barcos de plata
DESCRIPTION
cuento ganador concurso San FranciscoTRANSCRIPT
Gracias, pero no fumo. ¿Le molestaría regalarme la cajetilla vacía cuando
termine? Siempre he detestado el olor del humo del cigarrillo y, a pesar de que
intenté fumar alguna vez (en uno de esos arrebatos juveniles de los que todos
padecemos), la tos que me sobrevino borró de un tirón cualquier sombra de deseo
que pude haber abrigado de permitirme aquel vicio. Sin embargo, como puede ver,
sí tengo el vicio del alcohol. No vaya a pensar mal de mí, no es que beba a diario
ni que pase mis días metido en lugares como este.
Aunque no fumo y pienso que es un hábito completamente dañino, hubo
una época en mi vida en la que pasaba cada día esperando a mi padre terminar la
cajetilla de cigarrillos (es por eso que le pido que me la regale). En la infancia,
¿sabe usted? En ese tiempo donde se vive sumido en la más inocente
inconsciencia; en esa época me encantaba sentarme a ver a mi padre leer con el
cigarrillo entre el índice y el dedo medio en una posición natural, nada forzada,
como si el tabaco formara una extensión de su cuerpo, absorbiendo el humo con
grandes bocanadas y dejándolo escapar luego por la nariz la mayoría de veces;
otras, en cambio, se daba cuenta del encanto que me producía verlo y lo
expulsaba haciendo una mueca; redondeaba los labios y abría y cerraba la boca
como un pez y unos círculos grises salían volando y se agrandaban conforme se
alejaban de mi papá hasta perder su forma y disolverse por completo. Lo veía de
lejos porque el olor me molestaba mucho hasta que me aburría y me iba a jugar
con mis soldaditos o con algún otro juguete, ¡imagínese cuán pequeño era! Sin
embargo, no dejaba de pensar en el momento en que mi papá terminara la
cajetilla. ¿Por qué?, porque al terminar, él sacaba ese papel recubierto con
aluminio que tienen las cajas de cigarrillos y me hacía barcos por el lado plateado.
1
Siempre me decía que eran barcos de plata y que si reunía muchos me haría rico.
Y yo con ilusión los guardaba todos. Naturalmente primero jugaba con ellos, los
ponía a flotar en un pequeño balde lleno de agua e imaginaba que hacía grandes
viajes llenos de aventuras y tesoros y todas esas cosas que un niño imagina;
dejaba todo mojado y mi mamá me regañaba con dulzura (lo bueno de ser hijo
único es que a uno lo miman). Después los secaba y los ponía en una caja de
zapatos que mi papá me dio especialmente para guardar mi incipiente hacienda.
Por años fui guardando los barquitos de plata de mi papá, de vez en cuando
los contaba y hacía cálculos de cuántos reuniría para el final de cada año.
Recuerdo que una vez, en diciembre, le dije a mi papá que quería venderlos para
comprar regalos de Navidad y él me respondió que era mejor que los guardara
para cuando me casara porque en esa época sí que se necesitaba dinero para
cumplir los caprichos de la mujer; mi mamá sonrió y le dio un golpe en el hombro.
Él me dio un poco de dinero para los regalos y me dijo que después se lo pagaría.
¿No le parece dulce? ¿Quiere tomar otro trago? No se preocupe, yo le invito esta
copa.
Cuando tenía unos diez años, más o menos, hubo un acuerdo tácito entre
mi padre y yo; uno a esa edad quiere dejar de parecer un niño aunque sigue
siéndolo. Dejé de jugar con soldaditos y barquitos de plata (por supuesto, para esa
época ya sabía bien que los barquitos no me harían rico) para dedicar más tiempo
a jugar fútbol con mis amigos de la escuela. Mi mamá guardó la caja de zapatos
en el fondo de un armario viejo que había pertenecido a una abuela a quien nunca
conocí y que usaban para guardar aquellas cosas que nunca más se usarían pero
2
que podrían ser útiles como retazos de alambre, cartones, etcétera y ahí se quedó
mi tesoro por mucho tiempo.
Unos años después encontré la caja por casualidad, cubierta de polvo.
Limpié la caja y la llevé a mi dormitorio, conté los barquitos con una sonrisa en los
labios recordando los aún no lejanos días de mi infancia; eran como doscientos.
Satisfecha mi curiosidad guardé la caja en el mismo sitio.
Por cierto, ¿cómo se llama usted? Mi nombre es Francisco, me pusieron el
nombre de mi padre y mi abuelo, una tradición de familia, ¿sabe? Brindemos,
amigo, por los padres; ¡salud! Precisamente por su salud, mi papá tuvo que dejar
el cigarrillo. Sí, el corazón. Aunque yo siempre supe que fumaba a escondidas de
mi mamá. Yo tendría unos quince o dieciséis años. Siempre que veía a papá
desesperado como si hubiera perdido algo, yo sabía que no pasaría mucho tiempo
hasta que saliera de la casa con alguna excusa o se encerrara en el baño por
quince minutos. Creo que mi madre también lo sospechaba pero no se lo
recriminaba, a fin de cuentas había disminuido bastante la cantidad que fumaba y
eso ya nos tranquilizó mucho.
Pasaron un par de años y creo que mi papá había dejado el cigarrillo por
completo. Sin embargo, volvió con el hábito a raíz de la muerte de mamá. Un
accidente. Pasó tres días en el hospital en cuidados intensivos pero no se pudo
hacer nada. A la final fue mejor porque si hubiese sobrevivido, habría quedado
paralítica o algo así. Usted tiene razón, ¡madre, solo hay una! Sí, de eso hace ya
algunos años, no soy tan joven como parezco. ¡Salud!
Bueno, le contaba que mi papá volvió a fumar. Ya no leía como antes, sólo
iba al trabajo y al regresar se sentaba frente al televisor por horas y horas con los
3
cigarrillos siempre a su lado. El olor de la habitación me desesperaba hasta el
punto de mantenerme alejado de mi padre. Puede ser eso o quizá sólo estoy
buscando una excusa para la actitud que tomé con él. Sabía que la muerte de
mamá había sido muy dolorosa y por eso decidí no hablar del tema ni de nada
relacionado. Poco a poco nuestra relación se fue deteriorando. ¿Se imagina usted
lo que es vivir con una persona y no saber nada de su vida? Pues eso fue lo que
pasó. En la casa, las pocas ocasiones en las que coincidíamos en estar al mismo
tiempo, nos mirábamos por unos cuantos segundos, nos preguntábamos cómo
nos había ido y nos encerrábamos en nuestros respectivos dormitorios. Mientras
él encontró alivio en la soledad, yo lo hice dedicando mi tiempo a los amigos y la
juerga. A esa edad uno tiene que divertirse, ¿o no? Tampoco digo que pasé el
período de luto de fiesta en fiesta, ¡no se ría de mí! Pero con el tiempo me di
cuenta que debía continuar con mi vida y así lo hice.
Pasaron los años y el silencio reinaba entre mi papá y yo. No se lo
recriminaba, yo tampoco hice ningún esfuerzo para acercarme a él. Ya sabe cómo
somos los hombres: expresar los sentimientos es signo de debilidad. Aunque en
algunas oportunidades me sentí tentado a charlar con mi papá, nunca lo hice. Un
cumpleaños y la Navidad nos daba pie para un abrazo y un buen deseo, nada
más.
¿Alguno de sus padres continua vivo? ¿Ambos? No desaproveche el
tiempo que tiene con ellos. Disculpe, las lágrimas no me permiten hablar bien.
Permítame explicarle. Mi papá murió hace dos años, más o menos. Sí, sí, ¡salud!
Me llamaron desde la oficina de mi papá y me dijeron que él había tenido un
4
infarto y que estaba en el hospital; para cuando llegué ya estaban haciendo el acta
de defunción. Sí, por eso le digo que el cigarrillo es dañino.
Ya tengo veintisiete años, no soy un niño pero sí soy bastante joven para
haber quedado huérfano, no podía soportar más la soledad y los recuerdos de mis
padres así que la semana pasada vendí la casa que me vio crecer... Cuando
estaba arreglando las cosas para mudarme a un nuevo departamento encontré,
metido todavía en el viejo armario de mi abuela, la caja de zapatos con los
barquitos de plata de mi papá. Como cuando tenía dieciséis, me senté sobre la
cama y con una nostálgica sonrisa empecé a revisarlos. Los de encima, intactos,
habían hecho presión sobre los del fondo por años. Además, solo los de abajo
habían sido utilizados para los viajes interminables creados por mi imaginación en
el océano contenido en un pequeño balde de agua. Eran el vestigio de una
infancia feliz, de una época que se fue como el agua con la que jugaba entre mis
pequeñas manos. Esa caja guardaba los recuerdos que mi adultez había
sepultado en el fondo de mi mente, recuerdos parecidos a los barcos del fondo:
doblados unos, rotos otros y todos invisibles, cubiertos por recuerdos (o barcos)
más recientes.
Algo, sin embargo, me sacó de mis nostálgicas divagaciones. La caja no
estaba cubierta de polvo. Al parecer mi papá había dado con ella (¿quién sino
él?). Por curiosidad me puse a contar los barcos de plata de la caja. No pude
contener el llanto, amigo. No puede usted imaginar la tristeza, la angustia y la
impotencia de retroceder el tiempo, de tener por lo menos un minuto a mi padre
vivo ante mí para darle un abrazo y un beso como cuando era un niño. Sentía que
cada barco me llevaba más cerca del infierno de la desesperación. ¿Por qué no lo
5
acompañé en tantos años de soledad? Las lágrimas caían dentro de la caja, sobre
los pequeños barcos de papel; como una tormenta que arrecia sobre un montón
de barcos a la deriva, hundiendo unos y sacudiendo otros. Brotaron las lágrimas
que no había derramado ni siquiera en los entierros de mis padres; con un
morboso sentimiento de penitencia traté de enmendar años de insensibilidad, de
excesiva racionalidad (¿o irracionalidad?, me pregunto). Mi padre, más sabio,
había mantenido vivo el recuerdo de un tiempo más feliz. Mientras contaba me
sentía cada vez más miserable, más vacío, más solo. De la única época en la que
recordaba haber sido realmente feliz, solo quedaban algunos trozos de papel
doblados. Continué contándolos hasta que no resistí más la tristeza: ¡había más
de cuatrocientos barcos de plata!
Mi padre tenía razón, ahora esos barcos son mi único tesoro.
6