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Re-aprendiendo a leer a Clastres
Eduardo Viveiros de Castro
Arqueología de la Violencia, publicada en Francia en 1980 bajo el título de
Recherches de Anthropologie Politique, reúne textos escritos en su
mayoría poco antes de la muerte del autor tres años antes. Forma un
conjunto con la colección de artículos publicados en 1974, La sociedad
contra el Estado. Si bien esta obra tiene una superior consistencia interna
y un número mayor de artículos basados en evidencia etnográfica de
primera mano, Arqueología de la Violencia documenta la fase de intensa
producción en la que su autor se encontraba durante los meses anteriores
a su fatal accidente, a los 43 años de edad, en un camino de las
Cévennes.
Destacan, entre otros textos, los dos últimos capítulos; el ensayo cuyo
nombre da origen a la colección en esta edición (cap. 11) y el artículo
siguiente, el último que publicó en vida. En éstos se presenta una
reelaboración sustancial del concepto que hiciera famoso al autor, aquel
de la “sociedad primitiva” como una “sociedad contra el Estado”.
Volviendo sobre el problema clásico de la relación entre violencia y
constitución del cuerpo político soberano, Clastres presenta una relación
funcional positiva entre “la guerra” (o mejor dicho entre el estado meta-
estable de hostilidad latente entre comunidades locales autónomas) y la
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intencionalidad colectiva que define lo que constituye a las sociedades
primitivas –el espíritu de las leyes, por evocar a Montesquieu.
La muerte de Clastres fue la segunda trágica y prematura pérdida sufrida
por la generación de antropólogos franceses educada en el periodo que
va de los años cincuenta a los sesenta. Este periodo de intensa actividad
intelectual trajo en Francia, como en otras partes del mundo, uno de los
mayores cambios en la sensibilidad político-cultural del Occidente y marcó
al periodo que va de los sesenta y setenta con una cualidad única (tal vez
“esperanza” sería el mejor término para definirla). La neutralización de
estos cambios fue precisamente uno de los objetivos fundamentales de la
concertada “revolución de la Derecha” que asoló al planeta, imponiendo
su fisionomía -a la vez arrogante y ansiosa, codiciosa y desencantada-
durante las siguientes décadas de la historia del mundo.
El primero de la generación en irse fue Lucien Sebag, quien se suicidó en
1965 para inmensa consternación de sus amigos (entre ellos Félix
Guattari), su maestro Claude Lévi-Strauss y su psicoanalista, Jacques
Lacan. Los doce años que separan las muertes de estos dos etnólogos
nacidos en 1934, educados como filósofos, que rompieron con el Partido
Comunista después de 1956 y se convirtieron a la antropología bajo la
poderosa influencia intelectual de Lévi-Strauss (que por entonces se
acercaba a su cenit), tal vez sirvan para explicar algo de las diferencia
que sus obras tienen con respecto al estructuralismo.
Sebag, miembro de la vibrante comunidad de judíos tunecinos
francófonos, era muy cercano al fundador de la antropología estructural,
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quien consideraba al joven como su probable sucesor. El amplio estudio
de Sebag sobre los mitos cosmogónicos de los Pueblo, publicado de
manera póstuma en 1971, fue uno de los materiales preparatorios de las
extensas investigaciones mitológicas de Lévi-Strauss, que abrirían los ojos
de la antropología a la originalidad del pensamiento Amerindio de manera
definitiva. Sebag mantenía, también, una intensa relación con el
psicoanálisis; uno de los pocos ensayos antropológicos publicados durante
su vida analizaba los sueños de Baipurangi, una joven del pueblo Aché,
visitado por Sebag durante periodos que coincidieron con la estancia de
Clastres entre éstos y previos al establecimiento de este último con los
Ayoreo del Chaco para realizar la investigación de campo que su muerte
dejó inacabada.
Clastres compartía con su amigo la ambición de releer la filosofía
moderna a la luz de las enseñanzas de Lévi-Strauss; no obstante, las
similitudes de sus respectivas inclinaciones terminan más o menos ahí. A
Sebag lo atraían mayormente los mitos y los sueños, los discursos de la
fabulación humana; mientras que los temas preferidos por su colega eran
los rituales y el poder, los vehículos de la “institución” de lo social para los
que el análisis estructural parecía tener menor disposición analítica.
Por otra parte, Clastres se dedicó desde temprano a realizar una
respetuosa pero firme crítica del estructuralismo, rehusándose a adherir a
la doxa positivista que comenzaba a acumularse alrededor del trabajo de
Lévi-Strauss y que, de mano de sus epígonos, amenazaba con
transformar a éste en una especie de “Juicio Final de la razón, capaz de
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neutralizar todas las ambigüedades de la historia y del pensamiento”
(Prado Jr., 2003). Al mismo tiempo, Clastres mostró durante toda su
carrera una hostilidad aún más intensa –que no era exactamente
respetuosa (véase el cap. 10)- por aquello que llamaba “etnomarxismo”,
esto es, por el grupo de antropólogos franceses que buscaban encuadrar
a las sociedades políticas no-centralizadas (en particular a las sociedades
de linajes de África) en los dogmas del materialismo histórico.
Mientras que Sebag escribió un libro titulado Marxismo y estructuralismo,
Clastres nos legó, por el contrario, La sociedad contra el Estado y la
Arqueología de la violencia, los capítulos de un libro virtual que bien
podría haberse titulado Ni marxismo ni estructuralismo. Clastres veía en
ambas posiciones el mismo error fundamental: una y otra privilegiaban la
racionalidad económica y suprimían la intencionalidad política. La
asociación metafísica del socius con la producción en el marxismo y con el
intercambio en el estructuralismo mostraban ser incapaces de dar cuenta
de la singular naturaleza de la sociedad primitiva, a la que Clastres definía
como una modalidad de vida colectiva basada en la neutralización de la
autoridad política, sustentada en la inhibición estructural de la tendencia
omnipresente a convertir el poder, la riqueza y el prestigio en coerción,
desigualdad y explotación. La definición designa también, una política de
alianza inter-grupal guiada por el imperativo estratégico de la autonomía
local centrada en la comunidad.
Clastres se complacía en afirmar que “en su ser” las culturas primitivas
eran una “máquina anti-producción”. En lugar de la economía política del
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control (control del trabajo productivo de los jóvenes por los viejos, de la
labor reproductiva de las mujeres por los hombres) que los etnomarxistas,
siguiendo a Engels, veían funcionando en sociedades que denominaban,
con impecable lógica, como “pre-capitalistas”, Clastres veía en sus
“sociedades primitivas”, tanto el control político de la economía como el
control social de lo político. El primero, manifestado en el principio de la
suficiencia sub-productiva y en la inhibición de la acumulación a través de
la redistribución forzada y el despilfarro ritual; el segundo, en la
separación de la posición del jefe del poder coercitivo y en el
sometimiento del guerrero a la búsqueda suicida de honores cada vez
más grandes.
La sociedad primitiva funcionaba como un sistema inmunológico: la
guerra perpetua era una forma de controlar tanto la tentación por el
control como el riesgo de ser controlado. Aquí, la guerra sigue
oponiéndose al Estado, pero la diferencia crucial en Clastres es que la
sociabilidad está del lado de la guerra, no del soberano (Richir, 1987). La
Arqueología de la violencia es un anti-Hobbes. Puede que incluso sea un
anti-Engels, un manifiesto contra el continuismo de la Historia Mundial.
Clastres es un pensador de ruptura, discontinuidad, accidente. En ese
respecto se mantuvo, tal vez, cercano a Lévi-Strauss.
La obra de Clastres es más una radicalización que un rechazo del
estructuralismo. La idea de “sociedades frías”, sociedades organizadas de
forma tal que la historia empírica no es interiorizada como una condición
trascendente, encuentra en Clastres su expresión política: sus sociedades
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primitivas son las sociedades frías de Lévi-Strauss; están en contra del
Estado por las mismas razones por las que están en contra de la historia.
En ambos casos, lo que buscan conjurar permanece amenazándolas
desde el exterior o como una erupción desde el interior; éste es un
problema que Clastres y a su manera, Lévi-Strauss, nunca dejaron de
enfrentar. Y si la guerra clastreana previene el intercambio, debe
subrayarse que nunca llega a abolirlo. Por el contrario, refuerza (en la
encarnación prototípica de la “prohibición del incesto”) su condición
eminente de vector genérico de la hominización. Es por esta razón que la
prohibición del incesto es incapaz de dar cuenta de la singular forma de
vida humana que Clastres denomina como “sociedad primitiva” (la cual
es para él el verdadero objeto de la antropología o etnología, el término
que a menudo prefiere para designar su profesión). Para Clastres, y esto
es algo que merece énfasis en la actual coyuntura intelectual, la
antropología o etnología es “una ciencia del hombre pero no de cualquier
hombre”. Arte de las distancias, ciencia paradójica, la misión de la
antropología es establecer un diálogo con aquellos pueblos cuyo silencio
era la condición de su propia posibilidad como ciencia –los Otros del
Occidente, los “salvajes”, “los primitivos”, las colectividades que
escaparon al Gran Imán del Estado.
La antropología encarna, para Clastres, una consideración del fenómeno
humano definido por medio de una máxima alteridad concentrada, una
dispersión interna cuyos límites son indeterminables a priori. “Cuando el
espejo no refleja nuestra propia imagen, no significa que no haya nada
que percibir”, escribe el autor en “Copérnico y los salvajes”. Esta
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observación característicamente brusca, encuentra eco en una
formulación reciente de Patrice Maniglier (2005) en relación a lo que este
filósofo denomina “la promesa más alta” de la antropología y que consiste
en “devolvernos una imagen en la que no nos reconocemos a nosotros
mismos”. El objetivo de dicha consideración, el espíritu de la promesa, no
consiste en reducir la alteridad, pues ésta es la materia de la que está
hecha la humanidad sino, por el contrario, en multiplicar sus imágenes.
Alteridad y multiplicidad definen tanto la forma en que la antropología
constituye su relación con el objeto, como la forma en que este objeto se
constituye a sí mismo. “Sociedad primitiva” es el nombre que Clastres dio
a ese objeto y a su propio encuentro con la multiplicidad. Y si el Estado ha
existido siempre, como Deleuze y Guattari afirman en su agudo
comentario de Clastres, entonces la sociedad primitiva siempre existirá:
como el exterior inmanente del Estado, como la anti-producción que
permanentemente acecha las fuerzas productivas, como la multiplicidad
que no es asimilable por las mega-máquinas planetarias. “Sociedad
primitiva” es, en breve, una de las materializaciones conceptuales de la
tesis que sostiene que otro mundo es posible: que hay vida más allá del
capitalismo y que hay sociedad fuera del Estado. Siempre la ha habido y
(por eso es que luchamos) siempre la habrá.
“En Clastres hay una forma de afirmar que prefiero por encima de todas
las precauciones académicas”. Quien dice esto es Nicole Loraux, el
distinguido helenista que, sin embargo, no titubeó en oponer una serie de
consideraciones críticas a un número de proposiciones clastreanas en
forma tan juiciosa como serena. Serenidad que, debe decirse, resulta
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inusual cuando se trata de la recepción de la obra de Clastres, cuya
“forma de afirmar” es fuertemente polarizante. Por un lado, despierta un
odio de sorprendente intensidad entre los zelotes de la razón y el orden;
no es extraño escuchar que su anarquismo antropológico debería ser
objeto de condenas que pertenecen más a la psicopatología criminal que
a la historia de las ideas. Incluso en el campo de la etnología
sudamericana, en donde su influencia fue formativa (no confundirla con
normativa) para toda una generación, uno atestigua hoy un renovado
esfuerzo por nulificar su trabajo, a través de una mal disfrazada
orientación ideológica, en donde la “cautela académica” aparece como un
instrumento para el ataque conceptual del pensamiento Amerindio que
busca reducirlo a la más pueril banalidad y someterlo al régimen
“armónico” al que Clastres veía como una amenaza a la forma de vida
indígena en general.
Por otra parte, en espíritus más generosos e inquietos la obra de Clastres
provoca una adhesión que puede resultar un tanto impetuosa, motivada
por el poderoso encanto de su lenguaje, con su insistencia sucinta, casi de
formulaciones, con argumentos engañosamente directos y, sobre todo,
con la auténtica pasión que transpira en casi cada página escrita. Clastres
transmite al lector la sensación de que es testigo de una experiencia
privilegiada, comparte con él su propia admiración por la nobleza
existencial de ese Otro absoluto –esas “imágenes de nosotros” en las que
no nos reconocemos- y que buscan retener su inquietante autonomía.
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Tenemos, entonces, a un autor difícil. Sus mejores lectores son
precisamente aquéllos que tienen que aprender a (re)leerlo, después de
años de haber sido persuadidos de olvidarlo y abandonarlo. Deben
permanecer alertas a sus virtudes y defectos; apreciar su perspicacia y
sensibilidad como etnógrafo –Crónica de los indios Guayaquíes es una
obra maestra del género- pero también a resistir su excesiva finalidad, en
vez de apartar tímidamente la mirada de sus hipérboles y titubeos, de sus
apresuramientos e imprecisiones. Hay que resistir a Clastres pero no dejar
de leerlo. Pero también: resistir con Clastres. Confrontar con y en su
pensamiento aquello que permanece vivo e inquietante.
Maurice Luciani, en una elegía publicada en la revista Libre, menciona la
“indiferencia al espíritu de los tiempos” como una de los rasgos más
prominentes de la irónica y solitaria personalidad de su amigo. Es una
valoración curiosa, dado que el espíritu de la época actual tiende a
vincular a Clastres con otro Zeitgeist , que busca desautorizar su obra
tratándola, (por sobre todas las cosas) de anacrónica, romántica,
primitivista, exoticista y una variedad de pecados que la crítica “neo-neo”
(neo-liberal y neo-conservadora) asocia con el annus terribilis de 1968.
Pero precisamente Luciani escribió en 1978, cuando el silencio y el
oprobio que rodearían a la obra Clastres y de tantos de sus
contemporáneos ya se habían puesto en marcha.
Una relectura de Arqueología de la violencia a treinta años de distancia
resulta, en consecuencia, una experiencia tan desconcertante como
iluminadora. Y si vale la pena hacerla es porque algo de la época en que
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estos textos fueron escritos o, mejor aún, contra la que fueron escritos (y
es en esa medida como ayudaron a otros a definirla) permanece en
nosotros, algo de los problemas de entonces continúan con nosotros hoy.
Aunque quizás no sea así, los problemas han cambiado radicalmente,
dirán algunos. Tanto mejor entonces: ¿qué sucedería si reintroducimos en
otro contexto conceptos elaborados en circunstancias muy específicas?
¿Qué efectos producirían una vez que resurgen?
La sensación de anacronismo provocada al leer a Clastres es real.
Considérense, por ejemplo, los tres primeros capítulos de Arqueología de
la violencia. El autor habla de los Yanomami como “el sueño de todo
etnógrafo”; desata un furioso sarcasmo contra misioneros y turistas sin
adelantar ninguna identificación “reflexiva” del antropólogo con estas
patéticas figuras; muestra una abierta fascinación por un modo de vida
que no duda en llamar primitivo y calificar como feliz; cae presa de
ilusiones inmediatistas y falocéntricas, como las expuestas en su
celebración de la historia de Elena Valero; se regodea en el pesimismo
sentimental (Sahlins, 2000) de “la última frontera”, de “la libertad final“ y
de “la última sociedad primitiva libre de América del Sur y seguramente
del mundo”. Todo lo anterior se ha vuelto seguramente impronunciable en
la educada sociedad de la Academia contemporánea (ahora corresponde
a la BBC y a Discovery Channel comercializar y simplificar esas
preocupaciones). Vivimos en una era en que un lascivo puritanismo, la
hipocresía culposa y la impotencia intelectual conspiran para cerrar el
paso a cualquier posibilidad de imaginar (en vez de meramente fantasear)
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una alternativa a nuestro propio infierno cultural o incluso de reconocerlo
como tal.
El breve pero devastador análisis que Clastres hace del proyecto
antropológico hoy parece incómodamente aristocrático en el sentido
nietzcheano del término pero, al mismo tiempo, anticipa la esencia de la
reflexividad poscolonial que en las siguientes décadas sumiría a la
disciplina en una “aguda crisis de conciencia” –la peor forma posible de
introducir una discontinuidad creativa en cualquier proyecto intelectual o
político. En la actualidad, este aspecto del pensamiento de Clastres se ha
vuelto casi incomprensible, en la marea creciente de buenas intenciones y
mala fe que tiñe la percepción cultural del globalizado ciudadano neo-
Occidental. Y sin embargo, es fácil ver que la irónica profecía sobre los
Yanomami es correcta:
Estos son los últimos asediados. Una sombra mortal se cierne sobre
todas partes… ¿Y después? Tal vez nos sentiremos mejor, una vez
que la frontera final de esta libertad última haya sido rota. Tal vez
dormiremos sin despertarnos una sola vez…Algún día, las torres
petroleras estarán alrededor de los chabunos, las minas de
diamante en las laderas, la policía en los senderos, las boutiques
sobre la rivera… Armonía en todas partes.
Este “algún día” parece muy cercano, la minería ya está ahí con su mortal
destrucción, las torres petroleras no están tan lejos, ni tampoco las
boutiques, la policía en los senderos abiertos puede que tome algún
tiempo (habrá que prestar atención al desempeño de la economía del
ecoturismo). La gran diferencia con la profecía de Clastres es que ahora
los Yanomami han emprendido la tarea de articular una crítica
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cosmopolítica de la civilización Occidental, rehusándose a contribuir a la
“armonía en todas partes” con el silencio de los derrotados. Las
detalladas y memoriosas reflexiones del shaman-filósofo Davi Kopenawa,
que, luego de un esfuerzo conjunto de treinta años con el antropólogo
Bruce Albert, se materializan en un libro, La chute du ciel, destinado a
modificar los términos de la interlocución antropológica con la Amazonia
indígena. Con esta obra excepcional, tal vez estamos realmente
comenzando a movernos del silencio al diálogo; incluso si la conversación
es oscura y ominosa, pues vivimos tiempos sombríos. La luz está
completamente del lado de los Yanomami, con sus innumerables cristales
brillantes y sus resplandecientes legiones de espíritus infinitesimales que
pueblan la visión de los shamanes1.
Más que anacrónico, el trabajo de Clastres da la impresión de ser
atemporal. A veces, uno tiene la sensación de leerlo como si fuera un
oscuro filósofo pre-socrático, alguien que habla no sólo de otro mundo,
sino desde otro mundo, en un lenguaje que es ancestral al nuestro y el
cual, al ya no ser capaces de entender perfectamente, debemos
interpretar, cambiando la distribución de sus aspectos implícitos y
explícitos, haciendo literal lo figurativo y viceversa, procediendo a una re-
abstracción de su vocabulario en función de las mutaciones de nuestra
retórica filosófica y política; reinventando, en suma, el significado de este
discurso que nos sorprende como fundamentalmente extraño2.
1 El libro de Kopenawa y Albert es prueba de que la antropología tienen algo mejor queofrecer con respecto a los Yanomami que el infame registro de abominaciones, grandes ypequeñas, en que han se ha visto implicada desde su llegada a éste pueblo.2 La analogía con los pre-socráticos es más que licencia poética; se justifica por el hechode que Clastres aproximó y opuso, en más de una ocasión, el pensamiento de losshamanes guaraníes a la filosofía de Heráclito y Parménides, reformulando el problema
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La sociedad primitiva de la ausencia a la endo-consistencia
El proyecto de Clastres consistía en transformar la antropología “social” o
“cultural” en antropología política, en el doble sentido de una antropología
que considera el poder político (no la “dominación” ni el “conflicto”) como
inmanente a la vida social, y que debiera permitir considerar seriamente
la radical otredad de aquellos pueblos llamados primitivos; esto incluiría,
antes que otra cosa, reconocer la capacidad de auto-reflexión de éstos.
No obstante, para facilitar esto es necesario romper con la relación
teleológica (o, mejor dicho, la relación teológica) entre la dimensión
política de la vida pública y la forma estatal, afirmada y justificada por
prácticamente toda la filosofía Occidental. Deleuze escribió en un famoso
pasaje, que “la Izquierda (…) realmente necesita pensar” porque “el
trabajo de la Izquierda, esté o no en el poder, es hacer visible el tipo de
problema que la Derecha quiere a toda costa ocultar”. El problema que
Clastres descubrió, el del carácter no-necesario del poder con la coerción,
es uno de esos problemas que la Derecha necesita ocultar. La
antropología será necesariamente política, afirma Clastres, una vez que
haya probado que el Estado y todo aquello a lo que dio lugar (en
particular, las clases sociales) es una contingencia histórica, “infortunio”
más que “destino”.
tradicional de la “transición” del mito a la filosofía –riguroso paralelo del problema delsurgimiento del Estado- en términos de un contraste entre el destino de la oposición delo Uno y de lo Múltiple entre los guaraníes y los griegos (Loraux, 1987; Prado Jr. 2003).
Uno advierte, de paso, que Clastres no veía la transición del mito a la filosofía comoevidencia del pasaje de un despotismo teocrático “Oriental” a la democracia racional“proto-Europea”.
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Hacer pensar a la gente es hacerla pensar en serio, empezando por el
pensamiento de otros pueblos, dado que pensar, en sí mismo, supone
convocar el poder de la otredad. La cuestión de “cómo tomar
definitivamente en serio” las opciones filosóficas de las formaciones
sociales primitivas es un problema al que Clastres vuelve con insistencia.
En el capítulo 6 de este libro, y tras afirmar que la etnología de las últimas
décadas ha hecho mucho por liberar a estas sociedades de la mirada
exotizante del Occidente, el autor afirma: “ya no volcamos sobre las
sociedades primitivas la curiosa o divertida mirada de un amateur un poco
ilustrado y un poco humanista; las tomamos en serio. La pregunta
entonces es ¿qué tan lejos conduce este tomarlas en serio?” (p. 163). En
efecto, ¿qué tan lejos?; ésta es la pregunta que en definitiva la
antropología no ha resuelto, porque es justamente la pregunta que la
define: resolverla habría sido para Clastres equivalente a disolverla en
una indispensable e irreducible diferencia; sería ir más allá del lugar al
cual la disciplina puede apuntar.
Tal vez sea por esto que el autor siempre asoció el proyecto de la
disciplina con la noción de paradoja. La paradoja es una operación crucial
en la antropología de Clastres; hay una paradoja de la etnología (el
conocimiento no puede ser apropiado sino como pérdida); una paradoja
intrínseca a cada una de las dos formaciones sociales principales (en la
sociedad primitiva, la jefatura sin poder; en la nuestra, la servidumbre
voluntaria) y una paradoja de la guerra y el profetismo (instrumentos para
la no-división se convierten en germen del poder escindido). Incluso es
posible imaginarse a la gran primera persona conceptual (o quizás, “el
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tipo psico-social”; véase Deleuze y Guattari, 1991, 1996) de la teoría
clastreana, el jefe sin poder, como una especie de elemento paradójico de
lo político, término supernumerario y elemento vacío al mismo tiempo, un
significante flotante que no significa nada en particular (su discurso es
vacío y redundante), existiendo sólo para oponerse a la ausencia de
significación (este discurso vacío constituye al plenum de la sociedad).
Esto haría al jefe clastreano, sobra decir, una figura emblemática del
universo estructuralista (Lévi-Strauss, 1950-1987; Deleuze, 1967-2003).
Como sea que fuere, el hecho es que hoy la paradoja se ha generalizado;
no son sólo los etnógrafos quienes se encuentran frente al reto intelectual
y político de la alteridad. La cuestión del “qué tan lejos” se le presenta al
Occidente en su totalidad y lo que está en juego es nada menos que el
destino cosmopolítico de aquellos que nos complacemos en llamar
Civilización. El problema de “cómo tomar a los otros en serio” se
convierte, por sí mismo, en un problema que es imperativo tomar
seriamente. En La Sorcellerie Capitaliste, uno de los pocos libros
publicados en la Francia actual que persigue el espíritu de la antropología
clastreana (mediado por las voces de Deleuze y Guattari), Pignarre y
Stengers señalan que:
Estamos habituados a deplorar las desgracias de la colonización y
las confesiones de culpa se han vuelto rutinarias, pero no
mostramos ansiedad cuando nos enfrentamos a la idea de que no
sólo nos consideramos la cabeza pensante de la humanidad sino
que, con las mejores intenciones del mundo, no dejamos de hacerlo
(…) La ansiedad sólo comienza cuando nos damos cuenta que a
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pesar de nuestra tolerancia, nuestro remordimiento y nuestra culpa,
no hemos cambiado demasiado. (Pignarre y Stengers, 2005:88).
Y la pregunta con la que los autores concluyen esta reflexión es una
versión de la formulada por Clastres: “¿Cómo hacer espacio a los otros?”
Hacer espacio a los otros no significa tomarlos como modelos, convertirlos
de ser nuestras víctimas a ser nuestros redentores. El proyecto de
Clastres pertenece a aquellos que creen que la antropología es elucidar
las condiciones para la auto-determinación del Otro, lo que significa,
primero que todo, reconocer la propia consistencia socio-política del Otro,
la cual, como tal, no es transferible a nuestro mundo como si fuera el
largamente perdido receptáculo de la eterna felicidad universal. El
“primitivismo” clastreano no era una plataforma política para el
Occidente. En su respuesta a Birnbaum (cap. 9) escribe:
No más que el astrónomo que invita a los otros a envidiar el destino
de las estrellas es que milito en favor del mundo Salvaje. (…) Como
analista de cierto tipo de sociedad, intento develar el modo de su
funcionamiento y no construir programas… (p.210).
La comparación con el astrónomo recuerda a la “visión desde lejos” de
Lévi-Strauss, pero provista de un giro irónico-político, poniéndonos en
nuestro lugar, como si el viaje que es deseable e imposible a la vez, nos
correspondiera a nosotros y no a los primitivos. De cualquier modo,
Clastres no pretendía poseer los planos del vehículo que nos hubiera
permitido hacer el viaje. Creía que un límite absoluto prevendría a las
sociedades modernas de llegar a este “otro planeta sociológico” (Richir,
1987): la barrera poblacional. Aunque rechazaba la acusación de
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determinismo demográfico, Clastres siempre mantuvo que las pequeñas
dimensiones demográficas y territoriales de las sociedades primitivas eran
una condición fundamental para la no-emergencia de un poder separado:
“todos los estados son natalistas”. Las multiplicidades primitivas son más
sustractivas que aditivas, más moleculares que molares, y menor tanto en
cantidad como en calidad: el múltiplo es hecho con escasos y con pocos.
No hay duda de que el poder en la sociedad primitiva puede nutrir la
reflexión de la política en nuestras propias sociedades (Clastres, 1975),
pero de forma tal que es, por así decirlo, fundamentalmente comparativa
y especulativa. ¿Por qué es que el Estado (después de todo, una
contingencia histórica) se volvió una necesidad histórica para tantos
pueblos y en especial para nuestra tradición cultural? ¿En qué condiciones
las flexibles líneas de la segmentariedad primitiva, con sus códigos y
territorialidades, dieron lugar a las rígidas líneas de sobrecodificación
generalizada?, esto es, ¿a establecer el aparato de captura del Estado,
que separa a la sociedad de sí mismo? Y más aún, ¿cómo pensar el nuevo
rostro del Estado en el mundo de las sociedades de control, en que la
trascendencia se vuelve de por sí inmanente y molecular, el individuo
interioriza al Estado y es perpetuamente modulado por él? ¿Cuáles son las
nuevas formas de resistencia que se imponen?, en otras palabras, ¿cuáles
emergen de manera inevitable? (Y decimos “inevitable” porque aquí
también es una cuestión de develar modos de funcionar, no de construir
programas. O mejor, para construirlos de mejor manera).
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Existen dos muy diferentes maneras en las que la antropología
“universaliza”, esto es, establece un intercambio entre imágenes del Ser y
el Otro. Por una parte, la antropología puede crear imágenes del “otro” de
forma tal que revela algo acerca de “nosotros”, ciertos aspectos de
nuestra propia humanidad que no podemos reconocer como propios. Este
es el proyecto antropológico que, iniciado en la Época Dorada de Boas,
Malinowski y Mauss, se consolidó durante el periodo en que Clastres
estaba escribiendo y ha continuado hasta el presente, de Claude Lévi-
Strauss a Marshall Sahlins, de Roy Wagner a Marilyn Strathern: el pasaje
de la imagen del Otro definida por un estado de ausencia o necesidad, por
una distancia negativa en relación al Ser a una alteridad provista de endo-
consistencia, de autonomía, de independencia en relación a la imagen de
nosotros mismos (y en esta medida, provista de un valor crítico y
heurístico para nosotros). Lo que Claude Lévi-Strauss hizo por la razón
clasificatoria, con su noción de pensamiento salvaje, lo que Marshall
Sahlins hizo por la racionalidad económica con su original sociedad
afluente, lo que Wagner hizo con por el concepto de cultura (y de
naturaleza), con su meta-semiótica de la invención y la convención, y lo
que Strathern hizo con su noción de sociedad (y de individuo), a través de
la elucidación de las prácticas Melanesias de análisis social y
conocimiento relacional, Clastres lo hizo para el poder y la autoridad, con
su sociedad contra el Estado -la construcción, por medio de la imagen del
otro, de otra imagen del objeto (una imagen del objeto que incorpora la
imagen que otro hace del objeto); otra imagen del pensamiento, de la
cultura, de la sociabilidad, de la política.
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En ninguno de estos casos el objetivo era construir una Gran Muralla
Antropológica sino más bien, indicar una bifurcación que, aunque
decisiva, no es menos contingente. Otra distribución cosmo-semiótica
entre forma y terreno (ground). Es necesario insistir tanto como sea
posible, en la contingencia de estas meta-diferencias, de lo contrario otros
“Estados” se recrearán a sí mismos en la esfera del pensamiento,
trazando una Gran División, un rígida línea ”mayor” sobre el plano del
concepto. Y de ello resultará algo que Deleuze y Guattari llamaban
“Ciencia de Estado”, la ciencia teoremática que extrae constantes de las
variables, opuesta a una “ciencia menor”, una ciencia problemática y
nómada de continuas variaciones, asociada más con la guerra que con el
Estado; y la antropología es, por vocación, una ciencia menor (la ciencia
paradójica de Clastres).
Esta diferencia contingente entre Ser y Otro no impide, y por el contrario
facilita, la percepción de elementos de alteridad en el corazón de nuestra
“propia” identidad. Así, el pensamiento salvaje no es el pensamiento de
los salvajes, sino el potencial salvaje de todo pensamiento siempre y
cuando éste no sea “domesticado con el propósito de producir una
ganancia” (Lévi-Strauss, 1966). El principio de la suficiencia subproductiva
y la propensión al despilfarro creativo subyacen al moralismo de toda
economía y a la supuesta insaciabilidad post-lapsariana del deseo
(Sahlins, 1972). Nuestra sociedad también es capaz de generar momentos
(en nuestro caso siempre excepcionales y “revolucionarios”) en que la
vida es vivida como una “secuencia inventiva” (Wagner, 1981) y
comparte con todos los otros (incluso de forma paradójica, en una forma
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medio-negadora) la interpenetración relacional que llamamos
“parentesco”. Y finalmente, en Clastres, la revelación de nuestra
dependencia constitutiva, en el ámbito mismo del pensamiento, ante la
forma del Estado, no evita la percepción (y concepción) de todas las
intensidades contrarias, fisuras, grietas y líneas de vuelo por medio de las
cuales nuestra sociedad constantemente resiste su captura y control por
la sobre-codificada trascendencia del Estado. Es en este sentido que la
sociedad contra el Estado continúa siendo válida como concepto
“universal” –no como tipo ideal, o como rígido indicador de una especie
sociológica, sino como analizador de toda experiencia de vida colectiva,
relacional.
Por otra parte, la segunda forma en que la antropología se universaliza a
sí misma, es a través de demostrar que los primitivos son más parecidos
a nosotros que nosotros a ellos: son también maximizadores genéticos e
individualistas posesivos, también optimizan el costo-beneficio y hacen
elecciones racionales (lo que incluye ser convenientemente irracionales
cuando se trata de su relación con la “naturaleza”) – ¡Ellos exterminaron a
la mega-fauna de América!, ¡Ellos quemaron toda Australia!; son sujetos
pragmáticos y de sentido común igual que nosotros y no confunden a los
capitanes de navío Británicos con dioses nativos (Obeyesekere contra
Sahlins) ni experimentan su ser interior y sustantivo como entidades
“dividuales” relacionales (LiPuma contra Strathern); también establecen
desigualdades sociales a la menor provocación; ambicionan el poder y
admiran a aquellos que son más fuertes, aspiran a las tres bendiciones del
Hombre Moderno: la Santa Trinidad del Estado (el Padre), el Mercado (el
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Hijo) y la Razón (el Espíritu Santo). La prueba de que son humanos es que
ahora comparten nuestros defectos, que se transformaron poco a poco en
virtudes durante las décadas que nos dieron a Thatcher, Reagan, el Acta
Patriótica, la nueva Fortaleza Europa, el neo-liberalismo y la psicología
evolutiva como bono. La sociedad primitiva ahora es vista como una
ilusión, un “invento” de la sociedad moderna (Kuper, 1988); ésta última
no es, aparentemente, una invención y nunca fue inventada por nadie. Tal
vez porque sólo el Capitalismo es real, natural y espontáneo. (Ahora
sabemos dónde está escondido el corazón auténtico de la Ilusión de Dios.)
Es contra esta otra forma de universalizar –reaccionaria, sin imaginación
y, sobre todo, reproductora del modelo y la forma del Estado como el
verdadero Universal- que la obra de Clastres fue escrita, de forma
preventiva pudiera decirse. Pues él tenía claro que el Estado no podría
tolerar, nunca toleraría, sociedades primitivas. Inmanencia y multiplicidad
son siempre escandalosas a los ojos del Único.
Individuos contra singularidades
La tesis de la sociedad contra el Estado es a veces confundida con la
doctrina libertaria en el sentido “americano” del término, como si su
lógica reforzara una oposición a la interferencia del gobierno central en la
vida de los individuos y una celebración del “libre mercado”, una defensa
de las milicias ciudadanas y así por el estilo. Pero confundir el
desmantelamiento teórico del Estado como telos de la vida colectiva con
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el rechazo a la organización política como tal, o convertirlo en un himno al
“rudo individualismo” constituye un grotesco error. El capítulo 9 de este
libro es aleccionador en este sentido, en tanto discute una
malinterpretación similar. Pierre Birnbaum, cuyas críticas el autor refuta
aquí, hace una lectura durkheimiana de la tesis de la Sociedad contra el
Estado, identificándola como “una sociedad de sujeción total”. Clastres
resume así la crítica:
En otras palabras, si la sociedad primitiva no conoce la división
social, el precio de esto es una alienación aún más severa, que
sujeta a la comunidad a un sistema de normas opresivas que nadie
puede cambiar. El “control social” es absoluto: no es más la
sociedad contra el Estado sino la sociedad contra el individuo.
La respuesta de Clastres consiste en decir que el “control social”, o mejor
dicho, el poder político, no se ejerce en el individuo sino en un individuo,
el jefe, que es individualizado para que el cuerpo social continúe sin
divisiones, “en relación a sí mismo”. El autor entonces delinea la tesis de
que la sociedad primitiva inhibe al Estado por medio de la expulsión
metafísica de su propia causa y origen, atribuyendo ambas a la esfera
mítica de lo Dado primordial, el cual está situado totalmente fuera del
control humano y, en consecuencia, no puede ser apropiado por una parte
de la sociedad para así convencionalizar las desigualdades mundanas.
Al poner sus bases fuera de sí misma, la sociedad se convierte en
naturaleza, esto es, se convierte en lo que Wagner (1986) llamaría “un
símbolo que se mantiene por sí mismo”, bloqueando la proyección de una
Convención totalizadora que la simbolizaría, por así decirlo, desde arriba.
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La trascendencia heteronómica del origen sirve para garantizar la
inmanencia y autonomía del poder social. Clastres atribuye esta mini-
teoría de la religión primitiva a Marcel Gauchet, quien años más tarde la
desarrollaría siguiendo una línea que Clastres tal vez no hubiera previsto.
Gauchet atribuye el origen del Estado precisamente a esta exteriorización
del origen –a través de la apropiación humana del lugar de la
trascendencia- y eso lo condujo (para acortar una historia larga) a una
reflexión sobre las virtudes del Estado liberal constitucional, un régimen
en el cual la sociedad se aproxima a una situación ideal de autonomía por
medio de una ingeniosa interiorización de la fuente simbólica de la
sociedad que no destruiría su exterioridad “institutiva” como tal. El Estado
contra el Estado, por así decirlo, en una asimilación del anarquismo
clastreano que finalmente se vería transformado en un programa
defendible3
.
Me parece que la respuesta a Birnbaum podría ir aún más lejos. La
sociedad contra el Estado está, efectivamente, en contra del individuo, en
tanto el individuo es producto y correlato del Estado. El Estado crea al
individuo y el individuo requiere del Estado; la auto-separación del cuerpo
social que crea al Estado también crea y separa a los sujetos o individuos
(en singular o plural) y, al mismo tiempo, el Estado se presenta como un
modelo para éste: L’Etat c’est le Moi. Así, es importante distinguir la
sociedad clastreana de su homónimo durkeheimiano, una fuente de
3 En Moyn (2005) hay una evaluación de la trayectoria de Gauchet, a quien los críticosparecen perdonarle todo excepto su pecado original, es decir, su adhesión juvenil a lamaligna visión de Clastres. También véase, aunque una dirección completamente
diferente, el agraviante pasaje donde Lefott ataca, sin mencionar nombres, el argumentode Gauchet en relación a la “condensación” en el Estado de la alteridad externaprimitiva.
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equivocaciones que no siempre fue aclarada por Clastres, quien
ocasionalmente tendía a hipotetizar la sociedad primitiva, esto es, a
concebirla como un sujeto colectivo, un Super-Individuo que sería real y
no sólo formalmente, exterior y anterior al Estado y, en consecuencia,
ontológicamente homogéneo a éste. La sociedad durkheimiana es la
forma estatal en su expresión “sociológica”: piénsese en la constitución
coercitiva del hecho social, en la trascendencia del Todo con relación a las
Partes, en la función de Comunicador universal, en su poder inteligible y
moral de unificar la variación sensual y sensorial. De ahí, la relevancia
estratégica, para Durkheim, de la oposición entre “individuo” y
“sociedad”: uno es una versión del otro, los “miembros” de la Sociedad en
tanto cuerpo espiritual colectivo son como minúsculos sub-Estados
individuales, absorbidos por el Estado como el Super-Individuo. Leviatán.
La sociedad primitiva de Clastres, por el contrario, está contra el Estado y,
en consecuencia, contra la sociedad concebida a su imagen; tiene la
forma de una multiplicidad sin sujeto. De la misma forma, sus
componentes o “asociados” no son individualidades o subjetividades, sino
singularidades. Las sociedades primitivas no reconocen la “máquina
abstracta fáctica” (Deleuze y Guattari, op. cit.: 168), productora de
sujetos, de rostros que expresan una subjetividad interior.
Una interpretación del anarquismo de Clastres en términos individualistas
o liberales sería un error simétrico al tipo de lectura que imagina a su
sociedad primitiva como un orden totalitario-totalizador de tipo
“durkeheimiano”. En la feliz fórmula de Bento Prado Jr. (2003), su
pensamiento era, más que anarquista, “anarcóntico”, una palabra
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combinada que incluye no sólo la referencia al arconte ateniense
(gobernante) sino la terminación óntico, que epitomiza el contenido
metafísico u ontológico del anarquismo de Clastres, su oposición a lo que
él veía como el principio fundacional de la doctrina Occidental del Estado,
es decir, la idea de que el Ser es Uno y el Uno es el Bien.
Entre filosofía y antropología
Es habitual considerar a Clastres como un autor del tipo erizo (“sólo una
idea, pero una GRAN idea”), el proponente de una tesis monolítica, la
“Sociedad contra el Estado”, un modo de organización de la vida colectiva
definido por una relación doblemente inhibitoria: una interna, la jefatura
sin poder, la otra externa, el aparato centrífugo de la guerra. Es
precisamente en esta dualidad que uno puede entrever la posibilidad de
una lectura filosófica alternativa a la tesis de Clastres.
La primera lectura pone el énfasis en el papel de Clastres en determinar
una “función política” universal, encargada de constituir “un lugar donde
la sociedad aparece ante sí misma” (Richir, 1987: 69). La sociedad contra
el Estado es definida, en estos términos, por un cierto modo de
representación política, mientras que la política misma es concebida como
un modo de representación, un instrumento proyectivo que crea un doble
molar del cuerpo social en el cual se ve reflejado a sí mismo. La figura del
jefe sin poder aparece aquí como el mayor descubrimiento de Clastres:
una nueva ilusión trascendente, un nuevo modo de “institución”
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(necesariamente “imaginaria”) de lo social. Este modo consistiría en la
proyección de un exterior, una Naturaleza que debe ser negada para que
la Cultura o la Sociedad puedan constituirse, pero que al mismo tiempo,
deben ser representadas al interior de la cultura a través de un simulacro,
el jefe sin poder.
Esta perspectiva sobre el trabajo de Clastres produce lo que podría
llamarse una “reducción fenomenológica” del concepto de sociedad
contra el Estado. Su origen se encuentra en el acercamiento entre
Clastres y el grupo de intelectuales reunido alrededor de Claude Lefort en
la revista Textures y más tarde, en Libre, en donde los últimos tres
capítulos de Arqueología de la violencia fueron publicados. Lefort, antiguo
alumno de Merleau-Ponty fue co-fundador, junto con Cornelius Castoriadis
del grupo “Socialismo o Barbarie”, un actor importante de la historia de la
política de izquierda libertaria en Francia. El rasgo característico de este
grupo fenomenológico-socialista (que incluía a Michel Gauchet hasta su
realineamiento en los ochenta) era la combinación de un decidido anti-
totalitarismo y un no menos comprometido humanismo metafísico que se
revela, por ejemplo, en la posición “anti-intercambista” asumida
tempranamente por Lefort. La crítica de Lefort de la búsqueda
estructuralista de reglas formales subyaciendo a la práctica y su
preferencia por entender “la conformación de las relaciones vividas entre
los hombres” (1987: 187), pueden haber sido una de las influencias de
Clastres, junto con la más explícita teoría de la deuda derivada de
Nietzsche (véase, por ejemplo, el capítulo 8) que vincula la obra de
Clastres con el diferente “anti-intercambismo” de Deleuze y Guattari.
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Esta lectura fenomenológica de “la antropología política” de Clastres tiene
una firme inclinación metafísica. Desde ese punto de vista, es a través de
la política que el hombre, el “animal político”, deja de ser “solamente” un
animal y es rescatado de la inmediatez de la naturaleza y convertido en
un ser dividido, tanto con la capacidad como con la necesidad de
representar para poder ser. Lo extra-humano, aún cuando es reconocido
como esencial para la constitución de la humanidad, pertenece al reino de
la creencia; es una división que es interna al humano, pues la exterioridad
es una ilusión trascendente. La política es el espejo del animal vuelto
Sujeto: “Sólo el hombre puede revelar al hombre que es hombre” (Lefort
en Abensour, 1987: 14).
La segunda apropiación y, en mi opinión, más consecuente con la
etnología de Clastres, pone el énfasis en la inscripción de los flujos más
que en la institución de los dobles, en los códigos materiales-semióticos
más que en la Ley simbólica, en la segmentariedad flexible y molecular
más que en la macropolítica binaria del interior y el exterior, en la
máquina centrífuga de la guerra más que en la jefatura centrípeta. Me
refiero, por supuesto, a la lectura de Clastres de Deleuze y Guattari en el
Anti-Edipo y en Mil mesetas (1981-1987), en los que las ideas de Clastres
son utilizadas como uno de los ladrillos para la construcción de una
“historia universal de la contingencia” y de una antropología radicalmente
materialista, enfrentada a la espiritualidad política que transpira la
interpretación fenomenológica.
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El Anti-Edipo fue un libro esencial para el mismo Clastres, el cual asistió a
los cursos donde el texto fue puesto a prueba, mientras que Mil mesetas,
publicado después de su muerte, criticó y desarrolló sus intuiciones en
una dirección completamente nueva. El vergonzante y vergonzoso
silencio con que la disciplina antropológica recibió las dos obras de
Capitalismo y esquizofrenia, en el que tiene lugar uno de los más
emocionantes y desconcertantes diálogos sostenidos entre la filosofía y la
antropología, está emparentado con la misma incomodidad que la obra de
Clastres produce en el siempre prudente y ruborizado ambiente
académico. “Tengo la impresión de que los etnólogos deberían sentirse
como en casa con el Anti-Edipo” (Clastres en Guattari, 2009: 85). Pues
bien, la gran mayoría no lo está4.
En el Anti-Edipo la sociedad contra el Estado se convierte en una
“máquina territorial primitiva”, perdiendo todas sus connotaciones
residuales como Sujeto colectivo y transformándose en un “modo de
funcionamiento” puro, cuyo propósito es la codificación integral de los
flujos material y semiótico que constituyen la producción del deseo
humano. Esa máquina territorial codifica los flujos, provee los órganos,
marca los cuerpos; es una máquina de inscripción. Su funcionamiento
supone la unidad inmanente de deseo y producción que es la Tierra. La
cuestión del jefe sin poder es entonces situada en un contexto
geofilosófico más amplio. La voluntad de no-división que Clastres ve en el
socius primitivo se transforma en un impulso de codificación absoluta de
4 El silencio de la comunidad antropológica vis à vis Deleuze y Guattari es tratado enViveiros de Castro, 2009 y 2010. Para una inteligente apreciación del componenteantropológico del Anti-Edipo, véase Vianna, 1990.
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todo flujo material y semiótico y a la preservación de la co-expansividad
del cuerpo social y del cuerpo de la Tierra. La conjuración “anticipatoria”
de un poder separado es la resistencia de los códigos primitivos a la
sobrecodificación despótica, la lucha de la Tierra contra el Déspota des-
territorializador. La intencionalidad colectiva expresada en el rechazo a la
unificación bajo una entidad sobre-codificante pierde su máscara
antropomórfica, convirtiéndose –y aquí empleamos el término utilizado en
Mil mesetas- en el efecto de un cierto régimen de signos (la semiótica pre-
significadora) y en la dominación de una segmentariedad primitiva,
marcada por una “relativa línea flexible de códigos y territorialidades
entrelazados”.
La principal conexión entre el Anti-Edipo y el trabajo de Clastres es un
rechazo compartido, aunque no idéntico, del intercambio como principio
fundacional de la sociabilidad. El Anti-Edipo sostiene que la noción de
deuda debería tomar el lugar ocupado por la noción de reciprocidad en
Mauss y Lévi-Strauss. Clastres, en su primer artículo sobre la filosofía del
jefe indígena –una intrincada crítica a un artículo temprano de su maestro,
en el que el papel del jefe era pensado en términos del intercambio
recíproco entre el líder y el grupo- ya había sugerido que el concepto
indígena del poder implicaba, simultáneamente, una afirmación de la
reciprocidad como esencia de lo social y de su negación, al situar el rol
del jefe fuera de su esfera, en el lugar del perpetuo deudor del grupo. Sin
vaciar al intercambio de su valor antropológico, Clastres introdujo la
necesidad sociopolítica de un no-intercambio. En sus últimos ensayos
sobre la guerra, la divergencia entre intercambio y poder se transforma
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en una extraña resonancia. Al dislocarse la relación intracomunitaria en la
relación inter-comunitaria, la negación del intercambio se convierte a sí
misma en la esencia del socius primitivo. La sociedad primitiva está
“contra el intercambio” (p.269) por la misma razón que está contra el
Estado; porque desea autonomía y autarquía –porque sabe que todo
intercambio es una forma de deuda, esto es, dependencia, así sea
recíproca.
Mil mesetas retoma las tesis de Clastres en dos largos capítulos, uno
sobre la “máquina de guerra” como una forma de exterioridad pura, (en
términos en que la violencia organizada o la guerra en sentido estricto
desempeña un papel muy menor), opuesta al Estado en como una forma
de interioridad pura (y de forma tal que la centralización administrativa
ocupa también un rol secundario); y en un segundo capítulo sobre el
“aparato de captura”, el cual expone una teoría del Estado como un modo
de funcionamiento contemporáneo a las máquinas de guerra y al
mecanismo de inhibición de las sociedades primitivas. Estos desarrollos
no sólo modifican elementos de las proposiciones de Clastres, sino
también de los elementos centrales del Anti-Edipo. El esquema del
Salvaje-Bárbaro-Civilizado se abre lateralmente para incluir la figura
elemental del Nómada, al que la máquina de guerra se ve asociada de
manera constitutiva. Aparece entonces una nueva tripartición, derivada
del concepto de segmentariedad o multiplicidad cuantificada, la línea
flexible y polivocal de códigos y territorialidades primitivas; la rígida línea
de resonancia sobre-codificada (el aparato del Estado); y la(s) línea(s) de
vuelo trazadas por la decodificación y la deterritorialización (la máquina
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de guerra). La sociedad primitiva de Clastres (los “Salvajes” del Anti-
Edipo) pierde su conexión privilegiada con la máquina de guerra. En Mil
mesetas aparece simplemente como una forma de exterioridad que
conjura las tendencias hacia la sobrecodificación y la resonancia que
constantemente amenazan con someter los códigos y territorialidades
primitivos. Del mismo modo, el Estado puede capturar la máquina de
guerra (ésta es, no obstante, su exterior absoluto) y ponerla a su servicio,
aunque con el riesgo de ser destruido por ella. Y finalmente, las
sociedades contemporáneas permanecen en total contacto con su
infraestructura “primitiva” o molecular, “recubiertas de un tejido flexible
sin el cual los rígidos segmentos no podrían sostenerse”. De esta manera,
la exhaustiva y mutuamente excluyente dicotomía establecida entre los
dos macro-tipos de sociedad (“con” y “contra” el Estado) es diversificada
y complejizada: las líneas coexisten, se entretejen y se transforman unas
a otras; el Estado, la máquina de guerra y la segmentariedad primitiva
pierden sus connotaciones tipológicas y se convierten en formas o
modelos abstractos, manifestados en múltiples procedimientos y
substratos materiales: en estilos científicos, phyla tecnológicos, actitudes
estéticas y sistemas filosóficos como también en formas de organización
macro-política y modos de representación-institución del socius.
Finalmente, y al mismo tiempo, Deleuze y Guattari retoman las tesis
fundamentales de Clastres cuando afirman que el Estado, más que
suponer un modo de producción, es la entidad que permite hacer de la
producción un “modo” (op. cit., 429); Deleuze y Guattari difuminan la
excesiva distinción establecida por Clastres entre lo político y lo
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económico. Como es bien sabido, la actitud de Capitalismo y
esquizofrenia hacia el materialismo histórico, incluyendo al etno-
marxismo francés, es significativamente diferente del autor de “Los
marxistas y su antropología” (cap. 10). Fundamentalmente, la cuestión
del origen del Estado deja de ser el misterio que siempre había sido en la
obra de Clastres. El Estado cesa de tener un origen histórico o
cronológico, en la medida en que el tiempo mismo es convertido en el
vehículo no-evolucionario de causalidades reversas. No sólo hay una muy
antigua y actual presencia del Estado “afuera” de las sociedades
primitivas, sino también la virtual presencia perpetua “al interior” de
estas sociedades, en la forma del deseo maligno que hay que conjurar y
en el foci de la segmentariedad resonante que está siempre
desarrollándose. La des-territorialización no es históricamente secundaria
al territorio; los códigos no son separables del movimiento de
decodificación (op. cit., 222).
Criticadas y recalificadas, las tesis expuestas en los breves textos de
Pierre Clastres tienen un peso decisivo en la dinámica conceptual de
Capitalismo y esquizofrenia, en particular la teoría clastreana sobre la
“guerra” como una máquina abstracta para la creación de la
multiplicidad, opuesta, en esencia, al monstruo sobrecodificador del
Estado –la guerra como enemigo número uno del Único- tiene un papel
fundamental en uno los mayores sistemas filosóficos del siglo XX.
Entre antropología y etnología
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El actual entusiasmo que rodea a los descubrimientos arqueológicos de
vestigios de formaciones sociales similares a los señoríos del Circum-
Caribe en el Amazonas, sumado al avance de estudios históricos sobre el
contacto entre las sociedades andinas y las de las Tierras Bajas, han
conducido a los académicos a desdeñar el concepto de “sociedad contra
el Estado” como un artefacto doblemente europeo, que confunde con un
hecho original lo que en realidad es producto de una dramática involución
de las sociedades Amerindias de principios del siglo XVI; y que sería
también la proyección de una vieja utopía occidental que alcanzó un
nuevo impulso durante la fatídica década de 1960.
El hecho de que estos dos argumentos desautorizantes se esgrimieran
juntos en contra de Clastres por ciertas corrientes etnográficas
contemporáneas, sugiere que éstas no están excentas de su propia carga
ideológica. La mirada sobre las tendencias centrífugas que inhiben la
emergencia del Estado nunca detuvieron a Clastres de identificar “la lenta
acción de fuerzas unificadoras” en las organizaciones multi-comunitarias
de las Tierras Bajas o la presencia de la estratificación social y el poder
centralizador en la región (en especial en el norte de la Amazonia). Con
relación a las utopías “anarcónticas” europeas, sabemos cuánto deben
éstas al encuentro con el Nuevo Mundo al principio de la era Moderna. Sin
duda, los malentendidos fueron muchos, pero no fueron arbitrarios.
Finalmente y de manera más importante, debe notarse que la regresión
demográfica post-colombina, aunque efectivamente catastrófica, no es
capaz de explicar el alfa y omega del paisaje sociopolítico de la América
indígena contemporánea; al igual que cualquier otra trayectoria evolutiva,
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“involución” expresa mucho más que limitaciones adaptativas. Es sobre
este excedente de significado –de estructura, cultura e historia, si se
quiere- que se encuentra la relevancia etnológica de la tesis de la
“sociedad contra el Estado” y en función del cual debe ser evaluada.
Para Clastres la sociedad primitiva era, quizás, algo parecido a una
esencia. El autor siempre la concibió como una forma profundamente
inestable de funcionamiento en búsqueda de la estabilidad ahistórica.
Pero aunque así fuera, efectivamente existe una muy peculiar “forma de
ser” de aquello que denominó sociedad primitiva y que ningún etnógrafo
que haya vivido con una cultura Amazónica, incluso una que tenga rasgos
bien definidos de jerarquización y centralización, puede evitar
experimentar en toda su evidencia, tan persistente como elusiva. Esta
forma de ser es “esencialmente”, una política de la multiplicidad, una
forma institucional de auto-representación colectiva. Esta política de la
multiplicidad es más una forma de convertirse que una forma de ser (de
ahí su condición elusiva); es efectivamente instituida o institucionalizada
en ciertos contextos etno-históricos, pero no depende de la transición a
un estado molar para funcionar –más bien lo opuesto. Dicho modo
precede a su propia institución y permanece o regresa a su estado inicial
en muchos otros contextos no-primitivos. “Sociedad contra el Estado” es,
dicho brevemente, un concepto intensivo que designa un modo intensivo
o una forma virtual omnipresente, cuyas variaciones en las condiciones de
extensibilidad y actualización requieren ser determinadas por la
antropología.
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La posteridad de Clastres en la etnología sudamericana siguió dos ejes
principales. El primero consistió en la elaboración de un modelo de
organización social amazónica –una “economía simbólica de la alteridad”
o una “metafísica de la predación”5- que extendió sus tesis sobre la
guerra primitiva. La segunda fue la descripción del escenario cosmológico
de las sociedades contra-estatales, el llamado “perspectivismo
Amerindio”6. Estos dos ejes exploran la fértil indecisión entre las
tendencias estructuralistas y post-estructuralistas que caracteriza a la
obra de Clastres: ambas privilegian una lectura Deleuzo-Guattariana sobre
la interpretación fenomenológica. Ambas, definen una cosmopraxis de
alteridad inmanente que equivale a una contra-antropología, un tipo de
“antropología reversa”, localizada en el precario espacio entre el silencio
y el diálogo.
La teoría sobre la guerra de Clastres, aunque a primera vista parece
reforzar la oposición binaria entre el interior y el exterior, el Nosotros
humano y el menos-humano Otro, en realidad termina diferenciando y
relativizando la alteridad –y, por la misma razón, toda posición de
identidad- erosionando el subtexto narcisista o “etnocéntrico” que en
ocasiones acompaña a la caracterización del autor de la sociedad
primitiva (véase el capítulo 4).
Permitámonos imaginar la etnología Clastreana como un drama
conceptual en el que un pequeño número de personae o tipos aparecen
cara a cara: el jefe, el enemigo, el profeta, el guerrero. Todos son vectores
5 Viveiros de Castro 1996, Lévi-Strauss, 2000: 720.6 Lima 1996-1999, Viveiros de Castro, 1996-1998.
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de alteridad, instrumentos paradójicos que definen al socius por medio de
algún tipo de negación. El jefe encarna la negación de los fundamentos
intercambistas de la sociedad y representa al grupo en tanto esta
exterioridad es interiorizada: al convertirse en “prisionero del grupo”,
produce por oposición la unidad y no división de este último. El enemigo
niega el Nosotros colectivo, permitiendo al grupo afirmarse contra éste,
por medio de su exclusión violenta; el enemigo muere para asegurar la
persistencia de lo múltiple, la lógica de la separación. El profeta, a su vez,
es el enemigo del jefe, reafirma a la sociedad contra la jefatura cuando el
ocupante de ésta amenaza con escapar al control del grupo por medio de
la afirmación un poder trascendente; al mismo tiempo, el profeta arrastra
a la sociedad hacia una meta imposible, la auto-disolución. Finalmente, el
guerrero es el enemigo de sí mismo, destruyéndose en la persecución de
la inmortalidad gloriosa, impedido por la sociedad que defiende de
transformar sus prestigiosas hazañas en un poder instituido. El jefe es un
tipo de enemigo, el profeta una suerte de guerrero y así sucesivamente.
Estos cuatro personajes forman un círculo de alteridad que contra-opera o
contra-inventa a la sociedad primitiva. Pero en el centro del círculo no
está el Sujeto, la forma reflexiva de la Identidad. El quinto elemento, que
puede considerarse el elemento central dinámico debido, precisamente, a
su excentricidad, es el personaje sobre el cual reposa la política de la
multiplicidad: el aliado político, el asociado que vive en otro lugar, a
medio camino entre los grupos local y co-residentes y los grupos
enemigos. Nunca han existido solamente dos posiciones en el socius
primitivo. Todo gira alrededor del aliado, el tercer término que permite la
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conversión de una división interna en una fragmentación externa,
modulando la guerra indígena y transformándolo en una relación social
completa, o más aún, como mantiene Clastres, en la relación fundamental
del socius primitivo.
Los aliados políticos, esos grupos locales que forman una banda de
seguridad (e incertidumbre) alrededor de cada grupo local, son siempre
concebidos en la Amazonia bajo la forma de la afinidad potencial, esto es,
como una forma calificada de alteridad (afinidad matrimonial) que sin
embargo permanece como alteridad (afinidad potencial) y que se
caracteriza por sus connotaciones agresivas y predatorias, que son mucho
más productivas ritualmente –esto es realmente productivas- que una
simple y anónima enemistad (o que la depotencializada reiteración de los
intercambios matrimoniales que crean una interioridad social)7. Es la
inestable e indispensable figura del aliado político la que obstaculiza tanto
una “reciprocidad generalizada” (una fusión de comunidades y una
unidad sociológica superior) como la guerra propagada (la atomización
suicida del socius). El verdadero centro de la sociedad primitiva de esta
flexible red de grupos locales, celosos de su recíproca independencia, es
siempre extra-local, situada en los puntos donde la conversión entre7 Es bien sabido que la teoría clastreana de la guerra fue fuertemente influenciada porlos contactos directos e indirectos con los Yanomami. La referencia más autorizada es latodavía inédita tesis de Bruce Albert (1985). Albert muestra cómo, en la sociocosmología Yanomami, la muerte es un evento biocósmico que produce violencia como un eventosociopolítico, en vez de lo opuesto. Albert inscribe la guerra en un gradiente concéntricode agresión (tanto natural como supernatural) que es directamente proyectable sobre elespacio social. Este espacio se estructura tanto interior como exteriormente alrededor dela relación ambivalente entre aliados no co-residentes. Recuérdese también unaobservación de Bento Prado Jr. (2003): “De acuerdo con Clastres, el coeficiente deviolencia implícito en la guerra (Yanomami) equivale casi a cero…La violencia emerge,por así decirlo, fuera de la guerra. Y ocurría durante fiestas –sobre todo cuando los
invitados eran aliados distantes- en las cuales una tribu recibía a otra, su aliada, para unfestín celebratorio. Como si los aliados más distantes fueran, más que el enemigo, elverdadero objeto de la violencia social.
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interior y exterior puede ser efectuada. Por esta razón, la “totalidad” e
“indivisibilidad” de la comunidad primitiva no contradice la dispersión y la
multiplicidad de la sociedad primitiva. El carácter de totalidad significa
que la comunidad no es parte de un Todo jerárquicamente superior; el
carácter de la indivisibilidad significa que tampoco está jerarquizada
internamente, dividida en partes que forman el interior del Todo.
Totalidad sustractiva, indivisión negativa. Carece de una distinción
localizable entre interior y exterior. Multiplicación de lo múltiple.
La sociedad contra el Estado es un proyecto exclusivamente humano; la
política es un asunto que es estrictamente intra-específico. Es en relación
a este aspecto que la etnología Amerindia ha avanzado más en años
recientes, extrayendo las intuiciones de Clastres de su caparazón
antropocéntrico y mostrando cómo su decisión de tomar seriamente el
pensamiento indígena requiere de hacer un cambio de la descripción de
una (diferente) forma de institución de lo social (similarmente concebido)
a otra noción de antropología –otra práctica de la humanidad- y a otra
noción de política –otra experiencia de la sociabilidad.
El capítulo 5 de este libro es un texto fundamental a este respecto. El
autor escribe aquí que:
Pasar un tiempo en una sociedad Amazónica permite a uno, por
ejemplo, observar no sólo la piedad de los Salvajes sino las
preocupaciones religiosas invertidas en la vida social al punto de
que es capaz de disolver la distinción entre lo secular y lo religioso,
desdibujar los límites entre el dominio de lo profano y la esfera de lo
sagrado: en resumen, la naturaleza, como lo social, está
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atravesada de un extremo a otro por lo sobrenatural. Animales y
plantas pueden ser al mismo tiempo, seres naturales y agentes
sobrenaturales: si un árbol derribado hiere a alguno o un animal
salvaje ataca a alguien, o una estrella fugaz cruza el cielo, éstos noserán interpretados como accidentes, sino como consecuencia de
una agresión de poderes sobrenaturales, tales como espíritus del
bosque, almas de los muertos o también, de shamanes enemigos.
El firme rechazo al azar y a la discontinuidad entre lo profano y lo
sagrado conduciría lógicamente a la abolición de la autonomía de la
esfera religiosa, la cual sería localizada en todo evento individual y
colectivo de la vida cotidiana de la tribu. Aunque en realidad nunca
está completamente ausente de los múltiples aspectos de una
cultura primitiva, la dimensión religiosa logra afirmarse a sí misma
en ciertas circunstancias rituales específicas.
La decisión de determinar la dimensión religiosa “como tal” –y, en
consecuencia, el rechazo a extraer conclusiones de lo sugerido por la
cosmo-lógica general de las sociedades amazónicas- tal vez sea indicativode la influencia de Gauchet8. Esto hizo a Clastres poco sensible al hecho
de que la generalizada “sobrenaturalización” de la naturaleza y la
sociedad convertía la distinción entre estos dos dominios en algo
sumamente problemático. Bajo ciertas condiciones cruciales –condiciones
religiosas, precisamente- la naturaleza se revela como social y la sociedad
como “natural”, lo que debería conectarse con la indivisibilidad política
que define a la sociedad contra el Estado. Y sin embargo, Clastres nos
coloca en la vía correcta en el capítulo en el que esboza una comparación
entre los Andes y las Tierras Bajas, que contrasta diacríticamente en
términos de sus respectivas formas de tratar con los muertos. En los Altos
8 Pero también sería el resultado de la “obsesión” del autor con el profetismo Tupí-Guaraní, el cual sería evidencia de la autonomización del discurso religioso.
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agrícolas, dominados por la máquina imperial del Inca, la religión se
sustenta en un complejo funerario (tumbas, sacrificios, etc.) que vincula a
los vivos con el mundo mítico original (poblado por lo que el autor
denomina tal vez erróneamente como “ancestros”) a través de los
muertos; en las Tierras Bajas, todo el esfuerzo ritual consiste, por el
contrario, en la máxima desvinculación entre los muertos y los vivos. La
relación de la sociedad con sus fundamentos inmemoriales es establecida,
por así decirlo, sobre el de cadáver los difuntos, que deben ser
desmemorializados, esto es olvidados y aniquilados (comidos, por
ejemplo) como si fueran enemigos mortales de los vivos. Yvonne Verdier
(1987:31) en su hermoso comentario a Crónica de los indios Guayaquíes,
destaca que la mayor división entre vivos y muertos era la garantía de
indivisión entre los vivos. La sociedad contra el Estado es una sociedad
contra la memoria; la primera y más perdurable guerra “de la sociedad de
la guerra” es peleada contra sus desertores. “Cada vez que comen un
muerto, pueden decir: uno más que el Estado no tendrá” (Deleuze y
Guattari, 1987: 118)9.
Pero hay un paso más que es necesario dar. El contraste entre los Andes y
las Tierras Bajas sugiere que la distinción variable entre los vivos y los
muertos cambia en relación a otra distinción, aquella que se establece
entre humanos y no-humanos (animales, plantas, artefactos, cuerpos
celestes y otros cuerpos del cosmos). En el mundo andino, la continuidad
diacrónica entre los vivos y los muertos opone conjuntamente a los
humanos con los no-humanos (que son, en consecuencia, potencialmente9 Véase la monogafía paradigmática de Carneiro da Cunha (1978) sobre la relacióndisociativa entre los vivos y los muertos en una sociedad de las Tierras Bajas.
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concebidos como una única categoría abarcadora), sometiendo al cosmos
a la “ley del Estado”, la ley antropológica del interior y el exterior, al
tiempo que permite la institución de discontinuidades sincrónicas entre
los vivos, que fueron bloqueadas en las sociedades contra el Estado
gracias a la aniquilación de los muertos (no ascendencia= no jerarquía).
En las Tierras Bajas, la extrema alteridad entre vivos y muertos hace a los
humanos cercanos a los no-humanos –a los animales en particular, dado
que en la Amazonia es común que las almas de los humanos se
conviertan en animales, siendo una de las principales causas de muerte la
venganza de los “espíritus de la caza”, y otras almas animales en
humanos (los animales son tanto causa como resultado de la muerte
humana). Sin embargo y al mismo tiempo, esta aproximación convierte la
no-humanidad, una forma o modulación de lo humano –todos los no-
humanos poseen una similar esencia o poder antropomórfico, un alma,
oculta debajo del variado ropaje corporal específico a cada especie. Las
relaciones con la “naturaleza” son “relaciones sociales”: la caza, como el
shamanismo, pertenecen a la bio-cosmopolítica; las “fuerzas productivas”
coinciden con las “relaciones de producción”. Todos los habitantes del
cosmos son personas en sus propios ámbitos, potenciales ocupantes de la
deíctica “primera persona” del discurso cosmológico: las relaciones inter-
especie están marcadas por una perpetua disputa alrededor de esta
posición, la cual es esquematizada en términos de la polaridad predador-
presa, mientras que agencia o sujetos es por encima de todo, la
capacidad de depredación10.
10 Aunque, por supuesto, si lo que comemos se convierte en parte de lo que somos,también nos convertimos en lo que comemos. Raramente la depredación no es
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Esto hace de la humanidad una posición caracterizada por la relatividad,
la incertidumbre y la alteridad. Todo puede ser humano, porque nada es
sólo una cosa, todo ser humano lo es para sí mismo: todo vecino del
cosmos percibe a su propia especie en forma humana y todos ven a las
otras especies, incluyéndonos a nosotros los humanos “reales” (quiero
decir, reales a nosotros mismos), como no-humanos. La diseminación
molecular de la agencia “subjetiva” a través del universo, atestiguando la
inexistencia de un punto de vista cosmológico trascendental, tiene un
correlato evidente con la inexistencia de un punto de vista ocupado por
un Agente (el agente del Único) que se congregaría en sí mismo el
principio de la humanidad y la sociabilidad.
Es a esto a los que los etnólogos del Amazonas llaman “perspectivismo”,
la teoría indígena según la cual la forma en que los humanos perciben a
los animales y a otras agencias que habitan el mundo difiere
profundamente de la forma en que estos seres ven a los humanos y a
ellos mismos.
El perspectivismo es “cosmología contra el Estado”. Su base última yace
en la peculiar composición ontológica del mundo mítico, esa
“exterioridad” originaria hacia la cual los cimientos de la sociedad habrían
de proyectarse. El mundo mítico, no obstante, no es ni interior ni exterior,
ni presente ni pasado porque es ambos, igual que los habitantes no son ni
humanos ni no-humanos, porque son los dos. El mundo de los orígenes
está, precisamente, en todo: es el plano Amazónico de la inmanencia. Y
es en esta esfera virtual de “lo religioso” –lo religioso como inmanente-ambivalente.
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que el concepto de sociedad contra el Estado adquiere su verdadera
endo-consistencia etnográfica o diferencia.
Es de suma importancia señalar que, entonces, el modo de exteriorización
del origen específico de las sociedades contra el Estado no implica una
exteriorización “institutiva” del Único, ni tampoco una proyección
unificadora del Exterior. Debemos tomar nota de todas las consecuencias
del hecho de que la exterioridad primitiva es inseparable de las figuras del
Enemigo y del Animal como determinaciones trascendentes del
pensamiento (salvaje). La exteriorización está al servicio de la dispersión.
Estando la humanidad en todas partes, el Humanismo no se encuentra en
ninguna. Los salvajes buscan la multiplicación de lo múltiple.
Traducción de Emiliano Zolla
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