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El baile de artesa, su expresión rítmica y la identidad cultural de los
afrodescendientes de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca
Odilia Organista Mora y Eduardo Luis Espinosa
SEG-UAG /UAM-X
IntroducciónEl baile de artesa constituye una manifestación dancística afromexicana. Como parte de la
variedad de los sones en México, tiene una marcada asimilación de elementos rítmicos
africanos, que se ve acentuada por la importancia que a esta danza se le confiere en la
cultura afromestiza de la región donde se baila, la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca. Es un
baile distinto de la chilena y de otras danzas de esa región.
En estas líneas queremos analizar cómo con el baile de artesa se ha desplegado un
proceso creativo afromexicano que ha contribuido a la construcción de sentido de identidad
para los pueblos negros de la región de la Costa Chica, y que ha recreado las retenciones
culturales africanas que subyacen a esa danza. Esos dos factores se verifican en el espacio y
la transculturación.
Esa idea de procesos creativos, la retomamos de Price y Price (2005), dígase, la
creación de nuevos productos e instituciones por parte de los africanos y sus descendientes
en América. Constituye para nosotros un tipo de creación que pasa necesariamente por la
referencia africana, tomada en un viaje, en un desplazamiento y cruce de culturas. Por ello
incorporamos la idea de transculturación que ha sido empleada para el estudio de la
influencia africana en la música mexicana (Pérez Fernández 1990; Ruiz 2011). A su vez,
con la idea del cuerpo como “espacio motor” (Bastide 1970) tratamos de mantener una
constante descripción de cómo el estimulo de la ancestralidad en la memoria colectiva
dinamiza el baile de artesa.
En un contexto de marcado carácter regional es apreciable la contribución del son
de artesa a la reconstrucción de la identidad cultural y la memoria del grupo en medio de
factores contrapuestos de disolución y cohesión, de invisibilidad y reconocimiento.
La artesaEl baile de artesa es una danza que toma su nombre de la tarima sobre la cual se ejecuta.
Esa tarima, la artesa, está elaborada con madera de parota, de una sola pieza, labrada con
figura de cabeza y cola de caballo o toro. Su forma la hace única en México, no obstante,
en los últimos años unas pocas artesas en Costa Chica han prescindido de esa imagen. A
este baile también se le ha denominado con otras expresiones: fandango de artesa, la artesa,
son de artesa. En plural se dice sones de artesa, sobre todo para denotar la variedad de
coplas musicalizadas para el baile. La artesa vive en la memoria en calidad de símbolo de
fiesta; antiguo baile de pareja; tablado sobre el que se descarga la alegría del zapateo. Es a
la vez tarima, instrumento de sonido, y ha devenido signo de la cultura de los
afrodescendientes de la región.
El son de artesa se ha bailado por la población negra de comunidades de la Costa
Chica de Guerrero y Oaxaca. Noticias de su presencia en la región nos dan Aguirre Beltrán
(1985, original de la década de 1950) y después Moedano (1980). Hoy ya no es un bailable
tan propagado como lo era antes, pero se le conserva de modo muy activo en la tradición
cultural de los poblados de San Nicolás, El Ciruelo y Cruz Grande. Era el viejo fandango de
artesa, que hoy conserva su danza sobre la tarima, y su típica orquesta de percusión, cuerda
y canto. Es, en estos momentos, un fenómeno distinto de la chilena, que se puede ejecutar
al nivel del piso. Súmese que el son de artesa también es diferente por el ensamble musical
tradicional que preserva; y por ser un bailable sin la popularidad de antaño, reservado sólo
para algunos momentos culminantes de la vida pública afromestiza de la región. Pero, sobre
todo, desde el punto de vista dancístico, la chilena es más cadenciosa y busca evoluciones,
mientras que el baile de artesa responde más al ritmo del zapateado (Vélez y Vélez 2006,
247).
En los poblados de San Nicolás, El Ciruelo y Cruz Grande, son los lugares donde se
localizan grupos de danzantes y músicos. Se trata del Grupo de Rescate de la Cultura
Afromestiza A.C., encabezado por el señor Melquiades Domínguez, en San Nicolás
Tolentino; allí mismo existe un segundo grupo, alterno, bajo la dirección del Tiburcio
Noyola Rodríguez. El grupo Los Cimarrones, con residencia en El Ciruelo, presidido por el
señor Efrén Primitivo Mayrén; y Los Gallardo, de Cruz Grande, en ese conjunto es el señor
Eulalio Gallardo quien representa a los músicos y danzantes. En cada una de estas
agrupaciones se reúnen, bailarines y ejecutantes de instrumentos con una artesa propia, que
es el principal órgano del son, construida por ellos mismos, y que a la vez instituye la
imagen principal del grupo. Lista para que al zapatear, de ella brote el ritmo de los cuerpos
de los danzantes.
La ejecución danzaria transcurre en tal o cual poblado de la región en un escenario
de festividad, preparado para reuniones distintivas de la comunidad afromexicana. A la
hora indicada para comenzar, que casi siempre es por las tardes, los habitantes de la
localidad comienzan a llegar después de haberse desocupado de sus actividades, para ver
bailar una a una a las parejas del grupo de danzantes, y para disfrutar de la música y de las
coplas. Cada persona del público se coloca sentada o parada a los costados de la peculiar
tarima que constituye la artesa, y entre todos forman un círculo más amplio alrededor de los
músicos y los bailadores. En un momento final, el público forma fila para pasar a bailar
sobre la artesa, como lo hicieron los danzantes del grupo que amenizó el fandango,
mientras los músicos siguen tocando. Esta manera de agrupamiento en torno a la escena no
opera cuando el baile se lleva a cabo en los tablados formales, dígase en ferias,
exposiciones y teatros, donde se efectúan actos culturales para enaltecer la cultura
afromexicana.
Hay una liberación verbal y corporal de la multitud de los presentes en el fandango.
Los grupos de artesa y todos los que le acompañan al festín, disfrutan del baile en medio de
la algarabía, la exaltación, los aplausos, la repetición coral de algunos estribillos de
canciones, las expresiones de júbilo, y las bromas. Son muy picantes los versos que dicen
los cantantes, y por lo general hacen alusión a cuestiones significativas para la vida diaria
de sitios que corresponden con pequeñas ciudades y poblados, en los que hay una intensa
relación interpersonal entre sus habitantes.
El baile de artesa es, básicamente, un son por su especial zapateado sobre su tarima.
Sabemos que el son es un género musical festivo y profano, resultado de un mestizaje con
un marcado predominio de los valores musicales y danzarios africanos. El son, como parte
de la música mexicana de ascendencia mestiza o criolla, retiene rasgos rítmicos de la
cultura africana, de la música proveniente del África Occidental, por donde se produjeron
los contactos con portugueses y españoles, por donde salieron la mayor parte de los
esclavos llegados a América (Pérez Fernández 1990, 5, 60). En particular el esquema
métrico tan difundido en el son mexicano es característico de etnias de la Costa de Guinea
(p. 230).
El son comúnmente se baila por parejas y con una muestra de coqueteo. Se danza
sobre tarimas de distintas formas. El propósito de éstas es que el zapateado se escuche
(Fernández Gatica 1988, 54). Usualmente el son tiene un estribillo en la letra y en la
música, que se repite y sirve de señal a los bailarines para ejecutar el zapateado.
La raíz principal de esta expresión cultural, procede del siglo XVI, y se halla en la
música y el baile tradicional que los españoles trajeron a América, resultante en especial de
la región de Andalucía. Desde el punto de vista sonoro y escénico el zapateado era
fundamental en ese tipo de danza, la cual tuvo una reelaboración importante en México –tal
como nos ilustra García de León, “como todo hecho cultural, se recrea y se adapta
permanentemente sin perder la impronta de sus orígenes.” (García de León 2002, 9)
Ese punto de partida del baile del zapateado sobre la tarima, como en el caso el caso
de los fandangos de artesa, no está en un punto fijo de la historia cultural, más bien está en
una “transculturación musical” (Pérez Fernández, 151) o “procesos transculturales” (Ruiz
2011, 45). Se le debe situar en los contactos, hibridaciones y desplazamientos de la
diáspora africana. Es una interpretación danzaría que adquiere su sentido rítmico en los
entrecruzamientos simbólicos del paso de los africanos por Andalucía en el momento de la
colonización de América; del tránsito de los esclavos de puertos vecinos hacia Veracruz,
avatar por donde se mezclaron los valores rítmicos de todas esas culturas africanas
revueltas por la trata; del contacto de los inmigrantes que venían de Chile, Perú y Argentina
por el Pacífico camino a los yacimientos de oro de California, viajeros a quienes los
afromexicanos encontraron en el siglo XIX en puertos como Acapulco (González, 2011,
122; Pérez Fernández, 209). Ese arranque corporal de ritmo al tablado no vino directo de
España o tal parte de África a mezclarse en América; sería muy reduccionista pensar así,
más bien nuestro zapateado es una intrincada mezcla obtenida en las estaciones culturales
de la diáspora africana.
En México, se llama son a una gran diversidad de estilo de música y baile. A pesar
de su variedad, todos estos estilos o subgéneros regionales comparten algunas
características básicas en las que concuerdan los estudiosos de la música (v. gr. Reuter
1992. Ruiz 2007; 2011. Stanford 1997; 2001. Vélez y Vélez 2006): la interpretación que
regularmente se realiza por grupos y raras veces por un sólo músico; los instrumentos de
esos conjuntos son básicamente de cuerda y percusión; la poesía cantada se compone
invariablemente de coplas que encierran dentro de sí una idea completa; esas coplas en
México habitualmente son improvisadas, en las que el trovador hace alarde de su ingenio e
imaginación, en la temática se incluye el amor, descripciones de mitos, leyendas,
personajes, paisajes y animales; con lo que respecta a las coreografías varían según la
región. También de acuerdo con ésta se hacen peculiares dos constantes, que son
esenciales, el zapateado y el uso de la tarima. Concordamos con los observadores eruditos
que nos comentan que sin tarima y zapateo no hay son.
Si el son de artesa tiene de peculiar sus evoluciones y su atuendo; más marcada es la
diferencia afromestiza por sus pasos, por su zapateo de pies descalzos; y por la gestualidad
de sus bailarines y sus movimientos. El zapateo genera sonido. Se realiza casi al ras de la
artesa, sin mucho despegue del pie. La artesa al ser golpeada por los pies retumba como si
fuese un instrumento más. La mujer redobla el pie con la fuerza de la cadera, y para los
bailadores hombres, meter redobles en el zapateado, es importante porque con eso
demuestran su habilidad y lucimiento para bailar. La potencialidad rítmica del cuerpo del
danzante con su zapateo dicta el ritmo, con éste la percusión del cajón de tapeo y con ello la
armonía del resto de la música.
Región, cultura afromestiza y sonLa región de la Costa Chica, vista desde su litoral, se extiende entre el límite del puerto de
Acapulco, Guerrero, y Puerto Ángel, Oaxaca, por una llanura costera con un ancho
promedio de 20 kilómetros. También la forman las estribaciones y los declives de la Sierra
Madre del Sur, que se diluyen en las extensas sabanas hasta las planicies de arenosas y
largas playas del Océano Pacífico (Dehouve 1994, 28). La vegetación que se observa es
característica del clima cálido del Pacífico. Las estribaciones, con sus accidentes
montañosos y su vegetación, cierran la llanura costera, la cual se hace más accidentada para
la circulación terrestre por la presencia de barrancas, acantilados, marismas y lagunas, que
también entorpecen el cabotaje. Estas dificultades de acceso, incluso hoy, con las carreteras
existentes hacen que los viajes desde las capitales de los Estados de Oaxaca y Guerrero
sean relativamente prolongados.
Como cualquier otra región, la Costa Chica existe como resultado de procesos
históricos, y ha quedado configurada por diversos rasgos de identidad cultural de sus
pobladores, rasgos que incluyen y se determinan por el componente social. Es una región
con sus paisajes, que se han constituido en geosímbolos para sus habitantes, quienes a su
vez tienen una versión marcadamente oral de la historia de su terruño. Tanto fuera como
dentro de la región se le identifica por su superficie, límites y comunicaciones con sus
vecinos inmediatos. Le caracterizan la distribución de sus actividades económicas, la
peculiaridad de su gastronomía, sus ferias comerciales, lugares de recreación… Pero, entre
tantos factores que dan particularidad al área, sobresalen la presencia de la población
afromexicana, su relación con otros grupos de pobladores, y su impronta cultural, que
nosotros hemos apreciado en la danza y consecuentemente en la música, la canción y las
fiestas populares.
La presencia africana procede de una historia que empieza con la Conquista. A esta
parte del país llegan africanos como sirvientes domésticos libres con sus jefes españoles.
Esclavos que entran tanto por el Atlántico como por el Pacífico en cargamentos de
comercialización de la mano de obra africana. Cimarrones huidos de las minas de Taxco, y
de otras regiones del centro y sur del país, siervos fugados de sus amos, que se ampararon
en lo inaccesible de la geografía de estos lugares. Empleados de confianza de los
colonizadores y de ulteriores patrones blancos, hombres que arribaron en calidad de
caporales, mayordomos, vaqueros y otros oficios.
Desde esos años hasta el presente, podemos decir con Aguirre Beltrán (1985, 65s)
que en la Costa Chica es indudable la preponderancia del factor africano en el proceso de
hibridación biológica y cultural. Este autor, en su momento, se atrevió a asegurar que en
Cuajinicuilapa, se encuentran tipos físicos que podrían catalogarse como los troncos
originales de los primeros esclavos llegados a México. Aunque en México no hay censo
que distinga a los afromexicanos, muchos observadores garantizan que en la región
analizada hay una mayor cantidad de ellos, quienes comparten el territorio con grupos
indígenas: Nahuas, Tuu sávi (mixtecos), Me phaa (tlapanecos) y Ñomndaa (amuzgos)
(Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas 2012, 60). A su vez están
allí con los blancos y mestizos de la zona, que en determinadas poblaciones suelen tener
relaciones más distantes con los negros e indígenas. Empero, no se señala hacia una
extendida clase dirigente blanca que señoree la región (Hoffman 2006, 125).
Las características somáticas de los habitantes afromexicanos de la región, son unas
de las principales referencia de su identidad. Es común que la identificación que se hace del
afromestizo empiece en su color de piel, los labios gruesos, y el pelo rizado, al cual, en la
región se le llama “cuculuste” o chino. Por ejemplo, así inicia la descripción de Aguirre
Beltrán (1985, 70), pero esto tendríamos que ampliarlo con dos puntos.
Uno es que algunas personas se adscriben como afromexicanos de la región por su
descendencia mestiza y por sus antepasados parentales, y no precisamente por rasgos
somáticos. Igual se debe aclarar que la adscripción primaria de la gente es como negros o
morenos, en menor medida costeño. Esos términos pronunciados así, suponen que se es de
Costa Chica y que se es mexicano, aunque en México una parte de la población desconoce
la existencia de los afrodescendientes, a quienes se les ha hecho invisibles como grupo
social y cultural. Entre tanto, el moreno de la Costa Chica siente mucho orgullo de ser
mexicano, al tiempo que sus conductas y prácticas de blanqueamiento no se manifiestan
como algo ostensible, no parecen orientarse hacia la obtención de un pase racial por la
amplitud de las relaciones sociales. Más bien se resalta el orgullo de ser negro de la región;
y en los últimos años, con el activismo negro, la aspiración de ascenso social se ha puesto
en pequeña medida del lado contrario al pase, por el lado de la posibilidad de ser
reconocido como negro por la ley y la política del Estado mexicano.
Otro asunto es que el prefijo afro se percibe como una denominación externa o un
término más especializado, más propio del lenguaje clasificador que emplean activistas
negros de la misma región o visitantes que simpatizan con la cultura afromestiza. Pero de
ningún modo se toma el prefijo afro en calidad de procedencia africana. El moreno, el
negro, enfatiza que es de la región, que de allí son sus más lejanos abuelos.
Si bien hay un decir diferenciador y competitivo que señala hacia poblados de
marcada integración de blancos o mestizos –como el caso de Ometepec-, por otro lado hay
una rica oralidad que viene del negro y que se focaliza en su antigua permanencia regional.
Esa tradición se refleja en las costumbres; igualmente, en los relatos históricos, como son
las narraciones de enfrentamientos entre personajes regionales, de pleitos de tierras; de
valentías y de amoríos. Algunos de estas anécdotas toman forma en el cancionero y la
poesía; e indudablemente en las danzas y las fiestas. Una expresión significativa es el son
de artesa, en el que entre la palabra, el cuerpo y la teatralidad emerge una historia vernácula
y un concepto de la vida, que nos trasparenta el sentir y el pensamiento sobre el hombre y
la mujer, sobre el amor, la vida comunitaria y la exaltación de valores que se atribuyen al
afromestizo.
Existen varias danzas que se les tienen identificadas como propias de los pobladores
de ascendencia africana, que predominantemente, son ellos quienes la practican. Nos
referimos a la danza de Los diablos y el Baile de artesa. A su vez, hay una danza que es el
Toro de Petate, que, por lo general, practican los morenos en un festejo patronal a San
Nicolás. Aunque los indígenas también la bailan, la ejecución y celebración que hacen los
negros tienen sesgos diferenciados. Fuera de esto, por una parte, en algunas comunidades
donde la mayoría de sus habitantes son de origen afromestizo, ellos reinterpretan danzas
que son muy características del mundo indígena: Los Apaches, La Conquista, La Tortuga,
El Macho Mula. Por otra parte, hay que añadir que los afrodescendientes tienen un peso
importante en la interpretación y goce del cancionero y los bailes populares de la región,
donde cuenta el corrido afromestizo y las chilenas. Este último género ha creado o ha
difundido un amplio repertorio de canciones conocidas a nivel regional entre los Estados de
Guerrero y Oaxaca: “El toro rabón”. “Ometepec, bello nido”. “La San Marqueña”. “La
Casimira”. “Alingo lingo”. “El feo”. “Arrincónamela”. “Soteñita” –por sólo mencionar
algunas.
Como parte del impulso de una identidad afromestiza dentro de la región se ha
promovido en los últimos años al baile de artesa. Se le ha considerado como un rasgo
significativo de la cultura de los afrodescendientes, que ha sido heredada de generaciones
pasadas. Cabe mencionar que, según nos dicen nuestros informantes, este baile estuvo sin
ejecutarse durante varios años. Es en San Nicolás y el Ciruelo, donde nace la inquietud por
algunos habitantes de reproducir esta herencia que han dejado los abuelos, para que las
nuevas generaciones también participen en la costumbre ancestral.
Este esfuerzo actual preserva la tradición de las erosiones de la modernidad. A
mediados del siglo pasado, ya no se tenía clara la existencia del baile de artesa. Hoy ya no
se baila como antes en los viejos fandagos de las bodas (tal como nos describen Moedano y
más recientemente Ruiz Rodríguez 2005; 2007). Ahora se reserva para los eventos
comunitarios regionales o para la reunión en torno al Encuentro de los Pueblos Negros, que
se celebra anualmente en un poblado específico. La chilena ha pasado a ser muy popular en
los bailables. Sus letras han prendido en el gusto de la gente más diversa. Ha quedado
presente en las múltiples celebraciones y es ampliamente difundida por los medios masivos
en la región.
Detrás de ese giro que ha tenido el baile de artesa hay un mecanismo de
construcción de la identidad afromestiza a la medida de los cambios que se han impuesto en
la región en el último medio siglo. La abertura comunicativa de la región a partir de la
década de 1950 y de la migración a partir de esa fecha (incrementada en el presente con el
éxodo hacia EE.UU), trajeron una decadencia en la difusión de ese baile. En esto hay que
referirse a otros factores, a la partida laboral y estudiantil de los morenos hacia otras partes
de los Estados de Guerrero, Oaxaca y la capital del país. A la mengua de algunas de las
economías tradicionales de esta franja del territorio mexicano. A la competencia cultural
que representan los centros turísticos enclavados en la propia región. En sentido inverso se
ha tratado de reactivar ese baile desde la actividad política por los derechos que pudiesen
venir del reconocimiento de los afromexicanos como etnia.
El son de artesa se ha convertido en un símbolo estratégico de los procesos
identitarios con que los afromestizos dan una respuesta adaptativa a sus nuevas
circunstancias, algunas de las cuales modifican la vieja cohesión local de sus comunidades
de pescadores y campesinos, sus unidades domésticas, sus grupos de parientes, sus alianzas
matrimoniales, su posesión y uso de la tierra, y sus mercados locales. Para reaccionar con
sentido en ese mar de cambios, tanto desde las comunidades como desde los activistas de
los pueblos negros y su naciente Encuentro, ha habido que movilizar simbolismos de
afirmación identitaria, uno de ellos, traído de la memoria ancestral de las viejas festividades
y de la herencia de los abuelos, ha sido el recurso étnico del baile de la artesa. Su tarima del
mismo nombre, de instrumento olvidado se convierte en símbolo de entusiasmo y emblema
de grupo.
Región, memoria y zapateoEl esquema que del afromexicano se ha heredado en México, lo ilustra Aguirre Beltrán
(1981). Nos pone el origen de un mestizaje y una relación intercultural que a lo largo del
tiempo no se han verificado de una manera simétrica, han estado atravesados por rechazos
que marcan con mucho la diferencia entre los blancos, indígenas y negros. A este último se
le ha significado como fuerza muscular (p. 180ss). Se le ha simbolizado con conductas,
corporalidad, sexualidad y espíritu de una otredad que debiese ser inquirida y reprimida
(pp. 187-188). Se le ha representado para estar en un espacio que lo haga invisible en una
separación conveniente, o en una disolución por un mestizaje que lo aclare, que lo mejore
racial y socialmente, que es mejoría social e individual (p. 181). Dentro de ese esquema
África ha quedado borrada.
En el presente, de esa manera racista son simbolizados la región y el propio sujeto
afrodescendiente. Al simbolizarse el área del Pacífico mexicano de Oaxaca y Guerrero a la
presencia negra se le hunde en la invisibilidad y la inaccesibilidad. Una ola discursiva borra
el perfil afro de la región. Los cambios producidos en los últimos 50 años no han sido
concebidos ni evaluados para el beneficio de los pobladores de esa área por los agentes
gubernamentales y los corporativos privados. Es una zona en la que existen importantes
desventajas institucionales en materias de salud, educación, economía y representación
política (Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, 64ss). La
internalización del tratamiento racista del afromexicano y de la región misma ha llevado a
que entre los pobladores negros se niegue la posibilidad de su origen africano, que se ignore
la existencia de África, de los pueblos afroamericanos, y del pasado de la esclavitud.
Ese orden de cosas racistas ha tenido como contrapeso la movilización de grupos de
la ciudadanía afromexicana de la región en los últimos 20 años. En esa movilización ha
sido determinante la conformación de un sentido propio por el reconocimiento en todos los
aspectos de la vida nacional.
He ahí donde el baile de artesa ha jugado un papel importante para la conformación
de un sentido de identidad afromestiza, al estimular los símbolos de una memoria
afroamericana de los sujetos; y para reforzar el proceso de simbolización de una
emblemática africana de la región y de los eventos de la movilización afro. El colectivo de
los participantes en el fandango estimula el baile como un recuerdo ancestral, como un
evento venido del tiempo de los abuelos, de la antigüedad de la comunidad negra de la
región.
Las múltiples voces de los participantes en la ejecución sonera hacen funcionar el
fondo ancestral de la memoria colectiva. Resaltan expresiones como éstas: “Si yo me
subiera a la artesa, sí podría bailar, porque desde pequeña yo veía cómo se bailaba.” “Es un
baile que los viejos zapateaban.” En las fiestas regionales de estas comunidades se
presentan los grupos de artesa, y hasta los habitantes menos familiarizados con este son
afromestizo se acercan para verlo bailar. Es el momento que de inmediato, esta danza surge
en sus recuerdos. “Ese era nuestro baile, que gozábamos en las fiestas.” “Las muchachas de
aquel entonces acompañábamos a la novia y después que ella se subía a la artesa seguíamos
nosotras”. Esta reproducción coral del baile de artesa impulsa a recordar a los más viejos de
la localidad. Pareciera que este ejercicio de la memoria los enlazara o los pusiera en
comunicación con sus padres y abuelos ya fallecidos, un rasgo característico en otras
culturas de las Américas negras –tal como nos muestra Bastide con los afrobrasileños.
Los afromestizos se autodefinen de modo indicativo, indicial, con respecto al baile.
Se reconocen y llaman la atención sobre sí, por señales de su apelación al ritmo como
principio fundamental de su constitución colectiva. Se reconocen y llaman la atención sobre
sí, por señales que son tomadas como incomparables para definir su sentido del ritmo y que
están asociadas a símbolos tenidos por expresiones peculiares.
Hacen notorios e inconfundibles sus expresiones de alegría, su ser gustoso para la
música: “los negros tenemos gracia, los negros somos buenos y fachosos pa’ bailar y
cantar” –según nos dice un informante. En tal sentido los agentes de la danza quieren
contribuir a enriquecer con su arte la representación de los morenos como portadores de
una herencia de costumbres que los caracterizan y los distinguen del resto de la sociedad
interétnica de la región, una herencia que viene del tiempo de sus abuelos y que los arraigan
en esas tierras.
La base de esta indicialidad, que se hace notoria en la palabra, arranca del ritmo que
se consigue con el cuerpo y es el que sigue a la música –hecho muy manifiesto en la
interpretación del son de artesa. Es común que los pueblos de ascendencia africana al
desarrollar el ritmo como recurso de afirmación social y cultural, hagan una amplia
movilización de los potenciales simbólicos del cuerpo, potencialidades que algunos sujetos
llegan a imaginar como algo físico que no tienen los blancos, ni los indígenas. Pero, en
realidad, es por la vía de una educación étnica y de una educación en el ritmo que se
desarrollan esos potenciales. Hay en esto un trabajo esmerado de “superior coordinación
neuromuscular en la producción de la voz y del baile, a la cual contribuye una mayor
ligereza y resistencia de [los] pies, que es debida a (…) la frecuentísima gimnasia del baile
mismo”. Esto le permite al sujeto afrodescendiente el logro de una “sinergia musical”
(Ortiz 1981, 179) en su contacto con cualquier acompañamiento danzario y musical.
El desarrollo de los recursos neuromotores en el son de artesa se logra con el
entrenamiento del zapateado, el cual se ha convertido en un recurso de marcado valor
indicial y simbólico. Para los bailadores es importante la intensidad de la pisada, porque
demuestran la fuerza que tiene su cuerpo; lo mismo sucede en la mujer con el movimiento
de cintura y cadera al momento de bailar, movimiento con el que demostrará su cadencia,
pero también la fuerza para generar una dinámica acompasada en coordinación con la
pareja en el zapateo. Incluso algunos bailadores se les reconoce como buenos zapateadores,
o a decir de los afromestizos “son cabrones zapateando”, porque desde lejos se escuchan
como “retumba” la artesa cuando bailan, suena como esos “retumbos de la mar”.
La dramatización de las diferencias con los otros y las contradicciones interiores
toma sustancia a través del pique y la retada –característicos de otras culturas
afroamericanas. Este tipo de puyas plantean una emulación interior dentro del grupo
comunitario afromestizo, la cual proyecta una imagen hacia el exterior, hacia los vecinos
étnicos. Sobresale el derroche de habilidades para coordinar la ejecución corporal del baile
con la competencia verbal a través del canto; despunta la destreza de movimiento de la
danza de los bailarines con las expresiones que armonizan y cantan los músicos que les
acompañan, expresiones que, de uno u otro modo, tienen un eco dentro del público, que sin
pasividad alguna, aplaude, comenta, vocifera, tararea, lleva el compás…
El baile de artesa significa con sentido identitario al sujeto afro de la región, por la
expresión de ancestralidad, júbilo y orgullo que logra tanto en la representación danzaría
como en el ambiente mismo de la danza. Este último llega hasta el punto del entrenamiento
de los danzantes para la fiesta, que incluye a los más jóvenes de la comunidad afromestiza
en la sinergia rítmica y corporal. La “sinergia musical” empieza y termina en la educación y
la socialización. El ritmo del baile y la música alcanza una pregnancia que va de los
mayores del grupo a los más jóvenes.
Esa pregnancia del baile hacia el público ayuda a proyectar una imagen de la región
como área de distribución y como objeto de apego –si quisiéramos decirlo con términos
teóricos de Gimenez (2005, 17). El baile de artesa con todas sus peculiaridades y su solera
afromestiza le da un tono de distinción regional a eventos donde se trata de realzar a la
comunidad afro y su identidad en medio de las movilizaciones por su dignidad,
reconocimiento y desarrollo social. Todo eso ligado a sentimientos de afecto al terruño y de
ensalzamiento de sus posibilidades de crecimiento dentro del marco nacional.
Son eventos que hacen ver al propio y al extraño que la zona es un área de
distribución de instituciones y prácticas representadas por las organizaciones de la
ciudadanía afromexicana y otras (gubernamentales o no) que concurren al diálogo de los
asuntos que allí se tratan. Este baile, con su fiesta de fandango, suaviza la imagen de
violencia de la región características de la música y danza del Pacífico afromexicano
(González, 131). Da solemnidad, distinción y un carácter extraordinario, valores alegóricos
que no proyecta la chilena. Así el fandango de artesa, de baile de las viejas bodas ha pasado
a ser danza para darles blasón a los cónclaves de pueblos negros y a sus solemnes
presentaciones fuera de la comunidad regional: Ante la H. Congreso de la Unión de
México. Ante el público de la capital del Estado de Guerrero o Oaxaca. En una
representación internacional de cultura y artes. Ante los medios masivos. Esa proyección de
la región se debe al trabajo creativo de los activistas culturales y políticos de Costa Chica,
quienes han estimulado el entrenamiento del baile de artesa en talleres, reuniones y otras
actividades de las localidades.
ConclusionesEl proceso creativo afromexicano del baile de artesa ha contribuido a la construcción de la
identidad cultural de los pueblos negros de la región de la Costa Chica, y a la recreación de
sus retenciones culturales africanas. Esos dos factores pasan por determinaciones de
espacio (región y cuerpo como “espacio motor”) y transculturación.
El baile de artesa se ha reconstituido del pasado al presente como un emblema
dancístico de la comunidad afromestiza de la región. El viejo baile de las bodas ha pasado a
ser expresión de la solera de la cultura negra en el área, del valor de los antepasados en el
presente, y de una historia oral y narraciones de los poblados. La representación incluye la
manifestación del sentido de sinergia de grupo indiviso que aporta el encuentro colectivo de
los bailadores; la demostración del virtuosismo de las parejas individuales; la competencia
del movimiento de un bailador respecto a otro; el contrapunto del hombre y la mujer, y el
diálogo de cortejo. La alegría se expresa sin alteración facial, y con un zapateado firme a
ras de la tarima. Pero a la vez, se hace el baile con el júbilo y la emoción de llegar a la
retada, al pique, al punto chusco de las comidillas locales.
El son de artesa a diferencia de otras danzas regionales tuvo posibilidades
comunicativas para hacerse emblema en los eventos representativos de la política de las
organizaciones afro de la región. Con relación a las otras danzas, el baile de artesa es de un
montaje más dúctil y comprensible; menos debido a una circunstancia de fiesta patronal.
Más elegante en su vestuario, posturas y pasos. Es menos popular; pero, muy fácil de
hacerlo brotar en las formas de su movimiento desde el interior de la memoria de muchos
afromestizos mayores o jóvenes. Eso le permite a esta danza viajar por la región y fuera de
ella en la representación de la identidad que proyectan los pueblos negros con sus reclamos
de reivindicaciones y reconocimientos. Para este son, su condición de emblema lo coloca
en una nueva estación del desplazamiento transcultural de los principios que le subyacen,
en una movilización de ritmos y movimientos añejos reunidos para contribuir a la
simbolización de una región y a la visibilidad de un grupo étnico.
Las retenciones culturales sedimentadas en esta danza han hecho posible su
conversión en emblema de la política regional afromexicana. Esas retenciones a lo largo del
tiempo pasaron por un trabajo creativo en la Costa Chica por parte de los activistas
culturales. La posibilidad emblemática de esta danza no viene de una invención de nuevos
significados sino del trabajo creativo con las retenciones culturales africanas:
a- El valor esencial del ritmo, sobre cualquier otro valor musical, así como el acople del
paso al esquema rítmico africano, pasado por la transculturación musical.
b- La producción de sonido y con ello de ritmo con el cuerpo (en especial, con “la pisada” o
paso) y en consonancia con los instrumentos que acentúan la percusión.
c- La evocación rítmica de los ancestros producto de la activación de la memoria colectiva,
activación que genera el ambiente de la danza.
d- La retada o contrapunteo en los versos, para dramatizar conflictos.
El proceso creativo afroamericano del son de artesa supone la estimulación espacial
de la memoria colectiva, tanto en el ambiente de la danza como en el de su aprendizaje. En
este caso nos atrevemos a sugerir que si un espacio es central en el caso del baile de artesa,
es el del cuerpo, en calidad de “espacio motor” –como lo enfoca Bastide (1970) en otras
culturas afroamericanas. Desde el entrenamiento neuromotor del zapateado y del ritmo que
genera el cuerpo, se rememora el legado de los antepasados.
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