diccionario critico ciencias sociales
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http://www.filosofia.org/filomat/dfalf3.htm#i
Ideología(s): creencias e ideologías [296]; falsa conciencia, ideologías y definiciones (tautológicas, metafísicas y místicas) de la conciencia [297]; democracia como ideología [639]: ideologías democráticas (clasificación) [642]; ideologías democráticas vinculadas a la idea de sociedad política [643], ideologías democráticas vinculadas a los principios de la Gran Revolución [644]; democracia como ideología y como metafísica [645]
Creencias / Ideologías
Las creencias son sistemas socializados de conceptos e Ideas que organizan la
percepción de partes del mundo o de su totalidad en el que vive la sociedad de
referencia. Las creencias pueden contener componentes míticos (cifrados sobre
todo en las relaciones de parentesco utilizadas para enlazar los fenómenos
cósmicos) o religiosos, pero también hay creencias no míticas sino «racionalizadas»
(por ejemplo, la creencia en la esfericidad del mundo físico) sin que por ello sean
verdaderas. Las Idelogías son sistemas de conceptos e Ideas, también socializadas
pero vinculadas a un grupo social (clase social, partido político, institución,
corporación) en tanto que dado en conflicto con otros grupos sociales. Las creencias
no contienen formalmente esta relación y, por ello, puede hablarse de «creencia de
una sociedad considera en sí misma»; las ideologías contienen, en cambio, esa
relación y por ello, sólo en la sociedad diferenciada en clases, grupos, &c., en la que
cabe hablar de enfrentamiento de unos grupos a otros, podrá hablarse de
ideologías. {CC 88-144 / MP
Falsa conciencia / Ideologías / Conciencia:
definiciones tautológicas, metafísicas y místicas
La expresión «falsa conciencia» (falsche Bewutseins) es utilizada, no definida, por Marx y
Engels en el contexto de sus análisis de las «ideologías», tal como ellos las entendieron
(en oposición, por cierto, a como las entendía Desttut de Tracy): «La ideología es un
proceso realizado conscientemente por el así llamado pensador, en efecto, pero con una
conciencia falsa; por ello su carácter ideológico no se manifiesta inmediatamente, sino a
través de un esfuerzo analítico y en el umbral de una nueva conyuntura histórica que
permite comprender la naturaleza ilusoria del universo mental del período precedente»
(carta de Engels a Mehring de 14 de junio de 1893). Marx entendió las ideologías como
determinaciones particulares, propias (idiologias) de la conciencia, no como
determinaciones universales, al modo de Desttut de Tracy. Y no sólo esto: particulares o
propias, no ya de un individuo, sino de un grupo social (en términos de Bacon: idola fori,
no idola specus). La gran transformación que Marx y Engels imprimieron al problema de
las ideologías, consistió en haber puesto la temática de ellas en el contexto de la
dialéctica de los procesos sociales e históricos, sacándolas del contexto abstracto,
meramente subjetivo individual, dentro del cual eran tratadas por los «ideólogos» y, antes
aún, por la «Teoría de las Ideas trascendentales» de Kant. Las ideologías, según su
concepto funcional, quedarán adscritas, desde Marx y Engels, no ya a una mente (o a una
clase distributiva de mentes subjetivas), sino a una parte de la sociedad, en tanto se
enfrenta a otras partes (sea para controlarlas, dentro del orden social, sea para
desplazarlas de su posición dominante, sea simplemente para definir una situación de
adaptación). Lo que caracteriza, pues, la teoría de Marx y Engels, frente a otras teorías de
las ideologías, es el haber tomado como «parámetros» suyos a las clases sociales
(«ideología burguesa» frente al «proletariado»); pero también pueden tomarse como
parámetros a otras formaciones o instituciones que forman parte de una sociedad política
dada, profesiones (gremios, ejército, Iglesia). Y, asimimo, podrá ser un «parámetro» la
propia sociedad política («Roma», «Norteamérica», «Rusia») en cuanto es una parte de la
sociedad universal, enfrentada a otras sociedades políticas (y así hablaremos de
«ideología romana», «ideología yanqui», o «ideología soviética»). En cualquier caso, el
concepto de ideología debe ser coordinado con el concepto de «conciencia objetiva»
(conciencia social, supraindividual, no en el sentido de una conciencia sin «sujeto», sino
en el sentido de una conciencia que viene impuesta al sujeto en tanto éste está siendo
moldeado por otros sujetos del grupo social). Y debe ser desconectado del concepto de
conciencia subjetiva, que nos remite a una conciencia individual, perceptual, distinta y
opuesta a la conciencia objetiva.
Poner a las ideologías en su contexto dialéctico es tanto como tratarlas desde una
perspectiva crítica, es decir, analizarlas en cuanto formaciones que tienen que ver con la
verdad y la falsedad, y no meramente, tratarlas desde una perspectiva psicológica, o
social-funcional. El mismo concepto de «falsa conciencia» es ya constitutivamente un
concepto crítico, pero al que, sin embargo, se le atribuyen unas referencias que se
suponen sometidas a una legalidad o necesidad del mismo orden que la necesidad que
Espinosa atribuía a la concatenación de las ideas inadecuadas y confusas. Pero con esto,
Marx y Engels han abierto problemas de fondo que ellos mismos ni siquiera tuvieron
tiempo de formular. Pues la idea de una «conciencia falsa» implica, desde luego, la idea
de «conciencia», y ni Marx ni Engels han ofrecido un análisis mínimo de esta idea. Incluso
han arrastrado usos mentalistas de la misma (como cuando Marx expone las diferencias
entre una abeja y un arquitecto diciendo que éste «se representa en su mente la obra
antes de hacerla»). No es posible, sin embargo, seguir adelante sin responder a esta
pregunta: ¿qué idea mínima de conciencia es preciso determinar para que pueda
alcanzarse su especificación de «falsa conciencia»?
No se trata, por tanto, partiendo del uso del concepto de «falsa conciencia» de regresar a
una definición convencional (tautológica, metafísica o mística) de conciencia del tipo (a)
tautológico: «Conciencia es darse cuenta de las cosas», como si ese «darse cuenta» no
fuera una simple paráfrasis del término «conciencia», o bien, (b) metafísico: «Conciencia
es la autopresencia del sujeto», como si «autopresencia del sujeto», fuese un concepto
legítimo dotado de alguna contrapartida precisa; o bien (c) místico: «Conciencia es la voz
íntima de mi ser», como si esto fuese algo más que una metáfora sonora, la metáfora de
«la voz de la conciencia» (sacralizada místicamente por quienes apelan a ella al formular,
por ejemplo, la «objeción de conciencia»). Y una vez alcanzado este concepto general de
«conciencia» fingir que se redefine la «falsa conciencia» como una simple especificación
de la conciencia, por el error. Pues la cuestión estriba en comprender cómo la conciencia
puede ser falsa. Si la conciencia fuera autopresencia, cogito, ¿cómo podría haber una
autopresencia falsa?; ¿no habría de ser esa autopresencia siempre verdadera, de suerte
que, de no tener lugar, más que de falsa conciencia habría que hablar de no conciencia,
de inconsciencia, de no autopresencia? Pero la falsa conciencia es conciencia, no es
inconsciencia; y no es mera conciencia «equivocada» porque la conciencia verdadera
también se equivoca y cae en el error. Necesitamos pues, ante todo, una definición
genérica de conciencia tal que, a partir de ella, podamos entender, por desarrollo interno
del concepto genérico, tanto la especificación de la conciencia verdadera como la
especificación de la conciencia falsa –y todo ello, dentro de los contextos dialécticos de
referencia. Especificaciones por la verdad y falsedad (por tanto, «epistemológicas»,
críticas) que no han de confundirse con las especificaciones morales (buena conciencia,
mala conciencia, o mala fe), o psicológicas (conciencia vigilante, somnolienta). Pero
tampoco, cabe disociar todas estas especificaciones de un modo absoluto. {CC 382-385}
Democracia como sistema político /
De mocracia como ideología
Las democracias no pueden considerarse resultados de una decisión
democrática (como pretenden, en el fondo, las teorías del pacto social). La
sociedad que se constituye como democracia debe estar ya constituida
anteriormente como sociedad; y en su origen, una sociedad humana [553-
557] estaría más cerca de la tiranía o de la aristocracia que de la
democracia (tampoco una sociedad primitiva puede considerarse teísta, sin
que por ello pueda ser llamada atea). Obviamente, esto no significa que la
democracia, no por no ser originaria, tenga menos dignidad porque, si así
fuera, el salvaje sería más digno siempre que el hombre civilizado. Pero
tampoco por ello puede ser considerada la democracia, como la situación a
través de la cual la humanidad ha alcanzado su realización suprema, el «fin
de la historia». Quienes proclaman: «todos los demócratas condenamos
este atentado terrorista», parece que quieren sugerir que la razón formal
desde la cual se condenan esos atentados terroristas es la de
«demócratas». ¿Acaso un aristócrata no condenaría también el terrorismo?
¿Acaso no se condenan los actos terroristas en las sociedades organizadas
como «dictaduras del proletariado»? Damos por supuesto que la
democracia es un sistema político con múltiples variantes «realmente
existentes». Pero la democracia es también un «sistema de ideologías», es
decir, de ideas confusas, por no decir erróneas, que figuran como
contenidos de una falsa conciencia, vinculada a los intereses de
determinados grupos o clases sociales, en tanto se enfrentan mutuamente
de un modo más o menos explícito. Vamos a presentar dos consideraciones
previas que sirvan de referencia de lo que entendemos por «realidad» en el
momento de hablar de las democracias como nombre de realidades
existentes en el mundo político efectivo.
Primera consideración. La democracia, en cuanto término que se refiere a
alguna entidad real, dice ante todo, una forma (o un tipo de formas), entre
otras (u otros), según las cuales (los cuales) puede estar organizada una
sociedad política. Por tanto, «democracia», en cuanto realidad, no en
cuanto mero contenido ideológico, es una forma (una categoría) política, a
la manera como la circunferencia es una forma (una categoría) geométrica.
Esta afirmación puede parecer trivial o tautológica, en sí misma
considerada; pero no lo es de hecho en el momento en que advertimos, por
ejemplo, el uso, muy frecuente en el lenguaje cotidiano, de la distinción
entre una «democracia política» y una «democracia económica». Una
confusión que revela una gran confusión de conceptos, como lo revelaría la
distinción entre una «circunferencia geométrica» y una «circunferencia
física». La confusión tiene, sin embargo, un fundamento: que las formas
(políticas, geométricas) no «flotan» en sí mismas, como si estuviesen
separadas o desprendidas de los materiales a los cuales con-forman. La
circunferencia es siempre geométrica, sólo que está siempre «encarnada» o
vinculada a un material corpóreo (a un «redondel»); por tanto, si la
expresión «circunferencia geométrica» significa algo en la realidad
existente, es sólo por su capacidad de «encarnarse» en materiales
corpóreos (mármol, madera, metal...) o, más propiamente, estos materiales
primogenéricos, en tanto puedan conceptuarse como conformados
circularmente, serán circunferencias geométricas, realizadas en
determinada materia corpórea, sin que sea legítimo oponer la circunferencia
geométrica a la circunferencia física, como se opone la circunferencia de
metal a la circunferencia de madera. La forma democrática de una sociedad
política está también siempre vinculada a «materiales sociales» (antrópicos)
más o menos precisos, dentro de una gran diversidad; y esta diversidad de
materiales tendrá mucho que ver con la propia variabilidad de la «forma
democrática» en su sentido genérico, y ello sin necesidad de considerar a la
diversidad de los materiales como la fuente misma de las variedades
formales específicas, que es lo que probablemente pensó Aristóteles: «Hay
dos causas de que las democracias sean varias; en primer lugar... que los
pueblos son distintos (uno es un pueblo de agricultores, otro es un pueblo
de artesanos, o de jornaleros, y si el primero se añade al segundo, o el
tercero a los otros dos, la democracia no sólo resulta diferente, porque se
hace mejor o peor, sino porque deja de ser la misma». Política 1317a). No
tendrá, por tanto, por qué «decirse de la misma manera» la democracia
referida a una sociedad de pequeño tamaño, que permita un tipo de
democracia asamblearia o directa, y la referida a un tipo de sociedad de
gran tamaño, que obligue a una democracia representativa, con partidos
políticos (al menos hasta que no esté dotada de tecnologías que hagan
posible la intervención directa de los ciudadanos y la computación rápida de
votos). Ni será igual una «democracia burguesa» (como la de Estados
Unidos de Norteamérica) que una «democracia popular» (como la de la
Cuba actual), o una «democracia cristiana» que una «democracia islámica».
A veces, podemos inferir profundas diferencias, entre las democracias
realmente existentes, en función de instituciones que muchos teóricos
tenderán a interpretar como «accidentales»: instituciones tales como la
lotería o como la monarquía dinástica. Pero no tendrá por qué ser igual la
forma democrática de una democracia con loterías multimillonarias
(podríamos hablar aquí de «democracias calvinistas secularizadas») que la
forma democrática de una democracia sin esa institución; ni será lo mismo
una democracia coronada que una democracia republicana. Dicho de otro
modo: la expresión, de uso tan frecuente, «democracia formal» (que sugiere
la presencia de una «forma pura», que por otra parte suele considerarse
insuficiente cuando se la opone a una «democracia participativa») es sólo
expresión de un pseudoconcepto, porque la forma pura no puede siquiera
ser pensada como existente [66, 76]. No existen, por tanto, democracias
formales, y las realidades que con esa expresión denotan (elecciones cada
cuatro años entre listas cerradas y bloqueadas, abstención rondando el
cincuenta por ciento, &c.) están constituidas por un material social mucho
más preciso de lo que, en un principio, algunos quisieran reconocer.
Segunda consideración. Es preciso llamar la atención sobre un modo de
usar el adjetivo democrático como calificativo de sujetos no políticos, con
intención exaltativa o ponderativa; porque esta intención arrastra una idea
formal de democracia, en cuanto forma que por sí misma, y separada de la
materia política, está sirviendo como justificación de la exaltación o
ponderación de referencia. Así ocurre en expresiones tales como «ciencia
democrática», «cristianismo democrático», «fútbol (o golf) democráticos»,
«agricultura democrática». Estas expresiones, y otras similares, son, según
lo dicho, vacuas, y suponen una extensión oblicua o meramente
metonímica, por denominación extrínseca, del adjetivo «democrático», que
propiamente sólo puede aplicarse a un sustantivo incluido en la categoría
política («parlamento democrático», «ejército democrático» o incluso
«presupuestos democráticos»). Ni siquiera podemos aplicar internamente el
adjetivo «democrático» a instituciones o construcciones de cualquier tipo
que, aun cuando genéticamente hayan sido originadas en una sociedad
democrática, carezcan de estructura política: a veces porque se trata de
instituciones políticamente neutras (la cloración del agua de los ríos, llevada
a cabo por una administración democrática, no puede ser considerada
democrática salvo por denominación extrínseca); a veces, porque se trata
de instituciones sospechosamente democráticas (como es el caso de la
lotería nacional) y a veces porque sus resultados son antidemocráticos,
bien sea porque alteran las proporciones materiales exigidas para el
funcionamiento del régimen democrático cualquiera (como sería el caso del
Parlamento que por mayoría absoluta aprobase una Constitución según la
cual las elecciones consecutivas de representantes deban estar distante en
cincuenta años) o bien porque implican la incorporación a la sociedad
democrática de instituciones formalmente aristocráticas (el caso de la
monarquía hereditaria incrustada en una constitución democrática), o
incluso porque conculcan, a partir de un cierto límite, los principios mismos
de la democracia (como ocurre con las «dictaduras comisariales» que no
hayan fijado plazos breves y precisos al dictador).
En general, estos modos de utilización del adjetivo «democrático», como
calificativo intencional de determinadas realidades sociales o culturales,
arrastra la confusión permanente entre un plano subjetivo, intencional o
genético (el plano del finis operantis) y un plano objetivo o estructural (el
plano del finis operis); y estos planos no siempre son convergentes. El mero
reconocimiento de la conveniencia de tribunales de garantías
constitucionales prueba la posibilidad de que una mayoría parlamentaria
adopte acuerdos contradictorios con el sistema democrático de referencia.
Es cierto que tampoco un tribunal constitucional puede garantizar de modo
incontrovertible el contenido democrático de lo que él haya aceptado o
rechazado, sino a lo sumo, la «coherencia» del sistema en sus desarrollos
con sus principios (sin que podamos olvidar que la coherencia no es una
cualidad democrática, como parece que lo olvidan tantos políticos de
nuestros días: también una oligarquía puede ser coherente). El hecho de
que una resolución haya sido adoptada por mayoría absoluta de la
asamblea o por un referéndum acreditado, no convierte tal resolución en
una resolución democrática, porque no es tanto por su origen (por sus
causas), sino por sus contenidos o por sus resultados (por sus efectos) por
lo que una resolución puede ser considerada democrática. Una resolución
democrática por el origen puede conducir, por sus contenidos, a situaciones
difíciles para la democracia (por ejemplo, en el caso límite, la aprobación de
un «acto de suicidio» democrático, o simplemente la aprobación de unos
presupuestos que influyan selectivamente en un sector determinado del
cuerpo electoral). Y no sólo porque incida en resultados formalmente
políticos, por ejemplo caso de la dictadura comisarial (aprobada por una
gran mayoría parlamentaria), sino simplemente porque incide, por la
materia, en la propia sociedad política (como sería el caso de una decisión,
fundada en principios metafísicos, relativa a la esterilización de todas las
mujeres en nombre de un «principio feminista» que buscase la eliminación
de las diferencias de sexo).
Cuando decimos, en resolución, que la democracia no es sólo una
ideología, queremos decirlo en un sentido análogo a cuando afirmamos que
el número tres no es tampoco una ideología, sino una entidad dotada de
realidad aritmética (terciogenérica); pero, al mismo tiempo, queremos
subrayar la circunstancia de que las realidades democráticas, las
«democracias realmente existentes», están siempre acompañadas de
nebulosas ideológicas, desde las cuales suelen ser pensadas según modos
que llamamos nematológicos [55]. También en torno al número tres se han
condensado espesas nebulosas ideológicas o mitológicas del calibre de las
«trinidades indoeuropeas» (Júpiter, Marte, Quirino) o de la propia trinidad
cristiana (Padre, Hijo, Espíritu Santo); pero también trinidades más
abstractas, no prosopopéyicas, tales como las que constituyen la ideología
oriental y antigua de las tres clases sociales, o la medieval de las tres
virtudes teologales (Fe, Esperanza, Caridad) o la de los tres Reinos de la
Naturaleza viviente (Vegetal, Animal, Hominal) o la doctrina, con fuertes
componentes ideológicos, de los tres axiomas newtonianos (Inercia, Fuerza,
Acción recíproca) o la de los tres principios revolucionarios (Igualdad,
Libertad, Fraternidad). Sin hablar de los tres poderes políticos bien
diferenciados que, según un consenso casi unánime, constituyen el «triple
fundamento» de la propia sociedad democrática organizada como Estado
de Derecho: el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder judicial. {DCI
11-15}
Ideologías democráticas (clasificación)
Disponemos obviamente de muchos criterios para clasificar las ideologías democráticas;
criterios que obligadamente implican algún punto de referencia. Por nuestra parte, y a fin
de mantenernos en el propio terreno de la ideología y aun de la filosofía democrática,
tomaremos como referencia ciertas ideas asociadas a la Gran Revolución, a saber, la
propia idea «secular» de sociedad política, como autoorganización del pueblo soberano y
sus tres principios consabidos: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Según esto podríamos
clasificar las ideologías en dos grandes apartados:
(a) Ideologías o visiones ideológicas de la democracia vinculadas a la idea misma de
sociedad política globalmente considerada.
(b) Ideologías o visiones ideológicas de la democracia vinculadas a cada uno de sus
«principios». {DCI 26}
Ideologías democráticas vinculadas a la idea de sociedad política
Nos referiremos, esquemáticamente, a las dos concepciones de la democracia que
dominan en la «filosofía mundana» del presente; dos concepciones que, por otra parte, no
se excluyen entre sí.
(1) «La democracia es la esencia misma de la sociedad política, la forma más
característica de su constitución: la democracia es la misma autoconstitución de la
sociedad política». El alcance y significado de esta concepción sólo puede establecerse
cuando se tiene en cuenta lo que ella niega, a saber: que las constituciones no
democráticas puedan considerarse siquiera como sociedades políticas no espúreas, y no,
más bien, como sistemas efímeros o inconsistentes, o acaso como reliquias de
sociedades de primates o simplemente como perversiones que nos ponen delante de una
sociedad política degenerada (en un sentido análogo a aquel en el que San Agustín decía
que el Imperio romano o, en general, los imperios paganos –Babilonia–, no eran
propiamente sociedades políticas porque en ellas no reinaba la justicia). Esta concepción
de la sociedad política como «democracia prístina» alienta, sin duda, en las teorías del
contrato social (en nuestros días resucitadas por Rawls o Fukuyama), que postulan una
suerte de «asamblea democrática original constituyente» de la propia sociedad política, e
inspira el modo de entender a las sociedades políticas no democráticas como situaciones
inestables, transitorias y forzadas, que sólo encontrarían su estado de equilibrio definitivo
al adoptar la forma democrática. Por lo demás, estas ideologías democráticas encuentran
su principal punto de divisoria en el momento de enfrentarse con la efectividad de los
Estados «realmente existentes». En función de esta realidad, la ideología democrática se
decanta hacia el anarquismo, cuando está dispuesta a considerar (al modo agustiniano)
cualquier indicio estatista como reliquia prehistórica (incluyendo aquí la «prehistoria de la
humanidad» de Marx), que impide la plena organización democrática de la sociedad; y se
decanta hacia posiciones no anarquistas cuando contempla la posibilidad de una plena
democratización del Estado en la forma de un Estado de derecho. El carácter ideológico
de esta concepción de la democracia podría denunciarse a partir del análisis de esa
«asamblea prístina» o cotidiana de individuos contratantes; una tal asamblea presupone
ya la existencia de esos individuos, de unos electores surgidos del «estado de
naturaleza», cuando la realidad antropológica es que esos individuos capaces de llevar a
cabo un «contrato social democrático» son producto ellos mismos de una sociedad política
previamente establecida sobre supuestos no democráticos. Dicho de otro modo, la
democracia no puede «autoconstituirse» como sociedad política; aparece in medias res en
una dialéctica turbulenta de reorganización de instituciones políticas previas (por ejemplo,
las del «Antiguo Régimen») a las cuales ha de enfrentarse violentamente. La actualidad,
en ejercicio, de esta concepción ideológica de la democracia, creemos que puede
advertirse en las reivindicaciones que constituyen el núcleo de los programas de
«autodeterminación» proclamados por cantidad de partidos nacionalistas asiáticos,
africanos, europeos, algunos de los cuales actúan en la España posterior a la Constitución
de 1978. Algunos llegan a considerar esta Constitución como viciada en su origen
precisamente porque la consulta pública que la refrendó no se hizo por individuos
clasificados en «nacionalidades», sino por individuos considerados de entrada como
españoles. Y como el mismo argumento habrá de aplicarse al caso en el que el
referéndum se hubiera hecho, pidiendo el principio, por nacionalidades (País Vasco,
Cataluña, Galicia, el Bierzo, Aragón, &c.), la única salida teórica sería regresar al
«individuo humano» en general, tal como lo contempla la Declaración de los Derechos
Humanos de 10 de noviembre de 1948 (como si entre estos derechos humanos figurase el
de autodeterminarse en una nacionalidad más que en otra, que es la materia de la
«Declaración de los Pueblos» de Argel de 4 de julio de 1976 y que está en muchos puntos
en contradicción con la Declaración de 1948). Los partidos o coaliciones nacionalistas
(tanto el PNV como HB y otros) reivindican en rigor su «derecho a la autodeterminación»
como si fuese un derecho democrático prístino; por ello una tal reivindicación, cuyo
objetivo ideológico es crear nuevas democracias frente a la supuesta opresora democracia
española de 1978, se inspira en una concepción claramente ideológica (por no decir
metafísica) de la democracia, que olvida, por ejemplo, los derechos históricos de los
españoles no vascos, no catalanes, &c., a formar parte del cuerpo electoral en proceso de
«autodeterminación», y confunde la autodeterminación con la secesión pura y simple.
Paradójicamente, la idea de una «autodeterminación democrática» constituye el principio
del enfrentamiento, muchas veces sangriento, en nombre de la democracia, de unas
democracias reales con otras proyectadas o realmente existentes. Lo que no tiene sentido
es invocar a la democracia en general (formal) como a un principio de unidad; porque la
democracia es siempre democracia material; por ejemplo, la democracia de 1978 es la
democracia española, democracia de los españoles. Por ello, el hecho de que los partidos
separatistas invoquen a la democracia, en términos formales, y aun la opongan al
fascismo o al terrorismo, no significa que estén manteniendo algún acuerdo con la
democracia española realmente existente; su proyectada democracia no significa unión
con la democracia real española, sino precisamente separación de ella, por lo que la
expresión «unidad necesaria entre todos los demócratas» es ideológica; y esa unidad se
refiere a otros aspectos de la vida social, por ejemplo, a la recusación de los métodos
terroristas. Recusación que también podrían suscribirla los grupos más aristocráticos.
Expresiones tales como «unidad de todos los demócratas en la no violencia» tienen un
alcance análogo al que alcanzaría una «unidad de todos los demócratas y aristócratas
ante la no violencia». Esta unidad no se proclama tanto en el plano político como en el
plano ético o moral, y la prueba es que la proclamada, por los separatistas, «unidad
democrática», está calculada para alcanzar la separación política y no la unidad.
(2) «La democracia es el gobierno del pueblo». Difícilmente podríamos encontrar un
concepto más metafísico que el concepto de «pueblo», utilizado en el contexto político de
la «Gran Revolución». Era un concepto procedente de la antigua Roma, por cierto muy
poco democrática (salus populi suprema lex esto), que incorporó el cristianismo (el
«pueblo de Dios») y de ahí pasó al romanticismo (Volkstum, de Jahn), construido a partir
del término Volk (que, por cierto, procede del latín vulgus) mezclado con el concepto
moderno de nación (como sustitutivo, en la batalla de Valmy, del «rey» del Antiguo
Régimen: los soldados, en lugar de decir «¡Viva el Rey!», gritaron «¡Viva la nación!»)
[421]-[422]. En la Constitución española de 1978 la expresión «los pueblos» se carga, a
veces, con ecos krausistas (la Europa de los pueblos) en una tendencia a trazar con línea
continua las fronteras de los pueblos y a redibujar con línea punteada (hasta tanto se logre
borrarla) las fronteras entre los «Estados canónicos». Si el concepto de pueblo adquiere
valores muy distintos y opuestos entre sí, en función de los parámetros que se utilicen
(unas veces, el pueblo será una nación concreta, a la que se le supondrá dotada de una
cultura propia; otras veces, el pueblo será el conjunto de los trabajadores, incluso de los
proletarios de todo el mundo) se comprenderá el fundamento de nuestra conclusión, que
considera a la expresión «democracia como soberanía del pueblo» como meramente
ideológica. {DCI 26-30}
Ideologías democráticas vinculadas
a los principios de la Gran Revolución
(1) «La democracia es la realización de la libertad política». Esta tesis está ya expuesta,
en plena ideología esclavista, con toda claridad, por Aristóteles: «el fundamento del
régimen democrático es la libertad. En efecto, suele decirse que sólo en este régimen se
participa de libertad, pues ésta es, según afirman, el fin al que tiende toda la democracia.
Una característica de la libertad es el ser gobernado y gobernar por sí mismo» (Política,
1317ab). Es evidente que si definimos ad hoc la libertad política de este modo, el régimen
democrático encarna la libertad mucho mejor que el monárquico o que el aristocrático. En
fórmula de Hegel: o bien uno es libre, o algunos, o todos. Y, desde luego, parece
innegable que la «libertad democrática», en tanto implica una liberta de (respecto del
régimen aristocrático o del monárquico), alcanza un radio de acción mucho más amplio
que el que conviene a cualquier otro régimen.
¿Cuándo comienza la visión ideológica de la libertad democrática? En dos momentos
distintos principalmente. (a) Ante todo, en el momento en el cual la libertad política, así
definida, tiende a ser identificada con la libertad humana en general, y aun a constituirse
en un molde de esa misma libertad, entendida como libertad de elección; como si la
elección popular de los representantes de cada uno de los tres poderes (incluida la
elección directa del ejecutivo) fuese el principio de la libertad humana en general,
entendida precisamente como libertad de elección o libre arbitrio. (b) Sobre todo, en el
momento en el cual la libertad política, entendida como libertad de (respecto de la
monarquía o respecto de la oligarquía) implica inmediatamente una libertad para definible
en el propio terreno político. Pues ello equivaldría a dar por supuesto que las decisiones
por las cuales los ciudadanos eligen a sus representantes, jueces o ejecutivos, fueran
elecciones llevadas a cabo con pleno conocimiento de sus consecuencias, incluso en el
supuesto de que estas elecciones fuesen llevadas a cabo de acuerdo con su propia
voluntad («llamamos, pues, tiranía –dice Platón en El Político– al arte de gobernar por la
violencia, y la política al de gobernar a los animales bípedos que se prestan
voluntariamente a ello»). Pero la ficción ideológica que acompaña, en general, a los
sistemas democráticos, estriba en sobrentender que un acto de elección voluntaria es libre
para (por el hecho de estar libre de una coacción violenta), como si la elección, por ser
voluntaria, debiese dejar de estar determinada, bien sea por el cálculo subjetivo (no
político), bien sea simplemente por la propaganda (eminentemente, en nuestros días, por
la televisión). Pero hay más: aun concediendo que cada uno de los electores, o, por lo
menos, su gran mayoría, lleve a cabo una elección personal libre, de ahí no se seguiría
nada respecto de la composición de voluntades libres; porque la composición de
voluntades no da lugar a una voluntad (aunque se la llame «voluntad general»), como
tampoco de la «composición de cerebros», puede resultar un cerebro (aunque se le llame
«cerebro colectivo»). [314-335]
(2) «La democracia es la realización de la igualdad política». La democracia, en esta
alternativa, se concibe como un régimen en el cual la igualdad política de los ciudadanos
(que incluye la igualdad ante la ley o isonomía) alcanza un grado indiscutiblemente
superior al que puede lograr en regímenes monárquicos o aristocráticos. Pero ocurre aquí
como ocurre con la libertad: la visión ideológica de la democracia comienza cuando se
sobrentiende que esa igualdad alcanzada, sin perjuicio de ser entendida, además, como
igualdad plena y omnímoda, quedará garantizada por la democracia misma. La igualdad
no es propiamente una relación, sino un conjunto de propiedades (simetría, transitividad,
reflexividad) que puedan atribuirse conjuntamente a relaciones materiales-k dadas; en
nuestro caso, la igualdad política no es una condición originaria, fija, atribuible a las
relaciones que se establecen entre los elementos de un conjunto de ciudadanos, sino una
condición que se adquiere o se pierde según grados no fijados de antemano en un origen
mítico ideal («todos los hombres nacen iguales»), en la lucha individual y social. La
democracia no garantiza la igualdad política, sino, a lo sumo, las condiciones del terreno
en el cual esta igualdad puede ser reivindicada en cada momento. En virtud de su
definición lógica, la igualdad implica la sustituibilidad de los iguales en sus funciones
políticas; por tanto, los grados de la igualdad democrática habrán de medirse tanto por la
posibilidad de elegir representantes para ser gobernado equitativamente por ellos, como
por la posibilidad de ser elegido (en el límite, una democracia de iguales podría reconocer
al sorteo de los magistrados, ejecutivos o representantes, como el procedimiento más
idóneo). Siendo, como es evidente, que la igualdad de los ciudadanos en el momento de
ser elegidos (como representantes, diputados, y no digamos jefes de Estado, sobre todo
en monarquías de sucesión hereditaria) es sólo una ficción (como lo es el llamado
«principio de igualdad de oportunidades» que se reduce casi siempre a la creación de
unas condiciones abstractas de igualdad que servirán para demostrar las desigualdades
reales entre los candidatos) podremos medir hasta qué punto es ideológico hablar del
régimen democrático (en abstracto) como realización de la «igualdad política». Y no
hablamos de la igualdad social, o económica, o religiosa, o psicológica, que muchas veces
es presentada como un simple complemento que debiera deducirse de una constitución
democrática, por mucho que se denomine a ésta «democracia social». El socialismo, o el
comunismo, no ha sido siempre democrático (el leninismo no pretendió ser democrático, al
menos en su fase de «dictadura del proletariado») y la democracia política, en cuanto tal,
puede no ser socialista, puesto que ella es compatible con una sociedad dividida en
profundas diferencias económicas, culturales o sociales, con una clase ociosa reconocida,
con élites aristocráticas, sometidas, sin embargo, a los criterios de la democracia política;
es perfectamente posible que en una sociedad política organizada como un Estado de
derecho y funcionando de acuerdo con las más escrupulosas reglas democráticas, la
mayoría de sus ciudadanos esté dispuesta a participar simbólicamente en las ceremonias
que una clase ociosa o una clase aristocrática les ofrece en espectáculo como parte de su
propia vida (por ejemplo, el matrimonio «morganánico» de una infanta). Dicho de otro
modo: las reivindicaciones de orientación socialista o comunista que puedan ser
formuladas no tendrán por qué ser propuestas en nombre de la democracia, sino en
nombre del socialismo o del comunismo, en la medida en que ellas no buscan tanto o
solamente la igualdad política, cuanto la igualdad económica o social, compatible con las
desigualdades personales más acusadas. Una sociedad democrática, en cuanto tal, no
tiene por qué extirpar de su seno la institución de las loterías millonarias que son, lisa y
llanamente, mecanismos de amplia aceptación popular puestos en marcha precisamente
para conseguir aleatoriamente la desigualdad económica de algunos ciudadanos respecto
del promedio. Es cierto que esta desigualdad, así obtenida, no viola formalmente la
igualdad política democrática, pero también es cierto que una sociedad que admite y
promueve estas instituciones no podría ser llamada «democracia social» o
«socialdemocracia».
(3) «La democracia es la realización de la fraternidad (o de la solidaridad)». Cabría afirmar
que el concepto de fraternidad constitutivo de la triada revolucionaria ha ido
paulatinamente sustituyéndose por el concepto de solidaridad. Acaso esta sustitución
tenga que ver con la voluntad (que se percibe en las teorías del positivismo clásico, de
Comte o de Durkheim) de arrinconar un concepto («fraternidad») ligado a la sociedad
patriarcal y recuperado por algunas sociedades secretas, para reemplazarlo por un
concepto más abstracto y más acorde con las sociedades industriales más complejas. Lo
que no quita oscuridad y confusión al concepto de solidaridad. Unas veces, en efecto, se
sobrentiende este concepto como virtud ética (y entonces, la solidaridad tiene un radio
universal que transciende al de las sociedades políticas); otras veces, como un concepto
moral, que se refiere a las reivindicaciones de un grupo de personas dado (un grupo de
herederos, de asalariados, de compatriotas), contra terceros, en cuyo caso, la solidaridad
ya no puede universalizarse, porque si bien cabe hablar, por ejemplo, de la «solidaridad
de los trabajadores frente a sus patronos explotadores», no tendría sentido hablar de
«solidaridad de trabajadores y patronos», salvo que, a su vez, constituyan un «bloque
histórico» contra terceros. Ahora bien, la solidaridad, como virtud ética, no puede
interpretarse como una virtud propia de la democracia; y el gobierno que encomienda a la
ética –y a los profesores de ética– la misión de hacer posible la democracia real, es un
gobierno idealista que acaso pretende aliviar la conciencia de su fracaso con la coartada
de la «formación ética» de los ciudadanos. [467-473, 479-480] La solidaridad democrática,
como concepto político, habría de restringirse, por tanto, al terreno político, como
«solidaridad de los demócratas contra terceros», en sentido político: oligarcas, grupos de
presión política, &c. Todo lo que exceda este territorio habrá de ser tenido por ideológico.
Como lo excede, en nuestros días, en España, un entendimiento ético de la solidaridad
que, curiosamente, restituye de hecho este concepto a su alvéolo originario, la fraternidad,
al menos si por fraternidad se entiende, como es costumbre (olvidándonos de Caín o de
Rómulo, los grandes «fundadores de ciudades», de Estados), la virtud que tiene que ver
con el amor («abrazo fraternal»), con la tolerancia («reprensión fraterna») y, sobre todo,
con la no violencia. De este modo, la contraposición entre demócratas y violentos llega a
convertirse casi en un axioma. Pero este axioma, que podría entenderse como una
aplicación concreta del principio de la fraternidad, es puramente ideológico y está movido
principalmente (si no nos equivocamos) por los intereses separatistas de los partidos
nacionalistas vascos (principalmente) que no quieren utilizar los métodos propios del
terrorismo. En efecto, el delito político fundamental contra una sociedad política
constituida, sea democrática, sea aristocrática, es el separatismo o del secesionismo; pero
como habría que declarar incursos en este delito político tanto al PNV como a HB,
pongamos por caso, puesto que ambas formaciones son separatistas (y sus dirigentes
hacen constar públicamente que «no se sienten españoles»), se acudirá, para poner entre
paréntesis esta circunstancia, al criterio de la violencia. Y en lugar de hablar de
demócratas (españoles, los de la Constitución de 1978) y de antidemócratas (respecto de
esa democracia constituida) se comenzará a hablar de no violentos y de violentos. Con lo
cual se transforma ideológicamente la democracia en una suerte de virtud intemporal, una
virtud más estratosférica que política, porque consiste en practicar el diálogo, la tolerancia
omnímoda y la no violencia. Como si la democracia no tuviese que utilizar continuamente
la violencia policial o judicial, o incluso militar si llegase el caso (¿por qué si no mantener
un ejército?), contra sus enemigos, entre ellos los terroristas. ¿O es que se pretende
sobrentender que sólo practican la violencia los terroristas, pero no la policía, la ertzainza,
los jueces que condenan a cientos de años de prisión a los terroristas? Acudir a la regla:
«La intolerancia contra la intolerancia es la tolerancia», no suprime la intolerancia como
método (aun cuando la tolerancia sea su objetivo); por otra parte, semejante regla,
también sería asumida de inmediato por los terroristas (que se consideran violentados por
las «tropas de ocupación españolas»). Y, en todo caso, esa «regla» no es sino una de las
combinaciones algebraicas dadas en un sistema que contiene estas otras tres: «la
intolerancia de la tolerancia es la intolerancia», «la tolerancia de la intolerancia es la
intolerancia» y «la tolerancia de la tolerancia es la tolerancia» [539-552]. {DCI 30-33 / →
PEP 145-158 / → BS03 20-34}
Democracia como ideología y como metafísica
Las ideologías democráticas podrían pretender mantenerse (es cierto que a duras penas)
en un terreno estrictamente político o, al menos, podría intentarse entenderlas siempre en
el ámbito de las categorías políticas, e incluso justificarlas en la medida en que colaboran
a extirpar cualquier brote orientado hacia la restauración de cualquier tipo de «Estado
dual» (como alguno llama a un Estado en el que existen las SS fascistas o la NKVD
soviéticas). Pero, de hecho, suelen desembocar, de modo más o menos soterrado, en una
auténtica metafísica antropológica que transciende los límites de cualquier terreno político,
envolviéndolo con una concepción tal del hombre y de la historia que, desde ella, la
democracia puede comenzar a aparecer como la verdadera clase del destino del hombre y
de su historia, como la fuente de todos sus valores y como garantía de su «salvación».
La democracia metafísica será entendida, ante todo, como la fuente de la ética, de la
moral, de la sabiduría práctica, de la verdad humana, del sentido de la vida y del fin de la
historia humana. Se hablará de la democracia como si desde ella pudieran ser
comprendidos, controlados, superados, cualquier otro género de impulsos, ritmos,
intereses, que actúan en las sociedades y en la historia humanas. La visión secular que
Hegel atribuyó, en su Fenomenología del espíritu, a la «autoconciencia» como fin y
objetivo de la evolución humana (tantae molis erat se ipsam cognoscere mentem) se
desplazará hacia la democracia: la «autodeterminación» democrática de la humanidad
será el fin de la historia. Kojève y Fukuyama se han atrevido a decirlo públicamente.
Desde una metafísica semejante se comprende bien que muchas personas, al
proclamarse «demócratas», parezcan sentirse «salvadas», «justificadas», «elegidas» –y
no sólo en unas elecciones parlamentarias–. Ser demócrata significará para esas
personas algo similar a lo que significa para los miembros de algunas sectas religiosas
formar parte de su grupo y, a su través, estar tocados de la gracia santificante (algo
similar a lo que les ocurre a muchos de los que confiesan «ser de izquierdas de toda la
vida», sobrentendiéndose salvados antes por su fe que por sus obras). Es cierto que
ningún demócrata (ni aun el más metafísico) podrá considerarse sectario, aunque
experimente sentimientos de exaltación plena similares a los del sectario, porque una
democracia es todo lo contrario de una secta: es, por esencia, pública. Pero también hay
religiones públicas (como el cristianismo) o movimientos políticos públicos (como el
fascismo o el comunismo) cuyos miembros han podido llegar a creer mayoritariamente
que estaban colaborando a traer al mundo al «hombre nuevo» (si es que no creían haberlo
traído ya). Y, en cualquier caso, habrá siempre que analizar hasta qué punto una sociedad
política que basa la «autoconciencia» de su fortaleza en la estructura democrática de sus
instituciones, no está siendo víctima de un espejismo ideológico, porque acaso la fortaleza
del sistema deriva de estructuras materiales que tienen que ver muy poco con la
democracia formal. Por ejemplo, ¿puede asegurarse que la fortaleza de una nación
organizada como democracia coronada se asiente antes en su condición de democrática
(adornada «accidentalmente» por un revestimiento monárquico) que en la propia corona y
en la historia que ella representa? {DCI 33-34}
http://www.ucm.es/info/eurotheo/diccionario/I/index.html
Las muy distintas -y hasta incompatibles- definiciones del término ideología (véase) pueden agruparse en dos categorías básicas. Una hace referencia al
sistema de ideas y valores de cada sujeto social (individuo, grupo, clase...) y a los discursos mediante los que esos sujetos se expresan y construyen como tales. La otra apunta al sistema de ideas y valores de la clase dominante y al discurso destinado a legitimar y mantener dicho dominio, en particular imponiéndose a sí mismo como discurso de la verdad. La opción por una u otra categoría es más política que teórica. La primera, al prestar atención a cada grupo social, destaca la heterogeneidad y se muestra sensible, en particular, a los singulares modos de expresión que, en mayor o menor grado, escapan a las ideas dominantes; pero, al caracterizar cualquier discurso como ideológico y sujeto a intereses particulares, su pretendida neutralidad valorativa tiene como efecto neutralizar la asimetría existente entre aquel discurso capaz de imponerse como único verdadero -pues él define qué sea la realidad y los interes generales- y los restantes discursos que así quedan desvalorizados, marginados o silenciados.
En consecuencia, aquí adoptaremos la segunda acepción del término ideología, pues si bien es cierto que cualquier sujeto tiene -o mejor, como dice Ortega, es tenido por- un sistema de ideas, no lo es menos que no todo sistema de ideas -ni, menos aún, toda forma de pensamiento- se orienta a enmascarar la forma de dominio vigente en cada sociedad o momento histórico. En concreto, consideraremos ideológico a aquel conjunto de ideas y valores -y a los discursos y prácticas que lo sostienen- orientado a: 1) presentar como universal y necesario un estado de cosas particular y arbitrario, haciendo pasar así cierta perspectiva y cierta construcción de la realidad -la que favorece una relación de dominio- por la realidad misma, y 2) borrar las huellas que permitan rastrear ese carácter construido de la realidad, de modo que tal presentación llegue a percibirse como mera y rotunda representación de `las cosas tal y como son', de `los hechos mismos'.
La relación entre ciencia e ideología muestra singulares relieves a la luz de esta formulación fuerte del concepto de ideología. Es precisamente esa pretensión de la ciencia de constituirse en metadiscurso verdadero por encima de las ideologías, saberes y opiniones particulares la que la constituye como ideología dominante. Es su eficacia en presentar lo particular y construido como universal y necesario (leyes científicas, fórmulas matemáticas, deducciones lógicas) la que oculta su función ideológica. Y es precisamente el éxito logrado por las estrategias del discurso científico para enmascarar su carácter de discurso, su virtud para hacer olvidar los dispositivos lingüísticos que pone en juego para construir esa realidad que así se presenta como mero des-cubrimiento, su capacidad de persudirnos de que no estamos siendo persuadidos, es precisamente esa mentira verdadera de la ciencia la que hace de ella la forma más potente de ideología en nuestros días: la ideología científica.
Las nociones clásicas de ideología oponen ésta, por un lado, a realidad (véase) y, por otro, a ciencia (véase). Suponen que la realidad es una, está ahí dada -independientemente de los discursos y las ideas sobre ella- y que existe un discurso transparente, capaz de describirla y dar razón de ella: la ciencia. Lo ideológico se caracteriza entonces en términos de no-correspondencia, de inadecuación en la representación lingüística de la realidad, sea (en las caracterizaciones de herencia marxiana) por engaño y enmascaramiento -consciente o inconsciente, inducido o asumido-, o bien (en las conceptualizaciones de estirpe weberiana) a causa de las distorsiones propias de cada perspectiva particular. Ciencia e ideología se oponen así como la verdad a la mentira, la realidad a la ficción, la razón a la irracionalidad o a la superstición, la luz a las tinieblas. En la obviedad de estas oposiciones está precisamente su fuerza ideológica. "La llamada a una naturaleza, ciencia y razón desinteresadas, como opuestas a la religión, la tradición y la autoridad política, sencillamente enmascaran los intereses del poder a los que estas nobles nociones sirven en secreto" (Eagleton, 1991). Efectivamente, el carácter socialmente construido de la naturaleza, la consiguiente naturalización de lo social, y los intereses y estrategias que se juegan en esas construcciones han sido puestos en
evidencia por numerosos estudios recientes en Sociología del Conocimiento Científico (véase). El pertinaz rechazo u olvido de estas dimensiones retóricas y políticas de las verdades de la ciencia es lo que hace de ésta -en expresión de Woolgar (1991)- la forma más depurada de la ideología de la representación.
Si bien acaso toda sociedad necesite para instituirse de una ficción colectiva que le aporte fundamento, cohesión y sentido, y si es cierto que esas funciones sólo se cumplen en la medida en que se olvide el carácter ficticio de esa ficción fundacional y venga tal ilusión -relegada ya al inconsciente- a confundirse con la realidad misma, lo que distingue la ficción tecno-científica de cuantos mitos, religiones o ideologías ha conocido la historia es la potencia de los recursos empleados para imponerse a nivel planetario. "De cuantos mitos se han ido dotando las distintas culturas, el de la ciencia es sin duda el más intransigente, el que mayor celo ha puesto en la persecución de cualesquiera otras constelaciones míticas. El fundamentalismo científico es la aportación del imaginario europeo al panorama actual de los integrismos" (E. Lizcano, 1993a). Bajo los sucesivos nombres de progreso, desarrollo y modernización, la ideología de la ciencia ha colonizado y arrasado con una eficacia hasta ahora desconocida las restantes concepciones del mundo y formas de vida. Como profetizó Comte, la religión científica es la que se viene imponiendo efectivamente como nueva religión de la Humanidad.
La tradición de crítica a la ideología científica, es decir, al recurso al prestigio alcanzado por la ciencia para ocultar una estrategia de poder, arranca de la crítica bakuniniana a las pretensiones de cientificidad de los análisis marxianos y de su denuncia del socialismo científico que sobre esa base se aspiraba a -y lograría- fundar. El problema de la teoría elaborada por Marx no está -y ahí estriba la sorprendente posmodernidad del ruso frente a la modernidad ilustrada del alemán- en su falta de cientificidad sino precisamente en su condición de tal. Bakunin, al parangonar el `fetichismo de la mercancía', magistralmente analizado por Marx, con el `fetichismo del Estado', ahora no sólo no analizado sino compartido por el autor de El capital, apunta a la nueva alianza entre el dominio político y el saber científico que caracterizará más tarde tanto a los Estados comunistas como a los modernos Estados tecno-democráticos: "El gobierno de la ciencia y de los hombres de ciencia, aunque se llamen positivistas, discípulos de Augusto Comte, o discípulos de la escuela doctrinaria del comunismo alemán, no puede ser sino impotente, ridículo, inhumano y cruel, opresivo, explotador, malhechor. (...) Si no pueden hacer experiencias sobre el cuerpo de los hombres, no querrán nada mejor que hacerlas sobre el cuerpo social. (...) Los sabios forman ciertamente una casta aparte que ofrece mucha analogía con los sacerdotes. La abstracción científica es su dios, las individualidades vivientes y reales son las víctimas, y ellos son los inmoladores sagrados y patentados" (1990:68-69).
Anticipando en más de medio siglo los análisis de la escuela de Francfort, Dios y el Estado abunda en prevenciones contra la nueva alianza entre la ciencia y el poder en las sociedades modernas y ello en un momento en el que, tanto para marxistas como para positivistas, el conocimiento científico se asumía como el paradigma incuestionado de conocimiento y el criterio ideal para un gobierno racional. Para Bakunin, tan central como la dominación económica, producto del trabajo enajenado, es la dominación intelectual, producto del saber enajenado: "En tanto que forma una región separada, representada especialmente por el cuerpo de los sabios, ese mundo ideal nos amenaza con ocupar, frente al mundo real, el puesto del buen dios, y con reservar a sus representantes patentados el oficio de sacerdotes" (1990:76). La alienación científica viene a sustituir a la alienación religiosa y el grupo social que adopta el nuevo discurso no busca en esa forma de saber separado sino la legitimación de una nueva forma de poder separado a la que aspira o en la que se quiere mantener. Por eso, este autor no opone a la ideología el conocimiento científico -como sí hace Marx- sino el saber popular, una forma de saber que, por ser producto de la experiencia histórica y no de una construcción de despacho o de laboratorio, es patrimonio común y no de una clase ni, menos aún,
de quienes se pretenden sus portavoces ilustrados: "Sin duda sería muy bueno que la ciencia pudiese, desde hoy, iluminar la marcha del pueblo hacia su emancipación. Pero más vale la ausencia de luz que una luz vertida desde afuera. (...) Por otra parte, el pueblo no carecerá absolutamente de luz. No en vano ha recorrido un pueblo una larga carrera histórica (...) El resumen práctico de esas dolorosas experiencias constituye una especie de ciencia tradicional que, bajo ciertas relaciones, equivale muy bien a la ciencia teórica" (1990:77). En esta línea se inscriben, por ejemplo, los actuales estudios sobre conocimiento local o sobre las llamadas etnociencias.
A esta crítica política de la ciencia, Nietzsche añadirá una crítica lingüística, de la que bien pueden considerarse deudores los recientes trabajos de deconstrucción del discurso científico. Tras la muerte de Dios, la verdad ha venido a ocupar su lugar como valor incuestionable. Pero esa verdad está construida por el lenguaje, del cual la ciencia no es sino un caso particular, precisamente aquél que mejor se ha parapetado para resistirse a ser visto como mera construcción lingüística, aquél que con más sagacidad ha hecho olvidar que sus ficciones son tales. "¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal" (1990:125). Lejos de representar el método ideal de conocimiento, en las verdades y teorías científicas lo que se muestra de modo ejemplar es ese desconocimiento, ese olvido y extrañamiento del lenguaje respecto de sí mismo, esa congelación en imágenes petrificadas del torbellino de extrapolaciones, intereses, metáforas y metonimias que están en el origen de cada concepto y teoría científica. "Toda la regularidad de las órbitas de los astros y de los procesos químicos, regularidad que tanto respeto nos infunde, coincide en el fondo con aquellas propiedades que nosotros introducimos en las cosas" (1990:32). La física es política, la interpretación de la naturaleza en términos de regularidad no tiene más objeto que reforzar `los instintos democráticos del alma moderna' que clama: "¡En todas partes, igualdad ante la ley, la naturaleza no se encuentra en este punto en condiciones distintas ni mejores que nosotros!" (1972:44). (Poco importa, a efectos de la función ideológica de la ciencia, que el paradigma newtoniano reflejase -y, al naturalizarla, la reforzase- una aspiración política al control, el orden y la predicción, mientras que otros paradigmas más actuales (como el relativista, el cuántico o el del caos: E. Lizcano, 1990) reflejen -y se usen para reforzar- intenciones críticas o disolventes. También aquí la ciencia viene a cumplir un papel ideológico, tanto en lo que sus modelos expresan de una cierta concepción del sujeto, del objeto y de las relaciones de poder, como en la importación de las metáforas (modelos, teorías) científicas, no en lo que tienen de poéticas (literalmente, creadoras de realidad) sino en lo que tienen de prestigiosas como lenguaje de autoridad).
El problema epistemológico se debe ver, desde Nietzsche, como un problema antropológico y político: la cuestión no es saber por qué es verdadera la ciencia sino por qué se cree que es verdadera y a qué interes sirve esa creencia. Wittgenstein extiende esa sospecha más allá de las ciencias que tratan de la realidad para llevarla hasta al lenguaje mismo de la ciencia: el lenguaje matemático. La consistencia de la aritmética es una consistencia política, la que presta una fe compartida en un discurso de la verdad al que se concede un poder tranquilizador sobre la colectividad: "¡¿Qué clase de seguridad es ésta que se basa en que nuestros bancos, en general, nunca llegarán a verse acosados de hecho por todos sus clientes a la vez; y que, sin embargo, se produciría la bancarrota si ello sucediera?! (...) Quiero decir: si se descubriese ahora realmente una contradicción en la aritmética; bueno, eso sólo demostraría que una aritmética con una contradicción tal puede rendir muy buenos servicios; y sería mejor nuestro
concepto de seguridad necesaria que decir que no se trataba aún propiamente de auténtica aritmética" (1987:339).
Wittgenstein pone el dedo en la llaga al señalar el componente ideológico no sólo en la ciencia sino en la matemática misma. Efectivamente, es ya un lugar común el denunciar los usos ideológicos de la ciencia, como si hubiera una ciencia pura que pudiera aplicarse de un modo neutral o de otro interesado. Ya es menos común, aunque cada vez está más extendida, la consideración de las componentes ideológicas que inciden en la construcción de los conceptos y teorías científicas: la compulsión latente por el orden, la regularidad y la voluntad de poder; la proyección sobre la naturaleza de ciertos modos de relación social, que así `se descubren' después como naturales; las relaciones de poder que se ponen en juego a la hora de decidir sobre la cientificidad o no de una teoría o de una hipótesis, etc. Pero las matemáticas (véase pensamiento formal (sociología del)) -se argumenta en última instancia- no hablan de la realidad sino de sí mismas, por lo que no están contaminadas por lo real ni, por tanto, por interes sociales o políticos.
Pues bien, tal consideración de las matemáticas como discurso puro, separado y autofundamentado es ya de por sí ideológica. Al reunir todos los requisitos que Mary Dougals observa en el discurso sagrado, esa concepción viene a fundamentar las modernas retóricas de la verdad que permiten admitir diversas religiones, diversas morales, incluso diversas teorías científicas en competencia, pero no diversas matemáticas. Tras la quiebra posmoderna de todos los discursos, sólo el matemático goza del prestigio de mantenerse inquebrantable, único, universal, expresión de la necesidad misma. Pero ésas eran precisamente las notas que definían el discurso ideológico: aquél que presenta como universal y necesario lo que no es sino parcial y arbitrario. Bastaría un vistazo a la historia de las matemáticas para observar cuántas verdades matemáticas han ido dejando de serlo con el cambio de sensibilidad de cada época o con el uso que se quisiera hacer de ellas y para advertir, inversamente, cuántos cálculos imposibles se han canonizado más tarde con sólo redefinir su campo de operaciones. Pero no suele ser ése el ánimo con el que están escritas ni son leídas estas historias (si es que las lee alguien que no sea matemático). La distancia que separa, por ejemplo, a las matemáticas china y griega clásicas es del tamaño de la que hay entre sus concepciones del arte, sus visiones del mundo o sus respectivas lenguas vernáculas (E. Lizcano, 1993b). Sin embargo, cuando el presidente del gobierno de turno acalla hoy a sus oponentes -y, más aún, cuando éstos se convencen así de lo infundado de sus propias razones- con un: "todo eso está muy bien, ¡pero al final 2 y 2 son 4!"; o cuando la investigación más deleznable es recibida con aplausos por la academia con sólo incorporar un volumen conveniente de cálculos matemáticos, es porque el lenguaje matemático funciona como discurso de la verdad suprema, como discurso ideológico por excelencia.
La ideología mátemática no se sustenta, sin embargo, sólo en la fe que en ella se deposita, sino que se manifiesta en el contenido mismo de los conceptos, operaciones, teorías y modos de demostración matemáticos. Ortega (1979) y Szabó (1965), por ejemplo, han mostrado cómo la matemática aristotélico-euclidea -y, desde ahí, todo lo que hoy se entiende por matemática- se construye al hilo de las necesidades y prejuicios del ciudadano griego de la época y, en particular, reproduciendo -y reforzando- los procedimientos retóricos usuales en la naciente democracia, que no tienen otro objeto que el de imponer los intereses propios al reducir al silencio al adversario. El procedimiento de prueba por reducción al absurdo, por ejemplo, sin el que buena parte de la matemática actual resulta insostenible, reproduce un método de discusión habitual en la polis ateniense mediante el cual, dando por un momento la razón al antagonista, éste es llevado a conclusiones que entran en contradicción con las creencias compartidas por la colectividad (los postulados) y, en consecuencia, obligado a desdecirse. Y es también en el momento mismo del nacimiento de las matemáticas occidentales donde puede observarse aquel segundo rasgo que caracteriza la actividad
ideológica: el enmascaramiento del rastro que pudiera conducir a percibir las señales de lo concreto y arbitrario en lo que se quiere imponer como universal y necesario. Szabó (1960) observa una decidida voluntad de ocultamiento en el tránsito, ya anterior a Euclides, desde una matemática empírico-ilustrativa hacia otra más abstracta donde el papel de la visualización no se manifieste tan abiertamente y la verdad enunciada en el teorema aparezca rotunda y súbitamente, habiendo escamoteado el proceso de su construcción efectiva en la demostración.
Un último ejemplo, si cabe más ilustrativo. Cuando Cassirer decide incorporar la reflexión antropológica sobre el número a su enciclopédica Filosofía de las formas simbólicas, hace repertorio de una colección de aritméticas que bien pudieran decirse inconmensurables: series numéricas finitas, otras series numéricas que son distintas según el verbo que se utiliza para contar o según cuáles sean los objetos que se cuenten, números colectivos no desagregables en unidades (como ocurre con nuestros números transfinitos)... Su análisis del número en ciertas lenguas malayo-polinesias (semejante -según investigaciones posteriores- al número que se aloja en la lengua yoruba entre las poblaciones del Níger) es especialmente significativo, tanto por lo que dice de aquellas tribus como por lo que muestra de la que hemos llamado ideología matemática. En estas lenguas no se opone un singular no marcado (`hombre'), elemental y natural, a un plural marcado (`hombre-s', compuesto y `abstracto'=abstraído). El término no marcado es un singular colectivo: `hombre' es aquellos hombres concretos a quienes se ha visto y a quienes se conoce. Diferentes sufijos marcarán después -pero sólo después- este singular colectivo para individualizarlo o generalizarlo. Una hipótesis sugerente, y bien plausible, es que el referente empírico de tal singular colectivo es la colectividad, el grupo social elemental y concreto: la unidad social elemental se dice en la unidad gramatical elemental y en la unidad aritmética elemental. Pero Cassirer, con ojo ilustrado, no ve ahí capacidad para la concreción sino incapacidad para la abstracción: los pueblos malayo-polinesios no saben aún abstraer ni el concepto `individuo' (un hombre) ni el concepto genérico (`hombres'= el hombre = la Humanidad). La conclusión no es, por tanto, que nos encontremos ante diferentes aritméticas -hipótesis impensable para el creyente en la Aritmética - sino ante `larvas', embriones, de `el número en sí'. Un número puro, intemporal, que Cassirer define como "pura serie de unidades homogéneas y equivalentes, indiscernibles entre sí, sumables, cuya significación universal es fundamento de una legalidad igualmente universal". Ahora bien, ese número, ¿no es también un número histórico y social? ¿No aparece en un momento histórico bien concreto? ¿No es el mismo momento histórico que identifica la legalidad mecánica (átomos también homogéneos y equivalentes) con la legalidad universal? ¿No es el mismo momento histórico que también identifica la legalidad de las nacientes Naciones-Estado con la legalidad universal? ¿No es también entonces cuando se construye el concepto democrático de sociedad como "conjunto de unidades homogéneas y equivalentes, sumables e indiscernibles entre sí"? ¿No son esas unidades el correlato aritmético de un individuo que, sólo así concebido, puede ser objeto de censos, sujeto de votaciones y susceptible de tratamiento estadístico exactamente igual que lo son las moléculas de un gas en la termodinámica que se desarrolla justo en esos momentos? ¿Podría entonces decirse que la aritmética de Cassirer, que es la nuestra, no es sino otra aritmética - ¿aritmética burguesa? - tan social como la aritmética yoruba o la aritmética mágica neopitagórica? Y la identificación de esa aritmética particular con "el concepto puro de número en sí" ¿no sería entonces una operación típicamente ideológica?
BIBLIOGRAFIA
Archipiélago, "El cuento de la ciencia", nº 20, 1995. ANDRESKI, S. (1972), Las ciencias sociales como forma de brujería, Taurus, Madrid.
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