silencio - foruq.com

Post on 14-Jul-2022

16 Views

Category:

Documents

0 Downloads

Preview:

Click to see full reader

TRANSCRIPT

Karl Heidemann es un niño con unoído extraordinario que se sienteabrumado por el

ruido que tiene que soportar al estarcon más gente. Ya de bebé noaguanta estar

cerca del latido del corazón de sumadre. Poco a poco, este niñopeculiar que vive en el

sótano y prácticamente no sale decasa descubre que matar seconvierte en el mayor

acto posible de amor y en la única

manera de poder vivir en silencio.En poco tiempo,

deja un rastro de sangre en elpueblo, hasta que su propio padredescubre la verdad y

el joven debe huir.

A los dieciséis años, Karl, ya en laciudad, seguirá perpetrandocrímenes brutales. Su

excepcional oído le permiteacercarse a sus víctimas sin miedoa ser descubierto y

convertirse en un ser prácticamente

invisible que vive de noche, cuandoel silencio le

aporta tranquilidad. Quién sabe sialgún día cometerá un error y seráfinalmente

descubierto.

Un poderoso thriller psicológico,mezcla de la sensorialidad de Elperfume de Patrick

Süskind y la crudeza de AmericanPsycho de Bret Easton Ellis.

Thomas Raab

Silencio

Historia de un asesino

ePub r1.0

Titivillus 17.10.16

Título original: Still

Thomas Raab, 2015

Traducción: Ana Guelbenzu

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Para Anna,

porque eres como yo.

Con amor,

tu padre.

PRIMERA PARTE

Fe

Una vez dicho y oído, ya nada

se puede retirar, nunca,

ni un deseo, ni una maldición, niuna oración.

1

El principio

El día en que murió Karl fue unbuen día.

Un humo blanco procedente de lachimenea de ladrillo situada al otrolado del cerro se

desplazaba como un velo de noviapor el cielo despejado. Debajo, elverde de los prados y

bosques: jugoso, exuberante,extenso. A lo lejos, primero lasuave elevación del Calvario,detrás

la punta siempre humeante de la

chimenea de la fábrica de acero, yese silencio. Solo se oía el

canto de los pájaros, el zumbido delos insectos, el crujido de las líneaseléctricas, el susurro de

los árboles, el viento. Un lugarapacible para un instante fugaz.

En algún momento aparece elprimer indicador, que solo señalauna dirección, Jettenbrunn.

Tal vez brille el sol, sea un díadespejado y cálido, pero a partir deentonces sobre cada

guijarro, cada brizna de hierba,sobre todo se cernirá una sombra,una nube llena de recuerdos,

oscura, ominosa, pues en medio deaquella paz llegó un niño al mundo:Karl Heidemann.

Esta es su historia.

Era el 6 de diciembre de 1982cuando un alarido rompió elsilencio de la pequeña población.

Penetrante, continuo, como siquisiera estar seguro de serpercibido. Irrumpió intenso en las

cálidas habitaciones y fue motivode regocijo, la alegría delignorante. Una nueva vida era

símbolo de esperanza: quedabanpocos niños, morían demasiadosmayores, ya había demasiadas

casas vacías.

Aquel segundo domingo deAdviento no fue el éxodo delcampo a la ciudad lo que vació las

casas de Jettenbrunn, sino elagradecimiento. Como si hubieranacido el Redentor, había que

peregrinar hasta el lugar delalumbramiento. En casa de losHeidemann yacía Karl, cubierto de

sangre y secreciones, sobre lassábanas aún húmedas de su felizmadre, bramando por su joven

vida.

Acudían de todas partes bienabrigados contra el frío cortante,con cestas llenas de pan y vino,

pequeños obsequios, gorritostejidos a mano, coloridas chaquetasde punto, para dar la bienvenida

a la nueva vida.

Se amontonaban exhalando vaporalrededor de la madre, secalentaban las manos sobre la

estufa de leña candente y saciabanel cuerpo con los abundantes platoscaseros preparados para el

recibimiento. Observaban al niñoque gritaba a pleno pulmón en untono espantoso y lo sabían

todo: el niño quería el pecho, debíatomar una infusión de hinojo,necesitaba el chupete, el pulgar,

la punta de la almohada, airefresco, sin olvidar que el niño teníaque asimilar primero el viaje

que era el parto, el sobresalto, lafalta de espacio, la violencia, eldolor, luego la luz cegadora, el

frío atroz, el miedo, la sensación dedesarraigo, el peligro de asfixia.Era lógico que no estuviera

contento de buenas a primeras tras

una experiencia tan trascendental,no había de qué preocuparse.

Y Karl siguió chillando.

Charlotte Heidemann escuchabapero no entendía nada, simplementesostenía con cautela en

las manos ese amasijo tenso decarne y sangre.

El ruido que ese pequeño ser fuecapaz de producir durante susprimeras horas de existencia

era ensordecedor. Era atronador ytan comprensible que todos los

habitantes de Jettenbrunn

finalmente se dieron cuenta de quedebían abandonar lo antes posiblelos acogedores aposentos de

la joven madre.

Así fue.

El viento gélido rozaba como unacaricia los campos cubiertos denieve polvo, mientras los

lugareños expulsaban de camino asus casas pequeñas nubecillas devapor llenas de chismorreos.

Como de costumbre en esa épocadel año en que se imponía laoscuridad, los contadores

eléctricos corrían a toda velocidadcon las casas decoradas conguirnaldas de luces, pero la paz

del Adviento no hacía acto depresencia.

Esa noche del 6 de diciembre, SanNicolás, arribó al pueblo deJettenbrunn acompañado por

un gemido que llegaba hasta lasentrañas, hasta los bosques, hasta la

punta del monte del Calvario.

Karl gritaba y gritaba. No leservían de consuelo ni las cariciasmaternales, ni los cantos

suaves, ni ponerlo en el pecho. Loúnico que lograba expresar erarechazo. Mientras Charlotte

Heidemann hablaba con él conternura, tarareaba en voz baja y leacariciaba la cabecita, él se

negaba a beber de su madre, avolver el rostro hacia ella, adejarse calmar por ella. Gritó y

pataleó sin descanso hasta que nopudo más, hasta que pasada lamedianoche, empapado en sudor

y envuelto en pañales de tela, cayóde puro agotamiento en su primersueño como ser emancipado.

Johann Heidemann colocó a lacriatura exhausta con cuidado en sucamita y la meció con

calma.

Con calma y en silencio.

Un silencio liberador para todos,para todo el pueblo, para los

padres de Karl y para el propio

Karl. Solo se oía el tic tac delreloj, el leve roce de la cuna que sebalanceaba sobre los tablones

del suelo, la respiración profundadel padre.

Fue un sueño de corta duración.

2

El origen

Johann Heidemann, el padre deKarl, era un hombre fuerte aunquede baja estatura, con la

obstinación física de un tocón.Cortar la raíz y la copa no tienemérito, pero un rizoma se aferra

inflexible a su terruño y perdura,como asiento, como base de unanueva vida, como un escollo.

Johann Heidemann conocía elreverso de la vida desde la mástierna infancia. Tenía seis años

cuando una noche, en vez de suspadres, llegó a casa un agente depolicía. No había mucho que

decir, salvo lo habitual en aquella

zona: la llanura suave, accidentada;la carretera sinuosa que

dibujaba leves curvas; loscamiones que superaban con crecesel límite de velocidad; la maniobra

para adelantar de uno de ellos; elcarril contrario que se suponíavacío; el vehículo de sus padres

que sí circulaba por ese carril; lasiguiente cruz conmemorativa dehierro, erguida entre los

polvorientos hitos de la carretera.

A partir de entonces Johann se crio

con sus abuelos maternos, ellagravemente enferma, pues

el padre de Johann también habíaperdido a sus padres muy joven. Nohabía pasado ni un año

cuando su nuevo hogar pasó a serúnicamente masculino, y condiecinueve años finalmente se

convirtió en la casa de un soltero.Solo le quedaba como persona dereferencia su vecino, Alois

Daxberger, maestro del pueblo, quetambién vivía solo.

Para entonces Johann Heidemann,como muchos primogénitos de laregión, ya tenía su trabajo

diario en la fábrica de aceroSiegensharter.

El resto del tiempo prefería pasarloen soledad. Evitaba la oficina decorreos, igual que todas

las fiestas del pueblo y losencuentros, porque hablar no era losuyo. Johann Heidemann hablaba

solo lo necesario, así que se ganóla reputación de ser pobre de

espíritu, también con su silencio.

No tenía nada que objetar, eraperder el tiempo cuando la gente sehacía una imagen de alguien o

de algo, normalmente seconformaban con la caricatura.

Charlotte, la madre de Karl, deapellido de soltera Auböck,hablaba de más lo que Johann

Heidemann callaba. Lo hacía conpersistencia, rapidez, potencia,dando voces, en un tono

estridente, a menudo doloroso,

como si se le escaparan el tiempo ylos oyentes. Lo único que

obligaba a estos últimos a no irseera esa hipocresía cultivada por laspersonas llamada

educación, pues Charlotte era laesposa de Johann Heidemann, y élera, pese a su notable

retraimiento, un hombre con quiense podía contar. Era un trabajadorque sabía arrimar el hombro

con abnegación, ya fuera para talarárboles, construir casas o abrir

sumideros. Era una pieza útil

de una bondad infinita, hábil,impagable, y todo por el sueldoobligado de una cena, una botellade

vino o una caja de bombones.

Valía la pena llevarse bien con él, yno mencionar la plaga acústica quehabía invadido el

pueblo desde que eligió a su pareja.Era casi imposible escapar de ella.Entre semana Charlotte

manejaba la máquina de cortar

embutidos de Adele Konrad, laanciana dueña del colmado, y

ponía en circulación los últimoscotilleos como si fuera la prensadel día, dejaba caer sobre el

papel unas cuantas lonchas de mása la cantidad deseada de cerdo, yde vez en cuando añadía un

quinto bollo gratuito paracompletar. Todo eso, mientras unaestrella de cinco puntas se

balanceaba en el cuello de un ladoa otro, colgada de una cinta de

cuero.

—¡Me la regalaron mis padres! Espara ahuyentar el mal. ¡El cinco esmi número de la suerte!

—supo enseguida todo el pueblo.

—¿Y qué, funciona? —solía ser ladesdeñosa respuesta.

—¡A nosotros no! —contestabanlos demás al unísono, divertidos, agritos, infames.

Charlotte era una buena persona, yen medio de las cajas de fruta yverdura, los sacos de

harina y especias, los barriles devino y col agria, se sentía como encasa. Era terreno conocido.

Se crio en un entorno parecido, alnorte del país, hija de unmatrimonio de tenderos de ciudad,

especializados en accesorios yreparaciones. Era hija única. Lamadre y el padre llevaban batas

grises de trabajo, la madreGertraud perlas en las orejas, elpadre Heinrich gomina en el pelo,el

local estaba completamente pulido,los muebles de madera olían a miely cera, y dentro había

incontables cajones de distintostamaños que contenían infinidad deobjetos. Sus padres siempre

tenían mucho trabajo, y aun así lomás importante entre las miles decosas era su única hija. La

cuna, el parque, la trona estabantras el mostrador, y en algúnmomento lo estuvo Charlotte en

persona. Nunca se decía: «déjalo,

no lo toques», o «las manos fuera,vas a romperlo todo», sino:

«tú puedes».

Como mamá y papá Auböck apenastenían un minuto libre, y a vecestampoco la cabeza,

Charlotte se convirtió en el fondode su corazón en un ser trabajador ydigno de ser amado. Sin

embargo, de nada sirve ese brillointerno cuando la gente solo se fijaen los defectos externos. Por

su voz, desde niña fue condenada a

criarse sola entre las cajitas declavos y tornillos, los sacos de

serrín y abono, los cajones debotones y cremalleras, sincomprender la causa de su repudio.Solo

sabía que, a diferencia de suscompañeros de colegio, ella noencontraba invitaciones a

cumpleaños en el banco de laescuela, no aparecía nadie en losbailes de Carnaval para invitarla a

bailar, no entraba ningún chico en

la tienda para llevarla de paseo.Nada.

Cuanto mayor era el rechazo, máspotente e imprevisto era su tono devoz. Nadie detectaba la

llamada de socorro que ocultaba laestridencia de Charlotte, ese gritosordo pero cada vez más

penetrante: «¿Alguien me va a decirde una vez qué es lo que hago mal?¿Quién me acepta, aparte

de mis padres? ¿Quién me coge dela mano?».

Entonces llegó Johann Heidemann.

Él iba por la izquierda del camino,silencioso y solo.

Ella iba por la derecha del camino,silenciosa y sola.

Ambos pasaron junto a la marcaroja y blanca.

Eran las primeras vacaciones deCharlotte sin sus padres. Queríairse muy lejos, olvidar toda

la melancolía, ir a algún sitio dondepoder ser otra persona, solo durantedos semanas. Un lugar en

la naturaleza, con menos gente,menos aislamiento, menos dolor,esa era su esperanza. Una

pequeña pensión al pie de unmonte, durmió mucho, paseó,ascendió un poco por la montaña,

siguió el vía crucis hasta llegar a lacima, midió cada paso delsufrimiento de Jesús, olvidó el

propio, bajó por el otro lado, luegoatravesó el bosque y quiso meterlos pies en el agua. Tenía

que haber un estanque.

Llegó aquel tibio día de primavera.El bosque, el aroma a ajo de oso,las flores, brotes por

todas partes, y dos personas:Charlotte y Johann. Desconocidosque se saludaron en un gesto fugaz

con la cabeza y pasaron de largo eluno del otro. Apenas dos metros, yse pararon: ella, él.

—Disculpe, ¿sabe cómo se va alestanque?

—Sí.

—Qué bien, no soy de por aquí.

—¿Entonces?

—Estoy aquí de vacaciones.

—¿Aquí, de vacaciones?

Continuaron juntos el camino.

Johann escuchó, Charlotte habló,durante todo el trayecto, ida yvuelta, no paró de mirar a

aquel extraño y por primera vez viomucho más en sus ojos que en losde los demás. Vio el interés

mudo, la atención inquebrantable,nunca aburrimiento, nunca una

burla, ni una crítica, en ninguno

de los días de vacaciones que lequedaban, y en todos y cada uno seencontraron, a propósito, y

pasearon juntos por el bosque.

Para Johann Heidemann aquellotambién supuso una salida de sucapullo gris, de pronto el

anhelo de compañía tenía cara. Unrostro que permanecía a su lado conpaciencia hasta el final del

paseo diario: la capilla situada enla orilla del estanque de

Jettenbrunn.

Aquel estanque ya había sidotestigo de muchas situaciones:personas que salían del agua

divertidas, otras que entrabandesesperadas, gente que buscabarefrescarse en verano, otros que se

hundían en el hielo invernal, operdían la inocencia en la orilla,suplicaban el perdón de sus

culpas en la capilla o le susurrabansus deseos a la estatua de la VirgenMaría. Allí se encontraban

las palabras para todo lo que no sepodía hablar con nadie más.

Pasados apenas seis meses, JohannHeidemann habló un poco más quede costumbre en ese

mismo sitio, delante de todo elmundo, y aceptó como esposa aCharlotte Auböck con un sonoro

«sí». Nadie le había oídopronunciar jamás una palabra tanfuerte.

3

El nacimiento

En el pueblo nunca antes se habíapresenciado un amor con tantaarmonía, como si los dos

estuvieran hechos el uno para elotro. Veían a Johann y Charlottesalir a pasear a diario, colocar

mantas de pícnic en pradosabiertos. Johann lo documentabacon un amor pleno, imágenes en

movimiento, Charlotte de pie en lahierba, con un cordel en la mano yla mirada fija arriba, una

breve sonrisa a la cámara, una

señal al cielo, un pájaro de papel,en lo alto, oscilante, hacían

volar cometas como niños, se oíasu risa y algo de todo aquello sereflejaba en los rostros de los

lugareños. A pesar de que enocasiones fuera en forma de risaburlona y furtiva, había un fondo de

admiración: ¿cómo lo hacían esosdos? ¿De verdad la convivenciapodía ser tan armónica? ¿Por

qué a mí no me ocurre lo mismo?

Pronto el amor buscó su camino

hacia la procreación duradera,hacia la encarnación. Apareció

la descendencia, Karl Heidemann, yllegó de un modo evidente: quedabaclaro que se estaba

produciendo el parto.

La dicha de la futura madre erainmensa, desbordaba alegría.Observaba con aprobación la

actividad del esposo, los arreglosen la vieja granja para convertirlaen un oasis del bienestar con

bodega, sauna, sala de descanso y

de ocio.

Charlotte aguantó agradecida lassemanas de transformaciónobligada. Era feliz cuando la vida

que crecía en su interior se estirabay levantaba los puños y laspiernecitas contra los límites

maternales. Su alegría era infinita, yla expresaba con infatigablesletanías de canciones infantiles.

Tenían un tono penetrante, eranbucles interminables de las mismascanciones:

Calma, mi niño, calma.

La luna viaja ya en su alma.

Con su blanco corcel sereno,

como en sueños, tan ameno.

Calma, mi niño, calma.

Paz, mi niño, paz.

La luna tiene un disfraz.

Una nube gris se posa,

sobre su nariz y orejas, hermosa.

Paz, mi niño, paz.

Karl, aún nonato, hacía lo mismoque Charlotte, dentro de susposibilidades: si la madre se

exaltaba, él también; si ella alzabala voz, el niño tambiénreaccionaba, daba puñetazos,patadas,

cada vez más intensos a medida queavanzaba el embarazo, cada vezmás dolorosos. Solo cuando

llegaba la hora de acostarse,cuando por fin Charlotte dormía, seimponía la calma en su interior.

Como si madre e hijo fueran uno,unidos por el corazón y el alma, esopensaba ella.

Estaba equivocada. Muyequivocada.

Karl rompió la unidad más de unmes antes de la fecha prevista, unamañana provocó la

liberadora ruptura de aguas. Luegotodo fue rápido, muy rápido. Nada

de contracciones

interminables, ni martirio, como siKarl quisiera arrebatarle a sumadre no solo su hijo, sino la

heroicidad de un parto largo y duro.Era un hijo deseado, muy esperado,pero su llegada al mundo

no fue más que el primer paso en lainterminable huida de Karl y unaola de destrucción. Un paso

funesto y evidente. Su alaridoincesante penetró intenso ydespiadado hasta en el rincón más

remoto del pueblo.

Al cabo de un tiempo, laconstitución física del reciénnacido había alcanzado un estado

preocupante: desnutrido, debilitadoy afónico, se revolvía en los brazosde su madre desesperada,

que no paraba de cantar, una y otravez:

Calma, mi niño, calma.

Paz, mi niño, paz.

Sin embargo, el niño no lograba

alcanzar la calma ni la paz. Todoslos esfuerzos eran en vano:

ni las visitas diarias del médico delpueblo, el doctor AlbrechtHofstätter, ni la consulta en el

hospital más cercano aportaronninguna información. Nadie logródetectar una enfermedad visible

en la criatura, salvo por el escasopeso todo entraba dentro de lanormalidad. Según le dijeron,

Charlotte Heidemann había traídoal mundo a un niño chillón, esas

cosas pasaban, y por mucho

sufrimiento que causara a menudono había un diagnóstico médico,ningún tipo de explicación, y

menos con un embarazo y un partosin dificultades como en su caso.Recomendaron a los padres

mucha tranquilidad y alimentarlocon el biberón.

A partir de entonces Karl comió, ala velocidad de un mensajero, unfugitivo, con ansia,

nervioso, como si justo después de

engullir las provisiones tuviera quecontinuar su camino. Pero

¿adónde iba a ir un lactante enpañales que aún dormía en la cuna,a merced de todo y de todos?

Pese a que en un principioCharlotte no estaba dispuesta adejar ir a su rabioso hijo y se

obstinaba en abrazarlo hasta que sedormía a su lado completamenterendido, con el tiempo se fue

debilitando.

—Pásamelo un momento para que

puedas descansar —reclamabaJohann, preocupado.

—Ya descansaré cuando me muera—era la respuesta de Charlotte,como si supiera lo que se

avecinaba.

Pronto acudió el doctor Hofstätter,pues Charlotte Heidemann no tardómucho en sentirse sin

fuerzas para nada. El miedoirracional, el desconcierto al verque su propio hijo parecía

desamparado, la pena del

aislamiento, el dolor del pechohinchado, la fiebre, todo juntoquebró su

voluntad. El doctor Hofstätter lerecetó infusiones, le prescribióreposo absoluto, puso a Karl en

los brazos fuertes de su padre y losobligó a los dos a salir.

Entonces Karl se calmó.

Así se quedó, también cuando supadre le puso un gorro y ropa deabrigo y lo sacó al aire

libre envuelto en mantas.

Oscuridad y silencio. Se habíahecho tarde. Por primera vez KarlHeidemann se vio rodeado

del aire fresco, gélido, el clarocielo estrellado, la actividadnocturna. Tenía los ojos abiertos de

par en par, las fosas nasales se leabrieron, inclinó suavemente lacabecita, olió, escuchó, sintió,

curioso y ávido al mismo tiempo,un poco como un descubridor entierra virgen, o como un animal

carnívoro a la caza.

Johann se detuvo un momento en elclaro de luna, observó a su hijo yrespiró hondo. Entonces

contempló lo más bonito que habíavisto en su vida: la sonrisa de suhijo, breve, como un acto

reflejo, y aun así con una energíaque lo impregnaba todo. Los ojos,con su brillo oscuro, buscaron

la mirada de su padre paraquedarse.

En aquel instante Karl Heidemannvolvió a nacer, de nuevo separado

de su madre, emancipado

en el sentido de que en esemomento percibió a su madre deforma definitiva, cuando en la

habitación infantil solo lasfotografías recordaban que elretratado había estado presente. Enaquel

momento, Karl no tenía ni tressemanas.

4

La solución

Llegó el día que CharlotteHeidemann más temía: la llamadade la fábrica de acero, el fin de la

continua presencia de su marido, elhecho de quedarse sola. Su propiafamilia estaba demasiado

lejos para ayudar, los padres de suesposo habían fallecido. Nuncatuvieron contacto con los

parientes de la zona, y no teníanamigos a quien poder preguntar.

Por primera vez, las palabras «loconseguirás sola» cobraron una

dimensión completamente

distinta. Abandonada, así se sentía,abandonada a su suerte con su másque probable difícil

destino.

En efecto, no se puede tentar aldiablo: lo peor que podía pasarsaltó a la realidad, aunque la

revolución no se produjo tal y comose había anunciado. Su estallido fuemás potente, más

intransigente de lo que se temía. Nosirvió de nada ni acunarlo, ni las

melodías infantiles, ni los

paseos con el cochecito. Eraimpensable poner a Karl en uncoche con la esperanza de que la

vibración, el traqueteo, los ruidosdel vehículo sirvieran de últimoremedio milagroso.

Solo por la tarde, cuando Johannllegaba a casa, se producía ciertoalivio. Empapado en el

sudor del duro esfuerzo físico,recibía a su hijo vocinglero en lamisma puerta, lo agarraba bien

contra el pecho y se iba. Alprincipio hacían falta unos cuantoskilómetros para que la calma

volviera al cuerpo cansado,pequeño y contraído del niño, perocon el tiempo acabó bastando con

unos pasos, y pronto fue suficientecon el fuerte olor corporal delpadre. Aun así, Johann siempre

hacía la misma ruta: salía delpueblecillo hasta llegar a la orilladel estanque y caminaba por la

nieve, que aquel año se mantenía

espesa; unas veces con el niñodormido, otras solo. Era su

momento, su colofón del día, comosi quisiera purgar todas laspreocupaciones a base de caminar.

El niño encontraba refugio en suspulsaciones aceleradas.

Durante el día y a partir deaproximadamente las dos de lamadrugada no había escapatoria, ni

para Karl, ni para su madre, ni paratodo el pueblo. Cada vez más,Charlotte recurría al único

medio con el que conseguíaapaciguar al niño por lo menos unmomento: el biberón.

Como Karl comía sin cesar, comosi no viera otra salida, sus gritos seinterpretaban como un

hambre insaciable y una exigenciacontinua de alimento. A esareclamación constante le sucedió la

frecuencia cada vez mayor de lastomas, después el creciente tamañodel cuerpo, y con él llegó un

hambre atroz real, era un círculo

vicioso. Así que a Karl Heidemannle tapaban la boca hasta que

ya no podía más de tan harto y caíaen un breve sueño, como siestuviera aturdido.

Saltaba a la vista que era unamanera de «taparle la boca».Johann, el padre de Karl, callaba,

qué iba a decir, ¿cómo iba aarrebatarle a Charlotte la únicabreve ancla de salvación que tenía?

Para la gente era un divertimento:«Parece que el niño de los

Heidemann no va por buen

camino en su desarrollo. Cuandoese granuja camine, deberíamoscerrar las despensas».

La tertulia en el bar seguíadivertida hasta que los comentariosjocosos se enfrentaban a otra

conjetura: «¡Tal vez los gritos deKarl son el castigo por cómo habéisempleado vuestras lenguas

viperinas durante años contraCharlotte!».

La idea cuajó, se extendió como un

virus muy infeccioso y anidó comoindicio del mal en las

cabezas de los habitantes deJettenbrunn.

Charlotte también se fue encerrandoen su destino. Se escondió,convencida de que los

lugareños la responsabilizaban delos bramidos de su hijo, cuya únicajustificación era la ineptitud

femenina, incluso una malamaternidad. Todas las creencias sonerróneas a ojos del que no las

comparte. Charlotte estabaequivocada, los lugareños evitabanla casa de los Heidemann por otros

motivos. «Ese niño está enfermo,¡de la cabeza! Posiblementetambién esté poseído por el

diablo». Así que por ambas partesse produjo lo que ocurre con todaslas creencias que evitan ser

cuestionadas: su convencimiento seconvirtió en una idea fija.

Pronto Charlotte empezó a evitar lacalle y Jettenbrunn a Charlotte, más

de lo habitual. Pese a

que todos eran conscientes de quela joven madre necesitaba ayuda,aunque pendía en el aire algo

parecido a la compasión, a lavergüenza por el hecho de noquerer saber nada de un bebé, nada

cambió. Encorvados y huidizos,rehuían a Charlotte y a Karl,buscaban a lo lejos un desvío

adecuado o la primera persona quepasara para conversar. Así evitarondecenas de conflictos,

solo por miedo a entablarconversación con ella, algo que encierto sentido resultaba provechoso

para la paz en el pueblo.

A veces se instalan en las mentesideas curiosas, percepciones queincluso a sus autores

resultan extrañas, ilícitas. Pero¿acaso existe una fuerza máspoderosa, más contagiosa,edificante

o destructiva que la mente del serhumano? Culparon a Karl de todo,

lo despojaron de sus

derechos como niño, le negaron lafalta de intencionalidad y leatribuyeron la plena

responsabilidad de sus actos, lamalicia, la vileza. Su voz, sumirada tenían algo aterrador,

escalofriante. La ridícula estrellade cinco puntas que colgaba delcuello de Charlotte no había

logrado ahuyentar el mal, alcontrario.

¿Cómo sería un niño que había

decidido desde el principio de suexistencia gritarle al mundo

a la cara, cómo actuaría en cuantofuera capaz?

Sin embargo, la primera en actuarfue Charlotte Heidemann.

Las horas en soledad se le hacíandemasiado lentas, insoportable elruido continuo, el

aislamiento palpable en todaspartes, tenía el cuerpo demasiadotenso, dolido por el esfuerzo

diario de cargar con su hijo y

cuidar de él. Pronto le resultócompletamente imposible cambiar

pañales, levantar a su hijo, cadavez más grueso, como una larva, nisiquiera podía tocarlo. La

resistencia de Karl era cada vezmayor, y enseguida fueincrementando la de la madre, sequebró

el baluarte del amor maternal ysaltó la primera chispa de unaaversión procedente del corazón.

Aversión hacia ese crío siempre

malcarado, henchido. Charlotteestaba al límite de sus

fuerzas. Solo ansiaba una cosa:huir. Dejarlo todo, abandonar. Unatarde cumplió su deseo de una

forma distinta a como lo habíaimaginado. Había ido al baño conlos nervios destrozados por la

oposición de su hijo, queríalimpiarle la espalda sucia deexcrementos, poner a Karl concuidado

en el agua tibia. No lo consiguió, y

no fue por un descuido.

Delante de ella el niño, que dabapuñetazos al aire con furia, y en suinterior la ira, la

desesperación.

Delante de ella el agua que noparaba de subir, en su interior eldeseo de liberación, una idea,

la acción.

Echó un breve vistazo al vacío,hizo un gesto para detener el agua,miró a ese cúmulo de

desprecio que tenía en los brazos,una inclinación y dejó que se leescurriera de las manos.

5

El hundimiento

Karl se quedó petrificado, estiró elcuerpo igual que un paracaidista ydesapareció bajo la

superficie del agua, indefenso, conla boca abierta y los ojosdesorbitados. El golpe de sucabecita

contra el suelo esmaltado sonó

vago. Luego se hizo el silencio.

Desde el fondo de la bañera, KarlHeidemann clavó la mirada en eltecho. Su rostro solo

reflejó el susto un instante, luegopasó a la relajación, como sihubiera comprendido algo. No era

miedo lo que Charlotte vio en él,tampoco cuando sus miradas seencontraron.

A solo un suspiro del final, Karlyacía inmóvil ante su madre, sinexpresar deseo alguno de

salvarse, sin apartar la vista deella. Su mirada trasmitía orgullo,como si quisiera

deliberadamente poner en juego esavida aún tan joven solo para privara su torturadora del grito

de socorro.

Con un escalofrío en el cuello y elsudor frío en la frente, CharlotteHeidemann, como liberada

de las garras del demonio, sacó asu hijo, lo apretó contra su corazón,fue corriendo entre lágrimas

hasta el dormitorio, lo secó, le dioun abrazo y lo metió en la cama, sinparar de susurrar:

«¡Perdóname, por favor,perdóname!», y salió corriendofuera, al frío.

Ataviada solo con un vestido fino,en los pies las medias y encima laspantuflas, recorrió el

camino cubierto por la nieve comouna autómata. Pero de nada sirveescapar cuando uno huye de

sí mismo.

Alois Daxberger, el vecino de losHeidemann, miraba por la ventanajunto a la estufa de

cerámica que crepitaba, conscientede que escapar solo sirve cuando sehuye de los demás. En su

caso fue la deserción. Rodeado demuertos y niños, en 1944 seencontraba lejos de su casa en una

trinchera, con su ametralladora enposición de tiro, cuando ordenó alos muchachos que tenía al

lado, arrancados de los brazos de

sus padres para participar, con eltorso henchido de orgullo, en

lo que la propaganda vendía comoel victorioso fin de la guerra, quedejaran las armas y los

uniformes y salieran corriendo tanrápido como les permitieron laspiernas. Eran chicos de

catorce o quince años que yacían enlos campos de batalla con la mitaddel cuerpo y llamaban a

gritos a sus madres, ya había vistosuficiente. Era el momento de dar la

espalda a aquel mundo

impío pues, dondequiera que lellevara la muerte, estaba seguro deque no podía ser peor. Apenas

una hora después de que loschiquillos hubieran echado a corrercayó una granada a su lado, pero

no acabó con su vida como AloisDaxberger deseaba, sino con sucapacidad auditiva y la

existencia de sus piernas.

Regresó a Jettenbrunn como uno delos pocos hombres supervivientes

de su generación, y fue

como morir en el pueblo de otramanera, no tardó mucho encomprobarlo: con toda la amargura

que le había provocado la guerra,que a cambio se lo habíaarrebatado todo —sus familiares,las

piernas, el oído—, a veces eraprecisamente esa carencia, porabsurdo que parezca, la que hacía

que la vida allí le pareciera menosfatigosa. Algo sí había aprendido

de su época de soldado: es

bueno no tener que estar en todaspartes. Aquello también se aplicabaal pueblo: era mucho más

difícil ser un marginado porvoluntad propia y aceptarlo queserlo forzosamente y sin admitirlo.

Aquella tarde, preocupado, AloisDaxberger dejó su lectura a unlado. Charlotte había pasado

por delante de su ventana,semidesnuda, en plena noche, y sealejaba del pueblo. Era imposible

salir tras ella, el escandaloso niñose había quedado atrás.

Charlotte Heidemann caminó sinparar, perdió las zapatillas, lasfuerzas, se cayó y se quedó

tumbada en el prado, sin poderquitarse de encima lo que queríaeliminar: el recuerdo de lo que

acababa de ocurrir, la sombra quele pisaba los talones.

—¡Karl! —susurró, hecha unovillo, tapándose la cara con lasmanos y la piel húmeda. Luego

se puso a rezar, siempre el mismofragmento—: Santa María, madrede Dios, ruega por nosotros,

pecadores, ahora y en la hora denuestra muerte.

Cuanto más rezaba, más absurdo leparecía su ruego. Ya no podríaperdonarse, durante el resto

de su vida.

Notaba la capa de nieve como ungélido lecho, blando y definitivo.Solo quería quedarse allí,

dormir, por última vez, hasta no

sentir ni oír nada más.

Precisamente el oído fue lo quehizo que Charlotte Heidemann secalmara, porque realmente

se había hecho el silencio.Demasiado silencio. Incluso allí,desde donde veía el contorno

empequeñecido de su casa, tendríanque oírse los gritos de Karl.

Pero no, no se oía nada.

Presa del pánico, CharlotteHeidemann emprendió el camino deregreso, a trompicones,

completamente despierta,imaginando lo peor: su hijo tieso,ella la asesina, la vida echada a

perder.

En efecto, Karl estaba en su cama,con los brazos abiertos un pocodoblados como un

crucificado con las palmasestiradas hacia arriba, el rostrotenso, la cabeza inclinada a un lado,

los ojos cerrados.

—¡Te he matado, te he…! —Sedesplomó sobre las rodillas

susurrando y rompió a llorar,

amargamente.

—Está durmiendo. —Sonó una vozcascada y suave desde el fondo dela habitación: Alois

Daxberger.

—Está durmiendo —repitióCharlotte como si estuviera entrance, con una mano sobre el

cuerpo de Karl. Hubo unmovimiento casi imperceptible enel saco acolchado. Arriba y abajo,

arriba y abajo—. Alois. —Charlotte volvió poco a poco en sí,y susurró—: ¿Cómo has venido

hasta aquí sin la silla de ruedas?

—Desde mi casa hasta aquí escuesta abajo, cuando hay nieveresbala. Y aún tengo fuerza

suficiente en los brazos para llegara la habitación. ¿Estás bien? —Nohabía rastro de reproche en

su mirada.

—¡Tenía que salir a tomar el aire!

—Es comprensible. Karl estabatranquilo cuando llegué a la puerta,luego se ha dormido,

delante de mí. Muy apaciblemente.

—¿Cómo? ¿Se ha dormido?

—No sé cómo ni por qué,Charlotte. Lo importante es que seha dormido, ¿no?

—Sí, eso es lo importante. —Lavoz de Charlotte era tenue. Porprimera vez veía a Karl

dormir sin estar completamenteagotado de los constantes gritos,

tampoco se había calmado por la

sobrealimentación, sino por otromotivo. ¿Era por el impacto deverse sumergido en el agua?

—Hazme el favor de ir a buscar lasilla de ruedas y traérmela.

Alois Daxberger tenía la miradacansada. Cuando en la habitaciónsolo quedaron de nuevo

madre e hijo, Charlotte Heidemanncomprendió su error. En esemomento sintió frío, un frío

indescriptible.

—¡Yo! —susurró, cayó sobre lasrodillas y se agarró a las barras dela cuna como si fueran

una reja—. ¿Soy yo la causa de sudolor?

Karl se había dormido, además desin gritos, sin su presencia.

6

La revelación

Cuando Johann Heidemann llegó acasa aquel día, encontró a su mujeren un estado preocupante:

con una botella de licor vacía en lamano, medio derramada en el suelo,sentada con la ropa

húmeda junto a la cama de Karl,sobre la alfombra, con la cabezainclinada hacia delante, y tras

ella el niño, que nunca dormía aesas horas, sumido en un sueñoprofundo.

Todas las puertas del interior de lacasa estaban abiertas, también ladel baño, donde la bañera

estaba llena de agua y de

excrementos. Johann no sabía quéhabía ocurrido: ¿le había dadoalcohol

a Karl? ¿Por eso estaba dormido?¿Así, sin más? ¿Qué es lo que habíaocurrido? Johann solo

sabía una cosa: era el momento deactuar.

Sin embargo, el primero en pasar ala acción fue Karl, esa mismanoche. Johann Heidemann

llevó con cuidado a su esposa a lacama, intentó descifrar algo de su

balbuceo y sus fantasías, su

hijo se dejó oír como de costumbrey observó algo muy raro. Muchoantes de que un ser humano

sea capaz de comprender suexistencia, se aferra a ella. Perohasta entonces Karl no había

mostrado interés por intentartocarle con un dedo estirado, ni alos animales de peluche que yacían

junto a su cabeza, al principio solose estiraba, buscaba a tientas lafrente, las sienes, cada vez con

más precisión. Por lo visto lainmersión en el agua le habíaindicado las coordenadas aquella

noche. Karl Heidemann encontró suobjetivo, su refugio: en los oídos.

A partir de ese momento no intentótocar nada más, seguía bramandocomo siempre. Lo que al

principio era un irrelevante juegode dedos, al día siguiente resultóser un acto de violencia. Como

si quisiera desgarrarse la piel,tiraba de ella con fuerza, hundía las

uñas en la carne aún blanda.

Pronto la cama, el colchón, secubrieron de sangre.

Al presenciar la locura que sedesataba ante sus ojos, a Charlotteni siquiera le quedaba la

opción de dejarse llevar por supropia demencia. Si tapaba lasheridas de Karl o le vendaba la

cabeza, el niño tiraba del vendajehasta que la piel enrojecidaquedaba libre de nuevo, para

irritarla aún más.

—¡A lo mejor fue el agua! —Charlotte rompió el silencio ante lapresión de las constantes

preguntas de su marido y confesóque Karl había resbalado en labañera el día anterior hasta

sumergirse bajo el agua. De ahí eldesequilibrio. Tal vez le habíaentrado algo en el conducto

auditivo que le provocaba el dolor.Charlotte no imaginaba laintensidad de ese dolor.

Karl, siguiendo el insistente

consejo del joven médico defamilia local, el doctor Albrecht

Hofstätter, acabó de nuevo en elhospital, y esta vez, contra todopronóstico, le sirvió de ayuda.

No lograban determinar undiagnóstico. Ni a primera vista, nitras un examen más exhaustivo.

Para los médicos ese gesto violentoy autodestructivo era un misterio,así que no escatimaron

esfuerzos, enviaron a Johann con suhijo histérico por un edificio de

dimensiones insospechadas,

de una prueba a otra. Todo mientrasCharlotte pasaba su primer día solaen casa desde el

nacimiento de Karl.

Pasillos interminables, una plantatras otra, un ascensor tras otro,cajas metálicas que la gente

empujaba de un lado a otro.Precisamente en uno de esosespacios cerrados fue dondeocurrió.

Solo estaban padre e hijo, el

ascensor bajaba con un zumbidovibrante a una de las plantas del

sótano.

De pronto se produjo una paradaimprevista, un movimiento brusco,un chirrido, un parpadeo

de la luz. Luego la quietud, ni unruido. Oscuridad.

Johann Heidemann tanteóalrededor, presa del pánico: sehabía quedado encerrado con suniño

inquieto. Pero Karl ya no gritaba,

estaba tranquilo en brazos de supadre, tan tranquilo como

cuando se lo llevaba lejos, muyadentro en el bosque.

Sin embargo, Johann no habíacaminado, solo había dado un paso,del ruido del hospital al

aislamiento de una celda cerrada.

De nuevo un parpadeo, unmovimiento, luego la luz, volvía afuncionar. El trayecto fue corto

porque Johann accionó sin pensarel botón de parada, antes de que

Karl rompiera a llorar de

nuevo provocó la siguiente pausa.No tenía explicación para larepentina satisfacción de su hijo,

que de pronto no se llevaba la manoal oído, sino el pulgar a la boca.¿Qué era distinto allí

dentro?

Johann Heidemann miró alrededor,en algún lugar entre la planta menosuno y la menos dos,

estuvo pensando, repasó las últimassemanas, comparó la vida de su

hijo con las circunstancias

actuales.

¿Por qué aquella repentina calma?

Se quedó parado mucho, muchorato.

Entonces lo entendió.

Lo entendió todo, lo vio claro:ningún médico podía ayudarles,pues su estrategia solo podía

ser administrar analgésicos ycalmantes a su hijo sin saber contraqué.

Con esa idea Johann puso fin a laparada forzosa, regresó a la plantabaja y llevó a su hijo al

coche; el niño volvió a gritar encuanto él abrió la puerta.

—¡Ya, mi niño, ya, enseguidavuelves a tener tu tranquilidad!¡Solo tienes que aguantar durante

el camino a casa!

Recorrió el trayecto lleno deesperanza, salió de la ciudad,condujo por el campo cada vez

menos poblado, sin mirar las

señales de límite de velocidad, sindudar de su teoría. Apenas llegó

a casa, pasó corriendo con elcúmulo de desesperación en brazospor el salón, agarró a Charlotte

de la mano, cogió la llave delsótano, bajó, entró en la pequeñasauna y cerró la puerta.

—Johann, ¿qué hacemos aquí?

—Tú mantén la calma y espera.

En efecto, la reacción fue la mismade antes: Karl se quedó quieto conlos ojos abiertos, como

Charlotte jamás lo había vistodespierto, bajo tierra, en un espaciocerrado y sin ventanas, con la

vista alzada hacia su padre, casiagradecido.

Luego se quedó dormido.

—Necesita tranquilidad.Probablemente grita pordesesperación, por el jaleo que haya su

alrededor. —Hablaba en un susurroy, si bien Johann en ese momentoestaba en lo cierto, aún no

tenía ni la más mínima idea delalcance de su teoría, de la realidadde Karl y sus consecuencias.

Karl Heidemann tenía un oído deuna sensibilidad tan fina y delicadaque no existían registros de

un caso así, no se podía consultaren ningún compendio médico demutaciones humanas. Oía el

aleteo de una mariposa, el susurrode las copas de los árboles enbosques lejanos, a una culebra

deslizarse en la hierba, no oía los

pensamientos ajenos, pero sí larespiración y el pulso

sanguíneo, cuya interacción amenudo revelaba más informaciónque una palabra. Como todos los

niños nonatos, Karl oía en ellíquido amniótico el borbotón, elruido del estómago y el intestino

maternos, los latidos, la voz de lamadre, pero para él aquella voz erauna invasión afilada,

cortante, los latidos truenosincesantes, la corriente sanguínea

de la madre un torrentedesgarrador,

cada pisada de sus pasos firmes unmartilleo estruendoso.

Solo quería huir de esa cámara detortura cada vez más estrecha, y sihubiera podido habría

maldecido al Creador por elmartirio del temprano desarrolloprenatal de su oído. Lo habría

maldecido por el amor que le habíarobado. Tal vez habría soportadodurante unos días ese ruido

en el interior de su madre, pero nodurante tantas semanas desufrimiento. Quizás en otras

circunstancias habría podidosentirse a gusto en brazos de sumadre, encontrar su refugio. En

cambio, una vez llegado al mundono encontraba la paz, solo la rabia,una rabia ininterrumpida.

Johann Heidemann, con su hijo enbrazos en medio del aislamiento delsótano, se sintió

esperanzado. Con la mano que le

quedaba libre acercó a su mujerhacia sí y le susurró con

ingenuidad al oído:

—Todo irá bien.

Ella forzó una sonrisa, un gesto conla cabeza, mientras pensaba: es unerror.

A partir de aquel día Jettenbrunnestuvo tranquilo.

7

La desaparición

Karl Heidemann desapareció delpaisaje de la noche a la mañana,tanto óptica como

acústicamente.

Lo mismo ocurrió con su madre.

Al principio nadie preguntaba,todos celebraban aliviados laausencia, disfrutaban de la

tranquilidad. ¿Tal vez estabaenfermo?

Sin embargo, pasados unos días laimagen era siempre la misma:oscuridad en la habitación

del niño, apenas había luz en lacasa, luz tenue en la entrada de laescalera, por la tarde Johann

regresaba presuroso, abría lapuerta, la cerraba, ya no paseabacomo antes. En algún momento

empezaron a comentar con ciertodesasosiego: «todo va mejor, porfin el niño está bien, está un

poco más tranquilo», pero enrealidad daban por hecho que lospadres habían enloquecido. ¿Quién

iba a reprocharles, marcados para

siempre por la dureza de losúltimos meses, que no quisieran ni

pudieran ver la realidad?Probablemente los rumores fueroncreciendo como una polilla se

alimenta de la ropa, y acabaroncreyendo que en algún lugar delhogar de los Heidemann yacía el

cuerpo inerte del pequeño Karl, talvez incluso embalsamado tras velarsu muerte, en las

profundidades del sótano.

En efecto, allí se refugiaba Karl, en

medio de la zona de sauna, día trasdía, noche tras noche.

Se acostaba en su cama, con lasbarras cercándola, pronto se pudosentar, se puso en pie, adquirió

conciencia de sí mismo, incrementóla curiosidad, las habilidades, laconciencia de haber armado

un gran alboroto, además de causardolor con sus gritos. Solo una cosaperdió de repente, pese a

los constantes murmullos que lorodeaban, procedentes de los tubos

de calefacción o los

conductos del agua, pese a loszumbidos de las lámparas de neón,del congelador: la necesidad de

alzar la voz. A partir de entoncesdejó de chillar. Callaba. No volvióa salir ni un ruido, ni una

palabra de su boca, ni siquieraaquel que los padres esperanansiosos cuando apenas un niño

emite los primeros sonidos: ¿enalgún momento ese «dadá» y«babá» se convertirá en «mamá» y

«papá»?

No ocurrió.

Eso no significaba en absoluto queKarl no se comunicara.

Sus ojos, la posición de la cabeza,la postura del cuerpo, losmovimientos siempre lentos de

los brazos, el rostro rollizo ypálido por la falta de luz: lacomunicación era cada vez más

comprensible, cada vez le costabamenos dejar claro con los mínimosrecursos que quería estar

solo, que lo dejaran en paz. Solonecesitaba el gesto de apartar lamirada, un poco de mímica

cuando su madre alzaba la voz, enel peor de los casos se tapaba losoídos con las manos.

Un rechazo mudo, eso era a lo quese enfrentaba Charlotte.Constantemente. La afectaba, más

que todo lo ocurrido hasta entonces.Pronto la calma recuperada en lacasa se convirtió para ella

más en una maldición que en una

suerte. Una vez disipada laconfusión generada por el ruido, la

falta de claridad en el mensaje, yano había lugar para malentendidos:«Grita por esto, o por esto

otro. ¡En todo caso no es por mí!».El silencio, el distanciamientomudo, lo explicaba todo,

aportaba claridad, de manerainequívoca.

Ni una mirada, ni una sonrisa, niuna muestra de afecto, nada. Nicuando lo vestía, o lo

alimentaba, ni cuando hacía todaslas cosas que requeríanforzosamente la cercanía maternahasta

que un niño puede hacer muchascosas solo.

Karl aprendía rápido, muy rápido.

Antes de que supiera caminar,gateaba hasta su orinal, se bajabalos pantalones, movía el

cuerpecillo, le quitaba a su madrela cuchara de la mano, la agarrabaél para ser dueño de sí

mismo, para poner distancia, cadavez mayor. A Charlotte solo lequedaba una opción de notar la

cercanía de Karl, por absurda quele pareciera, por muy horrible eincomprensible que la

encontrara:

—¡La hora del baño, cariño!

En el rostro del niño se veía elinterés, casi en forma de brillo,estiraba los brazos.

—¿Quieres venir conmigo? Muybien, ven aquí.

La felicidad de la madre, por uninstante. Con su hijo en brazos,Charlotte se dirigía al baño,

le tapaba los oídos con ceramoldeable mientras llenaba labañera chapoteando, le acariciabala

cabeza y lo abrazaba.

—¿Quieres entrar, sí, quieres?Bueno, pues al agua patos.

Karl se quedaba un ratito sentado,erguido, orgulloso como siestuviera en medio de una caja

de jabón casero, con la manitainflada apoyada en el borde de labañera. En un momento dado se

dejaba caer hacia atrás despacio yapoyaba la cabeza en la superficiecomo si fuera una almohada.

El agua le subía por las orejas hastallegar a los párpados. Flotaba unmomento, estirado,

respiraba hondo, soltaba la mano yse deslizaba hacia abajo con losojos abiertos.

Karl Heidemann era feliz. En el

líquido, todos los sonidos eran másfuertes, atronadores: el

pulso de su propio corazón, elsusurro en los oídos, el golpe delos talones contra el esmalte. Pero

todo lo de fuera perdía intensidad,quedaba cubierto por una capasorda. Sentía las extremidades,

el cuerpo rollizo, ligero como unapluma, solo le pesaba la cabeza, elpecho, cuando necesitaba

levantarlos para tomar aire y poderser libre de nuevo. Libre por ese

instante contenido en su

cuerpo. Cada vez le gustabaprotegerse así durante más tiempo.

Entretanto, Charlotte permanecía allado, sin parar de tirar de la sisa delos pantalones,

nerviosa, como una pecadoracogida en falta, mientras revivía lahora más negra de su vida

cuando el niño se estabasumergiendo y de vez en cuando susmiradas se encontraban. Sin

embargo, cuanto más cruzaban sus

ojos, más tenía Charlotte lasensación de que probablemente

aquella mirada de su hijo no ibadirigida al exterior, sino haciadentro. Como si levantara una

mano desde el fondo para atraerlahacia sí.

Karl aprendió a levantarse, depronto un día se agarró al borde dela bañera, «¡Por el amor de

Dios, vas a resbalar!», lo traspasó,dio sus primeros pasos ante losojos de su madre, desnudo, y

salió del baño. Se tiraba al sueloantes que dejar que le cogieran dela mano.

Cuando su marido volvió a casa,Charlotte no pudo trasmitirle másque pura desesperación.

—¡Camina, Hans!

—¡Fantás…!

—Es horrible. ¿Sabes lo quesignifica eso, lo sabes? No quiereque lo acompañen, y es

demasiado peligroso dejarledeambular solo allí abajo. Así que

a partir de ahora tendré que

pasarme todo el día encerrada en elsótano con él. En el sótano, ¿meoyes? No quiero vivir así,

tenemos que hacer algo.

—¿Qué?

—¡Devanarte los sesos paraencontrar una solución mientraspaseas, por ejemplo!

Mientras lo decía le puso a Karl enlos brazos, como antes.

—Llévatelo. A lo mejor se te

ocurre algo. Tienes que pensar enalgo, Hans, ¿me entiendes?

Johann Heidemann salió hacia elbosque, con su hijo cada vez máspesado, hasta llegar al

estanque de Jettenbrunn. Allí agarróa Karl por los hombros, lo sentó asu lado, se quitó la

chaqueta empapado en sudor, se lapuso en un brazo y de pronto notó eldedito blando de su hijo

en la otra mano.

Karl se había levantado.

Ambos se quedaron de pie, cogidosde la mano, en la orilla de grava,sin decir nada, mirando

el agua, intemporal. En un momentodado el padre dobló la rodilla,miró los ojos oscuros del hijo,

le dio un apretón orgulloso en loshombros infantiles, esbozó unasonrisa de satisfacción y con un

gesto de la cabeza le animó aenseñarle su gran logro.

—¡Camina! El primer paso hacia tulibertad. ¡Camina!

Karl caminó sobre las piedrecillas,inseguro, vacilante, pero solo. Unpaso, luego el segundo.

La alegría del padre era contenida,casi disimulada. Susurrando, comosi no quisiera molestar,

dijo:

—¡Un día haremos volar cometas!

Tres pasos.

—Lo haces muy bien. Cuatro pasos,cinco. Inseguridad.

—¡Cuidado!

La imagen del cuerpo, una roca amuy poca distancia, demasiadocerca.

Cuando Charlotte Heidemann lesabrió la puerta aquella noche, Karliba en brazos de su

padre.

—¿Qué, te has roto la cabezapensando?

—Por suerte solo me he roto lamía.

—¿Qué le pasa?

—Está durmiendo.

Luego Johann le contó los pasos, lacaída, la chaqueta que llevaba en lamano, cómo la lanzó y

el tejido aterrizó bien apretadosobre la roca, el golpe gracias aDios sobre blando de su hijo, su

ocurrencia.

—¡Mañana empieza!

Efectivamente, empezó una nuevaetapa que Charlotte jamásconsideró posible. Al principio

trasladaron por motivos deseguridad el dormitorio dematrimonio a la sala de ociosituada junto a

la sauna de Karl. A continuaciónJohann transformó el sótano en unazona de alta seguridad, un

observatorio de los inventos, unexperimento con los prototipos deprobablemente todos los

dispositivos de seguridad infantilque existen hoy en el mercado.

Entretanto Karl estaba sentado en

su sauna, con los oídos tapados contapones de cera,

escondido en el último rincón, ysufría. «¡Tenemos que pasar poresto!», le decía el padre,

frenético, que trabajaba como unposeso: no quedó ni un enchufe sintapar, ni una esquina sin

acolchar, utilizó espuma,poliestireno, las estanterías seeliminaron como posibleselementos

donde encaramarse, fijó cajas a la

pared, puertas para las cajas concerrojos, cajones con cierres

ocultos, fijó las puertas de lashabitaciones. Johann fue unadelantado a su tiempo sobre todoen un

punto, y consiguió lo que ahora estáextendido: transformar un lugar derecogimiento en un

programa de telerrealidad. Unavideocámara sobresalía de la paredpesada, montada en un

apuntalamiento, y no era pequeña y

apenas visible como las de hoy endía. Imágenes capturadas

casi a todas horas, reproducidas enblanco y negro una planta másarriba en la pantalla colocada

en el armario empotrado del salón.

A partir de entonces, la vida de losHeidemann se desarrolló en dosplantas. En el sótano Karl

y su territorio, en la planta bajaCharlotte y su pantalla. La mayorparte del tiempo ella estaba en

el tresillo del salón, escuchaba la

radio, leía la prensa, veía latelevisión, hablaba por teléfono

con sus padres, a menudo lo hacíatodo a la vez, mientras observaba asu hijo. Por la tarde llegaba

Johann, en ocasiones se colocaba asu hijo sobre los hombros, paseabacon él como antes, cuando

aún gritaba, por el bosque, lossábados y domingos se encargabaél de la vigilancia y Charlotte

tenía tiempo para ella. Su esposa selo agradecía mucho, sin saber que

solo podía haber una

persona que se sintiera satisfecha alargo plazo en sus nuevascircunstancias.

Mientras el tiempo hacía confirmeza lo que solo él podía hacer,es decir, pasar, Karl fue

creciendo en su coto vedado comoun habitante del zoo, alimentado,observado, limitado. Solo

había una diferencia: él era libre.

Tenía tomada la medida de lasbarras, siempre tenía la salida

abierta de su asilo voluntario,

pero no mostraba interés en salir, sesentaba en su alfombra, rodeado desus libros de dibujos, sus

juguetes y utensilios para pintar, delas muñecas de porcelana, viejas ypolvorientas, sentadas en

cajas con las bocas abiertas, consus pelucas rubias de peloauténtico, sus vestiditos bordados,

que no paraban de mirarle un díatras otro con sus vidriosos ojosazules, rodeado por la comida

que le daban, refrigerios, protegidopor la tranquilidad y la soledadotorgadas.

Aun así, Karl Heidemann estabamás unido al exterior de lo que esemundo imaginaba.

8

Los ojos de Charlotte

Un temporal, una tormenta, la zonade tráfico aéreo, los vehículos quese acercaban, la recogida

de basuras, el camión de correos, lamáquina quitanieves, las

cosechadoras, el biplaza del

mecánico Lamprecht, el ciclomotordel cartero, la bicicleta del dueñode la fonda Oberwaldner, el

coche del padre que regresaba acasa… Karl Heidemann sabía qué oquién se acercaba mucho

antes de que llegara. Lo sabía solopor los andares, el pulso cardiaco,la respiración, en qué

estado se encontraban sus padres,qué hacían. Sabía por los pasos quese aproximaban a la casa a

quién pertenecían. A menudocerraba los ojos para percibirlocon aún más nitidez. ¿Andaban de

puntillas, arrastraban los pies,taconeaban, caminaban despacio,rápido, eran los talones de un

ladrón, de un soldado? ¿Iban ovenían, era un paso seguro,presuroso, vacilante? ¿Qué tipo de

ropa llevaban: holgada, ceñida?¿Qué tejido rozaba con la rodilla,con el cuerpo: lana, lino,

algodón, manga larga, manga corta?

¿Cómo se comportaban los brazos,oscilaban junto al cuerpo,

tenían las manos cruzadas en laespalda, unidas en el pecho, comoquien quiere entrar en calor,

hacer negocios, timar?

Enseguida llegó a conocer a laspersonas por cómo se acercaban,imaginaba sus rostros, su

postura corporal, en su fuerointerno conformaba una imagencomún para todo lo que oía. Todas

eran personas que no había visto

nunca, gente que pasaba por allí oiba de visita.

Tenían visitas.

De vez en cuando algunoslugareños se aventuraban a haceruna breve visita superficial y

solícita. La mayoría acudíanpertrechados con mermeladas ybollos caseros, sorbían café, se

servían, comiendo ruidosamente losdulces que habían llevado solo paraechar un vistazo

inquisidor al niño que tan tranquilo

se había vuelto, y que por lo vistoseguía vivo. A veces la

visita era una enfermedad, fiebre,vómitos, seguida del doctorAlbrecht Hofstätter, siempre tan

elegante, vestido como unempleado de banca, un expendedorde créditos. El gesto firme de su

mano fría y huesuda, la cercaníafísica, el olor agridulce a loción deafeitado y sudor, la

respiración pesada, todo eso lotenía que soportar Karl una y otra

vez, asqueado pero demasiado

débil para escapar.

En ocasiones los padres deCharlotte, Gertraud y Heinrich,aceptaban hacer el largo viaje, se

atrevían a acercarse hasta la vallamontada delante de la escalera delsótano, se estiraban como si

se tratara de lanzar un cebo, dealimentar a una tímida mascotalenta, tiraban chocolate a la sala y

decían con una leve tos: «¿Estásbien?», observaban a su nieto que

se acercaba despacio, cada vez

más gordo, aceptaba su regalo sinestablecer contacto visual ydesaparecía de nuevo en su sauna.

A continuación se oía un susurro:

—Has crecido mucho. ¿No quieresvenir con nosotros? Hay pastel. —Una breve espera inútil

de alguna reacción, para finalmenteregresar al salón—. Que vaya bien.

En el salón, la conversación, que apoder ser transcurría en voz baja,tenía pese a todo

consecuencias devastadoras. Quéotra cosa desea un niño que gustar asus padres, a los suyos,

recibir amor. No un amor en el quetodos esperan algo de los demás,sino un afecto en el que los

demás lo aceptan como es, puro,ignorante, desvalido.

Sin embargo, Karl lo entendía todo,oía a sus abuelos, que no ocultabanhaberle deseado a su

propia hija, que debía pasar unaprueba tan dura, que el niño hubiera

nacido muerto. Karl también

oía todo lo que Charlotte hablabapor teléfono, o lo que explicabamientras veía la televisión,

aunque las puertas estuvierancerradas. Oía cosas que desde suposición bajo tierra no debería

escuchar, supo de la felicidaddeseada que era Karl Heidemann yde la absoluta infelicidad que

también representaba, delsufrimiento de su madre y delcausante del martirio, que era él.

Él, en cuyo espíritu no cabían lasmalas intenciones. Ni pensaba malde sus padres, ni deseaba

causar daño a los demás o herirles.Solo el hecho de oírlo todo desdeallí, donde vivía tan

aislado, le provocaba una graninseguridad. ¿Qué sabía él de loque era intencionado o no

intencionado? Karl no lo sabía.Jamás podría olvidar esaignorancia.

Primero sintió la falta de libertad,

que consistía en tener que oírpalabras que no quería oír y

que aun así lo invadían, dejabanrastro, como el granizo en el jardín,en los campos, en los tejados

de hierro.

Pero ¿adónde huir?

Karl encontró unas puertas abiertas,justo delante de él, infinitas. Detrásde cada puerta estaba

la siguiente: una absoluta ausenciade límites, una página tras otra. Unmundo ilimitado en forma

de hojas impresas, encuadernadas.Libros. Libros no solo llenos dedibujos de colores, sino

amontonados en cajas de cartónusadas que olían a moho: AdalbertStifter, Artur Schnitzler,

Theodor Storm y Fontane, Goethe ySchiller. Pronto las lecturasreservadas para él se le quedaron

cortas, así que cogió aquellas obrascuyas páginas no eran vistosas niestaban cargadas de texto

hasta el borde con un interlineado

escaso. Compendios de aforismos,poemarios.

Tenía una sed enorme de investigarqué significaban esos signoscuriosos, todas las líneas

distintas con sus arcos, cruces,esquinas, interrupciones. Igual queun niño, antes de recibir una

educación y empezar su desarrollo,llega al mundo dotado de una graninteligencia y aprende solo

a caminar gracias a su desaforadacuriosidad y a su voluntad, aprende

solo a hablar gracias a

escuchar, Karl pronto se sintiócomo si estuviera día tras día antelas mismas piezas sueltas de un

rompecabezas. En algún momentocobrarían un sentido y la imagencompleta, como si siempre

hubiera sido así, pasaría a serevidente, comprensible. Entoncesse le abrirían nuevos mundos.

Mundos de libertad.

Una libertad que Charlotte noencontraba en su existencia. Con el

ánimo cada vez más

decaído, más irritable, cada vezcon más miedo al paso de unos díasque parecían de plomo, cada

vez era más agresivo el tono queempleaba con Johann.

—¡Falta algo, maldita sea! ¿Tandifícil es ir de estantería enestantería con la lista de la

compra en la mano? ¡No puedosalir! ¿O es que pesaban demasiadounas cuantas botellas?

—Bebes demasiado.

—¡No eres mi padre! ¿Y por quécrees que bebo demasiado, porqué? ¡Esto me va a matar,

Hans! Todo el día aquí encerrada.

—Necesitas ayuda, Charlotte.

—¿Yo? ¡Qué típico, como si todofuera problema mío! Los dosnecesitamos ayuda, los dos.

Llegó la ayuda habitual en aquellazona apartada: de nuevo el doctorHofstätter.

—¿Charlotte duerme por la noche?

—Apenas.

—¿Llora a menudo?

—Sí.

—También ha adelgazado, haperdido el apetito. No tiene ganasde vivir.

—¿Hay algún medicamento?

—Sí.

La pastilla diaria recetada prontohizo su efecto, dejó el interruptor enuna posición intermedia

entre la luz y la oscuridad, cubrió aCharlotte de una capa gris y la dejóen un estado neutral de

cansancio, lividez, casiinsensibilidad, como si estuviera enun acuario en el salón. Era comouna

presencia, una estatua viva yexaminada por todos.

El sufrimiento dio paso a unaespecie de aturdimiento, de ser unapersona que recelaba del

médico pasó a ser una paciente

crónica que recibía sus visitas conregularidad.

Recogimiento, eso fue lo queCharlotte encontró en aquel estado.Recogimiento y la sensación

de estar completamente sola.

Igual que Karl en su sótano, en suslibros, en sus pensamientos.

Hasta el día en que reconoció lalente que lo enfocaba como lo queera: los ojos de Charlotte.

9

Los visitantes

—¡Muy bien, papá, entonces hastamañana! —oyó Karl Heidemann lavoz de su madre como

tantas otras veces. Lo siguiente, encambio, era nuevo—: ¿Cómodices? ¿Qué está haciendo?

Nunca me lo habías preguntado.¿Por qué te interesa? Porque es tunieto. En cierto modo me

alegro de que preguntes, ¿sabes?Bueno, mira, está… eh… solo leveo la espalda, pero creo que

está mirando uno de sus libros.

¿Cómo podía Charlotte verle laespalda sin estar realmente con él?Karl no lo entendía. Se

quedó sentado, inmóvil. Luegocomprendió lo que durante tantotiempo había sido un misterio: la

relación entre muchas de susacciones y la reacción inmediata desu madre. Karl quiso establecer

contacto con ella.

Se levantó, se dio la vueltadespacio y fijó su objetivo.

—Papá, tengo que dejarte, ¡acabade levantarse!

Fue hacia la cámara con cuidado,se detuvo con los brazos colgando,observó y levantó la

vista hacia su madre, que estaba enel salón.

—¿Va todo bien, Karl? —se oyódesde arriba, seguido de ciertaconfusión—. ¿Necesitas

algo? —Luego pasó al malestar—.¡Para ahora mismo!

¿Que parara ahora mismo? ¿De

hacer qué?

Karl solo estaba presente, pasivo,nada más.

¿Que parara de no hacer nada?¿Que dejara de estar presente,desapareciera? ¿Que se

desvaneciera? ¿Cómo? KarlHeidemann se acercó al interruptorde la luz y lo accionó.

—¿Qué haces? —Su madre bajócorriendo al sótano y dio un golpe ala pared con la mano.

La luz encendida.

—¿Cómo vas a ver los libros sinluz?

Frente a ella, Karl la miró con elrostro impertérrito y estiró la manode nuevo hacia el

interruptor.

La luz encendida.

La luz apagada.

—Se queda encendida, ¿me oyes?

La luz apagada.

—¡Muy bien, pues que se quede así

si es lo que quieres!

Desaparecido.

Era justo lo que quería.

Ahí quedó la negrura de la pantalla,la opacidad del sótano. Unaoscuridad que estaba en

poder solo de Karl, a la querecurría cada vez más durante eltiempo deseado, cada vez más a

gusto en ella. En esos momentospracticaba el caminar sin que lovieran, la orientación, se

concentraba solo en su oído.Cerraba los ojos, en poco tiempollegó a saber solo con el sonido de

los pasos o la influencia de losconstantes sonidos del sótano a quédistancia estaba la pared o el

inicio de la escalera. Cada vez seubicaba mejor, se fijaba objetivos,pronto se hartó de la vista y

solo escuchaba.

El oído es como un ojo avizor quedescribe con mucha más nitidez y teregala una percepción

allí donde la vista todo lo tapa.

Se fijaba tareas: levantar casas conel juego de construcción solo con eltacto, o solucionar

rompecabezas, primero pequeños,luego más complejos.

A menudo pasaban horas sin que sumadre percibiera una sola imagende él, como si se

entrenara para una vida que yapreveía. En la oscuridad hallaba elplacer, igual que al contener la

respiración en la bañera, al impedir

ese continuo tomar y expulsar aire,regalarse el mayor

silencio posible, por lo menos porun instante.

Un refugio, eso era para él laoscuridad.

Un refugio y un placer, pues notabalas miradas absortas e indirectasclavadas en él, hasta en

el último rincón.

Hedwig, la esposa del propietariode la fonda, Hubert Oberwaldner,por ejemplo, se plantaba

en la puerta una y otra vez conalguna excusa solo para echar unvistazo curioso a la pantalla. Un

día fue a presentar a la futuraesposa del mecánico GerwaldLamprecht, Veronika, reciéninstalada

en el pueblo. Aquella mujer fuecomo un regalo, Veronika yCharlotte no se conocían, no tenían

prejuicios y desde el primer día secogieron cariño.

El olor a café empezó a colarse en

el sótano, como antes solo ocurríacon los abuelos Auböck,

luego el ruido de los sorbos, decomer las galletas sumergidas en elbrebaje.

—¿Quieres que le llevemos algo aKarl?

—Mejor no, Veronika.

—Parece que lo tiene todo muyordenado.

—Sí, es una manía. Todo tiene susitio, nada está tirado sin más.

—¡Ya me gustaría que nuestrosmaridos tuvieran esa manía!

Risas.

—Está ahí solo en su rincón, ymira… ¿qué es eso?

—Piezas de un rompecabezas.

—Es bastante difícil para su edad,¿no? ¿Y lo sabe hacer?

—Sí, lo hace.

—¡Que lo prueben nuestrosmaridos!

Risas.

—Se queda mirando las piezas sintocarlas, a veces durante días, y enun momento dado

empieza a unirlas, rápido, cogejusto las piezas correctas sin probarmucho.

—¡Mirad! —Se oyó la voz exaltadade Hedwig Oberwaldner.

—¡Mira, Veronika, ahora se poneen pie! ¡Y camina! De momentohacia atrás.

El paso era lento. Karl sabía

adónde iba. Había dosinterruptores, uno justo debajo de la

cámara, el otro en la parte traseradel sótano.

—Creo que…

Y se apagó la luz.

—¡Eh, eh, pero ahora está a oscurasahí abajo! ¿Adónde ha ido el niño?

Justo debajo de la cámara había unpalo de escoba a la izquierda y unasilla a la derecha. Con

sigilo, sin hacer ruido, Karl tenía

tiempo para colocar la butaca,subirse, estirarse y poner la

cabeza lo más cerca posible de lalente. Con el semblante muy serio.Dos intentos frustrados de

tocar el interruptor con el palo deescoba, luego un golpe certero: laluz encendida.

Se oyeron gritos arriba, abajo unarisa silenciosa.

Pronto las visitas de los habitantesde Jettenbrunn decayeron, salvo porAlois Daxberger y

Veronika Lamprecht.

Veronika Lamprecht iba comoamiga de la señora de la casa, conun destino parecido al suyo:

dos mujeres llegadas de otro sitio,dos hombres del pueblo, dosmatrimonios, ambos en cierto

modo sin niños, uno porquesimplemente no llegaban, el otroporque el niño rehuía cualquier

compañía.

Alois Daxberger iba en calidad deamigo de la familia, se dejaba caer

en la silla de ruedas

por el pequeño montículo, llegaba yse sentaba en el salón.

—Puedes irte, Charlotte.

Se quedaba ahí.

Delante de él la pantalla, nada deoscuridad, ni de desaparecer, Karlsentía un agradecimiento

infinito por la calma recobrada.Charlotte Heidemann también loagradecía. Por fin salía de su

cautiverio, por fin las ansiadas

salidas en libertad, a veces conVeronika.

Simplemente ir a la ciudad,comprar.

Salir delante de la puerta, pasear.

Ir a ver al doctor Hofstätter.

Una melancolía tan grave requeríaun tratamiento regular. Sí, a vecesese tratamiento tenía

lugar en casa de los Heidemann.

10

El tratamiento

El médico resultó ser el invitadomás tranquilo. Hablaban poco. Encambio se oía la respiración

entrecortada del doctor Hofstättermientras Charlotte, que hacía galade una rara discreción,

también soltaba ruidos rítmicos quesonaban a alivio y desesperación.Unos ruidos que Karl,

cuando su padre estaba en casa,había oído en contadas ocasionespor la noche. Tras un último

chillido, se hacía la calma unmomento, luego se oían risitas,intercambiaban unas palabras en un

tono dulce, a veces cariñoso. Unamañana, a Karl le pareció insólitolo que oyó.

—¡Ay, Charlotte! Ojalá noshubiéramos conocido antes.

—¿Qué habría pasado entonces?

—Tu vida sería distinta. Nadieentiende qué viste en Hans. Vienesa Jettenbrunn y te buscas al

más idiota. ¿Es consciente del

regalo del cielo que eres, de lasuerte que tiene? ¿Lo sabe?

Karl estaba sentado en medio de laalfombra del sótano, mirando unlibro, esforzándose por

levantar un muro que lo protegieradel entorno. Fue inútil. Laspalabras lo atravesaban como si

fueran flechas, dolorosas, y leplanteaban preguntas: ¿qué estabapasando entre su madre y el

doctor Hofstätter? ¿Era correcto?¿Por qué no lo sabía su padre? ¿No

podía saberlo? ¿Por qué su

madre no hablaba de ello? ¿Por quécuando su padre le preguntaba porla noche si había tenido

visitas, cómo le había ido el día,siempre contestaba que habíaestado con Veronika o Alois, pero

nunca con el doctor Hofstätter?¿Qué significaba todo aquello?

Algo no iba bien, algo que Karl nosabía nombrar, que le eradesconocido.

No sabía nada de todo lo que los

hijos únicos aprendían como muytarde al entrar en la

guardería. No conocía elsentimiento de amistad, elcompartir, el tener queautoafirmarse a diario,

la presión del grupo, las disputaspor propiedades insignificantes aojos de los adultos, las peleas

entre las personas por falta derecursos retóricos, la hostilidad, lalealtad, el engaño. Pese a esa

falta de experiencia, Karl sentía una

angustia extraña en su interior,como si se viera desamparado

ante una gran amenaza.

Oyó cómo se ponían la ropa o sedeslizaba la hebilla de un cinturón.

—¿Y si le dejo?

—Entonces tendríamos que irnosmuy lejos, empezar de nuevo enalgún lugar. Aquí, en

Jettenbrunn, sería impensable.

El roce de los tacones sobre lasbaldosas polvorientas y

descascarilladas.

—¡Suena bien eso de empezar decero!

La puerta de la casa al abrirse.

—Por desgracia, solo suena bien,Charlotte. Algunas cosas no tienenvuelta atrás. Karl, por

ejemplo. Sigue estando ahí.

Su madre respondía con lágrimas.

Un beso de despedida. Un portazo.Poco después un coche quearrancaba, una cortina que se

retiraba, un leve susurro:

—El reloj. Te has dejado el relojde pulsera.

Charlotte guardó el reloj en uncajón, para un día poder contestarcon un no a la pregunta:

«¿has visto mi reloj?», para notener que soltar nunca el pequeñotesoro de su amor secreto, para

otro día hacerse la tonta delante desu marido parco en palabras, que sehacía una pregunta que

nunca llegaba a formular:

«Charlotte, ¿por qué tienes el relojde Albrecht en tu cajón, y por qué

me engañas?».

Los tablones del parquet de lacocina crujían, los pasos eranagitados.

—El tiempo, tic tac, pasa, pasa.

Así que Albrecht Hofstätter pasó ylos remordimientos perduraron,seguidos por una visita al

sótano. Una compensación en ellugar equivocado.

—¿Quieres bañarte? Mira lo quetengo para ti, Karl. Ya no se tepondrán los ojos rojos.

Unas gafas de bucear.

El tiempo avanzaba como unasustancia en constante expansión,una masa con levadura que se

acerca al borde del recipiente, enalgún momento lo abre y sedesborda.

Tal vez a los lugareños les costabaentender por qué los Heidemann sesometían de semejante

manera a la voluntad de su hijo y nolo sacaban sin más de su asilovoluntario. Por otra parte,

sabían que les preocupabasobremanera causar un daño aúnmayor a su retoño en determinadas

circunstancias y hacerle sufrir aúnmás. Sí, tal vez Alois Daxbergerhabía dado en el clavo con su

teoría tantas veces formulada,según la cual era la impaciencia delos padres y su percepción

acelerada del ritmo lo que arrebata

la alegría a los niños y les hacefracasar. ¿Para qué tanta

presión? Karl parecía haberencontrado la paz y, si loconsideraba oportuno, ya saldría deallí, esa

era su visión.

Pero Karl no salió.

Llegó la rutina, como el disco de unceramista que va girando y dandoforma con su trabajo

perseverante hasta hacer que loextraordinario se convirtiera en

habitual, que la desviación fuera

la regla, la normalidad. Laadaptación, la mayor aptitudhumana e inhumana, era la causa dela

supervivencia, y de la destrucción.En algún momento dejaron dechismorrear sobre aquel niño

que vivía voluntariamente como undurmiente, en una celda temporal,atrincherado en las

profundidades de la casa familiar.Un niño que nunca fue bautizado,

que no iba a la guardería, ni a

fiestas de Navidad, ni de San Juan,ni a la plantada del árbol en mayo,ni a aperitivos.

Así que la planta del sótano volvióa su destino original: elalmacenamiento negligente durante

años de objetos sin usar, mientrasla capa del olvido hacíadesaparecer cada uno de ellos. Karl

Heidemann también desapareció,por segunda vez. Esta vez no fuesolo ópticamente, sino también

como tema colectivo digno demención. Así terminó también elabsurdo empeño de formarse una

opinión sobre él. Absurdo porquecómo podía un vecino deJettenbrunn, libre y en su mayorparte

insatisfecho, que conocía el veranoy el invierno, la nieve y el calor,valorar la vida de Karl,

contento agazapado en su sótano.Imposible.

La vida continuaba pese al retiro.

El cumpleaños de Karl, susrabietas, las Navidades, los Finesde Año, la peor noche de todas

en cuanto al ruido, lasenfermedades de Karl, eldesarrollo de sus capacidadesfísicas, pero

mucho más mentales, todo fuellegando. Incluso el inevitablemomento que habría llevado al

exterior a cualquier otro niño, porla fuerza: la enseñanza obligatoria.

Era impensable permitir que Karl

subiera de repente al mundo quehasta entonces había

evitado, inconcebible integrarlo enun espacio lleno de niños de primercurso embravecidos.

Así que hicieron lo contrario: bajar,más o menos.

Alejaron la barra de seguridad dela escalera del sótano y montaronun dispositivo sobre el

borde de la barandilla, automotor.Era un ascensor, no un teleférico.No para transportar cestas de

ropa sucia, cajas de cerveza yprovisiones arriba y abajo, sino almaestro del pueblo jubilado en

su silla de ruedas. Alois Daxbergerse había ofrecido a dar esaenseñanza obligatoria. Las clases

en casa eran una alternativa legal ala escolarización, sobre todo encasos de necesidades

pedagógicas especiales. AloisDaxberger se percató enseguida dequé necesidades pedagógicas

tenía Karl. No había visto nunca a

un chico más listo. Ese niñosuperaba con creces a los de su

edad en intereses intelectuales,escribía, dominaba operaciones decálculo básicas, sabía hacer

tareas escritas, y todo sin haberrecibido nunca clases.

Dado que Karl empezó a aceptar aAlois con la misma tranquilidadque las muñecas de

porcelana y las cajas de libros,como parte del inventario de susótano, tampoco le molestaba que

el viejo profesor elevara de vez encuando la voz queda y cascada. Elmaestro se quedaba casi

inmóvil en su silla de ruedas, sinmover los brazos ni las piernas,solo los ojos le brillaban llenos

de vida, y Karl escuchaba historias,conocimientos, experiencias. Puraformación: los viejos

hablan, y los jóvenes prestanatención. Formación en el espíritu,el corazón, una cercanía, un

vínculo entre dos personas. Alois

Daxberger y Karl Heidemann sehicieron amigos.

Como siempre ocurre, pasaron laprimavera, el verano, el otoño y elinvierno por el paisaje

hasta que finalmente transcurrieronaños sin que los lugareños tuvierannoticias de Karl

Heidemann.

Un día de principios de verano de1992, Karl Heidemann rompió susilencio para decir una

sola palabra.

Fue una palabra letal.

11

La excursión

La hoja del calendario decía queera jueves, 20 de junio. La fechaestaba marcada con cariño,

rodeada con un círculo a mano, enrojo, en forma de corazón, hechopor Johann Heidemann.

Aquella mañana había cogido unasrosas frescas en el jardín, las habíarecortado, las había puesto

en un jarrón y las había dejado enmedio de la mesa puesta. Estabacubierta de bollos frescos,

zumo de naranja recién exprimido,un termo de café, jamón, queso,huevo, fruta, verdura, un

pastelito, una vela, el periódico deldía y una felicitación escrita.Palabras de amor. A

continuación bajó de nuevo consigilo al sótano, se acercó al lechoconyugal, observó a su esposa

mientras dormía y le dio un beso en

la frente. Todo eso convencido deque la volvería a ver esa

misma tarde, la estrecharía entresus brazos y la felicitaría.

Como de costumbre, Charlotte salióde la cama un rato después queJohann, desapareció en

dirección al baño y finalmente entróen el sótano con el desayuno paraKarl. Esta vez el retrete le

pareció más cuidado, con unaspecto más pulcro, y el desayunode Karl más copioso, igual que el

suyo. Encantada, se sentó en lamesa tan bien surtida por Johann.La manecilla del reloj de pulsera

marcaba las nueve. Ya no iba adevolverle a su dueño el único, elúltimo lazo que la unía con él,

con el doctor Albrecht Hofstätter.Más tarde llegaron las llamadas desus padres, Gertraud y

Heinrich Auböck, de parienteslejanos, nada más. Ninguna llamadade Veronika Lamprecht. Las

amistades perecen, a menudo de

forma dolorosa.

Hacia las diez, CharlotteHeidemann seguía ahí, con lamirada clavada al frente. No había

tocado nada, no había comido ni unbocado, ni había bebido un sorbo.

El suelo de Jettenbrunn, en cambio,había saciado su sed.

Unas espesas nubes de lluviapendían sobre la población ydescargaban desde el amanecer sin

cesar, empapando el suelo. Era undía oscuro, pasado por agua, casi

sin viento, aunque las gotas

golpeaban con fuerza contra eltecho, los canalones, los alféizares.

Con el rostro contraído por eldolor, Karl se afanaba en la saunasin ventanas, estiró unas

mantas de lana desde los bancos demadera hacia el suelo, las sujetócon las piedras de la estufa y

se escondió en la cabañaimprovisada. El martilleoimplacable de la lluvia no era elúnico motivo

de su conducta. Karl imaginaba loque estaba por llegar, comosiempre que era un día festivo o de

aniversario: su madre.

Con paso lento, llegó emocionadapor la ocasión y tensa por susintenciones. Siempre el

mismo propósito sin sentido,siempre el mismo deseoincumplido. Solo quería un breveabrazo de

su propio hijo, sentir por unmomento todo lo que normalmente

tenía prohibido. Pero Karl estaba

escondido en su cabaña, sin darsepor aludido. A perpetuidad. Enalgún momento Karl observaría

a su madre por una rendija bajo lasmantas, vería el sufrimiento en surostro, sentiría compasión,

desgarro. Por un lado su propiaresistencia, por otro el deseo deayudarla. En algún momento se

dejaría ver como mínimo, a unadistancia segura, para poner fin aesos agudos lamentos, a ese

zumbido.

Ella le contestaría con una sonrisa,agradecida solo por eso, y le diríaque todo iría bien:

—¿Verdad, Karl?

Sin embargo, aquel día de junionada iba bien. No, absolutamentenada iba bien.

Karl se tumbó bajo los bancos de lasauna y esperó.

Charlotte estaba sentada frente auna taza de café, también a laespera.

En algún momento Karl oyó queabría una botella de vino, una tenueconversación consigo

misma, las uñas rascando lasuperficie de la mesa de madera, unir y venir cada vez más rápido,

finalmente un gesto enérgicomarcando un número de teléfono.

—¿Dónde estás? Pensaba quevendrías.

Durante un rato se hizo el silencio,hasta que su madre siguió hablandoen voz baja.

—¿Qué significa eso, que no vas avenir nunca más?

Poco a poco fue elevando el tono.

—¿Que deberíamos tomarnos untiempo? ¿Un tiempo? ¡Qué tipo deexcusa miserable es esa!

Bueno, ¿cómo se llama? ¿EsHedwig, la paleta de Oberwaldner?¿O Veronika? ¡Dios mío! —Ya

histérica—: Es Veronika, ¿verdad?Veronika. ¡Por eso no da señales devida!

Charlotte cada vez hablaba más

alto.

—No, cada uno no es responsablede sí mismo. Como bien sabes, yoestaba completamente

destrozada, y para un médico nohay víctima más fácil que alguienque está destrozado. ¡Tú…!

Ya encolerizada:

—¡Que me calme! ¡Quieres que mecalme! ¿Eso es un consejo médico,cerdo indecente?

Colgó el auricular con violencia.Luego se oyó un grito, Karl jamás

había oído uno tan fuerte

de boca de su madre. Acontinuación le siguió un sollozo,lamentos, aullidos, palabrotas,

bramidos, pasos, objetos lanzados,cristal y porcelana rotos, calma,una fase interminable de

inactividad y finalmente lo que mástemía: se abrió la puerta del sótano.

—¡Karl! —se anunció la visitaforzada, tartamudeando—. Hoy esmi cumpleaños, y como

mínimo tú estás aquí. ¿Qué digo,

como mínimo? Eres todo lo quetengo, ¿verdad? ¿No eres todo lo

que tengo? ¿No lo eres todo paramí, sí? Hazme un regalo. Salgamosjuntos, solos tú y yo, una sola

vez. Como hacías antes todos losdías con tu padre.

Por amargo que fuera el contenidode aquellas palabras, sonaban aexigencia, a orden.

Karl salió de su tienda, se apretólos tapones de cera todo lo quepudo en los conductos

auditivos y se acercó a su madre,consciente de lo inevitable de lasituación. No había salida.

Esta vez no se trataba del juegoobligado, sino de otra cosa: eldoctor Albrecht Hofstätter no

había aparecido como todos losjueves, y esta vez Charlotte no iba apermitir que su hijo se

mantuviera al margen.

Karl Heidemann se colocó con losbrazos colgando frente a laescalera.

—¡Me estabas esperando! ¡Québien!

Entonces salieron, pero no al airelibre.

—Vamos a hacer algo de lo queseguro que no te acuerdas porqueha pasado mucho tiempo,

¿de acuerdo? Así esa experienciaserá nuestra, solo de los dos.

Vacilante, Karl siguió a su madre algaraje.

—Ya verás que ahí dentro es comouna guarida acogedora. Seguro que

te gusta.

Charlotte abrió la puerta con unabotella de vino en la mano y dejóque Karl subiera al asiento

trasero. Era demasiado tarde parasalir corriendo.

Charlotte salió de Jettenbrunn sinser vista, por primera vez con suhijo.

—Solo vamos de excursión —intentó consolar a Karl, que setapaba las orejas con las manos

al tiempo que contenía las lágrimas

—. No tienes por qué llorar.

Entonó una melodía:

En el coche de papá,

nos iremos a pasear.

Vamos de paseo, pi pi pi,

en un coche feo, pi pi pi,

pero no me importa, pi pi pi,

porque llevo torta, pi pi pi.

Una y otra vez la primera estrofa, lamisma alegría forzada, siempre

interrumpida por un

sollozo, una repetición: «vamos depaseo», una risa, una subida detono, «en un coche feo, pi pi

pi. ¿Lo oyes, Karl? En un cochefeo». Karl se sentía cada vez másabatido, percibía la amenaza, la

incertidumbre del porvenir. Todoera posible. Debajo sentía el rugidodel coche. Delante los

cantos maternos, el volantehabilidoso, el zumbido penetrantede la ventilación, como si fuera a

precipitarse en caída libre. Encimala lluvia que golpeaba contra eltecho. Lo que a Charlotte le

parecía un tamborileo, para Karlera como un fuego deametralladora, si lo hubiera oídoalguna

vez.

El vehículo giró muy por encimadel límite de velocidad, brusco,pasando por enormes

charcos y junto a un ruidosocamión. Charlotte solo parecía

consciente de sí misma, bebía,

susurraba, con los ojos vidriosos ylas manos temblorosas. Por primeravez en su vida Karl tuvo

conciencia de sentir miedo,acompañado por unas náuseastampoco conocidas. El viajeparecía no

tener destino ni fin. No era cierto.

12

La redención

El coche giró en la carretera hacia

una pista forestal, y Karl vomitó.Aquella descarga era un

presagio de lo que se avecinaba.

—¡Cariño, cielo santo! —Lapreocupación materna—. Ya hemosllegado, ahora lo

limpiaremos.

Se detuvo junto a un caminofangoso que llevaba hacia unbosque espeso y abrió la puerta.Sin

dudarlo, Karl bajó de un salto alaire libre, con toda la ropa llena de

vómito y la cabeza como si

la tuviera perforada por el dolor.

La lluvia le caía encima como sifuera un rayo perpendicular,cortante, ardiente, caliente. Una

lluvia que había oído pero jamáshabía sentido. Levantó el rostro,intrigado, con los ojos

cerrados, las mejillas, la frente y latez como la piel tensa de un tambor,en su interior un solo

ruido. Aun así, allí había más, esasensación de ser regado era

agradable, purificante, como si la

lluvia tuviera la fuerza de arrastraralgo, de limpiar mucho más allá dela superficialidad.

Se adentró en el bosque hasta quelas tupidas hileras de abetos sevolvieron más espaciadas y

aparecieron las paredes de lacapilla de Santa María. Detrás, lasuperficie del estanque de

Jettenbrunn, muy encrespada por lalluvia que rebotaba contra ella.

—Aquí me casé con tu padre.

Siempre veníais aquí, ¿verdad? Yahora estamos nosotros, los

dos. —El tejado de la capilla eratentador, pero no llegaba a ser unrefugio.

Charlotte caminó hacia la orilla,decidida.

—Karl, ¿sabes lo que me gustaríade verdad hoy por mi cumpleaños?—susurraba las

palabras, con ternura—. Algo quetodas las madres desean. ¿Quécrees que puede ser?

Estiró un brazo para cogerle de lamano, y Karl se lo permitió,inmóvil en la grava de la

orilla, con la mirada fija en elsuelo. El lodo presionaba entre lascintas de las sandalias, y la

mano que envolvía sus dedos loagarró con más fuerza, suplicante.

—Deseo que me quieras. ¿Qué, mequieres? ¿Sí?

Despacio, su madre se dejó caersobre las rodillas. El aliento que lesalía de la boca apestaba.

—Entonces demuéstramelo ydímelo.

Karl sintió un vacío en su interior,un entumecimiento, tenía todos lossentidos concentrados en

los pies, donde el agua le llegaba altobillo.

—¡Dilo, Karl! —susurró Charlotte—. ¡Una sola vez! Mamá. ¡Dilo!

Pero Karl siguió callado.

Charlotte se levantó y se fuedesvistiendo hasta quedarcompletamente desnuda delante de

él,

quitándose la ropa despacio.

—El estanque está muy caliente,como la lluvia, tienes que notarla,de arriba abajo. Vamos a

bañarnos. Yo te sujetaré, no tepuede pasar nada.

Luego entró en el agua.

—Ven.

Karl no fue, no dijo nada, soloobservaba cómo su madre ponía unpie delante del otro, se

sumergía en el estanque hasta lascaderas, se daba la vuelta y legritaba:

—Dilo, Karl. Di «mamá». Solo unapalabra. Dime solo con esa palabraque me quieres. No

quiero nada más. ¿O quieres quesiga andando? ¿Quieres…? —seinterrumpió un instante, se

agarró los hombros como siquisiera abrazarse a sí misma,entrar en calor, y continuó en vozbaja

—: ¿Quieres que camine? ¿Esoquieres? Dilo, Karl: mamá. ¡Dilo!

En ese momento Karl volvió avomitar. Fue una situación parecidaa la de antes en el asiento

trasero del coche, pero procedía deun impulso completamente distinto.Era como si se le

atragantara esa palabra que iba apronunciar por primera vez, comosi se le quedara encallada en

el cuello y tuviera que sacarla,imparable. Una palabra que una vez

pronunció su padre, justo ahí,

en la orilla del estanque. Losprimeros pasos de Karl, la alegríade Johann por el camino iniciado

aquel día hacia la libertad.

—¡Dilo! —le gritó Charlotte.

Entonces Karl habló.

Su voz sonó clara, grave para suedad. Cada letra rompió la barrerade la lluvia con fuerza y

de manera inconfundible, sinpiedad.

—Camina.

Aquella palabra, insistente ypesada como una nube oscura,quedó suspendida sobre el agua,

como si quisiera asegurarse de quela entendía a tanta distancia.

Charlotte, en cambio, no se quedóquieta.

Su rostro quedó despojado de todaemoción mientras caminaba haciaatrás, mirando a su hijo,

hasta que poco a poco el pecho, loshombros, la barbilla, la boca, los

ojos que se mantuvieron

expectantes hasta el últimomomento, desaparecieron bajo lasuperficie. Nunca llegó ese

«quédate», ese «mamá, por favor»,ni un amago de salvarla, nada.

Todo parecía un solo elemento, eraimposible distinguir de dóndeprocedía el agua que caía,

dónde acababan las nubes y dóndeempezaba el cielo. En medio de eseturbio velo, de ese

martilleo constante, Karl

Heidemann miraba la superficieyerma, en silencio.

Aún permaneció un rato en la orillade piedras del estanque deJettenbrunn, petrificado. Su

pregunta era: ¿cómo podía aguantartanto una persona con solo un soplode aire?

Había probado varias veces aaguantar la respiración, con lamirada y los cinco sentidos

centrados en el agua. Esperó elmomento en que su madre también

intentara tomar aire, volviera a

aparecer y saliera hacia él. Pero nolo hizo.

Karl no tenía explicación.

Solo sabía que estaba bien.

Dondequiera que Charlotte hubieraido, los dos únicos deseos que Karlsentía eran: que se

quede allí donde esté, y que sesienta bien. Como él, que no sabíalo que significaba la muerte y no

sentía desolación ni tristeza.

Solo una paz impregnada de unestado de calma interiordesconocido para él hasta entonces.

El sol llegó a su punto álgido sobreel cielo encapotado, y Karl seguíaahí. También cuando la

pared gris se iluminó y unos rayoscálidos cayeron sobre su cuerpomojado, tembloroso, pálido y

abotagado.

Ahí seguía cuando su padre llegó acasa antes de lo normal por elcumpleaños y no encontró a

nadie. Solo el caos y el reloj depulsera de hombre en medio de lamesa. No era suyo, pero sabía

de dónde había salido.

Corrió de casa en casa,desesperado, llamando a gritos a sumujer. Ninguno de los habitantes

del pueblo pudo ayudarle, tampococuando se reunió un pequeño grupode búsqueda. Karl seguía

ahí.

También cuando descubrieron elcoche aparcado junto a la pared y a

continuación al propio

Karl, frente al agua tranquila quebrillaba bajo la luz del sol, a sulado la ropa huérfana de su

madre sobre la grava. El padre lepreguntó desesperado:

—¿Dónde está mamá?

Poco a poco, Karl levantó el brazoestirado en dirección al medio delestanque y obtuvo la

primera impresión de lo quesignificaba la muerte: miedo,desolación, dolor.

Se produjo un gran alboroto, muchoajetreo. Karl se desplomó en elsuelo, como si sufriera un

tormento, con el rostro desencajadoy tapándose los oídos con lasmanos. Su padre salió

corriendo, pasó por su lado,gritando «¡No!», abatido, con unterrible presentimiento. Detrás

Hubert Oberwaldner, el mecánicoGerwald Lamprecht, otros dosseñores, todos se metieron en el

agua, no paraban de sumergirse, el

agua estaba clara, luego el horrorse adueñó del entorno.

Las pocas personas que estabanpresentes se taparon la cara,algunos rompieron a llorar,

mientras Johann Heidemann salíadel agua empapado, con su mujerdesnuda e inerte en brazos,

como si fuera a entrar en lahabitación nupcial, dejaba aCharlotte en el suelo y searrodillaba ante

ella.

Karl tenía un nudo en la garganta.Lo único que en aquel momento leprovocaba amargura,

preocupación, era el regreso de sumadre. Otra vez ahí, estaba otra vezahí, todo estaba otra vez

ahí: su sentimiento de culpa, supropia existencia inactiva,silenciosa y que aun así provocaba

tanto sufrimiento, su miedo asentirse presionado, coaccionado,su instinto de huir. Lejos, muy

lejos, ese fue su primer impulso.

Sin embargo, luego vio el cuerpoinmóvil de Charlotte, el rostro

blanco como la nieve, aliviado, lafalta de respiración.

Se impuso una calma rara, ningunode los presentes osaba decir unapalabra ni hacer un

movimiento. Alrededor todo estabaparalizado. Fuera lo que fuese loque hubiera ocurrido desde

que Charlotte Heidemann entró enel agua hasta que salió, Karl nopodía apartar la mirada de su

madre, cautivado por la extrañatransformación sufrida. Era como sisu deseo hubiera sido

arrastrado en la distancia.

Despacio, se puso en movimiento yse acercó a ella.

—¡Llevaos al niño al pueblo, queno lo vea! —oyó que alguien decíaal fondo, pero apartó el

brazo de la mano desconocida quelo agarraba y se arrodilló junto a supadre, cautivado por la

belleza de su madre, la paz que

trasmitía y que lo abarcaba todo. AKarl Heidemann casi le

pareció que iba a estirar una manohacia él con ternura para luegoapaciguarlo: «Mi niño, mira,

todo va bien, ahora estoy contigo».

Por fin ella había alcanzado la paz,como le había deseado el doctorHofstätter esa misma

mañana. Parecía aliviada de supropio sufrimiento, del martirio dela vida. Liberada gracias a

algo invisible, de una naturaleza

manifiestamente violenta. Algo a loque su madre se había

acercado por voluntad propia,como si intuyera la inminentetransformación. Algo que en poco

tiempo la había transformado enuna persona por la que de prontoKarl era capaz de sentir un

afecto de una intensidad que jamáshabía sentido. Amor. Después detantos años.

¿Pero qué poder, qué fuerza podíaser tan potente, tan conciliadora que

podía acabar de un

golpe con todos los martirios? ¿Enun instante?

Karl no lo sabía.

Allí, arrodillado junto al estanque,sintió esa paz infinita en su interior,la reconciliación. De

todas las frases cortas, losaforismos que tantas veces habíaleído en sus libros, cavilando, sin

comprender, emergió una, como unsusurro, y se llenó de significado,de sentido:

En un instante percibe el amor

lo que el esfuerzo no alcanza enmucho tiempo.[1]

Amor. ¿Era eso?

¿Era eso lo que había liberado a sumadre?

Karl Heidemann apartó concuidado el cabello mojado de lacara de Charlotte, llorando en

silencio, feliz.

Intrigado.

No había nada más desolador.

13

El cementerio

Como si Jettenbrunn se hubierateñido de un negro plúmbeo, asípasaron los días de verano que

siguieron al incidente. Loslugareños iban a hurtadillas por lazona, acosados por los despiadados

remordimientos. Por pura malaconciencia, dejaban tanto ramos deflores en la orilla del estanque

como cestos llenos de alimentosdelante de casa de los Heidemann.Sin embargo, ninguna ofrenda

floral ni las deliciosas comidaspodían compensar lo perdidodurante los últimos años, laomisión

de ayuda a los Heidemann. Detodos modos, algo que pertenece alpasado, que está esculpido en

piedra, cuando una personaabandona definitivamente las filasde sus conciudadanos, priva a los

que quedan del autoengaño de laposibilidad: no se podía hacer nadamás, aunque quisieran.

Charlotte Heidemann, bajo la luzcrepuscular del día de sucumpleaños y de su muerte almismo

tiempo, recorrió los últimoscaminos terrenales y fue enterradacuando aún no habían pasado

setenta y dos horas.

Las numerosas guirnaldas y ramosde flores lucían coloridos. La mala

conciencia, además de

ser muy influyente, es generosa. Enlos lazos figuraba en letras conrelieve lo que a los habitantes

de Jettenbrunn, ahora que Charlotteestaba muerta, les quemaba en elcorazón: «un sentido último

adiós», «amor eterno», «sinceraamistad», y mucho más. Todoaquello no provocaba en Johann

Heidemann, que empujaba a AloisDaxberger en su silla de ruedas,más que rencor y náuseas. De

haber podido, habría escupido atodos y cada uno de los quemarchaban a remolque de él, en sus

zapatos negros recién pulidos:hipócritas, intolerantes,desalmados. Y la fila era larga, muylarga.

Justo detrás de él iban Gertraud yHeinrich Auböck, los padres deCharlotte. Habían viajado a

Jettenbrunn el mismo día delcumpleaños y de la muerte; por latarde, acudieron directamente a la

orilla del estanque y allíresistieron, como si esperaran elregreso de su hija, dieron riendasuelta

a su dolor en casa de losHeidemann, interrogaron entrelágrimas a Johann y le culparon por

instinto de la decadencia. Johannmantuvo la calma, consciente deque era la mayor pérdida

posible en esta vida que uno podíasufrir: la de su propio hijo. Demanera automática, casi sin

vida, ahora sus suegros pasaban poresa dura prueba, ese últimoacompañamiento por el camino

de grava, con tulipanes blancos enla mano y una expresión de amorinfinito en el rostro. No hubo

música, ni oraciones, ni la armoníade una guirnalda de rosas lanzadaal aire colectivamente, solo

un pueblo entero en silencio,recorriendo el camino de grava.

Todo correspondía al deseoexpreso de Johann. Aunque no lo

hubiera solicitado, los asistentes

al funeral no estaban para cantos,música ni cháchara. Algo los teníahechizados, les oprimía la

garganta. En la cabeza del cortejofúnebre, junto a su padre, aparecíapor primera vez en público

la personificación de la malaconciencia de Jettenbrunn: KarlHeidemann.

Era enorme para su edad. Pesabamucho, demasiado. El niño,sobrealimentado durante años,

se había convertido en un coloso,digno de compasión y al mismotiempo repulsivo. No se le veía

el cuello, ni el vestigio de un huesoen las articulaciones de los dedos,de las manos o de los pies.

El traje negro que lo cubría erademasiado pequeño, estaba tersocomo un tubo henchido. Los

pantalones eran demasiado cortos.Los calcetines blancos sobresalíande los zapatos negros

pulidos y marcaban unos surcos

estriados y rojizos en la piernahinchada. De color rosa pálido,

grasientos, los tapones de cera deKarl brillaban en los conductosauditivos, y aun así destacaban

de forma evidente sobre la palidezde la piel. Parecía que la cabeza,cubierta de cabello rubio y

corto, solo estuviera formada poresas dos manchas de color y losdos ojos negros, que lo

abarcaban todo y brillaban entre lasestrechas cuencas.

Tenía la mirada clavada en el suelo,sin prestar atención a uno solo delos lugareños allí

congregados. Como si no hubieranada alrededor. Nada, salvo elataúd, transportado en un carro

de madera y flanqueado de coronas.

Eso no fue todo. En un momentodado se oyó un cuchicheo entre lasfilas. El gato de manchas

negras y blancas de la vieja tenderaAdele Konrad iba saltando detumba en tumba con sus patas

aterciopeladas, acompañando alcortejo, pasó con sigilo junto a sudueña, siguió hasta la cabecera

del desfile y se metió con suavidadentre los pies del niñodesconocido. Karl tuvo que pararpara

no caerse. Se produjo un brevechoque tras él, luego todoJettenbrunn se detuvo. Se oyó un

carraspeo aislado, finalmenteAdele Konrad se separó de la filapara decir: «¡Ven aquí conmigo!».

Pero el gato no obedeció, y siguiócaminando en círculos junto a losblandos tobillos de Karl

Heidemann. Hasta que AdeleKonrad, bajo la cariñosa mirada deAlois Daxberger, se lo llevó.

Alois y Adele, ambos mayores,cercanos el uno al otro ahora tras elataúd de una mujer joven. Se

miraron, sus ojos, que llevabantoda una vida devorándose, seencontraron en silencio, a

escondidas, interrogantes, casi

huidizos, y sin embargo no erancapaces de entrelazar los brazos

anhelados, que pertenecían a suscuerpos de carne y hueso. El serhumano era un misterio,

prisionero de su mente, víctima desu conducta, de lo perdido, de lohecho.

Adele Konrad se volvió hacia elniño con el gato en brazos.

—¿Quieres llevarlo tú?

Karl no lo entendió, pero lepusieron esa cosa peluda junto al

cuerpo. Era caliente, blanda,

cercana. Se había quedado heladoen esa postura, los ojos en cambiose movían con frenesí, hacia

ambos lados, en una búsquedadesesperada. No recordaba un rocede ese tipo. ¿Cuándo había sido

la última vez que había tenido tancerca el cuerpo de otro ser vivo?¿Cuándo había abrazado por

última vez a alguien?

Recordó los paseos al estanquecomo una nebulosa. Él y su padre.

¿Cuánto tiempo había

pasado? Como si un motor ruidosopero tranquilizador funcionara en suinterior, empezó a captar

el ronroneo del gato y le provocóun momento de gran tensióninterior, imperceptible para los

demás.

—¡Hay que acabar con esto!

Un leve empujón paternal dejó caeral intruso y siguió caminando a lacabeza del pueblo, cuyo

principal interés obviamente era él,distante, inquisidor. Él, que noentendía nada de todo aquello,

no se explicaba por qué algo tanmaravilloso como la muerteprovocaba una conducta teñida de

negro y sordidez.

—… un golpe tan amargo deldestino…

—… se nos ha ido tan pronto…

—… mejor conservar el recuerdode nuestra Charlotte como eraantes, tan llena de vida —se

oyó finalmente ante la tumba abiertade boca del cura, entre las filas devivos y muertos de

Jettenbrunn.

Entre las cuidadas sepulturas surgióel enfado, pues Johann Heidemannsabía perfectamente a

quién se refería el párroco almencionar el destino amargo al quese enfrentó su esposa. Todo el

mundo lo sabía, incluso el propioKarl. Notó la mano de su padre enel hombro como un manto

protector, y como un yugo lasmiradas de los demás.

Unas miradas que merecían unarespuesta.

14

Tierra sobre tierra

Primero se acercaron al foso conuna pala llena de tierra, trasvaciarla la cambiaron por una

mueca de compasión, pasaron a lospadres de Charlotte, «mi mássentido pésame», luego a Alois

Daxberger, sentado en su silla deruedas, «Alois», al marido deCharlotte, «nuestras condolencias,

Hans», y finalmente al hijo deCharlotte. Karl Heidemann era laúltima parada antes del esperado

convite funeral en el comedor de lafonda. Les quitó el apetito a loshambrientos estómagos de

Jettenbrunn.

Impertérrito, inmóvil, el niño miróa los ojos a cada uno de losasistentes al funeral, como si

quisiera y pudiera penetrar aún másen ellos, más allá de la mirada,donde se encuentran los

pensamientos que jamásexpresarían en voz alta. Les dio lamano, notó su inquietud, oyó su

inseguridad, y con cada uno deaquellos rostros pensó en lo bonitosque serían si la muerte hubiera

dejado su impronta en ellos.Cohibidos, bajaban la cabeza, lasfrases sin sentido se perdían.

«¡Cómo has crecido!», decía

Hubert Oberwaldner; «has sidomuy, muy valiente», dijo su esposa

Hedwig; «seguro que tu mamáestará orgullosa y cuidará de ti,estoy segura», dijo Adele Konrad;

«serás de gran ayuda para tu padre,seguro», dijo el mecánico GerwaldLamprecht.

—Me gustaría poder hablar una vezmás con ella, aclarar tantas cosas,tantas —dijo su mujer

Veronika, convertida en una sombrade sí misma—. ¡Lo siento mucho,

muchísimo!

Karl se alegró de oír cada una deaquellas frases, las absorbió,estudió los rostros que les

correspondían, las fue relacionandocon los sonidos almacenados en suinterior, las posturas. Por

fin las voces que ya había oídodesde el sótano tomaban forma real,igual que los personajes que

había recreado en su mente. A Karlle hacía gracia el parecido entre larealidad y su imaginación.

Nunca había conocido a ninguna deesas personas, ni siquiera a las quelo miraban de vez en

cuando desde arriba. Salvo por unaexcepción.

Esa persona estaba llegando.

Ya se había plantado delante deJohann Heidemann, incluso le habíadado la mano un

momento, en un gesto que inspirabaconfianza. Un golpecito en loshombros caídos, un pésame:

«Una historia terrible. Mis

condolencias, Hans». Ni un gestonervioso, ni el pulso acelerado, nila

respiración, hablaba con calma,nada era como en los demás, soloocurría con él: insensibilidad.

Como si el doctor AlbrechtHofstätter no estuviera delante de latumba de una persona próxima a

él, ni de su viudo, sino delante deuna columna, de un bordillo.Existía, pero se podía pasar por

alto. «Si me necesitas, ahí estaré».

No hubo respuesta, Johann tenía lamirada cansada, el cuerpo roto, yuna mano en el bolsillo

de los pantalones, como si agarraraalgo. Karl, a su lado, cerró los ojosy oyó el rugido que se

fraguaba en el interior de su padrecallado. Él también sintió que leocurría algo indescriptible:

notó una humedad en los ojos, lacara roja, el cuerpo en tensión, unpeso en el pecho. Una

opresión que empezaba por el

estómago y llegaba hasta el cuello.Era como si el dolor de su

padre se hubiera colado en sucuerpo y quisiera salir.

—Era muy buena persona —oyóKarl a la derecha. Luego continuóhacia el siguiente, el

último de la fila.

«Buena persona», resonaba en lacabeza de Karl, mientras el médicose acercaba a él, se

inclinaba hacia delante, leacariciaba la cabeza gacha con la

mano izquierda y levantaba la

derecha para saludarle.

El tono empleado era grave,tranquilizador, y la mano era dura,huesuda, fría.

—Lo siento, hijo. Déjame que tediga una cosa: ella siempre tequerrá. ¿Me oyes? Un hijo

siempre está en el corazón de unamadre. El amor nunca muere.

Aquellas palabras llegaron hastaKarl y penetraron en lo másprofundo de su ser.

Un hijo siempre está en el corazónde una madre.

Al principio Karl evitó el contactovisual, concentrado solo en el tacto,en el incomprensible

sosiego de aquel hombre. Su propiocuerpo, en cambio, estabaagarrotado.

—Ya veréis que los dos, tú y tupapá, saldréis adelante.

Entonces el médico quiso soltarlela mano, pero los dedos del niño loagarraron con todas sus

fuerzas, como si fuera un torno.

—¡Eres un niño muy fuerte!

El tono pretendía restarleimportancia, como si aquelpequeño acto de fuerza no fueramás que

una fanfarronada juguetona, un«¡mira lo que sé hacer!». Pero no setrataba de un juego, más bien

de un preludio. Algo irrefrenableimpulsaba a Karl a manifestarse.Con las alas nasales infladas y

la respiración pesada y ruidosa,

abrió la boca, luego jadeó ensilencio, con intermitencias, tomó

aire y finalmente soltó un gemido.

—Karl, ¿qué te pasa? —Johann sevolvió hacia su hijo que, agarrandoaún la mano de

Hofstätter, levantó despacio labarbilla y lo miró a los ojos. Estabarojo de hacer tanta fuerza. El

gemido fue prolongado, profundo,solo duró tres o cuatrorespiraciones, como los quesiempre se

oían cuando su madre recibía sutratamiento médico.

Su oponente intentó en vanomantener la calma, parecer sereno.Karl notaba su agitación

interior, la repentina inquietud.

—Supongo que es por la impresión,es lógico —susurró el médico,consciente del mensaje

dirigido a él, pero sin conocer lasconsecuencias.

Se hizo de nuevo la calma. Karlrespiraba más rápido de lo normal,

ahora con la cabeza

gacha. Notó una reacción física,que escapaba a su voluntad: la ira.

—¿Estás bien, hijo? Gracias aDios. Y tú, Hans, por favor, si menecesitas ya sabes dónde

encontrarme. Cuando quieras.

Johann Heidemann le dio unarespuesta rotunda.

—¿Qué hora es? —Sacó delbolsillo la mano con el puñocerrado y la mostró abierta hacia el

doctor Hofstätter.

—Mi reloj, ¿de dónde lo hassacado?

—Tú lo sabes, y yo también. Y sédónde encontrarte.

Desconcierto en la mirada delmédico. Luego se fue, ya noquedaba nadie más.

En cuanto fue abandonado por losvivos, el cementerio se convirtió denuevo en un precioso

jardín tranquilo. Solo quedabanKarl, su padre, sus abuelos y Alois

Daxberger frente a la tumba

abierta de Charlotte, todos juntos.

—¿Por qué? —susurró la abuelaAuböck—. ¿Por qué no yo?

—¡Ahora estará bien! —El maridoagarró por los hombros a su esposadestrozada.

—Eso es verdad —admitió AloisDaxberger.

—Sí, es cierto —añadió Johann.

Karl oyó la confirmación de lo queya sabía en su fuero interno.

Aquellas palabras pretendían

ser un consuelo, transmitiroptimismo, él comprendía queahora Charlotte estaba bien, perono las

lágrimas, ni las cabezas gachas.¿Por qué no había alegría, niagradecimiento por un acto de

liberación tan bondadoso? La libreinterpretación de cada individuosobre los acontecimientos era

una maldición y una suerte almismo tiempo.

Mientras Karl se sumía en suspensamientos y veía cómo losabuelos Auböck conducían hacia

la fonda, ante cuya entrada estabanreunidos algunos de los asistentesal funeral, sintió el ruido en

los oídos, se rompió el silencio delos habitantes de Jettenbrunn. Losgrupos de vecinos pensaban

que estaban a una distanciasuficiente, y por tanto a salvo:

—¿Habéis visto al niño?

—Es impactante, ¿verdad?

—¿El qué?

—Está gordo como el cerdo de losOberwaldner.

—¡No digas eso! Pobre chico,apenas puede moverse.

—Pero Hans también da pena, solocon el niño.

—Si yo fuera Hans, lo enviaría auna residencia.

—¡Silencio, el niño está mirandohacia aquí!

—¿Y qué? ¿Es que sabe leer los

labios?

—No mira con amabilidad.

—Acaban de enterrar a su madre,¿me puedes explicar cómo iba asonreír?

—¿Me puedes explicar cómo puedesonreír con esa cara tan inflada?

Risitas.

—¡Es increíble hacerle algo así aun niño! Está marcado para toda lavida. Los niños gordos

deben soportar la desidia de sus

padres como si fueran cerdaspreñadas…

—¡Dejadlo ya! No lo sabéis, a lomejor está enfermo, quizás…

—Entonces vamos a saludarlo.

—¿Y si además de mudo es duro deoído?

—Entonces le haremos una señal.

Así que lo saludaron con un gesto.

Sin embargo, la mano de Karlpermaneció inmóvil, igual que surostro. Ni una sonrisa, la

mirada hosca aún dirigida a lasmismas personas, solo una leveinclinación a un lado de la cabeza,

como si estuviera indagando, lerestara importancia, como unaforma de vida extraña observaría a

una presa fácil.

—Maldita sea, eso sí esinquietante. ¡Entremos!

Enseguida terminaron las

conversaciones, desapareció lagente en el comedor de la fonda,

volvió la calma a Jettenbrunn. Soloun movimiento de la cabeza, unaacción tan insignificante con

un efecto tan grande. La calleestaba ahora desierta, eraagradable. Karl recordó a sumadre, su

entrada en el estanque, sudesaparición, su regreso, tan guapa,tan apacible. «Está bien. Ahora

estará bien». La muerte, ese buen

pastor amoroso.

«Allí donde veo amor, me sientocomo si estuviera en el cielo»[2].

¿Qué había ocurrido en el fondo delestanque? ¿Qué esclusas debíaatravesar una persona para

ir de aquí allá, de la tierra al cielo?Karl no lo sabía, y en el lugardonde había transcurrido su

vida hasta entonces tampoco loaveriguaría jamás.

—Ven, hijo mío. —Ese gestopaternal, de amparo, en los

hombros infantiles.

—Sí, pero no vamos a entrar ahí —intervino el viejo Daxberger—.Karl, ¿qué te parece si

nosotros dos nos ahorramos el jaleode la cantina? Ven, empuja, vamos acasa, el día ya ha sido

bastante duro.

Aquel día en casa de losHeidemann no solo se vivió unsepelio, también una ascensión.

Hundimiento, salida, muerte yrenacimiento.

15

La noche

Aquella misma noche, ya se habíahecho tarde, el maestro de pueblojubilado Alois Daxberger

percibió a lo lejos un ruidopeculiar, escalofriante, gracias alalto rendimiento de su audífono. Tal

vez era un animal. Se habíadormido mientras leía en la silla deruedas, como tantas otras veces,

pero ahora estaba despierto delantede la ventana abierta. Ahí fuera

algo desconocido estaba

haciendo de las suyas.

El entorno estaba desierto. Ellúgubre procedimiento del sepelio,la oscuridad, la

desaparición, la desolación, hizoque los habitantes de Jettenbrunnbuscaran refugio en cuanto el

sol se puso tras su propiocrepúsculo. Se recogieron en sussalones, en la presencia de sus

amores, en la conciencia de estarvivos.

En casa de los Heidemann todo eradistinto. Karl estaba a oscuras en susauna y, como las

noches anteriores, no podía pensaren otra cosa que no fuera elprecioso rostro de su madre. ¿Qué

le había ocurrido?

¿Qué milagro había obrado en ella?

Recordaba sin cesar las imágenesde los últimos impactantesacontecimientos, que no habían

tenido lugar allí, en su sótano, peroque tenía que investigar. Sin falta.

Cuanto más avanzaban las horas,más intenso era su deseo de salir delas profundidades para

poder observar a los demás. Hastaentonces no había habido nada allíarriba que despertara lo

suficiente su curiosidad. Se sentíamás bien como un preso que habíaencontrado su hogar en el

aislamiento de su entorno y,distanciado del mundo exterior,contemplaba con temor el día de su

liberación. Sin embargo, se le había

pasado esa sensación. Ya no habíaningún obstáculo, los

abuelos Auböck por fin se habíanido, solo quedaban muchaspreguntas sin respuesta.

Se acostó en la cama, impaciente.Oía encima los rumores de su padreque, presa de la

melancolía, no paraba de darvueltas en el salón como un granfelino enjaulado. Karl le oía hablar

consigo mismo, sus palabras dulcesdirigidas a Charlotte, el continuo

gesto de llenarse la copa de

vino, los suspiros, al cabo de unrato oyó que entraba en el sótano ybalbuceaba en voz baja:

—Buenas noches, hijo mío.¡Saldremos de esta!

Luego oyó que se tambaleaba dospuertas más allá y se tumbaba en lacama de matrimonio,

ahora tan vacía, hasta que larespiración se volvió cada vez másregular y por fin llegó el sueño

reparador.

Era el momento.

A diferencia de su padre, Karl nolograba conciliar el sueño. Estabademasiado exaltado, su

propósito era demasiado firme.

Perdido como un topo que decidesalir a la luz, se plantó en medio desus pertenencias y buscó

con la mirada alrededor: ¿quépodía llevarse, aparte de las gafasde bucear? La duda le duró

poco. De pronto sintió de formaclara y urgente la ventaja de la

despreocupación infantil, que

superaba a la adulta, al espíritu quetodo lo sopesa: la disposición aactuar.

Así que Karl Heidemann tomó unadecisión que más tarde leconcedería el mayor grado de

libertad posible en esta vida: se fuecon las manos vacías, con la miradafija al frente, pues

llevaba encima todo lo necesario.Su curiosidad. Sus experiencias.

Salió de la sauna con sigilo, subió

la escalera del sótano, conscientedel carácter definitivo de

sus pasos, atravesó el vestíbulo,abrió la puerta y salió al exterior.

Los ruidos nocturnos seabalanzaron sobre él como unaluvión. El canto de los grillos era

cortante como el ruido de un motor,el grito del mochuelo una tortura. Elchillido de la marta o de

los gatos se oía afilado en ladistancia, y el ladrido de un perrose superpuso con furia, como si

los devorara.

El cielo estaba estrellado. Empezóa caminar.

Los árboles proyectaban sombrasalargadas como si un ejército delagartos negros gigantes se

hubiera aposentado en los prados ycampos. En medio de aquellasimponentes siluetas nocturnas

se veía una figura en movimiento,redonda, descalza.

Karl se abrió paso en la noche auna velocidad inusitada para su

abultado volumen. Había

recorrido muchas veces esetrayecto con su padre y, aunquehubieran pasado años, la memorialo

recuperó todo. Caminó sin parar.Por primera vez. No sobre laalfombra o las baldosas, sino

sobre la hierba, por el campo. Sinlímites, libre y aun así atrapado ensu envoltorio físico, hasta

entonces nunca ejercitado,abultado. Tenía la piel estirada,

curvada, presionada por la pesada

carga, los músculos y losligamentos débiles. La fuerza y laenergía requeridas solo para dar un

paso después de otro eran enormes.El cuerpo era un impedimento. PeroKarl, con su objetivo

inalterable en mente, superó eldolor, soportó las piedras que leperforaban las blandas plantas de

los pies, los palos, el ardor en eltórax, y siguió avanzando a duraspenas. Entonces llegó, sin

aliento, tembloroso. Un esfuerzomás, la calma frente a él.

Esperar. Tuvo que esperar un ratohasta que también volviera la calmaen su interior. Esperar

justo ahí, donde el día antes habíaseguido a su madre con la mirada.

Cargado por el calor del día, elestanque de Jettenbrunn brillabahacia aquel visitante tardío,

era un resplandor amable,acogedor.

A continuación Karl Heidemann se

quitó el pijama, se puso las gafasde bucear, puso un pie

delante de otro y notó cómo sehundían en el frío lodo, sintió elagua que subía hasta la altura de

los hombros y se detuvo,concentrado en la respiración quele ayudaría a sumergirse en unmundo

oscuro y extraño. Respiró hondopor última vez, luego reservó elaire, emocionado, y levantó los

pies. Como la silueta clara de un

muerto que flota en el agua, asíbrillaba su cuerpo pálido y

abotagado bajo la luna creciente.

A diferencia de lo que ocurríasiempre en casa, ahora no parabade descender. No existía el

límite de la bañera, ni un punto deapoyo. Karl no paraba de hundirse,se fue volcando impotente a

un lado hasta que la rodilla y labarriga rozaron el fondo fangoso,sus manos se hundieron en el

lodo y ascendió de nuevo. Aun así,

solo la pelvis subió. Allí todo eradistinto, al revés. Karl

braceó alrededor, se agarró alvacío y comprendió que era comoel aire para las aves, no era un

hueco, significaba movimiento,tracción, rotación. Se observó losbrazos con calma, los levantó

despacio, se estiró, miró el brilloclaro e impreciso de la luna yejecutó su primer aleteo. Hacia

arriba.

Mucho antes de que sus pulmones

se lo exigieran, Karl emergió denuevo, y todo dentro y

fuera de él lo celebró con júbilo.Todos los bichos que habitaban entorno al estanque percibieron

ese deleite: Karl Heidemann se rio,por primera vez en su vida. Confuerza, libre, con la voz frágil

e inexperta, pero en un tono tanclaro que su breve graznidoespeluznante llegó hasta la ventana

abierta del viejo Alois Daxberger.

Luego se sumergió de nuevo bajo la

superficie, una y otra vez, con unavoluntad irrefrenable y

el objetivo de aprender a dominarsu cuerpo, que sentía tan libre yligero en esas nuevas

condiciones. Karl aprendió rápido,sin miedo, a gusto en aquel entornooscuro. Al final llegó a un

punto en que tenía los dedoshelados. Quería intentarlo una solavez aquella noche, se sumergió y

desapareció en las profundidadesdel estanque.

Cuando al día siguiente por lamañana Johann Heidemann, comosiempre, quiso echar un

vistazo a su hijo mientras dormía,por primera vez pensó que estabametido inevitablemente en una

espiral de desgracia, a merced deldiablo. ¿Cuántos suplicios mástendría que sufrir? La cama de

Karl estaba vacía, no estaba en lasauna, no había rastro de él en todoel sótano.

Demasiado desesperado para

articular palabra, subió corriendola escalera, vio la puerta

abierta de la casa, el sol que sealzaba sobre Jettenbrunn y sedesplomó sobre las rodillas.

No podría soportar otra pérdida.

—¡Buenos días, Johann! —Laventana del vecino estaba abierta, ydetrás estaba Alois

Daxberger.

—¡Se ha ido, Alois! ¡Karl se haido! Yo…

—Yo en tu lugar, antes de hacersaltar la alarma, echaría un vistazoen el salón. Hay una luz

encendida desde las cuatro de lamadrugada.

En efecto: en la mesilla del caféhabía un álbum de fotografías,abierto, con Charlotte haciendo

volar una cometa, al lado elparpadeo amarillento de la pequeñalámpara de pie, sobre la

alfombra la ropa húmeda, y encimadel sofá Karl. Estaba tapado con

mantas, acurrucado como un

cachorro dormido, con las orejastapadas con cera. La preocupacióndel padre, el pelo mojado, el

pijama húmedo de su hijo podríanser fruto de una pesadilla: un error.La esperanza de que a partir

de entonces Karl pudiera abandonarel sótano era real.

16

El ascenso

—¿Te quedas un rato aquí conmigo,

hijo mío?

Asintió.

—¿De verdad? Me alegro. ¿Qué teparece, quieres que nos mudemoslos dos arriba, también

por la noche?

Volvió a asentir.

—Pero no puedes dormir en elsofá. Un niño grande necesita suespacio.

La repentina presencia de Karlsupuso como mínimo una sacudida

para su padre, un amanecer,

le ayudó a no pensar condesolación en el pasado, sino amirar hacia delante con esperanza.Así,

cuando aún no habían pasado niveinticuatro horas del entierro deCharlotte, en casa de los

Heidemann empezó una nueva vida.

Johann devolvió a su estadooriginal la estancia que en unprincipio estaba destinada a ser la

habitación infantil, pintó la silueta

blanca de un castillo en una de lasparedes laterales de color

azul cielo, convirtió por arte demagia el entorno hecho a medida deun bebé en el paraíso de un

muchacho y luego dio vida a supropio dormitorio, siempreconvencido de que sería por mucho

tiempo.

Karl, en cambio, al principio estabaocupado en no dejarse doblegar porla magnitud real de

todos aquellos tonos y ruidos que

ya había oído amortiguados desdeel sótano, en dominar las

diversas impresiones nuevas,observar lo que lo rodeaba yestudiar lo desconocido. Ahora

contemplaba las actividadesnecesarias para llevar una vida y unhogar con otra perspectiva, pues

su fin constituía un nuevo principio.Las manos nunca paraban. Vivirconsistía en usar las manos,

en manejar. La mano humana, ladiosa de todas las herramientas,

universal, precisa, creadora.

De noche, cuando Karl estabaacostado en su cama, veía por larendija de la puerta que su

padre se ponía los auriculares y seabstraía en el televisor enfuncionamiento. Tenía una fuerza

hipnótica, como un flautista deHamelín de la mirada con imágenesen blanco y negro en

movimiento. Eran películasantiguas, un martirio para elcorazón. Los sollozos del padre

eran

tenues, como el zumbido delreproductor de vídeo. Poner,rebobinar, poner. Una y otra vez los

mismos fragmentos: una pareja,Johann y Charlotte, joven, feliz.Una manta de pícnic sobre un

suntuoso prado. Charlotte como unaniña, con un cordel en la mano, lamirada fija hacia arriba.

Pájaros de papel, en lo alto, sujetosen el aire por un hilo. Hacer volarcometas. Flotar.

Aquellas imágenes quedaronmarcadas con fuego en la retina deKarl para un día convertirse

en simiente de sus pensamientos,que nadie entendía.

Si había algo que Karl no conocía,después de tantos años viviendo enel sótano, era el

ajetreo, las prisas, el ansia portenerlo todo enseguida, laobligación de estar en un sitio y alcabo

de un segundo tener que estar en el

pueblo. Para él, el tiempo era unconcepto existencial. Presente

como una propiedad, un edificiocon fundamentos y continuidad, noun alojamiento provisional.

Por consiguiente, durante los díassiguientes se desplazó por la casacon parsimonia, por todas las

habitaciones. Se paraba, muchorato. Asimilaba las nuevasimpresiones, se acercó a la ventana.La

abrió. Solo lo separaba del nuevo

mundo una mosquitera. Miró haciafuera, a lo lejos, por encima

de los bosques la cadena decolinas, paciente, como un vigíadesde las almenas de una fortaleza.

Dejó que el sol pasara por su lado,sintió el agradable ardor, hastaentonces desconocido, sobre la

piel pálida, cómo se generaban y seevaporaban las gotas de sudor.Luego fue a la siguiente

ventana, y a la otra, hasta quefinalmente alcanzó la parte

orientada a Jettenbrunn.

—Por fin ves la belleza que hay ahífuera —intentó Alois Daxbergerinterpretar aquella

conducta. Por aquel entonces hacíatiempo que Johann había vuelto a lafábrica de acero y el

maestro de escuela se habíaconvertido durante el día en partede la casa de los Heidemann por

voluntad propia. Eran amigos.

Karl no tenía ojos para Jettenbrunn,que brillaba en unos tonos

maravillosos. Karl solo tenía

ojos, mejor dicho oído, para loslugareños que estaban en el puebloese glorioso día, a cierta

distancia. Todo su interés secentraba en ellos. En ellos y en susconversaciones sobre los surcos

en el campo, la lucha contra lasbabosas, los escarabajos de lapatata, la carne a la parrilla

marinada, largos de faldas ytomateras, cerdos y vecinos.

Igual que aquellas coronas

colocadas en la tumba de Charlotte,en algunos lugares la mala

conciencia se apoderó de losprósperos habitantes deJettenbrunn: empezaron amarchitarse, a

perder jugo, hasta que en vez de lasflores solo quedaban las ramassecas y las espinas. Unos

compartían el sufrimiento de losHeidemann sin hacer comentarios,otros seguían preguntándose

quién, aparte de ese niño

endemoniado, podría haber llevadobajo tierra a una mujer tan joven

aparte de su esposo, Johann. Hacíafalta mucha frialdad paracontemplar durante tantos años la

decadencia diaria de la esposa consemejante pasividad. Se discutíatodo eso y mucho más.

Karl estaba junto a la ventana, conel reflejo de la luz en el rostro,acalorado pero no

deslumbrado, las palabras sonabancon demasiada nitidez, y llegó un

momento en que se hartó de

ellas.

Pero ¿dónde refugiarse, de nuevoen el sótano?

No había vuelta atrás. Nunca.Debía salir fuera.

Se quedó a unos pasos de la puerta,lo bastante lejos para apartarse unpoco de la fachada y

ser visto. Allí se comportó igualque después del sepelio: se quedóquieto, inmóvil, con los brazos

colgando y el gesto congelado,observando al prójimo.

17

La observación

—¡Mirad la casa de losHeidemann! ¡El chico está fuera!

—¿Ahora que su madre está muertavuelve a vivir en la planta dearriba?

—Es lógico. Siempre sin hacernada, y ¡zas!, cuando ya está la fosacavada, toda la casa se

pone en funcionamiento.

—¿Por qué no para de mirarnos?

Karl aguantaba, impertérrito, sindejarse irritar. El tiempo necesariohasta que solo con su

presencia hacía callar a las víborasy desaparecían. Lo que su madrehabía vivido sin querer

durante toda su vida como unagrave enfermedad, a Karl le parecíaun regalo, lo provocaba a

propósito. Ese efecto irresistible, lafuerza del ruido, las palabras de

desprecio enmudecían solo

con su presencia muda, obstinada,como si para poder pasar fuera alevantar el bastón como

Moisés y partir el mar en dos.

¿Había algo más fuerte?

Para el niño Karl Heidemann eraotra experiencia impresionante, quese sumaba a las que ya

conocía, de todos sus vecinos.

Ellos, en cambio, seguíanconvencidos de que ese extraño

chico se colocaba a diario delante

de la puerta para tomar el aire, y sequedaba ahí plantado sin másmotivo. Ya se acostumbrarían

también a eso. Por lo menospermanecía entre aquellas cuatroparedes como hasta entonces.

Estaban equivocados, muyequivocados.

Los verdaderos días de KarlHeidemann eran las noches de loshabitantes de Jettenbrunn.

Cuando se imponía la calma,

cuando por fin todo dormía, Karlsalía por la ventana de su

habitación infantil a la oscuridad,con las gafas de buceo en la mano,atravesaba los campos cada

vez con más destreza, los bosques,pero el camino hasta el estanqueseguía suponiendo una gran

fatiga para él y su corpulencia. Encambio, una vez se había sumergidoapenas en la tentadora

seguridad negra de la superficielisa del agua, su cuerpo adquiría

una agilidad insospechada. Un

cuerpo, dos estados: pesado en latierra, ágil en el agua. Como unpingüino. La búsqueda ávida de

conocimiento, del lugar, el espíritu,el misterioso artificio que habíahechizado a su madre y la

había cubierto de paz y belleza: lamuerte.

Los movimientos de Karl ibanganando en naturalidad, cada vezestaba más familiarizado con

la profundidad, la negrura. Una

oscuridad que no podía hacerlenada, en la que se sentía a gusto,

se orientaba bien.

Pero no encontró nada.

Tampoco cuando llevó luz a laoscuridad, una pequeña lamparitacon las hendiduras tapadas.

No había indicios de un pasadizosecreto, una puerta oculta, nada.Solo un bote hundido en el

fondo. Debía de ser viejo, muyviejo: la madera estaba inflada,pesada, cubierta de algas, la

embarcación tenía la proa haciaarriba, yacía en el lodo, con uncabo largo atado en la punta, el

timón aún con sus redondosindicadores de hierro, unos pesadosherrajes decorando la popa.

Había una estrecha grieta entre elborde lateral y el fondo, y bajo elbote solo oscuridad.

Hasta allí arrastró Karl suvoluminoso cuerpo cuando se cansóde buscar, de espaldas con los

pies por delante se adentró en la

oscuridad, como desaparecía unconejo en su madriguera, y se

quedó todo el tiempo posible. Sololevantaba la cabeza, con la miradahacia arriba, encima la

superficie brillante. No habíaestímulo alguno, ni un ruido, solo elmurmullo, el latido de su

cuerpo, sus pulsaciones tranquilas.Los intervalos entre los latidos erancada vez mayores, sin ese

silbido de la respiración cuandoinspiraba y expulsaba aire. El

mayor silencio vivido hasta

entonces. Solo subía cuando notabacon suavidad la necesidad de aire.

Sumergirse, y emerger. Esperar.Una y otra vez.

Pronto Karl, además de conocertodos los rincones del estanque,llegó a conocer a todos los

habitantes de Jettenbrunn. Seacumulaban los días en que supadre Johann, en cuanto llevaba asu

hijo a la cama, ya no era dueño de

su soledad, de su dolor recurrente,y se dirigía al lugar donde

tanto la gente como el vinoconseguían distraer suspensamientos: la fonda de losOberwaldner.

Aquellos días la ventana de lahabitación infantil se abría antes delo normal. Mientras los

lugareños estaban sentados en sussalones y sus televisores atronaban,hablaban entre ellos del

día, se amaban o se deseaban lo

peor, Karl Heidemann deambulabasigiloso alrededor de sus

casas. A una distancia prudencial,sin ver ni poder ser visto, se colabaentre ellos, y pronto supo

la gran diferencia que existía entrelo que la gente se decía durante eldía en la calle y lo que oía

de noche a puerta cerrada.

Pronto Karl descubrió las miseriasde sus vecinos, la amistad fingida yla crueldad vivida,

personas que eran santos en público

y tiranos en privado, la indiferenciamostrada y el amor

secreto.

Adele Konrad, por ejemplo, ladueña de la pequeña tienda delpueblo, hablaba con su gato

como si este pudiera contestar, lecontaba la veneración disimuladaque sentía y que debería llegar

a oídos del viejo Alois Daxberger.

O Hubert Oberwaldner, deprofesión cazador y propietario dela fonda, ateo según anunciaba a

los cuatro vientos. Los días decierre entre semana de la fonda nodejaba de asistir a la sesión de

tarot del doctor Albrecht Hofstätterpor falta de interés, como todospensaban, sino para

entregarse, con un ojo puesto enmotivos bíblicos, a la técnica de lapintura en cristal. Todo eso

mientras su esposa Hedwig tambiénse afanaba en el taller del mecánicoGerwald Lamprecht.

A Veronika, en cambio, la mujer del

mecánico Lamprecht, le gustaba,además de su marido

Gerwald, salir a buscar setas,frambuesas, fresas silvestres, elbosque en general, sobre todo

cuando lo visitaba de noche y a lamisma hora el doctor Hofstätter.Otra vez Albrecht Hofstätter, y

de nuevo hablaban de amor.

Sí, también sabía que los dos solíanbañarse juntos al aire libre cuandoel ebrio Gerwald

Lamprecht estaba demasiado

ocupado en el bar.

Sabía hasta la hora acordada, sulugar de encuentro, el transcurso desu aventura, pues no solo

la luna, la fauna y las ninfas erantestigos silenciosos de su amor,también Karl Heidemann,

agazapado inmóvil entre losarbustos. Un niño sin tacha hastaentonces que ahora veía en persona

el tipo de atenciones que tambiénhabía recibido su madre. Doscuerpos, piel con piel, desnudos.

Le parecía casi doloroso: una luchapor tomar aire, tanto enredarse,encabritarse, desbordarse, un

último respiro liberador. Alivio. Unespectáculo de contrastes, breve,concentrado. Ascenso y

caída, tensión y calma, lo salvaje ylo tierno. Todo unido en un solomomento, una sola persona.

Igual que las mentiras y la verdad,el amor y el desprecio, laapropiación y la expropiación, la

posesión y el engaño.

Cuanto más observaba a la gente yla escuchaba, más rara y difícil deevaluar le parecía,

ambigua como una fruta con hueso,blanda por fuera, dura por dentro, oal revés, como el pan

crujiente recién hecho de AdeleKonrad.

Por mucho que averiguara KarlHeidemann en poco tiempo, noavanzaba en su búsqueda.

¿De dónde salía la muerte?

¿Cómo se ejecutaba?

¿Quién la administraba?

Un día encontró respuestas, de unaforma inesperada. Gracias a supadre.

18

La mano del hombre

Se había desatado una tormenta,brusca, intensa, que hizo que todotemblara, los árboles, los

postes de madera de la luz, elcobertizo del mecánico Lamprecht.Las puertas del garaje se

abollaron produciendo un estruendometálico, las contraventanasgolpeaban contra las paredes de

las casas, las viejas ventanas demadera saltaban.

Johann Heidemann no se enteró denada; escondido en su lugar detrabajo en la fábrica de

acero, el ruido de los altos hornosera demasiado intenso. Había

dejado a Karl a primera hora de

la mañana, como hacía algunosdías, en casa de Alois Daxberger.Era evidente que el niño debía

seguir avanzando en la vida, irganando cada vez más valor yespacio. Atreverse a salir fuera.

Leer, escuchar, observar, todo esose podía hacer en casa del maestrojubilado. Allí la lectura

preferida de Karl empezaba por laA y terminaba por la Z: tomos deenciclopedias. Palabras

raras, risas internas.

Bulbul: ruiseñor persa.

Frufrú: ruido del roce de una tela.

Al atardecer regresaron a casa,padre e hijo. Karl estaba cansado,tenso después de todo el día

de esa furia continuada del viento, yla llegada al hogar no fueagradable.

—¡Maldita sea! —fueron laspalabras del padre al entrar en elsalón.

La ventana que habían dejadoabierta por la mañana estabareventada, la mosquitera de malla

fina rota, las paredes, los techos delas habitaciones, la superficie de lamesa lleno de puntos

negros, y por todas partes seimponía un constante zumbido. Eraexasperante, agotador. Karl, que

ya estaba nervioso, entró en unestado difícil de describir, unaoscilación constante entre la huida

y el ataque, parecido a lo que sintió

aquella vez junto a la tumba de sumadre, con el doctor

Hofstätter delante. Pronto tuvo todoel cuerpo en tensión, sintió elimpulso de cerrar el puño y

golpear algo.

Aquellos repentinos pensamientosdestructivos le resultaban ajenos,pues normalmente era

muy pacífico.

Luego oyó un golpe, y no fue él.

Ocurrió de repente, la palma de la

mano contra la mesa.

—No me gusta hacerlo, pero hoy nohay otra salida.

Karl no podía apartar la mirada.Durante la época del sótano habíavisto bichos muertos, a

menudo secos: cochinillas, arañas;los examinaba, no hallabasentimientos en sus rostros, nada

vivo, aunque lo estuvieran. Leparecían compañeros de juegos,máquinas que en un momento dado

se detenían y se estropeaban.

Sin embargo, jamás se le habríaocurrido llevar a cabo una accióncomo la que acababa de

verle a su padre. Karl cogió concuidado el insecto entre los dedos,que aún se contraía. Las patas,

relucientes, parecían el alambreroto de una bombilla. Luego ya nohubo movimiento.

—Sin la mosquitera nos van acomer. Mira, ¡todo está negro! Haymucho que hacer.

Luego la mano infantil lanzó el

insecto, como si quisiera hacervolar un avión de papel. Cayó

al suelo, y el padre sonrió.

—¡Está muerto, ya no vuela! Ahorafíjate.

Otro golpe.

—Este tampoco. Número dos.

¿Muerto?

Karl solo sentía asombro ante laenergía de Johann, era casi alegría.

—¡Zas! Número tres. ¡Fantástico!

Johann Heidemann cogió dosplatitos, le dio uno a su hijo y ledijo:

—Acaba con ellos uno a uno, luegolo tiraremos todo a la basura.¡Ahora tú, Karl! Ven, vamos

a hacer que vuelva la calma aquí.

¿Que vuelva la calma? ¿Provocar lamuerte? ¿Todo a la vez?

—Empecemos, si no, no vamos apegar ojo esta noche. Cuidado, miraese.

Otro golpe en la mesa, menos firme

que los anteriores.

—Tienes que levantarte antes, hijo.Más rápido, tiene que ser muchomás rápido. ¡Mira allí!

Número cuatro. Risas desatisfacción.

—También puedes acercarte pordetrás con la mano, despacio, muy,muy despacio y luego,

¡zas!, darles el golpe.

Apretó los dedos, abrió la mano ylo dejó caer en el platito: el númerocinco.

Hubo movimiento, padre e hijo.Número seis, siete, ocho…

Felicidad en los ojos del padre, queiba contando en voz alta, una cazajuguetona, él y Karl

unidos. En los ojos del hijo se leíaconcentración, seriedad.Observaba, primero estudiaba,

comparaba lo vivo y lo muerto.

Pronto el salón quedó desalojado, ylos platillos cargados de cadáveresnegros.

—Doscientos cuarenta y tres. ¿Y

tú?

Sin respuesta.

El padre le agarra por los hombros:

—Ya pasará, hijo mío, pasará.

Habían recuperado la calma, eraagradable, sin zumbidos. Silencio ymultitud de preguntas en

la cabeza de Karl.

—Sienta bien volver a latranquilidad, ¿verdad? Ha sidodivertido. Ahora vamos a lavarnos

las manos, cocinaremos algo,leeremos un poco y a la cama. Hoyestoy agotado.

Karl, en cambio, estaba despierto,muy despierto.

Sí, sentaba bien recuperar la calma,una calma que él mismo habíagenerado, una paz que él

había impuesto.

Así que la muerte se podíaprovocar. Con la mano del hombre.

—Y si mañana sigue soplando tantoviento, ¿sabes lo que vamos a

hacer, hijo?

La mano del hombre. La diosa detodas las herramientas, universal,precisa, creadora.

—Iremos a hacer volar cometas.

Alegría en el rostro del padre,energía, felicidad.

Hacer volar cometas. Karl tambiénsentía cierta energía, la imagen deuna cometa voladora fue

la simiente de una idea. De repenterecordó esa película en blanco ynegro que veía su padre, una

y otra vez: Charlotte de pie en elprado, con un cordel en la mano,una sonrisa a la cámara, un

gesto hacia el cielo. En lo alto unpájaro de papel flotando, abajosujeto. Karl Heidemann no

podía dejar de ver el símbolo delascenso, como si su madre quisieraindicarle una dirección:

«Llévala conmigo, Karl. Ayúdala.Regálale la paz. Regálanos la paz, aella y a mí».

Felicidad, fue la felicidad lo que se

adueñó de él. Lo que subía tambiénhabía que recogerlo

después.

Hacer el bien, ser un sirviente, unconseguidor de deseos. Un anheloexpresado delante de la

tumba de su madre: «Me gustaríapoder hablar una vez más con ella,aclarar tantas cosas…».

Veronika.

Poder verlo finalmente.

La mano del hombre.

19

La ejecución

Estudiar. Primero solo estudiar.Karl no tenía prisa.

Llevaba las gafas de bucearencima, la lamparita, un fino tubode plástico como los que su

padre guardaba por docenas paraaislar diversos cables en el taller, ypor último una cuerda de

tender en cuyo extremo había atadoun nudo corredizo. El objetivo eraclaro: el bote hundido en el

estanque.

Con el nudo colocado alrededor deltobillo, ensartó el otro extremosuelto en uno de los

soportes redondos para los remos yvolvió a subir con él en la mano. Lacuerda de plástico fina

pero resistente se deslizó como unhilo por el ojo de una aguja.Dependiendo de cuánta cuerda

dejara Karl libre, más se acercabaa la superficie, con la pierna sujetapor el nudo corredizo y

atada al bote. Ya no podíaimpulsarse hacia arriba.

Apenas hacía falta un poco defuerza, solo que la cuerda loatrapara y flotaría como un pájaro

de papel, pero bajo el agua. Podíaser ambas cosas: la cometa y elniño que la hace volar, lo

suficiente para llevar la cuerda deplástico hacia arriba y poder tomaraire sin salir a la

superficie.

Se detuvo, solo notó un leve

balanceo. Ingrávido. De un lado aotro. La oscuridad del agua

alrededor, el claro de la luna que seencrespaba, las estrellas en lo alto,la posible revelación ante

sí. Pronto.

Entonces llegó el momento.

Partió antes de lo normal, aquel díaquería ser el primero. Todo fuecomo estaba previsto: la

cuerda, el tubo, el aire, un balanceoen las profundidades, era todooídos, tenía los ojos cerrados.

Como un pez depredador al acecho,tenía la atención fija en todo lo quese oía fuera del

estanque, amortiguado, impreciso.Tenía la respiración tranquila, lamente concentrada, sin noción

del tiempo, sin dudas. Finalmenteoyó las voces, un hombre y unamujer. Risas, primero fuertes,

luego discretas. Pasión, pierden lasfuerzas, van a refrescarse.

—Voy a meterme, ¿vienes?

—Ve tú primero. Yo desaparezco

rápido para hacer un pis.

—¿No lo haces en el agua? Bienhecho.

Risas, separación en dosdirecciones, pasos sobre la grava.Alguien entra en el estanque, sigue

avanzando. Un último paso de laspiernas. Los primeros amagos denadar, el corazón acelerado.

La respiración rápida, regular.

—Está deliciosa. ¡Albrecht, dateprisa!

Karl abrió los ojos. El primeravistamiento. La última toma deaire. Colocó y fijó el tubo de

plástico entre el bañador y eltrasero. El cuerpo femenino sedeslizaba con calma encima de él.

Soltó el nudo corredizo de supropia pierna. Lo cambió de sitio,sin apenas esfuerzo.

El movimiento de las piernas deVeronika Lamprecht era muyregular, muy lento, no fue

necesario un segundo intento. Pudo

colocar sin problema el nudocorredizo en el tobillo y

amarrarlo. Una primera molestialeve, un breve grito de miedo.

—¡Algas! Albrecht, ¿aquí hay algaso plantas acuáticas?

—¡Lo que no hay son sirenas! —Eltono era divertido, mientras Karlnadaba hacia el fondo,

apoyaba las piernas en el bote,tensaba la cuerda y estiraba contodas sus fuerzas. Con

brusquedad. No hubo grito de

socorro, no tuvo tiempo. VeronikaLamprecht desapareció, en

silencio.

Bajo el agua, en cambio, era puromiedo. Un grito entre borboteos, unpataleo, intentó tocarse

los pies, se retorció, agitó losbrazos sin saber qué estabaocurriendo. Karl tiró de la cuerdacomo

si tuviera que recoger una cuerdade rescate, no paró de tirar, luegosubió junto a ella hasta llegar

a la altura de los ojos de VeronikaLamprecht.

—¡Vroni! —Se oyó a lo lejos—.Vroni, ¿dónde estás? ¿Ahorajugamos al escondite? ¡Vroni!

Déjalo ya.

Todo fue inútil. Veronika Lamprechtno lo dejó, no salió del agua. Karlobservaba, tranquilo e

intrigado, la lucha desesperada, ladisminución de las burbujas queascendían.

—¡Vroni, maldita sea, para ya con

el jueguecito, en plena noche! No esdivertido.

Entonces se hizo la luz.

Llegó el momento, las reservas deaire de Veronika Lamprecht nopodían durar mucho y Karl

Heidemann no quería perdersenada. Con la luz turbia de lalamparita enfocada hacia arriba, el

tubo de plástico dirigido a lasuperficie, se llenó los pulmones deoxígeno, vio el breve destello

de esperanza en los ojos de

Veronika y su súplica con las manosestiradas hacia delante. Por

mucho que le costara a Karl, pormucho que lo apremiara la batallaque se libraba delante de sus

narices, no intervino. Regalar amor,liberación. Pronto VeronikaLamprecht estaría con su madre,

pronto.

—Vroni, ¿qué pasa ahí? ¿Ves laluz? ¿Eres tú? ¡Vroni! —El doctorHofstätter alzó la voz.

Veronika también soltó un último

grito ahogado, casi encolerizado,torció el gesto en una

expresión desesperada. Luego serebeló contra el último respiroinevitable, el definitivo. Los ojos

desorbitados, un gesto deresistencia, luego la desesperación,la desolación, finalmente la

resignación. Los movimientos sevolvieron más tranquilos, y elbrillo menos intenso. Los brazos

estirados a un lado, despacio, casicon gracia, con garbo, como si

fuera una bailarina en su última

actuación. La boca abierta, elcorazón acelerado. Todo en ella eraun ruido que para Karl era

doloroso, hasta que VeronikaLamprecht tendió la mano indefensaen el último instante de su vida.

Un estremecimiento recorrió susextremidades, vio el estupor en elrostro, finalmente se escapó de

su mirada la voluntad, los rasgosperdieron la tensión, la cuerdatambién y se hizo el silencio. Un

silencio sepulcral.

Karl Heidemann sentía algoindescriptible en su interior. Comosi hubiera abrazado algo por

un momento para luego desaparecerde nuevo y no dejar atrás más quefelicitaciones y

agradecimiento.

Así que eso era lo que llamabanmuerte.

Una transición que no necesitaba niun minuto, que por un breve instanteparecía dolorosa, casi

como lo que sucedía en la orillaentre Veronika y el doctorHofstätter: la falta de aire, el

retorcerse, rebelarse, llegar allímite, el último respiro liberador yel alivio. La muerte como acto

de amor.

Una transformación que de nuevodesembocaba en esa paz que todolo abarcaba que Karl ya

había visto en el rostro de sumadre. Conmocionado, fueconsciente de que su madre había

asumido ese dolor con gusto, sehabía dejado caer en los brazos dela muerte, no solo para

encontrar la liberación, sinotambién para obsequiar a su hijocon algo más allá de la muerte: con

amor.

Poco a poco Veronika Lamprecht sehundió, seguida de Karl, hasta elfondo, el cono de luz

dirigido a ella, curioso, buscandoalgo.

¿Qué se había desprendido de

Veronika hasta salir de ella?¿Adónde había ido? Nada había

ascendido, nada habíadesaparecido. No se había abiertoninguna puerta.

¿Podía ser que no hubiera salidonada de ella? ¿Había aparecidoalgo? ¿Acaso aquello que

llamaban muerte no era unadespedida, sino una bienvenida, unrecibimiento?

Karl Heidemann redujo concuidado la tensión de la cuerda,

quitó el nudo corredizo del

tobillo de Veronika y desapareció.

Fuera del estanque estaba el doctorAlbrecht Hofstätter, observando esaluz bajo la superficie.

Vio cómo primero surgía de la nadacomo un rayo y ahora se debilitabapoco a poco, se hundía

hasta el fondo y se apagaba. Justoen el mismo lugar por dondeCharlotte Heidemann había entrado

al agua.

—Vroni, por favor, para, no esdivertido. ¡Vroni! —dijo casi sinvoz, antes de añadir con un

susurro—: ¿Charlotte? ¿Eres tú,Charlotte?

Se quedó paralizado por el miedoen la orilla, incapaz de hacer nada,de dar un paso, ya fuera

hacia el estanque o haciaJettenbrunn. ¿Cómo iba a hacerlo?Tendría que ir corriendo al puebloy

anunciar: «¡Veronika ha

desaparecido!». O aún peor:«¡Veronika se ha ahogado!». Entodo caso

tendría que decir: «Veronika y yonos estábamos bañando juntos en elestanque, en plena noche,

desnudos, cuando…».

Así que el doctor Hofstätter nosalió corriendo a ningún sitio, solose quedó mirando,

esperando. Mucho tiempo, en ciertomodo de forma atemporal.Finalmente desapareció, aún

atemporal. Y precisamente esaatemporalidad sería su ruina.

SEGUNDA PARTE

Amor

Las situaciones decisivas en las que

el éxito del individuo depende

no solo de sus acciones sino de lasacciones de los demás

se denominan juego.

(Teoría de juegos, matemáticas)

20

El lugar de los hechos

Horst Schubert estaba, comosiempre que tenía tiempo libre, conun pequeño pincel en la mano

delante de la ventana del desván, yla mirada fija en su reino. Ya nonotaba los aromas a estaño y

pegamento en el aire, la extrañamezcla de productos químicos, lasfragancias levemente

quemadas, como un criador decarpas ya no percibía el olor a

pescado. Ese sitio era su hogar.

Concentrado en cada milímetro, encada partícula de polvo, deslizabacon cuidado y suavidad los

pelillos levemente inclinados sobrecada surco. Aquellos surcos seremontaban muy atrás, cuando

las manos de Horst Schubert aúntenían los dedos suaves y sin callosde un muchacho. El paso que

quedaba entre las planchas demadera, sacadas de mesas viejas,era estrecho. Encima yacía un

paisaje montañoso recortado porvías y atravesado por trenes.Miniaturas. Cada arbolito, cada

puente, cada túnel lo habíaconstruido el propio HorstSchubert. Allí, en medio de sudesván, él

marcaba la dirección, comomaestro de obras, un visionario,desde la infancia. Allí siempre erael

creador, mientras en las dos plantasde abajo sus padres se lanzabanpalabras capaces de

destrozarlo todo. Todo, no solo laesperanza infantil de que en aqueleterno campo de batalla en

algún momento se erigiera un murotan saturado de escombros queninguno de los dos adversarios

pudiera ver el otro lado ni superarla barrera. Rendición. Retirada.Cada uno por su lado, muy

lejos el uno del otro, y así llegaríala paz. Pero no. Su madre, su padre,apenas podían tenerse en

pie y aun así seguían juntos. Hasta

que por fin la muerte separó lo quela vida ya había distanciado

hacía tiempo, y el ser humanodebería haber separado ya. Esomarca.

El juramento de fidelidad delmatrimonio hasta el fin terrenal sinduda no era un modelo de

relación adecuado para HorstSchubert. Si existía un modelo, erasolo ese acto de deslizar el

pincel con calma, oliendo a piezasde plástico caliente, en su desván.

Si se casaba, sería solo ganándosela vida.

—¿Dónde?

Una llamada le había hecho bajar alsalón. Ahí estaba, mirando eselugar tan lleno de vida en

el centro histórico, por una parteenfadado y por otra contento.Enfadado porque le molestaran en

su día libre, contento por el motivode la interrupción.

—¿Y no tenemos a nadie que puedair a verlo? Entiendo. Pero tardaré

un poco.

Era incomprensible que aquel díade verano de 1992 Horst Schubertno saliera corriendo de

inmediato. Increíble.

¿Qué otra cosa tenía en su vida?¿Qué?

Al principio Veronika Lamprechtsiguió desaparecida, dejó al esposoen la posición de marido

cornudo y a todo Jettenbrunn con unenigma. Aunque nadie supiera cuálera el trasfondo de todo

aquello, su desaparición despertódeseos ocultos en muchas esposasde Jettenbrunn. Deseos que,

mientras los grupos de búsquedaformados por hombres peinaban lazona, en las habitaciones de

planchar y las cocinas tomabanforma de canciones alegres omelancólicas sobre viajes lejanos,

travesías por mar y vidas nuevas.Por desgracia, en el caso deVeronika nada indicaba que hubiera

emprendido semejante aventura,

porque no faltaba nada: ni la ropa,ni el dinero, ni siquiera había

carta de despedida.

Por supuesto, pronto también seechó en falta al doctor Hofstätter.Dos días después de la

desaparición de VeronikaLamprecht se fue de vacaciones, sinduda con la esperanza de que la

situación y sus pesadillas secalmaran. No sirvió de nada. Laverdad es voraz, se alimenta

insaciable de la clandestinidad

hasta que en un momentoinesperado sale a la luz como ungusano

gordo y cae al suelo, lenta, inmóvil,delante de todo el mundo.

En ese caso fueron los ojos deJohann Heidemann. Una tarde,cuando se encontraba en la orilla

del estanque recordando a suCharlotte, un brillo se cruzó en sumirada acuosa. Fue un destello

dorado, que había visto por uninstante junto a la tumba de su

mujer recién enterrada.

A Johann Heidemann lo asaltó unasensación extraña, imposible dedescribir pero inquietante.

Se lo comunicó de la siguientemanera al mecánico del pueblo,Gerwald Lamprecht.

—Oye, ¿has pensado en el estanquepor lo de Veronika?

Gerwald Lamprecht no lo habíapensado.

Ningún vecino de Jettenbrunnrecordaba haber visto con sus

propios ojos lo que normalmente

sucedía en sus pantallas por lanoche. En color.

Sin embargo, allí la realidadtranscurría en blanco y negro, cadamatiz aparecía difuminado. El

azul del cielo, el color turquesa delestanque, el verde de los árboles,todo era gris sobre gris,

salvo por las cintas rojas y blancasque marcaban el lugar de loshechos.

Ahora comprendían por qué

Gerwald Lamprecht evitaba a susvecinos desde que había

regresado empapado del bosque.Hasta entonces nadie en el pueblohabía observado esa conducta

en él. Parecía como si ya no seconocieran unos a otros, niquisieran conocerse. La confusiónera

demasiado grande, el asombro, eldesconcierto entre ellos. Esta veznadie había entrado en el

agua. No por voluntad propia.

El rastro sangriento de la cuerdaalrededor de la pierna de Veronika,el cuerpo desnudo, la

ropa hallada cerca de la orilla,entre los arbustos, el reloj depulsera que encontró Johann

Heidemann en la orilla, no cabíaduda. Sin embargo, surgieron otrasincógnitas, planteadas desde

las más altas instancias:probablemente no se trataba de laprimera víctima.

Así que era un asesinato. Entonces

en algún sitio había un asesino.

Probablemente se encontrara muylejos, pero tal vez estuviera cerca,muy cerca, más de lo que

querrían los lugareños: esas eranlas conjeturas de un hombrellamado Horst Schubert.

Nunca se había visto un hombre asípor la zona. Era corpulento,esbelto, bien vestido, pero

distraía la atención unapeculiaridad: su cabeza reluciente.Brillaba de una manera que

pareciera

que Horst Schubert hubiera salidode un objeto volador noidentificado. No era solo quetuviera la

cabeza calva, era más que eso. Lefaltaban las cejas, las pestañas, notenía vello. En pocas

palabras, a Horst Schubert no lecrecía un solo pelo. Tan despejadoy calvo, tan desnuda y

penetrante era su mirada de ojosazules, que los lugareños no sabían

qué debía parecerles más

inquietante: el crimen despiadado oese ser que había salido a la luz, nomenos despiadado. La

pierna izquierda larga y suave, laderecha corta y dura, toc, toc, toc,toc, con el ritmo de la cojera

Horst Schubert pasó revista a lainfantería en una postura erguida,casi majestuosa. Solo con su

entrada en escena dejó patente queno quería tener contacto conninguno de los presentes más allá

de lo profesional. Pronto el relojencontrado recuperó a su dueño yunas vacaciones terminaron.

El doctor Hofstätter, una vezdetenido, confesó con sinceridad:sí, el reloj era suyo, y sí, había

profanado el matrimonio de losLamprecht en la orilla del estanque,y sí, también había tenido una

relación con Charlotte Heidemann,ahogada poco antes, más estrechade lo que estaba

teológicamente permitido.

Probablemente incluso él eraresponsable de su suicidio, puesacabó

con la relación justo el día de sucumpleaños, pero negó todo lodemás, se disculpó con la

contención física propia de sugremio, pero al mismo tiempoinvocó el juramento hipocrático ysu

íntegra obligación de sanar elcuerpo. Jamás sería capaz decometer semejante acto, unaatrocidad

de la que además había sido testigo.

Entonces se puso a contarlo, sinparar.

No era que los habitantes deJettenbrunn recelaranautomáticamente de las historias de

fantasmas y demonios, pero oírsemejante disparate de boca de unmédico titulado, que rechazaba

todo tipo de fenómenossobrenaturales, como sin duda erael doctor Hofstätter, solo podía

significar dos cosas, de eso podían

estar seguros: o la historia eracierta, algo tan improbable

como que cayeran copos de nievesobre los campos de girasoles, oalguien estaba en un verdadero

aprieto y se defendía con uñas ydientes explicando una historia noverificable de proporciones

bíblicas. El médico hablaba así:primero se hizo la luz. Una luzclara, que iluminaba desde las

profundidades.

Charlotte Heidemann, que entró en

el agua con el corazón roto, ante lamirada de su hijo, según

el doctor Hofstätter no se cansabade afirmar, había resucitado justoen el lugar de su muerte, se

levantó con los ojos luminosospara, igual que la diosa del marSedna, atraer hacia sí al fondo del

estanque a su contrincante VeronikaLamprecht en un arrebato de furia.

La burla cayó sobre el doctorHofstätter.

La burla y los puños del marido

cornudo, amargado, GerwaldLamprecht. Aun así, una

pequeña semilla de incertidumbrese asentó tras el bastión de la burla,caldo de cultivo de noches

en vela, en forma de unpensamiento fugaz: ¿y si era cierto,y si Charlotte, en su campaña de

venganza, decidía ampliar el radioy salir del estanque? ¿Quiénquedaría libre de culpa? Nadie.

Todos estaban bajo sospecha.

21

El interrogatorio

—¡Una mañana maravillosa!

Karl conocía esa voz, hacía tiempoque sabía de su visita, el toc, toc,toc que se acercaba a la

casa era muy claro, la piernaizquierda larga y suave, la derechacorta y dura.

—Probablemente ya saben por quéhe venido, ¿no?

Estaba tranquilo, sosegado, y portanto era difícil de interpretar.Durante los últimos días,

siempre le había parecidopeligroso cuando hacía preguntaspunzantes en ese tono por el pueblo

desde las ventanas de las casas.Eran preguntas inquietantes. Ahoratambién, pero esta vez con

más insistencia, más agresividad.Fuera, en el vestíbulo.

—¿Puedo pasar?

Luego en el salón.

—Bueno, alguien se pasó ayer de laraya, ¿eh?

—¿A qué se refiere?

—¿Es que no les llama la atención?¿O las botellas que hay encima dela mesa son pura

decoración? No es sano, señorHeidemann, nada sano, ahogar laspenas en alcohol.

—Supongo que no ha venido ainteresarse por mi salud.

—Tiene razón, no nos andemos conrodeos: hacía tiempo que el doctorHofstätter tenía una

relación con su esposa, y a la vez

otra con Veronika Lamprecht,motivo por el cual probablemente

se quitó la vida su mujer. Yo en sulugar, señor Heidemann, si secruzara en mi camino ese sujeto

lo enviaría al hospital o lo haríatrizas.

—Pero yo no soy usted.

—¡Entonces es usted un buenhombre! Además es tranquilo. Unamosquita muerta tranquila.

Aunque también sería una forma devenganza eliminar a la actual

amante del doctor Hofstätter y

presentar al médico como unasesino.

—Pero ya hemos hablado de eso.El día de la muerte de Veronika yoestaba en la fonda.

—Es cierto, pero también se fueantes de lo habitual. ¿Adónde? ¿Anadar, tal vez?

—Me temo que no duerme bien.

—Sí, es cierto, duermo mal, muymal, sobre todo cuando se trata dedos mujeres muertas de

una edad parecida. ¿El día delcumpleaños de su esposa estuvotodo el tiempo en la fábrica de

acero?

—¿Qué quiere decir?

—La pregunta es si estuvo todo eltiempo en la fábrica de acero, ¿sí ono?

—Sí.

—¿Entonces por qué sus colegasme cuentan otra cosa? Entre lasdoce y las dos no estuvo

como de costumbre en la cantina.Una pausa para comer muy larga,¿no le parece? ¿Dónde estuvo

esas dos horas?

—En Siegenshart, comprando unregalo para mi mujer.

—¿El mismo día? Es usted de ir aúltima hora. El trayecto deSiegenshart a Jettenbrunn dura

exactamente cuarenta minutos. Asíque una hora y veinte ida y vuelta.

—¿Qué quiere decir con eso?

—¡Dos horas menos una hora yveinte minutos, le quedan cuarentaminutos!

—Es horrible…

—El horror, exacto, eso es lo quebuscamos. Un asesino, señorHeidemann. El asesino de su

mujer. Así que cuarenta minutos.Cuarenta minutos para sorprender asu mujer por su cumpleaños.

Cuarenta minutos para hacer Diossabe qué. Cuarenta minutos, notardaremos mucho más en

inspeccionar a su mujer exhumada yver si tiene la marca de una cuerdaque pudiera haberla

arrastrado al fondo del estanque.

—¿Qué quiere hacer?

—Mañana.

Karl entró en el salón. Aquellotenía que parar. Un asesino, ¿esoera él? Asesino. Era una

palabra extraña. Tenía las mejillashundidas, ojeras bajo los ojos, elrostro pálido del cansancio,

la postura encorvada.

—¿Ese es su hijo?

Johann Heidemann asintió.

Horst Schubert se levantó despacio,como si quisiera dejar clara susuperioridad.

—Hola, Karl, me alegro deconocerte.

Saltaba a la vista el contraste.

Por una parte el cuerpo alto,esbelto, erguido, despierto.

Por otra un cuerpo bajo, pesado,encorvado, exhausto.

Karl pasaba las noches en vela,despierto en su habitación. Noparaba de recordar la lucha por

la supervivencia en el rostro deVeronika Lamprecht, esacontradicción entre el horror y la

belleza, el miedo.

Miedo a perder algo conocido.Miedo a la vida.

Miedo a que llegara algodesconocido. Miedo a la muerte.

Como si una cámara rápidaproyectara los suplicios de la vida,como si primero hubiera que

entender qué significaba la vidapara recibir con agradecimiento elregalo de la muerte.

¿Pero para qué? Era innecesario.La vida ya era pena suficiente.

Qué fácil la muerte de una mosca.Qué despreocupada su existenciahasta el último segundo.

Qué sorprendente, casi inesperadala liberación. Un solo instante que

lo cambia todo. Solo un

golpe, un gesto con el dedo y yaestá. ¿La muerte también era así defácil, rápida, afectuosa?

—Ven, siéntate con nosotros.

Karl seguía con la mirada fija alfrente, como si aparte de su padreno hubiera nadie más en la

habitación.

—No muerdo. —El agente forzóuna sonrisa en el rostro, pero nohubo reacción alguna. Karl

siguió caminando imperturbable,entró en la cocina, se sirvió agua enun vaso y bebió, varias

veces. El dolor de cabeza era comoun martilleo.

—Su chico está sediento.

Como si fueran olas que golpearancontra un bote, así sentía Karl ellíquido que bajaba por la

garganta, como si rompiera diques,notaba todo lo que se deslizabahacia abajo, los intensos

ruidos de la laringe, las palabras no

menos intensas procedentes delsalón, susurradas pero no

moderadas:

—Parece fuerte para su edad.

—¿Fuerte? Es un niño.

—Ya sabe lo que quiero decir.

—No, no lo sé.

—Es evidente.

—Sí, Karl es un niño fuerte.También ha soportado muchascosas.

—Entonces la fuerza le va bien.

—Mientras viva me ocuparé de queno viva más experiencias horribles,¿me entiende? —Karl

nunca había oído a su padre decirtantas palabras seguidas, y muchomenos en ese tono de

amenaza.

—No podrá evitarlo siempre, señorHeidemann.

Era el momento de volver de lacocina.

Karl subió al sofá con el vaso en lamano, se sentó al lado de su padre yse quedó mirando las

manos aseadas de su interlocutor.Estaban cuidadas conmeticulosidad, descansaban concalma

sobre el muslo. No había ni una uñamás larga o más corta que la otra,ni rota, ni sucia, al

contrario que los dedos de Karl.

—¿Has dormido bien?

Karl bebió.

—Seguro que sabes que ahoramismo están pasando cosas raras,tal vez desde hace tiempo.

Necesito tu ayuda, Karl. ¿Quieresjugar a detectives conmigo? ¿Sí?Entonces tendremos que hacer

memoria. Cuéntame el día en que tumadre fue a nadar contigo.

—No habla —dijo su padre.

—Eso me comentaron en el pueblo—dijo Horst Schubert—. Peroentenderme sí me entiendes,

¿verdad, Karl?

Karl dejó el vaso, presa del dolor,en la cabeza, el cuerpo, el alma.

Observó un cierto movimiento enlas manos de su interlocutor. Sacóun mechero del bolsillo

de los pantalones, encendió uncigarrillo y contestó él mismo lapregunta:

—Estoy seguro de que meentiendes, Karl. Así que, hijo, nohace falta que hables, bastará con

que asientas con la cabeza. ¿Ese díaestabas solo con tu madre, o

tuvisteis visita?

Angustia, nada nuevo para Karl. Lamisma angustia que sentía siempreque le instaban a

expresarse.

—Te gusta jugar al aire libre,¿verdad, hijo? Hacer pasteles dearena, plantar algo, ¿no es

cierto? —Horst Schubert tenía lamirada clavada en los dedos suciosdel niño. Unos dedos que en

ese momento solo tenían una opciónpara resistir el aluvión de

acusaciones, el ataque que estaba

sufriendo su padre: la pasividad.Permanecer como una roca contrala que todo rebota.

—¡Ya le he dicho que no habla! —Karl notó el enojo en la voz de supadre—. Así que déjelo

ahora mismo.

—¿Y desde cuándo no habla?¿Desde la muerte de su madre?

—Casi desde que nació.

—¿Casi? ¿Entonces sí ha

pronunciado sonidos? ¿Y por quéno lo ha vuelto a hacer?

—Tal vez lo prefiere así.

—¡Lo prefiere! ¿Y por qué encerróa su hijo tanto tiempo en el sótano?¿También lo prefería?

—¡Yo no lo encerré! No queríasalir, él…

—Es asombroso su ingenio, suesfuerzo, su interés por su propiohijo. ¿Hace once años que lo

prefiere así, y usted no hace nadapor evitarlo?

—¿Qué podía hacer para sacarleunas palabras contra su voluntad?¿Qué? ¿Sacárselas a

golpes? ¿Sacarlo a rastras delsótano como se saca a un animaldel establo?

—En realidad no es tan fácil comome lo acaba de plantear, ¿verdad,señor Heidemann?

—¿El qué no es tan fácil?

—Consultar a un médico, tal vez aun psicólogo. Dime cómo son tushijos y te diré quién eres.

—Usted no tiene hijos, ¿verdad?

—Soy yo quien hace las preguntas.

—Entonces debo sugerirle que lohaga en otra parte.

Horst Schubert se levantó y sedirigió a la puerta.

—Volveremos a vernos, Karl,¿verdad?

Verse. Entonces Karl lo entendió:no bastaría con escuchar paraencontrar respuestas.

—¡Así que su hijo no habla! Pero

usted, Heidemann, usted sí hablará,se lo aseguro.

Horst Schubert abandonó la casa delos Heidemann sin despedirse.¿Para qué?

Horst Schubert había llegado paraquedarse. Con Karl. Durante elresto de su vida.

22

La presencia

El resto de una vida.

Un período desconocido.

La muerte no dibuja un círculo rojoalrededor de un día en elcalendario, sino que deambula

agazapada siempre junto a los sereshumanos, les concede la esperanzade que todo siga, y siga, y

siga.

En Jettenbrunn era distinto. Allí alos lugareños les parecía que cadanuevo día podía tener un

círculo rojo dibujado. Los díaspasaban, sin resultado.

En el cuerpo de Charlotte

Heidemann no había rastro deviolencia, así que el doctorAlbrecht

Hofstätter se fue a casa por falta depruebas, condenado en sudomicilio. Condenado como los

habitantes del pueblo, pues labúsqueda de un asesino de carne yhueso fracasó.

El agente Horst Schubert cada vezse ausentaba con más frecuencia.Todo eran circunstancias

que no ayudaban a recuperar la

calma. Una carencia por un ladoimplicaba siempre un exceso por

otro. En este caso era laimaginación desbordada de losvecinos del pueblo. Si noencontraban un

asesino cruel entre los vivos, talvez estaba entre los muertos.

Así, pronto el viento se convirtió enel aliento procedente del estanque,el tableteo de los

postigos en el anuncio de uninvitado imprevisto, los maullidos

de los gatos en el llanto de los

muertos vivientes, el canto yaespeluznante de los mochuelos en lallamada de Charlotte: «Venid

conmigo, venid conmigo». Enefecto, alguien respondió y salió almarco de la puerta.

—¿Adónde vas? —le dijo AloisDaxberger desde la silla de ruedas,en tono de preocupación.

Karl sabía adónde iba y qué iba ahacer: completar con una imagen loque oía. Tenía que

buscar con la vista, de día. Teníaque acercarse a la gente, de día.Tenía que dominarse, exponerse

a las miradas, las habladurías, elruido, el propio dolor, debía estaractivo. La vida significaba

acción.

—¿Adónde vas?

También se podía hacer vigilanciaen compañía.

—¡Alois, qué sorpresa!

—Qué bien, ¿hacéis una excursión

el general con la infantería?

El recibimiento era en aparienciaamable, pero era evidente elasombro, el desconcierto.

Alois Daxberger, un hombre queera bienvenido en todas las casasdel pueblo, al que todo el

mundo saludaba con la mano,quedaba eclipsado por esemonstruo pálido y entumecido conlos

oídos taponados.

—Dios mío, Alois, qué bien, hacía

tiempo que no venías por aquí.¿Queréis pasar? Estamos

almorzando. Entrad en casa.

También recibieron hospitalidad enla fonda de Hubert Oberwaldner.

—Además, los pasteles de nuecesestán recién hechos. ¡Los he hechoyo!

—¡Qué bien, algo dulce! ¡Suenairresistible!

El brillo en los ojos del viejo. Lamirada inquisitoria, dirigida a Karl.Era inútil. Karl tenía en

mente otro objetivo, solo unascasas más allá.

Al principio se mostró reticente.

—¿Adónde vamos?

Luego llegaron los nervios:

—Karl, ¿qué es esto? Nonecesitamos nada…

Las puertas de cristal abiertas, elolor a verdura y fruta en el aire. Nohabía clientes.

Un último empujón a la silla deruedas, el sonido de una

campanilla, la desaparición del

vehículo en el interior.

—Hola, Alois, ¿qué haces poraquí? ¡Me alegro de verte!

—Adele, yo…

—Tengo pasteles de frambuesarecién hechos.

Siguieron solos.

Solos en medio de la actividad deJettenbrunn, por primera vez. Elpueblo era un desierto a

esas horas. Estaba vacío, olía aestofado en lata, cubos de sopa,pucheros, grasa calentada. Los

hombres y mujeres en edad detrabajar estaban fuera, los pocosniños que había aún estaban en la

escuela, las madres en casa, losancianos en sus jardines, en susbancos tomando el sol.

—Me alegro de que hayas venido.—Fue un intento de acercamiento.Pero nada, ni una

respuesta.

La atención de Karl estabamonopolizada por ese desierto, esevacío que para él no lo era.

Jamás había conocido semejantesobrecarga. Su proximidad a laspersonas era mayor que antes,

por tanto el ruido era más intenso,el dolor, el martilleo en los oídostaponados con cera más

insistente, la cabeza, el aire repletode mensajes. Las pulsaciones, lasalfombras, la carne. Sierras,

madera, pan. Un tableteo, ollas,

hojalata. Ladridos, cacareos,rascadas, mugidos, las voces de las

radios, las televisiones, las vocesde la gente, tenues de valla envalla, fuertes al teléfono. Karl se

comportó como de costumbretambién allí, escogió una imagenentre la actividad de los habitantes

de Jettenbrunn, algo grabado enpiedra. Se quedó ahí, escuchando.Daba un paso de vez en cuando,

no tenía prisa. Dejaba que la gentehiciera, hablara.

—No parece inteligente, un pococomo… ¡cielo santo, pero qué pasaahí fuera!

—¡Por el amor de Dios!

El gato de la anciana Adele Konradcorrió como había hecho durante elentierro hacia Karl, le

saltó encima y se dejó acariciar lacabeza con un ronroneo. El perrode caza de Hubert

Oberwaldner fue hacia él y se dejóacariciar. Los gansos de la dueñade la fonda buscaron su

cercanía. Jamás había paseado porJettenbrunn una persona tanbienintencionada y tan llena de

paz, no había ni el más mínimorastro de malicia en la mente deKarl. Si hubiera habido una

sonrisa en su rostro, un solo gestoamable, tal vez habría suscitadoalgo en los demás, simpatía: un

niño, mudo, lleno de vida, al queacudían los animales, qué tierno.

Pero no ocurrió nada parecido. Ahíseguía esa falta de expresividad,

esos ojos negros en el

rostro inflado, ocultos tras lasgruesas mejillas, esa miradaclavada en el vacío que parecía

cansada.

—¿Le pasa algo?

—Ahora mismo nada va bien,¿cómo iba a estar bien él?

—No quiero ni imaginar que supadre pueda ser un asesino. ¡Eshorrible!

Karl lo había consultado hacía

tiempo, en una de las enciclopediasde Alois Daxberger, lo

había encontrado después de:

Aserenar: serenarse.

y

Aserruchar: cortar con un serrucho.

Ya no lo olvidó:

Asesinato: acción de matarintencionadamente a una persona.

Significado: medio para morir,matar, comparable con el latín mori

(morir).

Una explicación que no suscitabaen Karl ningún malestar, nisentimiento de injusticia, al

contrario: ¿por qué no ser unasesino, un intermediario, alguienque provoca la muerte? Como un

mensajero con ese maravillosoregalo liberador en la mano. Unregalo a la vida. Un obsequio

envuelto con cariño, digno, sindolor, sin lucha. No esa manerainsoportable de ahogarse de

Veronika Lamprecht.

Nunca más así.

23

La búsqueda

—Qué bien que por fin salgas alaire libre. ¿Quieres contarme algo?

El desgaste de Horst Schubert eraevidente.

—Aquí tienes, por si en algúnmomento sientes la necesidad.

Le dio una tarjeta de visita con el

número de teléfono, la dirección deun departamento de

policía y el nombre de una ciudad.

—Y si no te pones en contactoconmigo, no te preocupes, volveréen algún momento.

Sin embargo, las visitas del agenteeran escasas.

Karl Heidemann, en cambio, iba adiario a ayudar a Alois Daxberger yAdele Konrad en su

especie de renacimiento y así seganó definitivamente la fama de

retrasado mental, de débil. Esa

reputación era como una puerta a lalibertad, pues en un momento dadolos demás dejaron de

indagar.

Poco a poco, Karl pasó de ser lapersona que el pueblo buscaba sinsaberlo a ser una parte

visible de la sociedad, un elementomás en la imagen del lugar. Visiblehasta que sus paseos se

convirtieron en una manera dearrimarse a ellos y finalmente en

una fusión, en una existencia

parecida a la del viejo roble quehabía tras la tienda. Todo el mundolo conocía, identificaba su

sombra, su follaje, sus coordenadasdesde su nacimiento, y aun asíestorbaba a los niños que

pasaban corriendo por delante, alos borrachos, las carroceríasabolladas, los cristales, las

llantas, los huesos destrozados. Susdimensiones no impedían quepasara desapercibido. Los

sirvientes fieles lo saben, losadmiradores discretos, lasamorosas madres. El tiempotambién

acabó rompiendo la vara deMoisés.

Karl Heidemann, en cambio, nopasaba nada por alto.

Observó a la posadera HedwigOberwaldner cuando las vocesestridentes de los niños y los

farolillos iluminaban el anochecerpor San Martín, mientras ella le

partía el cráneo con un hacha

afilada a los gansos que seresistían, y se horrorizó. Vio lomismo por Navidad, cómo caían las

cabezas de las gallinas concualquier excusa, cómozigzagueaban, daban tres, cuatro,cinco pasos.

Vio cómo Hubert Oberwaldnerpasaba junto a las puertas de rejillade sus conejeras, agarraba

a los animales por las orejaspeludas y les cortaba el cuello

tembloroso delante de los demás

animales, con un gestointrascendente, como si cortara unpan recién hecho.

Vio a los cerdos desangrarse en loscampos abiertos cubiertos de nieve,con la cabeza gacha y

el tórax abierto sobre una tina, violas fiestas de la matanza y de lacosecha.

En primavera vio a Adele Konrad,la dueña de la tienda, meter lacamada recién nacida de su

gata en una bolsa de tela y lanzarlaa la basura.

Vio al perro de caza del cazadorLamprecht perseguir en plena callea un niño en bicicleta,

con los pantalones hechos jirones,con sangre, y vio cómo el cazadorLamprecht mataba a su perro

de caza en el patio, de un tiro, unaullido, otro, un tercero. No, lamuerte no llegaba con ternura, la

muerte era cruel. La búsqueda deKarl no daba fruto.

El horror fue perdiendo fuerzacuanto más a menudo se exponíacon crudeza a la

contemplación, parecía una rutina,ya luciera el sol o lloviera, hubieraviento o nieve. Sí, la nieve,

porque la vida seguía su curso, nose dejaba confundir por la muerte,llevaba a los túmulos las

semillas voladoras para quebrotaran flores, hierbas, granos, lasenterraba bajo los cerros

blancos, año tras año. Karl

Heidemann estaba presente, comoantes en el sótano, pero esta vez era

como estar frente a la pantalla,observaba a las personas en su vidamientras él llevaba la

existencia de un durmiente, ocultoen la clandestinidad de sus propiospensamientos, los veía

pelearse, gritarse: «¡déjame en pazde una vez!», aprendió a entenderque dejar en paz significaba

estar quieto, y supo que la muerte,el silencio, la paz, todo era uno.

Vio la llama del amor enJettenbrunn, la felicidad reciente,Adele y Alois, el engaño existente,

como mínimo vio la lealtad mutua,vio a Hedwig Oberwaldner con elviudo Gerwald Lamprecht

en el taller, vio los matrimoniosexistentes, como el de sus abuelos,y su insoportable sufrimiento.

Todos los 20 de junio, los abuelosAuböck acudían a Jettenbrunn,hacían una visita breve a la casa

de los Heidemann, luego iban a la

tumba de su hija, encendían unavela y se decían: «¿Por qué,

Heinrich? ¿Por qué no nosotrosprimero? ¿Qué tiene esto de justo,qué?», desaparecían en

dirección al estanque, con un ramode tulipanes blancos en la mano, yal cabo de un rato

regresaban a casa. Sus rostros soloreflejaban sufrimiento y miseria.Karl también sufría. Sufría

por su fracaso en la búsqueda de lavía adecuada para ayudar, con

ternura, con afecto. Aun así, se

puso manos a la obra, con losrostros de sus vecinos y la mímicaque provocaba la conmoción de

vivir. Esas bocas que apenas seabrían solo aportaban ruido a estemundo, ese continuo:

hablar, reír, gritar, enfadarse,

carraspear, toser, resollar, escupir,

sorber, masticar, chillar, rugir,

vociferar, desgañitarse, aullar,lloriquear,

gemir, roncar, lamentarse, quejarse,

desternillarse, suspirar, sollozar,quejarse…

Karl Heidemann cerró los ojos yles puso mentalmente la máscara dela belleza, relajó su

semblante. Ni un movimiento más.Los retratos de los vecinos deJettenbrunn que dibujaba en su

cabeza eran cada vez másagradables, más presentes. Fueronsilenciosos y pacíficos hasta que un

día él decidió ofrecerles una

imagen visible de sí mismos.

—Ay, Karl, esto es… ¡Adele, miraesto!

—¡Ya voy, Alois!

—Es el doctor Hofstätter. ¡Esincreíble!

—Parece que duerma tranquilo,está favorecido. Eres un artista,Karl, ¿me oyes? ¡Un artista!

No era él, Karl lo sabía: era lamuerte.

La muerte es una artista.

Eran los dibujos a lápiz de un niño,realistas. Retratos de los lugareños,todos reconocibles, la

mayoría estaban vivos y aun asítodos aparecían retratados comodifuntos, dialogando con el

último visitante en la vida: lamuerte.

Una visita que de hecho llegaba porsí sola, no a plena luz del día, peroincluso así Karl veía

sus efectos. Veía a la gente cavarpequeñas fosas y enterrar a sus

cobayas, sus canarios.

Los veía cavar fosas grandes. Elcementerio, el hogar de todos losdifuntos. Veía a la gente

bajar ataúdes en esas fosas.Ataúdes que poco antes estabanabiertos, recibían visitas, en salas,en

comedores y dormitorios, en elpequeño tanatorio. Ataúdes concadáveres dentro, vestidos de

fiesta, embellecidos, con aspectoapacible.

Una mañana vio el letrero del díade descanso en la puerta de latienda del pueblo, y jamás

volvió a desaparecer. Día dedescanso, de descanso eterno.Adele Konrad se había acostado,tras

regresar de ver a su alma gemelaAlois, feliz y agradecida, y jamásvolvió a despertar; la

recogieron en un estado de absolutafelicidad, podría haber pasado poruna persona viva.

Alois Daxberger, en cambio, loperdió todo, solo miraba al vacíocon la esperanza de que

pronto se llenara la mitad superiordel reloj de arena de su existenciaagotada.

Karl también estaba perdiendomuchas cosas irrecuperables. Lainfancia se despide a

hurtadillas, no dice: «¡bueno,adiós!». Se quitaba los pañales deforma imperceptible, se

desprendía del pelele, el cochecito,

la trona, dejaba atrás cajas de ropaque se había quedado

pequeña, las pegatinas de animalesen camas de madera, pósters en lospapeles pintados de la

pared y finalmente se añadíanespacios que habían quedadopequeños, maneras de pensar,

derechos, hasta que se abrían losprimeros huecos y las personasconocidas se cansaban y se

perdían.

La tienda del pueblo estaba cerrada

y Alois Daxberger era unapresencia nula, desanimada en

casa de los Heidemann.

—El tiempo va tachando —dijo unatarde—. No se trata de quitar algo,de consumir unas

provisiones desconocidas, sino dedar. El regalo del tiempo a losvivos es para él un delito.

Sin embargo, para Karl Heidemann,en su búsqueda incesante, el regalodel tiempo fue un

descubrimiento. Se acabó la veda.

24

El corazón

La noche. Pronto el negro pasaríadespacio al gris y la niebla seimpondría. Karl estaba de

paseo, por el bosque. Regresaba acasa, sin prisa. Por fin el estanquetenía una temperatura

agradable.

De pronto oyó voces, a pocadistancia, susurros. En el borde delbosque una tarima de madera

rodeada de una barandilla, techada,con una escalera, encima unpequeño banco. Arriba el cazador

y posadero, Hubert Oberwaldner, allado el mecánico y viudo GerwaldLamprecht, ambos

sentados, codo con codo. Elcazador con la escopeta de cazapreparada, el cañón sobre el pecho.

—¿Dónde estás, pequeña? Hoy nome vas a dejar en la estacada.

Silencio. Un rato. ¿Quién deberíaestar dónde, quién dejaba a quién

en la estacada, quién

estaba a punto de llegar? Karl no losabía.

—Eres muy amable por habermeofrecido acompañarte.

—Quería haberlo hecho antes, perono me atrevía tras la muerte de tuesposa. Veronika, que

Dios la tenga en su gloria. Mealegro de tenerte aquí, después detantos años. Además, es más

divertido hacerlo con alguien.

—¿Siempre lo haces solo?

—No, con mi mujer.

—¿Cómo, Hedwig? ¿Vais juntos acazar?

—Íbamos, Gerwald, íbamos. Ahorasiempre está muy cansada por lamañana, no sé por qué,

es un misterio. Tal vez me engaña oestá tramando algo. ¿Tú tienes unaexplicación, de hombre a

hombre?

Karl notó que la tensión iba en

aumento. Los dos hombres estabansentados muy juntos, pero

había algo que los separaba, unaamenaza, uno consciente delengaño, la traición del otro.

—¿Yo? No, ¿cómo se te ocurre?¿Por qué iba a tener yo unaexplicación?

—Bueno, tú también estuvistecasado, sabes de mujeres, ¿no?

—¡Ahora soy viudo, Hubert!

Silencio.

—Perdona. En todo caso me alegrode que hayas venido. Hacerlo encompañía es mejor que

solo, ¿no?

—Depende. Quién sabe quién o quédeambula por el bosque.

—Bueno, este no es el peor sitio,con un arma en la mano.

—¡Pero tampoco el más cómodo!

—Bueno, callemos un poco. Si no,no vendrá nada y tardaremos más.

De nuevo el silencio. Esperar. Karl

se quedó quieto, intrigado,empapado, tiritando de frío.

Entonces llegó la visita.

—Bueno, ahí está mi pequeña.

Se produjo un movimiento en elborde del claro. Salió de laoscuridad con pasos elegantes y

lentos, el cuello esbeltomajestuoso, las piernas largas. Sedetuvo, alerta, venteó y se puso apacer.

Hubert Oberwaldner respiró hondopor última vez, Gerwald Lamprecht

resolló un momento.

Luego dolor, solo dolor. Ysufrimiento, en Karl Heidemann yen medio del claro. La

detonación fue tan fuerte que Karltuvo que agarrarse a un tronco.Mareos, náuseas, el eco sonaba

cortante en sus oídos, en su interior.

—¡Maldita sea, maldita sea, pobrebestia!

Desesperación de HubertOberwaldner. Una lucha a vida omuerte delante de todo el mundo.

El corzo daba vueltas, sufríaconvulsiones. Cayó al suelo, sequedó estirado y aun así se movía,

como si quisiera salir corriendo deallí. Pero solo eran pasos al vacío.Tenía abierta la herida de

la cabeza, una parte de la grupaarrancada.

—Le ha levantado la tapa de lossesos, ¿verdad? Justo en elmomento del disparo.

—Es verdad. ¿Y sabes por qué?Porque has resollado como un

caballo. Si no, le habría dado

en el corazón a la primera. Malditasea. ¡Baja ahora mismo!

—¿Y qué hacemos ahora?

—Aliviarlo.

Hubert se acercó con un cuchillo enla mano, el animal se retorcía ydaba golpes con las patas,

estaba nervioso, dio un salto pordetrás, como un jinete sobre sucaballo, fijó el cuerpo con las

piernas, cogió una oreja con una

mano y metió la hoja inclinadahacia delante en el tórax. Una

última breve convulsión, luego lapaz, inmediata. La liberación.Como los manotazos que

atrapaban a las moscas. KarlHeidemann estaba sentado entre losarbustos, atento y profundamente

impresionado, con la mirada fija enel claro. ¿Por fin había encontradolo que buscaba?

—Cielo santo, Gerwald, la próximavez estate callado, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, lo siento. Pero, conel debido respeto, tampoco ahoraserá muy rápido.

—No hay muerte más rápida quedar en el corazón. Una bala, uncuchillo, da igual.

—Probablemente una bala es másagradable.

—¿Para quién?

—Para el tirador. Nada decochinadas.

—Mira, voy a enseñarte algo.Arrodíllate.

—¿Perdona?

—Que te arrodilles.

—Quieres armarme caballero o…

—Confía en mí. Ahora ponte derodillas.

Gerwald Lamprecht bajó vacilanteal suelo, mientras HubertOberwaldner colocaba su

cuchillo en la zona carnosa entre laclavícula y el cuello.

—Imagina que es una espada.Larga, afilada. Un golpe rápido

justo aquí, profundo, para luego

sacarla enseguida.

Gerwald no hizo un solomovimiento.

—Se considera un método deejecución honorable y humano. Lospulmones, el corazón, las

arterias limítrofes, zas, todocortado. La sangre fluye hacia lazona abdominal, nada de guarradas,

ninguna herida abierta, solo el corteen la clavícula, que se cierraenseguida en cuando se saca la

hoja. No te enteras de nada.Colapso inmediato y ya, punto yfinal. Indoloro.

—No como mis rodillas, Hubert.¡El suelo está muy duro, de verdad!

—Pues yo te digo que no me creotoda esa historia del soldado queatravesó el corazón de

Cristo con una lanza justo despuésde morir. ¿Después de morir? ¿Paraqué? Es un disparate. Eso

fue antes de morir, te lo digo. Paraponer fin al sufrimiento de los que

agonizaban en la cruz. Debía

de ser buena persona, ese soldado.

—¿Tú también eres buena persona?

—Sí, a eso me refiero.

—Entonces, ¿puedo levantarme ya?

—Puedes. También puedes quitartela chaqueta y arremangarte, tenemosmucho que hacer.

Karl Heidemann había dado con elobjeto de su búsqueda. Exaltado,observó cómo abrían el

corzo, cada movimiento de lasmanos, cómo Hubert Oberwaldnery Gerwald Lamprecht se

llevaban su botín a Jettenbrunn, alprincipio orgullosos, con el tiempocada vez más cansados.

—¡Cómo pesa la bestia!

—Puedes estar contento de que nofuera un ciervo.

De noche, Karl Heidemann viomucho más.

Al principio estaba bien escondido,oculto entre los montones de leña y

las conejeras, delante

de él el cobertizo bien iluminado dela fonda. Sin embargo, la atracciónera demasiado grande.

Observaba a través de la ventana,impulsado por el afán de aprender,con la mirada puesta en la

presa de caza menor colgada de ungancho. Memorizó cada gesto, lasecuencia, los imitó en

silencio, los pasos, losmovimientos, sin horror, sinextrañeza. Cómo los despellejaban,

les

quitaban las tripas, separaban lacarne. La mayoría eran conejos,faisanes, patos silvestres.

Siempre era tarde, cuando eltrabajo daba una tregua a HubertOberwaldner y oscurecía en las

estancias, en su casa, hasta que larespiración tranquila delmatrimonio que dormía, el crujidode

la cama, el chirrido de la rejillapenetraban en la noche desde la

ventana, allí donde solo Karl

podía oírlo. Una noche salió dedetrás del cobertizo, corrió elpestillo a un lado y entró.

Descolgó uno de los cuerpos delgancho sin grandes esfuerzos, eraabrumadora la multitud de

sombras rojas, de las más claras alas más oscuras, casi negras, lacarne aún estaba caliente. Solo

quería meter una mano en lasprofundidades del cadáver vacío yllenar el hueco donde

normalmente ejercía su tarea diariael motor de la vida: el corazón.

Ese punto en medio de su propiocuerpo, que desde su nacimientojamás había dejado de

producir ruido, lo atormentabahasta que noche tras noche caía enun breve sueño, anestesiado por

el dolor. Era el sitio donde debíade residir aquello cuya búsqueda amenudo requería toda una

vida: el amor.

A partir de entonces no dejó de ir al

cobertizo.

25

Cinco

El rastro era abominable. Elcuchillo de filetear habíadesaparecido, todas las conejerasde la

fonda estaban abiertas, vacías.Delante, en el suelo, dos de susanimales, agotados, demasiado

apáticos para por lo menosmoverse de una esquina a otra,demasiado tercos para acabar en el

plato. Ahora estaban en la hierba,todo pellejo, como si estuvieranacurrucados como una pareja

de amantes. Cada uno con unapuñalada en el corazón. Precisa.Hubert Oberwaldner fue a buscar

su escopeta de caza. Sabía adóndeir.

Poco después se oyeron los gritosde dos hombres dispuestos a todo:Gerwald Lamprecht,

recién salido de la cama, tambiénsostenía un arma. Un arco, tenso

como sus nervios. Acusaciones

por un lado. Ni una concesión, niuna transigencia por el otro. Solohabía rabia, ira. Él no, nunca:

—¿A mí qué me importan tusanimales, y qué te pasa conHedwig? ¡Vete al infierno!

Desvelados por el ruido, loslugareños salieron delante de suscasas y lograron que regresara

la calma. Fue temporal. Al cabo deunos días había rastros de sangre enlas calles. Un chucho de

tres patas, un gato roñoso. El corteestaba hecho al milímetro, era untrabajo limpio, el cadáver se

guardaba con cariño, decorado conflores, hierbas, césped.

El rastro, como pronto advirtieron,llevaba al bosque. Perdices con lasalas paralizadas, un

zorro enfermo, todas imágenes de lamuerte. Terror rodeado deelegancia, era casi bello. Pistas

hasta la orilla del río. Noencontraban una explicación, no

sabían si empezaba en el pueblo,

llevaba al agua y luego regresaba osi empezaba y terminaba en elestanque.

Había llegado el mes de junio yJettenbrunn estaba sospechosamentevacío. En cambio la

fonda estaba llena. Y justo allí seencontraban por fin posiblesrespuestas, de manera

completamente casual:

—¡Pronto hará cinco años!

—¿De qué?

—De toda esa muerte. La muerte deVeronika, de Charlotte.

—Entró en el agua un 20 de junio,¿verdad?

—¡De aquí a cinco días, exacto!

Con la aparición de la posaderaHedwig Oberwaldner todo ese airecasual llegó a su fin de

repente, igual que la engañosacalma de los últimos años.

—Cinco —soltó—. Su número

favorito. ¿Os acordáis de la cadena,de la estrella?

Se acordaban. Era imposible norecordarlo, y gracias al efectoesclarecedor del alcohol, de

repente se pusieron a interpretarlo:el pentagrama, la estrella de cincopuntas, un símbolo de

protección originario delcristianismo, el pie del druidacomo remedio contra los fantasmas,los

espíritus, los demonios. ¿O también

era algo satánico? Incertidumbre.Cinco, ¿qué más? Cinco

elementos: agua, fuego, tierra,madera, metal; cinco continentes, ¿oson seis?; los cinco sentidos,

¿o hay más? Más licor, en todocaso, a poder ser de manzana,brindemos. La manzana tiene justo

cinco partes, dentro se alojan lassemillas. Semillas que si se ponenbajo tierra, brotan, brindemos

otra vez. ¿Para expulsar qué? ¿Elmal, quizá?

Cuanto más se prolongaba la noche,con más generosidad corría el licor,y el amuleto que se

balanceaba en el cuello deCharlotte, irrelevante, regalo de unamano adulta, como casi todos los

vecinos del pueblo tenían en formade cadenita con un ángel protector,se acercaba cada vez más a

un signo demoníaco. De pronto seacumulaban las preguntas: ¿seríanciertas las historias que

contaba el doctor Hofstätter? ¿Era

real esa luz ascendente?

—No olvidéis el poder de la mente—expresó en voz alta suspreocupaciones Hedwig

Oberwaldner.

—¿A qué te refieres?

—Que no tentéis al diablo, a esome refiero.

Demasiado tarde: las semillascaídas en el caldo de cultivo de lasnoches en vela empezaron a

dar fruto. ¿Y si Charlotte

Heidemann había decidido, cincoaños después de su muerte, ampliarsu

radio de acción y salir delestanque?

¿Y si los cadáveres de animales noeran más que malos presagios que ala larga no se

limitarían a gansos, zorros yconejos muertos?

Una macabra sospecha corrió comola pólvora, partiendo de las mesasde tertulia, y se originó

una primera desazón sobria. Unmalestar que no era capaz deadivinar ni de lejos la magnitud de

lo que realmente se avecinaba.

No era un muerto viviente quienhacía de las suyas de noche, sino unniño.

Un niño lleno de amor, que salía denoche por los caminos que conocía,casi en silencio,

reflexionaba sobre todo, conscientede la presencia de los demás muchoantes de que él mismo

pudiera divisarlos. Olfateaba,escuchaba, con una gran calma ensu interior, un cuchillo en la mano

y ropa oscura en el cuerpo. Poníarumbo al estanque para, una vezterminado el trabajo,

desaparecer en el fondo y limpiarlas manos, los brazos, la cara, elcuchillo, todo ensangrentado.

Un cuchillo oculto en el bosque,bien escondido en el troncoparcialmente hueco de un viejo

abeto.

Ningún animal retrocedía, solosentían cercanía. Ni un graznido, niun ladrido, ni un bufido, ni

siquiera cuando los tocaba. KarlHeidemann los miraba a los ojostranquilos y les provocaba la

muerte, eliminaba el sufrimiento,ofrecía la liberación en vida. Eraun asesino, un intermediario.

Solo una cuchillada, felicidadindolora. Los resortes de la vidaparalizados. Liberación del amor,

fuera sus ataduras: directo al

corazón. Karl oía los latidos, portodas partes, como si le hubieran

concedido un don, podía indicar elcamino a su mano a ciegas, hacia ellatido. Practicaba, una y

otra vez, cómo abrirse paso en lacarne y la sangre. Así se sentía mástranquilo, conectaba con su

interior, oía las palabras que teníagrabadas desde el entierro deCharlotte: «Un hijo siempre está

en el corazón de una madre. Elamor nunca muere».

Entonces llegó el quinto aniversariode su muerte.

26

El acto de amor

Veinte de junio, 1999, domingo. Elcielo estaba nublado, hacíabochorno. Una llamada de

teléfono temprano, a primera hora.

—¿Como siempre? Eso significa aprimera hora de la tarde. ¡Deacuerdo!

Hacia las cuatro de la tarde llegó el

automóvil y los abuelos Auböckentraron en la casa.

Amargados, habían envejecidomuchos años. Apenas habló nadiedurante la merienda:

—¿Cómo va el trabajo?

—Sigo en la fábrica de acero.

—Y qué, ¿ya aprende algo?

—¿Quién?

—Karl. ¿Aprende algo, o siguetodo el tiempo en casa?

—Aprende en casa, con Alois.

—¿Y qué aprende?

—¿Más café?

—No, gracias.

—¿Por lo demás estáis bien?

—¿Cómo quieres que estemos,Johann? Vamos tirando. Hoy hacecinco años.

—Cómo pasa el tiempo.

—A veces no lo suficientementerápido. Gracias por el café.

Y se fueron, como siempre con unramo de tulipanes blancos en lamano, atravesaron el pueblo

sin saludar en dirección alcementerio, se encontraron con elmédico de familia en la calle ycomo

mínimo tuvieron palabras para él,delante de todo el mundo:

—Que Dios le maldiga, Hofstätter.¡Para toda la eternidad!

Habría sido mejor no pronunciaresas palabras.

Al cabo de un rato, Karl tambiénsalió a la puerta, como siempre,presente e invisible al

mismo tiempo. Se sentía conímpetu, movido por una profundacompasión. Los campos estaban

altos, lo suficiente para huir detodas las miradas. Su decisión dehacer el bien era firme, ahora se

trataba de llevarla a la práctica. Yallegaría el momento oportuno.

Partió en dirección al estanque, porprimera vez de día, con un bote de

pepinillos en la mano y

dos cuchillos en la pretina delpantalón. Había una vida quebuscaba consuelo y debía hallar la

redención.

Una liberación como la que en esemomento experimentaba el cielo,como esa lluvia

torrencial. Una lluvia muy copiosa,como si quisiera arrasar con todasombra de duda.

—¡Entra en casa, por favor!

Oyó al fondo la llamada de supadre, que lo buscaba por elpueblo. Johann Heidemann tendría

que esperar.

A diferencia de Karl, que, mientrasaún se preguntaba si lograría llegara su destino con

semejantes circunstancias adversas,los oyó llegar.

Chorreando, con los hombroscaídos, salieron del bosque,pasaron por delante de la orilla del

estanque, justo por donde Charlotte

entró en el agua, y dejaron lasflores sobre la superficie

erizada:

—¡Es tan injusto, Heinrich, taninjusto! Prométeme que tú no medejarás también,

prométemelo.

Tulipanes blancos, azotados por lasgotas pesadas que caían.

Karl salió de los arbustos, podríahaber andado a pisotones, podríahaber dado palmadas a

cada paso y aun así no le habríanoído por culpa de la fuerza de lalluvia. Ahora se hallaba

indeciso tras el muro de la capillade Santa María, esperando elmomento oportuno.

—¡Vámonos!

Los abuelos Auböck se dieron lavuelta. El abuelo dedicó unaspalabras de cariño a su esposa.

—¡Ven, angelito, vamos arefugiarnos!

Entraron en la capilla, dijeron unas

palabras, los dos las mismas,monótonas, al unísono:

«Dios te salve, María».

Karl agarró con más fuerza los doscuchillos que tenía en las manos yentró en la capilla.

«Llena eres de gracia».

Delante de él, dándole la espalda,estaban sus abuelos, hombro conhombro, cogidos de la

mano, con la cabeza gacha.

«El Señor es contigo».

Karl cerró los ojos, se dejó guiarsolo por los latidos de los doscorazones pese a la intensa

lluvia. Los latidos casi iban enconsonancia, como las voces, comosi le llamaran.

«Santa María, madre de Dios, ruegapor nosotros pecadores».

Sus manos se abrieron camino aciegas, a la vez, guiadas como sifueran instrumentos de un

poder superior.

«Ahora y en la hora de nuestra

muerte, amén».

Día de felicidad.

27

El grito

Las losas de mármol color arena dela capilla de Santa Maríaaparecieron teñidas de rojo. Las

hendiduras eran como riachuelos,pequeños arroyos cuyas aguaspúrpuras desembocaban en el

suelo de grava inundado por lalluvia y allí se perdían, de color

rosado. El rostro pétreo de la

madre de Dios lucía una sonrisaapacible, como siempre. Delante, laviva imagen del amor

infinito, de una bellezaespeluznante: Gertraud y HeinrichAuböck de la mano. Muertos. Boca

abajo, mirándose, rodeados detulipanes blancos, empapados.Nadie que contemplara aquella

escena, por muy espantosa quefuera la imagen, podía quitarse lasensación de que esas dos

personas ahora formaban parte delo que el anhelo terrenal denominaparaíso.

Aquella impresión fue fugaz, puesen primer lugar debían encontrar alasesino, y en segundo

lugar no podían quedarse así.

La policía fue responsable deambas cosas. Los hombres que losmanejaron descubrieron un

horror de unas dimensionesimpensables. Cuando le dieron lavuelta a Gertraud Auböck, por

debajo del tórax apareció unaprofunda abertura, solo en ella.Faltaba algo. Algo que a una madre

que había perdido a su hija ya lehabían arrebatado en vida: elcorazón.

En vista de la histeria que sedesató, el agente quiso aclarar algo:

—¿Por qué no me avisaron antes?¡Por ejemplo cuando aparecieronmontones de animales

muertos! Tal vez podríamos haberevitado algo. En todo caso ahora no

nos aporta nada esa

absurda teoría de fantasmas. ¡Novivimos en la Edad Media!

Horst Schubert, el agente que habíaacudido al lugar de los hechos,perdía el tiempo. Un

hombre que gracias a su aspectofísico para los habitantes deJettenbrunn era más un inquisidor

general que un salvador, laencarnación del horror que seestaba produciendo.

El tiempo parecía descontrolado,

miraban atrás, asolados por la ideade una vida, como

personas que oficialmente creían enhombres lobo, vampiros y brujas,en la caza salvaje nocturna.

Apenas se ponía el sol ya estabancerrando las claraboyas, laspuertas, los postigos, se quedaban

en casa, escondidos de la bestiaque los rondaba, CharlotteHeidemann.

Al ver el grado de histeria, HorstSchubert se sintió obligado a dejar

folletos por las rendijas

de las puertas con informaciónsobre dónde encontrarle, pues laprecisión de los cortes revelaba

algo con toda certeza: no habíaningún espíritu, sino un experto, unapersona con experiencia en

matar, probablemente un cazador,un carnicero, tal vez un veterinario,y en esa zona no había

tantos.

Surtió efecto, fue como si aquellanota devolviera a los lugareños a la

realidad, de carne y

hueso. Enseguida lanzaron la caña alas aguas de la realidad en busca deexplicaciones. Eran

aguas turbulentas, ya conocidas.Cinco años antes ya habíanidentificado a un asesino. No fue

declarado culpable, pero la injustasospecha permanecía como unestigma.

—¿Un cazador, carnicero,veterinario? ¿Por qué no un médicode familia? —recordaron

rápidamente las palabras quecorrieron por Jettenbrunn deldifunto abuelo Heinrich Auböck:«Que

Dios le maldiga, Hofstätter. ¡Paratoda la eternidad!».

Así que de nuevo el doctorHofstätter.

¿Estaría practicando un juego,asesinaba y luego le colgaba elsambenito a una muerta?

Como si una espina fina hubierarozado la piel hinchada y tensa de

una úlcera ardiente, todo

estalló y una ira desaforada inundóel idilio de los habitantes delpueblo.

Una úlcera como la sufre todo elmundo, se desarrolló durante lanoche, se llenó de veneno

cuando la búsqueda cayó en ladesesperación, al no encontrarexplicación, y solo quedó una

salida: encontrar a un culpable, uncabeza de turco que llevar alpatíbulo como representante de la

propia ignorancia.

La presencia del agente HorstSchubert ya no intimidaba,acosaban al doctor Hofstätter con

todo descaro, sus intentos de huireran inútiles, como susexplicaciones:

—¿Por qué demonios iba a mataryo a dos ancianos, o a dos mujeresantes? ¿Por qué? Y si

fuera yo, ¿por qué sigo aquí? ¿Aquí,en este nido de víboras? ¡Miraos avosotros mismos! A lo

mejor Charlotte no entró en el aguapor mi culpa, sino por vosotros.¡Oídme, por vuestra culpa!

Pronto cerró su casa, el médicocreó barricadas desde el interiordel miedo que tenía. Con

razón.

En medio de ese alboroto estabaKarl Heidemann, con un gran dolorde cabeza, irritado. Por

mucho que con tanto tumultosintiera el impulso de huir, se sentíaatraído por todo el alboroto, casi

impotente. Incrédulo, observaba eljaleo a cierta distancia del viejoroble, oía al médico que

gimoteaba en su casa y sabía quiénestaba preocupado, pues aquella iraincalculable podría

cambiar de rumbo con brusquedadcomo un tornado. HubertOberwaldner, por ejemplo, que era

cazador, era una de las voces máspotentes de la manada delante de lacasa del médico.

Bestias, eso le parecían a Karl,

monstruos, ciegos ante la felicidad,incapaces de alegrarse.

Hipócritas, estafadores, llamabancamposanto al último lugar dereposo de los difuntos y no veían

la santidad en los muertos, el regaloobsequiado a sus abuelos. ¿Porqué? ¿Qué tenía de malo?

Habían regresado a casa sin dolor yjuntos, no hubo un supervivientesolitario, ni largas

enfermedades en soledad, tuvieronel final deseado, igual que el viejo

Daxberger sin su Adele,

como su padre Johann sin suCharlotte, que seguía ahogando laspenas en el alcohol.

Su padre, tanta conmoción no lehabía permitido entregarle lo quetambién merecía.

Su padre, que ahora queríaencontrarle.

—¡Karl, entra en casa!

Tuvo que atravesar el pueblodelante de todo el mundo, como undesterrado.

—¡Por tu culpa estamos todos así,Johann, por tu culpa! ¿Me oyes?

Pero Johann seguía andando.

—¡Karl, nos vamos!

—Tú trajiste a Charlotte aquí, tú.Todo empezó con ella. Con ella ycon el niño.

Un roce, una mano estirada hacia supadre, un leve empujón, suficientepara hacer que Johann

Heidemann tropezara y cayera en elpolvo. Acto seguido, sin decirpalabra, emprendió de nuevo

el camino hacia su hijo.

Era un niño grande, de dieciséisaños, que parecía inmóvil pese aque se estaba librando una

batalla en su interior: estabaconmocionado. Tenía los hombrosligeramente elevados, los brazos

estirados hacia abajo, los puñoscerrados, la cabeza roja, las fosasnasales infladas, la respiración

cada vez más agitada, más ruidosa.Karl solo veía caras de odioalrededor, del recelo pasaron a la

mueca. Él ya les había dado unacapa de belleza en casa, lápiz sobrepapel, los ojos cerrados, una

eterna duermevela.

Toda esa rabia, todo ese odio teníaque acabar.

Los vecinos de Jettenbrunn esta vezse quedaron boquiabiertos, con losojos desorbitados. El

chillido penetrante que profirióKarl fue de tal fuerza y violenciaque de repente cesó cualquier

otro griterío y todos se taparon las

orejas. El tono era agudo,estridente, como un chirridocortante,

lacerante, como si pudieraatravesar la piedra y el hierro. Y notenía fin. Karl gritó sin parar, hizo

que todos huyeran, gritó hasta queel insoportable dolor hizo queapareciera sudor en la frente,

lágrimas en los ojos, fundido anegro y se desmayó, se quedóinmóvil hasta que su padre corrió a

la casa del médico:

—¡Albrecht, te lo suplico, porfavor, tienes que ayudarme!

El doctor Hofstätter no lo dudó nipor un momento, al ver la gravedaddel peligro.

Gerwald Lamprecht tampoco dudóun momento, pese a la magnitud desu odio. Igual que

Hubert Oberwaldner. Así que losrivales, casi enemigos, llevaronjunto con Johann Heidemann a

un niño inconsciente hasta suhabitación.

Regresó la calma a Jettenbrunn.

Por lo menos durante unas horas.

28

La fiebre

La mano que se posó sobre la frentede Karl estaba fría. Fría ytemblorosa.

—¡Tiene fiebre muy alta! —dijo eldoctor Hofstätter.

—¿Será la gripe de verano? —dijoAlois Daxberger.

—¿Será de los nervios? —dijoJohann Heidemann. No había nadiemás presente.

Lo que vieron los tres hombres lesinquietó. El estupor de Karl, la faltade apetito, los labios

secos, la piel enrojecida, el cuerpotembloroso, cada vez más tenso;todo eran síntomas de una

elevada temperatura en el cuerpo,pero no de una enfermedad. Notenía la faringe irritada, ni tos,

ni estornudaba, ni había indicios de

inflamación en los ganglioslinfáticos, nada.

—¿Qué tiene? ¿Está muy enfermo?—La preocupación del padre.

—La fiebre por sí sola no es unaenfermedad, Johann. La fiebre esante todo una función

protectora del cuerpo. Así que lapregunta es: ¿de qué tiene queprotegerse el cuerpo de Karl? Tal

vez está desbordado por algo,necesita tranquilidad, retiro, y sucuerpo le está forzando a hacerlo,

con todas sus fuerzas. En todo casotiene que recuperarse.

En vista de que Karl cada vezestaba más débil, cada vez másagotado, el doctor Hofstätter

superó sus miedos y atravesó elpueblo, sumido en una engañosacalma, hasta llegar a su consulta

para recoger más instrumental.Cuando regresó sano y salvo, leextrajo sangre, le puso un gotero,

le dio un medicamento para bajar lafiebre, le puso compresas frías. Los

tres hombres no se

apartaron ni un paso del chico, ypor primera vez fueron testigos deun acontecimiento asombroso:

Karl habló. En susurros, siseandoen voz baja, pero habló.

Con los ojos cerrados, tal vezdormido. Quizás estuviera en otradimensión, su cuerpo se

estremeció, se le movieron lacabeza, los labios, las cuencas delos ojos, ocultas bajo los

párpados. Le caía sudor por la

frente, saliva de las comisuras delos labios, mascullaba las

palabras, de origen y contenidodesconocido.

Luego se quedó en silencio, igualque los tres hombres. Tres hombressolitarios unidos de

pronto de una forma extraña por unadolescente que luchaba con ocontra sí mismo. La breve visita

del agente Horst Schubert tampocologró separar al trío:

—Desaparezca, el chico está muy

enfermo y necesita reposo absoluto.¡Haga sus preguntas

mañana! —tomó la iniciativa eldoctor Hofstätter.

—Entonces mañana —fue surespuesta, que sonó a amenaza.

Mientras la oscuridad se cerníadespacio sobre los tejados,mientras en las casas de la

población se cerraban los postigosy se pasaba el cerrojo en laspuertas, mientras cambiaban de

ropa y alimentaban a un niño

empapado en sudor en sueños, sehizo tarde.

Tan tarde que Karl se durmió,tranquilo, por lo menos a ojos desus cuidadores. Tarde

finalmente para que AloisDaxberger se recogiera en su salón,el doctor Hofstätter en su consulta y

Johann Heidemann se sentaradelante de una botella de vino.

Pronto todo Jettenbrunn estuvodormido.

Y Karl despertó.

La lucha interna ya había pasado.

Ahora sabía qué hacer.

Un grito, en plena noche.

Fuego. Hedor. Alguien fue elprimero en verlo, en olerlo, saliócorriendo a la calle, alzó la

voz, desesperado, arrancó a todo elpueblo del sueño.

Delante de casa del médico yacíancadáveres de animales empapadosen alcohol. Se alzaba un

humo oscuro que pasaba junto a las

ventanas, detrás el doctorHofstätter. Tenía el rostro

desencajado del pánico, el miedo alo que pudiera pasarle, a un posiblelinchamiento.

—¡Albrecht! —gritaron su nombre,personas sin horcas, sin palas,guadañas ni fusiles, pero

con una actitud parecida. Gente enpijama y camisón que contemplabahorrorizada la fachada de

su casa—. ¡Albrecht, mira!

Entonces salió, vacilante, con un

revólver en la mano paraprotegerse, vio los brazos

extendidos que señalaban un puntodetrás de él, se dio la vuelta y sequedó helado, dejó caer el

arma, los hombros, la cabeza.

Las letras eran rojas. Rojo sangre,escritas con las manos. Enmayúsculas, como el canto del

mochuelo: Ven conmigo.

—Has sido tú mismo.

—Has matado a todos esos

animales.

—¡Y ahora has ensuciado la paredpara poder seguir propagando tucuento de viejas, solo

para hacernos creer que ha sidoCharlotte! —Se rompiódefinitivamente la tensión, que sehabía

vuelto insoportable. Se descargósin reservas, pues Horst Schubertno se opuso. Así que no se

impuso la ley, ni el sentido común,solo el arma del doctor Hofstätter.

—Desapareced. No creeréis deverdad que…

La ira de la multitud fue enaumento.

—Dispara, tranquilo —soltóGerwald Lamprecht—, así por lomenos matarás con testigos,

miserable cobarde.

—Y no engañarás.

—Ni meterás más miedo.

—Tenéis que creerme. —El doctorHofstätter cayó sobre las rodillas

—. No he sido yo.

Como si el viento quisiera señalarel camino, hizo que los penachos dehumo que olían a carne

y sangre quemadas, a piel yalcohol, se desplazaran por encimade las cabezas de los vecinos

hacia fuera del pueblo, en direcciónal estanque.

—Entonces demuéstranoslo. —Ladecisión estaba tomada, a propuestade Hubert

Oberwaldner—. ¡Haz lo que dice

aquí!

Se hizo un silencio sepulcral, solose oía el crepitar de las llamas, niuna tos, ni un carraspeo.

Finalmente el destino siguió sucurso.

—Exacto. Entra en el agua, delantede nosotros.

—Si no has sido tú, Charlotte teatrapará.

Alois Daxberger estaba inmóvil ensu silla de ruedas, tras él JohannHeidemann, delante la

multitud reunida en torno al médico.No podía creer lo que estabaoyendo y viendo.

—¡Al estanque con él, al estanquecon él! —gritaban, pero a oídos delanciano sonaba a

«¡crucificadlo, crucificadlo!».

Por un lado el condenado por elpueblo, por otro sus esbirros. Enrealidad eran más bien una

panda de desesperados,desalmados que agarraron almédico por los brazos flacos y lo

zarandearon entre el griterío, losinsultos. El doctor AlbrechtHofstätter se levantó por sí solo, se

sacudió el polvo de los pantalonesdel pijama, se colocó bien el cuellode la parte de arriba,

como si fuera la americana de sumejor traje, y se puso a andar ensilencio. Detrás, como años

antes en el entierro de Charlotte, elséquito, el pueblo entero, hombres,mujeres, ancianos y niños.

Solo faltaba Karl, y aun así hacía

tiempo que estaba entre ellos.

—Yo prefiero ahorrármelo —dijoAlois Daxberger, y JohannHeidemann lo llevó a casa.

Detrás, el éxodo de los habitantesde Jettenbrunn hacia el estanqueiluminaba la noche, enojados,

vociferando.

El padre se dirigió presuroso a sucasa, a ver a su hijo. Echó unvistazo rápido desde fuera a

la oscuridad de la habitacióninfantil. Vio un bulto en el edredón.

Karl estaba acurrucado debajo,

durmiendo, supuso JohannHeidemann, y siguió las luces.

29

La mirada

Las antorchas ardientes iluminabanla noche, un ejército amenazador ysilencioso marchaba en

dirección al bosque y proyectabasombras en el sendero. Sombrasque se deslizaban de aquí para

allá como un ballet mudo casi en

sintonía, hasta que las lucesdesaparecieron tras los árboles. De

vez en cuando se veía un rayodeslumbrante, finalmente solo elreflejo apagado sobre las cimas y

el pueblo quedó desierto.

Desierto salvo por AloisDaxberger, que se había quedado.No para ahorrarse nada, al

contrario: Alois Daxberger queríaverificar una sospecha. Hacíamucho tiempo que conocía al

chico, era como su propio hijo.

Se dejó caer de la silla de ruedas alsuelo, como cuando Karl aún seescondía en el sótano,

pequeño, indefenso, gritando, ysalió a rastras de la casa. Comoentonces, uno de los padres se

había ido, pero esta vez no se habíaquedado en casa el niño, tranquilode repente, esta vez no

había nieve en el prado para bajarlos escasos metros que llevaban acasa de los Heidemann, era

otro momento, también para Alois

Daxberger, que había envejecido yestaba decrépito. Le dolía la

espalda, hacía tiempo que se notabala edad en la fuerza de los brazos ylos músculos del torso, el

corazón apenas le dejaba avanzarfísicamente. Por un momento,cuando descendía el prado, le

pareció oír la voz de su hermanocomo cuando era un niño: «¡Másrápido, Alois, más rápido!» y

tras él la de su madre: «¡Cuidado,niños, cuidado!», pero la voz que

oía en su interior era más

fuerte: «Pronto llegará el momentode volver a casa».

Subió a duras penas hasta el umbralde los Heidemann, abrió la puerta ydijo:

—Karl, ¿estás ahí? —Se arrastrópor el vestíbulo, el salón, hastallegar a la cama de Karl,

retiró la manta, la dejó en el suelo yrompió a llorar. Amargamente.Recordó los campos de

batalla y los chicos caídos ahí

como si los tuviera delante. Comosuponía, todo era igual de cruel,

igual de doloroso.

Alois Daxberger empleó lasúltimas fuerzas en arrastrarse hastaun rincón de la habitación

infantil.

Amarillas, naranjas, las antorchasbrillaban en la superficie lisa,como si quisieran rodear el

agua tranquila y darle calor. Desdefuera el ambiente era casi derecogimiento. Un grupo de

personas reunidas en una nochesuave de finales de verano, en laorilla de un estanque, todas con

ropa ligera, en silencio,esperanzadas. Sin embargo, entre lamultitud el ambiente era sofocante.

El doctor Albrecht Hofstätter seseparó de la fila espontáneamente,se acercó al borde del

estanque, no había sombra de dudaen sus pasos, se desabrochó lacamisa, los pantalones, se quitó

el pijama. Por un momento se

quedó de espaldas a sustorturadores en la grava, desnudo,

indefenso e íntegro al mismotiempo. La postura era casi deorgullo.

Luego avanzó hacia su destino,puso un pie delante del otro concuidado hasta que el agua le

subió por encima de los hombros yempezó a nadar, de forma regular,contenida.

Sin embargo, nada en su interiorestaba tranquilo. ¿Qué pasaría a

continuación? Dentro o fuera

de la orilla, daba igual, en todaspartes había solo incertidumbre,amenazas. Cada movimiento de

los brazos y las piernas era unalucha, pasó por el cañizo, porencima de las plantas acuáticas que

llegaban a la superficie. Las hojasle rozaban las piernas, tal vezfueran peces. Dibujando círculos

cada vez más grandes, empujaba sucuerpo que se deslizaba en el agua,cada vez más lejos de las

antorchas, hacia la oscuridad.

Entonces se hizo la luz. De la nada,delante de las narices de losvecinos de Jettenbrunn, justo

debajo del doctor Hofstätter.

Un murmullo se extendió entre lamultitud, el cuerpo del doctorHofstätter se estremeció. No

tuvo tiempo para lanzar un grito desocorro, para chillar. Ninguno delos presentes se atrevió a

decir una palabra, ni a dar un paso.Despacio, como si una bestia

abandonara las aguas y tuviera a

su víctima en el punto de mira, loslugareños retrocedieron.

No emergió nada, desapareció elmédico, de un tirón, con fuerza.Solo se veía la luz que

surgía del fondo, inmóvil. Loshombres abrazaron a las mujeres,las madres a sus hijos, con la

mirada fija en la luz. Una luz que sefue volviendo cada vez más débil.

—¡Basta! —rugió JohannHeidemann, que salió corriendo sin

quitarse la ropa—. ¿O de

verdad queréis creer en unfantasma?

—¡Johann, no! —le gritaron pordetrás, seguido de un—: ¿Quién vaa ser si no? Si es

Charlotte, esperemos que no le haganada.

Johann nadó lo más rápido quepudo hasta la luz que se apagaba yse sumergió en el agua.

Delante de él el cuerpo inerte delmédico que se hundía, dejando una

estela. Surgía del pecho

y se perdía: sangre.

Johann quiso ir tras él. Entonces elrayo de luz apuntó hacia él, a lacara. Fue solo un instante,

con decisión. De pronto laoscuridad. Ciego tras serdeslumbrado, Johann se adentrórápido en las

profundidades, pasó de largo lainmovilidad del doctor Hofstätter,su mirada imperturbable, el

corazón atravesado, sus piernas,

siempre hacia la luz que acababa deextinguirse, buscando.

Debajo no había más queoscuridad, vacío. No se veía nada.No palpaba nada. Entonces sequedó

quieto, moviendo los brazos, seenredó en una cuerda que seextendía hacia abajo, tensa. Johannse

puso a tirar de ella, sin parar, perono emergió nada desde abajo, sinoque descendió desde arriba.

Tiró hasta que el cadáver delmédico se acercó a él, hasta quetuvo la certeza física de que

necesitaba una pausa, tomar aire.Así que regresó. Encima de él sehallaba la superficie del

estanque, clara, casi apacible. Laluz difusa de las antorchasiluminaba la noche.

Una luz ante la cual apareciódespacio, alerta como un pezdepredador, una mancha oscura y

amenazadora.

Johann no estaba solo.

Nada era propio de un pez: brazos,piernas, una cabeza, un cuerpo.Tampoco nada recordaba a

Charlotte. No tenía el cabello largo,ni era de complexión delicada. Notenía el aspecto de un

espíritu, eso lo sabía JohannHeidemann, igual que sabía quenecesitaba oxígeno con urgenciapara

no topar con la muerte,independientemente de cuáles

fueran las intenciones de esapersona.

Tenía que subir.

Solo quedaban tres metros, dosmetros, ante él el intruso silencioso,sus piernas, la barriga,

una cuerda entre los dedos de unamano, un cuchillo de filetear entrelos dedos de la otra, un metro

más y vio el rostro.

Johann atravesó la superficie conun bramido.

Se oyó también un grito de alivioentre los habitantes de Jettenbrunn,muy distinto al de

Johann.

—¿Qué hay ahí abajo? —gritabandesde la orilla, pues había vuelto aemerger, solo un poco

para volver a sumergir la cabeza,para confirmar lo que acababa dever: el tubo de plástico que

llegaba hasta la superficie, lasgafas de bucear, las pupilasoscuras, los ojos de su hijo. Johann

mantuvo la posición todo lo quepudo, la mirada y por tanto laconexión con su hijo. Buscaba,

como si quisiera ver en su interior,leer todo lo que ocultaba, lahorrible información que

albergaba, la respuesta a todas laspreguntas: ¿por qué? ¿Quién más?¿Los abuelos, Veronika

Lamprecht, incluso su propiamadre?

Sin embargo, no vio más quebondad, buenas intenciones. Ni

rastro de terror, de locura, de

vergüenza, de arrepentimiento. Niun solo indicio de conciencia dehaber hecho algo horrible.

Johann Heidemann, en cambio,sentía confusión, dolor, sofoco. Eltiempo que pasaron juntos bajo

el agua llegó a su fin. Igual quefuera del agua.

Aquel final implicaba un principio,sin magia.

En cuanto llegó a la orilla, hubomovimiento entre los vecinos del

pueblo. Todos querían

oírlo: ¿qué, quién, cómo?

No hubo respuesta, solo el silenciode un rostro petrificado. Unsemblante que de pronto había

envejecido, pálido, enjuto, conprofundas arrugas. Fuera lo quefuese lo que Johann Heidemann

había visto, debía de serterrorífico, de eso estaban seguros.Se armó un gran jaleo, se pusierona

hablar, mientras Johann Heidemann

se sentaba abatido en la orilla ymiraba el agua oscura en

silencio.

Pronto lo supieron sin necesidad deexplicaciones: ¿a quién podía habervisto un hombre

conocido en el pueblo por seraconfesional, que no iba a laiglesia, y que al salir del agua y conel

rostro ceniciento se santiguódelante de todo el mundo? Loslugareños se quedaron atrapados

por

esa imagen, y al mismo tiemposintieron un gran alivio. Al fin y alcabo, conocían a cada miembro

de esa reducida comunidadpersonalmente, se podían contar, nohacía falta un gran esfuerzo. Fue

un proceso breve con un resultadoclaro: todos los vecinos deJettenbrunn estaban allí. Todos

salvo el viejo Daxberger y Karl,que tenía fiebre. Nadie más sehabía quedado.

Por tanto, ninguno de los vecinosdel pueblo podía ser el asesino.Aún quedaban los vivos

desconocidos y los propiosdifuntos.

Lo que hasta entonces solo era unamacabra conjetura, una idea vaga,se convirtió en una

certeza. La idea escapaba al sentidocomún, superaba cualquiercontraargumento: allí, en medio

del estanque de Jettenbrunn, losvecinos ya no esperarían pasar

alegres tardes de baño, ni celebrar

aperitivos, ni carreras de lanchasneumáticas, ni vivir aventurasamorosas. Solo les esperaba una

cosa: Charlotte Heidemann, ladifunta que acechaba en el fondo.

30

El dolor

Karl caminó de noche, exaltado,con la mirada paternal aún grabadaen la mente. Sentía calor en

el corazón. Afecto. Por fin podía

hacer entrega de su regalo.

Al otro lado del estanque seescondió entre el cañaveral al salirdel agua, con otro destino en

mente: el hogar. Había conseguidomuchas cosas esa noche.

El doctor Hofstätter quedaba librede toda culpa, del tormento. Tiró deél hacia abajo y

enseguida le clavó el cuchillo en elcorazón. Sin lucha, sin dolor, sinque se retorciera.

Liberó a su padre de toda sospecha.

También salvó a su madre delolvido, logró despertarla de entrelos muertos en cierto sentido,

volverla inmortal.

El camino de regreso fue rápido,una parada rápida en el viejo roble,en cuyo tronco hueco

solía guardar la ropa y el cuchillo.Esta vez, en cambio, era pararecoger algo. Tenía la firme

intención de entregárselo a supadre, pues también era suyo.Durante todos aquellos años, jamás

olvidó las palabras del doctorHofstätter: «Un hijo siempre está enel corazón de una madre. El

amor nunca muere».

Durante los últimos días lo habíaconservado en un bote de pepinillosvacío, lleno del agua

del estanque. Si la frase era cierta,la esencia invisible de CharlotteHeidemann se encontraba en

el corazón de su madre Gertraud,así que Karl en cierto modo tenía asu madre, su amor, y la llevó

a casa en las manos como si fueraun tesoro, para poder entregárselo asu padre Johann,

destrozado, que aún lloraba sumuerte. Karl Heidemann,sintiéndose realizado, se desvió del

camino entre la maleza, sin notarlas espinas de las rosas silvestresen la piel desnuda, ni los

pinchos de las zarzamoras; solosentía alegría, una alegríadesbordante. Como la que invade aun

niño cuando logra crear algo consus propias manos y es capaz deregalarlo: dibujos, pasteles de

arena, hombrecitos hechos concastañas, farolillos de San Martín.Arde, mi luz, arde, mi luz. Y

ardió, pues finalmente vio su casafrente a él, la ventana abierta de lahabitación infantil

iluminada, la realidad. Unarealidad que cayó del cielo sobreKarl Heidemann como si fuera una

red sobre una mariposa. Las voces

que le llegaban eran claras. Ellatido de dos corazones, uno

exaltado, el otro débil:

—Llamaré a urgencias, Alois.Vendrán a buscarte, y luego todo irábien.

—Durante los últimos añosvosotros habéis sido mi salvación,y la única ayuda que deseo

ahora ya está llegando. Lo noto.

Un breve silencio, luegocontinuaron:

—¿No debería volver Karl?

La respuesta de Johann Heidemannfue débil y desconsolada:

—Ni idea. No sé cuánto tiempolleva deambulando ahí fuera, ysobre todo: no sé qué más está

tramando, Alois. He traído unabestia a este mundo.

¿Una bestia? Karl no lo entendía,perdió el equilibrio, vio cómo sedesmoronaba y era

pisoteado el edificio construido ensu interior llamado hogar, tuvo que

apoyarse en la pared.

Demasiado rápido, fue unaimprudencia.

—¿Has oído eso, Alois? Fuera.

Se oyeron pasos en la habitación,quitaron las mosquiteras tensas ensus marcos de madera,

miraron por el alféizar, debajo delespeso follaje de la hiedra, laoscuridad y, oculto en ella,

contra la pared de la casa, Karl. Niun movimiento, ni una respiración.

La preocupación de un moribundo:

—¿Ha vuelto?

—No, probablemente era el viento.

Johann Heidemann cerró la ventanay Karl los ojos, concentrado en laspalabras que se

pronunciaban en el interior de lacasa. La voz del viejo sonó tenue, yaun así con plena

convicción.

—No es una bestia. Es un niño. Yla diferencia entre un niño y los

adultos es que ellos son

capaces de creer en algo con elcorazón puro, con entusiasmo yempuje. He visto a niños hacer

cosas muy crueles. Ellos y supensamiento son moldeables comola masa de pan. No sé por qué

Karl se comporta así, qué le pasapor la cabeza, qué le parececorrecto o incorrecto, pero no es

por maldad, de eso estoy seguro.

—No importa qué considere élcorrecto o incorrecto. Solo cuenta

lo que ha hecho, Alois. ¡Tal

vez incluso con Charlotte, su propiamadre!

La noche estrellada se cernía sobrelos tejados de Jettenbrunn. El calorseguía siendo

sofocante, y el día hacía tiempo quese había extinguido.

Apoyado en la pared tras losfrutales en espaldera, Karl se dejócaer al suelo, junto a la

hiedra.

Allí se quedó con los ojosentreabiertos, procurando percibirsolo el murmullo, el martilleo en

su interior. Quería arrasar, romper,eliminar las palabras de su padreen su interior. No lo

consiguió. Penetraban, lemartirizaban la cabeza, loatravesaban como flechas. Oyócómo Alois

Daxberger lo apaciguaba, su relato,confesando que hacía tiempo que lellamaba la atención cómo

el joven había empezado adedicarse al tema de la muerte devarias maneras, los dibujos de esas

personas presuntamente dormidaseran indicios claros. Percibía lasvoces de los dos, cada vez

más tenues, el silencio que cada vezera más prolongado, el tic tac delreloj, el avance del tiempo.

Estaba exhausto, se sentía pesado.Sentía los brazos y las piernascomo cadenas de hierro,

todo el cuerpo se le había quedado

paralizado, como una rueda demolino incapaz de actuar, de

moverse, daba igual la dirección.El canto de los grillos era hiriente,las moscas que se agolpaban

junto a la ventana iluminadamachacantes, las mariposasnocturnas, las hojas de los árboles

frutales y las plantas trepadoras quese movían con el viento chirriaban.Karl sufría. Todo era un

mismo dolor, en su interior yalrededor.

Así pasó el tiempo, inactivo, sinredención hasta que se impuso lapreocupación:

—¡Hans, deberías salir a buscar alchico!

—¿Y dejarte morir solo? Jamás.

—Todos deberíamos morir solos,está bien así, no quiero que sea deotra manera. Llévame a

mi casa. Imagínate que Karl vuelve,me ve y yo, yo estoy ya… —AAlois Daxberger cada vez le

costaba más hablar.

—Me quedo contigo, Alois. Karl selas arreglará ahí fuera, estoyseguro. No será la primera

vez que esté por ahí a estas horas.

—Johann, ¿es que no lo entiendes?No te queda otra elección. Solodispones de hoy, mañana

será demasiado tarde. Mañanatienes que haberte largado de aquí.Prométeme que te llevarás a

Karl de aquí antes de que puedaprovocar más desgracias y de quela gente os cause una desgracia

a vosotros. Pasará, créeme. Y si noencuentras a Karl, igualmente tienesque irte, sin explicar a

nadie que ha desaparecido. ¿Meentiendes? Todo el mundo sabríaenseguida que fue él. Todos. Su

vida se echaría a perder. Y la vidaes algo valioso…

Se oyó una respiración profunda,prolongada. Luego Alois Daxbergerquedó en silencio y

Johann Heidemann estalló. Karloyó los suspiros de su padre, la

inquietud, las suelas de los

zapatos que rozaban el parquet,como las pezuñas de un caballoatado a una valla, cómo entonaba

una oración. La voz se volvió másenérgica, más intensas las palabras:

—¿Qué tipo de Dios eres quepermites que los niños cometansemejantes atrocidades? ¿El

diablo?

Luego se levantó.

El corazón pesaba en las manos de

Karl. El corazón de su abuela.Pesaba y no tenía sentido.

¿Qué iba a hacer con él?

Si las madres llevan a sus hijos enel corazón, de todos modos Karlestaría con su madre,

eternamente.

¿Qué iba a hacer, correr hacia supadre con los brazos estirados y laslágrimas que dibujaban

un rastro claro sobre las mejillassucias? Su padre no querría nada deél. Ni el afecto, ni las

lágrimas, ni el corazón. Nadiequerría. Nadie lo entendería.

Karl se estaba helando. Notó lacalidez y la redención que acababade producirse en su

habitación, notó lo cariñosa quepodía ser la muerte, lo cerca quesentía a Alois Daxberger en ese

momento, como si quisiera dar unrodeo hasta llegar al reino de lamuerte a través del niño que

estaba sentado delante de laventana, pero todo aquello no logró

mitigar su estupefacción.

Algo en su interior también habíamuerto.

Esperando inmóvil entre las hojasde hiedra, vio cómo JohannHeidemann aparecía por detrás

del canto de la pared de la casa,subía la cuesta, con la cáscaravacía de Alois Daxberger en

brazos y lo vio claro: aunque supadre se pusiera a buscarloenseguida, no lo encontraría. Nadielo

encontraría jamás.

Si la infancia y la juventudsignificaban tener a una persona allado que le procurara a uno

protección y alimento, alguien quese ocupa de uno y decide por él,que asume la responsabilidad,

en ese momento Karl tomó ladecisión de dejar de ser un niño yabandonarlo todo: la casa donde

nació, todas sus pertenencias, unaparte de su corazón y el corazónentero de su abuela. Algún

animal se lo llevaría esa mismanoche: zorros, tejones, martas,pájaros. Todo es lo mismo, todo es

un ciclo.

«¡Corre, ahora!», era la ordenurgente que oía en su interior. Solocon la ropa en el cuerpo, los

zapatos en los pies, se levantó ymiró hacia el borde del bosque.

Irse, con las manos vacías.

No le esperaría nada extraño, nadacuyos defectos y virtudes nohubiera conocido ya. Solo

cambiaría una cosa: la dirección.Una huida sin retorno. Se puso enmarcha.

Johann Heidemann lo vio desde laventana. Había dejado a AloisDaxberger en su cama, le

devolvió la dignidad, le levantó elmentón caído con un trapo y lecambió la ropa, empapada por

la orina que se había escapado dela vejiga. Mientras tapaba con unamanta el cuerpo inerte, que

había ganado volumen, como si

fuera un niño dormido, percibió unmovimiento por el rabillo del

ojo. Como si fueran sombraschinescas, una silueta salió de lahiedra y se acercó a los árboles

frutales.

—¡Karl! —Johann Heidemann losupo enseguida. Su hijo. No parecíaque acabara de llegar, ni

que no hubiera oído laconversación anterior—. ¡No! —atravesó corriendo el vestíbulo,

desesperado, abrió la puerta de

entrada con furia y salió—. ¡Karl!

Se oyó un crujido, madera sobremadera, justo delante de la casa delviejo Daxberger. Decía

su nombre, no a gritos, más biencomo una leve protesta. KarlHeidemann se detuvo, se levantó y

se dio la vuelta, despacio.

—¡Quédate! —oyó que decía supadre, que procuraba evitar que losvieran, despertar a

alguien en el pueblo.

Pero ningún grito, ningún ruego,nada habría podido cambiar sudecisión. Como si lo supiera,

Johann Heidemann se calmó.Estuvieron un rato uno frente a otro,a distancia y sin embargo lo

bastante cerca para despedirsefinalmente. El hijo caminó haciaatrás, despacio. El padre levantó

una mano, despacio. Un gestobreve, impotente, que solo recibiócomo respuesta el alejamiento.

Era momento de irse.

31

La separación

Karl Heidemann echó a correr,cada vez más rápido. Al principiocorrió por caminos conocidos,

y aun así le parecía que era laprimera vez que los pisaba. Vistocon otros ojos, con la urgencia de

la despedida, lo antiguo seconvirtió en nuevo, como si esaúnica mirada definitiva quisierasacar

de lo conocido todo lo que no había

visto hasta entonces.

Karl caminó mientras sus piernascansadas lo sostuvieron, pasó juntoa su roble, cogió el

cuchillo escondido ahí, pasó junto ala capilla de Santa María, pasó porúltima vez junto a la

orilla del estanque y siguió a travésdel bosque de Jettenbrunn hasta quese iluminó. Ante él una

amplia llanura, limitada por unascolinas levemente escarpadas,debajo del calvario con las

columnas conmemorativas de lacrucifixión de Cristo que llevabanhasta la cima. Y siguió. El

paso rápido pronto se volvió lento,pasó junto a letreros numerados,rotulados, como nunca antes

los había visto. Carteles queparecían indicadores.

1. Jesús es condenado a muerte.

2. Jesús se pone la cruz sobre loshombros.

3. Jesús cae por primera vez bajola cruz.

4. Jesús encuentra a su madre.

5. Simón de Cirene ayuda a Jesús allevar la cruz.

El caminar de Karl se convirtió enun paso torpe, como si él tambiénllevara una carga sobre

los hombros. Siguió por el senderotortuoso.

6. Verónica entrega a Jesús elsudario.

7. Jesús cae por segunda vez bajola cruz.

8. Jesús se encuentra con lasplañideras.

9. Jesús cae por tercera vez bajo lacruz.

Karl tuvo que parar, la camisa y lospantalones se le pegaban a la piel,el pelo a la frente.

Todo su cuerpo era un solo dolor.Se dio la vuelta sin mover laspiernas y vio Jettenbrunn

iluminado en la oscuridad. Pequeñoy apacible.

10. Despojan a Jesús de la ropa.

11. Jesús es clavado en la cruz.

Karl vio la imagen ante él, elcuerpo apaleado contra los troncosde madera, pero no había

dolor en el rostro de aquel hombre,solo paz. ¿Es que el pintor lo habíaolvidado, o lo había

eliminado conscientemente? ¿Porqué? ¿Es que para él no existía eldolor? «¡No hay dolor! —

Karl oyó su voz interior—. ¡No haydolor, no hay dolor!». Siguióadelante, como en trance, solo

miraba la cima, sin aliento, leardían los pulmones, las plantas delos pies, no estaban

acostumbradas a llevar tan lejosese cuerpo demasiado pesado.Todo en su interior le pedía a

gritos que regresara, pero no suvoluntad.

12. Jesús muere en la cruz.

13. Bajan a Jesús de la cruz y locolocan en el regazo de su madre.

14. El cadáver sagrado de Jesús escolocado en la tumba.

No había nada más sobre él, solo elcielo, las estrellas, la vastedad.Karl, jadeando, se

resistía a la flaqueza, no queríacaer al suelo, se mantuvo en pie,temblando, hasta que fue capaz

de respirar lento y de forma regular,de recuperar los sentidos. Nomiraba atrás, solo hacia

delante, hacia la hoja en blanco queera su futuro.

Luego inició el descenso. Pronto ledolieron las rodillas. La energía de

la salida se convirtió

en agotamiento, el ánimo endesesperación. Le parecía estar encaída libre, como si hubiera

saltado desde el precipicio sinsaber hasta dónde llegaba elabismo. Las piernas cada vez le

pesaban más, y una pregunta loapremiaba: ¿adónde ir? De prontotodos los sonidos habituales

alrededor adquirieron unsignificado amenazador, y la nocheestaba repleta de ellos. Con los

ojos

desorbitados y las palmas de lasmanos contra las orejas, fueponiendo un pie delante del otro.Por

muy exhausto que estuviera, Karl nose detuvo, como si sus piernashubieran decidido negarle al

resto de sus partes la pertenencia alcuerpo. Era un estado desconocidopara él hasta la fecha. Por

supuesto, si Alois Daxbergersiguiera con vida, le habría hablado

de las marchas forzadas, de

soldados que se arrastraban con losojos abiertos y pesadas cargas,como si fueran un engranaje,

sin reaccionar a los intentos depersuasión de sus compañeros, queen un momento dado se salían

de la fila, se tambaleaban directoshacia los arbustos y caían al suelocon el deseo de continuar

entre el ramaje con lo que ya hacíatiempo que habían empezadomientras caminaban: dormir.

Karl era igual. Mientras avanzabajunto a un camino, dio una cabezadaun momento, se separó

del sendero y se desplomó en uncampo como si fuera una camamullida. El mar de girasoles que

tenía encima era de la altura de unapersona. Cuando las cabezasamarillas, vueltas como para

adorar a su deidad, se inclinaronpiadosas de este a oeste, siguiódurmiendo.

Durmió mientras el agente Horst

Schubert encontraba el cadáver deldoctor Hofstätter y pedía

información a los aturdidos vecinosdel pueblo sobre losacontecimientos de la nocheanterior.

Durmió mientras su padre, ahoralibre de sospechas, era interrogado,luego puso lo necesario

en el maletero del coche y, por lomenos esa fue la explicación,abandonaba el pueblo con su hijo,

aún enfermo, para por fin poder

olvidar en algún momento yempezar de cero en otro sitio.

Siguió durmiendo cuando loshabitantes de Jettenbrunn seencontraban en la vivienda del

difunto Alois Daxberger velando sucuerpo.

Entonces, por último, el día llegó asu fin.

Igual que el sueño de Karl. Derepente, con un dolor agudo. Loslaberintos de su imaginación

eran demasiado intensos, igual que

el hambre y la sed que se desataronde forma irrefrenable. De

pronto estaba muy despierto, teníauna picadura en el antebrazoinyectada en sangre, el rostro

enrojecido por el sol abrasador, elmundo de los sueños habíadesaparecido, pero ahí seguía el

hambre, la sed. No había nadie aquien poder exigir que le llenara elplato vacío. Ante él, nítido,

el siguiente objetivo de su viaje: labúsqueda de algo comestible y

agua. Tenía que hacerlo rápido.

Rápido y con sigilo, como undepredador. Le preocupabademasiado ser visto, probablementepor

su padre, que sin duda lo buscaría.Así que siguió adelante, volvió alcamino, siempre con la

protección del bosque, cada vez seadentraba más en el campo, subrújula interior le daba una

indicación muy clara: evitar elruido, buscar el silencio, encontrar

alimento.

32

El jardín del Edén

Se las arregló sorprendentementebien, agradecido por todo lo queese final de verano le ofrecía

con tanta generosidad, lo que fluía ycrecía ante sus ojos. Arroyos, frutosdel bosque, perales

repletos de fruta, ciruelas claudias,manzanas, algo más ácido, peras,avellanas. Karl se alimentó

con avidez como un hámster, comosi tuviera que hacer acopio deprovisiones, mientras seguía una

ruta desconocida, siempre ocultopor el bosque, adentrándose cadavez más en el campo.

Cuanto más caminaba, másconfianza ganaba gracias a suexperiencia con la oscuridad y

caminos de caza parecidos,confianza en sí mismo, en elentorno, en su don. Un don que le

permitía, además de permanecer

invisible, comportarse como losanimales del bosque. Caminó,

casi eufórico, hasta que su cuerpolo detuvo de improviso.

El día siguiente, nuboso, lo pasó denuevo en medio de un vasto campode girasoles, también

por costumbre y seguridad, puessuponía que nadie iba a pasearentre las estrechas y largas filas

de un campo tan intransitable. Contodo lo amables que parecían lascabezas de los girasoles

hacia arriba, el mundo de debajoera hostil. Allí estaba Karl,sufriendo retortijones. Cuando no

estaba tumbado, se ponía encuclillas con los muslos ardiendoentre los tallos, como si quisiera

vaciar del todo su interior, seesforzaba en limpiarse el traserocon las hojas vellosas, y pronto se

le irritó, ardía como el fuego. Lagenerosidad del final de veranotambién emitió su juicio sobre la

desmesura. Castigó al voraz con

mano dura hasta que por fin KarlHeidemann se durmió hecho un

ovillo durante el resto del día.

Al caer la noche Karl partió denuevo. Tenía frío, sus andares eranterriblemente lentos, la

temperatura exterior eradesagradable, y llegó a laconclusión de que en su estadonecesitaba

urgentemente cosas que no podríaencontrar si se mantenía totalmenteapartado de la gente: ropa,

agua limpia. No tuvo que buscarmucho.

La primera granja que apareció traslas filas de árboles que se ibanespaciando le dio

esperanzas. Las habitaciones yaestaban a oscuras, solo se veía laluz azul parpadeante de un

televisor en una ventana. Junto auna de las paredes de la casa habíauna tubería de agua de jardín.

Solo un tramo más y por fin podríabeber.

No sacó nada de allí. El ansia deKarl Heidemann de pasardesapercibido era demasiado

grande, así que cambió de repentede dirección. Salió corriendo deallí, tropezó, cayó, sacó

fuerzas de flaqueza, pero erademasiado tarde. Tras él alguiendespertó, se oyó un ruido metálico,

encima los ladridos rabiosos de unchucho que había salido de unpequeño cobertizo. El tono era

agudo, lo desgarraba todo, abrió un

agujero en el silencio. Con lacadena tensa, tirando de ella con

violencia, ahí estaba el animalenojado, enseñando los dientes, conla boca abierta. Luz en el

salón, en el recibidor. Se abrió lapuerta.

—¿Qué pasa ahí? ¡ Riko, a tu sitio!

Karl caminó, el martilleo que sentíatras la frente era doloroso, untormento. Se oyó un disparo

como un trueno, un silbido porencima de su cabeza.

—¿Quién anda ahí?

Otro disparo.

—Aquí no vas a encontrar nadamás que balas, ¿has entendido?¡Procura no volver por aquí!

Para entonces Karl ya se habíaadentrado un buen trecho en elbosque, aún oía los ladridos del

perro. Tenía que recuperar fuerzas.

Así que siguió andando, hasta lasiguiente granja.

Esta vez fue con más cautela, buscó

con cuidado en la basura alrededorde la casa, tan

tranquila en la oscuridad, en losestablos. Solo se oía a losanimales, la oscilación de lascadenas

contra los soportes, los gruñidos,los bufidos. En un alféizar habíauna bolsa con restos de pan

duro. En los establos encontró unsaco, mantas viejas, unas botas degoma, ropa de trabajo

colgada de un gancho. En una salita

contigua había estanterías llenas demiel, en medio una

nevera, dentro leche.

Karl sintió agradecimiento,felicidad.

Llegó hasta el siguiente campogrande, esta vez de maíz, y seconvirtió en su alojamiento. Allí

se tumbó vestido de azul, como unobrero, tapado con mantas, con lospies envueltos en heno y

metidos en las botas de goma, lacabeza sobre el saco lleno de heno

y botes de miel, masticó con

deleite el pan negro, duro como unapiedra, se quedó mirando el cielonocturno, contó los

fogonazos, breves y luminosos, queveía ante sus ojos, recuerdo deestrellas hace tiempo

extinguidas, y por primera vezdesde que partió sintió por uninstante algo parecido a la

satisfacción. Se quedó dos díasenteros, además añadió el placerdel huerto de verduras, las matas

de bayas, se refugió en el establode la lluvia nocturna, cogió unalona de plástico para estar

protegido de la humedad también enel campo, de vez en cuandolevantaba un poco la cabeza, vio

por primera vez de día las cimasnevadas a lo lejos, de una de lascadenas montañosas que se

extendían por todo el horizonte,contempló el juego cromático delcielo, sus millones de tonos

azules, pensó historias para la

multitud de formas que adoptabanlas nubes, ballenas, morsas,

barcos, naves espaciales,unicornios, mamuts, y reuniófuerzas como si supiera lo que leesperaba.

33

La oscuridad

La razón tiene muchos enemigos.No solo el hambre, que es capaz dehacer que la gente cometa

actos temerarios, desesperados,sino también la saciedad, maestra

de la seducción. La experiencia

de sentirse satisfecho solo lleva auna cosa: a la repetición.

Karl Heidemann queríaexactamente eso, aunque sabía quesería mejor para él y su oído

sensible permanecer en silencio,evitar a la gente, tal y como teníaprevisto. Pero no pudo

evitarlo. La felicidad de laabundancia le sentaba demasiadobien al cuerpo, esa riqueza tan

sencilla consistente en pan, leche,

miel. Nada de eso estaba en elbosque ni crecía en el margen

del camino. Así que a partir deentonces, en algunas de sus etapasnocturnas Karl ponía rumbo a

una zona habitada. Se fueconvirtiendo en una rutina, ya sabíaesconderse al percibir la más

mínima señal de un posibleencuentro inminente. Soloescuchando, como si pusiera un

estetoscopio sobre las paredes,aprendió a distinguir cuántas

personas y animales vivían y

dormían allí y en qué sitio. Sirealmente estaban dormidos,montaba parada en los patiostraseros,

a poder ser de comerciantes dealimentos, carniceros, panaderos;hurgaba en la variedad de los

cubos de basura, agradecido por lagran calidad de los bienes quecontenían, en los contenedores

de papel, agradecido por lamultitud de periódicos, revistas,

incluso libros que encontraba.

Lecturas que le daban una idea delos acontecimientos del día, elpresente, la gente y su esencia,

su conducta, su pensamiento, y leíamás sobre el mal que sobre el bien,leía sobre el poder, la

codicia, la vanidad, la lucha y ladestrucción.

Pasaba a hurtadillas por losjardines, encontraba ropa colgadaen la cuerda de tender, zapatos

dejados delante de las puertas de la

terraza, y en las barbacoas o en lashogueras enfriadas

encontraba patatas carbonizadas,verdura, restos de salchichas ycarne. El mundo dormido era un

paraíso que parecía muerto, comosi quisiera contar en susurros lopoco que echaba de menos la

actividad de las personas, por esoel día le parecía un fastidio. Cuantomás tiempo vagaba Karl

Heidemann por el campo, hacia lacadena montañosa, más importancia

adquiría su propio destino,

la finalidad de su vida: para sumadre nunca fue el hijo que habíadeseado, para su padre era un

monstruo a partir de ahora, para losvecinos de Jettenbrunn era como unfantasma, y para el mundo

que lo rodeaba, según su propiodeseo, era un ser invisible.

Entonces, ¿cuál era su destino?

¿Para qué estaba allí? ¿Para llevaruna existencia en la sombra? Amedida que iba avanzando

el verano, más se acercaba unasombra. Pronto no leía ni oía hablarde otra cosa: la inminente

oscuridad.

11 de agosto de 1999. Unespectáculo natural de primerorden, tal vez la señal, quizásincluso

el preludio, el inicio prematuro deuna oscuridad amenazadora que loabarcaba todo. El cambio

de milenio. El hundimiento.

El camino se volvió más duro, cada

vez más atravesado de pequeñoscerros, como un presagio

de la cadena montañosa que seacercaba.

El 10 de agosto Karl Heidemann seencontraba en un bosque espesojunto a un prado extenso y

aislado, oculto en un hueco de unárbol caído, y con el paso de lashoras empezó a oír un ruido

también creciente, cada vez másinsoportable. Casi le parecía quecuanto más solitaria era una

zona, más gente había. Allí donde aprimera hora de la mañana losprados aún se encontraban

vacíos bajo el sol, pronto ya no seveía el verde. Igual que enprimavera las hormigas salían delas

hendiduras de las paredes, secongregó una multitud que dejócoches, caravanas, plantaron las

tiendas, colocaron telescopios ypisotearon el bosque para hacer susnecesidades.

Se quedaron también al caer lanoche, tal vez, algunos así locreían, las últimas noches sobre

la Tierra.

Karl esperaba fascinado entre lostroncos, muy intrigado, escuchabalas voces, olía el humo de

las hogueras, oía la música, lasrisas. Desconocidos, cientos dedesconocidos.

Se tapó los oídos, los envolvió conun pañuelo, se puso una gorra,abandonó el hueco y salió

al prado, en plena noche, ante él lasllamas de las hogueras, luces,alrededor pronto la gente.

Karl se abrió paso entre las masascomo si perteneciera al grupo. Nodestacaba en nada, ni la

talla, ni los andares lentos,mecánicos, torpes, ni la ropa. Erauno entre otros muchos.Desapareció

gracias a la cantidad de gente. Fuepercibido al detenerse, permitió uncontacto visual:

—Eh, chico, ¿tienes sed?

—¿Te apetece una chuleta?

La mirada, la carta de presentaciónen un encuentro.

Personas amables a la espera dealgo grandioso. Personas miedosas,a la espera de algo

definitivo. Personas solitarias queaun así no estaban solas.

Personas en compañía y al mismotiempo solas.

Karl Heidemann se quedó, como la

pieza suelta de un todo, como todoslos demás, se quedó

hasta que la gente se fue retirandopoco a poco en sus moradas, setumbó en un cartón junto a una

hoguera extinguida y se quedóquieto, escuchando, rodeado devida, en el cielo, oyó las caricias

que se intercambiaban, las palabrasde cariño, los juramentos defidelidad eterna, y finalmente

oyó: «Buenas noches, cariño»,«Hasta mañana, bueno, hasta dentrode unas horas, amor», «Que

duermas bien, mi vida». Lafelicidad de los amantes. Aquellole afectó, lo llenó dedesesperación,

pues Karl solo veía la infelicidad,el sufrimiento, el dolor que habíadetrás.

«Que durmáis bien», pronunciarontambién sus labios a modo desaludo apagado. No sentía

rechazo. Enseguida se durmierontodos. Cientos de corazoneslatiendo, cada uno a su ritmo, y aun

así era como un solo sonidopenetrante. Cientos de pulmonesque se llenaban de aire, cada uno a

su ritmo, y aun así era un solosusurro hiriente. Cientos depensamientos que mantenían a Karlen

vela, y aun así un solo sentimientosubyacente: la compasión.Compasión por los vivos, los

soñadores entregados a la vida quehabían abandonado con valentía elsuelo firme para hacer

equilibrios sobre el alambre haciala niebla, llenos de esperanza poruna tierra de felicidad

eterna. Un esfuerzo inútil, puessegún sabía Karl por su experienciaen Jettenbrunn, como había

vivido en el ejemplo de su padre o

de Alois Daxberger, nada duraeternamente. Un día los

corazones amorosos se sentíanengañados, heridos, y si no sucedíaen algún momento llegaba la

muerte de uno de los dos y dejaba alos demás confusos, perdidos.Perdidos porque a ojos de Karl

no querían entender una cosa: lamuerte era cualquier cosa menos unrobo. La muerte era la

liberación de un apego obsesivo, elvínculo a la vida de los demás.

Así que no había felicidad eternaposible para los ojos de los ciegos,ni ayuda, ni

misericordia, solo una.

Karl Heidemann se levantó, sedeslizó con sigilo entre losdurmientes, cogió lo que

necesitaba, dio lo que pudo, con lamejor intención. Bondad.

En aquel momento Karl Heidemannaún no sabía hasta qué punto elhecho de llamar ciegos a

los demás delataba su propia falta

de visión.

Hasta que llegó el amanecer,aquella noche siguió la llamada desu voz interior.

Luego llegó la mañana, y con ella elruido, el tumulto, las nueve de lamañana, la tensión era

palpable, aún más a las diez, a lasonce. Alrededor de las once ycuarto se oyó un primer

murmullo. Había mucha gente depie en el prado, con la cabeza haciaarriba y unas extrañas gafas

oscuras de papel, mirando al cielo.Lo que había empezado con tantojaleo esa mañana se volvió

cada vez más silencioso cuanto másse acercaba la luna por la derechahasta colocarse delante del

sol y arrebatarle la luz. Elanochecer al mediodía, un brevecanto de los pájaros, las voces se

acallaron, los trinos. A partir de las12.35 se hizo la oscuridad. Eleclipse. El sol detrás de la

luna, del todo. Dos minutos.

Silencio. Gente de pie, sentada,tumbada, en silencio, con los ojosfijos en ese pequeño anillo

claro, absortos.

El ojo de Dios.

Como si hubiera un acuerdo tácitoentre los congregados, nadie dijonada, no se atrevían a

romper la calma.

En medio de aquella oscuridad, dela atención dirigida a lo alto, de losconstantes flashes de

las cámaras de fotos, KarlHeidemann observaba a la gente.

Estaba cansado, había pasado lanoche en vela. Estaba cansado yhechizado por esa paz tan

inesperada que había provocado laadmiración. Gente conmovida,llena de optimismo, de afecto,

sin importar el origen social, lanacionalidad, el color de la piel, lalengua, daba igual. Solo esa

comunión, reconocer la propiapequeñez. Karl también levantó la

cabeza.

El ojo de Dios.

Y sonreía. Sí, sonreía.

Todo iba bien.

34

Aubruck

Terminó. Se hizo de nuevo de día.La noche se fue extinguiendo poco a

poco en el mediodía. Con

las mochilas cargadas, la gente seretiró del prado, se separó con lamisma naturalidad con la que

se habían reunido.

Aun así quedaban tiendas,caravanas. Nadie a quien leconmocionara ni le admirara.Siempre

había un último.

El último de los vivos fue KarlHeidemann, que se ocultó en mediodel bosque bajo los

troncos en su hueco, invisible, y secalmó. Estaba cansado, feliz,agradecido.

Por fin pudo dormir un poco.

Cuando la noche ya se habíaimpuesto, las tiendas, las caravanasy los remolques seguían ahí.

Karl, en cambio, subía exhausto lapendiente a través del bosqueoscuro, hasta que los árboles

cada vez aparecían más torcidos,más mutilados, la montaña expusosus guijarros, su roca, y llegó

la mañana. Ahora tenía una visiónamplia, los prados, las tiendas, lascaravanas se veían

pequeños. Miniaturas. Aún máspequeñas eran las luces azulestemblorosas.

Lo que Horst Schubert vio aquel 12de agosto de 1999 le arrebató lasúltimas esperanzas de

creer en la bondad oculta en laspersonas. Aquel prado era uncementerio. Las tumbas eran de

metal, de plástico, de nailon.

Parejas. Parejas muertas. En lastiendas, en las caravanas. Jóvenes,

viejos, de dos en dos. Siempre dedos en dos.

Nada indicaba que fuera el finbuscado por una panda de locos, elsuicidio en masa de una

secta, más bien parecía obra de unindividuo, una matanza ritual,alguien había atacado a esa gente

mientras dormía. Una muerteindolora. Sigilosa, discreta.Cuchilladas en el corazón, precisas,

como los muertos de Jettenbrunn.Las víctimas cogidas de la mano,como Heinrich y Gertraud

Auböck. Probablementeajusticiados a la vez, seguramentecon dos cuchillos distintos. Unos

cuchillos que no encontraríanjamás, pues estaban en su lugar deorigen, limpios, en el cajón de

los cubiertos de una caravana quehacía tiempo que había llegado a sudestino.

¿Qué monstruo demostraba

semejante desprecio por la vida,por el amor, para arrasar de esa

manera en medio de una multitudque dormía apaciblemente?

Horst Schubert lo buscaría hasta elfin de sus días.

Karl Heidemann decidió no leermás periódicos, decidió prestaratención a la ofuscación de

las personas. No contaba lafelicidad de los vivos, sino la delos muertos. Estuvo vagando porlas

mañanas hasta que terminó elverano, se refugiaba en cobertizosde madera, cabañas vacías, entre

la confusión impenetrable de lospinos, se dirigió a los desechos depequeños pueblos, veía a

distancia las celebraciones de lacosecha y las fiestas del ganado,pero evitaba a la gente. Cada

vez bajaba más el ritmo. De díaseguía durmiendo hasta el atardecery luego andaba más tiempo

de noche.

Hasta que finalmente una mañana aprimera hora el horizonte empezó apasar del negro al gris

poco a poco, mientras Karl estabaen el borde de un campo de maíz,junto a la pequeña población

de Aubruck. También allí sedespertó el día, las personasencendieron casi a la vez laslamparitas

tras las ventanas a oscuras.

Karl se quedó quieto, delante de lasventanas, oculto tras el grueso

tronco de un manzano con

espléndidos frutos colgando.

Mientras aguzaba el oído, con lamochila al hombro y el cuchillo defiletear en la pretina de

los pantalones, los sacos deplástico llenos en una mano y lasmantas en la otra, por primera vezlo

asaltó un sentimiento extraño: lasoledad.

Dolía, de otra manera que laespalda, las manos, los pies, el

agotamiento que se había

apoderado de su cuerpo desdehacía días.

No quería salir de detrás del árbol,entrar en las casas y sentarse a lamesa. Sentía más bien

una gran melancolía, esa sensaciónde no pertenecer a nadie. La sentíasin saber en absoluto hasta

qué punto se correspondía con susituación real.

En ese mismo sitio, se escondió enlas profundidades del campo de

maíz, mientras el día

irrumpía despacio. Allí se tumbó,entre el crujido y el crepitar de lasplantas resecas, de color

marrón claro, sin poder dormir yreflexionando.

Sobre el sentido de su huida. Elobjetivo. ¿Adónde iba en realidad?Lejos. Lejos de

Jettenbrunn, de su pasado, sololejos. Pero irse lejos no era unadirección. ¿Y por qué tanta prisa?

¿Por qué no podía quedarse una

temporada en algún lugar, como porejemplo allí, en Aubruck,

hacerse un sitio, durante unasnoches, conocer la zona, a la gente,en vez de tener que explorar

noche tras noche?

¿Cuál era el inconveniente?

Ninguno.

¿Qué cambiaría?

Nada. Aparte de que de repente suvida sería un poco más fácil,durante su estancia él pasaría

en cierto modo a formar parte deuna comunidad, de un todo.Invisible, pero presente.

Quedarse.

Se quedó dormido con esadecisión.

Y durmió bien.

El primer día…

… pasó sin sobresaltos. Para loslugareños fue un día de trabajo delo más normal, por la

mañana todo estaba tranquilo, por

la tarde llovió, y Karl se retiró denuevo en el bosque, vio a su

derecha las luces de las pocascasas, a la izquierda el letreroluminoso y parpadeante de una

fonda, situada al borde de loscampos, llamada Kraller, por latarde vio a hombres paseando de

derecha a izquierda, y de noche losvio tambalearse de izquierda aderecha.

El segundo día…

… fue un festivo, tenía más cosas

que ofrecer. Concentrado en eloído, Karl se dedicó

mientras estaba despierto a laactividad de la gente. Se llenabanlas cuerdas de tender vacías, los

vestidos, pantalones, trapos ytoallas revoloteaban como velerosal viento que se deslizaban por

el cielo, cortaban setos, talabanárboles, arreglaban el jardín, por unmomento le preocupó tener

visita, pues dos hombres se habíanacercado mucho a su campo de

maíz.

—Moser, ¿qué te parece?

—Las plantas están maduras, es elmomento. La semana que viene seacabará el buen tiempo.

—Entonces lo hacemos comoquedamos, pasado mañana.

—En principio sí, pero depende desi lo tenéis controlado, ¡ya sabes alo que me refiero! Esa

niña agota.

—Moser, te digo que lo tenemos.

—Bueno, si tú lo dices, Veit, estábien.

También le pareció bien a ese díade verano que se acababa, reunió alos habitantes de

Aubruck en sus jardines, llenó elambiente de olor a barbacoa y aúltima hora el estómago de Karl

con los abundantes restos.

Su sueño también fue intranquilo.Como si le hablaran unas voces quelo convencieron, de

pronto su interior recordó algo que

había leído una vez y no paraba derepetirlo en su cabeza,

como si fuera un entrenamiento, unapreparación, una y otra vez.

Es un susurro en la noche,

me ha quitado el sueño del todo;

Lo noto, algo quiere revelarse

y no encuentra el camino hasta mí.

¿Son palabras de amor, confiadas alviento,

que se las lleva en un soplo?

¿O es la desgracia de los díasvenideros,

que pugna por anunciarse?[3]

Ambas cosas.

35

El contacto

El tercer día…

… empezó temprano, y con undespertar furioso. Existe unadiferencia abismal entre huir

definitivamente de un sitio y aun así

saber que «los demás siguen ahí,me echan de menos, me

esperan con los brazos abiertos», ohuir y a poca distancia tener quever cómo arde en llamas todo

lo que has dejado atrás y que noquede nada. Para Karl Heidemannel incendio se desató en ese

momento: envuelto en mantas,estaba tumbado sobre el saco llenode heno, intentando dormir. Al

principio no sabía si era un sueño ola realidad.

—¡Muy buenos días!

La voz sonaba cerca, demasiadocerca.

Karl Heidemann permanecióinmóvil, mirando al cielo,procurando alzar una barreramental

alrededor. Fue en vano.

—Disculpe que la moleste tanpronto, señora…

—Señora Thaler, aquí lo dice.

—Sehora Thaler. Thaler con hache.

—¿Y usted?

—También con hache: Horst.Policía criminal. Horst Schubert.Como Schubert, el compositor,

ya sabe. No me gusta nada que algoquede sin resolver, por eso estoyaquí. Por favor, observe esta

fotografía. ¿Conoce al joven queaparece en ella?

—¿Debería conocerlo? ¿Quién es?

—Karl Heidemann.

—No, lo siento. ¿Por qué lo

buscan? ¿Ha escapado de casa desus padres?

—Más bien al contrario. Fueabandonado por sus padres. Lamadre murió, el padre también.

—Es horrible.

¿El padre murió? Karl se quedó sinaliento.

Como si le hubiera caído encimauna manta de hierro, así se sentía.Pesado, agobiado,

aplastado.

—Seguro que se ha enterado de lanoticia, todos los periódicos se hanhecho eco de ella. En

agosto, el horrible asesinatodurante el eclipse, y antes lasmisteriosas historias enJettenbrunn:

una mujer entra en el agua, muere,pero luego deambula por el lugarcomo un muerto viviente,

mata a su mejor amiga, a suspadres, a su amante, atrae a algunasvíctimas al fondo del estanque, a

otras las acuchilla en el corazón, olas dos cosas, o incluso se lo quita.Espeluznante. Ese es el

cuento que los medios hanexplicado sobre Jettenbrunn; bueno,más bien eran habladurías. Si yo

fuera un viudo inocente pudiéndolodemostrar también buscaríadistancia. Aunque en realidad no

ha llegado muy lejos.

Las palabras siguientes fueroncomo mazazos para Karl. El destinoa menudo atrapaba a

generaciones enteras entre susgarras, además de manera casiidéntica, y dejaba siempre el mismo

rastro: la abuela destrozada, luegola madre destrozada, luego la hija.El abuelo con un hijo

ilegítimo secreto, el padre también,el hijo con un hijo ilegítimosecreto. Las enfermedades, las

muertes, los golpes del destino serepiten, son raras coincidencias, yno hay una estrategia que

elegir a conciencia, para darle un

nuevo giro, ni para los hijos, nipara los nietos.

El destino de Johann Heidemannfue quedarse huérfano demasiadopronto. Karl supo en ese

momento que el suyo era el mismo.Le temblaba el cuerpo, le ardían lasmanos clavadas en el

suelo del campo. Como si fuera unavía de escape, se puso a contar loslatidos, uno, dos…

… abrió la boca, rompió susilencio, emitió un leve susurro,

… siete, ocho…

… solo para ampliar el ruido quesentía en su interior y no oír lasvoces de alrededor. Fue

inútil. Las palabras penetraban, lehablaban de un coche que patinó enuna curva pronunciada, el

cadáver de su padre colgando delcinturón, el asiento trasero vacío.

… veintisiete, veintiocho,veintinueve…

—Suponemos que el chico escapóo no estaba en el coche en el

momento del accidente. En

todo caso lo estamos buscando y leagradeceremos cualquier pista.

—Pero ¿cómo ha acabado justoaquí, en Aubruck, si Jettenbrunnestá lejos?

… cincuenta y cuatro, cincuenta ycinco…

—Hemos recibido avisos de unchico gordo muy llamativo que secuela en los jardines de

noche, alguien lo vio tambiéndurante el eclipse de verano en el

prado, y a continuación en esta

zona, que no está tan lejos…

Nubes claras, el sol en la cara deKarl, que se quedó quieto, bocaarriba, intentando taparlo

todo, mirar al cielo.

Bisontes de color gris claro sobreuna pradera de color turquesa.

Rosas de nieve sobre un prado azul.

… ciento veintitrés, cientoveinticuatro…

Solo quería oírse a sí mismo,entregarse al murmullo interior y alos latidos. La voz de Horst

Schubert, las conversaciones de lagente que se había reunido en tornoa él tenían la entrada

prohibida. Quería hacerlodesaparecer todo.

… doscientos diecisiete, doscientosdieciocho…

Almohadas blancas sobre un marazul.

Ovejas gruesas sobre pastos azules.

¿Cuántas?

Una, dos, tres…

Huir. Huir en el sueño.

Se hizo de día. Se hizo de noche.

El cuarto día…

Solo quería seguir durmiendo.

Descartada la posibilidad devolver, todo lo que aún existía en supueblo quedó borrado. No

había ningún sitio adonde tal vezpudiera acudir un día un hijo

pródigo.

¿Para qué seguir? Y sobre todo,¿cómo, si no había suficiente contener cuidado? Lo habían

visto, pese a la falsa creencia deque este mundo podría obviar todolo que quería permanecer

oculto.

No debería parar jamás de dormir,era su escondrijo, una salida de larealidad.

Se resistía a que los párpadoscerrados se abrieran del todo, a la

mañana que empezaba, a la

actividad de un pueblo despierto, alruido de los motores, primero unzumbido, luego un rugido, un

bramido. Se acercaba cada vezmás, la dirección era clara. No lopermitió: uno, dos…

Por una parte el ruido del motor,por otro, mucho más cerca, unrepentino traqueteo

ensordecedor. Seco, duro. Siguiócontando.

… treinta y dos, treinta y tres.

En vano.

Gritos fuera del campo.

—¡Para, para!

Los motores se detuvieron, pero noel crujido de madera, prontoacompañado de un ruido

salvaje. Hojas, arbustos enteros.

Karl Heidemann ya no estaba solo.

A cierta distancia:

—¿Por qué quieres que pare?

—¡Aún tenemos que buscarla!

—¡Buscar! ¡Maldita sea, pensabaque lo teníais todo controlado!Siempre pasa lo mismo aquí,

en Aubruck. Ya estoy harto. Saca deahí a esa granuja ahora mismo, delo contrario me iré a casa y

tendréis que recolectar los camposa mano.

—Moser, cálmate, ahora lacogeremos.

—¡Ya me gustaría verlo!

Voces desde el pueblo:

—Deberíamos dividirnos, de locontrario nos verá. Y rápido,mientras se oiga el ruido. Viene

de allí, vamos.

Con los párpados muy cerrados ylas palmas de la mano contra lasorejas, Karl se quedó

quieto, se entregó a lo que fuera quese acercara con ese estruendo.Pronto estuvo tan cerca que

parecía que quería atravesarlo.

Pero no quería.

El ruido era insoportable tan cercade la cabeza de Karl, no podíarespirar y el latido de su

corazón era acelerado, frágil. Unasola persona, no muy corpulenta.Una persona que tocó el

hombro de Karl.

36

El encuentro

El roce se volvió más fuerte,doloroso. Siguieron unos pasos

junto al cuerpo de Karl, que abrió

los ojos, vacilante, y se sorprendió.Una chica lo miraba impávida,interrogante. Tenía un aspecto

infantil, y aun así estabaimpregnada de la metamorfosis quela llevaría a ser una mujer. Teníalos

pechos un poco elevados, el cuerpoesbelto, el rostro enjuto. Masticabaalgo, olía a menta. Era

pelirroja, con el pelo largo,recogido en trenzas, no una a cada

lado, sino dos a la izquierda, tres a

la derecha, una arriba, en el fondoestaban por todas partes. Tejanos,zapatillas de deporte, una

camiseta blanca pintada a mano. Enella el dibujo de una cosechadora,tachada con unas franjas

rojas. Llevaba en la mano una cestade mimbre, en la otra un palo demadera, encima algo que

daba vueltas. El sonido eraensordecedor, Karl tenía el rostrodesencajado por el dolor.

Y el ruido cesó.

Los gestos de la chica eraninterrogantes, dibujaba círculos conlos puños, señaló un momento

a Karl con el dedo índice, luegoestiró las dos manos hacia él. Nohacían falta palabras, la

pregunta era clara:

—¿Qué haces aquí?

Voces, un poco más allá:

—Deberíamos reunirnos en elborde del campo y formar una

cadena, si no, no la

encontraremos nunca. Dejaddistancia suficiente. Id despacio.

—Veit, escúchame: ¡no os voy a darmucho tiempo más!

—¡Mejor ayúdanos, Moser!

Karl quiso hacer una señal endirección al pueblo a modo deaviso, pero entonces lo agarró de

los brazos, lo levantó y le puso unacesta en la mano. No hubo ningunapregunta, ni un por qué ni

un pero, solo determinación. Conuna voluntad férrea, una chica flacatiró de él, de su voluminoso

cuerpo, y Karl Heidemann cedió,sin resistirse, se puso el saco bajoel brazo y se dejó llevar a

remolque por las filas de plantas demaíz. Los pasos de aquellachiquilla desconocida eran

enérgicos, y aun así había unaconexión, una cercanía que Karl nohabía sentido nunca. Luego los

dos caminaron por el campo,

cogidos de la mano, a trompiconespor el suelo pedregoso y

grumoso. De nuevo un breve sonidoagudo, penetrante, de la mano de lachica, como una llamada

de socorro, una advertencia, una yotra vez el eco:

—¡Ahí arriba, debe de estar ahíarriba!

De vez en cuando algunos pájarosalzaban el vuelo, pasaban corriendopor su lado liebres,

perdices, corzos, o serpientes que

se arrastraban, asustadas. El rostrode la chica parecía

concentrado e intranquilo. Lo queno podía huir era recogido, concuidado y una breve expresión

de júbilo. El cesto que Karl llevabaen la mano estaba cada vez máslleno de todo tipo de

animales mutilados y heridos.Siguieron caminando, por el campo,de acá para allá, pero muy

despacio.

—¡Maldita sea, Marie, sal de una

vez, esto es absurdo!

Marie.

—¡Moser, idiota, no te va a oír!

—¿Idiota? Mira quién habla. Por lomenos yo no ahogo todos los díasmis células grises en

alcohol. ¡No te disperses!

—Como coja a esa granuja, esque…

—¡Probablemente la niña no correpor mí y mi trilladora por el campo,sino por ti y tu

trilladora!

Marie.

Karl se detuvo.

Así no tenía sentido. No podíaseguir caminando, con esoscontinuos movimientos a un lado de

las plantas, los crujidos, eltraqueteo, tanto trajín.

Nervios en la cara de la chica.Aversión.

Marie.

La chica tiró de la mano de Karlcon impaciencia, pero era inútil.Karl Heidemann se mantuvo

firme como una roca, se señaló conel dedo índice los labios, miró a lachica, le quitó lo que hacía

ruido y cerró los ojos.

Si se trataba de salvar vidas dentrodel campo de los cuchillosrotatorios, solo había una

manera: quedarse.

Karl dio un paso adelante, con losojos cerrados, cogido de la mano a

la chica, despacio hacia

la cadena humana. Una cadenaformada por personas, sus voces,sus ruidos y la distancia que

quedaba en el medio. Localizó elpunto más oculto y por tanto másseguro en uno de esos

intervalos: el medio.

Se detuvo de nuevo, extendió elsaco, indicó a la chica con un gestoque se calmara y se

sentara a su lado, y se colocó en elsuelo.

Las voces se fueron acercando. Aderecha e izquierda. Se gritabanentre ellos.

—Maldita sea, ha dejado de hacerruido.

—Veit, ¿qué hacemos? Así no laencontraremos nunca.

—¡Mejor para ella, os lo digo!

—¡No digas chorradas, es tu hija! Yes especial, ya lo sabes.

—¿Especial? Un incordio especiales, una tortura, todo.

Con el cuerpo presionado contra elsuelo, se veían los pies de loshombres que pasaban entre

las hojas de las plantas de maíz. Sealejaron, observados por dos paresde ojos.

Pese a que la delicada chica queestaba al lado de Karl hastaentonces no veía claro por qué

no podía seguir caminando por elcampo, ahora lo entendió: al ladode ese extraño chico no la

encontrarían, en algún momento

pararían, las trilladoras volverían acasa.

Su mirada era de agradecimiento. Yde confianza. La sostuvo muchotiempo. Karl vio el brillo

esmeralda de sus ojos, el verdesalpicado de finas líneas y manchasmarrones de los dos iris, tres

manchas en el derecho, dos en elizquierdo. Contempló las pestañaslargas y arqueadas, el reflejo

del cielo en el negro de las pupilas.Y se vio a sí mismo reflejado,

perdido dentro, como si una

mano se estirara hacia él y quisieraatraerlo.

El rostro de la chica se mostrabaahora confuso. Por un momentomovió el pulgar y el dedo

índice de la mano derecha sobre elpecho, como si quisiera simular lasilueta de un escudo, como

en su primer encuentro, extendió lasdos manos hacia delante yfinalmente el dedo índice dirigido

hacia Karl. ¿Tú? Karl no entendió

nada más. Solo un tú interrogante.Su reacción fue por tanto

indecisa.

Una mirada al cielo comorespuesta, como si la chica quisieradecir: «Madre mía, sí que

tienes pocas luces», luego se señalóel pecho, y surcó el suelo con eldedo índice. Mayúsculas.

M A R I E.

Y de nuevo el dedo índice, ahoraterroso: ¿tú?

Ahora lo entendía.

«Karl», escribió en la tierra.

Ella estiró la mano derecha haciaél. Cuatro veces. Cada vez en unaposición distinta. Al

mismo tiempo señaló con laizquierda cada una de las cuatroletras del nombre de Karl:

K: como si el dedo índice y elanular quisieran representar unatijera, y en medio el pulgar

derecho.

A: el puño derecho con el pulgarestirado.

R: el dedo anular derecho cruzadosobre el índice.

La cuarta vez el índice y el pulgarestirados, claramente una L.

«Karl», le estaba diciendo.

El sol estaba bajando, el conductorde la trilladora estaba fuera de sí,la cadena humana hizo

una batida en el campo. Lovolvieron a hacer, luego elayudante, ya cansado, notó el olor

de la

cena en la nariz y de pronto dijocon aspereza:

—Voy a dejar la trilladora y me voya la fonda, pero tendré quecobraros el día, lo siento.

Estuvieron buscando hasta que seoyó un grito agudo de preocupaciónprocedente del pueblo.

Unas voces que no parecían llegar ala chica. Ni ese día, ni el díadespués, cuando ya salieron del

bosque, desesperados, todo un

pueblo conmocionado. Ella estabaechada, despreocupada,

arrimada a Karl en el saco, hombrocon hombro, cadera con cadera,estiraba los brazos al aire, las

vistas eran un poco nubosas,hablaba solo gracias a los dedos,así que pintaba las historias entre

ella misma y el cielo, que alprincipio tenía un brillo rojizo yluego acabó negro. Entonces Karllo

entendió todo. Hacía tiempo que

imaginaba deformadas las letras delalfabeto, había absorbido

con fascinación todo lo que lehabían enseñado en las últimashoras en pacientes fases, el dolor

por la muerte de su padre lo habíaherido. Cuando su Marie no teníanada que contar, se tumbaba o

se sentaba a su lado, lo mirabamientras él estudiaba cadacurvatura, cada depresión, cadalínea

de su cara y las trasladaba al papel.

Era distinto de todos los rostrosanteriores. De repente se

había convertido en una personaque ya no se veía a sí mismo solo, yeso puso fin a su melancolía.

Sin embargo, no significaba enabsoluto que la mera presencia deotra persona, incluso de una

pareja, fuera capaz de proteger auna persona de su soledad.

Todo depende de la mirada.

¿Seguía viendo a los demás? ¿Quéveía en ellos?

Fue un día feliz. Tenían comida ybebida suficiente para dos. Lasprovisiones de Karl eran

muy variadas, las de Marieconsistían en chocolate negro,caramelos de menta y chicles. Eracomo

hibernar en verano. El maizal era laguarida. El cielo, el sol, lasestrellas.

Karl no veía otra cosa, solo aMarie.

Veía la curiosidad en su ser, la

alegría desbordante, finalmente viocómo se levantaba por la

noche y señalaba inquieta endirección al pueblo, le daba lamano para despedirse y se iba. Élaún

notaba el calor en el hombro, en lacadera, en el corazón, la siguióhasta el borde del maizal y la

vio caminar entre las sábanasblancas que ondeaban al vientocomo una reina, la vio desaparecer

en el pueblo, caminar con sigilo al

amparo de la oscuridad junto a lasfilas de casas hasta llegar a

la entrada de la suya, abarrotada degeranios rojos, exuberantes,resplandecientes, en los

alféizares, en las barandillas delbalcón, hasta que su dedo índicefino y sucio rozó vacilante el

botón blanco del timbre de lapuerta, donde un letrero decía:Pokrovski.

Lo que vio a continuación locambió todo.

37

La violencia

Ni un saludo.

Solo se abrió la puerta. Al fondo seoyó una voz bondadosa, angustiada:

—¡No, Veit! ¡Has bebido, yasabes…!

—¿Qué sé? ¿Qué?

—No lo hace por malicia. Soloquiere salvar a los animales. Yasabes cuántos acaban siempre

bajo las cuchillas y tienen un finalatroz. Es una niña, tu hija, y… Veit,por el amor de Dios, no

puedes…

Veit sí podía.

Veit Pokrovski.

Corpulento, de espalda ancha,robusto, tenía las manos fuertes,llanas, rígidas como palas.

Unas manos que agarraron losbrazos delicados de Marie conbrusquedad, como si fueran varillas

irrompibles. Unas manos quearrastraron a la niña hasta elrecibidor y pasaron a la acción.

—¡Basta, se acabó! ¿Sabes lo queconsigues con eso, lo sabes? Todoslos años igual. ¿Sabes

lo que me cuesta, lo sabes?¿Quieres que el viejo Moser teatropelle con su trilladora, eso eslo

que quieres? ¡Por mí perfecto!

Karl lo oyó todo, intuía lasimágenes correspondientes. No

necesitaba ver la violencia que iba

en aumento al otro lado de laventana. Una violencia que en eltercer intento ya no tuvo bastante

con la mano vacía.

—¿Es demasiado poco para ti, nonotas nada? ¿Lo prefieres así?

La violencia pasó a usar un bastón.

—¡Veit, por el amor de Dios!

Veit.

A lo largo de su vida, Karl había

visto muchas vivencias escritas enlos rostros de las

personas. Sin embargo, jamás habíasido testigo de cómo una horriblemueca desfigurada por la

rabia podía comportarse sin piedadcontra el más débil, contra unaniña.

Tenía la boca bien abierta, la vozcada vez más desgastada por losgritos, en las comisuras de

los labios la saliva acumulabapequeños cúmulos de espuma,

dibujaba unos hilos largos entre los

labios y caía en gotas gruesas de lagarganta. La cabeza roja, lospárpados entrecerrados, se le

veía el círculo del iris, rodeado delblanco de la cuenca del ojo,atravesado por las venas. Venas

que también sobresalían en elcráneo, en el cuello, en elantebrazo, infladas, ramificadas,nudosas,

como las ramas de un cerezo.

El ser humano lo albergaba todo en

su interior, la belleza y la fealdad,el bien y el mal. Karl se

encontraba tras la repisa de laventana, delante de él el cristal, lacortina corrida, pero entre el

marco de madera y el bordeinferior de la tela quedaba unaestrecha rendija. Suficiente paraver a

Veit, el bastón, a Marie. Se quedóahí quieto, le dejó hacer. Nada en laactitud de Marie indicaba

que fuera a huir, solo tenía un

amago de sonrisa en el rostro, comosi así quisiera arrebatarle la

fuerza a la violencia. No lo logró.

—Para de sonreír ahora mismo,¿me oyes?

—¡Veit, no te oye!

—Pero me entiende, ¡todo!

Con cada golpe el dolor ibapenetrando cada vez más en elrostro de Marie, que fue

encorvando la espalda, y la miradase volvió vidriosa.

Cada golpe afectaba también aKarl. Tocaba un punto que hastaentonces había permanecido

intacto, donde la única defensa, laúnica ayuda seguía siendo aguantarahí callado, acompañado de

ese deseo oculto. Un deseo cuyarealización seguro que habíatomado forma en la cabeza de

mucha gente, pero que se quedabaen una idea.

No fue el caso de Karl Heidemann.

Partiendo de un sentimiento cuya

primera chispa sintió ya en elentierro de su madre durante el

encuentro con el doctor Hofstätter,una sensación clara de injusticia,pasó a un estado físico y

corporal que arrasaba con todo,desenfrenado, impulsivo. Un aviso.Una orden. Un deseo de poner

fin a la violencia, no en esemomento, sino de una vez portodas.

Tenía el cuerpo en tensión, un brilloen los ojos, los puños cerrados, uno

levantado.

Toc, toc, toc. Golpeó con fuerza enel marco de la ventana.

—¿Quién es?

Silencio. El bastón abajo, unsilencio tenso. Duró poco.

—Hola, ¿quién llama?

Nada de lo que ocurría entre esascuatro paredes admitíaespectadores, el mundo exterior, la

traición.

—¡Ahí hay alguien!

Se oyeron pasos presurosos haciael cristal, un movimiento impetuosopara separar la cortina.

—¿Qué quiere ese chaval, alguienlo conoce? ¿No? ¿Qué te pasa?¿Qué haces ahí?

Un fuerte golpe con la palma de lamano en el marco de la ventana. Agritos:

—¿Por qué miras así a mi hija,maldita sea? Procura no volver poraquí, ¿me has entendido?

El encuentro de dos miradas,difusas. Miradas entre Karl yMarie. Unidas, vinculadas, casi

entrelazadas. Los ojos de Karl,llenos de lágrimas. Lágrimas derabia, de compasión, de voluntad

desatada.

Tras la espalda del padre, un pocolevantado, vio el brazo izquierdode Marie, sus dedos

hablaban despacio. Una C.

Luego una O.

Luego una R.

Otra R.

Luego una E.

Karl lo entendió, pero se quedó.

—Dime, ¿no oyes bien? ¡Quedesaparezcas, te digo!

Era demasiado pronto para irse,para dejar sola a Marie. Dejar fluirla rabia, ese era el plan,

atraparlo como a un escarabajotorpe, meterlo en una caja y punto.

—Voy a decírtelo por última vez:lárgate. ¡Si no te voy a mandar alinfierno!

No hubo contacto visual, solo conMarie. Aceitosas, negras, lasbisagras de los batientes lo

atraían como una caja de pinturas.Karl tenía ahora la mano izquierdalevantada, el dedo índice

estirado como un pincel. Un breveroce, solo mojarlo, engrasarlo, listopara dejar huella. Luego lo

colocó sobre el fondo aún

impoluto, el cristal. Un movimiento,lento, letra por letra, de derecha a

izquierda, como en un espejo. Elmundo al revés desde fuera, legibledesde dentro. Ven conmigo.

La mirada de Karl era desafiante,ahora dirigida a Veit.

—¡Espera!

Unos pasos lentos, un tantovacilantes en el salón, la direccióny la intención eran claras.

También para Karl. Aún erademasiado pronto, era peligroso

enfrentarse directamente a la

violencia de un hombre. No debíaacercarse demasiado, primero soloatraerlo fuera de la casa,

lejos de Marie. Ahora.

Hora de despedirse.

Karl Heidemann levantó la mano,saludó a Marie y salió corriendopor la calle. No para

esconderse, para huir, sino parasacrificarse. Para ser el señuelo, elcebo.

«Cógeme, Veit, a mí».

Y Veit fue a por él.

38

La paciencia

—¿Estás cansado de vivir o qué tepasa? ¡Idiota! ¿De dónde hassalido? No te había visto nunca.

Karl mantuvo el ritmo. El cieloestaba encapotado.

—¡Pero serás tonto! ¿De verdadcrees, gordo asqueroso, que puedesescapar de mí corriendo?

¡Di tus oraciones!

Karl corrió sin mirar atrás, con unobjetivo claro en mente, oyó cómose acercaba, aunque

demasiado lento, ya no loalcanzaría a tiempo. Qué vida. Bajópor la calle, pasó junto a las

cuerdas de tender, las sábanasblancas que ondeaban al viento,unos metros más y llegó a su

destino.

—¡No te servirá de nada!

Karl desapareció, se adentró en elmaizal, solo un poco, cambió dedirección. Luego se

detuvo, como petrificado, era todooídos. Nadie lo encontraría allí,pese al jaleo que oía cerca.

Se quedó quieto, escuchando ladesesperación que se adueñaba delpadre de Marie. Un

hombre perdido en sí mismo, fuerade sí, ya fuera por su propia ira oporque sus actos ya no eran

secretos, lleno de vergüenza, de

cobardía para volver y suplicar elperdón de su hija, de su

esposa. En cambio, estuvo un ratodando golpes salvajes al aire,desahogando el desprecio que

sentía hacia sí mismo con lasplantas, las mazorcas secas y duras.Hasta que se cortó las manos y

los antebrazos con las hojasafiladas y secas, hasta que lospuños heridos le escocían de dolor.

Luego se rindió, ante sí mismo, anteKarl, dio media vuelta y se fue. De

caminar pasó a correr,

presuroso. Veit corrió sin parar,como si el hecho de localizar sudestino le devolviera la paz

deseada. Corrió hasta que divisólas prometedoras luces de la fondaKraller, que lo acogieron a

modo de consuelo, como los brazosde la camarera, lo liberaron denuevo, las mesas hacía tiempo

que estaban recogidas, y lossurtidores y las botellas cerrados.

—Hora de cerrar, Veit, esta vez de

verdad. Por favor, definitivamente:¡vete a casa! —fueron

las palabras del dueño.

—¿A casa? Pues me voy.¡Definitivamente! —Apenas se leentendía.

Veit salió fuera dando tumbos,debilitado y aun así con un teóricoconsuelo gracias al efecto

del alcohol, del engaño. Un

embuste que se apoderó de sumente como una gran nebulosa,como

una mano curativa, hipócrita, quehacía desaparecer los escombrosde la realidad bajo un mundo

enrarecido, envuelto en algodón. Seiría a casa, despertaría a susamores, todo iba bien, vería su

resistencia, su miedo ante elcarácter imprevisible de Veit, lesdaría un abrazo, quisieran o no,

porque todo iba bien, seguiría

viendo su resistencia, las lágrimas,tendría que reconocer cómo

estaba en realidad lo que deberíaestar bien, se las arreglaría. Comosiempre. La vida era una

repetición constante.

Ya no había luz en el pueblo,sumido en el sueño. Hacía frío,había bruma, parecía que el cielo

nuboso se había impuesto como untelón, como una capa protectora,para ocultar lo que solo

incumbía a dos personas.

El regreso a casa de Veit fue poretapas. Un pie tras otro, sin ritmo,izquierdo, derecho,

izquierdo, derecho, una brevepausa, un tambaleo, recuperó elequilibrio y continuó. Los

movimientos eran como a cámaralenta, sin prisa.

Karl Heidemann tampoco teníaprisa. Había esperado, habíaaprovechado el tiempo y estaba

preparado. Oculto en la niebla, sesentó apoyado en las paredes de la

fonda aislada. Una de las

cuerdas de tender en el borde delmaizal estaba vacía. Llevaba enbrazos un montón de sábanas

blancas. Iba a preparar un lecho.Veit recorría las calles como si sehubiera extraviado. Para Karl

era el momento de levantarse yseguirle. Se apartó unos metros delcamino, era un juego fácil,

reinaba la oscuridad, pasó junto aVeit para finalmente salir de suguarida un poco más allá y

detenerse.

«Aquí estoy», era el mensaje sinpalabras.

Veit también se detuvo, aún lobastante consciente para recordar aese chico rubio y pesado,

que había visto más de lo que elpropio Veit había querido ver jamásde sí mismo, y ahora lo tenía

enfrente, en medio del camino.Alrededor el momento mássilencioso de la noche, ese mutismo

engañoso entre las dos y las cuatro

de la madrugada. El sueño profundode unos, la caza furtiva y

atenta de otros.

Como dos hombres batiéndose enduelo, ambos en la callepolvorienta, se observaban, hasta

que muy cerca se oyó de repente elespeluznante grito de una marta.Aquel tono agudo,

amenazador, que llegaba hasta eltuétano, era como si alguien loestuviera despellejando vivo,

poco a poco. Música de apertura.

Karl levantó despacio el brazo ydirigió sin decir palabra el dedoíndice sucio hacia el padre

de Marie, «tú», retrocedió, saliódel camino a propósito, tras él elmaizal. De nuevo ese campo.

Veit lo siguió de nuevo, coléricopero más torpe, pesado. El ritmoera lento, la respuesta

dirigida a Karl también fue muda,la mano tensa sujeta al cinturón nodaba lugar a malentendidos.

Esta vez Karl no salió corriendo,

iba a un ritmo lento, esperaba aVeit, que daba traspiés, se

fue adentrando cada vez más en elcampo, veía que las piernas de superseguidor cada vez eran

más pesadas y los pedazos de tierrahúmedos se le pegaban a las suelascomo tacones de plomo,

vio la voluntad, la rabia queaumentaba en aquel rostro y lasseñales del dolor, de la superación,

la fatiga hacía mella, hasta quefinalmente lo vio caer sobre las

rodillas e inclinarse hacia la

tierra. Ni un movimiento más, soloel lento ir y venir de la espalda. Elsueño profundo de un

borracho. La respiración lenta,ruidosa. Insensibilidad. Unapérdida de rumbo liberadora haciael

doloroso despertar, un insoportablemartilleo en la cabeza, el díasiguiente, tan amargo.

Karl, en cambio, inició suactividad, lo tenía todo a sus pies,

como deseaba, extendió la

primera sábana junto al durmiente,puso de espaldas con todas susfuerzas el cuerpo dormido,

inerte, y con la tela colocó lasábana sobre el torso, la pelvis, laspiernas, le dio la vuelta de

nuevo al cuerpo, sacó la sábana dedebajo, tiró con fuerza y cogió lasiguiente para continuar con

el procedimiento, y la siguiente,hasta envolver el cuerpo como sifuera una larva. Una y otra vez,

el capullo blanco era cada vez másgrueso, más rígido, cada vez máspequeño en relación con la

cabeza que sobresalía del cascarón.

Ya no había escapatoria.

No quedaban más sábanas, solo lascuatro tiras preparadas, de lascuales metió tres en la boca

abierta del durmiente parafinalmente envolver con la últimacinta la cabeza, la mandíbula.

Ni un ruido más. Un brevedespertar, un abrir de ojos fugaz,

pero enseguida cayó de nuevo, el

aturdimiento del alcohol erademasiado fuerte.

Karl cavó una fosa plana, metió allíel cuerpo, solo dejó quesobresaliera la cabeza y

finalmente tiró encima la tierra. Unsuave montículo, ya no se veía elblanco. Listo. Karl se quedó

allí, exhausto, estaba decidido, sequedó para vivir la ejecución.Estaba despierto junto al

durmiente, como si velara a un

difunto. Sabía lo que sucedería acontinuación, el inminente suceso,

y lo deseaba. Exactamente así. Elpadre de Marie no merecía recibirel regalo de la muerte sin

tormento, debía mirar a los ojos delo inevitable el máximo tiempoposible. Nada de apuñalarle en

el corazón, incluso ahogarse seríademasiado poco. No. El sufrimientoera la justa recompensa.

El viento había arreciado, ya no erauna brisa, penetraba en el oído de

Karl, olía a limpio, a

fresco, parecía hostil, frío.

Algo estaba pasando. El final delverano.

Algo se acercó a Karl. Con elcuello largo encorvado, las orejasen punta, el hocico en el

suelo, buscaba algo. Levantó unmomento la cabeza y miró a Karlcon esos ojos negros y

brillantes, profundos. No hubo ni unsobresalto, ni un recelo, posó elhocico frío y áspero sobre la

palma de la mano que se extendíahacia él, a modo de saludo. Luegocontinuó, seguido de una

manada. Eran corzos, pacíficos, quecomo maravillosos seres de fábulaatravesaron el maizal casi

sin hacer ruido, sumergieron sinrozar nada sus cuerpos esbeltosentre las filas de mazorcas y

desaparecieron en la niebla. Prontose haría de día.

Allí sentado, con la libreta dedibujo en el regazo y Veit a sus

pies, superado por aquel

instante, Karl Heidemann se sintiósatisfecho.

Su actuación le pareció perfecta.Un acto de reparación y amor almismo tiempo. Ofrecer el

regalo de la muerte sin provocartristeza, ni pérdida.

Paz, alivio, no solo para el que sehabía quitado la vida, sino para losque se quedaban. La

muerte no era solo un camino parahuir de esta vida, era también un

camino para transitarla. Era

adentrarse donde esta existencia seconvertía en un martirio no solo porsu dificultad, sino por la

amargura adicional que suponía laexistencia de los demás.

Ya podía amanecer.

39

La ejecución

Llegó el amanecer, con la energíaesperada.

—¿Habéis encontrado a la niña?

—¡Moser! ¿Ya estás ahí tan pronto?

—¿Habéis encontrado ya a la niña?

—A la niña sí.

—¿Pero?

—Falta Veit.

—¿Qué significa eso?

—La última persona que lo vio fueel dueño de la fonda. Desdeentonces está desaparecido.

—¡Desaparecido! Estarádurmiendo la mona en algún sitio,¡me apuesto lo que sea! Bueno,

empecemos.

—Pero lo necesitamos.

—Solo necesitamos a alguien quevaya con el tractor por el maizalcon un remolque. Ya

encontraremos a alguien. Si noencontramos a nadie, la cosecha seechará a perder. Estoy harto de

esperaros. Han pronosticado lluviapara la tarde, así que en quince

minutos empezamos.

Y empezaron, un imponentemordisco metálico avanzaba con unestruendo irrefrenable, con los

dientes afilados como pisones,amenazadores, levantando una nubede polvo por donde pasaba, el

corte definitivo.

Veit se despertó con el ruido delmotor de la trilladora, recuperó lossentidos por un momento,

levantó la mirada hasta donde pudo,vio a Karl sentado al lado y se

revolvió como un gusano

atravesado. La tierra acumuladasobre su cuerpo descendió hacia surostro, los ojos entreabiertos,

irritados, la boca, los oídos, lanariz.

La trilladora iba dejando su rastrofila tras fila, cada vez estaba máscerca. Lo suficiente para

que Karl fuera finalmenteconsciente de que debía irse y dejarque las cosas siguieran su curso.

Daba igual si las cuchillas se

acercaban a Veit por la cabeza o lospies, de todos modos se iban

aproximando. Todo iba bien. Lamirada asustada, suplicante, que noparaba de parpadear a Karl

no sirvió de nada. La únicarespuesta fue un último gesto dedespedida, con el dedo fuerte.

Una P, una A, una R, una A, luegouna M, una A, una R, una I, una E.

Y se fue.

Los siguió oyendo durante muchotiempo mientras cada vez se

acercaba más al bosque. Los

gritos ahogados, por la nariz. Sinembargo, él seguía tranquilo, sincompasión. Marie, ¿cuántos

años debía de tener? ¿Catorce,quince, dieciséis años? ¿Durantecuánto tiempo había tenido que

soportar la violencia sin podergritar para pedir ayuda, sin seroída? El breve suplicio de su padre

era insignificante en comparación.

Algo había cambiado dentro deKarl Heidemann durante los

últimos días. Hasta entonces la

muerte era para él como unpacificador, un buen samaritano, yla tristeza no era más que una

expresión de puro egoísmo, demezquindad. Por no querer soltar,entregar, no dejarse ir. No

aprobar el sufrimiento de losdemás, sino guardárselo para sí yser compadecidos por ello.

Sin embargo, ahora lo asaltaba unaidea que explicitaba por primeravez lo que significaba el

miedo a la pérdida y las ansias deposeer.

Marie. Su luz, su sonrisa, laprofundidad de su mirada, su hablamuda, su silencio, su roce, su

calor, su vivacidad, no había nadamás bonito en la imaginación deKarl, ni siquiera la muerte.

Confuso y feliz al mismo tiempo,desapareció entre la maleza, dejóatrás a Veit Pokrovski,

consciente de haber hecho locorrecto, contento de poder volver

a verla. Sin embargo, tendría que

esperar, mucho, mucho tiempo, puesla conciencia por sí sola no decidequé es lo correcto ni una

salida.

Richard Moser dominaba sumáquina, pero pese a los años quellevaba con ella abriendo

monótonos pasillos en los camposen su cabina del conductor, noconocía la calma. Era demasiado

consciente de hasta qué punto lavida podía dar un vuelco en una

fracción de segundo, dar un giro

sin previo aviso, para bien o paramal.

Probablemente vio los intensosmovimientos de las mazorcas ya alo lejos. Normalmente se

alejaban de él, pero continuaron.También conocía esa manera dequedarse quietos, sin

movimiento. Eran corzos que no seiban por el ruido y se escondían,agazapados en el suelo, sin

salida. Su única opción era pasar a

ser cadáveres.

Sin embargo, aquella escena eranueva para él. Ahí había algo quese agitaba pero no se movía

del sitio. Richard Moser estaba trasel volante, se inclinó, no vio nada,por lo menos al principio.

Luego distinguió algo. Unmontículo, dentro un gigantescogusano que se retorcía, de color

tierra, con un brillo blanquecino.Richard Moser apretó el freno conenergía, desesperado, pues la

máquina era muy pesada. Pronto sedetuvo, por fin, pero era demasiadotarde.

Karl contemplaba el pueblo, ocultoen la maleza del bosque. Se desatóel pánico, la gente

corría, gritaba, asustada, pero nadaen comparación con los gritos queinvadieron Aubruck cuando

le quitaron unas tiras de tela de lacavidad bucal. Faltaba una parte dela pierna, ya podía

olvidarse de caminar, de saltar,

para siempre. Aun así, Veit seguíacon vida, consciente. El dolor

era un tormento, implacable, peropor lo visto mayores eran las ganasde acción, la sed de

venganza:

—¡El chico, encontrad al chico, esegusano gordo, encontradlo ytraédmelo!

La ira era aterradora, los bramidosprolongados. Forzosamente, puescuanto más remota era

una zona, más tardaban en llegar los

ayudantes, emergencias, la policía.Los agentes llegaron los

primeros, oyeron las descripciones,la ira de Veit, hasta que al final sepuso a dar golpes al aire

mientras lo metían en laambulancia, se incorporó y gritóhacia el bosque:

—Sé que estás ahí. Lo sé. ¡Estásmuerto, ¿me oyes?, muerto!

40

La huida

Siempre se cometen errores. Loserrores eran su trabajo.

Probablemente el agente HorstSchubert no podía entrar en un localni pedir la comida sin

buscar un despiste, un defecto. Esaimperfección está muy bienescondida para verla a simple

vista, pero en algún momento sale ala luz, como los desechos bajo lanieve derretida. Ese enfoque

le servía, por ejemplo, para supropia actitud hacia las situaciones

y las personas, para toda su

vida solitaria, precisamente por esemotivo. Paciencia, ese era su credo.Paciencia, obsesiva con

su mentalidad indagadora, capaz dedesmenuzar, de filetear cadaperfección hasta que por fin va

retrocediendo paso a paso hacia lasfilas de lo común.

Ahí estaba, delante de la ventanaoscura de la casa de los Pokrovski,junto a Marie y su madre,

viendo en el reflejo del cristal su

imagen calva, grotesca, y las letrasgrasientas: «Ven conmigo».

Imaginó la mano que las habíaescrito, y no era la de un espíritusalido del estanque de

Jettenbrunn, o de un demoniosanguinario, sino la mano de unmuchacho huérfano que se había

hecho fuerte, un chico silencioso.Como esa chica, Marie, que erasobre todo ojos. Claros,

abiertos, conformes. Llenos devida, de curiosidad, sin distancia.

Unos ojos que lo miraban, no

como los demás. Sin esa extrañeza,ese recelo, esa ligera repugnanciaen el rostro.

—Karl Heidemann. Así que haestado aquí —expresó en voz altasus pensamientos Horst

Schubert—, observando la casa através de la ventana. ¿Y qué? ¿Quéhabía que ver?

No hubo silencio sino discreción,una respuesta pero sin detalles. Aunasí, solo con observar a

la chica, a la madre, Horst Schubertlo entendió. Conocía demasiadobien esa actitud esquiva, ese

empeño en pintar una capa clarasobre un fondo oscuro. Laviolencia, ya fuera verbal o deacción,

dejaba su rastro, visible, aunque nodesnudara un alma paracomprobarlo, ni levantara unaprenda.

Quedarse huérfano también podíaser una suerte.

—No sé qué ocurrió en el salón,nada según su declaración, señoraPokrovski. Solo sé que un

chico estaba observando esa nada,golpeó el cristal, aunque por lovisto aquí nadie lo conoce,

dejó un mensaje, atrajo al hombrede la casa a la calle, lo cansó unpoco por el maizal sin dejarse

atrapar y lo espió tras la hora decierre de la fonda.

Mientras el viento se llevaba cadapalabra hacia el cerro, la miradacruda y fría del agente, sin

pestañas, cejas ni vello, se deslizóde nuevo hacia la madre y la hija yluego hacia el bosque.

—¿Era un chico corpulento? ¿Unmuchacho que podría llevarsemanas sobreviviendo solo en

libertad, seguramente debilitado, se

enfrenta a un hombre fornido,fuerte, consigue detenerlo a

distancia y finalmente eliminarlo?Debe de ser un chico bastante listo.

Justo donde se posaron los ojos deHorst Schubert, como si pudieranatravesar la maleza,

estaba Karl, expectante, con lamirada puesta en Aubruck.

La espera como arte deaplazamiento, como estrategia parala indecisión. Esperar sin saber a

qué.

Esperar como alguien que observauna marea que se acerca y aun asíes incapaz de abandonar

su tesoro. Marie. Tan cerca y taninalcanzable.

Tan próxima también la conmociónentre los lugareños.

—Ese pequeño demonio no puedeestar muy lejos. Vamos, coge tuschuchos, vamos a cazarlo.

Conmoción también en KarlHeidemann.

Algo se movía, de un lado a otro, lo

atravesaba como si fuera unaenfermedad contagiosa: el

odio.

El caldo de cultivo era generoso,Karl presenció la injusticia que seestaba cometiendo ante

sus ojos, para él incomprensible: eldesgraciado de Veit Pokrovskihabía escapado de la muerte,

pero no estaban furiosos porquehubiera sobrevivido, por el intentofracasado, el regalo que se les

había escapado tanto a Veit como a

Marie con su supervivencia.Sentían rabia hacia el asesino.

—Ya podemos empezar. Los perrostienen el rastro. Allí. Así que subiópor la montaña. Es un

callejón sin salida. Qué tonto.¡Juguemos a cazar!

Jugar. Así que querían jugar con él.Pues que fueran a por él, Karlestaba preparado. Oyó un

estrépito delante de él, otro en suinterior, pero también tras él, unestruendo prometedor, a cierta

distancia. No a la misma altura,más allá en el bosque, en la leveascensión.

—¡Suelta a los perros!

—Nada mejor que eso, mis chicostienen hambre.

—Ni hablar, tus chuchos se quedancon la correa, ¿entendido? ¡Novamos a convertir esto en

una cacería!

—Schubert, no creerá de verdadque puede decirme en mi bosquecuándo y dónde puedo

soltar a mis perros. ¡ Castor, Rolf,adelante!

Unos jadeos se acercaron.

Quería esperar, recibir a los perroscon cariño, acariciarlos como decostumbre. Jamás

cometería un error como el quehabía cometido con Veit. Nuncamás.

Pero no ocurrió nada de eso.

No hubo recibimiento cariñoso.

Los dos perros se habían separadomucho del grupo de búsqueda, nohabía contacto visual.

El primero se abalanzó sobre Karla toda velocidad. No agitó la cola,solo tenía la cabeza

ligeramente inclinada hacia delante,con el peso sobre las patasdelanteras, dobladas, las orejas y

el pelo del cuello erizados, la cola

un poco elevada sobre el lomo, niun gruñido, ni un ladrido.

Todo bajo control.

—Maldita sea, ¿habéis oído?

—¡Entonces ese chico idiota tienevoz!

Lucha, eran ruidos de una lucha.Gruñidos, ladridos, aullidos,gemidos, en medio el lamento

de un ser humano.

—Allí arriba, viene de ahí arriba.¡Demuestre lo bien que maneja su

arma, Schubert!

—¡Si sus chuchos le tocan un peloal chico sí se lo enseñaré!

El muchacho ya no tenía el corazónpuro, ya no estaba libre de malasintenciones, como si de

manera inevitable un más superaraa un menos. Amor ayer, odio hoy,Karl Heidemann tenía ambas

cosas en su interior, como dospartes de un todo, cogidas de lamano.

Las paredes de piedra rebotaron el

eco del dueño de los perros hasta elvalle, un grito que

anunciaba más las ganas de acciónque una promesa. La imagen de lacarnicería que encontraron

era horrible. Primero lapreocupación tiñó las caras de losacompañantes.

—¡Maldita sea! Schubert, aclárenosuna cosa: ¿a qué tipo de monstruonos enfrentamos?

—No es un monstruo. Es un chicoque lo ha perdido todo y no tiene

nada que perder.

—Sobre todo es un chico al que nose le ha perdido nada en estemundo. Un chico herido. Lo

encontraremos.

41

La entrega

Karl Heidemann no se habíadefendido nunca antes físicamente,no había tenido que protegerse

de un ataque, superar una peleadirecta. Sus reacciones eran

inexpertas, indecisas, susadversarios

estaban demasiado exaltados. Loscuerpos no se quedaban quietoscomo de costumbre, se rozaban,

se dejaban acariciar, pero luegoacabaron con la paz de su corazón,de sus pensamientos. Eran

cuerpos hábiles, con garras ydientes afilados. Tenía los brazosensangrentados, igual que la

pierna derecha. El dolor seexpandía, alimento de la

sublevación, del espíritucombativo. Se

arrastró con lentitud y subió lapendiente, alejándose del griterío.Fin del bosque. Fin del ascenso,

solo unos metros más. Aún se oíaun ruido ensordecedor, y losbramidos.

—¡Allí, mirad!

—No lo entiendo, pero si es unamole.

—Pero hay que admitir que tienecoraje.

—¡En solo diez segundos no tendrásolo coraje!

—¡Baje el fusil, o la bala le dará austed!

Salido de detrás de un árbol, KarlHeidemann se encontraba delantedel precipicio, inmóvil,

con la mirada fija en susperseguidores, los hombrosabatidos, los brazos fláccidos y uncuchillo

en la mano izquierda. Tenía elrostro mugriento, la ropa sucia,

sangre por todas partes.

—No voy a hacer una mierda, ¿esque no ha visto mis perros?

—Eso ha sido claramente enlegítima defensa. Ha ganado él. Fuedecisión suya dejar sueltos a

los perros, así que ha sido méritosuyo.

—Legítima defensa, exacto.También en mi caso. ¡Voy a matar aese tipo! —Un disparo. Una

madera reventada a unos metros deKarl—. ¿Me oyes? ¡Ya puedes

decir tus oraciones!

—¡Vamos a pillar a esedesgraciado!

Otro disparo, esta vez de un armade servicio, al aire.

—Que nadie se mueva del sitio,¿entendido? Solo yo.

Horst Schubert se acercó.

Tres pasos adelante, Karl dos atrás.

—No pasa nada, Karl. No tengasmiedo. Nadie te va a hacer nada, telo prometo.

Un acercamiento por aquí, unretroceso por allá.

—Me alegro mucho de haberteencontrado, de verdad. Tu padre nosobrevivió al accidente. Te

busco desde entonces, ¡estaba muypreocupado!

—Pero ¿qué hace, por qué hablacon ese asesino como si fuera…?

Más cerca. La voz más intensa,para superar el ruido de fondo.

—¿Quién dice que es un asesino?¿Verdad, Karl? ¿Tú qué crees? Solo

viste cómo aparecía

escrito en la puerta del doctorHofstätter, en Jettenbrunn, «venconmigo», y dejaste el mismo

mensaje en la ventana de Mariepara atraer a Veit. Fue así, ¿verdad?Lo entiendo, un cerdo como

Veit Pokrovski…

—¡Schubert, mi arma estáapuntando ahora mismo hacia usted!

Más cerca.

—… merecía morir. Pero a los

seres humanos no nos estánpermitidos ese tipo de actos,

aunque ciertas personas nosupongan ninguna pérdida para esteplaneta. Hasta ahora has tenido

suerte, Karl. Imagínate que tuexcelente idea del maizal hubieratenido otro final. Tendría que

detenerte, ¿me oyes? Suelta elcuchillo.

Más cerca.

—No te pasará nada, te lo prometo.Además, necesitas urgentemente

que te vea un médico, una

cama, tampoco te iría mal un baño.Hace mucho tiempo que meconoces. Ven conmigo.

Un paso más hasta el precipicio.

—¡Schubert, maldita sea, va asaltar!

La voz ahora era más tenue, solo laoía Karl.

—Karl, puedes confiar en mí.Dame el cuchillo.

—Que salte y se ahogue, me

ahorraré una bala.

Ya estaba lo bastante cerca parallegar al corazón con el cuchillo. Elagente tenía la mano

tendida.

Dirigió una mirada profunda, larga,a Karl Heidemann. Por muy fríosque parecieran los ojos

de Horst Schubert, también habíacierta calidez en ellos,preocupación, una protecciónpaternal.

Como si entendiera la necesidad, el

vértigo, el dilema del chico queestaba tan tranquilo delante

de él.

Solo un paso.

—¡Karl, no!

Sin miedo. La muerte, esa buenasamaritana.

Caer.

Había saltado lejos, cayó junto alempinado terraplén rocoso, seprecipitó y perdió la mochila.

Las piedras caían, delante de él,por detrás. Oyó un grito deangustia:

—Schubert, ¿está usted loco?¡Schubert! —Finalmente solo ungemido de tormento, de dolor,

de lucha. Karl fue el primero enllegar a su destino.

Se sumergió.

Frío, enseguida se le entumecieronlos dedos. Intentó en vano avanzarcon brazos y piernas,

que todos fueran en la misma

dirección, la fuerza de la caída erademasiado despiadada. Se

deshizo de todo, soltó lastre, todosalvo la ropa. Se dejó llevar por elagua helada. No estaba

solo.

—¡Karl, ahora te alcanzo, agárrate!—La voz era fuerte, el rugidoensordecedor. Todavía.

Karl siguió callado. Solo pensabaen colocar las piernas en direccióna la corriente, levantar

la cabeza, verlo todo. Ni siquiera

intentó agarrarse con las manos aalguna de las piedras

redondas resbaladizas, queríareservar todas las fuerzas.

—Karl, resiste, mueve rápido losbrazos, ¿me oyes? ¡Siempre losbrazos, los brazos! —Los

gritos de fondo se solapaban a lavoz, se oía más la desesperaciónronca que su tono.

Se quedó quieto. El agua busca sucamino. Fundirse en uno. Esperar almomento oportuno.

—¡Karl, yo, yo…! ¡Karl! —Apenasle quedaba aire, ni movimiento, erauna lucha sin sentido.

Horst Schubert estaba en lasúltimas, había consumido toda laenergía. Ya no podía rebelarse.

Tampoco al agua. El últimoremolino, el último serpenteo, depronto todo se amplió, el lecho

del río, la tierra, la respiración.Karl aceleró el ritmo,contracorriente, agarró el penachoque

sobresalía del agua y tiró delcuerpo inmóvil hasta la orilla.

Horst Schubert había salidocorriendo a ayudar con la mejorintención. Ahora yacía frente a él,

más cerca de la muerte que de lavida. A Karl Heidemann le parecióinjusto, sintió agotamiento y

rabia. Todo en su interior serebelaba, se resistía. Así no,muerte, así no. Golpeó con lospuños el

pecho de Horst Schubert como si

fuera la piel de un tambor, una yotra vez, hasta que, igual que

una fuente, salió un chorro de aguade su boca. Luego se oyó unarespiración sibilante, profunda,

abrió los ojos de par en par, volvióen sí, recobró la calma. La imagenparecía congelada durante

un rato. Dos personas, una frente aotra, observándose, una tumbada, laotra de rodillas.

Finalmente una palabra dirigida aKarl:

—Gracias.

Nada más. Todo lo demás estabadicho.

Karl se limitó a asentir con lacabeza. La despedida. Una vez más,la última. Karl sabía que

Horst Schubert no lo dejaríaescapar en otra ocasión.

Karl Heidemann saltó de nuevo alagua como si conociera el camino.Lo había perdido todo:

sus posesiones; la idea bienarraigada de poder volver un día

con su padre; la posibilidad deestar

cerca de Marie, de verla, olerla,sentirla. Se fue con las manosvacías, pero esta vez era distinto:

no fue una partida hacia unalibertad desconocida, sino hacia uncautiverio.

42

La recepción

De nuevo tierra adentro, KarlHeidemann salió del agua y seabrió camino entre la maleza.

Aubruck quedaba muy lejos, igualque el supuesto peligro. Prontopasó de caminar a arrastrarse a

trompicones por el agotamiento,luego se puso a buscar refugio.Necesitaba descansar,

urgentemente, en un momento dadoapareció un campo atravesado pordos autovías, extenso,

donde había un viejo cobertizo.Buscó refugio, por lo menos paraesa noche.

El cobertizo estaba vacío. El suelo

estaba sucio, había sacosdesgarrados, bidones grasientos,

el ruido de la carretera era comouna capa de plomo, lo bastantepesada para por fin estirarse en

el suelo y dejarse caer en un sueñoprofundo, pesado: Karl, hundido enel lodo hasta la cadera, en

un campo abierto, incapaz deliberarse. Marie, a lo lejos, correhacia él, gritando. Ya no es muda,

ni sorda, su voz trasmite pena,miedo. «Karl, Karl, está vivo. Karl,

¿dónde estás?». Se oye el

rugido de unos motores.

¿Qué es sueño y qué es realidad?

Veit, sentado con las piernasarrancadas y los muñonessangrientos en la cabina delconductor

de una trilladora, se acerca con lascuchillas rotatorias, más cerca deMarie, de Karl, cada vez

más, y el lodo se va solidificando,no hay salida. Los motoresenmudecen.

¿Qué es sueño, qué es realidad?

Marie, que cae al suelo ante lamirada de Karl, ya no puedelevantarse, quiere seguir

avanzando a gatas, mientras trasella se oyen gritos.

—Allí, ha salido corriendo haciaallí.

Se oyeron unas patadas firmescontra la entrada del cobertizo. Lamadera de la puerta y la

bisagra rotas. Un estruendo, unanube de polvo, con un brillo

anaranjado bajo la luz del sol. Tres

hombres.

—Te tenemos, desgraciado. Aúnhay justicia.

Desahogaron la rabia, apareció laboca de una escopeta a la altura delos ojos.

—¡Acaba con él, aquí mismo!

—No, se lo llevaremos a Schubert.

—Como máximo lo mataremos,Bruckner, pero no aquí, tenemosque disfrutarlo.

Culatas de fusil a la altura de losojos.

Oscuridad.

Primer día

Cuando Karl Heidemann recobró laconciencia seguía a oscuras. Erauna opacidad

impregnada de un fuerte hedor.Tenía el cuerpo y las extremidadescansadas, pesadas, pero no

podía moverlas. Tenía los brazossujetos por encima de la cabeza, lasmanos atadas. El dolor en

las muñecas, en los tobillos, erapunzante, agudo. Las plantas de lospies estaban desnudas sobre

el suelo resbaladizo. Dio un brinco.Levantó todo el cuerpo. Con cadamovimiento de las piernas

sentía un aguijonazo, el sueloestaba cubierto de pedazos devidrio y se oía el tintineo de una

pesada cadena de hierro. Era unsonido sin eco, sin resonancia, todoestaba cerca. Era un espacio

con las paredes gruesas. Piedra,

cemento, un cuarto pequeño,húmedo, tal vez bajo tierra. Karl

tenía helado el pecho, la espalda, eltrasero, los genitales, las piernas,los brazos, las plantas de

los pies, las manos, todo el cuerpo.Estaba helado y desnudo, en cueros,solo tenía la cabeza

tapada. El rostro se calentaba concada respiración. Tenía un sacoatado al cuello, con fuerza, pero

lo bastante amplio para que entraraaire.

Era lo bastante ancho para romperel silencio, soltar un gemido, unllanto, un rugido. Gritos de

socorro.

Los sonidos caían en el vacío, solose oía la resonancia de las paredes.

Había perdido la noción deltiempo.

Segundo día

—¡Saca esa mierda de ahí!

Un tintineo de la cadena por encimade él.

—¡Ahora levántalo!

Levantaron una piedra pesada, seoyó vida, los sonidos del bosque,ahora las voces eran

claras.

—¿Creéis que sigue vivo?

—Eso espero.

Luego se encendió una luz, se veíaborroso a través de la tela que letapaba la cabeza. En el

techo, una forma de cruz. Así queera un pozo. Bajaron unos hombres,

tres en total.

Un golpe en la cara.

—¿Qué, has dormido bien, cerdo?

—Ya no es tan divertido, ¿verdad?

Le quitaron el saco, vio la purasatisfacción. Otro golpe.

—No me mires. ¡Aquí solo miroyo!

La luz de una linterna,deslumbrante, directa a los ojos.

—¡Y ahora esto!

Desapareció la luz.

—Ay, perdona, no verás nada demomento. ¡Pero tenemos tiempo!

Risas.

—¿Qué, ya ves algo?

El cono de luz dirigido a unaesquina del pozo, luego a la otra.

—Para que no estés solo.

En cada esquina había el cadáverde un perro.

—¿Qué pasará ahora con él,

Pöllauer? ¿No podríamos dejarloaquí sin más?

—Ni te creerías todo lo quepodemos hacer, Bruckner. Dalealgo de beber. Comida no

necesita, ya está bastante gordo.

Risas.

—No queremos decir cosas malas,¿verdad? Que el chico vea quesomos buenas personas. Y

cariñosos. Neupold, dame el palo.

—Pöllauer, yo…

—Eres un bocazas, Bruckner. Sal sino quieres verlo.

—Pöll…

—Que salgas, te he dicho.

—¡Aquí tienes el palo!

—Gracias, Neupold.

Vio el pozo como un aliado, comoun sótano que acepta la oscuridad.También a las personas.

Debía orientarse hasta encontrar elinterruptor también allí. Encenderla luz, apagarla. En algún

lugar estaba, el interruptor, la llave.

—Bueno, chico, ¿por dóndeíbamos? Ah, sí, por lo de sercariñoso. ¡Tienes un trasero

precioso!

Lo ocultó todo. No demostró dolor,ni dejó escapar un sonido.

Pronto volvería la oscuridad.

Pronto volvería a estar solo.

Por fin podría llorar.

Tercer día

—Voy a desatarlo, Pöllauer, teparezca bien o mal.

—¿Y luego qué? ¿Qué quiereshacer luego, Bruckner? ¿Adoptarlo?

—¿Qué quieres hacer tú, Pöllauer,se te ha pasado por esa cabezaenferma?

—Claro que sí. Lo dejaremos aquíhasta que vuelva Veit. De regalo.Luego Veit decidirá qué

hacer con él, si le arrancamos laspiernas o lo llevamos a la policíacomo si acabáramos de

encontrarlo.

—¡Pero Veit tardará semanas envolver!

—Pero este es un lugar acogedor.Recibe manutención y alojamientogratuitos, un par de

mantas, ropa vieja y el día antes deque vuelva Veit, lo regaremos paraque esté guapo y limpio.

Quinto día hasta el séptimo

Se separaron cuerpo y alma, carney espíritu.

Soportaba el repugnante olor, elfrío, la humedad, los dolores. Llegóa pensar que aquella

oscuridad era el lugar más tranquilodonde había estado jamás: un lugarbajo tierra. Como una

tumba. Silencio sepulcral. No seoía nada desde fuera, solo estabaél. Él y su perseverancia, nada

nuevo. Él y la absoluta oscuridad,que su imaginación pronto llenó devida. Las paredes pintadas,

cada una de un color, azul cielo,

verde claro, amarillo del sol,marrón tierra. No, marrón tierra

mejor no. Hasta podía reír. Ytransformar cosas: el duro suelo depiedra se convirtió en la litera

de madera de su cálida sauna deJettenbrunn, de vez en cuandoincluso en una cama blanda. Una

cama para dos: él y Marie.Transformó el pozo en unahabitación, un dormitorio, uncomedor, un

salón, tal vez una casa entera. Un

hogar agradable, claro. Una casapara dos, tal vez para tres.

Una familia, con una habitacióninfantil, una cuna. Las pieles de losdos cadáveres de perro,

cuando las tocaba sin querer,parecían el tejido suave de unoscojines, animales de peluche, la

manta preferida, y mientras tantomiraba al techo hasta queimaginaba un hilo fino plateadoigual

que el marco circular de piedra del

pozo. Lo observó como un ojo quelo miraba complaciente.

Para él aquel espacio era como untoldo que ofrece una acogedoraprotección sobre la cabeza

ante el demonio del ser humano.

Ese demonio iba, todos los días ala misma hora, a arrojar botellas deagua y restos de comida

al pozo, pan duro, fruta podrida,verdura, de vez en cuando unbocado de carne.

—Eso son costillas a la brasa,

Bruckner, hay demasiada carne,demasiado noble.

—Aquí tienes, chico, espero que…

—¡Que disfrutes de la estancia!Veit se ha quedado en los huesos,aún tardará un tiempo en

poder sentarse sobre los muñones yvolver.

¿Huesos? De pronto recuperó elánimo. ¿Esa era la clave?

El ciclo de un día.

No se dejó intimidar por la

consistencia de la avanzadadescomposición, el olor yaconocido,

tocó el pellejo, la piel, avanzó conesfuerzo solo usando los dedos.Hurgó, probó, hasta liberar las

patas traseras. Huesos duros, losclavó en una grieta del suelo, lostorció, los giró, afiló los

cantos, hizo punta a los extremos.

Luego solo le quedaba esperar.

Decimoctavo día

—Mierda, Pöllauer, mira esto. Hadescuartizado a tus perros…

—¡Probablemente del hambre,pobre diablo!

—¿Qué os importan los perros,maldita sea? El chico ya no semueve. ¡Tenemos que ir a

buscar ayuda!

—Seguro, Bruckner. ¡Ayuda!Dejémoslo así. Nadie lo encontrarájamás aquí.

—Pero sería mejor sacarlo,llevarlo a comisaría y fingir que lo

hemos encontrado. Seremos

casi héroes.

—Aún mejor sería enterrarlo enalgún sitio en el bosque, y así nosahorramos de una vez por

todas algunas preguntas incómodas.

—Bueno, bajemos. ¡Lo sacaremostirando de la cadena!

Esperó. Esperó lo suficiente, conlos huesos en ambas manos. Esperóhasta que tuvo los

latidos de tres corazones tan cerca

que los podía localizar a ciegas.Dos de ellos eran su objetivo.

Hizo acopio de todas sus fuerzas,notó la luz del día bajo lospárpados cerrados, el aire frescoque

entraba, para dar la bienvenida a lavida o la muerte. Daba igual.

El movimiento fue muy rápido, laestocada precisa. Ni un grito, soloun jadeo de Bruckner.

—Chico, te soltaré, yo, yo, porfavor, déjame con vida. Te lo juro,

quedará entre nosotros,

todo. ¿Me entiendes? ¡Todo!

Irse, solo quería irse. Volver a lavida, abandonar esa tumba.Bruckner levantaría la piedra del

círculo, en vez de esparcir floressobre el follaje del bosque.

El propio Karl Heidemann acabóteñido por una capa oscura. Sehabía convertido en otra

persona. Atrapado en el laberintode sus propios pensamientos. Habíacambiado la pesada

mochila que antes siempre llevabasobre los hombros por una cargamucho mayor, invisible: el

odio, la ira, la incomprensión.Incomprensión por las olas dedesprecio dirigidas a él, las ansias

de represalias.

Si los malignos, los fuertes, lospoderosos como Veit Pokrovskitenían sus propios

intercesores, todo un ejércitodispuesto a todo, ¿quién daba voz alos débiles, quién podía

enfrentarse con fuerza a laviolencia vocinglera?

No era lo que las personasentendían por un Diosmisericordioso. No había Dios paralos

justos.

¿Qué otro remedio le quedaba,poner fin a su propia pasividad?

Solo la acción.

TERCERA PARTE

Esperanza

La huida es un camino hacia delante

43

La desaparición

Aquella tarde de febrero del 2001las vistas eran nítidas. El estrechosendero que conducía a las

paredes de su hogar estaba denuevo recién espolvoreado. Eraalgo inusual en aquella zona. El

color blanco era más propio de laprimavera que del invierno, cuandoflorecían los

melocotoneros, los albaricoqueros,los almendros y las magnolias.Aquel año, en cambio, su

hogar también se había cubierto enaquella época de un manto blancoparecido: nieve.

No podría existir un lugar másbonito en la vida de PaoloMoroder.

Paolo Moroder había nacido tresveces. La primera en algún lugar.La segunda justo después,

cuando lo pusieron en una cesta de

mimbre, sin nombre, sin origen, y lodejaron en la entrada de

una comisaría. La tercera treinta ycinco años después. Treinta ycinco. Veinte más quince.

En veinte años lo tuvo todo y nada:orfanato, familia de acogida,orfanato, familia de acogida,

varios cambios. En medio, diversostribunales de menores, pequeñosrobos, vandalismo, peleas.

Una vida desarraigada. Finalmentela última familia de acogida. Una

casa burguesa de creencias

católicas, el dueño un empresariode éxito, su buena acción con lasociedad era adoptar a una

oveja descarriada, darle un hogar,compartir el regalo del bienestar,de la falta de preocupaciones.

En apariencia.

Dos niños, uno de verdad, otrofalso: Paolo.

Dos padres de acogida, una personaque necesitaba atención: no eraPaolo, ni el padre, tan

trabajador que apenas estabapresente, ni el hijo mayor de edadque estudiaba fuera, sino la madre

Claudia, que no se sentía realizada.

Una madre a la que le faltabanobligaciones y disponía dedemasiado personal: jardinero, ama

de llaves, niñera. Una mujernecesitada de entrega. Entoncesllegó Paolo con diecisiete años,

lleno de energía, valor, osadía. Lamadre y el hijo adoptivo formaronuna pareja secreta, el amor

de Paolo derivó en el deseo de huirjuntos, la clandestinidad dio paso ala traición del ama de

llaves, y la pasión al sufrimiento.El regreso del padre, la escopeta decaza apuntando a su esposa

en la cocina y finalmente la energíade Paolo Moroder, el valor, laosadía, el cuchillo de cocina.

Siete cuchilladas. Sin compasión,en lo más hondo de la carne delpadre adoptivo. La bala

perdida fue una casualidad mortal.

Primer amor, última felicidad.

Todo borrado, en pocos minutos.

Luego tuvo otra familia. Familiaadoptiva, padres adoptivos, hijoadoptivo, todos sin

cuidados. Pasó quince añosseguidos con las mismas personasde referencia: guardas, compañeros

de celda, asistentes espirituales,profesores, cuidadores. Quinceaños entre rejas, quince años de

monotonía, de previsibilidad,quince años siendo como una

imagen con un marco fijo alrededor

que le daba forma, quince años quea Paolo Moroder pronto leparecieron la libertad, se sentía

como en casa. Luego lo soltaron.Tenía claro el camino, la dirección,solo llevaba un objeto en la

mano: la Biblia. De nuevo encontrómuros alrededor, esta vezvoluntariamente, recuperó la misma

rutina diaria, los rituales, laspersonas, la misma austeridad en lacomida, la ropa, la voluntad.

Nunca había mucho de nada, poreso acogían lo poco que tenían conentrega, esmero,

agradecimiento. Nadie que viva enlibertad está obligado a adherirse ala codicia de la supuesta

abundancia, que en realidad erainnecesaria, esa era la convicciónde Paolo Moroder.

Desde entonces, caminaba dosveces por semana como mínimo, aveces solo, otras

acompañado. Lunes y viernes, sin

importar el tiempo que hiciera.Ascendía el cerro, pasaba el día

en el valle, luego regresaba. Ibacon paso firme, pero en paz pordentro. No gracias al silencio,

sino a la palabra. Eran palabrastranquilas, claras, puras, con lamisma fuerza que una oración,

pero más sinceras. Más auténticas.Como aquel día de diciembre.

¡Todo está en silencio! Baila encorro

el claro de luna en el bosque y el

campo,

y encima reina el silencio

y el cielo de invierno.

Ya había anochecido, la respiraciónfluía con calma hacia el aire fríomientras contemplaba la

lejanía.

¡Todo está tranquilo! Uno intentaoír en vano

el grito agudo de la corneja.

Ni un abeto susurra en la cima

ni un arroyo fluye con su murmullo.

La nieve recién caída desprendía unbrillo magnífico bajo la luz de laluna. Que el Señor te

acompañe, da gracias al Señor. Lascasas situadas en el valle aún eranpequeñas cajitas oscuras

con lucecitas diminutas.

¡Todo está tranquilo! Las casas depueblo

parecen tumbas que,

cubiertas de nieve, yacen

en un extenso cementerio.

Estar solo, completamente solo,entregarse a la calma, sentirla.

¡Todo está tranquilo! No oigo nadamás

que mi corazón en la noche.

Caen lágrimas cálidas

sobre el frío esplendor invernal.[4]

Así hablaba Paolo Moroder,susurrando para sus adentros,cuando en medio del claro, allí

donde normalmente solo había unallanura, le llamó la atención unasombra oscura que brillaba en

la nieve. La tocó con la manoderecha, como si fuera a cámaralenta, primero la frente, luego el

pecho, el hombro izquierdo, elderecho. Se santiguó.

Tenía ante sí también una cruz.

Una cruz oscura. Un rastro en lanieve.

44

La búsqueda

Había perdido todo rastro, salvopor una pista. Aquel día deseptiembre, Horst Schubert solo

pudo seguir con la mirada a KarlHeidemann, incapaz de levantarse ode saltar de nuevo al agua.

Lo que sí pudo hacer, en cambio,aunque le costara mucho esfuerzo,fue deshacer el camino.

Regresó al borde del precipicio,donde Karl había perdido lamochila.

Lo que encontró le pareció de unaprofundidad indescriptible y unabelleza espeluznante, como

Horst Schubert no había vistojamás. Eran obras de arte: libretasde papel, repletas de dibujos a

lápiz. Dibujos muy vivos, muyrealistas, como si fueran fotografíasretocadas. Rostros que

conocía: Charlotte y JohannHeidemann, Gertraud y HeinrichAuböck, luego los vecinos de

Jettenbrunn, los Oberwaldner, los

Lamprecht, Adele Konrad, variosestudios de Alois Daxberger,

y cada uno de esos retratosmostraba a la criatura en cuestióncon los párpados cerrados;

representaba, eso deducía HorstSchubert, el rostro, no: el encantode la muerte. Excepto uno, la

hija de Veit Pokrovski. ExceptoMarie.

Los ojos estaban llenos de dulzura,de afecto, atraparon a HorstSchubert al pasar la página.

Unos ojos iguales que los que lohabían mirado a él en persona. Bienabiertos, sonrientes,

curiosos, llenos de vida.

Vida. ¿Era él el chico que se laquitaba a la gente, como habíaquerido hacer con Veit?

Al principio Horst Schubert no loentendía. ¿Entonces quién ibadejando ese rastro por el

campo, sumía a pueblos enterosmes tras mes en el pánico y elhorror, y cometía auténticas

atrocidades? Actos que carecían detoda estética, de todo respeto, comotodos los muertos

anteriores.

Personas aniquiladas con crueldad,de forma brutal, siempre de noche,les cortaban el

pescuezo mientras dormían, seahogaban en bañeras, lagos,arroyos, los empujaban al vacío,los

ataban a las vías del tren en curvassin visibilidad. Personas por las

que nadie derramaba una

lágrima, que cuando se observabancon más detenimiento resultaban serdéspotas, tiranos en sus

correspondientes mundos. ¿Quiénse adjudicaba el derecho a, en vezde comportarse de forma

justa, juzgar de forma arbitraria, seerigía en representante de losindolentes, los indulgentes, los

sometidos? ¿Un ángel delapocalipsis, un lúgubre presagio, lasombra del siguiente milenio, como

decía un periódico? ¿Cuándoacabaría de una vez? ¿Con elcambio de milenio, el hundimientodel

mundo?

No acabó.

Se produjeron pausas, solo pausas.Como si quisiera recuperar fuerzas.Luego volvió, una y

otra vez. Pronto Horst Schubert yano supo qué hacer.

Nadie sabía qué hacer. Nadie desus propias filas, ni de las

organizaciones que habían

asumido el caso y que HorstSchubert había apartado en un gestopaternalista. Siempre iban un

paso por detrás. ¿Dónde buscar?¿Era siempre el mismo autor? ¿Quéperfil perseguían? Y, sobre

todo, ¿cuál era el perfil de lasvíctimas? Le podía tocar acualquiera, a todo el que se hubiera

pasado al lado oscuro en secreto.Pero ¿quién no lo había hecho?

Pasó un año en el campo. Luego

llegó el 6 de diciembre del 2000.El decimoctavo aniversario

de Karl Heidemann, aúndesaparecido. ¿Seguía con vida?Horst Schubert no lo sabía.

Era un día de grandes esperanzasinfantiles, alegre. Fue un día demuerte: un hombre con barba

blanca, gorro, abrigo rojo y unbáculo dorado. Un hombre llamadoRainer Bergmann, padre de

familia, que caminaba de noche, enla nieve, de un pueblo a otro. Un

hombre que aquel día se

colocaba niños en su regazo, lesponía golosinas en las manossuaves, les leía en voz alta un libro,

les acariciaba la cabeza con cariñoy aun así en su mente habíademasiado afecto. Un afecto que,

como se descubrió después, ya noexistía en el círculo de su propiafamilia más que en forma de

amabilidad. Un afecto que a partirde ese día Rainer Bergmann nopodría volver a dar jamás.

Lo encontraron en el borde de unbosque, atado a un árbol, con losgenitales arrancados, las

arterias cortadas y la boca tapada.Lo encontraron desangrado yparcialmente mutilado por los

pájaros hambrientos y los animalesmenores. Encontraron rastros en lanieve, huellas de una

persona con dos zapatos denúmeros distintos. Huellas que enun momento dado se perdían en las

vías del tren de largo recorrido.

Horst Schubert ya no sabía quédecir. No detectaba ningúnobjetivo, solo muertos. No había

persecución, solo un ajetreo de unlugar del crimen a otro. No habíatiempo para encontrar la

calma, la propia, no lo habíaconseguido, pero tenía que vivir suvida y, aunque solo fuera para

distraerse, desempolvar las vías,las miniaturas y hacer circular sustrenes, zumbando. A partir de

entonces eso tendría que cambiar.

Por mucho tiempo.

Porque Karl Heidemanndesapareció, y esta vez fue distintoa lo ocurrido unos meses antes.

Desapareció en un museo de lastradiciones, de los valores, de lasabiduría, una de las salas de

congelación de la historia, allídonde todo quedaba protegido,mientras la vida continuaba fuera

de aquellas paredes.

45

El olvido

Toda la rabia de los últimos mesesno había conseguido que KarlHeidemann se sintiera

realizado ni alcanzara la pazanhelada, esa cruzada por imponersu propia justicia. Se sentía más

bien como un jardinero que paseabapor un prado, se agachaba unmomento para arrancar una

pequeña mala hierba y en esemismo instante veía que un pasomás allá estaba creciendo ya la

siguiente, y a la izquierda, a laderecha, por todas partes. De vezen cuando Karl perdía la

orientación, también sobre símismo. Y todo mientras la Navidadde 1999 llegaba y se iba y él

seguía teniendo en mente,impasible, únicamente suenajenación mental, mientras elcambio de

milenio llegaba y se iba, sin el findel mundo previsto, mientras eltiempo pasaba volando por su

lado, las décadas lo dejabanimperturbable, se sentía como encasa en todas y en ninguna parte, en

cabañas, cobertizos, cuevas,canales, bajo las ramas en losbosques, en obras vacías, casas

familiares en construcción, viejosgraneros, daba igual, todo era suespacio vital. El frío, el calor,

eran solo cuestión de superación,de voluntad. Al principio lavoluntad de Karl era

inquebrantable. No quería cometer

más errores. Solo uno: la locura.

Una locura capaz de llevar a laspersonas al extremo, las hundía enun abismo, cada vez más

profundo. Un abismo sin salida, sinvuelta atrás. Un castigo para elcuerpo y el alma. Karl

Heidemann solo sentía alrededor lallamada del mal. Un mal que habíaque aniquilar.

Aquella vida pronto se convertiríaen rabia.

Cuando cumplió los dieciocho

años, un cumpleaños sinfelicitaciones, con el cuerpo más

delgado y exhausto, el pelo lellegaba a los hombros, lucía unabarba clara pero espesa, ya no

miraba solo las ventanasiluminadas por el brillo de lasvelas de Adviento, sino también alos

ojos de las víctimas que sedesangraban. Su última víctima,Reiner Bergmann, vestido de San

Nicolás. 6 de diciembre del año

2000. De noche. Todo estaba porcomenzar.

Estaba a oscuras, y aun así vio elbrillo que iba palideciendo en losojos de aquel hombre bajo

la luz de la luna menguante. Unosojos, como en todas las ocasionesanteriores, insondables. Sin

embargo, de pronto KarlHeidemann vio en ellos mucho más,como si fuera su regalo de

cumpleaños, descubrió algo que lehizo estremecer. Cada vez se le

acercaba más la cabeza que se

descolgaba, la mirada suplicante,hasta que tuvo conciencia de lo queestaba viendo en medio de

ese brillo lúgubre: su propioreflejo.

Su voz interior sonó atronadora:

«Quien con monstruos lucha cuidede no convertirse a su vez enmonstruo. Cuando miras largo

tiempo a un abismo, el abismotambién mira dentro de ti»[5].

A Karl Heidemann le pareció comosi se fundiera con RainerBergmann, como si estuviera

amarrado en la nieve, como si lasúplica que vio en el rostro deaquel hombre se hubiera

transformado en una mirada dehermanamiento, en un: «Eres comoyo. ¿No lo oyes, lo ves, lo

sientes? ¡Eres como yo!».

Irse. Karl tenía que irse. Huir de sí

mismo.

Vagó por la nieve, junto a las casasvacías, sin parar, subió a un tren demercancías parado en

la oscuridad. Dentro había todo unbosque. Como los infinitosmiembros de una cadena, vagón tras

vagón, sin fin, cargados de troncos,y en medio Karl, también cuando sepuso en marcha. Fue un

trayecto gélido, ruidoso. Porciudades, túneles, anchas llanuras,puentes, hasta que pasó de ir recto

a serpentear, hasta que el tren sedetuvo y unos hombres con unaslinternas midieron los montones

de madera, hablaban a gritos, eraincomprensible. Una lenguaextranjera, un país extranjero. Un

país que Karl pisó antes de que uncono de luz lo atrapara. Ya no habíaregreso posible, era su

nuevo hogar. En algún sitio.

Siguió su camino, permanecióoculto durante días, semanas, comoél sabía hacer, pero con más

miedo e inseguridad, cada vez conmenos empuje, sin tener la muertedelante, sino en su interior.

Algo había desaparecido: la fe enla justicia, en la bondad de susactos. La fe en su propia valía.

Lo estaba matando poco a poco, leestaba arrebatando las fuerzas, lavoluntad, lo estaba

convirtiendo en una persona cadavez menos precavida, cada vez loveían con más frecuencia, lo

atrapaban extraños, no se escondía

porque quisiera, sino porque teníaque hacerlo. Una noche lo

hizo bajo la lona de una pequeñacamioneta aparcada. El interiorestaba muy cargado: cajas

amontonadas, sujetas con cintas.Por cada caja seis botellas vacías,no para beber, pero servían

para esconderse tras ellas. Eltrayecto siguiente fue eterno, pormontañas y valles, vías rápidas de

varios carriles, con el motorrugiendo, el viento silbando, la lona

agitándose. Un trayecto que

sumió al polizón en un estado deaturdimiento, vértigo, mareo, fatiga,lo dejó abatido. No volvió

en sí hasta que el coche se detuvo ylo dejaron ahí, mientras se oíancacareos de gallinas, ladridos,

un saludo jovial y un portazo.Luego tranquilidad, estaba solo.Karl salió de debajo de las cajas,

hambriento, sediento, bajó de lasuperficie de carga, vio una granja,un cobertizo, más cajas,

llenas, esta vez también elcontenido. Karl se sirvió, a dosmanos, dos botellas llenas, noquería

quedarse y aun así lo descubrieron.Un sensor de movimientos, unvestíbulo iluminado, el

conductor que salía de la casa.Lanzó piedras, gritó.

Se fue de nuevo. Ya estaba muydébil. Se adentró en la oscuridad, yde nuevo la nieve. Y una

colina. Karl Heidemann no podía

más, no quería seguir, solo serarrastrado a algún lugar, poner

fin al suplicio. De una vez. Caminóhasta que las fuerzas se agotaron,entretanto calmó la sed,

hundió hasta el fondo los corchosde las dos botellas con un palito. Ellíquido salió

chisporroteando como una fuente.Motas rojas sobre el suelo blanco.

Bebió y caminó, bebió y caminó,sin parar, montaña arriba, solohacia arriba, sintió el calor

que se extendía por su cuerpoexhausto, la ligereza, el tambaleoagradable, caminó mientras las

piernas estuvieron dispuestas amantenerlo en pie.

Luego por fin se tumbó. Cerró losojos.

Olvidó el frío. Lo olvidó todo.Todo.

Una cruz. Oscura, con volumen.Paolo Moroder levantó su abrigo yanduvo pesadamente por

la nieve. Cuanto más se acercaba,

más apretaba el paso. Enseguidareconoció lo que veía: los

travesaños eran dos brazos, lasverticales las piernas, el tronco, lacabeza. Así que no era una

cruz: era una persona.

Aceleró el ritmo. Era un joven, másmuerto que vivo, con el rostroenjuto y sucio, el cuerpo

cicatrizado, tenía heridas concostras, gangrenadas, la respiracióndébil, los ojos cerrados, la

nieve estaba teñida de rojo. Aún

quedaban dos kilómetros para sudestino.

Era impensable dejarlo ahí.

Dos kilómetros por la nieve,llevaba encima todo lo necesariopara transportarlo: dos manos,

dos brazos fuertes, dos piernaspotentes y una voluntad férrea.

46

El despertar

Solo sentía por dentro frío, dolor,desprecio hacia sí mismo. Fuera, en

cambio, todo era suave y

cálido.

Sintió la tela sobre la piel, elcolchón sobre el que estabatumbado, el edredón extendido

sobre su cuerpo, y finalmente loscantos que le llegaban desde muylejos. Voces masculinas

cantando al unísono, sininstrumentos, sin prisa. Un cantocomo una levitación, como si loacunara.

Un canto que no causaba ningún

dolor en Karl Heidemann, para élera un alivio. Todo estaba

sumido en una calmaextraordinaria, solo se oía ese levesusurro muy cerca.

Como si tuviera unas pesadasmonedas sobre los párpados, Karlse esforzó en abrir los ojos.

Estaba oscuro, la luz que entraba através de la cortina corrida, decolor ocre, era acogedora. Solo

había lo imprescindible: una cama,una mesita, un armario ropero, un

lavabo, una mesa y una

butaca. Ocupada.

En realidad había estadocontinuamente ocupada desde queKarl se despertó, probablemente

desde que llegó allí.

Las primeras palabras dirigidas aél directamente eran desconocidas.

— La pace sia con te.

Al principio le parecióindescifrable también todo lo quese dijo a continuación.

— Capisci me?

Un hombre curvado, mayor, seacercó con calma a la cama deKarl, sonriendo.

— Do you understand?

Pero Karl no reaccionó.

De pronto dijo palabras quecomprendía:

—Un chico rubio, tal vez hablasruso o alemán. Yo soy el hermanoPaolo.

¿Qué podía hacer? Nada. Quedarse

así, no había ninguna puerta abierta.Karl Heidemann

sintió ganas de darse la vuelta, peroestaba demasiado débil, notó queaparecían gotas de sudor en

la frente y cerró los ojos pegajosos.

—Tienes mucha fiebre, hijo. ¿Meentiendes? Con un gesto bastará.

No hubo gesto, ni un sonido. Solocerró los ojos.

—Todo irá bien, no te preocupes.Todo irá bien.

¿Qué era todo, y qué tenía que irbien?

Eran palabras bienintencionadas,pero sin sentido. El idioma quehablaba era la puerta a la

niebla que oculta, engaña, simula,precipita, acepta la necesidad deverse, de leerse mutuamente.

Cubre lo que pudiera ser elegantede un aire tosco, inutiliza a laspersonas. Una sola palabra

puede destrozarlo todo. Una vozaguda, penetrante, y se renuncia a lasuavidad de las personas.

Una voz tenue no supone ningunagrosería. Desde que pasó esos díasen el maizal, los días que lo

cambiaron todo para él, desde suencuentro con esa chica muda,Marie, Karl tenía una certeza:

fuera hombre o mujer, tuviera laforma que tuviera, o la materia, siexistía, Dios era mudo.

Dormir, solo dormir.

En algún momento el sueño llegó asu fin.

La habitación estaba másiluminada, las cortinas abiertas, laventana abierta. El zumbido era

doloroso: moscas que se posabansobre el cuerpo de Karl, se frotabanlas patas y lo transportaban

a la época en que todavía tenía unhogar, hasta Jettenbrunn, al lado desu padre. Todo había

terminado. No tenía ganas deahuyentarlas. Lo soportaba, no

había nada más insoportable quelos

días que pasó atado a una cadena enla oscuridad del pozo, que lastinieblas que se sucedieron

durante los últimos meses.

Observó la belleza, las vistas desdela ventana abierta a ras de suelo. Elcésped que se

extendía delante era enorme, unpoco más allá se veía un bosque,ascendente. El sol iluminaba la

ladera y dibujaba el contorno de un

edificio gigantesco en el prado.

Al otro lado del cristal, fuera, lepareció oír un pintor que trabajabaen su obra. Se oía con

claridad el roce de un pincel sobreel fondo duro, además de un leveresoplido.

También una respiración muy cerca.

— Tutto bene?

El hermano Paolo seguía ahísentado, y con él una mujerdesconocida, con abrigo blanco, de

unos cuarenta años, que se acercó aél. Desprendía un olor agradable, lamano que posó sobre su

frente era suave, amorosa, pero suspalabras le resultabanincomprensibles. Manipuló elbrazo,

sintió una punzada, un ligero ardor,conectaron un tubito de plástico.Encima de él había una

botella con un líquido transparente,una, dos, tres gotas, cuatro, cinco.Contaban. Seis.

Continuaron.

Cuando Karl despertó de nuevo, lahabitación estaba vacía, y aun asítuvo visita. Fuera del

edificio, el pintor echó un vistazohacia el interior de la ventana,masticando algo con deleite, y

Karl no pudo evitar sonreír. Era unpintor sin pincel, pero con cola.Tenía el cabello erizado,

rozaba el muro del monasterio concada movimiento y ahuyentaba lasmoscas. Lo miraron unos

ojos muy negros. La crin erablanca, igual que el dorso de lanariz. Luego el artista desapareció

despacio, maestro de lasupervivencia. Tenía el cuerpo enlos huesos, flaco, avejentado. Lapiel

era de color marrón claro, elsímbolo quemado en la ijada eramás claro: un círculo, y dentro la

letra Q.

Q. Un caballo veterano, un animalde trabajo.

Durante los días siguientes pasópor ahí un momento, a veces veíauna señal débil, indecisa, el

servicio silencioso que prestabanen aquella habitación. Hombres quecambiaban la ropa sudada

de Karl sin decir nada, le poníanpaños fríos, ungüentos curativos,aceites aromáticos, vendas

protectoras, y le acercaban la tazade beber, los alimentos, el orinal.Nueve hombres en total, entre

los cuarenta y cinco y los noventa

años, en turnos constantes, prontoKarl Heidemann los llegó a

conocer por lo menos por elnombre. El hermano Richard, que amenudo hablaba alemán con el

hermano Paolo, el hermano Dimitri,el hermano Janek, el cocinero, elhermano Leandro, el más

joven con cuarenta y seis años, elhermano Serafín, el mayor conochenta y nueve años, el hermano

Daniele, el hermano Luigi, elhermano Fabiano. Toda la plantilla

del monasterio, como pronto

supo Karl. Hombres que irradiabantranquilidad, sin prisas, sinexigencias. Le dieron todo el

tiempo que necesitó.

De vez en cuando decían:

— Ты меня понимаешь? [6]

— Czy mówisz po polski? [7]

— Parles-tu ma langue? [8]

Enseguida Karl aprendió adistinguir solo por los pasos que se

acercaban quién acudía de

visita. Siempre estaba en medio ladoctora, Antonella Poletti, con unaire maternal que prometía

seguridad.

Igual que el mensaje que le llegó undía del hermano Richard. Habíaintentado en repetidas

ocasiones entablar contacto conKarl en varios idiomas, sinconseguirlo. Sin embargo, aquellas

palabras eran como un bálsamo:

—Tómate tu tiempo. Debe dehaberte pasado algo malo. Sea loque sea lo que te perseguía,

aquí estás a salvo.

Luego dirigió unas palabras alhermano Paolo:

—Los caminos de Dios nos lo hantraído hasta aquí.

¿Los caminos de Dios? Karl cerrólos ojos. Llevaba mucho tiempodeambulando por caminos,

solo, y ninguno le había parecido«el camino de Dios». Ninguno.

Eso tenía que cambiar.

47

El libro

¿Cómo acercarse a ese chico mudo,que cada vez iba recuperando máslas fuerzas? Esa parecía

ser la principal pregunta en lacomunidad monacal.

Los cebos que iban dejando erancariñosos, pero pérfidos.

Los dejaban con paciencia y ensilencio en la mesita de Karl.

Irresistibles, de graves

consecuencias: libros.

Karl los fue cogiendo, una y otravez. Las primeras veces solo lesechaba un vistazo breve.

Leía sin entender.

— Nel principio Iddio creò i cielie la terra…

El hecho de descartarlo erarespuesta suficiente para losmonjes. Así que le llevaban el

siguiente:

— B начале сотворил Бог небо иземлю…

Y el siguiente:

— Au commencement, Dieu créa leciel et la terre…

Y el siguiente:

— Na pozątku stworzył Bóg nieboi ziemię…

Y el siguiente:

— In the beginning God made theheaven and the earth…

Por fin un día entendió y se quedóatrapado, en la segunda frase deaquella historia ya se

convirtió en espectador de unapelícula de unas dimensionesespectaculares que se proyectabaen

su mente.

«En el principio creó Dios loscielos y la tierra. La tierra era caosy confusión y oscuridad por

encima del abismo, y un viento deDios aleteaba por encima de las

aguas. Dijo Dios: “Haya luz”,

y hubo luz. Vio Dios que la luzestaba bien, y apartó Dios la luz dela oscuridad; y llamó Dios a la

luz “día”, y a la oscuridad la llamó“noche”. Y atardeció y amaneció:día primero».

El primer día de una nueva vida,pues a partir de entonces Karl ya nose quedó tumbado

mirando al techo, sino absorto enaquel libro, sin parar de pasarpáginas, leyó lo que su padre, su

madre y Alois Daxberger no lehabían explicado porque para ellosno significaba nada.

— Fratello Paolo, FratelloRiccardo! Si legge tedesco[9].

Los dos lo miraban intrigados.

—¿Así que alemán?

Pero Karl se negaba a decir nada,generó más desconcierto, con lamirada fija en su libro.

—¿Pero qué significa, si sabe leery no quiere hablar con nosotros?

—¿Y si hemos pasado por alto unaposibilidad? —le interrumpió elhermano Paolo—. ¿Y si

los tapones de cera que lleva en losoídos son solo una protección?Para que no entre nada sin que

se dé cuenta. ¿Y si no nos oye?

El hermano Richard agarró a Karlpor el hombro al tiempo que seseñalaba las orejas, hizo un

gesto con la cabeza y KarlHeidemann sonrió: Marie.

—¡Santa María, no nos oye!

¿Era ese su camino?

Ser libre de todo. La mayor retiradaposible pese al afecto de losdemás. Vivir bajo un cristal

protector. Una nueva vida.Empezarla, virgen, como una hojaen blanco. Tratar a la gente como si

fueran cuadros colgados en unagalería, dispuestos a sercontemplados, a llenar losenvoltorios sin

rostro con ideas, fantasías delobservador. Un renacer.

En los rostros de los monjestambién vio señales de alivio. Lellevaron tapones nuevos, una

libreta y un lápiz, dejaron otra allado de Karl, sin saber la alegríaque le daban, y se pusieron a

escribir.

—Soy el hermano Richard, el abadde este monasterio, y él es elhermano Paolo. ¿Quién eres

tú?

Karl estuvo pensando, tambiénsobre sus semejantes. Más que

tratarse con sinceridad, las

personas se utilizaban como lasmorenas, la hiedra, las ramas de unsauce. ¿Por qué no hacerlo él

también? ¿Por qué no afirmar unaverdad que a oídos de los demásofrecía un matiz y una realidad

muy distintos? ¿Qué es la mentira?¿La fabulación extrema? ¿O dejarque sus interlocutores

creyeran en un pequeño error? ¿Quéinconveniente había? Si debíaempezar una vida nueva,

entonces que fuera del todo, seríarealmente como la figura sinnombre ni rostro de un cuadro.

Señalaron de nuevo el papel:«¿quién eres?».

Respondió con un gesto de lacabeza, ignorante.

Los rostros de los monjesreflejaron su asombro.

—¿Sabes de dónde vienes?

¿De dónde? Del campo nevado, lafurgoneta, el tren, el campamentobajo el eclipse, de

Aubruck, el maizal, de Jettenbrunn,del vientre de su madre. ¿Y antes?¿Qué había antes? ¿De

dónde procedía su vida? Karl no losabía, se quedó con la miradaperdida, vacía. Como una hoja

en blanco, por escribir.

—¿Tampoco lo sabes? ¿De qué teacuerdas?

Karl acarició con cuidado con lapalma de la mano la hoja en blancoy miró a los dos monjes.

—¡De nada! Eso es horrible.

Silencio, sí, pero no sin comunicarnada. Deslizó por primera vez lamina del lápiz, dibujó

líneas curvas sobre el fondoblanco, unas líneas maravillosas,letras como pequeñas obras

maestras, tan limpias, precisas,preciosas:

—¿Cómo he llegado hasta aquí?

Alegría en los ojos de los monjes.

—Debe de haber ido a una buenaescuela o ser de buena familia, porcomo escribe.

Por fin una vía de acceso.

Llenaron con destreza la páginasiguiente.

—Te encontró el hermano Paolo, enla nieve. Completamentedeteriorado, débil, herido,

ensangrentado, y te trajo aquí. Nospareció que llevabas mucho tiempovagando, sin un techo.

Solo. ¿No tienes familia? ¿Notienes padre, ni madre? ¿O esotambién se te ha olvidado?

La mano de Karl dibujó despacio

las letras, su mirada era vidriosa.

—Todo borrado.

Era muy cierto.

—¿Qué podemos hacer? ¿Cómopodemos ayudarte?

—¿Puedo quedarme?

—¡Para nosotros es una alegría!

Una casa, la tranquilidad.

—¿Cómo quieres que te llamemos?

—Vosotros me habéis encontrado,

ponedme un nombre.

El abad Richard no lo pensó muchoy escribió:

—Por muy malo que sea lo que tehaya ocurrido, has sobrevivido,estás vivo, así que te

llamarás Vitus. El vivo.Bienvenido, hermano Vitus.

Se dieron la mano a modo desaludo. Luego Karl se entregó a lalectura.

Sonaba muy bien: hermano.Familia. Vitus. Vivo.

Karl Heidemann siguió leyendo.

Caín y Abel.

48

Un nuevo comienzo

Lo que no se soluciona permanece,como una piedra en un vaso deagua, vuelve en el recuerdo,

vaga durante las noches en vela sinque le molesten, entre sueños eideas. Horst Schubert jamás

pudo olvidar Jettenbrunn, ni a todoslos muertos, el año 1999, a Karl

Heidemann. Lo que a otros

les parecía imposible para él teníarelación. Todos los cadáveres y esechico. Una relación que

siempre iba por delante, y hacíaque todas las piezas delrompecabezas se posicionaran deforma

distinta.

Cuanto más lo hacía, más veíasiempre lo mismo: los dibujos. Selos había guardado por lo

reveladores que le parecían. Los

había conservado como si fueran desu propiedad, la fianza en su

mano, la garantía contra el olvido:Marie.

Las preguntas lo atormentaban: ¿porqué su rostro era el único entretodos los dibujos

representado con los ojos abiertos?Si todos eran caras de difuntos,¿por qué llegó a retratar el de

Marie si seguía con vida? ¿Seguíaviva?

Horst Schubert fue a Aubruck, muy

preocupado. Solo para estar seguro,para echar un vistazo,

para verla. Para que los vecinos deaquel pueblo le contaran finalmenteen qué monstruo aún peor

se había convertido Veit Pokrovskidel que ya era antes del accidente.Allí todo el mundo

maldecía el accidente, no por loocurrido, sino por el resultado. Elauténtico criminal no era ese

chico raro, sino el conductor de latrilladora y su buen ojo. Solo un

momento de descuido, un

metro más habría bastado y todohabría ido bien. Sí, eso pensaban,incluso lo decían. Era fácil

hablar, pues según supo HorstSchubert, hacía tiempo que lafamilia ya no vivía en la zona yhabía

vendido la casa.

No, no sabían la nueva dirección,solo el nombre de la ciudad.

No, no habían mostrado másinterés.

Nadie lloraba la desaparición de lapeste.

Pero a Horst Schubert sí leinteresaba.

Karl también sentía un gran interés.

Leía, y leía…

… leía despacio, algunas páginasvarias veces, se puso a compararuna edición, la alemana,

con la otra, la italiana. Cada vezestaba más sumido, más sumergidoen una de las aventuras más

monumentales, como nunca la habíavisto. Una peripecia sobre elnacimiento y la muerte, la

creación y la destrucción, elsometimiento y la libertad, losmandamientos y la obediencia.

Yo soy tu Señor, tu Dios. Notendrás dioses ajenos ante mí.

No tomarás el nombre de Dios envano.

Respetarás el día de reposo.

Honrarás a tu padre y a tu madre.

No matarás.

No cometerás adulterio.

No robarás.

No levantarás falso testimonio delprójimo.

No codiciarás la casa del prójimo.

No codiciarás la mujer del prójimo,su sirviente, ni su criada, ni elganado ni nada que tenga el

prójimo.

Historias llenas de fantasía

desbordante, llenas deacontecimientos maravillosos, de

contrastes, de amor, de amordivino, de ira, de ira divina, paz,violencia, y finalmente llena de

violencia pacífica. Personificada.Descrita en cuatro ejecuciones, conun desarrollo parecido, no

siempre en el contenido, repleta decontradicciones. Pero a Karl no leimportaba. Era un libro, ni

más ni menos. Solo un libro.

Leía y leía…

… mientras con el tiempo fuerecuperando las fuerzas, y con ellasla voluntad de un día

sentarse en el borde de la cama,con la negrura ante sus ojos,superar el sudor frío, levantarse,

atreverse a dar los primeros pasos,solo para abrir la ventana, respirary ver al visitante al que tan

bien conocía ya: Q.

El caballo se encontraba, orgullosoy erguido, en medio del prado.Miró a Karl, levantó la

cabeza un poco más y se fue, comosi quisiera decir: «Por fin viene».

Primer día de la resurrección.

Pronto Karl confió en sus piernaspara dar unos pasos delante de lapuerta. Caminó por el

pasillo, para buscar el retrete.Quería evitar por fin la descargadiaria en el orinal que le daban.

De camino a esa libertad encontróotra: la biblioteca.

Una sala sin duda tan grande comoel huerto del viejo Alois

Daxberger, recubierta de

estanterías de madera oscura ypulida que llegaban hasta el techo,llena de miles de historias,

suficientes para llenar mucho másque una sola vida, y en medio deese paraíso una silueta de

mujer. Karl se detuvo un momento yse apoyó en una de las estanterías.Su mirada era de

requerimiento, las manos suaves.Reconocía cada arruga, cada vasosanguíneo. En la mano

derecha tenía un libro, en laizquierda una azucena. El cuerpo demadera, la cabeza cubierta con

un hábito de religiosa, solo elrostro quedaba libre. Era un rostroconocido. Le recordaba a Marie,

como todos los rostros lerecordaban a ella. Todos. Lailusión, la peor arma de lanostalgia. Karl

acarició el contorno con ternura,indagó en cada curva, cada salientede ese ente corpóreo tallado

en madera, mientras oía vocesexaltadas que procedían de suhabitación. « Lui è andato»[10],hasta

que el hermano Paolo lo oyócaminar por el pasillo, oyó labúsqueda, la desesperación, el

hallazgo.

— Lui è qui a Katharina! [11]¿Has conseguido levantarte y haceruna excursión? Me alegro.

Le enseñaron imágenes de aquellamujer, textos. Catalina de Siena,

protectora de Italia, de

Europa, adorada contra el fuego, eldolor de cabeza y la peste, patronade las lavanderas, las

enfermeras y, por último, ¡de losmoribundos!

No estaba allí en vano.

49

Catalina

No solo estaba en la biblioteca.

También figuraba, de piedra, en

medio del jardín del monasterio,rodeada de un mar de flores

y hierbas.

O en la tienda del monasterio, comomúltiplo de sí misma en lasestanterías, etiquetada entre

los objetos a la venta, lasinfusiones, los licores de hierbas,los elixires y ungüentos. También

aparecía en cuadros que casillegaban al techo enfrente de otramujer, también inmortalizada con

pinturas sobre un lienzo. Una mujer

joven con un vestido rojo, una capaazul y un corazón carnoso

en brazos. Un corazón como el dela abuela que Karl llevó así unavez.

—Y esta es María, la madre deJesús.

Veintiuno, veintidós, veintitrés,veinticuatro. Cuatro segundos deeco, cuatro segundos como un

globo que cae despacio al suelo,así contaba Karl mientras elhermano Paolo le enseñaba la

iglesia del monasterio por primeravez. Se quedó asombrado.

Alrededor veía muerte.

A la derecha del cuadro de Maríahabía un hombre desnudo,atravesado por unas flechas,

atado a un tronco. En las paredeslaterales, como junto al camino delcalvario, las

representaciones de las estacionesde la ejecución, y finalmente, alfrente de todo de la nave de la

iglesia, tallada en madera y clavada

a media altura, una cruz.

Una cruz como las que había vistoen numerosas ocasiones, en elcementerio, en el pico de las

torres de las iglesias, en pequeñascapillas, en los márgenes de lascarreteras y los caminos, en

salones, dormitorios, pero quejamás había percibido de formaconsciente. Un símbolo que estaba

presente en todas partes, formabaparte de su mundo, como lostractores, los bancos de jardín o

los columpios infantiles. Sinembargo, nunca lo había visto ensemejantes dimensiones. A

diferencia de los cuadros delcalvario, en ella no vio a un hombrecon una mirada tranquila, sino

un rostro desfigurado por el dolor.Un hombre desnudo, solo con untrapo en la cintura, sujeto con

clavos a los tablones, con lasmanos, los pies y los costadosatravesados, y el rostro y la cabeza

perforados por espinas. Sacrificado

delante de todo el mundo, expuesto,como los cerdos de

Jettenbrunn que se desangrabansobre los campos nevados.

—Ven, siéntate a mi lado.

Paolo Moroder señaló una de lasfilas de bancos. Allí se quedaronlos dos un rato, juntos. Uno

con la vista fija en el suelo,murmurando algo monótono, el otrocon una mirada de desconcierto

clavada en el altar mayor. KarlHeidemann se quedó atónito, pensó

en el libro que tenía en su

habitación, en el rostro de unhombre que pasaba por encima delsufrimiento y la muerte, en el

Evangelio, la resurrección, el reinode los cielos, la vida eterna, pensóen Moisés en el monte

Sinaí, en el mandamiento «nomatarás», mientras observaba lacruz idolatrada, símbolo de esa

comunidad de creyentes, de laaniquilación cruel, del asesinato, yno entendió nada.

¿Dónde estaba la lógica de todoaquello? Cuanto más reflexionabasobre el tema, mayor era su

confusión. Y cuanto más perdurabasu desconcierto, mayor era su pazinterior.

¿Para qué quería entender a esagente? Era una tarea absurda. Todotenía su reverso. ¿Acaso

tener fe no significaba tambiénrenunciar a toda voluntad deentendimiento?

Pronto sintió un gran

agradecimiento, pues si, entre todoslos lugares que había conocidohasta

entonces, existía uno en el que seejemplificaba la muerte con toda sucomplejidad, también por

parte de una mano ajena, como algoque no se podía juzgar, un caminohacia la liberación, hacia

Dios, era el que tenía ante sus ojos,justo ahí.

Por fin tenía un hogar.

Si la palabra «hogar» designaba un

lugar donde era posible dar laespalda al prójimo sin que

nadie dijera nada de su ausencia,Karl Heidemann había encontradorealmente el lugar idóneo.

Karl Heidemann era feliz, por lomenos eso creía, cada vez tenía másconfianza con aquellos

hombres, conocía su idioma, lasotana de color tierra pronto seconvirtió en su segunda piel, la

calvicie, las tareas asignadas: mozode cuadra, ayudante de cocina,

jardinero. Enseguida empezó a

fabricar pomadas, infusiones, ymucho más.

Encontraron un cuchillo de hojacorta en su habitación, patatas,nabos, raíces de apio, con el

rostro de santa Catalina tallado,más bonito que el de la biblioteca.Empezaron a apreciarlo más,

incluso con euforia, sobre todocuando salieron a la luz sus dibujosy todos los monjes se

reconocieron en ellos. Tras la

emoción llegó la razón, el olfatocomercial.

—Inténtalo con la madera. Puedeshacerlo.

Y pudo, el afán era herencia de supadre Johann. Creaba vida, no soloen sentido de superarse,

sino de producirla. Al poco tiempoacabó en un pequeño taller montadopara él, se inició en la

tarea de ampliar la tienda delmonasterio con estatuillas derecuerdo de santa Catalina, y cada

vez

iba desprendiéndose más delexpósito Karl para ser el hermanoVitus. El expósito de una

comunidad que seguía, aislada delmundo, sus rituales, celebraciones ymisas, solo la tiendecita

del monasterio permitía visitas,solo la iglesia ofrecía laposibilidad de recogimientosilencioso.

Sin embargo, rara vez llegaba gentetan arriba de la montaña.

Cada vez se sentía más parte deaquella comunidad, unido por eldeseo de ser como un niño

eterno oculto en aquel edificio. Unniño bien protegido en el seno de lafamilia, que se pone su

disfraz y ya no quiere quitárselo, yasea de vaquero, de pirata o desuperhéroe, que hace frente a la

vida para protegerse del mundoexterior y al mismo tiempo rechazaesa vida.

Hasta que la vida fue a buscarlo.

Una noche encontró una carta en sumesita.

«Paolo se está haciendo mayor. Apartir de ahora irás a caminar conél. Todos los lunes y viernes.

Que duermas bien. Abad Richard».

Santa Catalina de Siena, patrona delos moribundos.

En los dibujos de los difuntos habíapuntos rugosos.

Horst Schubert no lograbacalmarse. Observaba aquellosesbozos, una y otra vez, cada vezcon

más detenimiento, cada vez máscerca, llegó a conocer cada línea,cada peculiaridad, hasta que no

le quedaron motivos para apartarsede su preocupación por aquellachica tan maravillosa, con una

alegría tan contagiosa en suexpresión.

Todos los puntos rugosos, y lo

había probado él mismo, revelabansolo una cosa: había

borrado algo. En todos los dibujos,en la zona de los ojos, que antes sinduda estaban abiertos,

como en el retrato de la pequeñaMarie. Unos ojos que habíanpasado a los párpados cerrados tras

la defunción.

¿Seguro que era el asesino, queatrapaba gráficamente a su víctimapara luego borrar la vida y

finalmente la mirada viva?

Horst Schubert tenía que encontrara Marie Pokrovski. Necesitabaverla lo antes posible para

ir sobre seguro.

No le costó encontrarla. Laencontró viva y aun así sin vida.Muy cerca, en medio de la

ciudad. En un barrio que hablabapor sí solo, un bloque de pisos yunas circunstancias que

hablaban, lamentables. Ya noencontró a una chiquilla, sino unvacío y una impotencia extraños en

aquellos ojos antes tan fuertes yllenos de vida, encontró una madreque aún era más parca en

palabras, y encontró a Veit.

—¡No me iba a quedar lisiado enAubruck y dejar que se rieran de mídurante el resto de mi

vida!

Veit, atado a la silla de ruedas.

—¿Para qué necesito un jardín, unacasa, un césped cuidado? ¿Parajugar al fútbol? Lo que

necesito es un ascensor, unas vistasque no me aburran, un cementerio ala vuelta de la esquina.

Un cementerio que recordarasiempre a las dos siervas hasta quépunto eran responsables de

todo lo ocurrido al difunto VeitPokrovski. Ojo por ojo. Muerte pormuerte. Ojalá no hubieran

faltado esos últimos metros en elmaizal de Aubruck. A pesar de queHorst Schubert debería

haberse calmado al encontrar a

Marie viva, su preocupación por subienestar no disminuyó ni lo

más mínimo. La mayor amenazapara ella no era Karl Heidemann.

50

El fallecimiento

La mañana aún era oscura cuandoKarl Heidemann ascendió porprimera vez, siguiendo la estela

de Paolo Moroder, la cuesta por laque una vez lo llevó el monje.

Toc, toc, toc, así sonaba el bastón

del anciano en su oído.

Toc, toc, toc, acompañado de unconstante murmullo. Tal vez eranoraciones, poemas.

Pasaron por el claro donde Karl sederrumbó y quedó tumbado. Sesentaron en el mismo banco

de madera desde el cual fuedescubierto. Susurraba para susadentros:

—Aquí me fuiste entregado en lasmanos. Un buen día.

Aún amanecía, de pronto se alzó la

voz del anciano:

—Y Dios dijo: fiat lux. Y se hizo laluz.

Y se hizo la luz.

El sol se alzó rojo intenso en elhorizonte, lo tiñó todo de vida,cautivó a Karl, por muy

insoportable que le resultara elcanto de los pájaros alrededor,como si fuera un rey abarcando

con la vista su reino, o un noble suterritorio. Desde arriba, muy arriba.Debajo, una franja

boscosa que descendía, amplia, yse perdía en un paisaje suave. Unacolina junto a otra, como olas

suaves.

—Caminemos.

El camino continuaba serpenteandoentre los prados iluminados. Todoestaba en flor, de un

verde intenso, atravesado por pinosy cipreses. El brillo de las mimosasamarillo, la tierra

saturada de blanco, el rosa de losalmendros. Colorido. Nueva vida.

También para Karl.

Pasaron junto a la granja delviticultor en cuya camioneta habíaviajado y se encontró con el

conductor. No lo reconoció, lededicó un saludo afable. El chicode pelo largo, decaído, se había

convertido en un monje pulcro,pelón y delgado.

Un poco más arriba y abajo, luegopasaron junto a un cartel queindicaba: «Fondazione Santa

Vita»[12], subieron otro cerro y

finalmente llegaron a su destino:una espaciosa casa de piedra de

estilo rural. Delante se extendía unvasto jardín, con olivos sobre elprado, lleno de mesas,

sillones de mimbre, bancos, y gentepor todas partes. Ancianos.Personas decrépitas.

De pronto oyó una voz conocida, ungrito de alegría:

— Benvenuto!

Antonella Poletti.

Karl sintió una emoción peculiar.Cuánto tiempo había pasado desdeque ella se sentó en su

lecho de enfermo, tan maternal, tansuave. Había algo en su mirada queKarl no sabía interpretar.

La mano suave que le tendió parasaludar también permaneció unapizca más de lo normal que las

demás sobre la suya. MientrasPaolo Moroder se dedicaba a sustareas habituales, ella rodeó a

Karl por los hombros, lo llevó por

la propiedad y le fue presentando ala gente.

Como su maestro Paolo Moroder,Karl Heidemann también se dedicódurante las semanas

siguientes a empujar sillas deruedas, acercar alimentos, amenudo a dar de comer, tocó y fue

tocado. A menudo se limitaba asentarse entre los señores yseñoras, escudriñaba sus rostros,sus

fachadas, y oía cómo detrás de

ellas llegaba despacio el últimogiro de su accidentado camino.

Solo quedaba zarpar poco antes dellegar al destino. El murmullointerno era cada vez más débil,

como una corriente amplia quealcanzaba poco a poco ladesembocadura en lo ancho del marpara

perderse allí. Karl se encontraba enla orilla, era testigo de ello,sentado junto al lecho de muerte,

miraba con curiosidad, compasióny deleite esa manera extraña dedesviarse, de quedarse

dormido. La muerte llegaba comoun amante, como ocurrió con AloisDaxberger, como una

compañía suave y apacible, o esopensó Karl al principio.

Hasta aquel terrible suceso.

Era sábado, una tarde fuera de larutina de los lunes y viernes.

«Rosaria Bernardi», así rezaba elletrero a los pies de la cama.Dentro, una mujer, solo piel y

huesos, con los ojos abiertos,aterrorizada, casi sin aliento. Losviernes se sentaba con Karl al sol.

Sin embargo, en aquel momentoestaban el hermano Paolo y elhermano Vitus a su lado, el

padre oraba en voz baja. Luego seoyó un grito sin fin. Atravesó a Karl

como una hoja afilada, ese

tono estridente, el sonido de ladesesperación. El cuerpomoribundo se rebelaba, se estiró,con la

cabeza hacia atrás, se puso tiesa. Elpadre Paolo alzó la voz en suoración, y la doctora Poletti le

administró medicamentos másfuertes. No sirvió de nada. RosariaBernardi libró una batalla inútil

sin salvación, toda la noche, todo eldía siguiente. A gritos, como si

quisiera ahuyentar a la vida

de sí misma.

La brisa que entraba por la ventanaabierta era suave. Las cortinasblancas ondeaban como

velas al viento en la habitacióninundada por el sol. Velas de unbarco que no quería zarpar.

Karl Heidemann estaba sentado enun rincón, torturado por losangustiosos gritos. Ya no iba a

salir corriendo, lo había decidido.Iba a enfrentarse a la vida, soportar

el dolor todo lo posible,

mirar a la cara a esa otra faceta dela muerte, ver cómo procedía estavez. Lo que vio le pareció

cruel, indigno, absurdo. ¿Para quéde pronto aquel martirio?

¿Y para qué esa peculiar conductadel padre? Ya sabía lo de ungirlacon aceite y susurrar

oraciones, pero encendieron unavela, llevaron una pesada cruz dehierro y pusieron ambas cosas

sobre la mesita. La sombra

parpadeaba en la pared, símbolo dela muerte. Karl se sentía lleno de

esperanza: ¿por fin iban a pasar a laacción, a ayudar? Pero nada. Elambiente se llenó de

incienso, el ritmo de la oraciónaumentó, la oscuridad se llenó deruegos por el perdón de los

pecados, por la salvación. Algodentro de Karl se rebeló. ¿Por quécuando una persona ya estaba

asustada en su lecho de muertedebía sentir además el miedo a

seguir existiendo en el más allá?

Un más allá que nadie conocía, soloeran palabras sobre el cielo, elinfierno y el juicio final.

¿A qué Dios iban dirigidas aquellaspalabras?

¿Al dios iracundo, castigador, quedividía el mar Rojo para que seahogaran sus oponentes,

que enviaba plagas ydevastaciones? ¿Al Dios queamaba, perdonaba, que enviaba a suhijo como

Mesías, que amaba por igual aamigos y enemigos, que cuando logolpeaban enseñaba la otra

mejilla?

¿Qué esperaban con aquellaspalabras?

¿Que ese Dios decidiera para unosel cuerno de la abundancia y paraotros la inmundicia, para

los justos el sufrimiento y para losinjustos la alegría, un Dios queparecía un hechicero, un

sirviente, y cumplía deseos lleno de

misericordia, quitaba cargas de loshombros, echaba una

mano? ¿Una mano para sustituir aqué otra mano?

La de los seres humanos. Solo la delos seres humanos.

Dios era un medio para alcanzar unfin, el suplente de las propiascarencias, la respuesta

universal a todas las preguntasabiertas, el justo de los agraciados,el olvidado de la abundancia,

el injusto de los desgraciados, el

brillo de esperanza del vicio, laexcusa para todos los fracasos

humanos e inhumanos.

Karl Heidemann sintió rabia portanta hipocresía. Todo lo que podíaofrecer dignidad, aprecio

y afecto a la vida de la ancianaRosaria Bernardi, que llegaba a sufin de una manera tan

deplorable, era la salvación en elamor, la ayuda para morir, la puestaen práctica de la frase con

la que acababan todas las misas

entre las paredes del monasterio:«Id en paz».

Pero Rosaria Bernardi no se iba, nopodía, no debía. Por muy débil queestuviera, seguía

retorciéndose. Los gritos eran comocontracciones de parto, pero sinasistencia médica. ¿Nadie se

hacía responsable cuando seconvertía en un tormento? No habíanadie para liberarla. ¿Prestar

ayuda significaba solo estar ahí?

Salvar a los vivos, sí; salvar a los

moribundos, no.

¿Por qué? ¿Por motivos morales?

Karl no entendía esa moral que solodespertaba un deseo en él: acabarcon el tormento.

Cuando el hermano Paolo abandonóla habitación un momento, KarlHeidemann se levantó, se

acercó a la cama de RosariaBernardi, se inclinó hacia delante,agarró las manos agarrotadas entre

las suyas, buscó sus ojos, yaausentes pero aun así atrapados

allí, desesperados, los encontró y le

sostuvo la mirada hasta que regresóla calma y la respiración se volviómás regular. Luego hizo un

gesto como si dijera: «RosariaBernardi: ya ha pasado. Vámonos».

Con una sonrisa tierna, llena deafecto, bajó su cuerpo con cariño,agarró con cuidado ese

esqueleto cubierto de piel, débil, ylo cogió en brazos. Era ligera comoun niño dormido al que los

padres, prudentes, intentan no

despertar y lo levantan tras un largoviaje en el asiento trasero del

coche para llevarlo a la cama. KarlHeidemann sacó con el mismocuidado a la anciana, que se

había tranquilizado, fuera de laoscuridad, de las velas blancasinfladas que no acababan de partir.

—¿Qué haces? —oyó que decía elhermano Paolo.

Pero Karl, con la anciana enbrazos, siguió caminando, bajó lacuesta y recorrió el sendero

oscuro hasta el jardín. RosariaBernardi se había calmado, tenía lamirada centrada en una sola

cosa: la luz del día despejado quedestacaba al final del camino,formando unos arcos. Un brillo

que se acercaba a ella, cada vezmás.

Cuando Karl Heidemann salió conella al aire libre, llevó a la ancianaentre los olivos por el

jardín, con el rostro iluminado, oyóque su corazón exaltado finalmente

latía más lento, el último

respiro pesado, notó que algo seencendía con cariño en su interior,lo conmovía y desaparecía,

libre y vehemente.

Poco a poco los habitantestemporales de aquel jardín sefueron acercando a Karl, lomiraron,

vieron el rostro apacible de laliberada, el del liberador, y todo elque había oído día y noche los

gritos de tormento de Rosaria

Bernardi, como señalesamenazadoras de su propio futurocamino,

sintió en aquel momento algo quepor lo visto era posible sentirincluso en las puertas de la

muerte: esperanza.

51

El fracaso

Karl ya había conocido laesperanza en los ojos ajenos. En laépoca de furia había contemplado

sin inmutarse las miradas quesuplicaban clemencia en todosaquellos que habían causado

desgracias en los demás. Sinembargo, ahora la clemenciadeseada era unilateral, veíapersonas

que lo observaban como elsalvador, y no como el profanador.La comadrona de la muerte.

Aun así, por mucho que seesforzara, por mucho que estudiaralas experiencias de los monjes,

que quisiera aprovechar el jardíndel monasterio, Karl Heidemann noencontraba la manera de

ayudar a los afectados y liberarloscon discreción, sin dolor y concariño de la carga de su vida.

Solo le quedaba sentarse junto a suscamas, con las manos llenas defervor y bienestar, y

aplicarles tinturas de hierbas,esencias, cataplasmas y pomadas.Arrebatarles el miedo y a cambio

ofrecerles paz, optimismo, sin

palabras, con paciencia, solícito.

Paolo Moroder lo contemplaba conadmiración y desasosiego al mismotiempo, pues cada vez

con más frecuencia el hermanoVitus no regresaba con él almonasterio y permanecía la noche

entera al lado de aquellos en cuyapresencia aparecía la muerte comouna diva vanidosa que se

hacía de rogar, un monstruo odioso,una sádica diabólica.

—No todo el mundo desea morir

acompañado. También tienes queaprender a dejarlos solos,

a soltarlos.

Karl no aprendió.

Se quedaba y cada vez teníacompañía, no solo porpreocupación: Antonella Poletti.

A menudo no se separaba de él entoda la noche, lo veía actuar conternura y aun así percibía

su desesperación. Le hacía un gestode consuelo en el hombro, pero nole llegaba al corazón. Karl

no reaccionaba, como si la duramuerte fuera culpa suya.

También la atrapó a ella, la cautivó.¿Cómo penetrar en aquel jovenreservado, con las orejas

y la boca tapadas? ¿Cómo ayudarlea salir de sí mismo?

Cuando una noche, pasada lamedianoche, otro dificultosocamino llegó a su fin y se oyó un

último grito, la rebelión, unasacudida, el hermano Vitus retirócon ternura el cabello de la frente

empapada en sudor de aquel cuerpoahora inerte, ella se atrevió.

Todo fue como siempre sucedía enesos momentos en la habitación.Era una separación, pero

también una peculiar unión.Cercanía y a la vez distancia. Unadistancia que para Antonella Poletti

pedía a gritos ser superada, leprovocaba desasosiego. Karl

Heidemann lo oyó. Su latido eramás

activo de lo habitual, el gesto defrotarse los dedos nervioso, comosi estuviera tomando una

decisión. Hizo un movimientovacilante hacia él. De pronto sintióun roce, distinto a lo habitual.

Primero hombro con hombro, luegola mano sobre la mano.

Si él se apartaba un poco a un lado,ella lo seguía. Si él soltaba lamano, ella la agarraba de

nuevo. Era una caricia que noquería terminar, que pronto ardió,se volvió dolorosa y agradable al

mismo tiempo, más definida, yarrastró a Karl, como aquella vezen el maizal, tiró de él por el

pasillo desierto, lo llevó a unahabitación estrecha y cerrada conllave, lo atrajo hacia sí y lo

abrazó.

¿Intentaba consolarlo?

Karl Heidemann no lo sabía.

Se quedó quieto, inmóvil,impotente, sintió una agitación quejamás había experimentado, notó

el cuerpo extraño, acogedor,blando, a la expectativa, notó unasuave caricia en la espalda. No

había preguntas, ni ruegos en losojos cómplices de AntonellaPoletti. Pero Karl no sabía nada de

cercanía y le dejó hacer indefenso,a su merced.

Luego vio a Antonella Poletticonvertirse en mujer, toda una

mujer, tierna, afectuosa, y él en

hombre, todo un hombre, presente yausente al mismo tiempo. Tenía lamente en otra parte: Marie.

La veía cuando se tapaba los oídos,cuando se sumergía en el estanquede Jettenbrunn, la vio

mientras recibía los golpes de doshombres, la veía también en todoslos que agonizaban de dolor,

la vio hasta que, igual que en elmomento de la muerte, todo sedescargó.

Respiró, liberado de toda latensión.

Le quedaba el malestar, un malestarespiritual. Vacío, así se sentía enbrazos de la persona

equivocada. Karl Heidemannrompió a llorar como no lo habíahecho nunca antes. Solo quería

estar solo, consigo mismo, con suspensamientos sobre Marie, sufracaso. Un fracaso estrepitoso.

Se fue sin decir nada.

Tras él quedaron las palabras

bienintencionadas de consuelo, elrequerimiento de no estar

triste, no sentirse responsable, lamuerte a veces llegaba consuavidad, y otras con aspereza,como

la vida, como el amor.

Palabras huecas.

Karl Heidemann se perdió, soloveía su fracaso en la atención a losque buscaban ayuda, en su

propia debilidad y por tanto enpresencia de la médico, que a partir

de entonces ya no permitiría

una sola mirada, un fracaso anteMarie.

Pasó días inclinado sobre libros enla biblioteca, obstinado, y nochesen las que dibujaba los

rostros de los cuerpos de losfallecidos con gran dolor, losgrababa con cinceles y cuchillos de

tallar en pequeños bloques demadera, renacidos como figuras depesebre, a menudo hasta que le

sangraban las manos, como si

quisiera hacer penitencia por sufallo.

Pronto los demás advirtieron suobstinación.

52

Los cuidados de Paolo M.

Llamaron a la puerta. Fuera el díaera aún oscuro, tormentoso.

—Nos vamos.

Ese fue el saludo por escrito deaquella mañana de junio. A KarlHeidemann nada le pareció

fuera de lo común. Había unaemergencia, ¿qué otra cosa iba aser? Pero Paolo Moroder no

ascendió el monte, sino que bajó.

—¿Adónde vamos? —Karl loagarró del hombro y lo escribió enla tierra.

—Voy a enseñarte algo —fue larespuesta.

El hermano Paolo aceleró el ritmo,Karl no lo esperaba, lo dejó sinaliento. ¿Adónde iba, cuál

era el objetivo? Pronto tuvo otra

inquietud: no quedar atrás de aquelanciano y su toc, toc, toc. Un

toc, toc, toc que enseguida Karldejó de percibir, igual que elmolesto gorjeo o el viento que

silbaba con fuerza entre losárboles. Tenía todo el cuerpoalterado, tosía, el corazón se lesalía del

pecho. Llegó hasta el límite de losárboles, pronto tuvieron el sol delamanecer a sus espaldas, y

mientras Karl deducía que el

destino era la cruz de la cima, seabrió un sendero junto al límite de

los árboles. Las vistas eranimponentes, los prados entre lasmontañas, la tierra en llamas,

cubierta de rojo, como si hubieranllovido pétalos de rosa. La amapolaque todo lo cubría parecía

incandescente, como el rostro deKarl, las plantas de los pies, laspantorrillas, pronto la espalda,

los pulmones. No hicieron ningunapausa, siguieron sin parar, pronto se

adentraron en el bosque,

descendieron un poco junto a uncamino ancho de grava, infinito.Paolo Moroder no se detuvo.

¿Sabía a dónde iba el anciano?

Lo sabía.

Por fin apareció un edificio. Elcontorno del monasterio erainconfundible. Se detuvieron al

llegar al medio del patio.

Karl tenía la ropa empapada ensudor, el cuerpo exhausto y una

expresión de desconcierto en

el rostro. Le temblaba la manomientras escribía en su libreta.

—¿Querías enseñarme algo?

—Ya lo he hecho.

Karl no entendía nada. Habíancaminado en círculo. ¿Se le habíapasado algo por alto?

—Entonces pasado mañana te lovolveré a enseñar.

Repitieron.

Era una mañana nubosa. La mismavuelta. A Karl aún le dolían laspiernas del día anterior.

Esta vez estuvo más atento, peropor mucho que se concentrara enbuscar, no encontró nada. Solo

se vio de nuevo en aquel estado defatiga física, una tormenta que sedesataba en su interior y lo

dominaba todo. Pronto también seavecinó una tormenta sobre suscabezas. Sin embargo, no se

pusieron a cubierto ni buscaron

refugio. Paolo Moroder se mantuvofiel al camino, al ritmo, a sus

pretensiones. Caminaba como si lostruenos no existieran, ni los rayos,ni el chaparrón cálido.

Como el que vivió Karl cuandoestaba en la orilla del estanque,siguiendo con la mirada a su

madre. Aun así, ni el pensar enJettenbrunn ni la caída, los azotes oel crepitar de la lluvia

lograron acabar con Karl. Todo leparecía más irrelevante de lo

normal, también sus

preocupaciones. Cuando llegaronde nuevo al monasterio aquellamañana, no sabía ni más ni

menos que dos días antes.

—¿Y? —le preguntó el hermanoPaolo.

Pero Karl no sabía la respuesta.

—Entonces mañana camina denuevo, solo. Y encuentra la calma.

—Pero ¿dónde la busco?

—¿Quién ha hablado de buscar?

Cuando al día siguiente por lamañana Karl Heidemann emprendióde nuevo el camino, con

pasos rápidos y dolorosos, lassienes palpitando, olvidó todo loque le rodeaba, concentrado en el

ritmo de su respiración, ni suspreocupaciones le parecieron unacarga, ni los chillidos, trinos y

zumbidos de alrededor, se le borróla tensión del rostro y lo entendió:encontrar la calma.

Solo él y su cuerpo en movimiento.Solo él y la inquietud alrededor, ensu interior. Un latido

tan conocido como si oyera comoantes el latido del corazón de supadre, junto a él. Una inquietud

que aportaba calma, olvidaba todoel estruendo, cerraba una puerta alcastillo.

El movimiento, una puerta alsilencio.

Karl Heidemann empezó a correr.

Era un hallazgo fantástico.

Corrió sin parar, primero fueconsciente de su agilidad, hasta quépunto había mantenido

cautivo su cuerpo antes torpe ypesado. Como una mariposa de díay de noche que salía de un

potente capullo.

Alegría de vivir, la unión de solodos elementos: la vida y la alegría.Nada más.

Cuando llegó de nuevo almonasterio aquel día, PaoloMoroder le saludó con una sonrisa.

No

dijo nada, solo susurró:

Una mañana de verano

agarra el bastón de caminar,

tus preocupaciones caerán

como la niebla ante ti.

El azul claro del cielo

entrará riendo en tu corazón

y te cubrirá, como la lealtad deDios,

con su techo.

Alrededor solo flores y actividad

y tallos pesados por la prosperidad,

es como si el amor

te acompañara junto al camino.

Todo suena tan familiar

como en casa de tus padres,

y arriba las alondras

agitan el alma.[13]

Pronto Karl Heidemann corriótramos más grandes, entre bosquesy viñedos. Sin parar, cada

vez más tiempo. Las zapatillas queaparecieron una mañana delante desu puerta eran ligeras, y

junto a ellas una nota: «Espero quete sirvan de punto de apoyo sobrela tierra del Señor. Paolo».

Eran unas zapatillas de un tejidoblando, con las suelas firmes ysuaves.

Empezó a correr a diario hasta el

valle, para ver a sus niños, segúnPaolo.

—¡Nuestros niños! —replicó Karlen su libreta.

—No, Vitus, los tuyos. ¡A mí ya nome responden las piernas! Porfavor, no lo olvides: para de

pensar demasiado, déjalo, luego lascosas vuelven a su cauce por sísolas.

Así fue.

53

Los cuidados de Horst S.

Veit Pokrovski no se alegró enabsoluto con la visita de aquelhombre insistente, pero a él no le

molestaba. Horst Schubert noservía para buscar atajos, su donera la perseverancia, la fuerza de

voluntad.

Su voluntad seguía el siguienterazonamiento: para qué serpropietario de una casa entera que

solo estaba habitada por recuerdosmiserables. Para qué dedicarse a

los reguladores de un tren en

miniatura cuando había una vidaauténtica en juego, no solo lapropia.

Tal vez Horst Schubert, el garantede la ley y el orden, había hechoreflexiones como las

siguientes: podría hacer una visitanocturna a Veit Pokrovski, estarpresente durante la borrachera,

darle unos somníferos, entrar en ellavabo, prepararle el último lechoal enajenado, meterlo en la

bañera y cortarle las venas.

Sin embargo, Horst no era capaz nilo bastante hábil para hacerlo, asíque solo le quedaba una

opción: visitar a los Pokrovski, unay otra vez, un día hablar con lamadre de Marie en plena calle,

pedirle que lo acompañara unmomento y explicarle ahí mismo:«Voy a desalojar el desván y a

acondicionarlo. Ya está todoarreglado. Puede vivir en mi casacon su hija como solución

temporal, gratis, señora Pokrovski,no hay ningún problema».

¿Dónde podría Horst Schubertcuidar mejor de esa chica que cadavez era más mujer que entre

sus propias cuatro paredes? Era unamujer maravillosa que ya nolograba olvidar, ni en sus

pensamientos ni en sueños.

—¿Y dejar a mi marido, señorSchubert? No puedo hacerlo. Esosolo puede hacerlo Marie.

54

Q

El último esfuerzo, la lucidezabsoluta, poco antes del final. KarlHeidemann conocía ese

momento, cuando los moribundosde pronto, por un instante,totalmente conscientes, encontraban

palabras para lo que no habíandicho, se comunicaban, sedespedían.

Sin embargo, nunca lo había vividoasí.

Q apenas había salido del establo

durante el último invierno, por lovisto disfrutaba de la

oscuridad, de ser almohazado, delheno y la paja siempre frescos.Aquel día de primavera, en

cambio, el caballo estaba al airelibre, con la jugosa hierba altahasta los jarretes y la cabeza

erguida con orgullo.

Karl, que regresaba de su carreradiaria, lo vio ya a lo lejos. Cuandoquiso pasar corriendo

por su lado, la yegua se puso a

trotar. No para irse, sino paracolocarse a su lado, no se apartaba

de él, solo había en medio lasbarras de madera del cercado. Loacompañaba, por última vez.

Luego sus caminos se separaron.Relinchó, galopó rápido, volvió asacudir la crin, la dejó

caer como si fuera la cinta de sedade una gimnasta.

Solo unos metros.

Finalmente se detuvo, respiró yretrocedió despacio hacia el

establo, definitivamente.

Q se derrumbó en la paja, dejó decomer, de beber, ya no ahuyentaba alas moscas con la cola,

ni contrayendo el cuerpo oparpadeando. Solo el tórax seelevaba y se hundía. Solo quedaba

esperar, ya no se levantaba. Noocurrió el primer día, ni el segundo,ni el tercero. Enseguida se le

puso la piel brillante y húmeda, y elcuerpo tembloroso. El abadRichard, el hermano Paolo y Karl

Heidemann se encontraban delantedel establo, afectados.

Karl sintió dolor, la pérdida, vio loque significaba ese animal para él:Q, esa cercanía sin

previo aviso, confianza sinconversación, afecto sincondiciones.

Se obligó a ceñirse a unadisciplina: nada de dolor. Latristeza, que no era más que la

expresión del puro egoísmo, de lamezquindad, del no querer ceder,

de la no aceptación de uno

mismo. Había que sentir alegría,por Q, por la inminente recompensade su vida.

—¡Debe de estar sufriendo! —dijoel abad Richard finalmente.

—Vamos a llamar al veterinario, leayudará.

Karl Heidemann sabía que ningúnmédico podría ayudar a Q, la

enfermedad estaba demasiado

avanzada, el corazón muy débil, lasganas de vivir quebrantadas.¿Cómo iba a conseguir con

animales lo que no se podía hacercon las personas?

Tuvieron que esperar a la noche,luego llegó un vehículo con unainscripción en la luna trasera

con el nombre, la profesión, losdatos de contacto y la dirección.Giovanni Firenza, residente en

los viñedos que había cerca de la

fundación. Un hombre muy pulcrocon una gran bolsa de piel de

color marrón oscuro entró en elestablo.

No intercambiaron muchaspalabras. Susurraban, primero elabad: en el monasterio no querían

armas, ni pistolas ni detonaciones.

Karl Heidemann aguzó el oído, ¿dequé estaban hablando? Luego oyólas palabras del

veterinario: no había ningúnproblema, en espacios interiores

siempre procedía de otra manera,

con más suavidad.

Las palabras fueron seguidas deacción. Karl Heidemann vio que leponían un catéter en las

venas, los dos hermanos sesantiguaron, pronunciaron unaoración en voz baja, vio la mirada

inquisitoria del veterinario, los dosmonjes se arrodillaron, acariciaronla cabeza de la yegua, el

parpadeo cansado de Q, el gesto deasentimiento del abad y otro gesto

del médico, que tocó con

ternura a Q y finalmente le inyectóun medicamento.

Parecía que el tiempo se habíadetenido. Se había impuesto lacalma, incluso la respiración de

todos los presentes era tancuidadosa, prudente a través de lasfosas nasales, que Karl Heidemann

solo percibía un leve murmullo, envez del continuo silbido. Tambiénlos latidos, y en medio uno

cada vez más suave, más flojo.

Unos latidos que sonabantranquilos, dignos, como un pénduloque va deteniéndose.

Karl Heidemann contemplaba elespectáculo atónito, vio cómo leocurría a Q lo que le había

deseado a tanta gente en el valle,vio la ausencia de sorpresa de losmonjes, de explicación, la

justificación del veterinario, sudespedida, pues tenía muchasconsultas.

Entonces lo entendió.

El medicamento administradodelante de todos al caballoagonizante era la muerte, oficial,

indolora, sin complicaciones, poreso habían llamado al doctorGiovanni Firenza. Solo por eso.

Karl estaba perplejo pero no hizopreguntas, consciente de que eraabsurdo intentar entender

los principios básicos que regían eltratamiento de las personas. Comolos animales tenían una

vida difícil, ¿les concedían una

muerte piadosa? ¿Y las personasque llevaban una vida impía

tenían una muerte impía? ¿O ambascosas? ¿Una o la otra?

Lo que unas veces se considerabacorrecto, otras no, lo que enocasiones parecía un error, en

otras se consideraba justo, lo que aveces era justo, otras se tildaba dedestructor. Cada cosa

tendrá validez según cada cual.Daba igual.

En aquel momento a Karl solo le

parecía importante lo que habíavisto en manos del

veterinario, no quería olvidarlo.Tardó un poco en dar con los librosadecuados en las estancias

de la biblioteca y encontrarlo:Pentobarbital. Antes era unsomnífero de la medicina humana,

ahora un medio para llegar al sueñoeterno de la veterinaria, un

preparado que fue pensado para

ayudar a morir a las personas, yotro día era el único medio deejecutar una sentencia. ¿Qué era lo

correcto? Todo, según lamentalidad, el punto de vista, laperspectiva.

—¡Mira, allí! ¿Tan tarde? No parade correr, todos los días. —Oía conclaridad las preguntas

que planteaban el abad Richard y elhermano Paolo—: ¿Tú qué crees,corre sin más, va a algún

sitio, corre huyendo de algo? ¿De símismo? ¿De esa chica? La dibuja,la talla, parece…

—Hoy creo que corre para quitarseel dolor del alma. Para él elcaballo ha sido una dura

pérdida.

La oscuridad, su antiguo hogar.Carrera nocturna, como si flotara.Con los sentidos

agudizados, liberado de todaarrogancia, de la ofuscación, delsobreesfuerzo de la vista. Tenía las

plantas de los pies sensibles comolas manos. Siguió con paso segurola misma ruta hacia el valle,

y pasó junto a la Fondazione SantaVita. Vida sagrada. La casa ubicadaen las colinas era

imponente. El esqueleto era el deuna vieja casa de piedra, la carnede vidrio.

Vivir bajo observación. Podermirar dentro, en cualquiermomento. Era sobria, moderna,

grande. Solitaria.

No se veía luz tras los ventanales.No había ni un tobogán, ni uncolumpio, ni un cajón de

arena delante, solo ese vacío. KarlHeidemann tuvo que esperar un ratohasta que un solo

vehículo, una persona llenó esevacío. Era un castillo sin corte,solo el señor.

De repente se iluminó todo, unbrillo en la oscuridad, más que lasguirnaldas de luces en

Navidad en Jettenbrunn. Se veía

todo, minimalista, moderno,ordenado, vestíbulo, cocina

comedor, despacho con vistas a losviñedos, el médico dentro de pie.Estaba escuchando el

contestador, contemplando lasupuesta soledad de la noche. Conla cabeza erguida y una pose

majestuosa. Era el amo y señor deaquel mundo y aun así parecía solouna pieza en exposición tras

el cristal. Las paredes eran blancas,como la alfombra, la mesa, la

butaca, los muebles, el armario

de acero, la perfección.

Blanco, el color de la muerte.Giovanni Firenza. El ángel de lamuerte del ganado. Con un

manojo de llaves en la mano, abrióel armario de acero, dejó sudelicado instrumental junto a

otras provisiones, guardó lasllaves, entró en la cocina comedor,abrió la puerta de cristal y

respiró hondo tres veces al airelibre. Ya había pasado la

distracción del trabajo diario,sobraba

el vacío, que llenaba con lacompañía del televisor. Era unacompañía agotadora.

Pronto ya no tenía la cabeza tanerguida, ni la postura era tanmajestuosa. El cuerpo se fundió

con la forma del sofá del salón,apoyó los pies en la superficie decristal de la mesita, además se

oían las voces de los que noestaban presentes a lo lejos, en la

noche.

Q, un animal de trabajo, unsirviente fiel, un buen amigo.Gracias.

55

La redención

Redención. En Karl, en su entorno.

Por fin era capaz de cumplir con suconciencia del deber, dejar obrar alamor al prójimo

donde parecía urgentementenecesario, asumir la

responsabilidad. Nadie sospechónada, le

sustraía con discreción al médicopequeñas porciones de susprovisiones, con mucho cuidado,

seleccionando, las utilizaba conmucha destreza.

Fueron años felices, años deservicio.

Pronto prestó ese servicio al máspróximo.

Jamás oyó una mala palabra sobresu persona, algo aún más valioso

porque en el círculo de

los monjes se pensaba que Karl erasordo. Habría sido un juego deniños entregarse a los cotilleos

en su presencia. Pero nadie lohacía, nadie intrigaba, nadie era laespina en la carne del otro. Karl

había tenido suerte con elmonasterio. No había rastro de lamaldad que en otros sitios se

despojaba de la capa de discreción,tan ceñida, tan pomposa, para luegosacar a la luz la falsedad,

la moral aparente.

Karl Heidemann, carne joven entrela castidad veterana, se ahorraba ladeshonra. Dentro de la

comunidad que habitaba lasparedes del monasterio realmenteparecía que reinaba la bondad, el

amor al prójimo, la justicia. Soloen los momentos de reflexión, lasnoches en que los monjes

estaban solos en sus habitaciones,consigo mismos, Karl oía sussecretos, una mano que gemía

posada sobre el propio cuerpo, oíaa otro ahogar en alcohol la soledadde su corazón, o el ruego

del perdón por actos malvados,pensamientos impuros, pecadoscometidos tiempo atrás, oía la

súplica del dolor, el deseo, ladecepción, oyó hablar dematrimonios destruidos, así comode

existencias virginales, oyó hablarde niños, familias, padresabandonados, de una propiedad

perdida, un amor perdido.

Cuanto más oía, más cercanossentía a aquellos hombres, les ibatomando cariño.

Todos seguían el ritmo constante desu vida: el año eclesiástico,dominado por la búsqueda

constante de Dios. Un ritmo ágil yal mismo tiempo con una forma fija,que no empezaba el uno de

enero, sino el primer domingo deAdviento.

Un adelanto de la sucesión de

festividades, de alfa a omega, quedesemboca en el punto álgido

de la Pascua, las hogueras dePascua que de vez en cuando ardíanen el amplio jardín del

monasterio o en los campos, o enlos cerros del entorno, y terminabacon Cristo Rey, el último

domingo antes del primer Adviento,el día de los difuntos. Así fueronpasando los años para Karl

con la misma rutina, se acercabanal final de la vida, como el sol a la

nieve.

Los senderos del bosque estabanmás lisos, más trillados.

Las grietas en los muros eran másprofundas, más ramificadas.

Karl Heidemann cada vezdominaba más su arte, estaba mássolicitado, pronto sus figuras

pasaron a ser de tamaño natural,eran obras por encargo, tambiénhizo una Catalina para el altar

lateral de su propia iglesia, unabelleza cuya fama llegó más allá

del valle. Sus pinturas pronto

quedaron inmortalizadas en vidrio,en ventanas de iglesia, de coloresvivos. Sus libretas de dibujo

estaban repletas de rostros delpasado.

Las habitaciones de la FondazioneSanta Vita eran como amarres.Barcos que llegaban, barcos

que se iban.

Las habitaciones del monasterioeran como las casas de Jettenbrunn,se iban más de los que

llegaban.

Hubo una novedad: el hermanoBenedikt, de unos treinta años,rubio, grueso, de movimientos

pesados, barba espesa, los ojoscasi negros, como la montura de lasgafas. Tenía una cicatriz por

encima del pómulo derecho, uncorte breve.

Cinco bajas, cuatro de ellas sinintervención de Karl.

La primera: el hermano Richard, elabad. Leucemia, cinco meses entre

el diagnóstico y la

muerte.

El segundo: el hermano Serafín, elmayor. Murió dormido, con calma,en su habitación.

El tercero: el hermano Janek, elcocinero. Ataque al corazón.

El cuarto: el hermano Leandro. Undía siguió caminando y no volvió.

Finalmente, el quinto.

Como el hermano Leandro, PaoloMoroder también inició un viaje sin

retorno, aunque no en

sentido espacial.

Sus pasos se habían vuelto pesadosy sin ritmo. Un ictus leve le dejó lapierna derecha rígida,

la mano derecha temblorosa, elbastón de salir a pasear le servíamás bien para orientarse, los

paseos consistían cada vez más endeambular, soltando risitas,murmurando para sus adentros, a

veces con la mirada perdida en elvacío.

El anciano subía montañas,construía casas, buscaba piedraspreciosas solo mentalmente. Allí

donde estuviera Paolo Moroderperdido en sus pensamientos, comocapitán solitario, como osado

conquistador, como descubridor denuevos mundos, solo los niñostenían permitida la entrada.

Algunos días, esa huida mentalderivaba en un sorprendenteregreso lleno de lucidez, y otros

acababa extraviado. Algunos días

se plantaba con su bastón en mediodel jardín del monasterio y

empezaba a dar gritos, a veces allorar, no sabía volver a casa, ni losnombres, ni el suyo, no

reconocía los rostros, y otrosmonjes corrían presurosos yangustiados por los pasillos, lospatios,

llamándole sin saber si el hermanoPaolo se reconocía como lapersona a la que estaban llamando.

Si se reconocía a sí mismo y su

entorno, parecía que hablara, conpicardía, no con alguien, sino

sobre alguien.

—¡Estoy fascinado con el hermanoVitus! ¿Qué planes tiene para hoy?¿Salir a correr? ¡Al

trote o al galope!

Siempre con esa sonrisa infantil,capaz de desaparecer por uninstante fugaz de los ojos para

dar paso a un vacío impresionante,la desorientación. Una tarde deviernes finalmente ya no lo

encontraron, solo vieron la puertaexterior abierta.

Era un Viernes Santo. Pascua, elpunto álgido del año eclesiástico,la culminación de la

búsqueda de Dios de todos loshermanos allí reunidos. Lobuscaron presas del pánico,rodearon el

monasterio, pues no sabían en quéestado mental ni anímico seencontraba, ni cuánto tiempo hacía

que el hermano Paolo se había ido.

Lo buscaron en vano, no tuvieronmás remedio que avisar al

hombre más próximo a PaoloMoroder, el que conocía mejor suscostumbres: el hermano Vitus.

Una llamada a la Fondazione, unanota para Karl, y salió corriendo.Tomó el camino más

rápido montaña abajo hacia elmonasterio, usó todos los atajospara no perder tiempo, pero en ese

caso no fueron más que un rodeo.Cuando Karl llegó al monasterio

tampoco encontró nada, volvió

corriendo al valle, esta vez por elcamino habitual del bosque, dejóatrás los caminos sinuosos,

pronto perdió la esperanza, pues nooía los murmullos, el toc, toc, tocsuave del bastón. En

cambio, vio el bastón en el bordedel camino, salpicado a partir deallí por gotas rojas aisladas.

56

Los cuidados de Karl H.

Las gotas llevaban al claro dondeaquel día Paolo encontró a Karl.Finalmente oyó una voz

tenue, titubeante, ensimismada.

—¡Vamos, vamos, caballito, correal galope!

Karl sintió alivio.

Se detuvo.

Se dio media vuelta.

Alzó la mirada hacia el bancodonde estaba sentado PaoloMoroder. Tenía rasguños en la

rodilla ensangrentada, igual que enlos codos y la mejilla derecha.Llegar hasta allí había sido

toda una lucha. Karl Heidemannaceleró el paso en dirección a suhermano, tomó asiento y al

mismo tiempo supo que habíacometido un error. Por primera vezen todos aquellos años había

reaccionado a una llamada, sehabía delatado como oyente. Unraro estado de miedo y vergüenza

se apoderó de él.

—Al corazón no se le puedeengañar. —Una mano envejecida seposó sobre la joven, para

apaciguarla—. ¿De verdad creesque no lo sabía? Nadie conoce aese chico como yo, hijo mío.

No diré nada. —Su sonrisa eraextraña.

Era un día lúcido.

—He rezado para que viniera, yahora está aquí. —Respiró hondo,luego dijo la siguiente

frase—: Ahora estás aquí.

Tú. Hacía mucho tiempo que Paolono lo decía en su presencia. Tú. Depronto, como si una

chispa de épocas anteriores juntoshubiera volado hasta el presente,Karl sintió la transparencia

de la cercanía tan añorada.

—El hogar. —Paolo Morodergolpeaba el asiento—. Aquí —señaló el campo—, ahí. —

Señaló el cielo—. Allá.

Su voz transmitía una calma rara.

—El hogar —dijo—, la nostalgia.—Cada vez bajaba más la voz—.El camino a casa.

Solo un susurro.

—El regreso a casa.

Algo estaba pasando, KarlHeidemann lo sentía, una ampliatransformación, y no solo en

Paolo Moroder.

—¿Me ayudas? —La pregunta fuecomo un mazazo.

Los dedos que aún se encontraban

sobre la mano de Karl lo agarraroncon más fuerza. Luego

desaparecieron bajo la sotana paravolver a salir agarrando una piezade madera que Karl conocía

muy bien, pues la había hecho él.

—¿Son recuerdos, o imágenes deprueba?

Paolo le dio la figura tallada.

—Es tuya.

Marie.

—Siempre que falta algo, se ve elhueco. Su rostro se ve por todaspartes. En tus dibujos, tus

figuras. Así que son como imágenesde prueba.

Sí, por todas partes. Karl la veíacuando se despertaba, cuandocerraba los ojos, cuando

soñaba.

—¿Quieres pasar el resto de tu vidapintando cuadros, tallando figuras,escondiéndote aquí y

fingiendo ser sordo? No talles la

madera, talla tu vida. Eres joven,tienes que moverte, ¿me oyes?

Encontrarla.

Se puso a cantar en voz baja:

Debe de ser un mal molinero

si jamás se le ocurrió desplazarse,

desplazarse.[14]

Luego se santiguó, y susurró:

Salve, verdadero cuerpo nacido dela Virgen María,

verdaderamente atormentado,sacrificado

en la cruz por la humanidad,

de cuyo costado perforado

fluyó agua y sangre;

Sé para nosotros un anticipo

en el trance de la muerte.[15]

Mientras cantaba centró toda suatención en Karl, le agarró las dosmanos y lo miró. Karl

Heidemann conocía esa mirada,

demasiado bien después de pasartantas horas en el valle.

—Ayúdame, Vitus. Igual queayudaste a todos los demás. Sébueno.

Así que Paolo Moroder lo sabía,estaba al corriente de lo queocurría en la clínica, lo de las

figuras del pesebre, todas con losrostros de los fallecidos. Unpeculiar estado de ánimo se

adueñó de Karl. Entre el honor, eldeber y la necesidad. Saltaba a la

vista.

—No tengas miedo. Mi vida hasido claramente mejor conmigo delo que yo he sido con ella.

Déjame dormir. Déjame terminar. Atu lado, aquí y ahora. Qué buscamosahí arriba, en ese

monasterio, más que a Dios.Queremos estar más cerca de él. Yoquiero hacerlo con la mente

lúcida, así que ayúdame. Te loruego.

Las frases eran como una sentencia

de muerte, pero no solo para PaoloMoroder. Karl sacó de

la mochila los dos recipientesdiscretos en los que tanto habíaconfiado durante años, pequeños,

les tenía mucho cariño. Le dio aPaolo un medicamento para evitarposibles vómitos, cogió el

remedio necesario, sirvió agua desu botella en una taza, disolviódentro la dosis correspondiente

y la dejó en el banco junto a suamigo, que era casi como su padre.

A diferencia de todos los casos

de la clínica, Paolo Morodertendría que hacerlo solo.

Estuvieron un rato sentados juntos.No había prisa.

Ante sus ojos, el día se apagaba.

—Es un lugar bonito.

La voz sonaba cansada, como si sedisipara la obligación de estar allí.

Luego bebió.

—Buen chico. Me has hecho muy

feliz. Sé feliz tú también,prométemelo. Ve a buscar a tu niña

y cuida de ella.

Aún le quedaban entre dos y cincominutos hasta que llegara el sueñoligero, la profunda

inconsciencia, la detención de larespiración, la muerte.

Como un niño agotado, se acurrucócon cuidado en el regazo de Karl,se calmó y se durmió.

Para siempre.

Una mano le acariciaba el cuerpocon suavidad, las palabras dedespedida sonaron como un

susurro:

—Camina, vete en paz.

Camina. Karl Heidemann ya habíapronunciado esa palabra un día, enla orilla del estanque de

Jettenbrunn. Sin embargo, esta vezestaba llena de afecto. ¿Acasohabía mayor misericordia que

prestar un último servicio a unapersona querida? Muy agradecido,

Karl Heidemann contempló el

día en extinción y un propósitoempezó a echar raíces,comprometido por las palabras dePaolo

Moroder: «Qué buscamos ahíarriba, en ese monasterio, más quea Dios. Queremos estar más

cerca de él».

El cuerpo herido, frágil, que yacíaen el regazo de Karl era ligero.Justo al revés que aquel

día, Karl lo cogió en brazos, lo

abrazó con cariño y lo subió por lamontaña. Lo llevó con las

personas que él conocía y a las quetenía cariño. Personas con las quese sentía en deuda.

57

Muerte y resurrección

Dejar de ser un perseguido, sinrastro.

Paolo Moroder fue recibido por sushermanos, purificado, vestido. Sinpalabras.

¿Para qué preguntar? Lo encontrómuerto, ¿qué otra cosa podía haberocurrido? A continuación

velaron su cuerpo en la iglesia, unamisa conjunta, oraciones hasta bienentrada la noche,

finalmente una sopa caliente.

Karl Heidemann, el cocinero.

Aquella comunidad le habíaaportado mucho, solo podía dejarlahaciéndole algún bien,

ayudándoles en su búsqueda.Acercarlos por fin hasta su destino,

permitirles avanzar en su viaje

tan largo: el camino hacia Dios.

Así el sueño final sería apacible,como para Paolo Moroder. Juntos.

A continuación velaría los cuerpos.Con cariño, agradecido.

La muerte, esa buena samaritana.

Para Karl Heidemann tambiénhabía llegado el momento de iniciarsu último peregrinaje. Aún

le quedaba mucho por hacer: entraren las estancias del abad y sus

hermanos, llevarse todo el

dinero, empaquetar todas laspropiedades mundanas y de todotipo, la documentación, todos los

registros referentes al personal delmonasterio. Maletas, sacos, bolsas.

Tenía que parecer un viaje.

Luego salió al extenso jardín.

No podría haber encontrado unlugar de reposo más bonito. Entrelas hierbas, las plantas, la

base de la supervivencia de los

monjes, y en medio del jardín lagran hoguera. Una hoguera que

sus hermanos llevaban díaspreparando. Había troncos ymatorrales amontonados formandoun

cono. Karl lo apartó todo a un ladopara poder levantar la tierra dedebajo hasta llegar a la arcilla,

la roca, hasta que la fosa fue lobastante profunda y grande.

La noche se fue transformando endía con mucho esfuerzo.

Los monjes encontraron en aquellatumba su último reposo. Tierrasobre tierra, polvo sobre

polvo. Acostados con calma, muyjuntos. Junto a las cabezas lasbolsas de viaje, maletas,

mochilas. Salvo una. Finalmentecerró la fosa. Primero grava paraevitar que el suelo se hundiera,

luego arcilla, piedras y tierra, bienpisada, encima de nuevo toda lamadera seca amontonada.

Una hoguera, luz sepulcral.

Karl Heidemann se pasó todo el díasiguiente eliminando rastros de sutrabajo, limpiando el

monasterio, durmió un poco y sobretodo se despidió del hermano Vitus.Para ello se sentó en su

habitación, con una mochila en lamano y un pasaporte delante: el delhermano Benedikt.

Benedikt Kofler. Nacido el 26 dejulio de 1976, el día de santa Ana,la madre de María. Como

un presagio: Ana.

Tenía la barba espesa, la cararellena, los ojos casi negros, comola montura de las gafas, y en

la parte superior del pómuloderecho una cicatriz, un cortebreve. No se parecía en nada aKarl,

solo en el color de las pupilas.

Con la fotografía del pasaporte y unespejo delante, Karl Heidemannmarcó con un lápiz de

color el trazado exacto de la heridaen su propio rostro, agarró uno de

sus cuchillos de tallar y se

dirigió a su lavabo. El trabajo fino,el dolor, la entrega no eran nadanuevo. La herida aún tardaría

un poco en formar costra, tendríaque crecerle una barba corta. Elcolor de los ojos coincidía, las

gafas se las había quitado aBenedikt Kofler. Karl no podíafalsificar un pasaporte, pero sí

cambiar la historia de la persona, lapodía explicar si le preguntaban.Un hombre antes con

sobrepeso y barba espesa, ahoradelgado, se había cortado el pelo yla barba. ¿Qué tenía eso de

sospechoso, y quién se fijaría mejoro haría las preguntas precisas? Yaestaba hecho.

Cuando a continuación anochecióde nuevo, una última hoguera dePascua quemó a los monjes

e irradió calor y luz. KarlHeidemann estiró el cuerpo,levantó los brazos como si abrazarael

cielo, cerró los ojos y se puso acantar, como había oído ennumerosas ocasiones de boca delos

monjes.

Clamaverunt iusti, et Dominusexaudivit eos,

et ex ómnibus tribulationibuseorum liberavit eos. [16]

Su voz era pura y clara. Liberadora.

Ahora él también era libre paracumplir la promesa que le arrancóPaolo Moroder. Una orden

que a fin de cuentas hacíareferencia a lo que llevaba tantotiempo deseando: «Ve a buscar a tu

niña y cuida de ella».

Solo eso.

58

Aubruck

Karl Heidemann podría haber sidomuchas cosas con el don de su oídofino, ejecutor de todos

los deseos silenciados, espía,agente de policía, terrorista,

miembro de un lobby, asesino asueldo,

estafador, ladrón de guante blanco,superhéroe, hasta podría haber sidoDios para quien lo

necesitara.

Sin embargo, en vez de todo eso, seconvirtió en alguien que buscaba asu chica, y con eso se

daba por satisfecho.

Como un excelente jardinero al quele parecía más importante cuidar desu pequeño jardín que

del de un castillo; al que leimportaba poco el reconocimiento,no buscaba un escenario donde

mostrar su arte, su destreza, subúsqueda del récord. Su objetivono era la superación, sino la

satisfacción personal.

¿Marie lo reconocería? ¿Sentiría lomismo que él?

Solo tenía una dirección: Aubruck.

Seguía el trazado del mapa, evitabalas grandes zonas pobladas, no seacercaba a las zonas

donde oía ruido mucho antes deverlas. Mejor conformarse con darun rodeo.

En algún momento comprendió queya no lo buscaban, se sentó en unautocar y comprendió

que no le bastaría con atreverse asalir y querer encontrar e indagar.Tendría que hacer preguntas:

en las fondas para recibiralimentos; en las tiendas parahacerse con las provisiones y laropa

necesarias; en los alojamientospara conseguir una cama; en lasfarmacias para soportar el dolor

de cabeza y encontrar la calma yconciliar el sueño. Preguntas, frasessiempre amables,

formuladas con actitud abierta,aspecto pulcro, buen tono. ¿Qué leimportaba a la gente todo lo que

ocultaba y lo atormentaba en suinterior, todo de lo que era capaz?

Nada.

¿Podía ser? ¿Después de tantos

años?

Años al principio de búsquedainfructuosa, luego de la felicidadencontrada, luego de

aislamiento, de expulsión. Y ahoraesas imágenes.

Lo que diez años antes le parecíacasi imposible, ahora se habíainstalado definitivamente en

todos los salones: este mundo.

Junto, seleccionado, comprimido,sobre un fondo parpadeante.

Delante de Horst Schubertprobablemente un ordenadorportátil, conectado a una redmundial, y en

él fotografías. Fotografías quecorrían por todo el globo terráqueo.

Unas fotografías que en el fondorepresentaban la nada. Una iglesiaabandonada, encima del

altar la cruz de madera cubiertaparcialmente con un paño violeta,

como era habitual en aquella

época, por lo demás vacía. Aquelvacío era como un peso para HorstSchubert, como si una roca

lo arrastrara hacia el abismo.Incapaz de hacer un movimiento,aunque de momento solo fuera

mental, observaba la pantalla. Noeran los titulares lo que tanto loafectaban, ni las noticias. Unos

monjes desaparecidos sin dejarrastro, la caja del monasterio vacía,una hoguera de Pascua

encendida, y nada más. Monjes deun monasterio apartado en lamontaña, donde hacía años que se

producían más bajas que ingresos,así que la plantilla era cada vezmenor, mayor la soledad y la

decisión resultante, probablementetomada colectivamente. Pero ¿paraqué esa decisión?

¿Largarse, volver al mundo? ¿Ytodo sin ponerse en contacto connadie desde entonces? Amigos,

familia, conocidos, nadie sabía

nada.

¿Un ritual suicida? Pero ¿dóndeestaban los cadáveres?

¿Un secuestro? ¿Para qué?

O una resurrección. Sí, se hacíanbromas.

Probablemente Horst Schuberttambién se habría reído de no haberaparecido de repente aquel

rostro en la pantalla. Un rostro conuna gran capacidad de atracción, devida, familiar. Demasiado

familiar.

No solo para los habitantes de laregión, también para él.

Tenía ante sus ojos el monumentomás significativo del monasterio.Una belleza, adorable:

santa Catalina de Siena.

Para Horst Schubert aquella bellezalo significaba todo. Una belleza quecorrespondía a todos

los dibujos de Karl Heidemannarchivados como pruebas.

Aquello no podía ser una broma deldestino, imposible.

Al día siguiente decidió dejar unanota en casa y partir.

«Tengo que irme unos días».

Aubruck.

A nadie le parecía raro aquel jovencalvo con sus ojos amables y suaspecto pulcro, nadie le

negaba información con esa voz tandulce. Ni siquiera la camarera de lafonda Kraller.

—Sí, también tenemoshabitaciones. Hay una libre.

Una habitación, solo para unanoche.

—Estupendo. Por favor, rellene lahoja de registro.

No le pidieron una identificación,¿por qué iba a revelar su nuevaidentidad?

—¿Querría quedarse a cenar, señorMoroder?

En realidad fue una cena del gustode Karl.

—Tiene razón, esta zona esmagnífica. Tal vez un pocoaburrida.

Había un hombre en una mesa, solo,de espaldas a Karl. Levantó lamano.

—¡Melanie, otra cerveza, porfavor!

—Pero es la última, Bruckner.

—Cuando necesite una niñera ya teavisaré.

Bruckner. De pronto Karl se pusomuy tenso. Pöllauer, Neupold,

Bruckner. Jamás olvidaría

aquellos nombres.

—Siéntate conmigo. No eres de poraquí, ¿verdad?

¿De por ahí? No.

¿Sentarse? Sí.

¿Lo reconoció? No.

¿Verborrea? Sí.

—Deja en paz al chico, Bruckner.

—Por si le interesa. Exacto: ahí

fuera se cultiva maíz. Seconvertirán en plantas altas. En

verano desde aquí ya no se ve elpueblo.

La camarera interrumpió unmomento la cháchara.

—¡ Rolf, ven aquí! Disculpe. ¡ Rolf,aquí, te he dicho!

—¡Ese bicho no te hace caso,Melanie!

—Lo siento, señor Moroder. Si lepone nervioso, échelo de aquí.

Karl trasmitía paz, con la manoacarició la piel del perro, tambiénmostraba calma con

Bruckner.

—En eso tiene razón. A veces unopuede salvar vidas echando aalguien. Las cosechadoras y

los animales no forman la parejaideal. Le explicaré algo sobre eso,aquí pasó algo gordo.

—Déjalo ya, Bruckner.

Salvo la nueva dirección de lafamilia Pokrovski, que nadie sabía,

Karl Heidemann se enteró

de todo y más de lo que queríasaber: Veit. Ese chico raro. Elaccidente. Los perros muertos.

Pöllauer y Neupold, desaparecidosdesde entonces de Aubruck. Elregreso de Veit Pokrovski. Su

transformación a peor. Elsufrimiento de Marie. En algúnmomento se mudaron a la ciudad.Una

culpa que cayó sobre KarlHeidemann con todo su peso. Su

culpa.

Había que arreglarlo, lo antesposible. No podía quedarse, estabademasiado inquieto,

preocupado. Partió esa mismanoche. Corrió, y para él ibademasiado lento. De camino cogióuna

bicicleta que estaba suelta sin sabermontarla bien. Se entregó a la torpelucha contra aquel

armatoste de metal. Ladeterminación, el esfuerzo, el

agotamiento. Se perdió entre losmatorrales,

los árboles, las verjas.

Nada lo detuvo, ni los rasguños nilas contusiones. Su respiración sevolvió regular y pesada,

el latido del corazón rítmico, comosi corriera. Cada vez tenía más lasensación de estar volando

de noche, por sus pensamientos.Vio a Marie, en la puerta de sucasa, la mano de Karl tendida

hacia ella, la vio huir de la maldad

de su padre para dejarse llevar auna nueva vida. Una vida a

su lado.

Dos personas.

Se habían esperado durante tantotiempo, el uno al otro.

Eran tan perfectos, el uno para elotro.

Por fin podrían estar juntos.

Karl montó en bici, toda la noche,todo el día, hasta que, con laspalmas de la mano llenas de

callos, ya no podía ir lo bastanterápido y el ruido interno superó alexterno. Se estaba acercando

a la ciudad, por primera vez. Prontovio el azul del cielo que perdíaatractivo, las sombras de los

edificios que perfilaban estructurasclaras y tuvo que parar y cerrar losojos. Era una sensación

muy extraña. Como un condenado amuerte que se encuentra en mediodel patíbulo, ante él los

gritos y rugidos de las multitudes,

los últimos pasos. Sin vuelta atrás,sin escapatoria. Solo podía

seguir adelante, hacia la horca.

Solo una cosa podía superaraquella idea: la realidad.

59

La ciudad

El primer hotel que encontró KarlHeidemann se convirtió en paradapara dejar la bicicleta, el

equipaje, la mayor parte de sufortuna. Continuó a pie, con la

mochila llena solo de lo

imprescindible, suficiente dinero,una chaqueta, una botella. Iba abuen ritmo, concentrado en sí

mismo para digerir el entorno. Nohabía nubes, pero sí ese velo gris.Debajo los coches

avanzaban al ritmo del pasohumano, haciendo sonar la bocina,emitiendo humo, los gases olían

fatal, los ocupantes estaban de malhumor. Las motos zigzagueabanentre las columnas como la

hiedra por las paredes, los peatonescaminaban en línea recta comoflechas en el aire. Lo que

debería servir para ir más rápidoestaba parado, humeando, rugiendo.Como si necesitaran

compensar la quietud, todo lodemás parecía acelerado,apremiante, vibrante, espasmódico.Karl

tenía que seguir adelante, aunquealgo en su interior se resistía cadavez más.

Como si navegara contracorriente,se abría camino entre el gentío, erauno entre miles.

También en la forma de avanzar. Noiba ni a izquierda ni a derecha, solorecto. Deprisa. Iba de

una cabina telefónica a otra, una yotra vez. No encontraba más que lassecuelas del vandalismo.

Por fin encontró una que no parecíauna letrina pública, ni un montón debasura, una con las

paredes pintadas pero con una guía

de teléfonos entera. Libros delpasado, usados. Casi nadie los

necesitaba ya, como las cabinas,tratadas sin respeto, despreciadas,desgarradas. El símbolo del

trato que se daba a lo antiguo.

Aun así, Karl encontró lo quebuscaba: P como Pokrovski.

—¿Sí? ¿Diga? ¿Hay alguien?

Veit. Era su voz, sin duda.

—¿Es una broma?

Enfado.

—¿Entonces no me está llamandonadie? Un nadie que respira. ¡Muybien!

Karl se quedó paralizado, con elauricular en la mano y el tonocontinuo en el oído, un eco en

su interior. Toque de diana interno.Algo que creía olvidado fueencendiéndose en su interior y

apoderándose de su pensamiento: laira. También contra sí mismo. Solopor su culpa seguía con

vida Veit Pokrovski.

El tiempo no cura las heridas niayuda a huir de nada. Lo guardatodo, lo deja en rincones

ocultos con una pátina detransfiguración sobre la que un díael olvido vuelve a abrir la puerta, y

lo que antes era bonito se vuelveaún más bonito, y lo que erahorrible se vuelve más horrible.

No había tiempo que perder.Estudió el plano de la ciudad,marcó su destino.

Recorrió un trecho de la calle, bajópor una escalera con un letrero conuna M para entrar en

un sistema de pasillos muyiluminados, escaleras mecánicas,vías. Era prácticamente imposible

pensar con claridad por lo intensasque eran todas las sensaciones paraKarl.

Unos trenes se detuvieron con unchirrido metálico y un silbido,escupieron personas y

aceptaron otras. Cuanto más

avanzaba, más se llenaban losvagones. Pronto se vio agarrado aun

asidero hombro con hombro,aliento con aliento, sudor con sudoren medio de la multitud, notando

cómo el nudo en su interior se ibaapretando. Solo sentía dolor,mareo, la respiración acelerada,

el cuerpo inquieto, el sudor frío enla frente, pronto la distanciaalrededor de él se incrementó, los

ojos lo miraban fijamente como si

fuera portador de una enfermedadinfecciosa.

Luego por fin subió la escaleramecánica. Fuera, las circunstanciasempujaban a Karl, como si

pasara por un callejón. La ciudad,invasiones continuas de todoslados, como los sonidos de

lanzas afiladas, de dardos. Ruidode trabajo, de construcción, decalle, además pasos atronadores,

voces, risas, gritos, chillidos, comomiles de flamencos en la orilla del

lago Nakuru, como las

colonias de focas en la costa rocosadel océano atlántico. Una epidemia.La peste.

De pronto recordó lo bien que lesentaba la muerte a la gente.

¿Hacer que todo enmudeciera? Erasolo una idea, absurda. Por cadapersona que enmudeciera

la vida engendraría diez, cientos,miles de bocas más, una y otra vez.Pronto aceleró el paso, los

pasos se volvieron agresivos, el

cuerpo inclinado, los brazos sebalanceaban. Los golpes de la

mochila contra la espalda eranrítmicos, como las fustas en lasijadas de un caballo. Solo quería

combatir el ruido, escuchar suinterior, levantar un muro decontención. Sin embargo, por muy

rápido que caminara KarlHeidemann, no servía de nada, solosentía desorientación,

sobreesfuerzo, fatiga. Enseguidaacabó empapado en sudor, dolorido

entre las calles, tapándose

los oídos con las manos, sederrumbó sobre las rodillas entrelos coches que pasaban, tuvo que

apoyarse, rendirse. Aquel dolor noiba a parar por sí solo.

Entonces, convertido en unobstáculo, se levantó en medio delgentío.

—¡Ahí hay un tipo vomitando! ¡Ahí,en la calle!

—¡No tiene buen aspecto!

—Está parando el tráfico, malditasea.

—¿Está bien?

No estaba bien. Karl se quedótumbado, encima de él los rostrosque lo observaban, alrededor

el estruendo, en su interior ladesorientación.

—Tiene que salir de aquí o loatropellarán.

Una mano lo levantó, lo acompañóa la acera, lo sentó en una butaca.Una pequeña tienda de

alimentación, un señor amable, unvaso de agua.

—Beba. Coma también, está ustedmuy delgado. A lo mejor es solo latensión. ¿Quiere que

pida ayuda? ¿Llamo a emergencias,algún amigo o conocido que lolleve a casa? ¿O quiere que le

pida un taxi?

Un taxi.

—¿Allí? De acuerdo. Es una ciudaddentro de la ciudad.

—Escalera 12, puerta 46. No puedeestar muy lejos. Pregunte.

Como si fuera un muro decontención, un bloque de viviendasgris, destartalado, se erguía

hacia el cielo, y desde cualquierpunto que se observara siempre seveía la misma imagen, planta

por planta. Dos ventanas, unbalcón, dos ventanas, un balcón,dos ventanas, un balcón, como si

fueran taquillas, un poco tambiéncomo las conejeras de Hubert

Oberwaldner. En la planta baja

había tres pasillos, unos arcososcuros que atravesaban el edificiocomo si lo abrieran en canal,

llevaban a un patio interior y dabanal siguiente bloque de viviendas.

Una ciudad dentro de la ciudad.

Los rostros que le indicaron elcamino hasta la puerta correcta eranamables. Escalera 12,

puerta 46. Un interfono, un nombre:V Pokrovski. No una F de familia,una V de Veit. No llamó al

timbre, mejor esperar.

Esperó a que la puerta se abriera ysaliera alguien. Entró connaturalidad. Dos ascensores, no

vio la escalera. Al final del pasillohabía una puerta de hierro, detrás elhueco de la escalera.

Tierra baldía teniendo ascensor.Subió hasta la penúltima planta.

Puerta 46. Última vivienda. Detrásse oía un televisor, nada más. Niuna voz.

Esperó, escuchó.

Durante el resto del día, Karl fueincapaz de hacer nada más. Seescondió en la entrada cuando

era necesario, luego regresaba a lapuerta.

Esperó, escuchó.

De vez en cuando se oía uncarraspeo, una voz, un crujido, unleve chirrido, el ruido de goma

sobre el parquet, una silla deruedas, cómo manipulaba la vajilla,vasos, botellas, Veit. ¿Solo él?

Cuanto más tarde se hacía, más

frecuentes, más intensos se volvíanlos susurros, el tartamudeo, el

ruido de sorberse los mocos, laspalabrotas, los gemidos.

Aquella noche sí. Solo él.

No llegó ni salió nadie.

La tan temida pesadilla habíallegado a hacerse realidad. KarlHeidemann no solo seguía con

vida, sino que había aparecidocomo la peor de todas las amenazasimaginadas por Horst

Schubert. Amenazaba su felicidadpersonal.

Unos días antes, durante su visita almonasterio, aún esperaba que elautor de todas aquellas

maravillosas obras de arte hubieradesaparecido con el resto de losmonjes, tal vez incluso estaba

muerto. Obras de arte en forma detallas o vidrieras. Representacionesde diversos santos,

siempre con el mismo rostro:Marie. Quizás había también caras

de Jettenbrunn: Charlotte,

Johann, los abuelos Auböck. HorstSchubert no estaba seguro, habíapreguntado a la gente de la

zona por aquellas obras, oyó hablarde un monje llamado Vitus, unjoven delgado, sordo y mudo,

artista, corredor, pero no solo eso,también era buena persona. Legustaba ayudar, brindaba su

cariño en un hospicio paramoribundos. Todo aquello nodejaba de atormentar a Horst

Schubert.

Tal vez carecía de sentido, o quizáslo significaba todo y suponía el finde su felicidad.

Al cabo de una semana regresó a sucasa. Sin embargo, cuando ya casihabía llegado, se

adueñó de él una idea: en caso deque Karl Heidemann quisieraencontrar a Marie, ¿cuál sería la

primera parada lógica de subúsqueda?

Solo había una respuesta posible:

Aubruck.

60

La absolución

Karl Heidemann pasó la primeranoche en la ciudad, tapado con suropa en la última planta, tras

la puerta de acero de la escalera.Sin que lo molestaran, listo para eldía siguiente. Preparado para

todo, también para volver acometer errores.

Entonces llegó el amanecer.

Tras la puerta 46, Veit durmió más.Finalmente se despertó condificultad, gimiendo,

blasfemando, como si tuviera quelevantar pesados sacos de arena.Fue al baño con un chirrido, el

aseo matinal, fue a la cocina, eldesayuno, luego se oyó un susurro,una tos en el vestíbulo, el

tintineo de un manojo de llaves, lapuerta de la casa que se abrió, lallamada del ascensor. Veit.

Karl bajó corriendo la escalera y

salió al patio interior. Luego lo vio,por primera vez después

de tantos años. Vio un monstruo quese abría paso en una silla deruedas. Unas bolsas de plástico

se balanceaban en los asideros. Loshombros imponentes, los brazossobresalían encima de los

reposabrazos. Había engordado,también llevaba el pelo grasiento,desgreñado, le costaba

respirar y maniobrar. Avanzódespacio por uno de los arcos

oscuros y salió del bloque. Una

silueta triste.

Al otro lado de la calle seencontraba el objetivo: uncementerio.

—Señor Pokrovski, ¿otra vez poraquí? —La voz procedente de aquelcuerpo viejo y huesudo

sonaba débil, pero aún era capaz devaciar regaderas en las lápidas—.Es usted un luchador, es

admirable. Si pudiera, empujaría susilla.

—No pasa nada, señoraFreudenschlag, no pasa nada. ¡Esmi programa de gimnasia diaria!

Por primera vez, el monstruo deVeit Pokrovski se convirtió ante losojos de Karl Heidemann

en un ser completamente digno decompasión. Alguien a quien habíaque tender la mano.

—Es usted muy amable, muchasgracias.

No lo reconoció. Apestaba aalcohol, a sudor, a suciedad.

Karl necesitó hacer acopio de todassus fuerzas para empujar la silla.

—Es justo ahí delante, junto al granciprés.

La soledad, la antesala de lalocuacidad.

—¿Cómo dice? ¿Si vengo todos losdías? Sí, eso dicen, hasta que lamuerte nos separe.

Aunque mi esposa haya fallecido,yo sigo vivo.

La tumba estaba cuidada.

—Ahora le pondremos un poco decolor. Tendría que haber visto losgeranios de mi mujer:

una maravilla. Los más bonitos detodo el pueblo.

Veit Pokrovski agarró las bolsas deplástico, sacó una pequeña pala,dos ramos de flores, se

deslizó de la silla de ruedas hastala tumba y se convirtió enjardinero.

—Geranios, exacto. Antes teníamosuna casa preciosa en el campo. Por

desgracia, hoy en día

ya no puedo ocuparme de un jardín.Aparte de este, claro. Con este mebasta.

Era raro ver ese cuerpo mutiladomoverse por encima de la tumbasobre los brazos largos. Un

hombre antes violento que habíaperdido toda la brusquedad.

—No, no tengo a nadie que meayude. No me importaría si no fuerapor los dolores.

Como si Karl Heidemann hubiera

abierto una esclusa, se abalanzósobre él un torrente de

palabras.

—¿Hijos? Sí, una hija. ¿Pero esjusto contar con la ayuda de lapropia descendencia en la

vejez? Todo eso de los padres y loshijos no es cuestión decompensaciones o deudas. Nisiquiera

puedo reprocharle a mi hija que nonos veamos nunca, aunque vivamosen la misma ciudad.

Un profundo suspiro.

—A veces uno puede estar muertoaunque siga con vida.

Abrió la pequeña fosa y arrojódentro las flores rojas.

—No, no tiene por qué sentirlo. Lodigo en sentido contrario. Sin dudahay padres mejores de

lo que yo fui. No todos los erroresse pueden corregir.

Veit Pokrovski aplanó la tierra casicon amor. El mayor castigo deaquel hombre era haber

sobrevivido.

—¿Le sorprende mi actitud? ¿Porqué, me conoce de épocasanteriores?

Esbozó una sonrisa amable,desprevenida, llena de sarcasmo.

—Por suerte uno puede hacer unabuena aportación para aplazar lapropia decadencia. En mi

caso la vida ya me ha ayudadomucho. No se imagina de lo que escapaz la vida, créame.

Karl sintió la tentación de ahorrarle

trabajo al hombre que resoplaba asus pies.

—¿Ayudarme? ¡Es usted muyamable! Con mucho gusto. Siempreme cuesta mucho ir a buscar

agua.

Entonces Karl Heidemann regó losgeranios de la tumba de HildePokrovski. Feliz. Marie.

Saldría a buscarla, pronto, perotodavía no.

Nada. Nadie en Aubruck se habíainformado sobre los Pokrovski. En

la fonda solo había unos

cuantos foráneos, como decostumbre, turistas, gente denegocios, de paso.

Horst Schubert había mencionadotodos los nombres, nada de Vitus,nada de Karl, y a punto

estuvo de no fijarse, pero luegocotejó las listas. Por un lado todoslos foráneos que habían pasado

por Aubruck, por otro todos losmonjes muertos. Había un nombreidéntico: Paolo Moroder.

Fin de la etapa tranquila.

Karl Heidemann estaba ahí fuera,tal vez incluso en el pueblo. Solo lequedaba una

posibilidad: Veit.

Karl Heidemann empujó a VeitPokrovski todo el camino hasta lapuerta 46. La cercanía con la

silla de ruedas casi le resultabafamiliar: la víctima y su verdugo,una víctima que no sospecha

nada. Fue un camino agotadortambién porque la conversación no

tenía fin, pronto Karl se cansó

de tanto palabrerío. El día quedespuntaba aumentó el volumen,por todas partes.

—Es usted muy amable porllevarme hasta casa. Me alegromucho de que nos hayamos

encontrado. Madre mía, está ustedmuy sudado.

Pronto quedó superado.

—¿Le apetece un vaso de agua?

Una mirada solícita. Por mucho que

se esforzara Karl Heidemann en veren ella al demonio, al

tirano, solo veía a una personapurificada, arrepentida, que hacíapenitencia, vio más que

cumplido el objetivo de su anteriorobra en medio del maizal.

—Pase un momento.

Entró en el recibidor, rodeado porlas puertas del salón, el baño y lacocina, al lado una

cómoda. Encima, alineados comolos pilares de la supervivencia,

cajitas de medicamentos.

Analgésicos fuertes, pruebas de unaenfermedad dura, tormentosa.

Era un piso sin fotografías en lapared, sin recuerdos, sin zapatos dedistintos números. Era

como una tumba. Unarrepentimiento tardío, coloresbonitos, y aun así nada de blanco.Lo oscuro

seguía siendo oscuro.

Veit Pokrovski moriría allí, solo.

Mientras Karl miraba alrededor,observaba el baño abierto yregistraba la bañera, supo qué

debía hacer: poner fin a lapenitencia de Veit Pokrovski yconcederle la libertad.

—¿El agua fría o del tiempo?

Agua caliente. Pronto.

Vació de un trago el vaso.

Se despidió con amabilidad,sustrajo con distracción una de lascajitas de medicamentos, se

fue rápido y se dejó la chaqueta apropósito.

—Tal vez nos volvamos a ver,señor Moroder. —La resonanciasonó hueca.

Igual que la víspera, Karl pasó elresto de las horas del día apoyadoen la puerta de hierro de

la escalera. Las horas pasaroncomo jinetes veloces gracias a VeitPokrovski, pues Karl conocía

el preparado que contenía la cajitasustraída de la época de la

Fondazione. Morfina. Calmaba el

dolor, lo atenuaba, tranquilizaba. Leproporcionó una chispa desatisfacción, de euforia relajada,

le permitió dormir un rato, sacar laconclusión de que tal vez así laciudad podía mejorar un poco.

No tuvo que esperar mucho parainiciar su obra.

Los indicios procedentes del pisoeran claros. Llevaba una vida triste.

—¡Ah, señor Moroder! Me alegromucho de verlo. Imaginaba que se

dejaría caer por aquí de

nuevo. Aquí está su chaqueta.

Cada palabra sonaba pesada, losmovimientos eran lentos, elparpadeo era como el que vio

aquel día en el maizal.

—No, no se va a deshacer de mí tanrápido. Pase: nos tomaremos untrago.

No pasó mucho tiempo hasta queVeit Pokrovski se evadió en susueño aturdido de todos los

días, ante su invitado silencioso.

Ni siquiera el chapoteo del agua, niel sonido del teléfono logródespertarlo. El agua caliente

caía en la bañera.

Karl Heidemann empujó la silla deruedas con cuidado, la llevó delsalón al baño, el último

trayecto, liberó al cuerpo de lacarga de la ropa, levantó a VeitPokrovski como si se cerrara un

círculo, y lo metió en la bañeratibia. Tibia como el líquido

amniótico maternal. La muertecomo

un parto.

Un cuchillo de cocina afilado, uncorte breve y la sangre fluyó de lasmuñecas. Karl retiró con

ternura el cabello de la frente deaquel hombre, que moríaapaciblemente, y le dejó el cuchillocon

la empuñadura limpia en la mano.

Se quedó un rato sentado en elborde de la bañera, el agua teñida

de rojo, se vio de niño,

dentro, vio a su madre, su miradade preocupación y arrepentimiento.

Un velatorio, continuamenteinterrumpido por el sonido delteléfono. Poco después de que

dejara de sonar se oyó el siguientetono: la señal del ascensor, y con élKarl Heidemann dejó de

llevar ventaja. Se acercaron unospasos conocidos, el izquierdo largoy suave, el derecho breve y

duro, toc, toc, toc.

No entendía nada.

Empezaron a llamar a la puerta, sinparar, y ya no le sorprendió elgrito:

—Veit, ¿va todo bien?

Golpes.

—¡Veit, maldita sea, abre, soy yo,Horst!

Horst Schubert. ¿Por qué él,después de tantos años? ¿Y por quése tuteaban?

Algo se cerró, como si fueran

cadenas en los pies, un cinturón deplomo en la cintura. Karl

Heidemann tenía que irse lo antesposible, buscar una salida. Sinembargo, la idea de correr era

como ese sueño en el que un jadeole pisaba los talones, babeando, yél corría sin parar, sin

avanzar, y el jadeo cada vez estabamás cerca.

—Veit, abre ahora mismo. ¡Ya séque hace siglos que no hablamos,pero es importante!

El tono, los golpes eran cada vezmás decididos, pronto entró, por lafuerza, desesperado,

brutal.

La puerta se abrió hacia dentro.

Karl estaba detrás, expectante.

Corrió el cerrojo con energía, dejópasar a Horst Schubert, que corriópor todo el piso, fue a

mirar en el baño, soltó un rugido,agarró el teléfono, maldijo lacalidad de la conexión, se dirigió

al balcón, vio a Karl Heidemanncorriendo por el pasillo, hasta laescalera.

—Venid, enseguida. Está aquí.Tenemos un cadáver. ¡Mi suegro!

La vida es la alternativa a todas lasexpectativas.

61

El indicador

No corrió hacia abajo, sino haciaarriba. Karl corrió dando traspiéshasta la última planta de la

escalera y se agazapó aturdidojunto a la puerta de hierro. Allí sequedó, derramando lágrimas en

silencio.

Era demasiado tarde. Llegaba añostarde.

¿Era todo una ilusión, unaesperanza?

Empezó a maldecir aquellaesperanza que creyó reconocercomo ese tipo de maldad capaz de

vencer a la razón, de llevar acualquier ser tanto a la parálisis

como al ataque cegado por la ira.

La esperanza, la estratega de losdesgraciados, proporcionabadecepciones eternas, un horizonte

para los que rechazaban elpresente, la hipoteca de losindolentes, el emblema de laespera, de la

espera sin sentido.

Nadie sabe si lo que se esperaocurrirá jamás.

Mientras el vacío de KarlHeidemann empezaba a llenarse

con un cansancio abrumador, el

edificio se llenó de actividad,preguntaron a todos los vecinos porél, bloquearon el lugar de los

hechos para buscar pistas,investigaron, cada palabra quellegaba a oídos de Karl era comoun

toque de diana.

La reacción le dejó claro cuántotiempo hacía que estaba en el puntode mira, hasta qué punto

estaba preocupado Horst Schubert

por Marie y procuraba protegerla.

Aquellas palabras cada vezpenetraban más en Karl, loatravesaban como si fueranespadas,

en un momento dado lo superaron ysolo le exigían una cosa:defenderse. ¿Qué haría la razón enel

momento de la decepción, cuandotodo estaba herido, cuando elcorazón colgaba de un gancho

para ser destrozado? ¿Debería

limitarse a mirar cuando algo,aunque sea soñado, absurdo, inútil,

se pierde sin más? Tal vez deberíahacerlo, pero no podía. Esaimpotencia superó al control, sacó

ventaja a la razón, levantó a Karljunto a la puerta de hierro y ledevolvió con la misma rapidez lo

que le había arrebatado: laesperanza, la estratega de losdesgraciados.

Estaba convencido de que todoaquello no podía ser fruto de la

casualidad, ni el encuentro, ni

las circunstancias, ni el momento.Solo podía tener un sentido: HorstSchubert había llegado para

guiarle hasta Marie. Ese mismo día.

Cuando Horst Schubert dijo quetenía que volver pronto a casaporque estaba agotado, Karl

bajó la escalera, salió a la calle,bastante transitada pese a que yaera bien entrada la noche, allí

donde estaban aparcados losautomóviles, levantó la mano para

estar preparado, y lo recogieron

al paso.

—¿Adónde va?

El tono del taxista era despierto.

—Entendido, entoncesesperaremos.

No tuvieron que esperar mucho.Los años no parecían haber pasadopara Horst Schubert, que

salió por el arco hasta la calle condos colegas. Tal vez fuera por lacalvicie, o por la falta de

vello, o por la ropa deportiva. Eraatemporal. Aun así, se le dibujabanarrugas en el rostro.

Preocupaciones. Miró alrededor,atento, incluso hacia Karl, pero nolo reconoció y subió a un

coche de servicio.

—De acuerdo, hay que serdiscretos, ¿no? Es la primera vezque lo hago así, ¡normalmente es

la policía quien me sigue a mí!

Karl Heidemann estaba sentado enel asiento trasero, el dolor había

remitido un poco gracias a

dos pastillas, y estaba algo másanimado gracias al rayo deesperanza.

Atravesaron la ciudad a un ritmolento y pasaron junto a una pequeñaplaza. Hoteles, edificios

antiguos, cafeterías, restaurantes,pequeñas tiendas. Seguro quenormalmente estaban abarrotados,

pero no a esas horas.

—Lo siento pero cuando el cochellegue ahí no puedo seguir, si no se

dará la vuelta a la

tortilla con la policía. Aquíempieza la zona peatonal.

El coche se paró, bajó HorstSchubert, caminó un poco por laplaza, saludó con la cabeza a un

hombre que había en una portería yentró en un edificio.

—Mira, un policía con protecciónpolicial. ¿Y ahora?

Ya no había prisa.

—De acuerdo, ¡entonces a su hotel!

Karl durmió hasta media mañanadel día siguiente, pagó la facturadel hotel, se tomó un

analgésico y emprendió el camino,pronto llegó con la bicicleta a lazona peatonal. Era una

autopista del comercio, un coto decaza.

La gente estaba al acecho,aguardaba, buscaba algo con lamirada. Llevaban los botines en

sacos, en bolsas. También habíagente sentada en la calle o

buscándose el jornal: timadores,

pintores callejeros, titiriteros,músicos, vendedores de rosas,figuras estáticas sobre pedestales,

con el cuerpo entero de colordorado, la ropa, los brazos, lasmanos, el pelo, la cara, solo se

movían cuando los transeúnteslanzaban monedas en la cesta.

Karl se sentía mejor que dos díasantes gracias a la morfina,finalmente llegó a su destino,

observó a una distancia prudencial

la casa de Horst Schubert, deMarie, volvió a ver al hombre de

la víspera sentado en una cafeteríay supo lo que tenía que hacer.

Enfrente había un hotel.

—Una habitación que dé a la calle,arriba del todo. No hay problema,media pensión.

¿Cuántas noches?

Por tiempo indefinido. Era unhuésped bienvenido. No lepreguntaron el porqué, si era poruna

separación, lo habían echado, habíacometido un delito, si buscabacompañía, comunicación o una

vivienda con servicios. Mientraspagara, daba igual.

Como hacía su madre ante lapantalla, Karl Heidemann se sentódelante de la ventana de la

habitación, vio los majestuososjardines en la azotea de losedificios de alrededor e, igual quesu

madre tuvo en observación a su ser

más querido, pronto él hizo lomismo.

Por lo menos aquel día.

Hacía tiempo que la plaza habíaadquirido un resplandor que Karlnunca había visto al aire

libre. Las luces tras las ventanas,las de las farolas, las lucescoloridas de bares y cafeterías, las

cadenas de luces colgadas comopérgolas sobre algunos jardines, laslamparillas sobre las mesas,

los farolillos. Los primeros

indicios del verano. La vida salíade los salones, ávida de notar el

aire cálido sobre la piel, tras lapuesta de sol se aferraba conobstinación al aire libre, cubiertade

jerséis, chaquetas, mantas. Laciudad, de día sin el cielo azul, denoche sin oscuridad, como si el

cansancio no fuera con ella.

Nada quedaba escondido.

De pronto algo apareció, emergióentre la multitud, todas las luces se

extinguieron salvo esa,

cruzó la plaza, se detuvo unmomento delante de la estatuadorada, lanzó una moneda, un

movimiento contenido enagradecimiento, una inclinación,una sonrisa.

Karl Heidemann tuvo quelevantarse, acercarse al alféizar,obligarse a no abrir la ventana para

asomarse y ver mejor. ¿Era ella?Estaba acompañada, sin saberlo. Laseguían en secreto. Dos

hombres que con su apariciónhicieron que el hombre que llevabatanto tiempo solo en una

cafetería abandonara el lugar.Cambio de turno. Protecciónpersonal, no quitar ojo de encimade

alguien. Igual que Karl.

«Marie», pronunciaron sus labios.Despacio, en voz baja.

De haber podido, Karl Heidemannhabría congelado cada movimiento,habría transformado la

plaza con toda su actividad en unafoto fija solo para ganar tiempo,para evitar que pasara.

Ya no había duda, a pesar de laausencia de las trenzas que sedisparaban en todas

direcciones, de la camisetamanchada, las uñas terrosas, de losprimeros indicios de los senos. Se

había convertido en una mujer.

Una mujer maravillosa. Sonriente,atrayendo miradas, siguió cruzandola plaza hacia su casa.

Llevaba el pelo corto, las uñaslargas, tenía los brazos y laspiernas delgadas, que asomabanpor

debajo de un colorido vestidovaporoso que le llegaba a lasrodillas, iba a paso ligero. No sedio

la vuelta, no tomaba precauciones,luego desapareció por una puerta.Así que no sabía nada. Ni de

los que la seguían, ni de la posiblepresencia de Karl, tal vez nisiquiera de la muerte de su padre.

Si los andares de una personapueden dar información sobre suestado, a simple vista Marie

no parecía afligida ni prisionera,sino libre y feliz. Por mucho queKarl quisiera alegrarse por su

felicidad, no podía hacerlo. Aúnno.

Karl, con su mal concepto de lapropiedad, la vio encender lasluces de la habitación, en la

planta superior del edificio, vio queMarie abría la ventana y estiraba

los brazos como una niña

que se despereza en la cama por lamañana, luego que Horst Schubertllegaba a casa, llamaba por

el interfono, aunque no entendía porqué si Marie no oía ningún sonido.¿O había alguien más? Un

niño.

Lo averiguaría, todo.

Karl Heidemann se desplomó en lasilla con una extraña sensación desatisfacción y pensó en

Paolo Moroder y sus últimaspalabras: «Ve a buscar a tu niña ycuida de ella», y se propuso hacer

exactamente eso.

Eso fue lo que pasó, pero de unmodo completamente distinto.

62

El cuadro

Las siete de la mañana. HorstSchubert salió de casa, al tiempoque dos hombres subían a un

coche y ocupaban su posición como

clientes de una cafetería, todomientras Karl llevaba tiempo

sentado frente a su ventana,preparado.

Las ocho y media. Marie salió a laplaza ya abarrotada y se fue. Karlbajó corriendo la

escalera, aseado, con la barbarasurada, paseó como un transeúntecualquiera, no junto a Marie,

sino pegado a los talones de suacompañante, el otro mantenía suposición.

No fue muy lejos. Una elegantefloristería dentro de la zonapeatonal, dentro un saludo

entrañable, se puso un delantal ycon unas tijeras pequeñas dejardinero empezó a crear ramos,

centros de mesa, coronas, concariño y gusto refinado. El horariode la tienda era de nueve a siete

de la tarde. Karl ya había vistosuficiente, volvió paseando paradesahogarse.

A las siete de la tarde ya estaba

preparado, nervioso ante laperspectiva de buscar una ocasión

para mirar a Marie a los ojos.

En el mostrador de una heladería secolocó a su lado, hombro conhombro, la vio señalar dos

tipos de helado, recordó con unasonrisa los días que pasaron en elmaizal, aún le gustaba la menta

y el chocolate negro, una costumbreque jamás perdió, notó esa cercaníaindescriptible, dijo a su

lado exactamente la misma

combinación, se volvió hacia ellacon esas dos montañitas del mismo

color sobre el barquillo marrón enla mano, verde pistacho y marrónoscuro, miró sus ojos

brillantes esperando una sonrisa, unmomento de esa intimidad, esevínculo que jamás se perdió.

No llegó. No hubo respuesta.

Tampoco al cabo de dos días, apesar del esfuerzo, de comprar unramo de tulipanes blancos.

Ante él la propietaria de la tienda,

en el fondo Marie elaborando unacorona fúnebre de rosas

blancas. «Para Veit, descanse enpaz», rezaba la cinta, el últimogesto de afecto de la hija hacia el

padre, un breve contacto visual conKarl que no perduró, no huboconexión, ni cercanía, ni

siquiera una sonrisa, ni un recuerdodel tipo: «Ah, el señor de anteayer,el de la menta y el

chocolate negro».

Solo miraba al frente.

Su corazón era inaccesible, estabaentregado a Horst Schubert. ¿Y siMarie de pronto

reconociera en aquel desconocidoal chico del maizal?

¿Qué leería en sus ojos?¿Menosprecio, amor?

Karl quería saberlo.

Horst Schubert no lograba conciliarel sueño. Si estar muerto de miedosignificaba haber

muerto ya, estaba a punto de llegara su fin. Era absurdo poner a salvo

a Marie, ¿qué motivo

podría argüir para justificar eltraslado? ¿Cargar sobre sushombros su propio miedo?

Inconcebible. ¿Existía un lugarseguro? ¿Si ocultara a Marie, noestaría negándose la oportunidad

de acabar definitivamente con KarlHeidemann?

¿Qué tipo de vida era la suya si,estuviera donde estuviese en esteplaneta, tenía que salir de

casa día tras día sabiendo que la

pesadilla aún no había terminado, yque tal vez jamás terminaría?

Por mucho que pusiera la ciudadpatas arriba, Karl Heidemann habíaconseguido desaparecer de

la faz de la Tierra durante más deuna década, ¿por qué no habría deconseguirlo también allí?

Marie, por mucho que Horst laquisiera, no podía saber de suposible presencia, por su

supervivencia. Era el cebo y elobjeto de protección al mismo

tiempo. Era el momento de poner

fin a todo aquello. Realmente todoindicaba que lo era.

Una llamada a primera hora de lamañana. El colega que estaba deservicio con Marie hablaba

nervioso:

—¡Horst, tienes que verlo!¡Rápido!

Aquella mañana aparecieron unasletras en la zona peatonal. Quienquisiera pasar por allí,

tenía que pasar por encima.

Una y otra vez las mismas palabras,solo interrumpidas por un retrato,pintado con tiza,

mágico, como nunca se había vistoen aquella ciudad. Una niña contrenzas disparadas en todas

direcciones y unos ojos muybrillantes, llenos de vida, quecautivaba a todos los transeúntes.

«Ven conmigo», decía el mensaje.Una y otra vez: «Ven conmigo».

Había emoción no solo en los

rostros de la gente, también en suspalabras: «Suena a historia

de amor».

Karl Heidemann lo oyó todo, lo viotodo, se encontraba entre lamultitud, no muy lejos de

Marie, vio cómo caía sobre lasrodillas de la conmoción, vio sumano estirada sobre el asfalto,

sobre la imagen, como si tocaraagua, como si quisiera pescar conpaciencia todos sus recuerdos.

No eran evocaciones siniestras,

pues cuando se levantó no se veíamiedo ni horror en sus ojos.

Solo buscaba. Durante un rato,todos los transeúntes estiraron elcuello intrigados en dirección al

coche de la policía que se acercabacon el sonido de la sirena, aúntenían esa confusión en los

ojos. Curiosa, cálida.

Solo el roce de Horst Schubert, quesaltó del coche tras ella,interrumpió ese ensimismamiento

y transformó su rostro, ahora lleno

de preguntas mudas. Eranreproches: ¿Por qué me encuentro

con este dibujo, y justo despuésapareces tú? ¿Quién te lo hacontado? ¿Sabías que Karl

Heidemann estaba presente y no melo has dicho?

En aquel momento ya no aceptó aHorst Schubert. Solo sintiódecepción, se fue, corrió, Horst

Schubert salió tras ella y algo enKarl Heidemann se llenó dealegría.

A partir de entonces se acercaríamás a ella, la esperaría, seofrecería, todas las tardes, sería

observador y al mismo tiempoevitaría ser observado. Fácil.

63

La moneda

Iba vestido del rey enano Alberich.La ropa no era dorada, sino blanca.Todo blanco: los

calcetines, los pantalones, lacamiseta, los zapatos, la piel, elcabello, el sombrero.

El pedestal no estaba arrimado a lafachada, pero sí lo bastante cercapara poder oír a Horst

Schubert cuando salió a la calle desu edificio, hablando inquieto alteléfono, desesperado con su

situación, furioso por la pésimainvestigación.

Nadie encontraría a KarlHeidemann, solo Marie.

Pasaron unos días hasta que Marievolvió a salir a la calle y recuperóel ritmo. Sin embargo,

nada era como antes. Ahora lacompañía era oficial, habíadesaparecido la naturalidad. Karlsolo

veía que lo buscaba con la mirada.Lo encontraría, solo era cuestión detiempo. Fueron momentos

difíciles en los que KarlHeidemann requería toda suconcentración, pese al aturdimientode la

morfina.

La dificultad no consistía en

mantener la calma, sino en lacontinua exposición al ruido, el

estar expuesto a los demás. Y porfin comprendió hasta qué punto eranlos demás los que estaban a

merced de sí mismos, y por tanto deél, y no al revés.

Lo que veía y oía era como si unosratones de campo se lamieran laspatas tranquilamente,

mientras sobre sus cabezas volabanen círculo los buitres. Ratones decampo que se quejaban de

estar siempre bajo observación,pero que en cambio no prestabanatención al entorno. En el fondo

ni siquiera lo percibían, les parecíainsignificante. Solo les interesabanlas patas, en el caso de las

personas los pequeños utensiliosque tenían en las manos.

Unos utensilios siempre a la esperade dar servicio y que, si no seutilizaban, el propietario

pasaba a ser sospechoso, sinactividad pública ni contacto,

probablemente sin existencia, entodo

caso se convertía en un serinsignificante, era la únicaexplicación que encontraba Karl alo

ocurrido.

Hablar, hablar, hablar, hasta elinfinito. El habla como acto derepetición de los mismos

contenidos, episodios, opiniones,ya fuera consigo mismos o con elsiguiente interlocutor. Lo que a

Karl, durante sus años en laFondazione Santa Vita, le parecióalgo propio de la vejez, del

desvarío mental, allí era común.

Cuanto más se elevaban las voces,más alegres o exasperados sonabanlos temas, y cuanto más

tenues, más infames y abyectos.¿Era una huida de sus propiosdilemas? ¿Una vía para resistir de

alguna manera el torbellino que losrodeaba? Combatir algo con lamisma moneda. Sarampión,

paperas, rubéola, fiebre amarilla,varicela, virus, gripe, viruela,ruido. Combatir un virus con

otro. Una vacuna viva. Cuando porfin se extinguía la últimaconversación, agarraban esos

aparatos a cada minuto, miraban laspantallas más o menos grandes, lasfrotaban, golpeaban,

titilaban, vibraban, las guardaban yponían el cable de los auricularesen unos pequeños orificios.

La mayor parte de la gente solo se

ocupaba de sí misma, había perdidola vista para los

demás, para el entorno, la belleza,la amenaza, la vida. Karl recordóJettenbrunn, las apáticas

moscas que merodeaban sobre losrestos de comida, hasta la manomás cansada las podía aplastar

con toda tranquilidad, pam. El serhumano era una presa fácil. Losviejos en sus bancos eran los

últimos garantes de la miradaatenta.

De repente, casi con alegría, elmartirio de su fino oído seconvirtió en su aliado. Ya no

consideraba el ruido como ungranizo que no paraba de golpearle,sino un refugio que podía

utilizar a voluntad. Podía filtrarlo,extraer del bulto, de la flaccidez deun todo, lo individual,

como si fuera un juego. Pronto supohasta qué punto los seres humanoseran distintos en sus casas

que al salir a la calle.

Interiorizó el ritmo de aquel lugar,conocía las costumbres de muchosvecinos, los

movimientos en la vida de loshabituales, sus rostros. Sinecesitaba silencio, decidiócontentarse

con recordar los cantos de losmonjes con el metrónomo interno,con la fuerza de la mente, los

leves resoplidos de Q, el suavesusurro de la cola.

El silencio era una decisión.

Pasaron días en los que se mantuvoen su sitio, de vez en cuando le caíaalguna moneda, se

inclinaba, hacía un gesto, se daba lavuelta, días en los que veía a Marieir y venir, sus

guardaespaldas cada vez másagotados, desconcentrados,aburridos.

Marie también recuperó la calmacon el tiempo, el paso ligero desiempre, la visita a la

cafetería, los helados, las monedas

en la mano. Al principio solo era lafigura blanca.

Sin embargo, un día por fin se paródelante de él, lo observó, luegolanzó la moneda y Karl

Heidemann se movió, como habíapracticado una y otra vez en lahabitación del hotel. Fue un

movimiento ni exagerado, ni dejúbilo, solo una breve inclinación,se señaló a sí mismo con el

brazo izquierdo, estiró el brazoderecho, hizo un rápido juego de

manos. Cuatro letras, un

obsequio de confianza, comoprueba de que no había olvidadonada. Cuatro letras como las que

escribió aquel día con la mano enel maizal.

K-A-R-L.

Luego se quedó quieto de nuevo,también su mirada. Sumergido enlos ojos marrones de

Marie, todo se agitó, en él, en ella.

64

El testimonio

Es extraño cuando los amantes serodean como dos canicas que caenrodando despacio en la

parte ancha de un embudo. Cadavez van más rápido, se dirigen conmás ansia al objetivo, hasta el

final de la garganta, el inicio delpequeño orificio que les permitecaer en alguna parte. Una

salida.

A partir de entonces, Marie ya nobuscaba con la mirada cuando salía

a la calle. Iba de nuevo

con paso ligero al trabajo, volvíapuntual. De vez en cuando lanzabauna moneda, miraba la figura

blanca que le hacía una reverenciacasi de cortesano, la vio imitar unaleteo y tocarse con las dos

manos la zona del corazón. Un díacayó algo más que una moneda enel sombrero de Karl. Era un

pañuelo enrollado en forma debolita del tamaño de un guisante.Unas letras minúsculas en un

papel fino.

«Hoy, 17:30. Punto de encuentro: laazotea. Pero no vayas por nuestracasa».

Karl Heidemann acudió a la cita,reluciente, duchado, afeitado,peinado, conocía el camino, no

había hecho otra cosa en todo el díaque inspeccionar detalladamentetodas las casas colindantes,

pasó junto al guardaespaldas deMarie al entrar en la cafetería,subió a la última planta, a esa

hornacina de paredes, a la escalerade hierro sujeta a la pared, y laclaraboya cerrada solo con un

cerrojo, se colocó sin pensarlo traslos bloques de las chimeneas, lascajas de aire acondicionado,

con plena consciencia de que podíaser una trampa, el camino directo aHorst Schubert.

Solo le quedaba el último tramohacia la azotea más elevada deledificio colindante, subió los

escalones de acero y la vio: Marie.

Con la mirada fija en el cielo,estaba escondida entre dos cajas deaire acondicionado que le

llegaban a la cintura. KarlHeidemann se acercó a ella,mareado por la altura, la emoción ola

conciencia de haber llegado por fina su destino, y se sentó a su lado.No hubo saludo, ni se giró,

ni estableció contacto visual.

Estuvieron sentados juntos hastaque dos corazones agitados

recobraron la calma, inmóviles.

La cubierta negra de la azoteaestaba caliente por el sol, blanda,granulada, betún. También

estaban calientes y blandos losdedos que se acercaron paraposarse en la mano de Karl,agarrarla

con naturalidad, se entrelazaroncomo si las dos manos fueran parte

de un todo. Solo querían

sentirse el uno al otro. Una uniónsin explicaciones, agradecida. Lasmanos que dibujaron historias

entre el cielo y la tierra.

Se oyó desde la calle un lío devoces y ruidos, y encima lossonidos de las antenas, los palos,

los alambres que cantaban alviento.

Solo dos personas y el cielo, comoantes.

Nubes blancas sobre un fondo grisazulado.

Nenúfares sobre un mar apagado.

Liebres sobre una alfombra grisazulada.

En un momento dado se distinguióentre el tumulto de la calle la vozde Horst Schubert, luego

un zumbido en la mano de Marie,una pulsera parpadeó,probablemente era la señal de quehabía

llamado al interfono.

Hora de irse, fue un encuentrobreve.

Un reencuentro en silencio norequiere mucho tiempo.

Algo había cambiado en Marie.

Era evidente, saltaba a la vista.

La mirada nerviosa, queescudriñaba la ciudad, se habíavuelto tranquila. Por mucho que lo

intentaran, no encontraban la causa.No había ningún hombre que lafuera a buscar, la acompañara,

le hiciera llegar noticias, nada.Aquel estado cada vez generabamás inseguridad en Horst

Schubert. ¿Cuál era el motivo?

¿Por qué no tenía miedo? Miedo auna persona que sin duda estabadispuesta a asesinar con

cualquier excusa. ¿Y por qué habíadecidido volver a ella KarlHeidemann después de tantos

años, si no era para poder borrar ysustituir los ojos abiertos delúltimo dibujo? El sueño eterno.

La siguiente vez, Marie pasó por ellado de Karl como si no estuviera.¿Quería protegerlo? ¿O

protegerse ella? ¿Es que todoaquello no tenía valor?

Nada más lejos de la realidad.

Se trataba más bien del dilemaentre saber que era imposible ysentir esa urgencia que cada

vez era más fuerte. Como si tuvieraque cumplirse algo que tanto ellacomo Karl desconocían.

Se cumplió.

Al cabo de unos días, por finvolvió a caer una moneda, con unmensaje, una inclinación. Ese

mismo día. «19:30, azotea». Lavida de Karl Heidemann dio suúltimo giro aquella noche de

principios de verano.

Era una noche templada.

Al principio todo fue como antes.

Solo se tumbaron juntos, uno allado del otro.

Sin embargo, esta vez no se

tranquilizaron.

Esta vez las manos, entrelazadas, yano se daban por satisfechas,necesitaron soltarse para

tomarse mutuamente.

Todo el deseo se descargó. No deuna forma salvaje o impetuosacomo los niños que se

abalanzan sobre los regalos deNavidad, sino con cuidado, conternura, con un profundo afecto,

con prudencia. Como si sacaranbolas de Navidad de cristal con

cariño de las cajas de cartón,

envueltas en papel de seda, y lascolgaran en el árbol.

Amor de verano en una azotea. Nofue fugaz, fue duradero. Quedómarcado. Karl Heidemann

superó la línea de meta de su deseo.En algún momento soltaron el airejuntos y se abrazaron,

presurosos.

La música que llegaba de laactividad nocturna era alegre. Eransonidos desde la lejanía y

hacia la lejanía. Lejos, muy lejos.

Empezar de nuevo en algún lugar,juntos.

Las ideas eran como pompas dejabón: un destello. Huían flotando yestallaban cuando aún

estaban al alcance de la vista.

Las dejó volar, solo por un instante.

Marie y Karl se quedaron tumbadossobre la cálida superficie rugosa dela azotea hasta bien

entrada la noche, el aire estaba

impregnado del olor a naftalina, apolvos antipolillas, los cuerpos

cubiertos de trocitos pegajososnegros, el cielo salpicado por lasescasas estrellas que brillaban

tras el humo y las eternas lucesurbanas.

Se quedaron ahí, incluso cuando laropa y el mutuo calor corporal nofueron suficientes y la

temperatura, sensiblemente másfría, se les metió en el cuerpo. Sequedaron ahí tumbados como si

esa azotea fuera su destino, como sino quisieran poner fin a esemomento, no dejar que estallaran

las pompas de jabón.

No sirvió de nada.

Algo vibró al lado de Karl. Marieagarró un teléfono, una pantallapequeña que a oscuras

parecía un planeta cuadradoiluminado. Apareció un mensaje deotro mundo.

«Te lo prometo, pronto llegaré acasa con algo de comer. Tengo

ganas de verte, ángel mío. Te

quiero, Horst».

Amor.

Ángel. Ángel mío.

Palabras bonitas, buenas.

Tal vez en el momento y el lugarequivocados.

Marie Schubert, de solteraPokrovski, se incorporó, despacio,como si quisiera ganar tiempo,

estiró el cuerpo, se secó las

lágrimas que asomaban en los ojos,le retiró a Karl los trozos de

betún que tenía en la cara, le limpiólas mejillas, como una madre ayudaa su hijo que llora, como

si quisiera decir: «todo irá bien», yal mismo tiempo fuera conscientede que era una promesa

vacía.

La mirada de Marie trasmitíanostalgia, dolor, un aire dedespedida. También para Karl, pero

en su caso tenía un significado

mucho mayor. Karl había superadola línea de meta y ahora miraba

despacio hacia atrás.

Líneas de meta, lugares de llegada.Cuando se levantan los brazos y latensión, la carga de los

hombros se relaja y el agotamientoy el alivio caen sobre las rodillas,cuando se entregan

diplomas, medallas y copas comorecompensa, como trofeos que alcabo de un segundo no son

más que recuerdos, un mecanismo

del orgullo, piezas de museo delalarde.

Líneas de meta, lugares decumplimiento del esfuerzo.Sepulturas del deseo. Tal vez la

celebración durará días y noches.Quizá la alegría, el asombro duraráun tiempo. Pero todo eso no

es más que retrasar, aplazar lo quellega después: el vacío.

Karl Heidemann se quedó muchorato tumbado en la azotea, ocultoentre las dos cajas de aire

acondicionado. Marie ya hacíatiempo que se había acostado en lacama, una cama para dos.

Karl aún estaba ahí cuando entrelas dos y las cinco se impuso algoparecido al silencio en los

callejones, como si quisierasusurrarle a la gente: «no osolvidéis de mí».

Allí seguía, saboreando lafelicidad, una felicidad amarga,cuando la vida dio paso a un nuevo

día y el aire se llenó de actividad,

ritmo, humo.

El cielo estaba brumoso, la miradafija en ninguna parte.

¿Qué pasaría ahora?

65

Puesta en libertad

Karl Heidemann pasó los primeroscuarenta días de las últimascuarenta semanas de su

existencia en ayunas, como alguienal que cada vez más todo lerepugnaba, incluso su vida.

Cuarenta días que al principio pasóen su habitación de hotel, sedado,hundido, vencido por un

cansancio, un vacío, una tristezainfinitos. Era incapaz de ir haciadelante ni hacia atrás. Ni

acercarse a Marie ni alejarse deella.

De vez en cuando se sentaba en subutaca, oculto tras las cortinas deseda de color hueso, veía

cómo Marie salía a la calle, subía ala azotea, miraba por la ventana,

siempre buscándole,

esperaba un poco, vio que HorstSchubert era cariñoso y velaba porella, estaba bien cuidada.

Con todo, pasaba la mayor partedel tiempo en la cama, mirandodurante horas las monótonas

imágenes en movimiento deltelevisor, veía las noticias,historias de este mundo, imágenesde la

gente y el trato que se dispensaba.

El ser humano, que cada vez

necesitaba menos gente para ver amás personas.

El ser humano, que queríadeshacerse de la fatiga del trabajopero se quejaba de la gente sin

trabajo.

El ser humano, que ponía etiquetasde valoración a la vida, lasdistintas fases, como si la vida

fuera una unidad divisible en capas,piezas, pedazos.

Todo lo que veía le suscitabapreguntas.

¿Qué pasaría si el ser humanopasara de ser una criatura conmanos para tocar, crear, llevar a

cabo tareas, cultivar algo, hacerlobrotar, dejarlo madurar, cosecharlo,recogerlo, fabricar, a ser

una criatura cuyas manos solosirvieran para pagar por esta vidaen algún sitio? ¿Pagar sin saber a

quién ni por qué?

No para pagar al zapatero, elsastre, el carnicero, el panadero, elcarpintero, el pintor, el

jardinero.

Pagar incluso sin saber por quéactos, qué delitos.

¿Qué pasaría si el ser humano sereconociera como ese ser inútil,débil, incapaz de crear,

innecesario para sí mismo en el quequería convertirse por voluntadpropia? ¿Qué haría contra esa

inutilidad? ¿Sería algo bueno, algomalo?

Cuanto más miraba el televisorKarl Heidemann, más negativos

eran sus pensamientos, más

lenta su mente, sus ganas de acción,más fuerzas perdía, como si lehubieran absorbido toda la

energía.

Solo quedaba la desorientación: ¿yahora qué?

¿Cómo continuaría todo, para él yMarie? ¿Dos seres hechos el unopara el otro que aun así no

estaban predestinados?

Por lo menos el desconcierto le

proporcionó un objetivo: irse.Tenía que irse. Irse de allí, para

encontrar la lucidez.

Se puso a los pedales y huyó delruido.

Montó en bici sin parar, durantedías, al principio pasaba las nochesen habitaciones, cada vez

alargaba más el reposo hacia lanoche, pronto empezó a moversecomo en la época en que huía

solo de noche, y pasó los días comoantes, como si fuera la auténtica

esencia de su existencia: en

la naturaleza. Tierra sobre tierra.

La naturaleza lo acogió como unrepatriado, le dio la bienvenida enlos lechos de ríos, espesas

zonas boscosas, talas, intrincadasorillas de estanques, montañasapartadas. La naturaleza tenía

todo lo necesario para la vida, parasobrevivir, revelaba que todo lodemás era una carga. Una

carga sobre sus hombros, sin que lahubiera producido ella misma. El

ser humano verdugo.

Por mucho que Karl aprendiera aapreciar la frugalidad de lonecesario, no encontraba

silencio suficiente, ni siquieradonde se intentaba describir contoneladas de bellas rimas,

montañas de poemas el silencioapacible de la naturaleza, como sifuera una hoja de papel vacía.

Una hoja que espera a ser escrita,con la mente liberada y por fintranquila.

Nada en ese lado estaba vacío.Silencio apacible:

Gemidos, gritos de apareamiento,ladridos, estallidos,

soplidos, mugidos, rugidos,bramidos,

zumbidos, truenos, estampidos,bufidos,

llamaradas, llamas, flautas,

cacareos, chillidos, borboteos,retumbos,

gruñidos, gárgaras, arrullos, ecos,

martilleos, aullidos, griterío,

gañidos, quejidos, tecleos,tintineos,

golpes, crujidos, crepitares,traqueteos,

refunfuños, estallidos, graznidos,

cantos, chirridos, susurros,reclamos,

ardores, balidos, mensajes,

maullidos, murmuraciones, piadas,chapoteos,

explosiones, latidos, estrépitos,chisporroteos,

chillidos, chirridos,

susurros, estertores, rumores,

goteos, ronquidos, bramidos, gritos,

murmullos, zumbidos, rasguños,

resonancias, golpes, deslices,

mordiscos, choques, chasquidos,

cotorreos, resuellos, olisqueos,

ronroneos, sustos, gritos, chillidos,

aleteos, suspiros, cantos,

aspersión, pisadas, gemidos,zumbidos,

pataleo, gorgoritos, tambores,trompetas,

gotas, panales, relinchos, gimoteos,

remolinos, cuchicheos, gritos,chirridos,

secretos, siseos, gorjeos.

¿Silencio apacible?

No para Karl.

Mientras montaba en bicicleta, todoél era una búsqueda, también en elrincón más remoto de

la memoria. ¿Había algún lugardonde se encontrara el mayorsilencio que esta vida le tuviera

preparado?

Sí que lo había.

No era el estanque de Jettenbrunn,ni el sótano.

Era una habitación con una paredcolor azul cielo, verde claro,amarillo y marrón tierra.

Una habitación con cojines,animales de peluche, la cama demadera de su cálida sauna de

Jettenbrunn, tal vez incluso unacama blanda. Una cama para dos.Él y Marie.

Una habitación que fuera como todauna casa. Quizás. Una casaagradable, clara. Para dos. Tal

vez para tres. Ser una familia. Unahabitación infantil, una cuna.

Una habitación con esos ojosbondadosos que la miraban.

Una habitación bajo tierra, en algúnlugar en el entorno de los bosquestupidos y espesos de

Aubruck.

La encontraría.

Por muy cruel que hubiera sido eltrato allí, ahora a Karl Heidemannel pozo de su martirio le

parecía el único lugar acogedor.

Enseguida enterró los huesos, losrestos de los dos perros, de los doshombres, cubrió el suelo

con ramas finas, con la hierba secaal sol, con almohadas de musgo,escudriñó el entorno, un

pequeño arroyo limpio, no muylejos un sitio donde conseguiralimentos y agua. Por fin un hogar.

Tenía la cabeza clara. Lo suficientepara comprender hasta qué puntoese reino inmenso de la

austeridad y el desapego servíapara todo. También para pensar,actuar, para el amor, hasta qué

punto los celos y el apego solo

conseguían hacer daño, a todos.

Mientras cerraba la tapa dehormigón y se sentaba en silencio aoscuras, solo quería una cosa.

Que lo bello siga siendo bello porrespeto a la belleza. No se repetiríaotra noche junto a Marie

como aquella.

Era viudo de ese momento pasado.

Una noche de amor inmaculado, enla actitud que tuvieron entre ellos:nada de pensamientos

insondables, ni malas intenciones,nada de deliberaciones, ni deimágenes deformadas por la

convivencia diaria. Una imagen quecada vez más colocaba el Yo sobreel Tú. Inevitablemente.

Hasta que se perdiera la belleza delo demás.

Todo estaba bien como estaba.Exactamente así. Marie estabaprotegida, era amada, cuidada.

Gracias, Horst Schubert.

Que vaya bien la vida, ya está todo

hecho.

Puesta en libertad.

66

El sonido de la vida

Un paseo por el bosque. Tal vez porúltima vez, ese era el plan, perosalió de otra manera.

Procedía del final de la calle, deuna ventana con geranios rojosresplandecientes, llegó al

oído de Karl, implacable. Como unletrero que indicara solo una

dirección.

Hacía mucho que no lo oía. Teníaonce años la última vez, y ahoraardía en su cabeza, en su

corazón. Era más intensa que nunca,y no era una ilusión. Todo eraauténtico, presente. Cortante,

agudo, doloroso. Karl Heidemannse atrevió a salir del bosque, sedirigió a la ventana, incrédulo,

y miró dentro.

Una cuna, una mujer, un rostroinvisible, un saludo amable, pero

había muchas cosas

conocidas. El tono, el timbre, laentonación, la ese sibilante, la openetrante, incluso la letra y la

melodía.

Paz, mi niño, paz.

La luna tiene un disfraz.

Una nube gris se posa,

sobre su nariz y orejas hermosa.

Paz, mi niño, paz.

La voz de una madre que cantabauna nana a su hijo.

La voz de su madre, CharlotteHeidemann.

Era de una coherencia espantosa,incluso la canción.

Pero ¿por qué allí? ¿Por quéentonces, después de tantos años?

Se le despertaron los recuerdos, loabrumaron: «Quiero que mequieras. ¿Qué, me quieres?

Entonces demuéstramelo».

Vio la súplica de Charlotte, la luchapor esa pizca de amor en sus ojos,su última mirada

suplicante, inquisitoria, vio suhundimiento.

Lo que vio al entrar en lahabitación hizo que se agachara yse ocultara bajo el alféizar de la

ventana, desconcertado.

Como si la voz de su madre solohubiera sido el reclamo, como si lapropia Charlotte lo

hubiera agarrado de la mano para

llevarlo hasta aquella ventana, paraenseñarle lo que la vida le

tenía preparado.

La ciudad no ofrecía seguridad.Había demasiada gente,demasiados peligros, solo

preocupaciones constantes. Noavanzaban, no había más señales deKarl Heidemann. Hacía

tiempo que Horst Schubert lo teníatodo preparado, había viajadoantes, había pedido el

consentimiento de Marie, la había

informado. Iba a hacer realidad loque llevaba deseando tanto

tiempo. No hubo problema paravender la propiedad, ni paraadquirir una nueva casa. Un sitio

pequeño, fácil de abarcar. Allídonde Marie no era una extraña,donde no tendría que explicar la

misma historia una y otra vez.Donde Marie no tuviera queexplicarse de nuevo como persona:

Aubruck.

Allí poca gente se fijaba todavía en

los demás, los desconocidossaltaban a la vista, Horst

Schubert podría afrontar mejor laresponsabilidad que se avecinaba.No podría haber soñado una

responsabilidad más bonita.

Karl Heidemann, apoyado en lapared de la casa, ya no entendíanada, hasta que, como si

estuviera sentado a su lado, recordóa Paolo Moroder: «Tú vete, luegolas cosas llegarán por sí

solas».

Lo que quería dejar atrás habíaseguido adelante. Lo que habíasoltado se había puesto en

marcha cuarenta días después deaquella noche, no para huir de él,sino para acercarse a él, esta

vez sin saberlo.

Marie.

Pero ¿por qué? ¿Por qué estabaallí? ¿En Aubruck? ¿De visita a unaantigua amiga que había

sido madre? ¿Se había mudado?

Marie dio unos pasos y se colocójunto a la ventana, mientras Karlseguía agazapado como

invitado invisible bajo las macetas.Regó los geranios y dio una nuevaperspectiva a la vida de

Karl.

Dos personas.

Había dos personas tras la ventana.Una era el envoltorio, otra elnúcleo.

Lo oía con claridad: el corazón deMarie. Pero no solo el suyo, porque

justo debajo, suave,

muy suave, como unos pasitoscomedidos sobre un suelo blando,como a punto de dar una

sorpresa, había otro corazón, eldoble de rápido.

Calma, mi niño, calma.

La luna viaja ya en su alma.

Con su blanco corcel sereno,

como en sueños, tan ameno.

Calma, mi niño, calma.

Karl Heidemann, oculto bajo losgeranios, sintió una alegría y unacerteza indescriptibles, se

sintió tentado de levantarse, colarsepor la ventana y estrechar a Marieentre sus brazos.

Una niña. Su hija. Engendrada sinmácula aquella noche, sin duda.

¿Por qué si no la vida lo habíallevado hasta allí?

¿Por qué si no lo había seguidoMarie, y esa futura vida?

No le importaba oír a Horst

Schubert en la habitación contiguacharlando con otro hombre, esa

cháchara sobre la felicidad por finalcanzada, las bromas sobre eldeseo de que fuera un niño.

De pronto para Karl Heidemanntodo lo vivido en su existencia nohabía sido en vano, todo

cobró sentido.

El final tenía que esperar. Ahoraentendía el significado de sucamino hasta allí, el mensaje

que escondían las palabras: «Ve a

buscar a tu niña y cuida de ella».

Marie no era la niña.

67

El fin

¿Qué sacará a la luz la memoriacuando un día mire atrás?

¿Qué éxitos, información,acontecimientos son los que sirvende relleno del recuerdo,

estampan su sello en épocas enterasde una vida, las templan, caliente,frío, bien, mal? ¿Son los

mayores acontecimientos los queperduran, como hipopótamos sobreramas finas, o los pequeños,

tal vez ese encuentro entre unapuerta y la bisagra, esa perspectivainesperada, ese aroma, ese

segundo que lo decide todo? La luzde la vela brillaba tranquila en elfondo del pozo. Oscuridad,

solo se veía ese brillo claro quehacía que la pluma corriera líneapor línea sobre el papel fino.

Palabras para reproducir lo único

que tiene algún sentido: lo vivido,lo pensado, lo sentido.

No ser un difunto más como los detodas esas sepulturas, en cuyaslápidas se amontonaban los

seres queridos, cónyuges, hijos,nietos, que aun así son extraños, nosaben nada, ni quieren

saberlo, no deben saber nada.

Quería ser un libro abierto. Si nopodía expresarse con la fuerza desu propia voz, lo haría con

esas líneas.

Karl Heidemann escribió, escribiósu vida en libretas y así se fuedesmarcando de su vida,

letra a letra. Dedicó el tiempo quele quedaba únicamente a esepropósito, pese al calor o al frío,

el dolor de ojos o de lasextremidades.

De vez en cuando salía del pozo, seescurría por el bosque y el maizal,miraba hacia Aubruck,

la madre feliz que llevaba ensilencio y con cariño esa criatura

que se balanceaba en su interior.

Se quedaba oculto entre las plantashasta que los dos pasaban por elborde del campo y la madre

se detenía un momento como siquisiera decir: «Mira, ángel mío,aquí conocí a tu padre».

Karl Heidemann saludó al ángel,una y otra vez, con voz tenue:

—Estoy aquí, mi niña, ¿me oyes?Aquí.

Marie no podía percibir aquellaspalabras, pero él recibía respuesta

desde sus entrañas. El

latido se volvía más intenso, másrápido, como si quisiera decir:

—Sí, papá, te oigo, sé que estásconmigo.

Karl volvió a casa feliz, contentopor el embarazo, preocupado por supropia superación,

demasiado rápida. A medida queavanzaban las semanas tenía másprisa, temeroso de no tener

suficiente tiempo ni fuerzas paraterminar de escribir su historia. No

tener suficiente para

entregarle a su hija lo único quepodía darle: la crónica de su vida.

«Ve a buscar a tu niña y cuida deella».

Ya la había ido a buscar, no para ircon él, ni a la muerte, sino paratraerla a la vida, la fue a

buscar en algún lugar en lasestrellas, donde las almas esperanuna invitación.

Ya no tenía más que vivir. Estemundo le resultaba demasiado

extraño, como ella.

Horst Schubert sería el padre. Elbuen padre, fiable, cariñoso,seguro.

Karl Heidemann siguió escribiendosin parar, mientras su cuerpo perdíacolor y fuerzas,

escribió hasta llenar las páginas,con el granero de su vida lleno, lacosecha terminada, todo

preparado para transmitirlo. Esatransmisión era la única doteimportante de una vida. Su

herencia. Un último servicio,esperar ese día, entregar algo:amor.

Un día en que la vida de KarlHeidemann llegaría a su fin yllenaría la primera y la última

página de su historia, cerraría unsobre y lo metería en un paquete. Elpaquete iría destinado a

Marie Schubert, con el ruego deleerlo para conocer el contenido,guardarlo bien y un día

entregárselo a la hija que también

era suya.

Un día en que también enviaría unacarta a Horst Schubert para dejarseencontrar, para ofrecer

una vida libre de preocupaciones ala joven familia con la certeza de sumuerte. La muerte como

parto. Su muerte.

Un día que acabaría en aquel pozo.Dos cortes, lentos, un sueño gélido.Dejar que llegara la

muerte, como una buena amiga, concalma, en paz y agradecido.

Un día que aún estaba por llegar.

El cielo estaba despejado. A lolejos, el humo procedente de laschimeneas se desplazaba

como un velo nupcial. El verde deprados y bosques era exuberante,extenso. Solo el canto de los

pájaros, el zumbido de los insectos,el crepitar de los cables deelectricidad, el susurro de los

árboles, el viento. Era un lugarapacible, pero algo se presentía.

Karl estaba, con las hojas en la

mano, tras el borde del bosque, allídonde un día inició su

huida, perseguido por perros. Lascalles de Aubruck estaban llenas degente que esperaba en

silencio, se palpaba la tensión.

Una nueva vida significaba unanueva esperanza.

El parto transcurrió sin martirioaparente, sin lamentos. MarieSchubert tenía contracciones,

pero ningún habitante de Aubrucksabía cuánto podía durar, hasta que

por fin el esperado grito

llenó de vida aquel valle. Unanueva vida. Una vida que se tomósu tiempo, como si no quisiera

abandonar el cuerpo protector de lamadre. Las horas pasaron lentas,los lugareños estaban

inquietos, como Karl,preocupados…

Por fin se oyó un llanto, la voz deun recién nacido, potente, aguda,nada fuera de lo común, y

aun así había mucho más. Karl lo

oía, por mucho que se resistiera,percibió la desesperación, el

dolor. Un dolor que sin dudaencontraría alivio en brazos de lamadre muda, consuelo, pero nunca

en la medida necesaria. No en estavida, no en este mundo.

El alivio en forma de silencio.

Su hija, era su hija, su carne, susangre.

Karl Heidemann se derrumbó sobrelas rodillas, observó consternadolas hojas escritas que

tenía en las manos, Thomas Raab.Horst Schubert gritó con alegría:

—¡Ya tenemos aquí a la pequeñaAna!

La pluma rasgaba con suavidad elpapel.

De vuelta al inicio, para dedicartodas aquellas hojas, un principio,mirar al cielo y dejar que

empiece. Tu vida.

Ana.

Qué nombre tan bonito.

Ana.

Tu voz es nítida.

Tu grito es potente.

Tu dolor es intenso.

Aprende a soportarlo, en paz.Déjate llevar por el amorsilencioso de tu madre, loscuidados

de tu padre, y los míos.

Es hora de irse.

De llenar las últimas páginas, de

ponerles fin.

Mirar atrás, todo, mirarte a ti, Ana,y saber que hoy es un buen día. Tullegada. Mi despedida.

Que vaya bien la vida, hija mía.

THOMAS RAAB (Viena, Austria,1970). Escritor y músico, célebrepor su serie de novela negra

sobre el restaurador AdrianMetzger.

Con Silencio, Thomas Raab se haposicionado como uno de losautores de referencia en lengua

alemana. Una novela que hacosechado un gran éxito de públicoy crítica, que ha destacado la

maestría del autor en crear unpersonaje inquietante que cuestiona

constantemente nuestros códigos

morales.

Notas

[1] Johann Wolfgang von Goethe(1749-1832). <<

[2] Johann Wolfgang von Goethe.<<

[3] Poema de Theodor Storm(1817-1888). <<

[4] «Alles Still», Theodor Fontane(1819-1898). <<

[5] Más allá del bien y del mal,aforismo 146, Friedrich Nietzsche(1844-1900). <<

[6] Ruso: ¿Me entiendes? <<

[7] Polaco: ¿Hablas polaco? <<

[8] Francés: ¿Hablas mi idioma?<<

[9] ¡Hermano Paolo, hermanoRiccardo! Lee alemán. <<

[10] ¡Se ha ido! <<

[11] ¡Está aquí, con Caterina! <<

[12] Fundación Santa Vida. <<

[13] «Guter Rat», Theodor Fontane.<<

[14] Wilhelm Müller (1794-1827)del poemario Die schöne Müllerin.<<

[15] Traducción del Ave verumcorpus. <<

[16] He aquí los ojos del Señorestán sobre los que le temen, sobrelos que esperan su

misericordia. (Salmo 33, versículo18). <<

Document OutlineSilencioPrimera parte. Fe

1. El principio2. El origen3. El nacimiento4. La solución5. El hundimiento6. La revelación7. La desaparición8. Los ojos de Charlotte9. Los visitantes10. El tratamiento11. La excursión12. La redención

13. El cementerio14. Tierra sobre tierra15. La noche16. El ascenso17. La observación18. La mano del hombre19. La ejecución

Segunda parte. Amor20. El lugar de los hechos21. El interrogatorio22. La presencia23. La búsqueda24. El corazón25. Cinco26. El acto de amor27. El grito28. La fiebre

29. La mirada30. El dolor31. La separación32. El jardín del Edén33. La oscuridad34. Aubruck35. El contacto36. El encuentro37. La violencia38. La paciencia39. La ejecución40. La huida41. La entrega42. La recepción

Tercera parte. Esperanza43. La desaparición44. La búsqueda

45. El olvido46. El despertar47. El libro48. Un nuevo comienzo49. Catalina50. El fallecimiento51. El fracaso52. Los cuidados dePaolo M.53. Los cuidados deHorst S.54. Q55. La redención56. Los cuidados de KarlH.57. Muerte y resurrección58. Aubruck

59. La ciudad60. La absolución61. El indicador62. El cuadro63. La moneda64. El testimonio65. Puesta en libertad66. El sonido de la vida67. El fin

AutorNotas

top related