¡ascensor!, por gustavo cosolito

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¡ASCENSOR! Gustavo Emilio Cosolito La semana pasada atravesé por una experiencia quizá relacionada con la magia negra o con el ocultismo. Yo esperaba para abordar un ascensor de ésos que van a gran velocidad. Dos mujeres de piel negra y con fisonomía africana aguardaban conmigo allí en la planta baja. Gentilmente las hice pasar primero abriéndoles la reja. Tenían aspecto extraño esas dos mujeres: estaban vestidas de seda negra, tenían collares y anillos de piedras negras y los ojos muy oscuros y penetrantes. Esos detalles me dieron mala espina. Entre el tercer y el cuarto piso —ignoro cómo hablaron con tanta rapidez— ya me habían contado que viajaban frecuentemente al Brasil y que les encantaban las playas sembradas de velas negras al atardecer y todo lo que tuviera que ver con la macumba. Pero el colmo fue cuando me aclararon, a modo de advertencia, que adonde ellas iban siempre pasaban cosas raras. Al instante, como si obedeciera una orden, el ascensor, que iba a toda velocidad, se detuvo en seco entre dos pisos.

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Cuento humor negro, Gustavo Cosolito

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Page 1: ¡ASCENSOR!, por Gustavo Cosolito

¡ASCENSOR!

Gustavo Emilio Cosolito

La semana pasada atravesé por una experiencia quizá relacionada

con la magia negra o con el ocultismo. Yo esperaba para abordar un

ascensor de ésos que van a gran velocidad. Dos mujeres de piel negra

y con fisonomía africana aguardaban conmigo allí en la planta baja.

Gentilmente las hice pasar primero abriéndoles la reja. Tenían aspecto

extraño esas dos mujeres: estaban vestidas de seda negra, tenían

collares y anillos de piedras negras y los ojos muy oscuros y

penetrantes. Esos detalles me dieron mala espina.

Entre el tercer y el cuarto piso —ignoro cómo hablaron con tanta

rapidez— ya me habían contado que viajaban frecuentemente al

Brasil y que les encantaban las playas sembradas de velas negras al

atardecer y todo lo que tuviera que ver con la macumba. Pero el

colmo fue cuando me aclararon, a modo de advertencia, que adonde

ellas iban siempre pasaban cosas raras. Al instante, como si

obedeciera una orden, el ascensor, que iba a toda velocidad, se

detuvo en seco entre dos pisos.

Esas dos brujas —a esa altura no me cabía duda de que lo eran—, al

verse en ese trance, en lugar de preocuparse comenzaron a reírse y a

mirarse entre sí, no sé si de nerviosas que estaban o si pretendían

mostrar una morbosa satisfacción. No se desesperaron para nada; por

el contrario, me insinuaron con gestos que ellas eran las responsables

de la parada. Yo mantuve la calma porque, a pesar de que a esa

altura ya me parecían auténticas brujas, debo reconocer que no se me

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antojaban malas sino sólo algo traviesas. Abrí la reja y me dediqué a

examinar el muro que ahora teníamos delante: estábamos varados

entre el quinto y el sexto piso. Miré hacia arriba y emití —reconozco

que con cierta vergüenza— un tímido grito: “¡Shhh, portero! ¡Se

rompió el ascensor! ¡Portero!” Las dos cachavachas se reían como si

ellas demoraran a voluntad la reanudación del viaje. El invocado

portero por fin se asomó con aire ganador, infló su pecho y entonces

—soslayando mi presencia masculina— les aseguró a las damas: “No

se preocupen, chicas, yo las voy a sacar de ahí en un periquete”.

Enseguida, en un tono entre pedante y caballeresco le dijo a una de

ellas: “Mi amor, dame la manita, por favor”. Con no poco esfuerzo —

las chicas acusaban un poco de sobrepeso—, las elevó hasta la puerta

del sexto piso mientras yo les improvisaba un escalón auxiliar con mis

manos. Cuando las dos brujas salieron, en lugar de preocuparse por

mí, se pusieron a charlar con el vanidoso émulo de Rambo que vestía

camisa y pantalón Grafa de color pardo.

Me miraban de reojo —con desdén, quiero decir—, mientras yo salía

trabajosamente y sin ayuda. Sin embargo, antes de salir del todo

conseguí interrumpir la animada plática y llamar la atención de los

tres cuando el ascensor emitió un espantoso ruido a hierros

retorcidos, se puso repentinamente en movimiento como si

despertara de un estupor catatónico y arrastró en su furia

descendente mi mocasín derecho. El irresponsable portero, cruzado

de brazos e ignorando sus funciones más elementales, sólo atinó a

decir: “¡Estos ascensores cada vez andan peor!” Yo no le contesté. Al

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cabo de diez minutos de escalera recuperé mi pobre zapato, que yacía

en un oscuro rincón del hall abandonado boca abajo como un ahogado

en una playa, arrojado seguramente allí a patadas por algún usuario

anónimo.

FIN