Ética, ciencia, antropología hilario...
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CIENCIA, ANTROPOLOGÍA, CULTURA Y ÉTICA: UNA VUELTA DE
TUERCA1
Hilario Topete Lara
(ENAH-INAH)
Antes de que otra cosa ocurra, permítaseme agradecer a los
organizadores la invitación que me hizo para participar en este
extrañísimo encuentro.
Debo decir una vez más que mi capacidad de asombro no ha llegado
a su límite. Espero que nunca lo haga... sería terrible perder al niño
que llevo dentro y que me permite no tan sólo asombrarme, sino
jugar, ser flexible, estar abierto, esperar siempre algo más, imaginar
algo más.
1 Este ensayo es producto presentado a un congreso de Atlántides (jóvenes antropólogos, arqueólogos e historiadores interesados en la generaación de una episteme para estudios metaterrestres. A mí se me solicitó una conferencia magistral en la que plasmara mi postura epistemológica ante las ideas de un grupo como ellos. El resultado (texto), como no fue publicado en memorias ni en libro, se dispone íntegro, tal y como fue leído en su momento. N. del A. (Apostilla hecha en 2012 al documento original)
1
Se me pidió que participara en la mesa de antropología y ética. El
tema que se me sugirió era demasiado vago y amplio. Cualquier cosa
podría caber, así que me sentí con la libertad para acotar y orientar.
Gracias por no ponerle grilletes a mi locura y voy a tratar de jugar a la
metáfora más hermosa en torno de la ciencia y de la ley, de la verdad
científica ineluctable en particular: la del escopetazo. Voy a aclarar
esto:
Hace muchos años, y me refiero a los ochentas, cuando iniciaba
mis estudios de antropología social, yo compartía un cubículo con un
físico de la UNAM, un apasionado lector de Tolkien, quien se burlaba
de mí cada vez que yo le hablaba de roles, statuses, mito, estructura,
cognados, etc. Él me decía que todo lo mío era sólo especulación, que
las únicas ciencias que producían verdades eran las ciencias duras,
como la física; por supuesto, fue el primero que me habló de la teoría
del caos y de sus posibles aplicaciones en las ciencias sociales.
Increíblemente, por él me aproximé a la aplicación que de la segunda
ley de la termodinámica hiciera en antropología Richard Newbold
Adams. Pues bien, una vez, cuando llegábamos en las discusiones en
torno de la verdad y de la ley, me refirió la metáfora del escopetazo:
- Imagina –me decía- que te encuentras en una playa de un
lago, que tienes permiso para cazar con una escopeta, que
pasa una parvada de gansos y tú levantas tu escopeta y
¡Pum! Un disparo y salen por la boca del cañón de tu
escopeta cientos de perdigones. Los perdigones se disponen
en una especie de formación cónica y es esperable que
aquellos gansos que queden dentro de ese embudo, podrían
recibir algún impacto de perdigones. Pues así es la ley
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científica. La ley científica no es todo el cono sino el centro del
mismo, mismo que no existe. Si lo viéremos como un simple
ángulo, hablaríamos de la mediatriz, pero esta mediatriz
tampoco existiría. Pues bien, es probable que a los gansos
que se encuentran en las inmediaciones de ese vector les
toquen perdigonazos, pero al que quede en el mismo, sería
imposible no dárselo. Ese es el asunto con las leyes y con la
verdad.
Yo simplemente agregué:
- Entonces es una cuestión de probabilidades.
- No -me dijo- es ineluctabilidad.
- Pero aún las grandes verdades de una ciencia dura como lo
es la física se han tambaleado...
- No se trataba de verdades.
- Entonces, ¿Cómo saber cuándo se trata de verdades?
- Esa es una buena pregunta –agregó- [y hoy sé que bien
podría argumentarme que las leyes y las verdades no son
observaciones y que los experimentos son muchas veces
imprecisos (sobre esto insistiré adelante)].
Veinte años más tarde, un biólogo puso en mis manos un material de
Feynman, premio Nobel en 1965 por sus estudios en electrodinámica
cuántica. Feynman escribió:
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Toda ley científica, todo principio científico, todo enunciado de los resultados de una observación es una especie de resumen que deja fuera detalles, porque nada puede ser establecido de forma exacta... El juego consiste en formular una regla específica y después ver si pasará la criba.
La insinuación de un acto de imaginación parece asomar la nariz, pero
parece ser que quienes no están familiarizados con el mundillo de los
investigadores, piensan que entre los científicos o estudiosos de
cualquier disciplina, no hay creatividad, no hay imaginación. Craso
error, y voy a adelantar algo en forma de pregunta: ¿Acaso creemos –
y dije “creemos”- que es conocimiento científico la enunciación de lo
que, en nuestras parcelas, el etnólogo, el historiador, el antropólogo
hacen de lo que sucedió ayer? Cualquier etnógrafo nos diría que eso
es simple etnografía, dato etnográfico o histórico y ya; que las leyes no
son homologables a las observaciones; que un detalle, una anécdota,
aunque como expresión fenoménica contenga elementos esenciales o
los enmascare en su expresión, pero se vincule necesariamente con
ella, repito, un detalle no se puede extrapolar; no se puede probar con
uno o dos sucesos. Cualquier físico o biólogo o químico, por citar a
especialistas en ciencias “duras”, cualquiera de ellos, repito, nos diría
que el verdadero conocimiento es el que nos permite decir lo que
sucederá mañana si se hace algo. Quizá esto resulte siempre muy
arriesgado por cuanto podría estar envuelto en una gran
incertidumbre.
Hay un dicho muy mexicano que dice: “El que no arriesga no
gana”... aunque tampoco pierde. Pero el asunto es que en ciencia o en
cualquier disciplina, el que arriesga siempre gana... a menos que sea
4
deshonesto. Voy a ilustrar con un ejemplo muy trillado: cuando a
Demócrito le dio por pulverizar cosas hasta perder de vista las
partículas que iba logrando, se dio cuenta que había llegado al punto
tal que, ante la imposibilidad de verlas a simple vista, decidió que eran
indivisibles y, sin esperarse a que llegasen los microscopios
electrónicos, inventó el átomo. Había acertado... y sin embargo, los
aceleradores de partículas demostraron que los propios átomos,
descubiertos en siglos posteriores a Demócrito, no eran tan indivisibles
como éste y ulteriores físicos lo suponían.
Voy a ilustrar con otro ejemplo: Claude Levi-Strauss había
afirmado que la verdadera, la única verdadera regla universalmente
válida para todas las culturas era la prohibición del incesto, el espacio
donde lo natural y lo cultural encuentran uno de los primigenios e
inevitables encuentros, el espacio donde se supone se transita de la
natura a la cultura. Roberto Varela argumentaría, décadas más tarde,
abonando a favor del francés: Los primos cruzados son hijos de
hermanos de diferente sexo (hermano y hermana); los paralelos, hijos
de hermanos del mismo sexo (hermano y hermano, hermana y
hermana). Ahora bien, ¿por qué se permite el matrimonio entre primos
cruzados y se prohíbe entre paralelos? Obviamente no existe ninguna
razón biológico-genética, ecológica, económica, política o de
contenido cultural diferente. Si se observa con atención caerá uno en
la cuenta que los primos cruzados pertenecen a dos grupos de
descendencia mientras los paralelos son del mismo grupo. Aquí entra
la mente humana haciendo separaciones que no existen en la
naturaleza y después cerrando la separación mediante el don sintético
más valioso de una sociedad: intercambio de mujeres. ¿De dónde
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proviene esta idea? Primero: de que la cultura sólo es posible allí
donde hay sociedad y la sociedad sólo es posible allí donde hay
intercambios matrimoniales y restricciones incestuales por ende. Esto
es socioantropológicamente cierto bajo la perspectiva estructuralista. Y
en efecto, la conjetura que podemos hacer de esto es que sólo existió
la vía del incesto. Esto es excitante porque nos aproxima mucho a las
certezas casi religiosas y nos proporcionan seguridad, pero, ¿el
intercambio implica matrimonios o la fuerza del intercambio existía
antes de la norma de prohibición? O, ¿Antes del intercambio no había
sociedad?, o ¿Acaso ocurre que no sabemos suficientemente sobre
nuestro sexo y nuestra sexualidad? o ¿la norma sobre la restricción
(incesto) y del intercambio fue resultado de la imposición (pensada) de
una estrategia de supervivencia de la especie o mása que de la
especie, de la sociedad, de las alianzas que la hacen posible? Sé muy
bien que con esto me meto en camisa de once varas porque estoy
casi atentando contra uno de los pilares más fuertes de la antropología
social, pero podría argüir en mi defensa que creo que ya es tiempo de
pisar en el solar propio y en el ajeno para mirar un poco más amplio.
¿A dónde voy con esto? A que no hay nada de malo en ofrecer una
afirmación con grado alguno de incertidumbre; lo grave está en decir
nada en absoluto: Eso sí es grave, muy grave.
Esto me recuerda que, como docente, cuando solicito ensayos a
mis estudiantes siempre les exijo creatividad en sus trabajos. Un
ensayo simplemente propone nuevas interrogantes, propone nuevas
alternativas, propone posibilidades dentro de la lógica y con lógica,
dentro de lo posible y, además, que se suponga dentro de lo probable,
montado sobre la imaginación, un buen acervo de datos empíricos y
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casos. Un ensayo puede ser refutado en la observación, en el
experimento, pero su riqueza no radica exclusivamente en el triunfo
sino en la proposición misma. Un docente decente debería saberlo y
conferir todo el valor al ejercicio ensayístico del estudiante, pero lo que
ocurre en realidad es que casi siempre se califica y se cualifica la
sumisión del educando al discurso teórico o a las tesis del docente.
Los docentes, como los científicos, deberían estar acostumbrados a
tratar con la imaginación, la creatividad, la duda y la incertidumbre. Si
hay problemas aún no resueltos, lo peor que podemos hacer es cerrar
la puerta con un dogma, con un tabú.
Los investigadores deberíamos vivir con la permanente certeza
de la posibilidad de que no tengamos toda –incluso parcialmente- la
razón y de que estamos equivocados. La conquista del derecho al
error aún tiene mucho camino por recorrer. Sobre una idea como esta
es posible pensar que la ciencia no avanza demostrando lo
demostrado, sino al ritmo de la ideación de nuevas cosas qué poner a
prueba, creando nuevos conocimientos. Y, a propósito de la
incertidumbre, habría que reconocer que el conocimiento científico es
un conjunto de enunciados con grados de certeza asimétricos: algunos
menos, otros más, pero ninguno con una certeza absoluta. Para eso
está Dios... Y como dijo el viejo Karamazov: “si Dios no existe, todo
está permitido”. Además, si no tenemos certeza, la actitud más sana
es aquella que sostiene, parafraseando a Descartes, “Dudo, luego
existo”. ¿Nos hemos puesto a pensar en el enorme potencial que se
desarrollaría entre los educandos si se les inculcara la libertad para
dudar como un valor? ¿Si se les educara en la libertad para proponer,
para crear, para imaginar, para pensar? He aquí dos tesoros
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indispensables en cualquier ciencia: duda y libertad. Sumemos a ello
la conquista del error porque si en términos absolutos carecemos de
certezas, debemos pensar que para resolver cualquier problema que
no haya sido resuelto que no haya sido resuelto nunca antes, tenemos
que dejar la puerta con algún grado de abertura a lo desconocido; si
no, cómo poder entrar en contacto con esa dimensión. Tenemos que
admitir la posibilidad de no tener toda la razón; en caso contrario, si no
tomamos la decisión ante un problema, un hecho, una idea, será
imposible avanzar. Pero cuidado, hay un límite que referiremos en el
apartado de ciencia y ética.
Ergo: no hay que temerle a la duda, al error, a la imaginación, a
la libertad para proponer, para crear. Todo esto debería ser un
paquete de valores en ciencia. He aquí un asunto de ética... y no de
esa que nos enseñaron en la secundaria, sino de otra que posee
algunos otros muy extraños.
ACERCA DE OVNI’S Y CIENCIA (O DISCIPLINA)
Quiero hacer otra confesión: Cuando leí el temario del presente evento
y el mismo me sugirió que una de las preocupaciones centrales era el
código ético con el cual habría que entrar en contacto con otras
culturas, las transplanetarias... y digo que otras porque éstas, de
alguna manera, son un poco nuestras en tanto somos los navegantes
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de una misma Arca de Noé en la mar inmensa del sistema solar y de
la Vía Láctea y son, en cierta forma un nosotros en tanto seres
humanos, en tanto seres vivos; digo que cuando vi aquello sonreí.
Sonreí porque me recordó que cuando empezó mi vida como lector
asiduo, con esa intensidad que nos lleva por primera vez en la vida a
leer más de diez libros en un año por propia voluntad, cuando empezó
esa etapa de mi vida, repito, leí toda la obra de Benavides,
principiando por las Dramáticas profecías de la gran pirámide incitado
por el contenido de una revista que leía de “pe a pa” quincena a
quincena, la revista Duda dirigida por Guillermo Mendizábal.
Relato tras relato, enigma tras enigma, cada vez más me alejaba
de las dudas acerca de OVNI’s para entrar al terreno de las certezas.
Pero curiosamente, no porque la revista planteara conocimientos
científicos indubitables, contundentes, sino por la forma del relato y las
imágenes. Pese a todo, siempre había una rendija por la cual el autor
evitaba arrastrar de pleno, inmisericordemente, al lector: la pregunta:
la pregunta intermedia, la pregunta final que dejaba todo en el terreno
de la Duda, como el nombre de la revista. Siempre la pregunta daba la
posibilidad de escape y colocaba a la revista como una revista no
científica en la que se podían incrustar fragmentos de ciencia. Era una
intrigante, atractiva revista. Una revista de la cual aprendí algo:
preguntar, tener siempre una pregunta. Aprendí otra cosa: a dudar;
aprendí algo más: a buscar (aunque fuera con estrategias peatonales,
sin herramientas para la indagación que la intuición y la palabra).
El tema de los OVNI’s me acompaño por muchos años... hasta
llegar al E. T. de Steven Spielberg. Hice un alto al ver esta película y,
creo, fue la penúltima vez que le dediqué algo de tiempo al tema. La
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última fue cuando empecé a escribir esto. Voy a compartir con ustedes
algunas de las ideas de entonces, mezcladas con algunas de las de
ahora:
Primero. Recordé que los programas de Pedro Ferrís (padre) y
Jaime Mausán estaban, como la revista, plagados de testimonios
confusos: luces naranjas por allí, bolas azules por allá, nubes que
desaparecen, líneas blancuzcas más acá, cosas delgadas, oblongas,
cilíndricas acullá, esferas con luces titilantes aquende, vapores que
surgen de la nada allende... y hombrecillos humanoides saliendo de
entre haces de luces del interior de un flamante platillo volador. Hoy
día me pregunto si con todo ello podríamos construir un dato, un solo
dato con información unívoca o con pretensiones de serlo. No tengo la
respuesta.
Segundo. La vida, como seguramente nos resulta evidente
cuando volteamos a nuestro alrededor, tiene una cantidad
impresionante de formas posibles (y repito: posibles). Solo la que
existe entre las especies es muy parecida entre sí: no nos parecemos,
los homos, mamíferos, en la forma, a una bacteria, a un vegetal, a un
funjiforme o a un pez (aunque nos una el diseño de una célula, de una
proteína, de una molécula, de un átomo). Creo que somos muy
diferentes, a pesar que estamos fuertemente enlazados en la
evolución y, repito, navegamos en la misma barca; por lo tanto, viene
muy bien al caso preguntarnos: ¿En qué cabeza cabe la replicación de
nuestra forma de vida con la de otros posibles (y reitero: posibles)
seres? ¿Acaso la nuestra forma es la única forma de vida inteligente y
albergable en una forma corporal como la nuestra? Dicho de otra
forma, ¿Acaso la vida inteligente sólo es posible en un animal bípedo,
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antropomorfo y humanoidemente degradado? ¿No es, ese género de
representaciones, de ideaciones una forma de colonizar la imagen, de
colonizar a quienes sólo intuimos como posibles, pero que nada
sabemos acerca de su probabilidad de existencia? ¿No sería, en este
probable caso, que, víctimas de una cierta atmósfera colonizadora
todo esto es simplemente una estrategia más de una soberbia
colonizadora más? ¿Acaso hemos cuantificado la probabilidad de
existencia de vida y de vida como la nuestra y de inteligencia en vida
como la nuestra? Porque en resumidas cuentas de lo que se trata no
es de que sostengamos y que discutamos la posibilidad, sino la
probabilidad, de la misma forma en que no se trata de saber si es
posible que los indicios estelares sean platillos voladores y tripulados
por seres inteligentes. De lo que se trata en ciencia es de dar cuenta
de lo que ocurre. En este terreno, los físicos, los biólogos, los
químicos, todos ellos tienen cierta ventaja.
Tercero. Recuerdo que cuando se iniciaban las especulaciones
en torno de los OVNI’s tripulados por seres inteligentes, los
extraterrestres –se decía- provenían de Venus; más tarde, de Marte
(bueno, hasta se les hizo un sabroso cha cha chá porque ya habían
llegado bailando ricachá) y mi hijo los llamó, por alguna razón,
uranitas. ¿Por qué tanta incertidumbre? A momentos creo que lo
posible en la medida que el experimento, el registro de la observación,
la evidencia de la radio y la fotografía y otras estrategias técnicas y
tecnológicas, lo posible, repito, se hacía menos probable. Luego
expulsamos a los visitantes fuera de nuestro sistema planetario y más
tarde, de nuestra galaxia. Es decir, no hay la suficiente
experimentación precisa (ni las observaciones, ni los testimonios lo
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son); tampoco hay la suficiente constancia y el fenómeno observado
tampoco tiene las mismas características. Esto reduce lo probable,
reduce el ámbito de acción investigativa en torno de lo que está
sucediendo, y no en torno de lo que es probable que suceda. Aquí voy
a citar un caso a guisa de ejemplo: Hace unos meses, cuando
Ratzinger fue ascendido por entre en cuerpo de cardenales al sitial de
Papa, este nuevo Papa tuvo una peregrina idea: elevar a Juan Pablo II
al grado de Beato y de allí hasta el estrellato de la canonización para
convertirlo en santo. De inmediato surgió, en tierras norteñas
mexicanas, “una prueba”. Es el caso de un niño con cáncer que al ser
tocado por Juan Pablo II eliminó, curó al pequeño, se dice. Esto suena
bien. Seguramente se trata de un caso sinigual. Se trata realmente de
un niño que tenia cáncer y luego ya no lo tuvo. Los médicos pueden
certificarlo. Lo que no podrán –ni podrían en su momento- certificar es
que el contacto de las manos de Juan Pablo II fuese la causa directa
de la atenuación o desaparición del cáncer del pequeño. Yo podría
decir ante el caso que es posible que se trate de un milagro (tampoco
nadie puede refutar esta afirmación), pero de lo que se trata de
asegurar que es posible que se trate de un milagro. En ciencia de lo
que se trata es de que sea o no probable que fuera un milagro lo que
ocurrió. Se trataría de demostrar que las manos de Juan Pablo II
tuvieron o no que ver algo con la desaparición del cáncer del niño.
Será imposible saberlo, pero si la imposición de manos hubiese
realizado el milagro, por qué tenemos una probabilidad de uno entre
millones de casos... digo porque Juan Pablo acarició con sus manos
miles de enfermos, o ¿acaso podrá aducirse que tocó a ese niño de
una manera especial, que los padres y el niño tenían fe en que con
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sus plegarias y tocamientos sería posible una cura? En casos así no
podría demostrarse nada porque para que ocurriese algo similar
deberían acopiarse las mismas pruebas, los mismos actores, las
mismas circunstancias y, nuevamente, la probabilidad se reduciría a
uno sobre “n”. Lo mismo podría aducir en relación con los OVNI’s y los
extraterrestres.
Sin embargo, decía, quiero no dejar de ser niño y mantenerme,
en cierta forma, en tanto ser humano, dentro de la idea de lo posible y
declarar que si realmente fue un milagro, las probabilidades harán que
permanezca como milagro, me guste o no me guste.
ÉTICA Y CIENCIA
Con frecuencia mis estudiantes de técnicas etnográficas me interrogan
acerca de la forma de comportamiento que deben observar o con la
cual se deben conducir cuando están en campo. Mis respuestas son
cautelosas, muy cautelosas. Evito en lo posible marcar pautas
específicas de comportamiento y más bien trato de estimular su
imaginación su sensibilidad, la parte más humana, la parte más
“nosótrica” ante los otros, que es otra “nosótrica”. No tengo línea, no
hay línea. No hay códigos rígidos. Nos manejamos entre la
incertidumbre y la sorpresa, entre el desacierto personal y la casi
siempre tolerancia de los otros y con honestidad hacia ellos.
Vagamente utilizo una expresión que no es mía, sino de Jesús
Galindo: se trata de afinar el sentido, de afinar constante,
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permanentemente el sentido. Se trata de no olvidar que trabajamos,
invariable, inevitablemente, con seres humanos.
Nuestro trabajo con los otros es angustiante, a tentaleos, a
ensayo y error, aunque cuando la investigación se dirige al terreno
cuantitativo, creemos, tenemos la ilusión de que nos aproximamos a
una mayor cientificidad, a una mayor rigurosidad del análisis. Esto es
cierto en un sentido, pero puede ser falso. El asunto está en la
selección de las muestras, tanto como en las entrevistas a
profundidad, el meollo está en la selección de informantes y en la
experticia del entrevistador, el diseño del cuestionario y la unicidad de
todo esto con un problema de investigación y una teoría. Esto es un
asunto más complicado, pero no profundizaré más en ello porque voy
a agregar algo en torno de las muestras y la ficción de la corrección.
Tengo un hijo que estudia psicología. Un sector de los
psicólogos, al parecer, están obsesionados con la estadística. Su plan
de estudios abunda en matemáticas y matemáticas orientadas a la
estadística. La probabilidad de uno sobre veinte obsesiona a algunos y
en aras de ella suelen cometer algunos pecadillos. Voy a ilustrarlo con
algo muy próximo a nuestra realidad. Supongamos que quiero saber
cuántas personas han leído a Humberto Eco; propongo un número de
cien como muestra azarosa y voy a los salones de lingüística, a los de
antropología social y etnología. Todo el procedimiento está viciado y
nada de lo que obtenga posee confiabilidad alguna: si de cien
encuentro cuarenta, podría extrapolar y decir que el cuarenta por
ciento de la población lee a Eco; o precisar y decir que el cuarenta por
ciento de la población de la ENAH2 lee a Eco o que cuatro de cada
2 Escuela Nacional de Antropología e Historia.
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diez estudiantes de esas disciplinas leen a Eco. Todo esto es tan
desconfiable como la información obtenida alrededor de una fogata, de
un informante pagado, y al vapor de los alcoholes “para ablandarle su
voluntad y soltarle la lengua”. La selección de muestras es una de las
claves en todo esto; algo similar nos pasa con los informantes y las
observaciones. Y al recordar esto me viene a la mente un fenómeno
curioso que he observado en TV: La fiebre por las encuestas
telefónicas. En realidad no se trata de encuestas: tienen una pregunta,
no un problema de investigación; no prueban nada porque no hay
hipótesis, ni correlación de variables alguna; por último, no hay diseño
de muestras, ni control del proceso. Se trata en el mejor de todos los
casos, de un sondeo, de un opinómetro demasiado insultante a la
inteligencia del televidente; se trata de un fedatariómetro light que
pone a prueba nuestras neuronas y a nuestro sistema límbico... por
aquello de las emociones, del estómago para aguantarlos mientras se
burlan de nuestra ingenuidad, si saben lo que están haciendo y son lo
bastante inteligentes como para hacerlo intencionalmente. Sin
embargo, a veces creo que no lo saben, ni lo piensan... entonces
estamos enfrente de la estupidez encarnada en un comunicador con
pretensiones peatonales de sociólogo o estadístico. Y no referiré a las
pseudoencuestas que aparecen en esas revistas especializadas para
amas de casa o yuppies, por citar algunas porque muchas de ellas,
como a veces creo que ocurre con las pseudoencuestas de la TV, son
inventadas de “pe a pa”. O, ¿alguno de nosotros ha sido encuestado
alguna vez?
Pero ¿Por qué esta digresión? Porque, decía -al terminar el
apartado primero- que no hay muchas probabilidades de escapar a la
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incertidumbre. Muchas teorías, muchas tipologías, muchos modelos se
han ido por el caño; ergo, ¿Qué nos queda entre las manos? Cuando
mis alumnos de técnicas etnográficas llegan a este callejón sin salida,
sólo he tenido una palabra: “Honestidad”, conocimiento honesto. Uno
puede equivocarse, sí, pero no debería ser deshonesto, ni con la
gente que le informa, ni con el cadáver, ni con el tiesto, ni con el
documento-fuente; honestidad con el dato. Y lo señalo reiteradamente
porque con frecuencia, al revisar los avances de tesis, el trabajo de
gabinete, he encontrado más de una vez a estudiantes que, al no
tener el dato preciso, el que termina de componer un rompecabezas o
resuelve una pregunta, con frecuencia miente, se inventa el dato, el
puente entre datos que debería ser simplemente un dato más… o
elude de la responsabilidad de ir tras él (no aplico este comentario a
quienes lo ignoran).
Creo que no todos los investigadores somos honestos. Esto es
terrible, pero más lo es porque los demás creen que sí lo somos. No lo
somos porque suponemos que los demás suponen que lo que
decimos es verdad, cuando podríamos ser más humildes y reconocer
que, al menos en antropología y etnología, lo que producimos es
conocimiento, no verdades. Casi nunca lo aclaramos a los demás.
Pero somos deshonestos también en otro plano: no aclaramos todo
aquello que es inherente a la situación que planteamos. No nos
hacemos responsables de ello como no nos hacemos responsables de
todo lo que decimos y/o hacemos. Voy a ilustrar: Si en el laboratorio
creo un nuevo gas cuya dispersión en la atmósfera hogareña atenúa
las neurosis y sé que ese gas destruye las neuronas digamos, en un
mediano plazo, una década o dos, como inventor y estudioso debo
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poner al alcance de la mano de cualquier persona con tres o más
dedos de frente toda la información para que decida, elija, use una
pequeña dosis de libertad al adquirir mi gas y/o utilizarlo. De igual
manera uno debería tener el derecho y la obligación de comunicar
todos los ases bajo la manga en torno de un nuevo modelo, una nueva
tipología, un nuevo descubrimiento, un nuevo conocimiento, una
nueva tecnología, una nueva técnica, etc. Es curioso que a nadie se le
incorpora en el código ético esta faceta: la de la comunicación y la de
la comunicación honesta.
El problema de los valores morales, de la ética, pues, está muy
alejado de nuestras disciplinas. Es algo que debemos lamentar y
subsanar. Pero paradójicamente el problema no tiene solución en la
ciencia, sino en la religión y en la filosofía. No voy a referir a la primera
porque mi ignorancia es muy grande en materia religiosa; tampoco voy
a vanagloriarme de poder navegar en la segunda pero es mi
obligación aventurarme, de crear una idea al menos. Veamos
entonces qué pasa con la
CULTURA Y LA ÉTICA
Voy a partir de una noción muy peatonal de la antropología, la que
refiere a la cultura como objeto de estudio de la antropología. Esto
siempre entraña otro problema que es definir la cultura y voy a viajar
por la tangente para tomar una de sus acepciones: la que refiere al
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modo humano de hacer, de habitar, de vivir, de reproducirse, de
poseer y utilizar la inteligencia, de convivir, de ser sí mismo...
dejémoslo en “el modo humano” para evitar complicaciones. Y escojo
“el modo humano” porque al concebirlo así y al entender al hombre
como condenado a su libertad, a pensar su libertad, a buscar su
libertad, a vivir su libertad o a defender su libertad -todo ello- tanto
como a su dignidad. Es imposible separar libertad de dignidad. Como
se habrá inferido, no soy tan buen etnólogo como quisiera ser pero
sueño con ser antropólogo y no quiero partir de la noción del otro, sino
de un nosotros que nos permite ser nos, ser otros y poseer cierta
mismidad. En efecto, en cualquier trabajo de investigación que
emprendo, mi punto de partida es que ese otro con el cual voy a entrar
–o ya entré- en contacto, es un ser humano, como yo, un elemento del
equipo “nosotros”, y que cualquier cosa que le ocurra y lo que ocurra
entre nosotros, es mi responsabilidad (Si algún malintencionado ya
leyó entre líneas al Sartre que llevo dentro, está muy próximo a
entenderme). Nada del otro puede serme ajeno porque sería tanto
como sentir ajenidad propia y todos nosotros sabemos lo angustiante
que suele ser eso.
Pues bien, todo “modo humano”, es decir, toda cultura, posee
implicaciones éticas en tanto todas y cada una de las culturas tienen
valores y formas culturales:
a) porque los grupos humanos, todos, poseen valores y formas
culturales asumidos por ellos, creados por ellos, vividos por
ellos, aceptados por ellos, modificados por ellos, gozados por
ellos, sufridos por ellos, soportados por ellos. Esto, de
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cualquier forma que se mire, implica una relación con la
libertad y la libertad con la ética.
b) Porque los valores y formas culturales son expresión,
objetivación y concreción de esa misma libertad y de dan a
ésta tanto inspiración espiritual como cuerpo institucional.
c) Porque los valores y formas culturales condicionan, encauzan,
orientan y predisponen para obrar según los propios sistemas
normativos del grupo institucionalizados fuerte o débilmente,
pero incrustados en roles, en estatuses, en sistemas de
relaciones, ceremoniales, etc.
Sólo la jurisprudencia occidental, romana o anglosajona pudo pasar
por alto estos pequeños detalles que ha costado décadas de trabajo a
la antropología jurídica desvelar y colocar en un plano evidente. Pero
voy a seguir con eso de la universalidad porque es un tema muy a
modo para lo que pretendo, aunque por cuestiones de tiempo sea
necesario saltarme algunas premisas; como va a ocurrir, ofrezco
disculpas por los vacíos que me ayudarán a completar aunque espero
sintetizarlos en la exposición. Vale.
Cada uno de los valores a que aludía, llámense estos belleza,
bien, verdad, sentido, justicia, etc., en tanto humanos, son universales
en tanto que lo humano no tiene parcelas ni geopolítica que lo
circunscriba; lo que tiene es simplemente diseño cultural. Lo humano
no se detiene en las playas o en las montañas, ni es exclusivo en la
sabana o el desierto; pero, decía, sí hay variedad de modos (sí hay
culturas, pues). Si existen variedades de modos, entonces es posible
hablar de “culturas”, en un universo que involucra a todos los modos y
sería la cultura, o algo que podríamos llamar “lo humano universal” lo
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que en sí, a la vez que homogeniza, diversifica. En efecto, la identidad
y la universalidad de lo humano, en tanto abstracciones, categorías
formales, sólo poseen existencia concreta, histórica en las sociedades
y culturas particulares y no ni sobre ellas, ni desligadas de ellas. De
allí, que como expresara la dialéctica materialista, cada cultura
expresa y abarca la totalidad de lo humano y de su cultura, pero nunca
lo logra de manera total, absoluta (ni homogénea); para expresarlo,
necesita de las otras, de todas las demás. He aquí una idea
importante para una ética antropológica: la cultura, para existir,
requiere la comunicación de todas las culturas. Ninguna sobra. Nadie
puede determinarlo. Ninguna puede ser subsumida en su genuinidad y
cualquier acto de violencia, de alineación contra las demás culturas, es
un atentado a la cultura de nosotros, los humanos, es un atentado
contra nosotros mismos. Ningún evolucionista o neoevolucionista
negaría que la variabilidad es una estrategia de supervivencia de la
especie; no soy neoevolucionista, pero compartiría con ellos una
extrapolación: la diversidad de las culturas concretas fortalece la
identidad y la universalidad de lo humano.
Con base en lo anterior es posible comprender el respeto a la
autenticidad cultural como norma ética en cualquier circunstancia de
encuentro entre culturas. De ahí la justificación del repudio a los
transplantes alienantes de elementos exógenos que carcomen, que
destruyen la identidad propia de una cultura. Y aclaro: no es que haya
sugerido la inamovilidad cultural, el estatismo de las culturas, el
aislamiento de las sociedades en aras de una pureza cultural; lejos de
mí tal idea. De lo que se trata es de no impedir la autogestión y la
autonomía y la libre manifestación, desarrollo y configuración genuina
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y desde dentro del propio núcleo de sentido y ethos, que es lo más
profundo y permanente de cada cultura.
Como no quedó claro, seguramente, voy a perifrasear o mejor
sea dicho, voy a redundar: no se trata, como hemos venido repitiendo
en las aulas, del mero respeto recíproco entre los pueblos y las
culturas. Eso, al parecer, se ha cumplido aunque mínimamente.
Tampoco se trata de garantizar la utilidad mutua por un perverso e
inequitativo juego de reciprocidades. Más bien se trata de lo anterior y
de una eutopía conjugada con las dos premisas anteriores: una
socialidad intrínseca de la libertad de hombres y comunidades que se
abren a la comunión de esas libertades sin mezquindades, sin
pretensiones ventajosas, en franca generosidad y gratuidad. Esto,
desde lo etnorregional hasta el orden internacional. Se trata de un
proceso distinto al que proponen los agoreros de los derechos
universales del hombre y de los ciudadanos que tratan de colocar al
individuo de frente, de pecho, sin escudos y solitarios, ante el Estado...
y un hombre ni es una sociedad, ni es una cultura, ni es una
comunidad, la forma y estrategia más primigenia de la existencia de la
sociedad y de la matriz cultural. Lo demás, si lo pensamos, es
enmascaramiento de intereses bastardos a los que el poder no es
nada ajeno.
Por supuesto, he hablado sólo de lo humano. Es posible que
haya más cultura y sociedades interplanetarias, pero no sé nada de
cierto, ni tengo evidencias. Es muy probable, entonces que por el
momento tengamos que limitarnos a lo específicamente humano y que
ante tales probabilidades en contrario podamos elevarlo, con todas las
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reservas -las dudas del caso- y, hasta el momento, al rango de
universal.
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