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(Confidencias de un viejo)

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Aullidos

(Confidencias de un viejo)

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2015

JoAQUíN VERgARA

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AULLIDOS© Joaquín VergaraDiseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2015.

Editado por: ExLibricc/ Cueva de Viera, 2, Local 3Centro Negocios CADI29200 Antequera (Málaga)Teléfono: 952 70 60 04Fax: 952 84 55 03Correo electrónico: [email protected]: www.exlibric.com

Reservados todos los derechos de publicación en cualquier idioma.

Según el Código Penal vigente ninguna parte de este ocualquier otro libro puede ser reproducida, grabada en algunode los sistemas de almacenamiento existentes o transmitidapor cualquier procedimiento, ya sea electrónico, mecánico,reprográfico, magnético o cualquier otro, sin autorizaciónprevia y por escrito de EXLIBRIC;su contenido está protegido por la Ley vigente que establecepenas de prisión y/o multas a quienes intencionadamentereprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria,artística o científica.

ISBN: 978-84-16110-53-7Depósito Legal: MA-1495-2015

Impresión: PODiPrintImpreso en Andalucía – España

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

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JoAQUíN VERgARA

Antequera, noviembre de 2013-septiembre de 2015

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Doliente, triste…, mas resignadoa que ninguno mi mal comprenda,

en el Misterio me he refugiado.En la comarca de lo soñado,

frente al castillo de la Leyenda,vivo ignorado.

AmAdo Nervo, Serenidad.

A aquellos que fueron injustamente castigados por la vida, solo por cometer el “gravísimo delito” de haber nacido idealistas, soñadores o ilusos.

A los perdedores, a los marginados, a los que permanecen en silencio mientras oyen cómo presumen los demás.

A los que jamás conocieron un día de gloria.

Y, sobre todo, a los que, a pesar de saberse derrotados, son ca-paces de conservar en el fondo de su alma un átomo de esperanza.

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Prólogo

¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?

MARCO TULIO CICERÓN.

Si yo tuviera la brillantez de Cicerón o, remontándome a tiempos anteriores, la de Demóstenes, ¡cómo hubiera gozado creando unas nuevas Catilinarias, o lanzando unas actualizadas Filípicas!

Y mi satisfacción hubiera sido aún mayor si, además de es-cribirlas, las hubiera pregonado a los cuatro vientos, para que sus ecos llegaran hasta el último confín de la tierra.

No me han faltado motivos para hacerlo. Mil veces me han puesto la ocasión en bandeja.

Pero como, desgraciadamente, mi elocuencia y preparación son infinitamente menores que las de aquellos dos insignes ora-dores —a los que, con seguridad, no llego a la altura de sus san-dalias—, y, a pesar de ello, necesitaba desahogarme, me he tenido que conformar con emitir unos pobres lamentos: una especie de hondos aullidos, propios de un perro abandonado, que brotaron espontáneamente de mi alma, tan necesitada de justicia.

(Y debo reconocer que estas dolorosas quejas, aunque resulte amargo sacarlas a la luz, me han ayudado a superar el dolor.)

Había rellenado ya un montón de folios cuando la ira con que empecé a escribirlos fue reemplazada por un cierto sosiego.

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De lo contrario, es probable que mi tensión arterial se hubiera disparado, con graves consecuencias.

En ese momento, intenté dar un giro a lo que llevaba escrito, poniendo todo mi empeño en dejar atrás sentimientos negativos, e intentando, además, que se reflejara en ellos un destello del sentido del humor que suele acompañarme.

No quería que el resentimiento se apoderara de mí. Lo detesto.

Mucha gente, a fuerza de proyectar una falsa imagen de poder y prepotencia, de triunfos y laureles, no se atreve ni a bucear en el fondo de su alma; porque, de tanto fingir, desconoce hasta su propia identidad. Según su estúpido criterio, hay que guardar siempre las apariencias. (Eso es lo único que cuenta para ellos: aparentar.)

Pero yo —que me encuentro en una posición diametral-mente opuesta—, al empezar a escribir, no las guardé.

Todo lo contrario: me lancé, con la sinceridad de un niño y la vehemencia de un loco, a manifestar verdades como puños, in-tentando dar salida al gravoso lastre que necesitaba soltar. Porque, si se me quedaba dentro, me podía aplastar con su pesada carga.

Como los perros callejeros, que por la noche aúllan, alzando su cabeza hacia la Luna o las estrellas —sin contar, siquiera, con la esperanza de un mañana mejor—, me encontraba al empezar a escribir este libro.

Fue más tarde, y por propia iniciativa, cuando intenté dar el giro del que antes hice mención, sintiéndome impulsado, por voluntad propia, a ejercer el desagradable oficio de censor.

Y es que el paso de los años me ha vuelto moderado… por necesidad, aunque más en la superficie que en el fondo.

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(En cierto modo, fue una lástima; porque, al intentar quitarles asperezas, mis escritos perdieron una parte de su espontaneidad.)

Así —dejando a un lado la antipática censura, que jamás me ha gustado, como todo lo que coarta nuestra libertad—, al pasar los días, los que empezaron siendo agudos dolores, exteriorizados en forma de lamentos perrunos, se fueron suavizando, llegando a convertirse en irónicos comentarios, mezclados con residuos de dolor.

Al mismo tiempo —puede que, como compensación a mi anterior tristeza, necesitara abordar temas de otra índole— fui intercalando páginas que nada tenían que ver con mis aullidos. Eran como una especie de intrusos, que se les habían agregado.

Algo parecido a cuando alguien dice: “¿Quién te ha dado vela en este entierro?”.

Y nunca mejor dicho: porque hasta de mi Funeral hago mención en ellos.

Cuando empecé a escribir estas páginas, solo pretendía vomi-tar la indignación que llevaba dentro: reflejar en ellas los ecos de una multitud de amargas experiencias vividas, que, aunque cla-vadas en mi alma, nunca, hasta ahora, me había atrevido a contar.

…Había guardado durante toda mi vida un exagerado si-lencio. Demasiado.

No podía resistir más. No quería morirme con la aguda espina que hubiera supuesto para mí llevarme tantos sinsabores a la tumba, sin haberlos compartido. Y sin justificarme de alguna manera.

La mayoría de estos escritos —tremendamente edulcorados, después de haber pasado por la dura prueba de la autocensura— están cubiertos por una gruesa capa de ironía, capaz de cicatrizar

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profundas heridas; de cauterizar sangrantes llagas, abiertas en el alma; de realizar una ansiada, liberadora y necesaria catarsis…

He conseguido, al fin, revestirme del estoicismo del Payaso, que sabe reírse a carcajadas en medio del dolor. Porque esta es la única fórmula que conozco para poder —o, al menos, inten-tar— superarlo.

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Pasó por la vida haciendo el indio

He aquí el extraño epitafio que tengo encargado que ins-criban en mi tumba. Pero mucho me temo que mis hijos, en lo que respecta a tan singular capricho, no quieran obedecerme.

Lo comprendo. ¡Es que un padre… es un padre!(Aunque hacer tal afirmación no sea más que una perogru-

llada como la copa de un pino.)Mis razones para lucir sobre mi losa esta frase lapidaria son

una infinidad. Y lo peor es que la mayor parte de las veces que he hecho “el indio” —muchísimas, no me importa confesarlo— ha sido debido a mi buena voluntad. A causa de ella, ¡he dado tantos batacazos, me he llevado tantas desilusiones…!

Al parecer, no se puede ir de buena fe por el mundo; porque hay gente que se aprovecha de ello para hacerte la vida imposible. Es doloroso admitirlo, pero es verdad.

Probablemente, a consecuencia de haber nacido idealista, soñador, quimérico y fantasioso —como una reminiscencia del Caballero de la Triste Figura y de los ingenuos ilusos que siguieron sus huellas—, desde diversos frentes he ido recibiendo golpes, embestidas, palizas —mentales, no físicas, algo es algo— y denuestos.

Me he pasado la vida ofreciendo perlas —o arrojando mar-garitas— a los cerdos, una y otra vez, para que ellos las pisotearan con sus sucias pezuñas.

Y sin escarmentar por mi parte durante largos años, que es lo más grave…

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Mucho más tarde —harto hasta la saciedad de soportar tantos golpes, sin merecerlo— aprendí a recubrirme de esa necesaria dosis de ironía, de la que ya hice mención, unida a una eficaz, aislante, impermeabilidad. Todo ello acompañado de mi innato y arraigado sentido del humor, que me protege, mal que bien, de las adversidades de la vida.

A veces, si paso un disgusto grave, noto un punzante dolor entre el pecho y la espalda, que me preocupa…, hasta que se me pasa. Una vez que ha remitido ni me acuerdo.

¿Será el aviso de un infarto? ¿Estaré amenazado de muerte en esta edad madura, tan interesante para vivirla…, aunque sea solo para seguir envejeciendo?

Y lo más extraño del caso es que, a pesar de los pesares, me encuentro muy bien de salud, sin dolores habituales, ni achaques. ¡Qué resistencia debo tener: tan frágil, tan torpe, tan poca cosa como algunos me creían…!

Sí, reconozco que he hecho, con frecuencia, “el indio”. Y, para colmo, cuando me hice mayor, —y es que eso de “ha-

cerse mayor” suele ser un poco aburrido— ni siquiera he contado con la parte agradable que conlleva lo de realizar semejante juego: la regocijante diversión de ponerme unas plumas de colorines en la cabeza, corretear alrededor de las cabañas, lanzando fuertes gritos de guerra, y portar el carcaj, repleto de flechas, disparando a diestro y siniestro contra mis implacables enemigos.

O sea, que, encima, he hecho “el indio” a palo seco, sin re-compensa de ninguna clase, como única recompensa a mi actitud recta hacia los demás, y a mi buena voluntad.

¿Está mal que me reconozca algo bueno?

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…Sé que no es elegante hacerlo, pero supongo que bastante me habrán denostado ya mis detractores, que intuyo que dirán de mí, entre otros “piropos” y “lindezas”: “Ese no sabe hacer ni la o con un canuto”.

Y puede que sea verdad. Entre otras cosas, porque nunca se me ha ocurrido perder el tiempo en semejante tontería.

No suelo, además, tener canutos guardados en mi casa, como es lógico. ¡Bueno, como no sean los que van dentro del rollo de papel higiénico! Pero no me parece apropiado ponerme a hacer oes alrededor de ellos, con el peligro de que metros y más metros del necesario papel, de sedosa textura, queden desparramados por el suelo.

¡Qué estupidez!En lugar de dedicarme a esas sandeces, aprovecho el tiempo

para emplearlo en actividades que considero más adecuadas a mi forma de ser, y que son capaces de enriquecerme por dentro. Porque la otra riqueza, la que se muestra “cara al público”, —el trono de oropel, la vana ostentación— se encuentra en las antí-podas de mi pensamiento.

…Ya que no encuentro la menor diversión en ponerme a dibujar círculos alrededor de los dichosos canutos, sé hacer otras cosas —que aquellos que con tanta dureza me critican no son capaces ni de vislumbrar— para mí mucho más importantes.

Aunque, ¡qué pena de buena voluntad malgastada!, ¿verdad?Y lo peor es que no sé actuar de otra forma.…Ser buena persona durante toda la vida para recibir, a

cambio, golpes bajos es muy triste, casi trágico.

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Decía el doctor López Ibor que la única justicia que existe en el mundo es que ante Dios todos los hombres somos iguales. Esta frase me consuela, me sirve de alivio.

Mientras tanto, aparte de continuar en el mundo acompañado de mi buena fe —me es imposible lo contrario—, no me queda más remedio que aguardar, provisto de resignación y esperanza.

A partir de ahora, para olvidar ofensas y traiciones, zancadillas y desprecios, en lugar de perder el tiempo coleccionando vulgares canutos, me haré construir una pequeña cabaña, tipo Apache o Comanche —como las que levantábamos, siendo yo niño, en el jardín de mi casa—, y me pondré a jugar a los indios, como un chiquillo cualquiera, un desharrapado pilluelo callejero, con mis vistosas plumas, mi faldellín, mi carcaj y mis flechas, divertido y libre, salvaje y desmadrado, dando extraños alaridos… aunque me tomen por loco.

A estas alturas de mi vida, no me importa que nadie me acuse de una posible demencia senil al verme de esa guisa, en absoluto. Porque, en el peor de los casos, no pasaría de ser un loco inofensivo, incapaz de hacerle daño a una mosca.

En cambio, ¡hay tantos “cuerdos” sueltos por ahí…!Y, sin duda, infinitamente más peligrosos.

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Candilejas

He de confesaros una cosa, aunque me dé cierto pudor ha-cerlo: todavía, con lo mayor que soy, termino llorando cada vez que vuelvo a ver el final de la película Candilejas, esa inmortal obra de arte que nos dejó Charles Chaplin. Es, a estas alturas de mi vida, casi lo único que consigue arrancar lágrimas de mis ojos.

Ahora, en esta noche oscura y fría, al regresar de uno de los ensayos de La casa de Quirós, de Carlos Arniches, donde voy a representar, por tercera vez, el papel de don Benigno, un viejo cura —porque si hago de joven no se lo cree nadie—, venía pensando en lo hermoso que debe ser para un actor vocacional morir en escena, como le ocurrió al pobre Calvero, el viejo pa-yaso, el entrañable protagonista de Candilejas.

Se me pone el vello de punta —no exagero— cada vez que veo las escenas finales de la película, en las que, apenas pasados unos minutos desde que Calvero exhaló su último suspiro, The-reza, la protagonista —Claire Bloom—, danza al compás de la hermosísima música, girando, de puntillas, una y otra vez, con una belleza y armonía impresionantes.

El payaso acaba de morir… La vida continúa.¡Ojalá, también, yo hubiera sido Payaso! (Fijaos que lo escribo

con mayúscula.) Lo digo en serio. De los que se ganan la vida ejerciendo esa

hermosa profesión que es hacer reír a los demás —o, al menos, soñar— logrando que sean felices durante unas horas.

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Los admiro.Quizás esta hubiera sido una de mis verdaderas vocaciones.

Aunque, posiblemente, mis aptitudes no me lo hubieran per-mitido.

Pero, al menos, ya que nunca logré tan bello sueño, he llegado a ser actor… aficionado. He tenido la inmensa satisfacción de pisar un escenario, encontrándome muy a gusto en él.

Hace mucho tiempo, en el colegio de María Inmaculada. Ahora, ¡quién me lo iba a decir, a estas alturas!, he pasado a

formar parte del Grupo de Teatro del Club de Leones.(Algunos individuos, sarcásticos y mordaces, tal vez dirán:

“¡Esas edades ya no son propias para ser comediante!”. Pero yo, ni caso. ¡Feliz, pletórico y dichoso, pisando el es-

cenario!… Si encuentro un papel adecuado a mi edad y aptitudes.

Porque, de lo contrario, prefiero permanecer entre bastidores, o incluso sentado en mi butaca, formando parte del público.)

No os podéis imaginar lo que significa para mí ese momento único, sublime, en que las luces de la Sala se apagan, mientras se ilumina el escenario y el telón comienza a subir. Es magia pura. Un sueño hecho realidad.

Hace un montón de años —estando recién llegado al mundo de la farándula— decía una amiga mía, cargada de razón, que cuando yo me encontraba en escena —ensayando o representan-do— se me notaba mucho más relajado, distendido y cómodo que en la vida real.

Y era la pura verdad. Porque allí, subido al escenario, me sentía más yo.

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Ha sido muy positivo que, después de más de veinte años de inactividad escénica, haya vuelto a los escenarios. Me ha hecho muy feliz.

Sin duda, desde mi lejana infancia llevo en mis venas el amor —mejor dicho, la pasión— por el Teatro. Lo que ocurre es que, cuando yo era pequeño, a los ojos de los demás —que, aparentemente, me veían serio y callado— no resultaba el típico niño precoz, lleno de desparpajo, adecuado para incluirlo en un cuadro escénico.

Pero lo cierto es que encima de las tablas…, es curioso, ¡pierdo la vergüenza! ¡Lo digo así de claro!

“¡Con lo serio que parece…!”, seguro que dirá cualquier antequerano —o antequerana, como dicen los políticos, preten-diendo obtener más votos, mientras tratan de engañar a cuatro tontos— al verme subido al escenario, haciendo aspavientos y dando alaridos.

…Cierto es que la imagen que proyecta al exterior este hombre que, generalmente, va despistado por la calle —y que, a veces, ni se da cuenta de que se cruza con un conocido, a no ser que este le llame la atención—, el que los demás creen que soy, no tiene nada que ver con mi auténtico yo.

No me cuadra el personaje que me tocó vivir. ¡También es mala suerte! Ni siquiera me cae bien.

(He aquí una de las ventajas que tiene el llegar a ser viejo: la de decir verdades. Te entran tantas ganas de soltarlas que, si se te quedan dentro, puedes estallar. Antes, hace unos años, no me hubiera atrevido a hablar de cosas personales. Hoy lo hago con una facilidad pasmosa.)

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Harto, pues, de representar en la vida real un papel que no es el que me corresponde, reconozco que los que hago en es-cena —por absurdo que parezca— son mucho más parecidos a mi verdadero yo.

Del mío —lo repito—, estoy ya, más que cansado, extenuado.(Aparte de mi mujer y de mis hijos, pocos son los que han lle-

gado a conocerme como realmente soy: el hombre que se levanta cantando, saludando al día que comienza, lleno de alegría… y al que ciertos sujetos se empeñan, cada dos por tres, en amargarle la vida. El que, después de unas horas bajas —generalmente, las del atardecer— vuelve a resurgir, dichoso y alegre de nuevo.)

Aunque siempre es hora de rectificar, de intentar mostrarme ante los demás tal como soy. Es cuestión de dar el salto.

En el escenario, donde parece que el trampolín no es tan alto, me cuesta menos. Lo consigo, aunque sea solamente en el momento de la representación. Como, por supuesto, en cada uno de los ensayos.

Y, tal vez —salvando la enorme, insalvable, distancia que se-para a Charles Chaplin de mí—, guarde en el fondo de mi alma la anhelada pretensión de morir en escena —ojalá tarde muchos años en hacerlo; aunque, teniendo una edad tan avanzada, no me quede más remedio que representar El okapi, de Ana Diosdado— como le pasó a Calvero, el conmovedor, inmenso, único, payaso de Candilejas…

Pero dejando olvidados por un momento mis sueños de gloria, opino que la magia del Teatro sería aún mayor si de nuevo volvieran a brillar a lo largo del borde del escenario las antiguas candilejas, hoy en desuso.

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Porque esas luces, casi mágicas, contribuían a añadirle un encanto más a la representación, señalando una especie de fron-tera, una cierta distancia —que considero necesaria— entre el público y los actores.

A mí, personalmente, no me gusta que se mezclen. Aunque ahora se lleve.

Y además de las candilejas, cada vez que piso un teatro —¡no lo puedo remediar!— sigo añorando con toda mi alma la desa-parecida concha del apuntador. Constituía para mí un elemento esencial, imprescindible. Le tenía cariño.

Y aumentaba, además, la confianza en sí mismos de los ac-tores desmemoriados. ¿Por qué no va a tener derecho un actor a padecer amnesia de cuando en cuando, como cualquier mortal?

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