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La construcción y consolidación del Estado liberal (1833-
1868)
Con la muerte de Fernando VII desapareció el absolutismo monárquico y se inició un
proceso de cambio político hacia un sistema de carácter liberal en España. Este tránsito
hacia el liberalismo –que fue discontinuo e incierto y estuvo siempre amenazado por la
posibilidad de una victoria militar de los contrarrevolucionarios carlistas– se llevó a cabo
mediante la aprobación del Estatuto Real en 1834 y, posteriormente, de los textos
constitucionales de 1837 y 1845.
Durante este periodo (1833-1868), la intervención de los militares en los asuntos políticos y
la persistencia del movimiento armado carlista antiliberal fueron los dos factores que más
contribuyeron a hacer de España un país diferente y excepcional con respecto a otras
naciones de nuestro entorno geográfico y cultural en Europa occidental. Por el contrario, la
expansión de las formas de vida burguesas, el aumento de la urbanización, el descenso de la
tasa de mortalidad, el desarrollo industrial capitalista, la recepción de todas las modernas
teorías intelectuales y científicas, además de la consolidación de un sistema político-
institucional que garantizaba las libertades contradecían nuestra supuesta singularidad y
hacían de España un país comparable y muy similar –en términos generales– a otros países
como Italia, Francia, Portugal y Gran Bretaña.
1. La guerra civil carlista (1833-1840)
1.1. El conflicto por la sucesión al trono
Durante los últimos años de vida de Fernando VII ya se planteó un problema por la
sucesión al trono que, tras la muerte del rey, contribuyó a desencadenar una guerra civil en
España. En octubre de 1830 nació la princesa Isabel, primera hija de Fernando VII y
fruto de su matrimonio con María Cristina de Nápoles (joven hija del rey napolitano
Francisco I de Borbón que, además de ser sobrina y cuñada del monarca español, se había
convertido en su cuarta esposa en 1829, cuando sólo contaba 23 años de edad). Según las
normas que regulaban entonces la sucesión al trono español contenidas en la ley Sálica
aprobada por Felipe V en 1713, la corona sólo podía transmitirse entre varones, de tal
forma que las mujeres quedaban excluidas y únicamente podían hacer valer sus derechos al
trono en caso de faltar heredero varón en línea directa o colateral. Sin embargo, esta ley fue
derogada por Fernando VII al conocer la noticia del embarazo de su esposa. La nueva
disposición cambió la situación por completo, ya que la hija mayor del rey podía ahora
heredar el trono en caso de faltar hijos varones. Esto significaba la pérdida de todas las
opciones al trono para el infante Carlos María Isidro, que estaba respaldado por los
absolutistas más intransigentes.
Ante el aumento de las protestas de don Carlos, el rey Fernando VII adoptó a finales de
1832 tres importantes decisiones: obligó a don Carlos a marchar a Portugal por negarse a
reconocer a su sobrina Isabel como legítima heredera del trono, destituyó de sus cargos al
frente del Ejército a destacados partidarios del infante y ordenó una amnistía política para
todos los liberales presos o exiliados fuera del país. Inmediatamente después de conocer la
noticia del fallecimiento de Fernando VII en septiembre de 1833, su hermano Carlos
reclamó los derechos a la corona contra la pequeña princesa Isabel, que sólo tenía 3 años de
edad. Posteriormente se produjeron, en distintos lugares de la Península, numerosos
levantamientos armados en favor de don Carlos y dio comienzo así una guerra civil que
enfrentó a los partidarios carlistas contra los isabelinos.
Este conflicto sucesorio ocultaba en realidad un enfrentamiento entre dos sectores de la
sociedad española –carlistas contra isabelinos– con intereses ideológicos, políticos y
económicos completamente opuestos. El bando isabelino recibió el respaldo mayoritario
de las clases medias urbanas y de los empleados públicos, así como de casi todos los
individuos pertenecientes a los grupos dirigentes y más poderosos (alta burocracia estatal,
mandos del Ejército, jerarquías eclesiásticas, alta nobleza y grandes burgueses y hombres de
negocios). También los liberales eligieron la defensa de los derechos dinásticos de la
princesa Isabel confiando en la posibilidad de que una victoria en la guerra pudiera
favorecer su acceso al poder y facilitar el triunfo de sus ideas. Tras la muerte de Fernando
VII y como consecuencia de la minoría de edad de su hija Isabel, la reina viuda María
Cristina de Nápoles pasó temporalmente a asumir la regencia (es decir, la jefatura del
Estado).
1.2. La oposición al liberalismo: los carlistas
El infante don Carlos recibió el respaldo de todos aquellos sectores sociales que
contemplaban con temor la posibilidad de una victoria liberal por estar convencidos de que
las reformas amenazaban directamente sus intereses: los pequeños nobles rurales, una parte
del bajo clero, algunos de los oficiales más reaccionarios dentro del Ejército y numerosos
campesinos con pequeñas propiedades.
Por ejemplo, a la pequeña nobleza terrateniente le inquietaba la desaparición de sus
privilegios fiscales y la supresión de los mayorazgos, pero también temía verse desplazada
de su anterior posición predominante y perder su influencia en el ámbito de poder municipal
en los medios rurales. También se sumaron al bando carlista muchos humildes agricultores
de los territorios forales vasco-navarros, donde se beneficiaban de exenciones fiscales y
militares que podían ser eliminadas en caso de implantarse el principio liberal de igualdad
ante la ley. Lo mismo sucedía con el bajo clero rural, que intentaba evitar nuevas
desamortizaciones sobre sus propiedades y temía la abolición de los diezmos. En cualquier
caso, todos estos grupos sociales preferían la estabilidad y la seguridad que encontraban en
el tradicionalismo carlista, que fue un movimiento contrarrevolucionario de resistencia
al avance del liberalismo eminentemente popular, ya que el ejército de don Carlos estaba
integrado casi exclusivamente por combatientes voluntarios. En el aspecto geográfico, el
carlismo encontró una mayor implantación en Navarra, en las tres provincias vascas, en la
zona situada al norte del río Ebro y en la región castellonense del Maestrazgo. Sin embargo,
las tropas carlistas jamás lograron conquistar las grandes ciudades, ni siquiera Bilbao,
Pamplona o Vitoria.
Los antecedentes ideológicos del carlismo se encontraban en los sectores inmovilistas y
contrarreformistas favorables al absolutismo que, tras permanecer activos durante los años
del reinado de Carlos IV y de las Cortes de Cádiz, tuvieron su continuidad en el movimiento
de los guerrilleros ultrarrealistas antiliberales formado durante el reinado de FernandoVII.
El programa político carlista –que era bastante simple y poco concreto– se resumía en su
lema «Dios, Patria, Fueros y Rey». Sus valores y principios ideológicos más característicos
eran:
■ La defensa del absolutismo regio de origen divino y del mantenimiento, sin
modificaciones, de las jerarquías y privilegios sociales estamentales.
■ El integrismo religioso y la defensa plena de todos los intereses de la Iglesia: oposición a
la libertad religiosa, rechazo de las desamortizaciones y mantenimiento del diezmo. Este
catolicismo teocrático fue, por encima de cualquier otra idea u objetivo, la seña de identidad
esencial de los carlistas.
■ El mantenimiento de los fueros vascos y navarros amenazados por las propuestas
liberales de contenido igualitario, uniformizador y centralista.
■ El inmovilismo y la completa oposición a cualquier reforma, por considerar a los
liberales como enemigos de Dios y del rey.
■ La fidelidad a la «patria» entendida como un conjunto de tradiciones, normas,
costumbres y creencias seculares recibidas de los antepasados. Los carlistas rechazaban
todas las novedades del mundo moderno y se resistían al avance de la industrialización y del
capitalismo que, según ellos, ponían en peligro de desaparición los fundamentos de la
sociedad tradicional y agraria del pasado.
El símbolo que adoptaron los partidarios de don Carlos fue la bandera blanca con la Cruz
roja de Borgoña (o de San Andrés), una vieja insignia real que había sido utilizada por las
tropas de los monarcas Habsburgo españoles del siglo XVI.
Desde el punto de vista militar, la guerra civil entre carlistas e isabelinos tuvo tres
etapas:
a) Primera etapa (1833-1835).
El general Tomás Zumalacárregui –al mando de los 35.000 hombres del ejército carlista
del norte– empleó con éxito tácticas guerrilleras y logró controlar grandes espacios rurales
en las provincias vascas y en Navarra, aunque sólo consiguió dominar territorios
discontinuos y no llegó a ocupar ninguna gran ciudad. Precisamente este general (cuyo
hermano, Miguel Zumalacárregui, era liberal y llegó a ser diputado e incluso ministro en
1842) murió mientras intentaba tomar Bilbao. A lo largo de estos dos primeros años de
guerra apenas hubo combates en la mitad sur peninsular y ambos bandos emplearon brutales
métodos represivos contra sus adversarios, fusilando a soldados prisioneros e incluso a
civiles y mujeres. El general Ramón Cabrera se encargó de dirigir a las tropas carlistas,
formadas tan sólo por unos 5.000 hombres, en la región valenciano-aragonesa.
b) Segunda etapa (1836-1837).
Tras su éxito en Bilbao, el general liberal Baldomero Espartero accedió al mando supremo
del ejército isabelino y tuvo que afrontar una nueva ofensiva carlista. Las columnas armadas
carlistas realizaron varias expediciones penetrando en Castilla, Andalucía, Santander,
Asturias y Galicia con el propósito de extender los combates a otros territorios –donde
suponían la existencia de partidarios de don Carlos– y atenuar los devastadores efectos de
una guerra ininterrumpida sobre la población de las regiones vasco-navarras. El general
Miguel Gómez llegó hasta Cádiz, el general Juan Antonio Zaratiegui consiguió hacerse –
durante algunos días– con la ciudad de Segovia y las tropas carlistas llegaron incluso hasta
Arganda y Aravaca, a pocos kilómetros de la capital madrileña. Sin embargo, todas estas
operaciones fracasaron y los carlistas no encontraron nuevos respaldos de importancia entre
las poblaciones del centro y sur peninsular.
c) Tercera etapa (1838-1840).
El bando carlista, desmoralizado y debilitado por los enfrentamientos internos entre sus
jefes, sufrió continuas derrotas. Los fracasos militares provocaron un aumento de las
discrepancias, que terminaron por escindir a los dirigentes carlistas en dos facciones
opuestas: por una parte los ultras más duros, absolutistas extremistas e integristas católicos,
que se negaban a aceptar cualquier intento de solución pacífica del conflicto; por otro lado
se encontraban los carlistas más moderados –como los generales Gómez, Zaratiegui y
Maroto– que eran conscientes de la imposibilidad de una victoria militar y se mostraban
favorables a un pacto con los isabelinos a cambio del respeto a los fueros. El general Rafael
Maroto, que inició las negociaciones sin contar con don Carlos, llegó incluso a detener y
fusilar bajo la acusación de traición a varios generales del sector ultra como Guergué, Uriz y
Carmona. Aunque algunos cientos de combatientes carlistas continuaron resistiendo en
Aragón y Cataluña hasta julio de 1840, la guerra civil concluyó con la victoria de las
tropas liberales isabelinas, con la huída de don Carlos a Francia y con la firma del
Convenio de Vergara en 1839.
1.3. Aspectos internacionales de la guerra carlista
En Portugal también se produjo una guerra civil con características muy similares a la
española –entre 1831 y 1834– que enfrentó a los absolutistas acaudillados por el infante don
Miguel (los «miguelistas») contra los partidarios liberales (los «mariístas») de los derechos
al trono de su sobrina María da Gloria de Braganza, quien finalmente se hizo con la corona
portuguesa gracias al apoyo militar y económico de los gobiernos inglés y belga.
Las grandes potencias europeas también se implicaron y tomaron posiciones en el conflicto
civil español. Así, los países gobernados por monarcas absolutistas –Rusia, Austria, Prusia y
Nápoles– negaron su reconocimiento a la princesa Isabel, pero sólo apoyaron moral e
ideológicamente al bando de don Carlos.
Por el contrario, los gobiernos liberales de Francia, Gran Bretaña y Portugal ayudaron al
bando isabelino diplomática, financiera y materialmente. Además, facilitaron el suministro
de armamento y enviaron cuerpos armados a combatir en territorio español contra los
carlistas. Por ejemplo, la Legión inglesa –que luchó en el frente vasco hasta 1837– estaba
formada por casi 11.000 mercenarios reclutados en Inglaterra con permiso del gobierno
británico, que tuvo que superar acaloradas discusiones parlamentarias y agrias polémicas
periodísticas sobre la conveniencia de su envío. El coronel George Evans –un diputado
liberal radical inglés, amigo íntimo de Mendizábal– fue seleccionado para dirigir este cuerpo
de voluntarios contratados a condición de tener menos de 40 años de edad, superar los 160
cm de estatura y gozar de buena salud. No obstante, estos voluntarios ingleses –como
sucedió también con los llegados desde Francia– resultaron ser tropas de desecho y casi
inútiles, multiplicándose las deserciones entre sus filas. La legión auxiliar portuguesa, que
estaba formada por tropas del ejército regular bajo el mando del barón Das Antas, sí fue de
mayor ayuda para el bando isabelino. Además, el apoyo diplomático de las naciones
liberales se concretó en 1834 con la firma del Tratado de la Cuádruple Alianza entre
Gran Bretaña, Francia, Portugal y la España isabelina.
Por su parte, el Vaticano se declaró neutral. Otra muestra de la intervención extranjera en la
guerra civil fue la misión de lord Edward Granville Eliot, que llegó a España enviado por el
gobierno británico con el propósito de mantener gestiones con ambos bandos para
humanizar las condiciones de lucha y evitar los frecuentes excesos. En consecuencia,
carlistas e isabelinos firmaron en 1835 el llamado Convenio Eliot que garantizaba el buen
trato para los heridos y detenidos, el fin de las represalias contra la población civil y el
intercambio de prisioneros. Sin embargo, este tratado sólo tuvo aplicación efectiva en
territorio vasco y navarro.
1.4. La cuestión foral
La guerra concluyó con la firma del Convenio de Vergara –suscrito en 1839 por el general
carlista Rafael Maroto y por el general Baldomero Espartero en representación del bando
isabelino– que fue un compromiso donde predominó la búsqueda de la reconciliación entre
ambos bandos y el deseo de reintegrar a los derrotados carlistas en el nuevo sistema político
creado por los liberales vencedores. Así pues, el contenido de este convenio era
abiertamente conciliatorio. Los isabelinos reconocieron los grados de los oficiales y mandos
que habían servido en el bando carlista para facilitar su reinserción en el Ejército regular
español. Así lo hicieron muchos, como por ejemplo, el general Antonio Urbiztondo –que
consiguió ser ministro durante el reinado isabelino– o como el general Zaratiegui, que llegó
ser nombrado director general de la Guardia Civil.
Al mismo tiempo, el Convenio de Vergara incluía una ambigua promesa de mantenimiento
de los privilegios forales específicos de vascos y navarros. Sin embargo, poco después, en
1841, se aprobaron varias leyes según las cuales Navarra perdía sus aduanas, sus
privilegios fiscales, sus exenciones militares y sus instituciones propias de autogobierno
(como las Cortes). Pero a cambio, los navarros consiguieron un sistema fiscal muy
beneficioso, consistente en el pago de un cupo contributivo único anual –de reducida
cuantía– a la Hacienda estatal.
En 1841, las tres provincias vascas también perdieron algunos de sus viejos y
tradicionales privilegios forales, como las aduanas y las Juntas; asimismo fue derogado el
denominado «pase foral», un antiguo derecho de las instituciones jurídicas y municipales de
Álava, Vizcaya y Guipúzcoa a «obedecer pero no cumplir» y «retrasar pero no suspender»
las disposiciones y órdenes del gobierno estatal. No obstante, la población vasca conservó
su exclusión privilegiada y excepcional del servicio militar obligatorio. Algunos años
después, en 1846, se produjo un nuevo recorte de los fueros vascos con la introducción de
los denominados «conciertos económicos», por medio de los cuales se calculaba la
contribución anual de los ciudadanos vascos a los gastos generales del Estado. La cantidad
total de esta aportación era fijada, de manera pactada, entre los representantes de las
diputaciones forales de las tres provincias vascas y el gobierno estatal (este modelo fiscal
especial resultó bastante ventajoso para la población vasca).
2. El establecimiento del sistema liberal en España
2.1. La regencia de María Cristina de Nápoles (1833-1840)
En un momento en que los liberales ya se habían impuesto en Francia y Portugal, la muerte
de Fernando VII también dejó al absolutismo monárquico casi sin ninguna probabilidad de
supervivencia en nuestro país. Además, el levantamiento armado carlista y la posterior
guerra forzaron a la reina madre María Cristina de Nápoles –que personalmente estaba muy
lejos de simpatizar con las ideas liberales– a confiar en aquellos que habían sido los
máximos adversarios de su difunto esposo y a facilitar la introducción de reformas en el
sistema político. La alianza entre la reina regente y los liberales era indudablemente un
acuerdo de conveniencia, ya que los liberales parecían ser la única fuerza capaz de sostener
–frente a los carlistas– los derechos al trono de la pequeña hija de María Cristina. Así pues,
durante los años de la guerra civil fue reforzándose el vínculo entre el movimiento liberal y
la defensa de la causa de la princesa Isabel.
2.1.1. Los cambios jurídico-políticos: el Estatuto Real y la Constitución de 1837
Durante los cinco meses posteriores a la muerte de Fernando VII, el gobierno presidido por
Cea Bermúdez –con un antiguo afrancesado llamado Francisco Javier de Burgos en el
Ministerio de Fomento– ya impulsó algunas mínimas reformas como la reorganización de la
administración territorial mediante la división del país en 49 provincias, la prohibición de
crear nuevos gremios y la introducción de algunas libertades comerciales. Sin embargo, en
enero de 1834 y como consecuencia de la presión de los mandos liberales del Ejército y de
los embajadores de los gobiernos también liberales de Gran Bretaña y Francia, la reina
regente situó al frente del gobierno a Martínez de la Rosa. Este liberal moderado se encargó
de proyectar y aprobar el Estatuto Real con la intención de preparar el tránsito político
desde el absolutismo monárquico hacia un sistema representativo liberal.
2.1.1.1. El Estatuto Real de 1834
La promulgación del Estatuto Real, en 1834, contribuyó a estrechar la adhesión de los
liberales a la causa isabelina y demostró que María Cristina estaba dispuesta a favorecer un
cambio en la forma de gobierno para satisfacer a los liberales. El Estatuto Real era una ley
fundamental que combinaba la tradición con las novedades, y que fue concedida
graciosamente por la reina regente con la intención de renunciar a algunos de sus regios
poderes y competencias. Por lo tanto, su redacción se llevó a cabo sin ningún tipo de
participación por parte de representantes elegidos por los votantes. En realidad, su
contenido sólo incluía un reglamento de reforma de las Cortes, que pasaban a convertirse
en una asamblea para asesorar a la Corona. Además y por vez primera en nuestra historia
institucional, se organizó un novedoso sistema bicameral por el que, a semejanza del sistema
británico, las Cortes quedaban formadas por una Cámara alta de Próceres y una Cámara
baja de Procuradores.
La Cámara de Próceres estaba compuesta por los grandes de España, los arzobispos y
otros individuos que debían ser designados por el monarca con carácter vitalicio.
Los 118 miembros de la Cámara de Procuradores –que no recibían ningún sueldo por
desempeñar su cargo– eran elegidos por sufragio restringido indirecto, y las condiciones
fijadas para ser candidato exigían superar los 30 años de edad y los 12.000 reales de renta
anual personal. Sólo se concedió el derecho de voto a los 16.000 hombres más ricos del
país.
Con la composición de estas Cortes –cuyas funciones eran muy limitadas y hasta carecían
de iniciativa legislativa– se pretendía que hubiera representación tanto de las viejas elites
dirigentes del Antiguo Régimen (altos miembros de la nobleza y del clero), como de los
nuevos y minoritarios grupos burgueses más influyentes y poderosos. Aunque el monarca
dejó de concentrar todos los poderes de manera absoluta, conservó las atribuciones de
mayor importancia, como por ejemplo la potestad de convocar y suspender las reuniones de
Cortes. Asimismo, el consentimiento del rey era imprescindible para la elaboración y
aprobación de una ley.
En cualquier caso, el contenido del Estatuto Real no logró satisfacer las expectativas de
los liberales más exaltados y radicales, que sólo lo consideraban como un pequeño primer
paso hacia el establecimiento de un sistema parlamentario constitucional pleno. Por este
motivo, la mayoría de los procuradores elegidos –que eran conocidos y veteranos liberales
avanzados como Agustín Argüelles, Antonio Alcalá Galiano y Evaristo Pérez de Castro–
exigieron al gobierno desde el primer momento la realización de reformas más profundas.
En 1834 también se suprimió por decreto el Consejo de Castilla, que fue reemplazado por el
Consejo de Ministros o Gobierno como nuevo órgano central encargado de la dirección de
los asuntos políticos del país.
2.1.1.2. La diversificación del liberalismo: moderados y progresistas
Durante los años de la guerra civil también se produjo la división del liberalismo español en
dos tendencias distintas: los moderados y los progresistas. Aunque ambos grupos
colaboraban juntos en la lucha contra los carlistas, mantenían importantes diferencias
ideológicas y competían electoralmente. Y en ocasiones, los conflictos políticos entre
moderados y progresistas concluyeron también en violentos enfrentamientos por el poder.
a) Los moderados.
Formaban una especie de sector derechista dentro del liberalismo cuyas características y
propuestas ideológicas más destacadas consistían en:
■ La necesidad de hacer compatibles las libertades con el mantenimiento del orden
público y de la seguridad de las personas y de sus propiedades (para Martínez de la Rosa,
«la verdadera libertad consistía en el cumplimiento exacto de la ley»).
■ El rechazo de la subversión revolucionaria, que para Donoso Cortés era equivalente
«al pecado y era el mayor de todos los crímenes». La prioridad consistía en evitar todo
posible tumulto e insurrección popular, que a los ojos de los moderados eran «abominables
y anárquicas revueltas de las masas».
■ El propósito conservador de conjugar la tradición y el progreso moderno, para
mantener lo mejor del pasado y perfeccionarlo con la introducción de algunas reformas
inevitables, armonizando así lo nuevo con lo viejo. En cualquier caso, era preferible evitar
los excesos reformistas y ralentizar los cambios.
■ La defensa de una autoridad fuerte, que era considerada imprescindible para reprimir y
someter a los extremistas enemigos del liberalismo, es decir, a los carlistas por un lado y a
los radicales izquierdistas revolucionarios por otro. En consecuencia, los moderados
rechazaban la tiranía absolutista del Antiguo Régimen, pero se mostraban partidarios de que
el monarca continuara manteniendo importantes poderes y funciones.
■ La oposición a la democracia y al sufragio universal por temor a que los grupos
sociales más bajos (los obreros manuales asalariados urbanos y los jornaleros agrarios)
pudieran votar y participar en las decisiones políticas. Se consideraba que los individuos
pertenecientes a estos sectores sociales eran brutales, envidiosos, incultos e incapaces de
razonar, de entender las ideas políticas y de intervenir con responsabilidad en los asuntos de
gobierno. Por consiguiente, los moderados eran elitistas y defendían el gobierno de los
mejores, de manera que la minoría formada por los individuos superiores y más inteligentes
debía encargarse de la dirección de los asuntos colectivos. Según los moderados, la riqueza
de una persona era la mejor demostración de su inteligencia, de su ingenio, de su honradez y
de su esfuerzo en el trabajo. Por el contrario, la pobreza era contemplada como un signo de
estupidez. Así, Juan Donoso Cortés sostenía que «los menos inteligentes tenían obligación
de obedecer, mientras que los más inteligentes tenían derecho a mandar porque eran los
únicos que ofrecían una garantía y una posibilidad de acierto en el poder».
■ La limitación y el recorte de los derechos individuales porque, según afirmaba Antonio
Alcalá Galiano, «el hombre tenía como único derecho verdadero el de ser gobernado bien y
con justicia». En consecuencia, preferían una fuerte reducción del número de personas con
derecho de voto.
■ La oposición a cualquier intervención estatal dirigida a reducir las «inevitables
desigualdades» socioeconómicas. Se negaban a la existencia de ningún tipo de ayuda
pública costeada por el Estado para la asistencia de enfermos, indigentes, ancianos o
desempleados.
■ La conveniencia de mejorar las relaciones con la Iglesia católica evitando fricciones
con el clero y compensando a los eclesiásticos por los perjuicios ocasionados por la
supresión del diezmo y por las leyes desamortizadoras. El intelectual catalán Jaime Balmes
afirmaba la posibilidad de avanzar en el desarrollo industrial capitalista moderno
preservando simultáneamente las tradiciones católicas, y además aseguraba que la educación
religiosa cumplía una inestimable función político-ideológica como instrumento
imprescindible para controlar las conciencias de los obreros (conseguir que continuaran
siendo dóciles y resignados cristianos) y contener así el temible avance de los
revolucionarios extremistas.
■ La supresión de la Milicia Nacional por temor a su participación en insurrecciones
revolucionarias.
Los grandes terratenientes y los hombres de negocios más adinerados componían los
soportes sociales fundamentales del partido moderado. Algunos de sus líderes habían sido
exaltados radicales en su juventud –durante los años de la guerra de Independencia y las
Cortes de Cádiz– como Martínez de la Rosa, Toreno y Antonio Alcalá Galiano. Entre los
principales dirigentes también se encontraban muchos militares (como los generales Ramón
María Narváez, Fernández de Córdova, Juan de la Pezuela, Gutiérrez de la Concha y
Francisco Lersundi), brillantes abogados (Pedro José Pidal, Juan Bravo Murillo, Joaquín
Francisco Pacheco), miembros de la nobleza (marqués de Viluma, duque de Alba, duque de
Medinaceli, duque de Vistahermosa, duque de Sotomayor), destacados burócratas (Javier
de Burgos, Alejandro Mon, Ramón Santillán), prestigiosos intelectuales (Juan Donoso
Cortés, Jaime Balmes). Incluso hubo conocidos poetas como José Zorrilla, el duque de
Rivas, Ramón de Campoamor y Gustavo Adolfo Bécquer que formaron asimismo parte del
sector moderado. Los liberales moderados consiguieron permanecer en el poder casi
ininterrumpidamente desde 1844 hasta 1868.
b) Los progresistas.
También recibían el nombre de «avanzados» y componían el ala izquierda del liberalismo
español a mediados del siglo XIX. Los rasgos básicos de su proyecto ideológico y de su
discurso político eran:
■ La necesidad de ampliar el número de personas con derecho a voto para facilitar a
los individuos de las clases medias la participación en las decisiones políticas y evitar
así posibles insurrecciones revolucionarias populares. Por este motivo se mostraban también
favorables a imponer la elección popular de alcaldes y concejales en los ayuntamientos.
■ La conveniencia de realizar reformas más profundas y rápidas con la intención de
ampliar las libertades (religiosa, de prensa, de enseñanza) y transformar por completo la
sociedad española tomando como base los principios de la igualdad de oportunidades y la
meritocracia.
■ La oposición al carlismo y el temor a incontroladas insurrecciones populares. Los
progresistas compartían con los moderados su aversión a la democracia, a las
revoluciones violentas y al radicalismo. Por ello rechazaban la participación de las clases
bajas populares trabajadoras en la vida política y preferían excluir a los obreros asalariados,
a los criados y a los jornaleros rurales del derecho de voto.
■ La desconfianza hacia el clero católico. Los progresistas pretendían someter a la Iglesia
para acabar con su enorme poder económico, con su control sobre la enseñanza de los niños
y con su tradicional influencia sobre la población española.
■ La limitación de los poderes y atribuciones del monarca.
■ El mantenimiento y reforzamiento de la Milicia Nacional como garantía de las libertades.
Los apoyos sociales del sector progresista eran bastante heterogéneos, pero predominaban
los hombres pertenecientes a las clases medias urbanas: humildes artesanos, pequeños
comerciantes, profesores, médicos, tenderos y empleados administrativos. Entre los más
sobresalientes líderes del progresismo tampoco faltaron generales del Ejército (como
Baldomero Espartero, Juan Prim o Evaristo San Miguel), además de hábiles hombres de
negocios (Juan Álvarez Mendizábal, Pascual Madoz) y conocidos periodistas o abogados
como José María Calatrava, Salustiano Olózaga, Joaquín María López y Fermín Caballero.
Los liberales progresistas sólo ocuparon el gobierno durante breves periodos entre 1835-37
y 1841-43, así como durante el bienio de 1854 a 1856.
Dentro de las filas del progresismo se produjo, hacia 1849, una escisión por la izquierda
cuando los demócratas decidieron separarse para crear un partido diferente. Las señas
ideológicas distintivas del nuevo partido demócrata eran la defensa del sufragio universal,
la ampliación de los derechos de asociación y expresión sin limitaciones, el establecimiento
de la enseñanza pública gratuita, la reforma del sistema fiscal para introducir impuestos
proporcionales, la supresión del servicio militar obligatorio, la implantación de los jurados
populares en la administración judicial, la supresión de los fueros vascos y la ampliación de
la asistencia social estatal. Los demócratas justificaban su exigencia del derecho de voto
para todos los ciudadanos varones (según el principio «un hombre, un voto») recordando
que los trabajadores ya entregaban «contribuciones de sangre y dinero» y que, en
consecuencia, tenían derecho a participar en las decisiones políticas. Rechazaban el sufragio
restringido y descalificaban el «neoabsolutismo» de los moderados que «bajo la máscara del
liberalismo intentaban usurpar la libertad de los demás para que los más ricos gozasen
exclusivamente del privilegio de todos los derechos». Por este motivo, el partido demócrata
siempre alentó la movilización de los grupos sociales más desfavorecidos, sin excluir el
recurso a la violencia insurreccional revolucionaria. Casi todos los demócratas eran
republicanos antimonárquicos y anticlericales. Además, entre ellos había muchos que
simpatizaban con las novedosas teorías del socialismo utópico, como el joven y entusiasta
José Ordax Avecilla o como José María Orense, un excéntrico marqués que combatió en las
barricadas de varias revoluciones. Otros líderes demócratas fueron el incansable agitador y
periodista navarro Sixto Cámara y Fernando Garrido, un pintor y escritor que fue
encarcelado y exiliado varias veces.
Estas agrupaciones políticas creadas por moderados y progresistas eran «partidos de
notables», es decir, organizaciones poco numerosas formadas y dirigidas por personas con
prestigio y dinero para atraer votos y cubrir gastos. Estos partidos, que intentaban difundir
sus ideas en periódicos y folletos, no pretendían conseguir apoyos sociales masivos y
multitudinarios porque sólo unos pocos millares de hombres tenían entonces derecho a
voto. Con frecuencia, los políticos profesionales que estaban al frente de los partidos solían
ser hombres cultos y excelentes oradores, que habían ejercido con éxito la abogacía o que
se dedicaban al periodismo publicando asiduamente libros y artículos en la prensa escrita.
2.1.1.3. La Constitución de 1837
Durante el verano de 1835, el gobierno presidido por el moderado Martínez de la Rosa
parecía incapaz de vencer a los carlistas y se multiplicaron las protestas de los liberales más
extremistas, que se encargaron de organizar y animar continuas revueltas callejeras en
numerosas ciudades. Algunas fábricas fueron asaltadas y destruidas por la multitud, e
incluso el mismo jefe de gobierno sufrió un atentado. Asimismo, en Barcelona, Zaragoza y
Murcia se produjeron violentas revueltas populares anticlericales, fueron quemados varios
conventos y 85 clérigos murieron asesinados. El motivo que contribuyó a desatar esta brutal
matanza colectiva de frailes fue el resentimiento provocado por el respaldo mayoritario del
clero católico al bando absolutista del infante don Carlos. Todos estos acontecimientos
intimidaron a la reina regente quien, con la intención de frenar los desmanes, tomó la
decisión de encargar la formación de gobierno a los liberales progresistas con Juan Álvarez
Mendizábal a la cabeza. Este nuevo gobierno emprendió la desamortización eclesiástica,
suprimió los gremios, introdujo las plenas libertades de producción y comercio, reforzó los
efectivos de la Milicia Nacional (de 30.000 a 400.000 miembros), ordenó el alistamiento de
50.000 hombres para el Ejército (con el propósito de derrotar a los carlistas), amplió el
número de personas con derecho a voto y rebajó en un 40% la cantidad de dinero que el
Estado adeudaba a los compradores de títulos de deuda pública (que perdieron así parte de
su inversión).
Sin embargo, a lo largo de los meses siguientes, los altercados callejeros no disminuyeron,
ni tampoco las agitaciones políticas. Hasta que, en 1836, un grupo de suboficiales del
Ejército se sublevó en la Granja de San Ildefonso e irrumpió en el palacio real forzando
a la reina regente a suspender el Estatuto Real y restablecer la Constitución de 1812. Los
promotores de esta insurrección fueron los liberales progresistas, que habían quedado
insatisfechos con las mínimas reformas introducidas por el Estatuto Real. Este suceso,
además de demostrar la resolución de los progresistas a recurrir a la violencia para hacerse
con el gobierno, ponía en evidencia los duros enfrentamientos que mantenían moderados y
progresistas por ocupar el poder y definir la forma del sistema político.
Poco después las Cortes emprendieron la elaboración de la Constitución de 1837 que,
aunque fue presentada como una revisión de la Constitución de Cádiz, se diferenciaba de
esta en muchos aspectos. El nuevo texto constitucional configuró un sistema político
monárquico constitucional de clara inspiración progresista, que incorporaba también buena
parte de las ideas propuestas por los moderados. Los aspectos más relevantes de su
contenido eran:
■ La síntesis entre los principios de soberanía nacional y de soberanía compartida, pues se
declaraba que la potestad legislativa pertenecía a «las Cortes con el rey».
■ La introducción del bicameralismo parlamentario, tal y como funcionaba entonces
también en Gran Bretaña, Francia, Bélgica y EE UU Todas las leyes debían ser aprobadas
por las dos cámaras de las Cortes: el Congreso de Diputados y el Senado. No obstante, en
la práctica, el Congreso de Diputados adquirió una mayor relevancia porque allí se
encontraban los principales dirigentes de los partidos y los políticos más valiosos, brillantes
y famosos. Los miembros del Senado debían ser designados por el rey a partir de una lista
de candidatos elegidos por los votantes.
■ El mantenimiento de importantes atribuciones en manos del rey: iniciativa legislativa,
derecho de veto ilimitado y designación de senadores. Además, el monarca se encargaba del
nombramiento de los ministros, aunque según el principio de «doble confianza» para que
las Cortes pudieran controlar la labor del gobierno (en caso de desacuerdo entre la mayoría
de los diputados y el rey, este debía decidir entre cambiar el Consejo de Ministros y
nombrar otro diferente que contara con el respaldo parlamentario, o bien disolver las Cortes
y convocar nuevas elecciones).
■ El reconocimiento de los derechos individuales y de la libertad de imprenta como garantía
de la libertad de expresión.
■ La afirmación de la libertad religiosa y el compromiso del Estado a mantener
económicamente al clero católico, que había perdido la mayor parte de sus rentas como
consecuencia de la desamortización.
La Constitución de 1837 se completó con una nueva ley electoral que establecía el voto
directo y el sufragio restringido masculino para la elección de diputados. Este sistema
electoral fijaba limitaciones o restricciones de carácter económico y educativo para
conceder el derecho de voto, de modo que los derechos políticos plenos (derecho a votar y
a ser elegido) quedaban reservados exclusivamente a una minoría de hombres a quienes se
consideraba capacitados para participar en los asuntos políticos. Esta capacidad debían
demostrarla cumpliendo determinadas condiciones: poseer propiedades agrarias e
industriales, sobrepasar determinada cantidad en pago de impuestos directos o tener un
título universitario. Así, sólo se concedió el derecho de voto al 2% de la población, unos
240.000 hombres mayores de 25 años, a quienes se consideraba cualificados por su riqueza
e inteligencia para intervenir de forma responsable en la toma de decisiones políticas (la
proporción electores / habitantes era de 1/58, teniendo en cuenta que la población total
española no superaba los 13 millones). Este tipo de sufragio fue defendido por la mayoría
de los liberales europeos, durante casi todo el siglo XIX, porque desconfiaban de las masas
(obreros y campesinos indigentes e incultos) y consideraban que los individuos sin medios
económicos y sin estudios carecían de aptitudes suficientes para entender e intervenir en los
asuntos políticos. Además, la posibilidad de una masiva participación del pueblo en la
elección de los gobernantes representaba una grave amenaza para la posición de poder y los
intereses materiales de los terratenientes y de los burgueses propietarios de las empresas. En
esta época, sólo el 3% de los holandeses y el 2% de los belgas tenían derecho al voto,
mientras que según las leyes electorales de Gran Bretaña, Portugal y Suecia únicamente el
5% de la población podía ejercer el voto.
2.2. La regencia del general Espartero (1841-1843)
En 1840, María Cristina fue obligada a renunciar a la regencia tras un nuevo
enfrentamiento con los progresistas a causa de una modificación en la ley de
Ayuntamientos. En contra de los deseos de los progresistas, la reina se oponía a que los
alcaldes fuesen elegidos por los vecinos de cada municipio, y por el contrario, propugnaba
su designación regia con el objeto de convertir a los alcaldes en una especie de delegados
bajo el completo control del gobierno central. Además, María Cristina siempre se identificó
con los moderados y era bastante impopular entre los progresistas, a quienes sólo había
facilitado el acceso al gobierno –y siempre ante la amenaza de revueltas populares– durante
unos pocos meses a lo largo de los siete años de duración de la guerra civil. A todo esto se
sumaba la frágil posición institucional de la reina regente, quien dos meses después de
enviudar de Fernando VII contrajo matrimonio en secreto –de manera imprudente y
escandalosa– con un apuesto teniente de la Guardia Real de 25 años de edad llamado
Fernando Muñoz.
Por su parte, los progresistas estaban convencidos de que, tras la derrota carlista, ya no
necesitaban a la reina regente y podían prescindir de ella. De manera que, después de
producirse violentos disturbios en numerosas ciudades, María Cristina fue incapaz de
soportar la presión progresista y marchó al destierro.
En consecuencia, el general Baldomero Espartero, que contaba con el respaldo de los
progresistas, resultó elegido por las Cortes para asumir la regencia. Este militar disfrutaba
de una enorme popularidad tanto por su humilde origen social (era hijo de un modesto
artesano constructor de carruajes), como por su participación en los combates contra los
franceses durante la guerra de la Independencia y contra los independentistas
hispanoamericanos. Pero, sobre todo, sus victorias militares contra los carlistas le habían
convertido en un verdadero mito popular y en un ídolo para los progresistas. Durante los
años de su regencia se recortaron los fueros vasco-navarros y se aceleraron las ventas de
bienes desamortizados con la orden de subastar todas las propiedades del clero secular a
excepción de las iglesias, los edificios escolares y las viviendas de los sacerdotes. En 1843,
ya se habían vendido el 75% de las propiedades que pertenecieron a las comunidades
religiosas de regulares y el 30% de los bienes del clero secular diocesano. En un intento de
someter al clero, los gobernantes progresistas llegaron incluso a elaborar un proyecto –
jamás llevado a cabo a causa de las protestas del Vaticano– que obligaba a los sacerdotes
españoles a obtener un certificado de lealtad al régimen liberal como condición
indispensable para continuar con el ejercicio de su labor pastoral.
Tampoco faltaron varios intentos de sublevación armada contra el regente Espartero por
parte de algunos generales moderados favorables a María Cristina como Antonio de
Urbiztondo, Diego de León y Manuel Montes de Oca (estos dos últimos acabaron fusilados
como castigo). Sin embargo, el acontecimiento que precipitó la caída de Espartero fue el
estallido de una violenta revuelta popular en la ciudad de Barcelona en diciembre de
1842. Esta insurrección –que aunó excepcionalmente a burgueses y obreros catalanes– se
originó por la acumulación de factores tan diversos como la insatisfacción laboral de los
trabajadores (como consecuencia de la disminución de los salarios y las subidas de
impuestos), la intensa actividad propagandística de los republicanos demócratas y la
protesta de comerciantes y fabricantes ante la difusión de la noticia –muy perjudicial para
sus intereses económicos– de un proyecto de acuerdo comercial librecambista con el
gobierno británico. Espartero mandó bombardear la ciudad para dominar la algarada urbana
y los cañonazos de la artillería dejaron cientos de muertos y más de 500 edificios destruidos.
Este suceso liquidó el prestigio personal del general progresista quien, seis meses después,
perdió la regencia tras una sublevación impulsada por mandos militares pertenecientes al
partido moderado –como los generales Ramón María Narváez y Gutiérrez de la Concha–
con la sorprendente participación de algunos militares progresistas como el general
Francisco Serrano y el coronel Juan Prim. Espartero se marchó a Londres.
3. El reinado de Isabel II (1843-1868)
Isabel II comenzó su reinado, con sólo 13 años de edad, en 1843. Y poco después, en 1846,
contrajo matrimonio con su primo carnal Francisco de Asís de Borbón, un marido impuesto
por los intereses y las presiones contrapuestas de los gobiernos de Francia y Gran Bretaña.
Como de costumbre, el enlace regio se celebró multitudinariamente en la capital con
representaciones teatrales, misas, corridas de toros, fuegos artificiales, monumentos
efímeros, vistosas cabalgatas callejeras de carruajes y disfraces, titiriteros, músicos, desfiles
y espectaculares bailes, sin olvidar el reparto de limosnas y comida entre los más pobres. Sin
embargo, este matrimonio resultó un fracaso, los esposos se tenían aversión mutua y las
evidentes infidelidades de la reina provocaron continuos conflictos entre los cónyuges. La
reina Isabel era una mujer obesa, muy piadosa y extrovertida, pero carente de la madurez y
de la formación necesarias cuando asumió el trono a una edad tan temprana.
3.1. El predominio de los moderados
Durante la mayor parte del reinado de Isabel II (1843-1868), los liberales moderados
lograron hacerse con el control de los gobiernos dominando así la escena política. La reina
siempre les confió la formación de gobierno y jamás eligió a los progresistas. La respuesta
de estos últimos, al verse excluidos permanentemente del poder, consistió en optar por el
retraimiento del juego político (una forma de protesta consistente en negar su participación
en las elecciones al considerarlas amañadas por los moderados), o bien recurrir a
procedimientos violentos –como el pronunciamiento militar o la insurrección popular
armada– para forzar a Isabel II a entregarles el gobierno.
Así pues, el partido moderado permaneció en el gobierno de manera ininterrumpida entre
1844 y 1854, y la figura más destacada de esta década fue el general Ramón María
Narváez que, con la colaboración de Pedro José Pidal, desempeñó la presidencia del
gobierno en varias ocasiones. Esta época transcurrió en aparente estabilidad, tranquilidad y
orden, sin que se produjeran sobresaltos, disturbios o agitaciones subversivas de
importancia ni gravedad. Las actuaciones políticas más relevantes que llevaron a cabo los
moderados desde el poder fueron:
■ La creación de la Guardia Civil en 1844. Las principales funciones que asumió este
cuerpo de policía rural (compuesto por unos 6.000 agentes y dirigido por el duque de
Ahumada) consistieron en el mantenimiento del orden público, la protección de la seguridad
de las personas, la defensa de las propiedades, la lucha contra el bandolerismo y la represión
de revueltas sociales.
■ La aprobación de una nueva ley de Ayuntamientos, en 1845, para introducir el
nombramiento gubernativo de todos los alcaldes entre aquellos concejales que habían
resultado elegidos previamente por los vecinos de cada municipio según un restrictivo
sistema electoral por sufragio limitado. De este modo, el gobierno –que también podía
sustituir fácilmente a los alcaldes según su conveniencia– consiguió estrechar el control
sobre la vida municipal con la intención de evitar insurrecciones locales y de manipular a su
antojo el desarrollo de las elecciones.
■ La reforma del sistema fiscal elaborada en 1845 por el ministro Alejandro Mon y por un
experto economista llamado Ramón Santillán. Con esta reorganización se pretendía mejorar
la eficacia del sistema de impuestos para obtener un aumento de los ingresos estatales,
reducir el déficit y costear la realización de modernas infraestructuras y de nuevos servicios
públicos (como la construcción de canales y caminos, de la red telegráfica y de las obras de
canalización de agua para el abastecimiento de las ciudades). Después de esta reforma, los
impuestos quedaron clasificados en:
a) Impuestos directos: la contribución por actividades industriales y comerciales, y la
contribución territorial sobre las propiedades inmobiliarias urbanas y sobre los rendimientos
de las fincas rústicas cultivadas (un impuesto que constituía la base del sistema y que
representaba el 25% de los ingresos fiscales totales).
b) Impuestos indirectos: las tarifas aduaneras, el impuesto sobre transmisión de bienes
(herencia, compraventa) y el impuesto de «consumos» (una importante e impopular tasa
que gravaba el consumo de algunos artículos de primera necesidad como el jabón, las
carnes, las bebidas alcohólicas, el aceite de oliva y la harina).
Durante estos años, el Estado carecía de los medios suficientes para evitar el fraude y
tampoco disponía del personal necesario para efectuar el cobro de los impuestos. Por este
motivo, el procedimiento utilizado para recaudar el impuesto sobre actividades agrícolas
consistía en la distribución y el reparto del pago territorialmente, de forma que el gobierno
asignaba a cada provincia y a cada localidad (teniendo en cuenta su número de habitantes y
la información sobre su riqueza estimada) un cupo o cantidad fija total de dinero a pagar.
Posteriormente, el ayuntamiento de cada localidad se encargaba de decidir con plena
libertad la manera de distribuir la carga fiscal entre todos los vecinos del municipio y de fijar
las cuotas personales (esto último provocó numerosas situaciones de injusticia). Con
respecto al método de recaudación de la contribución por actividades industriales y
comerciales, el gobierno también se encargaba de fijar un cupo para que, posteriormente, las
distintas asociaciones locales de fabricantes y comerciantes se ocupasen de repartir la carga
tributaria entre todos sus miembros. Para percibir el impuesto de consumos fue necesario
establecer en todas las estaciones de ferrocarril y en los caminos de acceso a las ciudades
unos puestos (casetas donde permanecían constantemente los recaudadores con las básculas
y los vigilantes armados) para controlar las entradas y salidas de personas transportando
alimentos, cobrar las tasas e inspeccionar las mercancías (carros con frutas y verduras,
cestas de huevos, cántaras de leche, piezas de carne, cajas con quesos, etc). La recaudación
de este impuesto fue arrendada con frecuencia a empresas privadas, que asumían la gestión
de su cobro a cambio del pago de una renta fija. De cualquier forma, la introducción ilegal
de productos –una práctica que entonces recibía el nombre de «matute»– estaba muy
extendida, ya que resultaba muy complicado para los «guardas consumeros» custodiar
todas las posibles vías de entrada a las ciudades. A mediados del siglo XIX, el Estado
destinaba un 33% de sus gastos totales a costear el mantenimiento del Ejército, un 25% al
pago de los intereses de la deuda, un 15% a la realización de obras públicas, un 8% para la
subvención del clero, un 7% al pago de los salarios de los empleados públicos, un 2% para
la familia real y un 1’5% a la educación. Entonces apenas existían gastos estatales en
asistencia y protección social (por ejemplo, no había pensiones de jubilación para los
ancianos, ni subsidios a desempleados, ni atención médica gratuita para la población).
■ La elaboración y aprobación de una Constitución en 1845 para sustituir al anterior
texto constitucional de 1837. En su redacción intervinieron de manera destacada los
políticos extremeños Juan Donoso Cortés y Juan Bravo Murillo. Aunque esta nueva
Constitución fue tachada de «revanchista» por los progresistas, su contenido presentaba
bastantes elementos de continuidad con el texto constitucional de 1837 (por ejemplo, en el
tema de la soberanía compartida entre la Corona y las Cortes, así como en el
reconocimiento de la obligación del Estado de mantener económicamente al clero). En
cualquier caso, los aspectos más novedosos de la Constitución de 1845 eran la afirmación
de la confesionalidad del Estado (con la declaración del catolicismo como única religión de
la nación española), el robustecimiento de la autoridad del monarca (que pasó a convertirse,
por encima de las Cortes, en la fuerza política más poderosa y preeminente, ocupando el
centro del poder en el proceso de toma de decisiones) y la introducción de modificaciones
en el Senado, cuyos miembros pasaban a ser designados exclusivamente por el rey entre
individuos que debían superar los treinta años de edad y pertenecer a la nobleza, al
generalato, al alto clero o poseer una elevada fortuna personal (de este modo, la
composición social de los senadores españoles se asemejó a la de la Cámara de los Lores
británica).
■ La disolución de la Milicia Nacional (en 1845), en cuyas filas se contaban numerosos
jornaleros y obreros urbanos desempleados y que siempre fue contemplada por los
moderados como un peligroso cuerpo armado bajo la influencia y el control de los
progresistas más radicales.
■ La modificación de la legislación electoral, en 1846, por medio de la cual se duplicó la
cantidad de dinero exigida en pago de impuestos directos para adquirir el derecho de voto
con la intención de reducir así el número de electores a 97.000 hombres (sólo un 0,8% de la
población total española).
■ La neutralización de un intento de revolución llevado a cabo por los demócratas y
los republicanos más exaltados en marzo de 1848. El general Narváez se encargó de
liquidar con gran rapidez a los insurrectos, que habían conseguido levantar algunas
barricadas en las calles más estrechas del casco viejo de Madrid, Barcelona y Alicante.
Varios amotinados fueron fusilados por su participación en este levantamiento. Ese mismo
año, también se repitieron las insurrecciones revolucionarias y los violentos disturbios en
numerosas ciudades alemanas, belgas, austriacas, polacas, italianas, suizas y danesas. En
París, cerca de 100.000 personas ocuparon las calles y construyeron cientos de barricadas,
consiguiendo en sólo tres días –al contrario de lo que había sucedido en España– destronar
al rey Luis Felipe de Orleáns y proclamar la república democrática francesa.
■ La solución de los problemas pendientes con el Vaticano gracias a la firma del
Concordato de 1851. El gobierno español se comprometió a paralizar las ventas y subastas
de bienes desamortizados, permitió el regreso a la Península de varias órdenes religiosas
suprimidas anteriormente y cedió por completo al clero el control sobre la enseñanza de
niños y jóvenes (en todos los centros educativos públicos, privados y universidades)
conforme a los valores religiosos más puros. Por su parte, la Santa Sede aceptó como un
hecho consumado las ventas de tierras desamortizadas realizadas años antes, perdonó a los
compradores de dichas propiedades suspendiendo su excomunión, y no puso objeciones
para que la Corona recuperase su tradicional y antigua prerrogativa de patronato con
derecho a intervenir en la elección de los obispos. Además, en este tratado con el Vaticano
–suscrito cuando Juan Bravo Murillo ocupaba la presidencia del gobierno– se regulaban con
detalle las cantidades anuales de dinero que el Estado debía entregar al clero en
compensación por las pasadas desamortizaciones (por ejemplo, al arzobispo de Toledo se le
asignaban 160.000 reales y a un simple coadjutor ayudante del párroco 2.000 reales). Como
resultado del Concordato, la Iglesia se distanció del carlismo y logró recuperar buena parte
de su influencia sobre la sociedad española, mientras que los liberales moderados
consiguieron obtener el importante apoyo del clero. Al mismo tiempo, el gobierno prohibió
y fijó multas para todo libro, artículo periodístico o caricatura que «hicieran mofa de los
dogmas católicos o excitaran a la irreligión».
■ La reducción del déficit estatal mediante la conversión de la deuda efectuada por
Bravo Murillo en 1851. Por medio de esta operación financiera, que fue planteada para
encubrir la insolvencia y la bancarrota económica del Estado, el gobierno rebajó
unilateralmente el pago de los intereses y el valor de los títulos de deuda pública (y por lo
tanto rebajó así la cantidad de dinero a devolver por el Estado en concepto de prestamo).
Esto ocasionó un grave perjuicio a los compradores de títulos de deuda, que perdieron más
de la mitad de su dinero invertido años antes. En aquella época, otros países como Turquía,
México, Grecia, Portugal o Italia también conocieron apuradas situaciones financieras y se
encontraron con frecuencia al borde de la suspensión de pagos.
■ El establecimiento de la enseñanza primaria pública gratuita y obligatoria para
todos los niños de 6 a 9 años de edad. El ministro moderado Claudio Moyano fue el
impulsor en 1857 de esta ley educativa, cuya aplicación quedó frustrada porque el Estado
carecía de recursos y se desentendió de los gastos de su financiación. Por el contrario, la ley
obligaba a cada municipio a costear las escuelas y los resultados fueron muy
decepcionantes: el 60% de la población infantil permanecía sin escolarizar en 1890, la
mayoría de los niños escolarizados estaban en centros privados católicos y los maestros
rurales cobraban siempre con retraso sus escasos salarios. Curiosamente, los planes de
estudio aprobados para el nivel elemental no incluían ninguna asignatura de «Historia de
España», pero el estudio del «Catecismo cristiano e Historia Sagrada» era obligatorio.
■ La actividad exterior española durante esta etapa estuvo marcada por la dependencia
con respecto a los intereses de Francia y Gran Bretaña, y por la prioridad concedida al
mantenimiento de nuestras colonias: Cuba, Puerto Rico, Filipinas, los archipiélagos de las
Marianas, Carolinas y Palaos en el océano Pacífico y otros reducidos enclaves en África (la
costa guineana de Río Muni y las islas Elobeyes, Annobón, Fernando Poo y Corisco).
Todos estos territorios eran de pequeña extensión y resultaban difíciles de defender por su
dispersión y alejamiento de la Península.
3.2. La evolución política entre 1854 y 1868
3.2.1. El bienio progresista
A principios de 1854, la tensión política y el descontento social habían aumentado como
consecuencia del alza de precios, del desempleo y del descubrimiento de ciertos escándalos
de corrupción y enriquecimiento ilegal que implicaban a varios ministros y algún miembro
de la familia real (en concreto, al esposo de la madre de la reina). Estas circunstancias
fueron aprovechadas por los progresistas para desalojar del poder a los moderados.
Además, algunos liberales centristas –encabezados por el general de origen irlandés
Leopoldo O’Donnell– también se decidieron a colaborar con los militares progresistas en la
preparación de una sublevación. Aunque este levantamiento contra el gobierno
moderado se llevó a cabo únicamente con 2.000 soldados, fue secundado por una
insurrección popular organizada por los demócratas radicales, que movilizaron a cientos de
sus partidarios para provocar alborotos, protestas y alzar barricadas en las calles de
diferentes ciudades. En los enfrentamientos murieron casi 100 personas entre ambos
bandos.
El éxito del pronunciamiento militar en combinación con la revuelta urbana obligó a Isabel
II a entregar el gobierno nuevamente al general Espartero, pero los progresistas sólo
retuvieron el poder entre 1854 y 1856. Durante este bienio, su acción más notable fue la
realización de la desamortización municipal, una tarea que fue dirigida por el ministro
Pascual Madoz.
A lo largo de esta breve etapa de predominio progresista, las dificultades fueron continuas y
los gobernantes tuvieron enormes dificultades para contener la inflación, frenar el
desempleo, evitar las huelgas y mantener la tranquilidad pública a causa del incremento de la
delincuencia y de la repetición de los motines callejeros, de los tumultuosos asaltos a los
depósitos de grano, de la destrucción de varias fábricas de harina y de las ocupaciones de
fincas por los jornaleros en el sur peninsular. La persistencia de esta problemática situación
inclinó al general O’Donnell a romper su colaboración con Espartero, una decisión que
provocó la caída de los progresistas y contribuyó a facilitar el regreso de los moderados al
poder. Así pues, el general Narváez recuperó la presidencia del gobierno en 1856.
3.2.2. Los años del gobierno de la Unión Liberal (1858-1863)
El general Leopoldo O’Donnell presidió el Consejo de Ministros –desde 1858 hasta 1863–
al frente de un nuevo grupo político llamado Unión Liberal, que fue creado con la
pretensión de ocupar el espacio del centro ideológico y recoger lo mejor tanto de
moderados como de progresistas. En las filas de este partido militaron jóvenes como el
escritor Antonio Cánovas del Castillo y el abogado Manuel Alonso Martínez, generales
como Francisco Serrano, Juan Topete y Antonio Ros de Olano, sin que faltaran veteranos
políticos como Antonio Ríos Rosas, Manuel Cortina y Nicomedes Pastor Díaz.
El gobierno unionista potenció la expansión del ferrocarril, impulsó el desarrollo industrial,
favoreció la entrada de empresas e inversores de capital extranjeros y sofocó un nuevo
intento de levantamiento armado carlista encabezado por el hijo del ya fallecido don Carlos
María Isidro. Además, O’Donnell abandonó la inclinación al aislamiento y a la introversión
–que habían caracterizado la política exterior de anteriores gobiernos– para emprender una
serie de insólitas e incoherentes intervenciones militares en puntos dispersos de África,
América y Asia con la indisimulada intención de ampliar la expansión territorial colonial
de nuestro país.
El gobierno intervino en Cochinchina –actualmente Vietnam– enviando una expedición
militar de castigo por el asesinato de varios misioneros españoles. Nuestras tropas, que
participaron en la conquista de Saigón y del delta del río Mekong, recibieron en 1862 la
orden de retirada tras obtener del gobierno de aquel país asiático una indemnización de 2
millones de dólares y garantías para que los evangelizadores españoles pudieran actuar con
plena libertad. El gobierno español prefirió descartar la conquista de territorios, cuya
ocupación sólo parecía reportar inciertos beneficios, pero los franceses sí optaron por
retener algunos enclaves vietnamitas.
Marruecos fue el escenario de la actuación exterior más importante y popular llevada a
cabo durante los años de gobierno de los unionistas de O’Donnell. En 1859, los ataques
marroquíes contra Ceuta sirvieron de justificación para que el gobierno español decidiera
enviar –con la unanimidad entusiasta de todos– un cuerpo de ejército formado por 40.000
soldados al norte de África. Esta guerra contra los marroquíes desató una inmediata oleada
de patriotismo y de euforia colectiva en todos los sectores de la opinión pública del país.
Así, los periódicos demócratas izquierdistas saludaron la intervención militar porque nos
convertía en «herederos de Lepanto» y porque España «necesitaba reconquistar el puesto
que había perdido en el mundo». En el mismo tono apasionado, el líder republicano Emilio
Castelar afirmó que teníamos la obligación de «imponer la civilización y el progreso»;
mientras que desde una posición ideológica bien distinta, el obispo de Ávila coincidía al
celebrar y justificar esta nueva guerra como una continuación de la Reconquista para
someter a los «infieles y bárbaros africanos enemigos del cristianismo». En 1860, nuestro
ejército derrotó a las tropas marroquíes y ocupó la ciudad de Tetuán (donde se abrió
inmediatamente una iglesia católica). Además, esta fue una de las victorias que facilitaron la
gestación del mito y de la popularidad del general Juan Prim. Sin embargo, más de 6.000
soldados españoles murieron en esta guerra colonial (en su mayoría víctimas del cólera), y
apenas se obtuvieron ventajas territoriales, pues únicamente se consiguió la ampliación del
perímetro de la ciudad de Ceuta y la cesión a perpetuidad de un diminuto enclave pesquero
en Santa Cruz del Mar Pequeña (Ifni), además de una indemnización de 100 millones de
pesetas (que sirvió para compensar sobradamente los 50 millones gastados por nuestro
gobierno en esta campaña militar). Finalmente, el gobierno británico salió en defensa de sus
intereses en la zona del Estrecho gibraltareño e impuso sus presiones para que España
firmara un armisticio con el Sultán de Marruecos y nuestras tropas abandonaran Tetuán y se
alejaran de Tánger, impidiendo así la ampliación de la influencia española en el norte de
África. En cualquier caso, y como prueba del enorme valor simbólico de esta campaña
africana, se construyeron dos leones de bronce flanqueando la escalinata de acceso al
Congreso de diputados con el metal fundido de los cañones capturados a los enemigos
marroquíes.
En colaboración con franceses e ingleses, también se envió a México en 1861 otra
expedición militar formada por 6.000 hombres bajo el mando del general Prim. El motivo
fue la orden del gobierno revolucionario presidido por Benito Juárez de suspender el pago
de las deudas contraídas por México con varios países europeos. Tras el éxito de las
negociaciones con el gobierno mexicano, nuestras tropas regresaron a España en 1862.
El motivo de la intervención en Santo Domingo fue la inaudita petición del gobierno
presidido por Pedro Santana solicitando la reincorporación a España y renunciando así a la
independencia. El temor a una invasión desde Haití (un país de población negra muy pobre
que había sido colonia francesa) impulsó a los grandes terratenientes dominicanos blancos y
a sus gobernantes a buscar la protección de España. El gobierno de O’Donnell aprovechó
esta inesperada oportunidad en un intento por reforzar la presencia de nuestro país en el
Caribe –una región donde España ya poseía Cuba y Puerto Rico– y decidió llevar a cabo la
anexión, de manera precipitada, en 1861. Además, el gobierno norteamericano no pudo
oponerse, ya que EE UU se encontraba al borde de la guerra civil de secesión entre
nordistas y sudistas. Sin embargo, a los pocos meses comenzaron las insurrecciones
guerrilleras antiespañolas y nuestro gobierno se vio forzado a enviar 30.000 soldados.
Después de cientos de muertos y cuantiosos gastos, las tropas españolas evacuaron
definitivamente la isla de Santo Domingo en 1865.
En conjunto, la mayoría de las expediciones militares efectuadas en el extranjero durante el
gobierno unionista no reportaron ganancias territoriales para España y resultaron inútiles y
costosas. El deseo de impresionar a los gobiernos europeos con una demostración de fuerza
e iniciativa, que contribuyera a la exaltación de la imagen de nuestro país ante el exterior
para recuperar así el prestigio y la posición de la nación española en el escenario
internacional, fue el propósito básico que empujó a O’Donnell a realizar estas
intervenciones extraeuropeas. El general O’Donnell perdió la jefatura del gobierno en 1863,
ya que sus permanentes enfrentamientos personales con Alonso Martínez, Cánovas, Ríos
Rosas y Pastor Díaz terminaron por debilitar su liderazgo dentro de la Unión Liberal.
3.2.3. El funcionamiento del sistema político durante la época isabelina: corona,
partidos, intervencionismo militar y fraude electoral.
Durante la época isabelina, las interferencias de la reina en los asuntos de gobierno, el
predominio político de los mandos militares y el fraude electoral fueron tres factores que
contribuyeron a desvirtuar y deformar la letra y el contenido teórico de las normas
constitucionales del sistema liberal español. Además, la incompatibilidad y el enfrentamiento
cada vez más áspero entre moderados y progresistas fue otra de las notas esenciales que
caracterizaron la vida política española entre 1840 y 1868.
La intervención personal de Isabel II en las cuestiones de gobierno fue permanente. La
reina utilizó los poderosos recursos que poseía (capacidad de veto absoluto, derecho de
disolución de las Cortes y nombramiento de ministros y senadores) para participar e influir
en las decisiones políticas. En todo caso, los deseos y actuaciones de Isabel II siempre
estuvieron condicionados por las personas que formaban su «camarilla» o círculo íntimo de
amistades, que aprovecharon su estrecha relación con la reina para intrigar y maniobrar en
beneficio de sus intereses particulares, influir en los nombramientos ministeriales o intentar
enriquecerse valiéndose de sus privilegiados contactos. Entre los miembros de esa camarilla
cortesana que rodeaba a Isabel II había aristócratas y parientes de la reina, pero también se
encontraban su confesor -el sacerdote catalán Antonio María Claret- y la extravagante sor
Patrocinio (que tenía fama de milagrera y era conocida como la «monja de las llagas» por
sus estigmas y sus éxtasis místicos).
Isabel II siempre prefirió a los moderados por motivos ideológicos y religiosos, ya que la
reina era una persona muy piadosa y consideraba que los progresistas eran hostiles al clero
católico. Este continuado apoyo regio facilitó al partido moderado el acceso al gobierno y la
monopolización del poder. Por su parte, los progresistas no encontraron otra opción a su
marginación política que recurrir a la fuerza –mediante pronunciamientos militares e
insurrecciones populares– en un intento desesperado por alcanzar así el gobierno.
Fuera cual fuera el signo político del partido que ocupaba el gobierno, el fraude y las
manipulaciones electorales para falsear los resultados de las votaciones se convirtieron
en una práctica constante (como sucedió en otros países europeos a mediados del siglo
XIX). Los métodos utilizados para consumar el falseamiento de las elecciones en nuestro
país fueron muy variados: empleo de intimidaciones y coacciones sobre los electores,
compra de votos, alteración de las actas, manipulación de los listados de electores para
excluir a las personas «non gratas» e incluir a individuos difuntos (luego otros votaban
suplantando su nombre), apertura anticipada de las urnas, clausura del colegio electoral sin
esperar a la hora oficial de cierre y sustitución de unas papeletas por otras durante el
escrutinio de los resultados. En cualquier caso, lo único cierto es que durante los años de
reinado de Isabel II ningún gobierno que convocó unas elecciones las perdió.
La preponderancia y el protagonismo de los altos mandos del Ejército en la vida
política española fue continua. Este hecho, que era novedoso, pues durante el siglo XVIII
los generales jamás mantuvieron ambiciones políticas, fue convirtiéndose en un fenómeno
crónico. Los mandos militares desviaron sus actividades de las funciones concretas que les
reservaban las leyes (la defensa frente a posibles agresiones exteriores) para intervenir en los
asuntos de gobierno y desempeñar un papel predominante en las cuestiones políticas
internas. Los medios que utilizaron para actuar en la vida política iban desde el ejercicio de
presiones y amenazas sobre los gobernantes, hasta el recurso a la violencia saltándose
abiertamente la legalidad por medio de pronunciamientos o golpes de Estado. Entre 1833 y
1874, la intromisión activa de los militares de alta graduación (que entonces recibían el
nombre de «espadones») en las luchas políticas provocó decenas de pronunciamientos
exitosos o fallidos. Asimismo, varios generales (Espartero, Narváez, O’Donnell, Serrano,
Prim) lideraron los principales partidos y ocuparon en diferentes momentos la presidencia
del gobierno; además, muchos otros mandos del Ejército desempeñaron puestos de enorme
relevancia como ministros y senadores (por ejemplo, en 1853 había 93 jefes militares en el
Senado). Algunos de los motivos de esta preeminencia militar fueron:
■ El prestigio y la popularidad ganadas por unos cuantos generales en los campos de batalla
durante la interminable serie de conflictos bélicos que sostuvo España a lo largo del siglo
XIX (guerra de Independencia antinapoleónica, guerra contra los independentistas
hispanoamericanos, guerras civiles carlistas, guerras coloniales en el norte de África, guerra
de Cuba).
■ La debilidad de los gobernantes y políticos civiles, que carecían de apoyos sociales y
populares amplios y sólidos como consecuencia de las limitaciones para ejercer el derecho
de voto (sufragio restringido) y de la persistencia del fraude electoral. Por ello, los políticos
civiles carecieron de poder efectivo propio y recurrieron al Ejército en busca de figuras
fuertes para encabezar los partidos. Además, la incompatibilidad excluyente entre
moderados y progresistas convirtió a los pronunciamientos militares en el único instrumento
que poseían los diferentes grupos políticos para alcanzar el poder y acceder al gobierno.
■ La ambición de los militares de alta graduación, que aprovecharon su ventajosa posición
de fuerza al disponer del mando sobre tropas armadas y obligadas a obedecer
disciplinadamente sus órdenes. A esto se añade que, como el número de oficiales era
excesivo, la participación en sublevaciones se podía convertir en una forma de obtener
rápidos ascensos en el escalafón militar. Sin embargo, casi todos los generales españoles del
XIX fueron sinceramente liberales y esta convicción ideológica les apartó de cualquier
tentación de convertirse en dictadores.
En la España isabelina, el servicio militar era obligatorio y por sorteo. Una ley sobre
reclutamiento de tropas aprobada en 1837 introdujo la posibilidad de evitar la realización
del servicio mediante el pago en metálico al Estado de una determinada cantidad de dinero
(esta práctica también existía en Bélgica, Holanda, EE UU y Francia). Como la suma
exigida era bastante elevada, se crearon empresas privadas de seguros –como La Peninsular
fundada por Pascual Madoz o El Seguro Mutuo de Quintas creado por Ramón Mesonero
Romanos– que se especializaron en este asunto. Así, desde el nacimiento de un niño varón,
sus padres iban entregando periódicamente pequeñas cantidades de dinero a la compañía
aseguradora con el propósito de reunir, en el futuro, la suma necesaria para librar del
reclutamiento al hijo.
3.2.4. La crisis del moderantismo
A partir de 1865, los gobiernos moderados presididos por el general Narváez y por Luis
González Bravo desarrollaron una actuación política extremadamente autoritaria y
represiva. Abusaron de su poder, actuaron con demasiada frecuencia al margen de la
Constitución y no dudaron en emplear métodos casi dictatoriales. Por ejemplo, el ministro
Manuel Orovio –responsable de los asuntos educativos– expulsó de la Universidad a varios
profesores demócratas y republicanos como Julián Sanz del Río, Fernando de Castro,
Nicolás Salmerón y Emilio Castelar por impartir en sus clases teorías contrarias al dogma
católico y a la monarquía. Estas medidas provocaron varias protestas estudiantiles, que
concluyeron con una desmesurada carga de la Guardia Civil en las calles de Madrid saldada
con 9 muertos y 200 heridos. Otras demostraciones de la intransigencia y la arbitrariedad de
los gobernantes moderados fueron la detención y destierro a Canarias de algunos generales
opositores (Serrano, Topete, Dulce), la expulsión del país del duque de Montpensier
(cuñado de Isabel II) y el nombramiento como ministro de Carlos Marfori (amante de la
reina y pariente de Narváez).
Esta actitud gubernamental contribuyó a incrementar el aislamiento tanto del partido
moderado como de la misma reina, que no dejó de respaldar a los moderados y fue
perdiendo cada vez más apoyos sociales y políticos. Los progresistas y los demócratas
reaccionaron ante estos acontecimientos preparando nuevos pronunciamientos –como el
fallido intento de sublevación militar encabezado por el general Prim en Villarejo de
Salvanés el 3 de enero de 1866– y concertando un pacto que fue negociado en la ciudad
belga de Ostende durante el verano de 1866. Por este acuerdo, se comprometieron a sumar
sus fuerzas e iniciar los preparativos de un levantamiento para desalojar por la fuerza a los
moderados del gobierno y derribar a Isabel II. Poco después, los miembros de la Unión
Liberal –que tras la muerte de O’Donnell en 1867 estaban dirigidos por el general Serrano–
también se incorporaron a esta alianza. En consecuencia, la descomposición política del
régimen moderado acabó por arrastrar también a la Corona y a la persona de Isabel II.
ACTIVIDADES
1. Texto histórico. Proclama carlista (7 de octubre de 1833)
«Alaveses: ha llegado por fin aquel día en que la perfidia liberal ha de ser exterminada para
siempre del suelo español. Sí, magnánimos y esforzados alaveses: no ha terminado aún en
nuestra patria la tiranía de los pérfidos españoles, indignos a la verdad de este nombre; no
han desaparecido de nuestro suelo aquellos que han abolido nuestros fueros y libertades
patrias.
Su execración contra el Dios Santo; la libertad de pensar; la inmoralidad; las venganzas; los
robos; los asesinatos; la abolición de nuestros fueros y privilegios; en una palabra, la
destrucción de los altares y la ruina de los tronos que el Sumo Hacedor tiene establecidos
para bien de la humanidad; tales son los verdaderos designios de la facción revolucionaria, y
tal es el estado fatal y el abismo de males en que esta vil canalla pretende precipitar a
nuestra amada patria.
Alaveses todos: vuestro legítimo soberano es quien en este día os habla y llama para
defender la religión y salvar la patria. Elegid, alaveses; españoles, elegid: de vuestra decisión
depende la existencia del trono español: en vuestras manos tenéis la felicidad y la ruina de
vuestra patria. Católicos sois, y la causa de Dios os llama protectores del altar; sois leales y
fieles vasallos, y el mejor y más deseado de los reyes espera vuestro auxilio para exterminar
la canalla liberal y consolidar su trono: nada os detenga. ¡Viva Carlos V, viva nuestro
Augusto Soberano!»
1. Señala las ideas principales del texto.
2. ¿Quién era Carlos V y por qué aspiraba a convertirse en rey de España?
3. ¿Qué grupos sociales apoyaban a los carlistas?
4. ¿Cuáles eran los antecedentes ideológicos del carlismo?
5. ¿Qué valores y principios defendían los carlistas?
6. ¿Cómo concluyó la guerra carlista?
2. Texto histórico. Constitución de 1845.
“Art. 7º No puede ser detenido, ni preso, ni separado de su domicilio ningún español, ni
allanada su casa sino en los casos y en la forma que las leyes prescriban.
Art. 9º Ningún español puede ser procesado ni sentenciado sino por el Juez o Tribunal
competente, en virtud de leyes anteriores al delito y en la forma que éstas prescriban.
Art. 10º No se impondrá jamás la pena de confiscación de bienes, y ningún español será
privado de su propiedad sino por causa justificada de utilidad común, previa la
correspondiente indemnización.
Art. 22º Para ser diputado se requiere ser español, del estado seglar, haber cumplido veinte
y cinco años, disfrutar la renta procedente de bienes raices, o pagar por contribuciones
directas la cantidad que la ley electoral exija, y tener las demás circunstancias que en la
misma ley se prefijen.
Art. 24º Los diputados serán elegidos por cinco años.
Art. 64º Todo lo que el Rey mandare o dispusiere en el ejercicio de su autoridad, deberá ser
firmado por el ministro a quien corresponda, y ningún funcionario público dará
cumplimiento a lo que carezca de este requisito.
Art. 66º A los tribunales y juzgados pertenece exclusivamente la potestad de aplicar las
leyes en los juicios civiles y criminales; sin que puedan ejercer otras funciones, que las de
juzgar y hacer que se ejecute lo juzgado.
Art. 75º Todos los años presentará el gobierno a las Cortes el presupuesto general de los
gastos del Estado para el año siguiente, y el plan de las contribuciones y medios para
llenarlos; como asimismo las cuentas de la recaudación e inversión de los caudales públicos
para su examen y aprobación.
Art. 76º No podrá imponerse ni cobrarse ninguna contribución que no esté autorizada por la
ley de presupuestos u otra especial.”
1. ¿Qué partido político impulsó la aprobación de este texto constitucional?
2. ¿Cuáles eran los aspectos más innovadores del contenido de esta Constitución?
3. Explica los artículos 64º, 75º y 76º.
3. Texto histórico. Defensa de la igualdad de oportunidades realizada por el político
progresista Joaquín María López
«Se pretende sólo que la inteligencia y la laboriosidad sean títulos para todos, que les abran
camino a su prosperidad y a su fortuna; que la legislación remueva las trabas y estorbos que
impiden a los ciudadanos que no nacieron en una elevada fortuna, llegar a tenerla algún día;
que todo, en una palabra, se cifre y descanse sobre el trabajo, la virtud y los principios,
porque esta es la base del contrato social, o más bien del idealismo social. No es, pues,
absolutamente exacto que el pueblo deba buscar su bienestar en el trabajo y la virtud: con
trabajo y con virtud pudiera ser muy desgraciado si las leyes no protegiesen el primero y
recompensasen la segunda.»
1. ¿Quiénes eran los progresistas y qué principios ideológicos defendían?
2. ¿Cuáles eran sus apoyos sociales?
3. ¿Qué medidas adoptaron los progresistas cuando gobernaron durante el llamado bienio
progresista (1854-56)?
4. Texto histórico. Proclama del general O’Donnell durante la guerra de Marruecos
(1859)
“Soldados: Vamos a cumplir una noble y gloriosa misión. El pabellón español ha sido
ultrajado por los marroquíes, la Reina y la patria confían a vuestro valor el hacer conocer a
su pueblo semi-bárbaro que no se ofende impunemente a la Nación española.
Soldados: mostraos dignos de la confianza de la Reina y de la patria, haciendo ver a la
Europa, que nos mira, que el soldado español es hoy lo que ha sido siempre cuando ha
tenido que defender el Trono de sus Reyes, la independencia de su patria o vengar las
injurias hechas a la honra nacional.
Nuestra causa es la de la justicia y la civilización contra la barbarie: el Dios de los Ejércitos
bendecirá nuestros esfuerzos y nos dará la victoria.”
1. Explica las causas y el desarrollo de esta campaña militar en Marruecos.
2. ¿Qué otras intervenciones armadas exteriores realizó España durante los años de
gobierno del general Leopoldo O’Donnell (1858-63)? ¿Qué objetivo tenían?
3. ¿Cuáles fueron, en conjunto, los resultados obtenidos en estas intervenciones militares?
4. ¿Cómo justifica O’Donnell la guerra en este texto?
5. Explica quiénes fueron y qué papel histórico desempeñaron los siguientes
personajes:
Tomás Zumalacárregui
María Cristina de Nápoles
Baldomero Espartero
Ramón María Narváez
Claudio Moyano
Juan Álvarez Mendizábal
6. Explica el significado de los siguientes conceptos y hechos históricos:
Fueros vasco-navarros
Estatuto Real de 1834
Convenio de Vergara (1839)
Partido moderado
Reforma fiscal de 1845
Sufragio restringido masculino
Preponderancia militar
Concordato de 1851
Pacto de Ostende (1866)
Unión Liberal
7. Señala las diferencias entre:
- El partido progresista y el partido demócrata.
- El Estatuto Real de 1834 y la Constitución de 1837.
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