ana lía gabrieloni
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«INTERPRETACIONES SOBRE LA RELACIÓN ENTRE LITERATURA Y
PINTURA».
Ana Lía Gabrieloni, Universidad Nacional de Rosario Conicet.
The Gordian nod need not be cut.
Marianne Moore
I.- Ut pictura poesis
Según Virginia Woolf, un escritor siempre se preguntará
cómo llevar el sol a la página, cómo puede conseguir que el
lector vea la luna mientras se eleva en el horizonte por medio de una o dos palabras. Es decir, se preguntará cómo lograr un
efecto máximo por medio de recursos mínimos, tal como le
sucede a Charles Steele, el pintor de El cuarto de Jacob, quien con una sola pincelada de negro violáceo cambia el tono general
del paisaje que acaba de componer sobre una tela. La
formulación de analogías entre la poesía y la pintura se remonta a la afirmación de Simónides de Ceos en el siglo V a. C.,
recogida por Plutarco, según la cual «la pintura es poesía silenciosa, la poesía es pintura que habla». Y así como se ha
atribuido tradicionalmente a Aristóteles el origen de la teoría
literaria, también durante siglos se reconoció el origen de la teoría de las relaciones interartísticas en Horacio, que bebió de
las fuentes griegas. Su Epistola ad Pisones —que ya Quintiliano
consideraba una verdadera ars poetica, título con el que luego ha sido conocida — enfatiza y reitera la correspondencia entre
ambas artes tal como se plantea en la obra del Estagirita. El
lema horaciano, ut pictura poesis, y la idea aristotélica de que la intriga de una tragedia se asemeja a una pintura,
proporcionaron desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII una
constitución al sistema de las artes, constitución basada en la asimilación entre poesía y pintura, y una de cuyas formulaciones
más señeras está contenida en una obra tan tardía como Les
Beaux-Arts reduits à un même principle del abate Charles Batteux (1746). Fue esta obra la que provocó la reacción de
Gotthold Ephraim Lessing contra el entusiasmo por la migración
de cualidades y poderes, tanto estéticos como pedagógicos, entre dominios artísticos distintos. Antes de que se publicara el
Laocoonte de Lessing (1766) , otras obras habían reclamado ya
una distinción precisa entre las artes, como el Paragone de
Leonardo de Vinci y las Réflexions critiques sur la poésie et sur
la peinture del abate J. B. Du Bos, escritas respectivamente
hacia fines del siglo XV y a principios del XVIII. Sin embargo, a diferencia del Laocoonte y su alegato en favor de un estatuto
autónomo de la poesía, en dichas obras se sostenía la
inferioridad de esta última con respecto a la pintura. Según la distinción que elaboró Du Bos, la lógica de tal jerarquía
responde a la naturaleza de los signos de cada una de las artes,
dado que los pintores utilizan signos que no son arbitrarios e instituidos, como las palabras que utilizan los poetas. Los signos
naturales pictóricos, al presentar los múltiples componentes de
una acción o de un escenario en forma simultánea a la mirada del receptor, son capaces de provocar en él un efecto mayor
que los signos artificiales lingüísticos, los cuales someten dichos
componentes al orden secuencial de una descripción. La tesis de Rensselaer W. Lee (1998: 161) es que durante los dos siglos
que separan el Renacimiento de la Ilustración, la pintura perdió
su carácter esencial de arte visual y se subordinó a las abstracciones teóricas originadas a partir y en razón de la
literatura, con lo que quedó atrapada en la analogía con la
poesía, analogía que restringía las condiciones necesarias para constituirse y desarrollarse como una práctica independiente.
Estas condiciones sólo se darían a mediados del siglo XIX, como
resultado de la revolución romántica. Durante el período entre 1550 y 1750, tanto los tratados de pintura como los de
literatura insistían en establecer que la relación entre ambas
artes se fundaba en la función imitativa que les fue asignada por Aristóteles y Horacio. Hacia mediados del siglo XVI, la práctica
concreta de la pintura estaba acompañada por las pretensiones
teóricas de pintores que buscaban organizar y codificar los conocimientos existentes, como fue el caso de Leonardo y sus
ilustraciones de carácter técnico y científico. Durante esta
transición, tales pintores-críticos, entre los que se contaban el mismo Leonardo, Lodovico Dolce o Giovanni Pietro Bellori, se
cuestionaron la naturaleza, los contenidos y los fines de la
pintura. El proyecto de esos «espíritus entusiastas del Renacimiento» —lograr una teoría que otorgara carácter liberal
a la pintura— siguió el modelo instituido por los hombres de
letras, es decir, la búsqueda de legitimación en las fuentes clásicas. «Es cierto», señalaba John Dryden (1989: 56-57),
«que la Poesía tiene una ventaja sobre la Pintura en estas
últimas Épocas, y es que todavía tenemos los Ejemplos que nos quedaron tanto de los Poetas griegos como de los latinos: en
tanto que a los Pintores nada les ha quedado de Apeles,
Protógenes, Parrasio, Zeuxis y el resto, salvo los testimonios
recibidos de sus Trabajos incomparables». Dado que las artes
visuales no ofrecían equivalentes a las poéticas de Aristóteles y Horacio, los pintores-críticos se apropiaron de unas teorías
literarias que tenían la ventaja adicional de incluir numerosas
referencias a la analogía interartística. Fue entonces «cuando impusieron a la pintura algo que, en realidad, era una teoría de
la literatura»; y que «los críticos, en medio de su entusiasmo,
no se detuvieron a preguntarse si un arte que utiliza un medio diferente podía someterse razonablemente a una estética del
préstamo» (Lee 1998: 15-6). La «estética del préstamo»
prevaleció hasta el siglo XVIII y convirtió el ars poetica clásica en ars pictorica. Se sometió la imagen pictórica a las categorías
discursivas de la poesía; la retórica de la pintura (ut rethorica
pictura) quedó eclipsada por la retórica (poética) en la pintura (ut pictura poesis) (Lichtenstein 1988: 99). Lee señala con
acierto que el tipo de relación entre literatura y pintura
favorecido por el Renacimiento excedió las pretensiones originales de Aristóteles o Horacio. Dolce fue uno de los que
más radicalizó el pensamiento de ambos, y llegó a declarar que
los escritores son pintores y que la poesía, la historia, todo lo que un «hombre cultivado» puede escribir, es pintura (Lee
1998: 8). En su Dialogo della pittura intitolato l'Aretino (1557),
el primer gran tratado de la pintura humanista, predomina la idea de Horacio sobre la conveniencia de crear a partir de
formas y temas clásicos.(1) Bellori (1664) reelaboró luego la
teoría de Dolce siguiendo en términos estrictos la noción aristotélica de mímesis. Su obra L'idea del pittore, dello scultore
e dell'architetto confirma el papel central que tenía la Poética en
el siglo XVII e insiste en la idea de que la pintura y la poesía deben imitar acciones humanas en sus versiones más
elevadas,(2) idea que luego sería heredada por el neoclasicismo
francés.
II.- Ut poesis pictura
Durante la segunda mitad del siglo XVII y en el siglo XVIII,
la comparación interartística siguió gravitando sobre tres
postulados que se concebían como rasgos comunes de la literatura y la pintura: ambas perseguían el objetivo de una
imitación «mejorada» de la naturaleza; utilizaban como material
los temas clásicos; y debían crear un imaginario que pudiera ser percibido visualmente, ya fuera por medio de la mirada física o
por medio del «ojo mental» (Alderson 1995: 256). El canon
estético del clasicismo del siglo XVII y el neoclasicismo del siglo
XVIII sometió la imaginería de los pintores al régimen narrativo-
didáctico de las palabras, ya que eran éstas las que expresaban el ideal aristotélico de la acción humana. Y este ideal se
reflejaba en los relatos épicos, bíblicos e históricos, fuentes de
donde la pintura estaba obligada a extraer temas y métodos. La Académie Royale de Peinture et de Sculpture francesa —
fundada en 1648— aseguró la continuidad de la tradición
humanista a través del papel privilegiado que otorgaba al pintor de género histórico. Éste, según las palabras de Félibien (1669),
debía «representar grandes acciones como lo hacen los
historiadores, los temas agradables como lo hacen los poetas; y, si aspira a más, es necesario que sepa, mediante
composiciones alegóricas, cubrir bajo el velo de la fábula las
virtudes de los grandes hombres y los misterios más nobles».(3) Al mismo tiempo que la pintura estaba confinada a
las alegorías de los textos, la poesía tuvo que desarrollar
técnicas para reproducir las cualidades propias de los cuadros, cualidades que debían predisponer a la «visibilidad» de los
textos. La importancia de la experiencia visual en relación con la
experiencia que procede de los demás sentidos ya había sido planteada en la Antigüedad. En la Metafísica, Aristóteles (980a)
afirma que la vista nos permite acceder a un mayor
conocimiento de las diferencias entre las cosas. Durante el Renacimiento, León Battista Alberti y Leonardo resaltan el valor
superior de la mirada, dado que capta la inmediatez y la
simultaneidad, características éstas del arte más elevado, la pintura. En el siglo XVII, el empirismo de John Locke preparó el
terreno para las idea expuestas por Joseph Addison en Sobre los
placeres de la imaginación (1712) sobre el papel privilegiado de la visión para estimular la facultad imaginativa. La divulgación
de estas teorías provocó en los poetas una asociación previsible:
la belleza está vinculada de manera inherente a la percepción visual. John Dryden escribió en el prefacio a su traducción
(1695) del tratado De Arte Graphica (1656) del pintor francés
Charles Alphonse Du Fresnoy: «La expresión y todo lo relativo a las palabras es al poema lo que el colorido es al cuadro».(4) En
uno de los primeros artículos académicos dedicados a la relación
entre artes, Cicely Davies (1935) reconstruye la historia de la concepción pictórica de la poesía durante el período neoclásico,
concepción que encontró en la descripción su método
privilegiado de expresión, como puede verse en estos versos de «Verano», pertenecientes a la serie Las estaciones (1726-1730)
de James Thomson:But yonder comes the powerful King of Day,
Rejoicing in the East: the lessening cloud, The kindling azure, and the
mountain's brow Illumed with fluid gold, his near approach Betoken glad. Lo! Now, apparent all, Aslant the dew-bright earth and coloured
air, He looks in boundless majesty abroad, And sheds the shining
day, that burnished plays On rocks, and hills, and towers, and wandering streams High-gleaming from afar. [Pero ahí llega el
poderoso Rey del Día, que se regocija en el Este: la nube que mengua, el encendido azur, la cima de la montaña que se ilumina con
oro fluido, la proximidad de su llegada presagía alegría. ¡Mirad! Ahora, todo manifiesto, oblicuo sobre la tierra brillante de rocío y el
aire lleno de color, mira hacia afuera con ilimitada majestad e ilumina el radiante día, que bruñido juega sobre las rocas, colinas, torres y
sinuosos arroyos que en lo alto refulgen desde la lejanía.] Por su valor pictórico cifrado en el poder de la luz, este poema fascinó
a J. M. W. Turner, que reunió algunas de sus partes en una cita
que sirvió de pendant a su cuadro El castillo de Norham sobre el Tweed, amanecer cuando fue expuesto. El artista reconoció la
intención icónica de la revelación y la consumación de lo visible
en el paisaje: «por la luz: la nube que se desvanece y el encendido azur» (Heffernan 1991: 282-3). El punto de vista de
Heffernan, según el cual los cuadros de Turner expresan una
resistencia contra la supremacía del discurso poético, nada menos que en el contexto del apogeo del ut pictura poesis
neoclásico, resalta la originalidad de este impresionista avant la
lettre, cuyas pinturas, paradójicamente, iban en ocasiones acompañadas por versos como los de Thomson u otros escritos
por el mismo pintor. Sin embargo, como señala Jean H.
Hagstrum (1958: xxi), los efectos pictóricos no resultaban naturalmente accesibles a un arte que se valía de recursos
verbales; en consecuencia, «el buen pictoricismo operó
siguiendo el antiguo principio crítico de la difficulté vaincue, es decir, el logro de algo importante que superara la desventaja y
dominara el obstáculo». «Superar» y «dominar» son palabras
claves para comprender el desequilibrio entre ambas partes de la analogía interartística hacia fines del siglo XVIII. El ejemplo
de los pintores estimulaba a los poetas a experimentar nuevas
técnicas para superar la desventaja del medio verbal y el método narrativo, y regresar así a la naturaleza sin abandonar
los modelos clásicos, como sucede en el ejemplo pionero de
Thomson. En cambio, la influencia de la poesía en la pintura, dado el anclaje en la tradición clásica, restringió la imaginación
y propició especialmente el decoro, es decir, la facultad
moralmente edificante del arte. Todo indica que la tradición del ut pictura poesis no alentó la originalidad artística de los
pintores, sino que les impuso evitar lo fortuito y adherirse a
temas y tratamientos que habían sido formalizados por la
literatura y la historia. III.- El Laocoonte de G. E. Lessing (1766)
En 1766, cuando reacciona contra los dos fenómenos
referidos, esto es, la excesiva manía por describir propia de los poetas y el afán por la alegoría propio de los pintores, Lessing
(1985: 39) decide poner fin a lo que él juzga como una absoluta
confusión entre las artes. Y, con el fin de aclarar las diferencias,
pone en cuestión los dos presupuestos centrales de la
comparación interartística tal como se formulaban en la
tradición humanista del ut pictura poesis: el primero era que la literatura y las artes visuales comparten una aspiración común
hacia la mímesis; el segundo afirmaba la superioridad del poeta
en relación con el pintor, de sus palabras sobre las figuras plásticas como medio expresivo de representación. La
importancia que tenían estos dos principios para los artistas
desde el Renacimiento se refleja, por ejemplo, en un conocido poema de Pierre de Ronsard, la «Elegía a Janet, pintor del rey»
(1555) . El poeta solicita a Janet —apodo de François Clouet—
que pinte un cuadro e imite el retrato poético que van componiendo los versos: Peins-moi, Janet, peins-moi, je te supplie
Dans ce tableau les beautés de m'amie De la façon que je te les
dirais. [Pinta para mí, Janet, pinta para mí, te lo ruego, en este lienzo
las bellezas de mi amada según te las voy a decir.] Por medio de
sinécdoques y símiles que remiten al mundo mitológico, se despliega el retrato de una mujer, partiendo de la cabeza hasta
llegar a los pies; «la grâce naturelle» de los ojos descrita por el
poeta suscita el problema de las restricciones que afectan al
arte del pintor: Mais las! mon Dieu, mon Dieu je ne sais
pas Par quel moyen, ni comment, tu peindras (Voire eusses-tu
l'artifice d'Apelle) De ses beaux yeux la grâce naturelle, Qui font vergogne aux étoiles des Cieux. [Más ¡ay! Dios, Dios mío, no
sé con qué medio ni cómo has de pintar (ni aun si tuyo fuera el
artificio de Apeles) de sus bellos ojos la gracia natural que
vergüenza dan a los astros del Cielo.] Y se le advierte que
«pour bien peindre» la parte de la boca: À peine Homère en
ses vers te dirait Quel vermillon égaler la pourrait [Apenas
Homero en sus versos te diría con qué bermellón pudieras
igualarla] Lessing (1985:153-6) se adhiere a la misma idea:
nada puede asemejarse pictóricamente a las descripciones que
aparecen en Homero. Pero, en lugar de aceptar la posición
vicaria de la pintura, agrega: porque la literatura consiste en
describir una sucesión de instantes, no los detalles de los
objetos. El ejemplo clásico por excelencia, el estilo de Homero, legitima la distinción esencial que establece entre las artes. El
fin de la poesía es representar acciones sucesivas en el tiempo,
dominio ajeno a la pintura, que representa cuerpos visibles y coexistentes en el espacio. En palabras del mismo Lessing
(1985: 120): «la sucesión temporal es el ámbito del poeta, la
sucesión espacial es el ámbito del pintor». De esta forma, se distinguen los medios expresivos de cada arte, es decir, los
diversos signos y técnicas que les corresponden, así como los
dos territorios donde deben emplearse. El de la pintura está limitado a la esfera de lo visible, el de la poesía es más vasto
porque abarca tanto lo visible como lo invisible, pero, en
cualquier caso, se trata de medios distintos con propósitos distintos. Dos siglos después de la publicación del
Laocoonte, el método de Lessing para aclarar las diferencias
entre las artes seguía vigente para un sector de la crítica literaria: «una dependencia realmente formal, estilística o
estética entre artes no es posible [...] al menos [...] no es
probable que se demuestre» (Wimsatt 1976: 50). Esta constatación basta, en principio, para admitir que la influencia
del Laocoonte a lo largo de todo el siglo XIX y parte del XX es
comparable a la de la tradición del ut pictura poesis contra la que se pronuncia, tanto en importancia como en
permanencia. W. J. T. Mitchell se ha interrogado sobre las
condiciones históricas que llevaron a Lessing a establecer una teoría de los límites interartísticos fundada en las categorías de
tiempo y espacio.(5) En su análisis extiende las
correspondencias distintivas trazadas por Lessing al plano político de la Europa del siglo XVIII. Recuerda el calificativo que
Gombrich (1993:34) empleó al hablar del Laocoonte de Lessing,
un «torneo» jugado entre equipos europeos; destaca el doble carácter, religioso y político, de la simpatía de Lessing por
Inglaterra y su aversión por Francia; y cómo Lessing sustituye la
idea de traducción de los límites (entre las artes) por la de «frontera» [border]. Mitchell (1986: 105) concluye: «Las
fronteras metafóricas de Lessing entre las artes espaciales y las
temporales tienen un equivalente literal en el mapa cultural de la Europa que él dibuja por medio del Laocoonte». En este
contexto, es decir, la aproximación a la relación entre literatura
y pintura como una confrontación ideológico-política, vale la pena mencionar que Lessing (1985: 167) prefirió establecer
como causa de los préstamos ocasionales entre artes una
«recíproca indulgencia en los límites comunes, en compensación
mutua de las pequeñas incursiones en el terreno o dominio del
vecino», más que un gesto amistoso de intercambio. Mitchell apoya su análisis del método de Lessing para diferenciar entre
géneros mediante dos frases de un artista, William Blake, en
cuyas visiones se entrecruzaron palabras e imágenes visuales
con una estética prodigiosa: Time & Space are Real
Beings Time is a Man Space is a Woman [El Tiempo y el
Espacio son Seres Reales El Tiempo es un Hombre El Espacio es
una Mujer] A través del sutil contrapunto entre las nociones
de gender y genre —un topos que goza de favor en la crítica literaria anglosajona y que no sobrevive en castellano, lengua
que sólo cuenta con el vocablo «género»—, Mitchell (1986: 113)
asocia la distinción establecida en el Laocoonte a la retórica iconoclasta, de exclusión y dominación del otro, que habría
alimentado la cultura occidental hasta la actualidad. La teoría de
Lessing, fundada en una «economía de los signos», sería contraria al presupuesto clásico de la difficulté vaincue —a la
que hacía alusión Hagstrum— y respondería así a la «economía política» que dictaba el cuadro de relaciones socio-culturales de
su época. La relación entre géneros, como la que se da entre la
poesía y la pintura, señala Mitchell, no se limita a un momento y a un lugar únicos, abarca distintos períodos y geografías.(6) No
es un asunto de carácter exclusivamente formal, sino ideológico.
Algo que la obra de Lessing confirmaría, puesto que Lessing, tal como sucede en estos dos versos de William Blake, definiría en
términos de género —que son siempre valorativos— la poesía y
la pintura, la primera por asociación a lo sublime masculino, de carácter temporal, y la segunda por asociación a lo bello
femenino, de carácter espacial (Lessing 1985: XXIII-
XXV). «Los géneros [genres]» —asegura Micthell (1986:
112)— «no son definiciones técnicas sino actos de exclusión y
apropiación que tienden a cosificar algún "otro significativo"».
Desde esta perspectiva, el modelo de Lessing se integraría en una «estrategia imperialista de absorción por parte del arte más
dominante, expansivo [la poesía]», estrategia que también
formaría parte de la doctrina del ut pictura poesis (1986: 107).
IV.- The New Laocoon
En 1910, el crítico Irving Babbitt elaboró en The New Laocoon su propia teoría sobre los límites interartísticos, teoría
que descansaba en la interpretación de la obra de Lessing y su
aplicación a la evolución de las artes durante el siglo XIX. Las
conclusiones del trabajo de Mitchell sobre las implicaciones
ideológicas del Laocoonte, que hemos apuntado en el apartado anterior, parecen difícilmente refutables a la luz de la lectura de
esta obra. Babbitt (1910: 245) proponía terminar con lo que él
llamaba el «brebaje embriagador» de los románticos mediante una exaltación de los valores masculinos: «solamente el
resurgimiento de una distinción firme y masculina puede
salvarnos de las confusiones que se infiltraron en la vida y la literatura moderna». Las similitudes que Babbitt establece entre
la acometida de Lessing contra el clasicismo francés y la de
Lutero contra el papado (1910: 39) anticipan otra de las deducciones de Mitchell (1986: 106): «la alianza de Lessing con
los ingleses en contra de los franceses es, en consecuencia,
tanto religiosa como política; una "alianza sagrada" en contra de la idolatría católica». En el plano estético, el ataque de
Lessing tuvo como blanco inmediato la descripción y la alegoría
neoclásicas. Babbitt (1910: 82) ataca el primitivismo romántico como causa de la confusión entre las artes del siglo XIX, dado
que, según él, «el arte y la literatura se [alejaban] cada vez
más del dominio de la acción hacia el dominio del ensueño» (1910: 129). Ésta era una tendencia innegable del
Romanticismo, como puede observarse, por ejemplo, en el
poema que Victor Hugo dedicó a Alberto Durero . Hugo traslada la imaginería de los grabados de Durero a un dominio
suspendido entre lo soñado y lo real: Une forêt pour toi, c'est
un monstre hideux, Le songe et le réel s'y mêlent tous les deux. [Un bosque es para ti un monstruo abominable donde se
confunden la realidad y el sueño.] Desde este enfoque, Babbitt (1910: 145) concluyó que la subjetividad romántica produjo una
hipertrofia de la sensación y, por consiguiente, una atrofia de
las ideas. En una época en que James Joyce ya había comenzado a escribir con «avidez descriptiva» (Ellman 1983:
342) fragmentos anticipatorios de la gran revolución modernista
que desencadenaron sus novelas, resulta un tanto extraño que Babbitt (1910: 142) persistiera en impugnar a los románticos
porque habían desarrollado la «avidez del ojo con un
refinamiento extremo». No es ésta la única razón por la que el autor del The New Laocoon ha merecido comentarios
peyorativos, como el de Enid Starkie (1962: 163), que lo
calificaba de «crítico retrógrado y carente de iniciativa». El panegírico que Babbitt dedica a Lessing parece reducirse a tres
puntos: considerarlo un aristotélico ortodoxo, compararlo con
Lutero y revivir sus categorías de análisis a través de una
transposición mecánica —e inexacta— de las mismas a la
situación moderna. Es cierto que los criterios formales que el
Laocoonte buscaba instaurar ya estaban presentes en el pensamiento de la Antigüedad —cabría traer a colación a Dión
Casio (Tatarkiewicz 1987: 139, 148)—, pero Babbitt ignoró el
aspecto más original de Lessing, la «aversión instintiva o intuitiva hacia los absolutos» sobre la que se erige su método
crítico, para decirlo en palabras de John Middleton Murry (1960:
97). Al insistir en la especificidad de los medios de expresión de cada una de las artes, Lessing dio a conocer la «endogénesis»
de las obras, el hecho de que una obra se conforma según
reglas que pertenecen exclusivamente a su campo estético
(Todorov 1991: 32). Thomas de Quincey (1880: 231 IV)
afirmó que Lessing había sido el fundador de la crítica alemana
y, en la actualidad, se lo considera el fundador de la estética
moderna por su innovadora actitud hacia el fenómeno artístico (Frank 1991: 8; Todorov 1991: 37), de manera exactamente
opuesta al reductivo punto de vista de Babbitt. Según Gombrich
(1993: 36), Lessing se adelantó a los postulados esteticistas de J. G. Herder al pronunciarse contra el didactismo en el arte
poético y a favor de la belleza como único criterio de medida de
la creación artística, y habría sido, pues, el primero en enunciar la teoría de l'art pour l'art. Conceptualizada por el pensamiento
estético de los primeros románticos alemanes, la teoría de l'art
pour l'art alcanzaría su máximo desarrollo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, paradójicamente a través de autores que
asimilaron las artes entre sí de manera intensa y continuada:
Théophile Gautier, Charles Baudelaire, Walter Pater y Oscar Wilde.
El ejemplo de Wilde es significativo en este sentido. El
programa de Lessing respecto a un arte y una crítica sin
ataduras morales ni religiosas es reconocible en los ensayos que Wilde compiló en 1891 bajo el título Intentions, en los que
afirma que «el arte nunca expresa nada más que no sea a sí
mismo» (s/f 1103). Parte de los parámetros que utiliza para comparar la literatura y la pintura en The Critic as Artist son en
última instancia de filiación lessingniana. Gilbert, uno de los dos
personajes que participan en el diálogo, cree que el dominio de la pintura es más reducido que el de la literatura, puesto que a
ésta le corresponde representar acciones, y que el lenguaje y la
técnica de los pintores son inferiores a los de los poetas. La literatura es un arte temporal «que nos muestra el cuerpo en su
ágil movimiento y el alma en su desasosiego» (s/f 1162); y los
pintores no deben «merodear por el dominio de los poetas,
arruinando los motivos de estos con un tratamiento torpe y
esforzándose por representar, por medio de una forma o un color visibles, la maravilla de lo que es invisible, el esplendor de
lo que no se ve». (s/f 1169-70) El mismo Wilde muestra cómo
la «maravilla de lo que es invisible» sí puede ser expresada a través del lenguaje de la poesía: The flapping of the sail
against the mast, The ripple of the water on the side, The ripple of
the girls' laughter at the stern [el golpeteo de la vela contra el mástil, el batir de las olas sobre la borda, el batir de la risa de las
muchachas en la popa] Al repetir el vocablo ripple, alude a lo
que es irrepresentable sobre una tela, en un poema cuyo
pictoricismo se anuncia desde el mismo título —«Impression de
Voyage», que evoca el impresionismo de James McNeill Whistler y Claude Monet— y las palabras que lo abren: un mar sapphire
coloured, «color záfiro», y un cielo heated opal, «ardiente
ópalo». En la mencionada compilación, la descripción del cuadro Céfalo y Procris de un discípulo de Rafael, Julio Romano, sirve
de excusa para que Wilde declare: «gran parte de la mejor
literatura moderna proviene de la misma fuente [cuadros]» (s/f 1119). Y, a continuación, admite una lógica de préstamos
interartísticos, ya que en una época de fealdad y sensatez,
según Wilde, «las artes se inspiran, no en la vida, sino una en otra» (s/f 1119).
V.- Towards a Newer Laocoon
La última tentativa importante para revisar los
presupuestos de Lessing la encontramos en «Towards a Newer
Laocoon», un ensayo del crítico e historiador del arte estadounidense Clement Greenberg publicado en 1940, en el
cual llevó a cabo un análisis de esta lógica de los préstamos
interartísticos que Wilde ya señalaba. Greenberg (1988: 30) sostenía en este ensayo, refiriéndose a la confusión entre las
artes en el siglo XIX, que «los poderes de cada arte se
demostraban capturando los efectos de sus artes hermanas o tomando a una de ellas como tema». En la medida que lo único
que conservaba una vigencia intacta era el arte en sí mismo, asegura, los temas preferibles eran aquellos que ofrecían las
demás disciplinas artísticas. Esta lógica fue un producto de la
decadencia que afectaba a la noción renacentista de representación, subordinada a la imitación y la perspectiva en
el campo de las artes plásticas, decadencia que era manifiesta
hacia mediados del siglo XIX. La crisis de la noción de
representación alcanzó los demás campos artísticos e impuso la
necesidad de inventar formas estéticas nuevas. Para afrontar
esta exigencia se dieron intercambios de procedimientos, temas y efectos entre las artes, con la finalidad de superar las
limitaciones específicas de cada una, limitaciones que tenían
que ver fundamentalmente con los medios expresivos, aquellos precisamente sobre los que el Laocoonte quiso establecer una
distinción. Sin embargo, al compartir el entusiasmo
característico del período neoclásico por los valores formales de la escultura —que se debía en gran medida a la influencia de la
obra de Winckelmann, a la que Lessing alude con frecuencia—,
el pensador alemán confundió el fin de la pintura con el de la escultura: representar cuerpos bellos. Su concepción purista,
inspirada en los blancos mármoles clásicos, arrebataba a los
artistas del pincel la posibilidad de expresar contenidos emocionales. El Laocoonte, que recibe el nombre de un grupo
escultórico helenístico , combate la hermandad entre la poesía y
la pintura, pero la convierte en hermana menor de la escultura (Lee 1998: 52). Para delimitar las prácticas de cada arte,
Greenberg rescata la parte del pensamiento de Lessing centrada
en el análisis formal de los medios de expresión: «es en virtud de sus medios que cada arte es única y estrictamente ella
misma. Para restaurar la identidad de una de las artes, se debe
enfatizar la opacidad de sus medios» (1988: 32). Pretende así resaltar la emancipación de la pintura de su yugo neoclásico, el
modelo escultórico, renovado y fortalecido a través del
Laocoonte, al tiempo que explicar la diferenciación interartística. En lo que él mismo define como una «apología histórica del arte
abstracto», Greenberg (1988: 37) recalca la importancia del
espacio plano y la abstracción pura de la vanguardia pictórica del primer cuarto del siglo XX para conjurar la confusión entre
pintura y escultura, predominante en Occidente desde que el
arte bizantino ambicionó los pliegues y las profundidades estatuarias. Y considera que los efectos del naturalismo de
Gustave Courbet en el siglo XIX, que llevaron a la eliminación
de la hegemonía de la literatura sobre la pintura, son comparables a los del cubismo y la abstracción contemporáneas
en lo que concierne a la separación entre pintura y escultura.
Estos movimientos establecen una diferenciación entre los distintos campos de las artes plásticas sin precedentes en la
historia de la cultura (1988: 32). La «pintura pura» de Pablo
Picasso, que Paul Éluard califica «D'étranges jarres sans liquide [...] / Inutilement faites pour des rapports simples» [Extrañas
jarras sin líquido (....) /hechas inútilmente de relaciones
simples]; el «monismo naturalista» de Jackson Pollock
(Greenberg 1961: 157), transformado en los versos
contemporáneos de Nancy Sullivan en «Trickles and valleys of paint [...] No similes here. Nothing/ But paint. Such purity (...)»
[«Hilos y valles de pintura (...) No hay símiles. Nada/salvo
pintura. Tal pureza (...)»] ; todos esos herederos del Cézanne a quien Corot y Courbet habían abierto la visión de un plano
«sobrenatural» de la realidad, permiten sostener la conclusión
de Greenberg en «Towards a Newer Laocoon»: «ahora, las artes están seguras, cada una dentro de sus límites "legítimos", y el
libre cambio ha sido reemplazado por la autarquía» (1988: 32).
VI.- El programa antilessingniano del siglo XIX
Entre los más conspicuos incitadores al «libre cambio» en
la historia de las relaciones entre las artes estuvo el filósofo alemán August Wilhelm Schlegel. Escribió el que ha sido
considerado el más completo programa antilessingniano del
siglo XIX, un diálogo sobre la pintura, publicado en la revista orgánica del primer movimiento romántico, Athenæum, en
1799.(7) A través de extensas descripciones en prosa de
cuadros que, hacia el final del texto, adoptan la forma de poemas, Schlegel (D'Angelo y Duque ed. 1999: 90) enfatizó lo
beneficioso que es para cualquiera de las artes tomar en
préstamo las ideas y las imágenes de otra: «sin su mutua influencia se tornarían adocenadas y serviles». Los intercambios
permiten a la pintura elevarse por encima de la realidad
inmediata y que la poesía no sea un fantasma incorpóreo. Louise, uno de los dos personajes del diálogo que impugnan la
teoría del artista Reinhold sobre la imposibilidad del lenguaje
para traducir imágenes pictóricas, dice: «si el artista sólo
trabajara para el artista, una colección de pinturas se injertaría
en otra, y el arte encontraría en su propio ámbito, como por
desgracia ocurre a menudo, el origen y la meta de su existencia. No, amigo mío, lo principal es que haya relación y trato
mutuos» (1999: 45). Visto en retrospectiva, la noción de
mímesis implícita en la lógica de intercambios expuesta por Wilde o Greenberg en relación con el siglo XIX encuentra en
estas palabras su exégesis más completa. Cuando la escritura
del poeta se abre a la mirada de la pintura y los cuadros del pintor a la poesía de los colores —antítesis de la línea y su
nostalgia por la escultura clásica—, la relación mimética no se
agota en una transposición literal del mundo, de su historia y sus creencias, al universo del arte; al contrario, se
experimentan otros tipos de transposición —como las
interartísticas— que liberan la imaginación.(8) El acento que se
había puesto tradicionalmente en la cosa representada se traslada entonces al proceso creativo en sí mismo, al fenómeno
de la representación en cuanto tal. Uno de los fragmentos
publicados en el Athenæum sugiere, auspiciando esta concepción, que no es extraño que en las obras de los más
grandes poetas sople el espíritu de otras artes (Lacoue-Labarthe
y Nancy eds. 1978: 159 §372); y es precisamente durante este período que se gesta la escuela de pintura romántica, futuro
objeto de admiración e inspiración para aquellos que crearon las
teorías estéticas más extendidas de la modernidad —tanto desde el punto de vista general de la cultura occidental como
desde el punto de vista particular de la tradición del ut pictura
poesis—, los escritores Charles Baudelaire y John Ruskin. A fin de que los intercambios gozaran de una prosperidad
equitativa como la subyacente en la estrategia schlegeliana,
basada en la endogénesis de temas, imágenes y métodos, y no se vieran arrastrados hacia la pobreza de una actividad
asimétrica de apropiación —es decir, hacia la imitación y la
copia, fruto de la doctrina humanista sobre la relación entre las artes—, fue necesario que la literatura y la pintura fijaran sus
dominios en términos distintos a los propuestos por Lessing, y
asumieran cada una el control de sus propios recursos. El mosaico de circunstancias políticas, socio-económicas y
gnoseológicas del siglo XIX determinó la configuración de
campos artísticos autónomos de los poderes políticos o religiosos, así como las consiguientes nuevas variantes de
relación entre escritores y pintores, y entre éstos y el público, lo
que convierte al período, junto con el Renacimiento, en uno de los más fecundos de la historia en lo que concierne a las
relaciones entre la literatura y la pintura (Scott 1988:
73).(9) Antes de abordar algunos aspectos sobresalientes de las relaciones interartísticas durante el siglo XIX, se impone
considerar que el significado que se había conferido
tradicionalmente a los dos principios sobre los que se erigía la distinción del Laocoonte, la dimensión temporal de la poesía y la
dimensión espacial de la pintura, se fue diluyendo por efecto de
las conversiones semánticas derivadas de las prácticas sociales modernas. David Harvey (1998: 241, 280) sostiene que la
categorías de tiempo y espacio dependen de un conjunto de
prácticas y procesos sociales y que, con el advenimiento de la modernidad, surgieron «nuevos significados para el espacio y el
tiempo en un mundo de lo efímero y la fragmentación»,
diferentes del carácter inmutable y absoluto que se les confería
durante el Renacimiento y la Ilustración.(10) Por otra parte, a
la transmutación de las categorías que fundamentaban la teoría de Lessing se sumaron otros factores que contribuyeron a
aumentar el magnetismo entre las artes. Por su importancia,
cabe mencionar los avances científico-técnicos en relación con la comprensión de la percepción visual; la conformación de un
mercado literario y artístico de bienes simbólicos, antagónico al
de bienes de cambio de una burguesía juzgada «filistea»; el declinar de los salones de pintura oficiales, paralelo a la
emergencia de los salons des refusés y de un circuito de
galerías privadas; y la transformación de los poetas en críticos de arte.
VII.- El desquite de la pintura
Durante el siglo XIX, mientras el mundo del arte vivía inmerso
en la crisis del modelo renacentista de representación, la ciencia y la tecnología experimentaron un avance sin precedentes, y
pronto se convirtieron en un filón de formas y contenidos que
otorgaban legitimidad a las producciones de otros ámbitos de la cultura. «La escritura o la pintura —señala Michael Moriarty
(Collier y Lethbridge eds. 1994: 24)— podían justificarse o
condenarse por comparación con los procesos tecnológicos». El interés por la investigación empírica sobre
los fenómenos asociados con la percepción visual dio lugar a la
invención de dispositivos como el estereoscopio, el diorama o el caleidoscopio, amén de la aparición de la fotografía. La
potenciación de la producción y circulación de imágenes —
imágenes que no siempre eran las que se daban en el mundo
natural— provocó que se redefiniera la facultad de
observación.(11) En palabras de Jonathan Crary (1994: 50,
206), tuvo lugar un proceso de examen y desterritorialización del sentido clásico de la visión, cuyo estadio final fue la
emancipación de la mirada.(12) Es comprensible, pues, que
los pintores impresionistas se apropiaran de las teorías científicas que indagaban sobre la visión, el sentido
directamente vinculado con la creación y percepción de obras
pictóricas.(13) Sin embargo, parece más sorprendente que se diera una tendencia similar en muchos escritores. Victor Hugo
(1979: 72, 80), el «pintor en poesía» (Baudelaire 1992: 88), la
definía como una cuestión de óptica: todo debía estar reflejado en ella. Rémy de Gourmont (1922: 53), uno de los hombres de
letras más célebres del fin de siècle, proponía distinguir entre
dos tipos de estilos literarios: el de los escritores visuales y el
de los escritores sentimentales, afectados por definición de ceguera (mental).(14) Baudelaire (1992: 79) tampoco fue
indiferente a los experimentos ópticos. En su crítica del salón de
1846 incluye la siguiente metáfora del disco de Newton: «comme la vapeur de la saison - hiver ou été - baigne, adoucit,
ou engloutit les contours; la nature ressemble à un toton qui, mû par
une vitesse accélérée, nous apparaît gris, bien qu'il résume en lui toutes les couleurs.» [«como la bruma de las estaciones, ya sea
en invierno o verano, baña, dulcifica o engulle los contornos; la naturaleza se asemeja a una perinola que, movida a gran velocidad,
se nos manifestara gris, pero que resumiera en sí todos los
colores.»] ¿Es posible concebir esta adopción por parte de los
escritores de una terminología asociada con la percepción visual
sin el correspondiente intercambio de funciones con los pintores?(15) Este interés relacionado con la indagación
sobre la percepción visual fue paralelo a la emancipación de las
artes respecto a la tutela oficial y su creciente oposición al mundo burgués, emancipación y oposición que, en el caso
particular de Francia, adquieren una gran intensidad durante el
Segundo Imperio. Se debe a Édouard Manet el inicio de esa revolución simbólica del arte, que otros pintores continuaron por
medio de una política de independencia, imitada después por los
escritores (Bourdieu 1995: 107, 202). A lo largo del siglo XIX, la revolución simbólica de los pintores fue destronando la mera
narración visual y, en consecuencia, rompió la relación de dependencia que los pintores habían mantenido históricamente
con la literatura. Asimismo, la pintura fue adquiriendo cada vez
mayor relevancia en el conjunto de la producción cultural. Es suficiente recordar que de las 485 obras expuestas en el salón
de 1801 se pasó a las 5.180 que se expusieron en el salón de
1848. Pero este panorama sería incompleto sin dar otras cifras, las que revelan que el salón de 1859 fue acompañado de la
publicación de 108 críticas o reseñas de escritores sobre las
obras allí expuestas, mientras que en el salón inaugurado una década después éstas llegaron a sumar un total de 4.240.(16) Tales cifras permiten hacerse una idea de la amplitud que había
adquirido hacia 1870 la relación entre pintores y escritores. Los desplazamientos se explican tanto por la afirmación de
la autonomía de los primeros como por la redefinición del papel
de los segundos en el nuevo mapa cultural de la modernidad. Por un lado, el reconocimiento público de los artistas plásticos
se volvió cada vez más dependiente de la crítica de arte. Por
otro, la crítica ofrecía a los poetas, con carreras muchas veces
frustradas y sin medios de subsistencia ante el apogeo del
teatro y la novela, la posibilidad de recuperar el ascendiente perdido. El poeta critica y promueve las artes visuales, a la par
que ofrece creaciones originales a través del medio que le
pertenece, el lenguaje (Scott 1994: 66). Jöel Dalançon (1990: 65) ha descrito de manera sucinta el sustrato que nutría el
diálogo entre artistas y escritores a partir de la segunda mitad
del siglo XIX: «[...] la proximidad no basta para crear un
verdadero medio de entendidos, [...] las relaciones que los poetas
mantienen con los pintores son deudoras de las estructuraciones del campo social y cultural más que de la conformación de una auténtica
cultura pictórica [...]. Al promoverse como crítico de arte, el poeta cree gozar de las ventajas de semejante posición clave; piensa que,
al regenerar su poder y sacar lustre a su imagen, pronto estará en
condiciones de lograr que el pintor aproveche sus lecciones». Lo cierto es que la «democratización de la experiencia visual» (Jay
1994:113), fruto de la extensión de los medios artísticos y
tecnológicos destinados a inventar y reproducir imágenes, alcanzó también a ese subproletariado que formaban los poetas
(Dalançon 1990: 65).(17) Si durante los siglos anteriores los
pintores habían examinado y explotado las fuentes literarias, a mediados del siglo XIX los poetas empezaron a hacer lo mismo
con el amplio espectro de fuentes visuales que tenían a su
disposición: «a partir de ese momento, la plástica empezó a desquitarse y a la literatura le llegó el turno de ser invadida y
dominada» (Cassagne 1997: 315).
VIII.- El poeta crítico de arte
En consonancia con el espíritu de su tiempo, descrito como
el más visual de la historia occidental (Sypher 1971: 74),
Baudelaire proclamó: «glorificar el culto de las imágenes, (ésta
es mi gran, mi única, mi primitiva pasión)» (1968: 432). El
poeta —que a los diecisiete años escribía sobre una visita al Museo de Versalles: «no sé si tengo razón, ya que de hecho, no
sé nada de pintura [...] no hay duda de que es bastante ridículo que yo hable así de los pintores» (1993: 58)— inició su carrera
literaria como crítico de arte con la publicación de una recensión
sobre el salón de 1845.(18) Un año después elevó una solicitud a la Société des Gens des Lettres para «participar de las
ventajas de las que [...] gozan sus miembros en cuanto a la
reproducción de obra». En la solicitud se presenta a sí mismo como colaborador de las revistas L'Esprit Publique y Corsaire-
Satan, y «autor de dos folletos sobre los salones de 1845 y
1846» (1993: 136). La sociedad lo admite en junio del mismo
año. La elección de un camino literario que pasaba por las exposiciones de arte se había consumado, como en el caso de
su maestro, Théophile Gautier. Los textos críticos de ambos
están impregnados de poéticas personales más que de fidelidad descriptiva a los objetos de arte. Ante el «requerimiento
pictórico», los poetas-críticos crean y consolidan un discurso
que no está «sometido de manera expresa a la restitución fiel del objeto, sino más bien a la curiosidad por explorar el universo
de la sensación y el afecto» (Vouilloux 1994: 119), un discurso
que se constituye como teoría estética y poética, como prosa de arte, un experimento lingüístico «capaz de pintarlo todo [...]
desde lo visible hasta lo invisible» (Baudelaire 1968: 308). La
obra de arte es más un pretexto que el objeto de la escritura. Salón de 1846 de Baudelaire, además de ser el
ensayo más elaborado sobre la teoría estética del poeta,
contiene ya un temprano experimento de poema en prosa, «De la couleur», el género literario que inventó y empezaría a
practicar de manera consciente a partir de 1855.(19) En el
comentario sobre la Exposición Universal que se inauguró el mismo año, las reflexiones estéticas se mezclan con la poesía
inspirada en las artes visuales. El texto incluye una estrofa de
«Los faros» , un poema que reúne varios nombres ilustres de la tradición pictórica y escultórica europea, pero donde sobre todo
celebra a Delacroix: Delacroix, lac de sang, hanté des mauvais
anges, Ombragé par un bois de sapins toujours vert, Où, sous un ciel chagrin, des fanfares étranges Passent comme un soupir étouffé
de Weber. [Delacroix, sanguinoso lago de ángeles malos, por un
bosque de abetos siempre verdes umbrado, donde extrañas
fanfarrias bajo un cielo de pena cruzan, como un suspiro sofocado
por Weber.] En el último salón, escrito en 1859, completa las
ideas que había expuesto en el de 1846. Baudelaire (1992: 267)
reafirma que el verdadero espíritu crítico «debe estar abierto a todos los tipos de belleza», en contraposición a la dictadura del
gusto clásico, y reivindica la potestad interpretativa y creativa
de la imaginación, una idea de clara filiación romántica. La conclusión a la que llega sobre los dominios y funciones del arte
es la misma que la profesión de iconolatría que aparece en Mi
corazón al desnudo: «Todo el universo visible no es más que un almacén [magasin] de imágenes y signos a los cuales la
imaginación da un lugar y un valor relativos; es una especie de
pastizal que la imaginación debe digerir y transformar» (1992: 264). El poeta-crítico finaliza el texto revelando el objetivo que
se había propuesto al iniciar su tarea: «buscar la imaginación a
través del salón» (1992: 321). A partir de un dato de la
correspondencia personal del poeta, puede constatarse una asombrosa coincidencia entre la teoría formulada en el ensayo y
su proceso de escritura. Baudelaire confiesa a Nadar que sólo ha
asistido una vez al evento. «Escribo un salón sin haberlo visto», le escribe desde Honfleur.(20) La escritura queda librada así a
la memoria, «excitada» por la lista de las obras en exposición,
lo que equivale a decir que queda librada a la imaginación del autor; la memoria, almacén de imágenes, se convierte en
sentido literal en un pastizal que la imaginación digiere y
transforma. La búsqueda que Baudelaire se había propuesto llevar a cabo a través del salón no se orientó solamente a la
imaginación de los artistas allí reunidos («escasamente
hallada»), sino también y sobre todo hacia la imaginación propia con el fin «dar a ver sin haber visto». La crítica de arte, la
poesía, la prosa poética y la pintura, territorios de la
imaginación, eran para Baudelaire (1968: 250 y 425; 1992: 170) hechicerías evocatorias [sorcelleries évocatoires].
Naturalmente, los pintores se rebelaron contra una crítica de
sus obras subordinada a la invención de los escritores, por más que Baudelaire (1999: 575) insistiera en sus ventajas: «excepto
por la fatiga de tener que adivinar los cuadros, es un método
excelente que te recomiendo. A causa del temor a alabar o censurar demasiado, se llega a la imparcialidad». «Siempre —
escribía Delacroix a Thoré (Cassagne 1997: 322)— se nos juzga
con ideas de literatos, y éstas cometen la necedad de exigirnos. En verdad, me gustaría que fuese tan cierto como usted dice
que no tengo más que ideas de pintor; no pido otra cosa». Una
interpretación actual de esas «ideas de literatos» sería considerarlas un tipo de crítica estética que opera como un arte
poético indirecto, puesto que, «al hablar de pintura, el poeta se
traiciona, también habla de poesía y su discurso se torna [...] discurso pictórico en tanto que metadiscurso poético» (Kibedi
Varga 1985: 20). La crítica de Baudelaire «inventó» como
poema el arte de Delacroix, transformando el hallazgo pictórico en búsqueda poética (Genet-Delacroix 1989: 19).(21) El
resultado más novedoso de dicha búsqueda fueron los Pequeños
poemas en prosa. En 1861 Baudelaire abordó la definición del género, cuya historia —demasiado extensa para ser
desarrollada aquí— abunda en transgresiones de los límites que
parecen separar la literatura y las artes visuales.(22) El antecedente más inmediato del experimento baudelairiano,
reconocido como tal en el prefacio de los Poemas en prosa, fue
Gaspar de la Noche de Aloysius Bertrand (1842), una obra que
llevaba por subtítulo Fantasías a la manera de Rembrandt y
Callot. Los poemas en prosa de Arthur Rimbaud, que comienzan a publicarse en La Vogue en 1886, adoptaron el nombre de
Iluminaciones. La analogía con las artes plásticas fue señalada
ya por Paul Verlaine (1959: 1143 I), quien aseguraba que eran «láminas iluminadas» o «ilustradas».(23) Esta interpretación
permanece en el centro de las lecturas críticas de las
Iluminaciones que rescatan las vinculaciones del género poema en prosa con el arte de la pintura.(24) La modernidad fue el
escenario de un proceso doble de erosión que afectó los límites
entre las artes y las distinciones de género. La imagen, agente principal de dicha erosión, se constituyó como categoría estética
y genéricamente transversal, dado que atravesó tanto poesía y
prosa como literatura y artes plásticas. La síntesis entre poesía y prosa, que redefinió la configuración interna del sistema
moderno de géneros literarios, se produjo sobre los márgenes
entre la literatura y la pintura. En consecuencia, puede afirmarse que esta configuración es ontológicamente visual.(25)
IX.- Transpositions d'art Para Baudelaire y otros poetas del siglo XIX que se
dedicaron a la crítica de arte, los salones fueron sólo un medio
que permitía alcanzar metas literarias y crear sobre los márgenes de los dos campos artísticos implicados: el de las
letras y el de la pintura. El ut pictura poesis tradicional podía
llevar todavía a los pintores hacia un género con reminiscencias del tiempo narrativo literario, el histórico, y lo justificaba. En
cambio, su correlato moderno, posromántico, la estética de la
«consolación por las artes» (Baudelaire 1968: 258), se
concentraba en los experimentos de los poetas, en esas
hechicerías evocatorias del espacio pictórico, en la intensidad
con la que las imágenes se dan —en un solo instante— a la mirada.(26) «Las artes, menos distantes que nunca —señalaba
Gautier (1990: 91)—, se codean unas con otras y se entregan a
frecuentes transposiciones». Gautier creó las suyas «con la obstinación de un pintor» (Baudelaire 1968: 245). Pero «El
arte» , «Las Nereidas» o «Sinfonía en blanco mayor» no eran
poemas en prosa, sino poemas métricos que surgieron en medio de una tradición de escritura ecfrástica ya establecida, cuyo
origen último estaba en la descripción del escudo de Aquiles que
hizo Homero (Ilíada XVIII, 478-607) y que ya habían practicado los románticos, como sucede, por ejemplo, en «Sobre la Medusa
de Leonardo de Vinci en la Galería florentina» de Shelley
(1819). El género denominado écfrasis, según lo definen
estudios recientes, abarcaría las representaciones escritas de representaciones visuales (G. Scott 1991: 301, Heffernan 1993:
3, Mitchell 1994, 151-2). Las características que tenía en su
etapa formativa se fueron transformando a través del tiempo. A partir de las Descripciones de cuadros de Filostrato (II d. C.), el
plano referencial irrestricto —que admitía la descripción de
cualquier tipo de objeto— se redujo al de las obras de arte. Un estudio de Leo Spitzer (1955) sobre otro célebre ejemplo
ecfrástico, el poema de John Keats «Oda a una urna griega» ,
analiza la ruptura definitiva de la écfrasis con su pasado retórico y reinterpreta la noción como un género poético, cuyo período
de práctica más intensa se situaría precisamente a partir del
siglo XIX.(27) Cuando Baudelaire (1992: 342) diagnostica el «estado espiritual» de la época, recala también en los efectos
de la transposición: «las artes aspiran, sino a suplirse una a la
otra, al menos a prestarse recíprocamente fuerzas nuevas». La dinámica de los vínculos entre artistas, escritores y sus obras a
partir del siglo XIX puede verse en la relación entre Baudelaire y
Manet. En 1862, mientras Baudelaire elogiaba a Manet en Pintores y aguafuertistas (1992: 334) por el método que este
último tenía para reflejar la realidad moderna a través de la
imaginación, Manet terminaba dos cuadros. En uno de ellos, Música en las Tullerías , aparecía Baudelaire retratado en medio
de una muchedumbre; el otro era Lola de Valencia , la figura de
una mujer española. Más tarde, circuló en forma de aguafuerte junto con un breve poema de Baudelaire . Vistos al lado de la
firma y el título del pintor, los versos de Baudelaire sobre Lola
de Valencia parecen establecer una región fronteriza, donde la diferencia entre ver y leer se vuelve borrosa, donde la figura se
textualiza en el poema y lo textual se figura en la pintura.
X.- Márgenes pictóricos para la voz
Una de las afirmaciones más notorias de Oscar Wilde (s/f 1151) fue la existencia de un campo de intersección entre las
artes literarias y las visuales: «conocer los principios del arte
más noble es conocer los principios de todas las artes»; la expresión «más noble» aludía a la literatura, puesto que el
material verbal no tenía, según él, las limitaciones de las artes
plásticas. Una consideración parecida sobre la interrelación entre las artes, aunque sin establecer ninguna prelación, figura
también al final de la reflexión sobre el Laocoonte de Lessing
que aparece en La escuela de Giorgione del crítico y teórico del
arte Walter Pater (1919: 110): «[...] una comprensión exacta
de las diferencias últimas entre las artes es el principio de la crítica estética; y, sin embargo, en lo que concierne a la forma particular de
manejar el material dado, puede observarse que cada arte requiere una condición proveniente de alguna de las demás artes [...] una
transgresión parcial de las propias limitaciones, por medio de la cual las artes pueden, no suplir entre sí el espacio propio de cada una,
pero sí prestarse nuevas fuerzas». La simetría con la
afirmación de Baudelaire relativa a las «nuevas fuerzas» que las artes se transmiten recíprocamente no es una mera
coincidencia. Toda la teoría de Pater sobre una prosa
imaginativa —esto es, una crítica sobre arte y literatura que por su poder poético se vuelve artística, una de las «bellas artes»—
procedía de Baudelaire (1968: 246), que admiraba la poesía de
Gautier porque «sólo se tiene a sí misma» y concebía el espíritu de un verdadero crítico como el espíritu de un verdadero poeta
(1992: 267). Sin embargo, en el pensamiento de Pater se
reconocen, amén de la huella de Baudelaire, otras fuentes no francesas, en particular, las ideas de John Ruskin, un
insuperable experto en trasponer imágenes visuales en prosa
poética. Para decirlo retomando la cita de Pater, Ruskin poseía una percepción privilegiada de las diferencias (y analogías)
últimas entre las artes: «La pintura debe ponerse
adecuadamente en oposición al habla y la escritura, pero no en oposición a la poesía. Tanto la pintura como el habla son
métodos de expresión. La poesía es el empleo de una y otra para los propósitos más nobles» (Ruskin 1885: 12-
13). Cuando describe las imágenes de un cuadro o un
paisaje natural, Ruskin —que a lo largo de los cinco volúmenes de Pintores modernos utiliza de manera indistinta los términos
pintor y poeta— se esfuerza por imitar la mirada de un pintor y
reproduce con palabras, estratégicamente dispuestas en los planos léxico y fonético del texto, los efectos propios de
recursos menos literarios —o menos narrativos, si se atiende a
la doctrina del ut pictura poesis—, como el color, sus complementariedades y contrastes: «Purple, and crimson, and
scarlet, like curtains of God's Tabernacle, the rejoicing trees sank into
the valley in showers of light, every separate leaf quivering with buoyant and burning life; each, as it turned to reflect or to transmit
the sunbeam, first a torch and then an emerald». [«Púrpuras, carmesís y escarlatas, como cortinajes del Tabernáculo de Dios, los
regocijados árboles se sumergían dentro del valle en una lluvia de luz, todas y cada una de las hojas estremeciéndose boyantes y
ardientes de vida; todas como si giraran para reflejar o transmitir los
rayos del sol, primero como una antorcha y luego como una
esmeralda.»] Si en las pinturas de J. M. W. Turner el color se
independizó del dibujo y la línea —es decir, del relato—, en los cuadros verbales de Ruskin el poder poético de la metáfora y la
imagen se liberó de la cristalización que le habían impuesto la
alegoría y el emblema clásicos, como también de las constricciones de la poesía descriptiva que la tradición de las
«artes hermanas» había estimulado durante el siglo XVIII.
Ruskin, como Gautier y Baudelaire, abrió los márgenes de la representación pictórica a una voz poética que se escribía en
prosa, una «voz del decir» que se convertía en un «ver de la
mirada» (Marin 1994: 340). Lee McKay Johnson (1980:126) sugiere que la prosa óptica de Ruskin es una «ordenación
mental [dispuesta como] acto deliberado de composición, de
modo que la estructura de la representación verbal duplica el proceso de la percepción visual». Esta idea se corresponde
con un componente fundamental de toda écfrasis (Webb 1999:
13), la noción de enargeia, es decir, la intención implícita en el texto de transmitir la imagen al ojo mental del lector de manera
tan viva como ésta se presenta al ojo físico de quien la describe,
al observador en tiempo real de dicha imagen. El grado de saturación visual que alcanza la imaginería textual de Ruskin —a
menudo transposición de imaginería pictórica o escultórica— confirma de manera casi irrefutable los préstamos espontáneos
o las apropiaciones deliberadas entre la literatura y la pintura.
Los prerrafaelitas extendieron la práctica de la analogía presente en la obra ruskiniana. Dante Gabriel Rossetti, autor de
numerosos poemas ecfrásticos, también pintó numerosos
cuadros que efectuaban transposiciones textuales tomando diversos géneros como fuente. Mientras que su obra pictórica,
según prescribe la estética prerrafaelita, conjuga mímesis
fotográfica y contenido narrativo, su poética, cargada de evocaciones y colores, provoca asociaciones que recuerdan el
estilo impresionista de James A. McNeill Whistler: Dusk-haired
and gold-robed o'er the golden wine She stoops, wherein, distilled of death and shame, Sink the black drops; while, lit with fragrant
flame, Round her spread board the golden sunflowers shine. [Con su cabello oscuro y sus prendas de oro sobre el
áureo vino se inclina y la funesta ponzoña, que destila de la muerte y la afrenta, derrama. En tanto brillan circundando su mesa, como
fragantes llamas, girasoles dorados.] Buscar total exactitud en
la descripción del cuadro de Edward Burne-Jones del que hablan
estos versos, El vino de Circe , es tan inútil como la petición a
Whistler de que explicara la historia de la oscura figura bajo la
luz de un farol de su cuadro Armonía en gris y oro , sobre la
cual advertía: «No me importa el pasado, presente o futuro de
la figura negra; está puesta ahí porque el lugar requería negro. Sólo sé que la combinación del gris con el dorado es la base del
cuadro» (Hough 1949: 179). Del mismo modo que Whistler
otorgaba prioridad al aspecto formal de su pintura por encima del contenido, Rossetti estaba interesado en crear un efecto
visual en el poema —a través del claroscuro entre negro y
dorado—, aunque fuera en detrimento de la exactitud de la transposición. En ambos casos, la opacidad referencial está en
función del efecto que ambos artistas querían provocar en el
lector-observador. El desinterés de los hombres de letras por ofrecer imágenes idénticas a las reales dominó la escritura
ecfrástica del siglo XIX en adelante. Después de leer un soneto
que Rossetti había escrito a partir de un cuadro, Whistler lo increpó: «¿Para qué tomarse el trabajo de pintar el cuadro? ¿por
qué simplemente no enmarcamos el soneto?» (Hough 1949:
178). La razón por la cual es imposible que un soneto —incluso enmarcado— sustituya un cuadro es obvia, la diferente
materialidad del soporte y los signos: palabras sobre papel;
líneas, colores y puntos sobre una tela. Pero, más allá de esta constatación, lo que revela el comentario de Whistler es que la
transposición —como la traducción— siempre comporta una
amenaza de traición al original. «Tanto en la traducción interlingüística como en la intersemiótica», afirma Claus Clüver
(1989: 61), «el significado que se adscribe al texto original, ya
sea un poema o una pintura, es el resultado de una interpretación». Sería la carencia de una «semiótica de las
artes» la que obligaría a recurrir a conceptos de la teoría y la
crítica literarias (1989: 84). Siguiendo algunas teorizaciones contemporáneas sobre la traducción, más funcionales que
normativas, Clüver retoma un conocido trabajo de Roman
Jakobson (1971) sobre la posibilidad de traducción, transmutación y transposición de mensajes-textos entre
distintos sistemas de signos. Su punto de vista, «esencialmente
conservador» (1989: 83), coincide en lo esencial con la estética comparada de Étienne Souriau en La correspondance des arts,
donde se sostiene que «las distintas artes se parecen a lenguas
distintas, donde la imitación exige traducción» (1947: 16). Clüver señala que este tipo de transmutación reproduce
las dificultades de la traducción interlingüística «en función de la
semántica del sistema poético» (1989: 61), es decir, no en el nivel lingüístico sino en el literario. Aunque admite que las
mayores variaciones en las «transposiciones intersemióticas»
ocurren en el plano de la materialidad, su mayor preocupación
es demostrar que «significados casi idénticos pueden construirse
a partir de dos textos pertenecientes a sistemas sígnicos distintos» (1989: 84). Así pues, según Clüver, la transferencia
de significado ocupa un papel central. Los fenómenos del orden
de la materialidad, es decir, del orden de la inscripción de las palabras y de las figuras, se caracterizan por su naturaleza
adversa a las transposiciones interartísticas: la inadecuación de
la palabra para dar cuenta de lo visual y la violencia que el proceso ecfrástico ejerce sobre la obra plástica, el «texto» visual
(1989: 83). La última aserción puede relativizarse si esta
relevancia del significado, entendido por Clüver como una relación denotativa con una referencia fija, como una
significación «casi idéntica» entre obras pertenecientes a
distintos sistemas estéticos, se reformula en términos de la noción de sentido, entendida como construcción subjetiva y, en
consecuencia, interpretativa, que se proyecta sobre el plano de
la imaginación del autor y del lector-observador, manteniendo un compromiso de fidelidad con la obra original sujeto
solamente a la intención creativa. Desde esta perspectiva, los
remanentes del original, para decirlo con palabras de Marcel Proust (1927: 190) sobre sus propias traducciones
metaecfrásticas de Ruskin, se dan a leer «como a través del
vidrio tosco, pero bruscamente iluminado, de un acuario».(28) Dado que el texto literario ecfrástico nunca ofrece una
representación calcada del cuadro o del objeto referentes, la
conclusión de Souriau sobre las relaciones interartísticas, que «la imitación exige traducción», puede reformularse como «la
traducción implica interpretación». Para Michael Riffaterre
(1994: 221), la interpretación del observador-escritor siempre antecede a la representación e impide que sea una reproducción
exacta del original: «lo que se inscribe en el objeto pictórico es
un sujeto distinto al del pintor [...] para el escritor, la écfrasis sigue siendo enunciación». Eso revela el propósito de la
escritura ecfrástica (Riffaterre 1994: 220-21), que no es otro
que construir una ilusión del objeto con elementos que el escritor inventa y no ser fiel a lo que el objeto es. El texto
ecfrástico no descifra la obra de arte sino a quien la observa. No
es imitación, es un fenómeno que pertenece al orden de la intertextualidad, un plano donde confluyen escritura, imágenes
plásticas e imaginación poética. Así se cierra el «círculo mágico
de la creación» que Gombrich (1962: 169) analiza en Arte e ilusión, formado por el artista, su obra y la «participación del
observador» [beholder's share] que la contempla, es decir, el
círculo formado por el escritor-descriptor, el texto y el lector que
lo interpreta. La importancia de la interpretación y las
semejanzas entre transposiciones pictórico-literarias y traducción permiten conjeturar que, del mismo modo que según
Walter Benjamin (1967: 87) una traducción roza al original en
un punto infinitamente pequeño de la esfera del sentido, el texto ecfrástico toca tangencialmente a la obra de arte en algún
punto de la esfera de su incompletud. La imaginación trabaja
sobre lo que una obra ofrece de inacabado a la observación o el recuerdo del escritor. «Lo que la imaginación toma por belleza
debe ser verdad, haya existido antes o no», escribía John Keats
(1951: 17), en una afirmación donde parece resonar el final de su poema «Oda a una urna griega»: «La belleza es verdad y la
verdad es belleza... nada más».(29) Baudelaire (1992: 131,
142) era en teoría enemigo de las mezcolanzas artísticas y escribía: «¿Se debe a una fatalidad de la decadencia que hoy en
día cada arte manifieste el deseo de invadir el arte vecino
[...]?»; «el avance de un arte sobre otro, la importación de la poesía, el espíritu y el sentimiento hacia la pintura, todas esas
miserias modernas, son vicios propios de los eclécticos». Pero,
como hemos visto, se revela devoto de las mismas en la práctica. ¿Cómo no iba a atravesar con avidez los umbrales de
un territorio que es promesa de fertilidad para la imaginación
poética? Inacabadas sobre la tela de un cuadro o en los volúmenes de una escultura, las imágenes se completan al ser
textualizadas. Quedan encapsuladas en la composición
ecfrástica (G. Scott 1991: 301) como las «visiones en una bola de cristal» del poema de Robert Browning, «Pinturas antiguas
en Florencia» . La escritura ecfrástica paraliza el paso del
tiempo que diluye las imágenes al carcomer los materiales de las obras de arte originales.(30) Es écfrasis, cápsula, pero no
relicario que guarda una parte, un trazo, de lo desaparecido. Es
la aparición en el poema de lo que existe de otro modo, con otra forma, en otra parte: una o varias imágenes «inalterables como
pequeñas flores de papel siempre visibles dentro de un
pisapapeles de cristal esmerilado», tal como escribía Ezra Pound (1963: 339) en una de sus metáforas más bellas y, a la vez,
eficaces, a la hora de hacernos comprender los efectos y los
poderes de la imaginería visual literaria.
NOTAS
(1) En el origen de esta influencia está la traducción del Ars poetica de
Horacio, que Dolce había realizado cuando era joven.
(2) Cf. «Puesto que la tragedia es una imitación de hombres mejores que
nosotros, es necesario que imitemos a los buenos retratistas. Éstos, al representar
la forma particular [de los individuos] y hacerlos semejantes [a sus modelos], los
pintan más bellos de lo que son. Eso mismo le sucede al poeta» (Aristóteles
1454b).
(3) Prefacio a las Conférences de l'Académie royale de peinture et de
sculpture. Citado en Lee (1998: 43).
(4) «Parallel betwixt Poesy and Painting», en MAURER, Wallace y George
GUFFEY (eds.), The Works of John Dryden, vol. X, Berkeley-Los Angeles: University
of California Press, 1989, p. 71.
(5) Mitchell, autor de Iconology. Image, Text, Ideology (1986) y Picture
Theory: Essays on Visual and Verbal Representation (1994), ha orientado sus
investigaciones hacia la redescripción de la problemática relación entre texto e
imagen en el ámbito de los estudios culturales. A partir de su hipótesis sobre la
función hegemónica de las imágenes en la cultura occidental, Mitchell ha estudiado
las tensiones relacionadas con el género, la raza y la clase, implícitas en los cruces
entre los discursos literario y visual. Dado que las relaciones entre textos e
imágenes constituyen una zona de conflicto, «un nexo donde los antagonismos
políticos, institucionales y sociales se expresan a sí mismos en la materialidad de la
representación» (1994: 91), el objetivo del análisis de Mitchell sería «en lugar de
solventar la escisión entre palabras e imágenes, observar los intereses y poderes a
los que sirve» (1986: 44).
(6) «La dialéctica entre la palabra y la imagen aparenta ser una constante
en la tela de signos que una cultura entreteje en torno a sí misma. Lo que cambia
es la naturaleza concreta del tejido, la relación entre la urdimbre y la trama. La
historia de la cultura es, en parte, la historia de una prolongada lucha por la
dominación entre signos pictóricos y signos lingüísticos, donde unos y otros
reclaman para sí determinados derechos de propiedad sobre una "naturaleza" a la
que solamente ellos tendrían acceso» (Mitchell 1986: 43).
(7) El diálogo de Schlegel contiene ecos de las discusiones sobre cuadros
que los miembros del círculo de Jena habían escuchado en la Galería de Dresde
durante un viaje a esa ciudad en 1798. Para leer otra reivindicación de las
analogías interartísticas tan explícita como la de Schlegel hubo que esperar hasta el
siglo XX, cuando se publicó The Idea of Spatial Form in Modern Literature de Joseph
Frank (1945). El material sobre el que reflexionó no eran cuadros, sino las obras de
Gustave Flaubert, T. S. Eliot, Djuna Barnes, James Joyce o Marcel Proust. Aunque
reconoce la trascendencia de la ruptura provocada por el método formalista de
Lessing (1991: 7), Frank aclara de entrada que «la poesía moderna reclama un
método poético en directa contradicción con el análisis del lenguaje de Lessing»
(1991: 11) y se propone «trazar la evolución de la forma en la poesía moderna y,
más concretamente, en la novela» (1991: 10). Su tesis central es «la congruencia
total de la forma [espacial] estética del arte moderno con la forma de la literatura
moderna» (1991: 61). Para Frank (1991: 61), la escritura no es implícitamente
temporal por oposición a la espacialidad que se asocia con la pintura, «la literatura
contemporánea lucha en el presente para competir con la aprehensión espacial de
las artes plásticas».
(8) Elizabeth Abel (1980: 366) analiza las repercusiones de la teoría de
Johann Gottfried Herder sobre la imaginación en lo que concierne a las «artes
hermanas» durante el primer Romanticismo: «Pasar de la concepción empirista de
una mente pasiva, contemplativa, a la creencia en la fuerza activa de la
imaginación afectó la visión de la poesía y la pintura como hermanas naturales, y
promovió una nueva concepción de estas artes como productos análogos, aunque
diferentes, de una imaginación que podía combinar aspectos de ambas».
(9) Sobre el proceso formativo de campos artísticos autónomos, véase Las
reglas del arte de Pierre Bordieu (1995). Con respecto a las ventajas de la categoría
principal implícita en su análisis, Bourdieu (1995: 307) explica: «La noción de
campo permite superar la oposición entre lectura interna y análisis externo [del
problema abordado] sin perder nada de lo adquirido ni las exigencias de ambas
formas de aproximación, tradicionalmente percibidas como inconciliables».
(10) Stephen Kern (1998: 153) utiliza el término «transvaluación»
[transvaluation] para definir la difuminación de las antiguas distinciones sobre el
espacio y el tiempo, entre lo que se concebía como primario y secundario dentro de
cada categoría.
(11) Los descubrimientos en torno a la naturaleza de la luz fueron decisivos
para esta redefinición. El hecho de que consistiera en ondulaciones que se
propagan invisiblemente de forma transversal (lux) y no en rayos rectilíneos
(lumen), como se leía en los textos de la Antigüedad, confirmó que no todos los
fenómenos naturales pertenecen al plano de lo directamente observable (Jay 1993:
29). Los avances científicos y la invención de tecnologías aplicadas a la
reproducción de imágenes llevaron a la conclusión de que la visión podía
proporcionar sensaciones que no dependían del aquí y ahora del referente. Véase el
trabajo de Gillian BEER, «"Authentic Tidings of Invisible Things": Vision and the
Invisible in the Later Nineteenth Century», en Teresa BRENNAN y Martin JAY (eds.),
Vision in Context. Historical and Contemporary Perspectives on Sight, Nueva York-
Londres: Routledge, 1996, que ofrece una interpretación sobre la segunda mitad
del siglo XIX, cuando «lo invisible devino un espacio de debate y perturbación»
(1996: 85).
(12) «El sentido del tacto formó parte integrante de las teorías clásicas de
la visión en los siglos XVII y XVIII. La disociación ulterior de la vista y el tacto se
produce en el amplio marco general de la "separación de los sentidos" y la
redefinición industrial del cuerpo en el siglo XIX. Una vez que el tacto queda
excluido del concepto de visión, el ojo se separa de la red referencial materializada
a través de lo táctil y comienza a mantener una relación subjetiva con el espacio
percibido. [Se llega así a] la autonomía de la visión» (Crary 1994: 44).
(13) Se ha señalado que la técnica pictórica impresionista se basó en el
«método experimental» de los «círculos cromáticos» que Eugène Chevreul (1864)
desarrolló en Des couleurs et de leurs application aux arts industriels. Véase
BRUSATIN, Mario, Historia de los colores, Barcelona: Paidós, 1997.
(14) De Gourmont (1922: 44) afirma sobre los escritores que practican el
primer estilo: «hay hombres en quienes toda palabra suscita una visión y que
nunca redactaron la descripción más imaginaria sin tener el modelo exacto ante su
mirada interior».
(15) Cf. «Desde Baudelaire hasta Valéry, [...] el problema sobre cómo
concebir la relación entre el lenguaje y la experiencia óptica fue resolviéndose de
manera tan inquietante que quizá era inevitable que poetas y pintores usaran,
aunque fuera torpemente, el vocabulario de la ontología y la epistemología de la
percepción» (Collier y Lethbridge eds. 1994: 11).
(16) Véanse CALVO SERRALLER, Francisco, «El Salón», en Valeriano BOZAL
(ed.), Historia de las ideas estéticas y las teorías artísticas contemporáneas, vol. I,
Madrid: Visor, 1996, pp. 165-178; y Connaissance des Arts, París: 1995, p. 15,
número extraordinario en ocasión de la muestra Origins of Impressionism en el
MMA de New York. A las dimensiones del fenómeno referido puede agregarse la
información de Eric Hobsbawn (1998: 295-6) sobre el número de visitantes de la
exposición oficial de la Royal Academy de Londres: 90.000 asistentes en 1848,
400.000 en 1870.
(17) «La pérdida de público empuja al poeta a una suerte de
subproletariado artístico, expoliación que sólo puede compensar mediante la
convicción altanera en su genio o la aceptación de su maldición convertida en algo
gratificante» (Dalançon 1990: 65).
(18) Recogido en una carta a M. Aupick (17 de julio de 1838), donde
Baudelaire intenta disculparse por haber encontrado tan pocos cuadros en el museo
que le resultaran valiosos.
(19) La primera referencia a los poemas como proyecto de escritura -un
projet au panier- se lee en su correspondencia personal del año 1857 (Carta a
Poulet-Malassis, 25 de abril) (Baudelaire 1993: 395), cuando se publicaron los
Poemas nocturnos en Le Présent.
(20) «En cuanto al Salón, ¡ay! ¡Te mentí un poco, casi nada! Realicé una
visita, UNA SOLA, consagrada a la búsqueda de las novedades, aunque bien poco
fue lo que encontré; en cuanto a los nombres de siempre, o los nombres
simplemente conocidos, me confío a mi ajetreada memoria, excitada por el folleto»
(16 de mayo de 1859, 1999: 578). Una carta anterior (14 de mayo de 1859)
confirma la misma información.
(21) Compárese: «Baudelaire se apropió sutilmente de las cualidades de la
pintura de Delacroix, que tanto admiraba, y las tradujo como equivalentes
literarios. La clave de la originalidad de Baudelaire radica en el hecho de que, en
lugar de usar a otro escritor como modelo para su trabajo, encontró en Delacroix
un ejemplo del artista ideal, un "poeta pintor"» (Johnson 1980: 13).
(22) En 1861, Baudelaire titula por primera vez como poëmes en prose a
un conjunto de textos que fueron publicados en la Revue Fantaisiste. Sobre la
incidencia que las relaciones de la literatura con la pintura tuvieron en la génesis y
el desarrollo del poema en prosa, me he referido a ello en «Efectos de la imagen en
la conformación moderna del sistema de los géneros literarios», Literatura
Argentina. Perspectivas de fin de siglo, Ma. Celia VÁZQUEZ y Sergio PASTORMERLO
(eds.), Buenos Aires: Eudeba, 2001.
(23) Carta a Charles de Sivry, 27 de octubre de 1878.
(24) Es el caso de «Short Epiphanies: Two Contextual Approaches to the
French Prose Poem» de Michael DE BEAUJOUR (Caws y Riffaterre eds. 1983: 47):
«La conexión íntima entre las artes visuales y el poema en prosa explica por qué
este último siguió siendo completamente descriptivo, anecdótico y mimético: de
algún modo, debe estar relacionado con el tema de un cuadro». Véase también
Suzanne BERNARD, Le poème en prose. De Baudelaire jusqu'à nos jours, Paris:
Nizet, 1994; Sima GODFREY, «Baudelaire's Windows», en L'Esprit Créateur, 22: 4
(1982), pp. 83-100; Renée R. HUBERT, «La technique de la peinture dans le
poème en prose», en Cahiers de l' Association Internationale des études
françaises, 18 (1966), pp. 169-178; Philippe ORTEL, «Le poème en prose généré
par l'image (Baudelaire et Banville)», en La Licorne, «L'image génératrice de textes
de fiction» (1996), pp. 63-75; Michel SANDRAS, Lire le poème en prose, París:
Dunod, 1995; y Jean-Luc STEINMETZ, «À l'heure des merveilles», prefacio a Arthur
RIMBAUD, Œuvres,vol. III, París: Flammarion, 1989.
(25) Es pertinente recordar el entusiasmo de Oscar Wilde (s/f 1119), que
afirmó: «La idea de crear un poema en prosa a partir de una pintura es excelente».
(26) Lee McKay Johnson (1980: 2) describe las circunstancias y
consecuencias de dichos experimentos: «los escritores desafiaron a los pintores y
crearon diferentes equivalentes literarios de la estructura de una pintura, formas
que se organizaron según un ideal de la totalidad y se diseñaron para operar en
simultaneidad teórica. En larga historia de la artes hermanas [sister arts] como
dictum estético, nunca se había producido en literatura un intento deliberado de
duplicar los aspectos estructurales de una pintura». La noción de «simultaneidad
teórica» aspira a describir el mismo fenómeno que Joseph Frank (1945) definió
como «forma espacial literaria» [spatial form in literature]. David Scott (1988: 123)
reelabora la noción de «textos literarios espaciales» en Pictorialistic Poetics: «son
aquellos que, al destacar la materialidad de la palabra como un significante
[visual], dependen de la atención visual —así como de la auditiva— para provocar
un efecto intenso. [...] en la mayoría de los casos, surgen de una tradición literaria
impregnada por las artes visuales, [...] las interrelaciones entre las diferentes
partes de los textos tienden a captarse de forma simultánea o a través de
estrategias de lectura múltiples (y multidireccionales) entre las cuales el modelo
tradicional, lineal y horizontal, constituye sólo una variante de las opciones que se
ofrecen al lector».
(27) Sobre la historia del género, véase Webb (1999: 7-18). Transcribo la
definición de écfrasis de Spitzer (Hatcher ed. 1962: 72) en «The "Ode on a Grecian
Urn" or content vrs. metagrammar»: «[la Oda] pertenece al género, conocido para
la literatura occidental desde Homero y Teócrito hasta los parnasianos y Rilke, de la
écfrasis: la descripción poética de una obra de arte pictórica o escultórica, cuya
descripción implica —en términos de Théophile Gautier— une transposition d'art, la
reproducción, por medio de palabras, de objets d'art perceptibles sensorialmente
(ut pictura poesis)».
(28) Puede que una traducción de las descripciones de Ruskin se convierte
en un texto metaecfrástico, donde —como señala Mary Ann Caws (1982: 5) acerca
de las estrategias cognitivas mediante las que se perciben las relaciones entre
literatura y pintura— «no hay [...] influencia de un arte sobre otro, sino más bien el
encuentro de éstos en la reflexión de la mente mientras trabaja». También pueden
calificarse de metaecfrásticas las descripciones de Gautier (1991) sobre el estilo
«crepuscular» de algunos poemas de Baudelaire: «Esos rojos cobrizos, esos oros
verdes, esos tonos turquesa que se funden con el zafiro, todas esos matices que se
queman y descomponen en el gran incendio final, esos nubarrones de formas
extrañas y monstruosas atravesadas por haces luminosas y parecidas al gigantesco
hundimiento de una Babel áerea»; sobre sus transposiciones: «Don Juan en los
infiernos. Es un cuadro de una grandeza trágica, pintado con un color sobrio y
magistral sobre la llama lóbrega de bóvedas infernales» (72); y hasta sobre el
aspecto formal de sus versos: «Esos grandes alejandrinos de los que hablamos
siempre, que se acercan cuando el tiempo es calmo para morir en la playa con la
tranquila y profunda ondulación del oleaje que llega de lejos, que se rompen a
veces en enloquecida espuma y lanzan en lo alto blancos vapores contra algún
arrecife altanero y feroz para volver a caer enseguida como lluvia amarga» (83).
(29) Carta de Keats a Benjamin Bailey, 22 de noviembre de 1817.
(30) Consecuencias destructivas del tiempo que Philip Larkin interpreta en
un poema sobre un grupo escultórico del interior de la catedral de Chichester como:
«Their supine stationary voyage/ The air would change to soundless damage».
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