la religión romana
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LALA RELIGIÓNRELIGIÓN ROMANAROMANA
ÍNDICE
1. Introducción.
2. Dioses y culto público.
3. Dioses Lares y culto doméstico.
4. La divinización del Emperador.
5. Epígrafe: el carácter atemporal del fenómeno religioso romano.
Bibliografía.
Anexo: Síntesis de la religión romana.
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Hay y ha habido, pues,filósofos que eran de la opinión de que las divinidades no
tenían ningún tipo de preocupación por los asuntos de los hombres; pero, si este
pensamiento fuera auténtico, ¿qué razón de ser tendrían la piedad, la santidad y la
religión?
(M. T. Cicerón, La naturaleza de los dioses 1, 3)
1. Introducción.
El objetivo fundamental que se pretende lograr mediante el
estudio de la religión romana no es otro que analizar las
características fundamentales de la misma, examinando el papel de
las prácticas y manifestaciones cultuales, tanto en la esfera privada
como en el ámbito público. En esta introducción nos ocuparemos de
señalar las funciones de la religión en el mundo romano. Las
actuaciones cultuales de la esfera pública, las manifestaciones
religiosas del ámbito privado y el culto imperial son objeto,
respectivamente, de los apartados 2, 3 y 41. En cada uno de ellos se
intentará analizar la relación entre los hombres y lo divino, como
vínculo necesario que se concreta en diferentes modos; aislar los
conceptos fundamentales de la religiosidad de los romanos,
estudiando los rasgos dominantes y las principales manifestaciones y
prácticas de su actuación cultual; así como también conocer las
1 Para la elaboración de este trabajo se han tenido en cuenta, entre otros, los siguientes estudios: Jean Bayet, La religión romana: historia política y psicológica, Madrid: Editorial Cristiandad, 1984; J. M. Blázquez, S. Montero y J. Martínez Pina, Historia de las religiones antiguas. Oriente, Grecia, Roma, Madrid: Cátedra, 1993; J. Contreras, Diccionario de la religión romana, Madrid: Ediciones Clásicas, 1992; P. Grimal, La civilización romana: vida, costumbres, leyes, artes, Barcelona: Ediciones Paidós, 1999; Francisco Marco Simón, Francisco Pina Polo, José Remesal Rodríguez, Religión y propaganda política en el mundo romano, Barcelona: Universidad de Barcelona, 2002. Estas y otras referencias pueden verse en el apartado Bibliografía.
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divinidades y los ritos propios de la esfera pública y privada, viendo
quién las protagoniza y quiénes las organizaban. Por último, el
apartado 5 contiene un epígrafe en el que se planteará la cuestión de
la atemporalidad del fenómeno religioso romano.
Rasgos principales de la religión romana
Dentro de las características dominantes de la religión romana,
algunas pueden ser consideradas como constantes funcionales, más
allá de la evolución diacrónica. Tal es el caso de la desacralización de
los mitos. Uno de los aspectos de la religión romana que más llama la
atención es la presunta ausencia de una mitología romana
propiamente dicha. Esta opinión, sin embargo, debe matizarse. Los
romanos sí tienen mitos, pero estos han sido sometidos a un proceso
de historización o pseudohistorización. Por otra parte, los romanos
adoptaron de otros pueblos, especialmente de los griegos, muchos
mitos.
El pragmatismo es otra constante de la religiosidad romana. Es
cierto que la religión romana contaba con un gran sentido práctico y
utilitario. Así, el hombre romano empleaba la religión para satisfacer
sus necesidades. El pragmatismo puede verse reflejado además en
un ritualismo basado en acciones estereotipadas que se cumplen de
forma mecánica. El conservadurismo es otra nota dominante. Este
rasgo conlleva una permanencia casi inalterada de los actos y
rituales litúrgicos. Como resultado de este, se mantienen de forma
constante creencias, costumbres, dioses, instituciones, sacerdocios,
ritos y prácticas. Otra de las particularidades de la religión romana
es su naturaleza permeable, esto es, la introducción de prácticas y
cultos foráneos, algo que se deriva del pragmatismo anteriormente
citado. La mentalidad religiosa romana se muestra flexible a la
absorción de divinidades o de manifestaciones religiosas extranjeras,
siempre y cuando respondieran a una necesidad concreta y
presentaran una codificación estricta. El politeísmo romano es, sin
duda, oportunista y abierto a nuevas divinidades, pero sin renunciar
por ello a sus dioses.
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Resumiendo, se puede decir que la religión y lo religioso lo
impregna todo en el mundo romano, tanto lo público como lo
privado: la omnipresencia de los dioses se hacía presente en las
ceremonias de carácter público, así como en la tutela de las
instituciones del Estado, en donde no hay separación posible entre
religión y poder político.
Cultos y ritos
La religión romana puede definirse como praxis ritual. Para un
romano ser religioso era cumplir con el acto cultual oportuno de un
modo convencionalmente admitido. En el acto ritual quedaba
rigurosamente establecido qué había que hacer; dónde, cómo y
cuándo se tenía que llevar a cabo, quiénes lo ejecutaban y a quiénes
iba destinado. La praxis ritual romana se concretaba en una serie de
actos, tales como la plegaria, el himno, el voto, el sacrificio, las
técnicas adivinatorias, las lustraciones, o los banquetes sagrados. El
marcado ritualismo de la religión romana no dejaba lugar a la
improvisación.
La forma para ellos era tan importante como el contenido; esto
puede verse reflejado, por ejemplo, en los pasos que debía seguir
una plegaria. Las plegarias tenían, por norma común, el siguiente
esquema —si bien podía variar en la finalidad específica buscada—:
invocación a la divinidad correspondiente, formulación de la petición,
justificación del dios escogido y captación de su benevolencia, y
finalmente, la petición propiamente dicha. La plegaria podía,
además, adoptar varias modalidades dependiendo de los ámbitos en
los que se desarrollaba. Así, eran muy distintas las plegarias
privadas de las públicas.
No siempre se obtenía de las plegarias los resultados
esperados. Entonces, el hombre romano, para asegurarse del
cumplimiento de una petición, ofrecía a los dioses algo a cambio de
su ayuda: el voto y la promesa. El uotum era la formulación solemne
de una demanda a las divinidades que, si era satisfecha, llevaba
consigo la realización de un culto en beneficio suyo. Igualmente, una
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plegaria podía ser complementada con una ofrenda o un sacrificio,
manifestaciones específicas del uotum. En las ofrendas solían
presentarse alimentos de la tierra, tales como cereales, vino, leche o
miel, dependiendo de la celebración o la divinidad a quienes estas
iban destinadas. Dentro de la religiosidad doméstica, la ofrenda más
común era la libatio, consistente en el derramamiento de vino o
leche en honor a la divinidad.
El sacrificium es una variante de la ofrenda; en este caso se
sacrifican animales vivos, como la oveja, el buey, la vaca o el caballo,
entre otros. Para un romano, el sacrificio era el rito más satisfactorio
para los dioses, motivo por el cual estaba muy extendido en la
Antigua Roma. El modo en el que se ponía fin al sacrificio era la
celebración comunitaria de un banquete sagrado, epulatio, en donde
los asistentes comían la carne de las víctimas. Al igual que otras
prácticas de la religiosidad romana, el banquete, en especial en la
esfera pública, estaba sometido a unas reglas muy estrictas. Incluso
se creó un colegio sacerdotal —los epulones— como garantía de un
correcto desarrollo del festín. Los epulones tenían como función
principal organizar un banquete sagrado en honor de Júpiter Óptimo
Máximo durante la celebración, el 13 de noviembre, de los Juegos
Plebeyos. En la época de la República, este tipo de banquete era más
bien algo excepcional. Esta situación cambió a raíz de la influencia
griega, algo que puede comprobarse, por ejemplo en tipos de
banquetes tales como los lectisternia y sellisterna. Una característica
común a ambos era la participación de las divinidades.
El arte de la adivinación romana tenía como fin conocer la
voluntad de los dioses. Esta se llevaba a cabo, principalmente, en
aquellos actos públicos en donde era necesario asegurarse la
aprobación divina. Podemos distinguir dos grandes ramas dentro del
arte adivinatorio: la adivinación inspirada y la adivinación inductiva o
deíctica. En la primera, un elegido —un profeta o una sibila— recibe
las palabras de la divinidad que, posteriormente, es necesario
interpretar. El segundo tipo de adivinación tiene su base en la
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interpretación de toda clase de señales que se consideran enviadas
por los dioses.
La manifestación más importante de la adivinación inspirada
es, sin duda, los Libros Sibilinos, que contenían las profecías de la
Sibila de Cumas. Estos libros, rodeados de un gran misterio, se
consideraron como valor en sí mismos y estaban asociados al fatum
—destino—, puesto que contenían vaticinios sobre el futuro de la
mismísima Roma. Otra forma de adivinación inspirada entre los
romanos era la oniromancia, mántica basada en la interpretación de
los sueños. En cuanto a la segunda forma de adivinación esta era
más frecuente en el mundo romano. Las señales más habituales que
las divinidades enviaban eran de tipo visual, y se conocían con el
nombre genérico de auspicium. Otros signos no relacionados con el
vuelo de las aves, considerados igualmente advertencia sobrenatural,
eran el rayo, el relámpago, o los movimientos de los animales. Todos
estos eran tenidos como prodigium. Los encargados de interpretar
dichos prodigios eran, sobre todo el colegio de los augures —
encargados de interpretar el vuelo de las aves— y el de los
haruspices —que se ocupaban de leer las vísceras de los animales
sacrificados. La especialización del arte adivinatorio en Roma puede
verse, así mismo, en los numerosos mecanismos para captar la
voluntad divina, entre los que podemos citar la fulguratura o
keraunoscopia, que se ocupaba de los rayos.
2. Dioses y culto público.
Según la mentalidad romana, cualquier acción individual o
colectiva en la vida de los hombres implicaba la participación activa
o pasiva de la divinidad, tal y como apuntábamos anteriormente. El
ámbito público no es a este respecto ninguna excepción, sino todo
lo contrario: los romanos atribuían a sus dioses una presencia
constante en las diversas manifestaciones de la esfera política. En
Roma, esta materialización cultual de la religión pública puede
verse en la concepción del Estado como una gran casa; como tal,
muchos elementos que luego veremos en el terreno religioso
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privado, pasan al ámbito de la actuación pública. El Estado procuró
reglamentar todos los actos públicos en materia cultual, logrando
así un eficaz mecanismo de cohesión política y control social.
Las fiestas religiosas
El calendario religioso romano reflejaba la hospitalidad de
Roma ante los cultos y divinidades de los territorios conquistados.
Originalmente eran pocas las festividades religiosas estrictamente
romanas. Algunas de las más antiguas sobrevivieron hasta finales del
Imperio, preservando la memoria de la fertilidad y los ritos
propiciatorios de un primitivo pueblo agrícola. A pesar de ello, se
introdujeron nuevas fiestas que señalaron la asimilación de los
nuevos dioses. Llegaron a incorporarse tantas festividades que los
días festivos eran más numerosos que los laborables. Entre las
fiestas religiosas romanas más importantes figuraban las Saturnales,
las Lupercales, las Equirria y los Juegos Seculares.
Partiendo de la triple división establecida por Georges
Dumézil, entre función productiva, guerrea y político–jurídica,
podemos ver una serie de rituales y festividades asociadas a cada
uno de estos ámbitos.
En primer lugar, en relación con la función productiva o
reproductiva, en Roma se celebraba desde época inmemorial, un
conjunto de ritos cuyo fin era propiciar la fertilidad del territorio y la
continuidad de la sociedad. Las dos principales celebraciones eran
los Parilia o Palilia, y los Lupercalia. También tenían lugar otras
festividades, como los Fordicidia y la fiesta de Dea Dia. La primera
de estas tenía lugar el 21 de abril —coincidiendo con el aniversario
de la fundación de la ciudad— en honor de una divinidad llamada
Pales, protectora de los pastores y los rebaños. Los Lupercalia, por
su parte, eran una antigua fiesta en la que originariamente se
honraba a Lupercus, un dios pastoral de los itálicos. Se celebraba el
15 de febrero en la cueva de Lupercal en el monte Palatino, donde se
suponía que una loba había amamantado a los legendarios
fundadores de Roma, los gemelos Rómulo y Remo. Por último se
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pueden citar los Fordicilia, celebrados el 15 de abril en honor de
Tellus, diosa de la Tierra; y la fiesta de la Dea Dia, en el mes de
mayo.
Si pasamos al ámbito guerrero, debemos mencionar, en primer
lugar los rituales que se celebraban durante el mes de marzo,
dedicado al dios de la guerra, Marte, como por ejemplo los Equirria,
el Armilustrium, el Tubilustrium o los Quinquatrus. En octubre
también tenían lugar fiestas guerreras; la más conocida era el
October Equus, el ‘caballo de octubre’.
Numerosos son también los ritos de la esfera política y jurídica.
Sería imposible aquí enumerar y describir todas las celebraciones
que tenían lugar. Por eso únicamente citaremos dos de las
festividades más conocidas. La primera son las Fiestas Saturnales o
Saturnalia. Bajo el Imperio, las Saturnales se celebraban durante
siete días, del 17 al 23 de diciembre, durante el periodo en el que
empieza el solsticio de invierno. Toda la actividad económica dejaba
de funcionar, los esclavos recuperaban momentáneamente su
libertad, había intercambio de regalos y se respiraba por todas
partes un ambiente de alegría. Durante Juegos Seculares (Ludi
Saeculares) se realizaban tanto espectáculos atléticos como
sacrificios. La tradición decía que se tenían que celebrar una vez
cada siglo, para señalar el comienzo de un nuevo ciclo histórico.
El sacerdocio en la religión romana: los oficiantes del culto
Otra de las peculiaridades de la religión romana era su
organización sacerdotal, que incluía básicamente tres categorías: los
sacerdotes consagrados a una sola divinidad, como los flamines, el
rex sacrorum y las uestales —dedicadas al culto de la diosa Vesta—;
los colegios sacerdotales —pontífices, los augures, los haruspices, los
decemuiri sacris faciundis y los septem uiri epulones—, encabezados
por el pontifex maximus—verdadera cabeza visible de la religión
romana—, y los Salios, cofradías que intervenían en ritos puntuales.
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Los pontífices, dirigidos por el pontifex maximus, se
encargaban del culto público. Eran los encargados de elaborar el
calendario, los días de fiesta, los días propicios, las solemnidades, los
días de culto y los destinados la justicia, así como conceder la
palabra en reuniones y otros actos. Con el tiempo, los pontífices
fueron los guardianes supremos del culto y sus anexos. El Colegio de
los Pontífices era elegido entre personajes respetados por todos.
También había sacerdotes sometidos a duras reglas y que estaban
consagrados a un dios (Flamen). Así al dios Marte le correspondía el
flamen Martialis, a Quirino el flamen Quirinalis, y a Júpiter el flamen
Dialis.
Numerosas congregaciones y hermandades tomaban parte en
las fiestas romanas, como los fratres aruales —encargados de pedir
en el mes de mayo los favores de la diosa de la fecundidad Bona Dea
o Ceres—, los flamines curialis, sacerdotes encargados de la
vigilancia de los fuegos sagrados de cada curia, los sacerdotes de la
tribu de los Ticios, o los Salii —jóvenes que bailaban y cantaban la
danza de las armas—, etc.
Los haruspices eran los encargados de adivinar el futuro en las
entrañas de animales; los augures, el vuelo de las aves. Unos y otros
debían desentrañar los signos considerados como signos enviados
por los dioses —lo que les permitía, entre otras cuestiones, retrasar
ciertos actos si declaraban que los auspicios no eran favorables, o
lograr la anulación de votaciones, lo que les hacía muy influyentes.
Otra institución vinculada a la religión era la de los Fetiales o
mensajeros del Estado, que perpetuaban por tradición oral los
tratados concertados con otras ciudades, emitían dictámenes sobre
violaciones y sobre derechos relativos a los tratados.
El lugar sagrado: el templo
Las prácticas religiosas romanas carecían de un espacio
reservado o propio, de modo que a menudo se podían celebrar en
cualquier sitio, incluso al aire libre. El templo —conocido bajo
diversos nombres tales como aedes, templum, fanum, delubrum o
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puluinar—, no era sino el lugar en donde se situaba la estatua de la
divinidad a la que se rendía culto. Además de la imagen, el templo
contenía los exvotos y ofrendas que los fieles dedicaban a sus dioses.
Fuera había un altar, generalmente de piedra, donde tenían lugar la
mayoría de los sacrificios. En la parte superior del mismo tenía un
pequeño agujero —foculus— donde se encendía el fuego. Al margen
de los templos, en Roma cualquier espacio podía abandonar su
naturaleza profana y convertirse en sagrado en determinadas
circunstancias, tales como la inauguratio, complejísima ceremonia
religiosa mediante la cual los augures sacralizaban un sitio
determinado. Otro tanto sucede con muchos lugares del paisaje,
tales como los manantiales de un río, las rocas, las cuevas, los
bosques o los árboles, que podían estar habitados por un numen,
fuerza o energía de un dios.
El panteón romano
Es innegable que en el ámbito de las divinidades existió una
continuidad cultural entre Grecia y Roma. Las gentes que
conformaron Roma ciudad, y con el tiempo todo el imperio romano,
procedían de diversas civilizaciones. En los primeros tiempos
encontramos, en la península Itálica, principalmente a los latinos,
pueblo indoeuropeo del que descendía en su mayor parte el pueblo
romano; a los etruscos, establecidos en la actual Toscana; a los
griegos, que habían fundado colonias en el sur de Italia; y a los
fenicios, cuya presencia se limitaba a pequeños establecimientos
comerciales en la costa.
De la confluencia de estas culturas y sus creencias se fue
formando, en un primer momento, la religión romana, que
posteriormente adoptó cultos orientales. La asimilación de los dioses
de unos y otros se hizo de forma sincrética, es decir, como una
contaminación de las tradiciones autóctonas por elementos de otras
religiones. El sincretismo empezó temprano y continuó a medida que
Roma conquistaba nuevos territorios en zonas de África, la Galia,
Egipto, Siria... En este proceso, los romanos asimilaron
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principalmente los dioses griegos. Pero las divinidades incorporadas
conservaban la similitud sobre todo en el nombre, ya que su función
solía ser distinta.
Los dioses romanos, al igual que los griegos, eran
antropomorfos, pero no tenían una personalidad divina definida por
unos mitos. La asimilación a los dioses griegos a veces implicaba la
pérdida de la función original de la divinidad romana. Sus nombres
se conocen a través de una liturgia romana llamada lecisternio, en la
que se ofrecía un banquete a las estatuas de las divinidades que
estaban expuestas. La antigua tríada romana integrada por Júpiter,
Marte y Quirino fue desplazada por la tríada capitolina de Júpiter,
Juno y Minerva, que compartían templo y culto.
Las prácticas rituales romanas de los sacerdotes oficiales
distinguían claramente dos clases de dioses: los dii indigetes y los dii
novensides o novensiles. Los primeros eran los dioses originales del
estado romano, y su nombre y naturaleza están indicados por los
títulos de los sacerdotes más antiguos y por las fiestas fijas del
calendario. Los novensides son divinidades posteriores cuyos cultos
fueron introducidos como respuesta a una crisis específica o
necesidad percibida.
Los dioses representaban distintivamente las carencias
prácticas de la vida diaria, como las sentía la comunidad romana a la
que pertenecían. Se entregaban escrupulosamente a los ritos y
ofrendas que consideraban apropiados. Así, Jano y Vesta guardaban
la puerta y el hogar, los Lares protegían el campo y la casa, Pales los
pastos, Saturno la siembra, Ceres el crecimiento del grano, Pomona
la fruta, y Consus y Ops la cosecha. Incluso el majestuoso Júpiter, rey
de los dioses, era honrado por la ayuda que sus lluvias daban a las
granjas y viñedos. Prominentes en la época más antigua fueron los
dioses Marte y Quirino, que a menudo se identificaban entre sí.
Marte era un dios de la guerra al que se honraba en marzo y
octubre. Los investigadores modernos creen que Quirino fue el
patrón de la comunidad militar en tiempos de paz.
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La absorción de deidades locales vecinas tuvo lugar a medida
que el estado romano conquistaba el territorio vecino. Los romanos
solían conceder a los dioses locales del territorio conquistado los
mismos honores que a los dioses antiguos que habían sido
considerados propios de Roma. El crecimiento de la ciudad atrajo a
extranjeros, a los que se permitía continuar con la adoración a sus
propios dioses. De esta forma llegó Mitra a Roma y su popularidad
en las legiones extendió su culto hasta tan lejos como Bretaña.
Además de Cástor y Pólux, los asentamientos conquistados en Italia
parecen haber contribuido al panteón romano con Diana, Minerva,
Hércules, Venus y otras deidades de menor rango, algunas de la
cuales eran divinidades itálicas, procediendo otras originalmente de
la cultura griega de Magna Grecia.
3. Dioses Lares y culto doméstico.
Los ámbitos más inmediatos de lo que podemos considerar vida
privada de una persona son su casa, su familia y sus propiedades. Así
se entiende que el hombre romano haya recurrido a la religión para
conservar y tutelar este marco de privacidad. Pero no es menos
cierto que es algo difícil establecer una separación nítida entre las
prácticas religiosas privadas y las iniciativas de signo público: el
modelo oficial acaba reproduciendo el personal; el privado, a su vez,
se pone bajo la tutela de lo público.
A diferencia de la religión griega, la romana es más familiar, al
menos en origen. Las ceremonias se realizaban en la propia casa y el
paterfamilias se erigía en auténtico sacerdote del culto a los
antepasados, el culto a los muertos, y el culto al hogar.
Los dioses del hogar y de la familia
El culto al hogar —espacio sagrado en buena parte de las
sociedades del mundo antiguo, entre ellas la romana— demuestra la
importancia de la familia en la religión romana. En Roma cada casa
era un templo. Todos los miembros de una familia tienen sus
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divinidades protectoras. El Lar familiar protege a todos lo que
habitan la vivienda. Es una especie de genio. En el hogar están
también los Penates —divinidades de la despensa—, que velan por el
sustento cotidiano de la familia, de su salud y, en general, de su
bienestar. Junto a estos dioses más o menos personificados y
concretos de la domus, que es el templo de la familia, hay otra serie
de seres protectores menores, de la puerta, del techo, del suelo, de
la hacienda, etc. En el ámbito doméstico hay que destacar también
las fiestas religiosas que cada casa celebraba, sin la dirección del
Estado, cuando lo consideraba oportuno: las nupcias, las
celebraciones familiares, como el dies natalis, el dies lustricus, la
solemnitas togae purae, las Feriae denicales o los nueve días
posteriores a la muerte de una persona, los Feralia, y los Carnaria,
entre otras.
En la propia casa, en el lararium había un pequeño altar donde
permanecía encendido el fuego sagrado. El fundador de la gens es el
centro de veneración. En casos es un dios o héroe, dado que las
familias más destacadas se hacían descender de una divinidad. En
relación con ello está la veneración por los muertos.
Los dioses de los muertos y los ritos de la muerte
En el mundo romano se rendía culto a las almas de los muertos
o manes, los espíritus de los antepasados. Como miembros de la
unidad familiar, son objeto de una veneración nacida tanto del
respeto que merecen, como del miedo que suscitan. El culto a los
Manes tenía lugar en el aniversario de la muerte de los miembros de
la familia y también durante un conjunto de festividades regladas por
el Estado, y que citaremos más abajo.
Una serie de dioses menores presidía el mundo infernal y
podía, ocasionalmente, actuar también sobre los vivos. Era preciso,
pues, ganárselos y mantenerlos bien alejados. No debe extrañarnos
que estas divinidades fueran invocadas en las fórmulas y los conjuros
de magia. Aquí debemos citar, en primer lugar a Dis Pater, asimilado
al dios Plutón; de Mania, diosa de la locura; de Tacita, vieja
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protagonista de ceremonias mágicas ancestrales; de Lauerna,
divinidad subterránea protectora de los ladrones; o de Proserpina,
asimilada a la Perséfone griega. Igualmente, existía un grupo de
numina atribuidos a los espíritus de los muertos que habían vivido
una experiencia miserable. Los Lemures eran fuerzas malignas que
vagaban por la tierra atormentando a los vivos. Para aplacarlas se
celebraban los Lemuria.
Los primitivos dioses Manes — las almas de los difuntos— se
mantuvieron hasta el afianzamiento del cristianismo como los dioses
de ultratumba. El temor a los dioses Manes se traducía en la
dedicación de ofrendas anuales de flores, leche, vino y miel en las
fiestas Parentalia del 21 de febrero. Rituales parecidos tenían
ocasión durante el nouenarium que seguía a todos los entierros.
El lugar donde se había depositado un cadáver era propiedad
de los dioses Manes y tenía carácter religioso. Los romanos
practicaron, indistintamente durante toda su historia, dos rituales de
entierro o llamados también rituales funerarios: por inhumación o
por incineración. Creían que las almas de los muertos bajaban como
sombras donde estaba el cuerpo del difunto, y después volvían al
fondo de los abismos, sin comunicación con el mundo de los vivos. La
religión romana dictaba para los difuntos la necesidad de
incineración.
Los difuntos no podían ser olvidados por los romanos. La pietas
y el temor aconsejaban honrarlos y cuidar de sus sepulturas. Es así
como se estableció un conjunto de celebraciones específicas
públicamente reglamentadas, al margen de las actuaciones
personales: los citados Parentalia, los Lemuria, los Violaria y los
Rosalia. Las primeras se celebraban entre el 13 y el 21 de febrero, y
tenían simultáneamente un carácter funerario y expiatorio. Estos
eran días nefastos. Al final de ese período, tenían lugar los Feralia.
El 22 de febrero se celebraban los Caristia. Existía la creencia que
los días de mediados del mes de mayo era un tiempo en el que los
fantasmas de los muertos se hallaban especialmente insatisfechos. El
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padre de familia, durante las noches de los Lemuria —9, 11 y 13 de
mayo—, tenía que recorrer la casa pronunciando conjuros para
ahuyentarlos. Los Violaria, eran el 22 de marzo; los Rosalia, el 23 de
mayo.
Otras ceremonias funenarias tenían lugar al finalizar el año. El
23 de diciembre se honraba a los difuntos durante los Larentalia.
Tres días al año, 24 de agosto, 5 de octubre y 8 de noviembre se
creía que el mundus, agujero que ponía en conexión el mundo
infernal y el de los vivos, permanecía abierto, con los peligros de
‘invasión’ que eso acarreaba.
Los ritos de paso
En el ámbito de la Antropología, se denomina rito de paso a
toda acción sagrada que se encuentra vinculada a las situaciones de
transformación de un estado a otro. Estos nacen de la convicción de
que el hombre, durante esos momentos de cambio, no es capaz de
actuar sólo por sí mismo, sino que necesita la ayuda de fuerzas
superiores a él; se pone de manifiesto la debilidad humana y el poder
de la divinidad. Estos momentos son, principalmente, el nacimiento,
la pubertad, el matrimonio y la muerte, de la que acabamos de
ocuparnos. Muchas ceremonias o prácticas celebradas en Roma
desde la época arcaica, pueden ser interpretadas a la luz del
concepto de rito de paso.
Dentro de los ritos de nacimiento, la mujer embarazada
recurría por norma general, a la ayuda de Iuno Lucina, tanto durante
el embarazo como en el momento del parto. Para apartar al bebé de
los espíritus maléficos se invocaba a los dioses Intercidona, Pilumnus
y Deuerra. Otro de los rituales de signo protector era preparar una
cama para la diosa Juno, si nacía una niña; y una mesa, en honor de
Hércules, si era un niño. El rito de paso más importante de la
infancia era la imposición al recién nacido de la bulla —amuleto de
metal que alejaba a los malos espíritus— y la toga praetexta.
Numerosos eran los numina que protegían a los recién nacidos, lo
que demuestra, una vez más, el carácter pragmático de la religión
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romana. En la adolescencia se llevaban a cabo diversos rituales. El
más destacado se celebraba el 17 de marzo, durante la fiesta de los
Liberalia, fiestas en honor del dios Liber, antigua divinidad itálica de
la fecundidad. Era el momento en el que el adolescente se quitaba la
bulla, para consagrarla a los dioses Lares y a Hércules, y se
despojaba de tu toga praetexta, para vestir de la toga uirilis.
En cuanto a los ritos de unión, el ritual del matrimonio se
celebraba o bien en el atrio de la casa de la novia, o en un santuario
más o menos cercano. Primero se sacrificaba un cordero, un buey o
un cerdo, que el padre de la novia inmolaba en honor de los dioses.
En ese momento intervenía un auspex, un augur familiar, que
después de examinar las entrañas del animal, daba su visto bueno.
Diez eran los testigos de firmar las tabulae nuptiales, los capítulos
matrimoniales. La pronuba, que actuaba como madrina de bodas,
unía las manos derechas de los novios mediante la dextrarum
iunctio. En ese instante, los novios pronunciaban la fórmula nupcial
Vbi tu Gaius, ego Gaia —‘donde tú Gayo, yo Gaya’, nombres
estereotipados que representaban a cualesquiera esposo y esposa.
Tras el banquete, se iniciaba la deductio, la marcha de la comitiva
nupcial, que guiaba a los esposos hasta el nuevo hogar. Luego de
cruzar el umbral con la novia en brazos, el esposo le ofrecía el fuego
y el agua como símbolos de acogida. La esposa era la encargada de
entregar un as a los dioses Lares y otro a su esposo. Para finalizar el
rito, la novia era sentada en una cama, el lectus genialis, donde se
rezaba al Genius protector de la familia.
4. La divinización del Emperador.
El poder público en las sociedades antiguas, además de incluir
aspectos institucionales y políticos, descansaba generalmente sobre
una mística y una ideología que lo legitimaba y lo fortalecía.
Frecuentemente, leyenda y mito se asocian al ámbito público,
revistiéndolo de un aura misteriosa, incluso divina. La llamada
mística del poder se puede poner de manifiesto de múltiples formas,
si bien la más habitual es la teología política. Esta teología tiene
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como rasgo más destacado el establecimiento de un vínculo directo
entre el poder sobrenatural y el terrenal, que se traduce en la
elevación de la figura del gobernante, el símbolo del Estado. Así las
cosas, la división teórica entre el concepto de hombre y el de dios,
puede llegar a romperse. Roma es un claro ejemplo de ello.
Origen del culto imperial
La deificación de gobernantes romanos tiene sus orígenes en el
culto a Rómulo, quien fue conocido en su forma deificada como
Quirino. El proceso implicaba la creación de una imagen de cera del
emperador, sentado, ricamente vestido y adornado con joyas durante
una serie de días, después de los cuales sería quemado. En la pira
había una jaula oculta con un águila en ella. En el clímax de la
ceremonia, esta águila sería liberada, y se dice que llevaría el alma
del emperador a los dioses.
El origen y desarrollo del culto imperial fue ajeno a las
imposiciones de la administración imperial. Se trataba,
fundamentalmente, de cultos practicados de forma espontánea por
las ciudades, las provincias o los particulares, y se enmarcaban en
las antiguas tradiciones religiosas de los diferentes pueblos del
Imperio. El culto imperial solía ir acompañado de otro paralelo a
Vesta, diosa protectora de la ciudad. En Roma, la veneración al
emperador se fue instaurando lentamente, ya que las antiguas
tradiciones religiosas se oponían a la idea de divinizar a una persona
viva. Comenzó a introducirse con la implantación de la apoteosis,
deificación de una persona después de su muerte proclamándola
divus o diva, según se tratase de un hombre o una mujer. La
costumbre de rendir culto al monarca provenía del Próximo Oriente y
estaba muy extendida en Egipto, donde el faraón era considerado
como un dios. Los posteriores soberanos de Egipto, tanto los reyes
persas aqueménidas como Alejandro Magno, perpetuaron esta
tradición.
Sabemos que el hombre romano esperaba protección de los
dioses, sobre todo en los momentos de inestabilidad política, que
17
durante la República, y en menor medida durante el Imperio, eran
muy frecuentes. Esto llevó consigo la celebración, es decir
divinización, del general o emperador victorioso que había
reconquistado la paz, por lo cual se le atribuía un poder divino. Sin
embargo, esto no significaba que fuera considerado como un dios,
sino que se ensalzaba su excepcionalidad y se le situaba por encima
de los demás hombres. En cierto modo esta costumbre era parecida
al culto a los héroes en Grecia, figuras sobrehumanas pero no por
ello divinas.
En la religión romana ya existían implícitamente los requisitos
necesarios para la divinización de personas vivas. Estos se hallaban
en una antigua tradición romana de deificar conceptos abstractos
como, por ejemplo, la Victoria Augusta o de un modo más
personalizado, en época de César, la Clementia Caesaris. En esta
tradición se inscribía el culto al Genius, que era la divinización de la
personalidad. Esta conjunción fue aprovechada por Augusto, quien
mandó asociar el culto de su propio Genius al culto de los Lares de la
ciudad, cuyos altares estaban instalados en todas las encrucijadas de
Roma. La apoteosis de un emperador era un acto esencialmente
político interpretado por el sucesor del emperador muerto para
reforzar la majestad del oficio imperial y, a menudo bastante
efectivamente, para asociar al actual emperador con un predecesor
bien considerado. Puesto que era una herramienta de propaganda
centrada en los líderes, el culto imperial romano puede considerarse
un culto de la personalidad.
Emperadores y sacerdotes
El proceso de divinización del emperador, iniciado por Octavio
Augusto, que inauguró el Imperio como divi filius de César, fue lento.
Pero él no aceptó ser divinizado en vida y lo fue después de su
muerte. Aun así, preparó el camino: el Senado le otorgó epítetos
como Optimus y, sobre todo, el de Augusto. Estos apelativos, en su
mayoría superlativos, solían acompañar al nombre de una divinidad,
como era el caso del Júpiter Optimus de la tríada capitolina.
18
Simultáneamente se multiplicaron, por decisión del Senado, la
adoración de abstracciones como la Pax Augusta o la Concordia
Augusta. Por ellas se creaba una ambigüedad que, inevitablemente,
llevó a confundirlas con el detentador de este epíteto, Octavio
Augusto. El camino que conducía a la deificación quedaba allanado.
Augusto, y después de él todos los emperadores, acumularon
cargos sacerdotales —como el de pontifex maximus— y ejercieron el
monopolio sobre los auspicios. Como consecuencia, asumieron un
poder arbitrario sobre las cuestiones religiosas. Así fue como el
emperador Tiberio pudo expulsar de Roma a los caldeos o Claudio a
los judíos. Poco a poco, el emperador se fue convirtiendo en el
intermediario natural entre el pueblo romano y los dioses. De hecho,
el culto imperial y su acatamiento eran considerados una muestra de
civismo. En el calendario litúrgico de Roma, la veneración a los divi
ocupó un espacio cada vez mayor y desde la oficialidad se
proclamaban las virtudes sobrenaturales del emperador.
Después de Adriano, el poder de los emperadores se había
hecho tan absoluto y consolidado que los últimos emperadores
podían afirmar su divinidad en vida. Durante la persecución del
cristianismo que tuvo lugar en el Imperio romano, el culto imperial
se convirtió en un aspecto importante de esa persecución. Hasta el
extremo de que la participación en dicho culto se convirtió en un test
de fidelidad, en una forma particularmente agresiva de religión civil.
Se esperaba que los ciudadanos leales del Imperio hicieran ofrendas
periódicas de incienso al Genius o espíritu tutelar, del Emperador, y
al hacerlo, recibían un certificado de que de hecho habían
demostrado su adhesión a través del sacrificio.
En el panorama religioso politeísta, esto significó la
introducción de la idea de una única divinidad por encima de las
demás. El emperador Aureliano, en el siglo III d.C., instauró el culto
al Sol Invictus. De esta manera el Sol, al que Aureliano consideraba
su protector personal, fue proclamado dios soberano del Imperio
romano.
19
Usualmente se deificaba a emperadores muertos. Sin embargo,
no siempre es el inmediato predecesor. Por ejemplo, cuando
Septimio Severo derrocó a Didio Juliano para obtener el poder en el
año 193, organizó la apoteosis de Pertinax, quien había gobernado
antes que Juliano. Esto permitió a Severo presentarse como heredero
y sucesor de Pertinax, aunque los dos no estaban emparentados.
También podía aplicarse la apoteosis a miembros fallecidos de la
familia imperial, por ejemplo las esposas de emperadores como Livia
o Faustina e hijos de emperadores como Valerio Rómulo. Para las
mujeres reales, adquirir el título de Augusta, sólo concedido
excepcionalmente, fue generalmente considerado como el paso
previo esencial al estatus de divinidad.
El culto imperial se abandonó cuando Constantino I, que había
adoptado la religión cristiana, se convirtió en Emperador. De ahí en
adelante, las pretensiones religiosas de los emperadores romanos y
bizantinos, no se formulaban más en el sentido de que los
emperadores fueran dios padre, sino en términos de desafiar la
autoridad de los más altos líderes religiosos, no seculares de la
iglesia, en lo que se llamó cesaropapismo.
5. Epígrafe: el carácter atemporal del fenómeno religioso
romano.
Muchas de las prácticas religiosas de los romanos tienen sus
equivalentes en actuaciones cultuales de otras sociedades históricas.
Este hecho puede deberse o bien a una influencia directa de unas
sobre otras, o a la existencia de unas mismas necesidades que se
intentan cubrir con unos comportamientos similares. En el primer
supuesto, hablaremos de la dependencia contextual; en el segundo,
de carácter atemporal de los fenómenos religiosos romanos.
En los apartados anteriores, hemos visto cómo cada uno de los
elementos que conforman la religión romana se puede explicar en
función del contexto en donde se desarrolla. Así, cualquier práctica,
institución, sacerdocio o creencia responde a unas coordenadas
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espacio–temporales sin las que no podría entenderse. Pero por otra
parte, ciertas prácticas religiosas concretas, en pequeños detalles
casi insignificantes, cuentan con elementos paralelos en otros
pueblos y culturas. Estas concomitancias pueden explicarse de varias
formas. No se puede negar la intervención de factores de pervivencia
y tradición, debido a la naturaleza esencialmente conservadora del
ámbito religioso romano, que no acepta con facilidad rupturas
radicales; en otros casos, se puede negar la existencia de esta clase
de influencias pese a las similitudes que presentan los rituales de
lugares muy distantes tanto geográfica como históricamente.
Si nos trasladamos ahora a un acercamiento empírico, también
se ha demostrado cómo muchas de las creencias, ritos, instituciones,
fiestas sacras y divinidades del mundo romano podían remitirnos a
realidades actuales, próximas o lejanas, que nos resultan muy
familiares. Por ejemplo, en la esfera de las creencias se dan
numerosas conexiones entre el pensamiento religioso romano y otras
concepciones religiosas de hoy. Pues, ¿qué base tiene la opinión de
que es necesario enterrar a los difuntos para que su espíritu
descanse y evitar que molesten a los vivos? Y por otro lado, ¿no se
comparte actualmente la angustia que nos provoca la presencia de la
muerte y la contemplación de los muertos?
Igualmente, en el terreno de los ritos, vemos que también se
pueden señalar puntos de conexión entre los romanos y nosotros. Se
ha sostenido que estos contactos son de índole antropológica: la
solemnidad que caracteriza a las bodas en el mundo romano
responde a la voluntad de asegurar ante la colectividad el carácter
legítimo de la futura descendencia. Dentro de los mismos ritos de
matrimonio, ¿cómo se explican otros detalles como el de coger a la
novia en brazos para evitar que tropiece en el umbral de la puerta,
costumbre que todavía hoy se conserva? ¿Son simples usos
heredados de los romanos o, más bien, el reflejo de una superstición
arquetípica de naturaleza universal? Tampoco nos debería
sorprender algunos de los modos de comunicación con la divinidad,
21
ni que el marcado ritualismo romano cuente con paralelismos —
mutatis mutandis— con las Letanías del Santo Rosario ¿Y no podría
verse, salvando de nuevo las distancias, el culto a los santos como
una variante del culto a los numina?
En el ámbito de las instituciones, son varios los paralelismos
que se podrían citar: la obligación de las vestales a mantenerse
puras con el voto de castidad que hacen órdenes religiosas, o el uso
de la mitra y el báculo como símbolos de poder en la jerarquía
eclesiástica. Nuestras festividades también comparten rasgos con las
fiestas de la religión romana. El caso más significativo es la
celebración de la Natividad coincidiendo con el solsticio de invierno
y el nacimiento del Sol Invicto Mitra. Por no ser más prolijos, citemos
finalmente las semejanzas entre algunas representaciones de los
dioses romanos y la iconografía cristiana, ya sea de forma consciente
o inconsciente.
Sea como fuere, más allá de la pervivencia de Roma y de su
religión en el mundo y la religiosidad actual, queda claro que, para
responder a todos estos interrogantes es fundamental llevar a cabo
un correcto análisis del contexto histórico en donde han tenido lugar
estos y otros fenómenos, así como el carácter universal de algunos
comportamientos religiosos.
22
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26
Anexo: Síntesis de la religión romana.
Los rasgos dominantes que caracterizan la religión romana
son: la desacralización de la mitología indoeuropea, el gran
pragmatismo, el conservadurismo, la permeabilidad a la introducción
reglada de cultos foráneos y la omnipresencia de la divinidad en
todos los ámbitos de la vida pública y privada.
En cuanto a las formas de comunicación con la divinidad, el
hombre romano se servía, principalmente, de la plegaria y el himno,
la promesa y el voto, la ofrenda, el sacrificio, el banquete sagrado,
las artes adivinatorias y otros actos de purificación, agradecimiento
o expiación.
Los ritos de la esfera pública se centran en tres ámbitos de
actuación relacionados con la división tripartita de la sociedad en los
pueblos indoeuropeos: productivo y reproductivo (Parilia, Lupercalia,
Fordicidia, fiesta de Dea Dia); guerrero (actuación de los salios y los
feciales, fiestas de los Equirria, Armilustrium, Tubilustrium,
Quinquatrus y October equus); y político–jurídico (culto de Vesta y de
los Penates públicos, juegos, etc.). Todos los aspectos del culto
público (tiempo, lugar, hombres y dioses) están codificados y
reglamentados. El calendario, elaborado por el Pontífice Máximo, fija
claramente todas las ceremonias y festividades, señalando además,
los días hábiles (fastus) y los no hábiles (nefastus).
El templo es el espacio sagrado por excelencia, aunque muchos
otros lugares podían ser considerados sagrados. Las divinidades
romanas primitivas reciben el nombre de numina, fuerzas divinas sin
forma concreta. Por influencia griega, los dioses romanos adoptan,
en parte, una figuración concreta, a menudo de carácter
antropomórfico. Algunas de estas divinidades llegaron a ser objeto
de un culto más extenso. Desde el período republicano, y sobre todo
durante el Imperio, penetran en Roma nuevos cultos grecoorientales
que ofrecían al individuo una salvación personal y una promesa de
inmortalidad.
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El cuerpo sacerdotal romano se caracteriza por su pluralidad y
especialización de funciones. El jefe máximo de la jerarquía
sacerdotal romana es el pontífice. A su alrededor se agrupan el
colegio pontifical (rex sacrorum, pontifices, uestalaes, flamines).
Existen, además, colegios sacerdotales dedicados a la adivinación
(augures, haruspices, uiri sacris faciundis, pullarii) y a la
organización de banquetes (epulones). Por otro lado, había cofradías
religiosas de origen ancestral (luperci, fratres aruales, salii, fetiales).
A partir del emperador Augusto se impone el culto imperial o
veneración sagrada de la figura del emperador.
El hogar es considerado por los romanos un lugar sagrado, y
por tanto cuenta con divinidades que lo protegen: los Lares, los
Penates y el Genius. El culto a los espíritus de los muertos (Manes,
Lemures, Laruae) tiene su razón de ser en tanto en el respeto que
merecen, como por el temor que infunden a los vivos. Los romanos
también celebraban fiestas de signo religioso para celebrar los
cambios principales en la vida humana. Son los denominados ritos de
paso, que tenían lugar en cuatro períodos de la vida: el nacimiento
(dies lustricus), la adolescencia (fiestas de los Liberalia), el
matrimonio (diversos ritos de unión) y la muerte (fiestas en honor de
los difuntos).
Creencias, rituales, instituciones, fiestas y divinidades romanas
encuentran elementos paralelos en otras sociedades históricas, y
también en el mundo actual. Ante esta evidencia, es necesario
realizar un análisis caso por caso que considere la idiosincrasia del
contexto histórico y la universalidad de algunos comportamientos
religiosos.
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