primavera arabe
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La Primavera Arabe de 2011 como un elemento motriz del nuevo orden internacional multipolar
José de Jesús López Almejo
Daniel Efrén Morales Ruvalcaba
Introducción
El 17 de diciembre de 2010 el joven Mohamed Bouazizi, un joven
desempleado de 26 años de edad que se dedicaba a la venta de frutas y
verduras en las calles de Sidi Bouzid, se inmoló en protesta por el maltrato
de la policía y las condiciones económicas de la sociedad tunecina
(Rodríguez-Pina 2011). Mohamed Bouazizi –quien es visto como “iniciador
de la Revolución tunecina”- murió 22 días después de su inmolación el 4 de
enero de 2011; no obstante, un día después de su inmolación, se habían
iniciado numerosas manifestaciones públicas que llevarían al derrocamiento
del entonces presidente Zine El Abidine Ben Ali (quien gobernaba Túnez
desde 1987) el día 14 de enero de 2011.
Aunque las condiciones socio-culturales, económicas y políticas difieren en
cada uno de los países del mundo árabe, las protestas en Túnez han tenido
eco en Argelia, donde iniciaron algunas movilizaciones el 28 de diciembre de
2010, pero se generalizaron todo el país el 5 de enero de 2011; en Libia, los
levantamientos populares comenzaron entre el 13 y el 16 de enero de 2011,
siendo hasta el 17 de febrero cuando las masas convocaron al “día de
cólera” en contra de Gaddafi, lo que provocó una represión violenta por
parte de las fuerzas de seguridad libias; en Omán y Mauritania el 17 de
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enero, y en Yemen un día después; en Egipto el 25 de enero y en Siria el
26; en Bahréin el 4 de febrero, en Irak el 12 de febrero, en Yibuti el 18 y en
Marruecos el 20 del mismo mes.
Si bien es imposible pasar por alto la complejidad de cada uno de los casos
mencionados, esta serie de revueltas y manifestaciones sin precedentes en
el mundo árabe por su demanda democrática y mejora sustancial en las
condiciones de vida, ha comenzado a ser llamada como la “revolución
democrática árabe” o “primavera árabe” y comparada por su trascendencia
con la caída del Muro de Berlín (Valenzuela 2011) (Garton Ash 2011).
Estas revueltas que han surgido en forma de protestas civiles en sus modos
(Túnez y Egipto) y, posteriormente, con matices más violentos (como en los
casos de Bahréin, Yemen, Siria y Libia), representan un hito en la historia de
Medio Oriente, por su eficaz manera de contagiar a las sociedades de países
vecinos, para emprender sus propias revoluciones y generar un cambio en
sus realidades políticas, sociales y económicas. Sin duda alguna, todo esto
ha provocado que los poderes fácticos de la región resistan con toda
intensidad, como en los casos de Siria y Libia principalmente, para socavar a
sus opositores.
La primera parte de las revoluciones civiles árabes fue vista desde Estados
Unidos, Francia y Gran Bretaña, como algo positivo porque el reacomodo de
fuerzas, de redes económicas y de élites políticas podían favorecerles si lo
capitalizaban políticamente para sus propias causas. Sin embargo, en el caso
específico de Libia, los planes de derrocamiento del régimen del Coronel
Muammar el-Gaddafi, se fueron retrasando por la manera en la que éste (a
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diferencia de los presidentes Ben Ali de Túnez, y Hosni Mubarak de Egipto,
con 23 y 30 años en el poder respectivamente), resistió la embestida de las
masas no sólo libias, sino también extranjeras, en lo mediático, político,
comercial y militar.
Sin embargo, es preciso entender que las recientes protestas del mundo
árabe surgen en un contexto de transformación más amplio y profundo, que
es la configuración de un nuevo orden internacional multipolar. El nuevo
orden internacional multipolar que referimos muestra como sus principales
rasgos la desaceleración económica de Estados Unidos y una nueva política
exterior de la superpotencia, caracterizada por un nuevo multilateralismo y
el smart power; la emergencia económica y tecnológica de China; el
renovado protagonismo de las Naciones Unidas como institución encargada
de velar por la paz y la seguridad internacionales; y la creciente adaptación
de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) a los nuevos retos
del siglo XXI, entre otros rasgos. No se trata pues sólo de la disolución del
poder estadounidense, sino de la conformación de nuevos nodos de poder
en un Sistema Internacional-Regional-Global (Rocha Valencia y Morales
Ruvalcaba 2011: 2-12).
Frente a esta situación, nos preguntamos ¿por qué la revolución
democrática árabe –en un sentido genérico– es uno de los eventos
catalizadores del nuevo orden internacional multipolar? ¿Cuáles han sido las
políticas adoptadas por las potencias mundiales vigentes frente a la crisis del
mundo árabe? ¿Cuál ha sido el papel de las instituciones internacionales
encargadas de velar por la paz mundial? ¿Cómo se ve el mundo árabe a sí
mismo?
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La presente investigación se divide en cuatro partes, todas ellas en torno a
la crisis en el mundo árabe: en la primera se exponen algunos elementos
teóricos para la comprensión del sistema internacional de Posguerra Fría y el
surgimiento de un nuevo orden multipolar; en la segunda parte, se traza un
esbozo de la política exterior estadounidense bajo el gobierno de Barack
Obama, elemento importante para comprender la flexibilización de la
supremacía ejercida por la superpotencia desde las postrimerías de la
Guerra Fría; en la tercera parte, se analiza el nuevo protagonismo de las
Naciones Unidas y la OTAN; y, finalmente, se presenta un escenario regional
en el Medio Oriente y la importancia de su reconfiguración geopolítica como
elemento motriz del nuevo orden internacional.
I. La configuración del nuevo orden mundial y el sistema
internacional de Postguerra Fría
La humanidad entera se encuentra actualmente en un proceso de transición
histórica que ha sido nombrada como tiempo social tardo-moderno (Giddens
1993), sobremodernidad (Augé 2006), modernidad reflexiva (Beck 2007),
posmodernidad (Bauman 1999) o segunda modernidad (Rocha Valencia
2003). Todos estos conceptos intentan referenciar que el mundo se
encuentra ante una nueva experiencia de reorganización del tiempo y la
geografía.
Algunas de las características sociopolíticas de esta transición histórica han
sido el culto a la individualidad, la emergencia de la sociedad de consumo
frente a la sociedad de producción, los cuestionamientos a las “verdades
universales” y los procesos de constante cambio que van más allá de los
valores tradicionales apegados a sentimientos nacionalistas. Aún cuando en
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este escenario se hace más difícil que las personas construyan un nuevo
sentido colectivo, existen paradójicamente fuerzas antitéticas que generan
nuevas formas de acción colectiva y de resistencias. ¿A qué obedecen estas
tendencias contradictorias? Para Bauman, la globalización se organiza en
torno a centros de mando capaces de coordinar, innovar y gestionar las
actividades empresariales, de tal forma que los grandes cambios ocurridos
en este período posmoderno, están configurando una nueva polarización
social a nivel planetario que exhibe formas de dominación y explotación
nunca antes vistas, agudizando así las desigualdades sociales (Bauman
1999: 103-133).
Esta transición en curso se ha acelerado y profundizado a fines de la década
de los años noventa con la incertidumbre generada a partir de fin de la
Guerra Fría, la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la
instalación de una única superpotencia, las recomposiciones política e
ideológica del Sistema Internacional, la permeabilidad de las fronteras
estatales por la tercera revolución científico-tecnológica y la reestructuración
del mercado para tener alcances globales. Además, se ha observado la
extinción de la bipolaridad de Guerra Fría y el paulatino surgimiento de un
nuevo orden hasta ahora denominado como de Posguerra Fría.
Es preciso subrayar que, tanto en el sistema internacional, existe una
estructura –o distribución jerárquica entre los Estados– que contribuye en
buena medida a la determinación del orden internacional. Kenneth Waltz ha
definido las estructuras internacionales a partir de tres funciones: “primero,
según el principio por el cual se organizan y ordenan; segundo, por la
diferenciación de las unidades y la especificación de sus funciones; y
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tercero, por la distribución de las capacidades entre las unidades” (Waltz
1988: 131); de tal forma que “las estructuras internacionales varían cuando
se producen cambios significativos en el número de grandes potencias”
(Waltz 2005: 38). Esto es fundamental al observar las mutaciones que
acontecen hoy en el sistema internacional de Post-Guerra Fría.
¿Cómo caracterizar este nuevo orden internacional contradictorio y aún
difuso? Dada la prevalencia y convivencia de una superpotencia (Estados
Unidos) con otras potencias y países emergentes, Samuel Huntington lo ha
calificado “uni-multipolar”: “Primero, con respecto a los asuntos
internacionales importantes, la superpotencia es usualmente capaz de vetar
las acciones de combinación de otras potencias mundiales. Segundo, la
superpotencia puede resolver asuntos internacionales clave sólo en
cooperación con alguno de los otros Estados mayores” (Huntington 2003:
8).
Estados Unidos –en colaboración con las potencias mundiales y las potencias
medias- logró definir desde los años ochenta un orden internacional que
respondía primordialmente a sus intereses estatales y aspiraciones
nacionales. Sin embargo, en los últimos años se ha observado el
estancamiento de la potencia hegemónica (así como de las otras potencias
mundiales) y el ascenso de nuevas potencias que se caracterizan –a grandes
rasgos- por trabajar en la delimitación geopolítica de una región y ejercer
supremacía en los espacios geográficos específicos, al tiempo que apuestan
por un orden internacional multilateral y multipolar a través de políticas
exteriores de mediación entre los Estados periféricos y los Estados centrales
(Rocha Valencia y Morales Ruvalcaba, 2010). Esta categoría de potencias ha
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sido denominada “potencias regionales” y las más importantes son: Brasil,
China, India, México, Rusia, Sudáfrica, Polonia, Arabia Saudita, Argentina y
Turquía.
II. Smart power y nuevo multilateralismo en la política exterior del
gobierno de Barack Obama
En 2004, el National Intelligence Council (NIC) de los Estados Unidos,
consideró que el Sistema Internacional se encontraba en medio de cambios
profundos y que como resultado de ello el mundo del 2020 diferiría
considerablemente del entonces conocido, subrayando características como:
las contradicciones de la globalización, el papel de las potencias
emergentes, los nuevos cambios en la gobernanza y un sentido más
dominante de inseguridad (NIC 2004: 25).
Al tiempo en que el NIC lanzaba su estudio prospectivo, George W. Bush se
encontraba al frente del gobierno de Estados Unidos desempeñando una
política internacional, caracterizada por la búsqueda del reposicionamiento
de su país como única superpotencia, a través un fuerte unilateralismo, un
mínimo de cooperación y dominación en ciertos asuntos, tales como los
políticos, económicos y militares, específicamente en la región de Medio
Oriente y Afganistán.
El documento que mejor expresa la Doctrina Bush es “The National Security
Strategy of the United States of America” (Bush 2002) publicado el 17 de
septiembre de 2002. En él, se reconoce a Estados Unidos como una gran
nación, excepcional, única por sus diferencias con el resto del mundo, por su
“superioridad” cultural, política, económica, social e ideológica ante cualquier
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otra nación, adjudicándose para sí la obligación moral de promover un
equilibrio de poder donde se favorezca la libertad, igualdad, populismo,
individualismo y laissez-faire (Lipset 1997: 17-23). Así, en el gobierno de
George W. Bush se proyecta a Estados Unidos como el único actor capaz de
garantizar la libertad político-económica, el respeto a la dignidad humana en
el mundo y unas relaciones internacionales pacíficas en los albores del siglo
XXI.
La estrategia consistiría en un inconfundible activismo internacional, en el
cual Estados Unidos se erigiría como paladín de los anhelos de la dignidad
humana, fortaleciendo alianzas y colaborando con otros para resolver
conflictos regionales, en miras a evitar que dichos conflictos crezcan y
puedan llegar a representar alguna amenaza para su pueblo o sus aliados.
Pero, ¿puede coexistir una gobernanza unilateral en un orden internacional
crecientemente multipolar? Ensayarlo fecundaría mucha tensión, misma que
se generó (con Naciones Unidas, la Unión Europea, Rusia, China y sobre
todo con los denominados países del “eje del mal”) hasta los últimos años
del gobierno de George W. Bush.
Si bien el poder estatal-nacional es fundamental para comprender el
posicionamiento estructural en el Sistema Interestatal-Internacional, en el
contexto de la Posguerra Fría y de la globalización “muchos de los dominios
tradicionales de actividad y responsabilidad estatal (defensa, gestión
económica, comunicaciones, sistemas administrativos y legales) no pueden
ser regidos sin recurrir a formas internacionales de cooperación” (Held 1997:
118-119), por lo cual el multilateralismo y colaboración con las
organizaciones internacionales se vuelve ineludible.
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La nueva administración de Barack Obama tuvo que dar un viraje categórico
a la política exterior estadounidense ejercida por su predecesor. La
Secretaria de Estado, Hillary Clinton, decretó ese cambio muy al inicio del
nuevo gobierno cuando declaró frente al Comité de Relaciones Exteriores del
Senado de los Estados Unidos:
El Presidente electo y yo creemos que la política exterior debe estar basada en la unión de principios y pragmatismo, no en ideología rígida. Sobre hechos y evidencia, no emoción y prejuicio. Nuestra
seguridad, nuestra vitalidad y nuestra habilidad de liderar en el mundo de hoy nos obliga a reconocer el aplastante hecho de nuestra interdependencia” (Clinton 2009).
Y para restaurar la demolida imagen e influencia de Estados Unidos en
los últimos años, cobra especial importancia el smart power.
Como concepto desarrollado por el Center for Strategic & International
Studies (CSIS), el smart power significa “desarrollar una estrategia
integrada, una base de recursos y un conjunto de herramientas para
alcanzar los objetivos estadounidenses, a partir de ambos, hard y soft
power. Éste es un enfoque que subraya la necesidad de una fuerza militar,
pero que también invierte fuertemente en alianzas, asociaciones e
instituciones en todos los niveles para expandir la influencia estadounidense
y establecer la legitimidad de la acción estadounidense” (CSIS 2007: 7).
Hillary Clinton vino a refrendar esta estrategia como parte de la nueva
política exterior al señalar:
Yo creo que el liderazgo estadounidense ha estado esperando, pero aún es buscado. Debemos usar lo que ha sido llamado como „smart power‟: de la gama completa de herramientas a nuestra disposición –diplomáticas, económicas, militares, políticas, legales y culturales- resulta la herramienta correcta o la combinación de herramientas para cada situación (Clinton 2009).
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En este sentido, es preciso subrayar que el poder de Estados Unidos no ha
desaparecido ni se ha diluido, sino que más bien la principal potencia
mundial ha comenzado a compartir y delegar algunos ámbitos de la
gobernanza del sistema internacional a actores emergentes con enormes
potencialidades en subsistemas regionales. Alain Gresh anota, “„ni con
Occidente ni contra él‟ podrían gritar los manifestantes de hoy a través del
mundo árabe, quienes afirman una voluntad de independencia y de
soberanía en un mundo que ellos saben multipolar” (Gresh 2011). De esta
manera, las repercusiones geopolíticas de la crisis en el mundo árabe se
podrían traducir como el anhelo de sepultar la tensa gobernanza regional
impulsada por Estados Unidos y sus aliados –a través de patrocinio de
dictadores- para la construcción de un orden regional más justo y equitativo.
III. La gestión de la revolución democrática árabe en la
Organización de las Naciones Unidas (ONU)
Durante los años de la Guerra Fría “el poder de veto se desplegó no sólo
para los temas importantes de seguridad internacional, los de la guerra y la
paz, sino también para los regateos estratégicos de la política cotidiana de
ambos bloques” (Bremer 2010: 299), de tal forma que “las tareas centrales
de seguridad de la ONU fueron mermadas e, incluso, se privilegió la vía
bilateral para tender puentes y llegar a acuerdos entre adversarios” (Bremer
2010: 302).
Con la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, la ONU ha
comenzado paulatinamente a desempeñar ese papel para el cual fue creada
en 1945. Quizá su primer gran éxito –en términos de diálogo y consenso-
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fue la Guerra del Golfo (1990-1991) descrita por Danilo Zolo como la
“primera guerra cosmopolita” (Zolo 2000: 49-88).
A pesar de funcionar en pleno siglo XXI con una estructura que sigue
respondiendo a una lógica de hace más de sesenta años, el quehacer de las
Naciones Unidas ha sido cada vez más destacado, hecho que le valió incluso
el Premio Nobel de la Paz en 2001 por su trabajo por un mundo mejor
organizado y más pacífico. No obstante, Naciones Unidas tuvo un fuerte
revés en 2003 cuando el gobierno de George W. Bush decidió pasar por alto
al Consejo de Seguridad para invadir Irak. Las consecuencias de esta
flagrante violación al derecho internacional contemporáneo prevalecen hasta
nuestros días. Como explica Manuel Becerra:
La ilegalidad de la guerra contra Irak ha producido una seria afectación a la credibilidad de la ONU y a su sistema de seguridad colectiva. […] Los intentos por reconstruir la legalidad dentro del CS
son bastante difíciles y se prestan a contradicciones evidentes ya que se trata de manejar una situación de facto (la invasión y la destrucción de un país) con la necesidad de que la ONU se mantenga al tanto en el control de la situación de Iraq y sin que se legalice (en retrospectiva) la guerra contra Irak. (Becerra Ramírez 2005: 72).
La política exterior de George W. Bush resultaba insostenible, motivo por el
cual la administración de Barack Obama tendría que introducir cambios
significativos. Y las revueltas en Medio Oriente y el norte de África fueron
una prueba de fuego. Le dan a su política exterior un respiro, realizando lo
que Bush se había planteado por la fuerza (el derrocamiento de gobiernos
que le estorbaran a Washington en Medio Oriente) pero sin comprometer los
recursos estadounidenses. Es decir, si el smart power considera el uso de la
fuerza en sintonía con la diplomacia y las instituciones internacionales, estas
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crisis tendrían que ser gestionadas precisamente en la máxima organización
internacional para la paz y la seguridad: Naciones Unidas.
Mario Marín Bosch explica que en el momento en que comenzaron las
manifestaciones en Libia, Muammar el- Gaddafi recurrió a la fuerza militar y
policiaca. Para Francia, Reino Unido y Estados Unidos (y, por ende, para la
OTAN), Libia se convirtió en un presunto culpable. Para asegurarse de que
actuarían conforme a la Carta de la ONU y evitar así los errores de Bush y
Blair cometieron hace una década en el caso de Irak, las tres potencias
militares occidentales acudieron al Consejo de Seguridad. El 26 de febrero
éste aprobó por unanimidad la resolución 1970, exigiendo un alto a los
ataques contra la población civil y remitiendo a la Corte Penal Internacional
a los culpables de esos ataques. También impuso sanciones, incluyendo un
embargo de armas (Marín Bosch 2011). Pero esto no bastó.
A pesar de la diferencia y magnitud de las revueltas en cada uno de los
países del mundo árabe, el Consejo de Seguridad logró dar una respuesta
clara y rotunda al caso de Libia –exorcizando quizá con ello los fantasmas y
temores derivados de la Resolución 1441– con la Resolución 1973 del 17 de
marzo de 2011 que fuera calificada como “histórica” por Herman van
Rompuy, presidente del Consejo Europeo, al contar con los votos favorables
de Bosnia y Herzegovina, Colombia, Estados Unidos, Francia, Gabón, Líbano,
Nigeria, Portugal, Reino Unido y Sudáfrica, y sólo las abstenciones de los
miembros permanentes, China y Rusia, así como de los no permanentes
Alemania, Brasil e India.
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La razón principal de esta decisión fue acotar los daños del gobierno libio en
contra de su población, pues tal y como lo pronosticara Saif al Islam (hijo
del dictador y aspirante a la sucesión del poder fáctico en Libia), en el
momento en que los grupos de opositores al sistema político libio
arrastraran tras de sí a las multitudes para derrocar a su padre Muammar el-
Gaddafi, el gobierno libio evitaría a toda costa su caída, y la guerra civil
empezaría (ELMUNDO.es 2011). Después de unos meses, cuando la guerra
civil en Libia se alcanzó niveles de violencia que los opositores libios no
habían previsto –y, mucho menos, sus socios en Occidente– este conflicto
internacional empieza a recordarle al mundo los fracasos de las
intervenciones de Estados Unidos en Afganistán e Irak, que tuvieron lugar
en la década que termina.
Muammar el-Gaddafi cortó –por largos meses– la racha del éxito derrocador
inmediato de los manifestantes árabes, que habían presumido en Túnez y
Egipto la eficiencia de las nuevas tecnologías de la comunicación para
organizar las protestas masivas que concluyeron con el cambio de los
regímenes. Se creó en el imaginario colectivo la idea de que era cuestión de
tiempo para que el gobernante longevo (quien por cierto domina Libia desde
1969 y es el líder con más tiempo en el poder en África), cayera sin siquiera
meter las manos. Confiadas en que las multitudes en Marruecos, Argelia y
Yemen harían lo propio con sus respectivos gobiernos, las masas libias
apoyadas mediáticamente y en el contexto de la también conocida como
“ola de democratización en el mundo árabe”1 salieron a las calles
convencidas de que en poco tiempo regresarían a sus casas con los mismos
resultados que los obtenidos por los manifestantes de Túnez y Egipto.
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Sin embargo no fue así, y Gaddafi, quien durante 42 de años de gobierno ha
lidiado en otras ocasiones con intentos de derrocamiento en su contra, sacó
a flote su experiencia como dictador, y en el momento en el que los
acontecimientos de la naturaleza (terremoto y tsunami) pusieron a Japón en
el centro de los reflectores de la prensa mundial –también por la amenaza
nuclear que representaron los daños a la central de Fukushima–, atacó a
diestra y siniestra sin la menor contemplación a sus opositores. Estos, bajo
el argumento de que Gadaffi atacaba con su flota aérea a la población civil
que “pacíficamente” protestaba, pidieron el apoyo de Estados Unidos,
Francia y Gran Bretaña, pues moralmente, los gobiernos de estos países
habían externado que Libia necesitaba un cambio político urgente y que
harían lo necesario para lograrlo. Es decir, el círculo de Occidente se vio
obligado por las circunstancias, a condenar al mutante que ellos mismos
contribuyeron a crear y fortalecer.
Una vez inmersos mediática y discursivamente en Libia desde que iniciaron
las protestas contra Gaddafi a inicios del año 2011, los también conocidos
como “miembros de la coalición internacional” (encabezados por Estados
Unidos) vieron la oportunidad de capitalizar a su favor lo que han anhelado
desde años atrás cuando Gadaffi no actuaba acorde a los intereses
regionales occidentales: derrocar al Coronel e instalar una nueva élite más
cooperativa a favor de sus intereses petroleros en la región. Obviamente, en
este contexto es más creíble su apoyo a una causa humanitaria que en las
incursiones en Afganistán e Irak.
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Aunque nuevamente el discurso se centra en ayudar a un pueblo árabe a
liberarse del yugo de su dictador que atenta contra los civiles y reprime todo
intento de democracia, a diferencia del 2001 y 2003, el contexto mediático
les favorece. Precisamente por eso, el ambivalente Muammar el-Gaddafi se
dio a la tarea de combatir de manera estratégica (aunque a fin de cuentas
sin éxito) tanto a la OTAN, que destruyó a la aviación Libia para imponer la
enmienda de la Resolución, como a sus opositores locales en todos los
frentes, ahora victoriosos.
La implementación de la Resolución 1973 se ha traducido en un éxito
relativo tanto para la política exterior de la administración Obama, como
para las Naciones Unidas, ya que ha sido resultado del uso del soft power
durante los diálogos que originaron las resoluciones 1970 y 1973, en las que
Estados Unidos actuó como protagonista (más no paladín ni adalid) en el
Consejo de Seguridad; junto con el hard power, aunque no de manera
directa, sino delegando responsabilidades a la OTAN en el momento de la
implementación de la Resolución del 17 de marzo.
Lo que nos importa destacar es precisamente la manera en la que, antes de
pasar a la fuerza militar para arreglar un asunto que compete a esta
organización internacional de alcance global, llamada ONU, los actores
centrales recurrieron a ella para apelar al multilateralismo y al consenso
antes de dar un paso tan importante como fue el de apoyar la intervención
en Libia. Esto ha sentado un importante antecedente para evaluar un
posible ataque contra el gobierno de Siria, todo en función de cómo se
desenvuelvan las hostilidades del régimen de Bashar el-Assad contra su
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pueblo, y de los equilibrios regionales o internacionales para la intervención
consensuada, de ser el caso.
IV. Escenario regional
Los manifestantes egipcios, los rebeldes libios y los activistas yemenís,
sirios, argelinos o hasta los jordanos, se han encontrado a sí mismos,
viéndose apoyados y siguiendo las huellas de manera explícita de sus
contrapartes árabes alrededor de toda la región.
Por mencionar un ejemplo de lo anteriormente dicho, recuérdese que las
protestas sirias fueron provocadas por situaciones y condiciones muy
parecidas a las tunecinas y egipcias (represión a manos de sus gobiernos
longevos, pésimas condiciones de vida y sofocamiento de sus libertades,
aunque cada una con sus propias y particulares reivindicaciones nacionales).
Esta coyuntura es precisamente la que ha beneficiado al gobierno de Obama
en Estados Unidos, pues pudiendo mantener su “carácter pacifista”, puede
capitalizar estas revueltas árabes –algunas convertidas en revoluciones- de
iniciativas locales, las cuales en su conjunto han recobrado el valor del
concepto de la “arabidad” pero ahora a la inversa de lo que Gamal Abdel
Nasser buscaba en los años sesenta con el panarabismo: la unión de los
pueblos árabes en contra de los tiranos (aunque ahora los objetivos son sus
mismos monarcas y no el Occidente).
En ese sentido, estas revueltas civiles han enterrado al nacionalismo árabe,
en los términos que era concebido por el panarabismo nasserista o, por lo
menos han iniciado seriamente con el proceso a partir de sus propias
reivindicaciones nacionales; no intentan crear una unión supranacional árabe
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para combatir contra el Occidente, por el contrario, el objetivo de las
mismas es reconquistar las libertades que les fueron arrebatadas por sus
mismos gobernantes árabes, quienes según sus intereses les han conducido
a odiar al Occidente liderado por Estados Unidos y Europa, pero que a la
vez, se han convertido en sus operadores en la región cuando la
circunstancia se los ha permitido y requerido. A ese tipo de gobiernos es al
que el arabismo callejero ha combatido durante el primer semestre del año
2011.
Ligados por el idioma, la geografía, la historia y, aún más, por su identidad,
los manifestantes promotores de la “arabidad” de estos movimientos locales
han proveído el contexto para las revoluciones. Estos factores se han
convertido en la fuerza que sostiene la ola beligerante contra los gobiernos
longevos, considerados como tiranos por sus mismos pueblos, quienes bajo
el slogan de “Si no es ahora, ¿cuándo?” parecen estar conscientes de que
las reglas del juego político en la región deben cambiar.
Históricamente, Egipto ha sido un ejemplo a seguir en el mundo árabe en
varios frentes. Sus movimientos religiosos, tales como la Hermandad
Musulmana de 1928, sus gobiernos nacionalistas como el de Nasser o el-
Sadat, o los filósofos Rashid Rida, Mohamed Abdu y el novelista Naguib
Mahfuz, son una prueba de ello. En diferentes momentos de la historia han
sido los íconos del mundo árabe en sus respectivos campos acción. Por otro
lado, el país se ha visto también favorecido por su ubicación geoestratégica
así como por su liderazgo en la Liga Árabe. En su conjunto, estos factores
hacen pensar que en este contexto probablemente lo que suceda en Egipto,
sea visto una vez más por sus vecinos como un modelo a seguir (por el
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derrocamiento de Mubarak), pero ahora ya no como una figura paternal,
sino como la punta de lanza de los cambios estructurales que se gestarán a
partir de 2011 en la región.
Es importante advertir que es difícil tener certeza acerca del porvenir de las
revueltas en países, tales como Yemen, Bahréin, Libia y Siria. El problema
consiste en que estos últimos, a diferencia de Egipto o el mismo Túnez, no
cuentan con una estructura sólida de sociedad civil con capacidad para
derrocar a sus líderes sin participar en los disturbios que pueden tornarse en
hechos cada vez más violentos. Los egipcios y los tunecinos cuentan con
estas estructuras capaces de recrear sistemas democráticos, y gracias a eso,
las mismas fuerzas armadas de estos países prefirieron convertirse en
mediadores entre los regímenes y las poblaciones en las revueltas, para al
final volcarse a favor de la gente.
A modo de conclusión
Las consecuencias más visibles de estas series de revueltas, en unos casos,
y revoluciones, en otros, tomarán más tiempo de lo esperado. Sin embargo,
vale la pena destacar algunas implicaciones de este momento histórico:
unas de carácter extra-regional y otras de carácter intra-regional.
Como parte de las implicaciones extra-regionales, es preciso subrayar que
las complejas transformaciones que acontecen en Medio Oriente y el Norte
de África auguran el fin de un orden geopolítico regional. Dicho orden
geopolítico había sido construido durante toda la Guerra Fría por Estados
Unidos y las potencias mundiales de Europa, pero con el respaldo de las
potencias regionales (entre las que destacan Arabia Saudita y Egipto). Con
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las revueltas sociales, las relaciones de poder en la región se han visto
alteradas profundamente y la última área del mundo con rezagos de un
orden definido durante de la Guerra Fría, ha entrado ineludiblemente en una
dinámica de Postguerra Fría.
Asimismo, las manifestaciones civiles del mundo árabe han sido vistas por
algunas potencias como una oportunidad, ya que al respaldar su salto a la
democracia (en el sentido occidental), se obtendrían réditos políticos
importantes. Sin embargo, uno de los aspectos más significativos, es que no
son solamente potencias mundiales y potencias medias las únicas potencias
implicadas en el desenvolvimiento de los hechos, sino que también algunas
potencias regionales (como los BRIC´s en la Cumbre de Sanya 2011) han
sido importantes observadores. De esta forma, encontramos que la
“Primavera Árabe” ha sido, al mismo tiempo, un evento de enorme
trascendencia para la región y un elemento motriz del nuevo orden
internacional multipolar.
Ahora bien, un rasgo paradójico de estos movimientos tunecinos, egipcios,
libios, sirios y yemenís, por mencionar algunos, es que tienen un
componente antiestadounidense, antieuropeo y antiisraelí muy marcado,
pero al mismo tiempo, ven de manera parcial a Estados Unidos y a Europa
(principalmente) como los medios que, por lo menos, no les han obstruido el
camino para derrocar a los líderes árabes en contra de quienes están
dirigidas sus protestas.
En contraste con el coraje de los manifestantes árabes, la comunidad
internacional liderada por Estados Unidos y Europa, ha mostrado timidez,
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incoherencia y lentitud, para responder a los eventos bélicos como en los
casos de Siria y Libia, aunque los pasos que ya se dieron, como se dijo
anteriormente, se fundamentan en las decisiones tomadas en el Consejo de
Seguridad de la ONU en la resolución 1973.
Mientras la intervención en Libia ayudó a la coalición internacional a ganar la
buena voluntad de los diferentes grupos de manifestantes árabes y otros
líderes de la Liga Árabe, que pretenden capitalizar políticamente también
estas revueltas, el no actuar de manera cuidadosa para no herir más las
susceptibilidades, como la muerte de civiles, o el exceso de la fuerza, puede
ser contraproducente y agudizar las ánimos locales en su contra.
Entre las implicaciones intra-regionales, la lección principal de este período
histórico en el mundo árabe es que las autocracias no duran para siempre.
Los gobiernos de la región fueron estables hasta que sus sociedades
oprimidas decidieron movilizarse y resistir. A partir de esto, Tarek Osman
considera que la década venidera en el mundo árabe verá la emergencia de
tres proyectos políticos diferentes en competencia en la mayor parte de la
región, en la que las revueltas han tenido lugar (Tarek 2011) y que podrían
marcar el hito de cambio estructural de la posguerra fría.
En primer lugar, se encuentra el de los liberales, quienes tratarán de
convertir y consolidar a los partidos políticos en figuras viables para
gobernar. Son caras nuevas, a las que no se les asocia con la corrupción o la
herencia política del pasado y sí con la modernidad y vanguardia intelectual.
En segundo lugar, otro proyecto político importante lo representa el
movimiento islámico que se ha visto favorecido en este contexto libre de las
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presiones a las que había estado sujeto por vinculársele con el terrorismo,
con el fanatismo, con el radicalismo. Su labor dinámica entre los sectores
populares en los que ha tomado los espacios que el Estado había dejado, ha
generado que su proyecto se convierta en uno muy exitoso y con muchas
probabilidades de triunfar en cuanto el sistema político dé un viraje a la
democracia.
En tercer lugar, y no por ello menos importante, la opción a la que se debe
prestar atención está en el frente empresarial que pretende competir
políticamente. A éste se le ubica también como el proyecto político de los
capitalistas. Los promotores de este frente han aumentado su popularidad
desde los 90‟s, se han estado reinventando como los agentes económicos
del desarrollo de la región y le han restado importancia a su alianza con los
antiguos regímenes corruptos que los protegían.
Como puede verse, estos aspectos podrían darles ventajas a los islamistas,
puesto que estos últimos representan la solidaridad, la cero corrupción y la
recta manera de vivir para la gente de estos países (más no para las élites
contra las que competirán por un mejor posicionamiento), mismas que
podrían aprovechar las divisiones que se puedan gestar al interior del
islamismo para reposicionarse.
En este sentido, la década por venir será muy importante en el mundo árabe
no sólo para las regiones vecinas como Asia Central y Europa sino para el
mundo en general, pero tampoco es exclusivamente substancial para los
políticos y empresarios de estas regiones, sino también y, especialmente,
para los académicos de todo el mundo, que se enfrentan día a día a
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dinámicas cada vez más difíciles de descifrar y entender y, sobre todo, de
explicar los acontecimientos que se suscitan en esa región del planeta.
Notas
1 Ver la sección sobre la crisis en Medio Oriente en el Diario El País: www.elpais.com
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