el último tañer de las campanas - marco coronado ...2012
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Cuento: El último tañer de las campanas… 2012
1 CONGLOMERADO CULTURAL:
"PROMOVIENDO LA INTEGRACIÓN DE CREADORES"
* Marcos Coronado Terrones. (Cajamarca, 1987) Licenciado en Educación, especialidad de Ciencias Histórico Sociales y Filosofía, por la Universidad Nacional “Pedro Ruiz Gallo” de Lambayeque, done ha sido asistente de cátedra en cursos de “Filosofía Latinoamericana y Peruana”. Obtuvo el Primer Puesto en los Juegos Florales de la Facultad de Ciencias Histórico Sociales y Educación en el año 2009, género Cuento. Publicó el libro de cuentos El último tañer de las campanas (Ediciones MACOTEX -2010). Ha asistido a diversos talleres de creación poética y seminarios de literatura, filosofía e historia. Tiene libros inéditos como: Cuentos del Alklopuy (narrativa), Campos Estacionarios (poesía).
Cuento: EL ÚLTIMO TAÑER DE LAS CAMPANAS
(cuento) Por: Marcos M. Coronado
Gimen las campanas, a intervalos, como dispuestas a negar su melodía.
El reloj de la iglesia central marca las seis llamando a misa; hora en que los
feligreses, en grupos van entrando. A unos escasos metros, se inclinan y
realizan una reverencia según el sentir de su corazón o simplemente imitando
al resto. Dando un aire misterioso, bajo los pies de los santos, velas
lacrimosas se alegran al contacto con el aliento de los religiosos. Todos
entran como pisando sobre algodones cuidando de hacer el menor ruido
posible y se ubican uniformemente en las bancas, excepto un infante que
Cuento: El último tañer de las campanas… 2012
2 CONGLOMERADO CULTURAL:
"PROMOVIENDO LA INTEGRACIÓN DE CREADORES"
llama la atención saltando de una banca a otra. Muchos lo maldicen con la
mirada mientras un hombre calvo y regordete, al final de esta caverna
decorada e iluminada, deja volar su voz imponente repetida por los muros,
lienzos y multicolores cristales. “Hermanos míos”dice empezando su discurso.
Durante el sermón, la concurrencia entristecida recorre lo más profundo de su
alma guiada por el ministro de Dios. Al instante, el más fuerte y lleno en
espíritu, empieza a sollozar contagiando a sus hermanos. Casi al finalizar la
misa, dos canastitas recorren de mano en mano deteniéndose para tomar
impulso midiendo la voluntad de los hombres.
Ya en el exterior, los feligreses echan pie al camino de regreso. Algunos
se despiden compungidos, tal como entraron a la casa del nazareno; otros,
marchan livianos habiendo expiado hasta el último pecado, poniendo por
testigos a los propios santos. Entre los escalones que conducen a la acera, un
hombrecito encorvado y miserable sale a su encuentro extendiéndoles la
mano.
─Una caridad padrecito… madrecita. Gorjea su boca.
Adopta esa posición triste y vergonzosa esperando la mano amiga que
tarda, mas el hombrecito insiste y de repente lleva su mano adiestrada a la
alforja raída que colgaba de su hombro cumpliendo su propósito. Hoy, parece
sonreírle la suerte ya que una misericordiosa beata le ofreció una bolsita que
el mendigo guardó con disimulo.
Cuando la iglesia hubo cerrado sus murallas, se dispone a cruzar la
calzada sorteando el peligro, dirigiéndose sin titubeos a la banquilla más
próxima ─por no decir la de siempre─ ya que cuando el camina emite un
radio de dos a tres metros que nadie pisa. Siendo ante su existencia una señal
de deshonra laureada por el tiempo; razón por la cual encuentra a menudo
las bancas desocupadas. Allí está masticando un pan caído en la mísera
alforja acompañándolo con majestuosos tragos extraídos del manantial de
sus desgracias, limpiándose, luego, la barba plateada y sucia con el
antebrazo a modo de servilleta. Gira la cabeza casi centenaria dejando ver
bajo los cabellos metafísicos y alborotados dos ojitos vidriosos que recorren el
parque alumbrado por antorchas eléctricas simulando al día. Cerca de él, una
palmera agita sus brazos y, bajo la sombra que proyecta, una pareja de
enamorados dan a sus cuerpos jóvenes la venia para amarse sin perjuicios.
Más allá, casi al extremo norte donde una nube corta su vista, un hombre es
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despojado de sus bienes. Los gritos a nadie conmueven, están como
hipnotizados, inmersos en el mundo de las palabras. Todo intento de aquel
hombre cae en estatua dormida. Por fin, un miembro del orden un tanto
escéptico corre tras los malhechores dando disparos al aire. Estas escenas de
la tragedia de la vida ya no son extrañas a los ojos del anciano.
Inesperadamente, un par de miradas se posan sobre su existencia
rompiéndola barrera que lo protege. De inmediato, coge la chonta, su instinto
es rápido ya que su lógica le dicta que si alguien se acerca es para agredirle o
raramente para imitara al buen samaritano:
─Hola señor, se escuchó dulcemente.
El mendigo contesta el saludo con un leve movimiento de cabeza y su
sonrisa desdibujada. Luego, coloca entre sus rodillas el cayado, sintiéndose
tranquilo, mientras devora la última miga, que se esconde entre sus dedos
nudosos. Con la mirada fija, perdida en otra dimensión, parece ya no
escuchar a los niños. Está como petrificado, buscando en su memoria algún
recuerdo agradable. Mas a cada instante se topa con la vileza de las ofensas
recibidas durante años que van mutilándole el corazón y, con él, sus más
nobles sentimientos.
─¿Señor, nos sentamos aquí?, parece escucharse.
Hasta ese entonces, los niños habían estado como centinelas
observándolo y, como acto seguido, el mayor de unos cuatro años se acomodó
en la banca imitado por una pequeñita. Ambos se encontraban muy lejos de
intimidarse por el aspecto del desdichado mendigo ya que sus corazones
jóvenes no distinguen los sentimientos de odio y desprecio entre los humanos.
Pero de la banca más cercana, los progenitores cuidaban con recelo cada
minúsculo movimiento del viejo vagabundo, como se habrían dicho para sí, es
que esa cabellera enmarañada confundida con las barbas, no les inspiraba
confianza. Con aversión hacia el anciano, el padre decide alejar a los niños.
Ello produce miradas tristes que, de vez en cuando, encontraban a los del
mendigo que había vuelto del ensueño. El padre, horrorizado, coge al mayor
por los cabellos, lo sacude y se alejan de la presencia del pordiosero como
poseídos por un viento maligno.
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La noche avanza a paso seguro y las campanas volvieron a gemir un
sonido de ultratumba. Entonces, el anciano se hecha a caminar encorvado
como buscando el camino que lo llevará de regreso. Parece que sobre la cerviz
llevara todas las penas del mundo. Despacio, avanza entre los transeúntes. Se
le ve más cansado que de costumbre; sin embargo, se muestra inmune ante
quienes ensayan darle muerte con un fluido mucoso y blanquecino dirigido a
cualquier parte de su cuerpo. Sólo cuando le hubo caído sobre los pies
descalzos, sintió la quemazón producida por las llamas del mismo infierno. El
desprecio era incomparable contra el anciano. Estas calles parecíanle el
camino hacia le calvario, por sus facciones decaídas no cabe duda de que esta
recordando aquel acontecimiento triste y trágico. Cuando divisó que la gente
se congregaba en una de las tantas reuniones sociales, tuvo el atrevimiento
de extender su mano pedigüeña fruto de su desgracia. La desafortunada fue
vista por un grupo de jóvenes con talante de intelectuales que conversaban
algo en secreto, de pronto dos hombres robustos vestidos de negro lo sacaron
a rastras hasta media calzada donde le propinaron fuertes puntapiés
dejándole casi inconsciente. En ese momento, se escuchó toda suerte de
diagnósticos del conglomerado: “…parece que no respira”, “¡Dios santo esta
muerto!”; sin embargo el más devastador fue el comentario de uno de los
jóvenes intelectuales: “… se resiste a dejar la vida, dijo, el aún respira pero a
quien le importa, es un pobre vagabundo… no merece nuestra pena”. Y se
alejó abriéndose camino y, momentos mas tarde, todos lo habían
abandonado. Ese comentario parecía la síntesis del pensamiento citadino,
convirtiendo así al desdichado en una maldición para su propia raza.
El anciano, con la misma pesadez amohinada, se detiene frente a una
casa en escombros, lugar que ha convertido en su morada, empuja una reja
enmohecida y se desliza por encima de pedazos de concreto que intentan
detenerlo. Llega hasta una especie de callejón empedrado que deja ver la
escasa luz de la calle, el anciano apoyado en la chonta, se dirige a una
habitación que se mantiene en pie. El ambiente es húmedo y despide un olor
pestilente lleno de inmundicia. Una camada de roedores, al notar su
presencia, huyen despavoridos. A escasos metros del umbral, la silueta del
anciano se pierde en un rincón donde se duermen las sombras más densas. Al
cabo de unos minutos, se escuchan gritos ahogados, también el sonido de la
chonta al besar el aire. Al poco rato, el mendigo abandona la vieja casa
colonial si más que su sola existencia. Donde antes primaba la calma, en esos
momentos cobraba vida la lucha del más fuerte; y, el desdichado Arturo era
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despojado de su trono, a dormir nuevamente en el lugar de todos y de nadie:
las calles, nodriza de los desposeídos y desdichados.
Era evidente, su presencia no se advertía en ningún lugar como si tantos
años hubiese sido inventado por algún orate. Había transcurrido dos largas
semanas y, desde entonces, su rostro había cambiado más por tristeza que
por la miseria y los años juntos; esas últimas noches había llorado
desconsoladamente, tanto que sus lágrimas, convertidas en escarcha,
congelaban el cuerpo del anciano logrando despertarlo del sueño profundo.
Escuchó, entonces, los cantos del zorzal, del canario, y todo el concierto
sinfónico matutino que brindan esos seres alejados de las grandes ciudades y
apareció un cielo descotado. En el horizonte se levantaba un crepúsculo
incaico y milenario. Volvieron con él los recuerdos de antaño, cuando vivía
alegre con los suyos allá en su lejana serranía donde su existencia no era tan
triste ni se le observaba por las calles arrastrando la miseria, vagando de
ciudad en ciudad a manera de trotamundos, con las vestiduras que le dejan
ver su piel cobriza azotado por los veranos de la indigencia. Recuerda, quizás,
cuando se llevaba unas cuantas hojas de coca a esa cavidad verdusca y
rumiaba extrayendo su delicia. Incluso solía decir: “hoy será buen día”,
cuando le sabia dulce o “va a pasar una desgracia”, cuando le amargaba
hasta los intestinos. Era una suerte de agorero para sus compañeros pero
nunca fue para sí mismo. Cómo vaticinar que una disputa con su compadre
asesorado por un yanqui conduciríale a los brazos de la pobreza, negándole
su tierra y con ella su vida. El sol iba calentándole su miserable cuerpecito,
sacándole del entumecimiento. El vigor del que en tiempos atrás hacía gala se
había disipado como la niebla tras los primeros rayos solares, y es que los
años puestos a recaudo del tiempo hacen mella en el lomo más duro.
Ahora, el anciano, un poco resuelto, se sienta sobre un maguey caído a
orillas de un barranco. Se puede apreciar cómo el aire acaricia sus mejillas y
juega con su cabellera húmeda. Parece ser un rayo de esperanza para su
desdicha. Sin embargo, nadie sabe cuánto más durará su desgracia. Quizás se
volvió eterna con las maldiciones de los hombres o al quitar un real de las
ofrendas fue condenado a cargar su cruz sobre el sendero de este mundo. Y
cuando fue llamado a comparecer ante le tribunal de su existencia hubo
manifestado que su vida no era digna de un ser humano. Levantándose,
caminó firme hacia la cima del precipicio y, bajo la roca que intentaba
desprenderse, las aguas espumeantes parecían llamarlo. ¡Su ser entró en
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conflicto! Miró la rivera opuesta, clavando al instante la esperanza, donde el
triste tañer de las campanas no sabría jamás de su existencia.
Marco Coronado pertenece al Grupo Literario Signos de Chiclayo
Junto al narrador Marco Coronado
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Enlaces Culturales: 1) Web de Literatura Lambayecana
https://sites.google.com/site/literaturalambayecanarovich/ 2) Blogs:
http://literaturaenlambayeque.blogspot.com/
http://conglomeradoculturalenlambayeque.blogspot.com
http://www.hacedorendemoniado.blogspot.com/
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3) Teléfonos: 0051-74-978863151 (Telefónica Movistar). / 0051-74-773923 (Telefónica Movistar) / 0051-74-950906326
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