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Arturo Andrés Roig

EL HUMANISMO

ECUATORIANO DE

LA SEGUNDA MITAD DEL

SIGLO XVIII

BIBLIOTECA BÁSICA DEL PENSAMIENTO ECUATORIANO

TOMO I

BANCO CENTRAL DEL ECUADOR

CORPORACIÓN EDITORA NACIÓN AI

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© Banco Central del Ecuador, 1984 Derechos reservados conforme a la ley Impreso y hecho en el Ecuador

Diseño Gráfico: Edwin Navarrete Supervisión Editorial: Jorge Ortega Levantamiento de textos: Rosa Albuja, Azucena Felicita La fotografía de la portada pertenece a un retrato de Juan de Velasco, tomada del Museo - Biblioteca Aurelio Espinosa Pólit.

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ÍNDICE DEL TOMO I

Arturo Andrés Roig

EL HUMANISMO ECUATORIANO DE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XVIII

PRIMERA PARTE MOMENTOS Y CORRIENTES DEL PENSAMIENTO HUMANISTA EN EL ECUADOR

Cap. I Humanismo y escolástica Cap. II Los tres humanismos

a) El humanismo paternalista (Renacimiento) b)El humanismo ambiguo (Barroco) c) El humanismo emergente (Ilustración)

Cap. III La conciencia lingüística: su florecimiento y decadencia

Cap. IV Las grandes figuras intelectuales quiteñas del autonomismo

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SEGUNDA PARTE EL HUMANISMO EMERGENTE Primera Sección. El Historiógrafo: Juan de Velasco.

Cap. I La suerte corrida por la Historia de Juan de Velasco 85 Cap. II Naturaleza, historia, historiografía 97 Cap. III El destinatario de la obra de Velasco 105 Cap. IV La determinación de las especies y el método

descriptivo externo 111 Cap. V Sistema clasificatorio y nominación vulgar 117 Cap. VI Ciencia, historia, novela 123 Cap. VII El "sistema" de Juan de Velasco 135 Cap. VIII Vitalidad y fecundidad de la tierra americana 159 Cap. IX Las lenguas y su clasificación 167 Cap. X La escritura, el discurso, el diseño 181 Cap. XI Las formas de asociación y

la estamentación social 189 Cap. XII Política poblacional y utopía 201 Cap. XIII La filosofía de Juan de Velasco 223 Cap. XIV La articulación del discurso vindicatorio 239 Cap. XV La antropología y la filosofía de la historia 251

TESTIMONIOS DOCUMENTALES

I. El humanismo nebricense "Prólogo" y "Prólogo al cristiano lector" de la Gramática Arte de la lengua de los indios de los Reinos del Perú. Nuevamente compuesta por Fray Domingo de Santo Tomás, de la Orden de Santo Domingo, morador de los dichos Reinos (1560) 263

//. El lascasismo reformado Capítulos XV y XVI del Libro II de la Política In diana de Juan de Solórzano y Pereira, que contie nen las opiniones en pro y en contra de las mitas en las minas (1648) 273

///. La voz de los vencidos Discurso del Cacique Piro-Upataraniba (1695) 301

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DEDICATORIA

Para mi amada esposa, Irma Alsina; para mis queridos hijos, Arturo Her-nán, Horacio Adrián, Elizabeth Ofe-

lia y Hebe Irene, estas páginas es-critas con el entrañable sentimiento

que despierta la tierra ecuatoriana

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ARTURO ANDRÉS ROIG filósofo e historiador de las ideas, nació en Mendoza (Argentina) en 1922. Ha ejercido la docencia universitaria durante más de treinta años, en su país de origen, en Francia, en México y en Ecuador. Desde hace casi una década dicta clases en la Pontificia Universidad Católica, como profesor principal en la Facultad de Ciencias Humanas (Departamento de Filosofía) y es actualmente Director del Centro de Estudios Latinoamericanos de la misma Universidad. Es asimismo docente universitario en la Escuela de Sociología de la Uni-versidad Central del Ecuador.

En el transcurso del año 1983, el Estado Ecuatoriano, por intermedio del Ministerio de Educación y Cultura, le concedió la "Condecoración al Mérito Cultural de Primera Clase" por su contribución a la cultura nacional, llevada a cabo mediante la tarea docente universitaria, sus investigaciones en favor de un rescate del pensamiento ecuatoriano y la formación de investigadores en este campo.

Ha publicado numerosos estudios en revistas especializadas de América Latina, Europa y los Estados Unidos. Entre sus libros cabe señalar: La filosofía de las luces en la ciudad agrícola (1968); Los Krausistas argentinos (1969); Platón o la filosofía como libertad y expectativa (1972); El Esplritualismo argentino entre 1850 y 1900 (1972); Esquemas para una historia de la filosofía ecuatoriana (1977 y 1982); Filosofía, Universidad y Filósofos en América Latina (1981); Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano (1981), etc.

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PRIMERA PARTE

MOMENTOS Y CORRIENTES DEL PENSAMIENTO HUMANISTA EN EL ECUADOR.

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CAPITULO I

HUMANISMO Y ESCOLÁSTICA

entro de nuestra historia de las ideas y en particular de las ideas filosóficas se ha tendido a considerar la escolástica como la manifestación más significativa y, en muchos casos, como la única dada en la época de la colonización hispánica.

Se ha hablado también de la existencia de otra línea de desarrollo del pensamiento hispanoamericano colonial, a la que se le ha prestado menos atención aun cuando siempre aparezca denunciada su presencia y a la que se la ha denominado con el término de "humanismo", ya establecido para la corriente similar europea.

Si bien no podríamos decir que la escolástica hispanoame-ricana se encuentre ya normalizada como tema de estudio, los investiga-dores que se han ocupado de ella parten del presupuesto de que es un campo que puede llegar a una rigurosa sistematización dadas las caracte-rísticas formales con las que se manifestó. En tal sentido se han avanzado hipótesis de periodización sobre cuya base se va lentamente trayendo a la luz el impresionante material documental que ha quedado. Por otra parte, la tarea de sistematización de la escolástica europea, que ha alcanzado un nivel ciertamente importante, viene a confirmar la posibilidad que tiene nuestra escolástica de alcanzar algún día una situación

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declarado "humanista" por su tarea filosófica, en particular por sus tra-ducciones de Aristóteles, pero que difícilmente podríamos nosotros en-tenderlo acabadamente como tal si pensamos en la utilización que hizo de esas traducciones, en particular de la Política. Es evidente que los caracteres que podríamos considerar como históricos externos, no nos permitirán nunca encontrar un criterio que nos lleve a superar las difi-cultades terminológicas. Y frente a un caso como es el de Ginés de Se-púlveda, sucede que hay autores que siendo escolásticos dadas sus formas de expresión, y sus fuentes se aproximaron mucho más a un humanismo como ha sido el caso de Francisco de Vitoria.

Cabría, pues, que nos preguntáramos acerca del criterio de determinación del humanismo el que, evidentemente, no es único. En unos casos se parte de un modelo histórico y se busca su influencia en otras etapas o sectores. En este sentido, y bajo Ja influencia de Burk-hardt, ese modelo sería el del Quattrocento italiano. En otros, se tiene en cuenta los caracteres formales que serían comunes a los "humanismos", dejando de lado la cuestión de cuál de estos fue primero o segundo, así por ejemplo, los que ofrecen un Lorenzo Valla y un Erasmo de Rotterdam; y por último, se atiende a lo que podría ser el "espíritu" del humanismo,entendido como ideología de un grupo humano emergente y por cierto con las variantes del caso y sin que haya un humanismo que necesariamente lo haya desarrollado a plenitud, y se puedan establecer en este caso diferencias.

Respecto del primer criterio hemos de decir que la vigencia de un modelo utilizado como patrón histórico ha llevado el desconoci-miento de las formas epocales, nacionales o regionales específicas de los humanismos haciendo difícil, por ejemplo, una caracterización del hu-manismo español o llevando a negar su existencia. Otro tanto y con mayor razón deberíamos decir respecto de las formas americanas del he-cho. El segundo criterio, externo, si bien no puede ser dejado de lado, conduce a absurdos tal como el que hemos comentado. A nuestro juicio, no basta para la definición del humanismo la presencia de la pasión por la antigüedad greco—romana y sí puede ser, y es más importante señalar los motivos interiores que impulsaron a establecer un nuevo campo de lecturas y, sobre todo, nuevos criterios de lectura para el saber de la época. Atendiendo a esto último, no nos cabe duda, que hablar de la escolástica renacida del siglo XVII como de un humanismo, no es nada más que forzar las palabras en la polémica ideológica que se generó, y que aun pervive en nuestros días, entre el saber nuevo y el sa-

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18 ARTURO A. ROIG ber tradicional y a su vez, entre los sucesivos "renacimientos" del saber nuevo y los sucesivos "renacimientos" del saber tradicional. Tenemos, pues, que concluir que aquella equiparación entre "humanismo" y "re-nacimiento" no siempre es sostenible si no se aclara a qué tipo de "rena-cimiento" nos referimos. Como tendremos que aceptar, a su vez, que es necesario conjugar los tres criterios que hemos mencionado ya que nin-guno de ellos por sí sólo nos puede servir para una determinación histó-rica satisfactoria aun cuando unos sean más definitorios que otros. En este sentido, a pesar de lo que dijimos de Francisco Vitoria por ejemplo, no podríamos considerarlo como humanista y deberíamos dejarlo entre los escolásticos.

Lo que sí deberemos aceptar es que entre la escolástica y el humanismo hay momentos de aproximación y de alejamiento, como hay mutuas interferencias. Lógicamente estas últimas han llevado a los escolastizantes del siglo pasado y del nuestro a considerar las manifesta-ciones del humanismo, y esto en particular respecto del humanismo es-pañol y del americano, como dependientes teóricamente del saber de las escuelas, reduciendo el anti-escolasticismo de tantos humanistas a un rechazo o simplemente a un abandono de la parte formal de aquella tendencia. De modo inverso, cuando se ha planteado el problema de la restauración escolástica de los siglos XVI y XVII, en la que son evidentes los aportes de la crítica textual generada por los humanistas, se ha afirmado que esta influencia no ha sido "intrínseca", sino "extrínseca", ya que desde el punto de vista especulativo la escolástica habría prolongado, incluso en contra del humanismo clásico, los planteos tradicionales del medioevo. Con lo que se adopta una posición manifiestamente pro—escolástica, pero parcial, en la medida que la escolástica, desde el punto de vista teorético, aun cuando en bloque pueda ser considerada como una prolongación de un "saber tradicional", muestra facetas diferenciadoras internas que son más lejanas o menos respecto de planteos teóricos del humanismo, según los casos. Concretamente, estamos pensando en la filosofía escotista y la valoración de la palabra tal como se da en ella.

Todo lo que venimos diciendo se torna más difícil de re-solver en particular si partimos de un hecho incuestionable respecto de las formas del humanismo español y del americano y es que, junto con el escolasticismo, son ambos formas de un saber más amplio, el "saber cristiano" y, más aun, de un saber cristiano decididamente católico. En contra de los tradicionalistas ultramontanos del siglo XIX que veían en

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Erasmo una especie de representante heterodoxo, ni siquiera el erasmis-mo fue una excepción de lo dicho.

En conjunto, tanto el humanismo hispanoamericano como la escolástica partieron de las mismas fuentes básicas: el Evangelio, res-pecto de las verdades de revelación y los grandes escritores griegos, en particular Platón y Aristóteles, respecto de las verdades originadas en la "luz natural". Hubo sin embargo diferencias por lo menos en dos sen-tidos: la primera de ellas, relativa a las técnicas de trabajo con las que se trató de restablecer aquellas fuentes y que daría origen a las "ediciones críticas" que quedaron como definitivamente indispensables. La palabra "crítica", incorporada dentro del vocabulario humanístico, tal como puede verse en Luis Vives, no se reducía a lo que fue y es la "crítica textual" y que daría origen a los llamados "aparatos críticos", sino que tenía un alcance mucho mayor y ciertamente inquietante en cuanto que suponía la eliminación de la mediación escolástica en la lectura de las fuentes básicas, incluido el Evangelio. La segunda, relacionada con lo que acabamos de decir, se dio como consecuencia del espíritu con el que se llevaron a cabo las lecturas. Es cierto que hubo un amor a los clásicos del pensamiento grecolatino y cristiano, que en algunos casos fue excluyente y hasta meramente erudito, pero se ha descuidado el hecho de que esa pasión estaba movida por la necesidad de reencuentro de un nuevo hombre, el hombre moderno, al que quedó sometido todo el regreso a los clásicos, tanto los grecolatinos como los del pensamiento cristiano, el Evangelio y los Padres de la Iglesia. Esta segunda diferencia se encontraría, en general en un distinto punto de partida y a su vez en un diverso sistema de equilibrio entre inmanencia y trascendencia. Po-dríamos decir que la escolástica, con todas las matizaciones del caso, tu-vo un punto de partida teológico, frente al humanismo, que se nos presenta arrancando desde lo antropológico. Las dos fórmulas podrían ser expresadas como una inmanencia teorizada desde un teologismo, y una trascendencia considerada desde un antropologismo.

Si tuviéramos que caracterizar los alcances de lo antropo-lógico dentro del pensamiento humanista, tendríamos que referirnos inevitablemente al problema del valor del lenguaje. La importancia que adquirieron con los humanistas la gramática y la retórica no es un hecho casual. El hombre moderno pareciera haberse lanzado, desde sus inicios, a la osada tarea de encontrar un lenguaje que superara la propia naturaleza del lenguaje como mediación. De ahí, por ejemplo, el litera-lismo que rigió el establecimiento de los textos, en particular los del

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Evangelio y de ahí también el rechazo del saber escolático y las disiden-cias dadas en Europa respecto de una Iglesia comprometida con él. Con los humanistas se produjo un cambio ciertamente profundo en la interna organización de las clásicas artes liberales por la razón de que si el lenguaje es lo más propio del hombre debía convertirse en el lugar del encuentro de todas las ciencias, incluida la teología, tanto revelada como natural.

Pero también era el lugar del encuentro de los hombres, he-cho que hacía posible aquel encuentro de las ciencias. De ahí que el lenguaje comenzara a ser visto en una relación inmediata y directa con la realidad social y cultural de los pueblos tal como se puede ver en la valoración que hizo Nebrija del latín y del castellano. Se trataba de de-volverle a la palabra su esencial sentido humano, relacionándola con las experiencias vitales inmediatas del hombre, entendido no como un ser de tránsito, sino como inserto dentro de una comunidad particular que tenía un destino y por cierto también un pasado. El imperio nació de esta manera en España sobre la base de una afirmación nacional que era a su vez la afirmación de un lenguaje, fuera éste el latín, como idioma de expansión en Europa, el castellano, como lenguaje de expansión en la Península Ibérica y en América y finalmente, las lenguas americanas, el quichua, el náhuatl, y el guaraní, como medios de expansión en lo interno de las sociedades indígenas.

Podríamos decir que el humanismo partía, pues, de una comprensión del hombre como "ser expresivo" y que la clásica definición del Estagirita, de que era un "animal poseedor de lógos", fue entendida traduciendo el término griego como verbum y no como ratio, con lo que la razón venía a insertarse en una cierta forma de temporalidad, la de la realidad socio-cultural de los pueblos. Desde este punto de vista no nos cabe duda que aquella aproximación teorética del humanismo a ciertas líneas de desarrollo del pensamiento escolástico, tal el caso del escotismo que se caracterizó precisamente por sostener la prioridad del Verbum sobre la Ratio divinos, se dio sobre la base de tendencias no coincidentes. Y la diferencia, tanto respecto de esta forma de la escolástica, como de otras, se encuentra precisamente en una visión del lenguaje que tiene como trasfondo una cierta comprensión del mismo como hecho cultural e histórico. El punto de partida, como dijimos, no era teológico, sino antropológico.

En relación directa con lo que estamos viendo se puede

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afirmar sin error que el humanismo, en particular en sus formas más de-sarrolladas y coherentes, tuvo como eje el saber retórico. Se constituyó, en efecto, como una crítica a la retórica tradicional de las escuelas mediante un regreso a las normas de este saber establecidas en Quintilia-no y Cicerón y continuó, a lo largo de toda su historia, como un movi-miento en el que el saber de lo humano quedó centrado en la retórica, la que era a la vez para los fundadores del humanismo, tanto un arte como una ciencia, tanto una técnica de la palabra como un saber de lo humano. Y si bien estuvo de trasfondo en las diversas formulaciones del humanismo cristiano la palabra fundante, el Verbo, la retórica nueva puso de manifiesto que no era lo teológico lo que movía directamente al nuevo saber, sino la palabra humana rescatada más allá de nominalismos y de realismos, en su fuerza y virtud como medio de comunicación entre los hombres.

Lo antropológico fue, pues, encarado desde una teoría del discurso y la retórica no fue meramente el saber formal de la palabra convincente, sino el saber de la elocuencia, entendida esta como el de la palabra a su vez comunicativa y verdadera. De ahí que el humanismo sólo pueda ser entendido en relación con grupos humanos emergentes que quieren y necesitan ejercitar su voz, lo hagan de modo directo y a veces hasta violento, o de modo indirecto en un juego de ocultamiento y de desocultamiento. Mas, siempre el humanismo pondrá como exigencia un grado de manifestación, aun cuando mínimo, ya que ello está en la esencia misma de todo acto humano de hatero y autoreconoci-miento.

Al adquirir la retórica esta significación, dejó de ser un saber agregado a otras formas, para convertirse en el saber desde el cual precisamente se organizaron las demás. A su alrededor se núcleo la exi-gencia del conocimiento de las lenguas, tanto de las clásicas como de las vernáculas, se elaboró una teoría de la palabra que se resolvía en una teoría del hombre y de la cultura, se pensó a éste como un ser social y se desembocó en proyectos sociales, que dieron pie para el desarrollo de utopías; se revitalizó el saber cristiano, tratando de eliminar mediaciones institucionales y formales y se convirtió en fin, el saber retórico en sus mejores expresiones, en un saber de denuncia.

En este sentido, el humanismo europeo es una de las tantas formas de desarrollo del pensamiento moderno y no es extraño que en sus formas históricas más claras, se pusieran los humanistas del lado del

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despertar de una nueva clase social que acabaría autorreconociéndose bajo el amplio y a veces no siempre preciso término de "burguesía".

De ahí que el humanismo no pueda ser reducido a su etapa Renacentista y que ésta no sea nada más que los inicios de un proceso que habrá de adquirir su pleno sentido más allá de aquella en los siglos XVIII y XIX. En este sentido, la historia del humanismo podría ser en-tendida como la de la conformación gradual de la conciencia moderna que concluye en las formas de la conciencia burguesa.

Otro aspecto que se debe tener en cuenta es el de la especi-fidad de los humanismos, hecho que plantea el problema metodológico de encontrar su fuente, la que hace de cada humanismo un hecho singular y que permite a su vez hablar de formas propias de desarrollo del hu-manismo en España y en las tierras americanas. La clave se la ha de bus-car en el sujeto que invoca la nueva palabra, ya sea respecto de otros, como de sí mismo. La historia social de Hispanoamérica hizo que el de-sarrollo de las formas de pensamiento humanista quedara signada por hechos que no se dieron en otras partes. La conquista significó la des-trucción de un mundo y la construcción de otro nuevo, en una medida que no se vio en la Europa moderna. Los momentos de la destrucción y de la construcción signaron las etapas de nuestro humanismo. No es un hecho casual que Fray Bartolomé de las Casas hablara de la "destrucción" en la primera época y propusiera los "remedios", es decir, las bases para la "construcción", dentro de sus ideales de heterorreconoci-miento del ser humano conquistado. Con ellos estamos tocando a algo que es definitorio del pensamiento humanista que habrá de organizarse básicamente sobre esa noción de "reconocimiento". Comenzará, como dijimos, como "heterorreconocimiento" por parte de humanistas influidos muy de cerca de los ideales del Renacimiento europeo, para concluir, una vez que surjan perfiladas las clases sociales dentro de la estructura colonial, en un "autorreconocimiento" de los grupos humanos emergentes, primero tímida y ambiguamente en la etapa del barroco y luego, abiertamente, en el momento de la ilustración.

De ahí, pues, los tres grandes momentos de desarrollo del humanismo durante la conquista y colonización española: el renacentista, el barroco y el ilustrado, que darán nacimiento al humanismo pa-ternalista, al humanismo ambiguo y, por último, al humanismo emer-gente. En todo momento, el sentido y alcance del "renacimiento", del

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"barroco" y de la "ilustración" estarán dados por el sujeto histórico que asume esas líneas de desarrollo del pensamiento y que lo hace desde su concreta realidad social, ya fuera para ejercer, como hemos dicho, las formas del heterorreconocimiento o del autorreconocimiento. No sucedió otra cosa en Europa y no fueron, por eso mismo, el Renacimiento, el Barroco y la Ilustración, respuestas modélicas absolutas y extra-temporales. Caeríamos una vez más en un grueso error si pensáramos en que los desarrollos americanos fueron algo "externo" en relación con procesos generales vividos por la cultura del Occidente europeo, pero más grueso es el error que lleva a desconocer las especifidades.

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CAPITULO II

LOS TRES HUMANISMOS

l problema de la especifidad del humanismo hispanoamericano presenta, además, otras complejidades, ya que es posible señalar aspectos diferenciadores internos. Así por ejemplo, se ha recalcado las diferencias que muestra el arte en la etapa

del barroco tal como evolucionó en la Nueva España y en Sudamérica. Es probable que estas modalidades regionales puedan ser encontradas en otras manifestaciones de la cultura colonial.

En este ensayo vamos a intentar una caracterización de los tres humanismos partiendo de la experiencia regional andina y en particular ecuatoriana, con lo que tampoco pretenderemos llegar a la afirmación de diferencias radicales que quebrarían la unidad de procesos ideológicos que, en comparación con el hecho humanista europeo, sí la poseen. Por otra parte, es importante tener en cuenta que la "geografía del humanismo" que corresponde a los siglos XV—XVIII en América, si bien anticipa el futuro "mapa de las ideas" que acabará conformándose con el nacimiento de las repúblicas y monarquías independizadas de Europa, no es la misma. Dentro de esta comprensión del hecho regional colonial debe pues entenderse aquel punto de partida que hemos deno-

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minado "experiencia ecuatoriana". Por otra parte, si la clave para la comprensión del humanismo está en el sujeto histórico concreto que se reconoce a sí mismo en su propia humanidad, su discurso no podrá ser comprendido en su especifidad si no se tiene en cuenta la realidad -social, económica y política dentro de la cual se mueve ese mismo hombre.

Lo dicho plantea problemas que no son de fácil solución. Es un hecho que las manifestaciones estéticas, por ejemplo, están deter-minadas a partir del Renacimiento europeo, por el nacimiento y desa-rrollo del pensamiento humanista y que muy poco o nada pareciera influir sobre ellas el pensamiento escolástico. Se ha llegado a establecer una ecuación entre humanismo y arte que ha conducido en más de un caso en reducir el primero a lo segundo. Si bien esa reducción no es aceptable, no cabe duda que lo estético fue incorporado por el humanismo como una de las vías, no la única, de elaboración de un lenguaje que es lo que sí lo caracteriza esencialmente. Como consecuencia de lo que venimos afirmando, las manifestaciones del arte en Hispanoamérica interesan de modo directo para la reconstrucción del humanismo y a su vez obligan a considerarlas desde criterios sociales, que no por eso han de ser declarados como "extraestéticos", tal como temen los que todavía siguen pensando en un arte por el arte y entienden que la calidad de las obras se desvirtúa por el hecho de subrayar la función social de las mismas.

Conforme con lo que venimos diciendo se hace indispensable tener en cuenta el régimen de contradicciones sociales que ha caracterizado a cada una de las tres etapas que podemos reconocer en la historia de nuestro humanismo; habrá que señalar cuáles fueron los promotores de las respuestas que podemos considerar humanistas, como asimismo cuál es el sujeto respecto del cual se desarrolla ese pensamiento; en tercer lugar, cuáles fueron las fuentes teóricas de cada una de las etapas y en qué sentido adquirieron formulaciones específicas que las alejaron de sus manifestaciones primeras y en qué medida, esas posiciones teóricas se jugaron de modo pleno en relación con las modalidades históricas del sistema productivo vigente; del mismo modo se hace indispensable tener en cuenta el problema del espacio y el proceso de creación del mismo como uno de los marcos indispensables de comprensión de las respuestas humanistas, concretamente, nos referimos a la ciudad y el campo y a los proyectos sobre los cuales se intentó organizar-los, el "ciudadano" y el "poblacional".

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No menos importante es tener en cuenta las etapas de apogeo y decadencia de los grupos humanos, en particular, de los que durante la larga historia colonial hispánica detentaron el poder económico y político. Al respecto se ha de tener en cuenta que los altibajos que sufrieron las colonias españolas, en su relación con los de la Metrópoli, tuvo como trasfondo un hecho ciertamente trágico, el de la decadencia irreversible de la cultura indígena, que pasó a un segundo plano sin posi-bilidades de rehabilitación, aun cuando se hubieran mantenido latentes las esperanzas de un renacimiento, las que fueron definitivamente aho-gadas en la segunda mitad del siglo XVIII.

Por otra parte, esas etapas de apogeo y decadencia, de es-plendor y de miseria, si bien pueden ser vistos como fenómenos genera-les que afectaron de una manera más o menos homogénea a todo el sis-tema colonial español en América, muestran también particularidades regionales. Se encuentran además en relación inversa con las etapas de decadencia y recuperación que vivió la Metrópoli. A la profunda crisis económica y social de la España de fines del siglo XVI y de gran parte del XVII, correspondió una época de bonanza en las colonias, e inversa-mente, el proceso de recuperación lento pero persistente de la Península, que se inició de modo manifiesto a partir del 1700, fue paralelo a un empobrecimiento creciente en las regiones americanas que culminó, de modo alarmante para la Audiencia de Quito, en la segunda mitad del si-glo XVIII.

De esta manera, lo que muchos estudiosos han considerado dentro de la historia cultural española, como un arte de la decadencia, el barroco, no tuvo el mismo signo en América y bien podría considerarse que el neoclásico que se desarrolló en España en una época de re-cuperación, tuvo asimismo un signo inverso en América, hecho que tal vez explica su escasa presencia y desarrollo.

También resulta imporEahte para la comprensión de las di-versas etapas del humanismo tener en cuenta los dos momentos que se podrían señalar en las relaciones entre Metrópoli y las colonias, una la de la "primera conquista", que coincide con el desarrollo del humanismo renacentista y otra, a la que se ha denominado con acierto de la "segunda conquista", que se inicia con el gobierno borbónico. La primera, dentro de los ideales de los reinos integrantes de la Casa de Austria, coincidió con el desarrollo de formas de autonomía que tenían un cierto sentido feudal; la segunda, que respondió a un proyecto de centrali-

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zación y de mayor eficacia en la extracción de las riquezas coloniales, se organizó sobre la destrucción de aquellas autonomías relativas y generó una unidad imperial dentro de los ideales de un estado pre-moderno que antes no se había alcanzado. Las primeras manifestaciones de crisis en. América de este proyecto imperial son coincidentes con el tercer huma-nismo, el ilustrado, a pesar de los esfuerzos de la corona por sostener la ideología monolítica vigente, de modo claro, en la etapa de nuestro ba-rroco.

Es importante, para la historia de la cultura y de las ideas, no tomar de modo abstracto los conceptos de apogeo y decadencia, toda vez que el momento que podría considerarse como de bonanza para las colonias, y esto lo decimos pensando particularmente en la región nuclear andina, fue una de las más duras y brutales para la población indígena sometida al trabajo de mitas y controlada por el sistema de la en-comienda. Aquel concepto únicamente tuvo vigencia para los grupos sociales de poder económico y político y nunca para la población cam-pesina. Innecesario resulta subrayar la situación de miseria en que cayó esa misma población cuando la clase terrateniente comenzó a sentir los efectos de la decadencia.

a) El humanismo paternalista

Entre mediados del siglo XVI y primeras décadas del XVIII, tuvieron lugar las manifestaciones del primer humanismo, el renacentista, al que hemos caracterizado como humanismo paternalista. Este pen-samiento se generó como consecuencia de las experiencias vividas du-rante las guerras de conquista y fue, por el origen de sus teóricos y de-fensores, un tipo de pensar ejercido por el mismo hombre europeo tanto en nuestras tierras como en España. Frente a la masa de conquistadores movidos por un ansia incontenible de riquezas, satisfecha mediante las formas más crueles de inhumanidad, se levantó la voz de algunos sacerdotes que sintieron la necesidad de asegurar las bases sociales indis-pensables para alcanzar una evangelización pacífica. No hubiera sido el pensamiento de estos hombres un verdadero humanismo si tan sólo hu-bieran estado movidos por un sentimiento filantrópico. A más de esta actitud, se desarrolló en ellos una forma de heterorreconocimiento de la humanidad indígena que se sustentaba sobre una exigencia de conserva-ción de formas de vida autónoma de la población conquistada. Precisa-mente ha sido uno de los caracteres del pensamiento humanista del Re-nacimiento europeo, la tesis de que todo individuo podía cumplir con

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sus deberes hacia Dios y hacia el prójimo desarrollando sus propias fa-cultades físicas e intelectuales de las que había sido dotado por natura-leza. Mas, no se trataba de facultades tomadas en abstracto, sino que se las reconocía en el modo histórico en que habían sido desarrolladas. Y la prueba más evidente e irrefutable del ejercicio de ellas estaba en el hecho de la posesión de un lenguaje, y en el sistema de relaciones sociales y económicas que aquel lenguaje expresaba. Y si bien esta apertura se encontró en todo momento frenada por el inevitable europeocentris-mo que rigió el criterio de valoración de las costumbres de las poblaciones americanas, no llegó a cerrarse hasta el extremo de no reconocer hábitos, tradiciones culturales y formas de organización política que aun cuando extraños no violaban lo que se entendía que derivaba de los principios de una "razón natural". La virtud surgida de aquella razón podía darse en todos los hombres, en cuanto tales y nada de lo humano podía ser ajeno al cristianismo. Lógicamente esas nuevas criaturas debían ser evangelizadas y las relaciones entre quienes portaban las verdades desconocidas del Evangelio y los neófitos, se dieron bajo la figura "padre-hijo" con la que se pretendió desplazar la vigencia de la otra, la generalizada e imperante, la de "amo-esclavo". Para el ejercicio de la violencia bastaba con el grito, para la evangelización pacífica era necesario el ejercicio de una palabra que sólo era posible mediante el reconocimiento de la palabra del otro, del dominado. Ahora bien, si el grito significaba el saqueo, el robo, la esclavitud y la muerte, la relación sobre la palabra, no podía hacerse sino mediante el respeto de la vida, de la propiedad e incluso del sistema de relaciones políticas de las comunidades indígenas. Esto habría de generar la conocida tesis lascasiana de la restitución de lo robado, como asimismo todos los proyectos utópicos de organización autónoma con las que se creyó aproximarse a los ideales de una sociedad humana perfecta.

Este pensamiento humanista, claramente relacionado con ideales propios del Renacimiento, habría de enfrentarse con posiciones sociales y políticas de sentido feudal y en tal sentido puede ser visto por esta razón, también, como modernizante. En el conflicto entre los con-quistadores encomenderos y el Estado metropolitano, que tanta fuerza alcanzó con el alzamiento de Gonzalo Pizarro, es bien sabido el papel que le tocó jugar a Las Casas y a sus seguidores. Frente a la defensa de la encomienda, institución que tantos rasgos feudales muestra y a la pre-tensión de autonomismo también de sentido feudal de los encomenderos, los lascasianos apoyaron al poder central. La derrota de los enco-menderos en Jaquijaguana significó pues los inicios de la construcción

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de un Estado de tipo pre—moderno o modernizante que benefició ade-más la consolidación del sistema colonial.

Pero al mismo tiempo, los evangelizadores que se interna-ban en las selvas y lograban establecer pueblos ordenados y pacíficos, en su lucha por la defensa de la relativa autonomía que ellos mismos habían prometido a sus feligreses a cambio de la evangelización, se vieron constantemente enfrentados al propio poder real, representado por los administradores de la corona en América, entrando de esta manera en contradicción con la misma monarquía que habían defendido en un co-mienzo. Esto llevaría a la muerte de los proyectos típicos del humanismo renacentista y a la extinción de estos ideales. Los mismos quedaron ahogados también por el poder creciente de la Iglesia secular, frente a las comunidades religiosas que habían mantenido un sistema parroquial autónomo respecto de las autoridades eclesiásticas. El conflicto entre parroquias regulares y parroquias seculares, y la permanente exigencia de que el misionero debía ceder la misión al párroco nombrado por los obispos, acabó imposibilitando aquellos proyectos misionales utópicos, contradictorios en sí mismos, si pensamos en la exigencia permanente de sometimiento del indígena como mano de obra disponible. Por otra parte, las mismas órdenes religiosas fueron cambiando de actitud en la medida que se beneficiaron del sistema encomendero y que fueron con-virtiéndose, más tarde, al entrar en decadencia este sistema, en latifun-distas y hacendarlas, entrando a formar parte y la más importante, de la clase terrateniente. A lo dicho se debe agregar la puja, muchas veces violenta, entre las mismas órdenes, por la supremacía en el poder econó-mico y político en una sociedad en la que los valores religiosos consti-tuían una eficacísima herramienta de poder social.

Otro factor que provocó el agotamiento de las manifesta-ciones del humanismo renacentista se dio como consecuencia del creci-miento de las ciudades. Desde los inicios mismos de la conquista, el sis-tema de control de la masa indígena sometida se llevó adelante mediante un doble proyecto, el "ciudadano" y el "poblacional": nucleación de la gente hispánica en ciudades y de la indígena, en pueblos. Esto, ló-gicamente, tuvo sus mayores posibilidades de realización en aquellas re-giones en las que existía una población indígena campesina asentada. Pues bien, en contra de lo que sucedió en Europa, en la que el movi-miento renacentista se expresó como un fenómeno ciudadano, en Amé-rica, y en particular en la América nuclear andina, las ciudades fueron

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las que acabaron ahogando esos ideales cuyo lugar se dio básicamente en los "pueblos". La tendencia surgida de las ciudades fue la de una constante disminución de la vida relativamente autónoma de aquellos, hecho que alcanzó su máximo en el momento en el que se pasó de la or-ganización encomendera a la hacendaría. A su vez, las ciudades se con-solidaron a partir del momento en que surgió en ellas una especie de pre-burguesía comercial cuyo progreso estaba en relación directa con un aumento de control sobre la sociedad campesina, estuviera o no nu-cleada en poblaciones.

Por otra parte, los ideales humanistas no fueron llevados adelante por ese tipo humano que se conoció en las ciudades españolas, el "letrado", surgido de las universidades, e incorporado, por lo general, al servicio de las cortes. En el caso americano, ese personaje recién habrá de hacer su aparición, y con modalidades que lo habrán de diferenciar del europeo, en la segunda mitad del siglo XVIII, época en la que se produjo sintomáticamente un regreso a ciertos aspectos del humanismo de la primera etapa, la renacentista. Los ideales del humanismo primitivo fueron movilizados principalmente por misioneros, pertenecientes a órdenes religiosas y tan sólo por algunos, muy contados, que se incor-poraron directa o indirectamente al proyecto lascasiano. Y esto marca otro aspecto radicalmente diferenciador del humanismo renacentista en América, que muy poco o nada tuvo que ver con el proceso de seculari-zación que caracterizó al humanismo europeo, como forma pre-bur-guesa de pensamiento aun en aquellos de sus representantes que se movieron dentre del seno de la Iglesia católica.

El proceso social y político tanto en España como en las colonias, que determinó las manifestaciones del humanismo en éstas, concluyó en un fracaso. En verdad quien acabó triunfando fue Ginés de Sepúlveda y no Las Casas y el mismo lascasismo reformado, cuya fórmula intentó ser alcanzada por los últimos humanistas, tal el caso de Solórzano Pereira, fue una prueba del fracaso señalado.

Hubo también un humanismo que tuvo su expresión en las ciudades, pero no es un hecho casual que sus manifestaciones sólo se dieron en una etapa inicial de las mismas en la que la contradicción "ciudad-campo" no se había aun generado o establecido claramente. Es la etapa, por ejemplo, en la que se organizaron escuelas artesanales indí-genas, en la que se crearon las primeras cátedras de lenguas nativas y se las estudió dentro de los ideales del trilingüismo y en la que se inició el

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proceso del monumentalismo religioso con la construcción de las prime-ras grandes iglesias, dentro de cánones arquitectónicos tradicionales en la Península, en los que es visible la presencia del románico y del gótico, entre otros estilos, pero que luego se vieron modernizados con la apari-ción de elementos estructurales renacentistas tardíos, entre ellos el ma-nierismo.

Las manifestaciones del humanismo renacentista en Quito se corresponden con formas de pensamiento escolástico sumamente pobres, enmarcadas dentro del medievalismo pre-tridentino. Las instituciones universitarias en las que ese escolasticismo irá cobrando importancia recién aparecieron a fines del siglo XVI y primeras décadas del XVII (entre 1594 y 1662). Por otra parte, esas "universidades" fueron todas ellas monacales y estuvieron fuertemente condicionadas al proceso de la evangelización. En tal sentido fueron "universidades misione-neras", que si bien surgieron y se desarrollaron en las ciudades, y comenzaron a cumplir con su tarea de justificación de la ciudad como centro del poder colonial, su mira estaba fuertemente puesta sobre la población indígena no reducida. Como consecuencia de este hecho, al lado de los estudios necesarios para la formación teológica, de tipo tradicional, surgieron otros, centrados principalmente en las cátedras de lenguas indígenas, en particular el quichua. La vigencia de esta enseñanza coincidió con el desarrollo y muerte del pensamiento que podemos considerar como humanista renacentista. La exigencia de la posesión de tres lenguas, latín, castellano y quichua, generó una de las tantas variantes del trilingüismo que ha caracterizado a las escuelas humanistas. Y en esto, las universidades misioneras, no pueden ser consideradas como escolásticas. Desde muy temprano se puede señalar la presencia de la "crítica" característica de la filología renacentista, puesta de manifiesto en la Gramática quichua de Fray Domingo de Santo Tomás (1551), de espíritu nebricense. Por otra parte, las manifestaciones de este renacimiento coincidieron con el florecimiento de los grandes humanistas españoles Nebrija y Vives, fallecidos en 1522 y 1540 respectivamente. La debilidad de la escolástica de la época, en particular en la ciudad de Quito, dejó libres las formas de expresión del pensamiento humanista, que si bien encontró un lugar, como hemos dicho, en el seno de las universidades monacales misioneras, fue en todo momento un saber de tipo extra—académico, expresión de una realidad que difícilmente podía ser descripta y criticada desde los cánones tradicionales de la disputatio.

En líneas generales podríamos sostener que no fue la esco-

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lástica la que determinó al pensamiento humanista, sino que el hecho fue inverso. La "crítica", llevada adelante por los llamados "aristotélicos independientes", es decir no—escolásticos, entre ellos un Ginés de Sepúlveda, hizo posible la constitución de la Escolástica restaurada o re-nacida, contemporánea con el desarrollo del humanismo barroco. Y la ciencia experimental, surgida con los humanistas del Renacimiento eu-ropeo, dio a esa misma escolástica el espíritu de modernidad que puede señalarse en ella en sus etapas más avanzadas. Claro está que tanto esa "crítica", como esa "ciencia" que tuvieron sus desarrollos dentro de las escuelas, no se apartaron de las líneas generales de restauración teológica y quedaron sometidas a ella. Por otro lado, la problemática social, manifestada dentro de los desarrollos jurídicos del saber escolástico, tal como se dio en un Francisco de Vitoria, tuvo sus fuentes en las grandes polémicas llevadas adelante por pensadores propiamente humanistas, ta-les como Montesinos, Vasco de Quiroga o Bartolomé de las Casas.

Nuestros humanistas hispanoamericanos dejaron la "ciencia", en particular pensamos en la física,- en manos de los escolásticos y aquellos que habían tenido una formación escolástica, tal el caso de Fray Bartolomé, surgido del pensamiento dominico tomista, revitaliza-ron este saber recurriendo a un testamentarismo directo, dentro de los ideales típicamente renacentistas de regreso al cristianismo primitivo.

Para no abundar más, cabría que habláramos de las escuelas artesanales. Si el pensamiento humanista se aproximó a la ratio desde el verbum, y dio una respuesta a la trascendencia desde la inmanencia, no podía menos que generar una revalorización del ser humano como artífice. El Renacimiento se caracterizó por una apasionada búsqueda del valor espiritual y humano de la artesanía, por parte de un hombre que se autorreconocía en sus obras. Todo ello se encuentra sin duda, en Europa, en los orígenes de la conciencia burguesa y en la lenta conformación de nuevos grupos humanos que se iban desprendiendo del seno de la sociedad medieval. La artesanía abarcó la totalidad de las manifestaciones humanas, el artista debía ser básicamente y antes que artista, artesano; el artesano debía alcanzar a su vez, el nivel de lo artís-tico; el humanista filólogo, era a su modo también un artesano, en cuanto poseía el secreto de aquella "crítica" que era la forma de artesanía indispensable para la verdadera lectura del Evangelio, de los Padres de la Iglesia, de Cicerón o de Quintiliano. La palabra misma, dentro de los ideales del saber retórico renovado, se presentaba apoyada en lo que bien podemos considerar la técnica artesanal necesaria, previa al discur-

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so. Con magistral artesanía , para la época, construyó Fray Domingo de Santo Tomás su gramática quichua, para hacer posible el discurso indí-gena dentro de los ideales de una nueva lengua sacerdotal, tan noble para él como el latín e inclusive, más noble que el castellano, en la medida en que, asombrosamente, se aproximaba más por su estructura a la lengua del Lacio que la de Castilla.

Dentro de este espíritu, Fray Jodoco Ricke, el humanista flamenco llegado a Quito con los primeros conquistadores, creó su céle-bre escuela artesanal indígena en 1550 e inició la construcción de la im-ponente iglesia de San Francisco que quedaría concluida en 1581, dentro del espíritu arquitectónico del manierismo, propio del Renacimiento tardío europeo, y más tarde en 1563 Fray Pedro Bedón, crearía la Cofradía del Rosario, otra escuela artesanal de espíritu semejante a la de Jodoco Ricke.

Tal vez podamos considerar como textos típicos del huma-nismo paternalista el Itinerario para párrocos de indios de Alonso de la Peña y Montenegro, del año 1648 y el Gobierno eclesiástico pacífico de Fray Gaspar de Villarroel, en 1657. Otra obra de relevante importancia para toda la América nuclear andina es la de Juan de Solórzano y Pe-reira, Política indiana, aparecida la primera vez en 1648. Solórzano, dentro de los ideales del lascasismo reformado, muestra a nuestro juicio el paso del humanismo renacentista al barroco.

El misticismo es otra línea de desarrollo del pensamiento de la época en que se manifestó lo que podemos considerar como hu-manismo. La experiencia mística, fenómeno típico de la vida religiosa ciudadana, se presenta como un impulso hacia la trascencia desde un punto de partida humano personal y muestra por eso, la misma línea que hemos afirmado como característica del pensamiento humanista frente al escolástico. Lógicamente, el lenguaje místico tuvo sus etapas que se encuentran claramente determinadas por las formas sencillas del misticismo renacentista, al estilo de un Fray Luis de León o las formas manieristas según unos, o barrocas, según otros, de Sor Juana Inés de la Cruz. De todas maneras, este tipo de literatura ciudadana, en sus ex-presiones quiteñas, en Fray José de Maldonado, muerto en 1652, y en Sor Gertrudes de San Ildefonso, fallecida en 1709, está anticipando la espiritualidad propia del humanismo barroco, o es ya expresión del mismo.

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b) El humanismo ambiguo

En la segunda mitad del siglo XVII comienza a producirse en la América nuclear andina, no en las regiones periféricas en particular la Amazónica donde subsistirían manifestaciones del humanismo rena-centista, un cambio significativo. Toma cuerpo un nuevo humanismo en el que el sujeto expresivo reconocido y el sujeto que lo reconoce, son uno mismo. El hecho tiene relación directa con un fenómeno social que habría de determinar en adelante todos los procesos vividos en las colonias españolas, el de una conformación de las clases sociales que con perfiles cada vez más netos se prolongaría casi idéntica hasta muy entrado el siglo XIX. Surge entonces un nuevo sujeto histórico que primero de modo tímido y ambiguo, y luego de manera franca, comen-zaría a asumir el liderazgo de la sociedad de la época, la clase terratenien-te criolla. La humanidad del indígena, que había sido la que dio el sentido profundo al humanismo renacentista americano, comenzó a ser desplazada por la afirmación de la humanidad de un nuevo hombre, hasta llegar a ser prácticamente olvidada. Los dos momentos de autorreco-nocimiento y de autoafirmación de este hombre, marcan en general los dos pasos siguientes del humanismo en nuestras tierras, el barroco y el ilustrado. El barroco será la expresión primera de un nuevo sujeto his-tórico que jugó ambiguamente con las formas del ocultamiento y la ma-nifestación. Todas las expresiones ciudadanas del humanismo renacen-tista muy pronto quedaron incorporadas a esta nueva ideología que se caracterizó precisamente, por ser eminentemente citadina. Fue, además, la época del barroco una etapa de contrastes violentos. La ciudad se distanció de la campaña que, a su vez, perdió toda autonomía; la sorda puja entre "americanos" y "europeos" fue cobrando fuerza; los grupos intermediarios mestizos, aliados a los terratenientes criollos, participaron vivamente de ese enfrentamiento; a su vez, se produjo una acentuación de las diferencias de castas, como no se había conocido antes, que ponía distancias aun entre los grupos aliados ciudadanos; los primeros efectos de la decadencia económica general, no frenaron, por lo menos casi hasta los inicios del siglo XVIII, el proceso del monumen-talismo religioso que se había iniciado en la etapa anterior; la miseria de la plebe ciudadana, indígena, mestiza y blanca, hacía contraste con el boato y magnificencia de los templos; el enfrentamiento entre criollos y europeos creció dentro de las órdenes religiosas, quebrando el equilibrio que se había pretendido imponer mediante la "ley de la alternativa" en el siglo XVII; el rígido estamentarismo que separaba las castas y que fortalecía a las clases sociales, aparecía constantemente que-

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brado por un fuerte impulso de ascenso social, visible claramente en la plebe blanca y la mestiza; la carencia del circulante monetario, que acabaría siendo crónica y que en la segunda mitad del siglo XVIII obli-garía a regresar a formas de trueque, no impedía que los templos se cu-brieran con el oro de las órdenes religiosas y de los terratenientes con sus cofradías y capellanías, a pesar de la decadencia ya definitiva de la explotación minera; boato y esplendor de los templos que contrastaba, como puede vérselo aun en nuestros días en la vieja ciudad de Quito, con la simplicidad y parquedad de la edificación ciudadana; riquezas mani-fiestas y ostentosas y tesoros escondidos en las arcas de una población civil que no llegó a tener presencia edilicia; en pocas palabras, esplendor y a su vez recato de las clases sociales altas, cuya fracción civil no pretendió la autonomía que las burguesías europeas habían comenzado a afirmar respecto de la Iglesia; y frente a ellas, miseria y humildad de los suburbios que fueron aumentando en las márgenes de la ciudad barroca donde el primitivo artesano indígena había sido reemplazado por un tipo de artesano mestizo, hombre ambiguo de la plebe incorporado al desarrollo de la ciudad monumental y ostentosa.

Contrastes violentos de una ciudad que sin embargo, se su-ponía inmóvil y en la que sus clases altas habían logrado que la plebe participara de las ilusiones de un orden que hiciera unidad de toda su abigarrada constitución. Contradicciones reprimidas por una voluntad, expresada en una cosmovisión integradora, de fuerte sentido religioso ritualista, dentro de la cual la imagen del monarca, más allá del repudio de que podían ser objeto sus administradores enviados de la Metrópoli, iba adquiriendo un poder casi mítico y a su vez, vigentes de modo per-manente en la vida cotidiana y jugadas de modo inevitable mediante la ambigüedad de la manifestación y el ocultamiento.

No es casual que las dos grandes alteraciones del orden ciu-dadano en Quito se hayan producido, la primera, en la etapa del huma-nismo renacentista, en 1592, como el "motín de las alcabalas", último enfrentamiento entre los encomenderos y el poder real, y la otra, con-cluida ya la etapa del barroco, en 1765, y que fue la primera manifesta-ción política de la clase criolla y los grupos mestizos aliados en contra de los administradores de la Corona, la "revolución de los estancos" cuando ya habían comenzado las primeras manifestaciones del humanismo ilustrado. Y otro tanto podríamos decir de los continuos motines campesinos indígenas, los que recién amenazarían quebrar seriamente la hegemonía de la ciudad sobre el campo en la América nuclear andina,

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pasada ya la etapa del barroco, con el gran alzamiento fracasado de Tú-pac Amaru, en 1780.

Si la evangelización indígena había sido llevada adelante por los misioneros tratando de crear en la población nativa la conciencia de su situación de vasallos, con la que se justificaba el tributo y el trabajo compulsivo, ahora surgía un nuevo concepto de vasallaje que anticiparía la noción de ciudadano de la etapa de humanismo ilustrado. El nuevo sujeto del discurso humanista se sentía orgulloso de ser vasallo del Imperio, pero con la pretensión de gozar de un lugar dentro del régimen de centralización aceptado. El vasallaje indígena, equiparado por las Le-yes de Indias al de todos los miembros "libres" de la monarquía, no era en verdad otra cosa que un estado servil muchas veces inferior al de la esclavitud. El nuevo vasallo americano, que participaba de los ideales de la hidalguía, en el sentido social de ser "hijo de algo", constituía parte de los beneficios del sistema colonial, aun cuando estuviera frenado en sus ambiciones de riqueza y de poder político por su misma situación colonial. No cabía otra respuesta que la búsqueda de una vía oblicua de expresión. Era necesario elaborar un discurso en el que todos los integrantes de la ciudad coincidieran, pero también en el que todos se reconocieran en sus diferencias y contrastes, que mostrara la superación de las contradicciones, utilizando esas mismas contradicciones. En pocas palabras, un discurso dinámico y a su vez dialéctico. Este hecho ex-plicaría la recepción creadora que tuvo el barroco en tierras americanas y en particular en algunas de sus regiones.

Si el discurso humanista se había expresado en cartas, en itinerarios para párrocos, en gramáticas indígenas, en ese tipo de sermón llano y amenazante que inició Montesinos y prolongó el lascasismo, en historias de la "destrucción" escritas con el mismo espíritu de las cartas, en biografías de misioneros y en las indispensables descripciones geográ-ficas de la América marginal, necesarias para la tarea evangelizadora, el nuevo discurso habrá de ser eminentemente plástico, sin referencias a la humanidad indígena y al campo, y no ya escuetamente literario como había sido el anterior. Se producirá un cambio profundo expresado en la aparición de una nueva retórica que no sólo estaba destinada a cumplir otra función social, sino que buscó en relación con ella, nuevas vías expresivas mucho más ricas y complejas. Perdió la retórica aquella dig-nidad y jerarquía que la había convertido de una técnica del discurso en un verdadero saber de lo humano y regresó a ser, otra vez, una técnica, pero ahora con una serie de recursos ciertamente asombrosos. Primó

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sobre el significado, el significante o, si se quiere, se enriqueció de ma-nera estupenda la materialidad de los signos a costa de sus valores se-mánticos que dejaron de pesar por sí mismos. Y a su vez, manifestacio-nes de la alta cultura que no habían nacido con expresa intención signi-ficante, como podía ser la fachada de un templo manierista, de gusto renacentista tardío, se convirtieron por obra del barroco en verdaderos textos con su clave de lectura. Tal es la diferencia que aun podemos ver entre la Iglesia de San Francisco de Quito, y la de la Compañía en la misma ciudad.

El juego permanente entre el decir y el no decir, condujo a ejercer la voluntad de significación a través de un lujo exacerbado de lo simbólico, generando todas las formas posibles del lenguaje indirecto y renunciando de modo expreso al literalismo renacentista. La mayor audacia de esta nueva retórica tal vez no radique sin embargo en haber elaborado un discurso en el que el significante se llevaba la mayor parte, logrando de esta manera una de las formas más ideológicas del discurso, sino en su intento de integración de formas expresivas en el que la pala-bra del sermón, el sonido de la música sacra y el claro-oscuro del am-biente interior del templo, llegaron a constituir un todo orgánico y es-tructural. En efecto, no es posible comprender el pulpito churrigueresco, con su portavoz, sin el sermón culterano, en cuanto ambos constituían una sola unidad expresiva difícilmente reconstruible fuera de su época. De esta manera la ciudad barroca creó un lenguaje ciudadano que se alejó violentamente de las formas de lenguaje ordinario y provocó un hiato, imposible de salvar, entre las hablas de la plebe urbana y el lenguaje de la población indígena campesina. Con el barroco, el quichua perdió toda posibilidad de crecer como habla sacerdotal, por lo mismo que sólo el castellano, como idioma de la ciudad, pudo satisfacer por eso mismo las exigencias de las formas culteranas. Era esta, otra de las maneras cómo la ciudad, cerrando su control y dominio sobre el campo, le dio a su vez las espaldas. Si en 1551 Fray Domingo de Santo Tomás había encontrado más perfecto el quichua que el castellano, en 1685, una real cédula exigía la imposición del castellano a las poblaciones indígenas fundándose en que "ni aun en la más perfecta lengua de los indios se puede explicar bien y con propiedad los misterios de nuestra santa fe católica". De esta manera, el latín, que había sido entendido dentro del trilingüismo como una lengua de cultura al igual que las demás, volvió a quedar encerrado dentro de los usos del saber escolástico. Se inició así la pérdida de la conciencia lingüística que había sido virtud definitoria del humanismo renacentista, y que no fue recuperada

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por la etapa posterior al barroco, la del humanismo ilustrado, por lo me-nos en lo que respecta a los idiomas indígenas americanos.

El barroco se sobrepuso como una esplendorosa y compleja fachada sobre una ciudad cuya estructura edilicia no lo era. El espíritu de la nueva mentalidad fue básicamente decorativo, aun cuando mediante la decoración se expresaran sentimientos y ansias profundas del hombre religioso de la época. Sobre los templos en los que todavía se ven las formas pesadas del románico y las formas más ligeras del gótico, se acumuló el texto barroco como una especie de cobertura vegetal de riquísimas manifestaciones estéticas. Nunca la colonia española había alcanzado un nivel semejante y nunca lo alcanzaría después. Decoración barroca por lo demás, en notable convivencia con el gusto decorativo mudejar, que era a su vez otra manifestación del espíritu refinado con el que se intentó hacer desparecer las estructuras arquitectónicas, especie de terror, como se ha dicho, ante las superficies desnudas y los espacios vacíos.

El espíritu del barroco había tenido su primera manifestación significativa en el campo de las letras con las poesías gongorinas de Jacinto de Evia, en 1675 y su culminación con la obra poética de Juan Bautista Aguirre hacia 1750, en quien es posible notar el paso de un primer barroco hacia formas que según unos son expresiones del rococó, y según otros, podrían ser tenidas ya por neoclásicas. En Aguirre, como ha sido señalado, quedó expresada de manera profunda la conciencia de temporalidad propia del dinamismo del discurso de la época. También en aquel año de 1675 hizo su aparición la columna salomónica, elemento decorativo que puede considerarse como una de las notas más propias de la América nuclear andina así como el estípite lo es del barroco mexicano. El desarrollo helicoidal de aquélla ha sido una de las más vivas manifestaciones plásticas de aquel dinamismo, expresado en las categorías de ocultamiento-manifestación y del claro-oscuro encarnadas en el movimiento del fuste. La generalización de la columna retorcida se produjo ampliamente desde el 1700 en adelante. El retablo, otro de los elementos arquitectónico-decorativos más importantes del arte barroco, que alcanzó un esplendor que aun sigue siendo motivo de asombro, llegó a su culminación con el osado proyecto de utilizar sus leyes y modalidades expresivas para la construcción de la fachada del célebre templo de la Compañía de Jesús, concluida en 1766 y cuyos retablos interiores se terminaron unos veinte años después.

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Es un lugar comúnmente aceptado que el barroco, entendido como modalidad expresiva, fue parte de la ideología de la Contrarreforma. Pareciera ser que tal tesis puede ser sostenida respecto del barroco español, y por extensión, al de sus colonias en América. Hay sin embargo diferencias entre éstas y la Metrópoli que conviene tener en cuenta. El movimiento de la Contrarreforma, generado a partir del Concilio de Trento, concluido en 1563, le sirvió al Estado español para una lucha en dos frentes: uno de ellos, el europeo, en el que se jugaba su hegemonía en el Viejo Continente; otro el interno, que tenía como objeto su total unificación. El frente europeo cobraba todo su sentido ante la existencia del hecho mismo de la Reforma y es éste uno de los aspectos que marcan precisamente una de las diferencias con el proceso americano en donde al no haberse dado una "reforma" y al haberse mantenido sólidamente la unidad religiosa, de hecho no tiene sentido hablar de "contrarreforma", por lo menos en este aspecto. En relación muy directa con lo señalado se debe tener en cuenta asimismo la diferencia de intensidad con la que la Inquisición actuó dentro de la cultura americana, en donde las cosas no se daban de la misma manera que en España. El otro hecho que se debe tener presente es que tanto la cultura barroca como la Contrarreforma se desarrollaron en América, y en particular en la Audiencia de Quito, cuando en España se había llegado ya a las formas del ultrabarroco y se había pasado a la etapa llamada de la "Segunda Contrarreforma" en la que había perdido fuerza la problemática teológica, para adquirir importancia la teoría política, en particular la relativa a la naturaleza del Estado.

El peso de la ideología contrarref ormista se jugó por tanto en América en relación con el segundo de los frentes citados, el de la consolidación interna del Estado, entendido como la organización jurí-dica de la "nación" española. Todo esto dentro de los ideales del "Prín-cipe cristiano" que ya habían sido anticipados en la etapa renacentista y como una respuesta conservadora frente al concepto de Estado natural y a la teoría de la "razón de Estado" generalizadas con el maquiavelismo. Las más importantes manifestaciones de estas teorías no se desarrollaron, sin embargo, en la etapa del barroco, sino que integraron la ideología política sobre la cual se organizó, más tarde, el humanismo ilustrado. Fue éste un antimaquiavelismo cuyas fuentes no estuvieron en los pensadores políticos españoles del siglo XVII, sino en las tesis de Vol-taire y de Federico de Prusia.

El discurso del barroco no reflejó, pues, el problema de la

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ruptura de la unidad religiosa, hecho inexistente como hemos dicho, si bien se organizó sobre la base de una evidente acentuación de la religio-sidad en todos los niveles sociales, con los caracteres que le fueron pro-pios, como expresión formalista, ritualista y devocional. Se llevó a cabo una reformulación del discurso político anterior, el renacentista, refor-zando aquellos aspectos del mismo que beneficiaban los ideales del ab-solutismo y eliminando lo que había tenido de contestatario y a la vez de utópico. Toda la época se caracterizó por una renuncia al derecho de resistencia que se había asimismo manifestado en la etapa anterior dentro de ciertas actitudes de sentido feudalizante, ahora ya totalmente debilitadas. Tan repudiables habían sido los encomenderos cuando se alzaron contra la monarquía española, como los misioneros de espíritu lascasiano que si bien apoyaron a esta última contra los primeros, pro-movieron la organización de comunidades indígenas que entraban en conflicto con el sistema de extracción de riquezas. El nuevo discurso te-nía como objeto sentar las bases de un autoritarismo político mediante un acuerdo entre la monarquía y la Iglesia y en favor del fortalecimiento de las ciudades coloniales americanas, en las que el poder económico se encontraba en la clase criolla y las comunidades religiosas, integrantes ambos grupos de la clase terrateniente.

Así como se ha dicho que el barroco y la Contrarreforma son dos aspectos de un mismo proceso, es también lugar común afirmar que la Contrarreforma fue, de modo particular, la ideología de la Com-pañía de Jesús. Ahora bien, en la medida en que nuestro barroco se de-sarrolló históricamente en la etapa de la Segunda Contrarreforma, hecho posterior a la muerte de Francisco Suárez y propio de la España del siglo XVII, la escolástica jesuítica desarrollada en América, tendió a mo-rigerar aquellas tesis suarecianas que pudieran afectar la doctrina de la potestas indirecta, característica precisamente de aquella última Contra-rreforma. En efecto, no era tanto la tesis acerca del origen de la sobera-nía, puesto por Suárez en el pueblo^la^que afectaba a aquella doctrina, sino las tesis que establecían una diferencia metafísica y teológica entre el poder eclesiástico, de origen divino, y el poder temporal, con lo que la soberanía del monarca no solamente resultaba disminuida en cuanto que era delegación de la soberanía del pueblo, sino que además era rebajada respecto del poder eclesiástico. Por donde aun cuando en el intento de armonizar el Estado absoluto y la Iglesia se había llegado a la tesis de una potestas de esta última de tipo "indirecto", el equilibrio de poderes estaba lejos de haber alcanzado una fórmula estable.

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Podríamos decir, aun cuando caigamos en una especie de tautología, que la respuesta fue típicamente barroca. El saber escolástico jesuítico de la época, sin que pretendamos desconocer los avances que pudo alcanzar en otros campos, como el de la física, se desplazó manifiestamente hacia lo antropológico, acercándose de esta manera a las formas de lo que entendemos fue en general el discurso humanista. El eje sobre el que se produjo este desplazamiento pasó por la teología moral y se expresó en la doctrina del probabilismo, que mucho tuvo que ver con la conformación de una escolástica ecléctica. De esta manera el saber escolástico de la época vino a reforzar el discurso humanístico ambiguo y a expresarlo a su modo.

El probabilismo permitió ablandar las relaciones autoritarias generadas por el absolutismo político, favoreciendo el fortalecimiento de la clase terrateniente hacendaría dentro de la cual la propia Compañía de Jesús era uno de los integrantes económicamente más poderosos. Y lógicamente favoreció el ascenso de la clase criolla y junto con ella la de los grupos mestizos que actuaban como sus aliados, en contra de la población campesina indígena. Pero, al mismo tiempo, en un juego constante de ambigüedad, ayudó vigorosamente al establecimiento de una sociedad verticalista que frenaba aquellos impulsos de ascenso social mencionados.

La expulsión de la Compañía de Jesús en 1767 se produjo cuando la Contrarreforma, con el sentido que tuvo en América, había llegado ya a un agotamiento y surgieron las últimas manifestaciones ciertamente tardías del barroco. No es casual que la fachada de la Iglesia de la Compañía, lo más acabado del barroco quiteño, se concluyera un año antes de aquel hecho. La Contrarreforma, como ideología jesuítica, mas allá de las respuestas prudentes del probabilismo moral y sus proyecciones políticas con las que se revistió en su última etapa, habían llevado a una crisis de la noción de Estado, eje teórico de aquella ideolo-gía, al crear en tierras americanas un verdadero "estado dentro del esta-do". El probabilismo se hizo doctrina sospechosa, hecho que se daría en la etapa del humanismo ilustrado conjuntamente con un anti—pro-babilismo de espíritu jansenizante. El regalismo, como la respuesta ideológica del poder de la corona frente al poder eclesiástico, marcaría asimismo las cauces dentro de los cuales la clase terrateniente criolla re-cibiría los beneficios de la expulsión de los jesuítas, al ponerse a remate todos los cuantiosos bienes de éstos que pasaron a sus manos.

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El humanismo barroco fue el modo como un hombre ame-ricano se abrió por primera vez a su propia realidad, captándola profun-damente en sus contrastes y expresándola de manera dinámica. Suponía esto una conciencia de temporalidad vivida desde el punto de vista religioso, como una tensión entre lo temporal y lo eterno, entre el pecado y la salvación y, desde el punto de vista social, entre el ocultamiento y la manifestación, en un juego en el que la autoafirmación y el autorre-conocimiento tenían como condición de posibilidad la unidad colonial hispánica. Eran los primeros pasos de una nueva clase social, posibles, únicamente en la ambigüedad.

c) El humanismo emergente

El paso de la monarquía austracista a la borbónica, en 1700, abrió un proceso en las colonias americanas que fue profundizando la dependencia y ahondando la depresión económica, sobre la base de una serie de medidas administrativas de espíritu centralista. El Estado tributario alcanzó con estos hechos su máxima expresión asegurando una extracción de riquezas que conduciría a algunas regiones coloniales a una situación de deterioro económico que alcanzó hasta las clases altas de la sociedad americana. El fenómeno adquirió toda su fuerza ya de modo alarmante al promediar el siglo XVIII y a fines de éste había conducido a situaciones desesperantes. La población más castigada fue lógicamente la que integraba las clases bajas, en particular, el campesinado indígena. Manifestación de esta situación fue precisamente el gran alzamiento de Túpac Amaru, en 1780, sin contar innúmeros otros alzamientos anteriores que se fueron sucediendo en la época. También lo fue el alzamiento criollo-mestizo provocado por el establecimiento de nuevos estancos en la ciudad de Quito, en 1765, del que ya hicimos referencia. Por otra parte se había pasado de modo abierto a un nuevo sistema de explotación, organizado sobre la base de la hacienda y el ya casi abandonado sistema de control 4sJt3 población campesina, la encomienda, había sido sustituido por la organización de parroquias dependientes del gobierno eclesiástico secular. La expropiación violenta de las tierras de las comunidades campesinas y el trabajo en las haciendas con el nuevo sistema de "concertaje" acabó con la autonomía relativa de los pueblos indígenas. Agregóse a esto el remate de los llamados "obrajes de comunidad", con el pretexto de que administrada la producción textil por los mismos indígenas resultaban poco rentables, hecho que incidió asimismo en la pérdida de aquella autonomía. De esta manera puede decirse que todos los niveles sociales sufrieron las conse-

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cuencias de la recuperación económica de la Metrópoli que había des-plazado la decadencia a sus colonias.

En las ciudades también se dejó sentir el fenómeno. El monumentalismo quedó definitivamente frenado, y de la misma manera todo el proceso decorativo barroco con el que había culminado. No hubo una arquitectura ciudadana que expresara a la nueva época como había sucedido en la etapa anterior de modo tan notable. La pobreza del neoclásico, su escaso desarrollo en este aspecto, es una prueba mani-fiesta.

Lógicamente todos estos hechos acentuaron los contrastes de los que había sido expresión el humanismo barroco, convirtiéndose ahora en verdaderas contradicciones de carácter antagónico. El enfren-tamiento entre criollos y españoles se profundizó y otro tanto ha de de-cidirse del enfrentamiento entre la ciudad y el campo, entre el vasallo privilegiado y sus sectores sociales allegados y el vasallo servil, el indígena.

Como expresión de esta situación general comenzaría a tomar cuerpo en la segunda mitad del siglo XVIII una nueva formulación del pensamiento humanista. El sujeto que le dio forma no era sin embargo el mismo. Lógicamente la aristocracia terrateniente criolla mantuvo la hegemonía en el nuevo proceso, pero a su lado se había con-solidado otro tipo de hombre como consecuencia del fenómeno de as-censo social que se había mantenido de modo constante. En efecto, el mestizo había logrado romper barreras sociales y se había incorporado en el mundo de las profesiones tanto civiles como eclesiásticas. Provenía este tipo humano generalmente de los grupos artesanales ciudadanos, aquellos que en la etapa del barroco habían reemplazado a los artesanos indígenas de la primitiva etapa renacentista. Siempre el sujeto del discurso humanista sería eminentemente ciudadano, como sucedió en la época del barroco, pero ahora su discurso dejará de moverse dentro de los términos de la ambigüedad, para pasar a formas expresivas directas. De ahí que el nuevo humanismo se nos presente como manifestación emergente y surja una formulación del saber retórico de distinto signo.

En líneas generales, el humanismo ilustrado se presentó co-mo un regreso a posiciones y fuentes que habían tenido vigencia en la eta-pa del humanismo renacentista. En otros aspectos, sería la normal continuación de actitudes establecidas en el período barroco. La ide ología de la

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unidad imperial dentro de la que se había sentido instalado este hombre, comenzó a sufrir un proceso de altibajos. Como consecuencia de los hechos sociales y económicos internos coloniales, se regresó a los ideales del autonomismo de la primera época, pero lógicamente, no ya dentro de formulaciones semifeudales, sino claramente relacionadas con el despertar de las primeras manifestaciones de una conciencia burguesa; y como consecuencia de hechos acaecidos a nivel mundial, en particular los de la Revolución Francesa, aquel autonomismo no fue visto como incompatible con una reformulación de la monarquía absoluta. El hecho se explica por el carácter francamente antipopular y aristocrático del humanismo ilustrado, sobre todo si lo consideramos desde el punto de vista de las relaciones entre ciudad y campo, espíritu que era compartido por la fracción mestiza aliada a la clase terrateniente. Surgirían al mismo tiempo las primeras manifestaciones de un pensamiento liberal dadas dentro de un reformismo que no pretendió quebrar los principios del mercantilismo imperante. El crecimiento económico de nuevas ciudades litorales marítimas, tal el caso de Guayaquil, que no habían tenido mayor incidencia sobre la conformación de las posiciones ideológicas imperantes en las etapas anteriores, la renacentista y la barroca, condicionó todo el proceso favoreciendo aquel reformismo de espíritu liberal que hemos mencionado.

La posición antipopular y aristocratizante prolongó y aun profundizó el desconocimiento y rechazo de las formas culturales de la población indígena. El espíritu misionero quedó relegado a la periferia y al mismo tiempo perdió impulso, hecho que fue concomitante con el abandono de las regiones amazónicas y que habría de caracterizar a todo el siglo XIX. Las universidades monacales habían entrado ya en crisis en la primera mitad del siglo XVIII y la de los jesuítas, la de San Gregorio, posiblemente la única que se mantenía vigorosa, fue cerrada cuando se produjo la expulsión de la orden. Bien pronto, en 1788, el Estado se hizo cargo de la enseñanza universitaria, eliminando las antiguas universidades eclesiásticas en las que de alguna manera se había mantenido el antiguo espíritu misionero, creando la primera universidad "pública", la de Santo Tomás. En sus planes de estudio no se mantuvo la cátedra de quichua, que por otra parte, hacía tiempo había perdido toda presencia.

La conciencia lingüística tomó nuevo curso. Respecto de las lenguas indígenas se profundizó su pérdida podríamos decir ya defi-nitivamente hasta nuestros días. Mas, la exigencia de alcanzar una forma

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discursiva que fuera expresión de la clase social emergente, condujo al intento de depurar el discurso barroco regresando al literalismo del que habían hablado los humanistas del Renacimiento. Era necesario un len-guaje directo y para eso no había otro camino que enfrentar la retórica barroca destruyéndola en su misma base mediante una nueva teoría de la palabra. De esta manera se produjo un renacer de la crítica, con los alcances que vimos páginas atrás y la postulación, del mismo modo, de un deseo de regreso al trilingüismo ahora entendido como la conjunción de tres lenguas de cultura tradicionales en el mundo hispánico: el latín, el griego y el castellano.

Paralelamente con aquel intento de depuración de la palabra, tan osado como el proyecto barroco, reaparecieron formas de pen-samiento utópico y se volvió a hablar de Tomás Moro, así como respecto del lenguaje se había regresado al olvidado Erasmo. El mismo intento de depuración que hemos mencionado era uno de los tantos aspectos de este utopismo, apagado durante la etapa barroca en la que a la palabra no se le exigió un imposible, sino que se pretendió, por el contrario, abrirle las puertas de modo ilimitado a sus posibilidades. El regreso al cristianismo primitivo y a los Padres de la Iglesia que fue otra de las expresiones del pensamiento utópico, que significaba también un volver a posiciones características del humanismo de la primera época, se diferenció de éste por la atmósfera jansenista con que se produjo.

Con la ilustración el antiguo vasallo comenzó a autodeno-minarse "ciudadano", palabra que como sabemos introdujo Jovellanos en nuestro idioma. La noción de "ciudadanía" suponía un cambio profundo del concepto de "república", antigua y clásica palabra de la filosofía política. Comenzó lentamente a generarse una contradicción entre "subdito" y "ciudadano" que acabaría poniendo en crisis el problema mismo del origen de la soberanía y del poder políticos. Por otra parte, este "ciudadano" en la medida que fue hombre de letras e hizo profesión de ellas, se apartó de la clásica dependencia respecto de las instituciones de tipo universitario. Apareció un personaje en alguna medida semejante al antiguo "letrado" que había sido el motor del pensamiento humanista en los siglos XV y XVI en España. Este intelectual no académico estaba nucleado en grupos privados integrados por aristócratas de la clase terrateniente criolla y profesionales mestizos de origen plebeyo que habían podido llegar a la posesión de una cultura literaria. Al margen de la iniciativa real proveniente de la Metrópoli, en la época de Carlos III, fueron esos grupos los principales y más entusiastas pro-

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motores de las célebres "sociedades económicas de amigos del país". Y fue alrededor del movimiento que impulsó a estas instituciones y el que ellas por su parte intensificaron, donde surgieron los primeros escritos de carácter económico-social que sentaron las bases histórico-críticas sobre las cuales, más tarde, se ejercería el derecho de resistencia.

La conciencia de temporalidad tan agudamente vivida por algunos escritores del barroco —conciencia que forma parte de la concepción barroca del mundo y de la vida— habrá de orientarse en la etapa del humanismo ilustrado hacia una forma de conciencia histórica. Ello hizo posible el nacimiento de la historiografía asumida en adelante como tarea imprescindible del hombre americano. La Historia del Reino de Quito, escrita por Juan de Velasco en 1788 es sin dudas el más importante documento de este hecho, así como los escritos económicos de Eugenio de Santa Cruz y Espejo lo fueron del antes mencionado. Por otra parte, esa conciencia se dio ya clara y decididamente como ideología americanista, lo que serviría de herramienta de lucha decisiva contra la "calumnia de América" sostenida por tantos escritores españoles y de otros países europeos que se hicieron eco de ella. Podríamos decir que con hombres ilustrados como Velasco tuvo sus inicios entre nosotros al americanismo como una efectiva forma de autoconciencia y autorreconocimiento del nuevo hombre.

El humanismo ilustrado fue, además, tal como dijimos en un comienzo, una de las formas que tomó el humanismo cristiano hispa-noamericano. Si bien la noción de "ciudadano" traía consigo una cierta secularización, esta no llegó a quebrar, por lo menos en la segunda mitad del siglo XVIII, ideales sociales y políticos que tenían sus fuentes en la tradición cristiana y más aun, católica. Las fuentes francesas del hu-manismo ilustrado muestran además una pervivencia de autores que co-rresponden al barroco francés: Bouhours, Bossuet, Pascal, y la violenta polémica contra el probabilismo jesuíta se inspiró directamente en este último, en relación con el desarrollo de lo que se denominó el "janse-nismo" español. Por otra parte, la filosofía política muestra la pervi-vencia de otros aspectos que corresponden a la etapa anterior, si bien adecuadas a los nuevos tiempos, en la medida que se desarrolló en gene-ral aquella sobre la problemática del "Príncipe cristiano" en la polémica contra el maquiavelismo. Los nuevos matices de éste ya los señalamos páginas atrás. De esta manera, el humanismo ilustrado no se aparece es-tableciendo una ruptura con las etapas anteriores del humanismo, sino como una reformulación de temas que venían ya consagrados desde la

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etapa renacentista. Por otra parte, las noticias que llegaron a América sobre los acontecimientos del Terror, frenaron de modo muy fuerte la recepción de las doctrinas de la Enciclopedia, dado el carácter aristocrá-tico y antipopular que tuvo el humanismo ilustrado en la mayoría de sus representantes temerosos siempre de que se generaran entre nosotros formas de jacobinismo.

La lectura y admiración que hubo por Voltaire no debe hacernos olvidar el aristocratismo del célebre autor francés. La radicali-zación del pensamiento ilustrado se presentó, pues, como un hecho tardío y como una segunda etapa del mismo, correspondiente ya al siglo XIX.

Por último, cabría decir dos palabras sobre las conexiones entre el humanismo ilustrado y la escolástica. Podríamos decir que nuestra ilustración, por lo menos en su primera etapa no hizo profesión violenta de antiescolasticismo, excepción hecha de su polémica contra la teología moral y ciertas costumbres aberrantes generalizadas en las escuelas. Las razones tal vez se encuentren en la perdida de poder de las antiguas universidades monacales, disueltas en la segunda mitad del siglo XVIII, tal como dijimos y en las modalidades que había adoptado la escolástica que le fue contemporánea. El humanismo renacentista se desarrolló paralelamente a la escolástica pretridentina; el barroco, por su parte, coincidió con el desarrollo de la escolástica tridentina y terminó históricamente junto con ella. La escolástica coetánea con el humanismo ilustrado fue decididamente ecléctica y modernizante. Como consecuencia de este hecho podríamos decir que así como el discurso humanista barroco se aproximó al espíritu trascendentalista de la escolástica de su tiempo, en la época ilustrada se produjo el fenómeno inverso, el de la aproximación de la escolástica ecléctica al discurso hu-manista. El hecho pareciera estar probado por la introducción dentro de los intereses de los escolásticos de la época por la problemática ame-ricana que ha llevado a afirmar que esta escolástica puede ser considera-da como una de las primeras manifestaciones, dentro de este tipo de en-señanza y de saber, de un pensamiento latinoamericano.

El humanismo ilustrado, dadas las circunstancias sociales y económicas que comentamos páginas atrás, puede ser considerado como un pensamiento de la decadencia, cosa que se ha dicho del barroco espa-ñol. Mas de ninguna manera podría ser entendido como un pensamiento decadente. Las formas de misología y misantropía que podrían seña-

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larse en la etapa del barroco, no podrían de ninguna manera atribuirse a las manifestaciones de la ilustración como forma de un humanismo emergente.

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CAPITULO III

LA CONCIENCIA LINGÜISTICA: SU FLORECIMIENTO Y DECADENCIA

o que llamamos aquí "conciencia lingüística" es un hecho que caracterizó muy particularmente al Renacimiento tanto en Europa como en nuestras tierras americanas. Su estudio, a través de las sucesivas formas que muestra a partir del siglo

XVII y, en especial, en sus manifestaciones españolas, resulta ser de indudable interés para un conocimiento del desarrollo del humanismo en sus propias etapas, así como en sus proyecciones posteriores.

En líneas generales, desde un primer momento en el que se produjo la aparición y florecimiento de aquella conciencia, se pasó lue-go particularmente en nuestra América, a una larga decadencia de la misma que se ha extendido, con diversa suerte, hasta la actualidad en la que se puede hablar de un despertar y de una recuperación.

Así pues, dos son los motivos que justifican estas páginas: seguir el desarrollo del humanismo desde sus albores hasta sus proyec-ciones contemporáneas a través de un tema concreto, el de los lenguajes vernáculos y, a su vez, esbozar una historia de aquella conciencia que ha venido a reactualizarse en nuestros días, en relación con algo muy impor-

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tante: la cuestión del tipo de "unidad nacional" del Estado ecuatoriano.

Lo primero resulta ser de interés, además, porque permite mostrar al humanismo como un movimiento ideológico con una auto-nomía bastante marcada respecto de la escolástica, que hasta la fecha ha sido el campo más sistematizado dentro de los estudios de la etapa colonial hispanoamericana, esto sea dicho sin desconocer las permanentes interrelaciones e influencias que siempre se pueden señalar dentro de las diversas líneas de pensamiento de una época.

La problemática del lenguaje y, en particular, la de las len-guas vernáculas, tema este último ajeno a los intereses del saber escolástico, se desarrolló en relación con un fenómeno de enfrentamiento de culturas y se encontró determinado por las manifestaciones de este hecho acaecidas en el propio territorio español antes y durante la conquista de América. Las respuestas dadas ante las culturas árabe y judía de-terminaron, a su vez, la política que se siguió frente a las culturas aborí-genes americanas. Dentro de esas respuestas se perfilaron dos actitudes: la de la conquista violenta y la pacífica, de las cuales fue predominante la primera, quedando la segunda desplazada, definitivamente, después de pasada la etapa renacentista tanto en España como en América.

La tesis de la conquista pacífica, relacionada con la idea de la posibilidad de un "diálogo de las religiones", partió tanto respecto de árabes como de judíos, de un reconocimiento de sus propias formas cul-turales y fue proclive a la aceptación de un pluralismo lingüístico, bien pronto ahogado y que tendría su fin con la generalización del espíritu dogmático e intrasigente que se habría de generalizar con el poder cre-ciente de la llamada Santa Inquisición y el clima creado por la Contra-rreforma. En el caso americano ese pluralismo se vio forzado por la ne-cesidad de aceptar, de hecho, el uso de lenguaje americano, dada la enorme desproporción que hubo en todo momento entre la población blanca europea y la americana indígena, aun a pesar del alarmante proceso de disminución demográfica permanente de esta última.

El problema de la valoración de los lenguajes vernáculos se relaciona, además con un proceso de autoafirmación nacional que muestra una historia bastante matizada. En España el interés que caracterizó al Renacimiento por las lenguas clásicas, en particular el latín, y las ver-náculas, particularmente el castellano, se relacionó de manera directa

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con el crecimiento del poder político de la monarquía castellana. Si el latín, a más de su uso en las escuelas conforme la tradición medieval, era herramienta indispensable en relación con la política expansionista europea, la lengua de Castilla no se presentó como menos necesaria e importante dentro de la política de consolidación interna de la monarquía española y, más tarde, en el proceso de expansión colonial en América y Oceanía. Más adelante, cuando en esas colonias comience a gestarse una conciencia de clase por parte del grupo criollo, tomará cuerpo un proceso que podríamos llamar, asimismo y de modo amplio, de "autoafirmación nacional". En el siglo XVII aparece un tipo humano, el "letrado de Indias" que hace gala de la posesión del castellano como medio de afirmación frente a aquellos que en España entendían que sólo "hay letras en Salamanca". El quiteño Fray Gaspar de Villa-rroel es un caso bien interesante de enfrentamiento entre la cultura española-americana y la de la Península. Más tarde, dentro de ese mismo grupo criollo, en la segunda mitad del siglo XVIII, no sólo se intentará una autoafirmación como la señalada, sino que se habrá de regresar a una revaloración de las lenguas vernáculas indígenas, en particular el quichua, en el mismo sentido. El caso más notable para el Ecuador es, sin dudas, el de Juan de Velasco. Tanto el Obispo Villarroel, como el jesuíta Velasco, enfrentarán la vieja cuestión de la "calumnia de América" movilizada de modo constante por los españoles europeos, a los que tanto les dolía, a su vez, la "calumnia de España".

La valoración de las lenguas vernáculas —hecho típico del Renacimiento que no ha sido suficientemente subrayado— se movió, conforme lo ya dicho, dentro de una contradicción que muestra distintos niveles de profundización de los ideales humanísticos de la época. Para los partidarios de la conquista violenta aquella valoración servía para justificar al castellano, pero con exclusión de las otras lenguas vernáculas; para los partidarios de la conquista pacífica, cuya voz fue apagada a tal extremo que aun no se conoce la amplitud del movimiento, a más de la lengua propia del país de Castilla había que reconocer, con igual valor dentro de la Península Ibérica las lenguas vernáculas de los vencidos (los reinos árabes) de los proscriptos (las minorías judías) o de los desplazados respecto del poder político (los otros reinos cristianos de habla no castellana).

Se contrapuso, de esta manera, un imperialismo a un plura-lismo lingüístico. A la exigencia de un monolingüísmo, considerado

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como herramienta de poder político y de unidad "nacional" se insinuó la tesis de que no quebraba aquella unidad la existencia de grupos hu-manos bilingües, organizados sobre una lengua de comunicación (el caste-llano) y lenguas vernáculas "locales" (catalán, valenciano, gallego, por-tugués, bable, vasco, etc). El fenómeno se proyectó a las colonias ame-ricanas en sus dos posiciones, si bien con variantes en cada caso propias.

EL SENTIDO DE LA "CRITICA" EN EL HUMANISMO

La importancia dada a las lenguas vernáculas incidió, ade-más, sobre las lenguas clásicas y se relaciona de modo directo con la "crítica", tal como la entendieron los humanistas. El hecho de que se llegara a ver en la latín el lenguaje propio de una cultura, la romana, hi-zo que la lengua "científica" de la época pudiera ser vista asimismo co-mo vernácula y en tal sentido, histórica. Y además, con una historia muy larga en la cual se habían perdido las bellas formas que dentro de la cultura romana alcanzó aquel idioma cuando se constituyó como lengua literaria. Surgió de esta manera la idea del esplendor y de la de-cadencia de los lenguajes, contraponiéndose el Siglo de Augusto con el latín de la escolástica. La polémica más ardua se desarrolló a propósito de los textos del Evangelio y sobre todo respecto de la necesidad de re-visarlos desde el punto de vista filológico. Fue esta la gran tarea de Erasmo de Rotterdam. Ahora bien, esa revisión de los textos partió de dos presupuestos: no sólo se debía revisar el latín de las escuelas aten-diendo a los usos del latín áureo, sino que se hacía necesario tener en cuenta otras lenguas clásicas, en particular las directamente relacionadas con el Evangelio, el griego y el hebreo. El hebraísmo de Fray Luis de León responde a esta necesidad, del mismo modo que el helenismo de Erasmo. El otro presupuesto era el de que se debía restablecer los textos fijando su valor "literal". Todo esto originó el trilingüismo (latín, griego, hebreo) y el literalismo. Y por cierto, si las lenguas clásicas, europeas o asiáticas, habían sido en su momento vernáculas, no había impedimento para pensar que podía el Evangelio ser vertido a las len-guas vivas, entre ellas, el castellano. La "crítica", que era básicamente de carácter filológico, suponía sin embargo, escandalosamente, un nue-vo modo de mirar el latín, considerado tradicionalmente como lengua de la Iglesia y en tal sentido "sagrada". Esto explica en parte las perse-cuciones que más tarde se iniciarían contra los humanistas españoles. El caso de Fray Luis de León no fue sino uno entre muchos. Por lo de-

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más, si bien las llamadas "escuelas trilingües" cultivaron preferentemente las lenguas clásicas, hubo diversas formulaciones del trilingüismo. En América, los misioneros que militaban dentro de los ideales del Renaci-miento, darían lugar a la aparición de un "trilingüismo americano", dos de cuyas variantes, tal vez las más importantes fueron las que se organizaron sobre el latín, el castellano y una lengua indígena, el náhuatl en la Nueva España y el quichua en la América nuclear andina. Lógicamente este trilingüismo no tenía como objeto una filología testamentaria, mas sí la elaboración de textos destinados a la transmisión del Evangelio.

Los conquistadores llegaron, pues, con la conciencia de que eran portadores de un lenguaje vernáculo que había de jugar un papel imperial y que podía hacerlo: el castellano; pero se encontraron, en el caso concreto de la América nuclear andina, con que frente a la diversidad de lenguajes vigentes había lo que ellos mismos llamaron "las lenguas generales". Se trataba de lenguajes imperiales, impuestos, uno de cuyos exponentes, el más importante, fue el quichua o "lengua cortesana del Cuzco", como lo llama el Inca Garcilaso, el que había permitido superar, en la América andina, "la confusión de las lenguas". Por otra parte, esta lengua se extendía, según palabras del mismo Garcilaso "desde Quitu hasta el reino de Chili y hasta el reino de Tucma", Quito, Chile y Tucumán (Comentarios Reales, VII, cap. III y IV), es decir con una extensión inmensamente mayor que la del castellano en Europa.

Ante este hecho, los partidarios de la conquista violenta tuvieron que reconocer, por la fuerza, la conveniencia de adoptar la "lengua general" en el trato de explotación y evangelización de la masa indígena, hecho que en los partidarios de la conquista pacífica, vino a reforzarles en sus tesis acerca del valor de los lenguajes vernáculos ame-ricanos.

Todo esto debía provocar respuestas muy concretas y res-pecto de ello se jugó la suerte de lo que hemos denominado "conciencia lingüística". A eso queremos referirnos y, en particular, a las etapas que muestra, desde el siglo XVII en que apareció la primera gramática quichua, hasta nuestros días en que estamos viviendo un rescate de po-siciones que se perdieron en la etapa del barroco, y en la de la ilustración, durante la colonia española, y más tarde en las etapas del romanticismo y de las corrientes posteriores a éste, durante la república.

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En la dura polémica sobre la humanidad del hombre ame-ricano, ante una negación de la misma nunca apagada y, además, con-tradictoria en sí misma en cuanto que, atendiendo a los sistemas de ex-plotación, sí ofrecían los indígenas una humanidad aprovechable, surgió la valoración de las manos y del lenguaje.

Los ideales renacentistas impulsarían a lo que bien podríamos llamar una valoración positiva, no meramente pragmática, de ambas vías expresivas, como también hacia una comprensión de las dos como manifestaciones de igual peso y valor. Dentro de este espíritu, Solórzano Pereira les recordaba a los españoles de las Indias que el filósofo escita Anacarsis, les había hecho notar a los atenienses que si no despreciaban los tejidos que hacían los bárbaros con sus manos, no había razón para despreciar sus lenguajes (Política Indiana, II, XXVI).

Las escuelas artesanales conventuales que surgieron en la América nuclear andina durante el siglo XVI son un testimonio —más allá de las contradicciones que muestran en su organización y fines— de la puesta en práctica de aquellos ideales del Renacimiento que dieron tan importante lugar a la artesanía, en su más rico sentido. Como con-secuencia de este hecho, fueron los conventos la "cuna de las artes", tal como lo afirma González Suárez y, al mismo tiempo, centros desde los cuales se dieron los primeros pasos para la constitución de la filología americana de la época. Cabe recordar aquí que dentro del humanismo renacentista el culto por el lenguaje constituyó una especie de artesanía crítico-literaria y que esta tendencia generó, precisamente, el trilingüis-mo.

Schotellius, en su importante estudio sobre la fundación de Quito, ha mostrado cómo en los primeros tiempos se organizó una pro-ducción artesanal con los operarios que venían con la plebe española in-tegrante de los grupos conquistadores. Bien pronto, y por obra de las escuelas artesanales conventuales, fueron reemplazados aquellos por arte-sanos indígenas, con la consecuente ventaja del abaratamiento de la mano de obra. La artesanía indígena fue, a su vez, la cuna de la futura artesanía mestiza y entre ambas hicieron posible el monumentalismo de las ciudades hispánicas que alcanzarían su florecimiento a fines del siglo XVII.

El franciscano flamenco, Jodoco Ricke, típico hombre del Renacimiento, organizó un centro de enseñanza aprovechándose de los

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indígenas que se le había entregado a la Orden Franciscana en enco-mienda, en donde las artesanías y el arte, fueron cultivados, conjunta-mente con los inicios de una cultura literaria quichua. En un documento de 1575 se decía que "enseñó a los indios todos los géneros de oficios. . . con los que se sirve a poca costa y barato toda aquella tierra sin tener necesidad de oficiales españoles" y se declaraba que había formado "hasta muy perfectos pintores y apuntadores de libros: que pone gran admiración la gran habilidad que tienen y perfección en las obras que de sus manos se hacen. . .".

Dentro de ese mismo clima, en 1555, otro franciscano, compañero de Jodoco Ricke, Fray Francisco de Morales, creó el Colegio de San Andrés. En esta institución, destinada particularmente a los hijos de caciques, se enseñó a leer y escribir castellano y quichua, y los mismos indígenas, incorporados como docentes, impartieron sus enseñanzas en su propia lengua vernácula. Otro tanto cabe decir de la Cofradía del Rosario organizada por el no menos célebre dominico Fray Pedro Bedón, hombre asimismo de claros rasgos renacentistas.

Lógicamente estas escuelas formaron parte del proceso de aculturación y de la organización dentro de los niveles sociales de la nobleza indígena de la nueva superestructura ideológica que exigía la colonia. No escaparon por eso a un europeocentrismo, si bien, fuerte-mente matizado por una comprensión de la cultura que se perdería en la etapa del barroco y la subsiguiente. Dentro de este último aspecto fue posible la aparición de un cierto desarrollo literario del quichua particu-larmente en lo que se refiere a una de las manifestaciones de la literatura de la época, la oratoria sagrada. Famoso fue el caso del sacerdote mestizo Diego Lobato, hijo, lo mismo que Garcilaso de la Vega, de una mujer de la alta nobleza incaica, una de las esposas de Atahualpa, quien, según los testimonios de la época, hizo del quichua una lengua sacerdotal en igualdad de condiciones y exigencias del castellano de la época.

Al mismo tiempo florecieron en la primera mitad del siglo XVII escritores de lengua castellana que pueden ser considerados como hombres del Renacimiento y que muestran un uso del lenguaje llano y no rebuscado, aun cuando ya arcaico para nosotros, y a la vez que una fuerte base humanística, tanto en lo que refiere a las fuentes utilizadas, como al interés filológico que manifiestan. Dentro de los más significativos tal vez sea Fray Gaspar de Villarroel uno de los ejemplos que pueden ser señalados. Próximo a la línea del humanismo de un Fray Luis

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de León, escribió en 1622 un comentario al Cantar de los Cantares, que ha quedado inédito y perdido, a más de numerosos libros que lo hicieron conocer como uno de los literatos célebres de su época tanto en España como en América. Sus comentarios sobre los Evangelios -Hiene unos de 1631 y otros de 1661— se apoyan en la exigencia muy típica de la crítica humanística de una "lectura literal", aun cuando se lo haga muy libremente: nos dice, en efecto, que "sin faltar a las obligaciones de escritor literal" ha pretendido "ayudar mucho al predicador". Al lado de los Santos Padres, en particular San Agustín, recurre con copia de referencias a Platón, Plutarco, Séneca, Tácito, "...en la interpretación de los textos bíblicos —dice Gonzalo Zaldumbide— será la suya la más adaptable a la universalidad del entendimiento, la menos escolástica y abstracta, la más natural al hombre. El humanista mitiga al teólogo. La esencial virtud de las lenguas clásicas humaniza su comentario canónico, convierte al sentido común la mente abstrusa del alegorista o la estrechez del escoliasta servilmente apegado a la letra".

Dentro de este clima humanístico se ha de mencionar la presencia de las obras de Luis Vives, en particular sus Diálogos, utilizados en Quito para el aprendizaje del latín a fines del siglo XVI, conforme disposiciones adoptadas en Lima. Estos ideales lingüísticos se prolongaron hasta casi fines del siglo XVII, época en la que en la Universidad de Santo Tomás de Quito aun pervivían cátedras de griego y hebreo, lógicamente, al lado del latín.

Si tenemos en cuenta lo que nos dice el P. Vargas sobre los Discursos literales y místicos de Fray Gaspar de Villarroel, en los que no sólo partía del conocimiento de aquellas lenguas clásicas y orientales, sino que, además, indicaba "hasta el vocablo que, a las palabras ara-meas, corresponden en las Indias", tenemos que concluir que había en él un concepto muy amplio no sólo de las lenguas clásicas, sino también de las vernáculas.

En líneas generales es posible afirmar que en la etapa del humanismo renacentista, el latín había perdido, frente a las otras lenguas clásicas, incluyendo en ellas a las orientales, la exclusividad que mostraba en las escuelas. La crítica como búsqueda filológica comparada, que había generado las diversas formas de trilingüismo, fue una prueba de ello. Y otro tanto podría decirse de la exclusividad del castellano como lengua vernácula, frente al quichua.

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Toda esta amplia conciencia lingüística tenía una funda-mentación teológica en los textos paulinos, en los que se apoyaron los teóricos erasmianos. Conforme con la tradición del Antiguo Testamento, la "confusión de las lenguas" fue un castigo, mas en la tradición del Nuevo Testamento, este castigo es superado, no mediante la exigencia de rescate e imposición de un solo lenguaje, por la fuerza, a todos los hombres, sino mediante un hecho que se considera de carácter sobrena-tural. Este es el "don de lenguas" gracias al cual fue posible la primera expansión del cristianismo, tal como aparece declarado en los textos paulinos. En la primera epístola A los Corintios (cap. 12, v. 10) al ha-blar de los "dones espirituales" que han recibido los apóstoles, se habla de la posesión de "diversos géneros de lenguas" y de la capacidad sobre-natural que ellos han recibido para la "interpretación" de aquéllas. En la misma epístola, San Pablo les manifiesta a sus compañeros que en la tarea evangelizadora "quisiera que todos vosotros hablaseis lenguas" (cap. 14, v.5)

Surge de los textos de San Pablo que no se establece una diferencia entre una lengua superior y otras inferiores, propias de nacio-nes de una inferior cultura, sino que todos los lenguajes son considera-dos en un pie de igualdad respecto de su virtud para la recepción de las verdades del Evangelio. Dentro de ese espíritu, Juan de Velasco, alababa la santidad del Padre Rafael Ferrer, un jesuita misionero del siglo XVII que "fue dotado de Dios —dice— como apóstol, del don de lenguas, en tal grado, que . . .jamás necesitó de intérprete para entender y ser perfectamente entendido. . ." (Historia, III, p. 258).

No cabe duda que, dentro de aquellos misioneros en los que se mantenían vivos los ideales renacentistas de valoración de las len-guas vernáculas, los textos paulinos venían a reforzarlos.

Esta conciencia lingüística alcanzó su madurez en la Amé-rica nuclear andina, en dos escritoresTque son expresión acabada de los ideales del Renacimiento: Fray Domingo de Santo Tomás y el Inca Garcilaso de la Vega. Ambos muestran una actitud valorativa respecto de la cultura indígena que está en abierta contradicción con la posición de desconocimiento y desprecio que rigió, en líneas generales, respecto de una humanidad en la que sólo se veía al conquistado como tal, sujeto pasivo del sistema de explotación.

Particular interés tienen, para nuestro caso, las tesis de

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Fray Domingo de Santo Tomás, amigo y corresponsal del P. Las Casas, cuya actividad en favor de la población americana le condujo a la elabo-ración de los dos primeros textos sobre la lengua quichua, un Lexicón y una Gramática, ambos de 1560. Lógicamente, la intención que movió la tarea de este dominico, cuyas obras fueron utilizadas en las escuelas quitenses, era la de asegurar la evangelización. Mas, lo que nos interesa en este caso es subrayar el papel que le asigna al lenguaje vernáculo americano en aquella tarea y, sobre todo, la justificación teórica sobre la que lo fundamenta. Tanto Garcilaso de la Vega como Fray Domingo, y este muy particularmente, parten de una misma actitud de raíz paulina dentro de la revaloración renacentista que hemos señalado. Para el primero, el Imperio Incaico había dejado superado el problema de la "confusión de las lenguas" al generalizar el quichua y no se justificaba de ninguna manera la pretensión de hacer "olvidar" a los indígenas su habla vernácula y reemplazarla por el castellano. Ello, además, habida cuenta de la extrema facilidad con la que podía aprenderse la "lengua cortesana del Cuzco" y su excelencia como lenguaje que hacía posible "declarar y hablar las palabras divinas", tan "dulces y misteriosas" (Comentarios Reales, Libro VII, cap. III). En el segundo, aquella virtud del quichua que permitía su aprendizaje espontáneo y sin mayor esfuerzo, debía estar acompañada de un estudio racional y, diríamos, científico del idioma. De este modo nació la Gramática que hizo que a este dominico se le considerara, en su época, como superior al mismo Nebrija por la extraordinaria hazaña de haber sistematizado un lenguaje sin ninguna tradición filológica establecida respecto del mismo. Sea lo que fuere, lo cierto es que tanto el Inca Garcilaso como Fray Domingo, se encontraban ambos bajo la influencia directa de los ideales renacentistas ne-bricenses.

Una vez más es de destacar que la importancia que aquellos asignaron al lenguaje vernáculo indígena suponía una valoración, en bloque, de la cultura aborigen, dentro de la cual el lenguaje no podía menos que ser visto como una de las manifestaciones más evidentes. En esto digámoslo otra vez, seguía ambos a Nebrija. En efecto, para el padre del humanismo español, un idioma es inseparable de su contexto histórico y en ese sentido las lenguas vernáculas no podían ser inferiores al latín, sino, como éste, instrumento de creación y transmisión cultural, igualmente válidos. En última instancia, el latín resultaba visto no como el idioma "científico" y, diríamos, despersonalizado de los escolásticos, sino que era retrotraído a su propio origen histórico—cultural. En su momento había sido también una lengua vernácula.

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La conquista al quebrar internamente el Estado Incaico, fa-voreció un regreso a las lenguas locales y un rechazo del idioma del Cuzco por parte de grupos étnicos que integraban el Tahuantinsuyu como sectores dominados. El esfuerzo de los evangelizadores podría entenderse y, de hecho fue así, como un intento de restablecer una lengua general ante la imposibilidad de reemplazarla por otra, en concreto, el castellano, nueva lengua de dominación, fin pragmático que se enmarcaba de modo claro dentro de las diversas formas de control ideológico.

Mas resulta evidente que, si bien el proyecto de los lascasia-nos, dentro de lo que fue su política respecto de los lenguajes, servía a aquellos fines, se colocó en alguna medida por encima de ellos al sustentar la tesis de la necesidad de respetar, dentro de ciertos límites, una autonomía cultural de las poblaciones indígenas que no era ajena, por cierto, a formas relativas de autonomía económica y política. Y si tales formas de vida semiautónoma eran posibles se debía a la existencia de un nivel de cultura que resultaba siendo valorado en sí mismo. La aguda conciencia lingüística generada por el Renacimiento vendría a afirmar, como hemos dicho, esta tendencia.

Dentro de ese clima, el prólogo con el que abre Fray Do-mingo de Santo Tomás su Gramática resulta ser uno de los documentos más interesantes de la época. Para una correcta valoración del mismo debemos colocarnos en su tiempo. No podía escapar Fray Domingo a un hecho que fue común a todo los esfuerzos con los que se sentaron las bases primeras de lo que podríamos llamar una filología americana, la de partir del latín como modelo de los lenguajes vernáculos. Es importante notar, sin embargo, que su afirmación de que el quichua es lengua tan perfecta que su arte puede ser reducido al de la latina, no responde a criterios estrictamente gramaticales, sino a una clara intención política. "Mi intento principal —le dice al monarca español— ha sido de ofreceros este Artecillo para que por él veáis, muy clara y manifiestamente, cuan falso es lo que os han querido persuadir, ser los naturales de los reinos del Perú, bárbaros e indignos de ser tratados con la suavidad y libertad que los demás vasallos vuestros lo son". No había otro modo de probar la humanidad del hombre americano sino mediante su comparación sobre la base de metros y modelos con los que medían los europeos su propia cultura.

De esta manera, no se podía prescindir del latín para cual-quier intento gramatical en otras lenguas y, además tampoco convenía.

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Pero, y he aquí lo interesante: surge de las escuetas palabras de los pró-logos, que el quichua resulta ser un lenguaje tan perfecto como el latín y el castellano, pero no porque se identifique con ellos, lo cual sería im-posible —como lo es identificar la "phrasis" (sintaxis) castellana con la latina— sino que lo es dentro de su propia "gramática". Queda en claro de este modo que Fray Domingo intuía la distinción que más tarde se hizo entre lenguas de flexión nominal y verbal (el latín o el griego), lenguas de flexión verbal, pero no—nominal (las romances y, entre ellas, el castellano) y lenguas aglutinantes (el quichua).

La perfección que se puede señalar en el castellano y en el quichua, respecto del latín no puede surgir, pues, de una comparación formal, sino, como evidentemente él lo hace, del señalamiento de la existencia de las funciones de las que derivan, como niveles de manifes-tación, las formas que diferencian a los tres tipos de lenguajes señalados. En efecto, desde un punto de vista didáctico se puede hablar de "casos" en el castellano y en el quichua, pero ello no porque los haya formalmente, sino porque poseen modos propios con los que se cumple la función que en latín se logra expresar mediante las flexiones de los nombres. La racionalidad del quichua (y del hombre americano) resulta, pues, probada, no por la existencia de formas equivalentes o semejantes, sino por la de funciones que sí son idénticas. A este concepto se refiere Fray Domingo cuando nos dice que si bien en castellano y quichua no hay "casos" para los nombres, sí se puede hablar de una "significación" nominativa, o de una "significación" genitiva, etc. La función resulta considerada claramente, no a nivel del significante, sino del valor semántico y la igualdad de funciones permite la comparación, forzada sin duda pero que puede ser didáctica, de las formas con las que son manifestadas. A ese didactismo responde posiblemente la exigencia que pone el mismo Fray Domingo de que los estudiantes de quichua debían conocer la Gramática latina de Nebrija. Ese punto de partida permitía notar las diferencias (formales) y las identidades (funcionales) de dos lenguas tan dispares y probar, atendiendo a estas últimas, un mismo nivel de perfección.

Y todavía le parecerá a Fray Domingo, aprovechándose en este caso de un lejano parecido formal, que el quichua se aproxima más al latín que el castellano por cuanto, a pesar de no tener declinación, los "artículos", es decir las partículas que se posponen al nombre, forman parte del mismo constituyendo una sola palabra con él, aun cuando no lo modifiquen como sucede con la flexión nominal latina.

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Todavía deberíamos decir que establece Fray Domingo una clara diferencia entre las formas vulgares y las formas cultas que se dan en el quichua, con lo que insinúa la existencia de un lenguaje literario, una prueba más del nivel cultural de la lengua americana. De ahí el importante lugar que le concede a los usos y a las variaciones que se dan tanto en las diversas épocas de un lenguaje como en los sectores sociales que lo emplean.

En consecuencia el quichua "lengua muy polida (sic) y de-licada se puede llamar. . . y si la lengua lo es, la gente que usa de ella, no entre bárbara, sino con la de mucha policía la podemos contar: pues, según el Filósofo, en muchos lugares (de sus obras), no hay cosa en que más se conozca el ingenio del hombre, que en la palabra y lenguaje que usa, que es el parto de los conceptos del entendimiento".

La posición de Fray Domingo, como la del mismo Las Casas, constituye una de las primeras respuestas ante la "calumnia de América" y anticipa el surgimiento de posiciones defensivas que serían asumidas tanto por los españoles americanos, los criollos, como por los mestizos en la lucha por su reconocimiento dentro de la estructura colonial. Dentro de los últimos, uno de los casos más elocuentes ha sido, sin duda, el Inca Garcilaso. En la línea de los primeros hablaremos más adelante extensamente de la posición de Juan de Velasco.

Conforme con su lascasismo, Fray Domingo de Santo Tomás logró que el Capítulo limense de la orden dominicana del año 1553 impusiera el aprendizaje del idioma quichua dentro de la formación de sacerdotes. Más tarde, en 1580, por Real Cédula se instituyó oficialmente dentro del Estado colonial, la cátedra de esa misma lengua, declarándose que debía funcionar "en la parte y lugar más cómodo" de la ciudad de Lima, que no se ordenaran sacerdotes que no hubieran llegado a poseerla cumplidamente y que aquellos que la supieran mejor debían ser preferidos para el otorgamiento de doctrinas y beneficios, excluyendo de los curatos de indígenas a los que no la hablaran. En virtud de esa misma cédula se abrió asimismo, oficialmente, la Cátedra de Quito, en 1581. El acto académico con el que se procedió a hacerlo es por demás ilustrativo y muestra de modo claro el hecho del trilingüis-mo, típico de la época renacentista y del que ya hemos hablado. "En Quito —se dice en el acta redactada por escribano— a diez y siete días del mes de noviembre de 1581 años, estando en la Iglesia de Santa Bárbara de esta ciudad, los señores Presidente y Oidores de la Audiencia y

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Cancillería Real de su Majestad y otras muchas gentes, el padre Fray Hilario Pacheco, de la Orden de Santo Domingo, subido en una cátedra que allí estaba, hizo una oración (un discurso) en latín, y luego otra en lengua del Inga y asimismo en la lengua castellana, y los dichos señores Presidente y Oidores le dieron la posesión de la dicha cátedra de la lengua de los indios. . .".

A comienzos del siglo XVII, en 1607, apareció la segunda Gramática quichua, la del jesuita Diego González Holguín, en quien se notan ya las exigencias literarias que habrían de caracterizar al período barroco, las que de haber sido cultivadas dentro de la lengua quichua hu-bieran dado nacimiento a un lenguaje literario, aun cuando ello se hu-biera producido dentro de los ideales de la retórica culterana de la época.

De hecho, el paso del humanismo renacentista al barroco, a pesar de lo que acabamos de decir, significó el comienzo de un largo proceso de pérdida de la conciencia lingüística que había caracterizado al primero. El cultivo del quichua no siguió la misma línea de desarrollo que alcanzaría el castellano que, con el barroco español, habría de alcanzar sus más altas cumbres expresivas. Cada vez más se fueron distanciando los dos idiomas, quedando el quichua reducido a un uso instrumental, en manos de curas párrocos y misioneros incultos e ignorantes en un proceso paralelo de distanciamiento al que sufrieron la ciudad y el campo.

Un ejemplo interesante es el que nos ofrece uno de los más agudos observadores sociales de la colonia española del siglo XVII. Queremos referirnos, en concreto, a Juan de Solórzano y Pereira, hombre que cabalga entre dos épocas. En efecto, si bien sigue manejando como autoridades a Erasmo, a Moro y a Vives, y en esto se le ve moverse dentro del clima renacentista, el espíritu con el que plantea la problemática del lenguaje es ya el que acabará por imponerse en la etapa barroca. Solórzano, en su Política Indiana (1648) (Libro II, cap. XXVI) nos recuerda, una vez más, que la "división de las lenguas" fue "un gran castigo" que envió Dios a los hombres, mas, para superarlo, no se debe siempre "esperar el don de lenguas" que "antiguamente Dios concedió a sus Apóstoles". Se mantiene vigente en Solórzano la importancia de la lengua vernácula, mas ahora ella es valorada no desde una interpretación americana de Nebrija, tal como lo hizo un Domingo de Santo Tomás, sino a partir de Nebrija mismo y su defensa y valoración del castellano

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como lengua imperial. La posición de origen erasmiano respecto de las lenguas vernáculas tenía en efecto, dos caras: defenderlas frente al latín medieval y mostrarlas en un pie de igualdad, con la intención de jus-tificar la expansión de la lengua de Castilla (Nebrija) o defenderlas, con un espíritu más amplio a efectos de poder justificar el mantenimiento de las "lenguas generales" americanas anteriores a la conquista española (Fray Domingo de Santo Tomás).

El barroco renuncia con Solórzano Pereira, abiertamente, a la tradición paulina y renacentista y se declara de modo terminante en favor de un imperialismo lingüístico que habría de ir tomando cuerpo en adelante. Demás está decir qu& esta actitud se relaciona estrecha-mente con el rechazo de la "crítica" y, consecuentemente, de las for-ms diversas del "trilingüismo" que aquella exigía según era entendida dentro del humanismo erasmiano. El espíritu de la Contrarreforma vino a reforzar, otra vez, el latín de las escuelas, aun cuando éste hubiera sufrido el impacto renovador de los humanistas y, dentro de las lenguas vernáculas, la que se consideraba como Ja lengua del nuevo Imperio.

De ahí que para Solórzano las "lenguas generales" habían sido fruto de una política imperialista, la de los incas y aztecas, pero esas monarquías habían pasado ya y ahora, con el mismo derecho, el nuevo imperio debía imponer su propio lenguaje. Y no sólo éste, tam-bién "su modo de vestir y demás costumbres loables". Las pruebas de los beneficios que traía todo esto se encontraban dadas por manifesta-ciones que ahora son para nosotros de genocidio cultural, tal como lo practicaron los romanos y, en tiempo más recientes, los reyes de Castilla con los árabes. "No hallo causa —dice— para que nadie se le pudiese, ni pueda hoy hacer duro o nuevo, este precepto, de que los indios fuesen obligados a aprender y hablar nuestra lengua; pues no ha habido cosa más antigua y frecuente en el mundo, que mandar los que vencen, o se-ñorean nuevas provincias, que luego se reciba en ellas su idioma y cos-tumbres".

Dentro de este espíritu comenzarían a ser adoptadas nuevas disposiciones legales que acabarían por extinguir las cátedras de quichua en las universidades, favorecido todo ello por lo que podría considerarse como el fracaso del proyecto lingüístico de la etapa renacentista, paralelo al fracaso del lascasismo en general. En efecto, si bien el quichua tuvo como efecto de la conquista española una segunda expansión, no al-canzó a constituirse en una lengua de cultura fuerte y rica, toda vez que

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fue, en última instancia, la lengua de los vencidos. Primaron aquellos criterios pragmáticos que mencionamos antes en función de los cuales los valores propios del lenguaje vernáculo indígena nada interesaron. De allí que el esfuerzo de los humanistas no alcanzara a generar un len-guaje literario. Este hecho lo vio claramente Juan León Mera cuando se propuso hacer saber algo de la literatura indígena. "El poder extermi-nador —decía— de la conquista arrancó de raíz el genio poético de los indios, y en su lugar hizo surgir de los abismos el espectro de la desola-ción y del espanto. . .Si en sentir de los dominadores españoles la inteli-gencia de sus víctimas no debía ocuparse ni en relatar en prosa los acon-tecimientos pasados, menos podrían haber consentido en que se aproxi-maran al Parnaso; alta y noble empresa sólo buena para los amos, aun-que fuesen unos topos, no para los esclavos, por despabilados que tuvie-sen el entedimiento" (Ojeada histórico crítica sobre la poesía ecuatoria-na, Cap. I "Indagaciones sobre la poesía quichua").

Dos documentos de fines del siglo XVII son expresión clara de la nueva política respecto del lenguaje vernáculo indígena. En la Real cédula de 1685 se quejaba el monarca de que se viera "tan conser-vada en esos naturales la lengua india, como si estuvieran en el Imperio del Inga", y disponía que se generalizara la enseñanza del castellano en todas las parroquias. El texto completo de la fundamentación de esta disposición real es por demás elocuente: "Habiendo hecho particular examen, sobre si aun en la más perfecta lengua de los indios se pueden explicar bien y (con) propiedad los misterios de nuestra santa fe católi-ca, se ha reconocido que no es posible sin cometer grandes disonancias e imperfecciones; y aunque están fundadas cátedras, donde sean enseña-dos los sacerdotes que hubieren de doctrinar no es remedio bastante, por ser mucha la variedad de lenguas. Y habiendo resuelto convendrá in-troducir la castellana, ordenamos que a los indios se les ponga maestros. . Y ha parecido que esto podrían hacer bien los sacristanes. . . "

Por años después, en 1695, el Presidente de la Real Au-diencia de Quito ateniéndose a las disposiciones vigentes emanadas de la Corona, dirigió a las instituciones eclesiásticas una "carta de órdenes" en la que se recordaba que era necesario que se pusieran en ejecución las disposiciones "que ordenan se obligue a los indios hablar en lengua es-pañola", exigía que los curas doctrineros hicieran "La doctrina en len-gua castellana obligando a que la hablen en sus pueblos" y recomendan-do que "no permitan que en ellos se hable la lengua general del Inga, imponiendo algunas penas a los transgresores para que se contengan y se

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establezcan en todas partes el uso de la lengua española y se ponga en olvido la de los naturales en cumplimiento de las leyes reales".

El Provincial de la Orden Franciscana en Quito, al retrans-cribir la disposición mencionada, reglamentaba los castigos: ". . .que han de castigar con seis azotes a los indios e indias que en la doctrina ge-neral y en otras partes, en presencia de los curas hablaren la lengua ge-neral. . .porque de no tener algún castigo los indios, no podremos con-seguir —concluía— lo que S. Señoría nos manda en nombre de S. Majes-tad".

Estas disposiciones nos manifiestan el espíritu que rigió en la etapa del barroco americano respecto de las lenguas indígenas. Ellas fueron ineficaces, y muestran un evidente retroceso cultural al abando-narse aquel interés que habían manifestado los últimos lascasianos. Ine-ficaces, por cuanto, los "sacristanes" que en España enseñaban a leer y escribir, en la América nuclear andina eran los encargados, según el tes-timonio de González Suárez, de repetir en quichua la doctrina cristiana, dada la general ignorancia de esta lengua por parte de los curas párro-cos. Por otra parte, es necesario reconocer que la población indígena, como una de sus tantas manifestaciones de resistencia pasiva, se refu-giaba en su propio lenguaje, hecho que hizo que perviviera la institución de los "rezadores" como una necesidad inevitable.

Es importante tener en cuenta, además dos hechos que in-cidieron en la problemática del lenguaje, los que son, por otra parte, fe-nómenos paralelos: la generalización del sistema hacendario que deter-minó la muerte del antiguo sistema encomendero, y la generalización de la estructura parroquial dependiente del poder eclesiástico secular. Es-tos hechos, ya lo hemos dicho, tienen directa relación con un cambio en la universidad de la época, que concluiría con la aparición de la primera universidad del Estado y la decadencia, ya definitiva de las antiguas uni-versidades misionales. La estructura de la hacienda, en lugar de debilitar la vigencia del quichua, vino a reforzarla generalizando su uso como lenguaje doméstico aprendido por los mismos integrantes de la clase ha-cendaria, criollos y mestizos propietarios, como consecuencia de la fun-ción que cumplían las mujeres de los huasicamas. La lactancia, dejada a las mujeres indígenas, fue una vía de expansión y consolidación que aseguraba la comunicación de la clase terrateniente con la población campesina. Esas mujeres, junto con los clásicos "rezadores" incorpora-dos en las parroquias hicieron inútil, entre otras razones, el manteni-

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miento de cátedras de lengua indígena en las universidades, mas, a su vez, quedaron cerradas las puertas para cualquier intento de dar nacimiento a un lenguaje literario.

En la segunda mitad del siglo XVIII se abrió una nueva etapa ideológica, la del humanismo ilustrado. Esta se caracterizó, entre otras cosas, por un regreso a ciertos ideales del humanismo del Renacimiento. El hecho se puso de manifiesto en un aspecto ciertamente importante para la problemática del lenguaje, el intento de regresar a una teoría de la palabra dentro de las ideas del literalismo. Era, sin duda, una respuesta a las tesis sobre el lenguaje desarrollada en la etapa del barroco. Reapareció asimismo la exigencia del trilingüismo, aun cuando de modo débil, sin que llegara a generar verdaderamente un movimiento de significación. Del mismo modo, las autoridades del humanismo renacentista resurgieron, entre ellas, Erasmo, Moro y Vives. Mas, este despertar de la conciencia lingüística se diferenció de la que había caracterizado al primitivo humanismo por un interés centrado de modo exclusivo en las lenguas de origen europeo. A pesar de algunos intentos de restauración, la cátedra de quichua desapareció de las universidades. En 1769, el Cabildo de Quito, denunciaba que "el Rdo. P. Rector de San Fernando, no hace mención en su informe, de la Cátedra de medicina y lengua del Inga que se leían en esta Universidad de Santo Tomás, siendo tan útiles y necesarias a la república". El mismo Eugenio Espejo, en el prólogo a su traducción de Longino, algo posterior a 1780, denuncia que se ha dejado de enseñar quichua. Y en efecto, así fue. En las Constituciones de la primera Universidad estatal, del año 1788, no figura la Cátedra, como tampoco en el plan que propuso más tarde el célebre obispo Pérez Calama para la misma Universidad, en 1791.

Fue este obispo un entusiasta lector y difusor da Luis Vives en cuyas obras encontraba que había "muchas minas de política gu-bernativa y económica civil". En él y otros humanistas, se inspira en sus ideas sobre el lenguaje. Siguiendo las tesis de Rollin, sostiene Calama la necesidad de reforzar el conocimiento y estudio de lo que denomina "el idioma materno" o "idioma nativo" e insiste en la importancia que tiene, para ir desde él hacia el latín, y no viceversa. La tesis era ciertamente revolucionaria y, además, de verdadero valor pedagógico. Ahora bien, esa lengua vernácula que defiende es, sin más, la misma que estaba destinada a constituirse, dentro de los ideales expresados por Nebrija, en la lengua del Imperio. Lo "materno" y lo "nativo" nada tienen que ver con los lenguajes vernáculos indígenas, y más aun, tampoco

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tienen que ver con lo que podría ser un lenguaje "popular". De ahí la exigencia que pone el mismo Calama de que se obligue a los niños en las escuelas a pronunciar el castellano respetando la distinción fonética entre c, z y s, que no responde, evidentemente, a razones didácticas des-tinadas a mejorar una ortografía que en la época no estaba aun estable-cida.

Podríamos decir, que la "lengua nativa" de la que habla Calama no es ni siquiera la del antiguo conquistador español y sus here-deros americanos, lenguaje ya arcaico en el siglo XVIII respecto de la evolución que la lengua de Castilla había tenido en España. Pensemos, por ejemplo, en la subsistencia del voseo en la lengua castellana de América. No es extraño a este rechazo, que alcanzaba al mismo caste-llano popular quiteño, su denuncia contra las madres que hacían ama-mantar a sus hijos con mujeres pertenecientes a las castas. "La muy prudente y sabia madre no da otro alimento a su hijo que su propia le-che —decía el obispo—, sin cometer la tiranía y crueldad de fiar su hijo a la viciosidad y corrupción de una infeliz india, mulata o negra". No se trataba, sin duda, de la exigencia rousseauniana de que las madres regre-saran a la naturaleza, tal como aparece en las páginas de El Emilio.

El humanismo ilustrado dejó sentadas las líneas de desarro-llo de la problemática del lenguaje que imperarían, con algunas excep-ciones, durante todo el siglo XIX y alcanzaría las primeras décadas del presente.

El desinterés y aun desprecio que hay en Montalvo por la cultura indígena, fácilmente documentable a pesar de algún momento lacrimoso, y junto con esto su cervantismo, constituyen un momento significativo de lo dicho. Noel Salomón ha observado con acierto que se puede hablar de un erasmismo en el autor de El Cosmopolita y El Re-generador, que se nos muestra, conforme lo que vamos diciendo, como una prolongación de los marcos dentro de los cuales se regresó a Erasmo entre los ilustrados ecuatorianos de la segunda mitad del siglo XVIII. No es sin embargo un erasmismo americanizante, sino hispanizante, a pe-sar de posiciones americanistas adoptadas en otros aspectos.

La ideología de los intelectuales que en su momento inte-graron la "Academia Ecuatoriana correspondiente a la Española", se movió también dentro del hispanismo, más conservador aun que el de un Montalvo. Regía para estos literatos, de modo muy fuerte, la posi-

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ción frente a la cultura que había impuesto en aquellos años Macelino Menéndez y Pelayo. Este había dicho, precisamente, en su Historia de la poesía hispanoamericana, que no había cabida dentro de ella para las manifestaciones de una literatura indígena, pues, nada valían "las opa-cas, incoherentes y misteriosas tradiciones de gentes bárbaras y degene-radas". Uno de los pocos que rompió con esta actitud de desprecio e incomprensión, y en esto fue buen romántico, fue sin dudas y a pesar de sus limitaciones, Juan León Mera. La población indígena de la Sierra quedó encerrada en su claustro cultural propio, a espaldas de las ideas nacionales, manteniendo aquella sorda resistencia gracias a la cual el quichua, y otras lenguas indígenas ecuatorianas, siguen siendo lenguas vivas en nuestros días. Todo esto a pesar de la mirada valorativa, pero escéptica —y no sin razón— de Mera, quien había anunciado en 1860 que "a la vuelta de un siglo será (el quichua) lengua muerta que nadie tratará de aprender".

La pérdida de la conciencia lingüística condicionó, además, las posiciones respecto de la unidad nacional. Se regresó en este aspec to, una vez más, a los ideales del barroco y del neoclásico que habían servido en Europa para sofocar y aun destruir las lenguas vernáculas de los grupos nacionales que no detentaban el poder central, como suce dió en España y sobre todo en Francia. De nada sirvió la lección de un Mistral y su intento de defender su propia cultura vernácula, como tam poco el esfuerzo equivalente que había llevado adelante Monseñor Ja cinto Verdaguer. Se impuso de este modo la tesis, falsa, de que para lo grar la unidad nacional y entrar en la vía del "progreso", se necesitaba de la unidad de lenguaje, que las etnias indígenas no accederían a la "ci vilización" mientras no abandonaran sus hablas y sus costumbres. Esta posición se vio reforzada, además, por un racismo, que no fue incompa tible con sublimadas posiciones "espiritualistas". •

Esta fue la posición de Federico González Suárez, quien se nos muestra totalmente influido por los prejuicios de la antropología europeocéntrica colonialista de la época. A su juicio, el proceso de aculturación llevado a cabo por los españoles en la América nuclear an-dina fue imperfecto, particularmente, por haberse cometido el error de generalizar la lengua quichua, en lugar de imponer el castellano. De una manera dogmática y mostrando con esto su ignorancia respecto de otras posiciones, dirá que "un concienzudo estudio" ha demostrado que nin-guno de los idiomas americanos es "adecuado para la enseñanza de la doctrina cristiana". Resulta evidente que el "don de lenguas" del que hablaba San Pablo sólo sirvió para los pueblos del mundo antiguo, mas

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no para América. La incapacidad de los indígenas para alcanzar una "ilustración intelectual y un mejoramiento social" derivaba del hecho de no haber abandonado sus lenguajes vernáculos. "Se conservó en mala hora, cual medio de civilización, la lengua quichua". .De ahí que, en su clara posición anti-paulina, se declare González Suárez partidario de la "conquista violenta", en contra de la "pacífica" de la que habían hablado los misioneros lascasianos, influidos por el interés renacentista que para ellos era prueba irrefutable de humanidad: la posesión de lenguajes.

Su cerrada actitud adquiere todos los matices de la incom-prensión y de la violencia, cuando se ocupa, no ya de la población quichua incorporada al sistema productivo, sino de los indígenas del Oriente ecuatoriano. Allí reina el salvajismo. "El salvaje —dirá— es el hombre degradado, el hombre que ha descendido en la escala de la civilización, más abajo del cual no se encuentra ya nada digno de la naturaleza humana". Con ellos "hubiera convenido muy mucho el empleo de las armas de fuego". Por lo demás, el sometimiento y dominación de la "raza blanca" es algo que se encuentra en los planes de la Providencia, es "obra de Dios". Por otra parte, esos perversos indígenas del Oriente, en particular los "feroces" jíbaros, no han llegado ni siquiera al lenguaje articulado, se encuentran en un nivel de bestialidad y sólo se comunican entre ellos mediante gangueos, ronquidos, murmullos o alaridos.

Lógicamente, desde esta actitud valorativa, ningún sentido tenía una propuesta de bilingüismo por cuanto entre las lenguas aborí-genes incluido el quichua, y el castellano mediaba una distancia radical e insalvable. Este imperialismo lingüístico habría de condicionar en este autor y, en general en los de su época, su idea de la unidad nacional. "Si la sabia disposición del Gobierno español —dice, refiriéndose a las ordenanzas que exigían la imposición del castellano— no se pone por obra, siempre habrá entre nosotros dos pueblos distintos, dos razas diversas; para civilizar a los indios es necesario transformarlos y la transformación social depende de su lengua materna. Cuando se logre que en el Ecuador no haya más que una sola lengua, entonces no habrá más que un solo pueblo". El mismo absurdo imperaba, e imperó durante mucho tiempo en España respecto de los vascos, catalanes y gallegos, o en Francia respecto de catalanes, vascos, languedocianos o provenzales sin que se hubiera quebrado jamás la llamada "unidad nacional".

De la misma manera que es posible hablar de la presencia

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de un humanismo en Montalvo, es posible hacerlo respecto de González Suárez. Lógicamente, si el primero muestra rasgos erasmistas, no son ellos los que caracterizaron a este otro, o por lo menos no lo fueron en un mismo sentido. Interesante resulta, en efecto, correlacionar las denuncias contra la corrupción eclesiástica en ambos y la fuerza con la que se defiende el castellano, lengua vernácula que tuvo como sabemos su primer reconocimiento importante por obra de Nebrija, tan cercano espiritualmente, a la reforma erasmista. Mas, no se trata de un humanismo que regresa a la vertiente amplia que dejó sentadas las bases para una filología americana, sino que es una prolongación del contradictorio imperialismo lingüístico que caracterizó la posición nebricense tal como ya comentamos páginas atrás. Un humanismo, en materia de lenguaje, no americanizante, sino declaradamente europeizante dentro de cuya línea de desarrollo se acabaría regresando a un trüingüismo clasi-cista, uno de cuyos más valiosos exponentes ha sido en el Ecuador, Aurelio Espinosa Pólit. Aunque parezca una afirmación osada, no cabe duda que estos humanistas fueron una prolongación de las formulaciones que, en particular en materia de lenguaje, quedaron sentadas en la etapa del humanismo ecuatoriano desde fines del siglo XVII.

Y si el hecho de hablar de Espinosa Pólit entre los intelec-tuales que profundizaron la pérdida de la conciencia lingüística pudiera parecer desconcertante, otro tanto debemos decir, si bien desde un ángulo distinto de los llamados "indigenistas", que le fueron contemporáneos. Estos luchadores sociales que salieron noblemente en defensa de la población indígena, se presentan, casi sin excepción con una acucia enfermiza y ciertamente increíble respecto del lenguaje y, paralelamente de una ceguera no menos lamentable frente a la cultura de la población campesina ecuatoriana.

Pío Jaramülo Alvarado se nos presenta dentro de una actitud que Erika Silva ha caracterizado, a nuestro juicio acertadamente, como un "mesianismo mestizo". Es continuador, claramente en esto, de la actitud adoptada por Eugenio Espejo, en quien es posible ver uno de los antecedentes del indigenismo de este y otros autores. En ellos se denuncia la situación de opresión del indígena, pero se lo hace, casi siempre, no desde él mismo, sino desde la óptica de otro hombre que no integra ni la clase social campesina, ni las comunidades indígenas de ese campesinado. Se lo hace desde la posición que podríamos señalar, con todos los riesgos del caso, de un hombre mestizo para quien la mestización es la única salida posible para la solución del problema de la incor-

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potación de las masas indígenas al "progreso".

"Obligar a los indios -^dice Eugenio Espejo en su escrito Voto de un ministro togado— a que vistiesen a la moda española y hablasen nuestro idioma, sería bastante para que ellos fuesen absolutamente conquistados y se formasen vasallos fieles y hombres de conocida religión, porque aunque el Rey ha dado muchas órdenes a este respecto, todavía dura dominante entre los indios su antigua lengua".

Respecto de esta posición, no ha habido discrepancias mayores entre los ideólogos que fueron expresión de la clase terrateniente, a la que ha pertenecido el primitivo grupo "criollo" y, la ideología de los liberales en cuya formación y desarrollo han tenido tan significativo papel intelectual elementos "mestizos". En este aspecto, podríamos decir que Eugenio Espejo mestizo y no indígena anticipó claramente este maridaje ideológico, en la medida que se sumó abiertamente a la ideología de la clase terrateniente criolla.

De ahí la coincidencia que se dio, ya en el siglo XX, entre el "indigenismo" movilizado por intelectuales que militaban en las líneas del pensamiento liberal y el "arielismo", ideología ambigua a la que sumaron importantes representantes de la clase terrateniente. En lo que se refiere al fenómeno que hemos denominado "imperialismo lingüístico", característico de la pérdida de conciencia respecto del valor de los lenguajes vernáculos que no fueran el "castellano", no hay mayores diferencias entre un Pío Jaramillo Alvarado por su parte, y un Gonzalo Zaldumbide, por la otra.

Para Jaramillo Avarado, lo peor que hicieron los españoles no fue la imposición de la mita y la encomienda, sino la "discriminación racial" que impidió el mestizaje: "única solución radical del problema indígena", por donde, aunque suene^a-paradójico, para el máximo indi-genista ecuatoriano la solución para el indígena estaba en que dejara de ser tal. Para Jaramillo Alvarado —y otro tanto sucederá con teóricos de la izquierda en general— el lenguaje vernáculo campesino y otras expresiones culturales, constituían un obstáculo para alcanzar la unidad nacional. El problema de la cultura de las etnias quedó oscurecido por planteos que sólo veían en el campesinado una clase social, tal como lo ha señalado agudamente üeana Almeida. Aquiles Pérez, quien en su polémico y valioso libro sobre las mitas dedica un párrafo al "Problema del idioma" no se aparta de la posición establecida y afirma que se

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ha de perseguir "la unidad idiomática entre todos los miembros de la población". Y aun cuando inteligentemente, piense que las etnias deben acceder pedagógicamente al uso del castellano a partir de sus propias lenguas, no llega a postular de modo claro un bilingüismo, como la ver-dadera y únicamente válida posición frente a la riqueza cultural de las etnias. Se mantiene en él la actitud que se impuso a partir de la etapa del humanismo barroco y luego del ilustrado, que oscureció la conciencia respecto del valor de los lenguajes, estableciendo entre ellos la distinción, infundada a todas luces, entre una "lengua de civilización" y lenguas consideradas, sin más, como barreras para la "civilización", el "progreso" o el "desarrollo".

La pluralidad de lenguas no es un impedimento para el ade-lanto de un país. Es, por el contrario, una riqueza que debiera enorgullecer a sus habitantes. La necesidad de una homogeneidad del lenguaje como condición para lograr una "unidad nacional" es un prejuicio y un mito de claro origen ideológico. Hay una cultura ecuatoriana alcanzada históricamente, estén o no plenamente de acuerdo los ecuatorianos con el modo cómo ha sido lograda, mas esa cultura, del mismo modo que las lenguas, no necesita tampoco de una homogeneidad excluyente para constituirse como tal. Es necesario reconocer manifestaciones culturales dispares en relación, en este caso particular, con las etnias, pero también es necesario reconocer, que es asimismo falso, que esas disparidades quiebran la unidad cultural lograda. La fórmula ha de ser la de unidad en la diversidad, afirmando, una vez más, que la unidad no necesita para ser, de la destrucción de las diversidades. Lo contrario es sin más una forma de barbarie.

No se trata de regresar a un "indigenismo", que fue un mo-vimiento en favor de la población indígena "desde afuera"; tampoco de fomentar un folklorismo. La posesión de un lenguaje es un hecho cultural que debe ser asumido por la propia comunidad parlante y con un sentido de integración en la totalidad desde su parcialidad. Bien está que los que actualmente han regresado a la rica conciencia lingüística de los inicios, se interesen por las literaturas populares vernáculas; pero tampoco puede quedarse todo en esto. Las propias comunidades étnicas deberán hacer de su lenguaje, una lengua culta, alcanzar las formas de lo literario —en el sentido amplio de la palabra— que les fue siempre negado como posibilidad; y deberán hacerlo sin caer en la "traición de los intelectuales" de la que hablaba Julien Benda. El reconocimiento por parte del Estado ecuatoriano de sus propias y constantemente des-

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preciadas culturas aborígenes, será incentivo poderoso para alcanzar la siempre ansiada unidad. El bilingüismo, establecido sobre una equiparación de igualdad entre dos lenguas, es la solución inmediata de estos viejos problemas que llevaron a tantas afirmaciones prejuiciosas y antisociales.

Digamos para terminar, que desconocer la enorme complejidad de una sociedad, reduciéndola teóricamente a un esquema de clases sociales, aun cuando éstas sean una realidad objetiva y aun cuando las luchas sociales sólo sean comprensibles y posibles desde ellas, es caer en una visión abstracta de la realidad social. En la lucha por la liberación de los pueblos no se puede tener el lujo de desconocer la multiplicidad de factores que pueden coadyuvar a esa liberación, dicho sea esto sin que suponga proponer un nuevo pragmatismo en materia de lenguas vernáculas, toda vez que las lenguas son valores culturales con peso propio dentro de las sociedades humanas.

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CAPITULO IV

LAS GRANDES FIGURAS INTELECTUALES QUITEÑAS DEL AUTONOMISMO

n la segunda mitad del siglo XVIII quiteño floreció la etapa que hemos denominado del humanismo emergente o humanismo ilustrado. Dos grandes escritores llenan esa segunda mitad: Juan Manuel de Velasco y Peroche (1727— 1792) y Francisco

Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo (1747—1795). En ambos podría considerarse que se alcanzó la maduración de aquel pensamiento dentro de las categorías y modalidades que, en líneas generales, hemos expuesto en los capítulos precedentes.

Los dos pueden ser considerados como ilustrados, si bien muestran rasgos que aun los atan a posiciones que fueron típicas del barroco y ambos, a su vez, significaron un regreso a posiciones que fue-ron propias del primer humanismo, el renacentista. La problemática barroca, subsistente en ellos, en particular en Eugenio Espejo, se dio sin embargo dentro de un nuevo clima determinado por el hecho de la clara emergencia de una clase social, liderada por grupos pertenecientes al sector criollo de la población de las colonias hispanoamericanas.

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El hecho de la emergencia, síntoma de que ya se había pasado el barroco, habría de expresarse en actitudes políticas aun cuando no se diera un verdadero ejercicio político. En líneas generales, el clima de la época cuajó en un autonomismo que si bien era respuesta al proceso de centralización de la monarquía absoluta Iniciado con fuerza a partir de 1700— tenía sus antecedentes en intelectuales quiteños anteriores. En la segunda mitad del siglo XVII, Fray Gaspar de Villarroel, obispo de origen quiteño, había expresado claramente la posición del grupo criollo al declarar que era un "consuelo de una provincia que la gobiernen los suyos". La reforma del sistema administrativo que se produjo con el paso del régimen monárquico austracista al borbónico tuvo, entre otras consecuencias, una mayor eficacia en la explotación de las colonias hispánicas y, por tanto, una mayor extracción de riquezas. La respuesta fue, durante el siglo XVIil, un cierto regreso a la idea, un tanto imprecisa, es cierto, de organizar la monarquía sobre un sistema de "reinos", lo que iba junto con las pretensiones autonomistas de las regiones. A esta actitud se debe que Juan de Velasco escribiera, precisamente, la Historia del Reino de Quito, cuando el término con el que define a la región americana estudiada había perdido el sentido que pudo tener bajo los Austrias.

El movimiento autonomista regional se mantuvo vigente, con diversa suerte e intensidad, desde la pacificación impuesta por La Gasea -^destruido en Jaquijaguana el osado proyecto de los encomenderos de establecer una monarquía ameiicana separada de la Metrópoli— hasta su abandono por parte de la clase criolla terrateniente que lo había sustentado, que concluyó reemplazándolo ya en el siglo XIX, por un proyecto independentista. En ese lapso que duró casi tres siglos se hicieron constantemente reclamos de autonomismo regionalista, lo cual prueba que, en verdad, no pasó nunca de ser un deseo, ni aun en la etapa final, la de la monarquía moderada impuesta por las Cortes de Cádiz que reconoció igualdad de condiciones —jurídicas, por lo menos— a las regiones que integraban la España metropolitana y la americana.

Otro aspecto que conviene tener presente para una correcta valoración de las exigencias de autonomismo es el de que no fue in-compatible ni aun con las afirmaciones más extremas de monarquía ab-soluta y esto porque la autonomía que se reclamó fue siempre la de una clase social privilegiada de las colonias, la que estuvo poseída siempre por

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el temor de los alzamientos de la plebe campesina o ciudadana. Ante este peligro —que en la segunda mitad del siglo XVIII llegó a ser una realidad concreta— los autonomistas no tuvieron inconveniente en apoyar el poder absoluto central, aun cuando siempre pretendieron que ese poder debía ejercerse en América por su intermedio. Y sólo bajo esta condición, la de mantener el poder y control sobre las demás clases sociales, dieron esos mismos hombres el paso del autonomismo al inde-pendentismo o separatismo. Lo dicho explica la coexistencia de posiciones favorables a la monarquía absoluta, junto con la sospecha de que podían esas actitudes revertirse en un separatismo que acabara definitivamente con los insistentes y desoídos reclamos de autonomía regional. Esta última pareciera haber sido la posición de intelectuales de fines del siglo XVIII, entre otros, de un Eugenio Espejo.

Resulta asimismo importante tener en cuenta la relación que se dio entre autonomismo regionalista y reformismo. Esta última posición connotó fuertemente a la primera la que, como dijimos, tenía larga data, dándole los matices que fueron propios del humanismo emergente o ilustrado. La figura de Eugenio Espejo se encuentra plenamente en ambas tendencias, habiendo dado de ellas una de las formulaciones más ricas de fines de la Colonia española.

Las últimas dos décadas del siglo XVIII en las que tuvo lugar lo más significativo de la producción intelectual tanto de Velasco como de Espejo, se desarrollaron en tierras americanas bajo un clima de intranquilidad para la clase terrateniente. Se abrieron aquellas décadas con la gran sublevación, lamentable y trágicamente fracasada, de Tú-pac—Amaru (1781—1783) y se cerraron prácticamente para ellos con el agitado proceso que se inició en Europa con los Estados Generales franceses, en 1789 y, más tarde, con el ajusticiamiento de Luis XVI, en 1793. En primer hecho conmovió subterráneamente todo nuestro Continente y fue un anticipo, planteado en términos de violencia social, de reclamos y demandas que acabarían siendo asumidas por el grupo criollo terrateniente, destruido el poder indígena. El segundo haría cambiar el curso de la ilustración, haciendo tomar conciencia, a nivel ideológico, de los profundos antagonismos que estaban en su base.

Es posible percibir, a partir de aquellos años del 1780, una aceleración del tiempo histórico. Se fueron quemando etapas en un proceso agónico, que desde una reformulación de la monarquía absoluta, condicionada muy fuertemente en sus últimas manifestaciones por la

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Revolución Francesa, se pasó a la postulación de una monarquía consti-tucional, todo ello dentro del proyecto autonomista. Los últimos mo-mentos del autonomismo, que no fueron ya vividos por Velasco y Espejo, se aparecen como una precipitada sucesión de hechos: la Primera Junta Soberana de 1809, luego la Constitución quiteña de 1812, contemporánea de la de Cádiz y el fin de la vigencia de ésta, con la Batalla de Pichincha, en 1822. En ese momento puede decirse que ya había fracasado totalmente el primitivo proyecto autonomista y comenzó, de modo abierto, uno nuevo, el proyecto independentista. Tanto el momento monárquico constitucional, que fue ya claramente una de las primeras manifestaciones del liberalismo, como el paso de un proyecto al otro, no serían comprensibles, en lo que a sus manifestaciones ideológicas se refiere, si no tuviéramos en cuenta la obra de preparación llevada a cabo por intelectuales como un Velasco y un Espejo.

En sus lincamientos generales tanto las ideas del uno como del otro, si bien expresadas en campos diversos, constituyen la necesaria teoría de la colonia sobre la cual habría de organizarse, más tarde, una doctrina de la independencia. En los dos es visible una crítica a lo que para nosotros es ahora el "colonialismo clásico".

Bien es cierto que no les tocó a Velasco y Espejo vivir los hechos de su patria de una misma manera. En 1767, Juan de Velasco, que se encontraba en el Colegio Jesuítico de Popayán, tuvo que dejar junto con toda la Compañía de Jesús, las tierras americanas y no retornaría nunca más. Leyendo su Historia del Reino de Quito, podríamos decir que fue, sin embargo, un expatriado que no salió nunca de su patria. De Espejo podríamos decir a su vez, que si bien no sufrió la expatriación, fue de hecho un desterrado en su propia tierra. Cada uno desde su lugar de lucha y a pesar de sus intereses intelectuales dispares, coincidieron, sin embargo, en una temática fundamental: la patria, su destino, sus hombres, enunciando un discurso, claro está, con las contradicciones de todo discurso que es una manifestación de una realidad asimismo contradictoria. En los dos se habrá de desarrollar básicamente una filosofía de la historia y una filosofía social y política desde las cuales, como primeras respuestas, esas formas de saber tuvieron su punto de partida en la historia del pensamiento ecuatoriano.

Ambos, además, se complementan y nos permiten una visión global de una etapa ideológica sumamente compleja. Velasco sale en defensa de su tierra echando mano de su pasión de historiógrafo y

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haciendo de la historia, en última instancia, un saber político; Espejo, expresa una actitud semejante, no menos honda, recurriendo a una crí-tica básicamente social mediante el cumplimiento de lo que él entiende como misión irrenunciable del "hombre de letras". Los dos se en-cuentran enfrentados a la calumnia de América y pretenden que la voz americana sea escuchada. No es una casualidad que quienes leyeron en Italia el "bello discurso del Dr. Espejo dirigido a la Sociedad Patriótica", se les despertara la idea de incorporarlo en la edición italiana de la Historia del Reino de Quito y pensaron, desde la rica experiencia euro-pea por ellos vivida, en las luces que "adquiriría el Dr. Espejo si viniese a la cultísima Italia". No tardaría en fallecer Juan de Velasco. Muy pocos años le faltaban a Espejo para seguir el mismo camino. Como he-mos dicho con ellos se cerró una etapa.

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segunda parte

el humanismo emergente

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PRIMERA SECCIÓN EL HISTORIÓGRAFO: JUAN DE VELASCO

CAPITULO I

LA SUERTE CORRIDA POR LA HISTORIA DE VELASCO

ntonello Gerbi, el humanista italiano a quien tanto le debe nuestra América, decía en 1955, que la obra de Juan de Velasco, Historia del Reino de Quito, le había sido "inac-cesible". En consecuencia casi nada pudo decir de ella, ni

menos aun, darle el lugar que se merecía dentro de La Disputa del Nuevo Mundo. 1 No es de extrañar esto. La Historia de nuestro Velasco no tuvo buena suerte. Su autor que creyó que en su "vejez y miserable estado de vida", se habría de satisfacer su esperanza de ver publicada su larga obra, murió en 1792, sin este último aliciente. 2 Cuando pasado más de medio siglo se hizo la primera edición completa de la Historia, se abrió un proceso, que dura hasta la fecha,

Antonello Gerbi. La Disputa del Nuevo Mundo. 1750—1900. México. Fondo de Cultura Económica, 1960, p. 198—199. n

Todas las citas sobre la Historia del Reino de Quito que aparecen en este trabajo se remiten a la edición hecha por la Casa de la Cultura, Quito, 1977, tres tomos, que comprenden Historia natural (I), Historia Antigua (II) e Historia moderna (III). La referencia a su 'Vejez" y miserable estado de vida" se encuentra en la carta de Juan de Velasco, del 16 de noviembre de 1791, pocos meses antes de su fallecimiento, Cfr. I, 46—18.

Las primeras ediciones de la obra de Juan de Velasco son: I . Histor ia del Reino de Quito en la América Meridional , publ icada bajo los auspicios de Do

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que ha estado signado por violentos rechazos, y no menos apasionadas defensas. Cabría preguntarse cuáles son los motivos profundos que plantearon la cuestión y que la mantienen, si bien con diferencias epo-cales. Mas allá del asunto de si existieron o no los Shiris, hay un hecho concreto, que tal vez no haya sido señalado suficientemente: al de que &> "£&^&<?<3P¿&¡m8&^"£^<&^ cluido. Su Historia del Reino de Quito nació tan sólo en una etapa de ella, posTOlemente la primera verüaüeramettie ^Shosa en cxiarau que ayudó a la toma de conciencia del mismo hombre americano. Una prueba de que no ha concluido nos la da Antonello Garbi, que la ha his-toriado hasta nuestros días. La Historia de Velasco es, por este motivo, uno de los libros más actuales que hayan sido producidos por la inteli-gencia latinoamericana.

Resulta necesario, por lo dicho, decir dos palabras acerca del momento en que fue gestada y escrita la Historia del Reino de Quito. Sabemos por el mismo Velasco, que alcanzó su redacción definitiva a mediados del año 1789, después de cerca de "veinte años de búsqueda" (I, 22), dato que nos remite a los últimos de la década del 60 e inicios de la del 70 del siglo XVIII. Al año siguiente de haber llegado los jesuítas expulsados a Europa en 1768, apareció el primer volumen de las Recherches philosophiques sur les américaines del abate prusiano Cor-nelio de Pauw, 3 obra en la que se lanzaron las más gruesas calumnias acerca de la naturaleza de América y del hombre americano. El año de 1770, comenzó a circular otra obra, de un espíritu semejante, aun cuando no tan virulenta, la del abate Guillermo Raynal, Histoire philosophi-

ña Rosa Gorrión Larrea, Marquesa de San José y de su ilustrísimo hijo D. José Modesto Larrea, por Abel Brendin, ilustrado con notas, mapas, láminas, y una nueva clasificación. Tomo I. Historia Antigua, París, Víctor Grandin, 1837, XI, * 100 * 23 p. II. "Temaux—Compaña, por 1840, publicó en París, traducida al francés, la Historia antigua del P. Velasco, la cual en esta edición comprende dos volúmenes y forma parte de las Relaciones y Memorias originales para servir a la Historia del descubrimiento de América. Dejó a un lado la Historia natural; y se propuso refundir la Historia moderna en los Viajes y descripciones geográficas. En 1842 es vertido al italiano el trabajo de Temaux—Compans... "

(Leónidas Batallas. Vida y escritos del R.P. Juan de Velasco. Quito, La Prensa Católica, 1924, p. 128. Federico González Suárez. Historia general de la República del Ecuador. Libro Sexto. Capítulo III, párrafo II, nota). III. Historia del Reino de Quito en ¡a América Meridional. Quito, Imprenta del Gobierno, por Juan Campuzano, 1841—1844, tres volúmenes. Editado por Agustín Yerovi. Tomo II, parte II La Historia antigua, 1841, Tomo III, parte III, La Historia moderna, 1842 y Tomo I, Parte I, La Historia natural, 1844. 3

Comalias de Pauw. Recherches philosophiques sur les américaines ou mémoires intere- ssants pour servir a l'histoire de l'espéce humóme. Berlín, G. J. Deker, 1768-1769, 2 volúmenes.

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que et politique des établissements et du commerce des européens dans les deux Indes, y al mismo tiempo se iniciaba una ruda polémica contra de Pauw, por parte de un benedictino francés, Antonio José Pernety, quien sería tan apasionadamente leído como las obras que impugnaba. 4 La década del 70 terminó con la aparición, en fin, del libro de Guillermo Robertson, The History of America (1777—1778), que difundió y popularizó por toda Europa la tesis de Cornelio de Pauw. 6 Al conjunto de ideas y doctrinas de los impugnadores de América, de su naturaleza, como asimismo de la de su hombre, tanto fuera el indígena como el hijo de europeos nacido en ella, Juan de Velasco las considera expresamente con la palabra "calumnia", frente a ellas se sentirá impulsado a una defensa, aun cuando no lo hará en la línea vindicatoria ya iniciada por Pernety.

Ahora bien, las tesis de Cornelio de Pauw, de Guillermo Raynal y de Guillermo Robertson, tenían todas ellas un importante an-tecedente en la extensa y a veces contradictoria obra del célebre Juan Luis Leclerc, conde de Buffon, a través de cuyas páginas se había planteado una serie de hipótesis para explicar la "defectuosa" naturaleza de las especies animales americanas, con las que de paso quedaban también explicadas las de sus habitantes. Los tres primeros volúmenes de la His-toire naturelle des animaux, que habría de alcanzar en 1789, treinta y seis grandes volúmenes, habían aparecido en 1749. Otro de sus libros, manejado por Velasco, la Teoría de la tierra, que causó una fuerte reacción entre los teólogos de la Sorbona por algunas de sus teorías que venían a alterar las viejas ideas científicas, había aparecido en 1744. Ahora bien, Buffon, que murió el mismo año en que Velasco había concluido de redactar la primera y segunda parte de su Historia, sostuvo ciertas doctrinas acerca de la generación de nuevas especies, a las que Velasco habría de adherir. De esta manera se nos aparece Buffon utilizado tanto por los antiamericanistas como por los que, como en el caso de Velasco, buscaban afanosamente puntos de vista científicos en los cuales apoyar sus doctrinas.

Gulillaume Thomas Franco!* Raynal. Histoire philosophique et politique de» établiise-ments et du commerce des dans ¡es deux Indes. Amsterdam, 1770, 6 volúmenes; Antoine Joseph Pernety. Díssertation sur l'Améríque et les américaines contre les Recherches phüoio-phiques de Mr. de Pauw. Berlín, G. J. Decker, 1770. 6 William Robertson. The Hittory of América. London, W. Strahan, 1777—1778, do« volúmenes.

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La década siguiente, la del 80, se caracterizaría por la renovación de la polémica, en una segunda etapa. Es necesario tener en cuenta que de las obras de Cornelius de Pauw, de Raynal y de Robert-son, surgía una negación y hasta un desprecio, que afectaba tanto la imagen de España y del hombre español, como la de la América hispánica y sus gentes. Los impugnadores de aquellos escritores, llevarían adelante la defensa colocándose, en unos casos, en una línea pro-hispa-nista, y, en otros, pro-americanista, que revelaban dos puntos de vista, sin duda, encontrados: de hecho, queriéndolo o no a los primeros no les molestaba mucho todo lo que de antiamericano habían lanzado en circulación ciertos alemanes, franceses e ingleses. Velasco, refiriéndose a uno de aquellos, el abate italiano Felipe Salvador Gili, con el que a su vez polemiza, lo declara "escritor benemérito de la nación española", pero señala que en algunas doctrinas "se conforma con los filósofos an-tiamericanos" (I, 398—399). Otro tanto sucedía con los otros, tales como el jesuita catalán Juan Nuix que discutía las obras de Raynal y de Robertson que habían puesto en duda "la humanidad de los españoles en la India", pero que no tenía mayor inconveniente en adherir a sus tesis calumniosas para con los americanos, tomadas de Cornelius de Pauw (I, 437). No es extraño que la monarquía española premiara a estos hombres, como es el caso de la pensión graciosa que se le concedió a Gi-li, mientras que las obras de otros, quedaran sepultadas en los archivos. Frente a los prohispanistas, se formó la vanguardia de los proamerica-nistas, entre los que se distinguieron tres jesuítas nuestros, el abate Francisco Javier Clavigero, mexicano, el abate Juan Ignacio Molina, chi-leno y Juan de Velasco, ecuatoriano. En una línea semejante, si bien al margen del conflicto interno dado entre españoles europeos y españoles americanos, se sumó a la defensa de América, Thomas Jefferson. 6

Como ha observado Gerbi, los ataques antiamericanistas, en particular lo de Cornelius de Pauw, más allá de la grosera envoltura ideológica con que fueron llevados a cabo, tuvieron alguna virtud. Una de ellas, tal vez la más significativa, fue la de haber marcado el fin de la tesis del "buen salvaje". En efecto una de las notas distintivas que po-

/? Francisco Javier Clavigero. Storia antica dell'Messico, cavata da migliori storici tpagnuoli e da'

manoscrítti e dalle pittura antiche degl'indiani. Cesena, per Gregorio Biasini, 1780 (vols. I—III) y 1781 (vol. IV). Juan Ignacio Molina. Saggio sulla storia naturale del Chili Bologna, Stamperia di S. Tommaso d'Aquino, 1871, Thomas Jefferson. Notes of the State of Virginia (1785) Chapel HUÍ, University of North Caroline Press, 1955. Para todo lo que aquí se va exponiendo, deberá consultarse la obra de Antonello Gerbi, ya citada.

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drían señalarse entre la primera y segunda etapa de las respuestas a De Pauw, es precisamente la del abandono de posiciones rousseaunianas, tal como fueron sostenidas por el abate Pernety, y el intento de colocarse más allá de la contraposición entre el "buen salvaje" y el "salvaje perverso". Ni de Pauw, ni Pernety. Tal será claramente la posición de Juan de Velasco, que entendió que la "bondad natural" de la que hablaba el segundo significaba una actitud panegírica excesiva, y que su sistema no era, por eso mismo, digno de seguírselo, aun cuando sus intenciones fueran plausibles (I, 306—317; 33).

Ahora bien, mientras Clavigero y Molina pudieron imprimir sus obras en Italia, Velasco, por causas que ignoramos, no pudo hacer lo mismo. Sabemos que en octubre de 1791. en vida todavía de su autor se había iniciado una traducción italiana. 7 Conocemos las lastimosas cartas del mismo Velasco, dirigidas entre 1788 y 1791 a las autoridades españolas de Madrid, con el objeto de obtener la impresión de su obra. Como dijimos, Velasco falleció sin ver cumplidos sus anhelos. Si leemos con cuidado, no podrían escapársenos las causas que llevaron al archivo los originales enviados a España. A pesar del tono mesurado con el que Velasco se refrena para hablar de las queridas cosas de su tierra, le aflora a cada paso más el "español americano", que el "español europeo". Las posiciones, por entonces, ya estaban tomadas. A los Académicos de Madrid, de cuyo informe tendremos que ocuparnos todavía, les molestaban las críticas que había hecho a la Historia de Tierra Firme "de Don Felipe Salvador Gili, ex-jesuita italiano, pensionado en premio de esta obra por el Rey", y proponían que se excluyeran de la edición unas páginas en las que se trataba a un hermano jesuita del mismo modo que a los "filósofos modernos" (I, 44). En pocas palabras, les molestaba que Gili, defensor de lo español, pero desaprensivo respecto de lo americano, fuera atacado por Juan de Velasco. 8 Incluso les molestaba que fueran atacados los mismos "filósofos modernos" y se los vilipindiara, a ellos, que habían hecho profesión-del vilipendio. Los honorables académicos de Madrid temían por la majestad del nombre mismo de Filo-

7 Eugenio Espejo. Primicias de la Cultura de Quito, art. titulado "Avisos interesantes", aparecido en el número 2 del 19 de enero de 1792. 8 La obra del escritor italiano Filippo Salvatore Gili] Saggío de Storía Americana, publicada en Roma en 1780, ha sido editada en traducción castellana en la colección "Fuentes para la Historia" de la Academia Nacional de la Historia de Venezuela, Caracas, 1965, con un estudio preliminar de Antonio Tovar. Respecto de la grafía del apellido de este historiador italiano, nos atenemos al modo cómo lo escribe el propio Velasco: Gili.

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sofía, por el hecho de que Velasco hablara de un Pauw, de un Raynal o de Robertson, y hasta del conde de Buffon, "tratándolos con voces de mala fe, ciega pasión, delirios, calumnias, maliciosa extravagancia, necedades, inepcias, falsedades, mentiras, caprichos, imposturas, locuras, desatinos. . . (I, 45).

Al parecer no les cabía duda de que aquellos señores repre-sentaban en persona a la Filosofía. La actitud humana de Velasco, y en general la de los jesuitas salidos de tierras americanas, ha quedado clara-mente expresada en las palabras de unos jesuitas ecuatorianos expulsos, publicadas en carta inserta en el periódico Primicias de la Cultura de Quito, número dos, de enero de 1792. "Todos los autores que cita Espejo —dicen— los hemos leído acá (es decir, en Italia) con horror, por las enormes imposturas, falsedades y denigrantísimos dibujos de toda la América y los americanos; principalmente al maligno y fanático prusiano Monsieur Pauw, que dice tantas bestialidades de los Americanos. Contra éstos han escrito admirablemente Don Francisco Javier Clavige-ro, en su excelente Historia de México, un chileno Molina, en la Historia de Chile, y nuestro Juan de Velasco, en la citada de Quito". No se trataba, pues, de animosidades personales e individuales de este último, contra los impugnadores, y contra los defensores de tan sólo lo español.

Ya podemos sospechar, y con fundamento, por qué la Historia del Reino de Quito, a pesar de los elogios que se hicieron de ella por parte de los académicos de la Historia de Madrid, no se publicó jamás y cuáles pueden haber sido las "intrigas" a las que se refiere Antonio de Alcedo, en su Biblioteca Americana. 9

Q Antonio de Alcedo. Biblioteca Americana. Catálogo de lot autores que han escrito de la América

en diferentes idiomas y noticia de su vida y patria, años en que vivieron y obras que escribieron (1807). Quito, Imprenta Municipal, Tomo II, p. 352—353.

Uno de los motivos del rechazo de la obra de Velasco se encuentra en su criollismo, posición ideológica que muestra una interesante evolución dentro de la historiografía de Indias hecha por indianos (criollos). Bernard Lavalle dice que las obras criollas del XVII o comienzos del XVIII "eran también, y antes de todo, obras ciiollistas, esto es que participaban activamente de la reivindicación americana de su tiempo. Luchaban por la defensa de la identidad americana. . . no eran sólo la expresión de un mero afán erudito y descriptivo de lo indiano que encontramos en muchas obras españolas de aquella época.

"A manera de respuesta a la ignorancia —sigue diciendo—, al desprecio, a los prejuicios europeos, para los hispanoamericanos, se trataba de mostrar, lo mejor posible, que en nada cedía el Nuevo Mundo al Viejo, ni los habitantes de aquél a los de éste. Por lo tanto, de modo consciente y, a veces, agresivo, a cada momento los autores cziollistas experimentaban la imperiosa necesidad de probar las ventajas de sus países, comparándolos con los más antiguos y de mas fama en Europa. Exponían cómo las benéficas influencias del medio y de la cultura en América hacían de los españoles nacidos allí seres llenos de relevantes cualidad». De ese modo, trataba

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Clavigero, Velasco, Molina y otros jesuítas americanos del extrañamiento, que no eran por cierto pocos, habían salido a defender su tierra, en una Europa donde casi no había amigos. La popularidad que alcanzó el abate de Pauw, acogido por Federico de Prusia en su Academia, junto con Voltaire, fue tan grande que, años más tarde, los franceses le otorgaron, junto con Jeremías Bentham, la nacionalidad honoraria y Napoleón Bonaparte ordenó, en 1811, que se levantara un obelisco en su memoria en el pueblo de Xantem, donde había sido canónigo. Sus obras fueron reeditadas, por lo demás, durante toda la década del 70, en Alemania, siempre en su texto francés, y en traducciones, en Inglaterra y Holanda.

el criollo de convencer y convencerse de su propia valía. "Por su parte, las obras ilustradas de los criollos del XVIII intentaban

profundizar el conocimiento de todos los aspectos de la realidad de su país, teniendo como mira un balance exhaustivo de las riquezas locales, un inventario utilitario para el futuro, que, de toda forma, se sospechaba muy diferente.

"Pero, no por eso dejaron de alentar a los americanos las preocupaciones criollistas. De manera implícita para unos, con agresividad para otros, éstas siguieron siendo una de las motivaciones fundamentales de los americanos ilustrados, tanto más cuanto que en Europa, ni los prejuicios, ni las teorías sobre la inferioridad del mundo y del hombre del Nuevo Continente desaparecieron durante el siglo XVIII". "El sustrato criollista de la ilustración hispanoamericana", en Homenaje a NoSl Salomón. Ilustración española e independencia de América, Barcelona, Universidad Autónoma de Barcelona, 1979, p; 17.

Otro de los motivos, muy relacionado con el anterior, es el que Gonzalo Zaragoza y Ricardo García Cárcel han llamado con acierto "el miedo a América".

"Es bien conocido el vacío —dicen estos autores— en la producción historiográfica española americanista desde finales del siglo XVII; . . . Este vacio es aún más inexplicable por cuanto por una parte existía el incentivo para redactar obras generales de tema americano, la serie de ataques más o menos injuriosos de la "obra de España en América", y por otra parte los medios, desde el avance en las técnicas de investigación hasta la existencia de una Academia de la Historia, a la cual se confiere corporativamente el cargo de cronista perpetuo de Indias.

"Ni incentivos ni medios logran vencer lo que podríamos denominar el miedo de América, La historiografía profesional se retrae. . . La Academia, en vez de redactar esa gran historia de América que hiciera callar, con pruebas documentales, las lenguas maledicentes, prefiere traducir The History of America de Robertson (1777), traducción que será interrumpida por la presión inquisitorial. . .

"Frente al vacío de los profesionales de la historia, la publicación de libros sobre América será una empresa de historiadores marginales básicamente realizada por científicos movidos por su curiosidad (Jorge Juan y Antonio de Ulloa, por^ejemplo), o por oficiales reales con misiones investigatívas, o por jesuítas expulsos desde Italia. Se realiza, por decir, así, en los extremos de la historia profesional, o en el ámbito de las ciencias auxiliares...

"En realidad el tema americano resulta un tema tabú, en que casi se prohibe la publicación de obras (Cédula del 21 de octubre de 1782) y sobre el que hay que andar de puntillas en las últimas décadas del siglo (el subrayado es nuestro). Porque, o bien el escritor tenía que repetir los clichés de la historiografía tradicional, despreciando las "luces del siglo", o bien, aceptando éstas, abrir de nuevo la investigación y estudiar con base documental las acusaciones extranjeras, exponiéndose a sus hallazgos.

"Esta seguna opción podría ser atrayente para algún investigador honesto, pero no era desde luego la opción de la Corona. Porque está claro que Carlos III intentó lanzar una contraofensiva informativa que sancionara definitivamente el "repudio orgánico" de la Leyenda Negra..." "La polémica sobre la conquista española de América. Algunos testimonios del siglo XVIII", en Homenaje a Noel Salomón, edición citada, p. 373-374.

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Por su parte, la obra de Robertson no tuvo menos acogida. Fue recibida con aplauso en medios intelectuales españoles, aun cuando la imagen de la España conquistadora no quedara nada bien parada. Sin embargo, en 1777, fue incorporado como miembro correspondiente a la Academia de la Historia de Madrid, aun cuando después su obra fuera objetada por la Inquisición y hasta prohibida. Cuando se le encargó a Juan Bautista Muñoz, historiador español, que redactara una versión corregida de la Historia de Robertson, "según las intenciones de quienes hicieron el encargo —dice Gerbi— debía escribir para rectificar los errores antihispánicos de Robertson, y no los antiamericanos".

En cuanto a la Historia de Raynal, quemada por mano del verdugo en Francia, en 1781, como lo recuerda Juan de Velasco (I, 436), fue impresa en traducción española resumida, en Madrid, poco después, entre 1784 y 1789, año este último en el que se completaba la redacción de la Historia del Reino de Quito. 10

El hecho de que lo antiamericano que había en de Pauw, Raynal y Robertson, fuera visto como aspecto secundario y, en algunos casos, aceptado sin crítica, despertó en los jesuítas criollos la sospecha de que había alguna relación particularmente entre el primero, de Pauw, y los españoles. Fray Servando Teresa de Mier lanzaría la acusación de que la calumnia contra los americanos había sido tomada inicialmente por el abate prusiano de los mismos españoles, los que más tarde, escudados bajo la autoridad de aquél, seguían sosteniéndolas. De acuerdo con esta idea, Juan de Velasco, hará una distinción entre lo que él considera "las verdaderas fuentes de la historia" y las "fuentes infectas", que son las que han usado los "filósofos antiamericanos", entre las cuales se encuentran las dejadas por aquellos conquistadores españoles que pretendían "la esclavitud de los indios" (I, 426). "

Tal era el clima europeo de la época en que Velasco con-cluyó su laboriosa tarea. Ella explica el sentido, la intencionalidad última, el carácter apologético de la Historia del Reino de Quito, no en el

10 Guillermo Raynal. Historia política de los establecimientos ultramarinos de las naciones europeas, por Eduardo Malo de Luque. Madrid, A. de Sancha, 1784—1789, tres volúmenes. 11 Cfr. Antonello Gerbi, La Disputa de América, ed. cit., p. 49 nota; 203; 111 nota; 267—268 271—286, etc.

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sentido de alabanza de lo propio, sino de legítima defensa. Por lo demás, el exilio le permitió a Velasco algo que no hubiere alcanzado nunca si no hubiera salido de su tierra, el horizonte universal desde el que se coloca para hablar de su tierra, hecho que hace de aquella Historia patrimonio continental, junto con las de Clavigero y Molina.

Una segunda etapa en el proceso de valorización de éste, se abre luego de un lapso de más de cincuenta años, a partir de 1841, año en que Yero vi editó en Quito el primer tomo. Desde un comienzo la obra de Velasco habría de mostrar para los intelectuales ecuatorianos, herederos directos de lo que bien podría llamarse "la cuestión Velasco", graves problemas. Por una parte, no cabía la menor duda, que se trataba de una obra del más alto interés nacional, más aun, se encontraba en las raíces mismas de la historiografía ecuatoriana, como sus inicios, algo así como lo que fue Herodoto respecto de la griega. Pero también, lo mismo que el célebre narrador helénico, había en ella aspectos que no se sabía cómo debían ser interpretados. A pesar de que la primera edición ecuatoriana surgió en plena época romántica, no se supo subrayar suficientemente la fuente principal de la Historia, que se encuentra, sin duda alguna, en las leyendas y tradiciones. La idea de que se estaba ante un mundo en el que no había límites muy precisos entre lo real y lo fantástico, que, en otros caso's, tampoco los tenía entre lo que se consideraba ortodoxia y ciertas ideas escandalosas para la época, condujo a justificaciones piadosas, como la del mismo Yerovi, que intentó salvarlo por el lado de la moral. En la Advertencia decía que "el autor no reflexiona, pero hace reflexionar" y, agregaba, que si el fin de toda historia es el de jugar un papel moralizante, Velasco lo cumplía, en cuanto que ningún malvado aparecía sin su correspondiente castigo divino.

El ataque en contra de la Historia tendría lugar, sin embargo, recién a fines del siglo XIX y comienzos del presente. Un español, Marcos Jiménez de la Espada, dio en 1897, la tónica que habría de adquirir el rechazo, y que concluiría en lo que el jesuíta Le Gouhir calificó como "ultracrítica". Movido por el mismo hispanismo antiamericano que habían combatido los jesuítas del extrañamiento, Jiménez de la Espada pondría en guardia a los lectores ante "las ignorancias, inocentadas y anacronismos que hierven en aquellos párrafos. . . de la obra del crédulo, desmemoriado y necesitado jesuíta quítense, fraguado a la ligera para merecer la pensión con que los expulsos españoles e hispanoamericanos malvivían fuera de su patria". Leónidas Batallas, uno de los pri-

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meros defensores ecuatorianos de la obra de Velasco, diría indignado, que Jiménez había caído en "injuria, calumnia y difamación", y llegaría a afirmar que el maestro del historiador español no podía ser otro que Voltaire. 12 No es casual que una obra escrita para combatir una calumnia se la intente anular como hizo Jiménez de la Espada mediante el recurso a la calumnia.

No vamos a hacer la historia pormenorizada de esta segunda etapa, toda vez que ya ha sido intentada. 13 Sólo diremos que la discusión acerca de la Historia de Velasco quedó centrada principalmente alrededor de uno de sus tantos momentos, la discutida tesis acerca del Reino de los Scyris. Bien es cierto que la polémica apuntaba a la obra entera, en cuanto que aquella tesis venía a resultar una prueba de la escasa o nula "científicidad" del padre de la historiografía ecuatoriana. Historiadores y arqueólogos vinieron a coincidir en la invalidez de una obra que había dado entrada a la "fábula". Llama la atención que no se buscaran otras vías de interpretación y que las propuestas fueran en el sentido de mutilar la obra o de eliminar, por lo menos de una "historia oficial", las partes observadas. González Suárez, en su Carta arqueoló-gica, del año 1917, decía: "Cuanto más estudio este punto, más me convenzo de que la tal monarquía (la de los Scyris) debe eliminarse de la Historia antigua del Ecuador".14 Jijón y Caamaño, por su parte, no sólo coincidía en este rechazo, sino que aventuró razones acerca de la presencia de lo fabuloso y llegó a colocar a Velasco dentro del "género de falsarios" que debe denunciar la crítica. 15 José María Le Gouhir, uno de los que más tarde, pasado el primer momento de crítica destructiva, intentó rescatar la Historia de Velasco, acusó a la ciencia ecuatoria-

12 Leónidas Batallas. Vida y escritos del R.P. Juan de Velasco, S.J. edi. cit. p. 173.

1 í Entre los escritores que documentaron la "cuestión Velasco" o que con sus aportes han

ayudado a esclarecerla, se debe mencionar, en primer lugar, el libro de Leónidas Batallas, ya citado. Entre los contemporáneos. Jorge Salvador Lara, "Semblanza del Padre Velasco, historiador del Reino de Quito", en Juan de Velasco. Historia del Reino de Quito, edición de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, ya mencionada. Tomo I, p 475—601; Piedad y Alfredo Costales, "El Padre Juan de Velasco, historiador de la Cultura", en la misma obra, Tomo II, p. 7—80; Celín As-tudillo Espinosa. Juan de Velasco, historiador, biólogo y naturalista. Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1978. En la Biblioteca Ayacucho acaba de aparecer un Juan de Velatco, reedición parcial de su Historia, con un estudio introductorio de Alfredo Pareja Diezcanseco, que no hemos podido consultar. 14 Leónidas Batallas, obra citada, p. 16. Leónidas Batallas, obra citada, p. 20 .

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na de entonces de haber caído en un "ultracriticismo", por parte de in-vestigadores que pretendían "condenarle como a insulso e insipiente no-velista".. En efecto, desde un comienzo, había aparecido la idea, que luego será retomada por otros, de que la Historia de Velasco no era pro-piamente tal, sino simplemente una "novela". Si esto es o no un disva-lor, depende, claro está, de lo que se entienda por "novela" y del modo como se considere la historia. Ahora bien, lo que causa extrañeza, no es el hecho de que se objetara "científicamente" las tesis de Velasco, co-mo la inquina con la que algunos de sus críticos procedieron. Le Gou-hir resume esta actitud diciéndonos que la Historia del Reino de Quito fue considerada como "obra desconceptuada, montón informe de pa-trañas, leyenda perniciosa, fábula funestísima y odiosa, que urge elimi-nar, pues amenaza atosigar a la juventud estudiosa" y su autor "un cri-minal, impostor y facineroso, digno de la execración de las posterida-des". 16 Si se tiene en cuenta que Jiménez de la Espada vivió las épocas da un nacionalismo español exaltado por la guerra de Cuba y la pérdida de una de las últimas colonias, se comprenderá el desprecio soberano con el que habló de nuestro Velasco. También viene al caso recordar que desde antes del 900 comenzó a gestarse un hispanismo, tanto en la Península como en los países hispanoamericanos, que tuvo como uno de sus ejes al rechazo de lo que se denominó la "leyenda negra", enten-diendo por tal la calumnia contra la España colonizadora. Súmese a esto una influencia evidente sobre algunos de los más importantes científicos de la época, de una tendencia que se podría considerar positivista, que intentó reconstruir la historia desde un concepto del "dato" que excluía, por ejemplo, las tradiciones populares como fuentes de la misma. Poco, o tal vez nada, molestaba ya aquella "calumnia de América" que tanto les había dolido a los jesuitas quiteños del extrañamiento.

Una obra debe ser leída a partir de un intento de interpre-tación orgánica, sobre todo cuando se trata de escritores que, como Ve-lasco, se presentan totalmente congruentes en todos sus planteos. En tal sentido, tan inadmisible resulta, a nuestro juicio, pretender que se desgaje una de sus partes, ya sea para colocar como apéndice, lo que el autor ha puesto como apertura de la obra, como lo sugirieron los acadé-micos de Madrid respecto de la historia natural; ya sea para eliminar de ella, la historia de los Scyris o ya sea, como se ha insinuado en nuestros días, para denunciar la parte de polémica contra los "filósofos antiame-

Cfr. Leónidas Batallas, obra citada, p. 110; 114; 118—119 y 125.

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ricanos", como "cuerpo extraño" y como "parte enteramente adventicia y superflua". 17 El problema de la "verdad" o de la falsedad" de un texto historiográfico no se resuelve en una confrontación con meros "datos"; más allá de ellos, o más acá, posee una "objetividad" que no es la que pensaron los hipercríticos, que partieron del presupuesto de estar colocados frente al dato puro, sin mediación. Y el valor de la obra de Velasco, y de otras que se le asemejen, debe buscarse, precisamente, en ese mundo de mediaciones. Es lícito preguntarse acerca de si existieron o no los Scyris, más, no lo es, desconocer la función que la leyenda recogida por el escritor juega dentro de la economía general de la obra, resolviendo que la tal leyenda es una mera fábula, indigna de la cientifi-cidad de un texto.

Julio Tobar Donoso. "Introducción" al libro Padre Juan de Velotco. Puebla, México, Editorial Cajica, 1961, tomo I, p. XIX—XCLL.

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CAPITULO II

NATURALEZA, HISTORIA, HISTORIOGRAFÍA

na de las primeras dificultades para la interpretación del pensamiento de Juan de Velasco deriva de su concepto de "historia". La obra está dividida en tres partes, que son presentadas como secuencia la una de la otra, una "historia

natural", una "historia antigua" y una "historia moderna". La primera comprende, a su vez, cuatro partes: el "reino mineral", el "reino vegetal", y el "reino animal", y por último el "reino racional"; la segunda se ocupa de los primitivos habitantes de Quito hasta la conquista española y la tercera, abarca desde aquella conquista hasta el año 1767 (cfr. III, 14). A su vez, toda la obra se encuentra precedida de un capítulo que podríamos considerar como un ensayo de "geografía".

Todo este plan, en particular desde el momento en el que se comienza a hablar del "reino mineral", hasta su culminación en la "historia moderna", se nos presenta con un sentido progresivo, que va desde lo inorgánico, hacia lo orgánico y de ahí a lo que para nosotros es propiamente histórico, el hombre y su cultura. Es importante notar que, por ejemplo, entre el "reino vegetal" y el "reino animal", Velasco entiende que no hay límites preciso (I, 99 y 163—167) y algo semejante

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parece querernos sugerir cuando resuelve incorporar en esa misma "historia natural" un último reino, "el racional". En este sentido es interesante señalar que le parecía posible que el ser humano resultara fecundo con otras especies animales, de lo cual se habría generado, por ejemplo, el cinocéfalo (I, 201). El principio que parece regir estas ideas de Velasco es el de que "la naturaleza no da saltos" y que hay entre sus diversos "reinos", en particular los que corresponden a los seres vivientes, un movimiento que los muestra a todos participando de la vida como un sustrato común. El hombre, si bien por la Revelación se sabe que está colocado por encima de todo lo creado, no se escinde de la naturaleza, y así como puede pensarse en una cierta "escala ascendente" que culmine en él se dan también procesos de "descenso", que no son necesariamente casos de degeneración. Se trata de una intercomunicación de la vida en todos sus niveles o "reinos", de los unos o los otros, en todos los sentidos posibles. Más adelante, el principio de que "la naturaleza no da saltos" será reformulado dentro de la idea de un desarrollo "ascendente". Bien es cierto que Velasco había abandonado la tesis de los grados intermedios entre el "reino mineral" y el "reino vegetal", sostenida por algunos naturalistas del siglo XVII, más, en contraste con Bu-ffon, para quien la frontera indefinida se le presentaba solamente entre vegetales y animales, llegó Velasco a insinuar, como hemos visto, una identificación entre la especie humana y otras especies animales.

Aun cuando no haya textos explícitos, lo que resulta evi-dente es que la "racionalidad", como algo propio del último de los "rei-nos", es tema que puede ser considerado dentro de una "historia natural". Mas, como contraparte, resulta que la naturaleza en su totalidad queda inserta en la historia. Más aun, del modo cómo nos habla de las culturas indígenas americanas se desprende que para Velasco resultaba indudable que el hombre mediante su "razón natural" podía llegar a altos niveles de humanidad, en contraste con la inhumanidad de otros hombres, el conquistador europeo, que a pesar del Evangelio podía regresar a los más bajos niveles.

El concepto de historia se encuentra además anticipando ya claramente en Velasco la noción de "historia mundial", en el sentido que la darían las filosofías de la historia posteriores. Mas, a diferencia de éstas, en particular si pensemos en las Lecciones de filosofía de la historia universal que habrá de elaborar años más tarde un Hegel, no surge una contraposición entre "naturaleza" e "historia", ni menos aun aparece una comprensión del "hombre natural" como carente radical-mente de historicidad. De este modo, si bien la Historia de Velasco y

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aquellas Lecciones muestran una misma estructura, en cuanto que am-bas se abren con una "geografía" para dar lugar después propiamente a lo que sería "historia", la primera no es el lugar del hombre pre-históri-co, en el sentido de "fuera" de la historia. La humanidad, en contra de lo que sería la tesis hegeliana anticipada por muchos de los escritores europeos que se sumaron a la "calumnia de América", no se divide en hombres históricos y hombres no—históricos. El presupuesto de toda la obra de Velasco, aun cuando no lo diga explícitamente, es el de la his-toricidad de todo hombre, aun cuando sea meramente un ser "natural".

Hasta podríamos concluir que en realidad para Velasco no existe propiamente "naturaleza", en cuanto que el hombre no tiene otro acceso a ella, que la cultura. Cada grupo humano ha tenido como le llama Velasco, su "grado de cultura" (I, 363), y por lo tanto, su modo de inserción en la "naturaleza" que es en tal sentido "su" naturaleza. Hacer la "historia natural" del Reino de Quito es sin más reconstruir la "naturaleza" desde una determinada formación cultural. De este modo se integra en la cultura, es decir, en* la historia. En otras palabras, lo que se quiere decir con tal punto de vista es que hay una "naturaleza americana", porque hay un hombre americano histórico, aun cuando para los europeos no se presente integrado en una "historia mundial", y en muchos casos, no siquiera en la historia.

Las pruebas más claras de todo esto radica en el hecho de la nominación de los entes naturales. Las ideas que surgen del modo cómo se organiza la Historia de Velasco se apoyan en el Génesis: "Y Yahvé Elohim trajo ante Adán cuantos animales del campo y cuantos animales del cielo formó de la tierra, para que viese cómo los llamaría, y fuese el nombre de todos los vivientes el que él les diera. Y dio Adán nombre a todos los ganados, y a todas las aves del cielo, y a todas las bestias del campo. . ." (2, 18—25). Aparece aquí el ser humano definido por el lenguaje y la relación del hombre con la naturaleza, se nos la muestra como nominación. El dominio que por derecho divino tiene ese hombre "sobre cuantas hierbas de semilla hay sobre la faz de la tie-rra y cuantos árboles producen frutos de simiente" como así también sobre "todos los animales de la tierra y todos los animales del cielo", (Génesis 1, 26—31) para alimentarse de ellos, sólo puede ser un dominio real si se les reconoce, cosa que se manifiesta precisamente en el acto de nominar a cada hierba, y a cada animal. Y el hombre americano, des-cendiente de Adán como lo son absolutamente todos los hombres del planeta, no necesitaba que viniera el europeo a enseñarle algo que le

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era propio, la nominación de su naturaleza y la integración de ella a su cultura.

Se podía, pues, hacer una Historia del Reino de Quito par-tiendo desde los minerales, las plantas y los animales, porque ellos se le aparecían a Velasco integrados por obra del hombre americano mismo, en sus diversos "grados de cultura". Mucho antes de que llegaran los conquistadores españoles, ese hombre ya había nominado su naturaleza porque los hijos de Adán, si bien confundieron sus lenguas y se dispersaron por el globo, no dejaron de poseer voz, de ejercer un lenguaje. Lo que pone de manifiesto la presencia de lo humano, aun en los salvajes, es precisamente la posesión de ese don increíble, el de la palabra. Si se presta atención a ella se pueda hacer la historia de los pueblos que se los entiende fuera de lo histórico y más aun, se puede hacer una historia que no escinda el hombre de la naturaleza. La historia no sólo puede comenzar por una "historia natural", sino que ésta es ya historia. 18

Se encuentra implícita en la posición de Velasco una tesis que es de nuestros días: la de que la cultura es un fenómeno semiótico. Claro está que afirmar tal cosa no significa reducirla únicamente a co-municación y significación. Ya señalamos que la nominación, por ejemplo, según la tradición bíblica dentro de la que se encuentra Velasco, era a su vez dominio. Considerar la cultura como fenómeno semiótico es considerarla desde uno de sus modos de constitución que es el hecho del lenguaje como praxis significativa social. La consideración de la cultura sub specie semiótica se pone de manifiesto en Velasco en el criterio dominante en él, de atenerse para la enumeración, clasificación y descripción de los entes naturales, a aquellos que han sido nominados dentro de la cultura indígena y a los nombres que esa cultura les ha asignado. Podríamos decir que los géneros y sus especies nos son presentados como "espacios semánticos", en cuanto que lo que le interesa no es tanto el ente natural, como el ente natural nominado por el hombre americano.

18Celín Astudülo Espinosa, en su obra Juan de Velasco historiador, biólogo y naturalista, ed. cit., ha señalado que la nominación es el primer paso dentro de la historia de la taxonomía vegetal y animal. "Desde el principio el hombre comenzó a observar y a diferenciar los animales y las plantas que le despertaron curiosidad o que le eran útiles o dañinos, luego les puso nombres, siendo éste el primer paso del proceso taxonómico. . . " (p. 154). Ha observado además el Dr. Astudillo que al iniciar Velasco su Historia con un esbozo de descripción geográfica, dio nacimiento en el Ecuador a la geografía de la historia. Cfr. p. 181.

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La importancia que en la reconstrucción historiográfica tienen para Velasco el lenguaje y la tradición oral como algo inseparable de él, nos obliga a preguntarnos cuál fue su posición como historiador frente a las tendencias de la época. Con lo que ahora digamos el tema no quedará agotado y deberemos retomarlo más adelante, desde otros puntos de vista.

Fue característico del humanismo ilustrado la presencia y desarrollo de una forma de conciencia histórica. Este hecho debía im-pulsar, lógicamente, al nacimiento de la historiografía en aquellas regiones en donde este saber no se había establecido, o a su reformulación en aquellas otras partes en las que ya existía una tradición historiográfica. El Reino de Quito no ha sido un ejemplo del primer caso. Ahora bien, aquella conciencia histórica estuvo precedida por una conciencia de temporalidad que se manifestó en la etapa del humanismo barroco. Juan Valdano es quien, según entendemos, ha sido uno de los primeros en señalarla a propósito de la obra poética del jesuíta Juan Bautista Aguirre. 19

Podríamos decir que entre el barroco y la ilustración se produjo un cambio significativo en la noción del tiempo y que nosotros tratamos de señalar con la distinción entre una "conciencia de tempora-lidad" (en la que juegan básicamente las categorías de "tiempo—eterni-dad") y una "conciencia histórica", para la cual el tiempo es, sin más, el vivido por una comunidad humana concreta en un proceso de autorre-conocimiento de sí misma, es decir, en una historia. Estas dos com-prensiones serían las que separan a un Aguirre de un Velasco.

Ahora bien, dentro del humanismo ilustrado, otros com-partieron la posición del último de los mencionados. Eugenio Espejo, como médico, entendía que no se podía alcanzar la comprensión de los estados nosologicos sin conocer su historia, no la del paciente, sino en un sentido más general y amplio, la de la enfermedad desde sus primeras apariciones, por lejanas que fueran, en las comunidades humanas 20 y,

19 Juan Valdano Morejón. La pluma y el cetro. Cuenca, Universidad de Cuenca, 1977, p. 132

en El Guacamayo y la Serpiente. Cuenca, número 14, y "Arte barroco y sociedad colonial" 1977, p.114. 2O "Eugenio Espejo, Reflexiones sobre las viruelas, en Obras de Espejo, edición de González

Suárez, II, 378—386.

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como hombre de "letras", exigía, a su vez, una historia cultural con la clara conciencia de que ella no había sido aun hecha. En La Ciencia Blancardina hablaba, en efecto, de "una historia de nuestra provincia, que bien la ha de menester". 21 Por su parte, el obispo Pérez Calama, otro de los ilustrados de la época, ponía como condición para una cabal interpretación del saber teológico y del saber jurídico, el conocimiento de la historia. En relación con esta exigencia nació la idea, expresada por el mismo Calama y que seguramente no fue exclusiva de él, de un "derecho patrio", o sea un estudio del derecho a través de las formas que mostraba en las diversas épocas de la "Nación española".22

La ilustración se caracterizó, como venimos diciendo, por esta necesidad que podríamos llamar, sin más, como historiográfica. Jo-sé Luis Abellán ha llegado a hablar de una "revolución historiográfica" del siglo XVIII a la que considera como "verdadera clave de la Ilustra-ción". Ahora bien, esa tendencia que, conforme con lo que él nos dice, sería definitoria para la época, se relaciona de modo estrecho con la "crítica" y la historiografía ilustrada aparece diferenciada de otros in-tentos anteriores, por lo menos en España, por ese hecho fundamental. "Los inicios españoles de la Ilustración —dice Abellán— se confunden con la historia crítica, y Mayans es quien por primera vez se identifica sistemáticamente con lo dicho de modo riguroso. Esta concepción de la historia crítica era el resultado de oponer los testimonios y documentos históricos fidedignos a las leyendas y mitos transmitidos oralmente o mediante documentos de fiabilidad. Este nuevo planteamiento de la historia española exige poner en práctica dos requisitos básicos: 1) edi-tar todas las fuentes históricas, y 2) aplicar el sentido crítico de método y planteamiento".23

Ahora bien, resulta evidente, como surgirá de lo que más adelante tendremos ocasión de comentar, que la Historia del Reino de Quito de Juan de Velasco se encuentra dentro de la "conciencia históri-

21Eugenio Espejo. La Ciencia Blancardina, en Obras de Espejo, edición de González Suárez, 11,316. 22Hernán Malo González. Pensamiento universitario ecuatoriano. Quito, Corporación Edito- ra Nacional y Banco Central del Ecuador, 1982, p. 177; 178; 190. 23José Luis Abellán. Historia crítica del pensamiento español. Madrid, Espasa Calpe, 1980, III, 419 y 764.

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ca" propia del humanismo ilustrado, pero no lo es menos que la "crítica" se ejerce de distinta manera o sobre otras bases documentales. Ma-yans y Sisear partía de la existencia de una historiografía española; Ve-lasco podríamos decir que partía de cero. Los ilustrados españoles contaban con una ya impresionante documentación escrita, mientras que Velasco debía, ineludiblemente, dar entrada y valor a leyendas y mitos. La importancia del lenguaje en pueblos prácticamente ágrafos debía ne-cesariamente ser reconocida.

La actitud del historiador quiteño frente a los materiales con los que debía trabajar nos muestra, además, los límites dentro de los cuales estuvo influido por la tarea desmitificadora de un escritor pre-ilustrado de tanta influencia en América como fue el autor del Teatro Crítico Universal. No cabe duda que en un Mayans y Sisear estaba pre-sente la gran labor de denuncia que significó la obra de Feijoo. Velasco, admirador del benedictino, sintió, sin embargo, la necesidad dedar crédito a tradiciones que, después del célebre monje, no eran ya admisibles. Esta limitada influencia de la depuración feijoísta debe ser entendida en función de lo que dijimos antes respecto de las fuentes con las que se trabajaba en España y las que se ofrecían en América, continente sin historiografía. Mas también debe ser valorada en la intención, muy clara en Velasco de asimilar un pensamiento "popular" al que se le reconocía un peso propio. A pesar de las posibles ingenuidades en las que cayó en relación con ese pensamiento, hizo, a su modo, también Velasco, una valoración crítica. La misma surge del sentido que dentro de la economía de su Historia tienen los mitos y las leyendas. Sobre esto tendremos necesariamente que volver.

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EL DESTINATARIO DE LA OBRA DE VELASCO

a particular importancia asignada al lenguaje hace, pues, posible una historia que integra como uno de sus momentos a la naturaleza misma. La botánica y la zoología de un hombre que

se quiere presentar como nominador de su naturaleza, como constructor de su cultura y por tanto como ser histórico. Es evidente que la sistemática aplicada a los reinos mineral, vegetal y animal, no responde en Velasco a principios clasificatorios científicos, ya de nuestra época, que no sería cosa de extrañar, sino tampoco a los de la suya propia. Este hecho no es fruto solamente de un escaso y pobre nivel científico—natural, comparado con el que a fines del siglo XVIII se había alcanzado,"Sino que depende de la presencia de otros criterios y puntos de vista suficientemente valiosos como para justificar el intento de "sistematización" puesto en juego. No le interesa sistematizar por su cuenta minerales, plantas y animales, sino reconstruir lo que fue el sistema de la naturaleza para una determinada población humana, diferenciada básicamente por el lenguaje. De ahí el hecho altamente sintomático de que no incorpora en sus diversos catálogos entes naturales no nominados y se limite expresamente, salvo excepciones,

CAPITULO III

L

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claro está, a los que han sido nominados por la población indígena. El punto de partida no es el ente natural, sino el nombre del ente natural, en otros términos, la cultura de un pueblo vista desde el ángulo de su comprensión y organización del medio natural que le rodea. Este hecho explica la constante referencia a usos y creencias y la introducción de seres fantásticos o mitológicos, o la atribución de lo fantástico o seres naturales reales.

Para una lectura de la "Historia natural" de Velasco hecha desde el punto de vista del saber científico—natural, tal como ya quedó establecido desde fines del siglo XVIII, la sistemática aplicada resultaba sin justificación alguna y se presentaba como una manifestación de una cultura científica atrasada e incipiente. Este hecho se agrava si tenemos en cuenta que conforme con la tradición impuesta por Linneo, la siste-mática llegó a representar entonces la verdadera ciencia, a tal extremo que poco interesó a los científicos que militaban en aquella línea las obras de Buffon en lo que tenían de ideas generales o filosóficas sobre animales y plantas.

Importante resulta considerar la censura que los académi-cos de la Real Academia de la Historia de Madrid emitieron en agosto de 1789, a pedido del ministro del Estado español Antonio Porlier, so-bre la Historia del Reino de Quito.

Nos referimos a las críticas hechas a propósito de la "His-toria natural", que, evidentemente, no satisfizo a los académicos. "En los libros 2do. y 3ro. —dicen— que trata de los reinos vegetal y animal, no tiene el mismo mérito la obra, pues, el autor carece de los principios de historia natural, como él mismo confiesa, y no puede pasar de un ca-tálogo de plantas, flores, aves, peces, insectos y otros animales. Y sien-do lástima que no corresponda a lo demás, parece que convendría tratar que se mejore y corrija".

Le inculpan los censores no haberse interesado mayormente por los insectos y los peces, como asimismo haber hecho una descripción insatisfactoria de las plantas. A efecto de fundar la censura les parece a los académicos oportuno transcribir las propias palabras de Velasco: "Entrando a hablar de los insectos, dice: son pocos los que dan utilidad, sirven algunos para la mera diversión y, todos los demás, no son sino para el fastidio y perjuicio de los hombres"; y más abajo, en la misma página, añade: "aunque hay varios insectos muy útiles para la

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medicina, pero no haciendo yo profesión de ella, ni escribiendo para Médicos ni Boticarios, los omito a todos". "Dice, por disculpa del poco conocimiento que tiene de la Historia natural, que es poco importante la de los peces". Por último, siempre transcribiendo las casi escandalosas afirmaciones de Velasco, se refieren a las plantas: "Dice que hablará de las plantas poco y mal; y en efecto, sus descripciones son incompletas e inexactas, contentándose muchas veces con apurar el nombre común el país del objeto o producción natural y alguna noticia vaga e indeterminada que no caracteriza cosa alguna, ni enseña con seguridad y fundamento".

Como conclusión los académicos declaran que "...esta obra... es de un mérito superior a cuantas hay escritas de la América y la más digna de la luz pública. .. siendo lástima que no podemos decirlo mismo de la parte que comprende la Historia natural, que, sin embargo de los nombres científicos que hemos añadido el margen de varios animales y plantas, queda muy imperfecta e inexacta en las descripciones, y convendrá darle otro título o calificación, como vgr. Repertorio o Manual de Noticias y nombres vulgares pertenecientes a las producciones naturales del Reino de Quito, que pueden servir de reclamo y auxilio a los que se dediquen a formar su historia, poniéndose como Apéndice, con que quedaría más disimulable, o que Su Majestad disponga que el mismo Autor la corrija y ordene. . ." (I, p. 38—46).

Todas estas objeciones tienen su razón de ser y a nadie escapa que las mismas no podían dejar de ser planteadas. Ahora bien, también es cierto que si bien Velasco había incursionado por el campo de las ciencias naturales y en tal sentido era de suyo que se informara sobre ciertos criterios, la intencionalidad de la obra excedía a éstos. La crítica de los académicos hubiera sido totalmente válida si la pretensión de la obra hubiera sido exclusivamente la de hacer un aporte a la ciencia natural y si el destinatario de su primera parte hubiera sido el científico naturalista, o aquellos que organizaban su práctica profesional, médicos y boticarios, sobre el saber del primero. Mas, sucede que el destinatario de la obra de Velasco no era solamente aquél, y posiblemente, no lo era en primer término. Sucede que uno de los ejes de las clasificaciones y descripciones que hace el jesuita riobambense, está dado por aquello que se considera impropio: el rescate del "nombre común en el país" (I, 40) y el intento de hacer de modo manifiesto lo que los académicos, no sin cierto desprecio, llaman un "Manual de nombres vulgares" (I, 46).

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Velasco quiere, ante todo, mostrar un hombre, el americano, capaz de nominar su propia naturaleza, y por cierto que esa tarea debía ser nece-sariamente reflejo de un estado que para la sistemática de la época, era pre—científica.

Por cierto que también el mundo de los naturalistas entraba en el destinatario de la obra. Mas, no lo era tanto en cuanto mundo productor de un saber de ciencia, sino en cuanto generador de una ideo-logía, la que habían elaborado los "filósofos antiamericanos". El hecho cobra toda su importancia, si tenemos en cuenta que los más notables científicos de la época no habían escapado, de un modo u otro, a aque-lla ideología y que, más aún, habíase generado un tipo de ensayo, seu-docientífico, en donde la misma campeaba de modo exclusivo. El ejem-plo que pone insistentemente Velasco, como así otros escritores ameri-canos de la época, tales como el P. Clavigero y el P. Molina, era el del alemán Cornelius de Pauw. Teniendo en cuenta lo dicho, no cabe duda que para la comunidad científica europea del momento, en la que impe-raba la sistemática entendida por muchos como la verdadera ciencia na-tural, e influida directa e indirectamente por la "calumnia de América", la intencionalidad profunda que mueve a nuestro juicio la "Historia na-tural" de Velasco no podía ser valorada. Podríamos decir que nuestro autor no trataba tanto de "aumentar" la ciencia, como de desmontarla de lo ideológico. De las dos tareas que había propuesto Bacon de Veru-lam, aquel "augmentis scientiarum", y a la vez, aquella purificación del saber de todos sus "idola", lo que interesaba a los académicos era lo pri-mero y lo que interesaba a Velasco, primordialmente, era lo segundo. Estamos frente a posiciones distintas, frente a dos tendencias que fue-ron típicas de la ilustración: la pasión por el saber científico natural y la reformulación de la vieja doctrina de los ídolos, entendida ahora como teoría de los prejuicios. Velasco, de ambos aspectos, da importancia al último y se muestra en este sentido, adhiriendo a una de las líneas más fecundas del pensamiento ilustrado, la que anticipa la crítica social del saber. Es necesario señalar, sin embargo, un punto débil en la posición de Velasco, toda vez que no cabe duda que el desmontaje de los ídolos no puede llevarse a cabo con eficacia si no se realiza a partir de un cier-to dominio del saber científico, para lo cual se hace necesario poseer los instrumentos adecuados.

No estaría demás que hiciéramos algunas observaciones so-bre el tratamiento que reciben en la "Historia natural" de Velasco, in-sectos y peces. Lo que habremos de concluir es el hecho de la vigencia

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de criterios culturales y no de criterios científico—naturales tanto en la clasificación como en la descripción.

Los insectos aparecen colocados después de los reptiles, lo cual supone mucho dentro de la axiología de la época. Es evidente que lo que podríamos llamar el "sistema clasificatorio" depende casi sin excepción de una previa posición valorativa, que es la vigente en la co-munidad hablante. La clasificación que distingue entre insectos "volantes útiles" y "volantes curiosos y vistosos" y "volantes inútiles y nocivos", por una parte, y por la otra en "terrestres", en donde se habla tanto de los "útiles" como de los "nocivos", resulta estar directamente re-lacionada con el punto de vista cultural y no específicamente científico-natural. Por lo demás, la región que con mayor conocimiento describe, y hasta podríamos decir, con mayor interés, es la del callejón interandi-no, que se caracteriza como él mismo nos dice, por una escasa fauna de "animales incómodos" (I, 216). Se trata de respetar los criterios valo-rativo-culturales en general, y muy preferentemente los de la población quichua-hablante que es justamente la de aquella región.

El tema de los peces aparece en dos lugares, al tratar de los mares, en la "geografía" (I, p. 87—89), parágrafo titulado "Natural ri-queza de los mares" y, más adelante, en el capítulo "Pejes" (I, p. 239— 251). Velasco muestra un total desinterés y un desprecio por la fauna marina. Considera su estudio "misterio poco interesante, al mismo tiempo que embarazosa" (I, p. 87). En el parágrafo que citamos en un comienzo, se ocupa únicamente de las riquezas marinas accesibles desde las costas. Así, el caracolillo de la púrpura se lo recolecta en las costas de Guayaquil; el ámbar gris, se coge en las costas; las perlas son extraídas de aguas poco profundas y, en fin, la recolección del coral se la ha dejado "por retirada y peligrosa" (I, p. 87—89). Cuando más adelante decide ocuparse de los peces, lo hace de aquellos que pueblan lagos y ríos y declara que son "propiamente habitadores del Reino" (I, p. 239), con lo que la riqueza marina, en general, resulta entendida como foránea. Podríamos concluir que la fauna piscícola que interesa es la que corresponde a una cultura típicamente continental y no marítima. Tampoco se trata de una cultura lacustre, sino básicamente agricultura y muy poco aficionada a vivir del pescado de lagos y ríos. De ahí que Velasco diga que se verá obligado a señalar la variedad de peces con tér-minos españoles y sólo nos indica el término genérico quichua con el que la población andina engloba toda esa fauna: chalua. Por cierto que

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110 ARTURO A. ROIG al ocuparse de los peces de Oriente ecuatoriano, la región amazónica, donde había otro tipo de población con otros hábitos alimenticios, los peces son mencionados “bajo los mismos nombres con que se conocen en aquella parte”, que son, en su totalidad, indígenas(I, p. 244). Resulta evidente que Velasco estaba más interesado por el modo cómo las poblaciones aborígenes, muy particularmente la quichua, había codificado la naturaleza, que por la naturaleza misma

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CAPITULO IV

LA DETERMINACIÓN DE LAS ESPECIES Y EL MÉTODO DESCRIPTIVO EXTERNO.

os académicos de Madrid se sintieron en la necesidad de completar y perfeccionar el aparato científico de la parte de Historia natural de la obra de Juan de Velasco, poniendo como notas las denominaciones que entendieron correspondían a las plantas y animales que creyeron haber reconocido. Así por

ejemplo, anotan que "cayma" (que los españoles pronuncian "caimán", según aclara Velasco) es el Lacerta cro-codilus (I, 217) señalando de este modo la necesidad de que toda sistemática debía respetar la nomenclatura binaria y apoyarse, además, en las tablas clasificatorias establecidas por la ciencia natural de la época. Por cierto que si tenemos en cuenta las diferencias que Velasco declara que ha podido notar entre ejemplares del Nilo, vistos por él en Europa, y el "cayma" ecuatoriano, con lo cual parece sugerir que se trata de otra especie, como asimismo el hecho de que en le mismo texto menciona "otra especie de cocodrilos pequeños" a más del "cayma", la denominación con la cual los académicos querían salvar la acientificidad de Velasco, no servía de mucho. Estaba nuestro autor más cerca de la diversidad de estos saurios, de su especifidad, que aquéllos. Ciertamente que no pretendemos justificar la a veces lamentable descripción que acompaña al nombre genérico indígena, que de habérsela hecho con

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acierto hubiera dado otro valor a la obra de naturalista de Velasco. El jesuíta riobambense se aproximó, a su manera, al método sobre el cual organizó su sistemática Tournefort, que consistía, como se sabe, en poner nombre para el género y una breve descripción para la especie. Método clasificatorio éste anterior al binario que fue el que acabó por imponerse.

Ahora bien, cabe preguntarse si Velasco no tería conoci-miento del sistema de denominación científica que exigían los académicos. Resulta sumamente difícil afirmar que no lo tuviera. Había tenido en sus manos la obra del abate Molina, aparecida en 1782 en su versión italiana, la que se encontraba "ceñida lealmente al sistema del Lin-neo", 24 como había tenido también muy en cuenta los escritos de La Condamine, por quien demuestra en todo momento verdadera simpatía, como asimismo de otros científicos de la época.

Por lo demás es evidente en él un espíritu investigativo que le había llevado a observaciones científicas controladas, imposibles de llevar adelante de modo efectivo sin un rudimento de sistema clasifica-torio. "Yo perdí gran tiempo —dice— en más de un año con mi habitación llena de mil especies de orugas observando y apuntando diariamente la naturaleza y propiedades diversas en la formación y propagación de esta especie de vivientes, compuse un trabajo de todo lo más digno de saberse, el cual pudiera servir en parte de corrección y en parte de aumento de la obra del abate Pluche. . . (I, p. 232). No hemos podido consultar lamentablemente, la extensa obra de este jansenista francés, Spectacle de la nature ou entretienne sur l'histoire naturelle et les scien-ces, de 1732, del que había salido una edición española entre 1756 y 1758, y que es posiblemente a la que se refiere, como tampoco el escrito suyo que menciona y que se encuentra entre sus obras perdidas. 25

"La obra de Molina —dice Pedro Fermín Cevallos—, ceñida lealmente al sistema de Linneo, echó por tierra al juicio aventurado de los naturalistas y escritores de Europa; procediendo de ahí el vuelo que tomó su reputación. Si Velasco hubiera tenido salud para perfeccionar la suya, y medios de publicarla en oportuno tiempo, también se habría elevado a la misma altura. . . ". Citado por Leónidas Batallas. Vida y escritos del R.P. Juan de Velasco, S.J., ed. cit., p. 29. Cfr. Celín Astudillo Espinosa. Juan de Velasco historiador, biólogo y naturalista, ed. cit., cap. titulado "La taxonomía en las ciencias biológicas", p. 153—156.

28 El Abate Natividad Antonio Pluche (1688—1761), simpatizante del jansenismo y partidario del sistema copernicano tuvo una significativa vigencia dentro del desarrollo de las ideas naturalistas en España, antes de la influencia que luego ejercería Buffon. Sus obras fueron casi todas traducidas al castellano. Cfr. Jean Sarrailh. La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII. México, segunda edición. Fondo de Cultura Económica, 1974, p. 456-—459.

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Al hablar de los "tábanos comunes llamados "tancayllu", declara que ha hecho observaciones con el microscopio (I, 233) y al hablar de una garrapata nos confiesa que ha tenido un ejemplar aislado, sin alimenta-ción durante ocho años, sin que muriera "según la experiencia que hice" (I, 236); ante mantos fósiles de las montañas de Coconuco, cerca del elevado Purasé, se pasó admirado todo un día contemplándolos (I, 270). no cabe duda que había en Velasco una vocación de naturalista, al lado de aquella tendencia que le llevó a desentenderse de las novedades científicas del siglo, en cuanto a métodos de observación y de clasi-ficación.

Otro aspecto que resulta interesante evaluar es el referido a las descripciones que hace Velasco. La cuestión se encuentra estrecha-mente relacionada con el problema de la determinación de las especies. Se habrían seguido, según Velasco, tres criterios: la descripción externa ("notable desigualdad de los cuerpos", "diversa configuración de los miembros", "diversidad de facciones, de los colores, del pelo, de las in-clinaciones, de las propiedades, de los alimentos y del modo de vivir"); la descripción interna ("interior organización notablemente diversa", referida en particular al sistema óseo); y la incapacidad de generar hijos fecundos por parte de los grupos de seres vivos semejantes pero no idénticos, criterio que supone a los otros dos anteriores como previos (I, 199—200). El rechazo de los últimos y la afirmación de que los caracte-res externos pueden ser meros accidentes, le habrá de llevar un cierto es-cepticismo respecto del concepto de especie. Sin embargo, es evidente la preferencia que concede al método descriptivo externo.

La cuestión se ve claramente a propósito de la clasificación de la llamada "vaca marina", el manatí del Amazonas, mamífero al que coloca entre los "Pejes de la Provincia del Oriente" (I, 247—248). "El señor Buffon, con tantos años de aplicación y estudio, —nos dice poseído de la suficiencia del método de observación externa— hace a este animal cuadrúpedo y no tiene cuatro pies. El señor Lémery lo hace bípedo y lo dibuja con dos solas manos y no tiene tales manos. Lo único que tiene como le he visto yo con mis propios ojos, son dos aletas, en las cuales no se divisa rastro ni sombra de manos. . ." (I, 200). "La vaca marina —nos dice más adelante, refiriéndose otra vez el manatí— es uno de los pejes gigantes aunque no el mayor, conocido en diversas partes con diversos nombres, no sólo es comunísimo en el Marañón sino también en otros ríos colaterales muy arriba. Su tamaño ordinario es de cuatro varas o 16 palmos y a veces mucho más. La cabeza como de un

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ternero sin cuernos no corresponde a lo grande y grueso del cuerpo, ni los ojos por muy pequeños corresponden al tamaño de la cabeza . . . Dije ya que no es animal cuadrúpedo como pretende el señor Buffon, ni bípedo como juzga el señor Lémery, porque no tiene sino dos aletas sin figura alguna de manos. . . " (I, 247).

En contra del método de observación interna, al cual recurría Buffon siempre que podía, se pregunta Velasco "quién ha hecho la anatomía de todos los cuadrúpedos", como para determinar mediante este criterio sus especies y afirma que "los más célebres modernos naturalistas ignoran todavía no sólo la organización (interna), sino también la exterior figura, no sólo de los animales raros, sino también de los más comunes y conocidos, como es la vaca marina" (I, 200).

En todo momento se trata, pues, de partir de la "idea", en el sentido de "figura" o aspecto visual de los animales, despreciando en términos desacertados y hasta injustos la determinación específica por otra vía. La razón de esta actitud se encuentra en parte en el rechazo, ciertamente lamentable, del estudio de los fósiles que habría de dar nacimiento a la paleontología, la que sólo puede trabajar con las llamadas "partes duras" del animal, es decir su sistema óseo (Cfr. I, 289) y en parte, responde a categorías vigentes dentro del sistema taxonómico vulgar o espontáneo, que no se aparta, salvo excepciones, del principio descriptivo externo. Ya hemos subrayado la importancia que tiene dentro de Velasco al respeto del saber vulgar y qué es lo que pretende al atenerse a él para su sistematización. Justamente, teniendo en cuenta ese tipo de saber acerca de la naturaleza, para el cual no hay límites precisos entre lo real y lo fantástico, Velasco daría particular importancia a las leyendas. Tal es el caso de la tradición de los gigantes, que por lo demás venía a coincidir con textos bíblicos, que le condujo a rechazar la afirmación de que los restos fósiles de los grandes mamíferos extinguidos, el mamut, por ejemplo, fueran propiamente de tales animales. (Cfr. I, 289). 26

La aceptación del mito de los gigantes por parte de Velasco, muestra los límites de su actitud crítica, como asimismo los límites de su lectura de Feijoo, por quien muestra tanta admiración. El benedictino español en su Teatro Crítico lo había rechazado como uno de los tantos "errores del vulgo" y había dicho que los enormes huesos no correspondían a seres humanos gigantes sino "a peces cetáceos o cadáveres elefantinos" (Teatro Crítico Universal, Madrid, Espasa Calpe, 1968, Tomo III, p. 20—22). Seguramente se debió a la lectura de Feijoo que el Presidente de la Audiencia de Quito, José García de León y Pizarro, que visitó los depósitos de

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EL HUMANISMO DEL SIGLO XVIII 115 Santa Helena, opinara, según palabras de González Suárez, que los huesos gigantes "no eran humanos, sino de animales cuyas especies hablan desaparecido ya de la superficie del globo" (F. González Suárez. Historia General, ed. Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1969, Tomo II, p. 1216). En el Archivo Jijón y Caamaño, del Banco Central del Ecuador, hay un manuscrito titulado: "Dos papeles que tratan sobre particularidades de las provincias de Quito y también acerca de los huesos de desmedida grandeza de la Punta de Santa Elena. Descripción del Distrito de la Real Audiencia de Quito", que muestra el interés que hablan despertado en el siglo XVIII (Manuscritos, voL II, folios, 113—117).

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CAPITULO V

SISTEMA CLASIFICATORIO Y NOMINACIÓN VULGAR

os referimos antes al rechazo de la nominación vulgar por parte de los académicos de Madrid y su exigencia de que se revirtieron todos los nombres que cita Velasco sobre el sis-tema binario latino. Nos parece importante retomar más en

detalle la relación que existe entre clasificación y nominación en la Historia del Reino de Quito. En líneas generales resulta evidente que el punto de partida no es el ente natural, conocido o desconocido, sino el hecho de la nominación misma. Es decir: plantas, insectos y otros vivientes que no poseen en el lenguaje un nombre, no son incorporados.

Se produce de esta manera una omisión sistemática de lo no-nominado en el lenguaje, entendiendo por éste más que nada el habla vigente en la población indígena. La tendencia es la de partir, de modo preferente, de la nominación quichua que es la que el conquistador ha encontrado y se ha visto obligado a aceptar en su casi totalidad. Por lo demás, es parte de una valoración del quichua, considerado como una "lengua completa", como consecuencia de un largo proceso de per-feccionamiento. 27 En efecto, las conquistas incaicas favorecieron "el

27 Para la valoración de las lenguas americanas se recurrió a varios criterios. En Velasco es po-

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aumento de muchísimas palabras", en particular en el momento en el que los incas entraron en contacto con la cultura Scyri, que hablaba, según Velasco un antiguo dialecto de la misma lengua de los conquistadores (I, 363 y II, 171—172). Aun cuando no lo diga con nuestras palabras ni pretendamos atribuirle ideas extrañas, resulta claro que Velasco partía de una comprensión del lenguaje como depósito o tesoro de conocimientos y, por cierto, de conocimientos ordenados según una taxonomía y una axiología. El "idioma peruano o del Inca" era "copiosísimo", y se le presentaba aun cuando no expresamente, como un sistema de códigos en relación no sólo con la naturaleza, sino lógicamente con la cultura, como es el caso, entre otros, de las relaciones de parentesco (II, 172). Las familias de palabras que nos presenta, y, más aun, su tendencia a nuclear los diversos vocabularios y relacionarlos entre sí, pueden ser entendidas como señalamiento de verdaderos campos semánticos, paso necesario para poder luego analizar sus estructuras codales. Se explica, pues, el hecho de la omisión de lo no—nominado, el que por otra parte Velasco no oculta.

Así, al hablar de los bálsamos, declara: "Omito muchos otros, cuyos nombres ignoro. . ." (I, p. 126); cuando trata de las frutas comestibles, comenta: "Son tantas, principalmente en los bosques de las provincias calientes, que ni los indianos, ni menos los españoles saben los nombres de la mayor parte de ellas. . . En las provincias altas, de

sible señalar, por lo menos, tres. Uno de ellos, el que en este caso se utiliza, el de la "copia de voces" o riqueza de vocabulario, había sido sostenido en la época por Feíjoo. El monje bene-dictino entendía que la mayor riqueza del castellano radicaba "en la copia de voces" y declaraba que ese criterio de cantidad es el "único capítulo que puede desigualar sustancialmente a los idiomas" (Teatro Crítico Universal, Madrid, Espasa Calpe, 1969, Tomo I, p. 221).

El otro criterio valorativo se apoya en la existencia de voces abstractas, al cual echa mano Velasco, como veremos páginas mas adelante, en el Cap. X "La escritura, el discurso, el diseño". En el siglo XIX sostendrá este criterio Andrés Bello: " . . . la abundancia de elementos abstractos de que consta una lengua —dice— se puede mirar como una señal inequívoca del grado de desa-rrollo intelectual a que ha llegado el pueblo que la habla". ( "Filosofía fundamental de Balines" (1848), en Obras Completa!, Caracas, Ministerio de Educación, tomo III, p. 269). Podríamos decir que esta es la tesis que sostiene Velasco respecto del quichua.

El tercer criterio valorativo se relaciona con la claridad articulatoria, como lo opuesto a lo que podría denominarse "guturalismo". En líneas generales, los lenguajes de la Amazonia, ex-cepción hecha de los Omaguas, fueros despreciados como "guturales" y en tal sentido "salvajes". Estas posición que no tiene mucho peso en Velasco, adquirirá toda su fuerza en González Suárez (González Suárez, Historia General, ed. <dt., tomo III, p. 143, 223, 234 etc).

Un cuarto criterio valorativo, el más importante de todos, sin duda, el el que atiende a la estructura del lenguaje. Es el criterio al que echa mano Fray Domingo de Santo Tomás en su Gramática, en donde, en su defensa del hombre americano, trata de probar cómo en quichua se dan las mismas funciones que existen en el latín y el castellano, tal como lo hemos tratado de mostrar en el cap. m de la Primera Parte "La conciencia lingüística: su florecimiento y deca-dencia".

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climas fríos o templados, son más generalmente conocidas, y sabidos sus nombres. . ." (I, p. 135); "A más de innumerables especies de frutas, cuyos nombres ignoro; y a más de las 118 especies propias del Reino, que ha nombrado. . . se han propagado algunas de origen europeo. . . (I, p. 152); ". . .omito otras especies no sólo de murciélagos sino de diversos cuadrúpedos cuyos nombres no puedo traer a la memoria" (1,194).

Todos estos textos constituyen una prueba evidente de que se parte de lo nominado. La intención no es la de nominar, creando nombres para los entes naturales desconocidos, sino partir de los que integran el mundo expresado en el lenguaje. A esto se ha de agregar una acusación generalizada en la época según la cual muchos de los errores de la descripción tanto de la fauna como de la flora americana derivaban de los nombres que las habían puesto los españoles, estableciendo semejanzas muchas veces accidentales. Dos eran las respuestas que podrían darse para salvar aquella acusación: recurrir a la nomenclatura científica, como hizo Molina, o quedarse en lo posible, con la indígena, que fue la opción de Velasco.

Consecuentemente con esa actitud, nuestro naturalista dará preferencia a aquella lengua indígena que se le presentaba, según él lo declara numerosas veces, como "la más completa" en materia de vocabulario: el quichua. Así, al hablar de las frutas comestibles, nos menciona la enorme variedad que hay de ellas en la parte tropical, si bien pocas tienen nombre, mientras que "En las provincias altas, de climas fríos o templados, son más generalmente conocidas y sabidos sus nombres" (I, 135). Se trata, como es fácil de verlo, de una referencia al habitat de la población quichua. Súmese a lo dicho que los indígenas de Quito fueron, según dice Velasco no sin cierto orgullo, superiores a otros del Incario en lo que respecta a la botánica (I, 173), y se tendrá una idea de la importancia que daba a la nominación indígena.

Ahora bien, la nominación hispánica, no sólo había provocado confusiones que dificultaban la tarea descriptiva y clasificatoria, sino que, además, había sido perniciosísima en cuanto que venía a confirmar, casi siempre, el prejuicio de la degradación de animales y plantas americanas, respecto de sus "modelos" europeos. De esta manera, la acusación contra la nominación hispánica, que había partido de Buffon, que Molina aceptó declaradamente y que cabe suponer que Velasco

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coincidía con ella por lo que vamos mostrando, no únicamente respon-día en estos últimos a problemas de clasificación.28

Por lo demás, la tarea de nominación llevada a cabo por el hombre americano, que es lo que básicamente le interesa subrayar a Ve-lasco, ha abarcado asimismo a los animales llegados de Europa. "A todos estos les pusieron los indianos sus nombres propios, o por la semejanza de los que tenían o por la identidad de especies subalternas. . " (I, p. 1917). Es decir, los indígenas incorporaron las nuevas especies sobre la base del sistema de clasificación que ellos ya habían establecido, básicamente descriptivo y comparativo y, lógicamente, se debía realizar esta tarea teniendo en cuenta formas de nominación de la lengua nativa. En los casos en los que no encontraron los indígenas relación entre el animal europeo y alguno americano que pudiera ser considerado como especie respecto de aquél, tal lo que aconteció con el caballo y el asno, les asignaron un nombre genérico, que fue, en este caso, la palabra huihua, que significaba para ellos "bestia doméstica". (Ib.).

Otro aspecto que es de particular importancia es el de la distinción entre clasificación artificial y natural. Para Velasco, los nombres puestos por los indígenas responden siempre, o casi sin excepción, a especies entendidas como reales y, por tanto, la clasificación que suponen es natural, y esto aun cuando para nosotros se trata de seres fantásticos, mientras que los nombres puestos por los científicos son artificiales muchas veces. Entre los indígenas primaba un realismo de los nombres, mientras que los otros caían en formas de nominalismo. Así, al hablar de la fauna del océano Pacífico declara: "Han escrito sobre esta materia no pocos historiadores y naturalistas, formando catálogos difusos y prolijas descripciones, que pareciendo de especies muy particulares y diversas, no lo son sino en los nombres" (I, 87).

El sistema clasificatorio que pone en práctica Velasco no podía ir más allá de una organización lógica muy simple, la que distin-gue tan sólo género y especies. Esta estructura clasificatoria no debe extrañar en cuanto que es la que muestra al lenguaje y Velasco no se aparta de él. En general lo que hace es mencionar el género, con su nombre indígena y luego las especies posibles del mismo, dando su nombre, mas diferenciándolas mediante una descripción. Ya dijimos que de al- 28 Antonello Gerbi. La disputa de América, ed. cit., p. 196 y 209.

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gima manera se movía Velasco dentro del sistema de Tournefort, sin al-canzar, ciertamente, la concisión y precisión descriptivas de éste y sin utilizar términos latinos. Resulta interesante hacer una revisión de algunos de los géneros que indica Velasco: nos dice que hay 50 especies de palma que se conocen todas "con el nombre genérico de chonta" (I, 130); "Los indianos antiguos llamaban sisa a toda flor en general; mas, las que se distinguían por bellas y fragantes,...las llamaban guayta, yn-guir (I, p. 115); Puma es el nombre genérico de las "especies leoninas" (I, 179); Allcu, es el genérico de perro; tumlla, es el genérico de liebres y conejos (I, 187); mashu, genérico de los murciélagos, (1,193); ham-batu, de los batracios (1, 218).

Por lo mismo que no se aparta de la nominación y clasifi-cación establecidas en el lenguaje, no se deja de lado otros criterios cla-sificatorios, que no son ya el de la relación "género-especie", sobre la base de la observación de su "figura", sino que responden a otros puntos de vista.

Ellos son: el de su utilidad e inutilidad; el de su peligrosidad o su naturaleza inofensiva; el de su poder medicinal o nocividad para la salud; el de su uso, ya sea éste ritual, lúdico o alimenticio, etc. Este segundo sistema, bastante complejo, es justamente el que nos muestra con toda claridad que el anterior, en géneros y especies, se apoya y completa sobre la base de lo que podemos entender como el sistema axiológico o codal. Se trata siempre de entes naturales incorporados a una determinada cultura. De esta manera los entes naturales se convierten todos en entes culturales, no sólo por el nombre desde los cuales se los señala, como punta de partida, sino por ese otro complejo mundo de ideas y creencias sobre los mismos. De ahí, como ya hemos dicho, que los entes ficticios están en un pie de igualdad con los que para nosotros son propiamente naturales. En verdad, todos se encuentran en un mismo pie, que justifica la presencia de losjprimeros, el hecho de ser todos entes culturales. De esta manera, hay criterios insinuados de clasificación que para una visión científica natural se encuentran fuera de todo valor, como es el caso concreto de aquellos objetos de la naturaleza que son clasificados en función de la expresión lúdica: "..hay varias especies de frutos durísimos, vistosos colores y figuras; mas no siendo de comer e ignorándose sus virtudes naturales, sirven solamente para los juegos de los muchachos" (I, p. 114; crf. I, 228; 230, etc). Desde el punto de vista cultural, que hemos indicado, el criterio lúdico es tan valioso como los otros.

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Se saca en conclusión que Velasco no podía haber renunciado a su "sistema". Si se hubiera atenido a las denominaciones científicas naturales, en particular la sistemática binaria latina, hubiera dejado de lado algo que se encuentra en el espíritu mismo de su Historia: la de hacer conocer al mundo europeo un pueblo americano nominador de su propia naturaleza. Este es su principal objetivo, sin perjuicio, sin duda, de la pretensión de contribuir, también a su modo, para el avance de la ciencia.

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CIENCIA, HISTORIA, NOVELA

a antes, de 1918, al parecer, se había lanzado desde el te-rreno de la "novísima crítica", la acusación contra la obra de Velasco de no ser propiamente "historia", sino "novela". 29 Mas, fue a partir de 1922, que un crítico literario de

reconocido prestigio, Gonzalo Zaldumbide, apoyándose en los resultados del ultracriticismo de historiógrafos y ar queólogos, emitió un juicio que parecía definitivo.

"Al escribir acerca de su tierra natal en el destierro —dice— su nostalgia gustaba de embellecerle. Sin consentir en que se fuera menos ilustre que la patria de los Incas y de Garcilaso, resolvió crear una historia tan gloriosa y tan interesante"*como la del Perú: inventó para ella un pasado suntuoso. Maravillosa historia la de los Shyris! y tan bien arreglada, tan verosímil, tan plausible que no solamente generaciones enteras, educadas en el aprendizaje de estos anales, sino nacionales y extranjeros... han creído durante más de medio siglo, en su autentici-

29 Cfr. el testimonio de Le Gouhir, citado por Leónidas Batallas, en Vida y escrito! del R.P. Juan de Velasco, S.J., ed. cit., p. 94 y 110.

CAPITULO VI

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dad, en su exactitud. La ingenuidad de la relación, su fuerza novelesca y persuasiva, les cegaba... Ha sido necesario el esfuerzo de los eruditos y de los sabios verdaderos para destruir la leyenda tan bien tejida. . .. Ahora es incontestable que toda esta cronología y todos estos miríficos' detalles carecen totalmente de bases, son ilusorios. El Sr. Barrera no osa defender al dulce mistificador; lo confiesa; sin embargo, parece esperar vagamente alguna revelación. En efecto, este problema pone otro: ¿cómo explicar esta sabia superchería? ¿Por qué el buen sacerdote ha levantado un tan prolijo andamiaje de mentiras? Si él lo ha inventado todo, su invención es genial. Nunca una novela primitiva simuló candor parecido". 30 En pocas palabras, se estaba ante un Macpherson ecuatoriano.

Del texto de Zaldumbide se desprende que, a pesar de su oficio de crítico literario, se movía dentro de los términos del cientifi-cismo de los ultracríticos a los que califica de "eruditos" y "sabios ver-daderos". El valor intrínseco de la posible "superchería literaria" tendría que haber sido rescatado, por lo menos, en lo que tenía de significativo para una historia de las letras, lo cual no sucede. La acusación de "falsario" pesó más. De hecho se le negó a Velasco la virtud de haber reeditado la hazaña de Macpherson.

Más tarde, Benjamín Carrión, hablando del hecho tardío de la novela en el Ecuador, declaró que "Quizás existió una excepción: la del Padre Juan de Velasco, autor de la Historia del Reino de Quito, cuya potencia de inventiva, de narración y cuento —de mitificación y mentira afirman los sabios— es realmente asombrosa...". Carrión se vio obligado a aclarar, en una nota que agregó más adelante, en qué sentido consideraba "novela" la obra clásica de Velasco: lo había dicho siguiendo a Michelet, para quien Herodoto, padre de la historiografía griega, así como Velasco lo puede ser respecto de la ecuatoriana, fue "el gran novelista de Grecia".31 Ahora bien, entre el sentido que tiene la "novela", tal como se desprende de las palabras de Gonzalo Zaldumbide, para el cual sería una creación falaz, a tal extremo que nos habla de un "an-

30 Gonzalo Zaldumbide. "La vida en América Latina. La vida literaria. Letra» hispanoameri-canas". El día, Quito, número 2898, del año 1922. Citado por Leónidas Batallas, obra mencionada, P. 69.

31 Benjamín Carrión. El nuevo relato ecuatoriano. Crítica y antología. 2da. edición revisada. Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1958 p. 13 y 36.

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damiaje de mentiras", y el que surge del breve texto de Benjamín Ca-rrión, hay bastante distancia. Es evidente que la impugnación contra Velasco ha quedado arrinconada en un segundo plano y expresada en una breve frase interlinear en donde no se manifiesta lo que piensa el crítico literario, sino lo que afirmaron los "científicos" de comienzos de siglo. Lo que podría tener de novelesco la Historia del Reino de Quito ha dejado de ser una acusación y quedan las puertas abiertas para la in-corporación de la obra dentro de la narrativa ecuatoriana. En esta línea se encuentra en nuestros días Hernán Rodríguez Gástelo.32

Es importante tener en cuenta que la impugnación de la Historia de Velasco, si bien quedó centrada principalmente alrededor de la cuestión de los Scyris, en verdad, alcanzaba a la obra en su totalidad, como consecuencia de la apertura que muestra Velasco hacia lo maravi-lloso tanto natural como sobrenatural. Por esto mismo, la cuestión de las relaciones entre ciencia, historia y novela no puede reducirse a con-siderar aquellas partes que aparecen formalmente noveladas o que se-rían presumiblemente, "novelas", "novelas cortas" o "cuentos" inter-calados, sino que ha de atender más bien a aquella apertura que mencio-nábamos.

En líneas generales, la acusación o impugnación de la que estamos hablando partió del presupuesto de que la Historia del Reino de Quito carecía de cientificidad, entendiendo por tal, un alejamiento de lo que sería "la verdad objetiva". Se apoya también en un desprecio de la imaginación como potencia creadora o recreadora de la realidad, como asimismo en la ignorancia del papel que la imaginación ha jugado aun en el avance de la ciencia misma.

Cabría que nos preguntáramos si los impugnadores de Ve-lasco tuvieron las herramientas necesarias como para alcanzar un juicio acertado sobre su obra, vista como totalidad, más allá de los aportes que pueden haber hecho en el proceso de clarificación de su valor o disvalor respecto de ciertos momentos de la misma, en lo que no se les pueda negar su contribución sin caer en injusticia. En general, da la impresión de que partieron de la posibilidad de exigir a un intelectual de tan varia-

32 Hernán Rodríguez Gástelo. "La Historia del Reino de Quito, obra maestra de la narrativa". En Memorias de la Academia Ecuatoriana correspondiente de ¡a Española. Quito, entrega 33, enero—marzo de 1972, p. 4—25.

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da gama de intereses y tan alejado de las especialidades contemporáneas, respuestas que sólo podría darle el avance posterior de la ciencia. Velasco, en verdad, no es un "científico", lo cual no quiere decir que no haya en él un modo de "cientificidad". Lo que sucede es que se encuentra en una zona intermedia entre dos mundos en lo que se refiere al progreso del saber científico, uno, que tenía sus lejanas raíces en el Renacimiento, y que fue un saber básicamente "humanista", —al cual, como hemos dicho, a su modo regresaron los ilustrados— y otro, na-ciente, que acabaría por establecer la "positividad" de aquel saber. Juzgar desde el ángulo del "especialista" contemporáneo a un escritor que ignoró ese modo de praxis científica y desconocer la atmósfera hu-manista en que se movió, es aplicar criterios desenfocados que sólo pue-den llevar a polémicas en gran parte inútiles, aun cuando puedan servir para el avance de la ciencia.

Es importante dejar sentado que la novela es ficción, pero que no es mentira. También es necesario decir que aun cuando no haya una voluntad expresa de reconstruir la realidad desde la ficción, es decir aun cuando no se sea novelista "profesional", se está en lo novelesco cuando se alcanza un desdoblamiento entre lo que sería el personaje concreto, y lo que es propiamente el personaje, es decir, cuando se des-cubre el cumplimiento de "papeles", verdaderos universales literarios, en aquellos hombres concretos. Por lo demás, lo fabulesco, se queda únicamente en el nivel de lo meramente "fablado", y en tal sentido de lo irreal, próximo de la mentira, cuando se lo saca de contexto y no se determina la raíz concreta que impulsa a su aceptación y recreación.

En verdad, la acusación de "novelería" en contra del género literario dentro del cual se enmarca la obra de Juan de Velasco, no era nada nueva. Venía de mucho más atrás. Se encuentra en la polémica que tuvo lugar, en la segunda mitad del siglo XVIII, en contra de la literatura científica del siglo XVII, y la primera mitad de aquel siglo. Es importante tener en cuenta que, precisamente, la obra literaria de Velasco se aproxima más a esta última que a la primera. Más aun, nuestro escritor tenía conocimiento de esa polémica y de ahí su rechazo de la novela entendida como irrealidad, rechazo ignorado por los que han intervenido en la disputa.

A propósito del libro de Thomas Burnet, Teoría sagrada de la tierra aparecida en 1681, en la que se hace una historia geológica de nuestro planeta sobre la base de una reinterpretación del diluvio univer-

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sal bíblico, Buffon había dicho: "Es una novela bien escrita y un libro que se puede leer para distraerse, pero no se debe consultar para ins-truirse". Junto con Burnet y en la misma época, fines del XVII y hasta la primera década de la segunda mitad del XVIII, se desarrolló un género científico el que Emile Guyénot ha llamado acertadamente la "novela geológica". 33 Imperaba en ese género, un espíritu de fantasía, no nece-sariamente de "mentira" que tenía como impulso la pretensión de en-contrar las grandes síntesis que justamente necesitaba la multiplicidad de hechos y fenómenos dispersos e inconexos que el reconocimiento de nuestro planeta iba mostrando. Como decíamos, esa etapa de la investi-gación, estuvieran sus teóricos influidos por los textos bíblicos, en par-ticular los del Génesis, o se fueran alejando de ellos, perduró casi hasta los tiempos en los que nuestro Velasco se había iniciado ya en sus ob-servaciones de la naturaleza y de la cultura. Formas noveladas tienen, en efecto, obras como las de De Maillet: Telliamedou entretienes d'un philosophe indien avec un misionnaire francais sur la diminution de la mer, la formation de la ierre, l'origine de Vhomme (Basilea, 1749) o la de Jean Baptista Robinet, Considérations philosophiques de la grada-tion naturelle des formes de l'étre ou les Essais de la nature qui apprend a faire l'homme (Paris, 1768). En esta última se mezclaban elementos provenientes de la antigua tesis de los Spermatikoi lógoi de los estoicos, reflotados por Leibniz, junto con un regreso a las más fantásticas ideas sobre metamorfosis, más propias de la mitología griega que de la ciencia.

Ese espíritu de fantasía que impulsaba a encontrar el "plan de la naturaleza", no constituyó un factor que frenara el avance de la ciencia. Por debajo o más allá de lo fantástico se fueron enunciando tesis que, corregidas y limitadas por un proceso de conocimiento y de expe-riencia crecientes, concluyeron con el nacimiento de la ciencia natural en manos de grandes teóricos e investigadores de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Había siempre dentro de lo descabellado ciertas in-tuiciones que le daban asidero y que seguramente sostuvieron a sus crea-dores en la presunción de estar cerca de la verdad de los hechos y de los procesos. Más tarde, desde los nuevos niveles alcanzados por la ciencia, abandonado el clásico saber especulativo y deductivo y afianzados los

33 Kmile Guyénot. Las ciencias de la vida en los siglos XVII y XVIII, El concepto de evolución. México, Unión Tipográfica Editorial, 1956, p. 310.

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nuevos métodos, todos esos autores habrían de caer en la objeción de Buffon.

Se presenta en Velasco, en verdad, una curiosa situación pues, mientras adhiere al rechazo de la novela, su Historia, como hemo-dicho, se aproxima más a la literatura histórico-cientítica anterior a la de su época, es decir, a la de fines del XVII y comienzos del XVIII. Ex presamente se niega a hacer novela, en momentos en los que pareciera él mismo darse cuenta que podría haber incursionado por ese género. Cuenca, nos dice, podría haber sido el lugar del Paraíso Terrenal, se po dría "tejer un romance" con ella, pero, nos confiesa, "me hallo muy le jos de perder al tiempo en novelas" (III, 236); el mito de El Dorado, le parece un "asunto romancesco", con "substancias" de novela (III, 340 y 380); la vida del padre Juan Camacho, escrita por el padre Jacinto Moran, la considera una "novela"; la célebre obra de su contemporáneo Juan Francisco Marmontel, Los Incas, o destrucción del Imperio del Perú, que leyó en su versión italiana de 1778, la rechaza porque "no pue de llamarse historia, por lo mucho que tiene de novela; ni novela, por lo mucho que tiene de historia" (I, 438; cfr. 222—223); de paso recor demos que Gian Rinaldo Carli, cuyas Lettere americane (1780) manejó abundantemente Velasco, había rechazado a Marmontel por considerarlo "demasido novelesco"; 34 otro tanto hace con un cronista de la conquista, Fray Antonio Calancha, de quien dice que "Tiene noticias muy curiosas del Reino de Quito, y no pocas fábulas, porque su humor era referir cosas maravillosas y romancescas" (I, 431); en fin, otros escritores le parecen que no llegan ni siquiera a lo novelesco, como es el caso del impostor Cornelius de Pauw cuya obra "apenas podía pasar por romance o novela" (I, 436).

De estos textos se desprenden algunas consideraciones que entendemos valiosas. En primer lugar, que Velasco tenía sentido de lo novelesco y que, más aun, parece haberse creido con capacidad como para incursionar por este campo; que distingue claramente entre la his-toria y la novela, si bien esa distinción gira sobre un concepto estrecho de esta última, como ficción, en el sentido de irrealidad; en esto estaba dentro del rechazo de la novela que vimos expresada en un Buffon; que, sin embargo, la novela poseía a su juicio, una cierta dignidad, en cuanto si bien era expresión de una imaginación irreal, no tenía por qué

34 Cfr. Antoneüo Gerbi, La Disputa del Nuevo Mundo, ed. cit., p. 218.

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ser necesariamente impostura o mentira. Curiosamente la fórmula que aplica para rechazar la novela de Marmontel, ha sido la que después se ha aplicado contra su propia Historia por impugnadores tanto de Velas-co como de la novela como género literario. La conclusión que se ha de hacer de todo esto es la de que el jesuíta ecuatoriano no tenía intención alguna de novelar la historia del Reino de Quito y pretendía estar colo-cado en el terreno de la historiografía, saber y género literario del cual ha dejado de modo explícito sus principios y métodos, según él los en-tendía.

Decíamos que la distinción entre historia y novela se apoya en un concepto estrecho de esta última. Mas, ¿qué deberíamos decir si tenemos en cuenta que aquella distinción se organizaba en Velasco sobre lo que podríamos considerar a su vez como un concepto demasiado amplio de "historia"? Así planteadas las cosas corremos sin embargo el riesgo de no comprender las raíces mismas del esfuerzo historiográfico de nuestro jesuita. No se consideraba novelista, sino historiador. Su obra no entraba dentro de un género semejante al de la "novela geológica", por cuanto ésta era especulativa, mientras que sus investigaciones pretendían tener una base empírica. Claro está, hay que ponerse de acuerdo en qué consistía la empiricidad en Velasco, de lo cual ya hemos dicho algo. Se nos plantea otra vez la cuestión de si Velasco es un cien-tífico—naturalista o si no es más bien un teórico de la cultura, de una determinada y concreta cultura; y a su vez, si es un historiador, tal como se entendió esta tarea en la historiografía ecuatoriana posterior, por ejemplo, en un Pedro Fermín Cevallos, o en un Federico González Suárez, o si lo que pretende es rescatar la historiografía ya hecha, de al-guna manera, por su propio pueblo. Si aceptamos que el dato empírico del cual parte es el lenguaje popular, con todo su tesoro de conocimientos, y, a la par, las tradiciones, no ajenas a aquella riqueza del lenguaje, nos encontramos que lo que él sistematiza es la naturaleza, tal como la veía un pueblo, y a su vez, la historia que, a través de leyendas, había ese pueblo hecho de sí mismo. Ciertamente por sobre ese horizonte, que hace de base de toda la Historia del Reino de Quito, se agrega una tarea de Velasco en la que intervienen puntos de vista que en más de un momento lo exceden. Mas, curiosamente lo exceden para poderlo justificar, como sucede, como veremos, con su doctrina variacionista de las especies. Interpretado de este modo el libro de Velasco, nos encontramos con algo que es ciertamente notable. Antes habíamos dicho que se aproxima a las "historias de la naturaleza" del siglo XVII y principios del XVIII. Mas, sucede que lo que consideramos como la fuente de su "empirici-

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dad", viene a ser un anticipo pre-romántico, mucho más notable que otros aspectos que pueda mostrar la historiografía romántica ecuatoriana del siglo XIX.

De este modo, lo fabuloso, es parte de la fabulación popular y, para el pueblo, no es precisamente mera "fábula". Lo seres ima-ginarios se insertan de modo tan vivo y real en la naturaleza, como los entes naturales que para nosotros no son fabulosos. De ahí que acepte Velasco la existencia de un animal como el Quimsa-Ñahui o "tres ojos", descripto por un misionero de la región amazónica, el padre Xavier Crespo, que veía la naturaleza tropical con la misma actitud de sus feli-greses. Se trataba —nos cuenta Velasco al hablar de este animal anómalo— de un ser "del tamaño y color de una pequeña zorrilla, con el cuerpo bien airoso, algo desbarrigado y el hocico poco largo. Es el más raro de todos y lo tendría por fabuloso si no lo hubiese asegurado la indubitable verdad del padre Xavier Crespo, cura y misionero del río Ñapo. El tercer ojo que tiene en la frente, no es verdaderamente ojo, aunque tiene párpados que abre y cierra, ni ve con él porque no ti^ne retina ni humor cristalino, pero le sirve de farol para ver a oscuras con los dos ojos comunes porque abierto reluce de noche como una estrella. No es otra cosa el dicho ojo que una materia carnosa de coloi y semejanza a la yema del huevo duro. Lo abre cuando quiere ver a oscuras y lo cierra cuando no quiera ser visto" (I, p. 192—193).

El nombre indígena del Quimsa-Ñahui, así como el de la si-rena, Huarmi machacuy, denotan que estamos ante tradiciones de la po-blación americana. "Huarmi-machacuy quiere decir —nos explica— la mujer serpiente". "Dan este nombre —aclara a continuación— a un peje que debe ser la sirena de algunos mares y es el mayor espanto y horror para los indianos del Maynas, se ve muy rara vez y ninguno cree que sea peje natural, sino mujer de especie humana convertida en media ser-piente por algún castigo, por esto el indiano que la ve se pone en peligro de morir del susto y espanto, es de la estatura humana, con la cara muy fea y lo demás perfectísimo, hasta más abajo de la cintura, desde donde sigue la figura de peje. Se vale de las manos para subir sobre las peñas que sobresalen en los ríos para calentarse al sol. Es vivípara y tiene leche de los pechos del mismo modo que una mujer" (I, 245; cfr, I, 201).

Es de notar que en este caso, Velasco se aparta del sistema que sigue, el de respetar la sistemática vulgar indígena. Tendría que haber colocado este animal mitológico en el capítulo dedicado a las ser-

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pientes, pero por influencia de la mitología clásica, decide colocarlo entre los peces. El texto resulta por esto ambiguo y acumula dos tradiciones de modo contradictorio. No escapaba ni podía en verdad, a pesar de su fuerte propensión por volverse hacia la propia realidad americana, desprenderse del bagaje clásico helénico, ese "sueño de la antigüedad profana" del que acusa en otra parte a los españoles que creyeron ver amazonas (I, 305). De todos modos, lo que nos interesa destacar es que esta receptividad para lo fabuloso es parte de la receptividad general que muestra Velasco respecto de la visión cultural de la naturaleza americana, que él adopta, tal como hemos dicho, como punto de partida para su labor de historiador.

En conclusión, tendríamos que dar la razón a aquellos que han rechazado la tesis de que la Historia del Reino de Quito es "la pri-mera novela ecuatoriana". Velasco no quiso ser "novelista", como él mismo lo ha dicho abiertamente, ni tampoco lo habría sido a pesar de sí mismo, por cuanto los hechos "fabulosos" que incorpora en su Historia, eran para él, "extravagentes", anómalos, pero no propiamente "fabulo-sos". Otro tanto habría que decir de algunos momentos de la parte pro-piamente histórica, como es la de los Scyris, que para los defensores de la "veracidad" de Velasco, no es un cuento, ni menos aun, una "fábula perniciosa", como dijo Jacinto Jijón y Caamaño en 1918.35

Pero con aceptar la tesis del rechazo se corre el riesgo de caer, una vez más, en una visión empobrecida. Que es "novela" porque ha jugado con una imaginación engañosa, o que no lo es, porque ha dicho la "verdad", son dos posiciones insostenibles y pueriles. Ni aun el recurso de lo sobrenatural, que es otro aspecto que deberemos considerar después, responde a voluntad de engaño, sino que es elemento que juega como apoyo de una tesis dentro de una de las contradicciones bá-sicas visibles a lo largo de toda la obra, en relación con dos proyectos políticos antagónicos. Diríamos, para concluir, que desde el punto de vista de la novela como género, la Historia no podrá ser nunca declarada novela, pero que hay en ella una dramaticidad, sobre todo en la parte moderna, como lo ha afirmado Rodríguez Castelo que es nota distintiva del escritor con garra de novelista. Mas aun, que hay momentos en

35 Jacinto Jijón y Caamaño. "Examen crítico de la veracidad de la Historia del Reino de Quito del P. Juan de Velasco de la Compañía de Jesús". Boletín de ¡a Sociedad de Estudios Históricos Americanos. Quito, número 1, 1918.

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los que el mismo Velasco toma plena conciencia de ese hecho y así lo manifiesta. El Libro IV de aquella Historia es, precisamente presentado como novela, aun cuando pareciera que su forma se la hubiera pensado como una "tragi—comedia". De haberle dado propiamente forma de tal, hubiera desembocado en esas obras renacentistas, como la célebre Celestina (II, p. 271—343). El parágrafo 2 del Libro V, tiene unas palabras finales —y otros párrafos hay semejantes— que le dan un toque de creación literaria que lo convierte de golpe, en un texto que bien puede ser asimismo visto como otra novela breve. Digamos de paso que en este interesante texto están dados todos los elementos que servirán más tarde para la narrativa romántica: las pasiones desatadas, el herois-mo, la traición, un esbozo del paisaje tropical que hace de trasfondo de la tragedia y a su vez de la hazaña (II, 351 y sgs.).

No podemos dejar de llamar la atención sobre un hecho que no deja de ser interesante. Velasco rechaza la novela o lo romancesco y, a su vez, en otro plano, realiza de algún modo la primera y anticipa, por su parte, lo romántico. Isaac Barrera, cuyo buen sentido literario no se vio empañado por la iconoclasia de los científicos, creyó ver en el amor de Huaynacapac y la Reina de Quito, Shiri Paccha, "un idilio romántico". 36 La cálida descripción del anciano cañar que Velasco conoció en Cuenca, constituye un verdadero medallón romántico imposible de concebir ni dentro de los gustos del barroco ni del neoclasicismo realizado mediante una descripción donde se respira la emoción ante la pureza de lo primitivo y la belleza de las almas humildes, tal como había sido ya sentido en el Vicario Saboyano (I, 349).

Y a más de estos momentos, campeando por sobre la parte histórica, hay algo ciertamente notable que es constante a lo largo de casi todas las páginas, en particular en las de la Historia antigua: la in-terpretación de los agentes históricos como personajes, es decir, encar-nando un papel que por momentos pareciera responder a las viejas y clá-sicas categorías del héroe sometido a una moira o a un destino ineluc-tables. Pensemos en las figuras de Atahualpa, el hombre fiel a su palabra hasta su muerte; en el traidor Filipillo y su destino; en el fidelísimo general Calicuchima; en el ambicioso e inescrupuloso Pizarro, imagen acabada del aventurero; en el monstruoso Juan de Ampudia, lo más

36 Isaac Barrera. Historia de la literatura ecuatoriana. Quito, Líbrese (Madrid), 1979, p. 369— 373.

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bajo de la humanidad europea, que muere devorado por el caribe, a su vez, lo más bajo de la humanidad americana. Todos, con breves rasgos, resultan elaborados como personajes literarios y, por qué no decirlo, como personajes de un posible poema épico o de una novela.

¿Dejó de ser por esto Velasco un historiador? ¿Falseó los hechos y las imágenes de los héroes y antihéroes de su narración por haberlos asumido desde una reconstrucción, que corre los riesgos de ser acusada de visión subjetiva? Aceptarlo en esos términos sería tener un concepto bastante pobre del modo cómo se elabora la objetividad y es caer en un positivismo trivial, el de la "objetividad pura". Velasco cuando escribe, toma parte, se compromete en lo que escribe. Tuvo la más clara conciencia de que hacía la historia del Reino de Quito en nombre de una tradición que había sido aplastada y destruida: la de los vencidos. Es un continuador, sin duda, de esa historiografía que había en su momento intentado elaborar Jacinto Collahuaso, cuyo libro fue quemado "para escarmiento de los indianos a que no se atraviesen a tratar esas materias" (I, 345 y 432). 37 Esta misma historiografía que Velasco trató de reconstruir sobre la base de las tradiciones de un pueblo que era objeto principal de su historia como lo declara abiertamente (I, 351). Pero también era objeto principal de esa historia al hombre criollo, Velasco en persona y la clase social a la cual pertenecía, incluido por obra de la "calumnia de América", en una misma pretendida inhumanidad. La Historia del Reino de Quito es, por esto mismo, un alegato y desde él y por él se construye lo objetivo, con una congruencia total que hace que todos los momentos de la obra sean necesarios.

La impugnación contra la Historia que llevaron a cabo los "ultracríticos" pudo mantener la tesis de la mentira, en la medida en que no supo —y tal vez así lo quiso, aun cuando puede presumirse que no conscientemente— considerarla desde el punto de vista de la praxis literaria dentro de la cual se encontraba inscrita.

37 Sobre Jacinto Collahuaso, de quien la hipercrítica llegó hasta dudar de su existencia, cfr. Antonio Alcedo. Biblioteca Americana. Catálogo de los autores que han escrito de la América en diferentes idiomas, etc (1807)) Quito, Imprenta Municipal, 1964, Tomo I, p. 191.

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CAPITULO VII

EL "SISTEMA" DE JUAN DE VELASCO

nte la "calumnia de América" Velasco ha intentado mostrr, como lo hemos dicho, que el hombre americano posee lenguaje, hecho que supone necesariamente que ha codifi-cado su propia naturaleza y, en tal sentido, la ha convertido en un hecho cultural. Mas, no es suficiente esta vía. Se hace

necesario elevarse a otro plano para lo cual recurre a sus "meditaciones filosóficas" (I, 198). Por otra parte, frente al "sistema" que mueve a los calumniadores y que consiste en denigrar todo lo americano, él nos va a proponer lo que denomina "su sistema", desde el cual habrá de intentar, por otra vía y recurriendo a los instrumentos que le ofrecía la época, desenmascarar la calumnia en un nivel en el que no podía moverse al hombre vulgar, el de la teoría. No se trata ya de mostrar actualmente la historicidad de América y del hombre americano, sino de fundamentarla.

Las "meditaciones filosóficas" que nos presenta giran to-

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das ellas sobre el problema de las especies vivientes, en particular de los cuadrúpedos y constituyen un capítulo de la "filosofía de la naturaleza" típica del siglo XVIII. Adhiere Velasco a la doctrina variacionista de las especies, adoptando, básicamente, dentro de ella, las tesis de Buf-fon, hecho que llevó desacertadamente a González Suárez a declarar que Velasco era "evolucionista" y que había elaborado una doctrina de la "transformación de las especies vivientes, mucho más trascendental que la que después imaginó el famoso naturalista inglés Darwin". Tra-taremos de determinar en qué consistió el "evolucionismo trascenden-tal" de Velasco, tal como le llama el mismo González Suárez. M

Dos grandes tesis campean, entre fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, dentro de la historia de las ciencias de la naturaleza: la preformista o fixista y la variacionista o alteracionista. La primera sostenía, siguiendo el texto del Génesis, la invariabilidad y fijeza de las especies. La otra, ante el ensanchamiento cada vez más considerable del conocimiento de la flora y fauna terrestres y las dificultades de cla-sificación que ofrecían las especies que se iban encontrando, sostenía como un hecho evidente que había habido cambios en las formas origi-narias, dando lugar a especies nuevas. El alteracionismo no implicaba necesariamente la idea de "evolución", sino tan sólo de la "variabilidad" y mantenía como presupuesto que los posibles cambios lo eran todos respecto de las primitivas especies señaladas en el Génesis. En las primeras formulaciones de la hipótesis, la variedad era explicada, por lo general, con una "degeneración" de los tipos primitivos y no como un avance desde forma inferiores —biológicamente, se entiende— hacia for-mas superiores. De este modo, la primitiva tesis preformista se mantenía de alguna manera, aun cuando se reconocía que se habían producido cambios. La Historia plantarum generalis de John Ray (o Wray), aparecida en Londres entre 1686 y 1704, fue posiblemente, la exposi-ción más clara del variacionismo en su primera etapa. Más tarde, por obra principalmente de Linneo y sus discípulos, entre ellos N.E. Dahl-berg con su Metamorphosis plantarum de 1755, surgió la idea de que las variaciones de formas se debían a la aparición de híbridos fecundos que, en condiciones ambientales favorables, inauguraban nuevas especies. La variación no era, en este caso, entendida como una "degeneración", manteniéndose, por cierto, el presupuesto de la prioridad de las especies

38 Federico González Suárez. Historia General de la República del Ecuador. Libro VI, cap. III, parágrafo 2.

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EL HUMANISMO DEL SIGLO XVIII 137

originales, dentro de la formulación bíblica. Todo se entendía como una combinación de las formas primitivas, dentro de una tesis que tenía además evidentes resonancias platónicas. Las especies actuales habían dejado de "participar" de una sola "idea" y había algunas de ellas que participaban de más de una, sin que esto implicara infecundidad. Más tarde, ya en plena segunda mitad del siglo XVIII, Buffon que habría de adherir a la tesis variaciones que explicaba la aparición de nuevas especies mediante la hipótesis de los híbridos fecundos, entendió que el fenómeno no era exclusivo de los vegetales, como había sucedido en Lin-neo y su escuela, sino que también se daba entre los animales. De una manera ambigua y muchas veces caprichosa consideraba que las nuevas especies aparecidas por hibridación resultaban en unos casos, un "perfeccionamiento" respecto de las especies madres, y en otros, una "degradación" o "degeneración". A estas hipótesis se sumó ampliamente en Buffon la del clima como factor determinante, a la par del proceso de hibridación, y como una de las causas más evidentes del mejoramiento o decadencia de las especies nuevas respecto de las originarias. Curiosamente, el fuerte etnocentrismo que es visible en casi todos los grandes escritores europeos que integraron lo que podría entenderse como "pensamiento colonialista", llevó a Buffon a lo que podría denominarse, un tanto absurdamente, un "zoocentrismo". Las especies del Nuevo Mundo eran juzgadas partiendo preferentemente de las especies euro-asiáticas o africanas conocidas, como si éstas fueran sus "modelos".

Se mantenían vigentes ciertos prejuicios culturales deriva-dos de épocas anteriores al descubrimiento de América, según los cuales los tres "continentes", Asia, Europa y África integraban una trinidad, con resonancias teológicas, lógicamente, asumida por Europa. Por esta vía seguía, pues, vigente la tradición bíblica del origen de las primeras especies. En función de ello, ante las dos posibilidades de variación, la positiva y la negativa, y jugando de modo arbitrario con la teoría de los climas, las especies americanas acabaron caracterizadas, en general, como formas "degeneradas". Esto ha hecho precisamente que no se lo pueda considerar el sabio francés como "evolucionista".

Sin embargo, Buffon, sin superar aquella tendencia, intro-dujo dentro del variacionismo una problemática que acabaría por llevar-le a dar un importante paso. En efecto, su libro Teoría de la Tierra, del año 1744, planteó el problema del origen de nuestro planeta dentro de una concepción francamente evolutiva, ajena al concepto de "degenera-

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ción" o "decadencia", reconociendo épocas y períodos sobre la base de observaciones geológicas que suponían una teoría progresiva. Con sus tesis se puso en duda la doctrina diluvial bíblica, así como sus estrechas cronologías. A su vez, la convicción de Buffon acerca de la verdadera naturaleza de los fósiles, ya establecida en esa época y superadas las ex-plicaciones fantaseosas que habían generado, vino a reforzar el evolu-cionismo incipiente. Más adelante, cuando la paleontología adquiriera definitivamente status científico, quedarían dadas las bases para el paso del primitivo variacionismo, hacia el transformismo y el evolucionismo.

De la lectura de los textos en los cuales Juan de Velasco nos habla de sus "meditaciones filosóficas" y nos explica su "sistema", se desprende claramente que para él Buffon representaba, aun cuando no lo diga de un modo expreso, el máximo exponente de la ciencia de la época. Más aun, que la doctrina variacionista que trataba de explicar los cambios de las formas mediante la tesis de híbridos fecundos, y en relación con otros factores, entre ellos el clima, la tomó Velasco de la Histoire Naturelle des animaux. En efecto, rechaza la opinión de aque-llos que sostienen que la muía sea un animal infecundo y nos informa que "no es ajeno a este sentir —-vale decir el rechazo— el señor Buffon" (I, 200). "Es cierto e indubitable por una parte —declara Velasco— que se ven diversos partos nacidos de dos especies distintas y, por otra, no hay razón positiva para negar que pueden ser fecundos en su posterioridad. Verdad es que esto no podría verse ni observarse a cada paso y por eso son pocas hasta ahora desde la creación del mundo aquellas especies híbridas que resultan de las primeras. Para esto se necesita, sin duda, —añada aceptando otra de las hipótesis de Buffon— que concurran muchas circunstancias las cuales rara vez se pueden ver unidas como por ejemplo, tal clima, tal alimento, tal falta de compañía de la misma especie, tal disposición del cuerpo y sus humores, tal inclinación a efecto, tal proporción de cuerpos, de órganos y de otras circunstancias, de todas las cuales se hallan a oscuras aún los hombres más doctos" (I, 201— 202). Mas, mientras en todo esto acordaba con el célebre naturalista francés, en otras cosas mostraba Velasco la más total discre-pancia, y en puntos en los que justamente Buffon se nos presenta dando el paso abiertamente del primitivo variacionismo, a lo que podría entenderse como un pre—evolucionismo: la doctrina acerca de la formación de la tierra, que ponía en entredicho una lectura literal del Génesis y la cuestión de la verdadera naturaleza de los fósiles. De esta manera, Velasco venía a colocarse un paso atrás en el desarrollo de las ideas científicas de la época y su "sistema", nada nuevo por cierto,

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venía a ser una continuación del variacionismo en sus primeras formulaciones.

De todos modos, seríamos injustos si no supiéramos encon-trar el sentido de la posición de Velasco. Es necesario tener en cuenta que sus "meditaciones filosóficas" no eran propiamente una "filosofía de la naturaleza", sino, aunque no se lo vea de modo inmediato en los textos que estamos comentando, una "filosofía de la cultura" y hasta una "filosofía de la historia", y, más concretamente aun, una "filosofía de la cultura y de la historia de América". Buffon, aun cuando nunca del modo grosero como lo había hecho Cornelius de Pauw, había caído en la calumnia de América y era con sus propios aportes científicos que había que salir adelante si se quería rebatirla. Y sucede que para esto era necesario, no sólo aprovecharse de una doctrina como la de los hí-bridos fecundos, sino que había que regresar a principios establecidos en los textos bíblicos, puestos en crisis por Buffon, únicos, según enten-día Velasco, que permitían afirmar la total humanidad del hombre ame-ricano y la dignidad de la naturaleza americana. El paso atrás no era, pues, el resultado de una mera regresión científica, aun cuando de he-cho así sucediera, sino una necesidad dentro de la lucha contra los "filó-sofos antiamericanos".

De todos modos hay en Velasco un principio de compren-sión de la naturaleza humana desde un punto de vista biológico, en el sentido que Lamarck, su creador, dio a la palabra "biología". Mas, no significa este hecho que se colocara, antes de su época, en un "evolucionismo", tal como lo entendió con escándalo Leónidas Batallas, uno de sus defensores, quien trató de justificarlo echando mano de una teoría de la contaminación: "Muy raro es que el hombre, por sabio que sea, no llegue a contaminarse con los vicios y las preocupaciones del siglo" 39

En efecto, si el ser humano muestra una naturaleza animal, y su organismo posee similitudes con otras especies, no había por qué no aceptar que la doctrina de los híbridos fecundos podía cumplirse asimismo en él. "El horro, mayor entre todos los monos (ecuatorianos), dije al describirlo, la pasión que tenía por las mujeres; se refieren varios casos de haber sido violentadas por este animal, hallándose solas en las selvas, quién sabe si de una de estas violencias haya provenido el

Leónidas Batallas. Vida y escritos del P. Juan de Velatco. ed. cit., p. 139.

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hombre mono o cinocéfalo (sic), que es bien fecundo en su posteri-dad" (I, 201). Es importante observar sin embargo, que no se trata aquí de la teoría vulgar atribuida posteriomente a Darwin, de la "des-cendencia" simiesca del hombre, lo que se supone en este caso, no vendrían a ser un proceso "evolutivo", sino "involutivo". Sigue vigente en Velasco la creencia firme de que el hombre fue creado por Dios y puesto entre lo demás vivientes de la naturaleza, por un acto trascendente, mas, fue colocado a la par de aquéllos y, en tal sentido, no ajeno a leyes biológicas. El principio de la creación inmediata del hombre, surgido desde un primer momento "a imagen y semejanza" del creador, y no como fruto de una creación mediata en cuanto forma zoológica última de un primer acto de creación de la vida en general, se mantiene. De ahí que se niegue Velasco a aceptar que las diversas razas humanas sean "especies" diversificadas de un primer hombre, aun cuando pueda darse procesos involutivos como el señalado.

Frente a este modo de entender la cuestión, propia del va-riacionismo tal como es formulado por Velasco, el evolucionismo se caracterizó por la afirmación de un proceso general de producción de formas superiores a partir de formas inferiores, que no es ajena, como puede verse, en el mismo Darwin, a la afirmación de un acto divino inicial. Aquella tesis generó la búsqueda constante de los diversos "eslabones" de la cadena evolutiva, básicamente ayudada por las investigaciones paleontológicas, tanto la paleobotánica, como la paleozoología. El transformismo se organizó, además, manifiesta o subrepticiamente, sobre la idea del progreso, transferida del mundo cultural al natural. Todavía más: a pesar del "naturalismo" del que se ha acusado a los evolucionistas, en particular a Herbert Spencer dieron ellos un nuevo sentido a la "historia de los animales", haciendo de esta más propiamente un "historia", aun cuando esto se encontraba en germen en Buffon.

Difícil resulta, por tanto, considerar a Velasco como "evolucionista" en cuanto que ninguno de los rasgos señalados se encuentran en él. Hay un variacionismo de las especies, pero no existe la idea de una gradación que vaya de lo "inferior" a lo "superior", biológicamente con los eslabones correspondientes y no se puede hablar, por eso mismo, de una idea de "progreso". Tan sólo están dadas en él las categorías básicas sobre las cuales surgirían luego aquellas ideas: hay variaciones en las especies, esas variaciones no rompen con la unidad de la naturaleza, esta "no da saltos" y no hay una dicotomía absoluta entre naturaleza e historia.

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Las respuestas o los caminos que quedaron ya trazados a fines del siglo XVIII fueron: o se incorporaba la naturaleza como mo-mento de la historia, historizándola al estilo de Herder; o se la rechazaba haciendo de ella la antihistoria, al modo hegeliano; o, en fin, se hacía una sola cosa de ambas pero naturalizando la historia, que acabó siendo, ya avanzado el siglo XIX, la fórmula spenceriana.

De las tres respuestas, si se aproxima Velasco a alguna de ellas, es a la primera. No hay en él ideas de "progreso", pero a su vez se ha eliminado todo prejuicio negativo respecto de las nuevas especies. Pareciera ser la historia natural de Velasco una especie de historia des-coyuntada, en la que pueden señalarse cortas líneas de variación, y cuyos resultado son valiosos considerados en sí mismos. La unidad de la naturaleza, no está dada tanto por las serias "progresivas" de seres vi-vientes, como por las interrelaciones entre los reinos, en particular los correspondientes a aquéllos: el "vegetal, el "animal" y el "racional".

La doctrina de los híbridos fecundos, tomada por Velasco de Buffon, le condujo a aceptar la distinción entre especies originarias y especies derivadas, o como llama el naturalista francés a estas últimas, "especies intermedias" o "ambiguas" y a las que Velasco denomina "es« pecies ínfimas subalternas" (I, 177), "razas" o "especies híbridas" (I, 199 y 201) o, simplemente, "especies subalternas" (1,199). Esto significa que nuestro escritor compartía asimismo la teoría de Buffon de los "géneros" o "troncos originarios", que no eran ya, como había sucedido en la sistemática formal anterior, puros nomina, sino géneros reales. Claro está que esos géneros para el autor de la Historia natural de los animales eran tanto existentes como extinguidos, en función de la im-portancia creciente que iba tomando la paleontología, mientras que para Velasco, la segunda hipótesis era rechazada de plano. A eso se debe sin duda, que no utilice la terminología buffoniana, la de los "troncos originarios", y se remite siempre, como géneros primitivos, a los animales que entraron en el Arca, todos los cuales se suponía existentes al lado de sus formas híbridas.

Se había concluido de este modo en un reduccionismo de las especies, que para Velasco significaba, sin más, demostrar la verdad del Antiguo Testamento y a la vez se había encontrado una doctrina que permitiera explicar la existencia de animales que, sin duda alguna, no habían entrado en el Arca, "...reducidas todas las especies a un nú-mero proporcionado —afirma Velasco— diría que todas las demás eran

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razas híbridas o especies subalternas, resultantes de la diversa unión, o mezcla de las primeras. En este sistema —agrega inteligentemente— concibo graves dificultades, pero dificultades que pueden tener salida. En el otro común, las encuentro mucho mayores y no puedo hallar so-lución, ni veo que la den o pueda darla los señores naturalistas..." (I, 199).

Los dos sistemas que contrapone en este caso, son el varia-cionista, dentro del cual cree encontrar una salida, y el preformista o fixista. Es necesario, sin embargo, aclarar que frente al modo cómo se planteaba en Buffon el pretransformismo, y a la manera cómo surge aquí la "necesidad" del sistema, hay una diferencia sustancial. Velasco procede deductivamente y con una evidente tendencia especulativa, mientras que en aquél las hipótesis iban acompañadas de una cierta exi-gencia de investigación empírica.

La idea de que es posible la aparición de especies nuevas, sin que ello ponga en cuestión la tradición bíblica, se encuentra reforzada en Velasco con la aceptación de la existencia de los zoófitos. Como hace de modo frecuente, tiende a reducir la importancia de las fuentes contemporáneas y a remitir las ideas más osadas y escandalosas, a la au-toridad de los griegos. Recordemos que la afirmación de que la muía puede ser híbrido fecundo, si bien es tesis sostenida por Buffon, nos dice que era un hecho comprobado por Aristóteles (I, 200). Algo semejante dirá de los zoófitos o "plantas-animales" que "ya las conocieron los antiguos griegos, cuando se hallaron en estado de ser los maestros del mundo" (1,163). Mas, sucede que la tesis se encontraba también en Buffon, para quien no existía una frontera absolutamente definida entre los reinos animal y vegetal y era posible, por tanto, que se dieran formas de transición. Ahora bien, en general, desde el siglo XVII en adelante, y como se puede ver, por ejemplo en Linneo, la doctrina de los zoófitos surgió de un principio a-priori, el de que la "naturaleza no de saltos" y además de una necesidad de encontrar algún lugar dentro del sistema clasificatorio, de aquellos vivientes que no se sabía dónde ponerlos. Recién habría de adquirir esta doctrina status propiamente científico con el avance de los estudios de los microorganismos y, lógi-camente, con el perfeccionamiento de la microscopía. De todos modos, en los grandes naturalistas se acabó por eliminar definitivamente la rela-ción que la tesis de los zoófitos tenía con el amplio fantástico mundo de las metamorfosis tal como se había desarrollado dentro de la tradi-ción mitológico greco-latina, o de otras tradiciones incorporadas.

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A pesar de los ejemplos ciertamente fabulosos que nos pre-senta Velasco, se nota en él un esfuerzo por colocar la cuestión de los zoófitos fuera del mundo de la fantasía, aun cuando su naturaleza sea "cosa que suena a maravilla". Utiliza la palabra "metamorfosis", pero también habla de "transmutaciones", (I, 166) término que aparece pre-cisamente tan sólo una vez en toda la obra y en este lugar. Por otra parte, había aclarado antes el alcance que para él tenía lo "maravilloso" en la naturaleza: "lo cierto es —dice— que todo lo extraordinario se hace a los principios increíble, y parece maravilla, o porque es raro, o porque todavía no se descifra su arcano natural" (I, 158, cfr. 163—164 y 261).

De todos modos, Velasco no supera los límites, imprecisos en él, entre el conocimiento científico de su época y todo el mundo de la fantasía, tal como aparecía en un escritor de fines del siglo XVII, Carlos Gregorio Rosignoli, jesuíta italiano al que cita como autoridad y que había escrito unas Meraviglie della natura ammaestramenti di moralitá, publicado en Bolonia en 1706, en donde la naturaleza está al servicio de una intención edificante y hasta de la justificación de ciertas prácticas de la vida eclesiástica (I, 163; 166—167).

Los casos que da Velasco, aun cuando podrían tener algún principio de explicación, tal como lo muestra Fernando Ortiz Crespo, 40 caen todos bajo la observación que hicieron los académicos de Madrid, según los cuales no basta para el estudio de la naturaleza con ser virtuoso y veraz, para dar testimonio, sino que además hace falta método científico. En efecto, el escarabajo o langosta que se metamor-fosea en un árbol; la hormiga que se metamorfosea en bejuco; la flor que se convertía en el "pajarillo de Barbacoas" o picaflor y, en fin, los

Resulta interesante señalar que tanto la teoría de las metamorfosis, así como la de los híbridos fecundos, eran sostenidas también por Eugenio Espejo. La primera aparece en relación con el poder que tiene la naturaleza de producir nuevas enfermedades: "Todas las cosas de la naturaleza ofrecen a cada paso un conjunto casi infinito de prodigios y misterios"; en cuanto a la segunda, aparece como otra vía de explicación del surgimiento de enfermedades desconocidas o de enfermedades conocidas pero que ofrecen síntomas que podrían ser considerados anómalos dentro de la sintomatología establecida: "Podría suceder y sucederá efectivamente que también entre los insectos (es decir, entre los microorganismos), como entre los demás animales que vemos, haya mezcla de un insectillo de una especie con otro de distinta, de cuyo generativo resulte una tercera entidad o un monstruo en aquella línea" (Reflexiones sobre las viruelas, en Clásicos Ariel, Guayaquil, s/f, volumen 73, p. 63 y 70). Fernando Ortiz Crespo ha tratado de encontrar las posibles explicaciones de las metamorfosis mencionadas por Velasco. Cfr. "Anotaciones a la sección botánica y zoológica del Tomo I de la Historia del Reino de Quito", en esta misma obra, edición citada, tomo I, p. 453, notas 272, 273, 275 y 276.

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cabellos de mujer que se transformaban en culebras, momento en el que el propio Velasco no puede impedir la relación con la mitología griega recordándonos la cabeza de Medusa, son todos ejemplos que no sólo no podían ni remotamente convencer al mundo científico de la época, sino que resultaba además contraproducentes.

Una vez más cabe que nos preguntemos si estos ejemplos son fruto de la ingenuidad de una mente precientífica. Se hace necesa-rio recordar otra vez cuál es el motivo que mueve a Velasco a incorporar estos hechos y otros semejantes. Era necesario mostrar que la naturaleza americana era tan pujante y creadora como cualquier otra. Notemos, de paso, que en ningún momento, los casos de "transmutación" son presentados como casos de "degeneración", sino como manifestaciones del principio de variabilidad de las especies, sin el cual no se podía sostener ni la tesis bíblica, según pensaba Velasco, ni la existencia de vivientes distintos de los considerados coma "canónicos". Por lo demás, se trataba de ese conocimiento precientífico, al que concede en todo momento tanto importancia, el de la sabiduría vulgar, prueba irrecusable de la humanidad el hombre americano.

Ahora bien, ya vimos cómo Velasco había adherido a una distinción que le permitía hablar de especies originales y especies "su-balternas". Este sistema presentaba, según nos decía, "graves dificul-tades", aun cuando era el único que ofrecía posibles salidas. Cabe que nos preguntemos cuál es la principal aporía que encontraba. Podemos exponer la misma de modo muy simple: se había dado con una distin-ción fundamental entre las especies, pero se había perdido el criterio mismo de "especie". De acuerdo con eso, Velasco declara agudamente: "No hay hasta ahora regla cierta para hacer juicio de la verdadera diferencia de especies" (I, 199). El planteo provenía del mismo Buffon. Para éste, en efecto, en una primera etapa, y antes de adherir a la tesis de los híbridos fecundos, la especie se definía con claridad atendiendo a la filiación. La sucesión de padres a hijos, se le presentaba como una renovación ininterrrumpida, sin desviaciones de plantas y animales, cada una dentro, justamente, de su especifidad. Mas al aceptar como un hecho la posibilidad de variación y, por tanto, la quiebra del principio de filiación, que era la del sentido común como el mismo Velasco lo declara (I, 176), dejó de haber un único criterio para la definición de la especie y se hacía necesario atender a las presuntos "caracteres esenciales" de los que antes se había intentado prescindir. Pensaba Buffon en su primera etapa, que la semejanza era una "idea accesoria", lo importante

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era identificar la sucesión por filiación. Mas ahora, se planteaba el pro-blema de cómo determinar la diferencia entre las semejanzas accidentales y las esenciales. Claramente nos plantea la cuestión Velasco, a propósito del hombre. "Unos colocan —dice— el distintivo carácter en la notable desigualdad de los cuerpos, en la diversa configuración de los miembros, en la diversidad de las facciones, de los colores, del pelo, de las inclinaciones, de las propiedades, de los alimentos y del modo de vi-vir. Mas todas estas diferencias no son sino accidentes que pueden ha-llarse en los individuos de una misma especie, como por ejemplo, en la humana. Hay en esta, o a lo menos se dice que ha habido gigantes y pigmeos; unos son monstruos en miembros y facciones y otros no, son blancos en Europa, negros en el África y olivastros en América; unos tienen el pelo rubio, otros obscuros, otros negro y otros blanco, unos tienen pelo en casi todo el cuerpo y otros no lo tienen ni en la barba, unos viven como brutos y otros como racionales, y se alimentan en todo el mundo de diversísimos víveres, sin que de nada de todo eso, no por sus diversísimas inclinaciones o costumbres, pueda argüirse diversidad de especies" (I, 199).

Dos hechos debemos observar respecto de la posición de Velasco frente al problema. Uno de ellos, del que ya hemos hablado, su preferencia por el método descriptivo externo, que de todos modos era, sin duda, el más débil como para alcanzar una respuesta a la cuestión de los caracteres de cada especie. El otro, tiene un origen teológico y un sentido político. La unidad de la especie humana era una verdad de fe y como el mismo Velasco nos lo recuerda, la Iglesia misma la había ya afirmado canónicamente (I, 255). Por lo demás, una de las vías más fir-mes para vindicar a la América de las calumnias de los "filósofos antia-mericanos" residía precisamente en afirmar aquella unidad, apoyándose en todos los recursos posibles, tanto el teológico como el científico. Tal era el aspecto político de la cuestión. El criterio para la determinación de las especies quedaba colocado, pues, fuera del campo científico, aun cuando desde éste se intentara encontrar una respuesta.

En lo que se refiere al problema de las especies, Velasco se encontraba luchando contra dos frentes. Uno de ellos, al que se refiere denominándolo "sistema común", es el de los defensores del prefor-mismo o fixismo. El otro era el representado particularmente por Buf-, fon, de quien había tomado el mismo Velasco importantes tesis con las cuales estaba de acuerdo, aun cuando no lo diga expresamente. Las crí-ticas manifiestas que hace al naturalista francés, nunca tan acerbas ni

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tan justificadas como las que hace a de Pauw, tienen que ver todas ellas con el problema de la presunta naturaleza excepcional de América, que venía a justificar un tratamiento de nuestra realidad humana y geográfica al margen de proceso universal, como algo anómalo. Se relaciona, además, este rechazo con las condenaciones de que había sido objeto, en 1751, el libro Teoría de la Tierra por parte de los teólogos de la Sor-bona, que obligaron a Buffon a hacer una retractación pública, en parti-cular, de las extensas cronologías que atribuia a los procesos geológicos. Además, la vieja tradición del diluvio bíblico quedaba reemplazada por la teoría de un "océano universal", anterior a la aparición del hombre y por posibles diluvios parciales posteriores, que anticipaban la doctrina de las catástrofes de Cuvier. El primer rechazo general tiene que ver con la nueva cronología propuesta por Buffon en la Teoría de la Tierra, a la cual Velasco habrá de considerar como una "pura bufonada" (I, 259), siguiendo con esto un lugar común muy difundido entre los jesuítas americanos del extrañamiento y que los académicos de Madrid con-sideraron una falta de respeto reprochable. 41 Como nos lo explica, el hecho de concederle a la tierra "una edad más que avanzada", permitía con sus amplios márgenes temporales, suponer una población americana anterior al diluvio y, por eso mismo ajena a origen común del resto de la humanidad (I, 258); el segundo rechazo se relaciona con la tesis de po-sibles diluvios parciales y sus efectos en América, la que aparece enun-ciada de modo contradictorio en la Teoría de la Tierra (1744) y en las Épocas de la Naturaleza (1778), y que le lleva a declarar irónicamente que habría de aplicarle a Buffon el mismo criterio que Bossuet tuvo en cuenta para hablar de los disidentes del catolicismo en su célebre obra Las variaciones de las iglesias protestantes (1688) (I, 172 y 271—272); el último rechazo expreso tiene que ver con el fondo verdadero de to-

41El juego de palabras "Buffon—bufonada" fue utilizado por la casi totalidad de los jesuítas americanos expulsos en sus polémicas contra la ciencia natural de la época, en la medida que se había organizado como una ideología antiamericanista. Era lógico que a quienes esta ideología no les molestaba, les pareciera una falta de respeto inadmisible contra el gran científico de la época, bautizado como "El Plinio de la Francia". Clavigero caracterizo a de Pauw como un pretendido sabio que sazonaba sus discursos con todo lo que Buffon presentaba como negativo: "El es —decía— el filósofo a la moda y erudito, principalmente en materias en las cuales sería mejor que fuese ignorante, o a lo menos que no hablase. El sazona sus discursos con bufonadas y maledicencia. . . " (Citado por Antonello Gerbi. La Disputa de América, edición mencionada, p. 180); por su parte Fray Servando Teresa de Mier en sus "Quejas de los americanos", pone el siguiente diálogo: ¿Dónde ha leído Ud.— le preguntó un sabio eclesiástico en Madrid al Viajero Universal— el desatino de que ahora está más poblada la América que al tiempo de la conquista? Señor, en Buffon.— ¿Y no conoce Ud. que esa es una bufonada? "(Servando Teresa de Mier. Quejas de los americanos. México, Universidad Nol. Autónoma de México. Cuadernos de Cultura Latinoamericana, número, 56, 1979, p. 6).

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das estas disidencias: las consecuencias negativas que esas tesis tenían para el hombre americano, objeto de denigración, aun cuando Buffon no cayera en ésta con la violencia con la que se manifestaría en otros, como el mismo Velasco lo declara. En función de ello, rechaza la denominación de "Plinio de la Francia", como se lo había llamado al célebre naturalista: "Temo que este nombre le convenga más bien por las falsedades contra la América, que por su gran trabajo; y no hallo otra diferencia entre los dos Plinios, sino que el antiguo refiere a muchas fábulas por falta de crítica y sobre de buena fe, y el nuevo las refiere por sistema" (1,172). Curioso texto que nos da bastante que pensar, pues, sucede que el mismo Velasco podría ser acusado de caer en lo que le critica tanto el Plinio romano, como al francés. De hecho es así, mas, es necesario tener en cuenta que las fábulas que Velasco incorpora en su Historia, son las que esta historia necesita, dentro de lo que es la intencionalidad general de la obra, y que su "sistema", entendiendo por tal "espíritu de sistema", no ausente tampoco de Velasco, es la revisión ideológica del europeo colonialista.

Veamos, en primer lugar, las críticas al "sistema común" que mencionamos antes. Este, decíamos, es el de los fixistas. La discusión contra los mismos se apoya en una lectura literal del Génesis y sobre la base de un cálculo, que no deja de ser irónico, que para ellos debía ser convincente. Fernando Ortiz tiene razón en recordarnos "el dogmatismo imperante en los tiempos del autor" (I, 462), que explica esta réplica. En efecto, si en el mundo existen más de 100 especies de monos, tal como se "ha comprobado" y ellos tienen que derivar todos directamente del Arca de Noé, sucede que éste tendría que haber metido en ella, antes de que comenzaran las lluvias diluviales, no menos de 400. Esto siempre que aceptemos que hubieran sido declarados los simios como animales "inmundos", de los que sólo se introdujeron dos parejas por especies. Ciertamente, si hubieran sido considerados como animales "mundos", el número hubiera ascendido a 1400, pues, el Creador dispuso que de éstos se salvaran siete parejas. Frente a tal cálculo que podemos ampliarlo todavía, hipotéticamente, a los centenares de otras especies animales, no cabe duda que se debía aceptar el variacio-nismo y el transmutacionismo, y por ende, la "reducción" de las especies originarias a las que buenamente cupieron en el Arca.

Por otro lado, frente a las tesis de Buffon que Velasco re-chaza, era necesario probar que las 40 especies de cuadrúpedos que el naturalista francés consideraba propias de América, provienen de aque-

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lias originarias contenidas en el Arca de Noé. Esas tesis, resumidas, son: América no habría padecido la inundación de las aguas (el diluvio ha-bría sido uno, pero parcial) y en ellas se habrían salvado 40 especies prediluviales; las 40 especies americanas, habrían salido del Arca (el di-luvio habría sido universal), pero se habrían extinguido en el "antiguo continente" por causa del clima y habrían sobrevivido en América (I, 202) y, por último, América habría padecido un diluvio tardío respecto del bíblico (habría habido un diluvio universal y luego un diluvio par-cial). Esta era la tesis sostenida por Lord Bacon en su utopía La Nueva Atlántida, conforme con la cual, las tierras americanas como consecuen-cia de haber padecido un diluvio posterior, aún se encuentran húmedas y pantanosas. Las especies americanas han salido del Arca, mas han su-frido un proceso de degeneración debido a la juventud de los terrenos, o su formación geológica incipiente (I, 271—272 y 317).

Todas estas tesis son insostenibles. No queda más que una sola posible explicación que es la que deriva de la idea de un proceso uniforme para todo el globo terráqueo, dentro del cual América, no es en ningún momento una excepción ni en cuanto a la universalidad del diluvio, ni en cuanto a la naturaleza de los climas o terrenos, tesis que es, por lo demás, totalmente compatible con las del variacionismo, tanto la de la hibridación fecunda, como la de la transmutación o meta-morfosis. Buffon ofrecía, a pesar de todo lo anterior, la hipótesis verda-deramente satisfactoria aún cuando no hubiera sido congruente en su iplicación. No cabe duda que el esfuerzo de Velasco en todas estas dis-quisiciones polémicas tenía como objeto principal afirmar la no-excep-ionalidad tanto de la naturaleza como del hombre americano.

En resumen, los preformistas no tenían explicación posible para la inmensa variedad de las especies que pueblan nuestra tierra, y Buffon y sus seguidores menores, que sí tenían en sus manos una hipó-tesis aceptable para resolver aquel problema, habían caído en una com-prensión de la naturaleza americana como anómala. Planteadas así las cosas, no podemos menos que darle a Velasco toda la razón, aun cuan-do los recursos de las cuales hecha mano no sean propiamente científi-cos. Quedaba sin embargo, todavía otra crítica que había que hacerle a Buffon. Este, con acierto, había lanzado la teoría de la reducción de las especies originarias, mas al tratarse de las "especies subalternas" o deri-vadas por variación de las primeras, se había quedado corto en la enu-meración. Los animales americanos, no sólo mostraban una estructura

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endeble o poco desarrollada biológicamente, sino que, además, eran "es-casos". Velasco saldrá, pues, ahora a rebatir el cálculo de Buffon que le había llevado a hablar de 40 especies de cuadrúpedos para nuestra América. Y vendría nuevamente a tener razón y, en este caso, con un apoyo empírico. "La prueba de la suma escasez que asegura el nuevo Plinio -dice hablando de Buffon—, consiste, en que habiendo pasado perso-nalmente revista a todas las especies de cuadrúpedos, que hay en las cuatro partes del Mundo, no llegan sino a 200 y esto, metiendo ocho es-pecies disiii^os de sólo murciélagos de la Europa. De estas 200 especies, quiere que solamente las 70 se hayan hallado en América, de las cuales quita por sólo título de preferencia, las 30 especies, que dice ser comunes a las otras partes, y le deja a la América como propias solas 40 especies. Es verdad que esta opinión mantenida por tantos años, y en tantos tomos de su Historia, la reforma últimamente en su nueva obra Épocas de la Naturaleza en que se extiende ya a darle a todo el Mundo 300 especies de cuadrúpedos..." (I, 172). La crítica de Velasco no apunta al hecho de que como fruto de sus últimas investigaciones haya encontrado Buffon nuevas especies, sino al hecho de que las tales especies serían producto fecundo, de modo exclusivo, del "viejo continente". "Tanto es lo que ha mejorado el antiguo mundo —comenta Velasco— de climas en tan pocos años, bien que el perverso del nuevo no haya contribuido con nada para el aumento de ese número". (1,172).

Velasco traerá como prueba de la abundancia de cuadrúpedos americanos, no sólo sus propias tablas clasificatorias en las que ha alcanzado a mencionar como propios para el Reino de Quito la cantidad de 90 especies distintas, sino también las investigaciones del Abate Cla-vigero, que ha alcanzado a enumerar, para toda la América, incluyendo lógicamente las de la Nueva España, 142 especies (1,174—175).

Antes de hablar del tema del clima, y la crítica que se hace a Buffon, es conveniente considerar al problema, que hemos mencionado varias veces, de la lectura literal de la Biblia que interesa de modo directo para la comprensión del "sistema" de Velasco. Ya sabemos que esta exigencia de literalismo es uno de los aspectos en el que el humanismo ilustrado regresó al humanismo renacentista.

Una vez más se enfrenta aquí contra los preformistas o fixistas, por una parte, y contra los "filósofos del siglo", por la otra. Tanto unos como otros han pretendido torcer el verdadero sentido de los textos del Génesis mediante lecturas "hiperbólicas" o alegorizantes.

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Frente a ellos, Velasco, sostendrá la exigencia de una "lectura literal". "Quieren entender en sentido hiperbólico los textos del Génesis sobre el diluvio"... pero "los textos del Génesis son tan claros y precisos que no hay cavilación que pueda eludir su literal sentido" (I, 262 y 263).

Los fixistas pretendían explicar de alguna manera el in-creíble hecho de que pudieran entrar en el Arca cuantos animales hay y se ven sobre la tierra, hecho absolutamente imposible, si nos atenemos a una lectura lisa y llana del texto correspondiente. De este modo, los fixistas venían a ser, según parece, alegorizantes. Por su parte, también lo eran los "filósofos del siglo ", que pretendían probar la no-universa-lidad del diluvio. Velasco sostendrá exactamente la misma tesis que por esos mismos años defendía Eugenio Espejo: "Son viciosos --decía éste en la Ciencia blancardina— los pensamientos que traen consigo los hi-pérboles" (p. 162). Tanto el uno como el otro, se nos presentan reac-cionando contra el lenguaje del barroco.

La problemática de la "lectura literal" de la Biblia es pues, típica del pensamiento ilustrado y se relaciona muy directamente con la lucha contra el "probabilismo" y en favor de un regreso a la vida de los primeros cristianos. No es ajena tampoco aquella lectura, al vasto proceso de reforma eclesiástica, conectado con planteos regalistas muy propios de la segunda mitad del siglo XVIII. Ahora bien, dos fueron las líneas del "literalismo": una de ellas que acabará en la herejía sociniana, que exigía una adecuación de los textos a las "ideas claras y distintas" cartesianas; y la otra, en la que, con diversas variantes, se esforzará por encontrar una conexión entre lo que sería una lectura "literal directa" y la tradición hermenéutica establecida por los Padres de la Iglesia. Es decir, la Iglesia primitiva había "leído" sin hipérboles, en cuanto que fue la Iglesia de los simples de corazón, y a ella se debía regresar.

Un texto dice lo que en él está escrito, y no lo que noso-tros le agregamos. Si aparece un "todo" ("todos los hombres", "toda la tierra" "todos los animales", etc.) y el mismo no se encuentra expresa-mente "contraído" será ineludiblemente un "todo total", y nunca un "todo parcial". Reducirlo en su extensión, por nuestra cuenta, es hacer "lectura hiperbólica". Sin embargo, de acuerdo con los partidarios de la no-universalidad del diluvio, había textos bíblicos en los que se estaba mostrando la necesidad de tal lectura. Para probar esto descoyuntaban un texto en dos partes, suponiendo ser la primera, el texto propiamente dicho y la segunda, su "lectura". Uno de los ejemplos que nos

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pone Velasco es del Deuteromonio: "...haré —dijo Dios a los israelitas— que vuestro temor y terror se extienda y dilate sobre toda la tierra donde/pongáis vuestro pie" (11, 25). Como decíamos, para los alegoristas la cesura que hemos puesto en el texto marca dos niveles distintos, en cuanto que con ella concluye el verdadero y lo que sigue es su explicación. De este modo el uso del "todo" ("toda la tierra") no es de sentido literal, sino necesariamente alegórico. La respuesta de Velasco es muy simple: la distinción entre las dos partes del texto es fruto de una lectura "infiel y maliciosa" que pretende mostrar la necesidad del alego-rismo como algo que ya se encuentra en el mismo Testamento, como sistema de lectura. Mas, no hay tal, no hay para qué "dividir" artificialmente un texto que no lo necesita. El "todo" que en él aparece, no as un "todo total" que debamos entender alegóricamente como "parcial", sin que el "donde pongáis el pie" integra el texto y no es, por tanto, una explicación externa al mismo. En función de eso, un texto como el del Génesis 7, 21—23: "Pereció todo hombre que fue creado sobre la tierra, desde el hombre hasta los ganados, desde los reptiles hasta las aves del cielo...pereció toda carne...todas las cosas (los vivientes) que están en la tierra fueron consumidos...y se consumió toda carne...todos los hombres y todo cuanto vivía sobre la tierra seca", no quiere decir: "todos los hombres", o "todos los vivientes" de la tierra de Noé, sino simplemente "todos los hombres", etc., con su total universalidad.

De acuerdo con el sistema de lectura literal de la época, cabía recurrir a la tradición hermenéutica de los Padres, cosa que Velasco hace marginalmente (cfr. I. 262), y prefiere dar fuerza a otro tipo de tradición, la de los indígenas americanos, según la cual hubo un diluvio universal, del que se salvaron unos pocos (I, 266—269). De este modo no se aparta de la tendencia, dentro de lo que era para entonces una de las líneas ortodoxas de la lectura del Testamento, que partía de la supo-sición de una congruencia entre la literatura del texto y la primitiva tra-dición. Lo nuevo sería aquí una equiparación entre el valor testimonial de los Padres y el de las tradiciones americanas.

Los partidarios de la lectura hiperbólica, en este caso aqué-llos a los que denomina "los literatos del tiempo", han caído en un modo de pensar "desviado de la sana teología" (I, 258). Una vez más, la intencionalidad que mueve a Velasco es la defensa de la humanidad del hombre americano. Una lectura no literal concluía en la realidad anómala de la naturaleza de América, más aun, justamente porque se lo quería probar intencionalmente, se exigía lo hiperbólico. La lectura

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alegórica era, pues, sin más, en este caso una lectura ideológica.

Otra de las disidencias que Velasco declara a cada paso, en contra de Buffon se refiere al problema de los climas. Ya vimos que el naturalista francés no sólo consideraba que la aparición de nuevas espe-cies dependía de procesos de hibridación fecunda, sino que éstos debían estar acompañados de condiciones ambientales. El mismo Velasco par-ticipaba de esta tesis, tomada del propio Buffon. De este modo, la hi-bridación era un hecho un tanto accidental, que quedaba supeditado al clima, factor mucho más decisivo y conformador, que permitía o no la secuencia generacional de las nuevas especies.

Ahora bien, la crítica de Velasco no irá contra esa tesis. Apunta al uso caprichoso y discriminatorio de la tesis de los climas en el que había caído Buffon, y con él sus seguidores menores. En general, dentro de esa posición, el clima americano era considerado en sus efec-tos, ya fuera en sí benigno o maligno, como enervante, deprimente, causa de procesos de degeneración, o por lo menos, de limitación del desarrollo orgánico de plantas y animales. Y lo más grave de todo esto radicaba en que, consecuente con el espíritu arbitrario que dominaba la aplicación de la tesis de los climas, se presentaban en Buffon lamentables contradicciones. Comentando textos de los tomos 12 y 18 de la Historia natural de los animales y otros de las Épocas de la naturaleza, Velasco nos dice que el naturalista francés "solo absorto en el sistema del perverso clima, dice que en la América, el león, el tigre y la pantera, no son terribles sino en el nombre, porque la benignidad del clima los ha hecho menos crueles que el África. Esa benignidad o perversidad de climas, dice en otra parte, no sólo ha escaseado las especies, sino que las pocas que hay, las ha degenerado, de modo que son imperfectas, siendo casi todos los animales privados de dientes, de cuernos y de rabos, con las figuras extravagantes y con los miembros desproporcionados, sin si-metría. Son éstos, añade, casi todos pequeños, porque el mayor que se encontró fue solamente el tapir o danta, y lo que se observa con los propios del país, sucede con las especies transferidas del antiguo continente, como son los caballos, asnos, toros, ovejas, puercos y perros, que son considerablemente menores sin excepción. Olvidado luego de esta regla rigurosa, hace él mismo varias excepciones, y pondera lo bien que han probado allá varias especies. Afirma diversas veces, que hubo antigua-mente en América cuadrúpedos mucho mayores que todos los que se ven en el otro continente, por las osamentas que se han desenterrado en diversos sitios; y resuelve, que era allí verdadero elefante el animal que

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el señor Müller llama mammout, el cual según sus observaciones, era lo menos seis veces mayor que el del continente antiguo. A veces determina que son de una sola especie varios animales que son muy diferentes en todo; y otras separa en diversas clases, lo que apenas son individuos de una. Tal vez achica un animal, que él mismo ha descrito corpulento y no guarda jamás coherencia en sus aserciones, ni en su sistema" (1,173-174).

El rechazo de la teoría de los climas, atendía a dos aspec-tos: el primero, de fondo, el determinismo sobre el cual había sido montado y el otro, una caprichosa generalización que lleva al desconoci-miento de la variedad de climas, incluso en Europa. Al repudiarla, se venía a impugnar no sólo a Buffon, sino también a Montesquieu, su con-temporáneo, a quien el naturalista creía haber completado en el campo de la zoología. 42 La polémica contra el determinismo climático, iniciada por Velasco contra Buffon, y seguida luego por Eugenio Espejo y, más tarde, por Juan Montalvo, contra Montesquieu, muestra una línea continua, no interrumpida, dentro del pensamiento filosófico político ecuatoriano y latinoamericano.

Claro está, que frente a las calumnias del "más acérrimo enemigo de la América", el germano de Pauw, quien de Buffon sólo to-maba las "bufonadas" y las llevaba a los últimos extremos posibles, el gran naturalista gracias a sus incertidumbres aparecía colocado por en-cima de sí mismo. De Pauw, por el contrario, no mostrará ninguna y como calumniador, será perfectamente coherente. Mucho era lo que debía, por cierto nuestro Velasco el célebre y fecundo autor de la His-toria natural de los animales. La deuda, aunque no la declare, queda justamente expresada en la distancia que siempre se cuida bien de poner entre aquél y un hombre vulgar, que nada aportó a la ciencia, pero que tanto daño hizo a la América, Comelio de Pauw.

Concluiremos estas páginas sobre el "sistema" de Velasco ocupándonos de uno de sus intentos clasificatorios, relativo en este caso a los cuadrúpedos, el de los camélidos. Conforme con la exigencia de referir las especies a lo que en Buffon se llamaron "troncos originarios", llevando a cabo con esto una reducción de los géneros, propone nueve grupos cada uno de los cuales aparece presidido por el cruadrúpedo que

42Cfr. Antonello Gerbi. La Disputa de América, ed, cit., p. 27.

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se supone ingresó en el Arca y del cual los demás serían "especies subal-ternas" nacidas por hibridación fecunda. Cuál sea el valor científico de este "sistema" al que Velasco denomina "mi sistema", ya lo hemos se-ñalado. Lo interesante radica en que nos dice que corre el riesgo de que el mismo aparezca como "paradoja o extravagancia", con palabras que sin duda están referidas a los preformistas (I, 199). Frente a éstos, su posición es de avanzada, aun cuando lamentablemente no hubiera dado un paso más cuidadoso hacia la sistemática de la época, cuyo nivel era, fuera de toda duda, indiscutiblemente superior a sus deficientes esquemas va-riacionistas. Mas, dejemos de lado una crítica que si bien puede ser sos-tenida con fundamento, no da la verdadera clave. Lo que queremos mostrar es, justamente, que Velasco no se salió del variacionismo y que no puede atribuírsele, como ya lo hemos dicho, un evolucionismo. Este ultimo, no se justifica ni aun cuando lo consideramos "trascendental", como le llamó González Suárez, posiblemente por no haber abandonado Velasco las tesis creacionistas.

Pues bien, en su "sistema" coloca "en una sola especie", según sus palabras, el camello, seguido en la enumeración, de la llama, el paco, el guanaco, la alpaca, y la vicuña (1,199). No se trata, en ningún momento, de retroceder más atrás del camello, puesto que detrás de éste no hay nada. Lo único que se puede hacer es tratar de determinar lo que le sigue en el proceso de variación que ha sufrido este tipo de cua-drúpedos. Ahora bien, ¿cómo se da la secuencia posterior? Descarta la hipótesis de los indígenas, la de que "sólo procrea cada uno con la com-pañía de su misma especie", es decir, la llama macho con la llama hem-bra, etc., nos da a conocer tres que suponen, todas ellas, una seriación derivada de dos momentos de hibridación fecunda. La primera, com-pletamente hipotética, se habría dado entre el camello y "otro animal menor", de quienes habrían surgido la llama, el paco, el guanaco y la vi-cuña (I, 202). Surge de la tesis que se trata de un "animal menor" dife-rente para cada uno de los camélidos americanos mencionados y, ade-más, que la cópula entre el viejo camello bíblico y esos hipotéticos ani-males menores, no pudo tener lugar en América, donde nunca estuvo aquél. Todavía podemos agregar que la suposición de los animales "más pequeños" con los que se habría unido, al no saberse quiénes habrían sido éstos y al no afirmarse su existencia actual, pareciera estar insi-nuando algo que Velasco rechazó en todo momento, la posibilidad de especies extinguidas.

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La clasificación de los camélidos americanos muestra los escasos márgenes del variacionismo de Velasco. No hay en él una idea de un proceso general unitario de cambios, sino que se limita a esquemas cortos y parciales, en relación con ciertos grupos de animales que considera afines. La sistematización se muestra en él muy lejos de una visión totalizadora de las especies vivientes, la que sólo se habría de alcanzar cuando se incorporan todas las riquísimas y asombrosas sugestiones que habrían de ofrecer las especies extinguidas, aspectos que caracterizaron precisamente al evolucionismo y que se encontraban anticipados en Buffon.

¿Todos estos híbridos podían ser considerados como "es-pecies degeneradas", tal como en algún momento lo creó Buffon? Velasco parte del presupuesto contrario. Si se trataba de animales degenerados, había que aceptar que la primera generación, la surgida de la combinación entre el camello y aquellos "animales menores", no era de degenerados americanos. En todo caso, ya habían llegado así a estas tierras. Por otra parte, los camellos saharianos llevados al Perú en el siglo XVI, no se extinguieron por degeneración, sino posiblemente, por malos tratos o descuido, tema éste del que se ocuparían también Clavi-gero y Molina. ** Por lo demás, el mismo Buffon, en una de sus últimas obras, las Épocas de la naturaleza, por reacción contra las exageraciones de de Pauw, había dejado de hablar de degeneración al referirse a las especies americanas, y prefería señalar en ellas tan sólo una cierta "debilidad" o "inmadurez". Por último, los compañeros de lucha de Velasco, Clavigero y Molina, se habían preguntado, recurriendo a una defensa de carácter estético, cómo era posible que siendo los camélidos americanos "degenerados" fueran realmente bellos, mientras que el camello se les presentaba como un verdadero "monstruo". 4B

Una vez más hemos de decir que una crítica hecha desde el punto de vista de la ciencia natural de la época, respecto de la cual Velasco se encontraba, en verdad, todavía un paso atrás, no nos entregará nunca la clave para la lectura de la Historia del Reino de Quito. La intencionalidad que la mueve es la de lograr contrarrestar la "calumnia de América" organizada en todos los planos teóricos de entonces, por los

44 Cfr. Antonello Gerbi, La Disputa de America, ed. cit. p. 53 note. Cfr.

Antonello Gerbi, La Disputa de América, ed. cit. p. 183, y 270.

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"filósofos antiamericanos". América y su hombre, no eran una realidad anómala. Que nuestros camélidos derivaran del camello, era un modo de afirmar que el indígena descendía de Adán, primero, y después de Noé y sus hijos. No estaba fuera de la historia de una misma humanidad. Y era un modo de defender una naturaleza, acusada de degenerar antes y después a todo el que la pisara: primero, al ya antiquísimo hombre americano que la ocupó viniendo del Asia y después, al nuevo hombre venido de Europa. Ni el indígena, ni el criollo, Velasco en persona, eran degenerados.

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CAPITULO VIH

VITALIDAD Y FECUNDIDAD DE LA TIERRA AMERICANA

uffon había dicho, al hablar de la América del Sur: "la na-turaleza viva es aquí mucho menos activa, mucho menos variada y hasta podemos decir que mucho menos fuerte".46 Estas generalizaciones son justamente las que tratará de

rebatir Velasco. Ya vimos su esfuerzo por incorporar a la tierra americana y su hombre dentro de una historia universal. Ahora se trata de probar que esa tierra muestra una fuerza y una pujanza creadoras que no la desmerecen frente a cualquier otra tierra del planeta. Y, más aun, en algunos casos, esa tierra posee una virtud que no tienen otras en cuanto a impulso creador. Isaac Barrera ha notado, con acierto, que en Velasco hay una "cierta ingenuidad pan-teísta", que anticipa, como decíamos nosotros, las filosofías de la naturaleza que habrán de elaborar más tarde los románticos. 47

46AntoneUo Gerbi. La Disputa de América, obra citada, p. 4 Cita de las Oeuvres Completes de Buffon, vol. XV, p. 429.

47 Cfr. Leónidas Batallas, obra citada, p. 50.

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La comprensión de la naturaleza americana se relaciona en Velasco, además con una revaloración del trópico, sin que podamos acusarle de esa desviación lamentable que fue y es el "tropicalismo". Es también Barrera quien con no menos acierto ha señalado que la "credulidad" que se nota en Velasco se relaciona con una naturaleza exuberante, esa misma naturaleza "lujuriosa" o "excesiva" que en un momento causó el asombro de Alejandro Humboldt. "Nada extraño pareciera que en esta naturaleza bravia y desconcertante —nos dice hablando de las no menos desconcertantes metamorfosis que nos presenta Velasco— un animal se convierta en árbol o las flores de un árbol se hicieran mariposas y pájaros".48 ¿Se ha notado que esta capacidad poiética de la naturaleza no aparece escindida de la vena poética que se recubre con el manto de los hechos científicos? El análisis ideológico de la Historia del Reino de Quito salva sin dudas a su autor de las ingenuas acusaciones de falta de "veracidad" o de "objetividad". La Historia es, desde ese punto de vista, "verdadera" en todas sus partes, a pesar de los enemigos de las leyendas y tradiciones sobre los que se monta necesariamente.

Un doble camino recorre Velasco para defender a su Amé-rica: mostrar, como ya hemos tratado de probar desde diversos puntos de vista, que el origen de todo lo americano es uno con el comienzo de todas las demás variedades humanas y animales, y a su vez, que estas tie-rras nuestras no poseen un poder demoníaco de degeneración, sino todo lo contrario. No trepida en afirmar que ellas son capaces de dar mayores y mejores frutos que las de la Europa misma. Era necesario revertir —no simplemente invertir— el discurso colonialista, elaborar nuestro propio discurso, el que no podía hacerse sin comenzar por una autoafir-mación de la realidad americana.

En función de esto denuncia a aquellos que "ligeramente escriben mil falsedades", como es el caso de Francisco Hernández, quien en su Historia latina natural de México "asegura que los cocos fueron transplantados por los españoles de la India Oriental a la Occi-dental" (I, 132). Del mismo modo, "algunos mal informados, han juz-gado no ser el plátano originario de América..." (I, 148); y Raynal se engaña cuando afirma que el añil fue transplantado de la India Oriental a la América, pues, a esta planta los "indianos la usaban para sus tintur-

48Isaac Barrera. Historia de la litaratura ecuatoriana. Quito, Libresa (Madrid. 1979, p. 369.

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ras desde tiempo inmemorial" (I, 112). Se trataba de rescatar para América frutos que la "malignidad" había llevado a declarar de origen foráneo.

Dentro del mismo espíritu nos habla de una especie de avellano, denominado dindi, cuya fruta "es mayor y más gustosa que la avellana de Europa" (I, 140); de una planta a la que denomina con nombre castellano guinda y, respecto de la cual aclara que es "muy se-mejante a la europea, con la diferencia de ser mayor y de rojo muy en-cendido" (I, 142); se refiere a un árbol al que se lo llama uva cayroma y que "da el fruto en grandes racimos, muy semejantes a la vid europea. El gusto y calidad de esta uva —comenta— obligan a confesar a cuantos la comen, ser muy superior a todas cuantas especies se conocen de uvas" (I, 151). Por lo demás, el suelo americano, comparado con el europeo, es feraz y no exige excesivo trabajo. "Las tierras de América, como vírgenes, no se deben comparar con las de Europa, ni menos con las del Asia, para el trabajo de cultivarse. En Europa son necesarios comúnmente tres y cuatro pares de bueyes, que profunden (sic) mucho, en grandísimos arados y rejas. Allá basta y sobra un ligero y superficial movimiento de la tierra, en algunas partes... En otras partes ni aun eso se necesita" (I, 386). Como puede verse, la pasión reivindicatoría de nuestro Velasco le llevaba a generalizaciones, que aun cuando tenían un principio de verdad, corrían el riesgo indudable de ser rebatidas.

Por otro lado, así como intentaba rescatar para la América aquellas frutas que se decía venían del Oriente y que no eran por lo tanto naturales de nuestras tierras, en sentido inverso tratará de rebatir la tesis de que las enfermedades, en particular el temido morbo gálico, hubieran tenido su origen entre nosotros. La sífilis la trajeron los españoles, aun cuando no se les acusara a éstos de ser propiamente sus padres. Dentro de la absurda pasión por buscar la nacionalidad de las enfermedades —verdadera enfermedad de la época— Velasco eximirá a los españoles, francesas y napolitanos y afirmará que el clásico "mal venéreo" debe llamarse "mal anglicano" (I, 325; 328 etc.). La sífilis era inglesa. 49

4 Eugenio Espejo en sus Reflexiones sobre las viruelas se ocupó también de la sífilis y del problema de su origen. Rechaza igualmente que el "mal venéreo" haya tenido su origen en América y le parece que la afirmación de "que el contagio venéreo le trajeron de Europa los españoles a las Américas", "tiene para con nosotros muchos motivos de ser creído". Sin embargo, poniéndose en una actitud más amplia que la de Velasco, rechazará las denominaciones vigen-

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El espíritu vindicativo no podía dejar de lado nuestra fauna. Célebres son las páginas en las que Buffon había decripto al león afroasiático, admirado como "rey de los animales", frente al cual el llamado "león americano" resultaba un pobre gato desmelenado. Había perdido hasta el rugido. Para el admirado naturalista era evidente que los animales europeos, tanto los que llegaron a América en tiempos lejanos como los llevados luego por los españoles, habían degenerado. Las pruebas resultaban inconcusas. Si atendemos a los primeros, no se podía afirmar que hubiera "verdaderos monos" en las selvas del Nuevo Mundo; si se consideraba a los otros, estaba ahí la prueba irrefutable de la carne desabrida y poco alimenticia del buey, venido a menos en tierras americanas. Hegel habrá de copiar al pie de la letra en sus Lecciones de Filosofía de la Historia Universal todas estas afirmaciones. "Se asegura —decía el filósofo alemán— que la carne de los animales es aquí (en América) menos nutritiva que en el mundo antiguo; existen, en efecto, cantidades inmensas de bovinos, pero un pedazo de vaca europea es una verdadera golosina".50

Velasco no habrá de rechazar la descendencia de nuestro puma; su antecesor era el que había salido del Arca. Mas, habrá de afirmar que sus ejemplares no ceden "en corpulencia a ninguno de los africanos que yo he visto en Europa" y que "son tan temibles como las (fieras) africanas. (I, 179); en lo que se refiere al puerco—espín o cas-hacuchi "es tal cual de grandeza y en todo lo demás como uno que he visto en Europa, sin que haya degenerado en nada" (I, 187); por su parte, al mono horro, tal como se lo llama en Guayaquil, "parado, es de la estatura de un hombre" (I, 188); el cerdo ha mejorado y declara que ha visto en América "algunos mayores que en Europa" (I, 198), y hasta los despreciables pericotes "han mejorado en la Provincia de Guayaquil" (1,198), prueba que, en verdad, se podía volver en contra de la tesis que pretende apasionadamente defender Velasco. El dolorido desterrado

tes: "morbo índico", "morbo gálico", "morbo napolitano", etc., por entender que ellas provienen del hecho de la presencia de la enfermedad en ciertas regiones o países y no de que su origen haya estado en ellos. En cuanto al origen se remite a la antigüedad clásica y recuerda que el mal venéreo ya había sido descrito por Hipócrates. En última instancia es tan antiguo como la humanidad y no es ajeno a las consecuencias del pecado original. De esta manera Espejo salía también en defensa de la naturaleza y la humanidad americanas. Cfr. Eugenio Espejo. El Nuevo Luciano de Quito. Guayaquil, s/f. Clásicos Ariel número 73, texto de las Reflexiones, p. 101 y sgs. 50 Hegel. Lecciones de filosofía de la historia universal. Madrid, Revista de Occidente, 1949, tomo I, p. 86.

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había recorrido los museos italianos —recordemos que nos cuenta que en uno de ellos había podido observar al cocodrilo del Nilo (I, 217) —movido incesantemente por su pasión reivindicatoría de su lejana patria.

Hay un tema, sin embargo, respecto del cual Velasco tenía que darles la razón a los "filósofos modernos" promotores de la calumnia: el de los reptiles. "Ha llegado un punto de no tener contradicción con los filósofos antiamericanos. Ninguno de ellos pondrá en duda cuanto yo dijere de grande sobre el presente asunto. Su sistema es achicar todo lo bueno y abultar desmedidamente todo lo que tiene de malo y de molesto para la vida humana" (I, 216). Nos habla luego de la "desmedida grandeza" del cocodrilo del Guayas, del tamaño de la anaconda o yacu—mama, "la gigante entre cuantas especies hay de vivientes sobre la tierra", a tal extremo que no se arredra en considerarla, en cuanto a su longitud, más grande que la ballena (I, 221). Velasco difícilmente podía desprenderse de la sobrecarga connotativa que el concepto y la imagen de la serpiente tenía, tanto en 4as tradiciones populares indígenas, como en la bíblica. Mas, no por eso abandona la defensa de América. La misma anaconda, no es necesariamente un animal fatal (I, 222) y hay serpientes tan grandes como ella, o las ha habido, en otras partes, por ejemplo, en el Asia (I, 223); por último, "donde abunda el mal sobreabunda el remedio" y hay "infinitos remedios, los más de ellos obvios y fáciles", como antídotos contra los reptiles venenosos.

En resumen: los animales que por motivos culturales se los consideraba de interés para el hombre, si no habían degenerado, por lo menos aparecían disminuidos; los animales "dañinos", en particular in-sectos y serpientes, habían crecido o eran abundantísimos. La fórmula de esta lógica la señalará claramente Velasco: "achicar lo bueno y agrandar lo malo". Con ese criterio, las mieles americanas eran agrias; las frutas, no tenían carozo; las piedras preciosas no eran duras sino de-leznables, y así con todas las cosas.

De todas estas apreciaciones minusvalorativas que gozaban en la época de la autoridad científica de sus sostenedores, la más grave, sin duda, a ojos de Velasco, era la de la mudez de las especies o, por lo menos, la retrogradación de su voz. Del majestuoso rugido del rey de la selva, había quedado el maullido de nuestro puma. Era ésta, posible-mente, la prueba más contundente de la degeneración de las especies animales.

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Lógicamente Velasco no podía pasar por alto este aspecto de la cuestión. Nos cuenta que el allcu era el nombre que "daban antiguamente los indianos a una sola especie de perro doméstico que tenían y que fue sin duda el que dio la especie al señor de Pauw para que dijese que todos los perros de América eran mudos" (I, 183). Mas, lo evidente es que, si bien aquel perro era "mudo", Velasco declara que "los perros —traídos del Viejo Mundo— en todas sus diversas castas son tales cuales como los europeos sin que jamás en parte alguna los haya enmudecido el clima ni les haya comido los dientes y el rabo" (I, 198).

En cuanto a los pájaros, que también se los suponía mu-dos, si bien de vistosos colores, capaces de emitir nada más que desagra-dables chillidos, tal como lo afirmará Hegel años más tarde siguiendo esta misma calumnia, se ocupa Velasco con todo cuidado de hacernos saber cuáles eran filomélicos y cuáles no. Reconoce que en las regiones tropicales las aves no son por lo general canoras. Sería de nunca acabar, ponerse a narrar "la belleza de sus vivísimos colores", mas "verdad es que los que son singulares por este motivo son casi todos mudos", y tan sólo poseen un silbido o tal vez un canto corto y desagradable" (I, 209). Los calumniadores se apoyarán en este hecho para declarar mudos a todos los pájaros americanos (I, 212).

Sin embargo, ahí tenemos al chito o chirote, de climas fríos, cuya voz "es una de las más sonoras y elevadas que pueden oírse entre los pájaros" (I, 213); el cherriclez, propio de climas calientes, que puede "seguir con su dulce silbido todos los tonos que se tocan en los instrumentos musicales, con tal compás y proporción, que causa maravilla oírlo" (I, 213); el corregidor, de Loja, cantor "no menos admirable y de los mejores del mundo". "Su canto natural es el conjunto de todos los pájaros o de todos los cantos posibles de ellos, con grande dulzura y singularísima armonía", que le parece que es el centzontle azteca. (Ibidem); el güirochuro, cuyo canto natural de voz alta compite con el del ruiseñor" (I, 241); el tordo quítense o chiguaco que "es el que tiene la voz más alta y sonora entre todos los cantores" y que si bien "no aprende cosa alguna fuera de su canto natural, éste le sobra para ser uno de los mejores" (I, 214).

Es importante observar que la pasión reivindicatoría que movía a Velasco no le llevó, por lo general, a invertir al "sistema de achicar lo bueno y abultar lo malo", aun cuando en ocasiones se note todo el calor humano que pone en su obra apologética. Simplemente,

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lo que quiere probar es que no todos los frutos buenos han venido de afuera, que no todos los animales son esmirriados, sin dientes o sin rabo; que las sierpes, aun en sus ejemplares más imponentes, o en las más venenosas, no impiden la vida humana; que ningún animal traído de Europa ha enmudecido y, en fin, que hay dulcísimos representantes de la alada república de los cantores.

Y la conclusión, tal vez más importante, que, del mismo modo, tampoco son mudos los hombres de esta América. Ya vimos una primera respuesta a este asunto el tratar de la capacidad de nominación con la que el hombre americano ha organizado su sistema de la natura-leza.

Al comienzo habíamos confirmado la impresión que le había despertado a Barrera la lectura de la Historia en donde creía ver un cierto vago panteísmo. Es interesante notar que esa actitud se da en Velasco junto con el rechazo del mecanicismo (I, 256) de raíz cartesiana y con un abierto vitalismo. Respecto del primero es probable que tenga alguna relación con las tesis sostenidas por el jesuita ecuatoriano Juan Bautista Aguirre (1725—1786), su contemporáneo, quien en su Física había desarrollado una doctrina de la corporeidad en abierta con-traposición con la teoría mecanicista. Si el cuerpo es una simple má-quina, no se comprende la dignidad que posee dentro del pensamiento cristiano, sobre todo teniendo en cuenta el dogma de la resurrección. El rechazo del mecanicismo, tesis que en algunos aspectos habrá de ser sostenida por Eugenio Espejo, responde en el caso de Velasco, a su fuerte convicción acerca del poder creador de la naturaleza, como también al plan unitario de la misma que lo llevó a no escindir el "reino animal" del "reino racional". Si no nos atenemos a lo dicho, un capítulo tan fantasioso como el que titula: "De algunos vegetales que parecen mara-villosos por sus efectos de difícil inteligencia" (I, 158 y sgs.), resulta ciertamente incomprensible. El caso del "bejuco de Guayaquil" al que declara que "siempre le ha dado el nombre de bejuco simpático" (I, 160) resulta ser un ejemplo claro. Una máquina, en el caso de resolver en sis-temas mecánicos todo tipo de corporeidad, vegetal o animal, no puede, en efecto, entrar en una relación de sympatheia, que es precisamente la que nos narra nuestro autor.

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CAPITULO IX

LAS LENGUAS Y SU CLASIFICACIÓN

i el hombre americano es capaz de nombrar su propia na-turaleza, como asimismo de mantener tradiciones y leyendas de su propio pasado, es porque, obviamente, posee algo que caracteriza básicamente al ser humano: el lenguaje. Ve-lasco, que

como se sabe poseía la lengua quichua como segunda lengua materna, dedicará a este importante aspecto todo el peso y la importancia que tiene. Claro está, lo hará con las doctrinas vigentes a su disposición, ordenadas todas atendiendo a la finalidad última de su obra, la defensa de América.

Las doctrinas acerca del lenguaje generalizadas durante el siglo XVIII, daban particular importancia al problema de su origen. Era éste buscado, como es fácil pensarlo, y bajo la presión de los descubri-mientos antropológicos de la época, entre las poblaciones consideradas "primitivas". Claro está que las respuestas quedarían divididas entre un primitivo visto como "buen salvaje", bajo la conocida inspiración rou-sseauniana, y la del "salvaje perverso", tesis esta última que habría de ir cobrando cada vez más cuerpo a finales del XVIII, desplazando las ideas del filósofo ginebrino. De todos modos, fuera el salvaje "bueno" o "per-verso", no escapaba a la imputación de estar en los inicios del lenguaje y,

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por tanto, feliz o infeliz, en una pre — humanidad, cuando no directa-mente en la bestialidad. Jean— Jacques Rousseau, dice en su conocido Ensayo sobre el origen de las lenguas (1761) que: "Los salvajes de América casi nunca hablan a sus semejantes. Cada uno guarda silencio en su cabana, habla por medio de signos (es decir, gestos) a su familia; y sus signos son poco frecuentes, porque un salvaje no es tan inquieto, tan impaciente como un europeo...51 Bien es cierto que el texto rou-sseauniano no es radicalmente negativo, en él, el hombre americano ya aparece en efecto poseyendo el lenguaje. Antes, en un tiempo tal que denomina "época de dispersión", "los hombres desparramados sobre la superficie de la tierra no tenían otra sociedad que la de la familia, otras leyes que las de la naturaleza, otro lenguaje que el gesto y algunos sonidos inarticulados" (Ibidem).

La manifiesta simpatía que Rousseau tuvo siempre por los "buenos salvajes americanos" le impulsaba a hacerles la concesión de un estado superior en el que el gesto ya había comenzado a ser desplazado, por lo menos potencialmente, por "sonidos articulados". Aun cuando de todos modos éstos eran innecesarios casi tanto como los gestos mismos. Estábamos al borde de la mudez originaria.

Velasco no podía escapar a la cuestión del "origen" del lenguaje, no ya sólo por exigencia del saber de la época, sino por una cuestión vital. La respuesta que se diera a ese asunto implicaba necesa-riamente ponerse de un lado o del otro respecto del origen del hombre americano mismo. De ahí que tome partido, de modo franco y decidi-do por las formulaciones que se desprendían de la lectura del Génesis, en donde si bien se habla de una poligenia de las actuales lenguas, ese hecho no había sido nada más que un momento histórico producido luego de una monogenia lingüística originaria. Y frente al fenómeno de la multiplicación de las lenguas, el "salvaje" americano no era manifestación de un proceso anómalo, sino de una historia para todo el género humano. Así pues, ni un "salvaje bestial" que emitía chillidos, ni tampoco un "buen salvaje" que había comenzado a abandonar el lenguaje meramente gestual: un hombre, como todos los demás hombres del globo terráqueo, con un lenguaje constituido, y, más aun con una propia historia dentro de la gran "dispersión".

61 J.J. Rousseaux. Besáis sur ¡'origine des lengages. Bourdeaux, ed. Guy Ducros, 1968, cap. IX, al comienzo.

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Mas, para probar esta tesis era necesario mostrar los pro-pios hechos. Emprende, Velasco por eso mismo, todo un esbozo de cla-sificación de las lenguas americanas de la región por él descripta, el Reino de Quito y, a su vez, una serie de hipótesis históricas sobre algunas de ellas, en particular el quichua, a la que vimos considerada como una "lengua completa".

Por lo demás, aquella clasificación de las lenguas, no podía, por necesidad misma de la intencionalidad general de la obra, ser pre-sentada con un criterio estático, o sincrónico. Velasco intenta una visión diacrónica, evolutiva e histórica, en la medida que pueda establecer re-laciones de género o especies entre las diversas lenguas y sus dialectos. El principio general que rige la problemática del lenguaje es el de que la diversidad actual de las lenguas indígenas debía ser fruto de alguna forma de unidad propia originaria y que la distancia entre aquéllas y ésta, había de ser llenada con señalamiento de etapas o momentos hacia la di-versificación.

No cabe duda que Velasco se daba cuenta que había una cuestión bastante difícil en ese pretencioso proyecto de reencontrar una unidad perdida, que como se puede ver claramente, no pasaba de una investigación que se quedaba en lo que podríase considerar como la "su-perficie histórica" del problema. El punto de partida y la dificultad mayor se encontraba en el momento en el que se produjo, según el Gé-nesis, la diversificación de dos procesos que habían surgido como unitarios en los inicios. "Era la tierra toda —se dice en el Génesis (11, 1—9) —de una sola lengua y de una misma palabra". Y era, asimismo, el hombre, como emparentado directamente de los abuelos Adán y Eva, seguramente de una misma faz y de unas mismas costumbres. Mas, se produjo la diversificación tal como lo testimonian las distintas razas hu-manas y las diversas lenguas de los pueblos. Ahora bien, si la unidad de la especie humana puede ser remitida constantemente a su inicio mono-genético y, de hecho, no se puede hablar de las razas como si fueran "especies" por cuanto las diferencias de aquellas son accidentales (I, 199), no sucede lo mismo con los lenguajes. Perdida la lengua que ha-blaron Adán y Eva y sus descendientes hasta la torre de Babel y su consecuencia, la "confusión de las lenguas", se produjo un fenómeno de poligénesis lingüística. De esta manera, no se puede hablar de una "uni-dad" primitiva para todos los lenguajes actuales, así como puede hablarse de una unidad originaria del hombre como especie. El comienzo se mantenía para el hombre, como monogenético, y para el lenguaje, co-

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mo poliléctico, todo lo cual venía a incidir en el concepto mismo de"especie" que no es usado en el mismo sentido cuando se hable de lasrazas humanas, o cuando se trata de los lenguajes.,

En efecto, en el momento de la "confusión de las lenguas" se produjo un hecho bastante difícil de explicar: la aparición de ideo-lectos absolutos a partir de los cuales se habría de generar, según la le-yenda, un nuevo proceso de conformación lingüística, caracterizado por el alejamiento cada vez mayor de lo que podría entenderse como las "lenguas matrices", surgidas de aquellos ideolectos. Y de hecho, éste es el punto de partida que adopta Velasco, sin preocuparse de hacer una reelaboración hipotética acerca de cómo pudieron surgir las más anti-guas y primitivas "lenguas matrices".

Por lo demás, la cuestión de las lenguas americanas se rela-ciona directamente con el origen del hombre americano. Según las mis-mas tradiciones indígenas que menciona Velasco, ese hecho se habría producido bastante tiempo después del diluvio universal, como conse-cuencia de la "dispersión de las gentes" provocada por la "confusión de las lenguas" (I, 277). El arribo a tierras americanas habría sido tardío dentro del proceso general de la gran dispersión, aun cuando anterior, seguramente, el descubrimiento del hierro, hecho que tuvo lugar en tiempos de Tubalcaín quien fue el primero en usar ese metal en tierras asiáticas (I, 275—276). Los primitivos habitantes americanos pasaron a las nuevas tierras, también necesariamente, "después que fue dispersa en el Asia la descendencia de Noé" (I, 277), es decir, sus tres hijos Sem, Cam, Jafet con sus tribus. Sobre la base de los textos bíblicos, como puede verse, Velasco elabora una especie de historia hipotética, dentro del típico estilo que se había generalizado en el siglo XVIII. ¿Cuál es el paso siguiente que se podría dar para completar ese cuadro histórico? "No habiendo, pues, —nos dice— en lugar de escrituras, otro camino de inquirir antigüedades, que el de las tradiciones, llenos de confusión, y de fábulas, ningún otro conocimiento puede sacarse algo seguro, sino que la mayor parte (de los americanos) son descendientes de Can (sic)" (I, 288). La "seguridad" de que habla proviene de dos hechos: la tradi-ción del diluvio tal como la narraban los indígenas en general y particu-larmente los de la isla de Cuba y la situación miserable de la población indígena, sometida por los europeos, que le resulta una prueba evidente de las consecuencias de la maldición que Noé arrojó sobre sobre su hijo Cam: "...basta echar la vista sobre estas infelices tribus, para ver con los

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ojos verificaba en ellas la maldición de Noé" (I, 286). Según los textos bíblicos Cam y sus hijos fueron condenados por el iracundo Noé a ser siervos de Sem, Jafet y sus descendientes. Y he aquí el hecho compro-bado: los camiticos americanos, sojuzgados y sometidos por los jaféticos europeos.

Ahora bien, sabemos que, según los textos bíblicos, Cam y sus descendientes se extendieron por Egipto, Libia y Etiopía y hablaron las lenguas que se llamaron camiticas: el egipcio, el libio y el etíope. La historia de Velasco pareciera quedar aquí interrumpida. Mas, es im-portante notar dos cosas: la primera, que antes ha hablado de que el arribo a tierras americanas se produjo "después que fue dispersa en el Asia la descendencia de Noé" (I, 277), lo cual no significa que ignorara que la primera dispersión de los camiticos fue por tierras africanas; y lo segundo, que menciona a Cam, como Can, hecho que nos da la posibilidad de establecer el hilo siguiente de esta historia. En efecto, era lugar común en la época en que escribía Velasco, que la China había sido una colonia egipcia. Un tal Joseph de Gignes había publicado un libro que se titulaba: Mémoire dan laquelle onprouve que les Chináis sont una co-lonie égypcienne Paris, 1759—1760), tesis que según nos cuenta Anto-nello Gerbi ha sido exhumada de tiempo en tiempo, casi hasta nuestros días. 52 La tesis parece, incluso, venir de mucho más atrás, si tenemos en cuenta los célebres textos de Cristóbal Colón, cuando en su Diario anotaba que en la isla de Haití había unas gentes a las cuales llamaban caníbales a los que los indígenas de Cuba les tenían miedo y aclaraba luego "que caniba no es otra cosa que la gente del Gran Can". 53

Según el texto colombiano, se puede suponer que el des-cubridor pensaba que la lengua de los temidos caníbales, que acabarían siendo el modelo del hombre bestial, tenía origen asiático, y más con-cretamente, provenía de las tierras del Gran Can. Mas, he aquí que Ve-lasco entenderá, por su parte, como veremos luego, que el quichua deri-vaba del "chino". De este modo queda completada la historia: Cam salió a poblar el norte de África con los babilonios, sus descendientes que lo acompañaron; en una época posterior, los canutas comenzaron

62 Antonello Gerbi. La Disputa de América. 1750—1900, ed. cit., p. 103; 134—136.

83 Cristóbal Colón. Diario. Prólogo de Gregorio Marañón, 2da. edición. Madrid, Cultura His-pánica, 1972.

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la población del Asia y fundaron "colonias", (¿Siempre antes del descu-brimiento del hierro?) entre ellas, una en lo que luego fue la China; de allí, por migraciones sucesivas como lo supone Velasco, ocuparon pri-mero islas de Oceanía, o un antiguo continente del cual éstas serían 108* restos, y de ahí dieron el salto transpacífico hacia las costas americanas.

Estas hipótesis, de naturaleza especulativa, y que Velasco comparte con otros americanistas de la época, habrían de encontrar años más tarde confirmaciones en diversos de sus planteos. Recorde-mos, entre otras, la tesis de Hrdlicka relativa a los orígenes del hombre americano sobre la base de la determinación de lo que él denominó "prototipo indiano", el que se encuentra, según pensaba, entre otras po-blaciones actuales, en Siberia, la China occidental, Mongolia, Corea, Ja-pón, Islas Filipinas y Formosa. Y por cierto no podemos dejar de recordar las críticas que Paul Rivet ha hecho de tal tesis, que viene a coincidir con la afirmación anticipada por Juan de Velasco, la de que no es posible reducir la población americana a un tipo común homogéneo.54

Digamos para aclarar más la posición de Velasco sobre este asunto, que consideraba que el origen de la población americana y de sus lenguas, era básicamente oriental, mas ello no significaba que las su-cesivas invasiones hubieran sido homogéneas. En polémica con el abate Gili, había rebatido precisamente Velasco, el prejuicio de la unidad del tipo americano, sobre cuya base se entendía que conocido uno, como había dicho Cieza de León, se conocía a todos los del continente. Ese prejuicio casualmente le había llevado a Gili a afirmar que la diversidad de lenguajes era un "enigma inexplicable".55 Confirmando lo que dice el abate Molina y sobre la base de su propia experiencia Velasco niega que haya identidad, por ejemplo, entre paraguayos (guaraníes), cuyanos (huarpes) y magallánicos (alacarlufes y onas), y afirma que tan parecido es un chileno (araucano) de un peruano (quichua), como pueden serlo un italiano de un tedesco (Cfr. I, 325 y 402). No queda afectada en ningún momento la unidad de la especie humana, mas sí, afirmadas las diferencias somáticas y culturales de las diversas poblaciones. Este hecho habría de permitirle a Velasco organizar, como veremos más ade-

64 Cfr. Paul Rivet. Selección de estudio» científico! y biográfico!. Quito. CUB de la Cultura Ecuatoriana, 1977, p. 163—164 55Cfr. Antonello Gerbi La Disputa de América, ed. cit., p. 212.

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lante, una filosofía de la historia y una teoría de las fases culturales de la población americana, como le permitiría, en el caso de las lenguas, distinguir entre lenguajes pobres e "incompletos" y "lenguajes comple-tos". La tesis de la identidad somática y cultural de los indígenas tenía, por lo demás, un claro transfondo ideológico, en cuanto que la pretendida igualdad lo era básicamente de todos los caracteres negativos que la ideología antiamericanista esgrimía para justificar a la Europa colonialista.

Las lenguas indígenas serían, pues, en función de la historia que surge de los textos de Velasco, camiticas. Claro está que no todas, pues, deja la puerta abierta para otras migraciones, al decir que "la mayor parte" de los americanos, "son descendientes de Can" (I, 288). América, en efecto, se le presenta como un "laberinto de conjeturas; porque siendo tanta la diversidad de lenguas matrices, de religión, de usos y de costumbres, no hay nación en el mundo, de la cual no se halle algún confuso y equívoco vestigio" (I, 285). De todos modos, aquí ter-mina esta historia hipotética. No hay ninguna prueba, salvo las muy débiles que vimos aducía Velasco, de la raíz "camitica" de las lenguas indígenas americanas, o si las hay, no es una prueba tomada de la etno-logía lingüística. Lo que le resulta a Velasco evidente, e incluso necesario es, partiendo de la lectura literal de la Biblia, que no hay lenguas actuales que no deriven de las tres originarias y que, si el hombre americano no es un caso aparte dentro de la humanidad, ha de ser posible, aun cuando sea por vía de hipótesis, restablecer esa historia.

Hasta aquí la misma. Ella da las bases teóricas generales para la sistematización de los lenguajes americanos. Será necesario esta-blecer entre las lenguas aborígenes, relaciones de especies a géneros, en una cadena que va de "dialectos" a "lenguas matrices" y de éstas a "lenguas matrices antiguas". Lógicamente las segundas hacen a su vez de formas dialectales de las terceras, y las primeras, a las que registra como "dialectos", son potencialmente por su parte, "matrices". Así como al hablar de la especies animales se sintió en la necesidad de pro-poner una reducción de las mismas, tal como lo vimos, aquí hace otro tanto. Las lenguas troncales originarias, surgidas después del primer momento de confusión babélica, la semítica, la jafética y la camitica, vienen a jugar un papel semejante a los animales, como salieron del Arca. Y así como hay grupos afines de animales, como vimos respecto del camello, los hay de las lenguas. Lo que no aparece en Velasco es una teoría acerca del modo cómo se produjo la diversificación que sea para-

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lela a la teoría buffoniana de la generación de híbridos fecundos. Si bien unos pueblos pueden enriquecer las lenguas de otros, e incluso hacerlas desaparecer, el principio de variación pareciera ser más bien interno de cada una. Por lo demás, al hablar de los "dialectos" no los considera "especies subalternas", concepto que aun cuando no lo quiera, supone una relación de superior a inferior, o de perfecto a imperfecto, la que difícilmente podía ser eliminada dentro de la teoría de los cuadrúpedos sudamericanos, por más que se esforzara. Al mismo tiempo, y siempre como teniendo como presupuesto la historia, Velasco pensó en la existencia de lenguas extinguidas, hipótesis lógica dentro del sistema de derivación general que plantea, hecho éste, el de las especies extinguidas que, sin embargo, había rechazado totalmente al hablar de los animales.

Lo dicho se pone claramente en evidencia en los catálogos de lenguas aborígenes que nos hace y que muestran un doble tratamiento según las posibilidades. En uno de ellos nos indica las "lenguas matrices" inmediatas en relación con los diversos grupos dialectales correspondientes. Esto lo hace con las lenguas de las "naciones de Quito" y con las de "las naciones indianas de las Misiones del Marañón y sus ríos colaterales" (I, 327—330 y 462—468). Respecto de las lenguas de lo que entiende propiamente como Reino de Quito nos aclara que "las lenguas matrices antiguas están por la mayor partes extinguidas, porque las dominantes son la Peruano-Quitense y la Castellana" (I, 331), con lo que muchas de esas "lenguas matrices antiguas" no parecieran integrar la misma línea derivacional del quichua. Por el contrario, al tratar las lenguas de los aborígenes de Popayán (I, 95—96), no establece distinción entre "lenguas matrices" y "dialectos" por no tener información debido a que "hubo mucho descuido; y no hay un sólo escritor antiguo, ni moderno, que haya puesto la atención sobre este punto" (I, 95). Palabras que prueban que Velasco estaba haciendo en esta tarea de clasificación y catalogación de lenguas de su tierra, una tarea primera.

La elaboración de estos catálogos es la manifestación de un intento muy rudimentario de lingüística comparada, que no es ajeno a los comienzos del comparativismo que tomará cuerpo en el siglo XIX, hecho que llevó, como sabemos, al descubrimiento del indo—europeo. Revelan, por lo demás, un cierto nivel de investigación y estudio de carácter empírico, organizados sobre la amplia labor llevada a cabo en el

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conocimiento de las lenguas americanas, durante tres siglos, por los evangelizadores. Estos datos empíricos reciben su principio clasificato- rio de la historia hipotética que hemos comentado, lo cual prueba la re-lación, no siempre infructuosa, de las grandes hipótesis generales con los datos de una experiencia, frente a la cual se siente la necesidad de la síntesis.

Un caso en el que se aventura una tesis en el que aparece un proceso lingüístico que supera un simple esquema derivacional y nos pone frente al fenómeno del lenguaje como hecho propiamente histórico, es el que trata Velasco a propósito de los idiomas inca y scyri, a los que considera derivados de un mismo tronco, una lengua oriental a la que declara ser el "chino". A su vez, establece una relación "lengua matriz—dialecto" entre el lenguaje incaico y el scyri, tesis que según nos dice Pablo Herrera fue considerada por Alejandro de Humbolt como "imprevista y reciente", con lo que pareciera haber querido decir que era tesis propia de Velasco.56 "Su idioma —dice Velasco hablando de los scyris...era (como se reconoció después) un dialecto corrupto del de los Incas del Perú" (I, 287—363). Al parecer todo se basa en una tradición indígena recogida por el mismo Velasco según la cual el Inca Huay-na—Capac, al conquistar el Reino de Quito, se admiró de que sus habitantes hablaran un lenguaje muy parecido al suyo (I, 363 y II, 171). Tal sería el "reconocimiento" al que se refiere y sobre el cual habría apoyado su hipótesis. En cuanto al momento en el que se produjo la derivación dialectal del scyri respecto de su "lengua matriz", el "inca peruano", puede desprenderse que fue anterior al arribo a América de ambas naciones. Velasco supone que pueden haber venido "de un mismo lugar", pero "en diversos tiempos", o podrían haber salido juntos de las costas asiáticas o ultraoceánicas, y haber llegado separados por culpa de las corrientes marinas del Pacífico (I, 287). De todos modos, según parece, los incas llegaron al sur del Perú, o norte de Chile (lea, Arica?), mientras que los scyris desembarcaron en las actuales costas de la Bahía de Caraques (I, 287).

Sobre estas bases históricas, Velasco establece un esquema derivacional en una secuencia que va de una primera "lengua matriz"

Pablo Herrera. Ensayo «obre lo historia de la literatura ecuatoriana. 2da. edición, Quito, Imprenta Nacional, 1927.

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(una lengua oriental a la que llama "china"), una forma dialectal derivada de ella, que es luego a su vez "lengua matriz" (lengua incaica) y un último dialecto desprendido en la última (lengua scyri).

Hasta aquí el esquema es simple. Mas, de inmediato Ve-lasco nos plantea un interesante problema de influencias, de modifica-ciones sobre todo lexicológicas, de pérdida de pureza primitiva y, a su vez, de rescate o regreso a lo que parecieran entenderse formas clásicas. En primer lugar, el dialecto scyri, al ascender los Andes y encontrarse con otros pueblos, en particular los quitus, sufre la contaminación del lenguaje de éstos. Otro tanto le sucede con el lenguaje de los puruháes, habitantes de la actual Riobamba (I, 196 y II, 171). De esta manera, el lenguaje scyri, "corrupto" respecto de su "lengua matriz", sufrió posteriormente influencias. A pesar de eso el pueblo scyri mantuvo una mayor pureza en el idioma religioso, en lo que "tal vez, eran menos corruptos" (II, 171). De todos modos, el lenguaje de los scyris, gracias a los aportes del quitu y del puruhá, se había convertido en una "lengua completa", con lo que debemos entender que había alcanzado un voca-bulario suficientemente amplio como para nominar la naturaleza, las personas y las cosas. Un fenómeno parecido se habría producido entre los incas, hecho que habría de adquirir toda su fuerza y desarrollo en el momento en que se reencontraron la lengua incaica con la scyri (II, 171).

Esto último se produjo con motivo de la invasión incaica y la ocupación del Reino de Quito, con la consiguiente destrucción de la monarquía scyri. Como decíamos, también la lengua de los incas había llegado a ser de una lengua "incompleta", una lengua "completa", con la ventaja de que era, respecto del scyri una lengua "pura", es decir, más próxima de la lengua clásica originaria. "Es de suponer —dice Velasco— que a los principios fue pura y limitada aquella lengua. Con el progreso de las conquistas, se fue, no se diga corrompiendo, o más bien, perfec-cionando, con el aumento de muchísimas palabras tomadas, o adopta-das de otras diferentes lenguas, especialmente en orden a nombres de personas, animales, montes, ríos y cosas que son particulares en cada re-gión, o provincia. Aumentado así el idioma que hoy se llama peruano, se puso en estado de que podía llamárselo completo, cuando llegaron las conquistas a los términos del Reino de Quito, donde había sucedido otro tanto, con el que podía llamarse allí su general idioma" (u, 170— 171).

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De este significativo texto se desprende que Velasco consi-dera que un lenguaje ha alcanzado su mayor riqueza o madurez, en el momento en el que sirve de instrumento eficaz para la nominación y que para ello debe incorporar nombres de otras lenguas dentro de su propio sistema lingüístico, el que puede mantenerse "puro". Mas aun, la posesión del léxico de su propio entorno hace posible a un pueblo su expansión hacia otros entornos, de ahí la relación que establece entre el momento en el que el incaico llegó a ser completo respecto de su propia región, y las conquistas que acabaron por constituir el imperio. No está demás que recordemos lo que habíamos dicho, páginas atrás, sobre la importancia que la función de nominación tenía para Velasco, hecho que le llevó a rechazar el sistema clasificatorio de Linneo para la sistematización de plantas y animales. 57

La ocupación incaica del Reino de Quito fue algo así como la terminación de un enorme movimiento de pinza. Las dos culturas, la incaica y la scyri, llegadas a dos partes distantes entre sí de la costa pacífica, pero provenientes de una misma región transpacífica, se reencontraron. Se produce entonces un triple fenómeno: como efecto de la dominación incásica, se purifica el dialecto scyri, que al parecer regresa a su fuente originaria: a su vez, la nación scyri, destruida, pierde la pureza del dogma, en cuanto se le impone la reforma hiliocentrista "peruana"; y, por último, ambos idiomas, el peruano y el quiteño, alcanzaron su total complectitud, al sumar las respectivas riquezas lexicológicas incorporadas por cada uno. "...los dos idiomas, ya compuestos de muchos, se unieron a formar un sólo mucho más copioso, y mucho más diferente del original, que se supone el mismo en ambas partes" (I, 171). El "original" el que se refiere, es sin duda la "lengua clásica" de la que derivaron ambos, el "chino". La "diferencia" respecto de éste ha de entenderse, más que nada, en relación con la riqueza léxica adquirida, en una nueva situación histórica. De todos modos, siempre el quichua cuzqueño habría de mantener una mayor "pureza" para Velasco. "En éste —dice hablando de Quito—, se habla con mayor variedad, que

Hay notables coincidencias entre el pensamiento de Juan de Velasco y de Eugenio Espejo en éste y otros temas. La educación de la infancia es para Espejo enseñanza de la correspondencia entre la palabra y el objeto que designa; se trata de un aprendizaje de nominación correcta. Parte, además, de la idea de que un lenguaje es rico, cuando es "abundante" morfológicamente, como asimismo habla de una "evolución de la lengua, por lo mismo que plantea el problema de su "origen" y de la necesidad de conocerlo. La problemática, si bien escasamente desarrollada, puede vérsela en el artículo "Educación pública" (1791) aparecido en el periódico Primicias de la Cultura de Quito, número 1 (páginas 141—145 de la edición de la Colección Ariel).

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en aquél, —es decir, el Cuzco—, en donde se conserva más puro; y la diversidad toda consiste, no tanto en los vocablos, cuanto en la variación de vocales y consonantes..." (I, 171). De donde podría sacarse como conclusión que la "pureza", y por eso mismo la aproximación o alejamiento de la lengua clásica originaria, depende fundamentalmente del sistema fónico, aun cuando en otro texto en el que llega a decir que el lenguaje del Cuzco es "puro como el de la China", pareciera contradecir y pensar que aquella "pureza" depende de la asimilación o no de palabras "extranjeras", como sucede entre los idiomas de Europa" (I, 196). En sus líneas generales, la teoría del lenguaje que maneja Velasco no va más allá de los componentes léxicos y fonéticos, y no aparece referencia explícita a la parte funcional o estructural, como vimos que sucedía en Domingo de Santo Tomás.

¿Cuál era el lenguaje que hablaban los quitus que fueron conquistados por los Scyris? Velasco habría recogido algunas tradicio-nes de aquella antigua población americana: "Fueron los quitus —di-ce— conquistados por una nación extranjera la cual (según la tradición de ellos mismos), arribó a la América por la parte del poniente..." (I, 286). Lo más que se podría conjeturar es que se trata de una tradición de un pueblo extinguido, transmitida por algún otro pueblo o nación viviente. También depende de otra tradición la afirmación, insistentemente repetida por Velasco, de que los antiguos quitus, de quienes ignora casi todo y tan sólo sabe que "eran bárbaros, rústicos e incultos" (II, 83), no usaban "la letra vocal o en su idioma" (I, 286). Este hecho le parece tan particular a Velasco que llega a afirmar que si se encontrara otra lengua en el mundo con una peculiaridad semejante, tal vez, se podrían rastrear los ignorados orígenes de estos primitivos. Más adelante vuelve a insistir sobre los pocos datos que tenía de ellos: "No hay más tradición —nos dice olvidando que antes ha hecho mención de otra—, ni más noticia de aquella nación primitiva, que la que he dado en otra parte, esto es, que su idioma carecía de la vocal o, cuyo defecto suplía la u en todas las palabras. Se gobernaba ésta por su pequeño Régulo, o señor, llamado Quitu, y esto es lo que se sabe de ella" (I, 360). Y todavía se vuelve a desmentir sobre el número de las tradiciones, cuando en otro texto, a propósito de los cambios vocálicos que han sufrido los topónimos de las que fueron "provincias" del primitivo "Reino de Quito", nos las menciona, haciendo un catálogo en donde pareciera sugerir que hay, justamente, topónimos quitus, aun cuando algunos son evidentemente quichuas (II, 82).

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La llegada de los invasores scyris significó desde el punto de la historia de las lenguas, la introducción de la vocal o, (I, 286—287), hecho que no significaba que no tuvieran la vocal u. En otro texto nos hacer saber, por lo demás, que las diferencias entre el quichua cuzqueño y el quichua scyri, giraban sobre ciertos desacuerdos en la utilización tanto de la o, como de la u. "Cuando los incas conquistaron este Reino —el de los scyris— se introdujo mucho más el lenguaje que se llama pe-ruano, mas de suerte, que aún las palabras propias de éste, se pronuncian por lo común variando algunas vocales (sic), por ejemplo, tomando la g por c, la b por p, la u por o y tal vez la o por u..." (I, 196). Todas estas disquisiciones nos vendrían a confirmar en la importancia que para Velasco tenía la parte fonética, como el aspecto que ha de seguirse para poder determinar las variaciones dentro de una misma lengua, las filia-ciones, o simplemente establecer comparaciones con otras. Se nos ocurre que de alguna manera lo fonético se destacaba dentro de los diversos aspectos del lenguaje de una manera semejante a la "exterior figura" que le interesaba en la descripción de las especies de flora y fauna.

* Lo mismo que dijimos al hablar de lo que podría entenderse

como una "filosofía de la naturaleza" o una "ciencia natural", en páginas atrás, en el sentido de lo que lo que mueve al autor a incursionar por esos campos no se encuentra en ellas fundamentalmente, sino en su intento de fundar una "filosofía de la cultura" y una "filosofía de la Historia" del hombre americano, debemos decir ahora respecto de lo que podría ser una "teoría del lenguaje". No se busque en Velasco res-puestas como las que podría dar un historiador de las lenguas o un lin-güista, aun cuando haya sin duda aspectos rescatables y ciertamente su-gerentes para esos puntos de vista. Recordemos el "buen salvaje" semi-parlante de Rousseau, o el "salvaje perverso", sólo capaz de chillidos; la naturaleza misma, incapaz, a través de sus diversas especies, de formas de "lenguaje" animal, en fin, la ideología anti-americanista, y tendre-mos una respuesta que nos podrá orientar sobre el valor efectivo que pueden haber tenido las hipótesis históricas de Velasco y los fenómenos lingüísticos recogidos de las mismas tradiciones populares insertas en la cultura indígena.

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CAPITULO X

LA ESCRITURA, EL DISCURSO, EL DISEÑO

os aspectos estrechamente relacionados con el problema del lenguaje deberíamos todavía considerar; el de la escritura y el del discurso. Si el hombre americano no es un ser /débil, impotente, al extremo de no poseer lenguaje, si además no

hay un mismo nivel cultural en las diversas naciones americanas sino una diversidad que va desde la más extrema primitivez hasta las más altas formas de vida cultural, no había razón para que aquel lenguaje no estuviera acompañado en éstas últimas de sistemas de escritura. Por lo mismo que se podía hablar de las diversas lenguas y aun catalogarlas, era posible hacer la historia de sus "grafías" y reconocer además formas discursivas propias. Ambos temas aparecen, pues, en las páginas de Velasco y a ellos nos dedicaremos ahora.

Se desprende de los datos que nos proporciona que tenía una idea asimismo evolutiva del desarrollo de la escritura en relación con el estado cultural de las naciones indígenas. Tuvo ocasión de reco-rrer la región de Neiva, en Popayán, lugar donde habitaban los anata-gaymas. "Por el descuido de los antiguos misioneros —nos dice— se ig-nora la historia de estas nobles naciones, que podían haber investigado

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fácilmente. Usaban ellas, en su gentilidad de ciertos jeroglíficos y ca-racteres, entallados a medio relieve, con bastante perfección, en piedras vivas, de que se ven todavía innumerables monumentos, especialmente en el sitio llamado Piedra Pintada. Allí observé con admiración y gusto, diversos pedrones, inmensos, llenos de aquellos jeroglíficos, con figuras de animales, ramas y flores diversas, y otros ininteligibles caracteres de diversos ángulos y figuras, que me parecieron numerales" (II, 35). Frente a estos petroglifos en los que Velasco, como puede verse, buscaba signos, hubo otros niveles culturales más avanzados en los que se de-sarrolló un curioso sistema sobre la base de piedrecillas al que considera ya como "escritura". Fueron los scyris los que lo emplearon. De todos modos, como sistema, era inferior, más imperfecto, que el de los quipus peruanos, que correspondía a su vez a un último nivel cultural, el más alto conocido en la región andina.

La lapidrografía de los scyris fue objeto de gran atención por parte de Velasco y hasta de la impresión que tuvo oportunidad de conocer o tratar indígenas que mantenían algún conocimiento de la misma. Las "piedrecillas", que él considera signos, eran de "distintos colores, tamaños y figuras" (I, 362); en otro texto nos aclara que se trataba de "figuras angulares labradas a perfección", pues, los scyris eran "excelentes lapidarios" (II, 91); esos "signos" iban, además, en de-pósitos, a los que Velasco considera "archivos", y que eran "hechos de madera, de piedra o de barro, con diversas separaciones" (II, 91), tam-bién lo eran de metal y representaban una "pequeña figura" (II, 138). En los compartimentos interiores iban colocadas las piedrecillas, con su orden correspondiente (II, 91). A su vez, esas urnas—libros se guardaban en los templos, en las casas o eran depositados en las tumbas, dentro de una hornacina (I, 363). Ahora bien, así como al hablar de los petroglifos, nos dijo que le parecieron ser algunos de ellos numerales, las piedrecillas constituian un sistema mucho más rico. Con ellas y sus "ar-chivos" llevaban las "cuentas de todo", "tenían exacta nota de cada una de las provincias", indicaban años de reinado de un príncipe, o su edad, y, lo más interesante, "expresaban hechos" (I, 362), los "perpetuaban" (II, 91) y guardaban, en general, las tradiciones del pueblo. En pocas palabras, el sistema lapidográfico permitía un rudimento de historio-grafía. La lectura de estas arcaicas bibliotecas había hecho posible a al-gunos determinar la duración de la monarquía scyri y la sucesión de sus jefes (II, 92), si bien parece que no había mucho acuerdo en la lectura de los "textos" (II, 116). Por lo demás, la lectura o interpretación de las urnas con piedrecillas encontradas en las tumbas, no era fácil de ha-

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cer debido a que eran enterratorios colectivos, o a que habían sido sa-queados y revueltos (II, 139). Todo lo cual, como decíamos, despierta la idea de que Velasco no sólo intentó descifrar al sistema lapidográfico, sino que como decíamos conoció indígenas que tenían algún dato del mismo.58

Como una técnica más avanzada, estaba la "escritura de cordeles" o quipus, que según parece sugerir Velasco, no difería en cuanto sistema de la "escritura de piedrecillas", aun cuando era más de-sarrollado y más perfecto. Además, ambos sistemas, tenían según Ve-lasco, un origen étnico común y podrían ser entendidos por eso como dos variantes de una misma "escritura" arcaica. La relación que establece entre lapidograf ía y escritura de cordeles es, de alguna manera, repetición de la relación "lengua matriz—dialecto", del mismo modo que el hecho de que insista en varias partes sobre el origen "chino" de la segunda, implica, por su parte, la relación entre "lengua matriz antigua" ("chino") y "lengua matriz actual" (incaico) (Cfr. I, 284—285 y 370).

El hecho de que dentro de la organización social incaica se hubiera generado una división del trabajo, hecho que Velasco defiende como positivo (I, 377 y sgs) se manifiesta entre otras funciones, en la existencia de "escribas", los quipucamas. Nos cuenta cómo los españoles pudieron comprobar que ciertamente el quipu era un "libro": "Mandaron leer un protocolo de esos cordeles a uno de los custodios de ellos, que se llamaban quipucamas; y habiendo relatado éste una larga y circunstanciada historia, pasando hilos, y nudos, como nosotros las hojas de un libro, llamaron a otro, para que leyese esa misma especie de es-critura, y le leyó del mismo modo, sin discrepar en cosa alguna" (I, 370—371). El abate Raynal aceptaba que los quipus constituían un sistema de escritura, pero dudaba que ellos pudieran tener un "sentido continuado" y pensaba que sólo referían sucesos particulares sin ilación (I, 367 y 370). Por su parte Robertson, que también consideraba el sistema de cordeles como "escritura", sostenía que el mismo no servía para expresar "ideas abstractas", por cuanto el lenguaje incaico no las poseía (I, 377). En pocas palabras, eran "escritura", pero no constituían un sistema adecuado para una historiografía propiamente dicha,

EQ •González Suárez confirma que las Caras "escribían por medio de piedrecillas" y da a conocer

otro tipo de posible escritura, no lapidográfica sino xerográfica, que también se habría conocido en Quito y que era leída por los quipucamayos. Cfr. Historia General, ed. cit.. Tomo I, p. 185—189.

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en cuanto que, de haber poseído ideas abstractas, hubieran necesitado otro sistema. Velasco, como es de suponerlo, rebate a ambos. Pareciera desprenderse de lo que nos dice que sería el quicupama el que establecía la secuencia de los quipus, que recibían su "lugar" dentro de lo que podía ser una historia general, de la posición en el "archivo" (Cfr. I, 370 y 377). En cuanto a que con ese sistema no se podían registrar "ideas abstractas", afirma con acierto que si el lenguaje incaico las poseía, no puede explicarse cómo esas mismas ideas, de alguna manera no fueran expresadas "por escrito", el vocabulario que en este caso nos presenta Velasco, nos pone frente a una serie de términos y conceptos que pertenecen a lo que bien puede considerarse, no ya relativos a una historiografía, o a una mera crónica de hechos, sino un pensamiento filosófico (I, 387).

Surge asimismo del modo cómo Velasco nos habla del sistema de quipus que su uso suponía una relación muy estrecha entre lo que era "escritura" y las tradiciones orales, algo así como un paso de la primitiva forma arcaica de transmitir el saber y los primeros pasos hacia una cultura escrituraria. En ese sentido, los cordeles podrían haber sido un sistema nemónico para ayudar a rememorar una tradición que se sabía de memoria, a más de las funciones, más fáciles de explicar, relativas a todo lo que sea sistema de computación o numeración. Lo que nos interesa destacar es el hecho de que para Velasco resulta evidente que los sistemas de "escritura" incaico y schyri venían a ser algo así como especies de un mismo género dentro de un proceso cultural, una de ellas, superior a la otra, pero muy próximas en cuanto a su naturaleza. En efecto, en ambos sistemas estaban dados, de hecho, los mismos ele-mentos con los cuales se habría tratado de alcanzar un sistema de "signos": los "nudos" jugaban un papel semejante a las "piedrecillas"; la relación espacial entre los "nudos", la "cuerdecilla", venía a ser semejante a la relación espacial de aquellas dentro de los compartimentos del "depósito" etc. Además, también entraba, como elemento significativo, en ambos casos, el color. Claro está que el quipu había logrado según parece, asegurar mediante las cuerdas, algo que mostraría una indudable superioridad: la linealidad del discurso, (Cfr. I, 367), liberándolo en cierta forma de la posición dentro del "archivo", cosa que resultaba imposible en el sistema de piedrecillas sujeto totalmente a la posición y al lugar en el que se colocaba el "depósito" de ellas.59

59En líneas generales parece estar confirmada la tesis de que los quipus eran un sistema no propiamente de "lectura", sino de apoyo de la memoria (mnemotecnia)". En el mismo sntido

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Sea lo que fuere, resulta evidente, que la relación que Ve-lasco establece entre las formas "escriturarias" revela una noción de la cultura como hecho propiamente histórico, y por tanto, la afirmación de la historicidad del hombre americano.

Dos temas aparecen interesantemente relacionados en el pensamiento de Juan de Velasco: el "discurso" y el "diseño". La ca-pacidad discursiva se encuentra en estrecha conexión con lo que él de-nomina "diagrifia". Acorde con su tesis sobre la existencia de desnive-les culturales dentro de las diversas poblaciones americanas, que habían sido desconocidos por los "filósofos antiamericanos" en general, se ocupa en todo momento de señalar grados de riqueza o pobreza en los diversos lenguajes. Siempre lo hace dando preferencia a los aspectos lexical y fonético, siguiendo criterios de los que ya hemos hablado. Así, cuando abre las páginas dedicadas a las misiones del Marañen, insiste en la diversidad de las poblaciones selváticas y nos cuenta que las había bárbaras, recién salidas "del primer grado de rusticidad", como también otras, que por el contrario eran "despiertas, hábiles e industriosas". Y sobre todo "unas tenían los idiomas diminutos, y otras, copiosos, siendo muchos de ellos dificilísimos de entenderse, y mucho más de aprenderse, por ser en gran parte, o del todo guturales" (III, 371). La pobreza de lenguaje y su guturalidad, entendida como pobreza articulatoria, se le presentaban en estrecha relación con otras manifestaciones escasas de cultura, como ser, la carencia de prácticas religiosas y funera-

parece que debería entenderse la "escritura de piedrecillas". Es importante tener en cuenta que el uso del quipu perduró en la primera etapa de la conquista y colonización en relación con el pago del tributo. Este hecho motivó posiblemente la afirmación de que el sistema era exclusivamente destinado a computación y numeración. Garcilaso de la Vega declara, por ejemplo, que aprendió a leer los quipus con los indios de su padre, pagadores del tributo, y habla de los nudos como de un sistema para llevar las cuentas (.Comentarios reales, Libro VI, cap. VIII y IX).

Está ampliamente probado, sin embargo, que el sistema servia para ayudar a la memorización de textos que integraban la tradición oral, la que de esta manera, se encontraba ya dando al paso hacia una forma de tradición escrita. Mas, egog textos, de tipo básicamente religioso, como asimismo quienes los poseían de memoria, no interesaron en absoluto desde el punto de vista del cobro del tributo. Inclusive este uso comenzó a ser abandonado.

De ahí que en la etapa del barroco y dentro de lo que llamamos el lascasismo reformado, se comenzara una campaña de descrédito del sistema de quipus, aun en lo que se refiere a la nu-meración. Mucho más eficaz era el control de la deuda indígena con los sistemas numerales y escriturarios europeos. Tal es la posición que surge en Solórzano Pereira ( Política Indiana, Libro III, cap. XXVI, edición citada, tomo II, p. 308—309).

María Luisa Rivara de Tuesta, en su comunicación al II Congreso Internacional de Filosofía Latinoamericana de Bogotá (1982) ha señalado que "existía en el Imperio Incaico un nivel superior de conocimiento que sobrepasaba las posibilidades de la tradición oral", es decir, que esa tradición, gracias al sistema escriturario habría comenzado a independizarse de la memoria. El quipu fue una ayuda mnemotécnica, pero también parece haber excedido ese nivel ("Dios, mundo y hombre en la cultura prehispánica incaica").

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rías, sistemas habitacionales en extremo precarios y, en general, formas de vida sumamente rudimentarias. Tal era el caso, por ejemplo, de "la más bárbara, bestial nación de los guanacas", en Popayán, indígenas a los que califica de "vivientes piedras", y "sin más privilegio que el de los monos por ser bípedos, y el de los papagayos en el hablar" (III, 61—63), o los quillasingas (II, 162).

Mas, frente a éstos, en otros pueblos se había generado una cultura primativa, en el sentido que darían a esta palabra los románti-cos. Velasco nos sorprende con su habitual sagacidad, cuando nos da a conocer un tipo de hombre selvático que habla con un lenguaje metafó-rico de la mayor belleza. Un discurso que sería luego considerado como el modo con el que se expresaron las literaturas arcaicas, a los que ya había comenzado a regresarse a fines del siglo XVIII. Nos cuenta que un jesuita del Marañón, el padre Ferrer le preguntó un día a "un indiano de edad y juicio" qué noticias tenía de las naciones situadas hacia el oriente. "Mostróle el indiano un cercano árbol, bien alto, y muy fron-doso; y cogiendo la más pequeña hoja de él le respondió de esta manera: "Esto es, y nada más toda junta nuestra nación de cofanes. Todas las demás hojas que ves, son otras tantas naciones, las cuales habitan desde nuestros confines, regadas por tantos ríos, cuantas son las mayores y mejores ramas del mismo árbol, las cuales van a unirse con la madre de todos los ríos" (III, 262 cf. otro ejemplo semejante en III, 364). La "idea del árbol", es decir, la metáfora, "que le representaba (al mi-sionero) vivamente un entero mundo por descubrir", "quedó fija en su imaginación" (ibidem). ¿No fue éste acaso el lenguaje indígena que más tarde hizo conocer con acierto literario un Fenimore Cooper im-pulsado por la sensiblidad romántica?

Las intuiciones un tanto dispersas sobre los diversos niveles del discurso indígena en su relación con los estadios culturales, reapare-cen interesantemente a propósito de la pretendida incapacidad de los incas para el "diseño". Polemiza Velasco contra Raynal quien había di-cho que "Los peruanos no hicieron algún progreso en la ciencia del dise-ño, como se ve en las figuras que aún se conservan" (I, 368). El motivo, según el mismo Raynal, radicaba en que al lenguaje incaico "le faltaban vocablos para exprimir (sic) las nociones morales y metafísicas" (I, 372). No era pues posible en ellos "la diagrifia o ciencia del diseño", por la se-ñalada "falta de vocablos" (I, 390).

Genial resulta, sin duda alguna, la noción que tiene Velasco

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EL HUMANISMO DEL SIGLO XVUI 187 de la raíz común que poseen el lenguaje, su discurso, y el arte de diseñar los objetos culturales. Y todavía más nos sorprende cuando nos enumera cuáles son no ya los "vocablos", sino aquello que posibilita todo dis-curso y todo diseño, como condiciones a—priori de los mismos, y de los que el hombre americano no podía carecer, por lo mismo que era hom-bre: un sujeto, las intuiciones de espacio y tiempo y la categoría de sus-tancia. Esta vez, la polémica era contra otro de los calumniadores de América, Robertson: "...asegura que las naciones incultas no tenían en sus idiomas otras palabras, que las que sirven para exprimir (sic) las co-sas materiales y corpóreas; pero que las del espíritu, del tiempo y del espacio, de la substancia, y mil otras palabras que representan las ideas abstractas y universales, eran para ellos del todo desconocidas" (I, 377 ).60

La permanente preocupación que muestra Velasco por des-cribirnos los templos que construyeron los incas en su vasto imperio, la célebre carretera que unía los valles interandinos, de norte a sur, con sus diversos ramales, a la que declara comparable a "las antiguas maravillas del mundo" (II, 178) y, en fin, las descripciones de las ciudades indíge-nas prehispánicas (cfr., por ejemplo, la descripción de Cajamarca, II, 178—179), constituyen otras pruebas elocuentes de la capacidad de di-seño y proyectiva del hombre indígena.

60 La capacidad para el diseño se relaciona con la innata capacidad plástica indígena que ya había sido objeto de admiración en las primitivas escuelas artesanales que se organizaron en la etapa del humanismo renacentista. Esa misma capacidad, respecto de artistas indígenas y mestizos, fue señalada con fuerza por Eugenio Espejo en su discurso sobre la creación de una Sociedad Patriótica. Cfr. los números 4, 6 y 7 del periódico Primicias de la Cultura de Quito, p. 65— 66; 83 y 91 de la edición de González Suárez (Escritos de Espejo, Tomo I) y p. 172,187 y 193 de la edición Clásicos Ariel, número 77.

También es señalada por Juan de Velasco en su Historia. Nos dice, en efecto, que los únicos que ejercitaban las artes eran "indianos y mestizos" y que eran "celebradísimos en ellas" (III, 128). Refiriéndose al arte de la estatuaria declara que conoció 'Varios indianos y mestizos, insignes en esta arte" (III, 129).

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CAPITULO XI

LAS FORMAS DE ASOCIACIÓN Y LA ESTAMENTACION SOCIAL

a Historia del Reino de Quito es, tal como ya lo hemos visto y probado, una obra fundamentalmente vindicatoria. Dentro del juego interno discursivo su sentido sólo podrá alcanzarse en la medida en que podamos desentrañar la es-|tructura de discursos que implica.

Hay, evidentemente, un discurso al cual alude abiertamente, al de la "calumnia", en particular en la versión elaborada por los "filósofos antiamericanos". Hay otro discurso, el suyo propio y el de aquellos cuya defensa ha asumido Velasco y a quienes se esfuerza por hacer "hablar", a través de su historia, de su lenguaje, de sus costumbres, del acto de no-minación de la naturaleza; mas, hay también formas discursivas elusivas, hay en la Historia, personajes mudos, que pasan por sus páginas como inexistentes. Tal el caso extremo del negro y, a su modo, el del caribe. Tampoco se salva de esta tendencia elusiva al mulato, y, lo que podría parecer imposible, el mismo indígena de las altas alturas llega a correr una suerte semejante. Es evidente, por los demás, que Velasco no pretende, y de esto tiene clara conciencia, oponer un discurso a otro, el de la calumnia al vindicatorio, sobre la base de una simple inversión axiológica. No se trataba de oponer a la negación absoluta que implica la calumnia en algunos de sus portavoces, una afirmación absoluta. Ve-

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lasco defiende nuestra América y lo hace, inteligentemente, relativizán-dola, matizándola. No se trata de hacer un "antidiscurso", en el sentido de la inversión señalada, sino un "discurso contrario", objetivo. Hay, en fin, un nivel discursivo ilusorio, aquel que le lleva a creerse por encima de las contradicciones y que lo aproxima a lo utópico, el que va apareciendo a lo largo de todo el texto. En última instancia, el proyecto que supone ese nivel ilusorio, quedará supeditado crudamente al proyecto ideológico que comparte con el grupo criollo que se disponía a jugar el gran papel histórico que le esperaba.

En alguna parte de la Historia Velasco había dicho que la "nación indiana" era el "objeto principal" de la misma (I, 351). No cabe duda que es así. Mas, si nos atenemos al esquema interno discursivo de ella, sucede que si bien no puede negarse la afirmación de nuestro autor, no podía salir a vindicar al hombre de la tierra, sin hacerlo respecto de otros. Velasco parte de una viva comprensión del papel que les toca jugar a los grupos sociales con sus compatibilidades y sus antagonismos. El intento vindicatorio del autor de la Historia del Reino de Quito, con sus alcances y sus limitaciones, sólo podemos medirlo partiendo de la realidad social americana que supone, en función de la cual se ha escrito y a la cual expresa, consciente o inconscientemente.

He aquí que para aproximarse a esa realidad social, la misma Historia nos ofrece ricos materiales. La personalidad ciertamente multifacética de Velasco y su pasión por sistematizar, le condujo a ela-borar, junto con las teorías que ya hemos visto, ciertos esquemas que interesan para el pensamiento social. Tal vez podríamos decir que su obra significa uno de los primeros intentos, dentro del Ecuador, de dar-nos una visión ordenada tanto de las formas de asociación, como de los grupos sociales. Indudablemente que un juicio sobre estos ensayos no debe nunca olvidar la intencionalidad general de la obra, como tampoco, que una valoración de los hechos que señala, no puede quedarse dentro de los marcos que ofrece la Historia. Nosotros nos contentaremos, sin embargo, con lo que nos dice Velasco, y lo que se puede desprender de él.

Un primer aspecto interesante surge de la noción de dife-rencias, sobre cuya base se categorizarán los grupos sociales. Ya vimos antes que Velasco había insistido muy fuertemente sobre las diferencias étnicas de la población americana indígena. Ahora su enfoque apunta a la sociedad ecuatoriana como globalidad, pero sin perder el sentido de

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EL HUMANISMO DEL SIGLO XVIII 191 aquéllas. Es importante tener en cuenta que no se puede hablar, al tratar de los diversos grupos sociales que Velasco menciona, de "clases sociales" en el sentido que ahora se les da, en cuanto que el concepto de "clase" se nos parece en él indisolublemente relacionado con la noción de "casta". Es importante, por otra parte, tener en cuenta que esta identificación entre "clase" y "casta", con la fuerza que mostró particu-larmente en la segunda mitad del siglo XVIII, no siempre se manifestó de la misma manera. Ángel Rosemblat ha probado que en el siglo XVI, por ejemplo, la situación fue otra y que la organización fuertemente es-tamental en la que lo "castizo" jugaba un papel preponderante, es pos-terior. El fenómeno se relaciona con la organización de una sociedad violentamente represiva que llegó a dar forma jurídica minuciosa a las relaciones entre "castas" y no es ajeno, históricamente, al gran alza-miento indígena que lideró el Inca Túpac—Amaru. 61En función de aquella identificación tan fuertemente establecida durante el siglo XVII, mejor que de "clases sociales" resulta, a nuestro juicio, hablar de "esta-mentación social", entendiendo por tal la ordenación jerárquica estable-cida por la sociedad de la época de los diversos grupos en función de cri-terios que no son exclusivamente económicos y que incluye, por lo di-cho, valoraciones de carácter étnico. De ahí la importancia que tiene, muchas veces, no tanto la riqueza o pobreza, como el "nacimiento", la "limpieza de sangre", etc. Otro aspecto que se ha de tener en cuenta es la relación que hay, en todo momento, entre las formas de asociación y la estamentación social. Bien es cierto que las primeras no dependen exclusivamente de un criterio "sociológico" de determinación, sino que están respondiendo a prácticas y conceptos propios de la administración colonial. De todos modos, se encuentra siempre implícito al primer criterio mencionado.

En cuanto que la estamentación social es presentada siem-pre atendiendo a su relación con las formas de asociación, se hace in-dispensable comenzar por estas últimas. Según el mismo Velasco lo aclara en el prefacio a la tercera parte de su obra, la dedicada a la "His-toria moderna" del Reino de Quito, las formas de asociación de las que se va a ocupar son, por un lado, "ciudades", "villas" y "asientos" y por el otro "pueblos": "...las villas corresponden a la que son ciudades en todas las demás naciones. La única diferencia que hay en los domi-

61 Ángel Rosenblat. La población y el mestizaje en América. Buenos Alies, Editorial Nova, 1954.

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nios de España, entre ciudad y villa es que la villa no tiene escudo de ar-mas dado por el Rey. Asiento corresponde a lo que en Francia se llama bourg, en Italia Terra o castello, y en España, lugar. Pueblo corresponde a lo mismo, y la diferencia sólo consiste en que el pueblo es fundación propia de indianos, aunque haya por accidente muchas familias es-pañolas; y asiento, fundación propia de españoles, aunque tenga muchas familias indianas... "(III, 20—21 cfr. II 373—374).

Los principales textos en los que Velasco nos presenta la estamentación social, tienen que ver principalmente con ciudades y vi-llas. Pareciera entenderse que la sociedad alcanza su total funcionalidad e integración de los diversos niveles sociales, en el ámbito ciudadano y no fuera de él. Los casos más interesantes se refieren a las cuatro principales ciudades de la época, que enumeradas atendiendo a su número de habitantes son: Quito, Cuenca, Guayaquil y Riobamba. También es importante tener en cuenta que el concepto de "ciudad" (o en su caso "villa") no coincide exactamente con el nuestro, en cuanto que este tipo de asociación incluía siempre un ejido, como parte de la estructura ciudadana e incluso ciertos predios agrícolas menores. En la época se hablaba casi siempre, por ejemplo, de "Quito y sus cinco leguas". De todos modos, la parte propiamente ciudadana es la que da el carácter definitorio al conjunto, al que tal vez podríamos denominar "ciudad— agro ciudadano". Lo dicho explica que Velasco nos diga que Quito tenía 70.000 habitantes, Cuenca, 40, Guayaquil, 20 y, en fin, Riobamba de 18 a 20.000. Estas "ciudades" tenían, además, otros núcleos urbanos satélites, como es el caso del "asiento" de Otavalo, respecto de Quito, e2

62 El concepto de "ciudad" ofrece algunas dificultades. Por de pronto la ciudad comprendía una franja de campo, de media legua alrededor del núcleo edilicio, que la integraba como "ejido" (o "salida", exitus, de la ciudad) y constituía un bien comunal; conforme con esto el Cabildo de Quito autorizó, en 1535, el otorgamiento de haciendas, siempre que estuvieran más allá de aquella media legua. Por otra parte, la ciudad ejercía una influencia económica directa sobre una extensión mayor, a la que solía denominándosela con la expresión "Quito y sus cinco leguas". De acuerdo con esto se habla en Espejo, por ejemplo, de "los pueblos de las cinco leguas". Se trataba de un complejo urbano—campesino que tenía como centro una ciudad principal. Por último, se hablaba de "términos de la ciudad", con un sentido más administrativo y jurídico que económico y entendiendo a la ciudad como "capital". En el caso de Quito sus "términos" iban desde Popayán, al norte, hasta treinta y dos leguas antes de Cuenca, por el sur y desde Baeza en el oriente, hasta Portoviejo en el occidente.

Estos diversos sentidos de la palabra "ciudad" explican que mientras Juan de Velasco decía que Quito tenía 70.000 habitantes, Eugenio Espejo, por su parte, y en las misma» fechas, hablara de 20.000.

Cfr. Justus Wolfram Schotellius. "La fundación de Quito. Plan y construcción de una ciu-dad colonial hispanoamericana", en Libro de proveimientos de tierras, etc. Quito, Publicaciones del Archivo Municipal, vol. XVIII, 1941. José María Vargas. La Economía política del Ecuador durante ¡a Colonia (Esquema histórico). Quito, Editorial Universitaria, 1957, p. 81—89; Euge-

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EL HUMANISMO DEL SIGLO XVIII 193 Veamos, pues, cómo se presentaba la estamentación social, para una de las ciudades citadas, la de Quito, la que en verdad, con algunas variantes, es la misma para todas, "...al presente -xlice Velasco— deben regularse (calcularse) poco más o menos de 70 (mil) habitantes, los cuales pueden dividirse en 4 clases desiguales, esto es de españoles, mestizos, indianos y negros, entrando en esta última pocos mulatos y zambos, cuyas diferencias y cuyo carácter moral expliqué en la Natural Historia (cfr. I, 351 y sgs.) ..No es fácil averiguar —continúa— el número fijo de cada una de esas clases; por lo cual padecen también no poco engaño los escritores. Según es el dictamen de las personas más prácticas, y por lo que observé yo en años, se pueden reducir a 6 partes iguales; esto es, las dos sextas partes de españoles, entre europeos y americanos; las otras dos sextas partes de mestizos; la una sexta parte de puros indianos, que el presente son pocos; y la otra sexta parte de negros, mulatos y zambos.

"De las dos sextas partes de españoles —nos aclara luego—, se puede llamar, launa de nobles y la otra de ciudadanos, a los cuales llaman blancos en el Reino de Quito, así como llaman caballeros a todos los nobles. Los blancos o ciudadanos, son los que siendo patricios, o nuevamente transferidos de Europa, no tienen defecto conocido en la sangre, para reputarse plebeyos; ni tampoco tienen especial recomendación por antigüedad, por empleos, o por la larga continuación de conveniencias, para reputarles nobles. Los nobles son aquellos que se pasan de Europa con títulos, cargos y honores, o a lo menos con las ejecutorias de su nobleza; los descendientes de éstos y los descendientes de aquellos primeros conquistadores, los cuales fueron premiados y ennoblecidos por los soberanos" (III, 119).

Ahora bien, las ciudades o villas, en particular las primeras que realizan algo así como el "modelo" respecto de las restantes formas de asociación, muestran variantes que se expresan, casi siempre, como una cuestión de "relación proporcional". Hay, evidentemente, una "relación" ideal, la que si bien no es señalada expresamente, ni podía expresarse en una cifra constante, pareciera depender de la estabilidad social que imponen los grupos superiores, no tanto en función de su número como de su poder social, económico y político. En este sentido

nio Espejo. Reflexiones sobre las viruelas (1785), Guayaquil, Clásicos Ariel, número 73 de la co-lección, p. 73 y 108.

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resulta interesante lo que nos dice respecto de Cuenca "en donde hay bastantes familias nobles, mas no tantas, cuantas correspondían (corresponderían) a una ciudad tan populosa".

Como contraste, la "plebe" ("blanca" y "mestiza") se ha tornado insolente: "La plebe blanca -^dice— y mucho más de los mestizos, han tenido siempre fama de libertinos, y propensos a discordias y enredos...Provenía esto de-que la plebe, muy dominante en número y menos pobre, o positivamente acomodada, respecto de otras ciudades, era por eso mismo más ociosa que en parte alguna, sin aplicarse al trabajo... "(III, 237). Algo parecido nos dirá del "asiento" de Otavalo, en donde parece lamentarse de que si bien sea "suficiente el número de los que llaman blancos", sean "muy raros los nobles, los cuales son propiamente de Quito y tienen aquí (en Otavalo) sus vínculos y feudos" (III, 108). Mas, también en Quito se ha producido una disminución de lo que pareciera ser la "proporción" necesaria, pues nos habla del escaso número de nobles que había quedado, en una enumeración que resulta ciertamente interesante, pues en ella aparecen justamente los "marqueses" que llevarían más adelante uno de los primeros intentos de autono-mismo: "En esta clase (la de los nobles) había hasta fines del siglo pasado —nos dice—, un buen número de títulos, más de 40 caballeros cruzados, y muchos mayorazgos, con vínculos y feudos. Mas, con haberse extinguido varias familias, y con haberse consumido los grandes caudales que había, han quedado poquísimos de todos estos, que son: el conde de Selvaflorida; los siete marqueses de Maenza, de Vülarrocha, de Lises, de Solanda, de Villaorellana, de Miraflores y de Selva Alegre; un vizconde y un corto número de cruzados y mayorazgos" (III, 119).

En líneas generales el análisis de la situación social que hace Velasco muestra un proceso que es para él de decadencia respecto de un modelo de ciudad, que es a su vez, modelo de las demás formas de asociación de las que nos habla. Hay que hacer una excepción, sin embargo , para los "pueblos" de los cuales hablaremos luego, en donde pareciera manejarse Velasco con otro proyecto. Ya anticipamos que se puede entender que en él se muevan de modo contradictorio un proyecto que se relaciona con la organización social de las misiones, y el que rige a las "ciudades" y "villas", en particular, las del callejón interandino, proyecto este último, que no deja de mostrar contradicciones. Aquella decadencia, sin duda provocada por el empobrecimiento general que vivió el Reino de Quito a fines del siglo XVIII, en particular como consecuencia de la interna crisis obrajera (Cfr. III, 100), es entendida

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básicamente como un "desequilibrio" dentro de la estamentación social. Se había producido una disminución de la nobleza, por extinción de familias y por empobrecimiento; habíase dado un crecimiento de la "plebe", tanto "blanca" como "mestiza"; había aparecido un "plebeyo" acomodado, en relación, al parecer, con la generalización de un tipo de pequeña propiedad agrícola, hecho que explicaría entre otros, la alianza entre patricios y mestizos de la que nos habla el mismo Velasco. Es muy probable que lo acontecido en Cuenca hubiera sido común a las demás ciudades. La capital del Azuay, ciudad en donde habían aparecido grupos de "libertinos", había aumentado considerablemente sus rentas gracias a la venta, "a pequeños pedazos" del "gran ejido común" que tenía a la otra banda del río Tomebamba, en donde habían surgido huertos y caseríos (III, 237). Tal vez sea éste el origen del "labrador" de que años más tarde hablará en su Regenerador Juan Montalvo. Digamos, de paso, que a ese grupo social plebeyo blanco, libertino, perteneció en aquellos años, en Riobamba, un personaje tan altamente interesante como repudiado por Eugenio Espejo, el licenciado Vallejo. Todos estos datos resultan importantes para la historia de la conformación de una nueva mentalidad, que habría de generar, a la larga, la ideología liberal en uno de sus momentos y corrientes.

Un hecho resulta ineludible notar dentro de la pintura so-cial que surge del libro de Velasco. Según nos dice Isaac Barrera, nuestro autor "blasonó siempre de distinción y nobleza".63 Su visión de la "decadencia", era sin duda, la que tenía el grupo criollo noble, el mismo que habría de movilizar el proyecto autonomista, dentro del cual se encuentra anticipadamente el mismo Velasco. Ahora bien, ese grupo criollo era el que constituía la clase terrateniente, propietaria de hacien-das y obrajes, como asimismo, La Compañía de Jesús, que había alcan-zado un poder económico que la ponía a la cabeza del sistema hacendarlo, con más de un centenar de haciendas, con obrajes, trapiches, molinos y abundante esclavatura negra. 64 Velasco, noble, criollo y jesuíta,

CQ 00 Cfr. Leónidas Batallas. Vida y escritos de Juan de Velasco. S.I., ed. cit., p. 38.

Federico González Suárez, en su Historia general, volumen II, p; 1160, hace una enumeración que declara no ser completa, y que llega a la cantidad de 77 haciendas, sin contar molinos obrajes y otras propiedades. Da a conocer asimismo el monto total de riquezas calculado en pesos en el momento de la expulsión de la Compañía de Jesús (Cfr. otros datos sobre la riqueza de la orden en II, 877; 1159—1163; 1168—1169; 1344; 1348, etc).

José María Vargas, apoyándose en la obra de Jouanen Historia de la Compañía de Jesús en Quito (1943) desestima el cálculo de González Suárez y habla de 63 haciendas, sin contar otras que tenían en "administración". La economía política del Ecuador durante ¡a colonia. Quito,

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salvo el hecho de mencionar, aquí o allá, algunas haciendas y de hacer algunas referencias a vínculos, feudos y mayorazgos, de hecho los ignora como fenómeno social. Se nos presenta, en este momento, como el vo-cero de la nobleza criolla, pero la considera básicamente como ciudadana, sin establecer los nexos entre ella y las grandes explotaciones agrarias y ganaderas. Otro tanto hemos de decir del sistema obrajero. De todos modos la importancia de la hacienda queda expresada, aun cuando indirectamente, al decirnos Velasco que el sistema de encomiendas fue "loable y aun necesario" a los principios (II, 314), pero que ya no lo era en cuanto que había terminado en la esclavitud (II, 384). Es importante tener en cuenta que los jesuitas no sólo jugaron un papel hege-mónico dentro del sistema hacendario, sino que establecieron entre éste y la universidad una relación económica con caracteres que no alcanzaron otras órdenes religiosas. 66

En relación con la cuestión de las haciendas se produce en el discurso de Velasco la elusión, diríamos total, del discurso indígena que había pretendido asumir en otros momentos. La población nativa pasa a un segundo plano y desaparece como agente de la historia. Incluso se desprende que ve como hecho natural la sujeción a la servidumbre de la población indígena, en particular la de la Sierra (III, 103).

Tal vez pueda explicarse en parte este silencio, como una consecuencia de presupuestos vigentes en la época. De hecho, una esta-mentación social orgánica y completa, en donde los diversos grupos so-ciales se dieran en la "proporción" que debían darse, sólo podía tener lugar en el ámbito ciudadano, no en el campo. La hacienda y el obraje no valen por sí mismos, sino en cuanto riqueza de la ciudad. Desde un comienzo, el pensamiento social de la colonia, se organiza sobre la con-

Ed. Universitaria, 1957, p. 103. 108). La documentación transcrita por Aquilas Pérez en su obra Las mitas en la Real Audiencia

de Quito (Quito, Imprenta del Tesoro, 1947, p. 134—139 y 140—143) amplía el número de ha-ciendas a 131 y da a conocer las que fueron rematadas luego de la expulsión. Esta documenta-ción es confirmada en la obra de Víctor A. González. Crítica a loe concepciones de razas y cía-lee sociales en la Colonia, según los historiadores nacionales. Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas, s/f, p. 51 y sgs. y 58 y sgs. y también en el valioso libro de Hugo Arias Pala-cio», Evolución socioeconómica del Ecuador. Sociedades primitivas y período colonial, Guayaquil, Facultad de Ciencias Económicas, 1980, en p. 251 y sgs. Las haciendas rematadas llegaron a 99, sin contar otros bienes. Resulta interesante notar que uno de los más fuertes compradores fue el Marqués de Selva Alegre, amigo íntimo de Eugenio Espejo. Hans Albert Steger. Las universidades en el desarrollo de la América Latina. México, Fon- do de Cultura Económica, 1974, p. 208 y sgs.

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EL HUMANISMO DEL SIGLO XVIII 197 tradicción "ciudad-campo", lo que no significa la eliminación del se-gundo, sino su reformulación dentro de los términos de la contradic-ción. Se acaba organizando un campo que resulta funcional respecto de la ciudad, la que siempre tiene preeminencia como formas de concentración social en las que la sociedad global se reconoce a sí misma como integrada. Como es fácil pensarlo, la masa indígena campesina quedaría, por eso mismo, de hecho marginada y relegada a un lugar que no era, precisamente, el centro de las decisiones de poder, económico y político.

La distinción que se hacía en la colonia entre "ciudad" y "villa", que según nos cuenta Velasco radicaba en que se le había conce-dido a la primera "escudo de armas", significaba que una concentración urbana había alcanzado, precisamente, una organización estamentaria completa y "ordenada", con el número necesario de "familias nobles". Estas habían logrado organizarse acabadamente, como tales, y habían comenzado a hacer jugar a una determinada concentración social (una "villa") el papel histórico que se esperaba de ella, dentro del proceso de colonización. En función de esto se hace toda una filosofía del floreci-miento o decadencia de la estamentacion social que funge como modelo. En este sentido la ciudad debía tener una relación de "desigualdad" en las proporciones, como lo indica claramente Velasco.

Hay, pues, una idea de movimiento que lleva a la compren-sión de las formas de asociación ("asiento"—"villa"—"ciudad"), como realidades sociales dinámicas, a pesar de que la estamentacion es enten-dida más bien, en este momento, como estática. Cuando el modelo de asociación (la "ciudad"), se ha realizado, las clases sociales han alcanzado el lugar y posición que deben tener por "naturaleza", y cualquier hecho que perturbe la jerarquía establecida es considerado como anómalo.

Mas, hay otra línea de comprensión de la estructura social, en la que el modelo estamental mismo se dinamiza y deja de ser "natu-ral", para mostrarse con ciertos visos de histórico. Para entender lo que queremos decir, debemos regresar a un momento anterior, aquel en el que Velasco se había planteado el "carácter moral" de los habitantes de las colonias españolas (I, 351 y sgs.). Allí, en efecto, aparecía la distin-ción entre "criollos" y "chapetones", que luego, al hacer el análisis de la formación estamental de las principales ciudades ecuatorianas, había dejado totalmente de lado (Cfr. Quito, III, 119; Cuenca, en III, 239;

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Guayaquil, en III, 214 y Riobamba, en III, 173). El texto donde se plantea la cuestión del "carácter moral", en polémica contra los calumniadores del hombre americano en general, dice así: "A más de la nación indiana, que es la propia de América, y es el objeto principal de esta historia, hay en el Reino tres clases de modernos habitadores... La la. la componen los españoles, así europeos, como descendientes de ellos; distinguen allá, unos de otros, llamando criollos a los nacidos en América, y chapetones a los nacidos en Europa. Se subdivide esta clase, como en otras partes, en nobleza, ciudadanos de segundo orden y plebe; la 2a. la componen los mestizos, esto es, los hijos de españoles e indianas y toda su descendencia. La 3a., los negros, así africanos como descendientes de ellos. Esta, y las dos precedentes, hacen resultar varias razas distintas, según se mezclan unas con otras..." (I, 351).

El hecho de que a propósito de la calumnia se sienta obli-gado a hablar de "criollos" y "chapetones", y no de "españoles euro-peos" y "españoles americanos", implica el señalamiento de un conflicto que luego, en la consideración estática de la estamentación social, no es señalado. La cuestión reaparece más adelante cuando Velasco se siente movido a hacer conocer al lector los "tumultos" que ha padecido Quito. Estos son siempre presentados como enfrentamientos de grupos sociales, de clases y castas, causados por razones de malestar económico pero además, con un claro sentido político. Dos son los más significati-bos, uno muy lejano, el de las alcabalas, que tuvo lugar en 1592, en el que intervinieron "todos los gremios y clases de personas" (III, 141), y otro, del cual tuvo Velasco informes directos y frescos, el de los estancos, producido en 1765, dos años antes de la expulsión de los jesuítas (III, 147 y sgs.). Este último es, en particular, el que nos interesa, en cuanto reaparece allí el término de "chapetones", puesto en boca de una plebe mestiza insubordinada, que exigía que aquéllos saliesen "todos desterrados para siempre de la ciudad" (III, 151). 66 De la narración que Velasco hace de los hechos surge claramente que los verdaderos agentes históricos eran, para él, los "caballeros patricios", es decir, los criollos nobles, junto por cierto con los jesuítas, frente a los "europeos" que ha-

fifi A propósito del calificativo "chapetón", González Suárez dice que "ya era en boca del

pueblo de Quito —habla del año 1765— una palabra de odio y de desprecio, con que se afrentaba a los europeos" ( Historia General, etc. ed. cit. vol. II, p. 1135). Sin embargo, a fines del siglo XVm, en fecha posterior a la que se refiere González Suárez, el uso de la palabra no parecería tener, en el Obispo Pérez Calama, sentido peyorativo. Cfr. Hernán Malo González . Pensamiento universitario ecuatoriano. Quito, Corporación Editora Nacional y Banco Central del Ecuador, 1982, p. 193 (Colección Biblioteca Básica del Pensamiento Ecuatoriano, número 14).

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EL HUMANISMO DEL SIGLO XVIII 199 bían perdido todo poder de liderazgo. Como surge, asimismo, que el grito de insubordinación de los mestizos: ¡"Viva el Rey y mueran los picaros chapetones! "(III, 149), claro anticipo de la posición que ha-brían de adoptar más tarde los condes y marqueses criollos, no es objeto de repudio por parte de Velasco. Y no podría ser entendido de otra manera, toda vez que esa plebe mestiza amaba a los condes y marqueses criollos y, apoderada de la administración de la ciudad, expulsados los españoles europeos, superaron a éstos en el monto de los tributos al Rey (III, 151). Se había dado, de hecho, una nueva estamentación social, como consecuencia de un proceso de dinamización de las clases. El esquema estamental anterior: "Rey—europeos—americanos", había sido reemplazado, de modo eficaz, por otro: "Rey—americanos", que implicaba, además, otra relación de subordinación social, la de "nobleza criolla—plebe", que no podía ya ser considerado por Velasco como proceso anómalo. La historiografía posterior ha venido a confirmar la particular significación que tuvo el alzamiento quiteño, respecto de otros tumultos acaecidos en otros sectores coloniales. El historiador colombiano Ricardo Becerra, nos recuerda la comparación hecha por el Historiador inglés Guillermo Coxe entre los acontecimientos subversivos contemporáneos de México y el Ecuador. "En Quito —dice Coxe— la insurrección fue aun más peligrosa: después de haber despedido a los empleados del Rey, los insurrectos ofrecieron el poder a uno de ellos, rechazaron toda idea de acomodamiento, y a la oferta de perdón contestaron con estas palabras: "no tenemos necesidad de perdón porque no hemos delinquido: continuaremos pagando las antiguas contribuciones, con tal que no tengamos más gobernadores españoles y recobremos el derecho de elegir los que más nos agraden".67 El plan, consciente o no, fue a partir de ese momento el de la eliminación del estrato ad-ministrativo colonial, ya fuera acentuando con fuerza la "divinidad" y omnipotencia del monarca español, dentro de un programa criollo de monarquía absoluta, ya, en otros casos, proponiendo el reemplazo del mismo con "reyes locales", idea que no fue ajena a criollos y mestizos, ya, en fin, planteando una unidad federativa de las Españas dentro de los términos de una monarquía constitucional.

De este modo, volviendo a los planteos que surgen de Ve-lasco, el proyecto que podríamos denominar "ciudadano", se desplaza Ctr. Alberto Muñoz Vernaza, "Obras de Espejo", en La Unión Literaria. Cuenca, Entrega Sexta, año 1913, p. 280. La obra de Guillermo Coxe es España bajo el reinado de Ja Cata de Borbón. Traducción de Jacinto Salas Quiroga, Madrid, 1847.

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de una consideración estática, hacia otra dinámica de la estamentación social. Se trataba, primero, de la ciudad americana que correspondía a la situación propiamente colonial. Si se aceptaba alguna forma de mo-vimiento, éste era pensado únicamente para las formas de asociación, e iba, como hemos dicho, del "asiento" a la "villa" y culminaba en la "ciudad". La estamentación social era pensada como fija y natural, y cualquier hecho que amenazara las relaciones entre las clases se lo en-tendía como anómalo. Mas, aparece luego insinuada otra forma de mo-vimiento que sería el que va de la "ciudad colonial heterónoma", a la "ciudad colonial autonomista", cambio en la naturaleza misma del mo-delo, que exigía aceptar como no anómalo todo movimiento dentro de la estamentación social que lo favoreciera. Es claro que este dinamismo, que alcanzaba ahora a las clases sociales, era visto desde la óptica de los "nobles patricios", los que, mientras mantuvieran el control del proceso, habrían de legitimarlo. Con ellos y los elementos mestizos aliados la ilustración adquiriría los matices de lo que hemos denominado huma-nismo emergente.

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CAPITULO XII

POLÍTICA POBLACIONAL Y UTOPIA

aralelamente al "proyecto ciudadano" se desarrolla otro al que podríamos denominar "poblacional". Dentro de la colonia el segundo tenía su pleno sentido en la relación de dependencia e integración respecto del primero. Podría afirmarse que lo

que constituyó el plan "poblacional" fue el modo cómo la antigua estructura ciudadana indígena quedó supeditada al proyecto ciudadano colonizador. Ciertamente lo dicho vale para la alta cultura andina dentro de los límites del Imperio incaico. Velasco se ocupa con todo cuidado, a lo largo de su Historia, de presentarnos al incanato como una cultura "ciudadana" y que tuvo numerosas ciudades ciertamente bellas y grandes, como fue el caso, entre numerosas otras, de Cajamarca (II, 235). Mas, esa cultura fue destruida de raíz. Las ciudades indígenas fueron arrasadas, remodeladas, abandonadas, ya se fundara sobre ellas la ciudacfhispánica, yo se las dejara morir. El indígena campesino, producida la desarticulación de la estamen-tación social propia del incanato, debía ser renucleado, y de ahí nació el "pueblo". En las regiones marginales del Imperio incaico, donde habita-ban indígenas organizados en formas tribales primitivas, se llevó a cabo el mismo programa, pero desde otra realidad social. Allí el "pueblo" surgió a partir, por lo general, de las "rancherías", como fue el caso típico de la región amazónica. De todos modos, ya fuera el "pueblo" de la región andina, o el que hemos mencionado, siempre el "proyecto po-

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lacional" fue un momento en relación con el "proyecto ciudadano" impuesto dentro de la sociedad global de la colonia. Dentro de este es-quema, tal como surge de la Historia de Velasco, el campesinado como estructura social, no resulta visualizado y se esfuma como algo que pare-ciera ser accidental respecto de las formas de asociación civil. Un fenó-meno cultural definitorio como fue el de la agricultura de andenes y re-gadío, o la organización campesina de los ayllus no tuvieron ninguna significación, más aun, de hecho no aparecen mencionados a lo largo de toda la obra.

Ahora bien, dentro de la historia del nacimiento y organi-zación de los "pueblos", el fenómeno más típico y de mayor interés para Velasco, fue sin duda el que se desarrolló en las regiones marginales del antiguo Imperio incaico, y muy particularmente, el de las selvas del Oriente ecuatoriano, como asimismo el de las provincias del "Quito im-propio" que ahora pertenecen a Colombia. Ya vimos cómo ha definido lo que entiende por "pueblo". Se trataba de una "fundación propia de indianos", hecha, claro está, por los españoles (III, 20—21), que dependía "en todo de alguna ciudad, villa o asiento" (II, 373—374). En verdad este concepto de dependencia, que es a su vez de marginalidad respecto de lo que se entiende como propiamente ciudadano (ciudad^vi-lla—asiento), nos da el rasgo definitorio más general de lo que era un "pueblo" y explica que también se hable, en algún momento, de "pue-blos de negros" y que se llegue a decir que algunos ingenios de azúcar constituían verdaderos "pueblos" (III, 58; 79; 105 etc). A más de los "pueblos" había otras formas de concentración semiurbana constituidas por pequeños caseríos indígenas a los que se denominaba "anejos". En general, tanto uno como otros, dependían en un comienzo de "asientos", antes que de "villas" o de "ciudades". Por lo demás, los "asientos", antes de generalizarse el sistema hacendario, eran fundados por encomenderos que vivían aparte de la población indígena, "pueblo" o "anejo", de donde extraían mano de obra compulsivamente (II, 374). Usado en relación con la población indígena, "pueblo" era, además, si-nónimo de "reducción" (III, 34), palabra que tenía su pleno sentido en las regiones en las que habitaba un tipo de "tribu bárbara y salvaje que necesitaba ser sacada de los bosques para ser instruida en la vida socia-ble y civil" (II, 162). Se trataba, en efecto, de una población dispersa, que había de ser concentrada (reducida) y que debía pasar de una orga-nización tribal libre, a una situación de somentimiento (reducción). ^

68 Nos atenemos al sentido que surge de la Historia de Velasco. Es necesario tener en cuenU

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Para el proyecto ciudadano, el "pueblo" era un momento absolutamente necesario, más aun, aquel en el que el hecho de la conquista se reconocía a sí mismo como tal, al poner en ejercicio el doble sentido del acto de "reducir". De ahí que las "rancherías" o formas habitacio-nales precarias de los pueblos cazadores y recolectores, se presentaran como un nivel de "incivilidad" contrario a todo intento de inculcar, como dice Velasco, una "civil cultura" (II, 372, III, 38; 157; 273; 365; 378; 385, etc.).

Ahora bien, la política poblacional, puesta en marcha en la inmensa región que se extiende desde la cuenca del Putumayo, al norte, hasta la del Ucayali, al sur, mostraba según se desprende de la historia que nos hace Velasco, dos etapas o momentos bien claros. Uno, el inicial, en el que se nuclea a los indígenas y se los organiza como "mi-sión", que es el momento en el que el misionero jesuita desempeña su papel propio; un segundo, en el que la misión es traspasada, dadas de-terminadas condiciones, al poder civil, el eclesiástico regular y a la ex-plotación privada. Se trata del momento en el que se convierte la misión en parroquia. El control del pueblo queda ahora en manos de un lugarteniente (II, 373), del cobrador del tributo y del cura párroco. Funcionalmente al pueblo, en relación con la explotación minera, agrí-cola, ganadera y manufacturera, según las regiones, surge el encomendero. Desde el punto de vista del proyecto colonial, el paso de la misión a la parroquia, era entendido como normal y necesario. La tarea misional debía concluir en la organización parroquial y ésta suponía el ingreso del "pueblo" a su total dependencia de una ciudad, una villa o un asiento dentro ya, abiertamente, del sistema de castas. De acuerdo a esto pareciera que el pueblo parroquial era plenamente una formación social de valor económico, mientras que el pueblo misional se presentaba como un momento de transición entre la población indígena libre y la sometida. 69

que las reducciones no tuvieron el mismo sentido en todas las regiones, en cuanto que no era igual nuclear aborígenes selváticos, cazadores o recolectores de frutos, que campesinos pertenecientes a formaciones sociales más avanzadas. En este último caso las reducciones constituyeron uno de los modos más eficaces para el arrebato de las tierras de indígenas. Cfr. Boleslao Lewin. La rebelión de Túpac—Amaru. Buenos Aires, Hachette, 1957, p. 323.

69 Velasco habla de "pueblos" en relación con el sistema de encomiendas, ignora la existencia de

pueblos formados exclusivamente por mitayos. Tal fue, por ejemplo, el caso de la concentración indígena que se hizo en Zaruma, principalmente con los llamados "indios sueltos" o "peinadillos", que llegó a reunir más de 4.000 indígenas. Sobre la formación del pueblo de Zaruma, Cfr. González Suárez, Historia general, ed. cit., voL II, p. 428—431. Cfr. asimismo Aqui-les Pérez Las mitas en la Real Audiencia de Quito. Quito, Imprenta del Ministerio del Tesoro, 1947, p. 227—229.

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Sin embargo, si nos atenemos al modo como Velasco presenta las cosas, sucede que la misión era ya una organización social completa, con su estructura económica propia y, lo que es más, incompatible en muchos aspectos con la estructura de explotación para la cual es-' taba destinada de acuerdo con el proyecto colonial. En efecto, el pueblo, dentro del plan misional jesuítico, no se limitaba a ser un principio de concentración urbana atendiendo únicamente a la evangelización. Velasco en todo momento habla de dos objetivos como inseparables: la recepción de la "luz del Evangelio" y el ingreso en "la vida racional, política y civil", conceptos numerosamente repetidos y con los que concluye su Historia Antigua (II, 445). Para que una población trashumante, cazadora y recolectora, (Cfr. III, 386), y a veces, tan sólo esto último, pudiera reunirse en un pueblo, era ineludible ofrecerle un nuevo sistema de subsistencia, debía necesariamente surgir una producción agraria suficiente y algunas formas rudimentarias de artesanado, "...los pueblos que habitan lo que llaman alta y baja misión del Mainas —dice Eugenio Espejo—, en todas las riberas del Marañón, sin conocimiento del Evangelio, no se practica otra cosa por ellos sino que cultiven un pequeño recinto de tierras desmontadas, aquella que juzgan hasta para ministrarles respectivamente el alimento de aquel año. De manera que en las reducciones de indios cristianos, los misioneros se oponen a esta indolente decidía y las obligan a que desmonten y siembren terreno más extenso al que dan el nombre de chacras". 70 En algunos casos ese tipo de unidad económica que fue al pueblo misional alcanzó desarrollos in-teresantes, como sucedió con el jesuita Zéfiris quien respecto de sus mi-siones "tuvo especial talento, modo y conducta para adelantarlas y arre-glarlas todas, tanto que se hizo uno de los más célebres misioneros. Los pueblos que él dejaba, eran los apetecidos de todos, por muy adelantados en lo espiritual y temporal, con bellas economías e industrias" (III, 410). En ese plan de realizar la misión como unidad económica tuvo mucha importancia la introducción de herramientas, que eran entregadas gratuitamente y que muy pronto fueron objeto de demanda, inclusive por tribus no reducidas o alzadas (III, 260; 403; 404, 461, etc). La producción no era comercializada o por lo menos no tenía como ob-

Eugenio Espejo. Defensa de los curas de Riobamba. Reflexión vigésimo séptima, parágrafo titulado "Agricultura". Notemos que en el texto citado Espejo dice que los misioneros obligaban "a que desmonten y siembren terreno más extenso", es decir, que estas poblaciones, aun cuando cazadoras, tenían una forma de agricultura. Y así surge de otro texto de Espejo, esta vez del Voto de un ministro togado, en donde refiriéndose a los mismos indígenas dice que "vi-vían esparcidos de aquí para allá como fieras, y apenas con unos pocos huertecillos de maíz, yuca y plátano". Cfr. "Primer temor y primera satisfacción", en Obras escogidas, Guayaquil, s/f., col. Ariel número 77, p. 213 y sgs.

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jeto el intercambio comercial, no circulaba moneda, los predios eran cultivados atendiendo a la necesidad de la comunidad misional y los ca-ciques o curacas no perdían sus prerrogativas respecto de sus parciales. En resumen, el pueblo misional, si bien funcionaba sobre una economía generalmente pobre, poseía una relativa independencia respecto de la estructura colonial, a la que no había propiamente ingresado. 71

Cabría preguntarse si siempre hubo una total congruencia entre lo que el misionero jesuíta entendió como "vida racional, política y civil", y lo que por eso mismo se pensaba dentro del proyecto ciudadano colonial en relación con los pueblos. Velasco nos da a conocer las palabras que el jesuíta Rafael Ferrer dirigió a los cofanes con el objeto de convencerlos de la conveniencia de reducirse en pueblos: "Díjoles; que si libre y voluntariamente quisieran reunirse, no solamente los de aquella tribu, sino también los de otras vecinas, para formar un solo pueblo, resultaría de esto, para él la ventaja de enseñar e instruir a un tiempo o muchos, para que viviesen cristiana, culta y civilmente en las necesidades, de hacerse mucho más temibles a sus enemigos, y de gozar los dulces frutos de la sociedad fraterna; que en ese caso podría ayudarlos llevando desde Quito algunas herramientas, para facilitar el trabajo y todo lo necesario para dedicarle a Dios un templo en qué adorarlo y servirlo, según los ritos de la religión cristiana que habían recibido; y que los curacas de las tribus unidas podrían componer un Cabildo o magis-

71 La temática de las herramientas constituye un interesantísimo capítulo dentro de la historia de la aculturación de la población indígena americana. Dos textos nos parecen de singular significación: hablando de los españoles, Juan de Velasco, menciona la "codicia de oro y mujeres" que les movió constantemente (II, 318) y hablando de los jíbaros, González Suárez afirma que "caían sobre los pueblos para arrebatar mujeres y hacerse de herramientas de hierro" (III, 202). Mucho se ha hablado de lo que el oro significó para los europeos, mas, poco se ha destacado lo que por su parte fue el hierro para las poblaciones indígenas americanas. Los misioneros entablaban sus primeras relaciones mediante el regalo de herramientas, sobre todo, de hachas, machetes y agujas (Cír. González Suárez, III, 149); la compra de esclavos indígenas se hacía sobre la base de un intercambio con herramientas (ib. III, 121); las tribus alzadas trataban de mantener su abastecimiento de hierro y aprendieron a trabajarlo por su cuenta (Juan de Velasco, III, 401—402); mataban a todos los prisioneros españoles, pero respetaban la vida del herrero, que era esclavizado (Cfr. Levillier, Roberto. El Pattiti, el Dorado y las Amazona». Buenos Aires, Emecé, 1976, p. 109). Otro hecho interesante nos relata Velasco: los jíbaros, interesados por el hierro y las herramientas, dejaron de usar adornos de oro, con el objeto de "quitar ese atractivo para ser buscados" (III, 322). El oro y el hierro se presentan de este modo como dos categorías culturales y sociales, de diverso signo en la relación entre opresores y oprimidos. Dos cosas podrían todavía comentarse, una de ellas, que si en lugar de minas de oro y plata se hubiera encontrado yacimientos de hierro y se los hubiera explotado, tal vez otra hubiera sido la historia de las sublevaciones indígenas y la otra, que seguramente la problemática de las herramientas tuvo diferencias importantes y que no fue, en el caso ecuatoriano, lo mismo en el Oriente amazónico que en los valles interandinos.

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rado para el gobierno civil, eligiendo ellos mismos, cada año, una prin-cipal cabeza" (III, 259-260).

Lo que les proponía Ferrer a los cofanes era nada menos que organizarse sobre la base de un contrato social, el que habrían de ad-mitir "libre y voluntariamente". De ahí habría de surgir una sociedad más fuerte, incluso en la guerra contra los enemigos, y más feliz, como consecuencia "de los dulces frutos de la sociedad fraterna". Era sin duda un plan político para una comunidad autónoma y nada surge respecto de la heteronomía a la que estaba destinada conforme el plan estricto de la colonización, salvo la incorporación a la cristiandad que también aparece, si lo pensamos desde los ideales de un regreso al cristianismo primitivo, como otro elemento más de aquella vida autónoma. No es extraño que los indígenas aceptaran el proyecto y compartieran "las ventajas que de la unión social se seguían" (III, 260).72

El discurso del P. Ferrer, dirigido a los cofanes, es un caso bátante claro de planteo utópico. En líneas generales, el proyecto po-blacional se movió ambigua y contradictoriamente entre la utopía y el realismo políticos. Y, precisamente, si había un espacio para el desa-rrollo de un pensamiento utópico, era sin duda, el que ofrecía el pueblo misional, más que el espacio del pueblo parroquial. Sin embargo, al utopismo del siglo XVIII, que se caracterizó en líneas generales, por un regreso al cristianismo primitivo, no se reducía a proyectar la "ciudad feliz" en ese ámbito. Como puede verse en Eugenio de Santa Cruz y Es-pejo, y lo mismo podría decirse de Velasco, la utopía alcanzaba la tota-lidad de la sociedad colonial. También ciudades, villas y asientos podían ser objeto de una reforma que hiciera de ellos formas de asociación en las que reinara un ideal de justicia. De ahí que las contradicciones en-

72 Es muy probable que el sueño del conde de Cabarrús que pensaba en la vida feliz de una

colonia de familias europeas establecida en tierras americanas y reorganizadas sobre un "pacto" de vida comunitaria, tenga algo que ver con el utopismo misionero que estamos comentando, sobre todo el que se prolongó hasta el siglo XVIII. Cfr. Jean Sarrailh. Lo España ¡luetrada de la segunda mitad del siglo XVIII. México, segunda edición. Fondo de Cultura Económica, 1974, p. 60. Por otra parte, el proyecto de organizar "colonias de labradores" españoles en América fue uno de los primeros proyectos de Bartolomé de las Casas, expresado en su Memorial de 1516. Se conecta, ademas, con los ideales utópicos de Pablo de Olavide, de los que había participado el francés Bernardo Darquea y contra quien polemiza Eugenio Espejo en sus Carta» Riobamben-ses. Cfr. González Suárez, II, 1301—1302. Otro personaje que estuvo relacionado de modo directo con proyectos utópicos, en Quito y en España fue Manuel de Jijón y León. Cfr. José María Vargas. La economía política del Ecuador,-etc. Quito, Ed. Universitaria, 1967, p. 322; Demetrio Ramos Pérez. Entre el Plata y Bogotá. Cuatro claves de la emancipación ecuatoriana. Madrid, Cultura Hispánica, 1978, p. 119—120; Jean Sarraib. La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, edición citada, p. 668—670, etc.

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tre el proyecto utópico en su nivel poblacional y el pueblo parroquial como formación social integrada al sistema de explotación colonial, no aparecieran en general, como tales.

El pensamiento de la Compañía de Jesús y dentro de ella de algunos de sus misioneros, parecería haberse diferenciado en este aspecto de otras órdenes religiosas menos incorporadas a la tarea misional, por desarrollar un utopismo en relación con las misiones (Cfr. II, 433). Lógicamente, el paso al sistema parroquial hacía entrar violentamente en crisis los planteos utópicos, mostrándolos al desnudo con todas sus contradicciones. Por otra parte, no se puede negar la presencia de una fuerte línea de utopismos que se desarrolla entre los siglos XVI y XVIII. Surgieron casi todos corno lo que más tarde llamarán los socialistas ro-mánticos, "comunidades experimentales" y las hubo ciertamente céle-bres. Basta recordar el intento de Fray Bartolomé de las Casas en Gua-temala, el del célebre Vasco de Quiroga, lector de Tomás Moro, en Mi-choacán, las Misiones del Paraguay, de los jesuitas, en donde, según una versión, se habría tratado de realizar un modelo de convivencia seme-jante a la "Ciudad del Sol" de Tommaso Campanella. Es necesario asi-mismo, traer a la memoria el vasto y hasta hora no revelado movimiento milenarista, cuyo máximo representante en Hispanoamérica fue el jesui-ta chileno Lacunza y que tuvo defensores entre los jesuitas ecuatoria-nos. Los milenaristas creían que la Nueva Jerusalém, "ciudad de Dios" agustiniana tendría su anticipación aquí en la tierra, tal como surge del texto de San Juan. En todos estos movimientos hay algo común que podríamos señalarlo en una tendencia a la organización de agrupaciones humanas autónomas y autosubsistentes, sobre la base de una explota-ción en común de los predios agrarios y aproximándose a los ideales de la vida comunitaria de los cristianos de los primeros tiempos.

Es importante tener en cuenta que el proyecto utópico fue en todo momento como ya hemos dicho, contradictorio. Lo fue entre los mismos misioneros, unos de ellos entregados sinceramente a la orga-nización de sus pueblos dentro de los ideales de una comunidad cristia-na justa, y otros, dispuestos a reforzar la tarea misional mediante la fuerza armada y lograr una sujeción que no se diferenciaba, en cuanto a sus métodos, de los procedimientos más violentos de la conquista. Frente al misionero pacífico, cuya figura encontraba Velasco realizada casi hasta la santidad en el P. Ferrer, (II, 257) estaba el misionero arma-do, como es el caso del P. Francisco Viva, de quien volveremos a hablar (II, 446). Mas, la contradicción se daba también en el seno mismo de

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los "misioneros pacíficos" que acababan aceptando como un hecho normal y necesario, el paso del pueblo misional al pueblo parroquial y, más aun, colaborando de modo activo para que los indígenas aceptaran un cambio que les resultaba repudiable (Cfr. III, 39—40). La contra-dicción quedó expresada por Velasco con sus palabras pesimistas, res-pecto del proceso de colonización: "gloriosos principios y lastimosos fines" (III, 250).

La presencia de lo utópico en Velasco se nos manifiesta de modo constante a lo largo de toda la Historia. No hay un texto en el que quede planteado abiertamente, sino que podemos rastrearlo a través de una serie de temas, y más que nada, de valoraciones que coinciden de modo claro con puntos de vista y posiciones axiológicas que son comunes a los grandes utopistas de la Edad Moderna, en particular, visi-bles en Tomás Moro. Trataremos de hilvanar todos esos momentos si-guiendo algunos de los principales que nuestra Utopía, obra que, como sabemos —y de ello deberemos hablar más adelante— era el culmen del pensamiento político para Eugenio Espejo. Recordemos que Moro, en el discurso preliminar, plantea todo el problema social de la Inglaterra de su época, a partir de la justicia penal ejercida contra ladrones y vaga-bundos. En la segunda parte, cuando nos describe la ciudad ideal, aquéllos han desaparecido gracias a la eliminación de la propiedad privada. Dentro de este espíritu habrá de hacer Velasco la alabanza del sistema político y económico incaico, al que considera como un verdadero "mi-lagro". "Este admirable arreglo —dice hablando de la propiedad de la tierra y a la eliminación del derecho de herencia— fue el que obró en el Perú aquel milagro nunca oído en otras partes, de no verse jamás allí un pobre, ni un mendicante". Frente a eso, en el Reino de Quito, antes de la invasión incaica, "se usaba...la propiedad de las tierras y se veían por eso, los altibajos y las miserias que en todo el mundo" (II, 170). El texto no puede ser más terminante: Velasco mismo piensa que el origen de los males sociales se encuentra en la "propiedad de las tierras", es decir, en una propiedad que no era "del común". En otro texto, llega a decir que las leyes peruanas eran tan perfectas que frente a ellas podían reputarse las de Licurgo como defectuosas (II, 154). "Leyes admirables, que pudieron formar de un dilatado Imperio, una sola familia, bien arreglada en las costumbres, una sola casa, bien proveída de cuanto había menester, con economía estupenda, que jamás se vio un mendigo, un ocioso, un ladrón, un embustero" (II, 155). Alaba, por último, la política de Huayna—Cápac que consistía, a medida que el Imperio se iba ex-tendiendo, en "quitar a las provincias nuevamente conquistadas la pro-

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piedad de los terrenos. Por mejor decir: fue hacer más propia del co-mún, que de los particulares, esa misma propiedad, con ventajas nota-bles para todos" (II, 169). 73

Surge asimismo de estos planteos de Velasco un esbozo de historia hecho sobre el concepto de "propiedad" y de "herencia" que le lleva a contraponer como distintas la cultura scyri de la incaica y luego, ésta, respecto de la europea. Los scyris "acotumbraban el derecho de propiedad y se heredábanlos bienes muebles y raíces" (II, 91). Frente a esta organización social y económica, la conquista española se organizó toda ella sobre la "apropiación" (II, 219) haciendo reaparecer nuevamente un derecho de propiedad. Claro está no surge de los textos de Velasco en qué consistía la "propiedad de las tierras" en la etapa scyri aun cuando pareciera sugerir en algún momento que la entendía como "propiedad individual", concepto indudablemente inaplicable, sobre todo si atendemos a las formulaciones que de él había dado la burguesía naciente en Europa. 74

Otro aspecto que revela el marco utópico de las ideas de Velasco surge de la relación entre "propiedad" y "comercio". Para

13 ¿Cuál es el punto de partida desde el cual se valora la eliminación de la "propiedad privada" en Juan de Velasco? ¿Tiene su antecedente en la idea de los "buenos isleños" de Tomes Moro, en donde resuena el valor de lo primitivo, o en el Imperio Incaico, imagen, en el pasado, de la monarquía absoluta? Nos parece que no se alaba en Velasco la eliminación de la propiedad privada como condición de la libertad, sino como condición necesaria para una "sociedad jerár-quica", si bien justa. Se aproximaría su valoración del pasado incaico al que se encuentra en la Ciudad del Sol de Campanella, dentro de la cual priman el orden y la jerarquía. Sobre el diverso sentido del proyecto de eliminación de la propiedad privada, cfr. Ernst Bloch. El principio Es-peranza. Madrid, Ed. Aguilar, 1959, II, 87 y 92.

Louis Baudin en su libro El Imperio socialista de los Incas "examina los testimonios de Velasco, Cevallos y González Suárez, quienes defendieron la existencia de la propiedad privada antes de la conquista de los Incas en el territorio ecuatoriano" (José María Vargas. La economía política del Ecuador, etc. Quito, Ed. Universitaria, 1957, P. 103—108). Según Baudin habría habido una triple propiedad inmobiliaria pre—incaica: una "nacional", otra "colectiva" (de las parcialidades) y otra "privada" (caciques, curacas, etc).

Sobre el problema del cambio de propiedad que habrían promovido los Incas hay que tener en cuenta lo que dice Rene Báez en su Dialéctica de la economía ecuatoriana. Quito, Banco Central, 1980, p. 16. También se debe tener presente el libro de Hugo Arias Palacios. Evolución socioeconómica del Ecuador, Guayaquil, Fac. de C. Económicas, 1980, cap. "La sociedad incaica en el Ecuador", p. 75 y sgs. , y muy particularmente el valioso libro de John Murra La orga-nización económica del Estado Inca. México, Siglo XXI, 1978.

'* La crítica al régimen de herencia, en relación con la valoración de la propiedad privada, es rasgo común a los pensadores utópicos. La actitud de Juan de Velasco respecto de ella es antecedente interesante de la posición que en el siglo XIX adoptaría Simón Rodríguez en su crítica a lo que él denomina el "testamentarismo". Cfr. nuestro trabajo "Educación para la integración y utopía en el pensamiento de Simón Rodríguez", publicado en Cultura, Banco Central del Ecuador, Quito, 1981, número 11, p. 33 y sgs.

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aynal y Robertson, la inexistencia del comercio entre los incas derivaba del tipo de propiedad en común y la inexistencia de relaciones comerciales había impedido, a su vez, el paso de la barbarie a la "civil cultura" (I, 366—367; 376). Velasco responderá a esto diciendo que "la falta de comercio, no introducido en el Perú, en lugar de ser defecto, o falta de civil cultura, fue la mejor y más loable propiedad que tenía entre todas" y agrega que "Estando todo el Imperio fundado, y establecido como una sola familia, proveída de un todo por la pública autoridad, se habría desconcertado, y destruido con el comercio aquella armonía singularísima y aquel gobierno económico admirable" (I, 381; cfr. 395). Claro está que la contradicción que hemos señalado entre el proyecto ciudadano y el utópico, le habrá de llevar a sostener, sin embargo, que la cultura europea "se debe a la comunicación y comercio" (I, 395).

Un matiz que pone de manifiesto la relación que hay entre la interpretación de la organización social y económica incaica y el uto-pismo europeo moderno, en su formulación diciochesca, se revela en la idea que Velasco tiene respecto del origen del "socialismo" incaico. Para él había sido fruto de un "invento". Se trataba de un "admirable arreglo" que no parece surgir, en ningún momento, como derivado de instituciones sociales anteriores, en relación con un modo de producción característico de las sociedades agrarias primitivas, "...el sistema que inventaron los incas de religión —nos dice— fue el mismo sistema que idearon de gobierno" (II, 154). Es indudable que hubo un momento "ideatorio" o "inventivo", pero sobre una base dada de la cual nada se dice. La idea de "arreglar", en el sentido de idear o inventar, era justamente característica del utopismo. El modelo es fruto de un esfuerzo racional, impuesto, dentro de una visión de las relaciones políticas que no era ajena al despotismo ilustrado. Digamos por último, que la relación que establece Velasco entre libertinaje y parcelación de los ejidos, convertidos en propiedades privadas -^recordemos al afecto el caso cuencano que ya hemos comentado— se relaciona con la idea de una vida organizada sobre una propiedad en común, en la que por eso mismo reinan los valores morales y se aseguran los principios religiosos. Todo el pensamiento utópico se mostró, como en este caso, fuertemente eti-cista.

Otro tema ampliamente tratado por Velasco es el del oro. Todo gira sobre una valoración encontrada del oro que queda muy inte-resantemente puesta de manifiesto en un pasaje en el que Velasco se ocupa de la mítica ciudad de El Dorado. Ños habla de las tradiciones

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que circulaban sobre ella: "Esta, según dichas relaciones, era como la vio San Juan en su Apocalipsis, esto es, fabricada toda de oro purísimo y de piedras preciosas" (III, 340). Ahora bien, resulta evidente la diver-sidad de interpretación de lo que era la Nueva Jerusalem para los mile-naristas con su particular utopismo, y lo que era para los aventureros que invocaban su recuerdo. Para los primeros, el oro de la ciudad santa, era el símbolo de su divinidad, de su belleza en cuanto tal; para los otros, había que encontrar esta especie de Nueva Jesuralem, simplemente para desporjarla de su oro. (III, 340). De esta manera se contraponían dos lecturas del Apocalipsis, una regida por el espíritu religioso y otra, dirigida por la mirada codiciosa. Dentro de este mismo espíritu, Velasco habrá de salir en defensa del uso ornamental del oro, en el caso concreto de la Iglesia de la Compañía en Quito, y llegará a afirmar, curiosamente, que ese empleo noble como simple "adorno", que para otros es "superflua riqueza" o "vano uso", la aprendieron los españoles "de los idólatras gentiles" (III, 114). Los europeos sometieron a las poblaciones indígenas a un saqueo sistemático del oro acumulado por aquéllas y que únicamente tenía valor ornamental, tanto de sus cuerpos, como de sus templos, a más de su uso funerario. De esta manera, en esta línea del pensamiento utópico americano el oro con el que aparecía construida la Nueva Jerusalem según San Juan, y el oro que empleaban los indígenas, es decir, la tradición del Nuevo Testamento y las costumbres gentílicas americanas, venían a coincidir. La respuesta no es ajena a la que muestra Tomás Moro en su Utopía en donde, si bien por otro camino, se trataba de reubicar el valor del oro destinándolo al juego de los niños o, inclusive, a bajos menesteres, como el de hacer las cadenas de los presidiarios con ese metal. El oro no era, pues, propiamente riqueza, por lo menos en el interior de la comunidad utópica.

Frente a eso estaba "la ardiente sed del oro" (II, 247; 282; 307; 310; 311-313, etc.), la "insaciable codicia" (II, 281, "el deseo de acumular riquezas" (II, 294), que hicieron de la conquista una búsqueda de "botines" (II, 224), dentro de una empresa comercial en la que estaban interesados desde el soldado, simple aventurero, hasta el Empe-rador. Empresa comercial, sin duda, pero contradictoria en sí misma, sobre todo respecto de las colonias, en cuanto que la codicia llevaba a la acumulación del metal e impedía su circulación, o la deformaba, haciendo de este modo imposible el mismo comercio. Moro, en la microuto-pía de los Macarios hablaba de un reinado en el que el monarca no podía tener en su poder más que una cantidad limitada de oro, de modo que no se dificultaran las transacciones entre los ciudadanos. Utopía se

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mueve en tal sentido entre dos extremos: o el desprecio total del uso del oro dentro de la ciudad, que es el segundo programa que ofrece Moro, o el que hemos mencionado, el de los Macarios, en el que la acumulación del metal es limitada a efectos de que todos puedan tener acceso a él para jercer sus relaciones de intercambio en la ciudad. Entre esos mismos extremos y sus contradicciones se mueve Velasco. El primer planteo aparece claramente esbozado en sus opiniones sobre la vida económica de los incas y en datos que nos proporciona respecto de los pueblos misionales: el otro es desarrollado atendiendo al proyecto ciudadano. Ambos, como decíamos, quedan enmarcados dentro de lo utópico. El punto de partida de los dos es sin duda el de que los metales preciosos, oro y plata, no son en sí mismos una riqueza y que, en cuanto tal, sólo acarrean infelicidad (III, 65), "mil desgracias, atrasos, pérdidas, ruines y lastimosas muertes" (III, 250), todo lo cual muestra que el oro es "una riqueza peligrosa" (III, 334). Ahora bien, dentro del proyecto ciudadano la moneda es, sin embargo, necesaria para las transacciones, para las cuales no hay peor cosa que la tendencia hacia la acumulación en manos privadas o del Estado que impide aquella misma cir-culación. Velasco se ocupará con empeño en hacernos saber las enormes cantidades de oro que los conquistadores remitieron al Rey español y del que ellos mismos se repartieron privadamente (II, 246—247, 250— 257), movidos por el espíritu más desenfrenado de avaricia y de codicia (II, 239; 281; 294; 318, etc.). La vida colonial se habrá de desarrollar, desde el momento de la conquista, en medio de una penuria de circulante causada por aquel espíritu acumulativo que era, a su vez, extractivo. De ahí que cuando las colonias alcanzaron cierto desarrollo económico interno, con la organización de una explotación agrícola, ganadera y manufacturera, aquella penuria alcanzaría su máxima fuerza. Ese es el momento que señala Velasco cuando nos describe las causas de la "decadencia" del Reino de Quito, ya a mediados del siglo XVIII, entre las cuales la más importante le parece ser la falta de oro y de dinero efectivo, a los que define como "sangre que circulando por las venas mantiene el vigor del mutuo comercio de unos miembros con otros" y cuya carencia "deja sin vitalidad y sin acción todo el cuerpo" (III, 101). Enuncia de este modo una de las tantas metáforas a las que habrá de recurrir el liberalismo más tarde para imponer en la conciencia de las gentes la necesidad de libre cambio. La misma metáfora la encontraremos también en Espejo, sin que esto nos pueda conducir a considerar a ambos como ya insertos dentro de la ideología liberal.

Ese proceso permanente de acumulación y extracción del

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circulante, sumado a este hecho, el agotamiento del oro que durante si-glos había reunido si bien con otro espíritu, la población indígena ame-ricana, la escasísima o nula producción de las minas de oro y plata, de-bida a la crueldad de la explotación de la mano de obra y a su mediana riqueza, habían limitado las transacciones comerciales, las que habían quedado en modo considerable reducidas a sistemas primitivos de true-ques o al uso de valores cambiarios naturales, tales como la papa, la sal, el algodón, las pieles de oveja, etc. según las regiones y las épocas. De la "edad del oro" se había llegado a la "edad del hierro", las dos edades del poema hesiódico (III, 100). ¿Cuál será la propuesta que hará Velas-co para solucionar este problema? Como veremos, la misma no se saldrá de los marcos de una propuesta utópica. 75 Se le ocurre que la solución podría estar en la creación de una "moneda provincial" que, sin valor fuera del Reino de Quito, circulara a la par de "la común", es decir, la que no circulaba (III, 122). Mas esta propuesta se daba conjuntamente con otra, plenamente congruente con ella, la de la limitación del "co-mercio extranjero", no sólo por la competencia desfavorable (III, 100) sino también por lo "profanidad" que introduce (III, 101). El ideal de la comunidad cerrada y autónoma, propia del pensamiento utópico moderno vendría, pues, a proponer un proyecto económico cuyos antecedentes se encuentran ya en los lejanos textos platónicos de Las Leyes. No está demás que recordemos en este momento la admiración que tenía Velasco por la economía incaica que se caracterizaba precisamente "por la falta de comercio", economía que "no sólo no pueden imitar, ni aun concebir los iluminados doctores del siglo XVIII" (I, 395), palabras con las que nos insinúa un proyecto de reforma política en manifiesta contradicción con la expansión del capitalismo. Las palabras con que Pablo Herrera juzgaba en 1860 el plan de Velasco resultan, en este sentido, altamente interesantes: "En economía política —dice— quiso igualmente el P. Velasco emitir sus conceptos, a fin de establecer la antigua riqueza de Quito. Creía, pues, que debía introducirse una moneda provincial que no tenga valor alguno en otras partes, o limitar el excesivo comercio de Europa. Ideas tan absurdas no pueden disculparse en un jesuíta; y en un jesuíta que escribió la Historia de Quito en Italia, donde se desarrollaron a fines del siglo pasado, luminosos principios

76 La propuesta de una "moneda provincial", que pareció ser un absurdo en su tiempo, tiene curiosamente conexiones con el pensamiento utópico y en particular con la tendencia hacia la autarquía (a—islamiento) de las comunidades humanas "perfectas". A propósito de esto resulta sumamente interesante la "utopía social jurídica" de Fichte expresada en su obra El estado co-mercial cerrado (1800), en donde se propone la creación de un "dinero nacional", Cfr. Ernst Bloch. El principio Esperanza, ed, cit. II, p. 119.

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económicos. No puede saberse de qué serviría una moneda sin valor, una moneda inútil para los cambios y que por lo mismo de ninguna manera contribuiría a la producción, ni al aumento de la riqueza nacional. ¿Y cuál fue ni pudo ser la condición de la América sin el libre comercio con la Europa? ¿Es acaso un medio de aumentar la riqueza el impedir y entrabar la circulación de la misma riqueza?. 76 Según parece, para el liberal Pablo Herrera, todo jesuíta tenía la obligación de ser mancheste-riano, aun antes de la existencia de la Escuela de Manchester y su difusión en Italia.

No vamos a seguir en detalle otros aspectos que manifiestan claramente, el utopismo de Velasco. Mencionemos brevemente la semejanza que muestra al tratamiento de los esclavos en la ciudad utópica de los Polilieritas, tal como lo relata Moro, y lo que eran, según Velasco, los yanaconas entre los incas (II, 156); el esfuerzo de Moro por hacer compatibles la religión natural de lo utópicos, con la revelada, en Velasco es resuelto mediante la aceptación de la generalizada tradición de la visita que los apóstoles Santo Tomás y San Bartolomé habrían hecho a América (I, 295; 298; II, 127; 133; III, 155 etc.), todo lo cual se encuentra en relación directa con el regreso al cristianismo primitivo. Pedro Moncayo captó agudamente el sentido de este recurso de Velasco cuando dijo que "la leyenda de esos mártires tiene un sabor antiguo que parece remontarse a los primeros siglos del cristianismo".77 En fin, el proyecto de ciudad feliz pensado básicamente como una comunidad en la que rigen principios humanitarios, pero sobre la base de la eliminación o limitación de todo aquello que conduzca al hombre a su perdición, el oro y la "propiedad de las tierras". La reforma moral exigía, dentro del pensamiento utópico, una reforma estructural y por tanto un cambio en la organización social y las relaciones humanas.

Decíamos que dentro de las formas de asociación coloniales, el pueblo misional se presentaba como el espacio propio para el desarrollo de ideas utópicas. Lo dicho tenía por cierto sus excepciones y también el pueblo parroquial, en determinadas condiciones, sirvió para proyectos de ese tipo. 78

76 En Leónidas Batallas. Vida y escritos del P. Juan de Velasco, ed. cit., p. 25.

77 Citado por Leónidas Batallas, obra mencionada, p. 133.

78 Resulta indudable que Juan de Velasco nos muestra tan sólo una de las tantas líneas que

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Lo utópico se deja ver, en este nivel, en las historias que nos cuenta Velasco del paso de los pueblos misionales a pueblos parro-quiales y la opinión que le merecen, casi siempre, los curas párrocos. En líneas generales es importante subrayar que para él, el cura párroco, el cobrador de tributos y el encomendero, no presentaban contradic-ciones. Recordemos que en Espejo, en su Defensa de los curas de Rio-bamba, en 1786, años en los que Velasco escribía su Historia, curas pá-rrocos y cobradores de tributos aparecen presentados en duro enfrenta-miento. Por su parte, los misioneros jesuítas, si por lo general no se oponían a la conversión de la misión es parroquia, y con ello no impe-dían el ingreso de curas párrocos, cobradores y encomenderos, todos estos aparecen con frecuencia en las páginas de la Historia como sospe-chosos, y acusados, en más de un caso, de impedir el proceso que se consideraba normal (cf. III, 267; 318 etc). El mismo Velasco, sin em-bargo, movido por su pasión de justificar la tarea de la Compañía de Je-sús, acusada de interferir en los intereses de la Corona, habrá de destacar, siempre que venga al caso, la docilidad con la que los jesuítas hacían "dimisión de sus misiones" y las entregaban a los párrocos (Cfr. m, 34; 39; 63; 201, etc).

Cabe que nos preguntemos quién era el "cura párroco" se-gún la Historia de Velasco. No era un jesuíta, sino que pertenecía al clero secular. Era el encargado de las funciones sacerdotales en un pueblo que había ingresado al sistema de tributo y cuyos habitantes habían sido, actual o potencialmente, incorporados como mano de obra en los diversos servicios de mitas. En pocas palabras, el cura párroco ejercía el sacerdocio en una comunidad radicalmente heterónoma, en la que ha-bían ingresado, además, las prácticas del comercio e incluso se había dado, en algunos casos, una cierta circulación monetaria. Pues bien, Velasco dirá que los párrocos que cumplían con su misión sacerdotal eran "muy raros" (III, 54); denunciará que los párrocos, a fin de justificar el incumplimiento de su misión, se habían hecho eco de la calumnia contra el indígena al que consideraban una "bestia" (I, 343); eran, por lo general, tan codiciosos como podían serlo los seculares (III, 39—40; 410); eran envidiosos, en particular respecto a las misiones prósperas de los jesuítas (III 157—158), eran "ásperos" (III, 118), en fin, el párroco venía a ser la antifigura del misionero jesuíta, salvo muy raras excepciones. No es extraño que si hacemos recuento de los milagros y prodigios

durante el siglo XVIII podrían ser relacionadas con proyectos utópicos. Nos remitimos a la anterior nota 72, de este mismo capítulo.

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que son descriptos en la Historia del Reino de Quito, en particular en la Historia Moderna, la casi totalidad tienen que ver con jesuítas y, en par-ticular, con misioneros y rarísima vez se refieren a párrocos o curas re-gulares de otras órdenes (Cfr. III, 54—57; 135; 139; 182; 269; 275; 359; 389; 390; 391; 409, etc). Si tenemos en cuenta el peso axiológico que la acción milagrosa da a los hechos narrados, se comprenderá fácilmente una de las razones por las que Velasco procede de esta manera. 79

Ciertamente hubo otro tipo de parroquia. En efecto, en las mismas misiones jesuíticas algún obispo elevó a la categoría parroquial a alguna de ellas, administradas por los mismos jesuítas (III, 38). Cómo eran estas parroquias según el mismo Velasco, pareciera desprenderse de lo que nos cuenta de un interesantísimo caso, el del pueblo de Tusa en Ibarra. Tusa había sido por el norte el confín del Imperio incaico, así como Mendoza lo fue por el sur del Continente. Allí, un párroco secular organizó un pueblo que se nos lo presenta con todos los visos de una "colonia experimental", por el estilo de las colonias utópicas. Se trataba de una comunidad agrícola que vivía en un recinto amurallado, tan sólo son dos puertas y con guardianes que controlaban el ingreso de cualquiera que no fuera indígena. El pueblo era "sin mezcla de uno solo de otra raza", sus habitantes no tenían necesidad de adquirir ninguna manufactura de afuera, pues todas las necesarias se elaboraban en él. La autosuficiencia había hecho inútil en este aspecto, por lo menos, el comercio externo. Posiblemente esta aparente autonomía había sido factible por el desinterés que, según parece, se produjo en la región respecto de la mano de obra indígena, reemplazada por esclavatura

7fl Dos fenómenos se produjeron dentro de la organización de la tarea evangelizado»! y cate-

quizadora, uno de ellas, fue el paso de las misiones a la categoría de parroquias, hecho que fue permanente a medida que se iba consolidando aquella tarea. El otro, fue el paso de las parroquias a cargo de órdenes regulares, a las parroquias dependientes del clero secular. En el siglo XVII "los más pingües beneficios parroquiales estaban en poder de los franciscanos" (González Suárez, II, 656). En general "los jesuítas no tuvieron curatos" (Ibidem, II, 1173). "La Compañía —decían Juan y Ulloa— no tiene curatos en aquellos reinos (se refieren a Quito) a excepción de los que mantiene en el Paraguay y en las misiones del Marañón" (Noticia» Secretas de América. Buenos Aires, Mar Océano, 1953, p. 405). Velasco presenta esos curatos de jesuítas en el Oriente ecuatoriano como una excepción. La diferente situación de los indígenas de la Sierra y los del Oriente, también ha sido señalada en relación con la distinta situación que presentaban curatos serranos y misiones orientales. En los primeros vivían en un "miserable estado de servidumbre", a diferencia de la vida que, de alguna manera, gozaban en las misiones, por lo menos en su primera etapa (Cfr. González Suárez, III, 150). Todos estos datos obligan a una nueva lectura de la Defensa de los curas de Rio bamba que hizo Eugenio Espejo. Por último, digamos, que en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando escribía Juan de Velasco, casi todas las parroquias estaban en manos del clero secular. Cfr. Christiana Borchat de Moreno. "El periodo colonial", en Pichincha: monografía histórica de la región nuclear ecuatoriana. Quito, Consejo Provincial de Pichincha, 1981, p. 209—210.

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negra (Cfr. I, 349-350 y 363; II, 92; III, 103; 105; 106, etc). Velasco declara que vio en ese pueblo un "maravilloso orden y armonía en lo político y lo civil" y que le causó "una indecible admiración y gusto" (I, 350). La parroquia buena, la no pervertida, era pues, para Velasco, la que había logrado aquella misma autonomía sobre la que funcionaban las misiones tal como él mismo nos las describe.

Ahora bien, como contraporte, Velasco se cuida de narrar con detalle lo que sucedía, casi podríamos decir, como hecho normal, cuando una misión era convertida en parroquia. El caso sucedido con los indios neyvas, timanáes, guanacas y páes del gobierno del Chocó, en Popayán, podría considerárselo típico. Los misioneros jesuítas reúnen sus rancherías, y fundan pueblos misionales; al poco tiempo los indígenas son evangelizados, "con indecible júbilo del Obispo, del Gobernador y de todos los españoles", es decir de todos aquellos que habrían de heredar, como parroquias, las misiones creadas; en efecto, frente a una "cristiandad quieta, pacífica y numerosa, se encendió en los ecle-siásticos el deseo de disfrutar las misiones, reducidas (reduciéndolas) a varias pingües parroquias, y en los seculares, el de trabajar con los mis-mos indianos, reducidos a encomiendas, sus riquísimas minas de oro"; eclesiásticos y seculares inician una campaña de "secretas diligencias" aduciendo que "debían dejarlas los misioneros para no defraudar al real erario de los tributos y los quintos de los metales"; enterados los jesuítas, hacen "pronta y voluntaria dimisión" e inmediatamente se instituyen en las misiones "pingües parroquias"; la población indígena con evidente repugnancia se niega al cambio y "nunca trabajaron tanto los misioneros, como en el tiempo de salir hasta conseguir de los indianos el que admitiesen el yugo de los tenientes y de los nuevos curas, sin hacer novedad alguna", mas, permanecieron "quietos, hasta que comenzaron a morir a toda prisa en el trabajo de las minas"; los que no murieron, en fin, huyeron a las selvas y los españoles se vieron obligados a introducir negros (III, 38—40).

La historia contada se repite, con algunas variantes, casi del mismo modo. Muchas veces concluye con el genocidio total (Cfr. III, 63; 157—158; 201; 267; 407 etc). El juego doble que pareciera surgir estas narraciones es el de afirmar, por una parte, que los misioneros admitían que el proyecto poblacional tenía como destino la incorporación de los pueblos al proyecto ciudadano, mas, que de hecho, esa incorporación significaba la muerte del primero. Si tenemos en cuenta que el indígena en el pueblo misional salvo excepciones, no tributaba, no era en-

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comendado, no era obligado al trabajo mitayo, se le reunía para gozar en común de una pequeña explotación agrícola mejorada y algunas arte-sanías, no comerciaba puesto que la producción era de subsistencia y, en fin, participaba en el gobierno de la comunidad junto con el misionero, se comprende la respuesta de los indígenas. Dos casos altamente in-teresantes nos presenta Velasco: en uno de ellos, resuelve la población reducida, alzada, regresar a la vida independiente, pero continuar con la práctica de la religión cristiana. Huyen pues a las selvas y avisan que sólo dejarán entrar un misionero con los ojos vendados (III, 301). En el otro, la población indígena se subleva y denuncia al misionero equiparándolo con el poder civil y, al mismo tiempo, a la religión como instrumento de opresión y de engaño.

Nos detendremos en el segundo caso. ¿Cuál puede haber sido la intención de Velasco al incorporar en su historia un texto cier-tamente imprevisto, el discurso del cacique Piro Upataraniba? La suble-vación de los Piros en el Ucayali estuvo motivada, en parte, por el re-chazo de que fue objeto el misionero jesuita alemán Enrique Richter, quien había sido uno de los que acompañó al P. Francisco Viva en la ex-pedición armada de 1691 (III, 319) que tenía por objeto recuperar me-diante la fuerza misiones perdidas como consecuencia de alzamientos indígenas (III, 446). El cacique Piro sostiene en su discurso, en contra de la tesis mantenida por Velasco a lo largo de su Historia, que no hay contradicción entre el misionero jesuita y el gobernador político y, lógi-camente junto con éste, el cura párroco, el cobrador de tributos y el en-comendero. Afirma que la "religión de los cristianos no es más que un artificio inventado por ellos, para su conveniencia y para nuestro daño"; que con la práctica de la mansedumbre y del amor han logrado anular en el indígena su derecho a repeler las agresiones —Piro habla de un "derecho de venganza"— mientras que los españoles, escudados en esa misma religión siguen ejerciendo la violencia impunemente. De ahí que concluye afirmando que la religión es un "artificio mal inventado y dis-currido sólo para nuestros simples hermanos, mas no para observarlo ellos...contrario a la razón y al mismo Dios". 80 Dentro del sistema de discursos referidos, éste venía a ser la total inversión del que antes habíamos visto, el del P. Ferrer. Se con- El texto completo del "discurso referido" incorporado por Juan de Velasco lo hemos re- trancripto en el Apéndice de esta obra, con el título de "La voz de los vencidos".

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traponen de este modo el discurso utópico y el antiutópico, en un planteo ciertamente dramático, que venía a echar por tierra los ideales de "vida racional, política y civil" con el que Velasco pensaba que funcionaban los pueblos misionales. Interesante resulta observar cómo en boca de un indígena aparece uno de los temas más sonados de la ilustración, el del "engaño de los sacerdotes", al cual no era ajeno Velasco quien había aplicado la misma doctrina en su análisis de la religión de los incas, "...los sacerdotes, grandes embusteros —decía hablando de los cushipatas— daban en nombre de los dioses las respuestas que ellos que-rían... "(II, 103; Cfr. además II, 129; 132 etc). Y, más aun, a partir de tal doctrina Velasco se anima a hacer una crítica a la unión del clero con el poder civil. Le parece, en efecto, repudiable que tanto los scyris como los incas hubieran "unido al sacerdocio con el imperio" (II, 140). Todavía es importante tener en cuenta que con estas tesis Velasco venía a rechazar la primera interpretación de la "religión de los gentiles" que para los conquistadores, por ejemplo para el sanguinario fraile Valverde, era obra del demonio. No se trata de tal cosa. Se trata simplemente de un invento embustero (II, 241). La doctrina dieciochesca de la "mentira de los sacerdotes" venía pues a servirle a un jesuíta para la defensa del hombre americano.

Mas, en la medida que esa misma doctrina ponía en crisis los ideales de un cristianismo purificado, propios del vasto proceso de la reforma del clero que caracterizó al siglo XVIII --dentro de la cual se movía asimismo en esos años Eugenio Espejo— resultaba congruente que Velasco considerara el discurso del cacique Piro como "maligno" y causa de "perversión". Pero de todas maneras, lo incluye en su Historia y nos deja con la sospecha de si su presencia responde únicamente al re-pudio de la herejía, o si no es un momento más, y bien importante, de su constante crítica al proyecto poblacional llevado adelante no ya en este caso solamente por los curas párrocos, sino también por misioneros jesuítas.

Una última consideración debemos hacer respecto del pa-norama que Velasco nos ha dejado de ese proyecto. Habíamos notado en otro lugar la ausencia de referencias al sistema de haciendas, organi-zación económica que había comenzado a desplazar ya totalmente en el siglo XVIII, y aun antes, al antiguo sistema de explotación servil con-temporáneo de la encomienda. La hacienda propulsó y extendió el sis-tema de "concertaje", que había sido apoyado por la corona a través de numerosas disposiciones y recomendaciones desde muy temprano y es-

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tabléelo definitivamente el proceso de despojo de las tierras de los pue-blos indígenas de los que el encomendero extraía forzadamente mano de obra y donde el estado aseguraba el tributo.

i Por otra parte, dentro de la clase terrateniente, la Compa-

ñía de Jesús organizó en la Sierra ecuatoriana un eficaz sistema hacen-dario integrado, un verdadero "complejo económico", como le llama Christiana Borchard, que lo hizo elevadamente rentable. Ello favoreció el mantenimiento de las misiones en el Oriente ecuatoriano, las que eran sostenidas con parte de los beneficios obtenidos en haciendas, obrajes y molinos, establecidos en los valles interandinos. El esplendor del templo de la Compañía de Jesús, en Quito, en una época de decadencia económica generalizada, se explica por esa eficacia económica. Una nueva mentalidad, relacionada con el sistema de explotación agrícola implantado, influyó, finalmente, sobre la misma universidad, la que sin dejar de ser monacal y misionera, adquirió los caracteres de lo que sería la "universidad hacendaría".

El espíritu utópico que hemos señalado en Velasco no tu-vo, conforme los aspectos señalados, el mismo sentido que mostró el sis-tema hacendario—misional integrado paraguayo, del cual es muy difícil que no tuviera noticias. En el caso ecuatoriano, la hacienda pareciera haberse mantenido separada —aun cuando en última instancia hiciera de base económica— del proyecto poblacional que los mismos jesuítas mantuvieron de modo permanente en la región amazónica. De hecho no se organizaron haciendas en el Oriente. Por donde el espacio utópico no tuvo en el Ecuador la misma respuesta que la que se dio en las misiones guaraníticas.

¿Cómo se entiende la postulación de ideales de "autono-mía" por parte de algunos misioneros, en particular en la etapa inicial de organización de las misiones, de las comunidades indígenas reducidas del Oriente, cuando ellas eran sostenidas por el poder hacendario, en donde el indígena fue sometido a las formas más duras del trabajo ser-vil, a costa de la escasa autonomía que se le había permitido en la época de la encomienda? En este aspecto, como en otros, las manifestaciones del pensamiento utópico muestran las más crudas contradicciones. 81

81 Otros aspectos del pensamiento utópico en Juan de Velasco los hemos tratado en nuestro artículo: "Momentos y corrientes del pensamiento utópico en el Ecuador", publicado en Libro

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EL HUMANISMO DEL SIGLO XVIII 221 del Sesquicentenario. II Arte y Cultura. Ecuador: 1830—1980. Quito, Corporación Editora Nacional, 1980, p. 89 y sgs.

El sistema hacendarlo jesuítico como "complejo económico" ha sido estudiado por Chris-tiana Borchard de Moreno en el libro Pichincha. Monografía histórica de la región nucelar andina, ed, cit., p. 245 y sgs. En cuanto al concepto de "universidad hacendarla" y sus caracteres, cfr. Albert Steger. Las universidades en el desarrollo social de la América Latina. México, Fondo de Cultura Económica, 1968, p. 208 y sgs. Desde el punto de vista económico, la "universidad hacendarla" surgió de la asignación de determinadas haciendas sobre cuyos beneficios era sostenida, sistema que se prolongó hasta el siglo XIX. Ello supuso, además, el nacimiento de una nueva universidad desde el punto de vista ideológico, que fue expresión de la clase terrateniente, sobre todo a partir de la expulsión de los jesuítas. Respecto de la perduración de la encomienda es importante tener presente lo que dice Segundo Moreno Yánez: "En el territorio de la Audiencia de Quito subsistieron encomiendas hasta la segunda mitad del siglo XVIII". Sublevaciones indígenas en ¡a Audiencia de Quito, ed. citada, p. 306.

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CAPITULO XIII

LA FILOSOFÍA DE JUAN DE VELASCO

eberíamos concluir estos diversos enfoques sobre la Historia del Reino de Quito, ocupándonos de la antropología y la filosofía de la historia que surgen de ella. Ciertamente no quedará con esto agotada la riqueza de esta obra que es una

verdadera mina de la que se han ido sacando o discutiendo hasta ahora aspectos más bien parciales. Como lo hemos dicho y lo hemos tratado de probar, la obra de Velasco muestra una total congruencia y unidad en todas sus partes, momentos y recursos y pretender, como se ha hecho, ya sea cambiar el orden de aquéllos, ya sea eliminar algunos como "superfluos", es uno de los más lamentables errores hermenéuticos en que pueda haberse caído.

Ahora bien, aquella antropología y esa filosofía de la historia, que son verdaderos ejes de desarrollo junto con otros que hemos tratado de poner a la luz, se dan íntimamente relacionados con un campo de saber que fue característico del siglo XVIII, la "teoría de los prejuicios" o, como se generalizó decir dentro del mundo hispánico, de las "preocupaciones".

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Hemos indicado en otros lugares aquellos aspectos que permiten considerar a Velasco un pensador de nuestra etapa del humanismo ilustrado. Claro está, no hablamos de la ilustración teniendo en cuenta la imagen de quienes un tanto simplificadamente, consideran el hecho ilustrado a partir del modelo de la Enciclopedia. Se trata en el caso de Juan de Velasco, como más adelante tendremos que recalcarlo a propósito de Eugenio Espejo, de un ilustrado hispanoamericano. Para señalar nada más que un punto bien significativo, digamos que si es un lugar común el afirmar que la ilustración tiene mucho que ver con la aparición histórica del poder burgués, la fórmula no puede servirnos para las colonias españolas del siglo XVIII. Sin embargo, hay una ilustración hispanoamericana y, lo que es más importante, no es un simple reflejo del proceso europeo; es una respuesta elaborada atendiendo a nuestras propias condiciones sociales, económicas y políticas y posee, por eso mismo, un claro sentido endógeno.

Es elemento común aun cuando no exclusivo de la ilustra-ción hispanoamericana, visible en Velasco, el interés por la naturaleza y su sistematización, movido por un espíritu de aplicación y de utilización de los recursos naturales. Basta mencionar a Maldonado, a Mutis, Zea, Caldas, Azara, y los compañeros jesuítas de Velasco, Clavigero y Molina, para que no quede duda de la vigencia de esta vocación. En es-trecho contacto con este campo surgieron, las academias, las tertulias y más tarde, las sociedades de amigos del país. Estas últimas no alcanzó Velasco a vivirlas, mas sí tuvo, sin duda alguna, contacto directo con las academias, tanto las de Quito como la de Popayán. En pocas palabras nos dice Velasco lo que fue, por ejemplo, la Academia Pichinchense: "... era una sociedad de literatos, la cual se ocupaba en las observaciones astronómicas y fenómenos físicos; y se componía de personas seculares, eclesiásticas y regulares, fomentándola los jesuítas" (III, 118 Cfr. III, 74—75). Ese entusiasmo científico, centrado muy particularmente en las ciencias de la naturaleza dentro de las cuales se destacó la botánica, revelan que para los ilustrados en general había pasado ya el racionalis-mo propiamente cartesiano. La experiencia y hasta la experimentación, en cierto nivel, harían de contrapeso de aquella razón. Claro está que cabe que nos preguntemos prudentemente en qué grado habían sido nuestros ilustrados hispanoamericanos antecedidos de una etapa "racio-nalista" al modo como fue vivida por el siglo XVII francés. La compa-ración con el proceso europeo resulta casi siempre distorsionante, aun cuando no pueda dejarse de tenerlo en cuenta. La exigencia de establecer un acuerdo entre razón y experiencia, entre la tradición cartesiana y

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la del sensismo inglés, condujo dentro de la ilustración a respuestas eclécticas. Estas también se dieron, como es lógico, en nuestros ilustrados. Velasco como veremos, puede ser considerado desde ese punto de vista. Mas, en Hispanoamérica el eclecticismo respondió a otras exigencias: no se podía romper con la tradición, reelaborada en gran parte por la escolástica, como tampoco se podía dar la espaldas a la modernidad, primero, racionalista cartesiana y luego, ilustrada. Por otra parte, el nuevo espíritu no venía insuflado exclusivamente por la literatura francesa y eventualmente inglesa, sino que dependía de las influencias de pensadores españoles que hicieron en todo momento de verdaderos puentes entre allende el Pirineo y aquende el Atlántico. El caso más cé-lebre fue sin duda el de Feijoo, por cuya actitud de simpatía respecto de lo americano, sería leído en nuestras tierras en algunos casos más que en España. Velasco comparte con su generación la admiración por el benedictino, al que denomina "reverendísimo padre Maestro", citándolo siempre como autoridad no discutida (Cfr. I, 307; II, 354; III, 361, 362). 82 Mas, posiblemente los rasgos propiamente típicos del humanismo ilustrado hispanoamericano se pongan de manifiesto en el difuso

82 No se ha estudiado aun en detalle la influencia que la obra de Feijoo ejerció en la Audiencia de Quito. Como escritor pre—ilustrado y contemporáneo del barroco, debía ineludiblemente ser recibido, en un primer momento, dentro de la mentalidad de esa época. Este hecho explica el elogio increíblemente culterano, en muchos momentos de pésimo gusto, que hizo el cuencano Ignacio de Escanden en 1765 y cuyo texto, actualmente inalcanzable, hemos incorporado en el Apéndice. En cuanto a la posición de Feijoo, autor que no puede ser considerado como ilustrado, nos atenemos al correcto análisis que ha hecho Arturo Aradao en su libro La filosofía polémica de Feijoo. Buenos Aires, Ed. Losada, 1962. La ilustración haría otra lectura y otra valoración del autor del Teatro Crítico Universal. La diferencia se pone de manifiesto si comparamos el elogio desmedido de Escandón con la actitud prudente y hasta de rechazo que se puede ver en los textos de Juan de Velasco y, en particular, de Eugenio Espejo. Por otra parte, la influencia de Feijoo debe ser analizada en relación con el problema de la "crítica" y las diversas líneas que muestra en el siglo XVIII. Los ilustrados echarán mano de todas ellas, desde la primera formulación, la que muestra un Luis Vives en la etapa del humanismo renacentista y que se relaciona de modo estrecho con el "literalismo", hasta las formas posteriores, una de ellas la del propio Feijoo. La de éste poco tiene que ver con la problemática filológica y apunta más bien a organizarse como una crítica del "saber popular", entendiendo por este el conjunto de leyendas, mitos y creencias, en particular religiosas vigentes en el pueblo, y compartidas por otros estamentos sociales que venían de este modo a integrar el "vulgo". Otra línea de la crítica es la que se generó dentro de la historiografía del siglo XVIII y que se caracterizó por una valoración del documento escrito, frente a las tradiciones orales, acompañado esto de lo que podría llamarse, de un modo muy amplio, lectura "positiva" de los textos previamente establecidos como tales. Tanto el concepto de "crítica" que utiliza Luis Vives, como la crítica que hizo más tarde Feijoo, se encuentran en la base misma de la posición metódica sobre la que, durante la ilustración, se echarían las bases de la historiografía y de la antropología. En este aspecto, la recepción de Feijoo en Velasco, se encuentra determinada más por lo segundo que por lo primero. Su crítica no le sirve tanto para enjuiciar el "saber popular", como para rechazar formas del "saber culto", concretamente, el saber antropológico de América elaborado por los "filósofos antiamericanos".

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movimiento de regreso al cristianismo primitivo, estrechamente relacio-nado con la reforma eclesiástica, la reestructuración de los estudios, el regalismo, y el utopismo déla época. Intimamente relacionado con esto se dio el regreso a la lectura del Testamento, de los Padres de la Iglesia, sobre la base de un método de lectura literal, del que ya tuvimos ocasión de hablar a propósito de Velasco todo ello como clara respuesta frente al barroco. El fenómeno no fue extraño en muchos ilustrados nuestros a una aproximación a respuestas de tipo jansenista y se relaciona, como es fácil pensarlo, con el más vasto proceso de la Reforma que fue asumido, por lo general, sin intentar una quiebra de la unidad de la Iglesia Católica.

Mas, lo que posiblemente haya mostrado mayor riqueza dentro de este vasto movimiento en su formulación hispanoamericana, no haya sido tanto el avance en el terreno de las ciencias naturales, como la nueva tónica que adquiere la filosofía política. Esta deriva más que de los temas, de la posición adoptada respecto del saber, que comienza a ser visto como hecho social. Era la base para hacer verdaderamente del pensar político un quehacer vivo y eficaz. Nos referimos a la conocida teoría de los prejuicios, antecedente de la actual teoría crítica de las ideologías. Entre los diversos temas que aquella teoría desarrolló, en Velasco aparecen fundamentalmente dos: la doctrina del "engaño de los sacerdotes" y la que se difundió ampliamente con el nombre de doctrina del "espíritu de sistema". De ambas, y movilizada por la ya larga temática de la tolerancia como uno de los recursos más fuertes del pensamiento liberal naciente, sería en particular la segunda la que habría de alcanzar fuerza paticularmente en la primera mitad del siglo XIX. El anticlericalismo finisecular retomaría a su vez la primera de las tesis, que en el Ecuador podemos ver aun manejada por escritores de las primeras décadas de este siglo. Tal es el caso, por ejemplo, de un José Peralta, ideólogo del alfarismo. 83

La lectura literal de los textos bíblicos y la firme creencia de que los Padres de la Iglesia, muy particularmente San Agustín, no se habían apartado de ella, suponía planteos no sólo de carácter ecológico y político, sino que era un modo de responder al alegorismo culterano

oo Ctt. nuestro libro EsQuemas para una historia de ¡a filosofía ecuatoriana. Segunda edición

corregida y aumentada. Quito, Ediciones de la Universidad Católica, 1982, cap. "El pensamiento de José Peralta (1855—1935)".

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y barroco, considerado como manifestación paralela al escolasticismo. Uno de los grandes temas de la época, que veremos ampliamente desa-rrollado en Espejo, fue el rechazo de las "cavilaciones" o del "espíritu caviloso" (Cfr. I. 263). Era, como lo dijimos en la introducción, el en-frentamiento entre dos humanismos.

Curiosamente, Velasco no es propiamente un neo—clásico. Su estilo llano y sencillo (II, 443), había adquirido las formas menos rebuscadas del neoclasicismo, pero había avanzado más allá de él eliminando toda la sobrecarga de los modelos clásicos consagrados. Más aun, hasta pareciera rechazar la tradición greco—romana en favor de otro mundo cultural con una actitud que pareciera anticipar aquellas palabras de José Martí: "La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra" 84. El americanismo de Velasco y lo que más tarde se llamó su "indigenismo", venía, pues, a limpiar su pluma de uno de los rasgos más típicos del neo-clasismo europeo.

Hay todavía otros dos aspectos que le confieren a Velasco una posición un tanto singular dentro del humanismo ilustrado hispanoamericano, aunque ellos no le sean estrictamente individuales. Su utopismo, que es, como hemos afirmado, un rasgo de aquel humanismo le condujo a una valoración contradictoria de ciertos temas que eran esenciales dentro de los grupos autonomistas hispanoamericanos, entre ellos, particularmente, el comercio, decidiéndose más bien por un rechazo del mismo. Este hecho le mantuvo alejado de los intereses que moverían más tarde precisamente a las sociedades económicas de amigos del país. Por otra parte hay en él claros rasgos pre—románticos, como ya lo hemos señalado, hecho que tal vez explique el gusto por su lectura en el Ecuador durante la segunda mitad del siglo XIX, antes que aparecieran en escena los "ultracríticos".

Podríamos aventurar la afirmación de que algunos de esos anticipos románticos son de tal importancia, que dan sentido a la Historia entera. Nos referimos, en concreto, a la cuestión de las fuentes de la historia y dentro de ellas, al valor concedido a la tradición. La actitud de Velasco no era nuevo entre los historiógrafos americanos que se ha-

84 José Martí. Nuestra América. Madrid, Ed. Ariel, 1973, p. 17.

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bían interesado por la alta cultura incaica, por la muy simple razón de que las tradiciones constituían de modo casi exclusivo la fuente de ella. Lo interesante es que, a fines del siglo XVIII, había comenzado a enten-derse ese recurso precisamente como un rasgo romántico, señalable aun en escritores tan lejanos en el tiempo como el Inca Garcilr^o. Paolo Fri-si, en 1771, decía que el célebre cuzqueño había transmitido las historias primitivas del Perú "como Ossián nos ha conservado las antiguas memorias de los Celtas" 85. Sea lo que fuere, el hecho es que la histo-riografía de Velasco se aparta decididamente de los tradicionales cánones de la ilustración europea al abandonar el mito de la Razón "adulta" desde la cual se juzgaba el tenebroso pasado de la hu-nanidad primitiva, montado sobre tradiciones y leyendas. Nuestro historiador que intentó con su obra mostrar que, aun ignorados por los Europeos, no habíamos estado nunca fuera de la Historia Mundial — aun antes de la llegada de Cristóbal Colón — partía de una fe en la humanidad de la que carecían aquellos. La Europa colonialista no podía organizar su discurso sino sobre la base de una restricción de ese acto de fe que dejaba de lado el hombre de las colonias. En tal sentido, Velasco afirmará que no aceptar las tradiciones como documentos de esa humanidad que se pretendía que no había ingresado en la Historia, era caer en escepticismo pirrónico (I, 280) y siguiendo el P. Acosta afirmará, claramente, que cuando las tradiciones son concordantes entre sí — regresando a la vieja teoría del consenso — sería "faltar a la fe en la humanidad" no aceptarlas como verdaderas (I, 307). Claro está que tendrá conciencia de que no pueden las tradiciones y leyendas aceptarse con un espíritu "poco crítico" y que han de conjugarse "tradiciones y luces" (I, 307 y 313). Frente a este planteo resulta claro que los "ultracríticos" que resolvieron la pro-blemática indígena en algunos momentos en una arqueología de huesos y cacharros, venían a ser continuadores en ese caso del pirronismo que regía la versión más negativa de la historiografía ilustrada.

Al hablar de la historia natural habíamos insinuado que Velasco se aproximaba más a la historiografía de un Herder, que a la que más tarde tomaría cuerpo definitivamente con un Hegel. Conviene recordar ahora, en relación con esto, que puede entenderse la Historia como una respuesta al problema de "civilización" y "barbarie", que en un escritor como Robertson, sin ninguna receptividad para lo "primi-tivo", aparecerían como dos términos irreductibles. La barbarie no era

Cír. Antonello Gerbi La Disputa de América, ed. cit., p. 99.

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un momento hacia la civilización, sino aquello que debía ser barrido por la segunda. Visión maniquea del mundo, dividido en bien y en mal, los colonizadores por una parte y, por la otra, los colonizados. El modo como se organiza la respuesta de Velasco constituye en él su filosofía de la historia de la que hablaremos más adelante.

De todo lo que venimos diciendo resulta evidente que si queremos hacernos una idea de esa filosofía de la historia y de la antro-pología que la acompaña no podemos prescindir de la teoría de los prejuicios que aparece plenamente en la polémica de Velasco contra los "filósofos antiamericanos". Esta polémica es algo así como la cié de voute de la Historia del Reino de Quito. Lógicamente no podemos estar de acuerdo con lo que se ha dicho, como ya lo hemos anticipado, acerca de que las reflexiones que Velasco hace sobre aquellos filósofos constituyen un "cuerpo extraño" y una "parte adventicia y superflua", incorporada por nuestro autor a afectos de congraciarse con el poder español y "obtener los favores del ingrato Rey". 86

Ni aun los defensores de Velasco se han salvado de la sombra de Jiménez de la Espada, con una aclaración que debe hacerse en este caso y es que justamente uno de los posibles motivos por los cuales fue archivada la Historia, como puede verse por lo que opinaron los académicos de Madrid, fue precisamente aquella polémica.

Dentro del sistema de discursos referidos sobre el que se organiza todo discurso, el de los "filósofos antiamericanos" le serviría a Velasco para hacernos saber qué es para él la "Filosofía". Ahora bien, esos "filósofos" elaboran su saber en unos casos como una "filosofía natural" que es a su vez una "historia natural", tal como se veía en Buffon; o realizaban "investigaciones filosóficas" para poder construir a partir de ellas "la historia de la especie humana", que era la problemática que se había planteado Comelio de Pauw; o hacían declaradamente a su vez "historia filosófica y política" sobre un tema concreto, tomado como lo más saliente de la civilización, el comercio, que era el amplio tema de Raynal o, en fin, incorporaban todas aquellas "filosofías", en particular las de Buffon y de Pauw dentro de una obra que pretendía ser propiamente historiográfica, tal el caso de Robertson. En líneas generales podría decirse que se trataba de un tipo de saber que

86 Julio Tovar Donoso, artículo citado, p. XLVII—LVII.

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se movía entre una filosofía natural y una filosofía de la cultura, que era a su vez filosofía de la historia.

Las críticas de Velasco, además, no tienen el mismo peso respecto de todos esos autores. Ya vimos la distancia que pone siempre entre Buffon, escritor de "buen ingenio y distinguido mérito" (1,435), a pesar de sus incoherencias y desviaciones (1,174; 317); y Cornelio de Pauw, menos incoherente que Buffon, pero, aunque parezca extraño, anticientífico. Entre uno y otro lo que está jugando es el modo cómo se presenta precisamente el "espíritu de sistema". Respecto de Raynal la discrepancia va mucho más a fondo en la medida que el ensayista fran cés se le presenta como uno de los exponentes más decididos de una filosofía libertina, lo que entre fines del XVIII y primeras décadas de XIX, se denominó "filosofismo". De ahí que llame a Raynal, a más de "impío", el "filósofo por antonomasia", expresión que indica el repu dio de aquel modo de hacer filosofía. (I, 333; 354; 436). Por último, Robertson es, sin dudas, el que se le presenta como menos sustancioso y lo considera un simple adulador de Cornelio de Pauw y un difusor de sus calumnias, si bien revestidas con un estilo literario que no tuvo el germano (I, 174; 317; 435). 87 -^.

Si tuviéramos que resumir la crítica de Velasco contra los que denomina "filósofos modernos", tal vez podríamos hacerlo diciendo que para él la sistematicidad no era garantía de cientificidad. Y no lo es en la medida en que el sistema puede ser fruto del "espíritu de sistema", sinónimo de "espíritu de secta" (I, 426^127; II, 214). Si de Pauw es realmente sistemático, en resumidas cuentas lo es porque se trata sim-plemente de una expresión meramente ideológica. De ahí la virtud de un Buffon con sus "incoherencias" que eran manifestación de una aper-

87 Sobre Raynal, cfr. Ovidio García Regueiro. "Ilustración e intereses estamentales: la versión castellana de la Historia de Raynal", en Homenaje a Noel Salomón. Ilustración española e Independencia de América. Barcelona, Universidad Autónoma de Barcelona, 1979, p. 165 y sgs. Acerca del interés por la Historia de América de Robertson en nuestras tierras resulta interesante saber que un chileno, José Antonio de Rojas, que había proporcionado datos al historiador inglés, se nevó a Santiago de Chile los 95 pliegos que se habían alcanzado a traducir en España antes que la Inquisición prohibiera que se continuara con la versión española. Según sospecha Lewin, la intención de José Antonio de Rojas había sido la de hacer la traducción completa en Chile y editarla allí. (Cfr. La Rebelión de Túpac—Amaru. Buenos Aires, Hachette, 1957, p. 96—97). Andrés Bello por su parte nos hace saber que Robertson era leído en la primera década del XIX, en los medios chilenos, en 1834, los jóvenes habían abandonado la lectura de los "clásicos" para leer a Milton, Robertson, Racine y Sismondi (Cfr. El Araucano, en Obro* Completas, edición chilena de 1881—1893, tomo VIII, p. 207).

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tura hacia lo real que lo ponía, de alguna manera, por encima de meras posiciones ideológicas. De Pauw es expresión, por lo que acabamos de decir, de una "filosofía sectaria" y "desenfrenada" (I, 23; 171) y cae en "filosóficos sueños" o "delirios filosóficos" (I, 272); y para él, como para los que le siguen, hacer filosofía es seguir "el sistema de cada uno", sin que interese que "venga o no venga al caso" (I, 314). En resumen: todo lo contrario, "a la verdad o la razón, y a la sana filosofía y propio de un cerebro desconcertado, ebrio con la más ciega pasión" (I, 333).

Para evitar todo esto la filosofía ha de ser crítica. Para captar adecuadamente lo que en Velasco se entiende por esta palabra, no ha de buscarse una anticipación de planteos de los que calumniaron a fines del siglo XVIII con la filosofía Kantiana. Es crítica, pero en el sentido que precisamente rechazaba Kant, no se trataba de una posible lógica trascendental, sino de una lógica de las pasiones y, junto con ellas, de los prejuicios. Por lo demás, la crítica se había difundido en Francia en relación con la problemática de la exégesis bíblica, que tampoco es tema kantiano. Richard Simón, a quien habrá de citar más tarde Espejo, fue uno de los que divulgó su uso, sosteniendo la tesis de una lectura literal de los textos del Testamento y exigiendo, para poder establecer esa literalidad, una "lectura crítica". Velasco, sin caer en los extremos del discutido Simón, participaba, según vimos, de la misma exigencia de lectura. Podríamos decir que, en función de la importancia dada a la experiencia dentro de la ilustración, esa lectura "literal", que trataba de eliminar un tanto ingenuamente todo a—prior/, venía a ser paralela al re-" chazo del "espíritu de sistema". Tal vez la palabra con la que quedaba mejor expresada esa naturaleza "crítica" de la filosofía, considerada como un saber desprejuiciado, era el de "saber ingenuo", es decir, atendiendo al sentido latino la palabra, "un saber libre". De ahí que la "ingenuidad" se dé para Velasco como un sinónimo de "verdad" (I, 21; 256; 274, 323, etc).

Esa actitud "ingenua" se jugaba respecto del principio de autoridad: se era libre de aceptar o no lo afirmado por los autores con-sagrados, siempre que la razón y la experiencia así lo aconsejaran. El "filósofo ingenuo" era, pues, el filósofo ecléctico, el que podía "elegir" liberado de la opresión de los maestros consagrados. De ahí la norma de coger la verdad donde se la encuentre, sin que interese que ella haya sido enunciada por los temidos "filósofos modernos". De esa manera ingresó la modernidad dentro de la escolástica hispanoamericana con-temporánea del humanismo ilustrado.

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Conforme con su eclecticismo, Ve lasco no tendrá inconveniente en reconocer verdades aun en aquellos escritores "antiamericanos" a los que combate. "En lo que tuvieren razón los señores Buffon y de Pauw — dice lo confesaré llanamente, en lo que se engañaren, lo diré con la misma verdad y claridad" (I, 195); ". . . diré con ingenuidad — dice en otra parte lo que es cierto y lo que es falso, lo que corre por mala inteligencia y lo que se dice por ignorancia o por malicia" (I, 256). Se había producido un cambio en el criterio mismo de la verdad; ésta no depende de la autoridad sino de la razón y de la experiencia, las que coordinadas sabiamente nos impiden afirmar simples verdades de "siste-ma" y nos abren a lo que propiamente se puede entender como tal. Claro está, se parte del presupuesto, de que la ecuación razón—experiencia no vendrá a contradecir nunca las verdades establecidas por vía de fe (Cfr. I, 257; 256). Velasco, conforme su valoración de la experiencia, establecerá una diferencia entre "filósofos de gabinete" y filósofos ex-perimentados: ". . . cómo podrán los extranjeros que nunca se han mo-vido de sus gabinetes, escribir sobre esta materia? Cómo podrán decidir con solo su filosofía, en asuntos que esencialmente necesitan de prolijo examen y de larga ocular experiencia? No basta que un viajero, aunque docto y aunque académico, vea, y oiga las cosas de paso, por medio de intérpretes o de informes de personas ignorantes, o apasionadas o preo-cupadas. Es indispensable larga experiencia, penetración de idioma, mu-cho conocimiento y trato confidencial con los indianos" (I, 331—332; II, 183). El texto transcripto es de particular importancia. Se plantea la necesidad de la experiencia como criterio de verdad, de una experiencia que para ser válida debe estar purificada de las "preocupaciones" o "prejuicios"; mas, se trata de una experiencia determinada, la de América y la del hombre americano. Nuestra experiencia, pero también la ex-periencia de ese hombre, recogida en el habla directa, en el propio idioma indígena. En Velasco no se trata tanto de la experiencia a la que se referían muchos de los eclécticos, las de las ciencias naturales, como de una experiencia social, únicamente posible por mediación del lenguaje, que es, como ya dijimos antes, entendido como depósito de conoci-mientos. Velasco ocupa, sin duda alguna, un lugar bien singular entre los eclécticos de su época. No olvidemos que la experiencia del hombre indígena se encontraba acumulada en sus tradiciones y que éstas forma-ban parte del material de laboratorio de este historiador social. Es en todo esto un representante del humanismo y no de la mera escolástica.

Otro aspecto en el que se pone de modo claro y manifiesto el eclecticismo de Velasco es el de la posición equilibrada entre los ex-

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tremos. La razón y la experiencia nos conducen a dudar de todo aque-llo que sea enunciado de modo extremo y la verdad parece que marcha siempre por el camino medio. De ahí la recomendación de "no exagerar más de lo justo" (I, 21), ser "imparcial" y colocarse en colores, "ni vivos ni sombríos" (I, 22); "seguir el término medio" aun en cuestiones de estilo (I, 22); ponerse "entre los dos extremos", conforme lo indica la experiencia (I, 394), todo lo cual implica adoptar la posición del "crítico verdadero" (I, 22) y concordar con "los autores medios" (I, 306).

El eclecticismo suponía un ejercicio de la tolerancia. La verdad debía ser aceptada aun cuando fuera enunciada por el filósofo impío. Para la verdad no había ya autores canónicos. Ciertamente, esa tolerancia, sobre todo en sus aplicaciones a las relaciones sociales y, más particularmente aun, respecto del problema de la diversidad de cultos, implicaba un cierto escepticismo religioso. No es éste el matiz que ofrece en Velasco, aun cuando de alguna manera se aproxima a algo que podría no ser ajeno a lo que los libertinos proclamaban como "libertad de cultos". Sin renunciar a su fe y sin aceptar esa libertad, es evidente en él un interés permanente por las diversas formas de culto religioso de los indígenas americanos y hasta surge de sus páginas una especie de desarrollo evolutivo que va desde la inexistencia de cultos, hasta las más altas manifestaciones de la primitiva religión monotaísta de Pachacámac. Más aun, hay un determinado momento en el que señala, sin repugnancia, el crecimiento del panteón incaico, fruto de una especie de tolerancia de otros cultos, incorporados dentro de la religión del sol (II, 143). No hay duda que todo esto se encuentra condicionado a los términos de la polémica: primero, contra el antiguo prejuicio de que todos los indígenas tenían comunicación con el demonio y que sus religiones eran de origen demoníaco (Cfr. II, 132; 241; III, 132), 88 y luego particular-

88 Si bien en la obra de Velasco se denuncia en repetidas ocasiones la presencia del demonio (II, 141—142; III, 390; 425; 460 etc). en líneas generales aparece superada la relación entre lo demoníaco y las culturas indígenas actitud que había caracterizado fuertemente la primera etapa de la conquista. En ese sentido, rechaza a Cieza de León para quien "no había indiano que no hablara con el demonio" (II, 132) y desde su posición nos dice que "los españoles de aquel tiempo creían firmemente que los indianos tenían trato familiar con el demonio" (III, 132).

Es evidente que Velasco se encuentra en una actitud mucho más abierta que la del mismo Feijoo en este aspecto, para quien no eran los sacerdotes idólatras los que hablaban por su cuenta, sino que era el demonio que hablaba por su intermedio (Teatro crítico universal. Madrid, Espasa Calpe, 1976, I, p. 236—237 y 239) y a su vez, muy lejano ya de la actitud de un Jerónimo de Mendieta, para quien los sacramentos que se cumplían en la religión indígena (bautismo, matrimonio, extramaunción, etc.) no eran tales, sino que eran "excrementos" del demonio. (Cfr. Ida Rodríguez Prampolini. Amadises de América. Segunda edición. Caracas, Centro de Estudios Latinoamericanos "Rómulo Gallegos", 1977, p. 120 y sgs). La aceptación de la leyenda de la visita de los apóstoles Santo Tomás y San Bartolomé a América tendia a explicar la presen-

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mente, contra Roberston, una de cuyas pruebas de la infrahumanidad americana radicaba en la inexistencia de sentimientos religiosos. No ha de olvidarse, en fin, que los jesuitas habrían de ser acusados de sincretis mo religioso, tal como lo documenta Espejo.

El eclecticismo suponía una posición "sana", frente a otra que se consideraba "enferma". La salud se encuentra, en todos sus niveles, en el término medio. Las posiciones dominadas por el "espíritu de secta", en cuanto extremas, no pueden ser las de una "sana filosofía" (I, 333 y 353), y sí integran un mundo al que se caracteriza como "delirio" o directamente como un cáncer social: "Yo considero a la filosofía de este tiempo de la naturaleza del cáncer, cuya maligna voracidad nunca para, si no encuentra el acero o la piedra infernal que lo corte" (I, 353). El tema de las enfermedades sociales tomó cuerpo dentro de la doctrina de los prejuicios en el siglo XVIII y, con diverso signo, acabó integrándose como un lugar común de la filosofía política de la burguesía durante todo el siglo XIX y hasta las primeras décadas del presente. Aun en nuestros días suele surgir el tema de las enfermedades políticas, entendidas lamentablemente no como una simple metáfora. De todos modos, dentro de los planteos del XVIII, la posición de Velasco difiere de la adoptada por los "filósofos libertinos" que habían hablado en su lucha contra la Iglesia de la "mentira de los sacerdotes" y que consideraban la religión como "maladie sacrée". En el autor de la .Historia del Reino de Quito, al tema de la "enfermedad sagrada" tenía vigencia en relación con los cushipatas, aun cuando no escaparon a la acusación de "preocupados" y "prejuiciosos" los clérigos seculares, como vimos en su lugar, mas, lo patológico habría de ser señalado no tanto respecto de la religión como de la filosofía. En la polémica contra los filósofos anti-americanos, lo que se plantea es la existencia de una "maladie philoso-phique", la del "filosofismo" de Raynal, la delirante del abate de Paux y la mal disimulada de Robertson.

Ahora bien, el eclecticismo suponía, tal como hemos visto, tanto un rechazo del principio de autoridad, sobre todo en materias aje-nas a cuestiones de dogma, como a la organización de un saber de ca-rácter "sistemático", en el sentido de las filosofías "sectarias". El eclec-ticismo que caracterizó a la primera mitad del siglo XIX y que en algu-

cia de aquellos actos rituales y tu deformación respecto de los correspondientes ritos cristianos, como un "olvido", más que como efecto de una intervención demoníaca.

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nos casos perduró hasta muy entrado el siglo, llegó a postular la supera-ción de los sistemas y a considerarse una filosofía que venía a liquidar-los, al asumirlos a todos. Fue éste el eclectisismo romántico, cuya in-fluencia es rastreable a lo largo de todo nuestro continente. Ahora bien, el eclecticismo dieciochesco, dentro del cual se encontraba Juan de Ve-lasco, no rechazó el concepto de sistema, sino que a partir de la crítica que caracterizamos, sostenía algo así como una sistematización abierta y dinámica, regida como dijimos por la exigencia del acuerdo de razón y experiencia. En función de esto Velasco hablará de "mi sistema" (I, 199) al desarrollar su historia natural, dentro de la que, como vimos, no tuvo impedimento en incorporar lo que de verdadero encontraba en la ciencia de Buffon. No "hacer sistema" y "hablar ingenuamente" (I, 321—322) era precisamente el correcto modo de sistematizar. De este modo se habrá de organizar un saber diferente de aquel en el que "no hay balas de peso, sino humo de filosofía vana en cuanto que dispara al aire" (I, 305). Nos quedan de todos modos algunas dudas. Es muy pro-bable que la Historia de Velasco fuera rechazada en el siglo XVIII, dado el enfrentamiento entre españoles europeos y españoles americanos que había adquirido ya particular fuerza, por haber caído justamente en lo que él mismo repudiaba: el "espíritu de sistema". Velasco integraba junto con los otros jesuítas nuestros expulsos, lo que bien podría deno-minarse ya el "partido americano", el mismo que sería públicamente reconocido como tal años más tarde en las Cortes de Cádiz.

Plantear de este modo las cosas es sin embargo erróneo. Para Velasco no cabía duda: entre el discurso colonialista y el anticolonialista no se pueden establecer equivalencias, como si ambos fueran "sectarios". Uno de ellos lo es, el otro no, porque ser partidario de una causa justa no es ser "sectario" de la justicia y de la verdad. En última instancia un análisis de la posición de Velasco desde ese punto de vista, es posible, pero sus limitaciones no le estaban dadas tanto en su lucha contra los filósofos antiamericanos y quienes los aceptaban, sino en la organización de su discurso como americano. El tema ya lo vimos al tratar del régimen de discursos referidos, cuando hablamos de las elusiones surgidas de su propia extracción de clase, de la cual deberemos ocuparnos todavía.

La última cuestión tiene que ver con algo que habíamos observado al hablar del "sistema" de Velasco. Dijimos entonces que era evidente en él una actitud especulativa desde la cual orientaba su mirada empírica, y que en algunos momentos había elaborado ciertos esquemas

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que lo aproximaban a las clásicas "historias hipotéticas". Este planteo nos pone frente a la naturaleza de la ecuación razón—experiencia. ¿Cuál es el ámbito de la primera? Además de elaborar esas "historias", ¿no funcionaba como razón utópica? Una discusión acerca del valor de esa razón únicamente podría ser llevada adelante mediante un análisis de los supuestos que están en juego y que constituyen el entramado último del sistema: uno de ellos, el de la unidad de la especie humana, sobre cuya base se lucha por la dignidad de todo hombre en cuanto tal y, por tanto, de nuestro hombre; otro, íntimamente relacionado con el mismo, su historicidad, que ya apunta y no tan débilmente y que Velasco trata de mostrarlo a partir de las numerosas historias en las que se desgrana su Historia. Lo especulativo adquiere de este modo dignidad en cuanto que lo hipotético y lo utópico resultan puestos al servicio de una causa que surge de una experiencia social vivida por una humanidad emergente, hecho que caracterizó al humanismo de esta etapa.

Todavía quedaría un problema por plantearnos respecto de los rasgos ilustrados que hemos señalado en Juan de Velasco, que mostrarían una posición que no sería congruente con lo que nos afirma Hans Albert Steger quien nos dice que la expulsión de los jesuítas en 1767 y la implantación de la ilustración en Hispanoamérica "constituyen un mismo acontecimiento" 89. Si tenemos en cuenta lo que el mismo Steger subraya como uno de los caracteres de la ilustración francesa y española, a saber, la tendencia hacia el centralismo que acabó de hecho con los que se habían llamado "reinos", reemplazándolos por "intendencias", es evidente que la expulsión de los jesuítas significó una ruptura respecto de lo que en Velasco hemos caracterizado como proyecto utópico, muy cercano de ideales autonomistas. Y en ese sentido el centralismo ilustrado fue un hecho evidentemente concomitante con la extradición de la Compañía. Ello no invalida, sin embargo, lo que de ilustrados tuvieron los jesuítas de la época y, más aún, pone de manifestó otra línea de desarrollo de la ilustración que tal vez sea la propiamente americana. El esfuerzo de Velasco de hacer la historia de Quito como "reino", lo cual supondría una defensa de la tradición de los Austrias en contra de las novedades introducidas por los Borbones, sería una prueba del enfrentamiento entre la nueva administración española y la Compañía de Jesús, en relación con lo que el mismo Steger denomina el "im-

89 Hans Albert Steger. Las universidades en el desarrollo social de la América Latina, ed. cit., p. 90.

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perio secundario" de ésta. Por lo demás es importante tener presente, en lo que se refiere al sentido de los términos, lo que nos dice Alfredo Pareja Diezcanseco respecto de la monarquía de los Austrias, la que no fue más allá de una "idea pseudo—federal" como asimismo de que la pa-labra "reino" no significó, en muchos casos, nada más que "región" o país'

Mtredo Pareja Diezcanseo. Las instituciones y la administración de la Real Audiencia de r . i . Quito, Editorial Universitaria, 1975, p. 199.

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CAPITULO XIV

ARTICULACIÓN DEL DISCURSO VINDICATORIO

emos dicho que "la calumnia de América" es tema que jue-ga, dentro de la Historia del reino de Quito, un papel de particular importancia significativa. Pero alcanzar una vi-sión clara de la función que cumple deberemos rearticular

la polémica en lo que serían sus momentos desde el punto de vista de la estructura del discurso, teniendo en cuenta particularmente quién es el objeto de la calumnia, quién es el sujeto calumniador y cuál el vindicador. Es necesario recalcar la naturaleza del discurso que Velasco intenta rebatir, que constituye expresamente para él una "calumnia" o imputación calumniosa, cuya discusión adquiere por momentos, el carácter de una causa judicial. Al discurso calumnioso se opone el "vindicatorio", también manifiestamente denominado así por nuestro autor (Cfr, I, 255; 272, 396, 437; II, 212, etc.). Se trata pues, de una obra apologética, en el sentido jurídico del término y como lo que vertebra el eje mismo de la calumnia es la negación de historicidad del hombre americano en general, esa defensa no podía ser sino planteada en el terreno mismo de la historia.

Por lo demás, el análisis de la calumnia y de la vindicación no es simple y no se reduce a dos únicos discursos contrapuestos. El he-

H

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cho se explica si tenemos en cuenta que el universo discurativo es siempre expresión del universo social y que dentro de éste las relaciones no se dan sobre la base de un eje simplificado, sino sobre diversos ejes y por tanto respecto de polarizaciones distintas. Por otro lado, aquel universo social no siempre se encuentra totalmente expreso en el universo discur-sivo y el mundo de discursos referidos que integran a este último, puede muy bien no ser nada más que una manifestación parcial de la totalidad discursiva posible. En consecuencia, en las páginas mismas de la Historia de Velasco el objeto de la calumnia, el calumniador y el vindicador, no son siempre los mismos a tal extremo que en un determinado momento, el propio Velasco, que escribe una historia vindicatoria, aparece de hecho adoptando afirmaciones calumniosas y ejerciendo por tanto el mismo papel que repudia en otros.

El problema se pone de manifiesto muy claramente sí hace-mos un recuento de las formas discursivas referidas que aparecen aludidas y las que simplemente se encuentran eludidas. Todos los grupos humanos que habían sido objeto de calumnia, contra la cual Velasco reacciona como vindicador, aparecen en el número de los discursos referidos aludidos, mientras que aquellos otros grupos, cuya calumnia no alcanza a ser decodificada como tal por nuestro autor, o simplemente, porque adhiere a ella, queda dentro del conjunto de los discursos eludidos. Al-gunos ejemplos bien elocuentes aclararán lo que queremos decir. Ya he-mos mencionado la declaración de Velasco de que su Historia tiene como objeto principal a "la nación indiana" (I, 351). Pues bien, a pesar de que sus tesis acerca del lenguaje le llevan a presentarnos un progreso que va desde los primitivos guanacas (III, 62), hasta los Shyris y los Incas, hay una porción de humanidad indígena que queda de hecho fuera de ella: el caribe. A propósito de ésta, acepta, sin más, la generalizada calumnia de la antropofagia y lo margina totalmente de sus esquemas culturales progresivos. Y todavía más, la calumnia adquiere ciertamente rasgos que le conducen a oponer dos grandes regiones de América: las Antillas y la humanidad indígena sudamericana que es en última instancia la que se salva ( Cfr. II, 322, III, 93; III, 332, etc). Y cuando encuentra que también en la región amazónica hay antropófagos, exime a éstos de la acusación de "caribes", estableciendo la distinción entre antropofagia ritual y antropofagia bestial (III, 388). 91

91Recordemos que cuando tratamos el tema de las lenguas indígenas decíamos que se podía señalar en Velasco una tradición que venía de los primeros días del descubrimiento, según la

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El caso se repite, si bien en otro sentido, con el negro. No hay absolutamente ningún texto en el que el negro esclavo aparezca enunciando un posible discurso, salvo tal vez, cuando se refiere a algunos grupos de africanos alzados que habían logrado organizarse social-mente como comunidades libres en ciertas regiones. Los españoles para poderlas "sujetar", debían proceder a "desunirlos", hecho que supone la existencia de una organización social y por tanto un universo de demandas que tenían, sin duda alguna, su ineludible manifestación discursiva (III, 79). Nada de esto es sin embargo recogido por el historiador. El negro, más que el caribe y a pesar de que en América, por lo menos, no aparecería como antropófago, es el personaje absolutamente eludido como tal. La ideología esclavista aparece en este momento señalada con la más ruda crudeza. "En las sociedades más cultas" — nos dice olvidándose de sus críticas al "iluminado mundo" — "está practicada la esclavitud por justos y legítimos derechos". Y todavía agrega, desconociendo la ya difundida literatura antiesclavista de la época, que "ninguno se atreve a reprobarla" (II, 156). Resulta evidente de posiciones como éstas que para los "caballeros" de Quito que tenían establecimientos con esclavatura negra (Cfr. II, 207), no aparecía aún como antieconómica. Por lo demás, se prolonga en Velasco una ya vieja respuesta que consis-tía en hacer una campaña en favor del indígena, a costas del trabajo forzado negro, el que seguía siendo absolutamente justificado. 92

cual se había relacionado a los "caribes" con el "Can" o "Gran Can" oriental, por donde estos indígenas parecían ser descendientes de los camiticos. A pesar de esta ascendencia, fue conside-rado el caribe como un ser bestial y Velasco no se aparta de esta línea. "Caribe" es en él sinó-nimo de antropófago (I, 414), es hombre "rebelde y de mala fe" (III, 46) y, en general, toda población indígena que practicara la antropofagia era considerada de ascendencia caribe (III, 322).

No cabe duda que la ideología anticaribe estuvo impulsada en todo momento por la nece-sidad de justificar la obtención de una población trabajadora esclava. Los caribes constituían la excepción legal que se permitió dentro de las ordenanzas y pragmáticas que prohibían, en general, la esclavitud de los indígenas. Segundo Moreno recuerda que todavía en 1756, en Quito, se declaraba "que no se reputen por esclavos los indios, a excepción de los caribes". Por otra parte, la exigencia de no esclavizar a otros indígenas no respondió a cuestiones humanitarias o filantrópicas, sino, según el mismo Moreno, a la intención de evitar "en el Nuevo Mundo la formación de estados señoriales fuera de control" (Sublevaciones indígena» en la Audiencia de Quito, ed, cit. p. 307 y 308). Y todavía habría que agregar dos cosas: que la determinación de la categoría "caribe" fue en alto grado arbitraria, supeditada a los intereses de la explotación de la mano de obra y que los indígenas que no fueron considerados como tales, se libraron de una esclavitud jurídica, pero no de una esclavitud de hecho.

La triste suerte del caribe se ha proyectado a través de la historia cultural latinoamericana como un verdadero símbolo. El primero, o uno de los primeros que hizo de este indígena una figura simbólica, si bien no en sentido que se le da ahora, fue Shakespeare en el siglo XVII. Se sabe, en efecto, que el personaje literario "Calibán", expresión de la barbarie más ruda, recibió su nombre de una alteración un tanto caprichosa de "caníbal" que fue nombre dado a los caribes por los españoles 92Así como hubo una "calumnia de América", en gran parte generada por los mismos espa-

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Ahora bien, ¿qué diríamos si esa "nación indiana" que es el "objeto principal" de la Historia, entra ella misma, como anticipamos dentro del mundo de las elusiones? El hecho se relaciona con algo que no está dicho de modo expreso pero que resulta evidente; que en verdad no es la "nación indiana" el objeto principal; lo que más interesa al criollo Velasco es el estamento social de los "caballeros", el de los "españoles americanos" hacendados, mineros y manufactureros, que él mismo integraba socialmente. Ya habíamos señalado, páginas atrás, que el cam-pesinado indígena de su época, como integrante de las haciendas y sujeto los descendientes de los encomenderos, no tiene presencia, aun cuando en algún momento justifique la eliminación de las encomiendas como una forma de esclavitud (II, 384). De todos modos es necesario observar que dentro de la clase propietaria criolla, Velasco representaba una fracción de ella abierta de alguna manera a las reivindicaciones del indígena. Podríamos decir que era la expresión de la parte "progresista" de esa clase propietaria, o por lo menos, la más inteligente, que trataba de fundar sus ideales autonomistas en una cierta autonomía cultural, para lo cual una historia del pasado indígena resultaba ser un recurso ideológico eficaz dentro del colonialismo de la época. De la posición vi-sible en Velasco habrá de nacer, años más tarde y en manos de los libe-rales, ese movimiento que acabó denominándose "indigenismo" y no es extraño que los impugnadores de Velasco, a fines del siglo XIX y co-mienzos del actual, hayan militado dentro de las filas del conservaduris-mo, o hayan estado próximos a este movimiento.

Veamos ahora qué sucede con el mestizo en las páginas de la Historia, tipo humano que no era a fines del siglo XVIII una minoría, sino ya una considerable parte de la población: ". . . teniendo los espa-ñoles tanto comercio con las indianas. . . de él ha resultado una gran raza que se llama de los mestizos" (I, 329). La posición de Velasco frente a este tipo humano, definido desde un punto de vista racial, se mueve

ñoles y que cuando fue retomada por escritores europeos, alemanes, franceses o ingleses, no les molestó a aquellos, hubo asimismo una "calumnia de África", que no molestó ni a españoles ni a americanos. Feijoo fue uno de sus difusores. Había dicho, en efecto, que "Todo país es África para engendrar monstruos". (Teatro crítico universal. Madrid, Espasa Calpe, Tomo I, p. 97). El silencio respecto del negro en la obra de Velasco llama más la atención si se tiene en cuenta que U Compañía de Jesús era poseedora del "mayor número de esclavos negros" durante la Colonia (Cfr. González Suarez, Historia General, ed, cit.. Volumen II, p. 1344 nota). Una de las razones de este silencio tal vez derive de la posición social que jugaba el negro respecto de sus amos blancos: ". . . .los esclavos de origen africano —dice Segundo Moreno— jurídicamente privados de todo derecho, por la condición de pertenecer a los amos blancos, se identificaban con sus intereses" (.Sublevaciones Indígenas ed. cit, p. 337).

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entre un rechazo y lo que podríamos considerar como una especie de vindicación forzada. Surge de las páginas de la Historia que el mestizo se confundía en trabajos que eran propios de indígenas y de negros, co-mo es el caso concreto de la tarea de transportar cargas a lomo (Cfr. III, 91). A propósito de esta práctica inhumana vale la pena recordar que dentro de la defensa del indígena, la Corona española en la época de Carlos V, había intentado erradicarla. El Virrey Blasco Núñez Vela, de quien se ocupa extensamente Velasco con evidente simpatía, había sido uno de los administradores españoles de espíritu lascasiano que se en-frentó violentamente con los encomenderos entre otros motivos por aquel hecho (Cfr. II, 386 y 395). El mestizo integra, por lo demás, dentro de las categorías sociales que maneja nuestro autor, lo que denomina "plebe", si bien es cierto que dentro de ella se colocaba en algunos casos ciertas familias españolas venidas a menos. De todos modos, lo que parece ser un hecho, es que el mestizo fue logrando una presencia social lentamente, desde un primer momento en el que poco se lo dife-renciaba de su madre indígena.

Mas, he aquí que el mestizo habría de sufrir tanto el rechazo de la población nativa, como de los españoles europeos americanos. La población indígena colocaba al mestizo junto con el español (Cfr. I, 350; III, 34; 247 etc), mientras que éste, fuera español europeo o americano, le negaba condición social y lo condenaba a los estratos más bajos. Para estos últimos se presentaba como el hombre al que se le podía atribuir todos los vicios que los calumniadores europeos señalaban para toda la población americana. "Las costumbres son como en todo el mundo diversas — decía Velasco—, habiendo siempre mucho de bueno y mucho de malo. En la plebe de los mestizos, negros, mulatos y zambos, reinan los vicios de la embriaguez, del ladrocinio y la mentira, excep-tuados los individuos que no faltan buenos en ninguna clase. Si alguna de esas cuatro clases puede llamarse con alguna razón el oprobio de los habitadores del Nuevo Mundo, es la de los mestizos, porque siendo casi generalmente ociosos sin empleo, ni ocupación, no siendo obligados por la pública autoridad al trabajo, como otros, se entregan sin freno a los vicios, de que es la ociosidad fecunda madre" (I, 357; Cfr. III, 238). Se-gún se desprende del texto citado, parece ser que la situación moral del mestizo había de tener su solución con su incorporación a la sujeción servil, vale decir, mediante el regreso a aquella primera etapa en la que aparecía incorporado al trabajo junto con el indígena y el negro. De otro texto se desprende que para Velasco el mestizaje en general, enten-dido como la "mezcla" de razas diversas, incluyendo mulatos y zambos,

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era una forma de "hibridación" degenerativa, concepto que, como vimos al hablar de las especies animales, había rechazado (III, 210). 93

De todos modos, como decíamos, la población mestiza fue alcanzando un lugar social y juntamente una diferenciación que acabaría en una especie de conciencia de clase. Velasco se ve obligado a aceptar el hecho como asimismo a reconocer algunas virtudes, entre ellas, por ejemplo, la capacidad de expresión estética de la población mestiza, en la que competía con la indígena (III, 128—129). Lo anterior aparece claramente con motivo de la Revolución de los estancos en 1765. Según el testimonio de Velasco fue esta una revolución "mestiza" y que dio como resultado histórico la constitución del primer intento de gobierno colonial autonomista, con el que se anticipaba todo el proceso que habría de seguirse en lo que restaba del siglo y primeras décadas del siguiente. El hecho no podía pasar inadvertido en la medida que el propio Velasco es, como ya lo hemos dicho, uno de los primeros y más im-portantes representantes del autonomismo ecuatoriano. De todos modos, Velasco retacea la valoración del papel histórico del mestizo. En primer lugar, señala que los españoles europeos cometieron el error de enfrentar a los mestizos sin ponerse de acuerdo previamente con los españoles americanos, los marqueses. Luego, si acepta la importancia de la revolución, pareciera hacerlo por la sujeción política que los mestizos mostraban respecto de la aristocracia americana, (III, 149—151). En suma, la fuerza de los hechos, la presión social de un grupo humano en evidente ascenso, el mestizo, obliga a Velasco a referirnos su discurso. La reivindicación de este hombre resulta, sin embargo, una reivindicación forzada.

Lo que hemos dicho respecto del caribe, del negro, del mismo indígena americano de la región andina y por último, del mestizo, nos pone frente a los límites del discurso reivindicatorío de Juan de Ve-

93 Mucho es lo que habría que decir del mestizo. Durante los siglos XVI y XVH primó el discurso elaborado por el "español americano", que no quería ser confundido con una casta con la que era identificado muchas veces por el "español europeo". En el siglo XVIII aquel hombre mestizo comenzó a ejercer su propia voz, esto en relación directa con la lenta conformación de un estamento (casta) que iba adquiriendo matices de clase social naciente. Velasco, frente a esas dos posiciones, expresa sin duda la primera y es una prolongación de actitudes ideológicas que eran más bien propias ya del siglo Xvn. Sobre la posición de los "españoles americanos" respecto del mestizo, puede verse el texto "Ilegítimos y mestizos" de Fray Gaspar de Villaroel; "No •s lo mismo —decía— ilegítimo y mestizo, si bien pocos mestizos son legítimos; el señor Solór-zano en el título o sumario del capítulo (dedicado a ellos) los llamó híbridos, y es una palabra esa para ahí muy propia" (Fray Gaspar de Villarroel Siglo XVIL Puebla, México, Ed. Cajica, 1959, p. 372).

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lasco. Ahora deberíamos pasar a ver cuál es el ámbito de la reivindica-ción y, a su vez, de la calumnia que se intenta rechazar. Del texto surge una aparente indefinición del sujeto calumniado que, en unos casos, es la Nación española y, en otros, América o el Nuevo Mundo. El problema radicaba en que, si bien América integraba la "Nación Española", tal como se desprende del sentido que se le daba en la época, había entre América y España contradicciones. En última instancia, la "Nación española" era un nombre que recubría la relación "Metrópoli—colonia" y por tanto, un sistema de desigualdad entre partes. De ahí que hayan surgido formas discursivas calumniosas contra América y los america-nos, en la misma España, dando pie este hecho a que los "filósofos anti-americanos" elaboraran posteriormente sus absurdas teorías sobre nuestra degeneración. La posición de Velaco frente a la "Nación española" es ambigua: por un lado adopta una actitud de defensa de la misma, aceptándola como una totalidad histórico—cultural; mas, por el otro, avanza hacia una distinción entre ella y la parte americana. El típico eclecticismo que lo caracteriza le habrá de permitir, por otra parte, se-ñalar el lado bueno y el lado malo de la Nación española y, en última instancia, frente a otros imperialismos, como el francés o el británico, se quedará con el español En el universo de discursos referidos aparecen contrapuestos el discurso español opresor y el humanitario, el de Sepúlveda y al de Las Casas, el del encomendero y el del administrador colonial lascasiano, pero para rechazarlos a ambos como extremos, aun cuando las simpatías lo sean — si bien con restricciones—por el segundo. Ahora bien, si la Nación Española es siempre, aun cuando no lo diga de modo expreso, una real desigualdad entre partes, de hecho lo era también así para los españoles peninsulares que intervinieron en la "calumnia contra España" pues en ellos, como Velasco lo nota expresamente, la defensa era abierta respecto de la Metrópoli, mas no respecto de las colonias. Molestaba la campaña de calumnias que acentuaban las cruel-dades de la conquista, pero no sucedía lo mismo con las calumnias que minoraban la humanidad del hombre americano. De este modo, la Na-ción española aparecía como una realidad bipolar que según desde el ángulo en que se la defendiera, una de las partes era vindicada y la otra no. Las dos fórmulas eran de esta manera, la del europeo pro—hispánico, que vindicaba lo español, pero que no tenía empacho en adherir a las calumnias contra los americanos lanzados por los europeos antihis-pánicos; y la del español americano, que saldría en defensa de lo hispá-nico, subrayando siempre que había un lado bueno y otro malo, pero desde lo americano. Velasco se pone por tanto en una abierta actitud de rechazo contra los "filósofos modernos", de Pauw, Raynal, Robert-

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son, calumniadores en bloque de la Nación española, como europeos antihispánicos; mas también contra los españoles peninsulares, los académicos de la Historia de Madrid, y los italianos que les seguían en una actitud semejante, Carli, Gili, ante los cuales el americanismo de Velas-co aparecía excesivamente descortés y hasta agresivo para con los "filósofos modernos". La Nación española no era, pues, una unidad. Había nacido ya, con Velasco, y en general con los jesuitas expulsos, el "partido americano" que llevaría adelante el programa autonomista que culminaría con las célebres Cortes de Cádiz.

A pesar de la importancia que la defensa de la Nación española tiene en la obra de Velasco, es necesario reconocer que ella es secundaria, como asimismo resulta visible que la reivindicación del indígena ocupa el lugar más destacado dentro de su americanismo. Se hace pues conveniente tratar la cuestión de la calumnia contra el indígena como un momento esencial dentro del mundo de discursos referidos, aun cuando su comprensión no sería nunca fácilmente alcanzable si no se tuviera en cuenta, como ya lo hemos dicho, el universo discursivo en su totalidad, tanto respecto de lo aludido como de lo eludido.

Ahora bien, conforme con lo que también habíamos observado, por debajo, o más allá del indígena, se mueve otro hombre cuya reivindicación es intentada mediante una especie de tiro parabólico. Nos referimos al criollo, entendiendo por tal, fundamentalmente el "español americano" y no por cierto el que había descendido a la plebe, sino el que integra el estamento aristocrático de la colonia. Este personaje es el que se ve reflejado en una historia que no es la suya, la indígena, pero que con Velasco intenta asumirla como propia. Al respecto resulta muy ilustrativo recordar aquí una observación que hizo Alejandro de Hum-boldt sobre la conciencia histórica del hombre criollo en una etapa anterior a la que expresa la Historia del Reino de Quito. "Las memorias na-cionales —escribía hablando de la "Nación española"— se pierden insensiblemente en las colonias, aun aquellas que se conservan no se aplican a un pueblo ni a un lugar determinado. La gloria de Pelayo y del Cid ha penetrado hasta las montañas y los bosques de América; el pueblo pronuncia algunas veces esos nombres ilustres, pero ellos se representan en su imaginación, como pertenecientes a un mundo puramente ideal o al vacío de los tiempos fabulosos". 94 Pues bien, en un determinado mo-

"^ ctr. nuestro libro Teoría y Critica del Pensamiento Latinoamericano. México, Fondo de Cultura Económica, 1981, cap. "La determinación del nosotros y de ¡o nuestro por el legado".

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mentó, ese "vacío" comenzará a ser llenado, pero no con los que tal vez se sintieron continuadores de Pelayo y del Cid en América, o pudieran haber sido considerados como tales, sino con un nuevo panteón de hé-roes por el estilo de un Huayna—Cápac o de un Moctezuma, de un Ata-hualpa o de un Cuautémoc. Se trata sin duda de una incorporación ideológica de la historia indígena por parte de un grupo social que per-tenecía a la clase dominante y que descendía de los antiguos conquista-dores que habían justamente cortado el decurso histórico de las cultu-ras indígenas. Claro está, esta fracción que intentaba hacer su propia historia, esa que acabaría llamándose en nuestros diversos países, "his-torias nacionales", no jugaba dentro del estamento social colonial domi-nante un papel plenamente hegemónico.

Ahora bien, habíamos dicho que dentro de los españoles americanos, Velasco representaba una de sus dos fracciones, la que he-mos considerado progresista. Esta, con la Historia del Reino de Quito se adelantó a la otra en la tarea de organizar una memoria nacional, para lo que, como vimos, incorporó las tradiciones indígenas a su propia his-toria. Mas, la otra, acabaría asimismo haciendo una historiografía, la que, en términos generales, vendría a ser la que andando el siglo XIX, sería la expresión del ala conservadora de la clase latifundista. A su vez, aquella asimilación de la historia indígena dentro del proyecto ideoló-gico de la fracción progresista de esa misma clase, se habría de producir una selección del material histórico indígena. De hecho, dentro del in-cario, y como consecuencia de las guerras civiles entre Atahualpa y Huáscar, se generaron dos líneas interpretativas dentro de lo que podría ser considerado como la historiografía indígena pre—hispánica. Los con-quistadores, que llegaron en el momento de aquellas guerras civiles, se sumaron a la una o a la otra. Velasco lo explica como consecuencia de una toma de posición partidaria: "Ese espíritu de partido —dice— que nació en los indianos, con ocasión de aquella guerra, lo heredaron muchos europeos, con ocasión de conquistar los dos contrarios par-tidos, que procuraban obscurecer mutuamente sus hechos" (II, 214). Con estas palabras Velasco nos pone claramente frente a lo que es el mecanismo de la historiografía, montado sobre un sistema de selección, que es a su vez de "olvido" u "oscurecimiento" en función de una posi-ción previa ideológica, a la que como buen ilustrado denomina "espíritu de partido".

p. 44—75 y el mismo trabajo en la revista Cochasquí. Quito, Consejo Provincial de Pichincha, 1980, año 1, número 1, p. 67 y sgs.

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Lógicamente, el mismo Velasco habrá de tomar posición ante la doble interpretación histórica generada entre los intelectuales y políticos incas, antes de su sojuzgamiento y conquista, hecho del cual fue testimonio el cacique Jacinto Collahuaso. Velasco habrá de reivindicar a Atahualpa y no a Huáscar, siguiendo en esto al mismo Collahuaso; más tarde, habrá de rebajar la figura histórica de Rumiñahui, frente a la del primero de los mencionados, siempre, claro está, tratando de justificar sus valoraciones sobre lo que él entendía que era la raíz misma de la objetividad histórica conforme con los ideales del eclecticismo dieciochesco: "En lo que no seguiré a este escritor indiano—habla de Collahuaso, es en exaltar tanto a su héroe Atahualpa, que lo compara con los más célebres emperadores romanos y a otros monarcas de Europa. . . ; pero sí me parece, sin hacer injusticia a ninguno, que es muy difícil hallar entre los príncipes gentiles de los reinos americanos, otro que le igualase en el conjunto de calidades y prendas.. ." (EL, 217—218).

¿Y cuáles eran esas prendas? La pregunta nos pone frente al mundo de valoraciones establecido por el código de moral social dentro de cuyos marcos se mueve Velasco. Nos parece importante destacar tres: el respeto que Atahualpa tenía por la aristocracia indígena (II, 215), que contrastaba de modo violento con la agresividad contra esa misma aristocracia en un Rumiñahui (II, 276); y la liberalidad, como una de las notas morales más características del emperador incaico, junto con su más absoluta buena fe. Esta última, en contraste con la mala conciencia de Pizarro (II, 257), y la primera, a su vez, en contraste con la iliberalidad de Rumiñahui, quien prefirió esconder los tesoros, antes que entregarlos para salvar al inca (II, 274). 96

Respeto por la aristocracia, que era lo mismo que respeto a su propia clase, liberalidad, buena fe: he ahí las virtudes que se destacan, al lado de otras, que son precisamente las virtudes que caracterizan al hombre criollo, presentado en todo momento como sujeto de orden y jerarquía, conciliador y liberal con sus riquezas, en exceso, piensa Ve-lasco, y respetuoso de las normas morales que lo hacían hombre de buena fe (Cfr. I, 358—359 y otros pasajes). De este modo se produce un hecho interesante: Velasco reivindica lo que podríamos entender, algo

Sobre la personalidad de Rumiñahui, cfr. Christiana Borchard de Moreno, "El período colonial", en Pichincha. Monografía histórico de la región nuclear ecuatoriana, ed. cit., p. 187 188.

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así, como la interpretación conservadora indígena, la de la clase aristo-crática incaica, frente a ese Rumiñahui que se presenta al parecer anti-cipando los temidos caudillos "populares" del siglo XIX, y todo esto lo hace dentro del ala que hemos considerado "progresista" de la aristocracia criolla. Podemos decir, pues, que Velasco hace hábilmente de la historia indígena, una herramienta de expresión de la historia de otro sujeto, el criollo autonomista y monárquico, cuyo proyecto ideológico habrá de perdurar, como dijimos, hasta las Cortes de Cádiz.

Contrariamente a su declaración, la "nación indiana" no es el objeto principal de su historia, sino el instrumento para otra cosa. Dentro del universo de los discursos referidos, hay uno, que no es elu-dido, pero que tampoco es presentado de modo directo, sino por media-ción del discurso referido indígena. De todos modos, sea lo que fuere, este último es rescatado para la historia y, más allá de la crítica que puede hacérsele, responde a un espíritu reivindicatorío que a pesar de sus li-mitaciones y condicionamientos no podemos desconocer. No caigamos, pues, en el error de condenar a autores como un Juan de Velasco, lan-zando imputaciones muchas veces más cerradas que las que ellos mues-tran. La realidad es más fuerte que nuestras limitaciones ideológicas, nos desborda y se abre paso a través de ellas.

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CAPITULO XV

LA ANTROPOLOGÍA Y LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

a vindicación del hombre americano debía apoyarse, ine-ludiblemente, en una antropología y en una filosofía de la historia. Esto, por razones teóricas que no son necesarias de explicar, mas también porque era en ese campo en el que se

había desarrollado la calumnia. Por lo demás, dentro de la antropología de fines del siglo XVIII, el tema del hombre americano ocupó un lugar destacadísimo, tanto entre los impugnadores, como entre los defensores del hombre primitivo. La problemática misma de América se resolvió en la de su hombre, como el mismo Velasco nos lo dice: "Ningún punto sobre la América ha empeñado tanto los discursos de los filósofos modernos, como el propio y distintivo carácter de sus habitadores" (I, 314; cfr. 256).

Les tocó a los jesuítas americanos expulsos contemplar de modo directo el desarrollo de una problemática que les afectaba a ellos mismos en lo más hondo. La cuestión se había iniciado con la formula-ción de las dos principales tesis acerca de la naturaleza del hombre ame-ricano, expresadas una de ellas en la Histoire naturelle de rhomme de Buffon, aparecida en 1749 y la otra, en el célebre Discours sur ¡'origine de l'inégalité parmi les hommes de Rousseau, publicado en 1754. De las

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posiciones adoptadas por ambos habrían de surgir, en momentos poste-riores, las diversas respuestas, que con mayor o menor fuerza, adoptarían los que entablaron propiamente la polémica. Es importante tener presente que el Discours de Rousseau fue construido teniendo contó una de las principales fuentes informativas la obra de Buffon, aun cuando no exclusivamente y, como lo dice Michéle Duchet, la antropología esbozada por el filósofo ginebrino en sus páginas, se oponía "rasgo a rasgo" a la del naturalista francés. 96 No está demás que recalquemos que Velasco fue coetáneo de estos fundadores de la cuestión del hombre primitivo. Ya habíamos dicho que Buffon falleció en 1788, años en los que Velasco daba la redacción final a su Historia del Reino de Quito en un pueblo italiano de la Emilia, en Faenza. Por su parte, Rousseau había fallecido en 1778 cuando ya hacía 11 años que habían llegado los jesuítas expulsos a Europa. De todos modos, el arribo de los jesuítas que provenían de las colonias hispánicas coincidió, como ya lo historiamos brevemente en un comienzo, con lo que consideramos pro-piamente la primera etapa de la disputa, en la que participaron de Pau w, Raynal, Pemety y Rofaertson, entre los más señalados, con escritos aparecidos entre 1768 y 1778. La década siguiente constituyó ti SegUfldS etapa, en la quepmnwotrosJwjvp&sentenj&jváy&guóMtirogfije. ron los jesuítas americanos expulsos, Clavigero, Molina, y Juan de Velasco cuyas obras, fueron publicadas o terminadas de escribir entre 1780 y 1789.

Para el rastreo de lo que podemos considerar como la antropología y la filosofía de la historia de Velasco, es necesario tener en cuenta que si bien leyó provechosamente a Buffon, aun cuando no sepamos en concreto la amplitud de su lectura de la voluminosa obra del naturalista, no se desprende que haya leído el Discurso sobre la desigualdad de Rousseau, u otras de sus obras. Sí, es evidente que tomó conocimiento de las tesis rousseaunianas de modo indirecto a través de los escritos del abate Pernety y de la obra de Marmontel. Otra cosa es importante tener en cuenta en lo que se refiere a las ideas antropoJógicas de Velasco frente a ios fundadores de la antropología de la segunda mitad del siglo XVH1, en particular en lo que se refiere a Buffon. Este había organizado su saber científico—natural básicamente sobre el testimonio de viajeros y otras fuentes, las que salvo en lo que se refiere a la historia

00 Mlchele Duchet.Antropología e Hütoria en el Siglo de las Luco*. Buffon Voltatre Routte-au. Helvecio. Diderot. México, Siglo XXI, 1975, p. 281 y 286.

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natural europea, son en su casi totalidad indirectas. Pues bien, ni Velas-co ni los otros jesuitas, se encontraban respecto del hombre americano primitivo en las mismas condiciones. Sabemos que nuestro jesuita había actuado como misionero, que había tomado contacto directo con po-blaciones indígenas selváticas, que conocía a la población indígena andina al extremo de hablar, como en alguna parte recordamos, el quichua como segunda lengua materna y que había leído textos y documentos de las misiones en los propios archivos americanos de la Compañía de Jesús. Y, lo que era más importante para el caso, mientras que un Buf-fon y un Rousseau contemplaban al hombre americano como un objeto extraño a su propia realidad cultural, los jesuitas se sentían integrando una misma realidad humana con aquel. Las limitaciones de esta actitud, la que partía, como lo dice Velasco, de una "cotidiana experiencia" (I, 256), ya la hemos comentado.

Para Buffon al hombre desde sus inicios, y como conse-cuencia de un instinto gregario, vivió en manada, primera forma de asociación que le permitió superar su debilidad originaria y combatir contra la naturaleza . Su fuerza le ha derivado por tanto de la vida social. La fórmula del naturalista francés es terminante: "el hombre, en pocas palabras, no es hombre sino porque supo reunirse con el hombre". Este hecho, es de la aparición del ser humano como ente so-cietario, se le presentaba a Buffon, además, como histórico. No hay para aquel una etapa "natural" ni tampoco una "inocencia primitiva" sino que se encuentra inmerso en la historia desde el origen de los tiempos. Otro tanto ha de decirse del lenguaje en cuanto que éste es inescindible respecto de la constitución del hombre habida cuenta su naturaleza social: "el hombre salvaje habla como el hombre civilizado y los dos hablan naturalmente". Por cierto es posible distinguir etapas en el desarrollo de la humanidad, pero ellas se diferencian más por su intensidad o riqueza de vida histórica, que por cuestiones de "naturale-za". El hombre es hombre desde el primer momento, si bien puede lle-gar a ser más hombre. La civilización, meta final de todo el proceso, se encuentra en germen desde un comienzo. Mas, así como hay un pro-greso, hay también retrocesos hacia lo primitivo, que aproxima a for-mas de animalidad. El hombre puede ser más hombre, pero también me-nos hombre. Buffon hablará, como ya sabemos, de degeneración de las especies animales y otro tanto pensará respecto de ciertas poblaciones salvajes. Ese retroceso muestra, entre algunas de sus características más importantes, una especie de debilidad del hombre frente a la naturaleza, que le hace perder su papel de transformador y dominador de ella. Cier-

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tamente, los factores extemos, el clima por ejemplo, coadyuvarán en determinadas circunstancias a la producción de formas humanas degeneradas, aun cuando esto no sea entendido como un determinante ciego. Claro está que, el vocabulario de Buffon, revestido de estilo literario, como asimismo sus dudas respecto de sus propias afirmaciones le hacía hablar de un modo ambiguo. En él hay, en efecto, una oscilación entre la visión "historicista" de la naturaleza humana y un naturalismo que en más de un caso le habrá de llevar a entender los primeros grados de humanidad, como bestialidad. Sobre esa ambigüedad construirá su discurso calumnioso un de Pauw, haciendo las tesis de Buffon congruentes en una de sus líneas de desarrollo. Por lo demás no se salió en ningún momento del paradigmatismo propio de la antropología europea que partía del hombre europeo como modelo de todo el proceso histórico de la humanidad, no sólo en aspectos relativos a la tecnología, sino a diversos otros, de carácter somático, estético, etc. El mito del hombre blanco formaba parte inevitable del sustrato ideológico común al dis-curso colonialista del que fue, Buffon, uno de sus representantes.

La antropología de Rousseau será, siempre dentro de los marcos del discurso colonialista al que de alguna manera venía a poner en crisis, bastante distinta. Más conocidas las tesis del filósofo ginebri-no que las de Buffon, nos limitaremos a señalar apretadamente sus rasgos más característicos: rechazo del origen social del hombre y afirmación de la vida primitiva como solitaria; distinción entre dos grandes momentos, uno, fuera de la historia, declarado "estado de naturaleza" y luego otro, histórico, o estado de sociedad; aparición tardía del lenguaje, precedido, en el estado de naturaleza por formas próximas al lenguaje animal; bondad ("piedad natural") y pasividad del hombre primitivo en su aislamiento; rechazo de la razón como motor de la historia de la humanidad y la historia de la razón; imprevisibilidad del decurso histórico como consecuencia de la libertad del hombre y la variedad de las circunstancias; repulsa de la pretendida "civilización" como meta de todo el proceso de la humanidad y, con esto, la puesta en duda de uno de los ejes principales del discurso colonialista. Las tesis célebres del Discurso sobre los orígenes de la desigualdad estaban anticipadas desde hacía ya años por las del Contrato social en la que, como sabemos, la sociedad era entendida como una artificiosidad superpuesta a la naturaleza, por obra de un contrato, cuya raíz se encuentra en aquella libertad originaria que mencionamos. En el Discurso quedará fuerte-mente señalada, sin embargo, como el tema central del mismo, que la sociedad civil, lejos de afirmar aquella libertad, lo que ha hecho es im-

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poner el reinado de la propiedad privada y con ella, el de la desigualdad con aquellas célebres palabras según las cuales: "El primero que cerco el terreno y dijo esto es mío . . . " dio comienzo a una nueva etapa de la humanidad. Se había entrado en la historia. El programa, el que propone Rousseau, será pues el de un nuevo contrato que tenga en cuenta la naturaleza originaria del hombre.

¿Qué pasaba con el hombre colonial y en particular con el hombre americano? Un doble movimiento, ciertamente contradictorio, que impulsará a mirarlo con simpatía, en )a mefiós gVfJfteyppfáV' mo a Ja bondad del hipotético y lejano hombre solitario, pero a la vez, una especie de conmiseración, de "dulce patemalismo". Un uso ideológico de un hombre del que se había creado una falsa imagen, para poder justificar la necesidad de un nuevo contrato. De manos de Rousseau, en verdad, no salía mejor parado el hombre americano que de las páginas de Buffon. Después de ellos, las posiciones habrán de radicalizarse abiertamente entre un "buen salvaje" y un "salvaje perverso", expresión de la degeneración de la especie humana.

Frente a estas dos posiciones y sus variadas reformulaciones, se organizan la antropología y la filosofía de la historia de Juan de Velasco. Un primer aspecto hay que señalar como ciertamente defínito-rio: tanto Buffon como Rousseau habían prescindido manifiestamente del recurso a los textos bíbilicos y sus doctrinas son propiamente "historias filosóficas". Bien es cierto, que de ambos, el que menos se apartaba de la cosmovisión que surge del Génesis era Buffon, pero sin que esto significara por su parte intención de tenerla en cuenta. Frente a las "historias filosóficas", Velasco se aferrará a una filosofía de la historia que tiene sus raíces en el agustinismo, de naturaleza creacionista y providen-cialista, en lo que se refiere al ser humano y teleológica respecto de la naturaleza en general (I, 114 y 169). Esta clásica filosofía de la historia coincidía en algunos supuestos importantes con la que habría de organizar la Europa colonialista del siglo XVIII, aun cuando los filósofos se desentenderían de ella. En primer lugar, implicaba la importante idea de una Historia mundial y, además, señalaba el movimiento o desplazamiento de esa Historia, tema que se encuentra anticipado en los mismos textos bíblicos. San Mateo, en su Evangelio había dicho que la venida del Hijo del Hombre se produciría "como el relámpago que sale del oriente y brilla hacia el occidente" (XXIV, 27). El comienzo de la historia se encuentra en el oriente, pero su destino es el occidente. Planteados así las cosas, para un americano, aquella luz había cumplido el des-

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plazamiento señalado al pasar de Europa a América, occidente respecto de la primera aun cuando tanto en los "filósofos modernos" como para la época en general, el concepto de "occidente" tenía una profunda am-bigüedad, en cuanto que se partía, asimismo, del presupuesto no siempre explícito de un "occidente absoluto", la Europa. La fórmula acabada, que concluiría con esa ambigüedad, la habría de dar Hegel años más tarde. En verdad, si en alguien habían sufrido estas viejas creencias una quiebra, había sido en Rousseau, con su propuesta de un modelo que venía a contraponerse al impuesto por la civilización europea, el del hombre primitivo con su "bondad natural". De ahí que Velasco se encontrara más cerca de Buffon, como decíamos, que de éste.

Y todavía hay algo más, ciertamente definitorio dentro de la filosofía de la historia cristiana, la cuestión del pecado original que había sido obviamente dejado de lado en los planteos rousseaurúanos y que en Buffon no aparecería abiertamente en entredicho, aun cuando ya en él se anticiparan doctrinas sucedáneas de la vieja idea de "pecado", expresadas no como cuestión teológica sino "natural". El hombre americano era débil por una suerte de "pecado" del que absurdamente no tenía culpa. Velasco habrá de afirmar la universidad del diluvio, en contra de los que hablaban de diluvios parciales, precisamente por la universalidad del pecado original. Si el diluvio fue un castigo, no pudo serlo para unos hombres sí y para otros no, toda vez que el pecado que lo provocó tenía según se desprende de lo que nos dice, su raíz en la naturaleza pecaminosa del hombre y no solamente en determinados pecados cometidos (I, 263). Del mismo modo, aun cuando de manera no tan explícita surge de la posición de Velasco el rechazo de las otras formas de "pecado original" sugeridas por los "filósofos modernos" que des-teologizándolo lo mantenían sin embargo, para explicar el estado de "degeneración" del hombre americano. La universalidad de la naturaleza caída del hombre era, pues, en sus manos una de las herramientas que ponía en juego para defender una igualdad antropológica puesta en duda.

Velasco, no está lógicamente de acuerdo con los "filósofos modernos" ya sea con la negación del "estado de pecado", ya fuera con sus versiones desteologizadas, a la vez que adopta de acuerdo con Buffon la afirmación de la natualeza originariamente social del hombre, el que "abandonado a la simple naturaleza —nos dice— y privado de la ventaja que resulta de la educación y de la sociedad, se diferencia poquísimo de los brutos" (I, 338). Ahora bien, el "estado de pecado" no

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supone el hecho del pecado, sino su posibilidad, y por tanto el hombre primitivo, lo mismo que el civilizado, no es "bueno" o "malo", sino una cosa y la otra según las circunstancias. Por lo demás, las dos antro-pologías que muestra el siglo XVIII en Buffon y Rousseau, no eran para los americanos, cosa nueva, toda vez que ya habían sido anticipadas en cierto modo, en la célebre controversia entre Bartolomé de las Casas y Ginés de Sepúlveda. De alguna manera ambas posiciones eran tradición dentro de la problemática hispánica relativa el indígena americano. Ro-bertson, con palabras que Velasco transcribe y comparte, había dicho hablando de los indígenas y los conquistadores españoles que: "Los que querían hacer perpetua su esclavitud, los representaban como brutos, como raza obstinada, incapaz de instruirse en la religión, ni en la vida ci-vil. Otros, piadosos, interesados en el bien y la conversión de aquellos, sostenían, que aunque rudos, e ignorantes, eran de buena índole, man-sos, amorosos, y aptos a formarse con la instrucción buenos cristianos y ciudadanos útiles" (I, 315).

En consecuencia, el origen y la naturaleza del hombre ame-ricano son los mismos que los de todos las variedades humanas, del mis-mo modo que había sostenido a propósito de las especies animales dentro de su filosofía de la naturaleza. Hay una historia universal que no es explicada como el encuentro de una humanidad histórica con otra que se encuentra todavía fuera de la historia, en un pretendido "estado de naturaleza". Existe, eso sí, un modo "natural" del ser del hombre, mas para el ser humano ese modo de ser no se ha dado jamás y para ninguno, ajeno totalmente a lo revelado. De ahí que la historia que estructura Ve-lasco parte del presupuesto de que las poblaciones que viven en la etapa del salvajismo, por primitivas que sean, guardan algún recuerdo de he-chos que han vivido en común con los demás hombres del planeta. En América se encuentra siempre "algún confuso y equívoco vestigio" del resto de la humanidad (I, 285). En todo caso, lo que se ha producido es un oscurecimiento, fruto de la gran dispersión y de las condiciones en que le tocó vivir a cada pueblo. La historia mundial no es, pues, el encuentro de una prehumaniad llevado a cabo por la humanidad, sino un reencuentro de la humanidad consigo misma. Se trata de dos líneas de desarrollo de una misma historia. Eso sí, una historia que no ha sido homogénea y que ha conducido a desarrollos culturales valiosos en sí mismos, aun cuando el modelo occidental sea, dentro del complejo pro-ceso histórico de la humanidad, el más acabado. No hay que olvidar que el hombre occidental tenía vivo el mensaje de Cristo, mientras que el hombre americano, dentro de esta filosofía de la historia, mantenía ves-

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tigios confusos de la revelación.

Tales serían los presupuestos generales de la filosofía de la historia sobre la que Velasco intenta reivindicar al hombre americano. Sobre ellos se debería reinterpretar lo que en páginas atrás dijimos acerca de los conceptos de naturaleza y de historia y de aquella cierta aproximación a la filosofía de la historia de Herder, que mencionamos. Lo mismo habría que decir respecto de otros desarrollados que hemos tratado de mostrar, tales como el de la evolución de las lenguas, de las formas escriturarias, en fin, de las formas de asociación. En última ins-tancia, la filosofía de la historia se concreta en Velasco en una teoría acerca de la civilización, en la que, como anticipamos, se opone abierta-mente a la posición de escritores europeos, tal como un Robertson. Con la presentación de esa teoría daremos fin, pues, a todos estos estudios sobre la vigorosa personalidad del jesuíta quiteño.

Podríamos afirmar que la contradicción que hay entre lo que llamamos "proyecto ciudadano" y "proyecto poblacional", que podrían ser denominados de modo más amplio, "colonial" y "utópico", se muestran asimismo dentro de la filosofía de la historia. Así, el pro-yecto ciudadano o colonial se organiza fuertemente sobre la contraposi-ción "ciudad — campo", dando primacía total a la primera sobre el se-gundo; por su parte, el proyecto utópico, vendría a dar una versión dis-tinta de aquella relación como consecuencia de una valoración particu-lar de lo que entiende por propiedad privada. Habíamos dicho, a pro-pósito de ésta, que se desprende de las páginas de Juan de Velasco un esbozo de historia hecho sobre el concepto de propiedad, que es básica-mente, para la época, propiedad campesina. De este modo, si el proyecto ciudadano muestra toda una teoría acerca del florecimiento y decadencia de las ciudades, el utópico, si bien no se aparta del concepto de ciudad, pareciera ampliar la problemática de la decadencia y el florecimiento en un horizonte más vasto y de sentido diverso.

Por lo demás, la teoría de la decadencia muestra un doble desarrollo. Hay una decadencia de la "ciudad pagana", a pesar de los grados de belleza y perfección que pudiera haber alcanzado por obra de una "luz natural" y a pesar también de aquellos "vestigios" de la Pala-bra revelada, cuyo destino es su reconstrucción como "ciudad cristia-na". Mas, hay también una decadencia de la ciudad cristiana, la que, se-gún parece, despierta el proyecto utópico, el que se nutre de los ideales del cristianismo primitivo y se relaciona estrechamente, como hemos

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visto, a la cuestión del "derecho de propiedad", planteado en relación con la "ciudad pagana".

Se completa, en fin, la filosofía de la historia de Velasco con una teoría de los estadios culturales que anticipa, como dijimos, la problemática de "civilización y barbarie" que habrá de constituir uno de los temas más destacados dentro de la filosofía política del siglo XX. Un primer esquema surge de las diferencias que establece entre los qui-tus, los scyris y los incas, el que tiene como punto de partida el concepto de "carácter civil". En los quitus nos dice que no hay "ni aun la sombra de aquel carácter" y que es .una nación "rústica, bárbara e inculta" (I, 360); la época de los scyris constituye un "reinado menos bárbaro" y es posible señalar en ellos un cierto "carácter civil" que no es "muy despreciable", si bien "imperfecto y muy inferior al que después introdujeron los incas" (I, 361; 363); por último, éstos, alcanzaron un "alto grado de civil cultura", que "ha desconcertado a los filósofos mo-dernos" (I, 364). En un segundo esquema, hecho a propósito de las po-blaciones indígenas actuales, reaparece la misma doctrina de la "civil cultura", opuesta al estado de barbarie o rusticidad. Distingue tres si-tuaciones: "una de las naciones bárbaras y salvajes, que nunca han visto o apenas han visto la cara de algún misionero; y de aquellas que siendo ya conquistadas, se han vuelto a su barbarie antigua, con las sublevaciones y tumultos. Otra, de las naciones antiguamente cultas y civiles, que por haber estado bajo el Imperio de los incas, se llaman peruanos; y otra, de las que habiendo sido bárbaras y del todo incultas, fueron conquista-das o con las armas, o con el Evangelio, las cuales se hallan al servicio de los europeos" (I, 337).

En los fragmentos mencionados aparece todo el vocabula-ri con el que Velasco ha organizado su doctrina de los grados culturales o de los estadios de la vida humana. El concepto básico que sirve para establecer esos grados, el de "carácter civil", es definido así: "Llámase carácter civil aquella cultura, por la cual se distingue una sociedad de hombres, de las naciones o tribus bárbaras y salvajes. Lo constituyen la religión, el gobierno político, las leyes, las artes y las ciencias" (I, 360). "Cultura civil", "civil cultura" y "carácter civil" (Cfr. I, 363; 364, etc), son giros sinónimos de "culto", y se oponen ambos a "incivil" y a "in-culto" (I, 361, 383, 384 etc). De todos modos, el adjetivo "civil" no genera en Velasco el sustantivo "civilidad" ni tampoco el de "civiliza-ción", si bien es cierto que en algún texto, raro por cierto, aparece la expresión "incivilidad" (I, 383). En las ocasiones en que aparece el tér-

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mino "civilizado", que sería el que más se aproxima a "civilización", se trata de transcripciones que hace de Robertson (I, 375; 391; 393). Re-sulta un tanto curioso que no haya incorporado la palabra "civilización", que, según nos recuerda Michéle Duchet, se encuentra frecuentemente en las páginas de la obra de Raynal y cuyo uso había comenzado, mucho antes de la aparición de la misma (1770), al promediar el siglo XVIII. Habría sido Mirabeau quien en un escrito titulado L'Ami des hommes, de 1756, la habría utilizado por primera vez.97Hay que tener presente que Velasco leyó a Raynal en una versión italiana, que es la que cita (I, 436) y que no sabemos cómo se tradujo en ella la palabra francesa "civilization", que era para la época un neologismo; por otra parte, la expresión "cultura civil" tampoco sabemos si se encuentra en la edición italiana de Robertson y si es una posible traducción de la expresión "civil life". Sí sabemos, por los textos del historiador inglés que transcribe Velasco, que se había trasladado al italiano el adjetivo "civilizado", al que no hizo suyo. 98

Sin embargo, la palabra "civilización" había sido ya usada por Espejo a comienzos de la década del noventa, hecho que muestra en el redactor de Primicias una apertura mucho mayor respecto de neolo-gismos, que la que se ve en este caso en Juan de Velasco. 99

Regresando a la cuestión tal como se presenta en Velasco, es posible observar que, de los conceptos de "barbarie" y "salvajismo", el primero tan sólo aparece enunciado en forma sustantiva, mientras

97 Cfr. Michéle Duchet. Antropología e ilustración en el tifio de lat luces, ed, cit. p. 190, nota. Duchet menciona un trabajo de Lucien Febvre, "Civilization, le mot et lldee", aparecido en la revista del Centre International de Synthése. primera semana, 2do. fascículo, 1930, de donde habría obtenido la información. Por su parte Juan Lacroix en su breve estudio "Le sens de 1' histoire", habíale atribuido un origen más tardío a la palabra, la que según nos dice habría sido acuñado por Holbach hacia 1776. Indudablemente Lacroix no dispuso de la misma información, si bien agrega algo que nos parece muy interesante: que la palabra "Civilización" para esa fecha se escribía con mayúscula y en singular, como sinónimo de Occidente (en el sentido de "Civilization Occidentale") y que recién en las primeras décadas del siglo XIX comenzó a ser utilizado en plural y con minúscula, uso que habría sido iniciado ya en la época romántica por Baflanche, hada 1819, Cfr. Comprende. Revue de Poli fique de la Cultura. Veneda, números, 43—44, 1978, p. 10—11.

QO Cfr. textos ingleses de Robertson, transcriptos en la obra de Antonello Gerbi, La Ditputa de América, ed, cit., p. 152, nota. La versión italiana de Robertson la menciona Velafco en I, 437. 99Cfr. Primicias de la cultura de Quito, prospecto. Se trata de una página sin fecha, anterior en pocos días al número uno del periódico que es del 5 de enero de 1792.

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que el segundo es siempre de valor adjetival y presentado como sinóni-no de "bárbaro" (Cfr. I, 337). Ya dijimos que en algún caso usa la pa-labra "incivilidad" que vendría a ser sinónimo de "barbarie". Por lo de-más, lo común es que tanto "bárbaro" como "salvaje" sean entendidos ambos como equivalentes a "rústico" o de los campos (Cfr. I, 360, 385 etc).

Ahora bien, esa indistinción entre lo que sería "barbarie" y "salvajismo" tampoco responde a lo que para la época en que escribía Velasco era un lugar común: La diferenciación de tres estadios culturales que, en orden progresivo eran los de "salvajismo", "barbarie" y "ci-vilización". Montesquieu, en el Espíritu de las Leyes había establecido, ya en 1748, la distinción entre los dos primeros, a los que caracteriza como "pequeñas naciones dispersas o incapaces de reunirse", dedicadas a la caza y, en segundo grado, "pequeñas naciones que pueden reunirse" y que eran pastores. 10° Y por su parte, Rousseau, en su Ensayo sobre el origen de las lenguas, en 1761, había hecho una presentación equivalente, si bien más completa, desde dos puntos de vista, el de los medios de vida y de los grados de lenguaje. Según el primer criterio, los salvajes eran cazadores, los bárbaros, pastores y los civilizados, labradores; y según el otro, el salvajismo se caracterizaba por un lenguaje "representativo", la barbarie, por el paso hacia el sonido articulado (la "palabra") y la civilización sumaba a la palabra oral, la escritura. 101 De acuerdo con lo que hemos comentado al hablar del lenguaje ya sabemos lo que entendía por "formas representativas".

Pues bien, Velasco reduce los "grados de civil cultura" a solamente dos, haciendo, como decíamos sinónimos los términos de "salvaje" y de "bárbaro", si bien reconoce una cierta gradación dentro de la "barbarie" tal como vimos en la distinción que establece entre la cultura de los quitus y la de los scyris. El motivo podría estar dado por la naturaleza de las formas culturales americanas de las poblaciones pro-piamente pastoras, como consecuencia de una ganadería que, comparado con la de los pueblos asiáticos y europeos, era ciertamente algo muy poco desarrollado, hecho que no permitía la conceptualización estable-

100 Montesquieu. Eí Espíritu de Uu ley e», libro XVin. cap. XI, titulado "De los pueblos salvajes y de los pueblos bárbaros".

101 Rousseau. Obra citada, p. B6 y 80.

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cida por los autores franceses. 102 Por otra parte, otro rasgo que borra esa conceptualización, deriva del hecho de afirmar la universalidad del lenguaje articulado, salvo excepciones muy raras, dentro de las pobla-ciones americanas. Por último, es necesario recalcar, una vez más, la im-portancia que tiene, dentro de la filosofía de la historia de Velasco, el concepto de "ciudad". La vida humana, en su más alto grado es básica-mente "civil", es decir, ciudadana. La fuerza con la que trata de mostrar la existencia de una cultura urbana entre los incas se relaciona estre-chamente con lo dicho.

102 Sobre la ganadería incaica, cfr. John V. Murra. La organización económica del Ettado Inca. México, Siglo XXI, 1978, cap. "Rebaños".

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TESTIMONIOS DOCUMENTALES

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Texto tomado de: La primera gramática quichua por Fr. Domingo

de Santo Tomás, O.P. Introducción de Fr. José María Vargas. Quito, Instituto Histórico Dominicano, 1947. Se ha actualizado la ortografía. Han sido modificadas, asimismo, algunas palabras en su dicción arcaica. Los subrayados son nuestros.

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EL HUMANISMO NEBRICENSE

Fray Domingo de Santo Tomás. Gramática o Arte de la Lengua de los indios de los Reinos del Perú

(1560)

PROLOGO

A la S.M. del Rey Nuestro Señor Don FELIPE (segundo deste nom-bre). En el cual el Maestro Fray Do-mingo de Santo Tomás, de la orden de S. Domingo, le dirige y ofrece la Gramática, o Arte, que ha compuesto de la lengua general de los indios del Perú.

l armonía y orden (S.M.) que Dios nuestro Señor puso en las cosas desde que las crió (ocupando cada una en su oficio, de tal manera, que unas a otras se ayudasen, y todas sirviesen a la máquina del universo) nos enseñan, que ninguno de los hombres

ha de estar ocioso, ni ocupado en sola su utilidad privada; sino también en la de su prójimo y república. Y de aquí vino a decir el gran filósofo Eurípides, que lo mismo quería decir ocioso, que mal ciudadano. Y el divino Platón decía: que el que pasaba la vida sin emplearla en utilidad de la república, vivía en balde. Y todos los filósofos uniformes concordaron, en que el hombre ocioso no vivía. Porque decían, que la ociosidad no es otra cosa, sino una sombra y figura de la muerte. Y el que sólo en su comodidad se

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ocupaba, cometía hurto a su república y usurpando para sí sólo, lo que la naturaleza y Dios le había dado también para utilidad de otros. Consi-derando pues yo S. M. esto: y que en quince años continuos, que estuve en los grandes Reinos del Perú había alcanzado la noticia de ellos; y que sería digno de reprensión como el mal siervo; que el talento que recibió de su señor, lo había tenido escondido (principalmente que el don de lenguas, cuenta el Apóstol entre los que Dios da para utilidad de la Iglesia y república cristiana). Luego comencé a tratar de reducir aquella lengua a Arte, para que no solamente yo pudiese en ella aprovechar, en aquella nueva iglesia, enseñando y predicando el Evangelio a los indios, pero por otros muchos que por la dificultad de aprenderla, no empren-dían tan apostólica obra; viéndola ya en Arte; y que fácilmente se podía saber, se animasen a ello, y con facilidad la aprendiesen, como se co-menzó a hacer. Y aunque al parecer de muchos, y mío, con el Arte (entre personas particulares) se hacía fruto, ni creí a ellos, ni a mí, hasta que lo presenté a vuestro consejo Real de Indias. El cual lo hizo ver y examinar y entendió que si se imprimiese, sería de mucha utilidad para aquellos Reinos, la ha mandado imprimir. Impresa, pues, ofrézcola a V.M. pues por tantas vías (como cosa suya) se le debe. No tan solamente, para que recibido con la humanidad y benignidad, que V.M. suele recibir los pequeños servicios de sus vasallos, y aprobado de su alto in-genio, osé parecer en público en España, como peregrino; y navegar al Perú y mostrarse allá como natural, seguro de los calumniadores, que es lo que mueve a los que a los Príncipes ofrecen y dedican sus obras. Ni tampoco me pasó por pensamiento, querer en este Prólogo alabar las grandezas de V.M. que es lo que suele mover a otros a ofrecerlas. Por-que bien tengo entendido, que no solamente en breve Prólogo, pero ni aun en muy grandes libros se puede hacer esto. Porque dejado aparte lo que V.M. (con su generoso ánimo) en el breve tiempo que ha que reina ha sobreedificado, en lo que naturaleza le dio, dando perpetua paz a sus reinos, con las victorias que ha alcanzado. Quién podrá decir parte de la grandeza natural que a V. M. cabe de ser hijo de tan grande y singular Príncipe, como fue el Emperador vuestro padre (de gloriosa memoria) cuyos triunfos, aún no se han acabado de escribir en las historias, y es-tán y estarán perpetuos e inmortales por todo el universo. Llena está Francia, Italia, toda Alemania, Turquía y el Nuevo Mundo de las Indias (¿y dónde no?) de sus triunfos. Nunca se olvidarán sus singulares tro-feos. Ninguna antigüedad los podrá quitar de la memoria. Y lo que no se puede pensar ni decir (sin gran admiración) es que no dejando peli-gro, ni trabajo de mar, ni tierra a que se pusiese, porque no pasase, ex-perimentándolo todo. A nada de esto le movió ambición de interés

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propio, sino sólo deseo del aumento de su república cristiana. Cosa no vista, ni oída jamás en nuestros tiempos, y muy rara o nunca leída de los pasados. Y porque le parecía la grandeza de su ánimo y pecho invencible, ser poco haber triunfado y tenido debajo de su mando y señorío todos los Príncipes del mundo, si no triunfara de Emperador y le vencía, y no había otro que él a quien pudiese vencer y sujetar, y de quien triunfase; quizóse vencer a sí mismo, despojándose de su propia voluntad, de sus Reinos e Imperio, que no fue otra cosa que vencerse a sí, y triunfar de sí. Porque no sólo hubiese triunfado de todos los Príncipes y Reyes del mundo, pero de uno de los mayores Emperadores de él. Todo lo cual, no en pequeña parte de las alabanzas de V.M. se puede contar, no tanto por haberle dado naturaleza tal padre, cuanto porque el que fue tal, y tantas hazañas hizo, y tal entendimiento alcanzó, y de tanta prudencia fue dotado, conociendo el valor y quilates de V.M. se despojó de todo, y dejada su silla y trono Real, para experimentar que no se engañaba, y para ver y gozar en vida de lo que en sus estados y Reinos había de ser después de su muerte, asentó a V.M. en ella, estando muy cierto, que aquel lugar y nombre, no sólo no lo oscureciérades (degenerando del valor de tal padre) pero lo llenaríades adelante con ventajas, como de hecho lo vio y gozó de ello. Y cierto Príncipe que en su vida tal hazaña hizo, y tal victoria alcanzó, mereció ver en su vida, asentado en su lugar y trono, tal sucesor y heredero, no sólo de sus reinos y señoríos, sino también de sus hazañas y grandeza de ánimo y felicidad. Y pues el gran Alejandro (como refiere Plutarco) ni consentía que su retrato otro que Apeles, el gran pintor le sacase de pincel, ni de metal otro le esculpiese que Lisipo, el gran estatuario; y deseó grandemente que en su tiempo fuera Hornero el gran poeta para que contara sus hazañas, porque decía, que las cosas de los grandes Príncipes, no otros que grandes ingenios las han de tratar. No hay para que tan bajo como el mío, se atreva a tratar las grandezas de V.M. ni fue mi intención ofrecerle esta obrecilla, para tomar ocasión de contar sus alabanzas, ni aun de hacer el digreso (sic) que he hecho, sino que son tan ilustres y heroicos vuestros hechos, que nadie los puede tomar en la boca (aunque sea para decir que no los quiere tratar), que no se pierda en el abismo y gran piélago que hay dellos, y como de laberinto no acierte a salir sin guía. Mi intento pues principal, S.M. ofreceros este Artecillo ha sido, para que por él veáis, muy clara y manifiestamente, cuan falso es lo que muchos os han querido persuadir, ser los naturales de los Rei-nos del Perú bárbaros, e indignos de ser tratados con la suavidad y liber-tad que los demás vasallos vuestros lo son. Lo cual claramente conocerá V.M. ser falso, si viere por este Arte, la gran policía que esta lengua tie-

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ne. La abundancia de vocablos. La conveniencia que tiene con las cosas que significan. Las maneras diversas y curiosas de hablar. El suave y buen sonido al oido de la pronunciación della. La facilidad para escri-birse con nuestros caracteres y letras. Cuan fácil y dulce sea a la pro-nunciación de nuestra lengua. El estar ordenada y adornada con propie-dades del nombre, modos, tiempos, y personas del verbo. Y brevemente en muchas cosas y maneras de hablar, tan conforme a la latina y española; y en el arte y artificio della, que no parece sino que fue un pronóstico, que españoles la habían de poseer. Lengua pues S.M. tan pulida y abundante, regulada y encerrada debajo de las reglas y preceptos de la latina como es ésta (como consta por este Arte) no bárbara, que quiere decir, (según Quintiliano, y los demás latinos) llena de barbarismos y de defectos, sin modos, tiempos, ni casos, ni orden, ni regla, ni concierto, sino muy pulida y delicada se puede llamar. Y si la lengua lo es, la gente que usa della, no entre bárbara, sino con la de mucha policía la pode-mos contar: pues según el Filósofo en muchos lugares, no hay cosa en que más conozca el ingenio del hombre, que en la palabra y lenguaje que usa, que es el parto de los conceptos del entendimiento. Principal-mente si añadiéremos a esto, que es lengua que se comunicaba y que se usaba y usa, por todo el señorío de aquel gran señor llamado Guayna-cápac que se extiende por el espacio de más de mil leguas en largo y más de ciento en ancho. En toda la cual se usaba generalmente della de to-dos los señores y principales de la tierra, y de muy gran parte de la gente común della. Tenga pues V.M. entendido, que los naturales de aquellos sus grandes Reinos del Perú, es gente de muy gran policía y orden, y no le falta otra cosa, sino que V.M. lo sepa; y entienda que los que otra cosa le dicen y persuaden, le quieren engañar, teniendo atención a solos sus propios y particulares intereses. Y entendiendo esto V.M. la reciba y tenga debajo de su amparo, como los demás vasallos; y los trate como capaces del mismo tratamiento que a ellos, y con mayor regalo y favor, pues es gente más flaca y más nueva en vuestro servicio, y en el yugo de Cristo nuestro Señor. Y así entenderán que tenemos buen Dios y Rey cristiano. Con protestación que hago a V.M. si no lo hace, en breve se despoblará la mayor parte del mundo; en lo cual perderá V.M. su ha-cienda y vasallos, y Dios sus ánimas. El cual pues ha dado a V.M. tanta parte del señorío de este mundo (que se ha de acabar) le dé el del Cielo, que ha de durar para siempre, Amén.

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PROLOGO del Autor al Cristiano lector:

Bien entiendo (cristiano lector) cuan sobre mis fuerzas es, el negocio y obra que al presente tomo sobre ellas, en querer reducir la lengua general de los Reinos del Perú, a Arte; queriéndola encerrar de-bajo de preceptos y cánones. Porque una de las cosas más dificultosas que en esta vida humana se halla es, el componer y ordenar Arte de ha-blar perfecta y congruamente alguna lengua, aunque sea muy entendida y usada. Porque allende de que el Autor de semejante negocio, se pone a juicio y examen de los que la entienden; y aun lo peor es de los que no entendiéndola, se quieren hacer jueces della. Tiene otra dificultad ma-yor. Que como lo principal de las lenguas, consista en la imposición de los términos, de los que primero los impusieron a significar, y de la aceptación , aprobación, y uso de los que después dellos vinieron, y co-braron reputación de sabios en ellos; y este uso sea tan diverso y tan va-riable que el término que en un tiempo parece, y se tiene por bueno, en otro no lo es; y el que unos aprueban y reciben; reprueban y desechan otros. De aquí es, que entre las cosas más dificultosas y más variables en la variación humana es, dar Arte y modo de hablar en cualquier lengua. Y si esto es así en todas, aun en las más sabidas, entendidas y usadas, y de que hay Artes hechas, por varones de grande erudición, cuanto más lo será en esta lengua del Perú, tan extraña, tan nueva, tan incógnita, y tan peregrina a nosotros, tan nunca hasta ahora reducida a Arte, ni puesta debajo de preceptos de él? Así que cierto este negocio, entiendo tiene en sí grandes dificultades, y requería más erudición en la lengua, y conocimiento de la significación de los términos della (que es la materia del Arte) del que yo tengo, y mayor ingenio que el mío, para poder dar cabo y cumplimiento entero, a cosa que en sí tantas dificultades tiene. Y así ciertamente, yo no podría dejar de ser reprendido de muchos, o de muy ignorante o falto de entendimiento, que no entiendo la dificultad de la obra, a que me pongo, o de sobra de atrevimiento, que le oso acometer, faltándome las partes principales, que para ello requiere. Y verdaderamente sería digna de reprensión, vergüenza y oprobio, esta mi osadía, de quien así superficialmente lo considerare. Pero quien supiere la grandeza y extrema necesidad que hay en aquellas provincias, de la predicación del Evangelio, y cuántos millares de ánimas, se han

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ido y van al infierno, por falta de conocimiento de él, y de las cosas de nuestra santa fe católica, por defecto de la lengua, sin la cual no se les puede predicar. Y cuántos buenos religiosos, y siervos de Dios hay allá y acá, que se retraen de esta santa obra, y temen poner el hombre en la apostólica sementera como ésta, temiendo la dificultad de la lengua, y creyendo no poder salir con ella. Quien esto considerare atenta y cris-tianamente, y entendiere que esto que yo hago, en querer reducir esta lengua a Arte y querer presentar ante vuestros ojos la estructura, no en-teramente madura, y parir este concepto imperfecto (que de la lengua tengo concebido, antes de llegar a madurez y perfección) es por la gran necesidad que hay della, y para dar alguna lumbre, a los que ninguna tienen, y mostrarles que no es dificultoso el aprenderla, y animar a los que por falta de la lengua están cobardes en la predicación del Evangelio. Y que haber yo dado mediano principio a ello, por este Arte (aunque no del todo perfecto) será de algún"provecho, y para que otro con mayor erudición y perfección lo acabe. Quien todas estas consideraciones considerare con pecho cristiano, creo no solamente no reprenderá este mi atrevimiento, pero aun alabará mi trabajo. Bien tengo entendido (cristiano lector) que este Arte no irá tan acabada, que no se le puedan añadir, o quitar muchas cosas; pero ni por esto me tachara, el que considerare, que no ha habido Arte de los inventados hasta el día de hoy, que no fuese al principio tan exacto, y acabado (aunque fuese he-cho por personas de altos y grandes entendimientos) que no haya habido que enmendar en él. Unas veces quitando cosas superfluas, otras añadiendo faltas, así por los mismos que los hicieron, como por otros. Porque como el Antonio de Nebrija, varón eruditísimo, y de gran inge-nio, dice en el prólogo del suyo, que la lengua latina hizo, enmendándolo la tercera vez. Nada al principio se hace tan perfecto, que el tiempo inventor de todas las cosas, no descubra que añadir, o quitar. Y así yo, de tal manera al presente saco este Artecülo a luz; que dejo abierta la puerta, así a mí, como a todos los que mejor que yo entenderán la len-gua, para que puedan añadir, a lo que quedare falto, y quitar lo super-fluo, que es cosa muy fácil el añadir (enmendado lo errado) que no in-ventarlo de nuevo. Y porque (como se ha tocado) este Arte, le hace para eclesiásticos, que tienen noticia de la lengua latina, va conforme a la Arte de ella. Si algo bueno se hallare en él, refiérase a Dios nuestro Se-ñor, cuyo es. Y las faltas a mi, cuyas son. Vale.

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COMIENZA EL ARTE DE LA LENGUA GENERAL DEL PERÚ, LLAMADA QUICHUA

También asimismo es de notar que en esta lengua como en la latina y en las demás, hay todas las ocho partes de la oración, o habla; porque en ella hay nombres que significan las cosas, y pronombres que se ponen en lugar de los nombres. Hay preposiciones, que determinan los nombres y pronombres a ciertos determinados casos de la declinación. Hay también interjecciones, que declaran los afectos humanos del ánima. Hay verbos, que explican y significan sus acciones y pasiones y par-ticipios, que en la significación, cuyos son participios se ponen en su lugar. Hay asimismo adverbios que modifican y limitan las significaciones de los nombres y verbos. También hay conjunciones, que ayuntan las partes dichas de la oración y habla entre sí. Por manera que en esta len-gua, hay todas las ocho partes de la oración, y en ella se usa de todas ellas, como claramente parecerá en el presente tratado y discurso de él.

Qué cosa sea nombre, pronombre, verbo, y demás partes de la oración, y cuál sea la distinción de cada una dellas, porque como está dicho esta arte principalmente se hace y ordena para personas ecle-siásticas y latinas, que se presupone que ya de la gramática del Antonio de Nebrija, y de la lengua latina, saben la definición y declaración de cada una de las dichas ocho partes, y los que no saben para aprender esta lengua, basta brevemente entender lo que aquí se ha dicho, y al principio del tratado de cada una de dichas partes se dirá; por tanto me pareció, que no hay para qué gastar más tiempo en declarar a la larga qué sea cada una de estas partes, ni aun me parece que lo hay de declarar qué sea oración, mas de decir, que en el propósito entendemos por oración cualquier plática o razonamiento congruo, compuesto de términos. Ejemplo, decimos: Yo amo ñoca coyani.

Cerca de la sexta y última propiedad (que es declinación) es de notar que no hay en esta lengua declinación ninguna, sino que to-

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dos lo nombres son indeclinables en sí, como en nuestra lengua española, en la cual ningún nombre se declina; y de una misma manera hace en todos los casos, como en este nombre, hombre, decimos en el nominativo hombre, y en el gentivo decimos, del hombre, y el dativo decimos para el hombre: de manera que todos los casos son invariables e indeclinables, y se profieren de una misma manera; pero conocemos ser la significación del nominativo, o genitivo, o dativo, no en la variación del, que ninguna hay como está claro, sino en los artículos que se les añade a los casos, como la señal del nominativo en \a \engvx& fcspafvo\& es esta dicción, el, para el masculino, como decimos: el hombre; para el femenino, como decimos, la mujer; por aquella partícula, el o la, entendemos que es nominativo. En el genitivo decimos del hombre, por aquella partícula de composición, entendemos que es genitivo; y en el dativo decimos, para el hombre, o al hombre en aquella partícula para o ai, entendemos que es dativo, etc.; y así de los demás casos, que por las partículas que les añadimos, entendemos ser estos, o aquellos casos. Así acá en esta lengua general de los indios, todos los nombres son en sí invariables, y no hay en ellos variación alguna, sino que por ciertas partículas o artículos que añade a los casos, se conocen si es nominativo, o genitivo. Y aunque esto sea así verdad, que el nombre en sí indeclinable, pero porque los artículos que se le añaden parece que le hacen un mismo término con él, y estos entre sí son tan diversos como abajo se verá, me parece se puede y debe decir, que todos los nombres y demás partes de la oración declinables tengan una declinación, no por parte dellos, sino por razón de la diversidad de los artículos; y así se dará declinación del nombre y más partes de la oración declinables, por lo dicho.

Acabada ya la gramática y tratada con la mayor brevedad posible la materia de las ocho partes de la oración y propiedades dellas, resta (para los que la quieran aprender) el ejercicio, práctica y uso de-lla, que es lo que perfecciona y da cumplimiento al arte, sin el cual los preceptos de él, son poco provecho. Por tanto me pareció no ser fuera de propósito sino muy conforme a él, poner aquí al fin del arte el praxis de los preceptos y reglas en él dadas, para que lo que el lector hubiere entendido del arte en la teórica, vea puesto en práctica, y aunque para los ejercitados en la lengua latina, griega, y en las demás, no hay necesidad de advertir desto; pero para los que no lo son han de notar. Que cada lengua tiene su phrasis, y modo particular de hablar, y orde-

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EL HUMANISMO DEL SIGLO XVIII 273

na en su plática, o oración las partes della a su modo, y el orden que en una lengua es elegancia y hermosura, si se guardase en otra, sería barbarismo, y fealdad, y así, advierto a los que no tienen noticia de otras lenguas si vieren que esta no va conforme a la española, ni suena como ésta, no le parezca lengua bárbara o jerigonza. Porque aunque tiene la misma sentencia, no guarda el mismo orden en decirla, como tampoco lo guarda la latina, griega, ni las demás, y alguno volviendo la lengua griega en la latina, o la latina, en española, guardase la misma orden en la latina, que hay en lo griego, o en la española, el que hay en latín, no solamente no estaría tan elegante, pero sería casi ininteligible y algarabía. . .

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ELOGIO DEL AUTOR Y SU OBRA

Sebastián Salinas

Pentámetros (*)

Si conocer pretendes el auténtico idioma de los indios, si pretendes descubrir los secretos inviolados siglos y siglos, en la vida anónima de aquella gente, sus rituales usos —sagrada arcanidad—, que ni maestros de tiempos idos conocer pudieron; compra este libro que en estrechos límites una cubierta rústica aprisiona: a poco precio lograrás mil bienes. ¿Quién es el Autor de tal presente?

* El presente "Elogio" de la Gramática y del Lexi-cón de Fray Domingo de Santo Tomás, ha sido gentilmente traducido de su versión latina, con la que Fray Domingo la insertó en su obra, por el Licenciado Federico Yépez Arboleda, a quien expresamos aquí nuestro agradecimiento. El texto lleva la siguiente aclaración: "Compuso este poema Sebastián Salinas, Director de la Cátedra Principal de Gramática y Retórica en la floreciente Academia Pinciana".

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274 ARTURO A. ROIG

—Al punto lo sabrás si vas leyendo aqueste mi poema: es Fray Domingo, el de Santo Tomás,

el que a los indios consiguió conquistar, amansar fieras, y recorriendo con acierto el

orbe, artes y letras enseñó a los rudos; el que ya niño atesoró en su mente alta sabiduría cual ninguno; y siguiendo después la huella ilustre de su Patriarca Fundador, expuso la palabra de Dios a los salvajes; el que a los

sacerdotes con maestría en el idioma de los indios supo hacer hablar; redujo aquella

lengua de acento primitivo cual de bárbaros a número y medida, convirtiéndola, con alarde increíble de destreza, en instrumento dócil para el arte. Prodigio de valor fue en otro

tiempo Hércules, magno domador de fieras, y sus doce trabajos con justicia la admiración

universal despiertan: mas quién podrá contar todos los triunfos de este nuevo campeón,

autor preclaro del libro que su mérito abrillanta? Presto, toma en tus manos su presente, prenda de amor, su diccionario,

léelo y aprende lo que enseña; sigue libre el camino empezado, siempre ajeno a toda

envidia e incólume a sus flechas!

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EL LASCASISMO REFORMADO

Juan de Solórzano y Pereira. Opiniones en pro y en contra de las mitas en las minas (1648)

CAPITULO XV

Del servicio de las minas y beneficio de sus metales. Y si es lícito repartir para ellas indios involuntarios: tráense las razones y fundamentos que se suelen y pueden considerar en favor de la afirmativa.

Texto tomado de: Capítulos XV y XVI del Libro II de la obra Políti-

ca Indiana (1648), Madrid, Compañía Iberoamericana de Publicaciones, 1972, 5 volúmenes (Biblioteca de Autores Españoles, Vol. CCLII-CCLVÍ). Se trata de una reedición actualizada de la célebre obra de Solórzano Pereira, autor en el que es visible el paso del humanismo renacentista al barroco y del primer lascasismo a lo que nosotros denominamos "lascasismo reformado". Hemos eliminado todas las notas de pie de página, algunas citas interiores y se ha actualizado la grafía.

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276 ARTURO A. ROIG

La materia que pretendo tratar en este capítulo, no es menos profunda que las mismas minas a que se endereza, ni menos trabajosa, y obscura por las opiniones, y Cédulas Reales tan encontradas, que en ella hallo, y las graves razones, y fundamentos con que suele, y puede apoyarse cualquiera de ellas: y así, procuraré poner particular cuidado en examinarlas, siguiendo el consejo de S. Pedro Crisólogo, que hablando en los mismos términos de las minas, dice, que los que se sienten sus venas ricas, allí emplean, y ocupan luego todo lo que alcanza su saber, y trabajo.

2. Y en favor de la afirmativa, conviene a saber que sea justo, y lícito dar indios de mita para labrarlas, y beneficiar los metales que de ellas se sacan, y obligarles aunque ellos no quieran a este servi-cio, como se remuden en él, y que sólo den la séptima parte, y sean bien tratados y pagados; y con las demás condiciones y requisitos que dejo apuntados en el cap. 7, tenemos el parecer de Matienzo, Acosta y Agia, que son solos, o casi solos los que han escrito de este argumento. Y yo he visto otros manuscritos de D. Fr. Jerónimo de Loaysa, Arzobispo que fue de la Santa Iglesia de Lima en el Perú, y del Doctor D. Pedro Muñiz, insigne teólogo, deán de ella y de otros doctos, y graves varones que para esto juntó y consultó el Virrey D. Francisco de Toledo, en que en substancia concluyen y resuelven lo mismo.

3. En cuyo apoyo con ellos, y demás de lo que en ellos dicen, considero en primer lugar, que si a la agricultura, porque necesita del trabajo, e industria de los hombres, y es tan precisa, útil y necesaria para que las tierras les de frutos, con que se sustenten, está permitido y se tiene por lícito que se den indios de repartimiento, como largamente lo traté en el cap. 9, no parece se deben negar a la saca y beneficio de los metales que tomaron el nombre del cuidado mismo, que se ha de poner en buscarlos y no los da la madre naturaleza, si la industria, y codicia de los hombres no los partea, como gravemente dijo Punió, y otros que refiere el Padre Juan de Pineda. Y parteados o producidos que son, rinden tanta utilidad y se juzgan por tan necesarios, como la agricultura y sus frutos para el sustento y conservación de estos, y aquellos reinos y de las dos repúblicas, que mezcladas ya, constituyen españoles, e indios; las cuales, o perecerían, o por lo menos padecerían gran menoscabo, y los mismos indios mucha quiebra en su doctrina espiritual, gobierno y amparo temporal, si en esta parte nos faltasen con su trabajo.

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4. La cual razón pondera eficaz y elegantemente el P. José de Acosta, y la hallo bastantemente expresada en el cap. 67 de la Instrucción que se dio al Virrey del Perú el año de 1595 y se repite en las demás que llevan los sucesores en aquel cargo, el cual dice: También os encargo que tengáis mucha cuenta con la labor y beneficio de las mi-nas descubiertas y en procurar, que se busquen y labren otras de nuevo; pues la riqueza de la tierra es el nervio principal para su conservación y de su misma prosperidad resulta ¡a de estos reinos, que es en ellos tan importante y necesaria, cuanto lo tenéis entendido.

5. Palabras que tienen en confirmación suya lo infinito que en tantos autores está escrito, del poder, y efectos de las riquezas y de lo que por conseguirlas anhelan, trabajan, caminan y navegan los hombres por mar y tierra, desmayando todos en todo y aún desampa-rando sus propios lares y naturales, si por suerte no las consiguen.

6. Pero contentaréme con citar al gran Casiodoro, que en dos elegantes epístolas, alentando a los hombres a que busquen y la-bren las minas, hace demostraciones de que no hay más honesto y pro-vechoso trabajo, y que en ellas hallarán el trigo, y el vino, y los demás frutos que nos da la naturaleza para nuestro uso, y sustento, si con in-dustria los cultivamos; pues hallarán el oro y la plata, cuyo precio y estimación atrae y llama a sí todo lo referido y lo demás que puede apetecer y desear el género humano.

7. Con el cual contesta, aunque no lo refiere Gregorio Agrícola probando, que en los metales está «1 comer y el vestir; y res-pondiendo a los argumentos de los que desprecian, o contradicen el buscarlos, cavarlos, y beneficiarlos.

8. No dije en vano que la falta de estos tesoros, aun la vendremos a sentir en la de la religión y enseñanza espiritual de los in-dios, porque aunque el ardiente celo y cuidado que en lo tocante a esto han puesto, y siempre ponen nuestros Católicos Reyes, no pende de su codicia, como ya en otras partes lo dejo referido.

9. No se puede dudar que las gentes que han pasado, y pasan a las Indias, y las pueblan, habitan y cultivan, se alientan mucho por ellos, y con ellos; y que si faltasen, o se menoscabasen considera-blemente, vendrían en igual quiebra los tributos y rentas reales con que se sustentan, defienden, y conservan las mismas provincias, y las de los

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arzobispos, obispos, doctrineros, religiosos, misioneros y otros minis-tros que se ocupan en la conversión y enseñanza de los indios con que iría cesando, o aflojando todo lo que con tanto desvelo y cuidado se ha dispuesto, y entablado para el bien y salud de sus almas, y cuerpos y ellos volverían al vómito de su idolatría y bestiales costumbres de que Dios por su infinita misericordia les iba apartando.

10. Sin ser en nosotros culpable, ni vituperable el alentar-nos con el cebo de sus minas; pues el mismo Señor con su alta, e ines-crutable sabiduría quiso que su oro y plata, que suele ser el daño de otros mortales, ayudase a ocasionar el remedio y conversión de éstos, como gravemente en nuestros mismos términos y para defensa de este servicio lo considera el P. Acosta, y trayendo algunos lugares de Escritura para probarlo el Padre Maestro Fray Basilio Ponce de León y otros que con no menor atención han tratado de este argumento.

11. El segundo, que en favor de esta parte se puede considerar, es que si las utilidades y necesidades públicas y el bien universal de todo el reino hace justos y lícitos los servicios personales de estos indios de que tratamos y son la regla por donde se han de medir, como en los capítulos antecedentes, queda probado, este de que nos sirvan, y ayuden en la labor de las minos, abraza y encierra en sí todo cuanto en cualquier cosa se puede requerir para que se juzgue por útil y necesaria, según la doctrina de los autores que de ello tratan. Pues de él pende como se ha dicho la saca de oro y la plata, en que consiste la unión y conservación de España y de las Indias, y por mejor decir, de toda su dilatada Monarquía; y la defensa y exaltación de la santa fe católica, en que siempre han puesto y ponen su principal cuidado nuestros Católicos Reyes; como lo reconoce Redín, Camilo Bórrelo y otros autores.

12. Por lo que no deben, ni pueden negarse a él los indios, que ya mezclados con nosotros, hacen un cuerpo y han de ayudar a sustentarle, conservarle y defenderle en cuanto pudieren, como ya queda probado en el cap. 5.

13. En ninguna cosa pueden más, ni mejor que en este ministerio, para el cual se han tenido siempre por los más aptos y necesarios; enseñándonos la experiencia, que ni españoles, ni negros no lo son para él, y que aun cuando pudieran durar en este trabajo, fuera más su costa que su provecho, como lo advierte el Padre Agia y en el cap. 7 de este libro queda ya apuntado.

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EL HUMANISMO DEL SIGLO XVIII 279

14. Ni parece que podrá extrañarse por nadie, que les obliguemos a él, siendo tan notorias, comunes, precisas y urgentes sus necesidades y utilidades, pues siempre que estas militan, pueden los príncipes cargar nuevos tributos, servicios e imposiciones a sus vasallos; y ellos aun sin más prueba que su buena opinión, están obligados a consentirlas, según lo enseñan los muchos textos y autores que de esto tratan. Y otros que largamente juntaron muchas cosas de la necesidad y de los efectos que suele y puede obrar, aunque sea en contravención de todo derecho; porque no hay más ley, ni derecho que ella donde interviene.

15. El tercero sea, que aunque siempre es y debe ser re-prensible y execrable la codicia, o tiranía de algunos príncipes que con pretexto, y color de utilidades, o necesidades públicas cargan a sus vasallos nuevos, y graves tributos, como latamente lo prueba Pedro Gregorio, y lo diremos más despacio en este libro en el cap. 19 nunca se les ha notado, ni puede notar ni prohibir, que usando de justos medios y permitidos arbitrios, aumenten sus rentas y patrimonios; antes pecan mor-talmente en opinión de muchos autores, si por tales vías no procuran en cuanto buenamente pudieren juntar y adquirir tesoros para las guerras, y otras cosas, que les pueden ofrecer en bien de sus reinos y tener con eso a sus subditos menos gravados y molestados.

16. Porque es doctrina legal y aforismo político que en estos consisten los nervios de ellos y que las armas no se pueden manejar bien si ellos faltan.

17. Y entre los dichos medios, o arbitrios, siempre se ha tenido por el más honesto y justificado este de buscar y labrar minas y beneficiar sus metales; pues por esta vía se juntan y gozan riquezas sin quitarlas a nadie, sino a la tierra que en sí inútilmente las escondía; como lo da a entender el capítulo de Instrucción que dejo citado y con elegantes palabras lo dice Casiodoro.

18. Y no menos bien Latino Pacato reprendiendo a Máxi-mo Tirano; porque sin usar de este medio, que es el que en primer lu-gar deben seguir todos los buenos príncipes, ponía su estudio y felici-dad en gravar y desollar a sus vasallos.

19. Lo mismo apuntan Lucano y Sambuco, cuando nos amonestan la misma diligencia en la busca de estos metales que no sirven de nada, ni a nadie, mientras no se descubren y benefician.

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20. Y la Sagrada Escritura en muchos lugares, donde muestra los daños de tener, o dejar escondidos, o perdidos estos u otros semejantes tesoros de cuya busca y conservación leemos el gran cuidado que tuvo el rey Salomón; y todos resuelven que lo hizo y pudo hacer sin pecado.

21. En cuarto lugar considero en favor de la misma opi-nión, que si lo que se hace siguiendo ejemplos antiguos y las pisadas de varones prudentes, suele justificar las acciones humanas, como lo enseña el derecho, Cicerón y otros muchos autores no parece culpable, ni horrible la aplicación y compulsión de los indios a este servicio de las minas y sus metales; pues en todos siglos hallaremos reyes y repúblicas que se tuvieron por bien gobernadas y se valieron para el mismo ministerio de sus vasallos, como lo leemos de Creso rey de Lidia, cuyas riquezas juntadas por esta vía, quedaron en proverbio entre las de mayor crecimiento; y de Semíramis y los atenienses que ocuparon en él muchos millares de esclavos encadenados. Y de los macedonios, que primero a Alejandro Magno y después a los romanos pagaron grandes tributos del copioso metal que les rendía sola una mina.

22. Refiriendo a Estrabón, dicen Mayólo y Pancirolo que junto a Cartago se labró otra de plata, en que trabajaban 400 hombres.

23. Y fuera de infinito trabajo querer especificar las de-más que así se han labrado y lo que de sus prodigiosas riquezas y del dios Plutón a quien tenían por presidente de ellas y por eso le llamaron Díte, escriben a cada paso tantos autores.

24. No olvidando las muchas de nuestra España, en que Plinio y otros dicen, que trabajaban innumerables hombres y que ren-dían tan grandes tesoros que se decía por eso que Plutón habitaba sus soterraños (como notando al Padre Serano, que inadvertidamente dijo que España nunca tuvo minas ricas, o que si algunas tuvo, se le han pasado a las Indias); lo refiere el docto Padre Juan de Pineda.

25. Ni tampoco el cuidado que en el mismo pusieron los romanos, cuyo gobierno fue siempre reputado por el más justo y sabio de cuantos en tiempos antiguos entre gentiles se conocieron, como lo dice San Agustín. Y de ellos se sabe, que adonde quiera que extendie-ron su imperio, y hallaron minas que pudiesen ser de provecho, no per-donaron trabajo, ni diligencia en labrarlas y cultivarlas, barrenando y

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penetrando los montes y volviéndolos como Plinio dice de arriba abajo y a veces con estrago de infinitos mortales.

26. En el Libro de los Macabeos se refiere en particular lo que en esta parte obraron en nuestra España y lo que es más, se les cuenta por alabanza.

27. Y así, entre las leyes de su gobierno que han pasado por comunes a casi todas naciones, hallamos tantas que tratan de me-tales y metalarios y otros hombres que eran como de condición servil y mancipados y aplicados perpetuamente ellos y sus descendientes a estos ministerios de las minas; pero honrados y favorecidos juntamente con muchas franquezas y privilegios, como la utilidad de ellos y los grandes trabajos y afanes que por esta causa pasaban, lo merecían, confesándolo así una ley que de esto trata y otros muchos autores que refieren los dichos privilegios y la justificación de ellos y pueden avergonzar a Forcatulo, que envidiosa y maliciosamente nota de codiciosos y demasiadamente avaros a los españoles, porque se ocupan en labrar minas.

28. En lo cual el Emperador Federico III gastó, como dice Munstero, lo mejor de su vida y hacienda y valiéndonos de ejemplos más cercanos a nuestro intento, los mismos Incas y Moctezumas, que antes de nosostros señorearon o tiranizaron estas provincias del Perú, y las de la Nueva-España, tenían por costumbre ocupar en la labor de los mine-rales que conocieron de oro y plata, y aun en los de azogue, sólo para pintarse o embijarse con su vermellón, infinitos millares de indios, usando de ellos en estos y otros trabajos como de esclavos y con voluntad y potestad absoluta, como lo dicen Acosta, Garcilaso y otros, y lo apunta un capítulo de carta, escrita al Virrey de México el año de 1574, dicién-dole que haga que trabajen para labores y obras públicas, y otras a que ellos desde su infidelidad estaban obligados.

29. Lo quinto, por la misma parte y para excusar la dureza y horror que algunos encarecen en este género de servicio se puede con-siderar, que supuesto lo que se ha dicho y fundado de su utilidad, y pre-cisa necesidad para la unión, y conservación de los Reinos de España, y de las Indias, y de los mismos indios, tiene bastante justificación, según las doctrinas y resoluciones comunes de teólogos, juristas y políticos, que dicen no se han de desamparar semejantes ministerios, si los riesgos, y peligros de ellos no son sumamente evidentes e inevitables, aunque

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suceda que algunos enfermen o mueran por causa de ellos.

30. Y que tienen los reyes y príncipes potestad coerciva sobre sus vasallos para obligarlos a que sirvan en ellos, siempre que en-tendieren que así conviene al bien público; porque de otra suerte, ní tuvieran mano, y autoridad suficiente para procurarle, ni en los casos de guerra lícita defensiva u ofensiva les pudieran compeler a tomar las ar-mas; cosa que repugna a buena razón, y a la común práctica que está recibida, y se funda en tantos derechos, lugares, y ejemplos de la Sagrada Escritura.

31. Y hablando en términos de servicios de rústicos, en fuerza de sola esta razón, resuelve lo mismo Heringio, trayendo otras muchas cosas para su apoyo y comprobación.

32. Y en el individuo de nuestros indios, y minas, trayendo el ejemplo de los que se quintan, y llevan forzados para la guerra, Ma-tienzo, Acosta, y el Padre Agia, y añadiendo también el de los genove-ses, y venecianos, que en tiempo de aprieto, no sólo fuerzan a sus gentes para la guerra, sino también para que sirvan al remo en galeras, con ser este trabajo tan grande y soez, que Tomás Gramático y otros, le equipa-ran a la muerte o condenación a metales, y disputan si fue o no fue co-nocido este castigo en tiempo de los romanos.

33. Puédese asimismo traer símil del médico corporal o es-piritual, y del magistrado civil, que puedan ser forzados en tiempo de peste a asistir en el lugar donde la hay, y ejercer sus oficios y ministe-rios, aunque probable o verosímilmente se expongan al peligro de su contagio, como más largamente lo trata y resuelve Ripa, y después de él otros muchos autores; y lo mucho que ya dejamos advertido en el cap. 5 de este libro, de la obligación que tienen los miembros de la república de ayudarse unos a otros, a imitación de los del cuerpo humano, en el cual todos se deben exponer a cualquiera peligro, por salvar y defender el de la cabeza, y porque la salud pública es la suprema ley de las leyes, de que dice mucho Pedro Andrés Canonerio; y trayendo entre otras cosas un célebre epigrama de un poeta moderno, que los remata diciendo: Que pues mientras vive la cabeza, viven los demás miembros, es justo que miren y vuelvan por ella, pues en eso miran juntamente por su salud.

34. Lo sexto, y último, y que aun más eficazmente hace

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EL HUMANISMO DEL SIGLO XVIII 283

por esta parte, es la antigua costumbre que hallamos introducida y continuada en las Indias, desde sus primeros descubrimientos, de repartir indios para las minas, la cual en el Perú puso en cuestión el Virrey D. Francisco de Toledo; y mirado, y tanteado todo, y consultado con personas de ciencia, conciencia, y experiencia, halló que no se podía innovar en ella, y dio cuenta al supremo Consejo de las Indias (donde también este punto se ha ventilado muchas veces con sumo estudio y cuidado), y se le ordenó que lo continuase.

35. De que se infiere no ser justo, ni conveniente poner más en duda o disputa lo tantas veces tratado y deliberado, como en casos semejantes lo dicen y aconsejan muchos textos, y graves auto-res; y en el nuestro con palabras gravísimas el Padre José de Acosta, ni alterar la costumbre, que según la doctrina de Casiodoro, siempre se ha de tener y juzgar por más justificada y segura, cuanto más antigua y practicada se considera.

36. Y comenzando a referir lo que por cédulas, y provisiones reales está resuelto sobre este punto, de mirar mucho por la labor de las minos, bastantemente queda probado, y encarecido por el capítulo de Instrucción del Virrey del Perú, cuyas palabras dejo ya referidas en el principio de éste.

37. En cuanto a dar indios para la labor de ellas, en el 4to. tomo de las cédulas impresas se hallan algunas de los años de 1551 y 1573 y 1575, en que a los Virreyes D. Antonio de Mendoza y D. Francisco de Toledo se les pidió parecer sobre esto, y que entre tanto las proveyesen de indios voluntarios, tasándoles competente salario, y las horas en que habían de trabajar.

38. Esto mismo parece haberse escrito por el mismo tiempo al Virrey y Audiencia de México; y porque respondieron, que se hallarían pocos, o ningunos indios que voluntariamente se quisiesen conducir para este trabajo, se les rescribió el año de 1574 y el de 1575 que forzasen y repartiesen los que juzgasen ser necesarios con los recatos que van advertidos, dando entre otras razones la que llevamos ya ponderada: Que los indios naturalmente son inclinados a vicios, ociosidad, y borracheras, cuyo remedio consiste en ocuparlos, y que sin ser compelíaos a ningún trabajo se aplican; y que presupuesto que los españoles les son a ellos útiles para el sustento de la doctrina, y que la una república no se puede sustentar sin la otra, es justo se les repartan indios para

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las minas, como se reparten para labores, y obras de monasterios, y pú-blicas, y otras, a que ellos desde su infidelidad estaban obligados, y acu-dían siempre por sus llamamientos.

39. La propia orden parece haberse enviado al Perú al Virrey Don Francisco de Toledo que, como tan advertido y entendido en estas materias, hizo luego las ordenanzas y repartimientos que le parecieron convenir, así para las minas de plata de Potosí, y otras de aquel Reino, como para las de azogue de Guancavelica.

40. Y habiendo dado cuenta de todo lo proveído, no sólo se le aprobó, pero aun hallo que se mandó ampliar y extender a las demás que de nuevo se fuesen descubriendo por un capítulo de carta de 20 de enero del año de 1589, escrita al Conde del Villar, que le sucedió en aquel cargo, cuyas palabras, por parecerme notables, quiero aquí insertar a la letra: "En muchas de las cartas que me habéis escrito, y particularmente en la de ocho de mayo de este año referís las muchas minas que cada día se van descubriendo en esas provincias, y la gran suma de plata que de ellas se sacara, si se pudieran dar indios para su labor; y que por ser naturalmente inclinados a vicios, ociosidad, y borracheras, cuyo remedio consiste en ocuparlos, fuera bien repartirlos para las minos. E porque habiéndose platicado sobre esto, ha parecido, que sin embargo de lo proveído por cédulas antiguas, cerca de que no fuesen com-pelidos a este trabajo contra su voluntad, se les podría mandar que vayan a ellas, lo haréis de aquí adelante, no mudando temple, de que se les siga daño en su salud, e teniendo doctrina y justicia que les ampare, e comida con que se sustenten, e buena paga de sus jornales, y hospital donde se curen, y sean bien tratados, y regalados los que enfermaren. Y en cuanto a los salarios de doctrina y justicia, porque ha parecido justo que sea a costa de los mineros, pues resulta en su beneficio el repartirse los dichos indios, e que también paguen lo que pareciere ser necesario para la cura de los enfermos, verlo héis, y en conformidad de lo que para esto dejó ordenado para Potosí, y Guancavelica el Virrey D. Francisco de Toledo, lo proveeréis como mejor os pareciere, tomando sobre todo el parecer de esa mi Real Audiencia, y de personas prácticas, e inteligentes; y de lo que se determinare, e hiciere me avisaréis."

41. Después de estas cédulas, se han despachado y despachan cada día otras muchas, que enunciativa y dispositivamente aprueban este servicio y repartimiento, y entre ellas las que dejé apuntadas en el cap. 7 que mandan sean bien tratados los indios que se ocuparen en

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él, y se les pague el jornal de ida y vuelta.

42. En el año de 1601, en Valladolid a 10 de febrero, se escribió una carta a Don Luis de Velasco, Virrey del Perú, en que se le ordena, que procure no falten indios para este servicio, pues en él con-siste la conservación de la república, y beneficio de los mismos indios.

43. Y aunque por la otra de 24 de noviembre del mismo año, que llaman del Servicio personal, cap. 13 y cap. 15, se quiso alterar esta forma, y se mandó señalar término de dos años a los mineros, para que dentro de él se proveyesen de esclavos, y de gente de servicio para el beneficio de las minos, viendo que esto, aunque era fácil de decir, había de ser difícil de ejecutar y practicar, se le envió orden secreta para que la suspendiese: Si hallase que de ello podían resultar inconvenientes o que las minas no se podrían labrar suficientemente con esclavos, o indios voluntarios, porque la real voluntad no era que esta labor cesase, pues no se juzgaba por menos necesaria a la república, que la de la labranza, o crianza.

44. Y habiendo escrito cómo la suspendió, y las causas, y razones que a ello le obligaron, se le aprobó por cédula de Valladolid de 3 de febrero de 1603, permitiéndole continuase el repartimiento forzado, procurando excusar, y relevar los indios de otros servicios personales, que no se tuviesen por tan importantes.

45. Como también se le permitió al Virrey Marqués de Montes-Claros por la del año de 1609, que es la reformatoria de la del año de 1601 y trata de estos servicios personales, diciéndole, que esto se había de entender mientras el tiempo y la disposición de las cosas de las Indias no descubriesen otra mejor forma y traza de labrar las minas, y con las demás condiciones, y advertencias que dije en el cap. 7 donde puse a la letra las palabras de esta cédula, que es muy notable.

46. Pudiera juntar otras muchas para el mismo intento, a no le juzgar bastante, y aun sobradamente probado con las que se han referido.

47. A las cuales últimamente añado otra, dada en Madrid a 3 de diciembre de 1620, en que se encarga al Virrey del Perú procure engrosar los envíos de plata de aquellos reinos e estos, pues ve lo que se

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necesita en ellos de semejantes socorros. Y entre otros medios que para esto se le proponen, uno es el cuidado de la conservación y aumento de las minas, y que se den y repartan todos los indios que fueren menester para ellas, en el entretanto que se mira, y resuelve, si se podrán labrar con negros esclavos todas, o algunas de ellas.

CAPITULO XVI

Del mismo servicio de las minas, en el cual se traen los fundamentos de la negativa.

No parece queda mal apoyada la costumbre de repartir in-dios para el servicio de las minas con las razones y fundamentos que se han traído en el capítulo pasado; pero porque hay muchos hombres doctos, y píos, que viendo lo que los indios trabajan, y padecen en él, son de parecer que se debe excusar; y entre ellos fue uno el grave y reli-gioso Padre Francisco Coello, de la Compañía de Jesús, que entró en ella después de haber sido colegial del mayor de Cuenca en la Universidad de Salamanca, y alcalde de la Real Audiencia de Lima, y escribió una como apología contra el Padre Fr. Miguel de Agía.

2. En efecto, porque en este punto aún no se ha acabado de tomar última resolución, como consta de las cédulas que dejo cita-das, y conviene para cuando se vuelva a tratar de él, tener bien entendi-do, y comprendido todo lo que por una, y otra parte se puede decir, pondré ahora aquí con la brevedad, y claridad posible lo que se ofrece en favor de la negativa.

3. Lo primero es considerar, que no se compadece la fuerza, y apremio para un servicio tan trabajoso, y peligroso con la entera li-bertad, y buen tratamiento, en que se han mandado poner y tener estos indios por tantas, y tan apretadas cédulas como se han referido en los capítulos antecedentes; pues la labor de las minas, y beneficio de sus metales siempre se juzgó, y tuvo por carga servil, y aún más que servil y

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así los romanos no echaban a ella sino hombres delincuentes, fascinero-sos y de humilde y baja condición, y fortuna y tenían esta pena por tan grave, o más que la de la muerte, pues la padecían dilatada en ministerio tan lleno de afanes, riesgos, y desventuras, como consta de infinitos tex-tos, y autores, que tratan de esta materia y de la diferencia que había de condenar al metal, o a la obra del metal, y de cómo los marcaban, o señalaban en la frente con letras de fuego, y desde luego eran tenidos para todos los efectos del derecho, no sólo por esclavos, sino por muer-tos, en tanto, que si alguno se libraba de este castigo por perdón o in-dulgencia del Príncipe, le llamaban resucitado.

4. De aquí es, que en las rigurosas persecuciones de los cristianos a los que querían martirizar con pena más recia que de muerte, les daban ésta, porque la tuviesen más dilatada, como lo pondera bien S. Ambrosio; y trayendo otras muchas cosas para el intento el Gran Cardenal Baronio.

5. Y que en el fuero eclesiástico, por ser como de muerte, y por su gran crueldad, nunca se haya admitido, ni practicado por ser la Iglesia madre de piedad, y equidad, como lo observa Jerónimo Zanneti-no.

6. Y aún en el fuero secular se practica también, raras veces entre cristianos; y parece haberse conmutado en la de galeras, cuyo trabajo pinta asimismo bien Casiodoro y el de ambas, en los términos de este servicio de nuestros indios, el P. José de Acosta, haciendo este mis-mo argumento, o consideración que yo hago por esta parte.

7. El segundo se saca, de que aunque concedamos que los indios, por ser vasallos, y como pies de la república, tengan obligación de servir en los ministerios en común útiles para ella que es lo que lleva-mos notado, y probado en los capítulos antes de éste, eso no se ha de entender cuando los servicios son desacostumbrados e intolerables y más considerada la frágil y floja complexión de los indios, porque a esos ningún vasallo puede ser compelido, como lo resuelve Menoquio y otros autores.

8. Ni a exponer su vida en grave peligro por ocurrir a los daños que pueden padecer otros, y mucho menos por aumentar sus ga-nancias, según la doctrina de un célebre texto del jurisconsulto Calistra-to, y otras que en términos de libertos, y vasallos feudales ponderan

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Rosental, Amescua, Soto y otros muchos autores.

9. Porque el mirar y procurar cada uno la seguridad y conservación de su vida, es obligación en que nos pone nuestra misma humana naturaleza, según lo enseña el jurisconsulto Ulpiano.

10. Las cosas arduas o sumamente peligrosas y dificultosas no caen debajo de precepto de ley positiva, que nunca obliga a lo imposible, ni a ponerse uno a peligro de muerte, sino es que accidentalmente concurra con este precepto alguna obligación natural o divina que mande lo mismo, como siguiendo a Santo Tomás lo resuelve la escuela común de teólogos y canonistas.

11. Y pues no se halla tal precepto, que mande y persuada esta compulsión de los indios a las minos y a sus peligros, parece que ningún interés se debe admitir, ni permitir, como no se permitiera, el mandarlos matar; pues parifica el derecho el matar a uno, o llevarle y ponerle en parte y lugar donde muera o le maten.

12. En tercer lugar se puede ponderar en favor de esta parte, que aunque sea verdad que es muy antiguo esto de labrar minas en el mundo, y que pues Dios las crió para el uso y servicio de los hombres, hombres han trabajado y han de trabajar en ellas, como se dice por la contraria.

13. Todavía Plinio, Diodoro Sículo, Séneca, Casiodoro y otros, que tratan de ello, no acaban de encarecer los trabajos y peligros que se pasan, y ofrecen en sus labores, y cuan de ordinario en las mismas cavas que los metalarios hacen en los montes, donde entran y viven como conejos topos, los mismos montes se les caen encima y son no sólo sepulcro, sino castigo bien merecido de su grande codicia.

14. Plauto aun encareciéndolo más, dice, que las penas y tormentos en que se ponen exceden las del infierno.

15. La Sagrada Escritura cuando quiere, como en hipérbole, exagerar los mayores trabajos, los compara a los que se pasan en buscar y sacar los metales.

16. Y aludiendo a esto los poetas, atribuyeron a la edad del hierro la invención y principio de labrar minas, como significando que

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eran de corazón tan duro como el hierro los que tuvieron osadía de em-prender esto, y atreverse a desentrañar a su madre la tierra por sacarla los metales, que en lo más duro y profundo de ella tenía Dios escondidos; por ventura porque sabían que de su depravado uso habían de resultar tantos males y daños a los mortales, como grave y elegantemente lo dejaron dicho y advertido Ovidio, Séneca el Trágico y el filósofo Horacio y otros autores a cada paso, que no acaban de hacer exclamaciones y echar maldiciones a tan mala invención y culpar la avaricia de los hombres en esta parte.

17. Entre los cuales Tomás Moro dice, que de sola ella pende el aprecio y estimación que hacemos del oro y la plata; porque para los demás usos de la vida humana de mucho más provecho nos es el hierro.

18. Juan Sambuco en un elegante emblema nota y reprende la misma codicia y que por su causa no sólo penetremos hasta el infierno o campos, como dice de Flegetonte, sino aún valiéndonos de las artes que de él parece haber salido, andemos con las varillas, que unos llaman de virtudes, otros divinas, y yo endemoniadas, cateando los cerros para ver a dónde se inclinan y juzgando que allí se han de hallar vetas de metal rico; de la cual vanidad, superstición y de otras semejantes escriben y abominan mucho Martín del Río, Don Francisco de Torre-Blanca y otros autores.

19. Otras muchas exageraciones verá quien quisiera para el mismo intento en Petrarca, Mayólo, Pineda y Bernardo de Aldrete que tratan en particular de los minerales de nuestra España e infinidad de hombres, que murieron en ellos en tiempo de los romanos; y luego ponen el ejemplo de los que por la misma causa han perecido en las Indias.

20. De las cuales y sus minas habla también individualmente el Padre José Acosta y refiere o pinta con tan graves y elegantes palabras los trabajos y peligros que en ella se pasan, que dice causa horror sólo el querer contarlos; y todavía se aventaja en hacerlo a Plinio, Séneca y Casiodoro y los demás que llevo citados.

21. En especial dice de los daños y enfermedades que se contraen en las de azogue, como yo lo experimenté en las de Huancave-lica, donde estuve por Visitador y Gobernador desde el año de 1616, hasta el de 1619, cuyo solo polvillo hace grande estrago a los que las ca-

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van, que allí llaman el mal de la mina; y el vaho del mismo azogue a los que le cuecen y benefician les penetra en breve tiempo hasta las médulas y debilitando todos los miembros, causa perpetuo temblor en ellos; de suerte que aunque sean de robusto temperamento, pocos dejan de morir dentro de cuatro años, según dicen Matiolo y Biselóla, y antes de ellos Plinio, S. Isidoro, Dioscórides y otros.

22. Que dan por razón, que ese metal por lo que tiene de venenoso, y por ser tan penetrante, que no hay vasija que no traspase, excepto las vidriadas, o las pieles de valdreses, en que le atan y guar-dan por algún tiempo, es como tirano de la vida de los hombres, y de los demás metales; y así le llama Cardano, censurado sin causa por Esca-lígero.

23. En efecto casi en todas las minas, sean de los que fue-ren, lo enseña Plinio y otros autores que de esto escriben; los temples y sitios son desabridos y estériles, los olores y exhalaciones intolerables, el aire pestilente y escaso, la luz ninguna, pues las ocupa siempre una no-che perpetua; y las velas, que sirven de desterrarla, ocasionan con su humo grandes trabajos.

24. Y lo que peor es, en muchas se ven fantasmas y estan-tiguas muy espantosas de los demonios mismos, llamados subterráneos que parece fueron puestos en guarda de sus tesoros; y que llevando mal que se los descubran o saquen, hacen todo lo que pueden a los mismos mineros, de que refieren casos notables Gregorio Agrícola Delrío, Ma-yólo, y otros autores, ordenando Dios que cuesten tan caros o ya porque nos desaficionemos de ellos, viendo que esta guerra se hace a costa de tanta sangre, o ya porque con su inmensa sabiduría alcanzando que los habíamos de apetecer y estimar tanto, quiso que nos costasen mucho trabajo, como suele acontecer en las demás cosas raras, o de precio, hermosura o bondad, en las cuales quiso que las consiguiésemos o com-prásemos a peso de sudor y dificultades, como el adagio que nació de esto lo significa: Raro y difícil es todo lo hermoso, y nos lo dejaron advertido Plinio, Horacio y otros infinitos autores.

25. La cuarta razón y consideración es, decir que no enerva la fuerza de las pasadas, lo que algunos quieren responder o ponderar en contrario, diciendo ser diverso el modo del servicio que hoy hacen los indios en las minas, del que hacían los condenados al metal en tiempo de los romanos, porque estos servían como esclavos, y sin poder adquirir

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cosa alguna, ni salir de su desventura y así eran tenidos por muertos; pero nuestros indios siempre son libres y ganan para sí su jornal y salario y se mudan por sus mitas o tandas con que les es más tolerable el trabajo.

26. Porque a esto se puede replicar y replica, que esta liber-tad les queda más en el nombre que en efecto; pues no se puede tener verdaderamente por tal la que se halla forzada, como lo dice Quintiliano referido por Damouderio, ni hacen de sí lo que quieren los que ya se ven compelidos a servir para ganancias y comodidades ajenas, ni el salario que se les paga es tal, que con él aumenten las propias, ni aun se les compensasen los trabajos y peligros en que se ponen, sin que los mineros a quien se reparten cuiden, como fuera justo, de su buen tratamiento y regalo; pues antes es peor que el que hacen los esclavos, porque en efecto por estos miran por no perder su dinero; y por los indios no, que los llevan de balde, y saben que aunque se les mueran por apurados, les han de repartir otros en lugar de ellos.

27. Sin que a esto se satisfaga con decir, que se mudan, o truecan por mitas o veces; porque aunque es verdad que estas se han mandado sacar de la séptima parte, como ya han venido en tanta dismi-nución, casi nunca les dejan gozar de descanso; y pueden decir con Sal-viano en caso semejante, que aunque siempre les mandan ser libres y tratar como tales, siempre se ven tratados y atareados como si fueran es-clavos.

28. Y con Jeremías y Mardoqueo, que no se da descanso a su afán, que los entregan a quien procura acabarlos, que aun los esclavos se sirven de ellos, y que tuvieran por dichosa su suerte si la trocaran con ellos.

29. Con lo cual viene ya a ser, no sólo de por vida, sino perpetua y hereditaria su servidumbre, pues va pasando de padres en hi-jos: cosa que no sucedía en los condenados al metal, pues la muerte, y aun la quiebra de su salud daban fin a su pena: como lo dice una ley, y Plinio Júnior escribiendo a Trajano.

30. Y lo que más es, aun cuando eran condenados a este trabajo, sin señalar el tiempo que había de durar, en pasando diez años jubilaban en él, como para impetración y conciliación de unas leyes, que parece que en esto están encontradas, lo anotan Baldo, Duareno, Cu-jacio y otros autores.

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31. TamL-ién vienen a ser de peor condición que aquellos esclavos, que los mismos romanos llamaban dediticios; porque estos, en fin, aunque lo fueran en vida, al tiempo de la muerte conseguían plena libertad y dejaban en ella a sus hijos y en la libre posesión de sus bienes y haciendas, según la constitución del Emperador Justiniano, y lo que en explicación de ella notan varios autores.

32. Lo quinto se considera, que estando en los términos de la misma comparación de los condenados al metal o galeras, de que se valen los de la parte contraria, aún parece se agrava más el dolor de los indios, cuando se ven llevados y forzados al propio trabajo; porque en fin aquellos, si sufren penas, padécenlas por sus culpas y la conciencia de haberlas cometido les modera en parte su sentimiento, como en sí lo mostró el Buen Ladrón, de quien habla San Lucas, y en general lo dije-ron Ovidio y Claudiano, pero en los indios no se halla delito o pecado por el cual, más que en otros, hayan de ser diputados y repartidos a este servicio, antes por su mansedumbre y humildad y por los demás servi-cios que nos hacen tienen merecida cualquiera gracia y así es forzoso que sientan verse castigar y hostigar sin haber delinquido contra lo que dispone el derecho.

33. Sin que baste, para excusar esta queja, decir, que a ve-ces se da pena sin culpa, por intervenir alguna justa causa que lo requiera, como lo es en el caso presente la del bien público que se ha ponderado, porque esta doctrina no es muy constante en derecho, especialmente cuando se procede a penas corporales, que nunca quiere que las paguen o lasten unos por otros, ni que exceda el suplicio los límites del delito.

34. Y si en el crimen lesae majestatis pasan de padres a hi-jos, es en cuanto a las civiles, como privación de bienes y honores, y eso por las graves razones que consideran los textos y autores que de ellas tratan.

35. Hay uno que dice, que de misericordia les deja las vi-das, en las cuales palabras supone, que de rigor pudiera también quitár-selas con juticia; demás de que hay quien diga, que está corregido, y tiene otros varios sentidos, y exposiciones que le dan diversos autores. Fray Alonso de Castro dice, se maravilla que los Emperadores dijesen lo que en ella dijeron. Y el Padre Gabriel Vázquez, aún más libremente se atreve a decir, que hablaron necia y arrojadamente, lo cual (aunque no carece de atrevimiento) todavía descubre cuan por cierto se tiene

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por todos, que no puede haber pena donde no hay culpa.

36. Lo sexto se dice y hace por esta parte, que si el servi-cio que los indios pagaban a sus encomenderos en vez de tributo, se mandó quitar, no tanto por su gravedad y dureza, como por los excesos y agravios que les hacían con esta ocasión, como lo dejamos dicho en el capítulo 2 de este libro, y lo prueba y aprueba con encarecidas palabras el Padre Fray Miguel de Agía no parece hay razón que bastante, o cua-drante sea, para que se permita este de las minas, que de suyo es tan trabajoso y peligroso como se ha dicho y diputado sólo para esclavos, o condenados; y es llano que abre puerta para mucho peor tratamiento de los indios, que el que les podían hacer sus encomenderos; pues la expe-riencia muestra cuanto los oprimen y castigan los mineros, y sus mayor-domos y la labor en que se ocupan lo requiere; pues siendo de tanto tra-bajo no dejaran de aflojar en ellas, si no temieran y experimentaran amenaza y ejecuciones de otros mayores.

37. Ponderación, que hablando de los que reman en las ga-leras, hizo con elegancia Casiodoro, llamando por esta causa operoso y desesperado aquel ministerio

38. En los esclavos que en nuestra España se echaron a sacar y labrar las riquezas de los montes Pirineos, el Obispo de Gerona diciendo los muchos que en esto morían, y que los que por ser algo más robustos vivían algo más, envidiaban a los muertos; porque no se les daba un punto de descanso, y con crueles azotes eran compelidos a que sin intermisión trabajasen.

39. A que se llega, que por más que las cédulas prohiban y manden castigar semejantes excesos, como en tantas se ha hecho con tanto cuidado, es imposible que llegue a noticia de las justicias la menor parte de ellos, por cometerse por la mayor en los campos, montes y lu-gares solitarios y subterráneos, donde ni pueden ser oídos, ni remedia-dos los gemidos de los pacientes, ni la ley, ni el magistrado, aunque más armado se halle del celo de hacerlo, pueda obrar nada en excesos, ni sa-bidos, ni probados, y que podemos decir que por la mayor parte se los traga la tierra.

40. Con que les es más fácil a los mineros el cometerlos, como de otros tales lo dice bien Juvenal y Prudencio; fuera de ser su natural tan propenso a esto, que como otro poeta dijo, piensan que para

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ellos no hay leyes, ni reyes, ni respetan Cielo, ni temen Infierno, efectos propios de la codicia y de gente, que sólo pone la mira en enriquecerse, como con graves palabras y muy en nuestro propósito lo dijo San León Papa, referido por Graciano en un capítulo del Decreto.

41. Y no menos bien Salustio trasladado, y alabado en esta parte por Aulo Gelio y San Crisóstomo, que hablando en los propios términos de mina y mineros dice, que los pobres que trabajan en ellas son entregados a crueles y despiadados verdugos, y no tienen amigo, ni familiar a quien volver los ojos para quejarse, sino sólo a aquellos mismos de quien se quejan.

42. Todo lo cual no corre, ni limita con tanto aprieto en el servicio de los encomenderos, que ni alejan los indios de sus casas, tierras y temples, que es uno de los mayores trabajos, e inconvenientes del de las minas, como queda apuntado en el capítulo 7.

43. Ni es verosímil que los traten con tanta crueldad y dureza como los mineros, siquiera porque los tienen por caudal y hacienda propia, en cuanto gozan mientras viven de sus tributos; y así se puede creer, que desearan más su conservación, como con el ejemplo de un Padre lo dice un texto y su glosa, y constituyendo la diferencia que hay entre el pastor, que es dueño propio de las ovejas, y el mercenario alquilado para guardarlas el glorioso San Juan Crisóstomo.

44. Lo séptimo (insistiendo también en otra comparación) se pondera, que si como Agia, y otros lo dicen, y tantas cédulas lo mandan, y tienen por justo, los indios no se permiten cargar en manera alguna, de que tenemos ya hecho particular capítulo en este libro, con ser esto cosa que ni a ellos les era muy grave, ni desacostumbrada, pues siempre lo usan y lo usaron en el tiempo del Inca, como lo advierte el Padre José de Acosta. Parece que en fuerza de igual o mayor razón no se debe excusar el obligarlos a labrar minas; pues este servicio es tanto más grave que aquel según lo ya ponderado, y virtualmente contiene y encierra en sí el de las cargas, pues las llevan de ida y vuelta de todo aquello de que necesitan, y muchas veces sus propios carneros, mujeres e hijos; y al entrar en las minas, es forzoso vayan cargados de las herramientas, comida y bebida, y otras cosas, que para su labor y sustento les son necesarias, y al salir aun son mucho más graves las cargas, pues traen sobre sus hombros los metales que han cavado, y envueltos muchas veces en las mantas de su propio vestir, porque aun no les dan talegas o eos-

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tales para ello.

45. Y esto no por caminos abiertos, seguidos, y de aire pu-ro, y adonde pueden parar, cuando se sintieren cansados, como sucede en las cargas de los trajines, sino por vueltas y revueltas obscuras, lóbre-gas, y de corta o malsana respiración, cuales de ordinario al modo del laberinto de Dédalo suelen ser las de las minas, y trepando por escalas dificultosas y mal seguras, en que aun viniendo descansados y descarga-dos, tiene mucha necesidad de ayudarse y valerse de toda su fuerza de pies y manos; y si discrepan, les lleva más apriesa al profundo y a la muerte con la suya la misma carga.

46. Aun puesta ya fuera de la boca de la mina, donde por ordenanzas está mandado, la reciban los mineros, y de allí la lleven en sus bestias o carneros de la tierra a sus casas o canchas, esto nunca se cumple, y apremian que se la lleven los mismos indios.

47. Trabajos, y riesgos todos, que son forzosos e inexcusa-bles en este género de servicio una vez permitido, como consta de los lugares de Plinio, Séneca, Acosta y otros, que quedan citados en este ca-pítulo, y de lo que muy al vivo, refiriendo lo que pasa en las minas de las regiones septentrionales, y como retratando las de las australes, y occidentales de nuestras Indias, refiere después de Olao Magno, Simón Mayólo donde en particular apunta también lo que se ha dicho de las cargas, escalas, y sus caídas.

48. Lo octavo, se pondera asimismo el símil de la pesque-ría de las perlas, cuyo precio y estimación en nuestro tiempo y en el antiguo es y fue grande y mayor que el de cualquier metal, aunque fuese de oro, como por expresas palabras lo testifica Plinio, y otros que le refieren y siguen. Sin embargo está prohibido por muchas cédulas an-tiguas, que no se den, ni repartan indios para estas pesquerías, las cuales se podrán ver en el tercer tomo de las impresas; y se hallan repetidas y renovadas por las dos últimas, que tratan del servicio personal del año de 1601, cap. 11 y del de 1609, cap. 25, donde se añade, que esta granjeria se haga con esclavos negros, que sirvan de buzos, y que no se permita que en ella entiendan indios, aunque se conduzcan o alquilen por su voluntad, dando por razón que el trabajo que en esto pasan es excesivo y muy contrario a su salud.

Todo el ttt. 25, lib. 4 de la Recop., trata de la pesquería de

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perlas, y las más leyes se sacaron de las ordenanzas que había sobre esto. En la ley 31 se prohibe, que la pesquería se haga con indios so pena de muerte, y ni voluntarios se permite, que trabajen en rancherías de perlas. L. 11, tit. 13, lib. 6 Recop.

Pero si los indios quisieren tener esta granjeria por sí, y para sí, se les permite como a vasallos iguales en esto a los españoles. L. 30, dicho tít. 25, lib. 4.

49. Lo cual aun más prevenidamente estaba dicho, dis-puesto y extendido a los negros, si pareciese que peligraban en esto, por una ordenanza del año de 1542 del tenor siguiente: ítem, porque se nos ha hecho relación, que de la pesquería de las perlas por haberse hecho sin la buena orden que convenía, se han seguido muertes de muchos in-dios y negros; mandamos, que ningún indio libre sea llevado a la dicha pesquería contra su voluntad so pena de muerte. Y que el obispo y el juez que fuere a Venezuela, ordenen lo que les pareciere, para que los esclavos que andan en la dicha pesquería, así indios, como negros, se conserven y cesen las muertes. Y si les pareciere que no se les puede excusar a los dichos indios y negros el peligro de muerte, cese ¡a pes-quería, porque estimamos en mucho más, como es razón, la conserva-ción de sus vidas, que el interés que nos pueda venir de las perlas, etc.

50. Lo aprueban, alaban y encarecen grandemente los Pa-dres Ácosta, y Agía, dando la misma razón que estas cédulas apuntan, y que como para bucear en la busca y saca de las perlas, es forzoso de-tener mucho el aliento y respiración, esto es muy dañoso a la com-plexión de los indios y aún a la de todos los hombres en común, según doctrina de Galeno.

51 .Testifica el P. Ácosta, que vio muchos en el río de la Acha que se detenían debajo del agua casi media hora sin respirar con inmenso trabajo y sumo peligro; y que para esto era necesario que co-miesen poco, y se guardasen del acceso de las mujeres, y aun de todo comercio, y les ponían guardas de noche, y pasaban la vida con tantas molestias, que era del todo indigna de hombres que están mandados ser libres, y tratados como tales.

52. Razones todas, y daños que igual, o superiormente se hallan y militan en la labor de las minas, como el mismo Ácosta lo

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reconoce y pondera, y antes de él Plinio que parece que miraba este punto de que tratamos; pues confesando por temerario el atrevimiento de los hombres que en lo profundo del mar buscan las margaritas, dice, que ya nuestra codicia nos ha hecho peor y más dañosa la tierra, con ser el elemento que se nos dio para nuestra vivienda por los peligros que en ella nos ocasionamos con la labor de las minas.

53. A las cuales, y a sus trabajos, y desventuras podemos también comparar los que se padecen en las cárceles y mazmorras que con tan vivas como elegantes palabras pinta y encarece una ley del Código, y una varia de Casiodoro; como en efecto lo hacen Inocencio, y otros graves autores, diciendo que se equiparan en derecho la pena de cárcel perpetua, y la del metal, y que todas contienen especie de servidumbre o esclavitud.

54. Y si por esto el derecho civil no permitió, ni practicó que la cárcel se diese en pena, y el canónico no la usa sino en raros y graves casos, bien se ve lo que podremos decir y sentir de la de las minas.

55. Lo nono, es digno de ponderar que permitiendo y continuando este servicio de las minas, no parece que se consigue el fin e intento, con que los asertores de la parte contraria le quieren defender y defienden, conviene a saber: que se conserven estos, y aquellos reinos, y las dos repúblicas que hoy se hallan unidas, y mezcladas de españoles e indios, y deben mutuamente ayudarse en lo que pudieren.

56. Porque si la experiencia ha mostrado y muestra el gran menoscabo en que han venido los indios por este trabajo, de que pudiera decir mucho a no haber dicho tanto el Padre Acosta, Pineda, y otros autores, mejor se conservarán librándoles de él que teniéndolos en estado en que se acaben del todo, y caiga de golpe, o más en breve este cuerpo místico que sobre tales pies fundamos, y cimentamos.

57. Que aunque los tengamos (como los tenemos) por tales, y los juzguemos de barro, esos dice Daniel, que sustentaban la estatua de oro, plata y bronce, que vio Nabucodonosor, y quebrados que fueron, toda vino abajo y se convirtió en polvo, como el mismo Daniel lo dice, y en nuestros términos lo pondera el P. Fray Juan de Silva, franciscano, en un memorial que imprimió, y dedicó al Rey nuestro Señor el año de 1621 persuadiendo se quitase este género de servicio.

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58. Y a la verdad no hay político que dé por regla de la conservación de los reinos el acabamiento de los vasallos, antes por el contrario nuestras leyes, y cuantos bien sienten, y escriben de estas ma terias en conservarlos, y aumentarlos ponen su consistencia, y tienen por poco estimables en comparación de esto los mayores tesoros. '

59. De que tenemos bastante, y casera enseñanza sin men-digar las ajenas en una ley de Partida que dice: El mejor tesoro que el Rey ha, y el que más tarde se pierde, es el pueblo cuando bien es guar-dado. Y entonces son el Reino y la Cámara del Emperador o del Rey, ricos y abundados, cuando sus vasallos son ricos, y su tierra ahondada.

60. Y aún más en nuestros términos en el cap. 40, de las que llamaron nuevas leyes del año de 1542, que hablando de los indios de la Isla Española, y otras adyacentes que se decía se iban yermando de los indios por estos trabajos, manda expresa, y apretadamente, que los dejen holgar, y no se sirvan de ellos, ni paguen tributo para que multipliquen.

Todo el tft, 19, lib. 6 es de esta materia del buen tratamiento-

61. Palabras que parece se pudieron tomar de las de San Ambrosio, referido por Graciano en un capítulo del Decreto, donde dice: Es mejor conservar las vidas de los mortales que las de los metales.

62. Con quien contesta lo que el Emperador Trajano res-pondió a Plinio en una de sus epístolas: Que no debe el príncipe querer, ni procurar menos el bien de los hombres de cualquier lugar de su Imperio, que el aumento del dinero, de que para lo público necesita.

63. Inocencio Papa VIII, en una de sus célebres decretales, dice: Que en esto consiste el oficio y obligación principal de los que go-biernan, y que mientras aligeran, o desvían ¡as cargas graves de los hom-bros de sus vasallos, y les quitan las ocasiones que les pueden ser de daño, escándalo, o desconsuelo entonces ellos descansan seguros y se conservan en paz y quietud.

64. Para lo cual se pueden asimismo alegar otros muchos textos y autores, pero baste por todos en esta parte el religiosísimo y doctísimo Padre Juan Antonio Velázquez, digno hijo de la Compañía de

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Jesús, y Provincial en ella, en el libro que con tanta erudición, como prudencia ha escrito, Del mejor príncipe, donde prueba, que el que de-sea conseguir renombre de tal, ha de poner su estudio en la utilidad y conservación de sus subditos y pensar que entonces hace su negocio cuando hace el que a todos en común puede ser conveniente; y esto es imposible que lo consiga, quien atento sólo al provecho o ganancia pre-sente que de ellos saca, no mira que la puede perder del todo para lo de adelante, si los apura.

65. Consejo que en persona del Rey Teodorico se le dio a los demás Casiodoro, y que tiene apoyo en las doctrinas de los juriscon-sultos que nos enseñan, que si se deja perder o consumir el capital, es forzoso que también falten las ganancias, y perezca la compañía.

66. Y el decir que mediante la labor de las minas, saca y beneficio de los metales con el trabajo de los indios se conserva también entre ellos la fe y religión cristiana que han recibido; tiene la misma res-puesta, pues también faltará si ellos faltan, o podrán medrar poco en ella, si se continúa la dureza de este servicio.

67. Pues el mismo Cristo Redentor y Señor nuestro, y ver-dadero autor del Evangelio que les predicamos a los que llama, y convida a él, les promete por San Mateo, que si están trabajados y cargados los aliviará y descansará, y que lleven su yugo, porque es tan blando y suave como el que se le manda llevar, para que así tengan quietud y re-poso en sus ánimas.

68. En otra parte por David les dice, que gusten, y vean cuánta es su suavidad, y cuan bienaventurados los que en él esperan, y creen. Todo lo cual será difícil de persuadir a los indios si se ven en esta opresión. Y no podrán vacar a la meditación, y contemplación de la fe, dado caso que la reciban, la cual, para que eche hondas y firmes raíces, requiere esto precisamente, como en otro Salmo lo dice el mismo Da-vid: Vacad y ved, que yo soy Dios. En cuya exposición dice San Agustín, y otros Santos, muchas cosas a este propósito. Y no conduce poco un capítulo del Decreto, y otro de Quintiliano, que nos enseña que de la continuación del demasiado trabajo nace entorpecerse el entendimiento, y que el trabajo y cansancio debilitan la naturaleza.

69. Especialmente viendo los indios que se pone en sus hombros todo este peso en que decimos consiste el sustento del reino,

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sin querer los demás ayudar con un dedo siquiera a la carga, siendo los que se llevan la utilidad, pecado de que Cristo increpa a los fariseos, y de que San Pablo quiere estén lejos los cristianos, trabajando cada cual por sus manos, y ayudándose unos a otros cuanto pudieren.

70. Y que es el que por todo derecho hace prohibidas, co-mo duras, injustas, e ilícitas las usuras, porque el que da su dinero a ellas ocioso, y descansado, queda codiciosamente esperando ganancia con daño del prójimo, que ha de trabajar, y perecer para poder juntar dinero con qué pagarlas. Como lo dicen, juntando otras muchas cosas en detestación de ellas, Aristóteles, Cicerón, y otros graves autores.

71. Lo décimo, y último, considero por esta parte, que aunque en favor de la contraria hay muchas cédulas que, o mandan o toleran este servicio de las minos con indios forzados de que ya hice plena relación en el capítulo antecedente; no faltan otras que absoluta, y estrechamente le han prohibido, fuera de las generales que tanto encargan se mire por su buen tratamiento.

72. Y así hallo en Antonio de Herrera, noble memoria de una provisión del Señor Emperador Carlos V del año de 1529 en que mandó que so pena de confiscación de bienes, y perdimiento de los in-dios encomendados, que ningún encomendero, y otro que por cualquier camino los poseyese, los pudiese echar a labrar minas, ni pescar perlas; y que si se hubiesen de servir de ellos, fuese en cosas fáciles, y de poco trabajo.

73. En el cuarto tomo de las cédulas impresas hay otra provisión del mismo Señor Emperador del año 1526 en que puso esto por ordenanza general para todas las provincias de indios descubiertas y que se descubriesen. Y aunque permite debajo de muchas condiciones que puedan servir en las minas, los que se quisieren conducir de su vo-luntad; pero por ningún modo consiente que los puedan forzar para ello.

74. En el año de 1528 se despachó otra provisión, en que no sólo prohibe que les compelan para labrarlas, pero ni aun para llevar vituallas, ni otras cosas a los reales, o asientos de ellas. Aunque esto como les paguen bien, está moderado por cédula de Madrid, 5 de marzo de 1571.

75. Por otra del año de 1580 dirigida a la Real Audiencia

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EL HUMANISMO DEL SIGLO XVIII 301

de México, se le reprende no haber mirado mucho como debía, por el buen tratamiento de los indios, y especialmente por haber consentido los echasen a las minas.

76. En otra Provisión del año de 1549 renovada por otra del de 1568, se estatuye que los que tuvieren indios encomendados, no los puedan ocupar en manera alguna en minas de oro, ni plata.

77. Y en el Archivo de la Real Audiencia de Lima hallé una carta que se le escribió en Madrid a 19 de noviembre del año de 1551 de la cual se colige que aquel insigne varón Licenciado de la Gasea que fue enviado a gobernar el Perú, y componer las alteraciones que en él se sentían, lo cual hizo con tanta prudencia, fue de parecer que no se debía consentir que los indios labrasen minos, aunque voluntariamente se quisiesen alquilar, o como en el Perú dicen mingar para ello, y dando (según aparece) la dicha Audiencia cuenta de esto, y de lo que ella había proveído en la misma conformidad, se le respondió: La provisión que decís, que hizo el Obispo de Falencia en el tiempo que en esa tierra estuvo, para que se sacasen de las minas indios, que contra su voluntad, o con ella estuviesen en ellas, e lo que después vosotros proveísteis, me ha parecido bien, para remediar parte del daño que esos naturales reciben. Y para que del todo cese, está por su Majestad acordada provisión, para que no se echen en ninguna manera indios a minas, la cual con esta os mando enviar duplicada. Tendréis cuidado de que se guarde, y cumpla en todo, y por todo, como en ella se contiene.

78. El mismo Señor Emperador (aun antes de esto) en las ordenanzas que para el buen gobierno de las Indias, y de los indios hizo en Toledo el año de 1528 habiendo referido las muchas vejaciones que recibían aquellos pobres, que eran llevados a las minas, y los que de este servicio se les recrecían, le mandó quitar dando las razones que a ello le movían por estas formales y notables palabras que en suma abrazan cuanto dejamos dicho en este capítulo: Porque demás de ser esto en tanto de servicio de Dios nuestro Señor, y tan cargoso a nuestra real conveniencia, y contra la religión cristiana, porque todo es estorbo para la conversión de los indios a nuestra santa fe católica, que es nuestro principal deseo, e intención, y lo que todos somos obligados a procurar, viene también de esto mucho inconveniente para la población, y perpe-tuidad de la tierra, porque a causa de los excesivos trabajos que se les han hecho, y hacen, han muerto, y mueren muchos.

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79. En otra cédula dada en Valladolid el año de 1549 que se despachó particularmente, para que se acabase de quitar este servicio, después de haberlo encargado y mandado con mucho aprieto de pala-bras, remata con las siguientes: Porque no sólo es en diminución de sus vidas, sino también grande estorbo a su conversión a la santa fe católica.

80. De suerte, que si hay cédulas por la otra parte, también las hay por ésta, como se ha visto.

81. Si decimos que está la costumbre en contrario, esa no puede prevalecer contra la razón que se funda en la de mayor seguridad de conciencia antes mientras más antigua, es más dolorosa, y pecaminosa, como nos lo enseña el derecho.

82. En lo de que hay y hubo pareceres de personas graves y doctas que tienen por lícito este servicio, tampoco se puede estribar con firmeza, pues no faltan otras de igual autoridad que lo contradigan. Y se sabe, y es notorio que el Arzobispo de Lima, Don Fray Jerónimo de Loaysa formó escrúpulo del que había dado en favor de las minas, mejor enterado de los trabajos del servicio de ellas, y del daño que por su causa recibían los indios, y le retractó grave, y seriamente cercano a su muerte, que es el tiempo en que se presume se tratan verdades según re-glas del derecho.

83. Y otra tal retractación hizo el Padre Fray Miguel de Agia, por lo tocante a las minas de azogue de Guancavelica, la cual puso al fin de los pareceres que había dado sobre estos servicios personales de los indios.

84. De cualquier manera que quisiéramos considerar lo pa-sado, es muy cierta, y digna de ser remate, y corona de este capítulo la sentencia de Tertuliano, que en llegándose en cualquier cosa a tener entera noticia de la verdad, nada vale, ni puede prescribir contra ella, ni el transcurso del tiempo, ni los favores, ni pareceres de personas algunas, ni los privilegios de las regiones.

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LA VOZ DE LOS VENCIDOS

DISCURSO DEL CACIQUE PIRO UPATARANIBA (1695)

Texto retranscripto por Juan de Velasco (III, 402) tomado de un "Informe" del Superior de la Compañía de Jesús, P. Francisco Viva, del año 1699.

Piro-Upataraniba no es un nombre personal, sino que es el de una tribu del río Ucayale, la que no era, según Velasco, ni principal ni muy numerosa. A pesar de esto fue la que promovió el alzamiento indígena de 1695 en la que fue muerto, entre otros, el jesuita alemán Enrique Richter. Este sacerdote misionaba en acuerdo y relación directa con las autoridades civiles y los encomenderos de la ciudad de San Francisco de Borja interesados en la obtención de mano de obra indígena. El papel que le tocó jugar a la tribu Piro-Upataraniba fue posible, en parte, debido a que su cacique era "el de mejor talento y el de mayor soberbia de la región" (III, 401). El único reparo que pusieron los otros caciques se fundaba en el hecho de que, una vez alzados, no podrían proveerse de herramientas "sin las cuales ya no podemos vivir". La res-puesta del cabecilla fue la de que se compraría el hierro y aquellas serían hechas en las mismas comunidades indígenas.

En el discurso se mencionan dos problemas: el primero, el

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304 ARTURO A. ROIG

del enfrentamiento con las fuerzas militares de Borja para el cual se propone una guerra de emboscadas que les cerraría el acceso. El segundo, al que se le atribuye más importancia, es el de lo que ahora llamaríamos lucha en el frente ideológico. De los dos, el cacique consideraba a éste como el más difícil debido a la ambigüedad de la conducta de los misioneros cuya prédica de mansedumbre cristiana estaba al servicio de la explotación indígena.

Son muy escasos los textos sobre los cuales se habría de intentar reconstruir la voz de los vencidos. La mayor parte de las veces las expresiones de rebeldía no pasan de ser manifestaciones conductua-les, sin que lleguen propiamente al nivel discursivo. Aquellas que quedaron documentadas, como es el caso presente, ofrecen todos los inconvenientes de la mediación interesada ya que la intención que movió a su transcripción fue muy distinta de la que lo originó. Se trata, lo repetimos, de un texto mediatizado, y como consecuencia, deformado. Lo dicho no le resta, sin embargo, importancia.

En líneas generales las respuestas fueron dos: I. Rechazo de la religión de los misioneros: a) regresando a la "religión de los antepasados" sobre la contraposición entre la religión cristiana definida como esclavitud y la de los antepasados, como libertad; b) contraponiendo dentro de la misma religión cristiana lo divino y lo demoníaco, estableciendo una relación entre divinidad y opresión y lo demoníaco, con la libertad; c) En relación muy estrecha con las dos posiciones otra de las respuestas fue la desacralización de los objetos del culto cristiano: la hostia es simplemente pan o "una tortilla hecha por el sacristán". La valoración positiva de lo demoníaco no siempre es claramente deter-minable en cuanto se pueden haber dado mezclados elementos de la demonología cristiana con el regreso a la "religión de los antepasados". II. Refugio en la religión cristiana, pero sobre la base de una inversión valorativa: a) el templo, como garantía de la población indígena (lucha por el ejercicio del "derecho de asilo" de los amotinados) y b) de las imágenes sagradas, convertidas de símbolos de la opresión, en símbolos de la resistencia. Lógicamente todas estas respuestas se encuentran determinadas por el grado de aculturación de las poblaciones indígenas.

Ejemplos de los casos señalados pueden verse en el libro de Segundo Moreno Yánez. Sublevaciones indígenas en la Audiencia de Quito. (Ediciones de la Universidad Católica, 1978): I. a) p. 93; b) p. 62; 188-189; 355; c) 188; 264; 266; II. a) 39 y 40; b) 50; 51; 55; 58.

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EL HUMANISMO DEL SIGLO XVIII 305

DISCURSO

El estar seguros del Gobernador de Borja, es cosa fácil. Basta cerrar bajo la puerta del Ucayale, con nuestras fuerzas unidas, dispuestas en buenas emboscadas. La dificultad consiste en la verdadera causa, por la cual comienzan a sentir nuestros hermanos el yugo de la esclavitud, y ésta consiste en el padre Henrique. El es hermano de los de Borja, y es preciso que como tal haga por ellos, y se entienda con ellos. El es el mayor enemigo de nuestras naciones, tanto más temible cuanto más disimulado. Su fingido amor, ha engañado a muchos incautos, y el cebo de sus regalos, ha sorprendido su simplicidad, para aprovecharse de ella. No hay entre él, y los de Borja más diferencia, que ser éste más astuto, y puesto por eso para engañar a todos.

La religión de los cristianos no es más que un artificio inventado por ellos, para su conveniencia, y para nuestro daño. Artificio y religión detestable, que contra toda razón prohibe la venganza de los enemigos, que es esencial a todos los hombres de bien; mas, artificio inventado para nosotros, y no para ellos, para que sus ofensas queden sin venganza de nuestra parte, cuando sean descubiertas, y para vengarse ellos a salvo, como lo hicieron con los Cocamas que mataron al padre Figueroa. Artificio y religión mal discurrida, y sólo inventada para ignorantes, pues propone adorar como Dios a un hombre que no supo defenderse de sus enemigos, no vengarse de ellos, y hombre, que ellos mismos dicen que murió como infame. Artificio, en fin, y ley contraria al mismo Dios, porque prohibe gozar sus más preciosos dones, cuales son la libertad, los gustos y los placeres.

Por esto mi dictamen es, que detesten y abominen todo este artificio mal inventado y discurrido sólo para nuestros simples hermanos, mas no para observarlo ellos, y que todos los que han recibido, lo abandonan, como contrario a la razón, y al mismo Dios y que vivan en adelante en la creencia de nuestros mayores, que es la verdadera, castigando con la muerte al traidor del padre Henrique, con los pocos blancos que tiene en este río.

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FE DE ERRATAS DEL TOMO

autorreconocimiento especificidades especificidad a reducir tuvieron como trasfondo hacer desaparecer ha de decirse intransigente en el latín seguían ambos Jaramillo Alvarado El primer hecho el de que Antonello Gerbi Guillaume Thomas des établittements européens e tdu los vilipendiaría mas, no lo es, no hay límites precisos en particular si pensamos ni siquiera en la historia. se puede hacer la historia El Reino de Quito ha sido la necesidad de dar de su especificidad missionnaire trancáis parece haberse creído "extravagantes" Más aun, el hombre criollo no podía moverse el hombre la tesis de las variaciones pueda considerar al sabio -añade aceptando otra de las propiamente una "historia" las series "progresivas" no da saltos" tradición mitológica que resultaban además tanta importancia de su especificidad al Plinio romano parejas por especie. echa a mano

154 13155 nota 43155 8156 13160 38161 33170 2170 39171 1171 19173 5177 22177 28182 15182 16184 3185 nota 59186 9191 36193 14201 33202 28204 24205 17208 16212 5216 19217 8217 35224 26225 6225 nota 82227 38228 21229 16231 29232 4232 5-6232 31233 22233 nota 88234 30235 3239 3

no puede atribuírsele Villarroel La alpaca lo creyó Buffon? para sus tinturas franceses y napolitanos cuando se habla Noé arrojó sobre su hijo verificada en ellas dans laguelle. . .sont une colonie trasfondo ideológico la reforma heliocentrista El "original" al que La lapidografía hasta da la impresión quipucama dando el paso hacia cultura primitiva corresponden a las que son que al presente son pocos ya se las dejara tanto unos como otros que fue el pueblo misional instruir a un tiempo a muchos que muestra Utop ía para ejercer tan sólo con dos puertas como contraparte de estas narraciones tanto la de Quito las espaldas Arturo Ardao no era nueva siguiendo al P. Acosta a efectos de congraciarse latino de la palabra -dice- lo confesaré -dice en otra pártela de las ciencias naturales religión monoteísta extremaunción, etc. Abate de Pauw el eclecticismo romántico Para alcanzar una visión

89 32 96 9 97 42 98 38 99 22 100 13 101 13 103 16 111 40 127 16 128 36 131 18 131 36 133 21 135 38 137 7 137 36 138 28 140 29 141 14 142 32-33 142 41 144 5 144 18 144 35 147 12 147 31 148 35

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25-26 10 4 14 6 15 16 29 15 34 29 31 5 10 nota 4 nota 4

Pag. Renglón Debe decir Pag. Renglón Debe decir

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Para Buffon el hombre los textos bíblicos Planteadas así las cosas la universalidad del diluvio a la simple naturaleza relativa al indígena americano respecto de otros desarrollos comparada con la de los pueblos

240 1 el universo discursivo 253 16241 19 ésta no aparecía aún 255 24 242 10 sujeto a los descendientes 255 41 245 13 La posición de Velasco 256 20 245 22 y el de Las Casas 256 39 247 21-22 A su vez, en aquella 257 8 248 10-11 -habla de Collahuaso- 258 8 252 6 Michéle Duchet 261 34 253 22 Este hecho, de la aparición

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Fin de erratas del Tomo I