tras tres tris (1)
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Tres cuentos infantiles Juan Ignacio Rodríguez Fernández
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El Molino de Vicente
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Unos dicen que son gigantes,
otros que son molinos;
pues yo digo que era cohete,
cohete y gigante,
gigante y molino.
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¿Sabes cómo es un molino?
Yo te lo digo:
Es un lapicero gordo y estirado,
con la punta mirando al cielo
y la goma enterrada en el suelo.
Alas le pusieron
y a la tierra le pegaron;
por dentro le dejaron hueco,
y una boca como puerta,
a la altura del suelo hicieron.
Aspas llamaron a sus alas,
y durante muchos años las movieron,
pero cuando se fueron haciendo viejos,
quietecitos les dejaron.
Así es un molino
¿Te ha quedado claro?
Pues escucha este cuento,
que va del único molino que ha volado.
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De los pocos que quedan en pie, el molino de Vicente era el más viejo. Lo habían
arreglado con mucho trabajo y mimo, pero tenía muchos años. Estaba colocado en lo más
alto del pueblo, porque, como buen molino que fue, lo pusieron sin obstáculos por delante,
mirando al viento. Tan blanco era, que muchos días se mezclaba con las nubes, como si
quisiera volar con ellas.
Elena, la mujer de Vicente, lo tenía muy bien cuidado. Todos los años le hacían algún
arreglillo, para que estuviera bonito y llamativo, pues mucha gente iba a verlo, ya que le
habían convertido en taberna-casa. Sí, una taberna-casa era el molino de Vicente. Por
dentro le habían hecho cuatro pequeños pisos:
El piso de abajo era taberna; donde la gente se reunía por las tardes a jugar a las
cartas, charlar y tomar un vasito del famoso vino del molino. Una taberna redonda, como es
un molino por dentro, con la barra redonda en el centro y una escalera de subida a la cocina.
Los dos pisos de arriba eran la casa de Vicente y Elena; una casa sencilla y agradable. El
segundo piso para el salón, la cocina, un baño y la habitación del matrimonio. El tercer piso
era para sus tres hijos Raúl, Lucía y Almudena. Tres acogedoras habitaciones y un cuarto de
baño. El último piso, el más chulo, pues era la buhardilla, lugar de juegos y alegr ía, tenía la
ventana más alta del pueblo, y claro está, el paisaje era sorprendente, sobre todo cuando
había luna llena; pero lo más estupendo del molino era que aunque sólo fuera para llamar la
atención, sus aspas todavía se movían y parecía funcionar como antes.
¿Habéis oído alguna vez eso de que las paredes oyen? Pues si el molino de Vicente
pudiera hablar, contaría montones de cosas a quien pudiera oírlas. Incluso contaría que una
vez hace mucho tiempo, un hombre, que decían estaba un poco loco, se le ocurrió atacarle
con una lanza, porque creía que era un gigante. ¡Y, claro! El molino se defendió. El hombre
se llevó un batacazo morrocotudo y el molino quedó un poco estropeado de un aspa. Si
algún día vais a verlo, fijaos en que hay una más corta que las demás.
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Aún más sorprendente en la vida del molino de Vicente, es la historia que os vamos a
contar; pues además de haberse convertido en un bar y servir de vivienda a Elena y a
Vicente, este molino ha volado. Sí, ha volado como un pájaro. En la puerta hay un cartel
dorado que lo dice:
MOLINO DE VICENTE
EL ÚNICO MOLINO DEL MUNDO QUE HA VOLADO
Sucedió el 19 de Septiembre de 1.984
En recuerdo de esa noche mágica: tus vecinos.
Todo el que se acerca al molino y ve el cartel, está claro que entra a preguntar. Y así
te pasaría a ti, y así me pasó a mí. Tan orgullosos están los vecinos del pueblo, que no les
importa que la gente sea tan pesada y aburrida. Deberían estar hartos de tener que contar la
misma historia una y otra vez, pero el molino unió ese día a todo el pueblo, todos los vecinos
trabajaron codo con codo, y eso, hoy en día es difíci l. Por eso cuentan con orgullo aquélla
mágica noche en que un molino unió a todos los del pueblo, incluso a los que estaban
enfadados entre ellos. También es por esto, que no quieren derribarlo y poner otro nuevo,
sino que aunque sea difíci l arreglarlo, prefieren conservarlo como símbolo y recuerdo.
En esta zona de la meseta, Septiembre es el mes del viento, durante todo el día y
toda la noche, sopla el viento. Hay días que salir a la calle es peligroso, sobre todo para los
delgaditos, pues el aire te empuja y te empuja y apenas puedes aguantar su fuerza. Por el
contrario, aquel 19 de Septiembre de 1.984, fue de esos días raros en que no hizo nada de
aire. Debido al ajetreado día anterior — de los de aire fuerte —, la gente apenas había salido
de casa. Ése 19 de Septiembre fue de los que se llama día de calma.
Durante la mañana y la tarde fue un día de lo más tranquilo. Un día normal para gente
normal que hace cosas normales. La gente acudió al molino más que nunca. Como el día
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anterior no habían salido de casa, fue al molino de Vicente casi todo el pueblo, excepto
Hilario el panadero y Jacinto el de la mercería, que llevaban mucho tiempo regañados con el
Alcalde y algunos paisanos por un “quítame allá esas pajas”. Un día normal, pero de mucho
trabajo para Vicente y Elena.
¿Sabéis lo que es estar desde la nueve de la mañana hasta las diez de la noche, de
pie y trabajando sin parar, sirviendo bebidas y pinchos; haciendo bocadillos y limpiando
mesas; y limpiando mesas; y limpiando más mesas? Acabaron agotados. Y cuando alguien
acaba agotado, se descuida. Vicente se descuidó ese día: se fue a la cama sin apagar el
motorcito que daba vueltas a las aspas del molino; y claro, se olvidó de sujetarlas y dejarlas
fijas.
Y llegó la noche. Menuda nochecita. Parece ser que todos los vientos del mundo se
pusieron de acuerdo esa noche. Como si se hubieran estado juntando todo el día y
esperaran la noche, empezó a soplar el rey de los vientos a eso de la una de la madrugada;
y no sólo soplaba, también silbaba; un silbido que daba miedo.
Vicente y Elena dormían como troncos; tan cansados estaban, que ni el ruido del aire
les despertó. El viento empujó con fuerza, y las aspas empezaron a dar vueltas cada vez
más deprisa.
El molino estaba viejo y no podía sujetarse, se resistía a girar sus aspas, pero el
viento era más fuerte y podía con él; vaya si podía con él. Primero fue como un gemido,
luego empezó a sonar un crujido, y por la parte que le sujeta al suelo, empezó a despegarse.
Las aspas parecían ahora las de un helicóptero. El molino, si hasta la fecha había
aguantado de todo, incluso el suceso del ataque con lanza, esa noche no pudo con el rey de
los vientos. Y sucedió. Fue despegando del suelo, y como si de un cohete se tratara, se
elevó hacia el cielo estrellado, casi sin hacer ruido. Un cohete gigante, un gigante molino. Un
cohete, un gigante y un molino.
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Vicente y Elena seguían durmiendo como troncos. No se enteraron ni del ruido, ni del
vuelo del molino. Pero en Septiembre, por la noche, y más en una noche de viento, hace
fresco para estar durmiendo a la intemperie. Así que la pareja comenzó a tener frío. Cuando
uno tiene un poco de frío, empieza a dar vueltas en la cama y busca la colc ha o la manta
para taparse. Así que en una de esas vueltas, Vicente abrió los ojos mientras se tapaba y se
dijo por dentro:
—¡Qué bonito está el cielo esta noche!
Se tapó, se acurrucó al ladito de su mujer y siguió durmiendo tan tranquilo. Hay que
tener en cuenta que el cerebro de un hombre cansado y además de madrugada, tarda en
darse cuenta de las cosas que piensa y dice. Así que pasados unos minutos, Vicente se
incorporó sobresaltado y gritó:
—¿El cielo? ¡Dios mío, si no hay techo!
Elena se despertó con el gri to que dio su marido, abrió los ojos y también tardó en
reaccionar. Vicente ya estaba de pie mirando a todos lados.
—¡El molino! ¿Dónde está el molino? —Decía Vicente nervioso.
—¡Los niños! ¡Los niños! —Medio gritaba su madre.
Tanta era su sorpresa que hasta ese momento no se habían dado cuenta de que sólo
quedaban los dos pisos bajos. El resto había salido volando. Así que los niños estaban
dentro del molino volante.
Raúl, Lucía y Almudena, dormían plácidamente, ajenos al suceso, hasta que el molino
se inclinó un poco y se cayeron de la cama. El primero en salir al descansillo fue Raúl.
—¡Lucía! ¡Almu! ¡Esto se mueve! ¿Qué estará pasando?
Lucía, la más pequeña, estaba asustada y no se atrevía a salir de su habitación.
Almudena, la mayor, fue a cogerla en brazos para calmarla. Así se juntaron los tres en el
descansillo.
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—La escalera para bajar está rota y el agujero que ha dejado es oscuro. Sólo se oye
silbar al viento y retemblar las paredes. —Dijo Raúl después de echar un vistazo.
—¿Qué habrá pasado? Esto no me gusta nada. ¿Dónde estarán papá y mamá? —
Dijo Almudena mientras Lucía lloriqueaba en sus brazos.
Raúl, que había cogido una linterna, se asomó por el agujero:
—¡Toma ya! Si no hay suelo. ¡Estamos volando!
—¿Vo, vo, volando? —Dijo Almudena.
—Sí, Almu, estamos volando. El molino ha sido arrancado del suelo y ahora mismo
estamos a unos cuantos metros de altura. ¿Quieres verlo? ¡Menuda aventura! —Dijo Raúl
sin pensar realmente en el peligro que eso suponía.
—No. No quiero ver nada, esto es muy peligroso y tú te frotas las manos de emoción.
¡A ver! Si tanto te ilusiona, dime cómo vamos a bajar de aquí.
—Pues... ¡Jo! Ahora que lo dices... Es verdad. —Pronunció esta vez con miedo Raúl.
—Una luz, una luz; necesitamos algo de luz para poder hacer señales desde la
ventana. ¿Acaso no se habrán dado cuenta de hacia dónde nos lleva el viento y estén
buscando por el camino equivocado?
Bueno, bueno. Un molino es un molino. Y aunque éste sea un molino volador, no es
ningún avión a reacción, ni un helicóptero de combate. Es un viejo y escuchimizado molino
al que se le ha llevado el viento. Por eso, el molino de Vicente no se había marchado muy
lejos. En realidad estaba dando vueltas en círculo, alrededor del pueblo, mas debido al
temporal, no se veía casi nada por encima de las casas, sólo polvo y nubes, papeles y
bolsas volando... Pero un molino, no; el molino no se veía.
Le salvaba el ser de piedra y pesar tanto. Pues si hubiera sido de otro material, como
plástico o madera, estoy seguro que Raúl y sus hermanas estarían ya más allá de Albacete.
Pero el molino aguantó el fuerte viento, y, gracias a su peso, sólo se le llevó a dar un paseo
aéreo por el pueblo. Además, el giro de las aspas, impedía que subiera o bajara pues
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solamente se movía de lado. Aún así, el peligro era tremendo, ya que si en cualquier
momento cesaba la fuerza del viento, el molino caería al suelo en un abrir y cerrar de ojos.
¡Menudo problemón! Un molino volando que en cualquier momento podría caer
encima de alguna casa, aumentando la catástrofe, además de llevar unos niños dentro, que
causaba gran miedo. Ante esta situación, el pueblo entero ya había sido avisado. La noticia
había corrido tan deprisa como el aire. Y ¡Oh! Sorpresa, el primero en ofrecer sus servicios y
su vehículo todo terreno, fue Hilario el panadero. Casi al tiempo que en el campanario de la
Iglesia tocaban alarma, Hilario se presentó en casa de Vicente. Bueno, eso de casa de
Vicente, es un decir; más bien en lo que quedaba de ella. El caso es que llegó el primero. En
un momento se habían olvidado de los enfados y disputas que había entre ellos y se había
ofrecido para lo que fuera.
Imaginaros la sorpresa de Vicente y del Alcalde al verle llegar. Y no daban crédito a
sus oídos cuando escucharon las palabras de Hilario. El caso es que se fundieron los tres en
un abrazo y comenzaron a trabajar. El Alcalde, como Alcalde, llevaría las labores de
coordinación de los diferentes grupos que iban surgiendo. A Hilario, por su buena voluntad,
se le dio el mando terrestre. Él con su todo terreno, Emilio con su tractor, y, los tres caballos
de Lucio, se encargarían de ir buscando por los alrededores, para encontrar a los niños o
por lo menos alguna pista de ellos.
Vicente, como no, al ser el tabernero, se encargó de la intendencia. Él, su mujer, y
unas cuantas voluntarias más, se liaron a hacer bocadillos para las patrullas de búsqueda.
Silvia, la mujer de Hilario el panadero, encendió el horno, y ayudada por sus dos hijos,
comenzaron a hacer montones de barras por si acaso.
La Guardia Civil de la capital ya había sido avisada por el Sargento Camacho: Un
helicóptero de transporte estaba en camino. Sí, de transporte, pues para poder coger un
molino en vuelo, se necesita un robusto helicóptero. Todo estaba preparado y funcionando.
Ya sólo faltaba que no hubiera sucedido ninguna tragedia y que los niños estuvieran a salvo.
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Se hacían votos por un final feliz. Hasta el Párroco Manrique se había levantado para
ir a la Iglesia a rezar a sus santos. Y teniendo en cuenta que Manrique era un dormilón,
suponía todo un detalle. Ya sólo faltaba Jacinto, el de la mercería; todo el pueblo, excepto él,
habían aunado sus esfuerzos para intentar evitar una catástrofe aún mayor. Su casa estaba
a oscuras. Sólo había luz en la mercería.
Raúl, Almudena y Lucía, después de subir a la buhardilla, se habían sujetado con
unas cuerdas a una de las vigas del tejado. Lucía lloraba asustada. Almudena intentaba
consolarla y acariciaba su pelo mientras besaba su mejilla derecha. Raúl, no se sabe si
valiente o inconsciente, se había dejado la cuerda más larga e iba de aquí para allá,
asomándose por los ventanucos.
—¡Almu! Han encendido unos focos gigantes en el pueblo. —Dijo Raúl emocionado
—¡Hurra! ¡Hurra! Nos están buscando. Ojalá nos encuentren pronto, pues con tantos
papeles, arena y arbustos, no se debe ver nada desde ahí abajo. ¿Y si salgo por la ventana
atado con la cuerda e intento agarrarme a algún sitio?
—¡No seas loco Raúl! Ven aquí y deja de pensar en tonterías. Papá y mamá estarán
haciendo todo lo posible por rescatarnos. Hemos de tener paciencia y conservar la
serenidad antes de hacer ninguna tontería. Será mejor que vengas aquí y juntos pensemos
algo para ayudar a los de ahí abajo.
El helicóptero estaba volando a dos minutos del pueblo; las patrullas de búsqueda por
tierra, habían instalado unos enormes focos apuntando al cielo; todos tenían bocadillos de
sobra para suplir cualquier necesidad; incluso habían preparado de más para los soldados
que venían a ayudar. Pero el molino seguía sin aparecer.
Quien sí apareció fue Jacinto. Venía en su viejo camión llevando un enorme bulto en
el remolque. Se paró, bajó y se acercó a Vicente:
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—En cuanto me he enterado del asunto, me he puesto a trabajar inmediatamente, he
puesto las máquinas a funcionar y te traigo una enorme tienda de campaña, y una lona
gigante para hacer una especie de red de salvamento.
Vicente, emocionado, se abrazó a él. Que Jacinto, el más tacaño y protestón del
pueblo, hubiera puesto todas sus telas a disposición de sus vecinos, y en especial de
Vicente, era casi un milagro. Fue todo coser y cantar. Montaron la enorme tienda de
campaña para abrigarse del fuerte viento y poder así dirigir las labores de rescate. Metieron
también los bocadillos, ya que algunos se habían volado y otros se estaban llenando de
arena, y como ya sabéis, no hay nada más malo que un bocadillo lleno de tierra.
Cabían más de treinta personas dentro. Qué tienda más bonita. Hecha con grandes
telas; seda, algodón, lino; cada una de un color diferente. Formaban un ambiente agradable.
Os diré, que en el ayuntamiento se guarda una exactamente igual, pero en pequeño, donada
por Jacinto en recuerdo de este día.
Una vez llegado el helicóptero, pudieron localizar el molino enseguida, pues éste
sobrevoló la zona y pudo divisar en la lejanía, cómo el molino se acercaba y alejaba del
pueblo en grandes círculos.
Dieron la noticia y el sargento Camacho, el Alcalde y el maestro, Don Antonio,
hicieron todos los cálculos y planes para preparar el rescate. Al observar que daba círculos
regulares, podían saber en cada momento dónde se encontraba el molino.
Con la enorme lona que Jacinto había fabricado ataron un extremo a la torre de la
iglesia y con una cuerda al helicóptero; otro de los extremos a la casa del Alcalde y con otra
cuerda, también al helicóptero; y los otros dos extremos solamente a las patas del
helicóptero, de tal forma que al elevarse el aparato, formarían una gigante bolsa salvadora.
Y así fue:
Según todos los cálculos previstos, el sargento Camacho dio la orden de elevarse del
suelo cuando el molino estaba a la altura de los prados. La tela empezó a inflarse y abrirse,
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parecía un enorme globo. ¿Os acordáis lo que os dije de un helicóptero de transporte? Si
hubiera sido cualquier otro, se lo habría llevado la fuerza del viento. Aún así, le costó mucho
trabajo resistir. Gracias a la pericia del cabo Aparicio, piloto de la nave, consiguieron dejar
bien tensada la tela.
Y resultó. El molino fue a estrellarse contra la tela. En ese momento, y desde tierra,
soltaron los dos extremos que le sujetaban a los edificios, y desde el helicóptero, tensaron
las cuerdas con que los habían atado, de tal forma que el molino quedo atrapado en una
enorme bolsa. Fue un éxito. Ahora sólo quedaba rescatar a los niños.
Aunque a simple vista, pudiera parecer fácil, el choque contra la tela y el frenazo que
dio el molino, fue muy fuerte; igual que cuando uno va en un coche muy deprisa y frena a lo
bruto.
El peor parado fue Raúl, que como os acordaréis, se había dejado la cuerda más
larga. El chichón que se hizo en la cabeza parecía una pelota de tenis. Pero lo que más
sufrió fue su mano, pues al apoyarse en la pared, se le dobló demasiado y acabó con la
muñeca rota. Almudena y Lucía, como se habían atado muy bien, se quedaron un poco
apretujadas por las cuerdas y nada más. En realidad no sabían si habían chocado contra el
suelo o qué pasaba.
Raúl, como pudo, y con grandes dolores, se asomó por el ventanuco.
—Pero si es; parece; el caso es que ¡Estamos envueltos en un trapo! y se oye el ruido
de un helicóptero. ¡Salvados, estamos salvados Almu!
Almudena y Lucía empezaron a reír. Entre los nervios, los golpes y el susto, no les
salía otra cosa que reír. Una risa tonta, pero risa a fin de cuentas.
Mientras, desde el helicóptero, un soldado especialista bajaba con una cuerda por
dentro de la tela. Llevaba consigo unos cinturones de rescate por si encontraban a alguien
dentro del molino; pues no estaban muy seguros de que los niños estuvieran dentro.
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Raúl, asomado por la ventana, vio a Emilio, el soldado especialista, y comenzó a
gritar:
—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Socorro!
Emilio, mientras bajaba, dio el aviso por radio. Se acercó al ventanuco y con gran
habilidad entró dentro del molino.
La noticia, claro está, voló enseguida por todo el pueblo. La alegría era desbordante.
Todos se abrazaban y felicitaban por el éxito obtenido, y más aún, por la ayuda de todos los
vecinos. Pero había que esperar el regreso, el todavía difícil regreso.
Los niños estaban preparados para ser subidos de uno en uno al helicóptero. Fue
complicado convencer a Lucía que era mejor subir sola para que así estuviera bien atada.
Uno a uno fueron subidos y atendidos por Don Esteban, el médico del pueblo, que
tenía más miedo que nadie, pues volar le daba repelús. Vendaron la mano de Raúl y
acomodaron a los niños en los asientos.
Con los ojos abiertos como platos miraban todas las luces y palancas. Menudo
helicóptero. Era precioso. Raúl estaba emocionadísimo. Encima, el cabo Aparicio le invitó a
que se sentara a su lado para que no perdiera detalle. Menuda aventura para conta r en el
cole.
Lo difícil era aterrizar ahora. Habían pensado soltar la tela y dejar caer el molino. Esto
hubiera supuesto la total destrucción del molino, y éste era muy valioso para estas gentes y
para alguno de esos que trabajan en el Ministerio de Cultura. Además, el Alcalde ya había
utilizado sus artes políticas para conservarlo como un gran recuerdo y así ganarse unos
cuantos votos para las siguientes elecciones. Así que había que aterrizar con molino
incluido.
El viento seguía azotando y la gigantesca tela se movía de un lado a otro, dificultando
el vuelo y la estabilidad del helicóptero. Acercarse a las casas del pueblo pudiera traer
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consigo algún desastre. Iba a ser complicada la operación de aterrizaje y no quedaba tanta
gasolina como para irse a algún otro sitio lejos del vendaval.
También había que contar que en el tremendo golpe contra la tela, el molino con sus
aspas había hecho dos enormes agujeros hasta que éstas quedaron atrapadas en la tela, y,
debido al balanceo, iban creciendo de tamaño haciendo posible una rotura de la bolsa. Se
hacía inmediato aterrizar.
En el pueblo estaba todo preparado. Tras un nuevo esfuerzo general, habían
preparado una especie de colchón con sacos de arena, para que los golpes del molino
contra el suelo no fueran tan duros. Ya sólo quedaba un golpe de suerte para que todo se
arreglara de inmediato.
Tal y como apareció, sin avisar a nadie, como si alguien hubiera escuchado alguna
voz, el viento se detuvo. Enseguida algunos miraron a la Iglesia y claro está, pensaron en el
cura Manrique. Otros, los incrédulos, achacaron el cese del viento a la suerte y a lo
imprevisible de los fenómenos atmosféricos. Cada uno que piense lo que quiera. El viento
cesó. A partir de aquí todo fue muy fácil.
La televisión, la radio, los periódicos. Todos estaban en la gran tienda de campaña
esperando el aterrizaje. Luces, cámaras, ruidos, gritos, más ruidos. En un momento todo fue
un alboroto; y en un momento; otra vez el viento; pero esta vez, sólo el viento que hacía el
helicóptero en su bajada a tierra.
En cuanto las aspas se pararon más o menos, los niños saltaron a tierra y salieron
corriendo a abrazar a sus padres. Todos se felicitaban. Era casi el amanecer y en el
horizonte asomaban las primeras luces. La marcha del viento había dejado un cielo limpio y
claro. Parecía el final de una pesadilla. Todo estaba bien ahora. Todo estaba muy bien.
Ni qué decir tiene, que esto no acabó aquí. Los días siguientes al suceso, el esfuerzo
por parte de todos para reconstruir el molino, fue ejemplar. Esta vez hasta hicieron unos
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buenos cimientos para fi jarlo al suelo y para evitar que las aspas se quedaran puestas, le
compraron a Vicente un sistema automático de bloqueo.
Raúl, Almudena y Lucía, fueron los chicos más admirados durante una temporada;
todos querían firmar en la escayola del niño volador, y todos querían oír de boca de
Almudena, el suceso tan fantástico, mientras miraban cómo Lucía seguía poniendo la misma
cara de miedo que cuando sucedió.
Lo mejor de todo, eso sí, fue la colaboración de todo el pueblo; y que los lazos de
amistad que se habían roto anteriormente, surgieron con más fuerza que nunca. Si algún día
pasáis por allí, preguntar a cualquiera y veréis que no me inventé nada.
... Y colorín colorado...
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Julio el Dragón
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Cuidado con lo que ves,
pues un dragón no es un cien pies,
pero un gran amigo, sí que puede ser.
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¿Sabéis que los dragones pasean por el bosque a partir de las nueve de la noche, o
de las siete si es invierno? ¿Sabéis que los papás dragones les cuentan a sus hijos que los
niños son muy peligrosos y no hay que acercarse a ellos?
También sabéis, que los mayores siempre nos han contado que los dragones son
muy peligrosos y dan miedo.
Pues yo os voy a presentar al dragón Julio. ¡Ya veréis como os cambia la idea de lo
que os han dicho acerca de los dragones!
Estaréis de acuerdo conmigo que a los mayores, se les olvida muchas veces que han
sido niños y no se acuerdan que hay dragones buenos; hadas; casitas de chocolate;
enanitos del bosque; y seguro que tú ahora mismo te acuerdas de alguno más que no he
dicho. Aquí hablaremos de dragones.
Julio no es un dragón como todos los demás dragones. No te vayas a pensar que
todos los dragones son iguales. Julio es diferente. Para empezar, a Julio le da miedo el
fuego y le encanta el agua. Incluso eso que dicen de los dragones, que son muy fieros y se
comen a los niños; eso con Julio no es verdad. A Julio le encanta comer lechugas y jugar
con los niños. Si por él fuera, estaría todos los días subiéndoles a sus lomos y dándoles
paseos por el cielo, porque eso sí, en eso sí que se parece a los demás dragones: Julio
puede volar.
Fíjate, te voy a contar una historia que sucedió con Julio. Una cosa que pasó antes de
que se hiciera famoso y los del pueblo fueran sus amigos.
Hace mucho, mucho tiempo, en el pueblo de arriba, el que está en el valle alto junto a
las montañas, contaban que en las oscuras cuevas, vivían unos temibles dragones que se
alimentaban de animalillos del bosque, y, si podían, de niños; de sabrosos niños. Tú ya
sabrás que eso no es verdad, porque seguro que te imaginas a Julio comiéndose una
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lechuguita, con sus ojitos redonditos, esa sonrisita que tiene Julio y sus mofletes colorados y
dirás: ¡No puede ser!
El caso es que todo el pueblo tenía miedo y nadie dejaba a los niños que cruzaran el
río por el puente que lleva al bosque. Tal era el temor de esas gentes, que llegadas las ocho
de la tarde, o si era invierno, las seis, salían todas las mamás a buscar a sus hijos para que
se metieran en casita. Tú imagínate en verano, a las ocho de la tarde y que mamá te dice
que hay que ir a casa. Pues eso, los mayores a veces hacen cosas muy raras.
Eso mismo pensaba María. No entendía por qué tenía que irse a casa tan temprano y
lo que es peor, por qué no podía ir al bosque. Tanto, tanto pensaba María esas cosas, que
empezó a convertirse en una niña desobediente. Cuando eran las ocho de la tarde, y si era
invierno, las seis, María se escondía para que no la encontraran y así poder seguir jugando
más tiempo. Su mamá siempre acababa en el puente toda preocupada, sabiendo que su hija
estaba en el bosque. Muchos días, perdía los nervios con María y acababa regañándola.
Pero, nos olvidamos de Julio. Julio por aquella época, era joven, y un dragón joven,
se parece mucho a un niño. O sea, que de Julio a María, iba poca diferencia. Los dragones
tenían prohibido acercarse al valle, ni siquiera al bosque, por temor a los niños. Mas como a
la orilla del río estaban las huertas, y lo que es más importante, los campos de lechugas,
nuestro dragón hacía de vez en cuando alguna escapadita, y se comía más de una lechuga.
Imagínate la cara del campesino al día siguiente, cuando veía que le faltaban lechugas.
Porque Julio no era tonto y no dejaba ninguna huella.
Bueno, ya tenemos dos desobedientes en este cuento. ¿Ahora qué hacemos?
El caso es que un día María se pasó. Esta vez fue demasiado lejos. Muy lejos.
Coincidió que ese mismo día Julio también desobedeció, se adelantó y se fue al bosque
antes de tiempo. Además la mamá de María se entretuvo en la cocina y no salió a buscarla
hasta las ocho y media.
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Y sucedió. Los tres se encontraron. ¡Vaya susto! María corriendo hacia el puente,
Julio intentando salir del bosque para poder volar y la mamá de María que venía corriendo a
buscar a su hija.
Mala suerte, muy mala suerte. Como se estaba haciendo de noche y María iba
mirando hacia atrás, huyendo del dragón, tropezó en el puente y cayó al río.
—¡Socorro! ¡Socorro! No sé nadar. ¡Me ahogo!
Julio se paró. Será un dragón y tendrá prohibido acercarse a los niños, pero este
dragón es todo un caballero y no va a dejar que suceda una desgracia. Se dio la vuelta, se
acercó al río, movió sus alas, bajó hacia el puente, agarró a María por los hombros con
mucha delicadeza y empezó a sacarla del agua. En ese momento llegó su madre. Al ver la
escena comenzó a gritar:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Un dragón!
Julio se asustó. No iba a soltar a María, que además, se había desmayado. Pensó
que si la soltaba ahora, se daría un buen porrazo y si bajaba y la dejaba en el suelo…¡Jo!
Cualquiera baja con un humano mayor dando gritos. Así que echó a volar y se alejó hacia
las montañas.
Su madre se arrodilló en el suelo y comenzó a llorar. En el pueblo escucharon los
gritos y acudieron al puente. Todos estaban muy asustados.
—¡Hay que hacer algo! Dijo el Alcalde Benito.
—¡Por supuesto! Dijo Antonio el guardia. Organizaremos una expedición de rescate
inmediatamente, subiremos a las montañas… y ¡Zas!, Adiós dragones del valle.
—Pues yo no subo. Dijo el panadero. A mí no me hace nadie ir de caza. Y menos si
es caza de dragones.
—¡Es verdad! Cualquiera sube, dijo otro.
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—¡Calma! ¡Calma No nos pongamos nerviosos, dijo el Alcalde Benito. ¿No será
mejor buscar a algún experto?
—¡Eso! Algún caza dragones. Dijeron todos como si de la mejor idea se tratara.
—Yo conozco a alguien. —Se hizo el silencio, todo el mundo se quedó mirando a la
persona que había pronunciado la frase —Yo conozco a alguien y sé dónde vive. Repitió.
—Si sabes de alguien ayúdame. ¡Mi hi ja! La mamá de María estaba llena de lágrimas
y no paraba de llorar.
—No se preocupe señora, sé de alguien en la ciudad. Se llama Miguel. No se
preocupe señora. En cuanto le llame vendrá corriendo.
—Pagaremos lo que sea dijo el Alcalde.
—Señor Alcalde, Miguel no es de esos que va aprovechándose de las desgracias de
los demás. Miguel es una buena persona.
—Pues adelante. No nos demoremos más. Todo el mundo a su casa. Aunque yo
organizaría una cacería -insistía Antonio el guardia -. A los dragones se les debe cazar
enseguida.
Se puso a llover. Para acabar de arreglarlo todo, se puso a llover. Y no es que
cayeran cuatro gotas. Aquí en el valle alto, cuando llueve, es que llueve, llueve y llueve.
Todo el mundo empezó a correr para buscar refugio en sus casas; abandonaron el camino y
en un momento se quedaron las calles vacías.
Bien. Ahora que todos están metidos en casita, sepamos qué ha pasado con Julio y
María.
Acordaos que María se había desmayado y Julio, volando, se iba hasta la cueva. ¡A
ver cómo iba a contar a sus padres que había salvado a una niña! Pues eso, según lo
pensaba, cambió de dirección y se fue a su rincón favorito. Que sepáis que los dragones
también tienen su rincón favorito y suelen ir allí muy a menudo a jugar y pasar el rato.
Depositó a María en el suelo con mucho cuidado y cariño y se quedó mirándola.
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—Es guapa, dijo Julio... Sí, sí, Julio habla. Se me había olvidado deciros que esta es
otra de las diferencias. Mientras los demás dragones rugen, Julio habla, y tiene una voz tan
suave como las sábanas recién limpias y puestas en la cama —Una niña con esa cara no
puede ser peligrosa, Pensó.
María abrió los ojos. Y se asustó. Vaya si se asustó. Un dragón la estaba mirando. Se
puso de pie y empezó a andar hacia atrás.
—No te asustes. Dijo Julio con esa vocecita de las que te derriten. No tengo intención
de hacerte daño.
María abría la boca asombrada. Todas las cosas que le habían dicho los mayores
sobre los dragones no tenían nada que ver con el dragón que tenía delante. Éste era
regordete, los ojitos redondos y los mofletes colorados. Y además habla.
Julio siguió hablando:
—Mira. A mí sólo me gustan las lechugas. Te he sacado del río y te he traído hasta
aquí porque tenía miedo de la gente del pueblo. Y no puedo llevarte donde mis padres
porque les he desobedecido.
María se acordó de su desobediencia, de su susto y de su caída al agua. Suspiró.
—Gracias por salvarme. Me llamo María.
—De nada... Bueno... Yo me llamo Julio.
Los dos se miraron en silencio. Estaban nerviosos. Se habían llevado un susto
morrocotudo. Más en los ojos de cada uno había un brillo de gustirrinín, se acababan de
conocer y algo les decía que iban a ser buenos amigos.
—Hace frío, dijo Julio. Pasaremos la noche aquí, pues con lo que está lloviendo, sería
imposible poder volar hasta tu casa.
—Lo sentiré por mi madre que estará muy preocupada. Seguramente estará
pensando que esta noche voy a ser la cena de los dragones.
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—¡Puaj! Carne de niño, ¡Qué asco! Sólo de pensarlo me dan arcadas. Dijo Julio
arrugando toda la cara.
María le miró, los dos se miraron y empezaron a reír. Ya no había miedo. ¡Qué majo
es Julio! Pensó María. ¡Qué maja es María! Afirmó Julio.
Así, sin comerlo ni beberlo, se hicieron amigos y se quedaron dormidos uno al lado de
otro. Y es que con una aventura de este tipo, se cansa cualquiera. Serían más de las doce;
así que sin cenar ni nada, cerraron los ojillos y comenzaron a dormir.
En el pueblo ya habían llamado a Miguel. Se apresuró en preparar el viaje y llegaba a
casa del Alcalde sobre las cuatro de la madrugada. Le contaron lo sucedido, dándole todos
los detalles posibles y le proporcionaron una cama para descansar un poco.
Con la salida del sol, Miguel ya se había puesto en camino hacia las montañas. Con
su enorme mochila y el equipo de escalada, desapareció por el camino del bosque
animando a la mamá de María y diciéndole que haría todo lo posible.
¿Sabéis que a los dragones jóvenes les dejan ir por ahí sin tener que volver a casa?
A veces están varios días sin ver a sus papás y no les pasa nada, pues un dragón, desde
que nace, es preparado para vivir sólo. Como Julio es diferente, a él le gustaba tener
compañía. Siempre iba buscando a ver si se encontraba con alguien para jugar.
Os diré también, que los dragones son muy buenos cocineros y aunque a Julio no le
guste el fuego, él sabe como hacerlo, pues ya sabéis que un dragón que no eche fuego por
la boca acaba convirtiéndose en una simpática pero pequeña lagartija. Pues bien, como
sabía cocinar muy bien, os podréis hacer idea del estupendo desayuno que tenía preparado
para María:
Galletas rellenas de trufas del bosque; Tarta de moras; pastelitos de hierbabuena;
fresas silvestres; y muchas cosas más, todas ellas preparadas con mucho primor.
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María se despertó por el olor tan rico que despedía el desayuno. Al abrir los ojos y ver
tantas cosas ricas a su alrededor no pudo más que relamerse. Se le hizo la boca agua y se
acordó que no había cenado la noche anterior. La primeras palabras del día, que pronunció,
fueron:
—¡Mmmmmmm! ¡Vaya desayuno! Miró a Julio le guiñó un ojo y se puso a comer.
—¿Tú no tomas nada? Dijo María a continuación.
—Sí claro. Contestó Julio. Aquí me he preparado unos frescos y tiernos cogollitos de
lechuga.
Por supuesto, ni que decir tiene, que fue el desayuno más largo y alegre de la historia
del valle. Entre mordisquito de tarta y lechuga, se decían bromas, se miraban y reían por su
amistad recién nacida.
Por deciros la verdad, me dan un poco de envidia estas cosas. ¡A ver si no! A mí no
me importaría tener por amigo un dragón tan chulo como Julio. De todas formas, cada vez
que quiero imaginármelo, leo este cuento de nuevo, cierro los ojos y le veo. ¿Le veis
vosotros?
Tanto alboroto en las montañas produce un eco tremendo. La gente se asustó. Desde
las montañas bajaban unos ruidos muy raros, pues la mezcla de risa de dragón y risa de
niña no se había oído nunca en las montañas.
Quien sí había oído ruidos parecidos alguna vez, era Miguel, que siguiendo el eco,
había llegado al pie del barranco que daba al rincón favorito de Julio. Con mucho sigilo abrió
su mochila y sacó clavijas, mosquetones, escalas y otros artilugios de escalada y empezó a
subir por la pared vertical.
Mientras, Julio y María recogían la mesa, entraban y salían de la cueva.
He de volver al pueblo, Julio, todos estarán muy preocupados. Dijo María desde
dentro de la cueva.
—Enseguida gritó Julio desde fuera…
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Una tercera voz, esta vez de hombre, retumbó dentro de la cueva llegando a los oídos
de María.
—¡Te pi llé!. Ya eres mío. ¡Y qué joven eres! Dijo Miguel, que había terminado su
escalada y se preparaba para echar una enorme red encima de Julio.
Julio temblaba. La sorpresa de ver a un mayor; el enorme susto al ver aparecer a
Miguel de repente con una escopeta y una red amenazándole, le dobló las piernas de miedo.
Así que se agachó y comenzó a llorar.
Miguel levantó la red y comenzó a girarla por encima de su cabeza para arrojarla
sobre Julio. En un instante, apareció María corriendo y abrazando a Julio.
—No le hagas nada. Es mi amigo. No le hagas daño.
El abrazo fue de película. Los bracitos de María agarraban y apretaban la barrigota de
Julio.
Sorprendido, Miguel, bajó el brazo y dejo la red en el suelo, dejó de apuntar con la
escopeta. No sabía qué hacer ni qué decir.
—Buen señor, por favor, yo no he hecho nada. Sólo la recogí del río porque no sabía
nadar. Luego se puso a llover y no nos atrevíamos a volver. No he hecho nada.
Miguel no salía de su asombro. Una niña abrazando a un dragón; un dragón salvando
a una niña y para colmo un dragón que habla. Y más colmo, habla con educación. Se sentó.
Miguel se sentó. ¡A ver quién no se sienta si le pasa algo así!
Desde el valle subían gritos. Por un momento, y con el susto de Julio, María y Miguel,
no se dieron cuenta del follón. Se asomaron los tres y vieron el pueblo ardiendo. Alguien en
un descuido, había provocado un incendio.
—¡Mi pueblo dijo María!
—¡El pueblo está ardiendo! Dijo Miguel.
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—¡Fuego, fuego. No me gusta el fuego!. Dijo Julio. —Señor cazador ¿Tiene usted una
cuerda?. Póngamela en la cintura. Tú te subes a mis lomos María y te sujetas fuerte, que
vamos a bajar a ayudar.
Dicho y hecho. Ataron una cuerda a la cintura de Julio y subió María. El dragón
empezó a mover sus alas y se elevó. Estaban volando.
—¡Guay! ¡Guay! Decía María.
—¡Cuidado! ¡Cuidado! Decía Miguel.
Bajaron rápidamente hacia el pueblo. Todo el mundo estaba en la calle con cubos de
agua para ayudarse unos a otros. Julio y María pasaron por encima de las casas y fueron
vistos.
—¡Es el dragón! ¡Es el culpable! Ha visto a Miguel y quiere vengarse.
—¡Lleva a la niña! ¡Pobre niña!
—¡Mi hija! ¡Mi hija!
Visto el tamaño del fuego, Julio dijo a María: solamente con cubos no podrán acabar
nunca. Vamos al río.
Aterrizaron en la orilla. Julio se acercó al agua y empezó a sorber, a sorber, a sorber y
a sorber. Y claro, se empezó a inflar, a inflar, a inflar y a inflar. Le costó muchísimo poder
volar de nuevo, así que tuvo que hacerlo muy bajito, casi rozando los tejados de las casas.
—¡Es el dragón! Viene a quemar el pueblo.
—¡Lleva a la niña! ¡Pobre niña
—¡Mi hija! ¡Mi hija!
Julio empezó a echar el agua que había bebido. Una lluvia gorda y abundante cayó
sobre el pueblo, los tejados empezaron a apagarse y el fuego cesó. Julio había salvado al
pueblo. Aterrizó en la plaza con María, mientras la gente asombrada se iba acercando.
—¡Mi hija! ¡Mi hija!
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Madre e hija se dieron un abrazo estupendo. Más tierno y estupendo que el abrazo
que se habían dado la niña y el dragón.
—¡Gracias! ¡Gracias! Dragón.
—Me llamo Julio, señora.
El asombro fue general. La idea que tenían hasta ese momento de los dragones,
cambió totalmente. Todos le felicitaron, se acercaron a tocarle, incluso el Alcalde Benito le
dio una medalla, la medalla de oro del pueblo. A partir de este día, Julio fue considerado
como el vecino más majo de todo el valle. Todos los niños montaban en sus lomos y
jugaban y volaban con Julio.
Pero lo más chulo de todo ¿Sabéis que fue? El regalo de los papás de María.
Hablaron con el campesino y le regalaron toda la huerta de lechugas para él sólo.
Desde ese día los dragones ya no son malos.
…Y colorín colorado…
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La Casa de Pepito.
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¿No has tenido nunca la curiosidad de entrar en una casa de gran
jardín y altas vallas?
¿No te has preguntado nunca qué habrá allí dentro y cómo vivirán
los que allí se encuentran?
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Pepito tenía una casita amarilla, toda ella de madera. Tanto le gustaba a sus vecinos
la casa de Pepito, que continuamente iban a pedirle azúcar, sal, ajos, aceite, vinagre y otras
muchas cosas, con tal de pasar a ver el enorme salón y la preciosa cocina que tenía la casa
de Pepito.
Para empezar, el jardín estaba rodeado por una hermosa valla amarilla en forma de
laberinto. Nunca se sabía dónde estaba la puerta y era emocionante ir a buscarla todos los
días, pues Pepito cambiaba los cerrojos por la noche y así se entraba por un sitio diferente
cada amanecer. Todas las mañanas la gente recorría la valla buscando la puerta, y se reían
y corrían divertidos, maravillados, como cuando a uno le dan una gran sorpresa. Era
estupendo ver a todos los vecinos juntos, jugando al juego de "Encuentra la puerta que
siempre está abierta".
Si conseguían encontrarla, pronto se sabía por los gritos y saltos que daba el
afortunado:
—¡Vecinos! Encontré la puerta que siempre está abierta.
A lo que los vecinos contestaban:
—¡Ha encontrado la puerta que siempre está abierta! ¡A ver si ahora en el jardín a
Pepito te encuentras!
Ni qué decir tiene, que ese día, quien entraba a pedir algo a Pepito era el afortunado
en encontrar la puerta que siempre está abierta.
Animado pues por los aplausos, se entraba en el jardín más hermoso y luminoso que
uno pudiera imaginarse: Rosas rojas y moradas a la vez; margaritas color caramelo; árboles
que daban manzanas con sabor a ciruela, césped de varios colores y tonos; y sobre todo el
sol. Menudo sol. Era tanta la luz que había, que parecía que él y todas sus primas, las
estrellas, estaban dando una gran fiesta dentro del jardín de la casa de Pepito. Como la valla
está rodeada por unos matorrales gigantes, todos se asomaban a través de la puerta, viendo
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cómo el „encuentrapuerta‟ de ese día desaparecía por entre las plantas hacia el camino de
entrada a la casa. A partir de aquí, se iniciaba la aventura.
Aquel día fue Matías quien encontró la puerta que siempre está abierta. Con un poco
de miedo al principio, pero más animado al oír el canto de los pájaros y el ruido del agua en
las fuentecillas del jardín, se fue adentrando por el camino. A cada lado sólo había paredes
de árboles, flores gigantes y unas bolitas raras y de diferentes colores que de vez en cuando
colgaban de las ramas.
Matías sólo miraba y caminaba por ese pasillo tan hermoso y oloroso; hasta que se
atrevió a tocar una de las bolitas: Era blandita y suave como un muñeco de peluche. Daban
ganas de coger una, o dos, o tres, o todas las que había. Así que alargó su mano y no cogió
una, ni dos, sino… ¡Diez! Estaba contento. Las bolitas le hacían cosquillas en las manos y
sonreía. Olían de rechupete.
—¡Me las comería todas! Dijo Matías dando un fuerte grito.
Pues dicho y hecho. La primera bolita que se metió en la boca era de color azul
clarito:
—¡MMmmMMmmmmm! ¡Qué rica!
Era como una galleta rellena de chocolate y nata que se deshacía poco a poco en la
boca. La segunda era de color amarillo, pero de un sabor a fresa tan delicioso que a Matías
no le quedó más remedio que relamerse varias veces de lo rica que estaba la bolita. Así fue
comiendo las bolitas y caminando a través del pasillo, hasta que se encontró con una plaza.
Las paredes se separaron y el camino se ensanchó. Una enorme fuente apareció ante
sus ojos. Se acordó ahora de la frase que le dijeron los vecinos:
—¡A ver si ahora en el jardín a Pepito encuentras!
He de buscar a Pepito. Si no lo encuentro, no podré pedirle nada, tampoco entraré en
su casa y me quedaré sin ver el gran salón y la hermosa cocina.
—¿Y si pego un fuerte grito? -Pensó-. Así que cogió aire y dijo:
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—¡Pepitooooooo!
Todas las plantas del jardín contestaron con el eco:
—¡Matíaaaaaaaaas!
Sorprendido Matías al oír que le contestaban, volvió a gritar con voz más fuerte aún :
—¡P eeeeee p iiiiii t oooooo !
El eco del jardín repitió con la misma fuerza:
—¡M aaaaaa t íííííí aaaaaa s!
Sorprendido de nuevo por la respuesta, cogió todo el aire que podía. Tanto aire era,
que su tripa se hinchó como un globo de cumpleaños y la nariz se le puso colorada como
una guinda; y haciendo todos los esfuerzos posibles, gritó de nuevo:
—¡P eeeeeeeeeeee p iiiiiiiiiiii t oooooooooooo!
El eco del jardín repitió con la misma fuerza:
—¡M aaaaaaaaaaaa t íííííííííííí aaaaaaaaaaaa s!
Y Matías, que era un chico muy listo, enseguida supo que no debía de volver a llamar
a Pepito, así que se dijo:
—Vamos a ver, si ellos me contestan por mi nombre, ¿A quién debo llamar para que
contesten Pepito?
Tras unos minutos de reflexión, en los que aprovechó para comer la última bolita que
le quedaba, la de sabor a regaliz, sus ojos empezaron a brillar como si de la luz del jardín se
tratara; cogió de nuevo aire, mucho aire. Si antes se le hinchó la tripa como un globo y se le
enrojeció la nariz como una guinda, ahora Matías era toda una bola roja. Y así, Matías gritó:
—¡M aaaaaaaaaaaaaaa t ííííííííííííí aaaaaaaaaaaa s!
El jardín entero suspiró, un viento fuerte se levantó, se doblaron los árboles más
fuertes de todos los más fuertes y el eco gritó:
—¡P eeeeeeeeeeeeeee p iiiiiiiiiiiiiiiiii t oooooooooooo!
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Luego se hizo el silencio y los árboles dejaron de moverse. Matías se destapó las
orejas, pues de lo alto que gritó el eco, se las había tenido que tapar. Empezaron a cantar de
nuevo los pájaros. Matías se quedó quieto. ¿Tampoco había dado resultado el truco?
Pero... ¡Sí! Al otro lado de la plaza, un hombrecillo saludaba, agitaba su mano
alegremente e invitaba a Matías a que se acercara. Pero éste no cayó en la cuenta que
todavía no se le había ocurrido qué cosa le iba a pedir para entrar en su casa. Se le ocurrió
irlo pensando mientras se acercaba hacia Pepito.
Bien. Bien. Si le pido azúcar, me llevará a la cocina; si le pido ajos, lo mismo; si le
pido agua, lo mismo ni entro y me la da de la fuente. ¿Qué le puedo pedir?
Le pediré algo difícil de conseguir. Un buen veci no intentará complacerme cuando le
pida algo; y Pepito no es de los que cierra la puerta o dice, lo siento, no tengo. Tan pensativo
estaba, que no se dio cuenta de que ya se encontraba al lado de Pepito.
—¡Buenos días vecino! Dijo Pepito amablemente.
—Bu-bu-buenos di-días. Dijo Matías nervioso.
—¿En qué puedo atenderte?
—Necesitaba un poco de tu amabilidad. Dijo Matías intentando ser una persona
educada.
—¿Amabilidad? Nunca me habían pedido algo tan raro. Ven conmigo a mi casa para
ver si tengo un poco para darte. ¿Es mucha la que necesitas?
Matías no salía de su asombro. Había pedido sin querer ni pensar y le había salido
fenómeno. Pepito se rascaba la barbilla como si estuviera pensando el lugar y el sitio donde
estuviera guardado lo que le pedían. Matías no decía ni palabra; solamente miraba de reojo.
Paso a pasito, se acercaron a la puerta de la casa.
—Pasa, pasa. Siéntate en el salón, mientras yo voy a buscar a la cocina. Creo que la
última vez dejé por aquí el frasco de amabilidad; aunque a decir verdad, hacía mucho que no
me pedían algo parecido.
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¡Vaya salón! Lo que le habían contado no se parecía en nada a lo que allí estaba
viendo. El salón estaba lleno de juguetes, de increíbles juguetes:
Había una casita de muñecas en la que cabía un niño entero dentro y se podía jugar
como si de una casa de verdad se tratara, pero para pequeños. El tren eléctrico se podía
conducir desde dentro de la máquina; una piscina de pelotas de goma se encontraba en el
centro y un tobogán al revés, te hacía subir en vez de bajar.
Viendo que Pepito tardaba, Matías se puso a jugar. Lo primero que hizo fue ponerse
las botas „saltalámparas‟, que de un pequeño esfuerzo, te llevaban por encima de la
lámpara, hasta el otro rincón del salón, dónde le esperaba el famoso tobogán „subeparriba‟.
Tan emocionado estaba, que no se dio cuenta de que Pepito había entrado en el
salón y reclamaba su ayuda.
—Vecino, ayúdame a buscar en la cocina.
Matías se quitó las botas y se acercó a la cocina. ¡Qué bonita! Una vez más, los que
se lo habían contado no lo habían hecho bien. El olor era delicioso. Olía a comida rica y
sabrosa.
—Estoy seguro que dejé el frasco de amabilidad en la cocina. ¿Te importa mirar en
ese armario?
Matías abrió el armario y lo encontró todo muy bien ordenado, lleno de botes
colocados desde el más grande al más pequeño. En cada uno de los botes había una
etiqueta con nombres diferentes:
Frasco del buen humor; esencia de alegría; sabrosos besos de mamá; gotas de
Buenos días; crema de abrazos; anisetes de amabilidad.
—¡Amabilidad! ¡Lo encontré! Gritó alegre Matías.
—¡Bien, bien! Sabía que estaba por aquí. ¿Cuánta quieres vecino?
Sin apenas esfuerzo, Matías había encontrado fácilmente lo que en un principio
parecía imposible. Y se dio cuenta entonces, que se quedaría sin ver el resto de la casa.
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Pero daba igual. Era tan grande su alegría y era tan majo su vecino Pepito, que no le
importó marcharse. Con su paquetito de anisetes de amabilidad en la mano, era el hombre
más dichoso del barrio.
Mientras iba por el pasillo que daba con la salida del jardín, iba recordando las
palabras de Pepito:
—Una bolita en cada comida y serás el más amable del barrio.
Al verle salir, la gente le preguntaba, y él sólo contestaba con una sonrisa.
Con el tiempo, Matías fue reconocido en el barrio como el hombre más amable y
educado del mundo. Todos le veían pasar y le saludaban con alegría. A partir de esa
aventura en la casa de Pepito, le cambiaron el nombre.
Ahora le llamaban Don Matías; el amable Don Matías.
…Y colorín colorado…
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