diario de los sentidos. ultimo. correcciones
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Agua: tacto.
Puedo sentir como las gotas de agua ejercen presión
sobre el dorso de mi mano, cada una con diferente
intensidad. Las de la zona central empujan más fuerte sobre
mi piel que las de la parte periférica del chorro, todas
caen para luego recorrer mi mano con suavidad desde el
dorso hasta la palma, después se alejan, caen al suelo. El
agua está muy fría, tanto que con dejar mi mano bajo el
chorro más de dos minutos me causa dolor como si tocara
directamente los huesos. El dolor aumenta gradualmente
hasta que decido retirar la mano, ya no aguanto. Mi mano
vuelve nuevamente bajo el chorro, esta vez la palma es
quien recibe las gotas, mis ojos están cerrados, comienzo a
ver una imagen granulada; la imagen sensorial formada por
las presiones de las gotas que vienen y van me recuerda la
típica imagen granulada del televisor; muchas chispitas en
diferentes puntos que aparecen y desaparecen incesantemente
sin dejar ni un espacio en blanco. Decido curvar la palma
de mi mano y junto con mis dedos formar una cavidad para
retener el agua. Puedo sentir el peso que logro colectar,
puedo sentir como se escurre por las ranuras que quedan
entre los dedos, pero el peso que sostengo no varía, el
chorro lo sigue alimentando, tanto que el agua desborda.
Ahora imagino una elipse, la forman las gotas del agua
desbordada que, fusionadas como una especie de manto, van
recorriendo mi mano desde los bordes de la palma y ahora
por el dorso, es como si las aguas desbordadas a cada lado
del tanquecito que formé con la palma de mi mano
compitieran entre sí para ver quien llega primero a la
parte central del dorso, pero ningún lado es más rápido que
el otro, ahí, en el centro del dorso se juntan, terminan de
abrazar mi mano, forman la elipse que imaginaba.
Aire: tacto.
La brisa está empujando mi abdomen y parte de mi
pecho como si quisiera derrumbarme, pero su fuerza es
escasa en comparación con la oposición que le ofrece mi
cuerpo. No estoy seguro de cuantas veces habría que
multiplicar la potencia de esa brisa para que lograra
desplomarme, pero son muchas. A diferencia del chorro de
agua, aquí es imposible dividir la fuerza en múltiples
partes, no puedo imaginar la brisa como muchas gotitas de
aire, más bien la veo como un cilindro que golpea sobre mí
sin detenerse. Imagino este cilindro estable como para
mantenerse homogéneo y sin fraccionarse, pero no tanto como
para no ceder ante mí, no es como un tronco de madera que
me empuja, por alguna razón me recuerda a la sangre en
nuestro cuerpo: lleva un flujo constante pero cede ante los
obstáculos. Este cilindro de aire al chocar sobre mí se
divide, me abraza. Una vez que choca pierde fuerza. La
presión sobre mi abdomen y mi pecho es mucho mayor que la
que siento a los lados de mi torso y a los lados de mis
brazos, esta última me recuerda a una caricia, me gusta, es
placentera, es como si la caricia estuviese presente pero
sin la mano que la ejerce. Comienzo a sentir frío, la brisa
se está llevando mi calor. Estoy sin camisa, mis manos en
los bolsillos del pantalón. Siento como mi cabello movido
por el aire rosa en un vaivén mi hombro izquierdo y en mis
manos siento como el pantalón vibra debido al viento, me
recuerda de nuevo al flujo sanguíneo. Saco la mano derecha
del bolsillo. Apago el ventilador.
Fuego: tacto.
Mis manos están jugando a unos veinticinco
centímetros por encima de la vela y puedo sentir como el
calor me alcanza en las partes más cercanas al fuego. Estas
partes van cambiando de lugar en medio de lo que parece un
baile entre mis dedos. Ahora quiero ver qué tanto me puedo
acercar a la llama antes de sentir dolor, entonces comienzo
a probar con el dedo índice y descubro que, para no
quemarme, más que una cuestión de cercanía es una cuestión
de velocidad: si acerco lentamente el dedo me quemo, pero
si lo hago con mayor velocidad puedo atravesar la llama.
¡Qué raro! Siento que estoy tocando el fuego, no estoy
seguro de si siento que toco la llama porque la densidad de
ella es mayor a la del aire que la rodea, o si simplemente
es una ilusión sensorial por el cambio brusco de
temperatura. Continúo jugando, ahora atravieso el fuego con
cada uno de mis dedos. Todo este tiempo la vela encendida
me estuvo recordando muchas cosas incluidos varios viajes,
es curioso, pero el fuego me recuerda al invierno, bueno,
en realidad es razonable, lo usamos para calentarnos. Ahora
estoy recordando la calefacción… una vez por razones que no
vienen al caso pasé la noche rodeado de indigentes junto a
una calefacción en un hospital de Roma, la vela me lo
recordó. Ahora me propongo a hacer un mapa del calor
emitido por la llama a través de mi percepción usando solo
las manos. Descubro que lateralmente puedo acercarme al
fuego casi a un centímetro, pero cuando intento hacerlo por
la parte superior-por la parte donde todos sabemos que el
fuego se extiende- no me puedo acercar a menos de diez
centímetros sin sentir dolor. Hasta ahora no me he quemado,
el cuerpo es inteligente, alcanzo el umbral del dolor antes
de que suceda y me veo obligado a retirar la mano. Muy
bien, el mapa está terminado, concluyo que es un cono de
calor. El cono tiene su vértice en la punta de la llama y
su base es difusa, se va esfumando hacia arriba, pero este
cono de calor no es homogéneo, tiene como una especie de
línea central más caliente parecida al corazón de una
piña.El corazón de una piña es igual en todo su trayecto,
este corazón de calor es distinto, es cada vez más tenue a
medida que se aleja de la vela pero siempre más fuerte que
el resto del cono, aun así se va muriendo hasta que
desaparece. Me dan nostalgia las cosas que existen tan
efímeramente, ese corazón sólo va a existir mientras la
llama lo alimente, ahora soy yo quien decide apagarla.
Fuego: vista.
Esta vez pretendo revivir uno de los juegos
pirotécnicos caseros de mi infancia, creo que todas las
personas deberían ver una mota de algodón quemándose antes
de morir, es magnífico ver un objeto en combustión, sobre
todo ése. Muy bien, tengo la mota, parece un cilindro corto
de casi dos centímetros de diámetro por dos de alto, además
hay una vela encendida. Decido exponer la mota al fuego, se
quema en la parte más superficial pero no en toda su
superficie, digamos que en un sesenta y cinco por ciento,
el otro porcentaje corresponde al pedacito de algodón más
próximo a mis dedos, no quiero que se quemen. Puedo notar
que la mota está compuesta por infinidad de hilos delgados
que se juntan y se alejan, son inmensurables, imposibles de
contar. Los hilitos de la parte más externa del sesenta y
cinco por ciento de la mota que se expuso al fuego
cambiaron de color; ya no son blancos como el resto de la
mota, son negros, más bien de un marrón muy oscuro. Ahora
la mota parece un malvavisco, el fuego que la cubrió por
unas fracciones de segundos era hermoso, muy colorido, toda
una gama de naranjas, amarillos y azules. Procedo a meter
nuevamente la mota al fuego pero esta vez la dejo más
tiempo, lo suficiente como para que los hilitos de las
capas más profundas también se oscurezcan. No la puedo
dejar más, el fuego alcanza mis dedos, así que la dejo
caer. Ahora estoy viendo el verdadero espectáculo: las
partes ennegrecidas de la mota dejan correr lo que parecen
hormiguitas de fuego que surgen de un punto, recorren
algunos hilos y luego desaparecen, van en todas
direcciones, me recuerdan al caos de una guerra, de una
invasión. Ahora puedo notar que el fuego sigue vivo en el
centro de la mota, se ve como una esfera de un naranja
intenso, como la lava, se parece a las imágenes que nos
muestran los libros sobre como suponemos que es el centro
de la tierra. Los hilitos de la parte más externa de la
mota ya no aguantan, se desmoronan, se vuelven ceniza. La
mota está casi destruida, pasó de ser blanca y delicada a
ser polvo en su mayoría con algunos restos de las hebras
sobrevivientes. No me gusta pensar en que todas las cosas
tienen un fin trágico como la mota, me entristece, prefiero
pensar que los átomos que la componen alguna vez fueron y
serán parte de una estrella, de un ser vivo, de otras
cosas, eso me consuela. Bueno, para poder apreciar lo
poderoso y lo sublime del fuego siempre requeriremos de
algo para quemar, esta vez fue una bonita pero desdichada
mota.
Tierra: vista.
Acabo de tomar un montoncito de tierra de un matero y
lo puse sobre una hoja de papel cuadriculado, se ve
compacto, parece que los granos se juntaron bastante porque
en algún momento estuvieron húmedos. Ahora comienzo a
presionarlo con la punta de una navaja, se está
destruyendo, algunas partes vuelan más lejos que otras. Ya
no veo un solo montón, veo muchos, en las partes más
alejadas del lugar en el que comencé a desintegrar lo que
se asemejaba a una piedrita de tierra puedo ver lo que
parecen granos individuales, se ven tan solos, si pudieran
sentir no sé si estarían felices o amargados, quizá podrían
estar amargados y felices de estar solos, como algunas
personas. La imagen que estoy observando me recuerda al
universo, algunas agrupaciones de granos son más grandes
que otras, simulan a las estrellas más cercanas a nosotros,
otras son más pequeñas, así que parecen las estrellas más
alejadas en este universo cuadriculado. Acabo de medir el
área de mi universo, me gusta la idea de que creé uno, es
un perfecto cuadrado de seis por seis centímetros, me
parece curioso que sea de esas dimensiones porque cada uno
de los cuadritos de la hoja mide seis por seis milímetros,
lo que significa que acabo de crear un universo de cien
cuadritos. Me parece gracioso pensar en el hecho de que
nuestro universo también estuviese creado por alguien como
yo, alguien que simplemente está jugando mientras hay
tantos físicos rompiéndose la cabeza por explicarlo. Voy a
jugar más con mi universo, estoy espichando las estrellas
lo más que puedo. Los supuestos granos solitarios de las
partes más cercanas a los bordes del cuadrado resultaron no
ser tan solitarios, eran muchísimos más que estaban
juntos,tan pequeños que el de menor tamaño que puedo ver
tiene un ancho de unas diez veces inferior al de las líneas
que forman los cuadros. Cuando escogí el tamaño del
montoncito de tierra que tomé del matero lo hice pensando
en que fuese lo bastante pequeño como para que me
permitiera cuantificar los granos, ¡qué iluso! necesitaría
un microscopio y mínimo varios meses. Bueno, ya que me
siento Dios he decidido crear unas cuantas galaxias,
comienzo a hacer espirales con la punta de la navaja. Hace
rato había notado una piedrita que venía en el montón y
estoy deduciendo que probablemente era su origen, el centro
de todo, quizá todos los granos estaban rodeándola y
dependían de ella para estar juntos, hasta que llego yo y
la dejo desprotegida y avergonzada. La estaba presionando y
sin querer la fraccioné, puedo ver que por dentro es de un
color negruzco, un poco metálico, como el grafito, por
fuera sigue siendo del color aburrido que tienen los demás
granos, un marrón grisáceo, me parece otro ejemplo de que
no debemos juzgar por las apariencias. La piedrita mide un
milímetro de alto por medio milímetro de ancho y es
fusiforme, la estoy describiendo como si las dos partes que
resultaron de mi ataque todavía estuviesen juntas, en
realidad está dividida en un ochenta por ciento por un lado
y veinte por ciento por el otro, aproximadamente. Descubro
que esta piedrita no es lo único especial en mi universo,
hay dos granos que brillan, son de color plateado y
reflejan muy bien la luz. Ahora separo la piedrita a un
lado, es especial, si pudiera lo haría con los otros dos
granos pero ni siquiera lo intento, es muy difícil. Casi le
daré fin a mi universo, pero no quiero que la piedrita
termine en la papelera con los demás granos, así que la
llevo a mi cuarto y la pongo en una tapa de metal -veamos
cuanto tiempo pasa ahí- al menos no se irá con los demás
granos, las cosas especiales no pueden tener el mismo final
que el resto. No en mi universo.
Aceite de ricino: tacto.
Estoy acostado y dejo caer un pequeño chorro del aceite
entre mi pecho y mi abdomen, en medicina a este lugar se le
conoce como epigastrio. Lo primero que percibo, además de
la presión de la caída, es la temperatura, inferior a la
mía, pero no tanto. Mis ojos están cerrados desde que puse
el frasco de aceite a un lado, estoy tratando de dibujar en
mi mente a través del sentido del tacto el charquito que
acabo de formar, pero los receptores sensoriales en esta
parte de mi cuerpo no son tan agudos, no puedo hacerlo.
Introduzco mi dedo índice en el charco de unos cinco
mililitros, me gusta como se siente, puedo sentir como me
toco sin tocarme, empujo el aceite y éste simula mi dedo,
pero mucho más suave por supuesto. Termino de tocar mi
piel, siento como el aceite se corre dejando pasar mi dedo,
ahora comienzo a girarlo dibujando un espiral, del centro a
la periferia se va moviendo, siento como va generando
calor, la energía cinética se está transformando. Ahora
esparzo el aceite –siempre con el mismo dedo- dibujando una
línea que va desde el epigastrio hasta el lado derecho del
ombligo, siento como el aceite se va quedando atrás y el
dedo llega casi seco, como ya no hay nada que disminuya la
fricción entonces se frena. Vuelvo al charco y repito este
procedimiento del lado opuesto. Ahora lo hago del charco
hacia arriba, hacia el tórax, dibujo una línea recta que
pasa por mi esternón, el hueso que separa las costillas,
sucede lo mismo, el dedo se frena. Lo hago varias veces
para traer más aceite, comienzo a hacer líneas curvas hacia
los lados como si fuera una palmera. Me aburro, decido
borrar el dibujo, siento como el charco bonito y curvilíneo
ahora se va transformando en una capa delgada y uniforme
que cubre mi pecho y mi abdomen, uso la palma de la mano
para esparcirlo. El charco dejó de ser charco, ahora es
algo más plano, no sé por qué, pero siento que al hacer
esto le robé la belleza, sigue siendo el mismo aceite, pero
ya no lo siento igual, ya no es tan placentero tocarlo. Hay
cosas que a pesar de estar compuestas por lo mismo al
deformarlas se pierden, podría compararlo con la esencia de
las personas, sería como el charco, viscosa y suave al
comienzo, ahora, no sé si con el aprendizaje sería
obligatorio extenderla y quitarle lo bello o si simplemente
esas nuevas experiencias podrían envolverla y acompañarla
sin cambiarle la forma. Me encuentro jugando con la palma
de mi mano, la pongo y la retiro de mi abdomen una y otra
vez, siento como el aceite un tanto caprichoso pretende
mantenerla unida a mi piel, pero mi mano le gana, conozco
el mecanismo físico, se llama capilaridad. Volviendo a la
analogía del aceite para con nuestra esencia, entonces no
deberíamos dejar que cambie, prefiero al aceite del inicio,
compasivo y generoso, un aceite que se retira para dejar
pasar al dedo y lo acompaña unos milímetros antes de que se
vaya, no un aceite que después de treinta veces sigue con
su capricho de hacer que la palma se quede, me parece
necio, y ningún sabio lo es.
Azul de metileno: olfato.
Lo primero que recuerdo al olfatear el azul de
metileno en el fondo del vaso de plástico que tengo en la
mano es la leche magnesia, me recuerda su olor y se me hace
agua la boca, me parece raro porque la leche magnesia nunca
me gustó. Mientras voy inspirando recuerdo eso, pero al
final de la inspiración ya no parece leche magnesia, parece
tinta de lapicero, es como si este olor estuviese escondido
detrás del otro. Otro recuerdo más, esta vez es más
complejo; al parecer es mi primera experiencia con el azul
de metileno, es mi cumpleaños número cuatro y estoy jugando
con mi hermana mientras llega la torta, me caigo y me
reviento el labio superior, parece que me pusieron azul de
metileno. Regreso al olor, estoy tratando de describirlo en
mi mente pero otro recuerdo se interpone, veo imágenes de
los preparados anatómicos que usamos para estudiar el
sistema nervioso, se acostumbra el uso de azul de metileno
para teñir algunos. Es increíble como nuestro cerebro hace
tantas conexiones entre las cosas, cosas que no parecen
estar unidas de ninguna otra forma que por la experiencia,
me pregunto cómo percibiría este olor si careciera
totalmente de la misma. Continúo con la descripción, no me
parece un olor ácido, tampoco dulce, diría que es un poco
amargo, un poco seco, como cuando pruebas el vino tinto
pero no tanto, ese vino hasta te deja sentir la madera en
la que estaba. En definitiva no es un olor que refleje
alegría, pero tampoco parece triste, si fuese una persona
diría que es alguien recatado, alguien que no habla mucho
pero cuando lo hace siempre sabe lo que está diciendo, no
me parece tan sabio como el vino, pero si es precavido, me
recuerda a esas personas que saben lo que significa un gran
dolor, además es elegante, “Azul de Metileno”, el nombre le
va muy bien. Quisiera llegar a ser como él, bueno, en
realidad quisiera ser sabio como el vino, pero primero
tendría que ser precavido como el azul. Sólo me gustan sus
cualidades, no lo que son en sí, tengo suerte de no ser ni
azul de metileno ni vino tinto, no hay algo que me guste
más que el cambio y el aprendizaje, yo al menos tengo la
posibilidad de modificarme, ellos no, el azul siempre será
azul y el vino siempre será vino.
Hoja de coca: gusto.
Pongo la hoja en mi boca y siento como un poco
rasposa toca mi lengua, es muy diferente a todo lo que está
ahí adentro y aun así se acopla, se deja mojar, deja que mi
saliva la envuelva. Desde el primer momento en que me toca
a pesar de que su nombre es femenino y a pesar de que sé
que es una hoja, la percibo como si fuese un hombre,
supongo que cuando digo que le encuentro algo masculino me
refiero al compuesto químico, al principio activo que la
diferencia de las otras, pero también siento ese sabor
común que comparten la mayoría de las hojas, debe ser la
clorofila. Luego voy sintiendo lo demás, lo amargo, voy
entendiendo porqué es un hombre, me recuerda al mate con
esa sensación seca que te deja en la boca: es Buenos Aires,
qué gracioso, debería ser Los Andes peruanos. Ahora muerdo
la hoja y la mastico, entonces vienen y se van ráfagas de
picante sumamente rápidas pero que se dejan sentir. La coca
me parece un hombre noble y dispuesto a ayudar a pesar de
que al principio no me gustó su sabor amargo. Como es la
primera vez que la pruebo – o que lo pruebo, ya no sé cómo
tratarla- me siento reacio a lo nuevo, así somos las
personas. La coca está haciendo lo suyo, me duerme la
lengua un poco, me recuerda a las inyecciones de anestesia
cuando he ido al odontólogo: perturban al inicio pero
después me agrada la sensación que queda. De repente me
pregunto si podría hacer lo mismo sobre todo mi cuerpo en
mayores cantidades. Mi lengua soñolienta me hace saber qué
tipo de ayuda es la que me da, ayuda para el cuerpo, no
para el alma como la de la Tacamajaca, entonces me la
trago, igual es útil, igual la aprecio. No todo tiene que
llenarte por dentro, el cuerpo necesita sus placeres, sus
masajistas, sus curanderos.
Tacamajaca: olfato.
Ya la piedrita está bajo mi nariz y mi nariz se
está creyendo lupa. Comienzo a olfatear e inspiro, entonces
recibo un olor caliente como el orégano y por un momento
pienso que es todo lo que hay, pero no, detrás hay frío,
uno parecido al de la menta, un frío inmenso, pero no está
solo ni en el vacío, es como el frío propio del agua, como
un mar. El calor del inicio era sólo una puertita, una
puertita naranja que al abrirse te deja pasar hacia ese mar
azul e inmenso. Sigo oliendo la piedrita. Siempre supe que
era mujer, una mujer que sabe, joven pero sabe, nació
sabiendo y no le preocupa que los demás la descubran,
disfruta lo que es y lo que tiene, ella sola. No es como la
tierra preocupada por ayudar pero tampoco es egoísta. A
esta mujer, blanca y que estaba ahí, adherida al árbol, se
le nota que puede curar el alma, lleva un mar sanador por
dentro. Cuando la hueles quisieras tener pulmones
imposibles de llenar, sientes que podrías seguir inspirando
por siempre, esperas que a ti también te pueda curar.
Agua: sonido.
Estoy tratando de enfocarme en el sonido que
emite la cascadita que decidí explorar con mi oído a un
lado del río, es sólo una porción del mismo y me resulta un
poco difícil por el gran zumbido de fondo, da la impresión
de que éste fuese uno solo, pero en realidad son muchos,
unos más fuertes que otros, pero aunados, juntos,
amarrados por el sonido. Todo esto me recuerda a un
aguacero y me produce ansiedad, es como si fuera en
crescendo, pero creo que es mi imaginación aunque solo
quiero salir corriendo a refugiarme. La razón me dice que
estoy a salvo, pero no es precisamente lo que estoy
sintiendo. Al fin logro capturar al chorrito, la cascadita
de la que hablaba, evidentemente es masculino, el sonido
que produce es tosco, enérgico, imponente, regio. Me
recuerda a alguien del llano. Es un sonido incesante,
pequeño en comparación al río pero no menos majestuoso, no
se deja opacar por el gran zumbido. Ahora descubro una
burbuja aguda y femenina, creo que se forma cuando el agua
que corre atrapa el aire por un instante y éste suena al
alcanzar la superficie, supongo que la configuración de las
rocas o la forma en la que están posicionadas hace que esto
suceda. La burbuja es juguetona, astuta, consigue hacerse
notar igual que el chorro pero de una forma mesurada, no
emplea tanta energía, se parece a las mujeres, siempre
tienen una forma más sutil de conseguir lo mismo.
Agua: vista.
Estaba tratando de conseguir un lugar en el que
hubiese agua estancada para describirla, pero como dice la
canción: “ni que fuera un mago para contener la fuerza del
río”. Lo más estático que logré encontrar fue una pequeña
laguna formada por las rocas, parece un triángulo, son dos
rocas grandes que se juntaron formando una punta y que
están reteniendo el agua. En la punta hay una pequeña
represa de rocas pequeñas y poco más de una docena de hojas
verdes, amarillas, y marrones. La laguna no es profunda,
unos ocho dedos, estoy recurriendo a lo que tengo para
medirla; el triángulo es de tres lápices, por tres lápices,
por dos lápices y medio, cabe acotar que mi lápiz está casi
entero. Veo como la superficie juega con todo lo demás,
esa capita perpetua, rompible y reparable que cubre todos
los charcos se llama tensión superficial, puedo ver como se
modifica con la brisa, las burbujas, los palitos que flotan
y las ondas provenientes del chorro que alimenta la laguna.
Las burbujas son graciosas, inferiores a cinco milímetros,
recorren unos centímetros y luego explotan, parece que lo
disfrutaran, parece que aceptaran su destino y decidieran
ser bonitas mientras flotan. Puedo ver un poco de la tierra
acumulada en el fondo, hace que las partículas blanquecinas
que bucean por toda el agua se vean más hermosas. Ahora me
enfoco en mi reflejo, el agua me lo muestra sólo en algunas
partes, sólo donde la luz se lo permite, y mientras esto
sucede una pregunta alcanza mi cabeza: ¿podría ver el agua
si no tuviera objetos para distorsionar? ¿Podría ver el
agua si no estuviese la roca detrás para hacerla más gorda,
más oscura y más cercana? no lo sé, sé que el agua está ahí
porque distorsiona la roca, porque refleja el cielo. Me
alejo de tantas interrogantes y prefiero ver como el agua
se comporta, parece sumisa, pero en realidad es mentirosa,
finge, te hace pensar que siempre va a ceder y se hace
pasar por tonta pero en realidad cumple su objetivo, llega
a todos lados. Parece estable pero no lo es, sutilmente se
recambia, se van unas aguas y llegan otras. No debería
nunca confiar en el agua, parece de esas personas que son
arpías pero fingen ser tontas.
Tierra: tacto.
Salto con mis pies descalzos hacia el barro y caigo de
repente, lo primero que sienten es un calorcito que los
cubre, se sienten queridos. Percibo las diferentes
densidades del barro más livianas a medida que se acercan a
la superficie, más espesas a medida que se vuelven suelo.
Mis pies están sosteniendo el peso del barro que tienen
encima, nada que no puedan soportar. Ahora sus dedos
comienzan a escarbar entre el barro y sienten como éste
entre ellos brota, se complacen, se masajean. Parece como
si el barro también lo disfrutara, es hedonista ya lo sé,
no espera nada al ver los dedos complacerse para unirse a
ellos. Las ramitas de pasto, aplastadas por mi peso y más
cercanas al suelo se interponen entre el barro y mis dedos,
envidiosas de placer se quieren unir al juego, hasta ahora
molestaban, pero al presionar más fuerte con la planta de
mis pies entiendo por qué tanto ahínco en el intento.
Resultaron ser rocheleras y donosas, me soban la planta de
los pies y las puntas de mis dedos. Me salgo del barro
convencido de que para él también fue placentero, era un
poco egoísta, sé que no le importaba lo que sentían ni las
ramas, ni mis dedos, solo quería abrazarlos y estrujarlos
queriéndolos sin quererlos. Hay gente así por todos lados,
abrazan a otros, les sonríen, fingen al darles la mano,
pero están como el barro, queriéndolos sin quererlos.
Platillos: sonido.
El sonido que producen los platillos al juntarse
me recuerda al de la porra mientras moldea el hierro
caliente, igual de metálico y de agudo pero no de fuerte.
Después de éste queda un zumbido, una vibración, un sonido
continuo que parece uno pero en realidad son muchos que se
revuelven. Puedo separar las vibraciones en primer lugar
en las de los dos platillos y de segundo en vibraciones
más grandes y otras más tenues. Si pudiera dibujarlas
serían como una línea oscilante con piquitos intermedios,
parecida a la que muestran los sonidos cardíacos en los
equipos médicos, pero a diferencia de ésta la de los
platillos se va achicando, se va escondiendo, se va tan
suavecito que te hace dudar si todavía sigue ahí pero
imperceptible para los oídos por lo diminuta, por lo tenue.
Es como si el sonido del inicio al chocar los platos te
llamara la atención cariñosamente, un pellizco delicado que
te dice ¡mírame! y desaparece. Ya entiendo por qué lo usan
en la meditación: te aleja de tus pensamientos, te lleva
con él y muestra a su amigo, el sonido que sigue al choque,
parecido a una chicharra silente que después se va rápido y
en puntillas, te deja calmado y te despeja la mente. De
repente ya no estás pensando en nada, como cuando te quedas
absorto sin saber de tiempo ni de gente, así son los
platillos, podrían ser muy útiles para alejarte de todo, de
lo malo, de lo bueno, en fin, de la gente.
Tierra: olfato.
Tomo la tierra con mi mano derecha y la acerco a
mí rápidamente. Tardo más tiempo en hacer esto que el
tiempo que le toma a mi cerebro llenarme de imágenes por el
olor que estoy percibiendo. Como es usual son recuerdos de
niño, los primeros, los más lejanos, los que marcan, los
bonitos, no los nuevos y aplastados por la adultez y el
descuido que aprendí con el tiempo. Veo el arado y la
tierra negra que todavía rodea mi casa pero que en algún
punto dejaron de sorprenderme. Mientras huelo la infinidad
de granos que sostengo no puedo pensar en algo que describa
la tierra más que ella misma, me quedo sin analogías, no
encuentro similitud con nada, es un olor “sui generi”.
Pienso en otros tipos de tierra y sus olores diferentes,
recuerdo la tierra seca y al compararla con la que estoy
oliendo me doy cuenta de que no está igual de viva y
saludable, así que el olor de la tierra sin agua a pesar de
que es más volátil, a pesar de que las partículas llegan
más fáciles a mí, no me produce el mismo placer que el olor
de la tierra mojada, el agua la aviva, la nutre, la hace
más fuerte. La tierra en mi mano huele a mamá, a cariño, a
totalidad y a alimento, se siente completa como si todo
estuviese contenido en ella, eso explica por qué nos
quiere, nos abraza y nos cría sin esperar nada a cambio, y
es que para qué preocuparse por recompensas si ella sabe
que tarde o temprano todo vuelve. Como dice el mito
bíblico, polvo eres y polvo serás, es tan tonto ser
ostentoso, somos parte de lo mismo, somos tierra, somos
mortales, susceptibles, perecederos, efímeros y por qué no,
inteligentes, pero seguimos siendo eso, seguimos siendo
tierra, seguimos siendo gente.
Ostra: vista.
Tengo una pequeña ostra en mi bolsillo que tomé
de la casa de un amigo, entonces la saco y me pongo a
observarla y así en medio de mi pulgar y mi índice se
convierte en un teatro griego, pero no cóncavo sino
convexo. Los escalones que recorren la ostra parecen ir
bajando del lugar en el que los actores se muestran, así
que sería un teatro muy inútil, no sé por qué mi cerebro
hizo esto. La ostra mide no más de centímetro y medio. Con
forma de abanico muchas líneas la recorren de la punta
hasta la curva mayor dejando entre ellas espacios pequeños.
Las líneas al principio parecían ser las únicas, pero hay
más; ondas que imitan a la curva mayor de la ostra y poco a
poco se van empequeñeciendo. El resultado de todo esto son
mínimos rectángulos que adornan el blanco que cubre la
ostra, un poco sucio de beige, de marrones, incluso de
negro. Todo este tiempo estuve viendo la parte externa, la
convexa, no la cóncava y justo antes de voltearla para
fijarme en el otro lado comienzo a girarla, entonces pasa a
ser un pececito de esos planos que hay en los arrecifes, el
agujero mínimo que todo este tiempo estuve obviando y que
supongo que se lo hicieron para colgarla, se convierte en
el ojo del pez, está cercano a la parte puntuda de la ostra
completando la pequeña cara, y los rectángulos formados por
las líneas pasan a ser escamas. Decido girarla de nuevo,
parece un reloj que rápidamente de 12 a 3, de 3 a 6, de 6 a
9 y de 9 a 12 se cambia, pero no para dar la hora como los
relojes normales, sino para darme imágenes que van y vienen
como reflejos turbios de agua. Ya dejó de ser pececito, las
escamas ahora parecen ventanas, muchos rascacielos de
vidrio juntos y un poco arremolinados como cuando estás
viendo una imagen sólida en el fondo de un pozo de agua. Me
sorprende como mi imaginación esculpe sobre la ostra, sin
que sea flexible, ni de yeso, ni de piedra, ni de barro, ni
de masa, se van formando esculturas tan sólo con girarla.
Muy bien, llegó la hora de voltearla. La parte de adentro
es lisa, entre rosado y naranja y parece que está
recubierta por una delgada capa de algo brillante como el
barniz pero tornasolado, como algunas telas o como cuando
cae gasolina en el agua, pequeños arcoíris ondulantes y
desordenados que se dejan ver dependiendo de la forma en
que la luz los alcanza. La superficie es bastante lisa,
pero al verla con detenimiento descubro que también la
recorren líneas como a la parte externa, parecen las
huellas que dejó la naturaleza al esculpir los escalones de
afuera. Ahora la tomo con mis dedos por la parte convexa y
se transforma en una fuente, no tan espléndida como la de
Trevi pero muy parecida a aquellas de las iglesias, con
agua bendita para ponerte en las manos, hechas de mármol y
con forma de ángel. Todo este tiempo estuve pensando que la
ostra estaba completa, pero ahora recuerdo que ésta es sólo
la mitad del cofre, así que pienso en lo inteligente de la
naturaleza en dejar la zona más bella y vidriosa en la
parte interna, por supuesto, ni que la ostra fuese tonta
para andar mostrando por el mar su cristal tornasolado, ese
cristal que algún día puede que se convierta en perla. Lo
mejor siempre irá por dentro, como dice el Tao, “Treinta
radios convergen en su centro, pero es el hueco en su
centro donde encaja el eje de la carretilla”, “El que se
exhibe, no brilla”.
Concha de Caracol: Sonido
El caracol llega a mi oreja y la roza un poco
produciendo un sonido parecido al que sale de una hoja
cuando la estamos arrugando. Una vez que está ahí, estable
y sin moverse de mi oreja, deja salir su verdadero sonido,
es un sonido constante, un poco grave, no sé si está hecho
de muchos otros miles o si eso lo imagino pero me recuerda
al sonido del viento, al supuesto silencio de la noche,
hasta escucho los insectos, es muy relajante, sí, pero ¿no
se supone que debería estar oyendo olas? Sigo escudriñando
el sonido y me recuerda varias cosas: un televisor sin
señal, una cascada e incluso un soplete de fuego de los que
se usan para poner el manto sintético sobre las casas
tejadas. Decido alejar el caracol un poco y el sonido se
agudiza, ahora parece un grito infinito de hombres y
mujeres que me da un poco de miedo. Es como si estas
personas tuviesen algo muy importante que decir pero no
supieran cómo hablar, solo gritan, tienen pulmones
infinitos, gritan incesantemente esperando que algún día
alguien los entienda. Incomprendidos por completo pero
constantes, no desmayan, viven de la esperanza. Esperanza:
arma de doble filo. No sabes si es buena, si te está
ayudando o si más bien te hiere.
Tintura de iodo: vista.
Una gran gota de iodo cae justo en el lado derecho
del canal que formó la hoja en su centro cuando la doblé a
la mitad horizontalmente. Como la hoja a ambos lados de la
línea central está formando dos pendientes, el iodo
rápidamente se corre y se acumula en este pequeño
riachuelo. La gota que al principio parecía una nariz de
payaso y de un tamaño inferior a una tapa de refresco
corriente, se corre hacia arriba y hacia abajo, pero no por
completo ni en el centro, es como si dos líneas comenzaran
a brotarle del lado izquierdo, entonces parece un platillo
volador vertical. Tomo la hoja, la verticalizo y dejo que
el iodo la peine, es así como se forman varias gotitas que
hacen que el platillo se escurra, exactamente 12
estalactitas que cuelgan, terminan curvas como cactus y
ahora le dan forma de fantasmita. Las más cortas están a
los bordes, el iodo se había acumulado más en el centro
quedando menos cantidad en las zonas laterales. El marrón
achocolatado del iodo se ha ido, se convirtió en un marrón
potente, casi negro, se fue oscureciendo a medida que se
mezcló con la hoja. Si pongo de cabeza al fantasmita pasa a
ser un paisaje desértico texano. Cualquiera podría ver la
figura distinta, no todos vemos el mundo de la misma
manera, no puedo esperar que los otros vean exactamente lo
mismo, esta vez yo vi una nariz de payaso, un platillo, un
fantasmita, un desierto y un peine.
Pino: olfato.
Las ramitas de pino se desintegran entre mis dedos
mientras las trituro tratando de exprimirles su olor, un
olor que encuentro bastante fuerte, parece la mezcla de
muchas plantas en una sola, además es placentero, por algo
es usado como aromatizante. Entonces una pregunta se me
acerca: ¿Qué hace que nos guste o repudiemos un olor? En un
intento por responderla recuerdo que todos los buenos
olores –o tal vez la mayoría- tienen en común algo, la
vida. Al igual que los malos olores se asocian con la
muerte. La mayoría de los que son usados para ambientar
lugares provienen de plantas u objetos con vida como las
flores, mientras que los olores que nos dan asco siempre
brotan de lo que podría causar enfermedad, es mortífero o
incluso de la propia muerte, o mejor dicho, lo que queda de
un cuerpo después de que ésta llega. Es razonable, parece
una especie de sistema de defensa evolutivo para
mantenernos a salvo, pero ¿por qué algunos olores son tan
relajantes como el del pino? Puede que las ramitas que
sostengo en mi mano me den la respuesta, el olor que emanan
es tan profundo, agradable y fuerte que no te permite
pensar en algo extra y es imposible relajarnos sin
olvidarnos de todo, probablemente esa sea la respuesta.
Entonces imagino al árbol de pino viviendo feliz y relajado
en su cápsula de olor, y me imagino a mí, sabiendo que
sólo podré usar algunas ramas o acercarme a él esperando
que me cause amnesia momentánea mientras el mundo sigue
pasando y hasta que decida enfrentarlo nuevamente, pero
esta vez sin ninguna cápsula de olor,sin nada que lo opaque
o lo embellezca.
Velón: tacto.
Tengo un velón en mis manos. Lo tomo con la
izquierda y con el dedo índice de mi derecha toco la cima
de lo que parece una pequeña torre. Ahora lo giro sobre la
palma, entonces este cilindro de unos ocho dedos de largo y
de un diámetro inferior al de una taza de café, deja sentir
su textura tibia y compacta pero casi imperceptiblemente
deprimible. En el extremo superior -resguardada por una
pequeña muralla de espelma a los bordes del cilindro y
arropada un poco por ésta- se halla justo en el centro la
preciada mecha, la que le da utilidad a esta masa de
espelma. Descubro muchas grietas, parece que alguien
estuvo jugando y tallando sobre esta gran vela, parece que
quisieron dibujar piedras. Entonces veo mejor la torre:
cilíndrica, grisácea y rocosa, además está nevada, tiene
témpanos de hielo que a sus lados la recorren, témpanos
hechos de espelma derretida por el fuego. Tan sólo con mis
dos manos puedo saber estas formas, pero los sentidos son
engañosos, y como diría Descartes: no deberíamos fiarnos de
ellos. Si no supiera que es un velón, podría pensar que es
una torre.
Flor: vista.
Son las ocho de la mañana y el autobús todavía no
pasa. A unos metros de la parada se ve una flor bastante
peculiar, así que voy corriendo y la arranco, para
estudiarla la llevo a la muerte. Parecida a una campana
entre tonos morados y rosas, gira la flor entre mis dedos
un tanto pretenciosa, parece que todavía no sabe que no le
queda mucho de vida. Entonces la miro de frente. Una
estrella rosada en su centro apunta hacia varios lugares,
cinco picos la componen; norte, este, oeste, sureste, y
suroeste, son esas sus direcciones. Entre punta y punta de
estrella se van formando los pétalos, lonas moradas, azules
y curvas un tanto aterciopeladas que me recuerdan al cielo.
La parte central de la estrella es blanca, con unas cotufas
de polen que penden de algunos faroles y el polvillo que
este bota se está yendo hacia los pétalos para formar
estrellas pequeñas con el fondo azul y morado de cielo. La
gran estrella rosa sigue girando, parece una estrella
inmensa en el medio de la noche, tan inmensa que sus puntas
recorren todo el cielo, un cielo que en este caso tiene
siete centímetros de diámetro. Volteo la flor y veo el
resto de sus partes, parece una campanilla a la que le
afinaron su cuerpo, inicia tan gruesa como un marcador y se
ancha al grosor de una taza de café, parece el parlante de
un antiguo tocadiscos, pero en vez de dorado rosa, y con el
borde -en forma de semicirculos sucesivos- azul y morado.
Sal: gusto.
Lavé un poco la piedra pequeña de sal marina antes de
ponerla en mi lengua. La primera sensación de todas, por
supuesto, es la del roce y la presión de la piedra en la
punta. En unos cuantos microsegundos llega la palabra sal a
mi cabeza, mi cerebro de inmediato la identifica y una vez
que consigue el archivo comienza a mostrarme su historia:
la imagen que me hice de la sal estando niño – un paquete
transparente que deja ver lo blanco y con decoraciones
azules- y por supuesto la palabra escrita, su grafía: s, a
y l, tres letras que te evocan gusto, imágenes, sonidos y
recuerdos. Imagino el sub-consciente como una autopista de
máxima velocidad por la que tienen que viajar muchos
carteros, salirse de ella, recorrer caminos confusos,
llegar al respectivo archivo y volver al consciente con el
recuerdo, pero el mensaje inicial para activar ese cartero
en este caso vino de la lengua y más externamente de una
piedrita de sal. La sal está hecha de sodio y cloro -
químicamente le llamamos cloruro de sodio-, estos dos
átomos se juntan como dos perlas pequeñas. Ahora, lo que
llamamos sal es simplemente un conjunto enorme y enmarañado
de ellas, una gran montaña de perlitas. Esta inmensa
montaña de perlas que tengo entre mis dedos me está tocando
la lengua, cuando esto sucede algunas de las perlas se
separan y pasan literalmente adentro de ella, es decir, a
cada una de las cerdas que llamamos papilas gustativas, que
cubren toda nuestra lengua y que a su vez están formadas
por cerdas más pequeñas llamadas células. Algunas de las
perlitas de sodio pasan por pequeños agujeros que tienen
las cerdas, estos agujeros se conocen como canales
celulares. Cuando esto sucede originan una serie de
procesos químicos y eléctricos en la cerda que termina en
el envío de una señal, un mensaje que dice “sal” y que debe
viajar al cerebro a través de carriles que llamamos
nervios. Y bueno, así es como todo esto sucede mientras yo
imagino el proceso. Si pudiera darle una temperatura a lo
que estoy sintiendo diría caliente. La piedrita llega
estando tibia a mi lengua y al empujar el borde –que por
pura casualidad es la parte que tiene más cerdas
especializadas en la sal, es decir, en este tipo de perlas-
comienza a aumentar el calor. Mientras más tiempo pasa la
temperatura más aumenta, va subiendo y subiendo hasta que
quema, al mismo tiempo estoy segregando saliva que se va
acumulando en un tanquecito bajo mi lengua y que se va
llenando hasta que alcanza mis dientes, entonces justo en
este momento el calor aumenta tanto que debo quitar
rápidamente la piedra y usar la saliva para limpiar las
cerdas. Con esto se acaba todo, pero la información
contenida en las perlas de la piedrita de sal seguirá ahí,
esperando por otra lengua. Nuestro mundo es solo códigos,
códigos que debemos descifrar, algunos son fáciles si se
tratan de gusto y tenemos una lengua, pero otros no tanto,
otros son tan complejos de descifrar que tenemos que usar
el arte, el amor o la ciencia.
Cielo: vista.
Miro por la ventada mientras estoy sentado en el
suelo, el rectángulo formado por sus bordes ya se está
volviendo un cuadro y noto como poco a poco voy pintando
sobre el cielo que tengo en frente. El lienzo de mi pintura
mide metro y medio de alto por setenta centímetros de
ancho. Estudiando desde lo cerca hacia lo lejos, en la
parte inferior de mi cuadro se ven unos cables, uno
bastante oblicuo y negruzco que parece ser un cable de tv
y otros dos de un tono grisáceo. Son guayas de corriente.
Las tres líneas que forman los cables al juntarse recorren
la pintura de diferentes maneras; el cable de tv, más
cercano a mí, atraviesa mi cuadro entrando casi a la mitad
del lado derecho y sale de éste um poco más arriba de la
esquina inferior izquierda, mientras que las dos guayas van
juntas, se acompañan y viajan paralelamente entre sí y a la
línea inferior del rectángulo que desde el inicio separé
con la mente. Lo penetran por el lado izquierdo, separadas
de la línea inferior horizontal del rectángulo y entre
ellas, en una decima parte de sus dos verticales
ascendentes. De la guaya más baja cuelgan dos plantas que
me hacen saber que -a pesar de que todos estos años estuve
pensando que eran parásitas de los árboles y se alimentaban
de ellos- en realidad viven del aire y sólo la usan para
sostenerse. Parecen arañas pegadas con silicón desde el
cuerpo, con más de ocho patas que se curvan y se
entrecruzan desordenadamente. Estas dos arañitas están
ubicadas en dos puntos muy interesantes, si dividiese la
porción de la guaya que cruza mi cuadro en diez partes
iguales y pusiera un punto en la unión entre cada una de
esas partes, las arañas estarían en el primer y segundo
punto de izquierda a derecha. Llega la hora de mirar al
cielo y me consigo con una mujer blanca hecha de nubes
acostada de lado en el suelo y que deja ver solamente
parte del muslo, la cadera, el abdomen y un seno, por otro
lado el brazo que podría estar arropándolos está por encima
de su cabeza y fuera de mi vista. El pedazo de mujer que
puedo ver deja una silueta formada por una línea difusa y
algodonosa que va bailando por el cuadro de izquierda a
derecha, entra poco más arriba de la guaya superior,
comienza con el muslo, un poquito más abajo de la cadera y
va ascendiendo para bajar nuevamente formando la primera
curva que tienen ambos al juntarse y es tan típica de las
mujeres. La línea sigue su camino, baja por la cintura,
sube otra vez al tórax y después desaparece. Mi mujer no es
sólo blanca, tiene blancos, grises y otros blancos
luminosos que le dan divinidad, la texturizan y muestran un
claroscuro originado por los rayos de luz provenientes de
la parte superior izquierda. La mujer ya está terminada,
así que pasaré a lo siguiente. Veo cuatro nubes más, tres
más cercanas al fondo que parecen un rasguño y una que está
detrás de la mujer, pero delante de ellas, parecida a una
cobra con una pluma en la frente. La cobra es menos sólida
que la mujer, pero más densa que las otras nubes, la mujer
se ve algodonosa, la cobra parece el humo del cigarro, pero
no tan volátil y efímero, más bien parece una foto del
mismo que se mueve lentamente. La cola de la cobra se
esconde detrás de la mujer y el cuerpo va saliendo
serpenteante y hacia arriba desde un punto intermedio entre
el abdomen y el tórax. No es una cobra muy grande, su
tamaño equivaldría a un brazo de la mujer. Parecida a una
ese al revés, tiene dos curvas, la primera de abajo hacia
arriba con la parte cóncava hacia la derecha y la segunda
con la parte cóncava a la izquierda, la cual termina en la
cabeza que está ligeramente deprimida y con la pluma en la
frente. Esta pluma me recuerda a la de los mosqueteros,
grande, curvilínea, delicada y en este caso encorvada hacia
adelante. El rasguño de nubes en el fondo es como el humo
que está tan disperso que casi muere y ocupa casi la mitad
superior del rectángulo de forma oblicua, bajando cerca de
la esquina superior derecha y dirigiéndose hacia la mitad
de la línea vertical izquierda pero sin alcanzarla. Apenas
ahora alcanzo a fijarme en el verdadero cielo; azul, con
algunos naranjas y morados muy tenues. El cielo está ahí,
parece todo lo que hay, parece que te deja perder la mirada
infinitamente, pero si lo miras con detenimiento vas a
notar que te dice que hay más, que detrás de ese azul liso
y homogéneo hay todo un universo que se esconde, por suerte
existe la noche que nos lo hace saber más explícitamente.
Así nos pasa muchas veces, nos creemos que las cosas son
verdaderas tan sólo porque nos lo dice la vista o el
tacto, pero no la mente, y resulta que si no hubiese noche
estaríamos pensando que todo lo que hay es el destello azul
del sol que nos cubre la vista durante el día y que no
existen las estrellas, entonces sólo podríamos acceder a
ellas a través del razonamiento. De la mente.
Libro: Olfato
Las hojas del libro apretujadas a un lado pasan
rápidamente cuando dejo que mi dedo pulgar las suelte, cada
una de ellas me sopla y me deja sentir su olor. No es un
olor muy fuerte, me recuerda a la parte seca del olor de la
madera pero en un nivel muchísimo más tenue. Abro el libro
con los ojos cerrados y dejo que mi nariz lo lea, entonces
veo mis libros de niño, mi diccionario, los dibujos y las
letras. Sigo esculcando el olor, sigo viendo lo que huelo,
las imágenes que me provoca, lo que me trae a la mente.
Encuentro que el olor del libro no es más que el rastro
leve que le queda de la madera. Me parece que la madera
posee dos olores principales: uno seco y uno húmedo, el
seco pertenece a las estructuras microscópicas que le dan
sostén, lo sólido, lo que queda en las cenizas cuando se
quema. El húmedo pertenece a lo que le da vida, a lo que
durante la combustión se lleva el fuego. En el papel de
este libro puedo olfatear todo eso, la parte húmeda en
menor proporción a la seca. Para mí, el libro es ahora
alguien noble que permite el dominio del hombre sobre la
naturaleza, es tan solo un trozo de árbol que ella le
obsequia para que éste, con sus manchas de tinta, opaque la
sabiduría de la madera.
Mariposa: vista.
Puse la mariposa en el cuaderno con la intención
de tener una referencia métrica al fondo valiéndome de las
líneas que traen las hojas. Cada una de estas líneas está
separada entre sí por ocho milímetros y cuando pongo la
mariposa noto que ocupa tres líneas, es decir dos
centímetros y medio aproximadamente. Las alas de la
mariposa ocupan siete centímetros a lo largo. Me parece
majestuoso a nivel de arquitectura las figuras que estoy
viendo. Comenzaré por describir el cuerpo de la mariposa:
en primer lugar es negro y se halla justo en el centro del
rectángulo de dos y medio por siete centímetros que acabo
de describir, la cabeza está cercana a la línea superior
del rectángulo y parece la cabeza de un fósforo a la cual
se unen unos pequeños ojos, luego viene el cuerpo de un
tamaño un poco mayor al de la cabeza de un alfiler. En
tercer lugar está la cola, una especie de cono de barquilla
que después toma la forma de una raqueta. Las alas son
cuatro, un par cubriendo al otro. Las más superficiales
parecen dos triángulos con ángulos romos en los cuales su
mayor vértice se fija entre la cabeza y el cuerpo de la
mariposa, bajan formando una línea levemente curva y
convexa hacia arriba que alcanza un punto un poco por
debajo de la segunda línea del cuaderno, se curva hacia
dentro, recorre unos milímetros y luego regresa. Para dar
una idea de la forma diré que parecen la silueta que tiene
la planta de un pie muy extraño en el cual el talón es
sumamente fino y el dedo gordo, hacia afuera, muchísimo más
grande, como del tamaño de todos los otros juntos. Las alas
del segundo par se parecen a éstas pero un poco más
ovaladas y pequeñas, se fijan más abajo en el cuerpo y me
recuerdan a un zapatico de tela para bebé. A todas las
recorren varias líneas, las superficiales tiene tres
principales que a mitad de ellas se ramifican, una en
siete, la otra en tres y la otra en seis ramas, dando como
resultado dieciséis. Las inferiores –las que están un poco
cubiertas- también tienen dieciseises líneas. Todas son de
un marrón transparentoso sobre el cual se fijan infinidad
de puntos de color marrón claro y negro, exceptuando dos
manchas amarillas a los lados con forma de óvalo. Las
cuatro parecen unos vitrales, qué increíble que nos haya
costado tanto reproducirlos en las iglesias, siempre han
andado por ahí en las alas de las mariposas. Así es ella,
así son los insectos, simples y admirables a la vez, más
complejos que una catedral, más difíciles de imitar que
cualquier cosa que haga el hombre, ahí está todo, en las
simplicidad están las respuestas.
Limón: gusto
Poso la rebanada de limón sobre mi lengua
mientras deja caer su jugo sobre ella. Desde esta gran
moneda verde entre mis labios van brotando pequeñas gotas
que se escurren y se acumulan en el centro de mi lengua. El
jugo de limón por su acidez debería producirme mucha
salivación, pero no sucede lo mismo que con la piedrita de
sal, probablemente mi cuerpo no ve tan importante al limón
como para agotar sus reservas. Puedo sentir como las
barreras de consistencia fuerte que forman un espacie de
rin de bicicleta sobre la rebanada me están tocando la
lengua, al igual que las miles de bolsitas fusiformes que
contienen el jugo y que cuando presiono se explotan. El
mapa que divide con color los diferentes lugares de la
lengua correspondientes a los diferentes sabores se
encuentra en este momento en la mía, pero me resulta un
poco ficticio y estoy en desacuerdo con éste. La punta de
mi lengua en este caso resulta más dispuesta a sentir y es
el lugar en el que se percibe el sabor de una forma
parecida a la del picante pero mucho menos intensa. Todo el
ácido del limón me gusta mucho y cuando retiro la rebanada
me veo en la obligación de empujar mi lengua contra el
paladar como para liberarla un poco de la tensión que
representaba sentir ese sabor tan intenso. Después queda un
sabor amargo, no tan placentero, me hace pensar en las
creencias cristianas acerca de que todos los placeres están
acompañados de dolor y de un sabor como éste. Trato de
persuadirme de que no es cierto y entonces recuerdo que
todos los buenos sabores no se acompañan de uno malo, el
hecho de que el dolor acompañe algunos placeres -sobre todo
si son en exceso- no significa que todos los demás llegarán
con éste, es una cuestión de mensuración y perspicacia.
Mides los deleites peligrosos antes de que te hieran y
aprendes cuales son sólo prejuicios y cuales te van a hacer
daño.
Pluma: tacto
Estoy un poco asustado y ansioso con los ojos
cerrados esperando a que mi ayudante comience a jugar en mi
cara con la pluma que le di. Tengo una sensación de
expectativa en mi frente, como un brillo que espera por ser
tocado y suprimido. Entonces sucede, la pluma lo apaga,
comienza a arrastrase y roza mi piel bajando hasta el
final de la pendiente que tiene mi tabique. Al llegar a la
punta de la nariz se detiene y regresa al lugar inicial
para bajar nuevamente. Entonces cuando la pluma se aleja de
mi rostro el brillo de expectación se enciende otra vez,
pero al igual que la vez anterior se apaga cada vez que lo
tocan, mi atención se concentra en la porción de piel que
está siendo acariciada y que va cambiando lentamente. Es
un toque tan cargado de sensación que se vuelve casi
insoportable, una cosquilla con la que me cuesta contener
la risa. Así la pluma va dibujando sobre mi rostro
distintas figuras, líneas rectas y espiraladas que me hacen
cosquillas. Este juego perdura un rato hasta que decido
detenerlo, paso las manos sobre mi cara como devolviéndola
a las sensaciones fuertes a que acostumbra y alejándola de
esas caricias tenues. Tomo la pluma en mis manos y ahora es
ella quien se deja acariciar, percibo con mis ojos cerrados
su eje central de unos seis dedos de largo más sólido y
fuerte, este palito está recubierto a los lados por los
vellos que hace poco me estaban tocando y ahora imagino
como ellos sienten, pero recuerdo que la pluma no tiene un
aparataje nervioso como el mío para tener sentido del
tacto, aunque igual me acaricia sin saber lo que se siente.
Nosotros sabemos que existe el tacto porque podemos
percibirlo, pero para ella es inexistente, quizá al igual
que ella nos faltan miles de sentidos para percibir un
montón de cosas que solemos llamar inexistentes. Quizá hay
miles de cosas que nosotros no sentimos pero ella sí
siente.
Bacardí: olfato.
Cuando yo estaba pequeño mi papá acostumbraba al
uso de tiner -una sustancia combustible derivada de la
gasolina- para sus trabajos electrónicos, este licor me
recuerda todo eso, no debería ser así, el tiner no apetece
ni parece comestible. El tipo de olor que tiene la bebida
alcohólica que estoy sosteniendo en mi mano, es un olor
húmedo pero caliente, deja una sensación parecida a la de
la menta en los pulmones pero de una temperatura mayor,
además es de consistencia diferente, el olor de la menta es
más acuoso que el del tiner y el de este licor, los cuales
parecen de aceite. Detrás de este supuesto olor aceitoso
se encuentra el olor del alcohol etílico, parece como si
todas las bebidas alcohólicas estuviesen formadas por
pequeños sabores especiales pero que siempre tratan de
cubrir el fondo borracho, el fondo de alcohol. En realidad
eso es lo único que le importa a la gente, la molécula que
atraviesa todas las barreras de su cuerpo para meterse en
su conciencia y alterar su comportamiento, además del
equilibrio. Es que la mayoría no aceptamos la realidad,
queremos saber más, queremos alcanzar nuestras conciencias,
queremos olvidarnos por momentos de los problemas, queremos
huir, o mejor dicho, volver al principio, quizá pensamos
que el alcohol nos ayuda, quizá somos simples hedonistas.
Canción: tacto.
El tacto se compone de diferentes receptores
especializados en áreas distintas: para la presión,
elasticidad, temperatura y vibración. Por alguna razón
pensamos que estos receptores se encuentran exclusivamente
en la parte externa, pero no, están por todo nuestro
organismo. Así que el día de hoy decidí describir lo que
percibo con el tacto a nivel de mi cuello, boca y garganta
mientras canto una canción. Escogí una parte del intro
capela de una canción de Nina Simone llamada “Feeling
good”, planeo cantar sólo las primeras tres palabras aunque
es una versión un poco distinta. Las palabras son: Birds
flying High. Puedo sentir como mis labios se juntan justo
antes de que comience a salir el aire para pronunciar la
sílaba “bi” de la palabra birds, que significa pájaros en
inglés, siento como la vibración que produce el paso de
aire a través de mis cuerdas vocales se refleja hacia el
paladar, la cavidad bucal en general e incluso el pecho, es
una nota grave. Ahora pronuncio la “r” de la palabra birds
seguido de la “s”, un sonido parecido al que se produce al
destapar una gaseosa se forma cuando acerco mi lengua a la
parte anterior del paladar y dejo salir el aire suavemente
por el pequeño espacio que queda entre éstos. Ahora procedo
a pronunciar la segunda palabra: “flying” (volando), puedo
sentir con la lengua recogida como mis dientes del maxilar
superior se juntan con el labio inferior dejando pasar un
poco de aire para que suene la “f”, pero no por mucho
tiempo, de inmediato todas estas partes de mi boca cambian
de posición para pronunciar la “l”, la punta de la lengua
sube y toca la parte del paladar justo por detrás de los
dientes de una forma muy rápida y retorna nuevamente para
dejar pasar el sonido vocal de la letra “a” que viene
directamente de las cuerdas vocales y no sufre muchas
modificaciones en la boca, luego suena la “i” también
proveniente de las cuerdas vocales directamente, pero ésta
si sufre una pequeña modificación, como parte del estilo y
el canto la nasalizo un poco y la modifico usando el velo
de mi paladar que adicionalmente lo uso para producir el
sonido bastante gutural que se requiere para pronunciar el
“ing” al final de las palabras en inglés. Ya llega la
tercera palabra: High (alto), el primer sonido que sale es
aquel que en el español está representado por la letra “j”
y se produce al juntar un poco las paredes de la laringo-
faringe mientras dejo salir un poco de aire, seguido de
esto viene la “a” y después la “i”, lo más parecido en
español a la pronunciación de esta palabra sería: “Jai”,
como parte del canto mantengo la i sonando un tiempo y le
agrego el llamado vibrato, un adorno utilizado en el canto,
el cual consiste en contraer y relajar repetidamente
algunos músculos laringo-fraingeos para hacer que el sonido
constante –en este caso de la vocal “i”- parezca ondulante
y vibre. Nuestro cuerpo es extremadamente complejo y tareas
que nos resultan sencillas como pronunciar una palabra,
esconden infinidad de movimientos realizados por nuestro
subconsciente, lo que nos da la falsa idea de sencillez. Me
tomó una página describir someramente lo que siento
mientras canto tres palabras, tres sonidos asociados a
cosas y que en algún punto de la historia alguien inventó
usando su cuerpo, el origen de todas las artes, por eso las
artes nunca tendrán fin, siempre tendremos el motor que las
impulsa, nuestros cuerpos.
Tronco: vista.
Me costó subirme en el enorme tronco caído que
planeo describir, en realidad describiré solo una porción,
aunque es tan grande como cinco veces el grosor de mi
cuerpo y de unos sesenta centímetros de largo. En esta
parcela que dividí con mi imaginación –como acostumbramos
los humanos a hacer con la tierra- puedo notar muchos
colores, la concha de la madera con grietas innumerables se
cubre de negros, grises, marrones y verdes. Estas grietas
están recubiertas por moho y algunas porciones por un poco
de lama. Sobre mi parcela puedo contar dieciocho hongos,
tres de los cuales lucen jóvenes y vulnerables, uno está
muerto y arrugado y todos los demás se ven fuertes y
longevos. Los tres menores están adheridos al tronco por un
pedículo del grosor de un hisopo, sus capuchas son en
promedio de unos dos centímetros de diámetro y todos son de
colores marrones y ocres, parecen avellanas. El hongo
muerto también tiene dos centímetros pero no de diámetro
sino de radio, se ve seco y es de color naranja. El resto
de los hongos –los longevos- parecen clavados en el árbol
sin pedículos a manera de plataformas, son de color negro y
tienen siete centímetros de diámetro en promedio. La
textura de estos parece vellosa, en sus plataformas se
forman lunas negras de vellos en cuarto menguante, pero que
se rellenan con vellos marrones para completar círculos
casi perfectos, un poco aplanado por el lado en el que se
fijan al árbol, todos los cuales se encuentran bordeados
por una línea grisácea. Uno de estos hongos longevos me
resulta especial por su superficie lisa y grisácea al igual
que los bordes del resto, además lo recorren círculos de
tonos marrones en toda su extensión, entonces descubro que
el resto de los hongos es exactamente igual y que lo único
que varía es su posición, el hongo especial –además de
estar un poco alejado del resto- tiene la parte negra hacia
el tronco y cuando reviso el resto noto que son igual de
coloridos al otro pero con la parte bonita hacia dentro, es
decir, escondida y cubierta. El hongo especial me recuerda
a las personas rebeldes a los prejuicios sociales y a las
opiniones del resto, que deciden mostrarse como son sin
querer parecerse al grupo. Así este hongo, así son los
genios.
Mono: vista
Uno de los animales más fascinantes para mí cuando
niño era el mono, me sorprendía mucho su similitud con
nosotros. En este momento tengo un mono araña a mi frente
encerrado en una Jaula relativamente grande, pero nunca tan
grande como la selva. Del tamaño de un bebé de dos años
pero mucho más delgado, se balancea este mono. Su rostro es
amenazante por su fisionomía, más no por su expresión. Todo
su cuerpo está recubierto de un pelaje marrón con zonas más
claras, pero su rostro es negro, lo que permite ver sus
grandes y verdes ojos. Además la cola que tanto le sirve de
sostén mide un poco más de su largo. Ahora comienzo a
analizar los movimientos del mono y trato de sentirme como
él, de tocar lo que toca y de sentir su pelaje y vivir como
si estuviese en ese pequeño cuerpo. Siento como los
diferentes músculos se contraen para mantener el equilibrio
del cuerpo, mi cuerpecito de mono, puedo sentir las rejas
en mis manos y mis pies y hasta en mi cola, pero las rejas
no me maltratan porque tengo una piel bastante fuerte. Muy
bien, una vez que hago todo este ejercicio de sentir lo que
el mono siente, trato de pensar en qué es lo que piensa y
descubro que probablemente su pensar se compone de imágenes
y deseos: ve una parte de la reja, entonces desea acercarse
y colgarse de ella, y así sucesivamente. Alejándome de la
jaula de este mono razono acerca del potencial que podría
tener ser un observador profesional, para así lograr
entender lo que sienten los otros y así poder trasladar
este saber al campo actoral, el resultado no podría ser
menos que magistral.
Piedra-montaña: tacto
Aprovechando mi visita al zoológico decido percibir a
través del tacto la textura de la roca húmeda de la cual
está hecha una de las montañas cercanas a la cascada final
en el recorrido. Después de escalar un poco consigo el
lugar idóneo para tocarla. Al presionar mi mano sobre su
frialdad siento como el agua moja mi palma y siento como
ésta presiona fuertemente el moho que cubre la roca,
imagino que lo tritura de forma microscópica. Una vez que
mi mano está posicionada y sosteniendo parte de mi `peso
trato de pensar en lo que me produce tocar esta roca sin
siquiera mover la mano. Además de sentir las fisuras y las
arrugas de la misma siento como si el frío inmenso que
lleva se robara rápidamente el calor de mi mano, entonces
comienzo a imaginar que la roca lleva tiempos milenarios
acumulando ese frío que le proporcionan las noches y el
agua de la cascada, agua que incluso le brota, parece como
si la roca estuviera llena de infinidad de canales
semejantes al montón de conductos mínimos en el queso, y
que éstos estuviesen rellenos de agua hasta el tope
obligándola a salir a pequeños brotes, pequeños brotes que
se arrastran con la gravedad por la roca y que en este
preciso instante acarician y delinean mi mano, crean una
figura imaginaria de la silueta de ella aunque virtual y
negable, pero verdadera, semejante al montón de
sensaciones, recuerdos e imágenes que crea mi cabeza tan
sólo con que toque una roca.
Cascada: tacto.
Tengo enfrente una gran cascada que ruge e intenta
asustarme, pero aun así permanezco en mi lugar y la reto.
Cierro los ojos y dejo que mi cuerpo me hable, el frío de
la brisa que produce el caer del agua lo envuelve mientras
el aire me mueve la ropa. Puedo imaginar como la brisa que
viene dispuesta a chocar con la montaña es devuelta como
regañada por el rugir del agua. Un número de gotas
incontable por lo diminutas flotan y me chocan para
explotarse en mi camisa o posarse en mi cabello intactas.
Me enfrían los brazos y el rostro, se juntan y se
convierten por partes en placas de agua. Imaginar la
sensación de una sola por separado y sin compañía alguna me
hace verla indefensa, incapaz de resfriar a alguien o de
arruinar alguna ropa, pero cuando retorno a lo que siento
puedo notar que el poder de muchas juntas no se puede
comparar con el de esta sola gota. Además de la brisa y el
agua, la cascada se hace presente en mí de muchas otras
formas, pero en lo referente al tacto puedo sentir cómo
hace que el suelo vibre como si temblase un poco de frío, y
como la roca sobre la que estoy de pie transmite a mi
cuerpo estas ondas, como haciendo notar su potencia de
cualquier manera, incluso en este momento que decidí opacar
cuatro de mis sentidos para sentir como la cascada sin
tocarme, me toca.
Guayaba: olfato.
La guayaba produce un olor dulce que estoy percibiendo
justo ahora. Los recuerdos que me trae son variados, desde
dulces caseros artesanales típicos hasta el gusano que me
salió cuando niño mientras mordía una y que tanto me
desagradaba. Es imposible no hacerme una imagen de la
guayaba mientras la huelo, con sus colores, su textura, su
sabor y sus semillas. Me parece que para describir la
tropicalidad sería muy fácil decir guayaba. Detallar un
olor tan único puede resultar complicado, además de dulce
parece un olor alcalino, nada ácido, y me recuerda al sabor
tan conocido por mi lengua que de inmediato me agua la
boca. Entonces me veo mordiendo la guayaba cuando niño
durante el tiempo que me gustaban, recuerdo que luego del
incidente con el gusano se acabaron mis deseos de comer
esta fruta y a partir de ese momento decidí optar por los
dulces, pensaba en que si se les habría ido un gusano al
menos estaría bien muerto y cocido. De repente me sorprende
que este olor tan aparentemente nimio me recordara un
razonamiento tan temprano en mi infancia. Creo que este
olor se parece mucho a toda la cadena de acontecimientos
biológicos y psíquicos que ocurren en nuestro cuerpo
diariamente ante cualquier estímulo. Una simple señal
aferente –y en este caso olfativa- desencadena una enorme
fila de reacciones, cambios y procesos que terminan en una
cantidad exhaustiva de resultados.
Cuadro: tacto.
Toda mi vida he estado bastante acostumbrado al hecho
de que cuando me dicen que aprecie un cuadro inmediatamente
asumo que debo hacerlo con la vista, así que intentar
admirar la obra que tengo en mis manos, de tela, madera y
pintura y con forma de rectángulo a través del tacto, me
resulta levemente -por no ser tan alarmista- absurdo y
complicado. Este cuadro mide unos sesenta centímetros de
largo por cuarenta más de ancho y mientras lo recorro y
redibujo con mis dedos puedo sentir como la fibra del
lienzo me raspa suavemente las yemas. En medio de este roce
desordenado noto otra textura, parece que intentaron hacer
un efecto relieve, bordeo toda la silueta de esta mancha
bastante grande en relación al tamaño del cuadro y descubro
que tiene forma de rosa o de árbol acampanado. La textura
de este relieve es la más rugosa de la obra, miles de
montañitas que me tocan la palma en diferentes puntos,
algunas incluso afiladas pero no alcanzan a cortarme. Si no
hubiese visto el cuadro anteriormente pensaría que es un
árbol, pero ya sé que es una rosa y sólo reproduzco con el
tacto la imagen que ya está en mi mente. De tanto tocar el
cuadro me doy cuenta de lo inadecuado del asunto para con
una obra de arte hecha para ser vista, no creo que fuese el
ejercicio ideal para realizarlo en un museo; imagino la
cara de sorpresa de los espectadores si me atreviese a
hacer este acto. Qué bueno que no estoy en Louvre, ni en el
vaticano o en el museo del Cairo, no podría pasar mucho
tiempo cómodo y en un mueble mientras sostengo un cuadro.
Tomate: gusto.
Puedo sentir como mis dientes casi se tocan, apenas
están separados por esa pielecita que tiene el tomate.
Cuando me dispuse a morder la rebanada que tengo en mi
mano, noté la gran cantidad de agua que el tomate posee.
Una superficie bastante acuosa, casi como la patilla, se
deja morder para segur con esa pequeña piel que ahora
separa mis dientes. El sabor del tomate es un tanto
insípido, levemente salado y muy sutilmente ácido. Ahora
pienso en los recuerdos que me trae el tomate, el sabor del
tomate de árbol parecido al que tengo ahora pero mucho más
dulce y sabroso, además recuerdo el tomate en sus otras
múltiples colaboraciones para recetas: ensalada,
brusquetas, pizza, sándwich y pasta. Entonces pienso en lo
mucho que varía el sabor del tomate con la cocción, por
alguna razón la desnaturalización de sus componentes
mediante el calor lo modifica de una forma agradable para
mi lengua, prefiero el sabor umami de la salsa y no lo
insípido de las rodajas crudas. Qué bueno que en algún
punto de la historia humana descubrimos el delicioso
resultado del calor sobre las cosas que comemos, además de
muchas veces mejorar el sabor hace que le broten los olores
a las cosas de una manera perfecta, o quizá simplemente es
cuestión de costumbre y si fuese un neandertal preferiría
comer cualquier cosa que no pasase por ningún calor ni
ninguna leña.
Escarabajo: vista.
Puse el escarabajo que tomé de la vitrina junto a mi
lápiz para tener una mejor idea de sus proporciones y poder
cuantificarlas, podría decirse que corresponde a poco más
de dos veces el largo de la plaquita de metal que sostienen
el borrador del lápiz y triplica el ancho de la misma.
Todas las formas de este escarabajo me recuerdan la mano
fuerte de un cangrejo, esa copita a la cual se fija la
pinza –que en este caso no está dentada- que corresponde a
las alas del insecto y la copa que sostiene la pinza
corresponde a la cabeza. De un marrón sumamente oscuro, la
textura del escarabajo luce brillante y al igual que en sus
patas se ve que está hecho por completo de una estructura
sólida que lo envuelve y lo protege, por supuesto, la mayor
parte de los insectos se valen de un exoesqueleto mientras
su organismo vive en la parte interna del mismo. Las alas
parecidas a un capó -de esos largos que se ven en los
carros antiguos- son en realidad una ficción, al igual que
el capó del carro son simplemente una protección que en
este caso cubre las verdaderas alas, que delgadas,
delicadas y majestuosas acostumbraban a moverse, pero que
siempre ameritaron de cautelosa protección. Al voltear su
cuerpo veo que se compone de cuatro núcleos principales;
tres iniciales de los cuales el primero incluye la cabeza y
un pequeño par de patas, el segundo, separado de sus
compañeros y al igual que todos por medio de surcos,
corresponde al segundo par de patas, esta vez un poco más
grande, el tercero para el último par de ellas y el último
forma un bulto final semejante a una cola muy obesa. Todas
estas partes son igual de brillantes que las del lado
opuesto, son de un color café que me hace pensar que
podrían confundirse con una cucaracha. De ser así no sería
tan placentero tocar el insecto, considerando el temor y el
asco que la mayoría le tenemos a las pobres cucarachas.
Sombrero: tacto.
Tengo un sombrero artesanal en mis manos, su textura
me recuerda a la del mecate, millones de fibras unidas
formando un paquete que tienen más fuerza, solo que estas
fibras no parecen sintéticas, más bien parecen de origen
vegetal. Con las yemas de mis dedos me percato de que estos
conjuntos de fibras viajan intrincadamente formando
crinejas, crinejas aplanadas de tres paquetes de fibras que
recorren el sobrero formando un espiral de veinticuatro
círculos, los cuales van desde el tamaño de un pizza
familiar en el borde hasta el tamaño de una de las
rebanadas de aceituna en la pizza y que se encuentra en la
parte más alta del sombrero, es decir, en la cima del
capuchón propiamente dicho, la parte del sombrero que se
posa sobre la cabeza. Es increíble como el raciocinio
humano juega y lucha por la comodidad. Millones de fibras
que individualmente tendrían una utilidad prácticamente
nula, son juntadas por la mano humana para dar origen a una
estructura que rápidamente se convierte en una extensión de
su cuerpo, una armadura contra el sol que la naturaleza no
le dio de forma directa pero que gracias a la astucia que
le da su cerebro éste toma los recursos naturales y
resuelve por su cuenta.
Cebolla: tacto.
No sé exactamente cuál es el mecanismo que lleva a
cabo el jugo de la cebolla para hacerme llorar, pero si de
algo estoy seguro es de que no es precisamente de
sentimiento, porque mientras la pico de inmediato caen las
lágrimas. Puedo sentir un ardor insoportable en mis córneas
y en un intento fallido de suprimirlo, cierro los ojos para
notar como el dolor en vez de disminuir, aumenta. Imagino
que el jugo de la cebolla debe tener alguna sustancia
alergénica o dañina que al entrar en contacto con mi mucosa
nasal y mis corneas a manera de microgotas, las fastidia
tanto que éstas se ven obligadas a recurrir a las lágrimas
y la mucosidad para deshacerse de estas gotas infernales.
Gotas imperceptibles para los ojos –podrían decir algunos-
pero por más de que su luz no alcanza mi retina para que
pueda observarlas, estas se hacen presentes tocándolos y
haciéndolos llorar. No acostumbramos a prestarle mucha
atención, pero los ojos también tienen sentido del tacto, y
mucho más sensible que la mayoría de las otras partes del
cuerpo. Si no, que cualquiera se atreva a negarlo y
explique lo que se siente una basura en el ojo.
Mate de calabaza: tacto.
Estoy sosteniendo con mi mano derecha una pequeña
vasija para la infusión de la yerba mate tan característica
en algunos países de Suramérica, como Argentina o Paraguay.
Parecida a la cabeza de un bombillo,l´- tiene una forma
redonda que encaja en mi palma mientras la abrazan mis
dedos, en su borde, el único borde que tiene y que se sitúa
en el agujero para servir el té, posee un trozo de metal
que lo recubre, como evitando lo rasposo que podría ser al
mismo tiempo que lo adorno. La textura de la vasija se
parece a la del cartón piedra, por la parte externa
bastante lisa y por la parte interna muy semejante a los
pliegues del cartón en su lado menos estético, sólo que en
este caso están mucho más desordenados. De alguna manera el
fabricante de este pequeño recipiente hizo que la parte
interna de lo que fue un pequeña calabaza se endureciera
dejando formas parecidas a las del cemento recién batido.
Me gustaría que los colores que adornan la taza tuviesen
algún tipo de textura para diferenciarlos, pero no consigo
percibir diferencia alguna, aunque no por eso dejo de
apreciarla, es suficiente lo que hizo la naturaleza al
crear la calabaza como para exigirle que me muestre sus
adornos tan sólo con tocarla.
Moneda: tacto.
Ya que el valor monetario de un bolívar en mi país es tan
ínfimo, decidí estudiar su valor sensorial, así que tomé
una moneda de un bolívar fuerte con los ojos cerrados, y
con las yemas de mis dedos comienzo a inspeccionarla.
Mientras la moneda gira entre el pulgar y el anular de mi
mano derecha, la uña de mi pulgar izquierdo percibe el
girar del reborde y me deja notar los pequeños canales que
éste posee, la moneda se desliza fácilmente en unos trechos
pero en otros deja sentir las fisuras que supongo le sirven
de identificación para que no la confundan con farsantes.
Cuando presiono la moneda entre mis dedos, noto como
rápidamente se calienta, pasa de la temperatura fresca que
llevaba a tener un calorcito que mis dedos le
transmitieron. Buscando más sensaciones agudizo mis
movimientos tratando de no dejar pasar lo más mínimo,
entonces siento la pequeña marca que queda entre la unión
del centro plateado con el circulo dorado que recorre el
bolívar por su borde. Ahora trato de diferenciar a qué lado
corresponde la moneda que estoy tocando, si es cara o si es
sello, al rato descubro que puedo saberlo por la textura
rugosa del sello y lo bastante protruido del tallado del
número uno, pero si nunca hubiese visto una moneda como
ésta y no la conociera, probablemente sería imposible
reconocer el dibujo. Por último puedo sentir las presiones
mínimas que producen sobre mi piel las pequeñas letras y
así me percato de cómo un simple trozo de metal puede
adquirir tantos significados, significados que sólo están
en nuestra cabeza.
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