fontana colombia
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10: La guerra fría en América Latina (1954-1989)
La fase inicial de la guerra fría
Acabada la Segunda guerra mundial los Estados Unido s
ayudaron económicamente a Europa con el fin de evit ar una
catástrofe social que podían haber capitalizado los partidos
comunistas locales. Pero no iban a hacer lo mismo e n América
Latina. En la Novena Conferencia Interamericana Panamericana ,
celebrada en Bogotá en 1948, en los mismos días del “bogotazo”
provocado por el asesinato del político populista J orge Eliécer
Gaitán, se creó la Organización de los Estados Amer icanos (OEA)
como organismo de coordinación política (gracias al cual, decía
el salvadoreño Roque Dalton, “el presidente de los Estados
Unidos es más presidente de mi país que el presiden te de mi
país”). Pero ante los planteamientos de carácter ec onómico de
los participantes en la conferencia, preocupados po r aumentar
las inversiones en sus países, el secretario de Est ado
norteamericano, George Marshall, dijo que la capaci dad de su
gobierno para la ayuda exterior era limitada, de mo do que el
capital que los países latinoamericanos necesitaban debía
proceder de fuentes privadas.
En 1948, a diferencia de lo que ocurría en Europa, el
comunismo “no era seriamente peligroso” en América Latina, según
opinaba el departamento de Estado. Pasados los años de la
Segunda guerra mundial, en que los comunistas latin oamericanos
habían colaborado al esfuerzo colectivo, con la ilu sión de
participar después en una vida política más democrá tica, los
gobernantes norteamericanos se habían ocupado de el iminar
cualquier riesgo, consiguiendo que se prohibieran l os partidos
comunistas de Chile y de Brasil, se marginase a la Confederación
de trabajadores de América Latina (CTAL) y de que, en general,
los líderes comunistas fueran expulsados de los sin dicatos.
Lo malo fue que una combinación de su ignorancia ac erca de
las realidades de América Latina 1 y de su paranoia
anticomunista les llevó a desconfiar de cualquier m uestra de
1 En 1982 Reagan regresó de un viaje a América Centra l diciéndoles a los periodistas: “He aprendido mucho. Os sorprender ía, pero resulta que todo aquello son países distintos”.
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política reformista en unos momentos, de 1944 a 194 6, en que se
registraba una sucesión de movimientos democratizad ores que
hubieran podido contribuir a cambiar el panorama po lítico de un
continente en que los años de la depresión habían f avorecido la
aparición de gobiernos autoritarios.
La primera amenaza “comunista” (en la percepción
norteamericana) que se combatió fue la de Guatemala , resuelta
con cierta facilidad, como ya hemos explicado. Pero la
consecuencia de esta estúpida actuación contra los gobiernos
reformistas fue la de desviar la lucha de las nueva s
generaciones hacia líneas de actuación más extremis tas,
convencidos de que los caminos para conseguir la im plantación de
los cambios sociales necesarios pasaba necesariamen te por el
enfrentamiento contra la alianza de los Estados Uni dos con las
fuerzas inmovilistas de cada país.
En Cuba la revuelta de Castro, que se había iniciad o en
1953 con el fallido asalto al cuartel de Moncada, c omenzó a
consolidarse en 1957 en la guerrilla de Sierra Maes tra. De
momento Castro les preocupaba poco a los norteameri canos, que se
limitaban a ayudar a Batista. A comienzos de 1955, en un viaje a
Cuba, donde sus amigos de la mafia tenían grandes i ntereses,
Nixon elogió al dictador cubano como un hombre que compartía los
ideales democráticos norteamericanos y estaba “preo cupado por el
progreso social”. Negándose a aceptar los proyectos reformistas
de Castro, Eisenhower y Kennedy le lanzaron en braz os de la
Unión Soviética.
Pero es que los dirigentes norteamericanos estaban
asustados por los cambios que percibían en su “pati o de atrás”.
Cuando Eisenhower envió a su vicepresidente a hacer un viaje por
América del Sur, Nixon descubrió que las cosas eran mucho más
complejas de lo que pensaban. Por primera vez se en contró con
recepciones hostiles de estudiantes, en Lima y sobr e todo en
Caracas, de donde tuvo literalmente que salir huyen do. De
regreso a Washington se mostró convencido de que lo s comunistas
eran los organizadores de estas protestas. No dejab a de entender
que la pobreza era un gran problema para América La tina, pero
pensaba que no había nada que hacer, puesto que aun que los
regímenes existentes favorecían la continuidad de l as
desigualdades, no podía haber otros, porque estos p aíses no
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estaban preparados para la democracia.
Los métodos para mantener el orden eran muy distint os. En
el ámbito, más cercano, de América Central y del Ca ribe los
norteamericanos podían seguir utilizando los viejos métodos de
intervención directa. En la República dominicana, p or ejemplo,
habían echado del poder en 1963, con el apoyo de lo s empresarios
y los militares locales, a Juan Bosch, a quien cons ideraban
demasiado izquierdista. Pero cuando dos años más ta rde se
produjo un movimiento para volverlo a la presidenci a, Johnson,
alegando “que era inminente que se apoderasen de la república
elementos dominados por los comunistas”, intervino militarmente
para evitarlo y abrir el camino del poder, en 1966, a Joaquín
Balaguer, que inició ocho años de persecuciones y d e terror,
protagonizados por “la Banda”, un grupo de desertor es de los
partidos de izquierda y de asesinos a sueldo, que f ueron
responsables de buena parte de las cuatro mil vícti mas del
terrorismo de estos años. Un artículo de John N. Pl ank en
Foreign Affairs había justificado previamente la legitimidad de
la intervención con este despectivo juicio sobre el país: “La
República Dominicana (…) ha tenido una triste carre ra como
estado independiente. Miserablemente pobre, polític a y
socialmente primitiva, sin nada que la distinga en el terreno
intelectual y cultural, ha sido un desecho arrastra do por las
grandes mareas de los siglos diecinueve y veinte: u n objeto y no
un sujeto en la escena internacional”.
Pero tras el fracaso de la operación contra la Cuba
castrista de 1961, que demostró que era inviable re petir el
fácil éxito alcanzado en Guatemala contra Arbenz, s e optó por
establecer alianzas permanentes con los militares d e estos
países, a los que se les proporcionaban armas y apo yo. Se
organizaron cursos para latinoamericanos en las esc uelas
militares del norte y, sobre todo, en la asentada e n la zona del
canal de Panamá, conocida como “School of the Ameri cas” (que se
trasladó después a Georgia y cambió su nombre por e l de
“Instituto para la cooperación en la defensa del he misferio
occidental”, WHISC), en que se formaban jefes milit ares y de
policía para los países del sur. De esta escuela sa lieron, entre
otros, el general Galtieri, jefe de la junta argent ina; Manuel
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Callejas, que dirigía los servicios de información de Guatemala;
Roberto d’Aubuisson, jefe de las escuadras de la mu erte de El
Salvador y más de cien de los 246 oficiales colombi anos
denunciados en 1993 por crímenes de guerra. Diecisi ete de los
veinte asesinos que en 1989 mataron a un grupo de j esuitas
españoles en El Salvador habían sido entrenados en la “School
of the Americas”. En estas escuelas se preparaban, además, los
cuerpos especiales que se usarían para actuar contr a las
guerrillas.
Era el fin de la vieja tradición de intervenciones
directas que había celebrado en 1935 el general de marines
Smedley Butler, que había obtenido por tres veces l a medalla de
honor del Congreso, quien confesaba que durante tre inta y tres
años había sido un hombre de Wall Street y de los b anqueros, “un
pandillero del capitalismo” que contribuyó a “purif icar”
Nicaragua y a hacer que México fuese seguro para lo s intereses
petroleros norteamericanos: -“Ayudé a la violación de media
docena de repúblicas de Centro América en beneficio de Wall
Street”, afirmaba, por lo que fue recompensado con honores,
medallas y promociones. Podría dar, concluía, lecci ones a Al
Capone, puesto que aquél se limitó a actuar en tres distritos de
una ciudad, mientras “los marines actuaron en tres continentes”.
Las guerras de América Central
Las consecuencias de este programa de actuación res ultaron
patentes en América Central. En Guatemala, después de la muerte
de Castillo Armas, asesinado en 1957, se sucedieron gobiernos de
predominio militar, brutales y corruptos, en medio de protestas
populares y de la formación, a partir de 1962, de l as primeras
guerrillas de inspiración castrista, que el ejércit o dominó
fácilmente. El gobierno de los Estados Unidos comen zó entonces a
dar ayuda específica para las actuaciones de contra insurgencia,
a la vez que contribuía a crear grupos paramilitare s que podían
enfrentarse a la guerrilla sin ninguna limitación e n sus formas
de actuar.
El auge de las exportaciones agrarias guatemaltecas condujo
a una serie de acciones destinadas a arrebatar la t ierra a los
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campesinos, que dieron lugar a un movimiento de res istencia
indígena y a una nueva guerrilla esencialmente camp esina con
organizaciones como el “Ejército guerrillero de los pobres”. En
1978 se inició una oleada de torturas y asesinatos por parte del
gobierno, con el fin de liquidar el sindicalismo ur bano,
mientras en 1981 el ejército iniciaba en el medio r ural una
campaña de masacres e incendios, con una política d e tierra
quemada que provocó una auténtica guerra popular. E stas campañas
de exterminio, nos dice Greg Grandin, estaban movid as a un
tiempo “por el celo anticomunista y el odio racial” hacia los
mayas. “Las matanzas –añade- eran brutales hasta un extremo
inimaginable. Los soldados asesinaban a los niños e strellándolos
contra las rocas ante la mirada de sus padres. Extr aían órganos
y fetos, amputaban los genitales o las extremidades , cometían
violaciones en masa y quemaban algunas víctimas viv as”.
En 1982 un nuevo golpe militar llevó al poder a Río s Montt,
quien derogó la constitución y reforzó la contrains urgencia.
Reagan se vio con él en Honduras en diciembre de 19 82 y les dijo
a los periodistas que lo acompañaban que Ríos Montt era “un
hombre de una gran integridad personal...totalmente dedicado a
la democracia”, a quien las organizaciones de defen sa de los
derechos humanos atacaban porque combatía a guerril las
izquierdistas.
Al día siguiente de estas declaraciones de Reagan, ”uno de
los pelotones de élite de Guatemala entró en un pob lado de la
selva llamado Las Dos Erres y mató a 162 de sus hab itantes, 67
de ellos niños”. Los soldados estrellaban las cabez as de los
niños contra la pared y decapitaban a los adultos c on sus
machetes. Violaron después a una selección de mujer es y
jovencitas que habían reservado para el final, las echaron a la
fuente “y la llenaron de basura, enterrando vivas a unas pocas
desdichadas”.
Un gobierno de democracia cristiana salido de las
elecciones de 1986 entró en negociaciones en Madrid con la Unión
Revolucionaria Nacional Guatemalteca, pero la oposi ción de los
beneficiarios de la dictadura dificultó el proceso y las
masacres del ejército siguieron hasta que se firmó la paz con la
guerrilla en 1995.
Las investigaciones de una comisión de la verdad
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patrocinada por las Naciones Unidas han revelado qu e en los 34
años de conflicto armado hubo en Guatemala 161.500 asesinatos y
40.000 desaparecidos (un 93 por ciento de los casos investigados
son atribuibles a los militares y sólo un 3 por cie nto a los
insurgentes), con un total de 658 masacres document adas y la
evidencia de que en 1981-1983 el estado llevó a cab o una
política deliberada de genocidio contra la població n maya. El
informe Guatemala nunca más se presentó en la catedral de
Guatemala el 24 de abril de 1998; dos días más tard e el director
del proyecto, el obispo auxiliar Juan Gerardi, un h ombre de
setenta y cinco años de edad, fue asesinado a golpe s en su
garaje por tres militares.
Al cabo de más de diez años de “paz” Guatemala sigu e siendo
escenario de muertes violentas, con un ejército que , impune por
los crímenes cometidos en el pasado, continua matan do y unos
terratenientes (un 1’5 por ciento de los propietari os poseen el
62’5 por ciento de la tierra) que se niegan a cualq uier reforma.
La policía echa de las fincas con violencias a los campesinos
que se han instalado para cultivarlas e incendia su s casas y sus
cosechas.
El caso de Honduras muestra la naturaleza de la im plicación
norteamericana en la guerra sucia de Centroamérica. Los Estados
Unidos prepararon al personal militar local para re alizar
funciones policíacas, como lo relata el sargento Fl orencio
Caballero, que se entrenó durante seis meses en Tex as en 1983-
1984: "Ahí estuvo un capitán del ejército estadouni dense y
hombres de la CIA(...). Ellos nos enseñaron a nosot ros métodos
psicológicos para estudiar temores y debilidades de un
prisionero. Dejarlo parado, no dejarlo dormir, mant enerlo
desnudo y aislado, poner ratas y cucarachas en sus celdas,
darles mala comida, servirles animales muertos, ech arles agua
fría encima, cambiar de temperatura”. Agentes norte americanos
colaboraban con los militares hondureños en los int errogatorios
y en la eliminación de sospechosos, como en el caso del jesuita
norteamericano James Francis Carney que, en septiem bre de 1983,
“fue llevado a una base de suministros de los contr as
nicaragüenses denominada "El Aguacate", donde fue i nterrogado”
en presencia de personal norteamericano. “Posterior mente fue
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lanzado desde un helicóptero”.
No se limitaron a esto, sin embargo, sino que, com o
reconoció una enmienda del senado de los Estados Un idos de 20 de
septiembre de 1995: “Hay una evidencia considerable de que en
1981 un escuadrón secreto de la muerte del ejército hondureño
fue creado con el conocimiento y la asistencia del gobierno
estadounidense. Se conoció como Batallón 3-26, y du rante los
años ochenta realizó una campaña sistemática de sec uestrar,
torturar y asesinar a supuestos subversivos [se le atribuyen 184
desapariciones]. Estos eran organizadores sindicale s, activistas
de los derechos humanos, periodistas, abogados, est udiantes y
profesores. La mayoría de ellos estaban ligados a a ctividades
que serían legales en cualquier democracia. En aque llos momentos
la Embajada de los Estados Unidos, que tenía amplia razón para
saber de estas actividades, las negó. Aún hoy, ofic iales de los
Estados Unidos que estuvieron allí dicen no saber n ada”.
El presidente Carter quiso hacer de Honduras un ej emplo de
su política de democratización, ofreciendo a los mi litares ayuda
a cambio de elecciones. El resultado fue la elecció n en abril de
1980 de una Asamblea que redactó una constitución s egún la cual
los militares no estaban sometidos a la autoridad d el presidente
de la república, sino a la de su comandante en jefe , el cual
tenía, además, la capacidad de nombrar al ministro de Defensa y
de vetar los nombramientos de otros ministros. De e ste modo se
democratizaron las formas y todo quedó igual. Con R eagan en el
poder y con el embajador Negroponte para codirigir las
operaciones, Honduras se convirtió en pieza clave p ara la guerra
contra los sandinistas de Nicaragua.
Los casos en que la participación de los Estados Un idos
fue más directa y escandalosa fueron los de El Salv ador y
Nicaragua. El paréntesis de la presidencia de Carte r permite
explicar la caída del dictador Somoza, que el 17 de julio de
1979 dejaba Nicaragua y un año después, el 17 de se ptiembre de
1980, era asesinado en Paraguay. Pero Reagan acabó con esta
política de tolerancia, sosteniendo que había una a menaza
comunista contra El Salvador, dirigida por rusos y cubanos y
organizada desde una base soviética que era Nicarag ua, y que
esto significaba una amenaza de que el comunismo se apoderase de
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América central.
Era en tiempos en que la prensa norteamericana prac ticaba
una desinformación sistemática acerca de América Ce ntral.
Pretendía, por ejemplo, que en El Salvador un gobie rno moderado
luchaba contra una guerrilla marxista, cuando el su puesto
gobierno moderado era una camarilla de oligarcas y militares, a
la que los Estados Unidos proporcionaron asesores y subsidios
por un importe de unos seis mil millones de dólares , para
ayudarles en la tarea de realizar unos 75.000 críme nes políticos
(entre ellos el asesinato, el 24 de marzo de 1980, del arzobispo
Óscar A. Romero, que había creado un programa radio fónico de
noticias que analizaba críticamente la realidad). L a oposición,
por su parte, no sólo no era comunista, sino que se componía de
una mezcla heterogénea de campesinos, estudiantes, curas que
creían en “la opción preferencial por los pobres… d el Vaticano
II, Medellín y Puebla” y hombres de negocios de cla se media.
La doble receta de ayuda económica e intervención p olítica
practicada por los norteamericanos ponía el destino de estos
países en manos de los militares. En El Salvador, p or ejemplo,
los norteamericanos enviaban armas para los militar es encargados
de reprimir la guerrilla y alimentos para los campe sinos pobres;
pero eran los militares los que decidían a quién ma taban y a
quién le daban el pan. Y respecto de los campesinos solían
decidir que era mejor matarlos que alimentarlos, lo que los
norteamericanos pensaban que era propio de su cultu ra.
En Nicaragua, después de la caída de Somoza y el tr iunfo
del Frente Sandinista de Liberación Nacional, hered ero de una
larga tradición de lucha revolucionaria, los americ anos pensaron
que la guardia nacional creada por el somocismo pod ía mantener
el control del país. No fue así y con los propios m iembros de la
guardia que huían para escapar a su previsible cast igo se
formaron los primeros grupos de “contras” -la “Legi ón del 15 de
septiembre”-, mientras los exiliados formaban en Mi ami toda una
serie de organizaciones, la más destacada de las cu ales era la
Unión Democrática Nicaragüense, y se comenzaban a o rganizar las
fuerzas de la contra en campamentos de Honduras, do nde el
embajador John Negroponte codirigía el ejército del país en
asociación con su jefe supremo, el general Álvarez. En la lucha
se implicó además a los indios miskitos, a quienes los pastores
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protestantes, que protagonizaban una cruzada antico munista en
América Central, convencieron de que los sandinista s pretendían
“inyectarles el comunismo y hacerles olvidar a Dios ”.
Con Reagan estos grupos de “contras” se convirtiero n en
“luchadores por la libertad” y comenzaron a recibir ayuda. Desde
1981 la CIA organizó los grupos dispersos, reunidos en la Fuerza
Democrática Nicaragüense, y les preparó campos de e ntrenamiento
en la Argentina, bajo la dirección de militares loc ales, a
través de los cuales llegaba la financiación, de ac uerdo con un
plan de operaciones inicial relativamente modesto, de unos
veinte millones de dólares, aprobado por el congres o (cuando los
argentinos se negaron a seguir colaborando, después de que
Reagan les hubiese negado su apoyo en la guerra de las Malvinas,
los campamentos se trasladaron a Honduras).
Mientras tanto la CIA actuaba con su incompetencia
habitual, indignando a la opinión pública internaci onal al minar
las aguas nicaragüenses y provocar accidentes y dañ os humanos en
embarcaciones de diversos países. El resultado fina l fue que el
Congreso se negase a conceder más dinero para la fi nanciación de
la contra y que Reagan, tras obtener algunos recurs os de la
Arabia saudí, se viese obligado a buscarlos con los negocios
sucios de la operación “Irán-contra”, pero también a tolerar que
los hombres de la contra comenzasen a traficar con cocaína,
traída a través de Costa Rica e introducida por Mia mi en el
mercado norteamericano.
El descubrimiento del escándalo Irán-contra acabó c on la
financiación norteamericana de la guerrilla que, im potente,
acabó firmando la paz. Diez años de guerra, con cin cuenta mil
muertos y daños económicos gravísimos, agravados po r el bloqueo
norteamericano, acabaron el 25 de febrero de 1990, cuando las
elecciones dieron el poder en Nicaragua a las fuerz as de
oposición, dirigidas por Violeta Chamorro, y los sa ndinistas
aceptaron su victoria. Aunque su actitud ante la de rrota
política no fuese acompañada por una conducta ejemp lar a escala
personal, dado que una serie de dirigentes sandinis tas se
enriquecieron con los bienes somocistas en lo que s e llamó “la
piñata”.
Los países andinos
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A diferencia de los países de América Central y del Caribe,
sometidos a la injerencia constante de los Estados Unidos, y a
lo sucedido en los del cono sur, los dos grandes pa íses andinos,
Colombia y Venezuela, alcanzaron una cierta estabil idad política
a partir de los años sesenta, en una fórmula basada en la
alternancia pacífica de dos grandes partidos que re presentaban,
más o menos verosímilmente, a la derecha tradiciona l y a una
izquierda liberal, con el apoyo del ejército para m antener a
raya a unos disidentes que, alejados de este juego político
restringido, y perseguidos con saña cuando intentab an protestar,
tenían pocas salidas más que la revuelta. Con ello se evitaba el
riesgo de que la continuidad de dictaduras como las de Rojas
Pinilla en Colombia (1953-1957) o la de Pérez Jimén ez en
Venezuela (1952-1958) pudiera acabar desencadenando una protesta
social incontrolable.
Las soluciones arbitradas en ambos países fueron co etáneas
y tienen rasgos parecidos. En Venezuela fue el Pact o de Punto
Fijo, firmado en octubre de 1958, el que hizo posib le la
alternancia entre el partido de Acción Democrática, presidido
por un Rómulo Betancourt que estaba ya de vuelta de viejas
actitudes izquierdistas, y el Partido Social Cristi ano COPEI,
dirigido por Rafael Caldera, que representaba la de recha
tradicional. En Colombia el acuerdo surgió del pact o de Sitges-
Benidorm, acordado en julio de 1956 entre Laureano Gómez y
Lleras Camargo, que hizo posible el régimen de Fren te Nacional
que durante dieciséis años (1958-1974) aseguró la a lternancia en
el poder de los dos partidos, liberal y conservador .
Con la estabilidad alcanzada, ambos países se convi rtieron
en el modelo de sociedades latinoamericanas con las que los
Estados Unidos aspiraban a colaborar. Kennedy visit ó a
Betancourt, por quien sentía una especial admiració n, y a Lleras
Camargo en diciembre de 1962 e hizo en Bogotá un di scurso en que
reconocía los errores cometidos por los Estados Uni dos en el
pasado y anunciaba su decisión de colaborar con el programa de
Alianza para el progreso a mejorar el bienestar de estos países,
a la vez que pedía a empresarios y terratenientes q ue
reconociesen también sus errores y asumiesen sus
responsabilidades, porque sin una política de refor ma agraria y
11
de reforma fiscal, las esperanzas de progreso podrí an
“consumirse en unos pocos meses de violencia”2.
El diagnóstico era claro, pero la naturaleza misma de los
regímenes políticos de Colombia y Venezuela implica ba su
incapacidad para desarrollar la política de reforma s que hubiera
sido necesaria para cambiar las cosas. Ambos países se
beneficiaron de las ayudas norteamericanas, concebi das como
parte de un programa de “garrote y zanahoria”, en q ue el garrote
era la guerra abierta a Cuba y la zanahoria exigía de sus
beneficiarios la solidaridad con los Estados Unidos contra el
castrismo, y las aprovecharon sobre todo para el fo mento de una
inversión industrial, orientada a la sustitución d e
importaciones. Los tímidos intentos de reforma agra ria, en
cambio, no tuvieron resultados apreciables.
El precio a pagar por estos acuerdos entre las olig arquías
locales era el de dejar sin resolver los graves pro blemas
sociales de fondo, y en especial los que derivaban del desigual
reparto de la propiedad de la tierra, fruto en much os casos de
la apropiación ilegítima de tierras indígenas, y ag ravado por la
forma en que los terratenientes, asociados al ejérc ito y al
poder político, explotaban el trabajo de los campes inos.
En Venezuela Betancourt colaboró con el COPEI y est ableció
un eficaz sistema de patronazgo social, con una ref orma agraria
poco conflictiva y una aproximación a las organizac iones
obreras, que funcionó porque los ingresos por el pe tróleo (en
septiembre de 1960 los venezolanos participaron en la fundación
de la Organización de Países Exportadores de Petról eo)
contribuyeron a mantener la prosperidad económica, e impidieron
que la guerrilla comunista de las Fuerzas Armadas d e Liberación
Nacional cobrara importancia. Hasta que, a fines de los años
ochenta, la bancarrota de unos gobiernos que se hab ían endeudado
insensatamente obligó al presidente Carlos Andrés P érez a
aceptar las duras normas que le imponía el Fondo Mo netario
Internacional, que vinieron a agravar la situación del país, el
2 Pronto se pudo ver que los Estados Unidos no iban a mantener la retórica que asociaba la ayuda a la existencia de r egímenes democráticos. Con Johnson, la llamada “doctrina Man n” precisó que en las relaciones con otros gobiernos los Estados Unid os procederían de
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malestar condujo en 1992 a un golpe populista falli do, dirigido
por el teniente coronel Hugo Chávez, y al triunfo d e éste en las
elecciones de 1998 (una de las medidas más importan tes que
promulgó fue precisamente una “ley de tierras”, que ponía en
práctica una reforma agraria).
En Colombia los problemas eran más complejos: allí el
intento de reforma agraria propiciado por la ley 10 0 de 1936 se
había frustrado, de modo que los terratenientes rec uperaron la
tierra y el poder durante el período de 1946 a 1965 , conocido
como “la violencia”, en el que más de 200.000 perso nas perdieron
la vida. Una situación que no mejoró tampoco la lim itada reforma
agraria de 1961. La respuesta a la incapacidad del estado fue la
aparición de guerrillas. En su origen se trataba de grupos de
autodefensa creados por iniciativa de los propios c ampesinos y
con la participación del Partido comunista, que con siguieron
controlar espacios en que establecían “repúblicas c ampesinas” –
la más conocida, la de Marquetalia-, que vivían al margen del
poder y de las reglas del estado, aunque estuvieran asediadas
por el ejército. Marquetalia pudo ser recuperada en 1964 por el
ejército, auxiliado y asesorado por militares norte americanos, y
ello mismo fue lo que contribuyó a transformar los grupos de
autodefensa en un movimiento guerrillero que en 196 6 adoptó el
nombre de Fuerzas Armadas de la Revolución de Colom bia (FARC),
en buena medida para diferenciarse de las nuevas gu errillas del
Ejército de Liberación Nacional (ELN), de inspiraci ón castrista
-al cual se unió una figura carismática, Camilo Tor res, un
sacerdote, descendiente de una de las grandes famil ias de los
próceres de la independencia colombiana- y del Ejér cito Popular
de Liberación (EPL), de carácter maoísta. Movimient os en que
tenían una participación destacada los estudiantes
universitarios, en contraste con la base fundamenta lmente
campesina de las FARC, que tenían a Manuel Maruland a,
“Tirofijo”, como jefe más representativo.
La incapacidad del ejército para acabar con la guer rilla,
y la imposibilidad de que la guerrilla se hiciese c on el poder,
crearon una extraña coexistencia, en que la guerril la se nutría
de los impuestos que percibía de terratenientes y
acuerdo con sus intereses, prescindiendo de si se t rataba de democracias o dictaduras.
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narcotraficantes, mientras muchos de éstos, ante la impotencia
del ejército, creaban sus propios grupos paramilita res de
defensa (las llamadas Autodefensas Unidas de Colomb ia), a
quienes se tribuyen crímenes atroces (descuartizami ento y
desollamiento de personas vivas, juegos de fútbol c on las
cabezas de sus víctimas, etc.), especializados en l as matanzas
sistemáticas de campesinos, cometidas con la tolera ncia e
incluso la colaboración del ejército.
Muy distintos fueron los casos de Bolivia y Perú, d onde se
produjeron dos movimientos revolucionarios que podí an ser vistos
con tranquilidad desde Washington, porque no parecí an presentar
riesgos de contagio con el comunismo. En Bolivia lo s
enfrentamientos de terratenientes y campesinos indí genas,
asociados en muchos casos a los mineros, tenían com o
justificación no sólo el expolio de la tierra, sino el hecho de
que se mantuviesen abusos como el de las prestacion es forzosas
de trabajo. La Revolución Nacional que inició en 19 52 el MNR
(Movimiento Nacional Revolucionario) de Paz Estenss oro, llevó a
cabo inicialmente medidas tan ambiciosas como la im plantación
del voto universal (aunque los campesinos indígenas que no
hablaban español siguieron quedan al margen de la v ida
parlamentaria), la reforma agraria y la nacionaliza ción de las
minas de estaño. Desde Estados Unidos, cuyos intere ses directos
no se veían afectados por las medidas tomadas por e l MNR, la
Revolución Nacional, que en un principio habían cre ído de
carácter fascista, no sólo porque acabó muy pronto estancada,
sino porque se hizo de forma que dividió el frente de campesinos
y mineros. De hecho los gobernantes bolivianos se e ncontraron
dependiendo de la ayuda económica norteamericana qu e acabó
cubriendo un tercio de su presupuesto de gastos, de modo que
acabaron aceptando vincular su moneda al dólar para evitar la
inflación y concediendo a las compañías estadounide nses permisos
para la prospección de petróleo. Pero, tras haber f inanciado
durante estos años al MNR, los norteamericanos no t uvieron
inconveniente alguno en hacer lo mismo con el gener al
Barrientos, que lo derribó con un golpe militar en noviembre de
1964, y que colaboró con la CIA en la operación que condujo a la
captura y asesinato de Ernesto Che Guevara, tras su frustrado
intento de de reproducir en Bolivia el modelo cuban o en 1966-
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1967.
Perú experimentó de 1968 a 1975 un fallido intento de
“revolución desde arriba”, promovido por el general Velasco
Alvarado. Se realizó una reforma agraria que convir tió las
haciendas en explotaciones cooperativas gestionadas por sus
antiguos trabajadores, lo que tuvo como consecuenci a que se
dejase al margen a las comunidades indígenas, buena parte de
cuyas tierras habían sido usurpadas por los hacenda dos. Velasco
Alvarado fue derrocado por sus propios compañeros d el ejército y
el país entró en una dinámica que explica la aparic ión de un
movimiento maoísta, “Sendero luminoso”, creado en l a Universidad
de San Cristóbal de Huamanga (Ayacucho) por un prof esor de
filosofía, Abimael Guzmán, e integrado inicialmente en buena
medida por estudiantes, que comenzó sus campañas te rroristas en
1980. Su estrategia no consistía en crear un foco r evolucionario
“a la cubana”, sino en movilizar a los campesinos, en un
proyecto de transformación radical de la sociedad q ue acabó
provocando divisiones y violencia en el mundo rural , víctima de
torturas y masacres tanto de la guerrilla como de l as fuerzas
armadas.
La violencia se agravó aún durante los dos mandatos de
Alberto Fujimori (1990-2000), quien en 1992 dio un “autogolpe” y
estableció, con la colaboración de Vladimiro Lenin Montesinos,
una dictadura legitimada con una nueva constitución , aprobada en
un referéndum de dudosos resultados. Obtuvo éxitos indiscutibles
contra “Sendero luminoso”, incluyendo la captura de su líder
Abimael Guzmán, y contra otros grupos terroristas c on el uso de
“escuadrones de la muerte”, como el grupo paramilit ar Colima,
autor de las masacres de Barrios Altos y de la ciud ad
universitaria de la Cantuta, o con una represión br utal, como la
practicada para liquidar el secuestro de rehenes en la embajada
de Japón –diciembre de 1996 a abril de 1997- por ob ra del MRTA
(Movimiento Revolucionarios Tupac Amaru). Practicó una política
económica neoliberal, siguiendo los dictados del FM I, que le
permitió combatir la inflación a cambio de agravar la situación
de los asalariados y privatizar empresas públicas. Pero la
extrema corrupción de su entorno, que se pudo mostr ar al público
gracias a que Montesinos grababa en video las reuni ones en que
15
realizaba sus negocios, acabaron obligando al propi o Fujimori a
huir del país y a refugiarse en Japón.
Un informe de la “Comisión de la verdad y reconcili ación”
estimaba que “ la cifra más probable de víctimas fatales de la
violencia [entre 1980 y 2000] era de 69,280 persona s”, que “superan el
número de pérdidas humanas sufridas por el Perú en todas las guerras
externas y guerras civiles ocurridas en sus 182 año s de vida
independiente”.
Un factor que iba a tener una importancia creciente en la
evolución política de los países andinos, y en su r elación con
los Estados Unidos sería el auge del narcotráfico, y
especialmente el de la cocaína. Este del narcotráfi co, cuyo
motor fundamental era la demanda de los consumidore s de Estados
Unidos, es un asunto difícil de explicar, donde no todo es como
aparece.
Sabemos, por ejemplo, que la CIA toleró el que se
realizaba por la “contra” de Nicaragua para financi ar la lucha
contra los sandinistas y parece claro que se permit ió a
militares latinoamericanos amigos que se beneficiar an de él sin
plantear demasiados problemas, pese a que está clar o que la DEA
(Drug Enforcement Administration) no podía ignorarl o. Pero no
hay forma de verificar si son ciertas las vinculaci ones que se
suelen señalar entre el enriquecimiento de personaj es como el
presidente argentino Menem o el ex presidente de Mé xico Carlos
Salinas, de quien se ha afirmado que puede tener en cuentas
secretas, sólo parcialmente descubiertas, hasta mil millones de
dólares, y sus relaciones con los cárteles. En el c aso de
Pinochet contamos, como se verá, con las acusacione s del general
Contreras, lo que parece dar cierta verosimilitud a la historia.
Un caso que ilustra las complejidades de esta relac ión es el del
panameño Noriega, que pudo traficó mientras era úti l para los
fines políticos de Estados Unidos, pero fue captura do y
encarcelado cuando dejó de serlo.
Con el tiempo está claro que el dinero de la droga ha
llegado a todas partes: se aseguraba que era la bas e de la
financiación de “Sendero luminoso” y en Colombia se ha
relacionado con el narcotráfico tanto a las FARC co mo a los
paramilitares, cuyas conexiones con la familia del presidente
16
Uribe complican todavía más el panorama. En la luch a contra la
droga hay, sin embargo, mucho de ficción. Está clar o que el
tráfico proporciona dinero a quienes participan en su
producción, transporte y comercio, a quienes tolera n o protegen
estas actividades, pero también a los que participa n en las
complejas operaciones de lavado del dinero. Entre s us
beneficiarios principales están los bancos que reci clan el
dinero sin hacer demasiadas preguntas. Nadie espera , sin
embargo, que se sancione a las grandes institucione s financieras
norteamericanas que han gestionado y camuflado el d inero de la
droga.
Por otra parte, la lucha contra el tráfico permite encubrir
otras formas de intervención. El Plan Colombia, en el que los
Estados Unidos han invertido unos 5.000 millones de dólares
entre 1999 y 2007, no parece haber servido para dis minuir la
producción de droga, pero sí para hacer más eficaz la lucha
contra las FARC. Y es que, como reconocía The Econo mist a fines
de 2007, “aunque se haya pretendido venderlo como u n programa
contra la droga, el Plan Colombia es en realidad un ejercicio de
contrainsurgencia”.
Las dictaduras del cono sur: Brasil
A medida que la revolución cubana extendía el pánic o, no
sólo en los Estados Unidos, sino entre los grupos d ominantes de
los países de América Latina, se vio que los método s que se
habían aplicado en América Central y en el Caribe p odían no
bastar en los grandes países del sur, con partidos de izquierda
importantes y unos sindicatos poderosos. Países en que, como se
demostró en Chile, la izquierda podía incluso llega r al poder a
través de su victoria en unas elecciones democrátic as. Para
hacer frente a estas amenazas se necesitaban dictad uras
militares que contasen con un amplio apoyo de los E stados
Unidos, no sólo logístico, sino sobre todo económic o, con el fin
de que pudieran presentarse como alternativas de mo dernización.
La cosa comenzó en Brasil en 1964, donde el golpe m ilitar
se produjo inicialmente dentro de un marco aparente de
constitucionalismo y no entró en una escalada de vi olencia hasta
mucho más tarde. Mientras que en Argentina, Uruguay o Chile la
17
dictadura militar fue violenta desde el primer mome nto, ya que
su objetivo no era simplemente el de mantener el or den, como en
Brasil, sino el de destruir por completo a la izqui erda.
Brasil era en los años cincuenta un país que crecía
económicamente a tasas muy altas, aunque seguía hab iendo en él
una gran pobreza rural, que desde 1955 se expresarí a a través de
las “Ligas camponesas” de Francisco Juliao. La lleg ada de la
crisis económica condujo a una agitación obrera y c ampesina que
alarmó a los terratenientes, y que se extendió a lo s
suboficiales del ejército, lo que asustó a su vez a los
militares. Esto sucedía en un país con unos sindica tos fuertes
pero con una izquierda dividida e inactiva, empacha da de
retórica revolucionaria y de utopía.
El movimiento de los suboficiales de marina (con ap oyo de
los sindicatos y de los estudiantes), la fuerza cre ciente de la
agitación campesina, el auge de los sindicatos y el nacionalismo
antiimperialista parecían apuntar en la dirección d e una posible
confluencia revolucionaria que por fuerza había de asustar a la
derecha. ¿Qué impidió que cuajasen efectivamente es tas
posibilidades revolucionarias? Jacob Gorender dice: “La
hegemonía del liderazgo nacionalista burgués, la fa lta de unidad
en las diversas corrientes de la izquierda, la comp etencia entre
grupitos personalistas, las insuficiencias organiza tivas, los
desastrosos errores acumulados y las incontinencias retóricas:
todo esto en conjunto explica el fracaso de la izqu ierda. Hubo
la posibilidad de ganar, pero se perdió”.
El 31 de marzo de 1964 comenzó el movimiento milita r
contra el presidente Goulart en Minas Gerais, mient ras fracasaba
una huelga general convocada en apoyo del gobierno. Los
militares crearon el Mando central de la revolución , presidido
por Costa e Silva, un jefe militar de prestigio, y el general
Castelo Branco, convencido por su amigo Vernon Walt ers, que
dirigía la intervención norteamericana en Brasil co ntra “un
régimen básicamente hostil a Estados Unidos”, acept ó el cargo de
presidente.
La izquierda no supo dar respuesta al golpe de esta do de
loa militares. No sólo no le hizo frente –no hubo n inguna
resistencia- sino que pasó demasiado tiempo inmóvil ,
escondiéndose, al tiempo que llegaban los créditos
18
norteamericanos para ayudar a los militares a resol ver los
problemas económicos del país.
De momento el presidente Castelo Branco se limitab a a
introducir medidas puntuales que reforzaban su auto ridad,
conservando un cierto marco constitucional. Los mil itares
crearon un partido, Arena (Alianza renovadora nacio nal), y
escogieron candidatos para las próximas elecciones
presidenciales. Costa e Silva fue elegido en 1966 y en 1967 se
promulgó una nueva constitución que reforzaba los p oderes del
ejecutivo. Ahora la izquierda descubría que no habí a posibilidad
de evolución pacífica y optaba por la lucha armada. Son los años
en que se difunde el “foquismo” guevarista y en que se ponen de
moda los esquemas de revuelta guerrillera campesina .
La situación de protesta cristalizó en 1968, a part ir del
malestar estudiantil. La muerte de un estudiante de Río por la
policía militar provocó una gran manifestación en s u entierro y
un clima acentuado de protesta. Dos grandes huelgas obreras, y
en especial una en Sao Paulo en que los estudiantes colaboraron
con los trabajadores, provocaron una actuación enér gica del
gobierno. El punto final fue el discurso del diputa do Márcio
Moreira Alves, que incitaba a la población a no par ticipar en el
desfile militar del 7 de septiembre y sugería a las mujeres que
“se negaran a tener relaciones amorosas con oficial es que se
mantuvieran en silencio ante la represión”. Esto in dignó en los
cuarteles, que querían encarcelar al diputado, cosa que impedía
la constitución de 1967. Como el parlamento se negó a suprimirle
la inmunidad, el presidente Costa e Silva cerró el congreso el
13 de diciembre de 1968.
Costa e Silva sufrió un ataque que lo dejó paraliza do en
1969 y, en lugar de proclamar como sucesor al vicep residente,
fingiendo que seguía en vigor la constitución que e llos mismos
habían redactado, los militares crearon una Junta q ue asumió el
poder a fines de agosto de 1969 y que comenzó a eje rcer una
represión mucho más violenta.
El gobierno de los militares duraría en Brasil 21 a ños, de
1964 a 1985. Al principio se mostraron relativament e moderados.
Pero a medida que la izquierda comenzó a responder con la
guerrilla urbana, la represión se fue endureciendo y se extendió
de los trabajadores sindicados, que fueron su prime r objetivo, a
19
los estudiantes y a los miembros de la propia burgu esía. La
guerrilla urbana fue dominada fácilmente y la nueva oleada de
crecimiento económico, el “milagro brasilero” de 19 69 a 1973,
acabó de consolidar a los militares en el poder. De hecho, las
eliminaciones físicas y los desaparecidos no se pro dujeron
sistemáticamente hasta 1971, y fue sobre todo despu és de la toma
de posesión como presidente de la república, en mar zo de 1974,
del general Ernesto Geisel cuando la represión se h izo más
selectiva. En todo caso los militares fueron sensib les al
funcionamiento de las universidades y evitaron que el Brasil se
desangrase por una emigración calificada, como suce dería en
Chile y Argentina.
Los militares habían seguido un programa de substi tución de
importaciones y se embarcaron para ello en la contr atación de
préstamos en los mercados mundiales de capital, que el gobierno
Geysel mantuvo aún en 1974-1979. El aumento de los intereses de
la deuda después de 1980 llevó a su fin esta políti ca, lo cual
debilitó a los militares, que decidieron retirarse a sus
cuarteles, dejando paso a la “nueva república” en 1 985. Durante
una década las débiles presidencias de Sarney y de Fernando
Collor de Melo intentaron hacer frente a la situaci ón, con
medidas de liberalización impuestas como condición del Plan
Brady para reestructurar la deuda. No se pudo con e llo frenar la
inflación, que se había convertido ya en hiperinfla ción cuando
Collor fue obligado a dimitir, reemplazado por su v icepresidente
Itamar Franco, al descubrirse que estaba inmerso en una red de
corrupción (su asesor financiero, Farias, había bla nqueado miles
de millones de dólares procedentes del tráfico de d rogas).
Chile
El caso de Chile es aquél en que aparece con más c laridad
la responsabilidad directa norteamericana en el tri unfo de las
sangrientas dictaduras del cono sur. Lo cual es exp licable, dado
que la amenaza de que se instalase en el país un go bierno
izquierdista con afinidades ideológicas con Castro significaba
el fracaso total y definitivo de la política de atr acción que se
había intentado con el programa de Alianza para el progreso, que
había tenido en Chile y en Venezuela sus dos mayore s
20
beneficiarios, y los dos mejores ejemplos del tipo de desarrollo
económico en un marco de democracia formal que se p ropugnaba
para América Latina.
No sólo se trataba de las ayudas al desarrollo econ ómico,
sino que la CIA había apoyado desde 1962 a Eduardo Frei (que fue
presidente de la república de 1964 a 1970) y al Par tido
demócrata cristiano con fondos secretos. En la camp aña para
las elecciones de 1964 la CIA gastó 2’6 millones de dólares para
favorecer a Frei y otros tres millones de dólares e n propaganda
contraria a Allende, tratando de asustar a los vota ntes para
alejarlos del Frente de Acción Popular (FRAP). Frei conocía la
procedencia de la ayuda, pero procuró que se mantuv iese oculta,
porque cualquier relación que lo vinculase con ayud as
financieras gubernamentales o privadas de los Estad os Unidos
“sería fatal”.
Lo malo fue que la amenaza de Allende no quedó desc artada
para el futuro, hasta el punto que el 15 de septiem bre de 1970
Nixon dio la orden de que la CIA organizase un golp e militar, en
el caso de que no se pudiese evitar que Allende, al frente de la
coalición de la Unidad Popular, ganase las eleccion es chilenas
(ordenó “alentar un movimiento militar para proclam ar una nueva
elección”, como dice Kissinger). Las notas manuscri tas de las
instrucciones de Nixon que tomó Richard Helms, el j efe de la
CIA, se ha dicho que son “el primer documento escri to en que un
presidente norteamericano ordena el derrocamiento d e un gobierno
elegido democráticamente”. El proyecto FU/BELT reci bió una
primera formulación el 16 de septiembre en un memor ándum del
jefe de la División del Hemisferio Occidental de la CIA donde se
decía que “el presidente Nixon ha decidido que un r égimen
Allende en Chile no es aceptable para los Estados U nidos” y que
la agencia debía impedir que llegase al poder, o de rribarlo,
para lo cual se le asignaban originalmente diez mil lones de
dólares.
La CIA comenzó a moverse inmediatamente, envió nuev os
agentes a Chile, donde les pareció que no había en estos
momentos el clima adecuado para un golpe. Por ello creyeron
conveniente actuar contra la situación económica de l país para
crear malestar, y se avisó a los demócrata-cristian os que
“haremos todo lo que esté en nuestra mano para cond enar a Chile
21
y a los chilenos a la mayor de las privaciones y a la pobreza”.
Para ello buscaron la colaboración de las grandes e mpresas
norteamericanas establecidas en Chile, como las min eras Anaconda
y Kennecott, que habían de endurecer su postura ant e las huelgas
de los mineros, o como la ITT, que desde el primer momento
colaboró entusiásticamente con la CIA. Nixon recibí a en
Washington al embajador norteamericano en Santiago, diciéndole:
“Este hijo de puta de Allende. Vamos a aplastarlo”.
El 21 de septiembre de 1970 el embajador Korri avis aba
que, para impedir el acceso de Allende y sacar adel ante el golpe
que estaban fraguando con el general Viaux, “el gen eral
Schneider debería ser neutralizado, desplazándolo s i es
necesario”. El desplazamiento previsto era su secue stro, que la
propia CIA preparó: se le capturaría a la salida de una
recepción en la residencia del general Valenzuela, lo llevarían
en un avión a Argentina y se diría que su desaparic ión se debía
a que había sido secuestrado por los izquierdistas. Ello
permitiría iniciar la búsqueda de Schneider por tod o Chile,
”usando esta búsqueda como pretexto para intervenir en las
‘poblaciones’ (barrios) comunistas”. Los militares impulsarían
a los golpistas al poder, el presidente Frei abando naría Chile y
se crearía una junta militar que disolvería el parl amento. El
secuestro falló. Había que capturar a Schneider cua ndo saliese
de la reunión en su coche oficial; pero marchó en s u coche
personal y el equipo de secuestro se puso nervioso y le perdió.
Pocos días después, el 23 de octubre, le tendieron una emboscada
y lo asesinaron. Nixon envió un telegrama de condol encia al
presidente saliente, Frei, expresándole “su pesar p or este
repugnante acontecimiento”, que él mismo había orga nizado. Pero
las cosas no estaban saliendo como se había planead o y el 25 de
octubre el congreso chileno ratificó a Allende como presidente,
ante el furor del norteamericano.
Pocos días después de la proclamación, Nixon reunió al
Consejo de Seguridad Nacional para discutir la form a de derrocar
a Allende cuanto antes. Se comenzó bloqueando la ec onomía
chilena y se organizaron actividades encubiertas de
desestabilización, mientras se mantenían y aumentab an los
contactos con los militares.
Todo esto sucedía al tiempo que Nixon protagonizaba los
22
momentos culminantes del plan que iba a transformar la política
internacional con sus viajes a China, en febrero de 1972, y a la
Unión Soviética, en mayo de este mismo año. De regr eso en la
Casa Blanca, el 15 de junio de 1972, se entrevistó en Washington
con el presidente mexicano Luis Echeverría, quien, aunque en
público se presentase como un defensor de las causa s de
izquierda –había visitado a Allende en Chile y se d isponía a
viajar a Moscú y a Beijing- descubría en las conver saciones con
Nixon su verdadera faz de anticomunista duro, que d enunciaba
una conspiración roja que, según su visión paranoic a, abarcaba
desde Chile y Cuba hasta los grupos “chicanos” de C alifornia,
los activistas negros y los estudiantes de Berkeley . Pese a que
le había encantado encontrar en el mexicano un alma gemela,
Nixon no podía dejar de quejarse a Haldeman: “Despu és de haberte
ocupado en dos encuentros en la cumbre –uno en Beij ing y otro en
Moscú- de temas tan importantes, resulta muy difíci l ocuparse
incluso de una nación tan importante como México. L o cual,
francamente, se podría decir también de los británi cos, los
franceses, los italianos y los alemanes. ¿Entiende lo que quiero
decir? En estos momentos hay en el mundo unos paíse s que cuentan
y otros que no cuentan”.
Pese a lo cual, y en vista de que ni el acoso econó mico ni
las campañas de propaganda montadas por la CIA a tr avés de los
medios que financiaba, como el periódico El Mercuri o, habían
disminuido la popularidad de Allende, hubo que pens ar en hacer
algo más, con el fin de poner orden en el patio de atrás
latinoamericano. Cuando las elecciones para el cong reso de 1973
mostraron que Allende podía mantenerse en el poder, no quedó
otro camino abierto que el del golpe militar. En ju nio hubo un
primer intento, mal organizado, que fue fácilmente aplastado;
ninguno de los jefes importantes se había embarcado en él.
Mientras tanto, en agosto, la CIA recibía fondos pa ra pagar
huelgas y manifestaciones callejeras.
La preparación del golpe militar tenía como princip al
problema la persona del jefe del ejército, general Prats, a
quien también se pensó en secuestrar y asesinar, pe ro el fracaso
del secuestro de Schneider desaconsejaba la operaci ón. Una
campaña de desprestigio montada por El Mercurio y por la derecha
llevó a que dimitiera a fines de agosto, y dejó el camino
23
abierto. En Washington se sabía que representantes de las tres
armas habían acordado a comienzos de septiembre un plan para el
derrocamiento de Allende que tenía como fecha fijad a el día 10;
luego se cambió al 11. De paso los militares pregun taban a los
Estados Unidos si, en caso de fallar, les darían ap oyo. No hizo
falta. Como dijo el teniente coronel Ryan: “el golp e de estado
de Chile fue casi perfecto”.
Kissinger justificó la actuación de los Estados Uni dos en
una reunión secreta en la Casa Blanca, el 17 de sep tiembre,
diciendo: “Hemos de enfrentarnos en todo el mundo a amenazas a
las instituciones democráticas y necesitamos accion es
encubiertas para enfrentarnos a ellas”; Allende “Er a un enemigo
de los Estados Unidos y uno se pregunta ¿por qué no teníamos que
combatirlo?“. En sus memorias hizo así el epitafio del
presidente asesinado: “El mito de que Allende era u n demócrata
lo han fomentado aquellos que sólo condenan las vio laciones de
los derechos humanos por la derecha”.
El golpe se produjo el 11 de septiembre y Salvador Allende
encontró la muerte en el propio palacio de La Moned a. La versión
de los militares era que se había suicidado; otras versiones
sostienen que fue asesinado por los militares que i nvadieron el
palacio. De todos modos las transmisiones radiofóni cas
interceptadas el 11 de septiembre permiten comproba r cuáles eran
las intenciones de los sublevados, y el salvajismo personal de
Pinochet, con su cínica declaración: “Se mantiene e l
ofrecimiento de sacarlo [a Allende] del país... per o el avión se
cae, viejo, cuando vaya volando”. Rasgo de humor al que el
militar que recibía estas instrucciones respondió c on una
carcajada.
Las relaciones de los conspiradores con los Estados Unidos
se mantuvieron inicialmente por contactos personale s, porque,
dado el carácter sangriento de la represión que sig uió, los
norteamericanos pretendían parecer ajenos a unos cr ímenes de los
que estaban bien enterados: aunque la Junta cifraba en 244 las
muertes producidas por el golpe, la CIA calculaba e l 20 de
septiembre que podían haber sido unas 4.000 y cuatr o días más
tarde las estimaba entre 2.000 y 10.000.
Para asegurarse de que las autoridades provinciales del
norte “aceleraban” el curso de la represión, Pinoch et envió a
24
mediados de octubre al general Arellano Stark con c inco
oficiales, lo que se llamó la “caravana de la muert e”, a sacar
prisioneros de la cárceles para ejecutarlos brutalm ente –se les
disparaba de forma que muriesen lentamente-, y arro jar sus
cadáveres a fosas comunes: en tan sólo cuatro días la caravana
dejó tras de sí sesenta y ocho muertos.
El cálculo de las víctimas de la dictadura a lo lar go de
toda su gestión oscila entre 5.000 y 15.000 muertos . El juez
Garzón afirmaba en el auto de procesamiento de Pino chet que más
de 300.000 personas fueron privadas de libertad; má s de 100.000
personas expulsadas u obligadas a exiliarse, “las p ersonas
muertas y/o desaparecidas ascienden a casi 5.000 (. ..) Más de
50.000 personas son sometidas a tortura”.
No se trata tan sólo de la represión de los primero s
momentos, ligada al triunfo del golpe, sino que est a siguió,
llevada a cabo por la temida DINA (Dirección de Int eligencia
Nacional), dirigida por el coronel, después general , Manuel
Contreras, que se dedicó a matar sin escrúpulo algu no hasta que
cometió el desliz de asesinar a Orlando Letelier en Washington.
Con la DINA trabajaba el norteamericano Michael Ver non
Townley, casado con una chilena, que dirigía un pro yecto para
producir gas sarín, que se reservaba para operacion es militares,
pero que se quería también proporcionar a cubanos a nticastristas
para sus operaciones terroristas. Townley fue el en cargado de
llevar a la práctica la primera gran operación exte rior de la
DINA, el asesinato en Washington del general Orland o Letelier y
de su compañera de trabajo estadounidense, Ron Moff itt. Marchó
para ello a los Estados Unidos con una cantidad de gas sarín en
una botella de Chanel nº 5, pero acabó prefiriendo usar una
bomba. La explosión tuvo lugar el 21 de septiembre de 1976 a
catorce manzanas de la Casa Blanca, lo que irritó a los
norteamericanos.
El escándalo obligó a desplazar de su mando al gene ral
Contreras, que acabó en la cárcel y manifestó que había actuado
en todos los casos, el de Letelier incluido, por or den de
Pinochet. Le sucedió Odlanier (Reinaldo, al revés) Mena, y la
DINA se convirtió entonces en CNI (Central Nacional de
Informaciones). “Pero el CNI demostró ser cualitati vamente, sino
cuantitativamente, tan represivo como su predecesor ”. La
25
represión descendió entre 1978 y 1980, pero cuando las protestas
contra el régimen aumentaron, también lo hizo la vi olencia del
CNI, con actos como la decapitación de tres profes ores en marzo
de 1985.
El cinismo de Mena se puso en evidencia en sus entr evistas
con el periodista Rubén Adrián Valenzuela, en que n egaba que en
su tiempo hubiese desaparecidos, cuando una Comisi ón Nacional
de Reconciliación y verdad, la Comisión Rettig, sos tiene que en
la etapa de Mena hubo entre 160 y 200 desaparecidos más.
En 1978 la iglesia de Chile presentó el estudio de 613
casos perfectamente documentados de “desaparecidos” y poco
después hubo descubrimientos como el de “don Inoce nte, el
Viejo”, un minero jubilado que, buscando a su hijo desaparecido,
encontró un horno de cal en Lonquén con quince cadá veres de
hombres que al parecer fueron enterrados vivos. Ant e un grupo de
dirigentes cristianos Pinochet dijo en 1974 para ju stificarse:
“Ustedes son sacerdotes y tienen el lujo de ser mis ericordiosos.
Yo soy soldado y el presidente de toda la nación ch ilena. El
pueblo fue atacado por el bacilo del comunismo y ha y que
extirparlos a los marxistas y comunistas. Hay que t orturarlos,
porque de otra manera no cantan”.
El régimen no se civilizó nunca. La justicia estuvo
siempre sometida a la voluntad de los militares y s e dedicó a
legitimar sus atropellos. Un intento de protesta pú blica en
agosto de 1983 fue reprimido por el gobierno hacien do 26
muertos, “algunas [personas] cayeron en sus casas, baleadas a
través de los muros; otras fueron ultimadas desde a utos en
marcha; otras, alcanzadas por balas sin destino”.
Del perfecto entendimiento entre Kisisnger y Pinoch et puede
dar idea el diálogo que mantuvieron el 8 de junio d e 1976 en que
Pinochet sostenía que él era un continuador de la l ucha contra
el comunismo que se había iniciado en la guerra civ il española y
le explicaba que ya cuando la guerra de Vietnam hab ía expresado
su apoyo a los norteamericanos, a lo que Kissinger daba esta
contestación: “En Vietnam nos derrotamos nosotros m ismos por
nuestras divisiones internas. Hay una campaña mundi al de
propaganda por obra de los comunistas”.
Pero el mismo día en que tenía lugar esta conversac ión un
oficial de los servicios secretos de Chile que se h abía
26
refugiado en la embajada de Italia para escapar del país, se
entrevistó con corresponsales de la CBS y del Washi ngton Post y
les contó que, poco después del golpe, los chilenos habían
asesinado a un ciudadano norteamericano, Charles Ho rman (es el
caso que el cine difundió con la película “Missing” ), y que él
creía que mientras se le torturaba e interrogaba ha bía un agente
americano en la habitación: “Yo diría que fue la CI A la que
apretó el gatillo”. Pinochet sostenía, en cambio, q ue lo habían
matado izquierdistas disfrazados de militares.
A los norteamericanos empezó a preocuparles la cues tión
porque el congreso, “la comunidad académica, la pre nsa y la
familia Horman” les acusaban incluso de complicidad , y la verdad
era que el propio departamento de Estado temía que los servicios
secretos hubiesen colaborado en el asesinato. Cuand o la prensa
americana descubrió algunos aspectos de la conspira ción, el jefe
de la CIA, Helms, fue llamado a declarar ante el Co mité de
Relaciones Exteriores del Senado, donde declaró sol emnemente,
faltando descaradamente a la verdad, que la CIA no había hecho
nada en contra de Allende.
La dictadura se había instalado en 1973 como un gob ierno
colegiado de las tres armas, que inicialmente se pr esentaba,
como suelen hacer los golpistas militares, como un paréntesis
hasta el retorno de la legalidad constitucional. De spués
Pinochet desplazó a sus compañeros, se construyó un poder
personal y pretendió perpetuarse.
El régimen pretendió instalar una política económic a
ultraliberal, con medidas de tanta trascendencia co mo las
privatizaciones del sistema de pensiones, de la san idad o del
sistema eléctrico. Pero contra el tan difundido mit o del éxito
económico de esta política y del acierto de sus Chi cago-boys,
hay que recordar que el liberalismo pinochetista co ndujo a una
sucesión de quiebras, así como a la crisis de la es tructura
especulativa que se había montado en torno a la dic tadura, lo
que llevaría al desastre económico de 1982 y comien zos de 1983,
con fracasos como el de la “Corporación General Fin anciera”, una
de las muchas empresas que, con un capital mínimo, obtenían
créditos bancarios enormes, con los que especulaban . Se
descubrió entonces que la economía chilena estaba a gobiada por
27
el endeudamiento, que el desempleo era muy alto y q ue el salario
real de los trabajadores había disminuido en compar ación con el
de las épocas de Frei y de Allende. Pinochet optó p or deshacerse
de su equipo de asesores liberales y se vio obligad o a devaluar
la moneda, lo que agravó la situación de las empres as
endeudadas.
El dictador cayó en el error de aceptar en 1988 la
celebración de un plebiscito, el 5 de octubre, que perdió y que
le obligó a iniciar una transición hacia la democra cia,
estrechamente controlada y asegurándose la impunida d personal
con su cargo de senador vitalicio. No se trata sin embargo de
que cediera ante la expresión de la voluntad popula r, sino que
lo hizo como consecuencia de la falta de apoyo de l os propios
militares. Según el general Fernando Matthei, que, como
comandante en jefe de la fuerza aérea, era miembro de la junta
desde 1978, Pinochet les citó en el Palacio de la M oneda de
madrugada, antes de que se conociesen los resultado s del
plebiscito, y pretendió obligarles a firmar un docu mento que le
concedía plenos poderes de negociación, al tiempo q ue se
manifestaba dispuesto a sacar las tropas a la calle . Dos de los
convocados se negaron a firmar.
Los años siguientes se vieron marcados por el prog resivo
desmontaje de las leyes de impunidad con que Pinoch et había
tratado de protegerse de las responsabilidades de l a dictadura,
mientras eludía a los tribunales alegando que su sa lud mental no
permitía someterle a juicio, algo que quedaba desme ntido cada
vez que empezaba a justificar sus crímenes con perf ecta lucidez.
Mientras Contreras, el antiguo jefe de la DINA, dec laraba que
Pinochet conocía cuanto se estaba haciendo: “Pinoch et lo sabía
todo. Yo respondo por lo mío como subalterno, pero él debe
responder por lo que ordenó a los subalternos”. Las cosas se
complicaron, además, al descubrirse los 28 millones de dólares
que el dictador había ocultado en cuentas secretas en bancos
extranjeros. Una fortuna que, según Contreras, proc edía en buena
medida de la venta de la cocaína que se elaboraba, por cuenta de
Pinochet, en la planta del ejército en Talagante, y que su hijo,
Marco Antonio, y un socio se encargaban de sacar ha cia Europa y
Estados Unidos para embolsarse los ingresos. La mue rte de
Pinochet en 2006 evitó que fuera llevado ante los j ueces.
28
Argentina:
En los orígenes del caso argentino está la figura del
general Juan Domingo Perón, que había utilizado y m anipulado los
sindicatos en su beneficio, evitando que los trabaj adores se
organizasen al margen de la estructura vertical del “Partido
justicialista”, que se proponía integrar a los trab ajadores con
la “burguesía nacional” en un programa “nacional-po pular”.
Derrocado en 1955 por un golpe militar, la direcció n real del
peronismo en el interior quedó en manos de los sind icatos
durante los 16 “años de exclusión”. El régimen pero nista se
beneficiaba en el imaginario popular de haber coinc idido con
unos años de prosperidad y, sobre todo, de la image n benefactora
que había dejado su esposa, Evita, con su discurso populista y
la actuación benéfica de su Fundación. Surgió enton ces una
guerrilla urbana que idealizaba el peronismo como u n movimiento
revolucionario, la de los “montoneros”, que se auto proclamaban
“soldados de Perón”, hasta que el retorno de éste e n 1973 les
demostró que no era lo que habían creído.
Las elecciones de 1973 dieron la victoria al peroni smo, en
la persona de Hugo Cámpora, quien dejó paso a Perón , al que unas
nuevas elecciones le dieron el poder con el 60 por ciento de los
votos. Había regresado en compañía de su segunda es posa, una
antigua bailarina de cabaret que pretendía hacerse pasar por
otra Evita, y por su secretario, José López Rega, “ el brujo”, un
personaje siniestro, ex cabo de la policía y autor de un libro
que aseguraba haber escrito en colaboración con el arcángel San
Gabriel: un hombre que estuvo durante horas tratand o de
resucitar a Perón cuando murió (lo que explica que hubiese dos
anuncios públicos de la muerte de Perón, separados por unas
horas).
En esta nueva etapa Perón trató de purgar el partid o de
elementos izquierdistas, se enfrentó a las juventud es peronistas
y a los montoneros y permitió que en noviembre de 1 973 comenzase
a actuar la triple A (Alianza Anticomunista Argenti na), una
organización de mercenarios encargada de asesinar a miembros de
la izquierda con plena tolerancia policial, que no dudó en
secuestrar, torturar y matar incluso a miembros de la izquierda
29
moderada.
A la muerte de Perón, el primero de julio de 1974, le
sucedió su esposa María Estela (Isabel), cuyo gobie rno llevó al
país, gravemente afectado por la crisis del petróle o, al caos:
en 1976 la inflación era galopante y el orden públi co,
inexistente. “Cada cinco horas ocurría un asesinato político, y
cada tres estallaba una bomba”. El 24 de marzo de 1 976 un nuevo
golpe militar la derribó y nombró una Junta integra da por los
generales Videla y Agosti y el almirante Massera, c on Videla
como presidente. Este, ha escrito María Seoane, “ll egaba al
gobierno con un plan simple: la matanza de argentin os, algunos
armados y la gran mayoría desarmados, que se oponía n al
arrasamiento de una Argentina democrática e industr ial”. El
general Ibérico Saint-Jean, gobernador de Buenos Ai res,
declaraba después del golpe: “Primero mataremos a l os
subversivos; después a sus colaboradores; después.. .a sus
simpatizantes; después,...a los que permanezcan ind iferentes: y,
finalmente, a los tímidos”. Lo que se llamó “el pro ceso”,
asegura Patricia Marchak, “había sido planeado con mucha
anticipación: las cámaras de tortura estaban prepar adas; el
personal asignado para torturar había sido entrenad o para sus
efectuar sus tareas y estaba a punto para el trabaj o pocos
minutos después del golpe”.
Los presos políticos eran unos 18.000 a fines de 19 77; los
muertos por el terror militar se calculan entre 10. 000 y 20.000,
mientras los exiliados fueron incontables. Una comi sión
investigadora de la OEA que visitó Argentina en 197 9 acusó al
régimen de “terrorismo de estado”.
Sabemos hoy que los Estados Unidos recibieron inici almente
el golpe como “el más civilizado de la historia arg entina”, pero
que cuando las noticias que transmitía la embajada de Buenos
Aires comenzaron a revelar la magnitud de los críme nes que
cometían los militares –“Las cifras de los que fuer on detenidos
ilegalmente, escribía desde la embajada Maxwell Cha plin, llegan
a miles, y muchos han sido atormentados y asesinado s”-, optaron
por tolerarlos y expresar a sus autores su simpatía . Kissinger
le dijo en dos ocasiones –en Santiago de Chile en j unio de 1976
y en Nueva York en octubre del mismo año- al minist ro de
Exteriores de la Junta argentina, almirante César A ugusto
30
Guzzetti que deseaban que tuvieran éxito y que no l es causarían
“dificultades innecesarias”, a lo que añadió el con sejo que
solía dar a los dictadores amigos que le anunciaban su propósito
de realizar alguna salvajada: “cuanto más pronto se haga mejor”.
Al año siguiente, ya durante el mandato de Carter, la retórica
de defensa de los derechos humanos del nuevo presid ente no
significó cambio alguno en las relaciones de Washin gton con los
estados al sur de Panamá, de modo que los militares sacaron la
impresión de que aquello no iba en serio y que tení an carta
blanca para seguir torturando y matando.
Una característica especial del caso argentino es q ue, a
diferencia de lo ocurrido en Chile y en Brasil, don de las
autoridades eclesiásticas condenaron la represión y ayudaron a
los perseguidos cuando les fue posible, en Argentin a la Iglesia
colaboró con ellos sin ningún reparo. En el juicio celebrado
contra el padre Christian von Wernich, acusado de c olaboración
con policías torturadores, el padre Rubén Capitanio reconoció
que la Iglesia apoyó a la dictadura y la dejó tortu rar y matar
sin hacer nada por ayudar a las víctimas, en lo que , más que una
inacción culpable, puede considerarse como una cola boración.
Según afirmó el capitán de la Armada Adolfo Sciling o, sus
superiores le habían informado de “que el método de arrojar
personas vivas al mar había sido consultado con la jerarquía
eclesiástica, que lo aprobó por considerarlo ‘una f orma
cristiana’ de muerte”.
La comisión que estudiaba los “desaparecidos” publi có en
1984 una estimación que decía que los casos documen tados y
denunciados eran 8.960 (la adición de otros nuevos elevó la
cifra a 9.089, mientras en las cuentas de los propi os
represores, del Batallón de inteligencia 601, se el evaban a
22.000). Se trataba de gente “secuestrada” sin ning ún requisito
judicial por miembros de las fuerzas armadas, que e ran llevados
a 364 centros de detención clandestinos, donde eran sometidos a
tortura. “De algunos de los métodos empleados no se conocían
antecedentes en otras partes del mundo. Hay varias denuncias
acerca de niños y ancianos torturados junto a un fa miliar, para
que éste proporcionara la información requerida por sus
captores”. Muchos de los detenidos fueron eliminado s “con
ocultación de su identidad, habiéndose en muchos ca sos destruido
31
sus cuerpos para evitar su posterior identificación ”. Lo más
revelador de la naturaleza de estas desapariciones es que no
tenían nada que ver con el terrorismo. Los consejos de guerra
“normales” –esto es la justicia “pública”- sólo con denaron por
terrorismo y subversión a 350 personas. Pero es que , como dijo
el teniente general Jorge Rafael Videla, que asumió el mando
supremo, al frente de una junta de que formaban par te también el
almirante Massera y el comandante general de la Fue rza aérea
Orlando Agosti, no se podía fusilar públicamente a miles de
argentinos; lo mejor era hacerlos desaparecer en un a guerra
sucia.
La inmensa mayoría de estos “desaparecidos” eran ci viles,
hombres y mujeres de 20 a 30 años de edad, aunque h ubo también
unos 800 adolescentes de 11 a 20 años y unos 500 ni ños, algunos
de ellos nacidos de las presas embarazadas, que fue ron en su
mayor parte adoptados por los seguidores de la dict adura, en lo
que era una forma de hacer desaparecer hasta la des cendencia de
los condenados.
Los militares suprimieron los sindicatos, confiaron la
gestión de la economía a un neoliberal, Martínez de Hoz, y
alimentaron la pasión nacionalista popular con la c onquista en
la propia Buenos Aires del campeonato del mundo de fútbol de
1978, “planeado como una vastísima operación políti ca y
militar”. Pero la marcha de la economía no respondi ó a las
perspectivas de mejora que se esperaban, pese a que los costes
empresariales se encontraron con el beneficio de un os salarios
reales en descenso, como consecuencia de la polític a de Martínez
de Hoz y la anulación represiva de la resistencia o brera (la
participación de los asalariados en el PIB bajó del 50 al 29 por
ciento entre 1976 y 1981). Comenzaba la etapa de la especulación
financiera, con tipos de interés libres que alentab an las
operaciones a corto plazo de capitales del exterior que
aprovechaban los altos tipos de interés para obtene r grandes
beneficios y retirarse del país sin trabas, mientra s un peso
sobrevaluado y un mercado abierto a las importacion es exteriores
arruinaban a la industria local, incapaz de competi r, pese a la
ventaja de los bajos salarios, lo que acabó llevand o, a partir
de 1980, a una oleada de quiebras de empresas y ban cos privados
y una inflación que llegó al 100 por cien. Fueron é stos unos
32
“años de plomo” en que emigraron del país unos 200. 000
argentinos de las capas medias educadas (profesiona les,
profesores universitarios, etc.), lo que representa ba una grave
pérdida de capital humano.
Mientras tanto los mecanismos de la represión de la s
dictaduras del cono sur se extendían y cobraban una dimensión
internacional. Documentación encontrada en Paraguay en diciembre
de 1992 puso al descubierto la “Operación Cóndor”, una alianza
secreta de los gobiernos de Chile, Argentina, Urugu ay, Paraguay,
Brasil, Perú y Bolivia, creada en Santiago de Chile en una
reunión celebrada el 25 de noviembre de 1975, a inv itación de
Contreras, para coordinar a escala internacional la acción
secreta de sus respectivas fuerzas represivas en lo que
calificaban como una especie de Interpol “dedicado a la
subversión”. Como consecuencia de ello, centenares de exiliados
chilenos, bolivianos, paraguayos, brasileños y urug uayos fueron
interrogados, torturados y en muchos casos asesinad os en los
centros de detención de diversos países, muy especi almente en
Argentina, favor al que, por poner un ejemplo, los peruanos
respondieron secuestrando tres montoneros argentino s en Lima en
junio de 1980, para enviarlos a Argentina, donde, s egún
informaba un funcionario norteamericano desde Bueno s Aires,
“serán interrogados y, después, desaparecerán perma nentemente”.
Se propuso también la eliminación de políticos fuer a del ámbito
de los seis países participantes en el acuerdo (cua tro agentes
argentinos, enviados para asesinar a los dirigentes “montoneros”
refugiados en México, fueron descubiertos por los s ervicios
secretos mexicanos y expulsados del país) y se lleg ó incluso a
planear el asesinato de un congresista norteamerica no. Lo más
escandaloso fue descubrir en estos papeles que la c olaboración
policíaco-militar había proseguido en los años de l as
“democracias viables”, de las transiciones tutelada s por los
militares, sobre todo con el fin de proteger a los militares que
podías ser acusados de los crímenes cometidos en lo s años de
dictadura.
La junta que presidía Videla cedió el poder en 1981 a otra
dirigida por el general Viola, pero, ante el desast re de la
economía, el general Galtieri echó a Viola y trajo consigo un
nuevo gestor de la economía, que acabó de precipita rla en el
33
desastre. Viendo que comenzaban a producirse grande s
manifestaciones contra el gobierno, como reflejo de l malestar
existente, Galtieri optó por organizar una aventura militar que
podía hacer vibrar a los argentinos: la conquista d e las islas
Malvinas (Falkland para los ingleses), que se inici ó en abril de
1982, con la esperanza de que Gran Bretaña no iba a emprender
una operación bélica a tan gran distancia. Se equiv ocaba.
Margaret Thatcher, que contó con el apoyo tanto de Ronald Reagan
–quien en esta ocasión no hizo caso a su ideóloga o ficial, Jeane
Kirkpatrick, que defendía la teoría tradicional nor teamericana
de apoyar a “nuestro hijo de puta”-, como de Pinoch et, organizó
una ambiciosa operación naval que le permitió recon quistar las
islas a mediados de junio (en una victoria que iba a recordar a
los británicos épocas añejas de su pasado imperial y que
contribuyó a que la Thatcher obtuviese un amplio tr iunfo
electoral).
Para la Junta militar argentina, que había realizad o una
propaganda desmesurada en torno a los éxitos milita res de esta
empresa, como el hundimiento del destructor británi co
“Sheffield”, la derrota significó el descrédito fin al. Galtieri
hubo de dimitir y el último de los presidentes de l a junta,
Reynaldo Bignone, restableció los partidos y convoc ó elecciones.
Las primeras de esta nueva etapa democrática las ga nó el radical
Raúl Alfonsín en octubre de 1983, rompiendo con lar gos años de
dominación peronista. El intento de someter a la ju sticia a los
dirigentes de la dictadura militar fue frenado por una revuelta
de los oficiales en abril de 1987, que se saldó con leyes que
les garantizaban la impunidad 3. La continuidad del fracaso
económico llevó a Alfonsín al desastre, en medio de una tremenda
hiperinflación, y volvió a traer el peronismo al po der en la
persona de Menem.
3 Borges, desengañado ya de antiguas simpatías por los militares, escribió: “Es de curiosa observación que los milita res, que abolieron el Código Civil y prefirieron el secuestro, la tort ura y la ejecución clandestina al ejercicio público de la Ley, quieran acogerse ahora a los beneficios de esa antigualla y busquen buenos d efensores”.
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Capítulo 11: La guerra fría en América Latina La fase inicial de la guerra fría Greg Grandin, The Last Colonial Massacre. Latin Ame rica in the Cold War, Chicago, University of Chicago Press, 2004; César Torres del Río, Diplomacia y guerra fría. América Latina, 1945-1948 , Bogotá, Fundación Nueva Época, 1992; Thomas C. Wright, Latin America in the Era of the Cuban Revolution , Westport, Prager, 2001; Clara Nieto, Los amos de la guerra y las guerras de los amos , Bogotá, Uniandes, 1999; Peter Wladmann y Fernando Reinares, Sociedades en guerra civil. Conflictos violentos de Europa y América Latina , Barcelona, Paidós, 1999; Andrés Oppenheimer, Ojos vendados. Estados Unidos y el neg ocio de la corrupción en América Latina , Buenos Aires, Sudamericana, 2001; John N. Plank, “The Caribbean: intervention, when and ho w”, en Foreign Affairs , 44 (1965-1966), pp. 37-48. Lesley Gill, The Schoo l of the Americas. Military Training and Political Violence in the Americas , Durham, Duke University Press, 2004; Tim Weiner, Le gacy of Ashes. The History of the CIA , Londres, Allen Lane, 2007, pp. 279-280. La cita final procede del libro de Hans Schmidt, Maverick G eneral , citado en Howard Zinn, History Matters. Conversations on Hist ory and Politics with David Barsamian , New York, Harper, 2006, pp. 9-10. Las guerras de América Central Charles D. Brockett, Political Movements and Violen ce in Central America , New York, Cambridge Unviersity Press, 2005; Las n oticias sobre el manual de asesinatos de la CIA en Kate Doy le and Peter Kornbluh, “CIA and assassinations: The Guatemala 19 54 documents”, en National Security Archive , electronic briefing book, nº 4; Kate Doyle, “The Guatemalan police archives”, en National Secur ity Atchive , 21 de noviembre de 2005 (sobre la actuación de Negroponte desde Honduras, Peter Kornbluh en National Security Archive , electronic briefing book nº 151, 12 de abril de 2005); Corey Robin, “Dedicat ed to democracy” en London review of books , 18 noviembre 2004, p. 3; Jorge Luján Muñoz, Breve historia contemporánea de Guatemala , México, Fondo de Cultura Económica, 1998; Oficina de Derechos Humanos del Ar zobispado de Guatemala, Guatemala: nunca más. Informe del Proyec to Interdiocesano Recuperación de la Memoria Histórica , Versión abreviada, San Sebastián, Tercera Prensa, 1998; Francisco Goldman, “Victory in Guatemala”, en New York Review of Books , 23 de mayo de 2002, pp. 77-83 (sobre el juicio de loas asesinos de Gerardi); Aryc h Neier, “The death of the good bishop”, en New York Review of Books , 22 de noviembre de 2007, pp. 30-32; “Guatemalan death squad dossier: i nternal military log reveals fate of 183 ‘disappeared’”, National Se curity Archive , electronic briefing book nº 15, 20 mayo 1999; Rache l Sieder, “Remembering and forgetting in Guatemala”, en Histo ry today , 55 (09) septiembre 2005, pp. 28-30. Elisabeth Burgos, Me ll amo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia , Barcelona, Argos-Vergara, 1983 (sobre el ataque de David Stoll a este libro, Hal C ohen, “The unmaking of Rigonerta Menchú”, en Lingua Franca , julio-agosto de 1999, pp. 48-55 y Ron Robin, Scandals and Scoundrels. Seven Case s that Shook the Academy, Berkeley, University of California Press, 2004, p p. 166-192)). Gareth Jenkins, “From Kennedy’s Cold War to the War on Terror”, History Today , 56 (6) junio 2006, pp. 39-41. La información sob re Honduras procede sobre todo de Leo Valladares Lanza y Susan C. Peacock, En busca de la verdad que se nos oculta. U n informe preliminar del Comisionado Nacional de los Derechos humanos sobre el proceso de desclasificación , sin más cambios que alguna corrección de estilo en las traducciones; he utilizado también un trabajo inédito de Elena Mur. Sobre El Salvador, El Salvador: entre el terror y la esperanza. Los sucesos de 1979 y su impacto en el d rama salvadoreño de los años siguientes , San Salvador, UCA editores, 1982; FDR y FMLN, El Salvador libre , s.l, s.e., c.1981.
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Según Gordievski, un defector del KGB, los sandinis tas no tuvieron inicialmente ningún apoyo de Moscú, que esperaba qu e fuese el pequeño pero ortodoxo Partido Comunista de Nicaragua el que reemplazase a los sandinistas, que procedían de una tradición liberta ria. No fue hasta fines de 1981 que Castro pudo convencerles de que e ran auténticos revolucionarios. Christopher Andrew y Oleg Gordievs ky, KGB. La historia interior de sus operaciones desde Lenin a Gorbachov , Barcelona, Plaza&Janés, 1991, p. 693; Carl Jensen, 20 years of censored news , New York, Seven Stories Press, 1997, pp. 92-93; E nrique Yeves, La Contra, una guerra sucia , Barcelona, Ediciones B, 1990; Dennis Rodgersm “A symptom called Managua”, en New Left Review , nº 49 (2008), pp. 103-120. Stephen Kinzer, “Our man in Ho nduras”, New York Review of Books , 20 de septiembre de 2001 y 18 de octubre de 2001, pp. 68-69; John Quigley, The Ruses for War. American In terventionism since World War II , Prometehus Books, Amherst, 2007, pp. 197-213. Sob re la actuación de Negroponte en Honduras, véanse los doc umentos publicados en National Security Archive , electronic brieging book nº 151 (12 de abril de 2005). Los países andinos
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