro de sus capacidades y aspiraciones al proporcionarle un ejemplo incomparable de
sufrimiento y sacrificio y la promesa de una esperanza. Los escritores siempre se han nutrido, y siempre
se nutrirán de las alegorías de la conciencia moral, por la razón de que las alegorías son incomparables:
los tres hombres de Moby Dick, que representan la trinidad de la conciencia: no saber nada, saber y no
preocuparse, y saber y preocuparse. La misma trinidad está representada en Una fábula por el viejo
aviador judío, que dice "Esto es terrible. Me niego a aceptarlo, aun cuando deba rechazar la vida para
hacerlo"; el viejo cuartelmaestre francés, que dice: "Esto es terrible, pero podemos llorar y soportarlo"; y
el mismo mensajero del batallón inglés que dice: "Esto es terrible, voy a hacer algo para remediarlo".
-¿Fueron reunidos en un solo volumen los dos temas no relacionados de Las palmeras salvajes con algún
propósito simbólico? ¿Se trata, como sugieren algunos críticos, de una especie de contrapunto estético o
de una simple casualidad?
-No, no. Aquello era una historia: la historia de Charlotte Rittenmeyer y Harry Wilbourne, que lo
sacrificaron todo por el amor y después perdieron eso. Yo no sabía que iban a ser dos historias
separadas sino después de haber empezado el libro. Cuando llegué al final de lo que ahora es la primera
sección de Las palmeras salvajes, comprendí súbitamente que faltaba algo, que la historia necesitaba
énfasis, algo que la levantara como el contrapunto en la música. Así que me puse a escribir El viejo hasta
que Las palmeras salvajes volvió a ganar intensidad. Entonces interrumpí El viejo en lo que ahora es su
primera parte y reanudé la composición de Las palmeras salvajes hasta que empezó a decaer
nuevamente. Entonces volví a darle intensidad con otra parte de su antítesis, que es la historia de un
hombre que conquistó su amor y pasó el resto del libro huyendo de él, hasta el grado de volver
voluntariamente a la cárcel en que estaría a salvo. Son dos historias sólo por casualidad, tal vez por
necesidad. La historia es la de Charlotte y Wilbourne.
-¿Qué porción de sus obras se basan en la experiencia personal?
-No sabría decirlo. Nunca he hecho la cuenta, porque la "porción" no tiene importancia. Un escritor
necesita tres cosas: experiencia, observación e imaginación. Cualesquiera dos de ellas, y a veces una
puede suplir la falta de las otras dos. En mi caso, una historia generalmente comienza con una sola idea,
un solo recuerdo o una sola imagen mental. La composición de la historia es simplemente cuestión de
trabajar hasta el momento de explicar por qué ocurrió la historia o qué otras cosas hizo ocurrir a
continuación. Un escritor trata de crear personas creíbles en situaciones conmovedoras creíbles de la
manera más conmovedora que pueda. Obviamente, debe utilizar, como uno de sus instrumentos, el
ambiente que conoce. Yo diría que la música es el medio más fácil de expresarse, puesto que fue el
primero que se produjo en la experiencia y en la historia del hombre. Pero puesto que mi talento reside
en las palabras, debo tratar de expresar torpemente en palabras lo que la música pura habría expresado
mejor. Es decir, que la música lo expresaría mejor y más simplemente, pero yo prefiero usar palabras,
del mismo modo que prefiero leer a escuchar. Prefiero el silencio al sonido, y la imagen producida por las
palabras ocurre en el silencio. Es decir, que el trueno y la música de la prosa tienen lugar en el silencio.
-Usted dijo que la experiencia, la observación y la imaginación son importantes para el escritor. ¿Incluiría
usted la inspiración?
-Yo no sé nada sobre la inspiración, porque no sé lo que es eso. La he oído mencionar, pero nunca la he
visto.
-Se dice que usted como escritor está obsesionado por la violencia.
-Eso es como decir que el carpintero está obsesionado con su martillo. La violencia es simplemente una
de las herramientas del carpintero. El escritor, al igual que el carpintero, no puede construir con una sola
herramienta.
-¿Puede usted decir cómo empezó su carrera de escritor?
-Yo vivía en Nueva Orleáns, trabajando en lo que fuera necesario para ganar un poco de dinero de vez en
cuando. Conocí a Sherwood Anderson. Por las tardes solíamos caminar por la ciudad y hablar con la
gente. Por las noches volvíamos a reunirnos y nos tomábamos una o dos botellas mientras él hablaba y
yo escuchaba. Antes del mediodía nunca lo veía. Él estaba encerrado, escribiendo. Al día siguiente
volvíamos a hacer lo mismo. Yo decidí que si esa era la vida de un escritor, entonces eso era lo mío y me
puse a escribir mi primer libro. En seguida descubrí que escribir era una ocupación divertida. Incluso me
olvidé de que no había visto al señor Anderson durante tres semanas, hasta que él tocó a mi puerta -era
la primera vez que venía a verme- y me preguntó: "¿Qué sucede? ¿Está usted enojado conmigo?". Le dije
que estaba escribiendo un libro. Él dijo: "Dios mío", y se fue. Cuando terminé el libro, La paga de los
soldados, me encontré con la señora Anderson en la calle. Me preguntó cómo iba el libro y le dije que ya
lo había terminado. Ella me dijo: "Sherwood dice que está dispuesto a hacer un trato con usted. Si usted
no le pide que lea los originales, él le dirá a su editor que acepte el libro". Yo le dije "trato hecho", y así
fue como me hice escritor.
-¿Qué tipo de trabajo hacía usted para ganar ese "poco dinero de vez en cuando"?
-Lo que se presentara. Yo podía hacer un poco de casi cualquier cosa: manejar lanchas, pintar casas,
pilotar aviones. Nunca necesitábamos mucho dinero porque entonces la vida era barata en Nueva
Orleáns, y todo lo que quería era un lugar donde dormir, un poco de comida, tabaco y whisky. Había
muchas cosas que yo podía hacer durante dos o tres días a fin de ganar suficiente dinero para vivir el
resto del mes. Yo soy, por temperamento, un vagabundo y un golfo. El dinero no me interesa tanto como
para forzarme a trabajar para ganarlo. En mi opinión, es una vergüenza que haya tanto trabajo en el
mundo. Una de las cosas más tristes es que lo único que un hombre puede hacer durante ocho horas,
día tras día, es trabajar. No se puede comer ocho horas, ni beber ocho horas diarias, ni hacer el amor
ocho horas... lo único que se puede hacer durante ocho horas es trabajar. Y esa es la razón de que el
hombre se haga tan desdichado e infeliz a sí mismo y a todos los demás.
-Usted debe sentirse en deuda con Sherwood Anderson, pero, ¿qué juicio le merece como escritor?
-Él fue el padre de mi generación de escritores norteamericanos y de la tradición literaria
norteamericana que nuestros sucesores llevarán adelante. Anderson nunca ha sido valorado como se
merece. Dreiser es su hermano mayor y Mark Twain el padre de ambos.
-Y, ¿en cuanto a los escritores europeos de ese período?
-Los dos grandes hombres de mi tiempo fueron Mann y Joyce. Uno debe acercarse al Ulysses de Joyce
como el bautista analfabeto al Antiguo Testamento: con fe.
-¿Lee usted a sus contemporáneos?
-No; los libros que leo son los que conocí y amé cuando era joven y a los que vuelvo como se vuelve a los
viejos amigos: El Antiguo Testamento, Dickens, Conrad, Cervantes... leo el Quijote todos los años, como
algunas personas leen la Biblia. Flaubert, Balzac -éste último creó un mundo propio intacto, una corriente
sanguínea que fluye a lo largo de veinte libros-, Dostoyevski, Tolstoi, Shakespeare. Leo a Melville
ocasionalmente y entre los poetas a Marlowe, Campion, Jonson, Herrik, Donne, Keats y Shelley. Todavía
leo a Housman. He leído estos libros tantas veces que no siempre empiezo en la primera página para
seguir leyendo hasta el final. Sólo leo una escena, o algo sobre un personaje, del mismo modo que uno
se encuentra con un amigo y conversa con él durante unos minutos.
-¿Y Freud?
-Todo el mundo hablaba de Freud cuando yo vivía en Nueva Orleáns, pero nunca lo he leído.
Shakespeare tampoco lo leyó y dudo que Melville lo haya hecho, y estoy seguro de que Moby Dick
tampoco.
-¿Lee usted novelas policíacas?
-Leo a Simenon porque me recuerda algo de Chéjov.
-¿Y sus personajes favoritos?
-Mis personajes favoritos son Sarah Gamp: una mujer cruel y despiadada, una borracha oportunista,
indigna de confianza, en la mayor parte de su carácter era mala, pero cuando menos era un carácter; la
señora Harris, Falstaf, el Príncipe Hall, don Quijote y Sancho, por supuesto. A lady Macbeth siempre la
admiro. Y a Bottom, Ofelia y Mercucio. Este último y la señora Gamp se enfrentaron con la vida, no
pidieron favores, no gimotearon. Huckleberry Finn, por supuesto, y Jim. Tom Sawyer nunca me gustó
mucho: un mentecato. Ah, bueno, y me gusta Sut Logingood, de un libro escrito por George Harris en
1840 ó 1850 en las montañas de Tenesí. Lovingood no se hacía ilusiones consigo mismo, hacía lo mejor
que podía; en ciertas ocasiones era un cobarde y sabía que lo era y no se avergonzaba; nunca culpaba a
nadie por sus desgracias y nunca maldecía a Dios por ellas.
-Y, ¿en cuanto a la función de los críticos?
-El artista no tiene tiempo para escuchar a los críticos. Los que quieren ser escritores leen las críticas, los
que quieren escribir no tienen tiempo para leerlas. El crítico también está tratando de decir: "Yo pasé por
aquí". La finalidad de su función no es el artista mismo. El artista está un peldaño por encima del crítico,
porque el artista escribe algo que moverá al crítico. El crítico escribe algo que moverá a todo el mundo
menos al artista.
-Entonces, ¿usted nunca siente la necesidad de discutir sobre su obra con alguien?
-No; estoy demasiado ocupado escribiéndola. Mi obra tiene que complacerme a mí, y si me complace
entonces no tengo necesidad de hablar sobre ella. Si no me complace, hablar sobre ella no la hará
mejor, puesto que lo único que podrá mejorarla será trabajar más en ella. Yo no soy un literato; sólo soy
un escritor. No me da gusto hablar de los problemas del oficio.
-Los críticos sostienen que las relaciones familiares son centrales en sus novelas.
-Esa es una opinión y, como ya le dije, yo no leo a los críticos. Dudo que un hombre que está tratando de
escribir sobre la gente esté más interesado en sus relaciones familiares que en la forma de sus narices, a
menos que ello sea necesario para ayudar al desarrollo de la historia. Si el escritor se concentra en lo
que sí necesita interesarse, que es la verdad y el corazón humano, no le quedará mucho tiempo para
otras cosas, como las ideas y hechos tales como la forma de las narices o las relaciones familiares,
puesto que en mi opinión las ideas y los hechos tienen muy poca relación con la verdad.
-Los críticos también sugieren que sus personajes nunca eligen conscientemente entre el bien y el mal.
-A la vida no le interesa el bien y el mal. Don Quijote elegía constantemente entre el bien y el mal, pero
elegía en su estado de sueño. Estaba loco. Entraba en la realidad sólo cuando estaba tan ocupado
bregando con la gente que no tenía tiempo para distinguir entre el bien y el mal. Puesto que los seres
humanos sólo existen en la vida, tienen que dedicar su tiempo simplemente a estar vivos. La vida es
movimiento y el movimiento tiene que ver con lo que hace moverse al hombre, que es la ambición, el
poder, el placer. El tiempo que un hombre puede dedicarle a la moralidad, tiene que quitárselo
forzosamente al movimiento del que él mismo es parte. Está obligado a elegir entre el bien y el mal
tarde o temprano, porque la conciencia moral se lo exige a fin de que pueda vivir consigo mismo el día
de mañana. Su conciencia moral es la maldición que tiene que aceptar de los dioses para obtener de
éstos el derecho a soñar.
-¿Podría usted explicar mejor lo que entiende por movimiento en relación con el artista?
-La finalidad de todo artista es detener el movimiento que es la vida, por medios artificiales y mantenerlo
fijo de suerte que cien años después, cuando un extraño lo contemple, vuelva a moverse en virtud de
qué es la vida. Puesto que el hombre es mortal, la única inmortalidad que le es posible es dejar tras de sí
algo que sea inmortal porque siempre se moverá. Esa es la manera que tiene el artista de escribir "Yo
estuve aquí" en el muro de la desaparición final e irrevocable que algún día tendrá que sufrir.
-Malcom Cowley ha dicho que sus personajes tienen una conciencia de sumisión a su destino.
-Esa es su opinión. Yo diría que algunos la tienen y otros no, como los personajes de todo el mundo. Yo
diría que Lena Grove en Luz de agosto se entendió bastante bien con la suya. Para ella no era realmente
importante en su destino que su hombre fuera Lucas Birch o no. Su destino era tener un marido e hijos y
ella lo sabía, de modo que fue y los tuvo sin pedirle ayuda a nadie. Ella era la capitana de su propia
alma. Uno de los parlamentos más serenos y sensatos que yo he escuchado fue cuando ella le dijo a
Byron Bunch en el instante mismo de rechazar su intento final, desesperado, desesperanzado, de
violarla, "¿No te da vergüenza? ¡Podías haber despertado al niño!" No se sintió confundida, asustada ni
alarmada por un solo momento. Ni siquiera sabía que no necesitaba compasión. Su último parlamento,
por ejemplo: "No llevo viajando más que un mes y ya estoy en Tenesí. Vaya, vaya, cómo rueda uno". La
familia Brunden, en Mientras agonizo, se las arregló bastante bien con su destino. El padre, después de
perder a su esposa, necesitaba naturalmente otra, así que se la buscó. De un solo golpe no sólo
reemplazó a la cocinera de la familia, sino que adquirió un fonógrafo para darles gusto a todos mientras
descansaban. La hija embarazada no logró deshacerse de su problema esa vez, pero no se descorazonó.
Lo intentó nuevamente, y aun cuando todos los intentos fracasaron, al fin y al cabo no fue más que otro
bebé.
-¿Qué le sucedió a usted entre La paga de los soldados y Sartoris? Es decir, ¿cuál fue el motivo de que
usted empezara a escribir la saga de Yoknapatawpha?
-Con La paga de los soldados descubrí que escribir era divertido. Pero más tarde descubrí que no sólo
cada libro tiene que tener un designio, sino que todo el conjunto o la suma de la obra de un artista tiene
que tener un designio. La paga de los soldados y Mosquitos los escribí por el gusto de escribir, porque
era divertido. Comenzando con Sartoris descubrí que mi propia parcela de suelo natal era digna de que
se escribiera acerca de ella y que yo nunca viviría lo suficiente para agotarla, y que mediante la
sublimación de lo real en lo apócrifo yo tendría completa libertad para usar todo el talento que pudiera
poseer, hasta el grado máximo. Ello abrió una mina de oro de otras personas, de suerte que creé un
cosmos de mi propiedad. Puedo mover a esas personas de aquí para allá como Dios, no sólo en el
espacio sino en el tiempo también. El hecho de que haya logrado mover a mis personajes en el tiempo,
cuando menos según mi propia opinión, me comprueba mi propia teoría de que el tiempo es una
condición fluida que no tiene existencia excepto en los avatares momentáneos de las personas
individuales. No existe tal cosa como fue; sólo es. Si fue existiera, no habría pena ni aflicción. A mí me
gusta pensar que el mundo que creé es una especie de piedra angular del universo; que si esa piedra
angular, pequeña y todo como es, fuera retirada, el universo se vendría abajo. Mi último libro será el
libro del Día del Juicio Universal, el Libro de Oro del Condado de Yoknapatawpha. Entonces quebraré el
lápiz y tendré que detenerme.
NOVELA Y REBELDÍA
Albert Camus
Es posible separar la literatura de consentimiento que coincide, en líneas generales, con los siglos
antiguos y los siglos clásicos, y la literatura de disidencia que empieza con los tiempos modernos. Se
observará entonces la escasez de novela en la primera. Cuando existe, salvo raras excepciones, no
concierne a la historia, sino a la fantasía (Teágenes y Cariclea o La Astrea). Son cuentos, no novelas. Con
la segunda, por el contrario, se desarrolla realmente el género novelesco que no ha cesado de
enriquecerse y extenderse hasta nuestros días, al mismo tiempo que el movimiento crítico y
revolucionario. La novela nace al mismo tiempo que el espíritu de rebeldía y traduce, en el plano
estético, la misma ambición.
«Historia ficticia, escrita en prosa», dice Littré de la novela. ¿No es más que esto? Un crítico católico1 ha
escrito no obstante: «El arte, sea cual sea su objetivo, siempre hace una competencia culpable a Dios».
Es más justo, en efecto, hablar de una competencia a Dios, a propósito de la novela, que de una
competencia al Estado civil. Thibaudet expresaba una idea parecida cuando decía a propósito de Balzac:
«La comedia humana es la Imitación de Dios Padre.» El esfuerzo de la gran literatura parece consistir en
crear universos cerrados o tipos completos. Occidente, en sus grandes creaciones, no se limita a
describir su vida cotidiana. Se propone sin descanso grandes imágenes que lo enardecen y se lanza tras
ellas.
Al fin y al cabo, escribir o leer una novela son acciones insólitas. Construir una historia mediante una
disposición nueva de hechos verdaderos no tiene nada de inevitable, ni de necesario. Incluso si la
explicación vulgar, por el gusto del creador y del lector, fuese verdad, habría que preguntarse entonces
por qué necesidad la mayor parte de los hombres experimentan precisamente gusto e interés en
historias fingidas. La crítica revolucionaria condena la novela pura como la evasión de una imaginación
ociosa. La lengua común, a su vez, llama «novela» al relato engañoso del periodista torpe. Hace unos
lustros, la costumbre quería asimismo, contra la verosimilitud, que las jóvenes fuesen «novelescas». Se
daba a entender con ello que tales criaturas ideales no tenían en cuenta las realidades de la existencia.
De manera general, siempre se ha considerado que lo novelesco se apartaba de la vida y que la
embellecía al mismo tiempo que la traicionaba. La manera más simple y la más común de entender la
expresión novelesco consiste, pues, en ver en ella un ejercicio de evasión. El sentido común se suma a la
crítica revolucionaria.
Pero ¿de qué nos evadimos por medio de la novela? ¿De una realidad juzgada demasiado aplastante? La
gente feliz lee también novelas y es constante que el extremo sufrimiento quite la afición a la lectura.
Por otro lado, el universo novelesco tiene ciertamente menos peso y menor presencia que ese otro
universo en que unos seres de carne y hueso nos asedian sin descanso. ¿Por qué misterio, sin embargo,
Adolfo nos aparece como un personaje mucho más familiar que Benjamin Constant, el conde Mosca que
nuestros moralistas profesionales? Balzac terminó un día una larga conversación sobre la política y la
suerte del mundo diciendo: «Y ahora volvamos a las cosas serias», queriendo hablar de sus novelas. La
gravedad indiscutible del mundo novelesco, nuestro empeño en tomar, en efecto, en serio los mitos
incontables que nos brinda desde hace dos siglos el genio novelesco, el gusto por la evasión no basta
para explicarlo. Ciertamente, la actividad novelesca supone una especie de rechazo de lo real. Pero este
rechazo no es una simple huida. ¿Hay que ver en él el movimiento de retiro del alma noble que, según
Hegel, se crea a sí misma, en su decepción, un mundo ficticio en que la moral reina sola? La novela
edificante, sin embargo, queda asaz distante de la gran literatura; y la mejor novela rosa, Pablo y
Virginia, obra propiamente penosa, no ofrece nada al consuelo.
La contradicción es la siguiente: el hombre rechaza el mundo tal cual es, sin aceptar escaparse. De
hecho, los hombres tienen apego al mundo y, en su inmensa mayoría, no desean abandonarlo. Lejos de
querer olvidarlo siempre, sufren, al contrario, por no poseerlo bastante, extraños ciudadanos del mundo,
exiliados en su propia patria. Salvo en los instantes fulgurantes de la plenitud, toda realidad es para ellos
inacabada. Sus actos les escapan en otros actos, vuelven a juzgarlos bajo rostros inesperados, huyen
como el agua de Tántalo hacia una desembocadura ignorada aún. Conocer la desembocadura, dominar
el curso del río, captar por fin la vida como destino, he ahí su verdadera nostalgia, en lo más denso de su
patria. Pero esta visión que, en el conocimiento al menos, los reconciliaría por fin con ellos mismos, no
puede aparecer, si es que aparece, más que en ese momento fugitivo que es la muerte: todo acaba en
él. Para estar, una vez, en el mundo, es preciso no estar ya en él nunca más.
Nace aquí esa desgraciada envidia que tantos hombres sienten por la vida de los otros. Percibiendo esas
existencias por fuera, les suponen una coherencia y una unidad que no pueden tener, en verdad, pero
que parecen evidentes al observador. Éste no ve más que la línea superior de tales vidas, sin cobrar
conciencia del detalle que las roe. Hacemos entonces arte de tales existencias. De modo elemental, las
novelamos. Cada cual, en este sentido, trata de hacer de su vida una obra de arte. Deseamos que el
amor dure y sabemos que no dura; aunque, por milagro, debiese durar toda una vida, sería aún
inacabado. Quizás, en esta insaciable necesidad de durar, comprenderíamos mejor el sufrimiento
terrestre si supiéramos que fuese eterno. Parece que a las grandes almas las asusta a veces menos el
dolor que el hecho de que no dura. A falta de una felicidad infatigable, un largo sufrimiento crearía al
menos un destino. Pero no, y nuestras peores torturas cesarán un día. Una mañana, después de tantas
desesperaciones, un irreprimible deseo de vivir nos anunciará que todo ha terminado y que el
sufrimiento ya no tiene más sentido que la felicidad.
El afán de posesión no es más que otra forma del deseo de durar; él es el que hace el delirio impotente
del amor. Ningún ser, ni siquiera el más amado, y que mejor nos responda, está nunca en nuestra
posesión. En la tierra cruel, donde los amantes mueren a veces separados, nacen siempre divididos, la
posesión total de un ser, la comunión absoluta en el tiempo entero de la vida es una imposible exigencia.
El afán de la posesión es hasta tal punto insaciable que puede sobrevivir al amor mismo. Amar,
entonces, es esterilizar al amado. El vergonzoso sufrimiento del amante, en lo sucesivo solitario, no es
tanto el no ser ya amado, cuanto el saber que el otro puede y debe amar aún. En el límite, todo hombre
devorado por el deseo loco de durar y de poseer desea a los seres a los que ha amado la esterilidad o la
muerte. Ésta es la verdadera rebeldía. Quienes no han exigido, un día al menos la virginidad absoluta de
los seres y del mundo; quienes no han temblado de nostalgia y de impotencia ante su imposibilidad;
quienes, entonces, vueltos a su nostalgia de absoluto, no son destruidos intentando amar a media altura,
ésos no pueden comprender la realidad de la rebeldía y su furia de destrucción. Pero los seres se
escapan siempre y nosotros les escapamos también: no tienen perfiles firmes. La vida desde este punto
de vista no tiene estilo. No es más que un movimiento que corre en pos de su forma sin dar nunca con
ella. El hombre, desgarrado así, busca en vano esa forma que le daría los límites entre los cuales sería
rey. ¡Que una sola cosa viva tenga su forma en este mundo y éste estará reconciliado!
No hay ser por fin que, a partir de cierto nivel elemental de conciencia, no se agote buscando las
fórmulas o las actitudes que darían a su existencia la unidad que le falta. Parecer o hacer, el dandi o el
revolucionario exigen la unidad, para ser, y para ser en este mundo. Como en esas patéticas y
miserables relaciones que se prolongan a veces largo tiempo porque uno de los miembros espera hallar
la palabra, el gesto o la situación que harán de su aventura una historia concluida y formulada en el tono
justo, cada uno se crea o se propone tener la palabra final. No basta con vivir, hace falta un destino, y
sin esperar la muerte. Es, pues, justo decir que el hombre tiene la idea de un mundo mejor que éste.
Pero mejor no quiere decir entonces diferente, mejor quiere decir unificado. Esta fiebre que levanta el
corazón por encima de un mundo disperso, del que, sin embargo, no puede desprenderse, es la fiebre de
la unidad. No desemboca en una mediocre evasión, sino en la reivindicación más obstinada. Religión o
crimen, todo esfuerzo humano obedece a la postre a ese deseo irrazonable y pretende dar a la vida la
forma que no tiene. El mismo movimiento, que puede llevar a la adoración del cielo o a la destrucción
del hombre, lleva asimismo a la creación novelesca, que recibe entonces su seriedad.
¿Qué es, en efecto, la novela sino este universo en que la acción halla su forma, en que las palabras del
final son pronunciadas, los seres entregados a los seres, en que toda vida toma la faz del destino?2 El
mundo novelesco no es más que la corrección de este mundo, según el deseo profundo del hombre.
Pues se trata indudablemente del mismo mundo. El sufrimiento es el mismo, la mentira y el amor. Los
personajes tienen nuestro lenguaje, nuestras debilidades, nuestras fuerzas. Su universo no es ni más
bello ni más edificante que el nuestro. Pero ellos, al menos, corren hasta el final de su destino y no hay
nunca personajes tan emocionantes como los que van hasta el extremo de su pasión, Kirilov y
Stavroguin, la señora Graslin, Julián Sorel o el príncipe de Cléves. Es aquí donde nos alejamos de su
medida, pues ellos acaban lo que nosotros no acabamos nunca.
Madame de La Fayette sacó La princesa de Cléves de la más estremecedora experiencia. Sin duda es la
señora de Cléves, y sin embargo no lo es. ¿Dónde está la diferencia? La diferencia está en que madame
de La Fayette no entró en un convento y que nadie en su entorno murió de desesperación. No cabe duda
de que conoció al menos los instantes desgarradores de aquel amor sin igual. Pero no tuvo punto final, le
sobrevivió, lo prolongó cesando de vivirlo, y por último, nadie, ni ella misma, hubiera conocido su dibujo
si no le hubiera dado la curva desnuda de un lenguaje impecable. Del mismo modo, no existe historia
más novelesca y más bella que la de Sophie Tonska y Casimir en Las pléyades de Gobineau. Sophie,
mujer sensible y bella, que hace entender la confesión de Stendhal, «no hay más que las mujeres de
gran carácter que puedan hacerme feliz», obliga a Casimir a confesarle su amor. Acostumbrada a ser
amada, se impacienta ante aquél, que la ve todos los días y que, a pesar de ello, no ha abandonado
nunca una calma irritante. Casimir confiesa, en efecto, su amor, pero en el tono de una exposición
jurídica. La ha estudiado, la conoce tanto como se conoce a sí mismo, está seguro de que este amor, sin
el que no puede vivir, carece de futuro. Ha decidido, pues, declararle a la vez este amor y su
inconsistencia, hacerle donación de su fortuna -Sophie es rica y este gesto es inconsecuente- a condición
de que ella le pase una modestísima pensión que le permita trasladarse al suburbio de una ciudad
elegida al azar (será Vilna), y esperar en ella la muerte, en la pobreza. Casimir reconoce, por lo demás,
que la idea de recibir de Sophie lo que le será necesario para subsistir representa una concesión a la
debilidad humana, la única que se permitirá, con, de tarde en tarde, el envío de una página en blanco
metida en un sobre en el que escribirá el nombre de Sophie. Tras mostrarse indignada, luego turbada,
luego melancólica, Sophie aceptará; todo se desarrollará tal como Casimir había previsto. Morirá en
Vilna, de su pasión triste. Lo novelesco tiene así su lógica. Una bella historia no carece de esa
continuidad imperturbable que no se da nunca en las situaciones vividas, pero que se encuentra en el
proceso del sueño, a partir de la realidad. Si Gobineau hubiese ido a Vilna, se habría aburrido y habría
regresado, o habría estado allí a su gusto. Pero Casimir no conoce las ganas de cambiar y las mañanas
de cura. Va hasta el fin, como Heathcliff, que deseará ir más allá de la muerte para Regar hasta el
infierno.
He aquí, pues, un mundo imaginario, pero creado por la corrección de éste, un mundo en que el dolor
puede, si quiere, durar hasta la muerte, en que las pasiones no se distraen nunca, en que los seres se
entregan a una idea fija y están siempre presentes los unos para con los otros. El hombre se da al fin a sí
mismo la forma y el límite apaciguador que persigue en vano en su condición. La novela fabrica destinos
a la medida. Así es como compite con la creación y vence, provisionalmente, a la muerte. Un análisis
detallado de las novelas más famosas mostraría, con perspectivas cada vez diferentes, que la esencia de
la novela está en esa corrección perpetua, dirigida siempre en el mismo sentido, que el artista efectúa
sobre su experiencia. Lejos de ser moral o puramente formal, esta corrección apunta primero a la unidad
y traduce, con ello, una necesidad metafísica. La novela, a este nivel, es en primer lugar un ejercicio de
la inteligencia al servicio de una sensibilidad nostálgica o en rebeldía. Se podría estudiar esta búsqueda
de la unidad en la novela francesa de análisis, y en Melville, Balzac, Dostoievski o Tolstoi. Pero una breve
confrontación entre dos tentativas que se sitúan en los extremos opuestos del mundo novelesco, la
creación proustiana y la novela norteamericana de estos últimos años, bastará para nuestra intención.
La novela norteamericana pretende hallar su unidad reduciendo al hombre, ya sea a lo elemental, ya a
sus reacciones externas y a su comportamiento3. No elige un sentimiento o una pasión del que dará una
imagen privilegiada, como en nuestras novelas clásicas. Rechaza el análisis, la búsqueda de un resorte
psicológico fundamental que explicaría y resumiría la conducta de un personaje. Por eso, la unidad de
dicha novela no es más que una unidad de enfoque. Su técnica consiste en describir a los hombres por
fuera, en los más indiferentes de sus gestos, en reproducir sin comentarios los discursos hasta en sus
repeticiones4, en hacer, por fin, como si los hombres se definiesen enteramente por sus automatismos
cotidianos. A ese nivel maquinal, efectivamente, los hombre se parecen y así se explica ese curioso
universo en que todos los personajes parecen intercambiables, hasta en sus particularidades físicas. Esta
técnica es llamada realista tan sólo por un malentendido. Además de que el realismo en arte es, como
veremos, una noción incomprensible, resulta muy evidente que este mundo novelesco no tiende a la
reproducción pura y simple de la realidad, sino a su estilización más arbitraria. Nace de una mutilación, y
de una mutilación voluntaria, llevada a cabo sobre lo real. La unidad así obtenida es una unidad
degradada, una nivelación de los seres y del mundo. Parece que, para esos novelistas, sea la vida
interior la que priva las acciones humanas de la unidad y que arrebata a los seres los unos a los otros.
Tal sospecha es en parte legítima. Pero la rebeldía que se halla en la fuente de este arte, no puede
encontrar su satisfacción sino fabricando la unidad a partir de esa realidad interior, y no negándola.
Negarla totalmente es referirse a un hombre imaginario. La novela negra es también una novela rosa de
la que tiene la vanidad formal. Edifica a su manera5. La vida de los cuerpos, reducida a sí misma,
produce paradójicamente un universo abstracto y gratuito, constantemente negado a su vez por la
realidad. Esa novela, purgada de vida interior, en que los hombres parecen observados detrás de un
cristal, acaba lógicamente dándose, como tema único, al hombre presuntamente medio, escenificando lo
patológico. Así se explica la cantidad considerable de «inocentes» utilizados en este universo. El
inocente es el tema ideal de semejante empresa, ya que no es definido, y por entero, sino por su
comportamiento. Es el símbolo de este mundo exasperante, en que unos autómatas desdichados viven
en la más maquinal de las coherencias, y que los novelistas norteamericanos han elevado frente al
mundo moderno como una protesta patética, pero estéril.
En cuanto a Proust, su esfuerzo ha consistido en crear a partir de la realidad, obstinadamente
contemplada, un mundo cerrado, insustituible, que no le pertenecía más que a él y marcaba su victoria
sobre la huida de las cosas y sobre la muerte. Pero sus medios son opuestos. Dependen ante todo de
una elección concertada, una meticulosa colección de instantes privilegiados que el novelista escogerá
en lo más secreto de su pasado. Inmensos espacios muertos son así expulsados de la vida porque no han
dejado nada en el recuerdo. Si el mundo de la novela norteamericana es el de los hombres sin memoria,
el mundo de Proust no es en sí mismo más que una memoria. Se trata tan sólo de la más difícil y la más
exigente de las memorias, la que rechaza la dispersión del mundo tal cual es y que saca de un perfume
recobrado el secreto de un nuevo y antiguo universo. Proust elige la vida interior y, en la vida interior, lo
que es más interior que ella, contra lo que en lo real se olvida, es decir lo maquinal, el mundo ciego. Pero
de este rechazo de lo real, no saca la negación de lo real. No comete el error, simétrico al de la novela
norteamericana, de suprimir lo maquinal. Reúne, por el contrario, en una unidad superior, el recuerdo
perdido y la sensación presente, el pie que se tuerce y los días felices de antaño.
Es difícil retornar a los lugares de la dicha y la juventud. Las muchachas en flor ríen y parlotean
eternamente frente al mar, pero aquel que las contempla va perdiendo poco a poco el derecho a
amarlas, igual que aquellas a las que amó pierden el poder de ser amadas. Esta melancolía es la de
Proust. Ha sido bastante potente en él para hacer brotar un rechazo de todo el ser. Pero el amor a las
caras y a la luz lo ataban al mismo tiempo a este mundo. No consintió que las vacaciones felices se
perdieran para siempre. Se comprometió a recrearlas de nuevo y a mostrar, contra la muerte, que el
pasado se encontraba al término del tiempo en un presente imperecedero, más verdadero y más rico
aún que en el origen. El análisis psicológico de El tiempo perdido no es entonces más que un poderoso
medio. La grandeza real de Proust es haber escrito El tiempo recobrado, que reúne un mundo dispersado
y le da una significación al nivel mismo del desgarramiento. Su victoria difícil, en vísperas de su muerte,
consiste en haber podido extraer de la huida incesante de las formas, por las vías solas del recuerdo y la
inteligencia, los símbolos estremecedores de la unidad humana. El reto más seguro que una obra de esta
índole pueda plantear a la creación es presentarse como un todo, un mundo cerrado y unificado. Esto
define las obras sin correcciones.
Se ha podido decir que el mundo de Proust era un mundo sin dios. Si eso es verdad, no es porque en él
no se hable nunca de Dios, sino porque este mundo tiene la ambición de ser una perfección cerrada y de
dar a la eternidad el rostro del hombre. El tiempo recobrado, en su ambición al menos, es la eternidad
sin dios. La obra de Proust, desde este punto de vista, aparece como una de las empresas más
desmesuradas y más significativas del hombre contra su condición mortal. Ha demostrado que el arte
novelesco rehace la creación misma, tal cual nos es impuesta y tal cual es rechazada. Bajo uno de sus
aspectos al menos, este arte consiste en elegir a la criatura contra su creador. Pero, más profundamente
aún, se alía con la belleza del mundo o de los seres contra las potencias de la muerte y del olvido. Así es
como su rebeldía es creadora.
CONSEJOS A LOS JÓVENES LITERATOS
Charles Baudelaire
Los preceptos que se van a leer son fruto de la experiencia; la experiencia implica una cierta suma de
equivocaciones; y como cada cual las ha cometido –todas o poco menos-, espero que mi experiencia
será verificada por la de cada cual.
I
DE LA SUERTE Y DE LA MALA SUERTE EN LOS COMIENZOS
Los jóvenes escritores que hablando de un colega novel dicen con acento matizado de envidia: "¡Ha
comenzado bien, ha tenido una suerte loca!", no reflexionan que todo comienzo está siempre precedido
y es el resultado de otros veinte comienzos que no se conocen.
...creo más bien que el éxito es, en una proporción aritmética o geométrica, según la fuerza del escritor,
el resultado de éxitos anteriores, a menudo invisibles a simple vista. Hay una lenta agregación de éxitos
moleculares; pero generaciones espontáneas y milagrosas jamás.
Los que dicen: "Yo tengo mala suerte", son los que todavía no han tenido suficientes éxitos y lo ignoran.
***
Libertad y fatalidad son dos contrarios; vistas de cerca y de lejos son una sola voluntad.
Y es por eso que no hay mala suerte. Si hay mala suerte, es que nos falta algo: ese algo hay que
conocerlo y estudiar el juego de las voluntades vecinas para desplazar más fácilmente la circunferencia.
***
II
DE LOS SALARIOS
Por hermosa que sea una casa es ante todo -y antes de que su belleza quede demostrada- tantos metros
de frente por tantos de fondo. De igual modo la literatura, que es la materia más inapreciable, es ante
todo una serie de columnas escritas; y el arquitecto literario, cuyo sólo nombre no es una probabilidad
de beneficio, debe vender a cualquier precio.
Hay jóvenes que dicen: "Ya que esto vale tan poco, ¿para qué tomarse tanto trabajo?" Hubieran podido
entregar trabajo del mejor; y en ese caso sólo hubieran sido estafados por la necesidad actual, por la ley
de la naturaleza; pero se han estafado a sí mismos. Mal pagados, hubieran podido honrarse con ello; mal
pagados, se han deshonrado.
Resumo todo lo que podría escribir sobre este asunto en esta máxima suprema, que entrego a la
meditación de todos los filósofos, de todos los historiadores y de todos los hombres de negocios: "¡Sólo
es con los buenos sentimientos con los que se llega a la fortuna!"
Los que dicen: "¡Para qué devanarse los sesos por tan poco!" son los mismos que más tarde quieren
vender sus libros a doscientos francos el pliego, y rechazados, vuelven al día siguiente a ofrecerlo con
cien francos de pérdida.
El hombre razonable es el que dice: "Yo creo que esto vale tanto, porque tengo genio; pero si hay que
hacer algunas concesiones, las haré, para tener el honor de ser de los vuestros".
III
DE LAS SIMPATÍAS Y DE LAS ANTIPATÍAS
En amor como en literatura, las simpatías son involuntarias; no obstante, necesitan ser verificadas, y la
razón tiene ulteriormente su parte.
Las verdaderas simpatías son excelentes, pues son dos en uno; las falsas son detestables, pues no hacen
más que uno, menos la indiferencia primitiva, que vale más que el odio, consecuencia necesaria del
engaño y de la desilusión.
Por eso yo admiro y admito la camaradería, siempre que esté fundada en relaciones esenciales de razón
y de temperamento. Entonces es una de las santas manifestaciones de la naturaleza, una de las
numerosas aplicaciones de ese proverbio sagrado: la unión hace la fuerza.
La misma ley de franqueza y de ingenuidad debe regir las antipatías. Sin embargo, hay gentes que se
fabrican así odios como admiraciones, aturdidamente. Y esto es algo muy imprudente; es hacerse de un
enemigo, sin beneficio ni provecho. Un golpe fallido no deja por eso de herir al menos en el corazón al
rival a quien se le destinaba, sin contar que puede herir a derecha e izquierda a alguno de los testigos
del combate.
Un día, durante una lección de esgrima, vino a molestarme un acreedor; yo lo perseguí por la escalera, a
golpes de florete. Cuando volví, el maestro de armas, un gigante pacífico que me hubiera tirado al suelo
de un soplido, me dijo: "¡Cómo prodiga usted su antipatía! ¡Un poeta! ¡Un filósofo! ¡Ah, que no se diga!"
Yo había perdido el tiempo de dos asaltos, estaba sofocado, avergonzado y despreciado por un hombre
más, el acreedor, a quien no había podido hacer gran cosa.
En efecto, el odio es un licor precioso, un veneno más caro que el de los Borgia, pues está hecho con
nuestra sangre, nuestra salud, nuestro sueño ¡y los dos tercios de nuestro amor! ¡Hay que guardarlo
avaramente!
DEL VAPULEO
El vapuleo no debe practicarse más que contra los secuaces del error. Si somos fuertes, nos perdemos
atacando a un hombre fuerte; aunque disintamos en algunos puntos, él será siempre de los nuestros en
ciertas ocasiones.
Hay dos métodos de vapuleo: en línea curva y en línea recta, que es el camino más corto. (...) La línea
curva divierte a la galería, pero no la instruye.
La línea recta... consiste en decir: "El señor X... es un hombre deshonesto y además un imbécil; cosa que
voy a probar" -¡y a probarla!-; primero..., segundo..., tercero...etc. Recomiendo este método a quienes
tengan fe en la razón y buenos puños.
Un vapuleo fallido es un accidente deplorable, es una flecha que vuelve al punto de partida, o al menos,
que nos desgarra la mano al partir; una bala cuyo rebote puede matarnos.
DE LOS MÉTODOS DE COMPOSICIÓN
Hoy por hoy hay que producir mucho, de modo que hay que andar de prisa; de modo que hay que
apresurarse lentamente; pues es menester que todos los golpes lleguen y que ni un solo toque sea inútil.
Para escribir rápido, hay que haber pensado mucho; haber llevado consigo un tema en el paseo, en el
baño, en el restaurante, y casi en casa de la querida. (...)
Cubrir una tela no es cargarla de colores, es esbozar de modo liviano, disponer las masas en tono ligero
y transparentes. La tela debe estar cubierta -en espíritu- en el momento en que el escritor toma la pluma
para escribir el título.
Se dice que Balzac ennegrece sus manuscritos y sus pruebas de manera fantástica y desordenada. Una
novela pasa entonces por una serie de génesis, en los que se dispersa, no sólo la unidad de la frase, sino
también la de la obra. Sin duda es este mal método el que da a menudo a su estilo ese no se qué de
difuso, de atropellado y de embrollado, que es el único defecto de ese gran historiador.
DEL TRABAJO DIARIO Y DE LA INSPIRACIÓN
(...)
Una alimentación muy sustanciosa, pero regular, es la única cosa necesaria para los escritores fecundos.
Decididamente, la inspiración es hermana del trabajo cotidiano. Estos dos contrarios no se excluyen en
absoluto, como todos los contrarios que constituyen la naturaleza. La inspiración obedece, como el
hombre, como la digestión, como el sueño. (...) Si se consiente en vivir en una contemplación tenaz de la
obra futura, el trabajo diario servirá a la inspiración, como una escritura legible sirve para aclarar el
pensamiento, y como el pensamiento calmo y poderoso sirve para escribir legiblemente, pues ya pasó el
tiempo de la mala letra.
DE LA POESÍA
En cuanto a los que se entregan o se han entregado con éxito a la poesía, yo les aconsejo que no la
abandonen jamás. La poesía es una de las artes que más reportan; pero es una especie de colocación
cuyos intereses sólo se cobran tarde; en compensación, muy crecidos.
Desafío a los envidiosos a que me citen buenos versos que hayan arruinado a un editor.
(...)
¿Por lo demás, qué tiene de sorprendente, puesto que todo hombre sano puede pasarse dos días sin
comer, pero nunca sin poesía?
El arte que satisface la necesidad más imperiosa será siempre el más honrado.
DE LOS ACREEDORES
(...) Que el desorden haya acompañado a veces al genio, lo único que prueba es que el genio es
terriblemente fuerte; por desgracia, para muchos jóvenes, ese título expresaba no un accidente, sino
una necesidad.
Yo dudo mucho que Goethe haya tenido acreedores (...). No tengan acreedores jamás; a lo sumo, hagan
como si los tuvieran, que es todo lo que puedo permitirles.
DE LAS QUERIDAS
Si quiero acatar la ley de los contrastes, que gobierna el orden moral y el orden físico, me veo obligado a
ubicar entre las mujeres peligrosas para los hombres de letras, a la mujer honesta, a la literata y a la
actriz; la mujer honesta, porque pertenece necesariamente a dos hombres y es un mediocre pábulo para
el alma despótica de un poeta; la literata, porque es un hombre fallido; la actriz, porque está barnizada
de literatura y habla en "argot"; en fin, porque no es una mujer en toda la acepción de la palabra, ya que
el público le resulta algo más preciosos que el amor.
(...)
Porque todos los verdaderos literatos sienten horror por la literatura en determinados momentos, por
eso, yo no admito para ellos -almas libres y orgullosas, espíritus fatigados que siempre necesitan reposar
al séptimo día-, más que dos clases posibles de mujeres: las bobas o las mujerzuelas, la olla casera o el
amor.
-Hermanos, ¿hay necesidad de exponer las razones?
LA DECADENCIA DE LA MENTIRA
Oscar Wilde
CYRL: (Entrando por la puerta al balcón abierta de la terraza): No esté usted encerrado todo el día en la
biblioteca, mi querido Vivian. Hace una tarde encantadora y el aire es tibio. Flota sobre el bosque una
bruma rojiza como la flor de los ciruelos. Vayamos a tumbarnos sobre el césped, a fumar cigarrillos y a
gozar de la Naturaleza.
VIVIAN: ¡Gozar de la Naturaleza! Tengo el gusto de comunicarle que he perdido esa facultad por
completo. Dicen las gentes que el Arte nos hace amar aún más a la Naturaleza, que nos revela sus
secretos y que una vez estudiados estos concienzudamente, según afirman Corot Constable,
descubrimos en ella cosas que antes escaparon a nuestra observación. A mi juicio, cuanto más
estudiamos el Arte, menos nos preocupa la Naturaleza. Realmente lo que el Arte nos revela es la falta de
plan de la Naturaleza, su extraña tosquedad, su extraordinaria monotonía, su carácter completamente
inacabado. La Naturaleza posee, indudablemente, buenas intenciones; pero como dijo Aristóteles hace
mucho tiempo, no puede llevarlas a cabo. Cuando contemplo un paisaje, me es imposible dejar de ver
todos sus defectos. A pesar de lo cual, es una suerte para nosotros que la Naturaleza sea tan imperfecta,
ya que en otro caso no existiría el Arte. El Arte es nuestra enérgica protesta, nuestro valiente esfuerzo
para enseñar a la Naturaleza cuál es su verdadero lugar. En cuanto a eso de la infinita variedad de la
Naturaleza, es un puro mito. La variedad no se puede encontrar en la Naturaleza misma, sino en la
imaginación, en la fantasía, en la ceguera cultivada de quien la contempla.
CYRIL: Bueno, pues no mirará usted el paisaje. Se tumbará sobre el césped para fumar y charlar,
exclusivamente.
VIVIAN: ¡Es que la Naturaleza es tan incómoda! La hierba dura y húmeda está llena de asperezas y de
insectos negros y repulsivos. ¡Por Dios! El obrero más humilde de Morris sabe construir un sillón
perfectamente cómodo como no podrá hacerlo nunca La Naturaleza. Y ésta palidece de envidia ante los
muebles de la calle «que de Oxford tomó el nombre», como dijo feamente ese poeta favorito de usted.
No me quejo de ello. Con una Naturaleza cómoda, la Humanidad no hubiera inventado nunca la
arquitectura; y a mí me agradan más las casas que el aire libre. En una casa se tiene siempre la
sensación de las proporciones exactas. Todo en ella está supeditado, dispuesto, construido para uso y
goce nuestros. El propio egoísmo, tan necesario para el sentido auténtico de la dignidad humana,
proviene en absoluto de la vida interior. De puertas afuera se convierte uno en algo abstracto e
impersonal, nuestra individualidad desaparece. Y, además, ¡es tan indiferente y tan despreciativa la
Naturaleza! Cada vez que me paseo por este parque me doy cuenta de que le importo lo mismo que el
rebaño que pace en una ladera o que la bardana que crece en la cuneta. La Naturaleza odia a la
inteligencia; esto es evidente. Pensar es la cosa más malsana que hay en el mundo, y la gente muere de
ello como de cualquier otra enfermedad. Por fortuna, en Inglaterra al menos, el pensamiento no es
contagioso. Debemos a nuestra estupidez nacional el ser un pueblo físicamente magnífico. Confío en que
seremos capaces de conservar durante largos años futuros esa gran fortaleza histórica aunque temo que
empezamos a refinarnos demasiado; incluso los que son incapaces de aprender se han dedicado a la
enseñanza. Hasta eso ha llegado nuestro entusiasmo cultural. Entre tanto, mejor hará usted en volver a
su fastidiosa e incómoda Naturaleza y dejarme corregir estas pruebas.
CYRIL: ¡Ha escrito usted un artículo! No me parece muy consecuente después de lo que acaba usted de
decir.
VIVIAN: ¿Y quién necesita ser consecuente? El patán y el doctrinario, esa gente aburrida que lleva sus
principios hasta el fin amargo de la acción, hasta la reductio ab absurdum de la práctica. Yo, no. Lo
mismo que Emerson, grabo la palabra «capricho» sobre la puerta de mi biblioteca. Por lo demás, mi
artículo es realmente una advertencia saludable y valiosa. Si se fijan en él, podría producirse un nuevo
Renacimiento del Arte.
CYRIL: ¿Cuál es su tema?
VIVIAN: Pienso titularlo "La decadencia de la mentira". Protesta.
CYRIL: ¡La mentira! Creí que nuestros políticos la practicaban habitualmente.
VIVIAN: Le aseguro que no. No se elevan nunca por encima del nivel del hecho desfigurado y se rebajan
hasta probar, discutir, argumentar. ¡Qué diferente esto con el carácter del auténtico mentiroso, con sus
palabras sinceras y valientes, su magnífica irresponsabilidad, su desprecio natural y sano hacia toda
prueba! Después de todo, ¿qué es una bella mentira? Pues, sencillamente, la que posee su evidencia en
sí misma. Si un hombre es lo bastante pobre de imaginación para aportar pruebas en apoyo de una
mentira, mejor hará en decir la verdad, sin ambages. No, los políticos no mienten. Quizá pudiera decirse
algo en favor de los abogados; éstos han conservado el manto del sofista. Sus fingidas vehemencias y su
retórica irreal son deliciosas. Pueden hacer de la peor causa la mejor, como si acabasen de salir de las
escuelas Leontinas y fueran populares por haber arrancado a unos jurados huraños una absolución
triunfal de sus defendidos, hasta cuando éstos, cosa que sucede con frecuencia, son clara e
indiscutiblemente inocentes. Pero el prosaísmo lo cohíbe y no se avergüenzan en apelar a los
precedentes. A pesar de sus esfuerzos, ha de resplandecer la verdad. Los mismos diarios han denegado;
se les puede conceder una absoluta confianza. Se nota esto al recorrer sus columnas. Siempre sucede lo
ilegible. Temo que no pueda decir gran cosa en favor del hombre de ley y del periodista. Además, yo
defiendo la Mentira en arte. ¿Quiere usted que le lea lo que he escrito? Le hará mucho bien.
CYRIL: Desde luego, si me da usted un cigarrillo...
...VIVIAN (Leyendo con voz clara.): "La decadencia de la mentira. Protesta". Una de las principales causas
del carácter singularmente vulgar de casi toda la literatura contemporánea es, indudablemente, la
decadencia de la mentira, considerada como arte, como ciencia y como placer social. Los antiguos
historiadores nos presentaban ficciones deliciosas en formas de hechos; el novelista moderno nos
presenta hechos estúpidos a guisa de ficciones. El Libro Azul se convierte rápidamente en su ideal, tanto
por lo que se refiere al método como al estilo. Posee su fastidioso documento humano, su mísero coin de
la création (rincón de la creación), que él escudriña con su microscopio. Se lo encuentra uno en la
Biblioteca Nacional o en el Museo Británico, buscando con afanoso descaro su tema. Ni siquiera tiene el
valor de ideas apenas; con reiteración va directamente a la vida para todo, y, por último, entre las
enciclopedias y su experiencia personal, fracasa miserablemente, después de bosquejar tipos copiados
de su círculo familiar o de la lavandera semanal y de adquirir un lote importante de datos útiles de los
que no puede librarse por completo, ni aun en sus momentos de máxima meditación. Sería difícil
calcular la extensión de los daños causados a la literatura por ese falso ideal de nuestra época. Las
gentes hablan con ligereza del "mentiroso nato" igual que del "poeta nato". Pero en ambos casos se
equivocan. La mentira y la poesía son artes -artes que, como observó Platón, no dejan de tener
relaciones mutuas-, y que requieren el más atento estudio, el fervor más desinteresado. Poseen, en
efecto, su técnica, igual que las artes más materiales de la pintura y de la escritura tienen sus secretos
sutiles de forma y de color, sus manipulaciones, sus métodos estudiados. Así como se conoce al poeta
por su bella musicalidad, de igual modo se reconoce al mentiroso en ricas articulaciones rítmicas, y en
ningún caso la inspiración fortuita del momento podría bastar. En esto, como en todo, la práctica debe
preceder a la perfección. Pero en nuestros días, cuando la moda de escribir versos se ha hecho
demasiado corriente y debiera, en lo posible, ser refrenada, la moda de mentir ha caído en descrédito.
Más de un muchacho debuta en la vida con un don espontáneo de imaginación, que alentado y en un
ambiente simpático y de igual índole, podría llegar a ser algo verdaderamente grande y maravilloso.
Pero por regla general, ese muchacho no llega a nada o adquiere costumbres indolentes de exactitud...»
CYRIL: ¡Amigo mío!
VIVIAN: No me interrumpa en la mitad de una frase, "...o adquiere costumbre indolentes de exactitud o
se dedica a frecuentar el trato de personas de edad o bien informadas". Dos cosas que son igualmente
fatales para su imaginación -lo serían para la de cualquiera-, y así, en muy poco tiempo, manifiesta una
facultad morbosa y malsana a decir la verdad, empieza a comprobar todos los asertos hechos en su
presencia, no vacila en contradecir a las personas que son mucho más jóvenes que él y con frecuencia
termina escribiendo novelas tan parecidas a la vida que nadie puede creer en su probabilidad. Este no es
un caso aislado, sino simplemente un ejemplo tomado entre otros muchos; y si no se hace algo por
refrenar o, al menos, por modificar nuestro culto monstruoso a los hechos, el arte se tornará estéril y la
belleza desaparecerá de la Tierra.
EL ARTE DE LA FANTASÍA Y EL FRACASO DEL ARTE
...VIVIAN (Leyendo.): "El Arte comienza con una decoración abstracta, por un trabajo puramente
imaginativo y agradable aplicado tan sólo a lo irreal, a lo no existente. Esta es la primera etapa. La Vida,
después, fascinada por esa nueva maravilla, solicita su entrada en el círculo encantado. El Arte toma a la
Vida entre sus materiales toscos, la crea de nuevo y la vuelve a modelar en nuevas formas, y con una
absoluta indiferencia por los hechos, inventa, imagina, sueña y conserva entre ella y la realidad la
infranqueable barrera del bello estilo, del método decorativo o ideal. La tercera etapa se inicia cuando la
Vida predomina y arroja al Arte al desierto. Esta es la verdadera decadencia que sufrimos actualmente.
Tomemos el caso del dogma inglés. Al principio, en manos de los frailes, el arte dramático fue abstracto,
decorativo, mitológico. Después tomó la Vida a su servicio, y utilizando algunas de sus formas exteriores
creó una raza de seres absolutamente nuevos, cuyos dolores fueron más terribles que ningún dolor
humano y cuyas alegrías fueron más ardientes que las de un amante. Seres que poseían la rabia de los
Titanes y la serenidad de los dioses, monstruosos y maravillosos pecadas, virtudes monstruosas y
maravillosas. Les dio un lenguaje diferente al lenguaje ordinario, sonoro, musical, dulcemente rimado,
magnífico por su solemne cadencia, afinado por una rima caprichosa, ornado con pedrerías de
espléndidas palabras y enriquecido por una noble dicción. Vistió a sus hijos con ropajes magníficos, les
dio máscaras, y el mundo antiguo, a su mandato, salió de su tumba de mármol. Un nuevo César avanzó
altivamente por las calles de Roma resucitada, y con velas de púrpura y remos movidos al son de las
flautas, otra Cleopatra remontó el río, hacia Antioquía. Los viejos mitos y la leyenda y el ensueño
tomaron nuevamente forma. La Historia fue escrita otra vez por entero y no hubo dramaturgo que no
reconociese que el fin del Arte es, ni la simple verdad, sino la belleza compleja. Y esto era
completamente cierto. El Arte representa una forma de exageración, y la selección, es decir, su propia
alma, no es más que una especie de énfasis. Pero muy pronto la Vida destruyó la perfección de la forma.
Incluso en Shakespeare podemos ver el comienzo del fin. Se observa en la dislocación de verso libre en
sus últimas obras, en el predominio de la prosa y en la excesiva importancia concedida a la
personificación. Los numerosos pasajes de Shakespeare en que el lenguaje es barroco, vulgar,
exagerado, extravagante, hasta obsceno, se los inspiró la Vida, que buscaba un eco a su propia voz,
rechazando la intervención del bello estilo, a través del cual puede únicamente expresarse. Shakespeare
está lejos de ser un artista perfecto. Le agrada demasiado inspirarse directamente en la Vida, copiando
su lenguaje corriente. Se olvida de que el arte lo abandona todo cuando abandona el instrumento de la
Fantasía. Goethe dice en alguna parte: "Trabajando en los límites es como se revela el maestro". Y la
limitación, la condición misma de todo arte, es el estilo. Sin embargo, no nos detengamos más en el
realismo de Shakespeare. La tempestad es la más perfecta de las palinodias. Todo cuanto deseo
demostrar es que la obra magnífica de los artistas de la época isabelina y de los Jacobitas contenía en sí
el germen de su propia disolución, y que si adquirió algo de su fuerza utilizando la Vida como material,
toda su flaqueza proviene de que la tomó como método artístico. Como resultado inevitablemente de
sustituir la creación por la imitación, de ese abandono de la forma imaginativa, surge el melodrama
inglés moderno. Los personajes de esas obras hablan en escena exactamente lo mismo que hablarían
fuera de ella; no tienen aspiraciones ni en el alma ni en las letras; están calcados de la vida y reproducen
su vulgaridad hasta en los menores detalles; tienen el tipo, las maneras, el traje y el acento de la gente
real; pasarían inadvertidos en un vagón de tercera clase... ¡Y que aburridas son esas obras! No logran
siquiera producir esa impresión de realidad a la que tienden y que constituye su única razón de ser.
Como método, el realismo es un completo fracaso. Y esto, que es cierto tratándose del drama y de la
novela, no lo es menos en las artes que llamamos decorativas. La historia de esas artes en Europa es la
lucha memorable entre el orientalismo, con su franca repulsa de toda copia, su amor a la convención
artística y su odio hacia la representación de las cosas de la Naturaleza y de nuestro espíritu imitativo.
Allí donde triunfó el primero, como en Bizancio, en Sicilia y en España por actual contacto, o en el resto
de Europa por influencia de las Cruzadas, hemos tenido bellas obras imaginadas, donde las cosas
visibles de la vida se convierten en artísticas convenciones, y las que no posee la Vida son inventadas y
modeladas para su placer. Pero allí donde hemos vuelto a la Naturaleza a la Vida, nuestra obra se hecho
siempre vulgar, común y desprovista de interés. La tapicería moderna con sus efectos aéreos, su
cuidada perspectiva, sus amplias extensiones de cielo inútil, su fiel y laborioso realismo, no posee la
menor belleza. Las vidrieras pintadas de Alemania son por completo detestables. En Inglaterra
empezamos a tejer tapices admirables porque hemos vuelto al método y al espíritu orientales. Nuestros
tapices y nuestras alfombras de hace veinte años, con sus verdades solemnes y deprimentes, su vano
culto a la Naturaleza, sus sórdidas copias de objetos visibles, se han convertido, hasta para los filisteos,
en motivos de risa. Un mahometano culto me hizo un día esta observación. "Ustedes, los cristianos,
están tan ocupados en interpretar mal el sentido del cuarto mandamiento, que no han pensado nunca en
hacer una aplicación artística del segundo." Tenía por completo razón, y la concluyente verdad sobre
este tema es que la verdadera escuela de arte no es la Vida, sino el Arte."
LA VIDA COMO ESPEJO DEL ARTE
VIVIAN: El arte encuentra su perfección en sí mismo y no fuera de él. No hay que juzgarlo conforme a un
modelo interior. Es velo más bien que un espejo. Posee flores y pájaros desconocidos en todas las selvas.
Crea y destruye mundos y puede arrancar la luna del cielo con un hilo escarlata. Suyas son las "formas
más reales que un ser viviente", suyos son los grandes arquetipos de que son copias imperfectas las
cosas existentes. Para él la Naturaleza no tiene leyes ni uniformidad. Puede hacer milagros a voluntad, y
los monstruos salen del abismo a su llamada. Puede ordenar al almendro que florezca en invierno y
hacer que nieve sobre el campo de trigo en sazón. A su voz, la helada coloca su dedo de plata sobre la
boca ardorosa de junio, y los leones alados de montañas Lidias salen de sus cavernas. Cuando pasa, las
dríades lo espían en la espesura y los faunos bronceados le sonríen extrañamente. Lo adoran dioses con
cabezas de halcón, y los centauros galopan junto a él."
CYRIL: Eso me gusta. Puedo verlo. ¿Es el final?
VIVIAN: No. Hay otro párrafo, aunque puramente práctico, y que sugiere simplemente algunos medios
para resucitar el arte perdido de la Mentira.
CYRIL: Bien, pues antes que usted me lo lea quisiera hacerle una pregunta. Dice usted que la "pobre, la
probable, la poco interesante vida humana" intentará copiar las maravillas del Arte. ¿Qué quiere usted
decir con ello? Comprendo muy bien que se oponga usted a que el Arte sea considerado como un espejo,
porque el genio quedaría reducido así a una simple luna partida. Pero no creerá usted seriamente que la
Vida imita al Arte, que la Vida es el espejo del Arte.
VIVIAN: Pues lo creo. Aunque ello parezca una paradoja (y las paradojas son siempre peligrosas), no es
menos cierto que la Vida imita al Arte mucho más que el Arte imita a la Vida. Todos hemos visto estos
últimos tiempos en Inglaterra cómo cierto tipo de belleza original y fascinante, inventado y acentuado
por dos pintores imaginativos, ha influido de tal modo sobre la vida, que en todos los salones artísticos y
en todas las exposiciones privadas se ven: aquí, los ojos místicos del ensueño de Rossetti, la esbelta
garganta marfileña, la singular mandíbula cuadrada, la oscura cabellera flotante que él tan
ardientemente amaba; allí la dulce pureza de La escalera de oro, la boca de flor y el lánguido encanto
del Laus Amoris, el rostro pálido de pasión de Andrómeda, las manos finas y la flexible belleza de Viviana
en el Sueño de Merlín. Y siempre ha sido así. Un gran artista inventa un tipo que la Vida intenta copiar y
reproducir bajo una forma popular, como un editor emprendedor. Ni Holbein ni Van Dyck encontraron en
Inglaterra lo que nos han legado. Trajeron con ellos sus tipos, y la Vida, con su aguda facultad imitativa,
empezó a proporcionar modelos al maestro. Los griegos, con su vivo instinto artístico, lo habían
comprendido; colocaban en la estancia de la esposa la estatua de Hermes o la de Apolo para que los
hijos de aquella fuesen tan bellos como las obras de arte que contemplaba, feliz o afligida. Sabían que la
Vida, gracias al Arte, adquiere no tan sólo la espiritualidad, hondura de pensamiento y de sentimiento, la
turbación o la paz del alma, sino que puede adaptarse a las líneas y a los colores del Arte y reproducir la
majestad de Fidias lo mismo que la gracia de Praxiteles. De aquí su aversión por el realismo.... Sólo el
Arte produce belleza, y los verdaderos discípulos de un gran artista no son sus imitadores de estudio,
sino los que van haciéndose semejantes a sus obras, ya sean estas plásticas, como en tiempos de los
griegos, o pictóricas, como en nuestros días. En una palabra: la Vida es el mejor y el único discípulo del
Arte.
EL ARTE Y EL MODELO SUPERIOR DE LA MÚSICA
VIVIAN: ... El Arte no expresa nunca más que a sí mismo. Es el principio de mi nueva estética, principio
que hace, más aún que esa conexión esencial entre la forma y la sustancia, sobre la cual insiste mister
Pater, de la música, el tipo de todas las artes. Naturalmente, las naciones y los individuos, con esa divina
vanidad natural que es el secreto de la existencia, se imaginan que las musas hablan de ellos e intentan
hallar, en la tranquila dignidad del Arte imaginativo, un espejo de sus turbias pasiones, olvidando así que
el cantor de la Vida no es Apolo, sino Marsias. Alejado de la realidad, apartados los ojos de las sombras
de la caverna, el Arte revela su propia perfección y la multitud sorprendida que observa la florescencia
de la maravillosa rosa de pétalos múltiples sueña que es su propia historia la que le cuentan y que es su
propio espíritu el que acaba de expresarse bajo una nueva forma. Pero no es así. El Arte superior rechaza
la carga del espíritu humano y encuentra mayor interés en un procedimiento o en unos materiales
inéditos que en un entusiasmo cualquiera por el arte, que en cualquier elevada pasión o que en
cualquier gran despertar de la conciencia humana. Se desarrolla puramente, según sus propias líneas.
No es simbólico de ninguna época. Las épocas son sus símbolos. Aun aquellos que consideran el Arte
como representativo de una época, de un lugar y de un pueblo, reconocen que cuanto más imitativo es
el arte, menos representa el espíritu de su tiempo. (4)
LOS PRINCIPIOS DE LA NUEVA ESTÉTICA
CYRIL: (Y entonces...) para evitar todo error, le ruego que me resuma en pocas palabras las doctrinas de
la Nueva Estética.
VIVIAN: Helas aquí brevemente. El Arte no se expresa más que a sí mismo. Tiene una vida
independiente, como el pensamiento, y se desarrolla puramente en un sentido que le es peculiar. No es
necesariamente realista en una época de realismo, ni espiritualista en una época de fe. Lejos de ser
creación de su tiempo, está generalmente en oposición directa con él, y la única historia que nos ofrece
es la de su propio progreso. A veces vuelve sobre sus pasos y resucita alguna forma antigua, como
sucedió en el movimiento arcaico del último arte griego y en el movimiento prerrafaelista
contemporáneo. Otras veces se adelanta en absoluto a su época y produce una obra que otro siglo
posterior comprenderá y apreciará. En ningún caso representa su época. Pasar del arte de una época a
la época misma es el gran error que cometen todos los historiadores. La segunda doctrina es ésta . Todo
arte malo proviene de una regresión a la Vida y a la Naturaleza y de haber querido elevarlas a la altura
de ideales. La Vida y la Naturaleza pueden ser utilizadas a veces como parte integrante de los materiales
artísticos: pero antes deben ser traducidas en convenciones artísticas. Cuando el arte deja de ser
imaginativo, fenece. El realismo como método, es un completo fracaso, y el artista debe evitar la
modernidad de forma y la modernidad del asunto. A quienes vivimos en el siglo diecinueve, cualquier
otro siglo, menos el nuestro, puede ofrecer un asunto artístico apropiado. Las cosas bellas son las que
nos conciernen. Citando gustoso, diré que precisamente porque Hécuba no tiene nada que ver con
nosotros, es por lo que sus dolores constituyen un motivo trágico adecuado. Además, lo moderno se
torna anticuado siempre. Zola se sienta para trazarnos un cuadro del Segundo Imperio. ¿A quién le
interesa hoy el Segundo Imperio? Está pasado de moda. La vida avanza más de prisa que el Realismo;
pero el Romanticismo precede siempre a la vida. La tercera doctrina es que la Vida imita al Arte mucho
más que el Arte imita a la Vida. Lo cual proviene no sólo del instinto imitativo de la Vida sino del hecho
de que el don consciente de la Vida es hallar su expresión, y el Arte le ofrece ciertas formas de belleza
para la realización de esa energía. Esta teoría, inédita hasta ahora, es extraordinariamente fecunda y
arroja una luz enteramente nueva sobre la historia del Arte.
De ello se deduce, como corolario, que la Naturaleza exterior imita también al Arte. Los únicos efectos
que puede mostrarnos son los que habíamos visto ya en poesía o en pintura. Este es el secreto del
encanto de la Naturaleza y asimismo la explicación de su debilidad.
La revelación final es que la Mentira, es decir, relato de bellas cosas falsas, es el fin mismo del Arte. Pero
creo haber hablado de esto lo suficiente. Salgamos ahora a la terraza, donde "el pavo real blanco
desfallece como un fantasma", mientras la estrella de la noche "baña de plata el cielo gris". Al caer la
tarde, la Naturaleza es de un efecto maravillosamente sugestivo y no carece de belleza, aunque quizá
sirva principalmente para ilustrar citas de poetas.
¡Venga usted! Ya hemos conversado bastante.
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