bond 02 - vive y deja morir - ian fleming

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El Harlem de Nueva York está dominadopor Mister Big, un enigmático personajede origen caribeño que controla todos losnegocios criminales de la zona. Su poderse extiende entre los habitantes de razanegra de Estados Unidos, quienes le temenal considerarle un príncipe de lastinieblas versado en las artes de vudú.Bond es enviado a Norteamérica paraenfrentarse a este hombre, pues losservicios de inteligencia británicossospechan que se trata de un espía ruso.Allí recibirá la ayuda de su amigo FelixLeiter, y conocerá a una fascinante mujera quien Míster Big quiere convertir en sufutura esposa.

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Ian FlemingVive y deja morir

James Bond: 007 /2

ePUB v1.1000 01.05.12

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Título original: Live and let dieIan Fleming, 1955.Traducción: Diana FalcónIlustraciones: Jordi CiuróDiseño/retoque portada: Joan Batallé

Editor original: 000 (v1.0)ePub base v2.0

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Capítulo 1Recibimiento de

príncipe

En la vida de un agente secreto hayépocas de gran lujo. Le asignan misionesque le exigen representar el papel de unhombre muy rico; pasa por épocas en quese refugia en la buena vida para borrar elrecuerdo del peligro y la sombra de lamuerte, y en otras ocasiones, comosucedía ahora, acude como invitado alterritorio de un servicio secreto aliado.

Desde el momento en que el aviónStratocruiser de la BOAC carreteó hasta

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la terminal internacional del aeropuertode Idlewild, James Bond recibió el tratode un miembro de la realeza.

Cuando abandonó el aparato encompañía de los demás pasajeros, sehabía resignado a pasar por el famosopurgatorio que conformaba la maquinariade Sanidad, Inmigración y Aduanasestadounidense. Tenía por delante almenos una hora, pensó, de salas con lacalefacción demasiado alta y pintadas deun verde pardo, que olerían al aire delaño anterior, al sudor rancio, la culpa y elmiedo que flotaban en todas las fronterasdel mundo, miedo a aquellas puertas quelucían una placa donde se leía privado yque ocultaban a los hombres minuciosos,

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los archivos, los teletipos tecleandomensajes urgentes dirigidos a Washington,al departamento de Narcóticos, al decontraespionaje, al fisco, al FBI.

Mientras cruzaba la pista de asfalto,barrida por el cortante viento de enero,imaginó su propio nombre recorriendo laslíneas de comunicación: Bond, James.Pasaporte diplomático británico número0094567, seguido de la corta espera y lasrespuestas que llegarían a través de lasdiferentes máquinas: Negativo, negativo,negativo. Y luego, procedente del FBI:Positivo. Esperen comprobación . Através de las líneas del FBI se produciríanalgunas comunicaciones apresuradas conla Agencia Central de Inteligencia, la

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CIA, que enviaría el mensaje siguiente:FBI a Idlewild: Bond ok, ok, y el oficialde actitud amable que daba la cara por losdemás le devolvería el pasaporte:«Espero que disfrute de su estancia, señorBond».

El agente británico se encogió dehombros y siguió a los demás pasajeros através de la alambrada en dirección a unapuerta con el letrero U.S. HealthService[1].

En su caso, sólo se trataba de unatediosa rutina, por supuesto, pero ledesagradaba la idea de que su historialestuviera en posesión de cualquierpotencia extranjera. El anonimatoconstituía la herramienta principal de su

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profesión. Cualquier rastro de identidadreal que quedara registrado en unexpediente, disminuía su valía comoagente y, en última instancia, representabauna amenaza para su propia vida. Allí, enEstados Unidos, donde lo sabían todoacerca de él, se sentía como un negro aquien un brujo hubiese robado la sombra.Una parte vital de sí mismo estabaempeñada, en manos de otros. Amigos,por supuesto, en este caso, pero aun así…

—¿El señor Bond?Un hombre de aspecto agradable y

anodino, ataviado con ropas de paisano,avanzó hacia él desde la sombra deledificio del departamento de Sanidad.

—Me llamo Halloran. ¡Encantado de

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conocerlo!Se estrecharon la mano.—Espero que haya tenido un viaje

agradable. Por favor, sígame.Se volvió hacia el oficial de la policía

de aeropuertos que hacía guardia ante laentrada.

—Todo en orden, sargento.—Bien, señor Halloran. Hasta pronto.Los demás pasajeros habían

desaparecido en el interior. Halloran sealejó del edificio hacia la izquierda. Unsegundo policía les franqueó una puertapequeña que se abría en la valla querodeaba las instalaciones.

—Adiós, señor Halloran.—Adiós, oficial, y gracias.

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Justo al otro lado aguardaba un Buicknegro cuyo motor en marcha emitía unsuave ronroneo. Cuando subieron a él,Bond vio que sus dos maletas ligerasestaban en el asiento delantero, junto alconductor. Al agente británico no se leocurría cómo las habrían sacado con tantaceleridad de entre la montaña deequipajes que apenas minutos antes habíavisto que transportaban hacia la zona deaduanas.

—Bien, Grady, en marcha.Bond se retrepó a sus anchas en el

asiento mientras la voluminosa limusinaarrancaba con rapidez y al cabo de pocollegaba a la velocidad máxima gracias asu caja de cambios Dynaflow.

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Miró a Halloran.—Bueno, debo decir que sin duda éste

ha sido uno de los recibimientos másprincipescos que he presenciado en todami vida. Esperaba pasar al menos unahora con los trámites de Inmigración.¿Quién lo ha preparado? No estoyacostumbrado a que me traten como a unpersonaje importante. En cualquier caso,muchísimas gracias por la parte que ustedhaya tomado en el asunto.

—No hay de qué, señor Bond. —Halloran sonrió y le ofreció un cigarrillode un paquete de Lucky Strike reciénabierto.— Queremos que su estancia seacómoda. Cualquier cosa que desee, notiene más que pedirla y la tendrá. Cuenta

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usted con buenos amigos en Washington.Desconozco las razones de su visita, peroal parecer las autoridades están muyinteresadas en que sea usted un invitadode excepción de nuestro gobierno. Micometido es hacer que llegue al hotel contoda la rapidez y comodidad posibles; unavez allí, lo dejaré en compañía de otros yme marcharé. ¿Podría darme un momentosu pasaporte, por favor?

Bond se lo entregó. Halloran abrió unmaletín que había a su lado en el asiento ysacó un pesado sello de metal. Pasóvarias hojas del pasaporte hasta encontrarla del visado estadounidense, lo selló ygarrapateó su firma sobre el círculo azuloscuro que encerraba el anagrama del

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Ministerio de Justicia, y se lo devolvió. Acontinuación sacó su billetera y extrajo dedentro un abultado sobre blanco queentregó al agente británico.

—Dentro hay mil dólares. —Alzó unamano cuando Bond intentó hablar.— Esdinero comunista que confiscamos en elregistro del Schmidt-Kinaski. Estamosusándolo contra ellos, y le solicitamosque coopere y gaste esta cantidad comomejor le parezca durante su presentemisión. Se me ha comunicado que sunegativa a hacerlo sería consideradocomo un acto muy poco amistoso. Porfavor, no hablemos más del tema —añadió, mientras Bond continuabasujetando en sus manos el sobre con aire

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dubitativo—. También debo añadir que ladisposición de este dinero a través deusted es un hecho conocido por su propiojefe, y que cuenta con su aprobación.

Bond lo observó con atención y luegosonrió, guardándose el sobre en subilletera.

—De acuerdo —asintió—. Y gracias.Intentaré gastarlo en aquello que más dañoles haga. Me alegro de contar con unfondo de operaciones, y desde luegoresulta agradable saber que nos lo haproporcionado el enemigo.

—Bien —aprobó Halloran—. Yahora, si me disculpa, he de poner al díaalgunas notas para el informe que debopresentar. Tengo que acordarme de enviar

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cartas de agradecimiento por sucooperación a los departamentos deInmigración, Aduanas y demás. Simplerutina.

—Claro, adelante —asintió Bond.Se alegraba del silencio que seguiría

para así echar una ojeada a la primeravisión de Estados Unidos que tenía desdeque había acabado la guerra. No leparecía una pérdida de tiempofamiliarizarse de nuevo con la jergaestadounidense: los anunciospublicitarios; los últimos modelos deautomóvil y los precios de los vehículosde segunda mano que se exhibían en losestablecimientos de coches usados; laexótica seducción de las señales de

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c a r r e te r a : bordes blandos, curvascerradas, estrechamiento delante,resbala cuando húmedo; la forma deconducir de la gente; el número demujeres al volante, con sus compañerossentados dócilmente junto a ellas; la ropade los hombres y los peinados femeninos;las advertencias de Defensa Civil: encaso de ataque enemigo continúenavanzado, salgan del puente; el espesobosque aéreo de antenas de televisión y lainfluencia de ésta en las vallaspublicitarias y en los escaparates; algúnhelicóptero que recorría el cielo; losllamamientos públicos destinados arecaudar fondos para la lucha contra elcáncer o la poliomielitis, como la marcha

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de los diez centavos. Todas esaspequeñas impresiones fugaces que erantan importantes para su profesión, como lacorteza dañada de un árbol y las ramasdobladas para un cazador de la selva.

El conductor entró por el puenteTriborough y ascendieron por suimpresionante extensión hasta el corazónde la zona alta de Manhattan, y la hermosaperspectiva de Nueva York se precipitóhacia ellos mientras descendían hastahallarse entre las raíces ruidosas,hormigueantes de vida e impregnadas deolor a gasolina de aquella tensa selva deasfalto.

Bond se volvió a mirar a suacompañante.

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—Detesto decirlo —le aseguró—,pero éste es el objetivo más enorme de lafaz de la tierra para un ataque atómico.

—No existe nada que se le compare—asintió Halloran—. A veces no puedodormir por las noches pensando en quésucedería si se produjera ese ataque.

Se detuvieron ante el mejor hotel deNueva York, el St. Regis, situado en unaesquina de la Quinta Avenida con la calleCincuenta y cinco. Un hombre taciturno,de mediana edad, con abrigo azul oscuro ysombrero de fieltro negro, salió de detrásdel portero y avanzó hacia ellos. Aún enla acera, Halloran los presentó.

—Señor Bond, éste es el capitánDexter. —Su tono fue respetuoso.—

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¿Puedo dejarlo ya en su compañía,capitán?

—Claro, por supuesto. Pero antesencargúese de que suban las maletas.Habitación 2100. En el último piso. Yome adelantaré con el señor Bond paraasegurarme de que tiene cuanto necesite.

Bond se volvió para despedirse deHalloran y darle las gracias. En esemomento, el estadounidense se encontrabade espaldas a él, hablando del equipajecon el portero. Bond miró más allá delhombre, al otro lado de la calle Cincuentay cinco. Sus ojos se entrecerraron. UnChevrolet negro hacía una maniobrabrusca para incorporarse al denso tráfico,cruzándose en el camino de un taxi de la

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compañía Checker; el taxista tuvo quefrenar en seco, y su puño cayó sobre elclaxon y allí lo mantuvo. El sedáncontinuó como si nada, pasó el semáforocuando la luz estaba a punto de cambiar aámbar y desapareció hacia el norte por laQuinta Avenida.

La maniobra había sido diestra ydecidida, pero lo que sorprendió a Bondfue que al volante iba una mujer negra,una mujer hermosa con uniforme de chófernegro; y a través del cristal trasero captóun atisbo del único pasajero del vehículo,un enorme rostro negro grisáceo que sehabía vuelto con lentitud y lo habíamirado directamente a los ojos —de esono le cabía duda alguna—, mientras el

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coche aceleraba hacia la avenida.Bond estrechó la mano de Halloran.

Dexter le tocó un codo con impaciencia.—Ahora entraremos y, sin detenernos,

cruzaremos el vestíbulo hasta losascensores. Están a medio camino, a laderecha. Y, por favor, no se quite elsombrero, señor Bond.

Mientras seguía a Dexter por losescalones de entrada al hotel, Bond pensóque ya era casi demasiado tarde paratomar semejantes precauciones. Si apenashabía un lugar en el mundo donde pudieraverse una mujer negra conduciendo unautomóvil, una mujer negra que trabajaracomo chófer constituía un hecho aún másextraordinario. Apenas resultaba

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concebible, incluso en Harlem, aunqueestaba seguro de que ése era el barrio deprocedencia del sedán.

¿Y la gigantesca figura del asientotrasero? ¿Aquel semblante negrogrisáceo? ¿El señor Big?

—Hum… —murmuró Bond para símientras seguía la delgada espalda delcapitán Dexter y entraba en el ascensor.

Cuando llegaban a la planta veintiuno,el ascensor aminoró la velocidad y sedetuvo.

—Le hemos preparado una pequeñasorpresa, señor Bond —anunció elcapitán Dexter, sin mucho entusiasmo,pensó el británico.

Avanzaron por el corredor hasta la

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habitación que había en el recodo.El viento susurraba tras las ventanas

del pasillo, y Bond captó una visión fugazde la cumbre de otros rascacielos y, másallá, las desnudas ramas de los árboles deCentral Park. Se sentía tan alejado delsuelo que, por un momento, una extrañasensación de soledad y espacio vacío leatenazó el corazón.

Dexter sacó la llave de la habitación2100 y abrió la puerta, cerrándola cuandoambos la hubieron traspuesto. Seencontraban en un pequeño vestíbulocuyas luces estaban encendidas. Dejaronlos sombreros y los abrigos sobre unasilla, y Dexter abrió la puerta que habíafrente a ellos e indicó a Bond que pasara

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delante.Éste entró en una atractiva sala de

estar decorada según el estilo Imperio dela Tercera Avenida: sillones cómodos yun amplio sofá tapizados en seda amarilloclaro, una copia bastante buena de unaalfombra Aubusson[2], paredes y techopintados de gris claro, un aparadorfrancés con la parte frontal curvada conbotellas, vasos y una cubitera niquelada;una ventana grande dejaba entrar el solinvernal desde un cielo tan despejadocomo el de Suiza. La calefacción centralera apenas soportable.

La puerta de comunicación con eldormitorio se abrió.

—Estaba colocando las flores junto a

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tu cama. Forma parte del famoso«servicio con una sonrisa» de la CIA —explicó el joven alto y delgado queavanzó con una ancha sonrisa y la manoderecha tendida hacia donde Bondpermanecía clavado en el suelo a causadel asombro.

—¡Félix Leiter! ¿Qué diablos hacesaquí? —Bond aferró la dura mano delotro y la estrechó con efusión.— ¿Y quédemonios estás haciendo en mihabitación? Dios, cuánto me alegro deverte. ¿Por qué no has seguido en París?No me digas que te han asignado estetrabajo.

Leiter lo miró con expresiónafectuosa.

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—Tú lo has dicho. Eso es exactamentelo que han hecho. ¡Menudas vacaciones!Al menos para mí. La CIA piensa que enla misión del casino trabajamos muy bienjuntos[3], así que me arrebataron de lacompañía de los muchachos deOperaciones Conjuntas de París, meinformaron del asunto en Washington, yaquí estoy. Soy una especie de enlaceentre la CIA y nuestros amigos del FBI.—Hizo un gesto hacia el capitán Dexter,que contemplaba sin entusiasmo aquellamuestra de viva emoción nadaprofesional.— El caso es de ellos, porsupuesto, al menos en lo referente alterritorio de Estados Unidos; pero, comoya sabes, hay importantes ramificaciones

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en el extranjero que son competencia de laCIA, así que estamos colaborando. Tú hasvenido para hacerte cargo de lo tocante aJamaica en nombre de Gran Bretaña[4], yel equipo ya está completo. ¿Qué teparece? Siéntate y tomemos una copa. Encuanto supe que te encontrabas abajo,encargué el almuerzo, así que ya estará decamino.

Fue hacia el aparador y comenzó apreparar el martini seco.

—Que me cuelguen —exclamó Bond—. Ese viejo demonio de M no me habíadicho una sola palabra de esto. Tiene lacostumbre de hablar sólo de los hechos.Nunca cuenta las buenas noticias.Supongo que pensaría que quizá

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influyeran en nuestra decisión de aceptaro no un caso determinado. De todasformas, es fantástico.

Bond percibió de pronto el silenciodel capitán Dexter, y se volvió a hacia él.

—Estaré encantado de hallarme a susórdenes aquí, capitán —dijo condiplomacia—. Según lo veo yo, el caso sedivide en dos partes muy claras. Laprimera reside por completo en territorioestadounidense, que es su jurisdicción,por supuesto. Luego, según lasapariencias, tendremos que reseguirlohacia el interior del Caribe, hastaJamaica. Y tengo entendido que debohacerme cargo del asunto cuando salga delas aguas territoriales de Estados Unidos.

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Félix unirá ambas mitades en loconcerniente a su gobierno. Yo deboinformar a Londres a través de la CIAmientras permanezca aquí, y directamentea Londres, aunque manteniendo a laCentral de Inteligencia al tanto de cuantosuceda, cuando me desplace al Caribe.¿Es usted de la misma opinión?

Dexter le dedicó una leve sonrisa.—Yo diría que sí, señor Bond. El

señor Hoover[5] me ha pedido que letransmita su satisfacción de tenerlo connosotros. Como invitado —añadió—.Naturalmente, no nos conciernen enabsoluto las ramificaciones del caso queafectan a Gran Bretaña, y nos parece muybien que la CIA colabore con usted y su

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gente de Londres. Supongo que todo irábien. Brindo por nuestra suerte —concluyó, alzando la copa que Leiter lehabía servido.

Sorbieron el frío cóctel fuerte conplacer; en el rostro de halcón de Leiterhabía una expresión algo burlona.

Se oyó un golpe de llamada en lapuerta. Leiter la abrió para dar paso albotones que traía las maletas de Bond. Loseguían dos camareros empujando sendoscarritos cargados de platos, cubiertos,mantel y servilletas blancos como lanieve, que procedieron a colocar sobreuna mesa plegable.

—Cangrejos de concha blanda consalsa tártara, hamburguesas de buey al

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punto hechas a la brasa, patatas fritas,brécol, ensalada mixta con salsathousand-island[6], helado con dulce demantequilla y caramelo, y el mejorLiebfraumilch que puede conseguirse enEstados Unidos. ¿Qué tal?

—Parece un buen almuerzo —respondió Bond, que se guardó para sí susreservas acerca del dulce de mantequillay caramelo.

Se sentaron y comieron sin pausa cadauno de aquellos deliciosos platosestadounidenses de extraordinariacalidad.

Hablaron poco, y no fue hasta quehubo llegado el café y la mesa estuvodespejada que el capitán Dexter se quitó

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de la boca el cigarro de cincuentacentavos y se aclaró la garganta condeterminación.

—Señor Bond —comenzó—, tal vezahora le parezca bien contarnos lo quesabe acerca de este caso.

Bond abrió un paquete de cigarrilloslargos marca Chesterfíeld con la uña deldedo pulgar, se retrepó en la cómoda sillade aquella cálida y lujosa habitación, y sumente se remontó a dos semanas antes,hasta el gélido día de principios de eneroen que salió de su apartamento de Chelseaa la triste media luz de la niebla deLondres.

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Capítulo 2Una entrevista con M

Hacía pocos minutos que le habíanllevado el Bentley descapotable gris —elmodelo de 1933 de cuatro litros y mediocon sobrealimentador Amherst-Villiers—del garaje donde lo guardaba, y el motorse había puesto en marcha de inmediato alpulsar el botón de arranque automático.Encendió los faros antiniebla gemelos ycondujo con sumo cuidado por King'sRoad para luego subir por Sloane Streethasta el Hyde Park.

El jefe de Estado Mayor de M lo

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había telefoneado a medianoche paradecirle que M quería verlo a las nueve dela mañana siguiente.

—Ya sé que es un poco temprano —se disculpó—, pero parece que quiere quealguien entre en acción. Hace variassemanas que lo está rumiando, y supongoque por fin ha tomado una decisión.

—¿Alguna pista que puedas darme porteléfono?

—A de Antillas y C de Caracas —respondió el jefe de Estado Mayor, ycolgó.

Eso significaba que el caso se hallabarelacionado con las secciones A y C delServicio Secreto que estaban a cargo deEstados Unidos y del Caribe. Bond había

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trabajado durante algún tiempo en lasección A durante la guerra, pero sabíamuy poco de la C o de sus problemas.

Mientras avanzaba con lentitud juntoal bordillo a través de Hyde Park,acompañado por el lento tamborileo deltubo de escape de cinco centímetros delargo, se sentía emocionado ante laperspectiva de su entrevista con M, elhombre notable que entonces era, y aúnes, jefe del Servicio Secreto. No habíavisto aquellos fríos y astutos ojos desdefinales del verano. En aquella ocasión, Mse mostró complacido.

«Tómese unas vacaciones —le dijo—. Unas vacaciones largas. Y luego vayaa que le hagan un injerto de piel en el

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dorso de esa mano. Q. le dirá cuál es elmejor cirujano y le concertará una visitacon él. No puedo permitir que ande porahí con esa maldita marca de fabricaciónrusa encima. Veré si puedo conseguirle unbuen objetivo para cuando esté otra vez encondiciones. Buena suerte.»

La reconstrucción de la piel de lamano había sido indolora, pero lenta. Leborraron las finas cicatrices de la letrarusa que representa el sonido SCH, laprimera letra de Spion (espía); al pensaren el hombre que se la había grabado conun estilete, Bond apretó el volante conambas manos.

¿Qué estaba sucediendo con labrillante organización de la cual era

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agente el hombre del estilete, elorganismo soviético de venganza llamadoSMERSH, abreviatura de SmyertSpionam (Muerte a los Espías)? ¿Era aúntan poderosa, tan eficiente como antes?¿Quién la controlaba ahora que Beria[7]

había desaparecido? Después delespectacular caso de juego en el que sehabía visto implicado en Royale-les-Eaux, Bond había jurado devolverles elgolpe. Así se lo había dicho a M duranteaquella última entrevista. ¿Acaso esta citacon M iba a ponerlo en la senda de lavenganza?

Los ojos de Bond se entrecerraronfijos en la lobreguez de Regent's Park, ysu rostro asumió una expresión dura y

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cruel iluminado por la débil luz delsalpicadero del coche.

Entró en la callejuela que había en laparte trasera del alto edificio descolorido,entregó el coche a uno de los conductoresde paisano pertenecientes al cuerpo yrodeó la construcción para entrar por lapuerta principal. Cogió el ascensor hastala última planta, y allí recorrió el pasillode gruesa moqueta que tan bien conocía,hasta llegar a la puerta inmediata a la deM. El jefe de Estado Mayor lo esperaba yde inmediato anunció su llegada a M através del intercomunicador.

—007 ya ha llegado, señor.—Hágalo pasar.La deseable señorita Moneypenny, la

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todopoderosa secretaria personal de M, lededicó una sonrisa alentadora cuandoatravesaba la doble puerta. De inmediatose encendió la luz verde en lo alto de lapared de la sala que acababa deabandonar. M no debía ser molestadomientras permaneciera encendida.

Una lámpara de lectura con pantallade cristal verde proyectaba su luz sobre lasuperficie de cuero rojo del amplioescritorio. El resto de la habitaciónpermanecía en sombras a causa de laniebla que cubría el exterior de lasventanas.

—Buenos días, 007. Echemos unamirada a esa mano. No está mal. ¿Dedónde sacaron la piel para el injerto?

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—De la parte superior del antebrazo,señor.

—Hum. Le crecerá el vello un pocomás grueso de lo normal, y rizado. En fin,eso es inevitable. De momento tiene buenaspecto. Siéntese.

Bond rodeó la única silla encaradacon M al otro lado del escritorio. Losojos grises lo miraron directamente, loatravesaron.

—¿Ha disfrutado de un buendescanso?

—Sí, gracias, señor.—¿Ha visto alguna vez una de éstas?

—Con gesto abrupto, M sacó algo delbolsillo de su chaleco que arrojó al centrodel escritorio, en dirección a Bond, donde

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cayó con un débil golpecito sobre lasuperficie de cuero y quedó allí, brillandosuntuosamente; se trataba de una monedade oro batido de dos centímetros y mediode diámetro.

Bond la recogió, la volvió en la manoy la sopesó.

—No, señor. Debe de valer unascinco libras, tal vez.

—Quince para un coleccionista. Esuna Rose Noble[8] de Eduardo IV.

M volvió a meter los dedos en elbolsillo del chaleco y sacó otrasmagníficas monedas de oro que fuearrojando una a una sobre el escritorioante Bond. Antes les echaba una mirada ylas identificaba.

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—Una excelente mayor[9] españolaacuñada por Fernando e Isabel, de 1510;u n Ecu du Soleil francés, acuñado porCarlos IX en 1574; ecu d'or doble francésde Enrique IV, 1600; un ducado dobleespañol de Felipe II, 1560; un ryderholandés, de Carlos d'Egmond, 1538; uncuádruple genovés de 1617; un Luis, á lameche courte francés, de Luis XIV,1644… Valdrían muchísimo dinero sifueran fundidas. Y valen todavía máscomo están, para los coleccionistas, entrediez y veinte libras esterlinas cada una.¿Advierte algo en común entre todasellas?

Bond reflexionó.—No, señor.

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—Todas fueron acuñadas antes de1650. Morgan el Sanguinario, el pirata,fue gobernador y comandante en jefe deJamaica entre 1674 y 1683. La monedainglesa es la excepción del conjunto.Quizá porque formaba parte de un envíodestinado a pagar a la guarnición deJamaica. Pero de no ser por ella y por lasfechas, estas monedas podrían procederde cualquier otro tesoro halladorecientemente, de los que escondían losgrandes piratas como L'Ollonais, Pierre elGrande, Sharp, Sawkins, Barbanegra.Según están las cosas, y tanto Spinkscomo el Museo Británico se muestran deacuerdo en este punto, las monedaspertenecen con casi total seguridad al

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tesoro de Morgan el Sanguinario.M hizo una pausa para llenar la pipa y

encenderla. No invitó a Bond a quefumara un cigarrillo, y éste no habríasoñado siquiera con hacerlo sin serautorizado.

—Y debe de tratarse de un tesorocondenadamente grande. Hasta elmomento, unas mil monedas como éstas osimilares han aparecido en EstadosUnidos durante los últimos meses. Y si lasección especial de Hacienda y el FBI handescubierto un millar, ¿cuántas no habránsido fundidas o habrán desaparecido paraformar parte de colecciones privadas? Yno dejan de entrar en el país, aparecen enbancos, en manos de comerciantes de oro

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y plata, en tiendas de curiosidades; pero,sobre todo, en las casas de empeño, porsupuesto. El FBI se encuentra en unverdadero aprieto. Si lo incluyen en losinformes policiales como propiedadrobada, saben que la fuente deprocedencia se cerrará. Las fundirán enlingotes de oro que canalizarándirectamente a través del mercado negro.Tendrán que sacrificar el valor comoantigüedad de las monedas, pero el oropasará de inmediato a circularclandestinamente. Al parecer, alguien estáutilizando a los negros (mozos deestación, revisores de coches-cama,camioneros) para esparcir las monedaspor todos los estados. Se trata de

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personas del todo inocentes. Aquí tiene uncaso típico.

M abrió una carpeta marrón que lucíala estrella roja de alto secreto y de ellasacó una hoja de papel. Por transparencia,mientras M la sujetaba en el aire, Bondleyó el encabezamiento grabado:«Ministerio de Justicia. Oficina Federalde Investigación[10]».

—«Zachary Smith —comenzó a leerM — , 35 años, negro, miembro de lahermandad de mozos de equipaje decochescama, domiciliado en el 90b deWest 126th Street, Nueva York.» —Malzó la vista y añadió—: Harlem[11]. «Elsujeto fue identificado por Arthur Fein(de las Joyerías Fein), del 870 de la

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avenida Lenox, como la persona que el21 de noviembre próximo pasado leofreció cuatro monedas de oro de lossiglos XVI y XVII (se adjuntan detalles).Fein le ofreció cien dólares, precio queel hombre aceptó. Al ser interrogado mástarde, Smith declaró que se las habíavendido en el Seventh Heaven Bar-B-Q(un bar de Harlem muy conocido), porveinte dólares cada una, un negro aquien nunca había visto antes ni se habíaencontrado otra vez desde entonces. Elvendedor le había dicho que cada unavalía cincuenta dólares en Tiffany's,pero que él (el vendedor) necesitabadinero en efectivo con urgencia yTiffany's quedaba demasiado lejos.

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Smith le compró una por veinte dólares,y cuando descubrió que en una casa deempeños del vecindario le ofrecíanveinticinco dólares por ella, regresó albar y compró las tres restantes porsesenta dólares. A la mañana siguientese las llevó a Fein. El sujeto no tieneantecedentes penales.»

M guardó de nuevo la hoja dentro dela carpeta.

—Es un caso típico —repitió—.Varias veces han logrado dar con elsiguiente eslabón de la cadena (elintermediario que las compró un poco másbaratas), descubriendo que éste habíaadquirido un puñado de ellas, cien en uncaso, de manos de algún otro hombre que

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presumiblemente las había conseguido porun precio aún más bajo. Estastransacciones de mayor envergadura hantenido lugar en Harlem o en Florida. Y entodos los casos, el siguiente eslabón de lacadena era un negro desconocido para elcomprador, siempre bien vestido, deaspecto próspero, educado, que decíacreer que las monedas procedían de untesoro pirata escondido, del tesoro deBarbanegra.

»Esa historia de Barbanegra sesostendría ante la mayoría de lasinvestigaciones que se realizaran —prosiguió M—, porque existen razonespara creer que una parte de dicho tesorofue desenterrado en torno a la Navidad de

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1928, en un lugar llamado Plum Point. Setrata de una estrecha franja de tierrasituada en el condado de Beaufort, enCarolina del Norte, donde el arroyo BathCreek afluye al río Pamlico. No pienseque soy un experto —añadió con unasonrisa—. Puede leer todo eso en elexpediente. Así pues, en teoría, seríabastante razonable pensar que esosafortunados cazadores de tesorosescondieron entonces el botín en esperade que todo el mundo olvidara la historia,y ahora están introduciéndolo rápidamenteen el mercado. O bien que se lo vendieronen bloque a alguien en aquel entonces, omás tarde, y que el comprador hadecidido transformarlo en dinero contante

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y sonante. En cualquier caso, es unatapadera bastante buena, de no ser por dosdetalles.

M hizo una pausa para volver aencender la pipa.

—En primer lugar, Barbanegraestuvo activo entre 1690 y 1710, y resultaimprobable que alguna de estas monedashaya sido acuñada después de 1650.Además, como he mencionado antes,resulta muy poco probable que en sutesoro hubiesen Rose Nobles de EduardoIV, puesto que no existe constancia de queningún barco inglés que transportara orofuese capturado cuando iba hacia Jamaica.Los Hermanos de la Costa no los habríanatacado. Llevaban demasiada escolta. Si

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uno navegaba «en nombre del saqueo»,como decían en aquella época, habíapresas mucho más fáciles.

M alzó los ojos al techo y luegovolvió a posar su mirada sobre Bond.

—En segundo lugar —prosiguió—, yosé dónde se halla ese tesoro que vasaliendo a la luz. Al menos estoy bastanteseguro de saberlo. No se encuentra enEstados Unidos, sino en Jamaica, y es elde Morgan el Sanguinario, y calculo quese trata de uno de los tesoros másvaliosos de la historia.

—Buen Dios… —dijo Bond—. ¿Ycómo… dónde entramos nosotros en todoesto?

M alzó una mano.

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—Encontrará todos los detalles aquí—anunció al tiempo que dejaba caer lamano sobre la carpeta marrón—. Enpocas palabras, el puesto C se hainteresado por un yate diesel, el Secatur,que ha estado navegando desde unapequeña isla del norte de Jamaica, através de los cayos de Florida, al interiordel golfo de México, hasta un lugarllamado St. Petersburg, una especie decomplejo de veraneo cercano a Tampa, enla costa occidental de Florida. Con laayuda del FBI, hemos descubierto que elpropietario del yate y de la isla es unhombre a quien llaman señor Big, ungángster negro. Vive en Harlem. ¿Ha oídohablar de él?

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—No —respondió Bond.—Y hay algo bastante curioso. —La

voz de M se hizo más suave y queda.—Uno de los billetes de veinte dólares conque uno de esos negros inocentes habíaadquirido una moneda de oro, y cuyonúmero había anotado para el Peaka Peow(el juego de los números), fue usado porun ayudante del señor Big. —M señaló aBond con la boquilla de la pipa.— Y lousó para pagar la información recibida deun agente doble del FBI que es miembrodel Partido Comunista.

Bond emitió un suave silbido.—En resumen —continuó M—,

sospechamos que ese tesoro jamaicanoestá siendo usado para financiar el

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sistema de espionaje soviético, o unaparte importante del mismo, dentro deEstados Unidos. Y nuestra sospecha setransforma en certidumbre cuando se sabequién es ese señor Big.

Bond aguardó con los ojos fijos en M.—El señor Big —declaró M,

sopesando sus palabras— es,probablemente, el delincuente negro máspoderoso del mundo. —Enumeró consumo cuidado cada título—: jefe del Vudúde la Viuda Negra, y ese culto cree que esel propio barón Samedi. Encontrará lainformación referente a eso aquí dentro —añadió dando unos golpecitos a la carpeta—, y sentirá un miedo cerval. También esagente soviético. Y por último, algo que a

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usted le interesará de modo particular, esun destacado miembro de SMERSH.

—Sí —asintió Bond con lentitud—.Ya veo.

—Se trata de un caso muy serio —comentó M, mientras lo miraba fijamente—. Y ese señor Big es todo un personaje.

—Creo que nunca antes había oídohablar de un gran delincuente negro —dijo Bond—. De chinos, por supuesto quesí, los hombres que están detrás deltráfico de opio. Ha habido algunos pecesgordos japoneses, sobre todo en el tráficode perlas y drogas. Hay muchos negrosque están mezclados en el tráfico dediamantes y oro de África, pero siemprese trata de cuestiones de poca monta. No

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parecen dedicarse a ese asunto a granescala. Son tipos bastante respetuosos dela ley, diría yo, excepto cuando bebendemasiado.

—Nuestro hombre es algo así comouna excepción —explicó M—. No es unnegro puro. Nació en Haití. Tiene unabuena dosis de sangre francesa. Y lasrazas negras están comenzando a dargenios en todas las profesiones:científicos, médicos, escritores. Ya erahora de que produjeran un grandelincuente. Al fin y al cabo, haydoscientos cincuenta millones de ellos enel mundo. Casi un tercio de la poblaciónblanca. Tienen cerebro de sobras, ycapacidades, y agallas. Y ahora Moscú ha

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enseñado la técnica a uno de ellos.—Me gustaría conocerlo —comentó

Bond. Luego, con voz suave, agregó—:Me gustaría conocer a cualquier miembrode SMERSH.

—Muy bien pues, Bond. El caso essuyo. —Le entregó la carpeta marrón.—Hable del asunto con Plender y Damon.Quiero que esté preparado para empezardentro de una semana. Es un trabajoconjunto con la CIA y el FBI. Por el amorde Dios, tenga cuidado de no pisarle lospies al FBI. Los tiene cubiertos de callos.Buena suerte.

Bond había bajado directamente a veral capitán de fragata Damon, jefe de lasección A, un canadiense despierto que

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controlaba el enlace con la AgenciaCentral de Inteligencia, el servicio secretoestadounidense.

Damon alzó la vista del escritorio.—Veo que lo ha traído —comentó

mirando la carpeta—. Ya suponía que loharía. Siéntese. —Con un gesto señaló unsillón que se encontraba junto a la estufaeléctrica.— Cuando haya acabado deleerlo, le daré la información adicional.

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Capítulo 3Una tarjeta de visita

Y ya habían pasado diez días desdeaquello, y la conversación con Dexter yLeiter no había añadido mucho a lo que yasabía, reflexionó Bond cuando despertólentamente en el lujoso dormitorio delhotel St. Regis a la mañana siguiente de sullegada a Nueva York.

Dexter disponía de datos abundantessobre el señor Big, pero ninguno de ellosarrojaba una luz nueva sobre el caso. Elseñor Big tenía cuarenta y cinco años,había nacido en Haití, y era medio negro y

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medio francés. Debido a las iniciales desu fantástico nombre, Buonaparte IgnaceGallia, y a causa de su estatura ycorpulencia enormes, la gente acabóllamándolo, ya en la juventud, «Big Boy»,o simplemente «Big». Más tarde el motese convirtió en «The Big Man» o «señorBig»[12], y sus nombres y apellido realessólo permanecieron en el registroparroquial de Haití y en el expediente delFBI. No tenía ningún vicio conocidoexcepto las mujeres, de las que echabamano en abundancia. No bebía ni fumaba,y su único talón de Aquiles parecía seruna cardiopatía crónica que, en losúltimos años, le había conferido aqueltono grisáceo que se apreciaba en su piel.

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De niño, Big Boy fue iniciado en elvudú; luego se ganó la vida comocamionero en Puerto Príncipe, y, mástarde, emigró a Estados Unidos, dondeprosperó trabajando con un grupo desalteadores de camiones quetransportaban alcohol ilegal para la bandade Legs Diamond. Con el fin de la leyseca, se trasladó a Harlem y compróparticipaciones en un pequeño clubnocturno, y una buena serie de prostitutasde lujo negras. Encontraron a su sociodentro de un tambor de cemento en el ríoHarlem en 1938, y el señor Big pasó a serautomáticamente el único propietario delnegocio. En 1943 fue llamado a filas, y acausa de su excelente dominio de la

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lengua francesa, atrajo la atención de laoficina de Servicios Estratégicos, elservicio secreto estadounidense durante laguerra, que lo entrenó de modo minuciosoy lo trasladó a Marsella como agentecontra los colaboracionistas de Pétain. Seintegró con facilidad en el grupo deestibadores negros del puerto y realizóuna buena labor, proporcionando a sudepartamento una información navalvaliosa y precisa. Trabajaba en estrechacolaboración con un espía soviético querealizaba un trabajo similar para losrusos. Cuando la guerra finalizó quedódesmovilizado en Francia, fuecondecorado por los estadounidenses ylos franceses, y luego desapareció durante

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cinco años, que probablemente pasó enMoscú. En 1950 regresó a Harlem y muypronto llamó la atención del FBI comosospechoso de ser agente soviético. Perojamás se incriminó ni cayó en ninguna delas trampas preparadas por los federales.Compró tres clubes nocturnos y unapróspera cadena de burdeles en Harlem.Parecía contar con fondos ilimitados, y atodos sus ayudantes les pagaba, sinexcepción, un sueldo de veinte mildólares al año. Consecuencia de ello, ycomo resultado de las depuracionesmediante asesinato, era servido conpericia y rapidez. Se sabía que habíafundado un templo vudú clandestino enHarlem, estableciendo lazos entre éste y

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el culto original de Haití. Comenzó acorrer el rumor de que era el zombi o elcadáver viviente del mismísimo barónSamedi, el temido príncipe de lastinieblas, y él alimentaba la historia demodo que a esas alturas era una ideaaceptada por todos en las capas más bajasdel mundo negro. Como resultado,inspiraba un miedo auténtico que erasustentado con fuerza por la inmediata, y amenudo misteriosa, muerte de cualquieraque lo enfureciera o desobedeciera susórdenes.

Bond había interrogado a Dexter yLeiter con gran minuciosidad acerca delas pruebas que relacionaban algigantesco negro con SMERSH. Sin duda

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parecían concluyentes.En 1951, mediante la promesa de un

millón de dólares en oro y de un refugioseguro después de trabajar seis mesespara ellos, el FBI había por finpersuadido a un conocido agente soviéticodel MVD[13] para que se convirtiera enagente doble. Todo marchó bien duranteun mes, y los resultados superaron lasmáximas expectativas. El espía rusoocupaba el cargo de especialistaeconómico de la delegación soviética enNaciones Unidas.

Un sábado fue a coger el metro paratrasladarse al campo de descanso de finde semana que los soviéticos tenían enGlen Cove, la antigua propiedad de

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Morgan en Long Island. Cuando seencontraba en el andén, un negro enorme,identificado positivamente mediantefotografías como Big Man (hombregrande), se detuvo junto a él cuando eltren entraba en la estación, y luego lovieron caminando hacia la salida inclusoantes de que el primer coche se hubiesedetenido sobre los ensangrentados restosdel ruso. Nadie vió como empujaba alagente doble, pero a cubierto de lamultitud no le habría resultado difícilhacerlo. Los testigos declaraban que nopodía tratarse de un suicidio. El hombrehabía proferido un grito horrible al caer yllevaba (¡toque melancólico!) una bolsade palos de golf colgada del hombro. Big

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Man, por supuesto, tenía una coartada tansólida como Fort Knox. Lo habíandetenido e interrogado, pero el mejorabogado de Harlem logró su prontalibertad.

Las pruebas eran válidas para Bond.Se trataba del hombre perfecto paraSMERSH, con el entrenamiento ideal. Unarma auténtica y dura para el terror y lamuerte. ¡Y qué montaje tan brillante paraaprovechar a los peces pequeños delsubmundo negro y mantener encondiciones satisfactorias una red deinformación integrada por negros! ¡Elmiedo al vudú y a lo sobrenatural, aúnprofunda y primitivamente arraigado en elsubconsciente negro! ¡Y qué genialidad la

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de empezar por tener bajo vigilancia a latotalidad del sistema de transportes deEstados Unidos: trenes, mozos deequipaje, camioneros, estibadores!Disponer de toda una hueste de hombresque no tendría ni idea de que las preguntasque respondían habían sido formuladaspor la Unión Soviética. Profesionales deescasa importancia que, si se les ocurríapensar en el asunto, conjeturarían que lainformación referente a fletes demercancías y horarios estaba siendovendida a empresas de transporte rivales.

Como en otras ocasiones, Bond sintióque un escalofrío le recorría la columnavertebral ante la fría eficiencia brillantede la maquinaria soviética, y ante el

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miedo a la muerte y a la tortura que lahacía funcionar, y de la cual SMERSH erael motor supremo: SMERSH, elmismísimo susurro de la muerte.

En su dormitorio del St. Regis, Bondapartó de sí esos pensamientos y saltó conimpaciencia fuera de la cama. Bueno,había uno de ellos a mano, listo paramachacarlo. En el Royale sólo habíacaptado un atisbo del agente de SMERSH.Esta vez lo enfrentaría cara a cara. ¿ElBig Man? Pues entonces que fuera ungigante y un homicidio homérico[14].

Avanzó hasta la ventana y descorriólas cortinas. La habitación daba al norte,hacia Harlem. Bond dirigió la miradadurante un momento hacia el horizonte

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septentrional, donde otro hombre estaríadurmiendo en su habitación, o tal vezdespierto y pensando, casi seguro, en él.En el agente británico, al que había vistocon Dexter en la escalera de entrada delhotel. Bond contempló el hermoso día ysonrió. Y a ningún hombre, ni siquiera alseñor Big, le habría gustado la expresiónque afloró a su rostro.

Se encogió de hombros y avanzó conrapidez hacia el teléfono.

—Hotel St. Regis, buenos días —lerespondió una voz alegre y vigorosa.

—Con el servicio de habitaciones,por favor —pidió él—. ¿Servicio dehabitaciones? —preguntó cuandovolvieron a responderle desde otra

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extensión—. Deseo pedir el desayuno.Zumo de naranja, tres huevos revueltospoco hechos, con tocino, y dos cafésexpresos con crema de leche. Tostadas ymermelada de naranja. ¿Lo ha anotadotodo?

Le repitieron lo solicitado. Acontinuación se dirigió al pequeñovestíbulo y recogió un montón deperiódicos de medio kilo de peso quehabían depositado silenciosamente al ladointerior de la puerta a primera hora de lamañana. También había una pila depaquetes sobre la mesa de la entrada, alos que Bond no hizo el más mínimo caso.

Durante la tarde anterior había tenidoque someterse a un cierto grado de

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transformación en manos del FBI, paraparecerse más a un estadounidense.Acudió un sastre para tomarle las medidascon el fin de confeccionarle dos trajes sincruzar de estambre fino azul oscuro (Bondse había negado con firmeza a llevarcualquier cosa más llamativa), y uncamisero le llevó gélidas camisas denilón blancas con largos cuellospuntiagudos. Tuvo que aceptar mediadocena de corbatas de seda y algodón conestampados extravagantes, calcetinesoscuros con un dibujo decorativo a laaltura del tobillo, dos o tres pañuelos parael bolsillo superior de la americana,camisetas y calzoncillos de nilón (que allíllamaban camisas de manga corta y

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pantalones cortos), un cómodo abrigoligero de pelo de camello con hombrerasdemasiado grandes, un sombrero defieltro flexible gris liso con ala vuelta,cuya copa estaba rodeada por una cintanegra, y dos pares de mocasines negroscosidos a mano muy cómodos e«informales».

También le proporcionaron un alfilerde corbata «muy elegante» en forma delátigo, una billetera de piel de caimán deMark Cross, un sencillo encendedorZippo, un «neceser de viaje» que conteníamaquinilla de afeitar, cepillo para el peloy cepillo de dientes, unas gafas demontura de cuerno con cristales singraduar, varios accesorios más y,

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finalmente, una maleta ligera modeloSkymate, de la marca Hartman, paraguardarlo todo.

Le permitieron conservar la Berettacalibre veinticinco con culata deesqueleto y funda sobaquera de gamuza,pero todas sus demás pertenencias seríanrecogidas a mediodía y enviadas aJamaica, donde permanecerían hasta suvuelta a la isla.

Le hicieron un nuevo corte de peloestilo militar y le dijeron que era naturalde Boston, Nueva Inglaterra, quetrabajaba en la sucursal de Londres de laGuaranty Trust Company y que estaba devacaciones. Le recordaron que en losrestaurantes pidiera la «nota» en lugar de

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la «cuenta», que dijera «cab» en lugar de«taxi» y —esta advertencia hecha porLeiter— que evitara las palabras de másde dos sílabas.

«Puedes mantener cualquierconversación con un estadounidense —leaconsejó Leiter— con las palabras "ya","no" y "claro".»

La expresión británica que debíaevitar a toda costa, añadió Leiter, era «dehecho». Él respondió que no formabaparte de su vocabulario.

Bond lanzó una mirada ceñuda a lospaquetes que contenían su nuevaidentidad, se quitó el pijama por últimavez («en Estados Unidos solemos dormiren cueros, señor Bond») y se dio una

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ducha helada. Mientras se afeitaba,estudió su rostro en el espejo. Le habíanrecortado bastante el mechón de negro quele caía sobre la ceja derecha, y el restoera ahora muy corto en las sienes. Nadapudieron hacer para disimular la finacicatriz vertical que le bajaba por lamejilla derecha —aunque el FBI habíaexperimentado con maquillaje Cover-Mark—, ni la frialdad y el leve asomo deira de sus ojos azul grisáceo, pero en sunegro cabello y sus altos pómulos se veíala mezcla de sangres del continenteamericano, y Bond pensó que podríapasar inadvertido… excepto, quizá, conlas mujeres.

Desnudo, Bond salió al pequeño

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vestíbulo y rasgó el envoltorio de algunosde los paquetes. Más tarde, ataviado concamisa blanca y pantalones azul oscuro,se encaminó hacia la sala de estar, acercóuna silla al escritorio situado cerca de laventana y abrió el libro titulado TheTravellers Tree, de Patrick Leigh Fermor.

Esa extraordinaria obra le había sidorecomendada por M.

«Su autor es un hombre que sabe dequé habla —le aseguró—, y no olvide queen él relata lo que sucedía en Haití en1950. No trata de cuestiones de magianegra medieval. Son ritos que se practicancada día.»

Bond ya había leído la mitad delcapítulo dedicado a Haití.

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«El paso siguiente —siguió leyendo—es la invocación de los miembros del maldel panteón vudú —Don Pedro, Kitta,Mondongue, Bakalou y Zandor— conpropósitos dañinos, como la famosapráctica de origen congoleño detransformar a las personas en zombis parautilizarlas como esclavas, la realizaciónde maleficios y la destrucción deenemigos. Los efectos del conjuro, delcual la forma exterior puede ser unaimagen de la víctima contra la que vadirigido, un ataúd en miniatura o un sapo,son a menudo reforzados por el usoindependiente de un veneno. El padreCosme abordó extensamente lasuperstición que sostiene que hay hombres

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con ciertos poderes que les permitentransformarse en serpiente; los hombreslobo hechiceros que por la noche vuelanen forma de vampiros y beben la sangrede los niños; de hombres que mermanhasta un tamaño infinitesimal y ruedan porlos campos dentro de calabazas. Lo queparecía mucho más siniestro era una seriede sociedades místico-criminales secretasintegradas por brujos con nombres depesadilla, como les Mackanda, llamadosasí por la campaña de envenenamientosdel héroe haitiano; les Zobop, que tambiéneran ladrones; los Mazanxa, Caporelata yVlinbindingue. Estos eran los misteriososgrupos cuyos dioses exigían (en lugar delsacrificio de un gallo, una paloma, una

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cabra, un perro o un cerdo, como sucedeen los ritos vudú normales) el sacrificiode un cabrit sans comes. Este cabrito sincuernos, por supuesto, significaba un serhumano…»

Bond iba pasando las páginas, yalgunos pasajes se combinaban paraformar en su mente una extraordinariaimagen de religión oscura y ritos terribles.

«Lentamente, de entre la confusión, elhumo y el atronador sonido de lostambores que, durante un rato, vaciaban lamente de todo lo que no fuera su propioimpacto, los detalles comenzaron a

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diferenciarse…»… Los danzarines se movían

adelante y atrás arrastrando los pies, muylentamente, y con cada paso del baile susmentones salían disparados hacia delantey sus nalgas se proyectaban hacia arriba,mientras sacudían los hombros con granrapidez.

»Tenían los ojos entrecerrados y desus bocas salían una y otra vez las mismaspalabras incomprensibles, el mismo versocorto de canción salmodiada, entonadauna octava más abajo tras cada repetición.Al producirse un cambio en el tamborileo,irguieron el cuerpo, lanzaron los brazos alo alto, mientras ponían los ojos enblanco, y giraban sobre sí una y otra

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vez…»… Al llegar a la periferia de la

multitud encontramos una cabañapequeña, apenas más grande que unacaseta de perro: Le caye Zombi. El haz deuna linterna nos permitió ver que dentrohabía una cruz negra, harapos, cadenas,grilletes y látigos: pertrechos usados enlas ceremonias Ghédé que los etnólogoshaitianos relacionan con los ritos derejuvenecimiento de Osiris que se narranen el Libro de los muertos. Ardía unahoguera en la que había colocados dossables y un enorme par de tenazas, cuyaparte inferior estaba al rojo vivo: le FeuMarinette, dedicado a una diosa queencarnaba el anverso malvado de la dulce

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y amorosa Maitresse Erzulie FrédaDohomin, la diosa del amor. Más allá,con la base firmemente sujeta en unacavidad de piedra, se alzaba una gran cruznegra de madera. Cerca de la base habíanpintado una calavera blanca, y las mangasde un chaqué muy viejo estabanenhebradas en los brazos de la cruz. Allídescansaba también el ala de un deslucidosombrero hongo, a través de cuya coparasgada sobresalía la parte superior de lacruz. Este tótem, con el que deben contartodos los peristilos de sus templos, no esuna caricatura del principalacontecimiento de la fe cristiana, sino querepresenta al dios de los cementerios yjefe de la legión de los muertos, el barón

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Samedi. El barón es la autoridad supremaen todos los asuntos que guarden unarelación inmediata con la tumba. EsCerbero y Caronte, así como Eaco,Radamanto y Plutón…

»… Los tambores cambiaron su ritmoy el Houngenikon llegó danzando alcírculo con una vasija en las manos en laque ardía algún líquido inflamable del quesalían llamas azules y amarillas. Mientrasdescribía círculos alrededor de lacolumna y derramaba tres libaciones defuego, sus pasos comenzaron a vacilar. Acontinuación, saltó hacia atrás, con losmismos síntomas de delirio que se habíanmanifestado ya en su predecesor, y arrojóal suelo todo el líquido en llamas. Los

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houncis lo sujetaron mientras setambaleaba, le quitaron las sandalias y leenrollaron los bajos del pantalón,mientras el pañuelo que le cubría lacabeza caía al suelo, dejando desnuda sujoven cabeza cubierta de cabello crespo.Los demás houncis se arrodillaron paraposar las manos sobre el fango ardiente yfrotárselas con él, además de hacerlo porcodos y rostro. La campanilla y el agóndel Houngan repiquetearon oficiosamente,y los demás dejaron solo al jovensacerdote, que se tambaleaba y chocabacontra la columna, salía despedidoimpotente por la pista y caía entre lostambores. Tenía los ojos cerrados, lafrente arrugada con fuerza y el mentón le

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colgaba flojo. Luego, como si un puñoinvisible le hubiese asestado un golpeformidable, se desplomó sobre el suelo,donde quedó tendido con la cabezaechada atrás en un rictus de angustia hastaque los tendones del cuello y los hombrossobresalieron como gruesas raíces. Unade sus manos pasó por debajo de laespalda que estaba en el aire y aferró elcodo contrario como si pretendierapartirse su propio brazo, y todo su cuerpo,del que manaban ríos de sudor, seestremecía y temblaba como un perro quesueña. Sólo era visible el blanco de losojos, a pesar de que los tenía abiertos depar en par; las pupilas habíandesaparecido bajo los párpados

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superiores. En sus labios se acumulaba laespuma…

»… Entonces, el Houngan, danzandocon pasos lentos mientras blandía unmachete, avanzó desde la hoguera;lanzaba el arma al aire una y otra vez y laatrapaba por la empuñadura. Al cabo deunos minutos la cogió por el extremoembotado de la hoja. El Houngenikonavanzó bailando hacia él, tendió lasmanos y cogió el machete por laempuñadura. El sacerdote retrocedió y eljoven, girando rápidamente y saltando, fuedando vueltas de un lado a otro deltonnelle. El círculo de espectadores seinclinaba hacia atrás cuando, blandiendoel machete por encima de su cabeza, el

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muchacho se lanzaba sobre ellos, con unaspecto aún más feroz en su rostro demandril a causa de las separaciones quehabía entre sus dientes desnudos. Eltonnelle se vio colmado por unossegundos de un terror genuino y puro. Elcanto se había transformado en un aullidouniversal y los tamborileros,zarandeándose con el cuerpo flojo alritmo del frenético e invisible movimientode sus manos, estaban perdidos en eléxtasis de ruido.

»Lanzando la cabeza atrás, el noviciose asestó un golpe en el estómago con elextremo romo del machete. Se le doblaronlas rodillas y su cabeza cayó adelante…»

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Se oyó un golpe de llamada en lapuerta, y un camarero entró con eldesayuno. Bond se alegró de laoportunidad para dejar a un lado aquelrelato terrorífico y regresar al mundo dela normalidad. Pero pasaron variosminutos antes de que lograra olvidar laatmósfera cargada de terror y de fuerzasocultas que lo había rodeado mientrasleía.

Con el desayuno llegó otro paquetecuadrado de unos treinta centímetros delado, de aspecto costoso, que Bond pidióal camarero que dejara sobre el aparador.Alguna ocurrencia de última hora deLeiter, supuso. Desayunó con gusto.Mientras comía, miraba por la ventana y

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reflexionaba acerca de cuanto acababa deleer.

No fue hasta que hubo bebido elúltimo sorbo de café y encendido elprimer cigarrillo del día, cuando se diocuenta de pronto del ligero ruido quehabía en la habitación, a su espalda.

Era un tictac suave, amortiguado,pausado, metálico. Y procedía delaparador.

Tic-tac… tic-tac… tic-tac.Sin vacilar ni un solo instante, sin

importarle si parecía estúpido, se lanzó alsuelo detrás del sillón y se agachó, contodos los sentidos concentrados en elruido procedente del paquete cuadrado.

«Tranquilo —se dijo—. No seas

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idiota. Es sólo un reloj.»Pero ¿por qué un reloj? ¿Por qué iban

a regalarle un reloj? ¿Y quién haría algoasí?

Tic-tac… tic-tac… tic-tac.En el absoluto silencio de la

habitación, se había convertido en unruido potentísimo. Parecía llevar el ritmode los fuertes latidos del corazón deBond.

«No seas ridículo. Ese cuento delvudú de Leigh Fermor te ha puesto losnervios de punta. Esos tambores…»

Tic-tac… tic-tac… tic-…Y entonces, de repente, la alarma se

disparó con un campanilleo grave,melodioso y urgente.

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Tangtangtangtangtangtang…Los músculos de Bond se relajaron. El

cigarrillo estaba haciendo un agujero a lamoqueta. Lo recogió y se lo puso entre loslabios. Las bombas que llevandespertador estallan cuando el martilleteda sobre la campana, golpea la espiga deun detonador, éste enciende el explosivo yBUUUM…

Bond asomó la cabeza por encima delrespaldo del sillón y observó el paquete.

Tangtangtangtangtang…El amortiguado campanilleo continuó

durante aproximadamente medio minuto yluego comenzó a enlentecer.

Tang… tang…. tang… tang… tang…CRRRAC…

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El estallido no fue más fuerte que elde un cartucho de doce milímetros, peroen aquel espacio cerrado la explosiónresultó impresionante.

El paquete, hecho pedazos, cayó alsuelo. Los vasos y botellas que habíasobre el aparador estaban hechos añicos,y había una mancha de humo negra en lapared gris que quedaba detrás. Algunostrozos de vidrio cayeron al suelo con untintineo. En la habitación se percibía unfuerte olor a pólvora.

Bond se puso de pie con lentitud.Anduvo hasta la ventana y la abrió. Acontinuación fue al teléfono y marcó elnúmero de Dexter.

—Una piña… —dijo con voz serena

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—. No, una pequeña, sólo algunas cosasde vidrio… De acuerdo, gracias… Porsupuesto que no, hasta luego.

Rodeó los restos de la explosión,cruzó el pequeño vestíbulo hasta la puertaque daba al pasillo, la abrió, colgó por laparte de fuera el letrero de no molestar,la cerró con pestillo y regresó sobre suspasos para entrar en el dormitorio.

Cuando ya había acabado de vestirse,oyó un golpe de llamada en la puerta.

—¿Sí? —preguntó en voz alta.—No se preocupe. Soy Dexter.El hombre entró con pasos

apresurados, y tras él lo hizo un jovencetrino que llevaba una caja negra debajode un brazo.

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—Éste es Trippe, de la división deSabotaje —lo presentó Dexter.

Se estrecharon la mano y, deinmediato, el joven se puso de rodillasjunto a los chamuscados restos delpaquete.

Abrió la caja y sacó un par de guantesde goma y un puñado de pinzas dedentista. Valiéndose de esas herramientas,extrajo con suma cautela pequeños trozosde metal y vidrio de dentro del paquetechamuscado, y los colocó sobre un papelsecante que cogió del escritorio.

Mientras trabajaba, preguntó a Bondqué había sucedido.

—¿Una alarma de alrededor de mediominuto? Ya veo. Vaya, ¿qué tenemos

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aquí?Extrajo con delicadeza un pequeño

recipiente de aluminio del tipo que se usapara los carretes fotográficos yaexpuestos. Lo dejó a un lado. Pasadosunos minutos, se incorporó quedandoacuclillado.

—Una cápsula de ácido de mediominuto —anunció—. La rompió el primergolpe del martíllete de la alarma. El ácidocorroe un fino alambre de cobre, que serompe treinta segundos más tarde y dejacaer un percutor sobre el casquillo deesto. —Alzó la parte inferior de uncartucho.— Un proyectil del calibrecuatro para elefantes. Pólvora negra. Nohay estrías. No ha sido disparado. Menos

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mal que no era una granada. En el paquetehabía espacio más que suficiente paracolocarla. Usted habría resultado herido.Ahora echemos una mirada a esto.

Cogió el cilindro de aluminio,desenroscó la tapa y extrajo un pequeñorollo de papel que desplegó con laspinzas.

Lo extendió con cuidado sobre laalfombra y sujetó los extremos con cuatroherramientas que sacó de la caja negra. Enel papel había escritas a máquina tresfrases. Bond y Dexter se inclinaron.

«El corazón de este reloj ha dejado delatir —leyeron—, Los latidos de supropio corazón están numerados. Conozco

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ese número y he comenzado a contar.»

La firma del mensaje era:«1234567…?»

Ambos se irguieron.—Hum —murmuró Bond—. Esto es

cosa del Coco.—¿Cómo demonios se ha enterado de

que estaba usted aquí? —preguntó Dexter.Bond le habló del sedán negro de la

calle Cincuenta y cinco.—Pero lo que importa saber es ¿cómo

se ha enterado de que tengo una misiónaquí? Demuestra que posee un controlbastante grande de cuanto sucede enWashington. Debe de haber una filtracióndel tamaño del Gran Cañón en alguna

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parte.—¿Por qué habría de ser en

Washington? —quiso saber Dexter, convoz tensa—. En fin… —Se controló conuna risa forzada.— ¡Infiernos ycondenación! Tendré que entregar uninforme en la oficina central acerca deeste asunto. Hasta la vista, señor Bond.Me alegro de que no haya resultadoherido.

—Gracias —respondió Bond—. Noha sido más que la tarjeta de visita. Tengoque devolver la amabilidad.

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Capítulo 4La gran centralita

Cuando Dexter y su colega se marcharoncon los restos de la bomba, Bond cogióuna toalla húmeda y limpió la mancha dehumo de la pared. Luego llamó porteléfono al camarero y, sin darleexplicaciones, le pidió que cargara losvasos rotos a su cuenta y que retirara elservicio de desayuno. A continuacióncogió el sombrero y el abrigo y salió a lacalle.

Pasó la mañana en la Quinta Aveniday en Broadway, vagando sin rumbo,

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mirando los escaparates de las tiendas yobservando a la multitud de gente quepasaba a su lado. Poco a poco asimiló elmodo de andar y los modales de unvisitante forastero, y cuando se puso aprueba entrando en unas cuantas tiendas ypreguntando por una u otra calle a variaspersonas, descubrió que nadie lo mirabados veces.

Tomó un típico almuerzoestadounidense en un restaurante llamadoGloryfied Ham-N-Eggs («Los huevos queserviremos mañana aún están dentro delas gallinas»), situado en la avenidaLexington, y luego cogió un taxi hacia elcentro para acudir a la comisaría centralde policía, donde había quedado con

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Leiter y Dexter a las dos y media de latarde.

Un tal teniente Binswanger, deHomicidios, un oficial suspicaz y demodales ásperos que se aproximaba a loscincuenta años, les anunció que elcomisario Monahan había dicho quecontaran con la plena cooperación deldepartamento de Policía. ¿Qué podíahacer por ellos? Examinaron elexpediente policial del señor Big, quemás o menos era una repetición de losinformes aportados por Dexter, y lesmostraron los expedientes y fotografías dela mayoría de sus ayudantes conocidos.

Repasaron los informes de la guardiacostera de Estados Unidos acerca de las

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idas y venidas del yate Secatur, así comolos del servicio de aduanasestadounidense, que había mantenido a laembarcación estrechamente vigilada cadavez que atracaba en la cala de St.Petersburg.

Éstos confirmaban que el yate habíaatracado a intervalos regulares en dichopuerto, amarrando en todas las ocasionesen el muelle de la compañía OurobourosWorm and Bait Shippers Inc., unaempresa de apariencia inocente cuyoprincipal negocio consistía en vendercebo vivo a los clubes de pesca deFlorida, el golfo de México y más allá. Laempresa también contaba con unaproductiva actividad complementaria de

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venta de conchas marinas y corales paradecoración de interiores, y con otra ramade comercio en peces tropicales deacuario, en particular especies venenosaspoco frecuentes destinadas a losdepartamentos de investigación defundaciones médicas y químicas.

Según el propietario, un pescador deesponjas griego que vivía en la cercanaciudad de Tarpon Springs, el Secaturhacía buenos negocios con su empresallevándole cargamentos de conchas deStrombus gigas y de otros moluscos deJamaica, además de variedades muyapreciadas de peces tropicales. Lacompañía Ourobouros compraba todo eso,lo guardaba en sus almacenes y lo vendía

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a granel a comerciantes mayoristas yminoristas de toda la costa. El griego sellamaba Papagos. No tenía antecedentespenales.

El FBI, con la ayuda de InteligenciaNaval, había intentado escuchar la radiod e l Secatur, pero la embarcación semantenía en silencio excepto para enviarmensajes cortos antes de salir de Cuba ode Jamaica, y en esos casos transmitía sincodificador, pero en un lenguajedesconocido que resultaba por completoincomprensible. Las últimas anotacionesdel expediente decían que el operador deradio hablaba en lengua, el lenguajesecreto vudú que sólo usaban losiniciados. Le dijeron que harían todo lo

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posible para contratar a un experto deHaití antes del siguiente viaje de laembarcación.

—Últimamente ha estado apareciendomás oro —comentó el tenienteBinswanger cuando regresaron a sudespacho, tras abandonar el departamentode identificación, que se encontraba alotro lado de la calle—. Han lanzado cienmonedas en una semana sólo en Harlem yNueva York. ¿Quieren que hagamos algoal respecto? Si se encuentran en lo cierto,y se trata de fondos comunistas, deben deestar entrándolos en el país con bastanterapidez mientras nosotros nos quedamoscon el culo pegado a la silla sin hacernada.

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—El jefe dice que de momentotenemos que dejar que sigan con ello —respondió Dexter—. Espero que entremosen acción dentro de poco.

—Bueno, el caso está por completo ensus manos —reconoció Binswanger, demala gana—. Pero les aseguro que alcomisario no le gusta en absoluto tener aese bastardo cagándole en el escalón de lapuerta mientras el señor Hoover se quedasentado en Washington, a sotavento delolor. ¿Por qué no lo acusamos de evasiónde impuestos, violación de los serviciosde correos, o aparcamiento indebidodelante de una boca de incendios o de unaalcantarilla? Lo metemos en el calabozo yle damos una buena. Si los federales no

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quieren ensuciarse las manos, a nosotrosnos encantará hacerles ese favor.

—¿Acaso desea crear un alborotoracial? —objetó Dexter con amargura—.No tenemos nada contra él, y usted lo sabeigual que nosotros. Si ese picapleitosnegro que tiene no ha conseguido que lopongan en libertad al cabo de media hora,esos tambores vudú comenzarán a sonardesde aquí hasta la frontera sur. Cuandolas cosas llegan a ese punto, todossabemos lo que ocurre. ¿Recuerda losaños treinta y cinco y cuarenta y tres?Ustedes tuvieron que pedir la ayuda de lamilicia. Nosotros no solicitamos estecaso. El presidente nos lo ha dado ytenemos que continuar con él.

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Ya de regreso en el deslucidodespacho de Binswanger, recogieron losabrigos y los sombreros.

—De todas formas, gracias por suayuda, teniente —se despidió Dexter conuna cordialidad forzada, cuando semarchaban—; ha sido muy valiosa.

—No hay de qué —respondióBinswanger con tono glacial—. Elascensor está a la derecha. —Cerró conun portazo detrás de ellos.

A espaldas de Dexter, Leiter hizo unguiño a Bond. En silencio, bajaron y sedirigieron hacia la puerta principal, quedaba a Center Street.

Ya en la acera, Dexter se volvió amirarlos.

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—Esta mañana he recibidoinstrucciones de Washington —comentósin evidenciar emoción alguna—. Pareceque debo hacerme cargo de lo queconcierne a Harlem, y que ustedes dostienen que ir mañana a St. Petersburg.Leiter ha de averiguar lo que pueda allí yluego marcharse de inmediato a Jamaicacon usted, señor Bond. Es decir —añadió—, si no le importa que lo acompañe. Essu territorio.

—Por supuesto —respondió Bond—.De todas formas iba a preguntarle sivendría conmigo.

—Bien —concluyó Dexter—. En esecaso diré a los de Washington que todoestá arreglado. ¿Hay algo más que pueda

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hacer por usted? Cualquier comunicacióncon el FBI deberá establecerse conWashington, por supuesto. Leiter tiene losnombres de todos los hombres de Florida,conoce los códigos y demás.

—Si a Leiter le interesa, y a usted nole importa —comentó Bond—, megustaría mucho ir hasta Harlem esta nochey echar un vistazo por allí. Quizá resultarade utilidad hacerse una idea de quéaspecto tiene el «patio» de Big.

Dexter se quedó pensativo.—De acuerdo —respondió al fin—.

Probablemente eso no hará ningún daño.Pero no se dejen ver demasiado. Yprocuren no exponerse a ningún peligro,porque no habrá nadie que pueda

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ayudarlos. Y no vayan por ahíalborotándonos las cosas. Este caso noestá maduro todavía. Y mientras siga así,nuestra política con el señor Big es la de«vive y deja vivir».

Bond miró a Dexter con aire burlón.—En mi profesión —dijo—, cuando

me tropiezo con un hombre como ése,tengo otra divisa: «vive y deja morir».

Dexter se encogió de hombros.—Tal vez —respondió—, pero ahora

está bajo mis órdenes, señor Bond, y mesentiré complacido si las acata.

—Por supuesto —le aseguró Bond—,y gracias por toda la ayuda que me haprestado. Espero que tenga suerte con suparte del caso.

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Dexter alzó un brazo para detener untaxi. Se estrecharon la mano.

—Hasta pronto, muchachos —fue labreve despedida de Dexter—. Conservenla vida.

El taxi se incorporó al tráfico queascendía hacia la parte alta de la ciudad.Bond y Leiter se sonrieron el uno al otro.

—Un tipo capaz, diría yo —comentóBond.

—En su profesión todos lo son —admitió Leiter—. Con tendencia amostrarse algo pomposos y estirados. Unpoco quisquillosos cuando se trata de susderechos. Siempre están riñendo connosotros o con la policía. Pero supongoque en Inglaterra tenéis más o menos el

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mismo problema.—Desde luego —asintió Bond—.

Siempre vamos a contrapelo del MI5, yellos siempre le pisan los callos a labrigada especial. La de Scotland Yard —aclaró—. Bueno, ¿qué me dices acerca dedarnos una vuelta por Harlem esta noche?

—Me parece bien —respondió Leiter—. Te dejaré en el St. Regis y pasaré arecogerte a eso de las seis y media. Teesperaré en el bar King Colé de la plantabaja. Supongo que quieres echar unvistazo a ese señor Big —dijo con unasonrisa—. La verdad es que yo también,pero no habría sido conveniente decírseloa Dexter.

Hizo señas para detener un taxi.

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—Al St. Regis —ordenó al taxista—.En la esquina de la Quinta Avenida y laCincuenta y cinco.

Entraron en el automóvil, una caja dehojalata recalentada que olía a humo decigarro de la semana anterior.

Leiter bajó la ventanilla.—Pero ¿qué quiere hacer? —preguntó

el taxista por encima del hombro—.¿Matarme de una neumonía?

—Exacto —respondió Leiter—, sicon eso evitamos morir en esta cámara degas.

—Es un tío listo, ¿eh? —dijo eltaxista, haciendo chirriar el cambio demarcha. Se quitó una colilla de cigarromasticada de detrás de la oreja—. Tres

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por veinticinco centavos —declaró contono ofendido.

—Ha pagado veinticuatro de más —leaseguró Leiter.

El resto del trayecto transcurrió ensilencio.

Se separaron al llegar al hotel y Bondsubió a su habitación. Eran las cuatro dela tarde. Pidió a la telefonista que lollamara a las seis. Pasó un rato mirandopor la ventana del dormitorio. A suizquierda, el sol se ponía en medio de unincendio de color. En los rascacielos seencendían las luces, convirtiendo laciudad en un dorado panal de abejas.Abajo, las calles eran ríos de luces deneón carmesí, azul, verde… El viento

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suspiraba tristemente en el aterciopeladoocaso, confiriendo a la habitación unaatmósfera aún más cálida, segura y lujosa.Echó las cortinas y encendió las lucessuaves que había encima de la cama.Luego se quitó la ropa y se metió entre lasfinas sábanas de percal. Pensó en elcortante frío de las calles londinenses, enel calor insuficiente que despedía laestufa de gas de su despacho del cuartelgeneral del Servicio Secreto, en el menúescrito con tiza en la pizarra del pubdonde había estado el último día que pasóen Londres: Salchicha gigante al hornocon mantequilla y verduras.

Se desperezó con una profundasensación de placer. Casi de inmediato se

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quedó dormido.En Harlem, ante la voluminosa

centralita de teléfonos, el Susurroentrecerraba los ojos soñolientos mientrasleía el boletín de apuestas. Todas laslíneas estaban en silencio. De pronto, unaluz brilló a la derecha del panel, una luzimportante.

—Sí, jefe —respondió en voz baja através del auricular.

No habría podido hablar más altoaunque hubiese querido. Había nacido enlo que se dio en llamar la «Manzana delPulmón», situada entre la SéptimaAvenida y la calle Ciento cuarenta y dos,donde las muertes por tuberculosis sondos veces más numerosas que en

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cualquier otra zona de Nueva York. Ahorasólo le quedaba una parte del pulmónizquierdo.

—Avisa a todos los «Ojos» —respondió una voz lenta, profunda—, queestén alerta a partir de ahora. Treshombres. —Siguió una breve descripciónde Leiter, Bond y Dexter.— Es posibleque aparezcan por aquí esta noche omañana. Diles que vigilen sobre tododesde la Primera a la Octava y las otrasavenidas. También los locales nocturnos,por si acaso no los ven cuando lleguen.No deben molestarlos. Que me llamencuando los tengan localizados.¿Entendido?

—Sí, señor, jefe —respondió el

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Susurro, con la respiración acelerada.La otra voz calló. El telefonista cogió

un manojo de clavijas y, al cabo de unossegundos, la centralita despertó a la vidacon parpadeantes luces. En voz baja,apremiante, comenzó a susurrar en elanochecer.

A las seis en punto, el ronroneo delteléfono despertó a Bond. Tomó unaducha fría y se vistió con sumo cuidado.Se puso una llamativa corbata a rayas, yen el bolsillo pectoral de la americanametió un pañuelo de hierbas, dejando unbuen trozo a la vista. Se ajustó lasobaquera de ante sobre la camisa demodo que pendiera a unos sietecentímetros por debajo de la axila.

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Accionó varias veces el cerrojo de laBeretta hasta que las ocho balas quedaronsobre la cama. Luego las metió de nuevoen el cargador, introdujo éste en el arma,le puso el seguro y la enfundó en lasobaquera.

Cogió los mocasines, les palpó lapunta y los sopesó. A continuación metióuna mano debajo de la cama y sacó un parde sus propios zapatos que había tenido laprecaución de dejar fuera de la maletaque, llena con sus pertenencias, el FBI sehabía llevado aquella mañana.

Se los puso y se sintió mejor equipadopara enfrentarse con la velada.

Por debajo del cuero, las punteraseran de acero.

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A las seis y veinticinco bajó al barKing Colé y se sentó a una mesa cerca dela la entrada y contra la pared. Pocosminutos más tarde entró Félix Leiter.Bond apenas lo reconoció. Su mata decabello pajizo era negra como elazabache. Llevaba un deslumbrante trajeazul con camisa blanca y corbata delunares blanca y negra.

Leiter se sentó al tiempo que lededicaba una ancha sonrisa.

—De repente he decidido tomarme aesa gente en serio —explicó—. Esto essólo un baño de color. Se me quitará porla mañana. Al menos eso espero —añadió.

Leiter pidió dos martinis secos poco

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cargados y con sendas rodajas de limón.Especificó que los quería con ginebraHouse of Lords y Martini Rossi. El saborde la ginebra estadounidense, degraduación mucho más alta que la inglesa,era demasiado áspero para Bond. Pensóque debería ser cuidadoso con lo quebebiera aquella noche.

—En la zona adonde vamos,tendremos que mantenernos alerta —comentó Félix Leiter, haciéndose eco delos pensamientos de Bond—.Últimamente, Harlem se parece mucho auna selva. La gente ya no va tanto por allícomo solía hacer. Antes de la guerra, alfinal de la velada, uno iba a Harlem igualque va a Montmatre cuando está en París.

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A los habitantes de la zona les encantabaaceptar el dinero de los visitantes. Erahabitual entrar en la sala Savoy a mirarcómo bailaba la gente. Tal vez te ligabasa una negra clara, aunque te arriesgaras apagar luego las facturas del médico. Todoeso ha cambiado. Al barrio de Harlem yano le gusta ser observado. Muchos de loslocales han cerrado, y te dejan entrar enlos otros por pura tolerancia. A veces tesacan fuera de una oreja por el merohecho de ser blanco. Y tampoco la policíate demuestra mucha simpatía.

Leiter cogió la rodaja de limón quehabía dentro de su martini y la masticócon aire reflexivo. El bar empezaba allenarse de gente. Era un local cálido y

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amistoso, pensó Leiter, muy diferente delambiente hostil y cargado de tensión delos locales de ocio para negros en loscuales estarían bebiendo más tarde.

—Por suerte —continuó el agente dela CIA—, a mí los negros me caen bien yellos, de alguna manera, se dan cuenta. Yoera bastante aficionado a Harlem. Escribíalgunos artículos sobre el jazzDixiland[15] para el Amsterdam News, unode los periódicos locales.

También una serie para la NorthAmerican Newspaper Alliance sobre elteatro negro en torno a la época en queOrson Welles estrenó su versión deMacbeth en el Lafayette, con el repartocompuesto sólo por negros. Así que sé

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cómo moverme por ese barrio.Admiro la manera en que están

abriéndose camino en el mundo, aunquesólo Dios sabe cuándo van a acabar deconseguirlo.

Acabaron las bebidas y Leiter pidió lacuenta.

—Por supuesto que hay malos bichosentre ellos —dijo—. Algunos de lospeores que existen. Harlem es la capitaldel mundo negro. En cualquier grupo demedio millón de personas encontrarás unmontón de sinvergüenzas. El problemaque tenemos con nuestro señor Big resideen que es un técnico infernalmente bueno,gracias a su formación en la oficina delServicio Estratégico y al entrenamiento

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que recibió en Moscú. Y debe de estarmuy bien organizado.

Leiter pagó la cuenta y se encogió dehombros.

—Vamos allá —dijo—. Nosdivertiremos un poco e intentaremosvolver de una pieza. A fin de cuentas,para eso nos pagan. Cogeremos unautobús en la Quinta Avenida. Noencontraremos muchos taxis que quieranacercarse por allí después del anochecer.

Salieron del cálido hotel y recorrieronlos pocos pasos que los separaban de laparada del autobús.

Estaba lloviendo. Bond se subió elcuello del abrigo y dirigió la mirada a laderecha, hacia Central Park, en dirección

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a la oscura ciudadela que albergaba lacasa del Big Man.

Las fosas nasales de Bond se dilataronlevemente. Anhelaba entrar en busca deaquel hombre. Se sentía fuerte, entero yseguro de sí mismo. La velada, como unlibro, aguardaba a que él la abriera yleyera, página a página, palabra a palabra.

Ante sus ojos, la lluvia caía en ráfagasrápidas e inclinadas, como letra cursivasobre la negra cubierta de una obra aúnsin abrir que ocultaba el secreto de lashoras que se avecinaban.

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Capítulo 5Paraíso negro

En la parada de la esquina de la QuintaAvenida con Cathedral Parkway, habíatres negros silenciosos bajo una farola.Estaban mojados y parecían aburridos. Yasí era. Se habían dedicado a observar eltráfico de la Quinta Avenida desde queles llegó el aviso, a las cuatro y media dela tarde.

—Te toca a ti, Fatso —dijo uno deellos cuando apareció el autobús bajo lalluvia y se detuvo con un suspiro de susfrenos de vacío.

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—Estoy cansado —protestó el hombrecorpulento que llevaba gabardina, pero seencasquetó el sombrero hasta los ojos ysubió al autobús. Echó unas monedas en laranura de pago y se dirigió hacia el fondodel vehículo, al tiempo que observaba alos ocupantes. Parpadeó al ver doshombres blancos, continuó su avance y sesentó justo detrás de ellos.

Observó con atención la parteposterior de ambas cabezas, los abrigos,los sombreros y los perfiles. Bond seencontraba junto a la ventanilla. El negrovio la cicatriz reflejada en la oscuridaddel cristal.

Se levantó y avanzó hacia la partedelantera del autobús sin mirar atrás. En

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la parada siguiente se apeó y se encaminóhacia el drugstore más cercano y se metióen la cabina telefónica.

Susurro lo interrogó de maneraapremiante y luego cortó la comunicación.

Insertó una clavija en la derecha delpanel.

—¿Sí? —respondió la voz profunda.—Jefe, uno de ellos acaba de entrar

por la Quinta Avenida. El inglés de lacicatriz. Va acompañado de un amigo,pero no encaja con la pinta de los otrosdos. —Susurro transmitió una descripcióndetallada de Leiter.— Los dos van haciael norte —concluyó, y dijo el número yhorario probable del autobús.

Se produjo una pausa.

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—Bien —dijo la voz queda—. Llamaa todos los Ojos de las otras avenidas.Avisa a los locales nocturnos de que unode ellos ha entrado, y diles lo siguiente aTee-Hee Johnson, McThing,Blabbermouth Foley, Sam Miami y elFlannel…

La voz continuó hablando durantecinco minutos.

—¿Entendido? Repítelo.—Sí, señor, jefe —respondió el

Susurro. Miró su libreta de taquigrafía ysusurró con fluidez y sin pausa por elmicrófono.

—Correcto. —La comunicación secortó.

Con los ojos brillantes, el Susurro

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cogió un puñado de clavijas y comenzó ahablar con la ciudad.

Desde el momento en que Bond yLeiter avanzaron bajo el toldo de laentrada del Sugar Ray's, situado en laesquina de la Séptima Avenida y la calleCiento veintitrés, hubo un grupo dehombres y mujeres observándolos oesperando para observarlos, hablando envoz baja con el Susurro que, ante la grancentralita de Riverside, hacía queavanzaran hacia el punto de encuentro. Enun mundo donde ser el centro de atenciónera algo natural, ni Bond ni Leiterpercibieron la maquinaria oculta ni latensión que los rodeaba.

En el famoso local nocturno, los

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asientos de la barra estaban todosocupados; pero uno de los pequeñoscubículos que se alineaban contra la paredestaba libre, y los dos hombres blancos sedeslizaron en los asientos separados poruna estrecha mesa.

Pidieron whisky con soda: una botellade Haig and Haig. Bond paseó los ojospor la multitud que llenaba el local. Casitodos eran hombres. Había dos o tresblancos, aficionados al boxeo oreporteros de las columnas de deportes delos periódicos de Nueva York, pensóBond. El ambiente era más caluroso yruidoso que en el centro de la ciudad. Lasparedes estaban cubiertas con fotografíasde boxeo, sobre todo de Ray Sugar

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Robinson, y de escenas de sus grandescombates. Se trataba de un local alegreque ganaba mucho dinero.

—Fue un tipo inteligente, Ray Sugar—comentó Leiter—. Esperemos que,llegado el momento, nosotros dossepamos cuándo retirarnos. Él ahorrómucho, y ahora está ganando todavía máscon sus salas de música en vivo. Elporcentaje que saca de este local debe deser un buen bocado, y tiene muchaspropiedades inmobiliarias por esta zona.Todavía trabaja duro, pero no es la clasede trabajo que puede dejarte ciego oprovocarte una hemorragia cerebral. Seretiró mientras aún estaba vivo.

—Probablemente financiará un

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espectáculo de Broadway y lo perderátodo —comentó Bond—, Si yo meretirase ahora y me dedicase al cultivo defrutales en Kent, lo más probable es queme cayeran encima las peores condicionesclimatológicas desde que el Támesis secongeló, y me quedara en la ruina. Esimposible preverlo todo.

—Pero sí intentarlo —respondióLeiter—. Ya sé a qué te refieres: es mejorlo malo conocido que lo bueno porconocer. No llevamos una mala vidacuando se trata de sentarse en un barcómodo a beber whisky. ¿Qué te pareceeste rincón de la selva? —Se inclinóhacia delante.— Escucha a la pareja quetienes detrás. Por lo que he oído, son un

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perfecto producto del «paraíso negro».Bond miró discretamente por encima

del hombro.El cubículo que había detrás estaba

ocupado por un apuesto negro jovenataviado con un costoso traje marrónclaro de exageradas hombreras. Sereclinaba contra la pared y tenía un piesobre el otro asiento. Con un cuchillito deplata se cortaba las uñas de la manoizquierda, y de vez en cuando lanzabamiradas de aburrimiento a la animaciónque reinaba en el bar. Su cabezadescansaba contra el respaldo del asiento,justo detrás de Bond, y de ella sedesprendía el aroma de una gominacostosa. Bond se fijó en la raya artificial

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afeitada a navaja en el lado izquierdo; elcabello casi lacio era un homenaje a laconstante aplicación de la madre con elpeine caliente desde la más tierna infanciadel muchacho. La corbata de seda negra yla camisa blanca eran de buen gusto.

Enfrente de él, inclinada sobre lamesa con aire de preocupación en subonito rostro, había una negra menuda yatractiva que evidenciaba tener un toquede sangre blanca en las venas. Su cabellonegro como el azabache, tan brillante ypulcro como la mejor de las permanentes,enmarcaba un dulce rostro ovalado conojos algo oblicuos bajo cejas finamenteperfiladas. El púrpura profundo de lossensuales labios separados resultaba

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cautivador sobre el bronce de la piel. Loúnico que Bond veía de su ropa era elcorpiño de un vestido de satén negro,ajustado y revelador, sobre los pequeñosy firmes senos. Llevaba una sencillacadena de oro al cuello, y sendas esclavasde oro lisas en torno a sus finas muñecas.

Estaba suplicando con ansiedad y noprestó la más mínima atención a la rápidamirada envolvente de Bond.

—Escúchalos, a ver si puedesentender lo que dicen —propuso Leiter—.Es puro lenguaje de Harlem; dialecto delextremo sur con mucha jerga de NuevaYork añadida.

Bond cogió la carta del local y sereclinó contra el respaldo, estudiando la

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cena de pollo especial frito a tres dólarescon setenta y cinco centavos.

—Va, cariño —dijo la muchacha contono zalamero—. ¿Cómo es posible queparezcas tan cansado hoy?[16]

—Supongo que porque uno se cansade escucharte —respondió el muchachocon tono lánguido—. ¿Por qué no cierrasel pico y me dejas disfrutar de la paz y elsilencio?

—¿Es que deseas que me marche,cariño?

—Puedes hacer lo que tu dulcecabecita quiera.

—Va, cariño —imploró la joven—.No te enfades conmigo, cariño. Esta nochepensaba hacer que te lo pasaras bien.

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Llevarte al Small Paradise, tal vez. A vercómo se menean y bailan esas negrasclaras. Ese Birdie Johnson, el máitre, meda una mesa al lado de la pista siempreque voy.

La voz del muchacho se endureció depronto.

—Qué significa ese Birdie para ti,¿eh? —preguntó con suspicacia—.¿Exactamente…? —hizo una pausa—.¿Exactamente qué hay entre tú y ese negrotirado, calentorro y baboso? ¿Acaso teacuestas con él? Creo que tendré queestudiar un poco ese pequeño arreglitoentre tú y Birdie Johnson. A lo mejor mebusco una tía mejor que tú. No me gustanlas tías que se largan a cualquier parte

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cada vez que me enchironan por unatemporada. Sí, señor. Tengo que estudiarese pequeño arreglito. —Hizo una pausaamenazadora.— Ya lo creo que sí —añadió.

—Ay, cariño… —La muchacha estabaansiosa.— No tiene sentido que te enfadesconmigo. No he hecho nada que te démotivos para actuar de ese modo. Sólopensaba que te gustaría tener una mesa allado de la pista en el Paradise en lugar dequedarte aquí sentado, dándole vueltas atus problemas. Vamos, cariño, pero sitodos sabéis que yo no me enamoraría deese quiero y no puedo de Birdie Johnson.No, señor. No significa nada para mí. Esel peor tipo de Harlem, que me muerda un

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perro si no es verdad. A pesar de eso, meda los mejores asientos del local y yodigo que nos aprovechemos de ello, nostomemos una cerveza y nos lo pasemosbien. Vamos, cariño. Salgamos de aquí.Estás muy guapo y quiero que mis amigosnos vean juntos.

—Tú también estás guapa, niña bonita—respondió el muchacho, halagado por elhomenaje rendido a su elegancia—, y esla verdad. Pero debo especificar quequiero que te quedes cerca de mí ymantengas los ojos apartados de esebasura tirado y sus pantalones calentorros.Y quiero decirte —añadió con tonoamenazador— que si te pillo coqueteandocon ese desgraciado, te daré tal paliza que

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te arrancaré la piel de ese dulce culito.—Claro que sí, cariño —susurró la

muchacha, emocionada.Bond oyó que el pie del hombre

raspaba el asiento al bajarlo al suelo.—Vamos, muñeca, larguémonos.

¡Camarero!Bond dejó la carta sobre la mesa.—He pillado el meollo del asunto —

dijo—. Al parecer les interesan lasmismísimas cosas que al resto de lahumanidad: el sexo, la diversión ymantenerse a la misma altura social que lagente de su clase. Gracias a Dios, no sonunos cursis.

—Algunos sí —le advirtió Leiter—.Juegos de porcelana, aspidistras y

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chasquiditos de lengua por todas partes.Los metodistas son casi la secta másfuerte entre ellos. Harlem está plagado dedistinciones sociales, igual que cualquierotra ciudad, pero con el añadido de todaslas variaciones de color. Venga —sugirió—, marchémonos a buscar algo de comer.

Acabaron las bebidas y Bond pidió lanota.

—Todos los gastos de la noche corrende mi cuenta. Tengo que deshacerme de unmontón de dinero, y me he traídotrescientos dólares encima.

—Me parece bien —respondió Leiter,que estaba al tanto de los mil dólares quele habían entregado.

De pronto, mientras el camarero

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escogía las monedas del cambio, Leiterdijo:

—¿Sabes dónde está el Big Man estanoche?

El camarero abrió los ojos de par enpar. Luego se inclinó para limpiar la mesacon la servilleta que llevaba al brazo.

—Tengo esposa e hijos, jefe —masculló por un lado de la boca. Colocólos vasos en la bandeja y regresó a labarra.

—Big cuenta con la mejor proteccióndel mundo —comentó Leiter—. El miedo.

Salieron a la Séptima Avenida. Lalluvia había cesado, pero Hawkins, elhelado viento del norte que los negrosreciben con un reverente «Hawkins está

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aquí», había llegado para sustituirla ymantener las calles libres de la multitudhabitual. Leiter y Bond echaron a andarentre las escasas parejas que caminabanpor la acera. Las miradas que les lanzabaneran casi todas despectivas oabiertamente hostiles. Dos o tres hombresescupieron hacia la alcantarilla despuésde que pasaran por su lado.

De pronto, Bond sintió la fuerza de loque Leiter le había contado. Eran intrusos.Sencillamente no los querían allí.Entonces experimentó la incomodidad quetan a menudo lo había asaltado durante laguerra cuando, por un tiempo, estuvotrabajando detrás de las líneas enemigas.Se sacudió de encima esa sensación.

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—Iremos al Ma Frezier's, que está unpoco más arriba —anunció Leiter—.Sirven la mejor comida de Harlem, o almenos solían servirla.

Mientras caminaban, Bond miraba losescaparates de las tiendas.

Le asombró la cantidad de barberías ysalones de belleza que había. Anunciabanvarios tipos de alisadores de cabello—«Apex Glossatina, para usar con elpeine caliente», «Silk Strate. No irrita lapiel, no quema»— o fórmulas secretaspara aclarar la piel. Los siguientesestablecimientos más numerosos eran lasmercerías, camiserías y tiendas de ropa,que mostraban fantásticos zapatos de pielde serpiente para caballeros, camisas con

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estampados de pequeños aviones,pantalones con pinzas en la cintura que seestrechaban hacia los tobillos con rayasde dos centímetros y medio de ancho,trajes de pantalones anchos por arriba yamericanas enormes. Todas las libreríasestaban llenas de libros educativos —cómo aprender esto, cómo hacer lo otro—y de tebeos. Había varias tiendasdedicadas a amuletos de la suerte y adiversos temas de ocultismo: Las sietellaves del poder, «el libro más extrañojamás escrito». Leyó subtítulos como: «Sile han echo un trabajo, le enseña cómolibrarse de él y devolverlo»; «Salmodiesus deseos en el Idioma del Silencio»;«Haga un hechizo a cualquiera, no importa

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dónde esté»; «Consiga el amor de quienusted quiera». Entre los amuletos había la«Raíz del conquistador, del supremoJohn», el «Aceite Brand que atrae dinero»y la «Mano Whamie de la suerte, queprotege contra el mal. Confunde ydesconcierta a los enemigos».

Bond pensó que no era de extrañarque el vudú resultara un arma tanpoderosa para Big, con mentes que aún seasustaban ante una pluma blanca de polloo unos palitos cruzados en la calle…,justo en el centro de la ciudad capital deOccidente.

—Me alegro de que hayamos venido—comentó Bond—. Comienzo a tomarlelas medidas a Big. En un país como

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Inglaterra es imposible captar la esenciade todo esto. Los de allí somos muysupersticiosos, por supuesto, en especiallos celtas, pero aquí uno casi puede oírlos tambores.

Leiter profirió un gruñido.—Preferiría volver a mi cama —dijo

—, pero necesitamos tomar bien lasmedidas a ese tipo antes de decidir cómovamos a atacarlo.

Ma Frazier's constituía un alegrecontraste comparado con las callesdesoladas. Tomaron una cena excelente dechirlas de Little Bay y pollo frito al estilode Maryland, con tocino y maíz fresco.

—Tenemos que pedirlo —había dichoLeiter—. Es el plato nacional.

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El ambiente era muy civilizado en elcálido restaurante. El camarero se alegróde verlos y les señaló a variascelebridades, pero cuando Leiter deslizóuna pregunta acerca del señor Big, elcamarero pareció no haberlo oído. Semantuvo alejado de la mesa hasta que lepidieron la cuenta.

Leiter repitió la pregunta.—Lo siento, señor —fue la breve

respuesta del camarero—. No recuerdo aningún caballero que se llame así.

Cuando salieron del restaurante yaeran las diez y media, y la avenida estabacasi desierta. Cogieron un taxi hasta lasala de baile Savoy, donde pidieronwhisky con soda y se dedicaron a mirar a

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los que bailaban.—Los bailes más modernos fueron

inventados aquí —explicó Leiter—. Asíde bueno es el local. El Lindy Hop, elTruckin', el Susie Q, el Shag…, todoscomenzaron en esa pista. Cualquier granbanda estadounidense de la que hayasoído hablar, se enorgullece de habertocado aquí en una u otra época: DukeEllington, Louis Armstrong, CabCalloway, Noble Sissie, FletcherHenderson… Es la Meca del jazz y todossus estilos de baile.

Ocupaban una mesa situada cerca dela barandilla que rodeaba la enorme pista.Bond estaba embelesado. Muchas de lasjóvenes le parecían hermosísimas. La

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música fue metiéndosele en las venashasta tal punto que casi olvidó qué hacíaallí.

—Se apodera de uno, ¿verdad? —comentó Leiter al fin—. No me importaríaquedarme aquí toda la noche, pero serámejor que continuemos, o no llegaremos atiempo al Small Paradise. Se parecemucho a esto, pero no tiene la mismaclase. Creo que te llevaré al Yeah Man,que también está en la Séptima Avenida.Después tendremos que ir a uno de loslocales que son propiedad del señor Big.El problema es que no abren hastamedianoche. Voy al lavabo mientras pidesla cuenta. Veré si consigo alguna pista dedónde podríamos encontrarlo esta noche.

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No me apetece tener que recorrer todossus garitos.

Bond pagó la cuenta y bajó por laescalera para reunirse con Leiter en elestrecho vestíbulo de entrada.

Leiter lo condujo al exterior, yanduvieron calle arriba en busca de untaxi.

—Me ha costado veinte pavos —anunció Leiter—, pero corre la voz de queestará en el The Boneyard. Es un localpequeño de la avenida Lenox, bastantecerca de su cuartel general. Tienen elstrip-tease más caliente de la ciudad. Unamuchacha llamada Gi-Gi Sumatra. Iremosa tomar otra copa en el Yeah Man y aescuchar al pianista. Estaremos allí unos

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veinte minutos y luego continuaremos.La voluminosa centralita telefónica,

que ahora estaba a pocas manzanas dedistancia de ellos, guardaba un silenciocasi total. Habían visto a los dos hombresentrar y salir del Sugar Ray's, del MaFrazier's y de la sala de baile Savoy. Amedianoche habían entrado en el YeahMan. A las doce y media llegó la últimallamada, y las líneas quedaron en silencio.

Big habló a través del teléfonointerno. Primero con el jefe de camarero—Dentro de cinco minutos llegarán doshombres blancos. Llévalos a la mesa Z.

—Sí, señor, jefe —respondió el jefede camareros. Cruzó la pista a toda prisahasta una mesa que había al fondo, a la

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derecha, oculta a la sala casi del todo poruna gruesa columna. Se encontraba situadajunto a la entrada de servicio, pero teníauna buena visión de la pista de baile y labanda quedaba justo delante.

Estaba ocupada por un grupo decuatro personas, dos hombres y dosmuchachas.

—Lo siento, hermanos —se disculpóel jefe de camareros—. Ha sido un error.Esta mesa está reservada. Unosperiodistas del centro de la ciudad.

Uno de los hombres comenzó adiscutir.

—Muévete, amigo —lo interrumpió eljefe de camareros, tenso—. Lofty, lleva aestos hermanos a la mesa F. Invita la casa.

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Sam —llamó, dirigiéndose a otrocamarero—, limpia la mesa. Es para dos.

El grupo de cuatro se alejó condocilidad, apaciguado por la perspectivade la bebida gratis. El jefe de camareroscolocó el letrero «Reservado» sobre lamesa Z, la inspeccionó y regresó a supuesto, ante el tablero con la lista demesas que descansaba sobre el elevadoescritorio situado junto a la entradacubierta por cortinas.

Entre tanto, Big había realizado dosllamadas más a través del teléfonointerno. Una al maestro de ceremonias.

—Que apaguen las luces al final de laactuación de Gi-Gi.

—Sí, señor, jefe —respondió el

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interpelado con prontitud.La otra llamada fue para hablar con

cuatro hombres que jugaban a los dadosen el sótano. Fue una llamada larga y muydetallada.

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Capítulo 6La mesa Z

A la una menos cuarto, Bond y Leiterpagaron al taxista la carrera y entraronpasando por debajo del letrero queanunciaba «The Boneyard» en tubos deneón violeta y verde.

El golpeteo del ritmo y el oloramarguidulce los asaltaron al apartar laspesadas cortinas que colgaban más allá delas puertas batientes. Los ojos de lasmuchachas del guardarropa brillaban yatraían.

—¿Ha reservado mesa, señor? —

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quiso saber el jefe de camareros.—No —respondió Leiter—. No nos

importa sentarnos en la barra.El jefe de camareros consultó su lista

de mesas y pareció tomar una decisión.Tachó con firmeza un espacio que había alfinal de la misma.

—Hay un grupo que no se hapresentado. Supongo que no puedoguardarles la reserva durante toda lanoche. Por aquí, si tienen la bondad.

Alzó el tablero por encima de lacabeza y los condujo en torno a lapequeña pista abarrotada de gente. Retiróuna de las dos sillas y recogió el letrerode «Reservado».

—Sam —llamó, dirigiéndose a un

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camarero—. Hazte cargo del pedido delos caballeros. —Luego se marchó.

Pidieron whisky con soda ybocadillos de pollo con pan inglés.

Bond olió el aire.—Marihuana —comentó.—Casi toda la gente del ambiente del

jazz fuma canutos —explicó Leiter—. Enla mayoría de los locales no lo permiten.

Bond recorrió el local con la mirada.La música había cesado. Los cuatrointegrantes de la pequeña banda —clarinete, contrabajo, guitarra eléctrica ybatería— se retiraban en ese momento porel extremo opuesto. La docena de parejas,más o menos, regresaba a sus mesascaminando o a paso de baile, y la luz

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carmesí situada debajo de la pista decristal se apagó. En su lugar seencendieron focos colocados en el techoque proyectaron finos haces de luz que sereflejaron en bolas de espejitoscoloreados, más grandes que balones defútbol, colgadas a intervalos cerca de lasparedes. Eran de diferentes tonalidades:doradas, azules, verdes, violetas y rojas.Al reflejarse en ellas los haces de luz,brillaban como soles de colores. Lasparedes, pintadas de esmalte negro,actuaban como espejos del reflejo de lasmismas, al igual que lo hacía el sudor enel rostro de ébano de los asistentes. Aveces, un hombre sentado entre dos lucespresentaba una mejilla de cada color, una

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verde, por ejemplo, y la otra roja.La iluminación hacía que resultara

imposible distinguir los rasgos de losrostros a menos que estuvieran a un metrode distancia. Algunas de las lucestornaban negro el carmín de lasmuchachas, otras encendían sus rostroscon un cálido resplandor por un lado y leconferían al otro perfil la luminosidad delcadáver de un ahogado.

La totalidad de la escena era macabray amoratada, como si El Greco hubieserealizado un cuadro a la luz de la luna deun cementerio exhumado en un pueblo enllamas.

No era una sala muy grande, tal veztenía dieciocho por dieciocho metros.

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Había unas cincuenta mesas en ella, y losclientes estaban apiñados como olivasnegras dentro de un frasco. Hacía muchocalor, y el aire estaba cargado de humo ydel olor dulzón y salvaje de doscientoscuerpos negros. El ruido era tremendo: unfondo de parloteo de negros que sedivertían sin freno, puntuado porrepentinos estallidos de ruido, carcajadasy agudas risillas, al llamarse los unos alos otros a todo pulmón desde un extremoa otro de la sala.

—Dulce Jesús, pero si estás aquí…—Por el amor de Dios, si es Pinkus…

Hola, Pinkus…—Ven aquí…—¡Déjame en paz! Déjame en paz, te

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estoy diciendo… (El ruido de unabofetada.)

—¿Dónde está Gi-Gi? Vamos, Gi-Gi,menea todo lo que tienes…

De vez en cuando, un hombre o unamuchacha irrumpía en la pista y seentregaba a un delirante solo de baile dejazz. Los amigos marcaban el ritmo conlas palmas. Se producía un estallido desilbidos y abucheos. Si se trataba de unachica, se oían gritos de «desnúdate,desnúdate, desnúdate». «¡Caldea lascosas, muñeca!» «Menéate, menéate», yentonces aparecía el maestro deceremonias y despejaba la pista entregemidos y gritos de mofa.

La frente de Bond comenzó a perlarse

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con gotas de sudor. Leiter se inclinó haciadelante e hizo bocina con las manos.

—Tres salidas: la de delante, la deservicio (a nuestra espalda) y otra detrásde la banda.

Bond asintió con la cabeza. Demomento tenía la sensación de que aqueldetalle carecía de importancia. Eso no eranada nuevo para Leiter, pero para él eraun primer plano de la materia prima conque trabajaba Big, la arcilla quemodelaba. A medida que el tiempotranscurría, los expedientes que habíaleído en Londres y Nueva York ibanadquiriendo cueipo. Aunque la veladaacabara en ese preciso momento sin quehubiera echado un vistazo más directo al

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señor Big, su educación estaría casicompleta. Bebió un largo sorbo dewhisky. Se oyó un estallido de aplausos.El maestro de ceremonias había salido ala pista de baile. Era un negro alto,ataviado con un frac inmaculado en cuyoojal lucía un clavel rojo. Se detuvo y alzólas manos. El haz de luz blanca de unproyector cayó sobre él. El resto de lasala quedó a oscuras.

Se hizo un silencio total.—Hermanos —anunció el maestro de

ceremonias con una ancha sonrisa de oroy marfil—. Ha llegado el momento.

Hubo aplausos emocionados.Se volvió a mirar hacia la izquierda

de la pista, el lado opuesto a donde se

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encontraban Leiter y Bond.Tendió la mano derecha con gesto

espectacular. Se encendió otro proyector.—El señor Jungles Japhen y sus

tambores.Un estallido de aplausos, gritos y

silbidos.La brillante luz enfocó a cuatro negros

sonrientes, vestidos con camisas de unamarillo intenso y pantalones blancosabolsados que se estrechaban hacia lostobillos, acuclillados a horcajadas sobrecuatro toneles en forma de huso cubiertoscon parches de piel sin curtir. El queestaba sentado sobre el tambor bajo seincorporó un instante y agitó las manosunidas hacia los espectadores.

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—Tamborileros vudú de Haití —susurró Leiter.

Se hizo otro silencio. Con las puntasde los dedos, los tamborileroscomenzaron a tocar con un ritmo lento,quebrado, un suave paso de rumba.

—Y ahora, amigos —anunció elmaestro de ceremonias, aún vuelto hacialos tambores—, Gi-Gi… —hizo unaestudiada pausa— Sumatra.

La última palabra fue un alarido.Comenzó a dar palmas. Un pandemóniumse apoderó de la sala, un frenesí deaplausos. La puerta que había detrás delos tamborileros se abrió de golpe y dosnegros enormes, con sendos taparrabosdorados por toda ropa, salieron corriendo

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a la pista; entre ambos transportaban unafigura diminuta que rodeaba el cuello decada uno con un brazo, envuelta porcompleto en plumas de avestruz negras ycon un antifaz también negro cubriéndoleel rostro. La dejaron en el centro de lapista y luego se inclinaron a ambos ladosde ella hasta que tocaron el suelo con lafrente. Ella avanzó dos pasos. Alapartarse de los negros la luz del foco,éstos se fundieron en la oscuridad ydesaparecieron por la puerta.

El maestro de ceremonias también sehabía marchado. Reinaba un silencioabsoluto, roto sólo por el suave toque delos tambores.

La muchacha se llevó una mano al

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cuello y la capa de plumas negras,descubriendo la parte delantera de sucuerpo, se extendió formando como unabanico negro de un metro y medio. Lajoven comenzó a agitarlo detrás de síhasta que se alzó como una cola de pavoreal. Su cuerpo estaba desnudo, aexcepción de una breve braga de encajenegro en forma de V, sendas estrellas delentejuelas negras en el centro de lossenos y el fino antifaz negro sobre losojos. Su cuerpo menudo, firme, broncíneoy hermoso estaba cubierto por una finacapa de aceite y brillaba en la luz blanca.

El público guardaba silencio. Lostambores comenzaron a acelerar el tempo.El tambor bajo mantenía sus golpes al

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ritmo exacto del pulso humano.El vientre desnudo de la muchacha

comenzó a moverse al compás del ritmo.Agitó de nuevo las plumas negras pordelante de sí y a su espalda, y sus caderasempezaron a temblar al compás deltambor bajo, mientras la parte superior desu cuerpo permanecía inmóvil. Lasplumas negras se arremolinaron, al tiempoque los pies y los hombros de la joven semovían. El sonido de los tamboresaumentó. Cada parte de su cuerpo parecíallevar un compás diferente. Los labiosestaban apenas retirados de los dientes.Las fosas nasales comenzaban a dilatarse.Los ojos brillaban ardientes a través delas aberturas del antifaz. Tenía un

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atractivo rostro parecido a un zorro…,chienne[17] fue la única palabra queacudió a la mente de Bond para definiraquella belleza.

El batir de los tambores se aceleró enuna complejidad de ritmos entrelazados.La joven agitó el gran abanico de plumasque se alzó del suelo, al elevar ella losbrazos por encima de la cabeza. Todo sucuerpo comenzó a estremecerse y suvientre se agitó con mayor rapidez.Giraba, se sumía y sobresalía. Sus piernasse separaron y quedó esparrancada. Lascaderas comenzaron a girar en círculosamplios. De pronto se arrancó la estrellade lentejuelas del pezón derecho y se laarrojó al público. Se oyó el primer sonido

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procedente de las mesas: un gruñidoquedo. Volvió a reinar el silencio. Searrancó la segunda estrella. Otro gruñidoy un nuevo silencio. Los tamborescomenzaron a atronar y retumbar. Lostamborileros sudaban en abundancia. Susmanos se agitaban como franelas grisescontra los pálidos parches. Tenían losojos desorbitados, ausentes. Sus cabezasse inclinaban ligeramente a un lado comosi escucharan algo. Apenas miraban a lamuchacha. El público emitía un suavejadeo, mientras los ojos húmedos sesalían de las órbitas y se ponían enblanco.

El cuerpo de la joven brillaba desudor. Sus senos y vientre destellaban a la

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luz. Comenzó a estremecerse consacudidas muy fuertes. Su boca se abrió ypor ella escapó un suave alarido. Susmanos descendieron serpenteando por loscostados del cuerpo y, de pronto, searrancó la braga de encaje, que arrojóhacia el público. Sólo le quedaba puestoun sencillo tanga negro. Los tambores seentregaron a un huracán de ritmo sexual.Ella volvió a gritar suavemente y luego,con los brazos tendidos ante sí paraequilibrarse, comenzó a inclinar el cuerpohacia atrás hasta el suelo y a enderezarlo,cada vez con mayor rapidez. Bond oía alpúblico jadeando y gruñendo como cerdosante la artesa de la comida. Sentía que suspropias manos aferraban con fuerza el

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mantel. Tenía la boca seca.El público comenzó a gritar a la

muchacha.—Vamos, Gi-Gi. Quítatelo, muñeca.

Vamos. Menéate, muñeca, menéate.La muchacha cayó de rodillas y,

mientras el ritmo moría poco a poco,también fue presa de una última serie deestremecedores espasmos acompañadosde suaves gemidos de gata.

Los tambores enlentecieron su batirhasta un tam-tam lento y perezoso. Elpúblico comenzó a aullar pidiendo elcuerpo de la joven. En diferentes puntosde la sala se oyeron groserasobscenidades.

El maestro de ceremonias apareció en

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la pista, y un foco lo iluminódirectamente.

—De acuerdo, hermanos, de acuerdo.Le goteaba sudor del mentón. Extendió

los brazos en gesto de rendición.—¡Gi-Gi consiente!El público estalló en un aullido de

deleite: la muchacha se desnudaría deltodo.

—Quítatelo, Gi-Gi. Muéstrate toda,muñeca. Vamos, vamos.

Los tambores gruñían y tartamudeabansuavemente.

—Pero, amigos míos —chilló elmaestro de ceremonias—, se desnudarádel todo… ¡con las luces apagadas!

El público lanzó un gemido de

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frustración. La totalidad de la sala sesumió en las tinieblas.

Debía de tratarse de una vieja broma,pensó Bond.

De pronto, todos sus sentidos sepusieron alerta.

Mientras el aullido de la multituddesaparecía con rapidez, sintió aire fríoen el rostro y la sensación de que sehundía.

—¡Eh! —gritó Leiter.Aunque su voz sonó cerca, parecía

hueca.«¡Cristo!», se dijo Bond.Algo se cerró de golpe por encima de

su cabeza. Tendió una mano hacia atrás.Tocó una pared que se movía a unos

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treinta centímetros a su espalda.—Luces —dijo una voz queda.Al mismo tiempo lo cogieron por

ambos brazos y tiraron de él hacia abajopara que no se levantara de la silla.

Frente a él, aún sentado ante la mesa,se encontraba Leiter, cuyos codosaferraba un enorme negro. Se encontrabandentro de una diminuta celda cuadrada. Aambos lados de la misma, dos negrosvestidos de paisano los apuntaban con susarmas.

Se oyó el brusco siseo del gatohidráulico para coches de un garaje y lamesa se posó con suavidad en el suelo.Bond alzó la mirada. A un par de metrospor encima de sus cabezas se veía la fina

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juntura de una trampilla de madera. Porella no se filtraba sonido alguno.

Uno de los negros sonrió.—Tómenselo con calma, amigos.

¿Han disfrutado del viaje?Leiter profirió una única, enorme

obscenidad. Bond relajó los músculos yesperó.

—¿Cuál de los dos es el inglés? —preguntó el mismo negro que habíahablado.

Parecía estar al mando. La pistola quetenía ociosamente apuntada al corazón deBond era muy extravagante. Entre losdedos negros que rodeaban la culata seveía un destello de madreperla, y el largocañón octogonal estaba finamente

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grabado.—Es éste de aquí, creo —respondió

el negro que aferraba los brazos de Bond—. Tiene la cicatriz.

La presa del negro que lo sujetaba eratremenda. Sentía como si tuviese sendostorniquetes aplicados por encima de loscodos. Las manos comenzaban ahormiguearle.

El hombre de la pistola extravaganterodeó la mesa para acercársele. Le clavóel cañón del arma en el estómago. Elpercutor estaba echado atrás.

—A esa distancia no debería fallar —comentó Bond.

—Cállate —ordenó el negro.Lo registró como un experto con la

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mano izquierda: piernas, muslos, espalday costados. Le quitó la pistola y se laentregó al otro hombre armado.

—Da esto al jefe, Tee-Hee —dijo—.Llévate al inglés arriba. Tú acompáñalos.Este otro se queda aquí, conmigo.

—Sí, señor —respondió el hombrellamado Tee-Hee, un negro barrigónvestido con una camisa marrón oscuro ypantalones azules con pinzas que seestrechaban hacia los tobillos.

Levantaron a Bond con brusquedad.El, que había trabado un pie en una patade la mesa, tiró con fuerza. Se produjo unestrépito de cristales y cubertería. En elúltimo instante, Leiter lanzó una patadahacia atrás por un lado de su silla. Se oyó

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un satisfactorio chasquido cuando el tacóndel zapato impactó contra la espinilla desu guardián. Bond hizo lo mismo, peroerró el golpe. Hubo un momento de caos,aunque ninguno de los guardias aflojó supresa. El de Leiter lo levantó de la sillacomo si fuera un niño, lo volvió hacia lapared y le estrelló el rostro contra lamisma. Le partió la nariz. Luego lo pusode cara a la mesa. La sangre le caía porencima de la boca.

Las dos armas de fuego continuabanapuntándolos, inmóviles. Había sido unintento fútil, pero durante una fracción desegundo habían recuperado la iniciativa yvencido la repentina conmoción de lacaptura.

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—No malgastéis aliento —lesaconsejó el negro que daba las órdenes.Luego se dirigió al guardián de Bond—.Llévate al inglés. El señor Big estáesperando. —Se volvió a mirar a Leiter.— Despídete de tu amigo —le dijo—. Esimprobable que volváis a veros.

Bond sonrió a Leiter.—Qué suerte que acordáramos con la

policía que se encontrara con nosotrosaquí a las dos —comentó—. Nos veremosen la rueda de identificación.

Leiter le devolvió la sonrisa.Mostraba los dientes rojos de sangre.

—El comisario Monahan va a ponersecontento con este grupito. Hasta luego.

—¡Y una mierda! —exclamó el negro

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con convicción—. Marchaos.El guardián de Bond hizo que se

volviera y lo lanzó contra una sección dela pared. Esta se abrió girando sobre unasbisagras para dar entrada a un largopasillo desnudo. El hombre llamado Tee-Hee pasó delante de ellos y encabezó lamarcha.

La puerta volvió a cerrarse.

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Capítulo 7El señor Big

Los pasos resonaban por el corredor depiedra. Al fondo había otra puerta. Laatravesaron hasta otro largo pasilloiluminado por algunas bombillas desnudasque pendían del techo. Traspusieron unatercera puerta y se encontraron en unosalmacenes. Cajas y fardos se apilaban enmontones ordenados. Había pasarelaselevadas que conducían a las grúas que sealzaban por encima de sus cabezas. Porlas palabras impresas en las cajas, setrataba de un almacén de licores.

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Recorrieron un pasillo entre pilas decajas y balas, hasta una puerta de hierroque había en el otro extremo. El hombrellamado Tee-Hee pulsó el botón de untimbre. Reinaba un silencio absoluto.Bond calculó que se habrían alejado almenos una manzana del club nocturno.

Se oyó un sonido de cerrojosmetálicos y la puerta se abrió. Un negrovestido de etiqueta y con un arma en lamano se apartó para darles acceso a uncorredor alfombrado.

—Puedes pasar, Tee-Hee —dijo elhombre vestido de etiqueta.

Tee-Hee llamó con unos golpes a lapuerta que tenían en frente, la abrió yentró encabezando la comitiva.

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Desde una silla de respaldo alto,detrás de un costoso escritorio, el señorBig los miró en silencio.

—Buenas días, señor James Bond. ¿Odebería decir buena madrugada? —La vozera profunda y suave.— Siéntese.

El guardián de Bond obligó a éste aavanzar por la gruesa alfombra hasta unasilla de cuero y tubos de acero. Le soltólos brazos en cuanto Bond se hubosentado de cara a Big Man, al otro ladodel escritorio.

Fue un bendito alivio hallarse libre deaquellas dos prensas, que le habíandejado los antebrazos insensibles porcompleto. Bajó los brazos a los lados dela silla y acogió con placer el dolor que

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experimentó cuando la sangre comenzó acircular otra vez por ellos.

Big permanecía sentado, mirándolo,con la cabeza apoyada contra el altorespaldo de la silla. No decía nada.

De inmediato, Bond se dio cuenta deque las fotografías no transmitían ni unapizca de la personalidad de aquel hombre,nada del poder ni del intelecto queparecían emanar de él; tampoco delatabanlos rasgos demasiado grandes de surostro.

Tenía una cabeza como un balón defútbol del doble del tamaño normal yperfectamente redonda. Su piel era de unnegro grisáceo, tan tirante y lustrosa comola del rostro de un cadáver que ha

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permanecido una semana dentro del río.Carecía por completo de pelo y de vello,excepto por unos mechones canosos quele crecían por encima de las orejas.Carecía de cejas y pestañas. Tenía losojos tan separados que resultabaimposible vérselos al mismo tiempo, sólouno u otro cada vez. Su mirada era muyfirme y penetrante. Cuando se posabasobre algo, parecía devorarlo, abarcar sutotalidad. Eran unos ojos un pocosaltones, con el iris de un color dorado entorno a las negras pupilas que en esemomento estaban dilatadas. Parecían dealgún animal salvaje, no humanos, y dabanla sensación de arder.

La nariz, ancha sin ser particularmente

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negroide, no tenía las características fosasnasales bostezantes. Los labios se volvíanapenas hacia afuera, pero eran gruesos yoscuros. Sólo se abrían cuando el hombrehablaba, y entonces lo hacían de par enpar y dejaban desnudos los dientes y lasrosadas encías.

En su rostro se veían pocas arrugas,pero sobre la nariz tenía dos profundossurcos, las marcas de la concentración.Por encima de las mismas, la frente seabombaba ligeramente antes de fundirsecon la calva cabeza.

Lo curioso era que no había nadadesproporcionado en la monstruosacabeza. Estaba sobre un cuello corto yancho al que daban apoyo los hombros de

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un gigante. Bond sabía, por losexpedientes, que aquel hombre medía unmetro noventa y ocho y pesaba cientoveintisiete kilos, y que muy poco de esepeso era grasa. Pero la impresión generalresultaba imponente, incluso aterradora, yBond imaginó la espantosa rebeldía quehabría desarrollado desde la infancia,como venganza contra un mundo que loodiaba por el hecho de temerle.

Big Man estaba vestido de etiqueta.Había un toque de vanidad en losdiamantes que rutilaban en la pechera ylos puños de la camisa. Sus enormesmanos descansaban planas sobre elescritorio que tenía delante. No se veíanrastros de cigarrillos ni de cenicero, y el

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olor de la habitación era neutro. En elescritorio no había nada más que unvoluminoso intercomunicador con unosveinte interruptores y, detalleincongruente, una fusta de jinete muypequeña, de marfil, con un largo y finolátigo blanco.

Big contemplaba a Bond con unasilenciosa y profunda concentración desdeel otro lado de la mesa.

Tras observarlo atentamente a modode respuesta, la mirada de Bond se paseópor la estancia.

Era espaciosa, tranquilizadora y muysilenciosa, como la biblioteca de unmillonario, y estaba llena de libros.

Por encima de la cabeza de Big había

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una ventana alta, pero las estanteríascubrían el resto de las paredes. Bond sevolvió. Más estanterías atestadas delibros. No vio ni rastro de puertas, peropodría haber cualquier número de ellasdisimuladas tras volúmenes falsos. Losdos negros que lo habían conducido hastaallí permanecían de pie, bastanteinquietos, apoyados contra la pared quehabía detrás de Bond. Tenían los ojos muyabiertos, aunque no miraban a Big, sino auna curiosa efigie que descansaba sobreuna mesa situada en un espacio de suelolibre, a la derecha y algo más atrásrespecto a su jefe.

A pesar de sus superficialesconocimientos del vudú, Bond la

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reconoció de inmediato por la descripciónde Leigh Fermor.

Sobre un pedestal blanco se alzabauna cruz de madera blanca de un metro ymedio de alto. Los brazos de la mismaestaban enfundados en las mangas de unapolvorienta levita negra, cuyas colascolgaban por detrás de la mesa hacia elsuelo. Sobre el cuello descansaba unviejo sombrero hongo cuya copaatravesaba el palo vertical de la cruz. Aunos centímetros por debajo del ala, entorno al «cuello» de la cruz, sobre lamadera corta, había un alzacuellos muyalmidonado.

Al pie del blanco pedestal, sobre lamesa, Bond vio un par de guantes viejos

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amarillo limón. Un corto bastón dejunquillo con empuñadura de oro, cuyacontera descansaba junto a los guantes enla superficie de la mesa, se alzabaapoyándose en el hombro izquierdo de laefigie. Sobre la mesa había también undeslucido sombrero de copa.

Aquel siniestro espantapájaros«miraba» hacia la habitación: el dios delos cementerios, jefe de la legión de losmuertos: el barón Samedi. Incluso paraBond parecía contener un espantosomensaje de ultratumba.

Apartó la vista de aquello y la volvióde nuevo hacia al enorme rostro negrogrisáceo que estaba al otro lado delescritorio.

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—Te necesito aquí, Tee-Hee —dijoBig. Sus ojos se desplazaron—. Puedesmarcharte, Miami.

—Sí, señor, jefe —respondieronambos a un tiempo.

Bond oyó que una puerta se abría y secerraba.

Volvió a reinar el silencio. Alprincipio, la mirada de Big había estadomuy fija en el agente británico,estudiándolo con detenimiento. Bondadvirtió que, aunque dirigidos hacia él,los ojos de Big habían adquirido unaexpresión algo remota. Lo miraban sinpercibir su presencia. Tuvo la impresiónde que el cerebro que había detrás deaquellos ojos se encontraba ocupado en

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alguna otra cosa.Bond estaba decidido a no dejarse

desconcertar. Como sus manos habíanrecobrado la sensibilidad, las desplazóhacia el cuerpo para sacar los cigarrillosy el encendedor.

—Fume si lo desea, señor Bond —habló Big de nuevo—. Caso de que tengaalguna otra intención, inclínese y examinela cerradura del cajón de este escritorioque se halla frente a su silla. Esperaré unmomento.

Bond se inclinó. Se trataba de unacerradura con agujero grande. Calculó quede hecho tendría unos cuatro centímetros ymedio de diámetro. Se disparaba a travésde él, supuso Bond, mediante un pedal

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situado debajo del escritorio. ¡Vaya unacaja de sorpresas que era aquel hombre!Pueril. ¿Pueril? Tal vez no deberíajuzgarle con tanta ligereza; al fin y alcabo, los trucos —la bomba, la mesa quedesaparecía— habían funcionado a laperfección, con eficacia. No eran simplesartificios vacuos destinados aimpresionar. Y tampoco había nadaabsurdo en aquella arma de fuego. Algomuy rebuscado, tenía que admitirlo, perotécnicamente ortodoxo.

Encendió un cigarrillo y aspiróagradecido el humo hasta el fondo de lospulmones. La posición en que seencontraba no le preocupaba demasiado.Se negaba a creer que recibiría algún

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daño. Constituiría una torpeza hacerlodesaparecer apenas dos días después desu llegada, a menos que fueran capaces deurdir un accidente muy verosímil. Ytendrían que deshacerse de Leiter almismo tiempo. En conjunto, eso seríaexcesivo para los servicios secretosbritánico y estadounidense, y Big teníaque saberlo. Pero le preocupaba el hechode que Leiter estuviera en manos deaquellos chapuceros monos negros.

Los labios de Big se retiraron conlentitud dejando los dientes aldescubierto.

—Hace muchos años que no veía a unmiembro del Servicio Secreto británico,señor Bond. Desde la época de la guerra.

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Su departamento hizo un buen trabajodurante la contienda. Disponen de algunoshombres muy capaces. Por mis amigos mehe enterado de que usted ocupa un altopuesto dentro del servicio. Creo que tieneun doble cero, el 007, si no recuerdo mal.El significado de ese doble cero, segúnme han dicho, es que usted ha tenido quematar a un hombre en el curso de algunamisión. No puede haber muchos agentesdoble cero en un servicio secreto que nousa el asesinato como arma corriente. ¿Aquién lo han enviado a matar aquí, señorBond?… ¿No será a mí, por casualidad?

La voz era suave y serena, carente deexpresión. Tenía una ligera mezcla deacentos, estadounidense y francés, pero el

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inglés era casi pedantemente correcto, sinel más leve rastro jergal.

Bond permaneció en silencio. Suponíaque Moscú había transmitido sudescripción.

—Es necesario que responda, señorBond. El destino de ustedes dos dependede que lo haga. Tengo plena confianza enmis fuentes de información. Sé mucho másde lo que he dicho. Detectaré confacilidad cualquier mentira.

Bond le creía. Escogió una historiaque podría corroborar y que explicara loshechos concretos.

—En Estados Unidos —respondió—han aparecido monedas de oro en elmercado. Rose Nobles de Eduardo IV.

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Algunas han sido vendidas en Harlem. ElDepartamento del Tesoro[18]

estadounidense nos pidió ayuda paraseguirles la pista, puesto que tienen queproceder de un punto de origen británico.Vine a Harlem para ver la zona con mispropios ojos, con un representante delTesoro estadounidense, el cual espero queen este momento se halle sano y salvocamino de su hotel.

—El señor Leiter es un representantede la Agencia Central de Inteligencia, nodel Tesoro —lo corrigió Big, sinevidenciar emoción alguna—. La posiciónen que se encuentra en este momento es delo más precaria.

Hizo una pausa momentánea y pareció

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reflexionar. Luego miró más allá de Bond.—Tee-Hee.—Sí, señor, jefe.—Ata al señor Bond al sillón.Bond se levantó a medias del asiento.—No se mueva —dijo la voz con tono

quedo—. Su única posibilidad desobrevivir radica en que se quede dondeestá.

Bond miró a Big Man, a sus doradosojos impasibles.

Se sentó de nuevo. De inmediato, unaancha correa le rodeó el pechosujetándole con firmeza. Otras doscorreas más cortas le ciñeron las muñecasa los reposabrazos de cuero y metal. Dosmás le ataron los tobillos. Podía arrojarse

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al suelo con silla y todo, pero por lodemás estaba indefenso.

Big bajó un interruptor de sucentralita.

—Envíen a la señorita Solitaire —dijo, y devolvió el interruptor a laposición central.

Se produjo un momento de espera, y acontinuación se abrió una sección delibrería a la derecha del escritorio.

Una de las mujeres más hermosas queBond había visto en su vida la traspuso ycerró a sus espaldas. Se detuvo junto a laentrada secreta y se quedó mirando aBond, estudiándolo con lentitudcentímetro a centímetro, de la cabeza a lospies. Cuando acabó la detallada

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inspección, se volvió hacia Big.—¿Sí? —preguntó, sin más.Big, que no había movido la cabeza,

habló al agente británico.—Esta mujer es extraordinaria, señor

Bond —declaró con la misma voz queda ysuave—, y voy a casarme con ella porquees única. La encontré en un cabaret deHaití, país donde nació. Se dedicaba arealizar un número de telepatía cuyo trucono logré descubrir. Lo examiné de cerca ycontinué sin descubrirlo. No había nadaque descubrir. Era telepatía de verdad.

Big hizo una pausa.—Le explico esto para que esté

advertido. Es mi interrogadora. La torturaresulta poco limpia y no es concluyente.

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Todos le dicen a uno lo que puedalibrarlos del dolor. Con esta muchacha noes necesario emplear métodos primitivos.Adivina la verdad en las personas. Poreso voy a casarme con ella. Es demasiadovaliosa para que permanezca en libertad.Y —continuó con una voz más dulce—resultará interesante ver qué hijostenemos.

Big se volvió hacia ella y la miró conaire impasible.

—Por el momento me pone las cosasdifíciles. No quiere nada con los hombres.Por eso en Haití la llamaban Solitaire. —Se volvió hacia ella.— Acerca una silla.Dime si este hombre miente. Manténtefuera de la trayectoria de las balas —

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añadió.La joven no respondió, pero cogió una

silla que había junto a la pared, similar ala que ocupaba Bond, y la acercó a éste.Se sentó casi tocándole la rodilla derechay fijó sus ojos en los de él.

Su semblante era pálido, con esapalidez de los blancos que han vivido enlos trópicos durante mucho tiempo. Perono presentaba ni el más mínimo rastro dela debilidad que los trópicos infligen a lapiel y el cabello. Los ojos eran azules,ardientes y desdeñosos, pero mientrasobservaban los suyos con un toque dehumor, Bond advirtió que contenían algúnmensaje personal para él. Se desvaneciócon rapidez cuando la mirada de él acusó

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recibo. El cabello, negro azulado, le caíapesadamente hasta los hombros. Depómulos altos, en su ancha boca sensualse percibía una pizca de crueldad. Lalínea de su mandíbula era delicada yfinamente cincelada. Denotabadeterminación y una voluntad de hierroque se repetía en la nariz recta ypuntiaguda. Una parte de la belleza de surostro residía en su falta de transigencia.Se trataba del semblante de alguiennacido para mandar. El rostro de la hijade un colono esclavista francés.

Llevaba un largo vestido de noche depesada seda blanca mate, cuya clásicalínea alteraban enormes pliegues quecaían desde los hombros y dejaban a la

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vista la mitad superior de los senos. Seadornaba con pendientes de diamante detalla cuadrada engastados en aros abiertosy un fino brazalete de diamantes en lamuñeca izquierda. No llevaba ningúnanillo. Tenía las uñas cortas y sin pintar.

Observó los ojos de Bond posadossobre ella, y con gesto descuidado uniólos antebrazos sobre el regazo de modoque el valle que se abría entre sus senosse hizo más profundo.

El mensaje fue inconfundible, y unacálida expresión de respuesta debióaflorar al rostro frío y ojeroso de Bondporque, de repente, el gigantesco hombrecogió la pequeña fusta de marfil blancaque tenía al lado sobre el escritorio y la

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agitó hacia la muchacha; el látigo silbópor el aire y cayó con un golpe cruelsobre los hombros de Solitaire.

Bond dio un respingo aún más fuerteque ella. Los ojos de la joven seencendieron por un instante y luego sevolvieron inexpresivos.

—Siéntate correctamente —dijo Bigcon voz suave—. Te estás propasando.

Ella se irguió con lentitud. Tenía unabaraja en las manos y comenzó a mezclarlas cartas. Luego, tal vez por chulería, letransmitió otro mensaje de complicidad, yde algo más que complicidad.

Enseñó la sota de corazones. Luego lareina de picas. Dejó las dos mitades delmazo sobre su regazo, de modo que ambas

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figuras quedaron encaradas la una con laotra. Acercó cada mitad del mazo a la otrahasta que las cartas se unieron en un beso.Luego dejó caer las cartas de ambasmitades, una por una, alternándolas, y lasmezcló de nuevo.

Durante este juego pueril no miró aBond en ningún momento, y en cuestión deun instante había concluido. Pero élexperimentó un destello de emoción y sele aceleró el pulso. Tenía una amiga en elcampo enemigo.

—¿Estás preparada, Solitaire? —preguntó Big.

—Sí, las cartas están preparadas —respondió la muchacha con frialdad.

—Señor Bond, mire a los ojos de esta

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joven y repita los motivos que acaba dedarme a mí para explicar su presencia eneste lugar.

Bond la miró a los ojos. No conteníanmensaje alguno. No enfocaban los suyos.Miraban a través de él.

Repitió lo que había dicho antes.Por un instante sintió un misterioso

estremecimiento. ¿Sabría aquellamuchacha si decía la verdad o no? Y siera así, ¿hablaría a su favor o en contra deél?

En la habitación reinó un silenciomortal. Bond intentó asumir un aire deindiferencia. Alzó la mirada al techo yluego volvió a posarla sobre ella.

Los ojos de la joven perdieron la

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expresión ausente. Se apartaron de él y sevolvieron hacia Big.

—Dice la verdad —declaró con tonofrío.

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Capítulo 8Sin sentido del humor

Big reflexionó durante un instante. Luegopareció tomar una decisión. Pulsó unbotón del intercomunicador.

—¿Blabbermouth?—Sí, señor, jefe.—¿Tienes a ese estadounidense,

Leiter?—Sí, señor.—Dale una paliza considerable.

Llévalo hasta el hospital Bellevue ydéjalo tirado por los alrededores.¿Entendido?

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—Sí, señor.—No te dejes ver.—No, señor.Big devolvió el interruptor a la

posición central.—¡Maldita sea su alma! —exclamó

Bond con virulencia—. ¡La CIA no lepermitirá irse de rositas esta ocasión!

—Olvida usted, señor Bond, que notienen jurisdicción en Estados Unidos. Elservicio secreto norteamericano carecepor completo de poder dentro delterritorio estadounidense, sólo le estápermitido operar en el exterior. Y los delFBI no son amigos de la CIAprecisamente. Tee-Hee, ven aquí.

—Sí, señor, jefe.

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Tee-Hee se acercó y se detuvo juntoal escritorio. Big miró a Bond.

—¿Qué dedo usa menos, señor Bond?A Bond le sorprendió aquella pregunta.Su mente comenzó a trabajar a todavelocidad.

—Aunque, pensándolo bien, supongoque me responderá que el meñique de lamano izquierda —continuó diciendo lavoz suave—. Tee-Hee, parte al señorBond el dedo meñique de la manoizquierda.

—Jee-jee —rió el negro con voz defalsete, parecida al sonido de su nombre—. Jee-jee.

Avanzó con paso airoso hacia Bond.Éste se aferró con desesperación a los

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reposabrazos de la silla. El sudorcomenzó a empaparle la frente mientrasintentaba imaginarse el dolor que iba aexperimentar, para así controlarlo.

El negro soltó con lentitud el meñiquede la mano izquierda de Bond,inmovilizada por completo.

Lo cogió por la punta entre sus dedosíndice y pulgar y, con mucha lentitud,comenzó a doblarlo hacia atrás, al tiempoque profería necias risillas para sí.

Bond se sacudía tratando delevantarse para derribar la silla, peroTee-Hee posó la otra mano sobre elrespaldo y la sujetó en su sitio. El sudorcorría por el rostro de Bond. Sus dientesquedaron al descubierto en un rictus

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involuntario. A través del dolor que ibaen aumento, veía los ojos muy abiertos dela joven fijos en él, los rojos labiosligeramente separados.

El dedo, que estaba vertical, en ángulorecto con la mano, comenzó a inclinarsehacia atrás, en dirección a la muñeca. Derepente cedió. Se oyó un chasquido seco.

—Con eso será suficiente —dijo Big.Tee-Hee soltó de mala gana el dedo

fracturado.Bond profirió un suave gemido animal

y se desmayó.—Este tipo no tiene ningún sentido del

humor —comentó Tee-Hee.Solitaire se desplomó contra el

respaldo de la silla y cerró los ojos.

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—¿Llevaba alguna arma? —preguntóBig.

—Sí, señor.Tee-Hee se sacó del bolsillo la

Beretta de Bond y la hizo resbalar por lasuperficie del escritorio. Big la recogió yla observó como un experto. La sopesócon una mano y palpó el tacto de la culatade hueso. Luego accionó el cerrojo paraque todas las balas cayeran sobre elescritorio, verificó que también habíavaciado la recámara, y la empujó por elescritorio hacia Bond.

—Despiértalo —dijo al tiempo quemiraba su reloj. Señalaba las tres enpunto.

Tee-Hee se situó a espaldas de Bond

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y le clavó las uñas en los lóbulos de lasorejas.

El agente británico gimió y levantó lacabeza.

Su mirada se posó sobre Big yprofirió una sarta de obscenidades.

—Dé gracias por no estar muerto —respondió el otro, sin evidenciar emociónalguna—. Cualquier dolor es preferible ala muerte. Ahí tiene su pistola. Me quedocon las balas. Tee-Hee, devuélvesela.

Tee-Hee la cogió del escritorio yvolvió a colocarla en la funda sobaquerade Bond.

—Le explicaré brevemente por qué noestá muerto —continuó Big—; por qué sele ha permitido gozar de la sensación del

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dolor en lugar de aumentar lacontaminación del río Harlem desde elinterior de lo que jocosamente se ha dadoen llamar el abrigo de cemento.

Hizo una pausa momentánea, paraluego proseguir.

—Señor Bond, yo sufro deaburrimiento. Soy víctima de eso que losprimeros cristianos denominaban«abulia», la mortal letargía que seapodera de aquellos que están saciados,de los que ya no tienen ningún deseo. Soyabsolutamente preeminente en la profesiónque he escogido, gozo de la confianza dequienes, en ocasiones, recurren a mistalentos, y del temor y la obedienciainstantánea de aquellos a los que contrato

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yo. No me quedan, en su sentido literal,más mundos por conquistar dentro de laórbita que he escogido. Y como esdemasiado tarde para que cambie esaórbita por otra, y puesto que el poder es lameta de todas las ambiciones, resultabastante difícil que pueda adquirir máspoder en otra esfera del que ya poseo enésta.

Bond lo escuchaba sólo con una mitadde su atención. Con la otra ya estabatrazando planes. Percibía la presencia deSolitaire, pero mantenía los ojosapartados de ella. Miraba fijamente elenorme rostro grisáceo y los ojos doradosque no parpadeaban.

La voz suave continuó.

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—Señor Bond, ahora sólo meproporciona placer la calidad artística, elacabado y la fineza que me es dadoconferir a mis operaciones. En mi caso seha convertido en casi una manía dotar a laejecución de mis asuntos de unacorrección absoluta y de un elevado gradode elegancia. Todos los días, señor Bond,intento fijarme metas aún más elevadas desutilidad y perfección técnica, de modoque cada uno de mis procedimientos seauna obra de arte que lleve mi firma, comolas creaciones de, digamos, BenvenutoCellini[19]. De momento me conformo conser mi único juez, pero creo con todasinceridad, señor Bond, que laaproximación a la perfección que alcanzo

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continuamente con cada una de misoperaciones, acabará obteniendo un lugarde privilegio en la historia de nuestrostiempos.

Big hizo una pausa. Bond observó quesus grandes ojos amarillos estabanabiertos de par en par, como si tuvieravisiones. «Es un megalómano delirante»,pensó el agente británico. Y tanto máspeligroso debido a eso. El fallo de lamayoría de las mentes criminalesradicaba en que la codicia era su únicoimpulso. Una mente aplicada era algo porcompleto distinto. Aquel hombre no eraningún gángster. Era una amenaza. Bondexperimentaba fascinación y sentía unligero temor.

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—Acepto el anonimato por dosrazones —prosiguió la voz suave—.Porque lo exige la naturaleza de misoperaciones y porque admiro la negaciónde la propia personalidad del artistaanónimo. Si me permite la presunción, yome veo como uno de esos pintores defrescos egipcios que dedicaron su vida acrear obras maestras en las tumbas de losreyes, a sabiendas de que ningún ser vivolas contemplaría jamás.

Los enormes párpados se cerrarondurante un momento.

—En cualquier caso, volvamos altema que nos ocupa. Señor Bond, la razónde que no lo haya matado esta madrugadase debe a que no me proporcionaría

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placer estético alguno abrirle un agujeroen el estómago. Con este ingenio —añadió, al tiempo que señalaba con ungesto el arma de fuego que apuntaba alagente británico desde el cajón delescritorio— ya he abierto muchosagujeros en muchos estómagos, así queestoy satisfecho sabiendo que mi pequeñojuguete mecánico es un logro técnicoperfecto. Más aún, como usted sin duda haconjeturado, sería para mí una molestiatener por aquí un montón de entrometidoshaciendo preguntas acerca de sudesaparición y la de su amigo, el señorLeiter. No sería más que una molestia,pero, por varias razones, en el momentopresente prefiero concentrarme en otros

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asuntos.Big miró su reloj.—Así pues, he decidido dejar mi

tarjeta de visita marcada en cada uno deustedes y hacerles una única advertenciasolemne: usted debe abandonar el paíshoy mismo y el señor Leiter solicitar otramisión. Ya tengo bastantes molestias sinnecesidad de que un montón de agentes deEuropa se añadan a las considerablesfuerzas de los entrometidos nacionalescon quienes he de habérmelas.

»Eso es todo —concluyó—. Si vuelvoa verlo, morirá de la manera másingeniosa y adecuada que yo sea capaz deinventar ese día. Tee-Hee, acompaña alseñor Bond al garaje. Di a dos de los

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hombres que lo lleven a Central Park y loarrojen al estanque. Si se resiste, puedenhacerle daño, pero no matarlo.¿Entendido?

—Sí, señor, jefe —respondió Tee-Hee, profiriendo risillas tontas con suaguda voz de falsete.

Desató los tobillos a Bond y luego lasmuñecas. Cogió la mano lastimada delagente británico y se la torció por detrásde la espalda. A continuación, con lamano libre, soltó la correa que le rodeabael cuerpo. De un tirón, lo puso de pie.

—Levántate —ordenó Tee-Hee.Bond miró una vez más el enorme

rostro grisáceo.—Aquellos que merecen morir

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reciben la muerte que merecen. —Hizouna pausa y luego añadió—: Escríbalo. Esun pensamiento original.

Luego miró a Solitaire. Tenía la vistaclavada en las manos que descansabasobre el regazo. No alzó los ojos.

—En marcha —dijo Tee-Hee. Hizogirar a Bond de cara a la pared y loempujó hacia delante mientras lelevantaba la muñeca hacia los omóplatoshasta casi dislocarle el hombro. Bondprofirió un gemido que sonaba muyauténtico y sus pasos vacilaron. Esperabaque Tee-Hee creyera que estabaacobardado y se había vuelto dócil.Quería que la torturante presa sobre subrazo izquierdo se aflojara sólo un poco.

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Según lo llevaba, cualquier movimientorepentino tendría como resultado lafractura del mismo.

Tee-Hee pasó una mano por encimade un hombro de Bond y empujó uno delos libros de los abarrotados estantes. Unasección grande se abrió girando sobre unpivote central. Empujó a Bond para que latraspusiera y la golpeó con un pie paraque volviera a su sitio. Se cerró con undoble chasquido metálico. Por el gruesode la puerta, Bond supuso que estaríainsonorizada. Se encontraban encaradoscon un corto pasillo enmoquetado queacababa en unas escaleras quedescendían.

—Me estás partiendo el brazo —dijo

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Bond con un gemido—. Ten cuidado. Voya desmayarme.

Dio otro traspié mientras intentabamedir la posición del negro a su espalda.Recordó el precepto de Leiter:«Espinillas, entrepierna, estómago ygarganta. Si los golpeas en cualquier otraparte, no conseguirás otra cosa queromperte la mano».

—Cierra la boca —ordenó el negro,pero Bond logró bajar la mano unos pocoscentímetros.

Era todo lo que necesitaba.Estaban en mitad del pasillo y sólo

quedaban unos pocos pasos hasta elcomienzo de la escalera. Bond dio otrotraspié, de modo que el cuerpo del negro

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chocara contra el suyo. Eso leproporcionó la distancia y la direcciónque necesitaba.

Se inclinó un poco y su mano derecha,tiesa y plana como una tabla, saliódisparada por un lado y hacia atrás. Sintióque impactaba con fuerza en su objetivo.El negro profirió un penetrante grito,como un conejo herido, y el brazoizquierdo de Bond quedó libre. Girósobre sus talones al tiempo quedesenfundaba la descargada pistola con lamano derecha. El negro, doblado por lacintura, tenía las manos entre las piernas yprofería grititos jadeantes. Bond descargóun fuerte golpe con el arma en la partetrasera de la lanosa cabeza. Se oyó un

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golpe sordo, como si hubiese llamado auna puerta, el negro gimió y cayó haciadelante con las manos tendidas paraamortiguar el impacto contra el suelo.Bond se situó detrás de él y, con toda lafuerza que fue capaz de imprimir al zapatoreforzado con la puntera de acero, asestóuna tremenda patada por debajo de losfondillos del pantalón color espliego delnegro.

Un último grito breve salió de lagarganta del hombre mientras volabacubriendo los pocos pasos que loseparaban de la escalera. Su cabezagolpeó contra la barandilla de hierro yluego, como una rueda de batientes brazosy piernas, desapareció escalones abajo.

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Se oyó un pequeño estrépito cuandorebotó en algún obstáculo, luego unapausa, y a continuación una mezcla deruidos sordos y chasquidos al caer alsuelo de golpe. Después reinó el silencio.

Bond se enjugó el sudor que le caía enlos ojos y se detuvo a escuchar. Se metióla mano izquierda herida dentro delbolsillo de la americana. Le latía de dolory la tenía hinchada hasta casi el doble desu tamaño normal. Con la pistola en lamano derecha, avanzó hasta el inicio de laescalera y comenzó a bajar por ella conlentitud, caminando en silencio sobre laspuntas de los pies.

Sólo una planta lo separaba delcuerpo que yacía abajo con los miembros

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extendidos. Al llegar al descansillo, sedetuvo de nuevo para escuchar. Muycerca, oyó el gemido agudo de algún tipode radiotransmisor rápido. Verificó queprocedía de detrás de una de las dospuertas que había en el descansillo. Debíade ser el centro de comunicaciones delseñor Big. Habría querido hacer unregistro rápido, pero su pistola estabadescargada y no tenía ni idea de cuántoshombres encontraría en la habitación.Sólo los auriculares que les cubrían losoídos podían ser la única razón que habíaimpedido que los operadores oyeran elruido provocado por la caída de Tee-Hee.Continuó bajando con cautela.

Tee-Hee estaba muerto o agonizando.

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Yacía de espaldas, con los miembrosextendidos. La corbata a rayas le cruzabael rostro como una serpiente aplastada.Bond no sintió remordimiento alguno.Registró el cuerpo en busca de un arma yla halló metida en la cintura de lospantalones manchados de sangre. Era unColt del treinta y ocho, modelo DetectiveSpecial, con el cañón recortado. Eltambor contenía todas las balas. Bond seguardó la inútil Beretta en la pistolera.Agarró con fuerza el voluminoso revólvercon la mano derecha y sonrió, ceñudo.

Delante había una puerta pequeña, yvio que estaba cerrada con cerrojo. Pegóel oído a la misma. Percibió elamortiguado sonido de un motor. Debía

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tratarse del garaje. Pero ¿y ese motor enmarcha? ¿A esas horas de la madrugada?Apretó los dientes. Por supuesto. Bighabría llamado por el intercomunicadorpara avisarles que Tee-Hee bajaba con ély estarían preguntándose por el motivo dela tardanza. Era probable que en esemomento miraran hacia la puerta, enespera de que el negro apareciera porella.

Bond se detuvo a pensar. Contaba conla ventaja de la sorpresa. Si al menos loscerrojos estuvieran bien engrasados…

Tenía la mano izquierda casiinutilizada. Con el Colt en la derecha,empujó el primer cerrojo con el filo de lamano herida. Se deslizó con facilidad. Lo

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mismo sucedió con el segundo. Sóloquedaba un picaporte por bajar. Lo hizo ytiró de la puerta con suavidad hacia sí.

Era una puerta gruesa, y el ruido delmotor fue haciéndose más audible amedida que la rendija se agrandaba. Elcoche debía estar justo al otro lado.Cualquier movimiento de la puerta lodelataría. La abrió de golpe y se apostó enella de lado, para ofrecer el menor blancoposible. El percutor de su revólver estabaechado atrás.

A pocos pasos de distancia esperabaun sedán negro con el motor en marcha. Seencontraba orientado hacia las doblespuertas abiertas del garaje. Potentes lucesde arco iluminaban la carrocería de otros

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vehículos. Sentado al volante del sedánhabía un negro corpulento, y un segundose hallaba de pie cerca de él, reclinado enla portezuela trasera. No se veía a nadiemás.

Cuando Bond apareció ante ellos, losnegros abrieron la boca con asombro. Deentre los labios del que estaba al volante,cayó un cigarrillo. Luego ambos selanzaron a sacar sus armas.

Instintivamente, Bond disparó primeroal hombre que estaba de pie, pues sabíaque sería el más rápido en desenfundar.

El disparo del pesado revólver resonóen el garaje.

El negro se aferró el estómago conambas manos, dio dos pasos tambaleantes

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hacia Bond y se desplomó de cara alsuelo, donde su arma repiqueteó contra elcemento.

El hombre que estaba sentado dentrodel coche profirió un alarido cuando elarma de Bond lo apuntó. Debido a que elvolante le estorbaba, su mano derecha aúnse encontraba dentro de la americana.

Bond disparó directamente a la bocaque gritaba, y la cabeza del hombre seestrelló contra la ventanilla lateral. Luegorodeó el vehículo a la carrera y abrió laportezuela. El negro se desplomó alexterior. Bond arrojó el arma al asientodel conductor y arrastró el cuerpo fueradel coche para dejarlo en el suelo. Intentóno ensuciarse de sangre. Se sentó al

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volante y agradeció que el motor estuvieraen marcha y que el coche tuviera loscambios de marcha en el volante. Cerró laportezuela de golpe, posó la mano heridasobre el lado izquierdo del volante yempujó la palanca hacia delante.

El freno de mano estaba puesto. Tuvoque agacharse por debajo del volante paraquitarlo.

Fue una pausa peligrosa. Cuando elpesado coche salía lanzado por lasamplias puertas, se oyó la detonación deun disparo y una bala golpeó lacarrocería. Giró el volante con la manoderecha, y una segunda bala le pasó porencima, sin darle. Al otro lado de la calle,el cristal de una ventana se hizo añicos.

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El destello del disparo procedía delnivel del suelo, y Bond supuso que, dealguna manera, el primer negro habíalogrado llegar hasta su arma.

No se oyeron más disparos, y de lasfachadas oscuras de los edificios que dejóatrás no le llegó ni un solo sonido.Mientras pasaba de una velocidad a otra,en el espejo retrovisor no vio nada másque la ancha barra de luz procedente delinterior del garaje, que atravesaba la calledesierta.

Bond no tenía ni idea de en qué lugarse encontraba ni hacia dónde se dirigía.Iba por una calle ancha sin rasgosdistintivos, y continuó adelante. Se diocuenta de que circulaba por la izquierda y

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rápidamente cambió a la derecha. Sentíaun terrible dolor en la mano, pero elpulgar y el índice le ayudaban aestabilizar el volante. Intentó acordarse demantener su lado izquierdo alejado de lasangre que manchaba la portezuela y laventanilla. La interminable calle estabapoblada sólo por los pequeños fantasmasde vapor que ascendían por las rejillasabiertas en el asfalto y que permitíanacceder al sistema de tuberías decalefacción de la ciudad. El feo capó delcoche los segaba uno a uno, pero por elespejo retrovisor veía cómo volvían alevantarse tras él en una perspectiva deespectros blancos que gesticulabanligeramente.

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Mantuvo una velocidad de ochentakilómetros por hora. Encontró algunossemáforos en rojo y se los saltó. Recorrióvarias manzanas a oscuras y por fin llegóa una avenida iluminada. En la mismahabía tráfico, y se detuvo hasta que elsemáforo cambió a verde. Giró a laizquierda y fue recompensado por unasucesión de semáforos en verde, cada unode los cuales lo alejaba del enemigo. Sedetuvo en un cruce y leyó el nombre de laavenida. Se encontraba en Park Avenue yla calle Ciento dieciséis. En la siguienteesquina volvió a aminorar. Era la calleCiento quince. Se dirigía hacia el centro,alejándose de Harlem; regresaba a laciudad. Continuó avenida adelante, Luego

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giró en la calle Sesenta. Estaba desierta.Apagó el motor y dejó el cocheestacionado delante de una boca deincendios. Cogió el revólver del asiento,se lo metió en la cintura del pantalón yregresó andando hasta Park Avenue.

Pocos minutos después paró un taxique pasaba, y al cabo de un rato seencontró subiendo por la escalera deentrada del St. Regis.

—Hay un mensaje para usted, señorBond —dijo el conserje de noche.

Bond mantuvo el lado izquierdo de sucuerpo apartado de la vista del hombre.Abrió el mensaje con la mano derecha.Era de Félix Leiter y había llamado a lascuatro de la madrugada. Llámame de

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inmediato, decía.Bond avanzó hasta el ascensor, que lo

llevó a la planta donde se alojaba. Abrióla puerta de la habitación 2100 y entró enla sala de estar.

—¡Dios Todopoderoso —exclamócon profunda gratitud—, qué descanso!

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Capítulo 9¿Verdadero o falso?

Bond miró el teléfono, luego se levantó yavanzó hasta el aparador. Puso un puñadode cubitos de hielo medio derretidos en unvaso largo, se sirvió tres dedos de Haigand Haig e hizo girar el whisky dentro delvaso para que se enfriara y diluyera.Luego bebió la mitad del contenido de unsolo trago. Dejó el vaso y se quitó laamericana. Tenía la mano izquierda tanhinchada que apenas pudo sacársela através de la manga. El dedo meñique aúnestaba doblado hacia atrás, y le provocó

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un dolor terrible al rozar la tela. Tenía eldedo casi negro. Se aflojó el nudo de lacorbata y se desabotonó el cuello de lacamisa. Luego cogió de nuevo el vaso,bebió otro largo sorbo y regresó junto alteléfono.

Leiter respondió de inmediato.—Gracias a Dios —exclamó con total

sinceridad—. ¿Qué te han hecho?—Me han roto un dedo —respondió

Bond—. ¿Y a ti?—Un cachiporrazo. Me dejaron sin

sentido. Nada grave. Comenzaron porconsiderar toda clase de cosas ingeniosas.Querían conectarme al compresor de airedel garaje. Empezando por los oídos ycontinuando por cualquier otra parte.

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Cuando no llegaron instrucciones delseñor Big, comenzaron a aburrirse y yome puse a hablar de los temas másinteresantes del jazz con Blabbermouth, eltipo del arma extravagante de seisdisparos. Llegamos a Duke Ellington yestuvimos de acuerdo en que a ambos nosgustaba que los líderes de banda de jazzfueran hombres de percusión, no deviento. También coincidimos en que elpiano o la batéría mantiene a la banda másunida que cualquier otro instrumentosolista, como Jelly-roll Morton, porejemplo. A propósito de Duke, le conté elchiste del clarinete… «Un viento demadera malo que nadie sopla bien.» Esohizo que se partiera de risa. De repente

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éramos amigos. El otro hombre, que sellamaba Flannel, se puso desagradable yBlabbermouth le dijo que quedaba librede servicio, que él cuidaría de mí. Luegollamó el señor Big.

—Yo estaba allí —le aseguró Bond—. Y no me pareció muy gracioso lo queordenó.

—Blabbermouth tenía unapreocupación de todos los diablos. Sepuso a dar vueltas por la habitaciónhablando entre dientes. De repente me dioun golpe con la cachiporra y perdí elsentido. Cuando desperté estaba en elexterior del hospital Bellevue. Debían deser las tres y media. Blabbermouth mepidió mil disculpas, asegurándome que

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era lo mínimo que podía hacer. Le creí.Me suplicó que no lo delatara. Dijo queiba a informar que me había dejado mediomuerto. Por supuesto, le prometí que haríallegar a su jefe algunos detalles muyespeluznantes. Nos separamos en losmejores términos. Recibí algunasatenciones en la sala de urgencias delhospital y regresé a casa. Estaba muypreocupado por lo que te hubierasucedido, pero después de un rato empezóa sonar el teléfono. Llamaron la policía yel FBI. Parece que el señor Big se haquejado de que un estúpido inglés sevolvió loco en The Boneyard a primerahora de esta madrugada, disparó contratres de sus hombres (dos chóferes y un

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camarero, ¿qué te parece?), robó uno desus coches y huyó, dejando su abrigo y susombrero en el guardarropa. Big Manclama justicia. Por supuesto, advertí a losdetectives y al FBI que no se metieran enel asunto, pero llevan un cabreo de mildemonios y tenemos que salir deinmediato de la ciudad. No se sabrá nadadurante la mañana, pero la noticiaaparecerá en todos los periódicos de latarde y será transmitida por radio ytelevisión. Aparte de todo eso, el señorBig irá tras de ti como un enjambre deavispas. De todas formas, ya he hechoalgunos planes. Ahora cuéntame tú y, porDios, ¡te aseguro que me alegro de oír tuvoz!

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Bond le hizo un detallado relato decuanto le había sucedido. No olvidó nada.Cuando acabó, Leiter profirió un silbidograve.

—Chico —dijo con tono deadmiración—, sin duda le has hecho unabuena mella a la maquinaria del señorBig. Pero tuviste suerte. Ciertamenteparece que esa dama Solitaire te hasalvado la piel. ¿Crees que podemosaprovecharla?

—Podríamos, si consiguiéramosacercarnos a ella —respondió Bond—.Supongo que él no permitirá que se alejemucho.

—Tendremos que dejar eso para otrodía —le aseguró Leiter—. Ahora será

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mejor que nos pongamos en marcha.Colgaré y volveré a llamarte dentro deunos minutos. Primero te enviaré deinmediato al médico de la policía. Llegarádentro de un cuarto de hora, más o menos.Luego yo mismo hablaré con el comisarioy le solucionaré algunas de las cuestionespoliciales. Pueden darle largas al asuntocon el descubrimiento del automóvil. ElFBI tendrá que advertir (de maneraextraoficial) a los muchachos de la radioy los periódicos para que al menos dejentu nombre fuera del asunto y se olviden detodos esos rumores del inglés. De locontrario, podrían sacar al embajadorbritánico a tirones de la cama y organizarmanifestaciones de la National

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Association for the Advancement ofColoured People[20] y sabe Dios qué más.—Leiter rió entre dientes.— Será mejorque hables con tu jefe de Londres. Allídeben de ser más o menos las diez ymedia. Necesitarás un poco de protección.Yo puedo encargarme de la CIA, peroesta mañana el FBI tiene un ataque agudode «escúcheme-bien-joven». Necesitarásmás ropa. Me encargaré de eso. Manténtedespierto. Ya dormiremos de sobras en latumba. Te llamaré más tarde.

Leiter cortó la comunicación. Bondsonrió para sí. El hecho de oír la alegrevoz de Leiter, y saber que estabahaciéndose cargo de todo, había borradotodo su agotamiento y los negros

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recuerdos.Volvió a coger el auricular y habló

con la operadora internacional. «Diezminutos de espera», le informó ella.

Bond entró en el dormitorio y, dealguna manera, se quitó la ropa. Tomó unaducha muy caliente y luego una muy fría.Se afeitó y consiguió ponerse una camisay unos pantalones limpios. Metió uncargador nuevo en la Beretta, envolvió elColt en la camisa sucia y lo metió en lamaleta. Tenía el equipaje a medio hacercuando el timbre del teléfono sonó.

Escuchó los animados ruidos y ecosde la línea, la charla de operadoreslejanos, los fragmentos en código morsede aviones, y de barcos que se hallaban en

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alta mar, rápidamente interrumpidos.Podía visualizar el gris edificio grandecercano a Regent's Park e imaginar laactividad de la centralita telefónica, lastazas de té y la muchacha que decía: «Sí,habla con la Universal Export», el númerode la cual había pedido Bond, una de lastapaderas usadas por los agentes cuandotenían que ponerse en contacto por líneasinternacionales abiertas. Ella avisaría alsupervisor, el cual aceptaría la llamada.

—Ya tiene la conexión —anunció laoperadora internacional—. Adelante, porfavor. Llamada de Nueva York a Londres.

Bond oyó la serena voz inglesa.—Universal Export. ¿Con quién

hablo, por favor?

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—¿Puede ponerme con el directorgeneral? —preguntó Bond—. Soy susobrino James y telefoneo desde NuevaYork.

—Un momento, por favor.Con la imaginación, Bond siguió la

llamada transmitida a Moneypenny y lavio pulsando el botón delintercomunicador.

«Es de Nueva York, señor —anunciaría ella—. Creo que se trata de007.»

«Páseme la llamada», diría M.—¿Sí? —respondió la voz fría por la

cual él sentía tanto afecto y a la cualobedecía.

—Soy James, señor —respondió

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Bond—. Es posible que necesite un pocode ayuda con una remesa delicada.

—Adelante —invitó la voz.—Ayer por la noche fui a la ciudad a

ver al jefe de aduanas —explicó Bond—.Tres de sus mejores empleados sepusieron enfermos mientras estaba allí.

—¿Cómo de enfermos? —preguntó lavoz.

—Tanto como se puede estar, señor—respondió el agente británico—. Haymucha «gripe por aquí».

—Espero que no la haya pilladousted.

—Yo tengo un ligero enfriamiento,señor —lo tranquilizó Bond—, pero no esnada por lo que debamos preocuparnos.

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Ya se lo contaré por carta. El problema esque con toda esta «gripe suelta, Federadopiensa que estaría mejor fuera de laciudad». —Bond rió entre dientes para síal imaginar la sonrisa de M.— Así que memarcho de inmediato con Felicia.

—¿Con quién? —preguntó M.—Con Felicia. —Bond deletreó el

nombre.— Mi nueva secretaria deWashington.

—Ah, sí.—He pensado en probar con aquella

fábrica de St. Petersburg que merecomendó usted.

—Buena idea.—Pero es posible que Federado tenga

otras ideas, y esperaba que usted me

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apoyara.—Ya entiendo —respondió M—.

¿Qué tal va el negocio?—Las cosas parecen bastante

prometedoras, señor. Pero de momento sepresentan un poco duras. Felicia pasaráhoy a máquina mi informe completo.

—Muy bien —aprobó M—. ¿Algomás?

—No, eso es todo, señor. Gracias porsu apoyo.

—No tiene importancia. Manténgaseen forma. Adiós.

—Adiós, señor.Bond colgó el receptor y sonrió.

Imaginó a M llamando al jefe de EstadoMayor. «007 ya ha tenido una enganchada

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con el FBI. El condenado estúpido fue aHarlem anoche y se cargó a tres de loshombres del señor Big. Al parecer,también 007 salió herido, pero no mucho.Tiene que marcharse de la ciudad conLeiter, el agente de la CIA. Se trasladarána St. Petersburg. Será mejor advertir a lospuestos A y C. Supongo que tendremos aWashington encima antes de que acabe eldía. Diga a los del puesto A querespondan que me solidarizo plenamentecon Estados Unidos, pero que 007 cuentacon mi absoluta confianza y que estoyseguro de que actuó en defensa propia.Que no volverá a suceder y todo eso.¿Entendido?» Bond sonrió otra vez alpensar en la exasperación de Damon por

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verse obligado a endulzar abundantementea Washington cuando era probable quetuviera marañas angloamericanas más quede sobras por desenredar.

El teléfono sonó otra vez. Era Leiter.—Escúchame —dijo—. Todo el

mundo está calmándose un poco. Pareceque los tipos que te cargaste formaban untrío bastante peligroso: Tee-Hee Johnson,Sam Miami y un hombre llamadoMcThing. Todos buscados por la policíapor varios delitos. El FBI está cubriendotu rastro. De mala gana, por supuesto, ylos de la policía dando largas como locos.El alto mando del FBI ha pedido a mi jefeque te mande de vuelta a Londres. Losacaron de la cama, ¿qué te parece?

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Supongo que se debe principalmente a loscelos…, pero todo eso lo hemos parado.De todas formas, ambos tenemos que salirde inmediato de la ciudad. También esoestá arreglado. No podemos viajar juntos,así que tú cogerás el tren y yo iré enavión. Toma nota.

Bond sujetó el teléfono entre la cabezay el hombro y cogió papel y lápiz.

—Dime.—Estación de Pennsylvania. Vía 14.

Diez y media de esta mañana. El tren sellama The Silver Phantom. Es directo aSt. Petersburg vía Washington,Jacksonville y Tampa. Te he pedidobillete de coche cama. Muy lujoso. Coche245, compartimiento H. El billete estará

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en el tren. Lo tendrá el revisor. A nombrede Bryce. Sólo tienes que llegar a laescalera 14 y bajar hasta el tren. Luegométete en el compartimiento y enciérrateen él hasta que el tren arranque. Yo saldrédentro de una hora en un avión de laEastern; a partir de ahora te quedas solo.Si tienes algún problema llama a Dexter,pero no te sorprendas si te arranca lacabeza de un bocado. El tren llegará a sudestino en torno al mediodía de mañana.Coge un taxi y vete a las CabañasEverglades, en el Golf Boulevard West,de Sunset Beach. Se halla en un lugarllamado Treasure Island, donde seencuentran todos los hoteles de playa.Conecta con St. Petersburg a través de un

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viaducto. El taxista lo sabrá.»Yo te estaré esperando. ¿Lo has

anotado todo? Y, por el amor de Dios, tencuidado. Y lo digo en serio. Big te matarási tiene la más mínima posibilidad dehacerlo, y una escolta policial que teacompañe al tren no haría más que llamarla atención sobre ti. Coge un taxi ymanténte fuera de la vista. Te envío otrosombrero y un impermeable marrón. Ya seha pagado la cuenta del St. Regis. Eso estodo. ¿Alguna pregunta?

—Me parece bien —respondió Bond—. He hablado con M, y él arreglará lascosas con Washington si surge algúnproblema. También tú cuídate —añadió—. Estarás justo después de mí en la lista.

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Hasta mañana. Buen viaje.—Me andaré con ojo —le aseguró

Leiter—. Adiós.Eran las seis y media, y Bond

descorrió las cortinas de la sala de estar ycontempló cómo el alba iba iluminando laciudad. En el fondo de las cavernas quehabía abajo aún reinaba la oscuridad,pero las puntas de las grandesestalagmitas de cemento estaban teñidasde una tonalidad rosácea, y el sol ibailuminando las ventanas planta a planta,como si un ejército de conserjes fueseencendiéndolas mientras trabajaba en elinterior de los edificios.

Llegó el médico de la policía,permaneció en la habitación durante un

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doloroso cuarto de hora, y se marchó.—Es una fractura limpia —anunció—.

Tardará unos días en soldar. ¿Cómo se lahizo?

—Me lo pillé con una puerta —respondió Bond.

—Hay que mantenerse alejado de laspuertas —comentó el médico—. Sonpeligrosas. Deberían aprobar una ley quelas prohibiera. Ha tenido suerte de nopillarse el cuello en lugar del dedo.

Cuando el médico se hubo marchado,Bond acabó de hacer la maleta. Estabapreguntándose a qué hora se pediría eldesayuno cuando sonó el teléfono.

Bond esperaba una voz poco amistosade la policía o el FBI. En cambio, la voz

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de una muchacha, baja y apremiante,preguntó por él.

—¿Quién lo llama? —inquirió Bondpara ganar tiempo. Ya conocía larespuesta.

—Sé que es usted —replicó la voz, yél oyó que estaba pegada al micrófono—.Soy Solitaire. —El nombre fue apenassusurrado a través del teléfono.

Bond aguardó, con todos los sentidosalerta, pensando en cuál sería la escenaque había al otro lado de la línea. ¿Seencontraba sola? ¿Estaba hablando comouna necia a través de uno de los teléfonosde la casa, que tenían extensiones quequizá otros se dedicaban a escuchar enese preciso momento con frialdad y

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atención? ¿O se hallaba en una habitación,con la mirada de Big clavada en ella, conun lápiz y una libreta junto a él para asíescribir con más rapidez la preguntasiguiente?

—Escuche —dijo la voz—. No puedoentretenerme. Debe confiar en mí. Estoyen un drugstore, pero tengo que regresarde inmediato a mi habitación. Por favor,créame.

Bond había sacado el pañuelo. Locolocó sobre el micrófono del teléfono yhabló a través de él.

—Si puedo ponerme en contacto conel señor Bond, ¿qué debo decirle?

—¡Oh, maldito sea! —exclamó lamuchacha con lo que parecía un toque de

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histeria auténtica—. Se lo juro por mimadre, por el hijo que no he tenido.Necesito marcharme de aquí. Y ustedtambién. Tiene que llevarme consigo. Yolo ayudaré. Conozco muchísimos de lossecretos de él. Pero dése prisa. En estemomento estoy jugándome la vida porhablar con usted. —Profirió un sollozo deexasperación y pánico.— ¡Por el amor deDios, confíe en mí! Tiene que hacerlo.¡Tiene que hacerlo!

Bond continuó callado, mientras sumente trabajaba a un ritmo frenético.

—Escuche —volvió a decir ella, peroesa vez su tono fue inexpresivo, casidesesperanzado—. Si no me lleva conusted, me suicidaré. ¿Lo hará ahora?

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¿Quiere cargar con la responsabilidad demi muerte?

Si era una actuación, era una actrizdemasiado buena. Continuaba siendo unriesgo imperdonable, pero Bond tomó unadecisión. Habló directamente por elmicrófono, sin el pañuelo, y en voz baja.

—Si esto es una mala faena, Solitaire,le aseguro que lo descubriré y la mataréaunque sea lo último que haga. ¿Tienelápiz y papel?

—Espere —pidió la muchacha,emocionada—. En seguida.

Si hubiese sido una estratagema,reflexionó Bond, habría tenido todo esopreparado.

—Quiero que esté en la estación de

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Pennsylvania a las diez y veinte en punto.En The Silver Phantom a… —titubeó—,a Washington. Coche 245, compartimientoH. Diga que es la señora Bryce. Por si yono he llegado aún, el revisor tiene elbillete. Vaya directamente alcompartimiento y espéreme. ¿Lo tienetodo?

—Sí —respondió ella—, y gracias,gracias.

—No deje que le vean el rostro —leaconsejó Bond—, Póngase un velo o algopor el estilo.

—Por supuesto —respondió ella—.Se lo prometo. Se lo prometo de verdad.Tengo que marcharme. —Cortó lacomunicación.

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Bond contempló el silencioso receptory luego lo dejó en su sitio.

—Bueno —comentó en voz alta—. Yala hemos liado.

Se levantó y se desperezó. Fue hastala ventana y miró al exterior, sin ver nada.Sus pensamientos corrían a todavelocidad. A continuación se encogió dehombros y regresó junto al teléfono. Mirósu reloj. Las siete y media.

—Servicio de habitaciones, buenosdías —lo saludó la enérgica voz.

—Envíenme el desayuno, por favor —dijo Bond—. Un zumo de piña doble,Cornflakes con nata líquida, huevosescalfados en crema de leche y tocino,dos cafés, y tostadas con mermelada.

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—Sí, señor —respondió la muchacha,y luego repitió la lista—. En seguida se losuben.

—Gracias.—A su servicio.Bond sonrió para sí.«El condenado a muerte tomó un

abundante desayuno», pensó. Se sentójunto a la ventana y alzó la mirada alcielo, hacia su futuro.

En Harlem, ante la voluminosacentralita, Susurro volvía a hablar con laciudad para transmitir nuevamente ladescripción de Bond a todos los Ojos.«Todas las estaciones de ferrocarril,todos los aeropuertos. Las puertas del St.Regis que dan a la esquina de la Quinta

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Avenida con la calle Cincuenta y cinco.El señor Big dice que tendremos quecorrer el riesgo de que escape por unaautopista. Pasa el mensaje. Todas lasestaciones de ferrocarril, todos losaeropuertos…»

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Capítulo 10The Silver Phantom

Bond se les escapó cuando, con el cuellodel nuevo abrigo subido hasta las orejas,salió por la puerta del drugstore del St.Regis, conectado con el vestíbulo delhotel.

Esperó en la puerta y saltó paradetener a un taxi que pasaba, cuyaportezuela mantuvo abierta con el pulgarde la mano herida mientras arrojaba lamaleta dentro antes de subir. El taxiapenas se detuvo. El negro que tenía en lamano la hucha para la colecta de los

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veteranos de color de la guerra de Coreay su colega, que trasteaba bajo el capó desu coche atascado, continuaron con sutrabajo hasta que, mucho más tarde, unhombre que pasó en automóvil les indicóque se retiraran mediante dos toques declaxon cortos y uno largo.

Pero Bond fue identificado deinmediato cuando bajó del taxi en elapeadero de la estación de Pennsylvania.Un negro que haraganeaba por allí con unacesta de mimbre entró rápidamente en unacabina telefónica. Eran las diez y cuarto.

Aunque sólo disponían de quinceminutos, justo antes de que el tren saliera,uno de los camareros del cocherestaurante se puso enfermo y fue

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reemplazado a toda prisa por un hombreque había sido plena y cuidadosamenteinformado por teléfono. El chef insistió enque había gato encerrado en todo aquello,pero cuando el recién llegado le dijo unpar de palabras, el chef abrió mucho losojos y guardó silencio, mientras tocabacon disimulo el frijol de la suerte quellevaba colgado al cuello con un cordón.

Bond había cruzado con rapidez elenorme vestíbulo cubierto de cristales y lapuerta 14, para bajar hasta el tren.

Este aguardaba, con sus cuatrocientosmetros de coches plateados, inmóvil en lapenumbra de la estación subterránea. Enla parte delantera, los generadoresauxiliares de las unidades eléctricas

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gemelas diesel, de 4.000 caballos defuerza, latían con diligencia. Bajo lasbombillas eléctricas desnudas, las bandashorizontales dorado y púrpura —loscolores de la Seaboard Railroad—brillaban regiamente en las locomotorasaerodinámicas. El maquinista y elfogonero que conducirían el tren a lolargo de su primera etapa de trescientosveinte kilómetros hacia el sur estabanrecostados dentro de la inmaculada cabinade aluminio, situada a tres metros y mediopor encima de las vías, observando elamperímetro y el indicador de la presiónde aire, listos para la partida.

La quietud reinaba en la gran cavernade cemento abierta en las entrañas de la

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ciudad, y cualquier sonido provocaba uneco.

No había muchos pasajeros. Subiríanmás en Newark, Filadelfia, Baltimore yWashington. Bond recorrió cien metros,sus pasos resonando en el andén vacío,antes de encontrar el coche 245, situadohacia la parte trasera del tren. Un revisorde los coches cama se hallaba de pie antela puerta. Llevaba gafas. Su negro rostrotenía una expresión aburrida, perocordial. Debajo de las ventanillas delcoche, escrito en anchas letras marrones ydoradas, podía leerse: «Richmond,Fredericksburg y Potomac», y debajo:Bellesylvania, el nombre del coche cama.Un fino jirón de vapor manaba de la

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conexión de la calefacción central, cercade la puerta.

—Compartimiento H —dijo Bond.—¿El señor Bryce, señor? Sí, señor.

La señora Bryce acaba de subir a bordo.Vaya hacia el fondo del coche.

Bond subió al tren y avanzó hacia elfondo del corredor verde amarillento. Lamoqueta era gruesa. Se percibía elhabitual olor a tren estadounidense, dehumo de cigarro viejo. Un cartel decía:«¿Necesita otra almohada? Si deseacualquier objeto adicional, llame alcamarero de su coche cama. Su nombrees:» Y luego había una tarjeta impresametida en la ranura: «Samuel D.Baldwin».

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El compartimiento H se encontrabapasada la mitad del coche. En el E habíauna pareja estadounidense de aspectorespetable, pero los demás estabandesocupados. La puerta del H estabacerrada. Probó el pomo, pero habíanechado el cerrojo.

—¿Quién es? —preguntó una voz demuchacha con tono ansioso.

—Soy yo —respondió él.La puerta se abrió. Bond entró, dejó la

maleta en el suelo y echó el cerrojo.Ella iba vestida con un traje sastre

negro hecho a medida. Un velo de rejillade trama abierta bajaba desde el ala de unpequeño sombrero de paja negro. Sehabía llevado una mano enguantada a la

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garganta, y Bond pudo ver a través delvelo que su semblante estaba pálido y susojos desencajados de miedo. Tenía unaspecto muy francés y hermoso.

—¡Gracias a Dios! —exclamó ella.Bond dio un rápido vistazo por el

compartimiento. Abrió la puerta dellavabo y miró dentro. No había nadie.

Una voz, desde el andén, anunció:—¡Viajeros al tren!Se oyó un entrechocar metálico

cuando el revisor subió los escalonesplegables de hierro y cerró la puerta. Acontinuación el tren comenzó a rodarsilencioso por la vía. La campanillasonaba monótona al pasar por las señalesautomáticas. Se oyó algún ruido mecánico

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cuando pasaron algunas agujas, y luego eltren comenzó a acelerar. Para bien o paramal, estaban en camino.

—¿Qué asiento prefiere? —preguntóBond.

—Me da lo mismo —respondió ellacon ansiedad—. Elija usted.

Bond se encogió de hombros y sesentó de espaldas a la locomotora.Prefería no mirar en el sentido de lamarcha.

Ella, muy nerviosa, ocupó el asientoopuesto. Aún se encontraban dentro dellargo túnel que conduce las líneas deFiladelfia al exterior de la ciudad.

La joven se quitó el sombrero y lashorquillas que sujetaban el velo de malla

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ancha, y lo dejó todo sobre el asiento, a sulado.

Luego hizo lo mismo con algunashorquillas más de la parte de atrás ysacudió la cabeza de modo que el espesocabello negro cayó hacia delante. Debajode los ojos tenía sombras azuladas, yBond pensó que tampoco ella habíadormido aquella noche.

Entre ambos había una mesa. Depronto, ella tendió una mano, cogió laderecha de él y la atrajo hacia sí sobre lamesa. La sujetó con sus dos manos, seinclinó y la besó. Bond frunció elentrecejo e intentó retirarla, pero duranteun momento la muchacha la retuvo confuerza.

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Alzó la cabeza y sus abiertos ojosazules miraron con expresión franca a losde él.

—Gracias —dijo—. Gracias porconfiar en mí. Sé que le ha resultadodifícil.

Le soltó la mano y se recostó en elasiento.

—Me alegro de haberlo hecho —fuela inadecuada respuesta de Bond, mientrassu mente se esforzaba por resolver elmisterio de aquella mujer.

Se metió la mano en el bolsillo parasacar los cigarrillos y el encendedor. Eraun paquete de Chesterfield sin abrir, eintentó romper el precinto con la manoderecha.

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Ella se inclinó y se lo cogió. Lo abrióayudándose con la uña del dedo pulgar,sacó un cigarrillo, lo encendió y se loentregó a él. Bond lo aceptó y le sonriómirándola a los ojos, mientras saboreabael rastro de lápiz de labios que habíaquedado en la boquilla.

—Fumo unos tres paquetes al día —comentó él—. Va a estar muy ocupada.

—Sólo le ayudaré a abrir los paquetesnuevos —respondió ella—. No tema, queno estaré mareándolo con mis atencionesdurante todo el viaje hasta St. Petersburg.

Los ojos de Bond se entrecerraron y laexpresión risueña desapareció de ellos.

—No habrá pensado que yo me habíacreído que sólo íbamos hasta Washington

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—dijo la joven—. Cuando hablamos porteléfono esta mañana, usted vaciló antesde decirme el destino del viaje. Y, encualquier caso, el señor Big estaba segurode que intentaría llegar hasta Florida. Oícómo ponía a su gente sobre aviso enHarlem. Habló con un hombre al quel l aman Robber, una llamada de largadistancia. Le dijo que vigilara elaeropuerto de Tampa y los trenes. Tal vezdeberíamos bajar antes, en TarponSprings o en una de las estacionespequeñas que hay a lo largo de la costa.¿No lo vieron subir al tren?

—Que yo sepa, no —le aseguró Bond,cuya expresión se relajó de nuevo—. ¿Y austed?… ¿Tuvo algún problema para

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marcharse?—Es el día en que tomo clases de

canto. Él intenta convertirme en cantantemelódica. Quiere que continúe en TheBoneyard. Como siempre, uno de sushombres me llevó a casa de mi profesora,y tiene que recogerme a mediodía. No lesorprendió que fuera a dar una clase tantemprano. A menudo desayuno con miprofesora para alejarme del señor Big. Élespera que tome con él todas las comidas.

Solitaire miró su reloj. Cínicamente,él reparó en que se trataba de un relojcostoso, de diamantes y platino, conjeturó.

—Me echarán de menos dentro de unahora, más o menos. Esperé hasta que elcoche se hubo marchado y luego volví a

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salir y lo llamé a usted por teléfono.Después cogí un taxi hasta el centro de laciudad. Compré un cepillo de dientes yalgunas cosas más en un drugstore. Por lodemás, no tengo nada, excepto mis joyas yel dinero para emergencias que heguardado en secreto. Alrededor de cincomil dólares. Así que no seré una cargaeconómica para usted. —Le sonrió.—Pensaba que un día u otro tendría mioportunidad. —Hizo un gesto hacia laventanilla.— Usted me ha regalado unavida nueva. Hace casi un año que vivoencerrada con él y sus gángsters negros.Esto es el paraíso.

El tren pasaba en ese momento por losterrenos áridos abandonados y los

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pantanos que median entre Nueva York yTrenton. No resultaban una vistaagradable. A Bond le recordaban algunostrechos del recorrido del Transiberianode antes de la guerra, si se exceptuabanlas enormes vallas solitarias queanunciaban los espectáculos que podíanverse en Broadway, los ocasionalesvertederos de chatarra y los cementeriosde coches.

—Espero encontrar algo mejor queeso para usted —respondió él con unasonrisa—. Pero no me dé las gracias.Ahora estamos en paz. Usted me salvó lavida anoche. Es decir —añadió mientrasla observaba con curiosidad—, si esverdad que tiene un sexto sentido.

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—Sí —respondió ella—. Lo tengo. Oalgo muy parecido. A menudo veo algoque va a suceder, en particular lo que lespasará a otras personas. Por supuesto, yolo adorno, y cuando trabajaba paraganarme la vida en Haití, me resultó fácilconvertirlo en un buen número de cabaret.Aquello se encuentra plagado de vudú ysupersticiones, y todos estabancompletamente seguros de que yo era unabruja. Pero le aseguro que cuando lo vipor primera vez en esa habitación, supeque lo habían enviado para salvarme. —Se ruborizó.— Vi… toda clase de cosas.

—¿Qué clase de cosas?—Ay, no lo sé —respondió ella

mirando de un lado a otro—. Sólo cosas.

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De todos modos, ya veremos. Pero va aser difícil —añadió con seriedad— ypeligroso, para los dos. —Hizo unapausa.— Así pues, ¿querrá, por favor,cuidar bien de ambos?

—Haré todo lo posible —aseguróBond—. Y empezaremos por dormir unpoco los dos. Tomaremos algo de beber yunos emparedados de pollo, y luegopediremos al revisor que baje las camas.No debe sentirse azorada —añadió al verla expresión de los ojos de ella—.Estamos juntos en esto. Tendremos quepasar veinticuatro horas juntos en undormitorio de matrimonio, y no tienesentido que nos pongamos escrupulosos.En cualquier caso, usted es la señora

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Bryce —le recordó con una sonrisa— ydebe actuar como tal. Hasta un ciertopunto, al menos —agregó.

Ella se echó a reír. Sus ojos adoptaronuna expresión especulativa. No dijo nada,pero pulsó el botón del timbre que habíadebajo de la ventanilla.

El revisor llegó al mismo tiempo queel camarero del coche cama. Bond pidiódos cócteles Old Fashioned[21] yespecificó que los quería con bourbonOld Grandad; también pidió emparedadosde pollo y café Sanka, descafeinado paraque no los desvelara.

—Tengo que cobrarle otro billete,señor Bryce —explicó el revisor.

—Por supuesto —respondió Bond.

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Solitaire hizo un movimiento para cogersu bolso—. No te molestes, amor —dijoél sacando su billetera—. ¿Has olvidadoque cuando salíamos de casa me diste tudinero para que te lo guardara?

—Supongo que la señora necesitarámucho para comprar vestidos de verano—comentó el revisor—. Las tiendas deSt. Petersburg son muy caras. Y tambiénhace mucho calor, ahí abajo. ¿Han estadoantes en Florida?

—Siempre vamos en esta época delaño —respondió Bond.

—Espero que tengan un viajeagradable —les deseó el revisor.

Cuando la puerta se cerró tras él,Solitaire se echó a reír con deleite.

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—Usted no logrará azorarme —leaseguró—. Si no se anda con cuidado,pensaré en algo salvaje. Para empezar,entraré ahí —declaró haciendo un gestohacia la puerta que había detrás de lacabeza de Bond—. Debo de tener unaspecto terrible.

—Adelante, amor —respondió élentre risas, mientras la joven desaparecía.

Bond se volvió hacia la ventanilla yobservó las bonitas casas de madera antelas que pasaban a medida que seaproximaban a Trenton. Le encantaban lostrenes, y pensaba con emoción en el restodel trayecto.

El tren estaba aminorando lavelocidad. Pasaron ante apartaderos

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llenos de vagones de carga que llevabannombres de todos las localidades—«Lackawanna», «Chesapeake y Ohio»,«Lehigh Valley», «Seaboard FruitExpress» y el melodioso de «Acheson,Topeka y Santa Fe»—, nombres quecontenían todo el romance de losferrocarriles estadounidenses.

«¿Ferrocarriles británicos?», pensóBond. Suspiró y devolvió suspensamientos a la presente aventura.

Para bien o para mal, había decididoaceptar a Solitaire o, mejor dicho, dentrode su fría naturaleza, sacar de ella elmejor partido posible. Había muchaspreguntas que necesitaban respuesta, peroaquél no era el momento adecuado para

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formularlas. Lo único que le importaba deforma inmediata era que se le habíaasestado otro golpe a Big, y donde más ledolía: en su vanidad.

En cuanto a la muchacha, comomuchacha, pensó, iba a ser divertidoprovocarla con sus bromas y ser objeto delas bromas de ella. Se alegraba de que yahubieran atravesado las fronteras de lacamaradería, incluso de la intimidad.

¿Sería verdad lo que había dicho Bigde que ella no quería nada con loshombres? Bond lo dudaba. Parecía abiertaal amor y al deseo. En cualquier caso,sabía que no estaba cerrada a él. Teníaganas de que se sentara en el asiento delotro lado de la mesa, para mirarla bien,

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jugar con ella y descubrirla poco a poco.Solitaire. Era un nombre atractivo. Noresultaba extraño que la hubiesen apodadoasí en los insignificantes clubes nocturnosde Puerto Principe. Incluso con su actitudpresente de cálida promesa dirigida a él,en aquella muchacha había mucho quepermanecía oculto y misterioso. Bondpercibía una infancia solitaria en algunagran plantación en decadencia, una «CasaGrande» llena de ecos, que se derrumbabapoco a poco por la falta de reparaciones ysiendo recuperada lentamente por laexuberante vegetación de los trópicos. Lamuerte de los progenitores, la venta de lapropiedad. El compañerismo de unsirviente o dos y una vida equívoca en una

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casa de huéspedes de la capital. Labelleza que constituía su única posesión, yla lucha contra las proposiciones veladaspara que trabajara como «institutriz»,«acompañante» o «secretaria», cuandotodas ellas significaban lo mismo:prostitución respetable. Luego losdudosos y desconocidos pasos que lallevaron al mundo del espectáculo. Eltrabajo por las noches en un club nocturnocon su número misterioso que, entrepersonas dominadas por la magia, habíamantenido a muchos apartados de ella,convertiéndola en una persona a quien setenía miedo. Y luego, una noche, elhombre enorme con el rostro grisáceo queestaba sentado a solas en una mesa. La

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promesa de que la haría actuar enBroadway. La oportunidad de una vidanueva, de huir del calor, el polvo y lasoledad.

Bond apartó bruscamente los ojos dela ventanilla. Tal vez era un cuadroromántico, pero tenía que haber sido algobastante parecido a eso.

Oyó que la joven descorría el cerrojode la puerta. Regresó y se deslizó en elasiento de en frente. Tenía un aspectofresco y alegre. Observó a Bond conatención.

—Ha estado haciéndose preguntasacerca de mí —dijo—. Lo he sentido. Nose preocupe. No hay nada muy malo quecontar. Algún día le hablaré de todo eso.

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Cuando tengamos tiempo. Ahora quieroolvidarme del pasado. Sólo le diré que miverdadero nombre es Simone Latrelle,aunque puede llamarme como quiera.Tengo veinticinco años. Y ahora soy feliz.Me gusta esta habitación pequeña. Perotengo hambre y sueño. ¿Con qué cama sequedará usted?

Bond sonrió ante la pregunta y pensódurante un momento.

—No es muy galante por mi parte —dijo al fin—, pero creo que me quedarécon la de abajo. Prefiero estar cerca delsuelo…, por si acaso. No es que hayanada de qué preocuparse —añadió al verque ella fruncía el entrecejo—, pero elseñor Big parece tener el brazo muy largo,

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sobre todo dentro del mundo negro. Y esoincluye a los ferrocarriles. ¿Le importa?

—Claro que no —respondió ella—.Yo iba a sugerir lo mismo. Y usted nopodría subir a la de arriba con esa pobremano.

Llegó el almuerzo, que les sirvió uncamarero negro con aire preocupado.Parecía ansioso por cobrar y volver a sutrabajo.

Cuando acabaron y Bond pulsó eltimbre para llamar al camarero del cochecama, también él pareció distraído y evitómirar al británico. Se tomó su tiempo paraarreglar las camas. Hizo muchosaspavientos para demostrar que no teníaespacio suficiente para moverse por el

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compartimiento.Por último pareció hacer acopio de

valor.—Tal vez a la señora le apetezca

sentarse en el compartimiento de al ladomientras arreglo las camas —comentómirando por encima de la cabeza de Bond—. El de al lado estará desocupadodurante todo el trayecto hasta St.Petersburg.

Sacó una llave y abrió la puerta decomunicación sin aguardar la respuesta deBond.

Al ver un gesto de éste, Solitairecomprendió la indirecta y se trasladó alcompartimiento contiguo. Bond oyó queechaba el cerrojo a la puerta que daba al

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pasillo. El negro cerró de un golpe lapuerta de comunicación.

Bond aguardó durante un momento.Entonces recordó el nombre del negro.

—¿Le preocupa alguna cosa,Baldwin? —preguntó.

Aliviado, el camarero se volvió y lomiró directamente.

—Ya lo creo que sí, señor Bryce. Sí,señor. —Una vez hubo comenzado, laspalabras salieron como un torrente.— Nodebería decirle esto, señor Bryce, perohay muchos problemas en el tren en esteviaje. Tiene un enemigo en este tren,señor Bryce. Sí, señor. Oigo cosas que nome gustan nada de nada. No puedo decirlemucho. Me metería en serios problemas.

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Pero le interesa mucho vigilar sus pasos.Sí, señor. Cierto elemento le ha puesto eldedo encima, señor Bryce, y ese hombrees como las malas noticias. Será mejorque coja esto —se metió la mano en elbolsillo y sacó dos cuñas de madera parasujetar las ventanas—. Métalas debajo dela puerta —dijo—. No puedo hacer nadamás. Me cortarían el pescuezo. Pero nome gusta que nadie la líe con los clientesde mi coche. No, señor.

Bond aceptó las cuñas que le ofrecía.—Pero…—Me es imposible ayudarlo más,

señor —lo interrumpió el negro, decidido,con una mano ya en la manija de la puerta—. Si me llama esta noche, les traeré la

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cena. No dejen entrar a ninguna otrapersona en el compartimiento.

Su mano se tendió para coger elbillete de veinte dólares que Bond leofrecía. Lo arrugó y se lo metió en elbolsillo.

—Haré todo lo que pueda, señor —leaseguró—. Pero se me cargarán a mí si nome ando con ojo. Seguro que lo harán.

Salió y cerró con rapidez la puerta asu espalda.

Bond se quedó un momento pensativoy luego abrió la puerta de comunicación.Solitaire estaba leyendo.

—Ya ha terminado —anunció—. Hatardado mucho. También queríaexplicarme la historia de su vida. Me

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quedaré aquí hasta que usted haya subidoa su nido. Llámeme cuando esté lista.

Ocupó el asiento que ella habíadejado libre en el compartimientocontiguo y observó los verdes suburbiosde Filadelfia que presentaban sus llagas,como si fueran mendigos, ante el costosotren.

No tenía sentido alguno asustar a lamuchacha antes de lo necesario. Pero lanueva amenaza había llegado antes de loque esperaba, y ella correría tanto peligrocomo él si el vigilante de Big que seencontraba en el tren descubría suidentidad.

Cuando Solitaire lo llamó, volvió alcompartimiento.

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La habitación estaba a oscuras, salvopor la luz de la cama de Bond, que lajoven había encendido.

—Que duerma bien —dijo ella.Bond se quitó la americana. En

silencio deslizó las cuñas debajo de laspuertas. Luego se tendió con cuidadosobre el lado derecho en el cómodo lechoy, sin dedicar un solo pensamiento alfuturo, cayó en un profundo sueño,acunado por el golpeteante galope deltren.

A algunos coches de distancia, en eldesierto coche restaurante, un camareronegro releyó lo que había escrito en unformulario de telégrafos y esperó hasta laparada de diez minutos que harían en

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Filadelfia.

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Capítulo 11Allumeuse

El excelente tren continuó su carreraadentrándose en la brillante tarde hacia elsur. Dejaron atrás Pennsylvania yMaryland. Se produjo una larga parada enWashington, donde Bond oyó, entresueños, los mesurados campanilleos delas locomotoras de maniobras y el suavediscurso reflexivo del sistema demegafonía de la estación. Luego entraronen Virginia. Allí el aire ya era más tibio yel atardecer, a sólo cinco horas dedistancia del brillante aliento glacial de

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Nueva York, tenía un perfume casiprimaveral.

De vez en cuando, un grupo de negrosque regresaba de trabajar en los camposoía el lejano retumbar sobre lossuspirantes railes plateados silenciosos;alguno sacaba su reloj y lo consultabapara luego anunciar: «Eh, ya viene elPhantom. Las seis en punto. Creo que mireloj está justo a la hora.» «Ya lo creo»,asentía otro al aproximarse más el granlatido de la locomotora diesel y pasar atoda velocidad los coches iluminadoscamino del norte de California.

Despertaron en torno a las siete de latarde con el tintineo del apremiante timbrede alarma de un paso a nivel, cuando el

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tren abandonaba los campos para entraren los suburbios de Raleigh. Bond retirólas cuñas de debajo de las puertas antesde encender las luces y llamar alcamarero.

Pidió dos martini secos, y cuandollegaron las dos botellitas «individuales»con los vasos y el hielo, le parecieron taninsuficientes que de inmediato pidiócuatro más.

Discutieron a causa de la cena.Describían el pescado como «hecho detiernísimos filetes sin espinas», y el pollocomo «frito a la francesa, dorado ycrujiente, deshuesado».

—Pamplinas —declaró Bond, yacabaron pidiendo huevos revueltos con

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tocino y salchichas, una ensalada y unpoco de queso Camembert nacional, queconstituye la mejor de las sorpresas de lascartas de comida estadounidenses.

Eran las nueve de la noche cuandoBaldwin apareció para retirar los platos.Preguntó si deseaban alguna otra cosa.

—¿A qué hora llegaremos aJacksonville? —preguntó Bond, que habíaestado pensando en sus problemas.

—A eso de las cinco de la mañana,señor.

—¿Hay paso subterráneo en el andén?—Sí, señor. Este coche para justo al

lado.—¿Le sería posible abrir la puerta y

bajar los escalones con mucha rapidez?

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El negro le sonrió.—Sí, señor. Puedo encargarme de

eso.Bond deslizó un billete de diez

dólares en la mano del hombre.—Por si no nos vemos cuando

lleguemos a St. Petersburg —dijo.El negro le dedicó una ancha sonrisa.—Agradezco mucho su amabilidad,

señor. Buenas noches, señor. Buenasnoches, señora.

Salió y cerró la puerta.Bond se levantó y encajó las cuñas

con firmeza debajo de las puertas.—Ya veo —comentó Solitaire—. Así

están las cosas.—Sí —respondió él—. Me temo que

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así están.Le habló de la advertencia que

Baldwin le había hecho.—No me sorprende —aseguró la

joven después que Bond hubo acabado—.Tienen que haberlo visto a usted al entraren la estación. Big cuenta con todo unejército de espías llamados «los Ojos», ycuando los pone a trabajar resulta casiimposible que a uno no lo vean. Mepregunto a quién habrá enviado al tren.Puede estar seguro de que será un negro.O bien un camarero de los coches cama, obien alguien del coche restaurante. Élconsigue que esa gente haga cualquiercosa que les pida.

—Así parece —asintió Bond—. Pero

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¿cómo lo consigue? ¿Qué control tienesobre ellos?

La joven miró por la ventanilla haciael túnel de oscuridad en el cual el treniluminado señalaba con luces su pasoatronador. Luego volvió la cabeza parafijar la vista en los fríos ojos azulgrisáceos muy abiertos de Bond. Sepreguntó: «¿Cómo explicarle algo así aalguien que tiene esa seguridad deespíritu, ese historial cultural de sentidocomún, criado con ropas y zapatos encasas cálidas y calles iluminadas? ¿Cómoexplicárselo a alguien que no ha vividocerca del corazón secreto de los trópicos,que no ha estado a merced de su cólera, susigilo y su veneno; a alguien que no ha

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experimentado el misterio de lostambores, ni visto los efectos rápidos dela magia ni el pavor mortal que éstainspira? ¿Qué puede saber él de lacatalepsia, de la transmisión depensamientos, del sexto sentido de lospeces, los pájaros, los negros; delsignificado mortal de una pluma blanca depollo, de unos palitos cruzados en lacarretera, de un saquito de cuero lleno dehuesos y hierbas? ¿Y del mialismo, de lassombras que hablan, de la muerte porhinchazón y de la muerte porconsunción?»

Se estremeció y la totalidad de lahueste de oscuros recuerdos se apiñó entorno a ella. Por encima de todo

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recordaba aquelia primera visita alHoumfor, adonde la había llevado en unaocasión su niñera negra cuando erapequeña. «No le hará ningún daño,señorita. Este poderoso talismán esbueno. Cuidará de usted durante el restode su vida.» Y al repugnante hombre viejoy la asquerosa bebida que le dio.Recordaba como la niñera le mantuvo laboca abierta hasta que se tragó todo ellíquido, y como permaneció despierta ygritando todas las noches de la semanaque siguió. Y la preocupación que suniñera demostró hasta que, de repente,volvió a dormir bien. Pero, semanas mástarde, al desplazar la cabeza sobre laalmohada sintió algo duro y lo sacó de

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dentro de la funda: era un sucio paquetitode estiércol. En un arrebato, lo arrojó porla ventana, pero a la mañana siguiente nopudo encontrarlo. Continuó durmiendobien, y sabía que la niñera debía haberencontrado el amuleto, escondiéndololuego en algún lugar secreto deldormitorio, debajo de las tablas del suelo.

Años después había averiguado dequé estaba hecha aquella bebida vudú:una mezcla de ron, pólvora, tierra detumba y sangre humana. Estuvo a punto devomitar cuando el recuerdo del sabor levolvió a la boca.

¿Qué podía saber ese hombre de todasesas cosas ni del hecho de que ella lascreyera a medias?

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Alzó la mirada y se encontró con losojos de Bond, que la miraban fijamente,con expresión de divertida perplejidad.

—Usted cree que yo no lo entendería—dijo—, y tiene razón hasta un ciertopunto. Pero sé lo que el miedo puedehacer con la gente, y sé que es posibleprovocar el miedo por muchos medios.He leído la mayor parte de los libros quese han publicado sobre vudú, y creo quefunciona, aunque no que funcione conmigoporque dejé de tener miedo a la oscuridadcuando era niño, y no soy muy sensible ala sugestión ni a la hipnosis. Pero conozcola jerga del vudú y no debe pensar quevoy a reírme del asunto. Los científicos ymédicos que escribieron los libros no se

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reían.Solitaire le sonrió.—De acuerdo —asintió—. En ese

caso, lo único que hace falta decirle esque ellos creen que el señor Big es elzombi del barón Samedi. Los zombis yason algo bastante malo por sí mismos. Setrata de cadáveres animados que han sidoobligados a levantarse de entre losmuertos y a obedecer las órdenes de lapersona que los controla. El barón Samedies el espíritu más aterrador de todo elvudú. Es el espíritu de las tinieblas y lamuerte. Así pues, la idea de que el barónSamedi tenga el control de su propiocuerpo de zombi resulta por completopavorosa. Ya sabe el aspecto físico del

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señor Big. Es enorme, grisáceo y tienegrandes poderes psíquicos. Y no le resultadifícil conseguir que un negro crea que esun zombi, y uno muy malo. Hacer quevean en él al barón Samedi le ha resultadosencillo. El señor Big fomenta esa ideateniendo el fetiche del barón junto a sí.Usted ya lo vio en la habitación.

La joven hizo una pausa. Perocontinuó con mucha rapidez, casi sinrespirar.

—Puedo asegurarle que da buenresultado y que apenas hay un negro que,habiéndole visto a él y oyendo la historia,no la crea y no lo contemple con un terrortotal y absoluto. Y tienen razón al hacerlo—añadió—. Usted también pensaría así si

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supiera lo que hace con aquellos que no lohan obedecido al pie de la letra, cómo sontorturados y asesinados.

—¿Dónde entra Moscú en todo esto?—preguntó Bond—. ¿Es verdad que esagente de SMERSH?

—Ignoro qué es SMERSH —respondió la muchacha—, pero sé quetrabaja para Rusia. De hecho, lo he oídohablar en ruso con algunas personas quevan a verlo de vez en cuando. Enocasiones me ha pedido que entrara en esahabitación y luego me ha preguntado quépensaba de sus visitantes. En general, medaba la impresión de que decían laverdad, aunque yo no entendía suspalabras. Pero no olvide que hace sólo un

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año que lo conozco, y que es de lo másreservado. Si Moscú lo utiliza, tienen ensus manos a uno de los hombres máspoderosos de Estados Unidos. Puedeaveriguar casi cualquier cosa que desee, ysi no consigue lo que quiere, alguienacaba muerto.

—¿Y no hay quien lo mate? —quisosaber Bond.

—No se lo puede matar —explicóella—. Ya está muerto. Es un zombi.

—Sí, ya entiendo —asintió Bond conlentitud—. Es un montaje bastanteimpresionante. ¿Usted lo intentaría?

La joven desvió los ojos hacia laventana y luego los volvió hacia él.

—Como último recurso —admitió de

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mala gana—. Pero no olvide que procedode Haití. Mi cerebro dice que podríamatarlo, pero… —titubeó, haciendo ungesto de impotencia con las manos— miinstinto afirma que no.

Le sonrió con docilidad.—Debe de pensar que soy una

estúpida sin remedio —concluyó.Bond estaba pensativo.—Después de haber leído esos libros,

no —admitió él. Tendió un brazo porencima de la mesa y cubrió una mano dela muchacha con la suya—. Cuando llegueel momento —le aseguró con una sonrisa—, tallaré una cruz en la bala que le estédestinada. En la antigüedad solíafuncionar.

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Ella asumió un aire pensativo.—Creo que si alguien lo consigue, ése

es usted —le aseguró—. Anoche le asestóun duro golpe a cambio de cuanto él lehizo. —Rodeó la mano de él con la suya yla apretó con fuerza.— Ahora dígame quéhe de hacer yo.

—Irse a la cama —respondió Bond.Miró su reloj. Eran las diez de la noche—. Será mejor que durmamos todo loposible. Abandonaremos el tren enJacksonville y nos arriesgaremos a quenos vean. Buscaremos una ruta alternativapara descender por la costa.

Se levantaron y se quedaron el unofrente al otro en el tren que se balanceaba.

De pronto, él tendió su brazo derecho

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y rodeó el cuerpo de la joven. Los brazosde ella ciñeron el cuello de Bond y sebesaron con pasión. El la hizo retrocedercontra la pared que se mecía y la retuvoallí. Ella le tomó el rostro con ambasmanos y lo apartó de sí, jadeando. En susojos brillantes había una mirada ardorosa.Luego acercó los labios de él a los suyosy se entregó a un beso largo y lascivo,como si ella fuese el hombre y él la mujer.

Bond maldijo a su mano herida que leimpedía explorar el cuerpo de la joven,cogerla en sus brazos. Liberó la manoderecha y la introdujo entre los cuerpos,sintiendo los duros senos de ella, cadauno con su estigma agudizado de deseo.La deslizó hacia abajo, por la espalda de

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Solitaire, hasta llegar a la hendidura quecomenzaba en la base de la columna, y ladejó descansar allí, presionando el centrodel cuerpo de ella con fuerza contra elsuyo hasta que el beso tocó a su fin.

La joven retiró los brazos del cuellode Bond y lo empujó con suavidad.

—Tenía la esperanza de besar algúndía así a un hombre —dijo—. Y cuando tevi por primera vez, supe que serías tú.

Los brazos pendían a los lados y elcuerpo estaba allí, abierto a él, preparadopara él.

—Eres muy hermosa —aseguró Bond—. De todas las muchachas que heconocido, eres la que besa másmaravillosamente. —Bajó los ojos hacia

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las vendas que le envolvían la manoizquierda.— Maldito sea este brazo —imprecó—. No puedo abrazarte bien nihacerte el amor. Me duele demasiado. Ésaes otra cosa por la que Big tiene quepagar.

La muchacha se echó a reír.Sacó un pañuelo de su bolso y limpió

el carmín de los labios de Bond. Luego leretiró el cabello de la frente y volvió abesarlo, con un beso leve y tierno.

—Es mejor así —aseguró ella—.Tenemos demasiadas cosas en la cabeza.

Un balanceo del tren volvió aacercarlo a su cuerpo.

Bond posó la mano derecha sobre elseno izquierdo de la muchacha y le dio un

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beso én el blanco cuello. Luego la besó enla boca.

Sintió que el fuerte palpitar de supropia sangre iba disminuyendo. La cogióde la mano y la llevó hasta el centro de lapequeña habitación que se mecía.

Sonrió.—Tal vez tengas razón —dijo—.

Cuando llegue el momento, quiero estar asolas contigo y disponer de todo el tiempodel mundo. Aquí hay al menos un hombreque con toda probabilidad nos estropearíala noche. Y de todas formas tendremosque estar en pie a las cuatro de lamadrugada. Así pues, ahora no hay tiempopara comenzar siquiera a hacerte el amor.Prepárate para meterte en la cama; luego

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subiré a darte un beso de buenas noches.Se besaron una vez más, con lentitud,

y se separaron.—Veamos si tenemos compañía en el

compartimiento de al lado —comentó él.Retiró con sigilo la cuña de debajo de

la puerta de comunicación y giró el pomocon suavidad. Sacó la Beretta de lapistolera, le quitó el seguro e indicó congestos a la joven que tirase de la puertahacia sí de modo que quedara resguardadadetrás de la misma. Le hizo la señalconvenida y ella tiró con rapidez. Elcompartimiento vacío pareció dedicarlesun bostezo sarcástico.

Bond sonrió a Solitaire y se encogióde hombros.

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—Llámame cuando hayas acabado —dijo, tras lo cual traspuso la puerta y lacerró tras de sí.

La puerta que daba al corredor teníaechado el cerrojo. El compartimiento eraidéntico al que ellos ocupaban. Bond loregistró con mucho cuidado en busca depuntos vulnerables. Sólo encontró elconducto de aire acondicionado en eltecho y, aunque estaba dispuesto aconsiderar cualquier posibilidad, descartóel uso de gas a través del sistema. Esomataría a todos los demás ocupantes delcoche cama. Sólo quedaban las tuberíasde desagüe del lavabo, y si bien éstaspodían ser usadas sin duda para inyectaralgún agente químico mortal desde la

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parte inferior del tren, quien lo hiciesetendría que ser un acróbata osado y muyhábil. No había ninguna rejilla deventilación que diera al pasillo.

Se encogió de hombros. Si entrabaalguien, lo haría a través de las puertas.Tendría que permanecer despierto.

Solitaire lo llamó. La habitación olíaa «Vent Vert» de Balmani. La jovenestaba apoyada sobre un codo y lo mirabadesde la litera superior.

Tenía la ropa de cama subida hastalos hombros. Bond supuso que estabadesnuda. El cabello le caía como unacascada negra. Al estar encendida sólo lalámpara de lectura situada detrás de ella,su rostro quedaba en sombras. Tendió un

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brazo hacia él y de pronto la ropa de camase deslizó de sus hombros.

—Maldita seas —murmuró Bond—.Eres una…

Ella le tapó la boca con la mano.—Allumeuse[22] es una palabra

delicada para decirlo —precisó la joven—. Me resulta divertido tener la facultadde provocar a un hombre tan silencioso yfuerte como tú. Ardes con una llama tantremenda… Es el único juego que ahorame es posible practicar contigo, y nopodré hacerlo durante mucho tiempo.¿Cuántos días tardará en curar esa mano?

Bond mordió con fuerza la suavemano que le cubría la boca. Ella profirióun gritito.

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—No muchos —respondió él—. Y undía, cuando estés jugando a estejueguecito, de repente te encontrarásclavada como una mariposa.

Ella lo rodeó con los brazos y le dioun largo y apasionado beso. Luego se dejócaer sobre la almohada.

—Date prisa en ponerte bien —dijo—·. Ya estoy cansada de mi propio juego.

Bond bajó al suelo y echó las cortinasque cubrían la litera superior.

—Ahora intenta dormir un poco —aconsejó él—. Mañana será un día muylargo.

Solitaire murmuró algo y él oyó comose volvía de espaldas y apagaba la luz.

Entonces verificó que las cuñas

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estuvieran bien encajadas debajo de laspuertas, se quitó la americana y la corbatay se echó en la litera de abajo. Apagó suluz de lectura y se quedó tendidopensando en la muchacha y escuchando elgalope regular debajo de su cabeza, y lostranquilizadores sonidos diminutos de lahabitación: esos suaves traqueteos ycrujidos de la estructura de un coche camaque por las noches provocan sueño contanta rapidez dentro de los trenes.

Eran las once y el tren recorría ellargo trecho que iba de Columbia aSavannah, en Georgia. Quedaban unasseis horas hasta Jacksonville, seis horasdurante las cuales, con casi totalseguridad, Big había ordenado a su agente

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que hiciera algún movimiento, mientrastodo el tren dormía y un hombre podíadeambular por los pasillos sininterferencias.

El enorme tren serpenteaba en lanoche, devorando kilómetros a través delas llanuras desiertas y los míserospoblados de Georgia, el «estado delmelocotón», sobre cuya extensa sabanahacía resonar el colérico gemido de susilbato neumático de cuatro tonos,mientras el largo haz de su potente focosolitario hendía el negro velo de la noche.

Bond encendió la luz de su cama yleyó durante un rato, pero suspensamientos resultaban demasiadoinsistentes y al cabo de poco renunció al

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libro y apagó la luz. Entonces se puso apensar en Solitaire y en el futuro, en laperspectiva más inmediata de la llegada aJacksonville y St. Petersburg, y en elreencuentro con Leiter.

Mucho más tarde, a eso de la una de lamadrugada, cuando medio dormitaba y seaproximaba a la frontera del sueño, unsonido metálico bastante cerca de sucabeza hizo que se despertara de golpe ypor completo, con la mano en la pistola.

Alguien, en la puerta del pasillo,urgaba sigilosamente en la cerradura.

Al instante estuvo de pie y avanzóhacia ella con los pies descalzos. Quitócon suma cautela la cuña de debajo de lapuerta que comunicaba con el

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compartimiento de al lado y, con la mismasuavidad, descorrió el cerrojo y abrió.Cruzó el otro compartimiento y comenzó aabrir silenciosamente la puerta que dabaal pasillo.

Se oyó un chasquido ensordecedorcuando el pestillo retrocedió. Abrió lapuerta de un tirón y se lanzó al pasillo,donde sólo alcanzó a ver una figura que seescabullía hacia el extremo delantero delcoche.

Si hubiese tenido las dos manos encondiciones, habría disparado un tirocertero al hombre que huía, pero habíatenido que meterse la pistola en la cinturadel pantalón para abrir la puerta. Bondsabía que la persecución resultaría inútil:

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demasiados compartimientos desocupadosen que el intruso podía esconderse ycerrar la puerta sin hacer ruido. Bond yahabía calculado todo eso por anticipado.Sabía que su única posibilidad residía enla sorpresa y, o bien en un disparo rápido,o en la rendición del hombre.

Avanzó los pocos pasos que loseparaban de la puerta del compartimientoH. Una diminuta punta de papel sobresalíapor debajo.

Regresó al interior delcompartimiento que ocupaba junto con lamuchacha, cerrando las puertas conpestillo tras de sí. En silencio encendió suluz de lectura. Solitaire continuabadurmiendo. El resto del papel, una sola

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hoja, yacía en el suelo bajo la puerta quedaba al pasillo. La recogió y se sentó enla cama.

Era una hoja arrancada de un cuadernopautado barato. Estaba cubierta porirregulares líneas de toscas letrasmayúsculas, trazadas con tinta roja. Bondla sujetó con delicadeza, aunque noabrigaba la esperanza de que hubierahuellas dactilares. Aquella gente no eratan descuidada.

Oh, Bruja —leyó—, no me matesperdóname la vida. Suyo es el cuerpo.

El tamborilero divino declara queCuando él se levante con el albaTocará sus tambores para TI por la

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mañana.Muy temprano, muy temprano, muy

temprano, muy temprano.Oh, Bruja que asesinas a los hijos de

los hombres antesDe que hayan madurado del todo.Oh, Bruja que asesinas a los hijos de

los hombres antesDe que hayan madurado del todo.El tamborilero divino declara queCuando él se levante con el albaTocará sus tambores para TI por la

mañana.Muy temprano, muy temprano, muy

temprano, muy temprano.Estamos hablándote a TI Y TU

comprenderás.

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Bond se tendió en la cama y se puso apensar. Luego dobló la hoja de papel y laguardó en su billetera. Permaneciótumbado sin mirar nada en particular,aguardando a que amaneciera.

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Capítulo 12Las CabañasEverglades

Eran alrededor de las cinco de lamadrugada cuando se escabulleron deltren en Jacksonville.

Aún estaba oscuro y los desiertosandenes de la gran estación de enlace deFlorida tenían una iluminación escasa. Laentrada del paso subterráneo seencontraba a unos pocos metros del coche245, y en el tren dormido no se apreciabael más mínimo rastro de vida cuando seprecipitaron por los escalones. Bond

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había pedido al camarero que mantuvierala puerta de su compartimiento cerradacon llave y las cortinillas corridas cuandoellos bajaran, pensando que así tenían unabuena posibilidad de que no los echaranen falta hasta que el tren llegara a St.Petersburg.

Salieron del paso subterráneo alvestíbulo donde estaban las taquillas.Cuando Bond verificó que el siguientetren hacia St. Petersburg sería el SilverMeteor, hermano del Phantom, y quepasaría a eso de las nueve de la mañana,reservó dos billetes en primera clase parael mismo. A continuación cogió aSolitaire por un brazo y salieron juntos ala tibia calle oscura.

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Tenían para escoger entre dos o tresrestaurantes que permanecían abiertostoda la noche, y traspusieron la puerta delque anunciaba «Buena comida» con lostubos de neón más brillantes. Era lahabitual fábrica de comida de bajacalidad: dos camareras cansadas detrásde un mostrador de zinc cargado depaquetes de cigarrillos, dulces, libros enrústica y tebeos. Había una gran cafeterade filtro y una hilera de bombonas de gasbutano. Una puerta con el letrero de«Servicios» ocultaba sus horrorosossecretos junto a otra donde se leía«Privado», y que probablemente daba a lapuerta trasera. Un grupo de hombres conmonos de trabajo, que ocupaban una de la

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docena de mesas manchadas sobre las quedescansaban angarillas, alzaron uninstante la mirada cuando entró la pareja yluego reanudaron su conversación en vozbaja. Operarios de reemplazo para laslocomotoras, supuso Bond.

A la derecha de la entrada habíacuatro cubículos estrechos; Solitaire y élse deslizaron en uno de ellos. Miraron lacarta manchada con ojos desganados.

Al cabo de un rato, una de lascamareras se acercó con paso lento y serecostó contra el tabique, recorriendo conla mirada la ropa de Solitaire.

—Zumo de naranja, café y huevosrevueltos para dos —pidió Bond.

—Vale —respondió la chica.

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Sus zapatos se arrastraron con pasoletárgico por el suelo mientras se alejabacon la misma lentitud.

—Los huevos revueltos estaráncocidos con leche —explicó Bond—,pero no se pueden pedir huevos pasadospor agua en Estados Unidos. Tienen unaspecto demasiado asqueroso sin lacáscara, revueltos dentro de una tazacomo los ponen aquí. Sabe Dios de dóndehan sacado ese método. De Alemania,supongo. Y el café malo estadounidensees el peor del mundo, peor que el deInglaterra. Calculo que es posible hacermuchas animaladas con el zumo denaranja. Al fin y al cabo, ya estamos enFlorida.

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De pronto se sintió deprimido ante laidea de esperar durante cuatro horas enaquel ambiente sucio y deslucido.

—En la actualidad, todo el mundo estáganando dinero fácil en Estados Unidos—comentó Solitaire—. Eso siempre esmalo para el cliente. Lo único que quierenes sacarte un dólar con rapidez y echartefuera. Y espera a que lleguemos a lacosta. En esta época del año, Florida es elcazabobos más grande de la tierra. En laCosta Este despluman a los millonarios.En el lugar al que vamos se limitan apelar a las personas corrientes. Les estábien empleado, por supuesto. Van allí amorir, y no pueden llevarse el dineroencima.

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—Por el amor de Dios —dijo Bond—. ¿A qué clase de lugar vamos?

—Todo el mundo está casi muerto enSt. Petersburg —explicó Solitaire—. Esel Gran Cementerio de Estados Unidos.Cuando un empleado de banco, untrabajador de correos o un revisor de trenllega a los sesenta años, recoge supensión mensual o anual y se marcha a St.Petersburg para tomar el sol durante lospocos años que le quedan de vida. Lallaman «la ciudad del sol». El clima estan bueno que te regalan el periódicovespertino, The Independent, los días enque no ha brillado el sol en ningúnmomento hasta la hora de la edición. Esosucede sólo tres o cuatro veces al año y

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resulta ser una buena publicidad. Todo elmundo se va a la cama a eso de las nuevede la noche, y durante el día muchos delos viejos juegan al tejo o al bridge. Hayun par de equipos de béisbol, los «Kids»y los «Kubs», ¡y todos los jugadorestienen más de setenta y cinco años!También juegan a bochas, pero pasan lamayor parte del tiempo sentados todosjuntos en unas cosas llamadas «SidewalkDevenports», unas hileras de bancos queflanquean por ambos lados las callesprincipales. Simplemente se sientan al sola chismorrear y a echar alguna cabezada.Resulta un espectáculo aterrador ver atodos esos viejos con sus gafas, audífonosy chasqueantes dentaduras postizas.

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—Parece bastante desagradable —asintió Bond—. ¿Por qué demoniosescogió Big aquel sitio como base deoperaciones?

—Es perfecto para él —respondióSolitaire con total seriedad—. Casi no secometen delitos, como no sean las trampasque se hacen en el bridge y la canasta. Asíque hay un cuerpo policial muy reducido.Tienen un cuartel de guardia costera muygrande, pero se ocupa sobre todo delcontrabando entre Tampa y Cuba, y de lapesca de esponjas fuera de temporada dela zona de Tarpon Springs. En realidadignoro qué hace allí, excepto que tiene unagente llamado Robber. Está relacionadode algún modo con Cuba, supongo —

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añadió, pensativa—. Probablemente andemezclado con los comunistas. Creo queCuba está dentro de la jurisdicción deHarlem, y que tiene agentes rojos en todoel Caribe. En cualquier caso —prosiguió—, probablemente St. Petersburg es lapoblación más inocente de EstadosUnidos. Allí todo resulta muy «familiar» y«afable». Es cierto que hay un lugarllamado «The Restorium», un hospitalpara alcohólicos, pero supongo que lospacientes son muy viejos —explicó conuna risa— y calculo que ya no están enedad de hacer daño a nadie. Te encantará—añadió mientras sonreía a Bond conaire malicioso—. Es probable que quierasestablecerte en aquel lugar para siempre y

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ser también tú un «vejete». Es la palabrade moda allí… «vejete».

—¡Dios no lo quiera! —exclamóBond con fervor—. Se parece mucho aBournemouth o Torquay, sólo que unmillón de veces peor. Espero que no nosliemos en una competición de tiro con eseRobber y sus amigos. Probablementeaceleraríamos el viaje hacia la tumba deunos centenares de vejetes, provocándolesun infarto. Pero ¿no hay nadie joven enaquel lugar?

Solitaire se echó a reír.—Por supuesto que sí. Un montón.

Todos los habitantes del lugar que lessacan el dinero a los vejetes, por ejemplo.Los propietarios de los moteles y los

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aparcamientos para caravanas. Podríasganar muchísimo dinero con los torneosde bingo. Yo sería tu «reclamo», lamuchacha que está en la puerta para hacerentrar a los mamones. Querido señorBond —tendió el brazo y le cogió unamano—, ¿se establecería conmigo yenvejecería decorosamente en St.Petersburg?

Bond se recostó en el asiento y laobservó con mirada crítica.

—Primero quiero pasar un largotiempo de vida indecorosa contigo —respondió con una sonrisa—. Seguramentesoy mejor para eso. Pero me parece bienque en aquel sitio se acuesten a las nuevede la noche.

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Los ojos de ella le devolvieron lasonrisa. Soltó la mano de Bond cuando lesllegó el desayuno.

—Sí —dijo la joven—. Tú métete enla cama a las nueve. Entonces yo meescabulliré por la puerta trasera y me iréde juerga con los Kids y los Kubs.

El desayuno era tan malo como Bondhabía augurado.

Después de pagar, salieron y fueronpaseando hasta la sala de espera de laestación.

El sol había salido y su luz entraba araudales en polvorientos haces al interiordel desierto vestíbulo abovedado. Sesentaron juntos en un rincón, y hasta quellegó el Silver Meteor, Bond acribilló a

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la muchacha con preguntas acerca de Bigy de todo cuanto recordara acerca de lasoperaciones del mismo.

De vez en cuando tomaba nota de unafecha o un nombre, pero había pocascosas que ella pudiera añadir a lo queBond ya sabía. Solitaire disponía de unapartamento para ella sola en el mismobloque donde vivía el señor Big, y allí lahabían mantenido virtualmente prisioneradurante el último año. Tenía dos rudasmujeres negras como «acompañantes» yjamás se le permitía salir sin un guardián.

De vez en cuando, el señor Big hacíaque fuese a la habitación donde habíaestado Bond. Allí se le ordenaba queadivinara si un hombre o mujer, casi

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siempre atados a la silla, mentía o decíala verdad. Ella variaba las respuestassegún percibiera que se trataba depersonas buenas o malas. Sabía que, confrecuencia, su veredicto era una sentenciade muerte, pero sentía indiferenciarespecto a la suerte que corrieran aquellosa quienes juzgaba como malvados. Muypocas de aquellas personas eran blancas.

Bond anotó las fechas y los datos detodas esas ocasiones.

Lo que contaba la joven se sumaba alcuadro de un hombre muy poderoso yactivo, implacable y cruel, que dirigía unaenorme red de operaciones.

Lo único que Solitaire sabía acerca delas monedas de oro era que en varias

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ocasiones había tenido que interrogar adiversos hombres acerca de cuántashabían vendido y qué precio habíancobrado. Con mucha frecuencia, dijo,mentían con respecto a ambas cosas.

Bond se guardó bien de contarle loque él sabía o suponía al respecto. Sucreciente afecto por Solitaire y el deseoque sentía por su cuerpo se encontrabanencerrados en un compartimiento de sumente que no tenía puerta decomunicación con su vida profesional.

E l Silver Meteor llegó sin retraso, yfue un alivio para ambos ponerse denuevo en marcha y dejar atrás el tristemundo de la enorme estación de enlace.

El tren continuó a toda velocidad

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hacia el sur de Florida, a través debosques y pantanos desolados yhechizados por el musgo negro, y a travésde kilómetros y más kilómetros deplantaciones de cítricos.

A todo lo largo del centro del estado,el musgo negro confería al paisaje untoque muerto, espectral. Incluso lospequeños pueblos por donde pasabantenían un aspecto gris de esqueleto, consus casas de madera reseca bajo el sol.Sólo las plantaciones de cítricos cargadasde fruta parecían frescas y vivas. Todo lodemás daba la impresión de habersedesecado y quemado a causa del calor.

Mientras miraba por la ventanilla lossombríos bosques silenciosos y

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marchitos, Bond pensó que allí no podíavivir otra cosa que no fueran murciélagos,escorpiones, sapos cornudos y arañasviuda negra.

Almorzaron, y al cabo de poco el trense encontró corriendo a lo largo del golfode México, a través de manglares ybosquecilios de palmeras, e interminablesmoteles y aparcamientos de caravanas.Bond percibió el ambiente de la otraFlorida, la Florida de los anunciospublicitarios, la tierra de «Miss Flor deAzahar 1954».

Bajaron del tren en Clearwater, laúltima estación antes de St. Petersburg.Bond decidió tomar un taxi y le dio ladirección de Treasure Island, de la cual

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los separaba un recorrido de media hora.Eran las dos de la tarde y el sol caía aplomo desde un cielo por completodespejado. Solitaire insistió en quitarse elsombrero y el velo.

—Se me pega al rostro —protestó—.Apenas un alma me ha visto jamás poraquí.

Un negro corpulento picado deviruelas se encontraba detenido con sutaxi en el mismo momento en que ellostuvieron que parar en el cruce de ParkStreet y Central Avenue, donde la avenidaatraviesa el largo viaducto de TreasureIsland por encima de las aguas pocoprofundas hasta la bahía de BocaCiega[23].

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Cuando el negro vio el perfil deSolitaire se quedó boquiabierto. Aparcóel taxi junto al bordillo y se lanzó alinterior de un drugstore. Marcó unnúmero de St. Petersburg.

—Habla Poxy —dijo con tonoapremiante cuando le contestaron—.Pásame con el Robber-, y date prisa.¿Eres tú, Robberl Escucha, el señor Bigtiene que estar en la ciudad… ¿Quéquieres decir con que acabas de hablarcon él en Nueva York? Yo acabo de ver asu chica en un taxi de Clearwater, uno dela Stassen Company, en dirección alviaducto… Claro que estoy seguro. Te lojuro. No podría equivocarme con esapreciosidad. Iba con un hombre de traje

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azul y sombrero gris. Me ha parecidoverle una cicatriz en la cara… ¿Quéquieres decir que si los seguí? No podíacreer que me hubieras asegurado que elseñor Big no estaba en la ciudad cuandosí estaba. Pensé que era mejorcomprobarlo y asegurarme. Vale…Vale… Pillaré a ese taxi cuando regresepor el viaducto, o en Clearwater. Vale…Muy bien. Tú tranquilo. No he hecho nadamalo.

El hombre al que llamaban el Robberhablaba con Nueva York al cabo de cincominutos. Aunque le había llegado laadvertencia respecto a Bond, no entendíadónde encajaba Solitaire en aquel asunto.Cuando acabó de hablar con el señor Big,

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continuaba sin saberlo, pero lasinstrucciones que había recibido eran muyprecisas.

Colgó el auricular y permaneciósentado durante un rato, tamborileandocon los dedos sobre el escritorio. Diez delos grandes por el trabajo. Necesitaba doshombres. Eso significaba que se quedaríacon ocho de los grandes. Se lamió loslabios y llamó a la sala de billar quehabía en un bar del centro de Tampa.

Bond pagó y despidió al taxistacuando llegaron a las CabañasEverglades, un grupo de primorososchalés de madera blancos y amarillossituados en tres de los flancos de uncuadrado cubierto de grama que bajaba

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por una extensión de cincuenta metroshasta una playa blanca, más allá de la cualse encontraba el mar. Desde allí seextendía todo el golfo de México, lisocomo un espejo, hasta que la calina delhorizonte se unía con un cielo sin nubes.

Después de Londres, después deNueva York, después de Jacksonville, latransición resultaba brillante.

Bond, con Solitaire recatadamente trasél, atravesó la puerta que tenía un letrerodonde se leía «Oficina». Cuando hizosonar el timbre de «Directora: señoraStuyvesant», apareció una mujer diminutay marchita, con el cabello ligeramenteteñido de azul, que le sonrió con suslabios estrechos. -¿Sí?

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—¿El señor Leiter?—Ah, sí, señor Bryce. Cabaña

número uno, justo en la píaya. El señorLeiter ha estado esperándolo desde lahora del almuerzo. ¿Y…? —Volvió susquevedos hacia Solitaire.

—La señora Bryce —respondió Bond.—Ah, sí —dijo la señora Stuyvesant,

deseosa de no creerle—. Bueno, si tienela amabilidad de firmar el registro, estoysegura de que usted y la señora Brycedesearán refrescarse después del viaje. Ladirección completa, por favor. Gracias.

Los condujo al exterior y abrió lamarcha por un sendero de cemento hastael último chalé de la izquierda. Llamó a lapuerta con unos golpes y Leiter les abrió.

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Bond había estado deseando una calurosabienvenida, pero Leiter parecióasombrado al verlo. Se quedóboquiabierto. Su cabello color paja,todavía ligeramente negro en las raíces,parecía un almiar.

—Aún no conoces a mi esposa, segúncreo —comentó Bond.

—No, no, quiero decir, sí. ¿Cómoestá?

La totalidad de la situación lodesbordaba. Olvidándose de Solitaire,casi arrastró a Bond al interior del chalé.En el último momento se acordó de lajoven, la cogió con la otra mano y tambiénla hizo entrar al tiempo que cerraba lapuerta con el talón.

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—Espero que tengan una feliz… —dijo la señora Stuyvesant, cuya frasequedó guillotinada por el portazo.

Una vez dentro, Leiter continuaba sinasumir la presencia de su amigo.Permanecía de pie, mirando de uno a otrocon la boca abierta.

Bond dejó su maleta en el suelo delpequeño recibidor. Había dos puertas.Empujó la que tenía a la derecha y lamantuvo abierta para que entraraSolitaire. Se trataba de un salón pequeñoque abarcaba todo el ancho del chalé ycuya pared opuesta daba a la playa.Estaba agradablemente amueblado consillas playeras de bambú forradas deespuma de goma cubierta por una trama de

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hibisco de Cuba roja y verde. El sueloestaba cubierto por esteras de hojas depalma. Las paredes tenían la tonalidadazul de los huevos de pato, y en el centrode cada una colgaba una lámina de florestropicales en color con marco de bambú.Había una mesa grande en forma detambor hecha de bambú con la superficiede cristal. Sobre ella descansaban uncuenco con flores y un teléfono blanco.Las grandes ventanas de la estanciamiraban al mar, y a la derecha de ellas seabría una puerta que conducía a la playa.Unas persianas de plástico estabanbajadas hasta la mitad para amortiguar elferoz resplandor del sol sobre la arena.

Bond y Solitaire se sentaron. El

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primero encendió un cigarrillo y arrojó elpaquete y el encendedor sobre la mesa.

De pronto, el teléfono sonó. Leitersalió de su trance, avanzó desde la puertay cogió el auricular.

—Al habla —dijo—. Que se ponga elteniente. ¿Es usted, teniente? Está aquí.Acaba de entrar. No, de una sola pieza. —Escuchó durante un momento y se volvió amirar a Bond.— ¿Dónde os bajasteis delPhantoml —preguntó. Bond se lo dijo—.En Jacksonville —informó Leiter porteléfono—. Sí, diría que sí… Claro. Ya lepediré más detalles y volveré a llamarlo.¿Informará a los de Homicidios para quedejen de buscar? Se lo agradeceríamucho. Y a Nueva York. Se lo agradezco,

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teniente… Orlando 9000. Vale. Y graciasotra vez. Adiós.

Colgó el auricular, se enjugó el sudorde la frente y se sentó delante de suamigo.

De pronto miró a Solitaire y le dedicóuna sonrisa de disculpas.

—Supongo que usted es Solitaire —dijo—. Perdóneme por la bruscarecepción. Ha sido un día bastante duro.Por segunda vez en veinticuatro horashabía perdido la esperanza de ver vivo aeste tipo. —Se volvió a mirar a Bond.—¿Puedo continuar hablando?

—Sí —respondió Bond—. Solitaireestá de nuestro lado.

—Eso es un alivio —declaró Leiter

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—. Seguro que no habéis leído losperiódicos ni oído la radio, así queprimero os contaré la historia a grandesrasgos. El Phantom fue detenido pocodespués de Jacksonville, entre Waldo yOcala. Vuestro compartimiento fueametrallado y volado con una bomba.Saltó en pedacitos. La explosión mató alcamarero del coche cama, que en esemomento se encontraba en el corredor. Nohubo ninguna otra baja. Se ha liado unescándalo de mil demonios. ¿Quién lohizo? ¿Quiénes son el señor y la señoraBryce? ¿Dónde se encuentran? Porsupuesto, estábamos seguros de que oshabían secuestrado. La investigación lalleva la policía de Orlando. Siguieron la

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pista de las reservas hasta Nueva York.Descubrieron que las había hecho el FBI.Todos se me han echado encima como unapila de ladrillos. Y luego entras tú conuna bonita muchacha del brazo, feliz comounas pascuas.

Leiter estalló en carcajadas.—¡Chico! Deberías haber oído a los

de Washington hace un rato. Cualquierahabría pensado que era yo quien habíapuesto la bomba en el maldito tren.

Cogió uno de los cigarrillos de Bondy lo encendió.

—Bueno —resumió—, ésa es lasinopsis. Te pasaré el guión de rodajecuando haya oído tu historia. Escupe.

Bond describió con todo detalle lo

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sucedido desde que había hablado conLeiter desde el St. Regis. Cuando llegó ala noche pasada en el tren, sacó la hoja depapel de la billetera y la empujó al otrolado de la mesa.

Leiter silbó.—Vudú —dijo—. Supongo que esto

estaba destinado a que lo encontraransobre tu cadáver. Un asesinato ritualcometido por los amigos de los hombresque te cargaste en Harlem. Era lo quedebía parecer. Apartaría de inmediato laspesquisas policiales del señor Big. Desdeluego, hay que reconocer que tienen encuenta todos los detalles. Iremos tras lapista de ese asesino que metieron en eltren. Es probable que fuera uno de los

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ayudantes del coche restaurante. Ese debede ser el hombre que les indicó cuál eravuestro compartimiento. Pero acaba.Luego te contaré cómo lo hizo.

—Déjeme ver eso —dijo Solitaire, altiempo que tendía una mano para coger lahoja de papel—. Sí —comentó en vozbaja—. Es un ouanga, un fetiche vudú. Setrata de la invocación de la bruja deltambor. La tribu de los ashanti, de África,lo usa cuando quiere matar a alguien. EnHaití emplean algo parecido. —Se ladevolvió a Bond.— Fue una suerte que nome hablaras de esto —declaró con todaseriedad—. Aún estaría con un ataque dehisteria.

—A mí tampoco me gustó nada —le

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aseguró Bond—. Tuve la sensación deque era una mala noticia. Fue una suerteque nos bajáramos en Jacksonville. PobreBaldwin. Le debemos muchísimo.

Acabó de narrar el resto del viaje.—¿Alguien os vio cuando bajasteis

del tren? —quiso saber Leiter.—Yo diría que no —respondió Bond

—. Pero será mejor que mantengamos aSolitaire fuera de circulación hasta quepodamos sacarla de aquí. Pienso quedeberíamos enviarla por avión a Jamaica,mañana mismo. Haremos que cuiden allíde ella hasta que lleguemos nosotros.

—Claro —asintió Leiter—. Laembarcaremos en un vuelo chárter en elaeropuerto de Tampa. Llegará a Miami

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mañana a la hora del almuerzo, y allípodrá coger uno de los vuelos de la tarde,de la KLM o la Panam. Estará en Jamaicamañana a la hora de cenar. Es demasiadotarde para hacer algo hoy.

—¿Te parece bien, Solitaire? —preguntó Bond.

La joven estaba mirando fijamente porla ventana. Sus ojos tenían una expresiónremota que Bond ya había visto antes.

De pronto, ella se estremeció.Sus ojos se volvieron hacia el

británico. Tendió una mano y le tocó lamanga de la americana.

—Sí —respondió. Luego vaciló—. Sí,supongo que sí.

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Capítulo 13Muerte de un pelícano

Solitaire se puso de pie.—Tengo que ir a arreglarme —

anunció—. Supongo que vosotros dostendréis muchísimas cosas que hablar.

—Por supuesto —respondió Leiter,que se levantó de un salto—. ¡Quédesastre soy! Tiene que estar muerta decansancio. Creo que será mejor que ocupela habitación de James, y que él duermaconmigo.

Solitaire lo siguió al pequeñorecibidor y Bond oyó que Leiter le

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explicaba la disposición de lashabitaciones.

Al cabo de un momento, el agente dela CIA regresó con una botella de Haigand Haig y cubitos de hielo.

—Estoy perdiendo los buenosmodales —dijo—. A los dos nos vendrábien una copa. ¡Junto al cuarto de bañohay una pequeña despensa y la heaprovisionado de todo lo que es probableque necesitemos!

Fue a buscar soda y ambos sesirvieron bebida abundante.

—Oigamos los detalles —pidió Bondal tiempo que se recostaba en el sillón—.Tiene que haber sido un trabajocondenadamente bien hecho.

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—Ya lo creo que sí —asintió Leiter—, si se exceptúa que se quedaron cortosde cadáveres.

Puso los pies sobre la mesa yencendió un cigarrillo.

—El Phantom salió de Jacksonville aeso de las cinco —comenzó—. Llegó aWaldo en torno a las seis. Justo despuésde que saliera de Waldo, y aquí estoyhaciendo conjeturas, el hombre de Big fuehasta vuestro coche, entró en elcompartimiento contiguo al que vosotrosocupabais y colgó una toalla entre lascortinillas echadas y el cristal de laventanilla, que significaba…, y tiene quehaber hecho un montón de llamadastelefónicas en las estaciones por las que

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pasasteis…, que significaba «es laventanilla que está a la derecha de estatoalla».

»Entre Waldo y Ocala hay un largotramo de vía recta —continuó Leiter—que atraviesa tierras boscosas ypantanosas. La carretera nacional corre alo largo de la vía, por la derecha. A unosveinte minutos de Waldo, ¡bum!, estallauna de las señales explosivas deemergencia que hay debajo de lalocomotora diesel que va en cabeza. Elmaquinista reduce a sesenta. ¡Bum! Y otro¡bum! ¡Tres, uno detrás de otro!¡Emergencia! ¡Detenerse de inmediato!Detiene el tren preguntándose qué diablospasa. Vía recta. La última señal está

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verde. No hay nada a la vista. Hay unsedán, "afanado", supongo. —Bond alzóuna ceja.— Robado —explicó Leiter—,de color gris, creen que era un Buick, sinluces, con el motor en marcha, detenido enla carretera frente a la parte central deltren. Salen tres hombres. De color.Probablemente negros. Avanzanlentamente en hilera, uno al lado del otro,por la franja de hierba que separa lacarretera de las vías. Los dos de fuerallevan "tartamudas"…, ametralladorasligeras. El hombre del centro tiene algo enla mano. Recorren veinte metros y separan junto al coche 245. Los hombres delas tartamudas disparan dos ráfagas contravuestra ventanilla. Rompen el cristal para

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que entre la bomba. El hombre del centroarroja la bomba y los tres regresancorriendo al coche. Una mecha de dosminutos. Cuando llegan al coche, estalla.Picadillo de compartimiento H. Picadillo,se supone, del señor y la señora Bryce.De hecho, picadillo de tu señor Baldwin,que sale corriendo y se agacha en elpasillo en cuanto ve que los hombres seacercan a su coche. No se produjeronotras bajas excepto las conmociones yataques de histeria que se apoderaron detodo el tren. El automóvil sale disparadoy desaparece en el limbo, donde sin dudaaún está y donde con toda probabilidad vaa permanecer. Se hace el silencio,mezclado con gritos. La gente corre de un

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lado a otro. El maltrecho tren avanzadelicadamente hasta llegar a Ocala. Dejaallí el coche 245. Le permiten proseguirtres horas más tarde. Escena II: Leitersentado a solas en el chalé, deseando nohaber dicho jamás una palabra desatenta asu amigo James, mientras se preguntacómo se hará servir el señor HooveraLeiter para la cena de esta noche. Ycolorín colorado, este cuento se haacabado.

Bond se echó a reír.—¡Qué organización! —exclamó—.

Estoy seguro de que han cubierto todas laspistas y de que todos tienen coartadas.¡Qué hombre! Desde luego, parece tenerel gobierno de este país. Eso te demuestra

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cómo es posible dar la vuelta a unademocracia, entre el habeas corpus, losderechos humanos y todo lo demás. Mealegro de que no lo tengamos en nuestrasmanos en Inglaterra. Las cachiporras demadera no le harían ni cosquillas. Bueno—concluyó—, ya son tres las ocasionesen que he conseguido salir con vida. Lacosa empieza a calentarse.

—Sí —asintió Leiter, pensativo—.Antes de que tú llegaras aquí, los erroresque había cometido el señor Big secontaban con un solo dedo. Ahora hacometido tres seguidos. Eso no va agustarle. Tenemos que atizarle el siguientegolpe mientras aún está atontado y luegolargarnos, y rápido. Te diré lo que he

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pensado. No hay duda alguna de que eloro entra en el país a través de estepuerto. Hemos seguido la pista delSecatur una y otra vez, y siempre navegadirectamente de Jamaica a St. Petersburgy atraca en los muelles de la factoría degusanos y cebos… Rubberus ocomoquiera que se llame.

—Ourobouros —lo corrigió Bond—.El gran gusano de la mitología. Buennombre para una factoría de gusanos ycebos. —De repente lo asaltó unpensamiento. Dio un golpe en el cristal dela mesa con la mano plana.— ¡Félix! Porsupuesto. Ourobouros, el Robber…[24],¿no lo ves? El hombre de Big en estelugar. Tiene que ser el mismo.

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El rostro de Leiter se iluminó.—¡Cristo todopoderoso! —exclamó

—. Por supuesto que sí. Ese griego que sesupone que es el dueño, el hombre deTarpon Springs que figura en los informesque nos enseñó Binswanger, aquelzoquete de Nueva York. Tal vez no seamás que un testaferro. Probablemente nisiquiera sabe que hay algo sospechoso entodo esto. Su agente aquí, y tenemos que irtras él. El Robber. Por supuesto que esése.

Leiter se levantó de un salto.—Venga. Pongámonos en marcha. Nos

acercaremos a echar un vistazo por ellugar. De todas formas, iba a sugerírtelo,en vista de que el Secatur atraca siempre

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en sus muelles. Por cierto, ahora laembarcación está en Cuba —añadió—. EnLa Habana. Zarpó de aquí hace unasemana. La registraron de punta a puntacuando llegó y cuando se marchó. Noencontraron nada de nada, por supuesto.Pensaron que quizá tuviera una quillafalsa. Casi se la arrancaron. Necesitaronmeterla en dique seco antes de zarpar otravez. Nada. Ni rastro de que hubiese algoraro. Y mucho menos un montón demonedas de oro. De todas formas iremoshasta allí y husmearemos por losalrededores. A ver si podemos echar unamirada a nuestro amigo el Robber. Sólodéjame hablar con Orlando y Washington.Debo contarles cuanto sabemos. Tienen

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que dar alcance pronto a los tipos de Bigque atacaron el tren. Probablemente yasea demasiado tarde. Tú ve a ver cómo selas arregla Solitaire. Dile que no debemoverse de aquí hasta que regresemos. Laencerraremos con llave. Más tarde lallevaremos a Tampa a cenar. Tienen elmejor restaurante de toda la costa, unocubano, «Las Novedades». De caminopasaremos por el aeropuerto yreservaremos plaza para ella en el vuelode mañana para Miami.

Leiter cogió el teléfono y pidió que lepusieran con conferencias interurbanas.Bond lo dejó solo.

Diez minutos más tarde iban hacia losmuelles.

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Solitaire, que no quería que la dejaransola en el motel, se había aferrado aBond.

—Necesito largarme de aquí —dijo,con una expresión de miedo en los ojos—.Tengo un presentimiento…

No acabó la frase. Bond le dio unbeso.

—Estarás bien —le aseguró—.Regresaremos dentro de una hora, más omenos. Aquí no puede sucederte nada.Después no te dejaré sola hasta que subasal avión. Incluso nos quedaremos a dormiren Tampa para que salgas a primera hora.

—Sí, por favor —respondió Solitaire,ansiosa—. Prefiero hacer eso. Aquí tengomiedo. Me siento en peligro. —Le rodeó

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el cuello con los brazos.— No creas quesoy una histérica. —Lo besó.— Yapuedes irte. Sólo quería verte. Vuelvepronto.

Leiter lo había llamado y él habíacerrado la puerta, echando luego la llave.

Con una leve sensación de inquietud,siguió al agente de la CIA hasta el cocheque tenía en el aparcamiento. Erainimaginable que a la muchacha lesobreviniera algún mal en aquel plácidolugar respetuoso de la ley, ni que Big lehubiera seguido la pista hasta las CabañasEverglades, que era sólo uno entre elcentenar de establecimientos de playasimilares de Treasure Island. No obstante,respetaba el extraordinario poder de la

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intuición de la joven, y el ataque denervios que tenía provocaba unasensación de intranquilidad en él.

La vista del coche de Leiter apartóesos pensamientos de su mente. Legustaban los coches veloces y leencantaba conducirlos. Casi todos loscoches estadounidenses le parecíanaburridos. Carecían de personalidad y deltoque de artesanía individual quecaracteriza a los automóviles europeos.Eran sólo «vehículos», similares en formay color, e incluso en el tono de suscláxones. Estaban diseñados para serusados durante un año y convertirlosluego en parte del pago del modelo delaño siguiente. Les habían despojado de

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toda la diversión que tiene la conducciónal quitarles el cambio de marchas ydotarlos de dirección hidráulica asistida ysuspensión esponjosa. Todo esfuerzohabía quedado suavizado, al igual que esecontacto directo con el coche y lacarretera que hace aflorar la destreza y elnervio en el conductor europeo. ParaBond, los automóviles estadounidenseseran sólo coches de choque en forma deescarabajo que uno conducía con unamano en el volante, la radio a todovolumen y las ventanillas con elevalunaseléctrico cerradas para evitar lascorrientes de aire.

Pero Leiter se había hecho con unviejo Cod, uno de los pocos coches

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estadounidenses que tenían personalidad,y a Bond le levantó el ánimo sentarse enel sedán bajo y oír el sólido engranar delas velocidades y el tono masculino delancho tubo de escape. Aunque teníaquince años de antigüedad, reflexionó,continuaba siendo uno de los automóvilesde aspecto más moderno del mundo.

Giraron hacia el viaducto y cruzaronla ancha extensión de aguas calmas queseparan la estrecha isla de treinta y doskilómetros de la ancha península sobre laque se extienden St. Petersburg y sussuburbios.

Ya en el momento de subir lentamentepor la avenida, atravesando la ciudadcamino de la dársena para embarcaciones

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deportivas, el puerto principal y losgrandes hoteles, Bond captó la atmósferaque hace de esa población el «Hogar deancianos» de Estados Unidos. Todas laspersonas que había en las aceras tenían elcabello blanco o blanco azulado, y losfamosos Sidewalk Devenports de queSolitaire le había hablado estabanatestados de «vejetes» sentados en hileracomo los estorninos pintos en la plaza deTrafalgar de Londres.

Bond reparó en las pequeñas bocasresentidas de las mujeres, con la luz delsol reflejada en sus quevedos; en losfibrosos pechos hundidos y los brazos delos hombres que tomaban el sol, ataviadoscon camisas Traman[25]. Las ralas bolas

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de cabello ahuecado de las mujeres quedejaban ver el cráneo rosa. Las huesudascabezas calvas de los hombres. Y portodas partes, la parloteante camaradería,el intercambio de noticias y chismorreos,las citas amistosas ante las mesas de tejoy de bridge, las cartas de hijos y nietosque se mostraban unos a otros, loschasquidos de lengua al hablar de losprecios de tiendas y moteles.

No hacía falta encontrarse entre ellospara enterarse de lo que hablaban. Loexpresaban todo con los asentimientos decabeza y la agitación de los mechones decabello azulado ahuecado, las palmadasen la espalda y los carraspeos yescupitajos de las pequeñas cabezas

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calvas.—Hace que uno sienta ganas de

meterse en la tumba sin más y poner lalosa sobre ella —comentó Leiter al oír laexclamación de horror de Bond—. Esperaa que salgamos a caminar. Si ven que tusombra avanza por la acera detrás deellos, saltan a un lado como si fueses elcajero jefe que se acerca para mirar porencima de su hombro en el banco. Eshorrible. Me hace pensar en el empleadode banco que regresó inesperadamente acasa a mediodía y se encontró alpresidente del banco en la cama con sumujer. Volvió al banco, se lo contó a suscolegas del departamento de contabilidady dijo: «¡Dios, compañeros, ha estado a

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punto de pillarme!»Bond se echó a reír.—Puedes oír todos los relojes de oro

que les regalaron al retirarse, haciendotictac en sus bolsillos —continuó Leiter—. Este lugar está lleno de empresas depompas fúnebres y de casas de empeñorepletas de relojes de oro, anillos de lamasonería, piedras de azabache ycamafeos conteniendo cabellos. Resultaestremecedor pensar en todo eso. Esperahasta que vayas a «Aunt Milly's Place» ylos veas a todos reunidos en gruposmascullando sobre la carne picadaenlatada y las hamburguesas con queso,intentando mantenerse vivos hasta losnoventa años.

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Te quitará las ganas de vivir. Pero notodos son viejos por aquí. Échale unamirada a ese anuncio de allí.

Señaló una valla publicitaria situadaen un terreno baldío. Era un anuncio deropa maternal: «stutzheimer & block.¡nuevo! ¡nuestro departamento maternal ypara después! ropa para pequeñines (1-4años) y para grandecitos (4-8 años).»

Bond lanzó un gemido.—Larguémonos de aquí —pidió—.

Realmente esto supera las exigencias deldeber.

Cuando llegaron al mar, giraron a laderecha y continuaron hasta encontrarseen una base de hidroaviones y un puestode la guardia costera. Las calles estaban

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libres de «vejetes», y en la zona sedesarrollaba la vida normal de un puerto:muelles, almacenes, un abastecedor debarcos, algunas barcas vueltas del revés,redes puestas a secar, el grito de lasgaviotas, el olor más bien pútrido quellegaba de la bahía… Después delconcurrido camposanto que era la ciudad,el cartel que había sobre un garaje—«Conduzcamos nosotros mismos. PatGrady. El risueño irlandés. Cochesusados»— constituía un recordatorio de laexistencia de un mundo más vital ybullicioso.

—Será mejor que bajemos ycontinuemos a pie —dijo Leiter—. Ellocal del Robber está en la manzana

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siguiente.Dejaron el coche junto al puerto y

pasaron caminando sin prisas por delantedel almacén de madera y algunos tanquesde combustible. Luego giraron otra vez ala derecha, en dirección al mar.

La calle lateral acababa en unpequeño embarcadero de madera,maltratado por la intemperie, que seadentraba unos seis metros en las aguas dela bahía, sustentado por pilares cubiertosde percebes. Contra su verja abierta habíaun almacén largo y bajo de chapa dehierro acanalada. Sobre sus anchaspuertas dobles, en negro sobre blanco, seleía: «Compañía Ourobouros.Comerciantes de gusanos y cebo vivo.

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Coral, conchas, peces tropicales. Sóloventa al por mayor». En una de las puertasdobles había otra más pequeña con unareluciente cerradura Yale. Sobre ellahabía otro letrero: «Privado. Prohibida laentrada».

Un hombre, sentado en una silla decocina, tenía el respaldo inclinado haciaatrás de modo que la puerta soportaba supeso. Estaba limpiando un rifle, unRemington 30, le pareció a Bond. Teníaun palillo de dientes en la boca y unadeslucida gorra de béisbol echada haciala nuca. Llevaba una manchada camisetablanca sin mangas que dejaba ver matasde vello bajo sus axilas, unos pantalonesde lona arrugados y zapatillas de deporte

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con suela de goma. Representaba unoscuarenta años y su rostro tenía tantosbultos y marcas como los postes deamarre del muelle. Era delgado, defacciones enjutas, y con los labios finos ydescoloridos. Su complexión era delcolor del polvo de tabaco, una especie demarrón amarillento. Parecía cruel y frío,como el malo de una película dejugadores de poker y buscadores de oro.

Bond y Leiter pasaron caminando anteél y continuaron hasta el muelle. No alzóla cabeza para mirarlos, pero Bond sintióque sus ojos los seguían.

—Si ése no es el Robber —comentóBond a Leiter—, se trata de un pariente desangre.

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Un pelícano, gris con la cabezaamarillo claro, estaba posado sobre unode los amarres del muelle. Los dejóacercarse mucho y luego, de mala gana,batió las alas unas cuantas veces confuerza y descendió planeando hacia elmar. Los dos hombres se detuvieron y loobservaron como volaba con lentitud justopor encima de la superficie del agua. Depronto se precipitó desmañadamente, conel largo pico serpenteando ante él. Salió ala superficie con un pequeño pez que setragó con aire malhumorado. Luego elpesado pájaro se elevó de nuevo ycontinuó con su pesca, volando sobre todohacia el sol de modo que su gran sombrano alertara a los peces. Cuando Bond y

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Leiter dieron media vuelta para desandarsus pasos por el muelle, el pájaroabandonó la pesca y volvió planeando alsitio donde estaba antes. Se posó con unbatir de alas y reanudó su meditabundaconsideración del atardecer.

El hombre continuaba inclinado sobreel arma, limpiando el mecanismo con untrapo aceitado.

—Buenas tardes —lo saludó Leiter—.¿Es usted el responsable de esteembarcadero?

—Sí —respondió el otro sin mirarlo.—Me preguntaba si había alguna

posibilidad de atracar aquí mi barca. Ladársena está abarrotada.

—No.

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Leiter sacó su billetera.—¿Veinte le harían cambiar de idea?—No.El hombre carraspeó de modo

estertóreo y escupió justo entre Bond yLeiter.

—Eh —exclamó Leiter—. ¿Quierehacer el favor de ser más educado?

El hombre se detuvo a considerarlo.Alzó la mirada hacia Leiter. Tenía unosojos pequeños y bastante juntos, cruelescomo los de un dentista que estáconvencido de no causar dolor.

—¿Cómo se llama su barca?—Sybil —respondió Leiter.—En la dársena no hay ninguna barca

con ese nombre —respondió el hombre.

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Deslizó el cierre del rifle con unchasquido. Lo tenía colocado sobre elregazo, apuntando al sendero del almacén,en sentido contrario al mar.

—Usted está ciego —declaró Leiter—. Hace una semana que se encuentraallí. Dieciocho metros, motor diesel,doble hélice. Blanca con una toldillaverde. Con aparejos de pesca.

El rifle comenzó a desplazarseperezosamente en un arco bajo. La manoizquierda del hombre sobre el gatillo, y laderecha justo delante de la guarda delmismo, haciendo girar el arma.

Ambos agentes permanecieroninmóviles.

El hombre estaba sentado

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perezosamente, con los ojos bajos sobrela culata del arma y la silla aún reclinadacontra la puerta pequeña que tenía lacerradura Yale dorada.

El rifle pasó con lentitud por la líneadel estómago de Leiter y Bond. Los dosamigos permanecieron tiesos comoestatuas, sin arriesgarse a mover un sólodedo. El arma dejó de girar. Apuntabahacia el muelle. El Robber alzó la miradapor un instante, entrecerró los ojos yapretó del gatillo. El pelícano profirió undébil graznido y oyeron que su pesadocuerpo se estrellaba contra el agua. El ecodel disparo resonó por todo el puerto.

—¿Por qué diablos ha hecho eso? —preguntó Bond, furioso.

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—Para practicar —respondió elhombre al tiempo que hacía entrar otrabala en la recámara.

—Supongo que en esta ciudad habráuna oficina de la ASPCA[26] —dijo Leiter—. Vayamos a denunciar a este tipo.

—¿Quieren que los procesen porintrusión? —preguntó el Robber mientrasse levantaba con lentitud y se metía elarma debajo del brazo—. Esto es unapropiedad privada. Y ahora —añadió,escupiendo las palabras— lárguense deaquí, y de prisita. —Dio media vuelta, deun tirón apartó la silla de la puerta queluego abrió con una llave y se volvió amirarlos con un pie en el umbral.— Losdos llevan armas. Puedo olerías. Si entran

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aquí otra vez, los mando al otro barrio yalego defensa propia. Últimamente me hehartado de tener montones de polizontespiojosos como vosotros pegados a laespalda. ¡Una mierda, el Sybil!

Se volvió despreciativamente,traspuso la puerta y la cerró con talportazo que el marco se estremeció.

Los agentes se miraron el uno al otro.En los labios de Leiter apareció unasonrisa de pesar, y se encogió dehombros.

—El primer asalto a favor del Robber—sentenció.

Se marcharon por la polvorienta callelateral. El sol estaba poniéndose y el mar,detrás de ellos, era un charco de sangre.

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Cuando llegaron a la calle principal,Bond volvió la cabeza. Sobre la puerta sehabía encendido una gran luz de arco, y enel sendero de acceso al almacén no habíala más leve sombra.

—No servirá de nada intentarlo por laparte delantera —comentó Bond—. Perojamás ha existido un almacén que tengauna sola puerta.

—Lo mismo estaba pensando yo —asintió Leiter—. Dejaremos eso para lapróxima visita.

Subieron al coche y se dirigieron sinprisas hacia las cabañas, cruzando CentralAvenue.

Durante el recorrido, Leiter le formulóun montón de preguntas acerca de

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Solitaire.—Por cierto —dijo al fin con tono

despreocupado—, espero haberdistribuido las habitaciones como túquerías.

—No podrías haberlo hecho mejor —respondió Bond, alegremente.

—Mejor así —aprobó Leiter—. Esque acaba de ocurrírseme que vosotrosdos podríais estar liados.

—Has leído demasiado a Winchell [27]

—le aseguró Bond.—Era sólo una manera delicada de

expresarlo —dijo Leiter—. No olvidesque las paredes de esos chalés son muyfinas. Yo uso las orejas para oír… nopara recoger carmín.

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Bond buscó precipitadamente elpañuelo.

—Eres un piojoso, condenado fisgón—exclamó con fingida furia.

Por el rabillo del ojo, Leiter observócómo se frotaba la oreja.

—¿Qué haces? —preguntó con tonoinocente—. En ningún momento hesugerido que el color de tus orejas tuvieraalgo diferente del suyo natural. Noobstante…

Cargó esas últimas dos palabras contoneladas de significado. Bond se echó areír.

—Si esta noche te encuentras muertoen la cama —dijo—, sabrás quién lo hahecho.

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Aún estaban bromeando el uno con elotro cuando llegaron a las cabañas, ytodavía reían cuando la ceñuda señoraStuyvesant los recibió en el césped.

—Discúlpeme, señor Leiter —dijo—,pero la música está prohibida en esteestablecimiento. No puedo permitir que semoleste a los demás huéspedes a todashoras.

La miraron, atónitos.—Lo lamento, señora Stuyvesant —

respondió Leiter—, pero no acabo deentenderle.

—Me refiero a esa enorme radio congramófono que han hecho traer —respondió ella—. Los hombres apenaspudieron pasar el cajón de embalaje por

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la puerta.

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Capítulo 14«Tuvo un desacuerdo

con algo que loreconcomió»

La muchacha no había opuesto mucharesistencia.

Leiter y Bond dejaron a la directoraboquiabierta en el césped y echaron acorrer hacia el último chalé. La cama deSolitaire estaba casi intacta y la ropa decama sólo un poco arrugada.

La cerradura del dormitorio habíasido forzada con un solo golpe seco de

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palanqueta, y luego los dos hombres selimitarían a aparecer en la puerta conarmas en la mano.

«Póngase en marcha, señora. Vístase.Si intenta algún truco, le abrimos unagujero.»

Luego debieron de amordazarla odejarla inconsciente de un golpe, parameterla doblada por la cintura dentro delcajón y clavar la tapa. En la parte traseradel chalé había marcas de neumáticosdonde había aparcado el camión. Casibloqueando la entrada del vestíbulo,encontraron una anticuada radio congramófono. Era usada y debía haberlescostado menos de cincuenta dólares.

Bond vio la expresión de terror ciego

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en el rostro de Solitaire, como si latuviese delante. Se maldijo con amargurapor dejarla sola. No imaginaba cómo loshabían encontrado con tanta rapidez. Eraun ejemplo más de qué manera funcionabala maquinaria de Big.

Leiter estaba hablando con la centraldel FBI en Tampa.

—Aeropuertos, terminales deferrocarril y carreteras —estaba diciendo—. Recibiréis carta blanca de Washingtonen cuanto pueda hablar con ellos. Tegarantizo que le darán a esto la máximaprioridad. Muchas gracias. Te loagradezco. Estaré por aquí. Vale.

Colgó el auricular.—Gracias a Dios, están dispuestos a

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cooperar —dijo a Bond, que seencontraba de pie mirando al mar conduros ojos remotos—. Van a enviar deinmediato a dos de sus hombres y pondránen funcionamiento una red tan ampliacomo puedan. Mientras acabo de ligar lascosas con Washington y Nueva York, sacatodo lo que puedas a esa vieja bruja. Horaexacta, descripciones y demás. Será mejorhacerle creer que se trata de unallanamiento de morada y que Solitaire seha largado con los ladrones. Eso loentenderá sin problemas. Hará que elasunto quede dentro de lo que son delitoshabituales de hotel. Comunícale que lapolicía está de camino y que nosotros nohacemos responsable al establecimiento.

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Querrá evitar el escándalo. Dile quenosotros también deseamos evitarlo.

Bond asintió.«¿Que se ha largado con los

hombres?» También era una posibilidad,pero, de alguna manera, Bond no lo creía.Regresó a la habitación de Solitaire y laregistró con minuciosidad. Aún olía aella, al perfume «Vent Vert» que lerecordaba el viaje que habían hechojuntos. El sombrero y el velo de la jovenestaban dentro del armario, y sus pocosartículos de aseo descansaban en elestante del cuarto de baño. Cuandoencontró su bolso supo que tenía razón alconfiar en ella. Estaba debajo de la cama,y el agente británico se la figuró

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enviándolo con el pie allí debajo allevantarse con las armas encañonándola.Lo vació sobre la cama y palpó el forro.A continuación cogió un cuchillo pequeñoy cortó con cuidado algunos hilos de latrama. Sacó los cinco mil dólares y se losguardó en la billetera. Con él estaríanseguros. Si Big la había matado, losgastaría en vengarla. Disimuló el forrorasgado lo mejor que pudo, metió denuevo el contenido del bolso y lo empujócon el pie debajo de la cama.

Luego se encaminó a la oficina derecepción.

Eran ya las ocho de la noche cuandoconcluyeron el trabajo de rutina. Bebieronun whisky juntos y luego se encaminaron

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al comedor del establecimiento donde unpuñado de huéspedes estaba acabando decenar. Todos los miraron con curiosidad ycierto temor. ¿Qué hacían aquellos doshombres jóvenes de aspecto más bienpeligroso en aquel sitio? ¿Dónde estaba lamujer que había llegado con ellos? ¿Laesposa de cuál de los dos era? ¿Quéhabían significado todas aquellas idas yvenidas de la tarde? La pobre señoraStuyvesant corría de un lado a otro conaire bastante distraído. ¿Acaso no sabíanque la cena era a las siete? El personal dela cocina estaría a punto de marcharse acasa. Lo tendrían bien merecido si lesservían la comida fría. La gente debe serconsiderada con los demás. La señora

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Stuyvesant había dicho que creía que eranhombres del gobierno, de Washington.Bueno, ¿y eso qué quería decir?

La opinión de consenso decía que lapresencia de aquella gente era un malasunto y que no favorecía en absoluto labuena reputación de la clientela de lasCabañas Everglades, cuidadosamenterestringida.

A Bond y Leiter los condujeron a unamesa mal situada, junto a la puerta deservicio. El menú —una sarta de palabraspomposas inglesas y francesas en versiónestadounidense— se reducía a zumo detomate, pescado hervido con salsabechamel, un filete de pavo congeladoapenas pintado con salsa de arándanos, y

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una porción de cuajada de limón con unespiral de sucedáneo de nata montada,encima. Lo masticaron todo con airetaciturno mientras el comedor se ibavaciando de las parejas de «vejetes», ylas luces de las mesas se apagaban una auna. Dos cuencos lavamanos, en los queflotaban pétalos de hibisco, constituyeronel elegante final de la cena.

Bond comió en silencio y, cuandoacabaron, Leiter hizo un decidido esfuerzopor mostrarse alegre.

—Ven a emborracharte conmigo —dijo—. Éste es el mal final de un díatodavía peor. ¿O prefieres jugar al bingocon los «vejetes»? Se anuncia un torneode bingo en la «sala de juego» para esta

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noche.Bond se encogió de hombros y

regresaron a la sala de estar de su chalé,donde permanecieron sentados con airetaciturno durante un rato, bebiendo ymirando más allá de la arena, blancacomo el marfil a la luz de la luna, hacia elinterminable mar lóbrego.

Cuando Bond hubo bebido lo bastantepara ahogar sus pensamientos, dio lasbuenas noches a Leiter y se marchó aldormitorio de Solitaire, que ahoraocupaba él. Se metió entre las sábanasdonde el cálido cuerpo de ella habíareposado y, antes de dormirse, tomó unadecisión: iría tras el Robber en cuantodespuntara el día y le arrancaría la

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verdad. Su preocupación había sidodemasiado grande para discutir el temacon Leiter, pero estaba seguro de que elRobber tenía una gran responsabilidad enel secuestro de Solitaire. Vio de nuevo losojillos crueles y los pálidos labios finosdel hombre. Luego pensó en el cuelloflaco que salía de la camiseta sucia.Debajo de las sábanas, los músculos desus brazos se tensaron. Ya tomada ladecisión, relajó el cuerpo y se durmió.

Despertó a las ocho. Cuando vio lahora en su reloj, profirió una imprecación.Se dio una ducha rápida, manteniendoabiertos los ojos debajo de las agujas deagua hasta que se despejaron. Luego serodeó la cintura con una toalla y fue a la

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habitación de Leiter, que estaba vacía.Las persianas aún se encontraban bajas,pero entraba la luz suficiente para ver quenadie había dormido en ninguna de las doscamas.

Sonrió, pensando que tal vez Leiterhubiese acabado con la botella de whisky,quedándose dormido luego en el sofá dela salita. Fue hasta allí. Tampoco estaba.La botella, llena hasta la mitad,descansaba sobre la mesa, y una pila decolillas de cigarrillo desbordaba elcenicero.

Bond se acercó a la ventana, levantóla persiana y abrió. Contempló la hermosamañana diáfana antes de volver aldormitorio.

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Vio un sobre. Se encontraba sobre unasilla delante de la puerta por la que habíaentrado. Lo cogió. Contenía una notaescrita con lápiz.

Tengo que pensar y no me apetecedormir. Son las cinco de la mañana. Voya visitar el almacén de gusanos y cebos.Al que madruga Dios le ayuda. Esextraño que ese artista del tiro al blancoestuviera allí sentado mientrassecuestraban a S. Como si supiese queestábamos en la ciudad y se prepararapor si surgían problemas en caso de queel secuestro saliera mal. Si no he vueltoa las diez de la mañana, llama a lamilicia. Tampa 88.

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Félix

Bond no esperó. Mientras se vestía yafeitaba, pidió café, bollos y un taxi. Enpoco más de diez minutos había llegadotodo, y se escaldó la boca con el café.Salía por la puerta cuando oyó sonar elteléfono del salón. Regresó corriendo.

—¿Señor Bryce? Le hablo desde elhospital Mound Park —dijo una voz—.Sala de urgencias. Soy el doctor Roberts.Tenemos aquí a un tal señor Leiter quepregunta por usted. ¿Puede venir deinmediato?

—¡Dios todopoderoso! —exclamóBond, presa del miedo—. ¿Qué lesucede? ¿Está muy mal?

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—Nada por lo que haya quepreocuparse —respondió la voz—. Unaccidente de coche. Al parecer, loatrepellaron y huyeron. Una conmociónleve. ¿Puede venir? Quiere verlo.

—Por supuesto —respondió Bond,aliviado—. Salgo de inmediato.

«Y ahora, ¿qué demonios es esto?», sepreguntó mientras cruzaba el césped a lacarrera. Debían de haberle dado unapaliza para luego tirarlo en la calle. Enconjunto, se alegraba de que no hubiesesido peor.

Cuando el taxi en el que iba girabapara entrar en el viaducto de TreasureIsland, una ambulancia pasó a todavelocidad en el sentido contrario con la

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sirena encendida.«Más problemas —pensó Bond—.

Parece que no puedo moverme sinencontrarme con uno.»

Atravesaron St. Petersburg porCentral Avenue y giraron por la mismacalle por la que él y Leiter habían entradoel día anterior. Las sospechas de Bondparecieron confirmarse cuando seencontró con que el hospital estabasituado a sólo dos manzanas de distanciade la Compañía Ourobouros.

Pagó al taxista y subió corriendo porlas escaleras del impresionante edificio.En el espacioso vestíbulo de entradahabía un mostrador de recepción. Unabonita enfermera se hallaba sentada tras

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él, leyendo los anuncios del St.Petersburg Times.

—¿El doctor Roberts? —preguntóBond.

—¿El doctor qué? —inquirió la jovenmientras lo observaba con aprobación.

—El doctor Roberts, de la sala deurgencias —respondió Bond conimpaciencia—. Es por un pacientellamado Leiter, Félix Leiter, que ingresóesta mañana.

—Aquí no hay ningún doctor Roberts—le aseguró ella. Pasó un dedo por lalista que tenía sobre el mostrador—. Nitampoco un paciente que se llame Leiter.Espere un momento que preguntaré enurgencias. ¿Cómo se llama usted?

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—Bryce —respondió Bond—. JohnBryce.

Comenzó a sudar en abundancia,aunque hacía bastante fresco en elvestíbulo. Se secó las manos en lospantalones mientras luchaba para nodejarse ganar por el pánico. Aquellacondenada muchacha no sabía hacer sutrabajo. Demasiado bonita para serenfermera. Deberían tener a alguiencompetente en recepción. Apretó losdientes mientras ella hablaba alegrementepor teléfono.

Colgó el auricular.—Lo lamento, señor Bryce. Debe

tratarse de un error. Durante la noche noha ingresado nadie, y jamás han oído

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hablar del doctor Roberts ni del señorLeiter. ¿Está seguro de que era en estehospital?

Bond dio media vuelta sinresponderle. Mientras se enjugaba elsudor de la frente, se encaminó a lasalida.

La joven hizo una mueca a su espalday cogió el periódico.

Por fortuna un taxi acababa de llegarcon otros visitantes. Bond indicó alconductor que lo llevara lo más rápidoposible de vuelta a las CabañasEverglades. Lo único que sabía era quetenían a Leiter y que habían queridoalejarlo a él del chalé. No lograbaentenderlo, pero estaba seguro de que, de

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repente, las cosas se habían puesto malpara ellos y que la iniciativa volvía ahallarse en las manos de Big y de sumaquinaria.

La señora Stuyvesant salió con prisascuando lo vio apearse del taxi.

—Su pobre amigo —comentó sin quese apreciara compasión en su voz—. Laverdad es que debería tener más cuidado.

—Sí, señora Stuyvesant. ¿Quésucede? —preguntó con impaciencia.

—La ambulancia llegó justo despuésde que usted se marchara. —Los ojos dela mujer brillaban al darle la mala noticia.— Al parecer, el señor Leiter sufrió unaccidente con su coche. Tuvieron queentrarlo en el chalé con una camilla. El

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jefe de la ambulancia era un hombre decolor muy agradable. Dijo que el señorLeiter estaría bien, pero que no había quemolestarlo bajo ningún concepto. Pobremuchacho. Tiene toda la cabeza cubiertade vendas. Dijeron que iban a ponerlecómodo y que un médico vendría a verlomás tarde. Si hay algo que yo pueda…

Bond no esperó más. Cruzó el céspeda la carrera hacia el chalé y entró como unrayo en la habitación de Leiter.

Sobre la cama del estadounidensereposaba la forma de un cuerpo. Estabacubierto por una sábana. Sobre el rostro,la sábana parecía inmóvil.

Apretó los dientes mientras seinclinaba hacia la cama. ¿Había un

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ligerísimo movimiento?Apartó bruscamente la sábana de

encima del rostro. No lo había. Sólo ungran envoltorio de vendas sucias quecubrían algo como un nido de avispas.

Con lentitud, retiró la sábana haciaabajo. Más vendas, envueltas de unamanera más tosca aún, cubrían la mitadinferior del cuerpo. Todo estabaempapado de sangre.

De la abertura donde debería haberestado la boca sobresalía un trozo depapel.

Lo retiró y se inclinó. Percibió unligerísimo aleteo de respiración contra lamejilla. Cogió el teléfono que había juntoa la cama. Necesitó varios minutos para

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lograr que Tampa entendiera lo que decía.Al fin, el tono apremiante de su voz logrótransmitirles lo que sucedía. Llegarían enveinte minutos.

Colgó el auricular y dirigió unamirada vaga al papel. Se trataba de untrozo de áspero papel de embalaje. Entoscas letras mayúsculas, habíangarrapateado las siguientes palabras:

«tuvo desacuerdo con algo que loreconcomió.»

Y debajo, entre paréntesis:(«p.d. tenemos un montón más de

chistes tan buenos como éste.»)Con los movimientos de un

sonámbulo, Bond dejó el papel en lamesita de noche. Luego se volvió hacia el

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cuerpo que yacía en la cama. Apenas seatrevía a tocarlo por temor a que ladiminuta palpitación de aliento cesara derepente. Pero necesitaba averiguar algo.Separó con suavidad las vendas de laparte superior de la cabeza. Al cabo depoco descubrió algunos mechones decabello. Estaba mojado y Bond se llevólos dedos a la boca. Tenían gusto a sal.Sacó algunos mechones fuera de lasvendas y los examinó de cerca. Ya no lecupo duda.

Volvió a ver el mechón de cabellocolor paja claro que solía colgar endesorden sobre el ojo derecho, gris yhumorístico, y debajo de éste el rostro dehalcón que hacía muecas, del tejano con

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quien tantas aventuras había compartido.Durante un momento pensó en él, en cómohabía sido. Luego volvió a meter losmechones de cabello dentro de lasvendas, se sentó en el borde de la otracama y veló en silencio el cuerpo de suamigo mientras se preguntaba cuántopodrían salvar de él.

Cuando llegaron los dos detectives yel cirujano de la policía, les contó lo quesabía con voz inexpresiva por completo.Actuando de acuerdo con la informaciónque Bond les había dado por teléfono,habían enviado una brigada al almacénd e l Robber y aguardaban el informemientras el médico trabajaba en lahabitación contigua.

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Fue el primero en acabar. Entró en elsalón con expresión de ansiedad. Bond selevantó de un salto. El cirujano de lapolicía se desplomó en una silla y alzó losojos hacia él.

—Creo que sobrevivirá —anunció—,pero sólo tiene un cincuenta por ciento deprobabilidades. Desde luego, al pobremuchacho le hicieron una faena. Le faltaun brazo. Media pierna izquierda. Tieneel rostro machacado, pero sólosuperficialmente. Que me parta un rayo sisé qué le ha hecho eso. Lo único que seme ocurre es que fuera un animal o un pezgrande. Algo lo ha desgarrado con losdientes. Sabré un poco más cuando puedallevármelo al hospital. Revisaré las

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huellas dejadas por los dientes de lo quesea que lo mordió. La ambulancia llegaráen cualquier momento.

Permanecieron sentados en taciturnosilencio. El teléfono no cesaba de sonar:Nueva York, Washington y eldepartamento de policía de St. Petersburgpreguntaban qué demonios estabasucediendo en el muelle; se les respondióque se mantuvieran fuera del caso. Eraasunto de los federales. Finalmente, desdeuna cabina telefónica, el teniente de labrigada les transmitió su informe.

Habían peinado el almacén delRobber palmo a palmo. No encontraronnada más que acuarios con peces, cebo, ycajones de coral y conchas. El Robber y

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otros dos hombres, que se encontrabanallí a cargo de las bombas de aire y de loscalentadores de agua, habían sidodetenidos e interrogados durante una hora,comprobándose después que suscoartadas eran tan sólidas como el EmpireState. El Robber exigió, colérico, quellamaran a su abogado, y cuando a éstepor fin se le permitió hablar con ellos,quedaron automáticamente en libertad,como era natural. Sin cargos porque notenían prueba alguna en qué basarlos.Todo conducía a callejones sin salida,excepto el hecho de que habíanencontrado el coche de Leiter en el otroextremo de la dársena para embarcacionesdeportivas, a un kilómetro y medio del

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muelle. Muchas huellas dactilares, peroninguna que coincidiera con laspertenecientes a los tres hombres. ¿Algunasugerencia?

—Continúe con la investigación —respondió el oficial superior que seencontraba en el chalé y que se habíapresentado como capitán Franks—. Ahorairé hacia allí. Washington dice quetenemos que coger a esos hombres aunquesea lo último que hagamos. Esta nochellegarán en avión dos de los mejoresagentes. Ha llegado el momento de pedirla cooperación de la policía. Les diré quepongan a trabajar a sus confidentes deTampa. No es sólo un asunto de St.Petersburg. Hasta luego.

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Eran las tres de la tarde. Laambulancia policial llegó y volvió amarcharse con el médico y el cuerpo quetan cerca estaba de la muerte. Los doshombres se marcharon. Prometieronmantenerse en contacto. Estaban ansiosospor conocer los planes de Bond. Este semostró evasivo. Dijo que tendría quehablar con Washington. Entretanto,¿podían dejarle el coche de Leiter? Sí, selo traerían en cuanto los del laboratorioacabaran con él.

Cuando se hubieron marchado, Bondse sentó, absorto en sus pensamientos.Habían preparado bocadillos con lo queencontraron en la bien provista despensa,y ahora Bond acabó con ellos y bebió un

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whisky solo.Sonó el teléfono. Conferencia

interurbana. Bond se encontró hablandocon la sección de Leiter de la AgenciaCentral de Inteligencia. La esencia delmensaje era que se alegrarían muchísimode que Bond se trasladara de inmediato aJamaica. Todo ello dicho con la mayor delas amabilidades. Habían hablado conLondres, donde se habían mostrado deacuerdo con ellos. ¿Cuándo debíancomunicar a Londres que llegaría él aJamaica?

Bond sabía que había un vuelo de laTranscarib. vía Nassau, al día siguiente.Les dijo que lo cogería. ¿Alguna otranoticia? Ah, sí, respondió la CIA: el

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caballero de Harlem y su novia se habíanmarchado en avión a La Habana durante lanoche, volando en un avión privado desdeuna pequeña población de la Costa Estellamada Vero Beach. Los documentosestaban en regla, y como la compañía eratan pequeña, el FBI no se había molestadoen incluirla en la lista de vigilancia deaeropuertos. El agente de la CIA en Cubahabía informado de la llegada. Sí, unapena. Sí, el Secatur continuaba allí. Notenía fecha de salida. Desde luego, erauna verdadera lástima lo de Leiter. Buenhombre. Esperaban que saliera de aquélla.¿Así pues, Bond volaría a Jamaica al díasiguiente? Bien. Lamentaban que las cosashubieran estado tan agitadas. Adiós.

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Bond pensó durante un rato y luegocogió el teléfono y se puso encomunicación con un hombre del acuarioEastern Garden de Miami. Deseabahacerle una consulta acerca de la comprade un tiburón vivo para tenerlo en unalaguna salada ornamental.

—El único lugar donde yo sepa quehay algo así se encuentra cerca de dondeusted está ahora, señor Bryce —respondióla voz servicial—. En la OurobourosWorm and Bait . Ellos tienen tiburones, yde los grandes. Se los venden azoológicos extranjeros y lugares así.Disponen de tiburones de tres clases:blanco, tigre y martillo. Estaránencantados de ayudarlo. Cuesta mucho

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dinero alimentarlos. A su servicio. Vengaa verme si pasa por aquí. Adiós.

Bond sacó su pistola y se puso alimpiarla, mientras esperaba que cayera lanoche.

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Capítulo 15Medianoche entre los

gusanos

A las seis de la tarde, Bond hizo la maletay pagó en recepción. La señora Stuyvesantse alegró de verlo partir. Las CabañasEverglades no habían vivido una alarmasemejante desde el último huracán.

El coche de Leiter volvía aencontrarse en el paseo, y Bond locondujo hasta la ciudad. Entró en unaferretería y realizó varias compras. Luegocenó el filete más grande y crudo, conpatatas fritas, que había visto en su vida.

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Era un asador pequeño llamado Pete's,oscuro y acogedor. Con el filete bebió unvaso de Oíd Grandad, y acabó la cena condos tazas de café muy cargado. Con todoeso en el estómago, comenzó a sentirsemás optimista.

Se entretuvo con la comida y labebida hasta las nueve. A continuaciónestudió un mapa de la ciudad, subió alcoche y dio un largo rodeo que lo llevó auna manzana de distancia del muelle delRobber, desde el sur. Condujo elautomóvil hasta el mar y allí se apeó.

Era una noche de brillante claro deluna; los edificios y el almacénproyectaban grandes parches de sombracolor añil. Toda el área parecía desierta,

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y no se oía más sonido que el quedochapoteo de las olas contra el malecón yel gorgoteo del agua debajo de losmuelles desiertos.

La parte superior del malecón bajotenía algo menos de un metro de ancho.Estaba en sombras a lo largo de los cienmetros o más que separaban a Bond de lasilueta del almacén de la Ourobouros.

Subió a él y avanzó con silenciossacautela entre los edificios y el mar. Amedida que se acercaba, un constantezumbido agudo se hacía más audible, ypara cuando saltó sobre el amplioaparcamiento de cemento que se extendíadetrás del almacén, se había transformadoen un alarido amortiguado. Bond suponía

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algo por el estilo. El sonido procedía delas bombas de aire y del sistema decalefacción que eran necesarios paramantener sanos a los peces durante lasfrías horas de la noche. También habíaconfiado en que la mayor parte del tejadosería sin duda transparente para que la luzdel sol entrara durante el día. Además,habría buena ventilación.

No se vio defraudado. La totalidad dela pared sur, desde una altura situada justopor encima de su cabeza, era una láminade cristal; y a través de la misma vio laluz de la luna que entraba a través de dosmil metros cuadrados de techo de cristal.Muy arriba, por completo fuera de sualcance, había unas ventanas anchas

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abiertas al aire de la noche. Tal y como ély Leiter supusieron, había una puertapequeña en la parte inferior, pero estabacerrada con llave y cerrojo, y unos cablesrevestidos de píomo que había cerca delos goznes sugerían la existencia de algúntipo de alarma antirrobo.

Bond no estaba interesado en lapuerta. Siguiendo una corazonada, ibaequipado para entrar a través de cristales.Buscó por alrededor algo para subirse yque le permitiera situarse un medio metromás arriba. En un lugar donde la basura yla chatarra constituyen una parte tanhabitual del paisaje, pronto encontró loque necesitaba: un neumático para camiónde gran tonelaje. Lo hizo rodar hasta la

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pared del almacén, lejos de la puerta, y sequitó los zapatos.

Colocó ladrillos contra el bordeinferior del neumático para mantenerloquieto y se subió encima. El regularsonido de las bombas de aire leproporcionaba protección contracualquier ruido que hiciera. De inmediatose puso a trabajar con un pequeñodiamante para cortar cristales que habíacomprado, junto con un buen trozo demasilla, cuando se encaminaba a cenar.En cuanto hubo cortado los dos ladosverticales de uno de los cristales de unmetro cuadrado, pegó la masilla en elcentro del mismo, le dio forma de pomoprominente y, a continuación, se dispuso a

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cortar los lados horizontales.Mientras trabajaba, de vez en cuando

observaba el espectáculo que ofrecía elalmacén bañado por el claro de luna. Losinterminables acuarios descansaban sobrecaballetes de madera alineados, conestrechos pasillos entre ellos. En el centrodel edificio había un corredor amplio.Debajo de los caballetes podía ver largosestanques y bandejas encajados en elsuelo. Justo debajo de él, anchos estantescubiertos por montones de conchasmarinas sobresalían de la pared. Casitodos los acuarios estaban a oscuras, peroen algunos se veía una fina línea de luzeléctrica que relumbraba de maneraespectral y centelleaba sobre pequeños

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surtidores de burbujas que se elevabanentre algas y arena. Encima de cadaacuario, suspendida del techo, había unapasarela de metal ligero, y Bond supusoque cualquier acuario en concreto podíaser alzado y llevado hasta la salida paraembarcarlo, o para retirar un pez enfermocon el fin de ponerlo en cuarentena.Aquélla era una ventana abierta a unmundo misterioso, tan misterioso como sucomercio. Resultaba extraño pensar entodos los gusanos, anguilas y peces que semovían silenciosos en la noche, en losmillares de agallas que palpitaban y en lamultitud de antenas que se agitaban,señalaban y transmitían sus diminutasseñales de radar a los soñolientos centros

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nerviosos.Tras un cuarto de hora de trabajo

meticuloso, se oyó un ligero chasquido yel cristal se desprendió, pegado al pomode masilla que sujetaba con una mano.

Bajó y colocó con cuidado el cristalen el suelo, lejos del neumático. Acontinuación se metió los zapatos dentrode la camisa. Con sólo una mano encondiciones, constituían un arma de vitalimportancia. Se detuvo a escuchar. Sólooyó el constante sonido de las bombas.Alzó los ojos para ver si por casualidadalguna nube estaba a punto de ocultar laluna, pero sólo vio un cielo limpio y eldosel de ardientes estrellas. Subió otravez al neumático, y sólo con el impulso, la

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mitad de su cuerpo pasó al otro lado de laamplia abertura que había hecho.

Giró sobre sí y se aferró al marcometálico que tenía por encima de lacabeza tras lo cual, aguantando todo supeso con los brazos, plegó las piernas ylas introdujo por la ventana, dejándolascolgar de modo que quedaron a pocoscentímetros del estante cargado deconchas. Bajó el cuerpo hasta que rozó lasconchas con los pies enfundados en loscalcetines; entonces las apartó consuavidad hasta dejar una parte de lamadera al descubierto. Luego hizo quetodo su peso se apoyara con suavidadsobre el estante. Este resistió, y al cabode un momento Bond se encontraba de pie

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en el suelo, con todos los sentidos alertapara detectar cualquier sonido queahogara el ruido de la maquinaria.

Pero no oyó nada. Se sacó los zapatosde puntera de acero de dentro de lacamisa y los dejó sobre el estante; luegoavanzó por el suelo de cemento con unalinterna bolígrafo encendida en una mano.

Se encontraba en la zona de peces deacuario y, mientras leía las etiquetas,captaba destellos de luz coloreada dentrode los profundos tanques, y, de vez encuando, una joya viviente se materializabadurante un breve instante y lo contemplabacon ojos saltones antes de que élcontinuara su camino.

Los había de todas las especies: xifos,

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gupis, platijas, tetras, neones, cíclidos,peces laberinto y peces paraíso, ademásde todas las variedades de peces decolores de agua fría. Debajo, hundidas enel suelo y casi todas cubiertas con telametálica, había bandejas y más bandejaspululantes y palpitantes de gusanos y cebovivo: gusanos blancos, gusanos diminutos,dafnias, gambas muy pequeñas y gruesosgusanos viscosos. Desde aquellos tanquesdel suelo, bosques de ojos minúsculos sealzaban hacia su linterna.

En el aire flotaba un fétido olor amanglar, y la temperatura rondaba losveintiséis grados centígrados. Al cabo depoco rato, Bond comenzó a sudar,anhelando el aire limpio de la noche.

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Había llegado al pasillo central antesde encontrar los peces venenosos queconstituían uno de sus objetivos. Cuandohabía leído acerca de ellos en losexpedientes de la central de Policía deNueva York, tomó nota mental de que legustaría averiguar más cosas acerca deesa peculiar vertiente del negocio de laCompañía Ourobouros.

En aquel lugar, los acuarios eran máspequeños y por lo general había un soloespécimen en cada uno. Los perezososojos que miraban a Bond desde dentro delos mismos eran fríos y hundidos, y albrillar el haz de su linterna, algunos leenseñaban afilados dientes y otros alzabanuna aleta dorsal provista de púas.

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Cada acuario lucía una ominosacalavera con dos tibias cruzadas dibujadacon tiza, y había grandes etiquetas en quese leía: MUY PELIGROSO y NOACERCARSE.

Debía de haber al menos un centenarde acuarios de diversos tamaños, desdelos más grandes, que albergaban torpedosy el siniestro pez guitarra, hasta los máspequeños para el Amia calva del Pacífico,y el monstruoso pez escorpión de lasAntillas, cuyas púas estaban provistas desacos de un veneno tan poderoso como elde las serpientes de cascabel.

Los ojos de Bond se entrecerraroncuando advirtió que, en todos los acuariospeligrosos, el fango o la arena del fondo

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ocupaba casi la mitad del espacio.Escogió un acuario donde había un

pez escorpión de quince centímetros delargo. Tenía algunos conocimientos sobrelos hábitos de esa especie mortal, y enparticular sabía que no envenenan cuandoatacan, sino sólo por contacto.

El borde del acuario le llegaba a lacintura. Sacó una resistente navaja quehabía comprado y abrió la hoja más larga.Luego se inclinó sobre el acuario y, unavez se hubo arremangado, apuntó lanavaja hacia el centro de la cabeza llenade bultos, entre las hundidas fosas de losojos. Cuando su mano rompió lasuperficie del agua, las púas del blancopez antediluviano se irguieron

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amenazadoras y sus manchadas listas setornaron de un color marrón fangosouniforme. Sus aletas pectorales, anchascomo alas, se alzaron ligeramente,preparadas para la lucha.

Bond le asestó un navajazo rápido,corrigiendo la trayectoría para compensarla refracción de la luz desde la superficie.Clavó la abultada cabeza contra el fondomientas la cola se agitaba enloquecida, ycon lentitud arrastró el pez hacia sí y lodeslizó al exterior por el cristal lateraldel acuario. Se apartó a un lado y loarrojó al suelo, donde continuó dandocoletazos y saltando a pesar de tener elcráneo destrozado.

Luego se inclinó de nuevo sobre el

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acuario y hundió la mano en el centro defango y arena, hasta el fondo.

Sí, allí estaban. La corazonada quehabía tenido con respecto a los pecesvenenosos era correcta. Sus dedosrozaron las apretadas hileras de monedasdebajo de la capa de fango, como fichasde juego en el interior de una caja.Estaban colocadas dentro de una bandejaplana. Podía palpar las divisiones demadera. Sacó una moneda y la enjuagó, aligual que su mano, en el agua más limpiade la superficie. La alumbró con lalinterna. Era tan grande como una monedade cinco chelines y casi igual de gruesa,pero estaba hecha de oro. Lucía el escudode armas de España y la cabeza de Felipe

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II.Miró el acuario, calculando sus

medidas. Debía de haber unas milmonedas en aquel acuario, que ningúnoficial de aduanas pensaría siquiera entocar. Un tesoro por valor de entre diez yveinte mil dólares guardado por unCancerbero[28] de colmillos envenenados.Debía de pertenecer al cargamento que elSecatur había llevado allí en su últimoviaje, una semana antes. Cien acuarios.Unos ciento cincuenta mil dólares en oropor viaje. Dentro de poco, los camionespasarían a recoger los acuarios y, enalguna parte, unos hombres con tenazasrevestidas de goma extraerían losmortales peces para arrojarlos de vuelta

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al mar o quemarlos. Sacarían el agua y elfango, lavarían las monedas y las meteríanen bolsitas, las cuales irían a parar amanos de los agentes. Estos introduciríanlas monedas poco a poco en el mercado yrendirían cuenta estricta ante lamaquinaria de Big de cada una de ellas.

Era una trama ideada de acuerdo conla filosofía del señor Big: efectiva,técnicamente brillante y a prueba de casitodo.

Bond sentía una profunda admiraciónmientras se inclinaba hasta el suelo yensartaba al pez escorpión en un flanco.Lo metió otra vez en el acuario. No teníaningún sentido que notificara susconocimientos al enemigo.

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En el momento en que se apartaba delacuario, todas las luces del almacén seencendieron.

—No te muevas ni un milímetro.Arriba las manos —le ordenó una voz concortante tono autoritario.

Mientras se lanzaba al suelo y rodabapor debajo de los acuarios, vislumbró laalta y flaca silueta del Robber, que seencontraba contra la entrada principal,con un ojo guiñado y el otro fijo en lamira de su rifle. Al lanzarse, Bond rezópara que el Robber errase el tiro, perotambién para que el tanque del suelo queiba a recibirlo sobre sí fuese uno de losque estaban tapados. Lo era. Una telametálica lo cubría. Algo chasqueó los

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dientes hacia él cuando cayó sobre la telay rodó hasta el siguiente pasillo. Encuanto hubo desaparecido, el riflerestalló, el acuario del pez escorpión quetenía encima se hizo añicos y el agua sederramó al exterior.

Bond retrocedió a toda velocidadentre los tanques hacia su única vía deretirada. Justo cuando giraba en unrecodo, oyó un disparo y un acuario depeje ángel estalló como una bomba junto asu oído.

Ahora se encontraba en el extremotrasero del almacén, con el Robber alotro, separado de él por cincuenta metros.No tenía posibilidad alguna de saltarhacia la ventana, situada al otro lado del

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pasillo central. Se detuvo un momentopara recobrar el aliento y pensar. Sabíaque las hileras de acuarios sólo loprotegerían hasta las rodillas, y que entredichas hileras quedaría a plena vista através de los estrechos corredores. Encualquier caso, no podía quedarse quieto.Este hecho se lo recordó una bala que lepasó silbando entre las piernas paraestrellarse en una pila de conchas,haciendo volar las duras astillas de lasmismas, que zumbaron en torno a sucabeza como avispas. Giró a la derecha, yotra bala salió disparada hacia suspiernas, rebotó en el suelo y acabó en ungran depósito de almejas, que se partiópor la mitad y desparramó un centenar de

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ellas por el suelo. Bond retrocediócorriendo a grandes zancadas rápidas.Había desenfundado la Beretta y efectuódos disparos mientras cruzaba el pasillocentral. Vio al Robber saltar para ponersea cubierto, al tiempo que estallaba elacuario que tenía por encima de la cabeza.

Bond sonrió cuando oyó el grito,ahogado por el estrépito de cristales rotosy agua.

De inmediato echó una rodilla entierra y efectuó dos disparos apuntando alas piernas del Robber, pero una distanciade cincuenta metros era excesiva para supistola de pequeño calibre. Se oyó elestrépito de otro acuario al romperse,pero la segunda bala repiqueteó contra las

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puertas de hierro de la entrada.E l Robber siguió disparando y Bond

pudo esquivarlo moviéndose de un lado aotro entre los cajones, mientras esperabaque una bala le acertara en una rótula. Devez en cuando efectuaba un disparo paraobligar al Robber a mantenerse adistancia, pero sabía que tenía perdida labatalla. El otro hombre parecía contar conun número interminable de municiones. ABond sólo le quedaban dos balas dentrodel arma y un cargador nuevo en elbolsillo.

Mientras iba de un lado a otro,resbalando con aquellos peces raros quedaban coletazos contra el cemento,incluso se detenía para coger pesadas

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conchas de estrombos gigantes[29] y se lasarrojaba a su enemigo. A menudorebotaban contra la parte superior dealgún acuario del extremo del almacéndonde se encontraba el Robber,sumándose al espantoso estrépito reinanteentre las paredes de hierro, y resultabanbastante ineficaces. Pensó en dispararcontra las luces para apagarlas, perohabía al menos veinte, repartidas en doshileras.

Por último, Bond decidió renunciar.Le quedaba una artimaña a la que recurrir,y cualquier cambio en la batalla seríamejor que agotarse corriendo por elextremo peligroso de aquella galería detiro.

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Al pasar ante una hilera de acuariosde los cuales el que tenía más cerca sehabía roto, lo empujó para derribarlo.Aún estaba lleno hasta la mitad de rarospeces luchadores de Siam, y se sintiócomplacido por el estrepitoso ruido quehicieron los restos del mismo al estallaren pedazos contra el suelo. Sobre la mesade caballetes quedó libre un amplioespacio y, tras realizar dos carreras cortaspara recoger sus zapatos, Bond regresó atoda velocidad y saltó encima de ella.

Al quedarse el Robber sin un blancocontra el cual disparar, se produjo unmomento de silencio que sólo rompía elsonido de las bombas, el del agua quecaía de los acuarios rotos y los coletazos

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de los peces agonizantes. Bond se pusolos zapatos y se ató los cordones muyfuerte.

—Oye, inglés —gritó el Robber contono de paciencia—. Sal adonde te vea oempezaré a lanzar granadas. Estabaesperándote y tengo munición más que desobras.

—Creo que tendré que rendirme —respondió Bond haciendo bocina con lasmanos—. Pero sólo porque me hasdestrozado uno de los tobillos.

—No te dispararé —le gritó elRobber—. Tira el arma al suelo y bajapor el pasillo central con las manos enalto. Mantendremos una tranquila charla.

—Supongo que no me queda otra

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opción —respondió Bond, dándole a suvoz un tono de desesperanza.

Dejó caer la Beretta al suelo, donderepiqueteó sonoramente. Sacó la monedade oro del bolsillo y la agarró con lamano izquierda vendada.

Gimió al posar los pies en el suelo.Caminó arrastrando la pierna izquierda,mientras cojeaba pesadamente por elpasillo central, con las manos alzadas a laaltura de los hombros. Se detuvo a lamitad.

El Robber avanzó hacia Bond con laspiernas semiflexionadas y el rifleapuntándole al estómago. Bond se alegróal ver que tenía la camisa empapada desudor y un corte encima del ojo izquierdo.

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El Robber caminaba muy arrimado allado izquierdo del pasillo. Cuando seencontraba a unos diez metros de Bond, sedetuvo con un pie posado como porcasualidad sobre una pequeñaprotuberancia que sobresalía del suelo decemento.

Hizo un gesto con el rifle.—Levanta más las manos —ordenó.Bond gimió y las alzó algunos

centímetros más, casi cruzándolas ante elrostro, como en un gesto defensivo.

Por entre los dedos vio que el pie delRobber daba un golpe seco lateral a algo,y oyó un suave sonido metálico como si sehubiera descorrido un cerrojo. Los ojosde Bond destellaron detrás de las manos y

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apretó las mandíbulas. En ese momentosupo qué le había sucedido a Leiter.

E l Robber avanzó, interponiendo sucuerpo duro y delgado entre Bond y elpunto donde se había detenido.

—Cristo —se quejó Bond—. Tengoque sentarme. Las piernas no me aguantan.

El Robber se detuvo a pocos pasos dedistancia.

—Continúa de pie mientras te hagoalgunas preguntas, inglés. —Le enseñó losdientes manchados de tabaco en un amagode sonrisa.— Pronto estarás tumbado, ypara siempre.

E l Robber se detuvo y lo miró dearriba abajo. Bond dejó caer los hombros.Detrás de la expresión de derrota de su

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rostro, su cerebro iba midiendo cadacentímetro.

—Hijo de puta entrometido… —dijoel Robber.

En ese momento, Bond dejó caer lamoneda de oro que tenía en la manoizquierda. Esta repiqueteó contra elcemento y comenzó a rodar.

Los ojos del Robber bajaron hacia elsuelo durante una fracción de segundo, yen ese instante el pie derecho de Bond,con su zapato de puntera de acero, saliódisparado con la pierna estirada almáximo. La patada casi arrancó el rifle dela mano al Robber. En el mismísimoinstante en que éste apretaba el gatillo y labala atravesaba, inofensiva, el techo de

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cristal, Bond se lanzó contra el estómagodel hombre, golpeando con ambos puños.

Sus manos hicieron impacto en algoblando y provocaron un gruñido deagonía. Un fuerte dolor hizo presa en lamano izquierda de Bond, y éste dio unrespingo cuando el rifle cayó con fuerzasobre su espalda. Pero, ciego al dolor,continuó golpeando al hombre con ambasmanos, la cabeza agachada entre loshombros encogidos, obligándole aretroceder y haciéndole perder elequilibrio. Al sentir que el otro cedía, seenderezó ligeramente y lanzó una segundapatada con el zapato de puntera de acero,que hizo impacto en la rótula del Robber.Se oyó un alarido agónico y el rifle se

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estrelló contra el suelo mientras elRobber intentaba protegerse. Estaba amedio camino del suelo cuando Bond leasestó un directo en la mandíbula que lohizo volar unos cuantos pasos más por elaire.

E l Robber cayó en el centro delpasillo, justo frente a lo que Bond vio queera un cerrojo descorrido en el suelo.

Cuando el cuerpo impactó contra elsuelo, un cuadrado del cemento giró congran rapidez sobre un pivote central, y elcuerpo casi desapareció a través de lanegra abertura de una ancha trampilla.

Al sentir que aquello cedía bajo supeso, el Robber profirió un penetrantealarido de terror al tiempo que manoteaba

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en busca de un asidero. Se cogió al bordede la abertura y se aferró a él mientras sucuerpo pendía en el vacío y el panel decemento armado, de un metro ochenta,giraba con lentitud hasta quedar verticalsobre el pivote, con un rectángulo negroque bostezaba a cada lado de él.

Bond estaba jadeando. Se llevó lasmanos a las caderas y recobró un poco elaliento. A continuación avanzó hasta elagujero que quedaba a su derecha y miróhacia abajo.

El ateiTorizado rostro del Robber,con los labios estirados hasta dejardesnudos los dientes y con las pupilasdilatadas de pánico, se alzaba hacia él,farfullando palabras ininteligibles.

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Cuando miró con más detenimiento elfondo, Bond no vio nada en concreto, perooyó el chapoteo del agua contra loscimientos del edificio y percibió unadébil luminiscencia que procedía del ladodel mar. Dedujo que en esa dirección seencontraba el acceso al océano a travésde una alambrada o de estrechos barrotes.

A medida que la voz del Robbermermaba hasta transformarse en ungimoteo, oyó algo que se movía abajo,alertado por la luz que penetraba desde loalto. «Un pez martillo —pensó—, o untiburón tigre, que son los que reaccionancon mayor celeridad.»

—Sáqueme de aquí, amigo. Sáqueme.No podré resistir mucho más. Haré lo que

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usted quiera. Le diré lo que sea.La voz del Robber era un áspero

susurro de súplica.—¿Que le ha sucedido a Solitaire? —

inquirió Bond, mirando fijamente a losfrenéticos ojos.

—Fue idea del señor Big. Me ordenóque dispusiera el secuestro con doshombres de Tampa. Pidió a Butch y alLifer, de la sala de billar que está detrásdel Oasis. La chica no ha sufrido ningúndaño. Déjeme salir, amigo.

—¿Y al estadounidense, a Leiter?El rostro de agónica expresión adoptó

un aire suplicante.—Eso fue culpa de él. Me hizo salir a

primera hora de esta mañana. Dijo que se

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había declarado un incendio. Que lo habíavisto al pasar con su coche. Me atrapó yme trajo aquí. Quería registrar esto. Secayó por la trampilla. Fue un accidente.Juro que él tuvo la culpa. Lo sacamosantes de que muriera. Sobrevivirá.

Bond clavó una mirada fría en losblancos dedos que se aferraban condesesperación al borde de cemento. Sabíaque el Robber tenía que haber descorridoel cerrojo y logrado, de alguna forma, queLeiter pasara por encima de la trampilla.Casi podía oír la risa de triunfo delhombre cuando el suelo se abrió y ver lasonrisa cruel mientras escribía la nota y lametía entre las vendas después de pescarel cuerpo medio devorado de su amigo.

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Por un momento una ira ciega seapoderó de él.

Pateó con fuerza, dos veces.El breve alarido ascendió desde las

profundidades. Se oyó algo que chocabacontra el agua, y luego se produjo unatremenda conmoción de chapoteos.

Se desplazó a un lado de la trampillay empujó la losa de cemento vertical. Estagiró suavemente sobre su pivote central.

Justo antes de que cubriera del todolas tinieblas del hueco, oyó un terriblegorgoteo gruñente, como si un cerdogigantesco se llenara la boca de comida.Lo reconoció como el gruñido que hace untiburón cuando su monstruoso morroaplanado sale fuera del agua y su boca en

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forma de hoz se cierra sobre una carcasaque flota en la superficie. Se estremeció ydio una patada al cerrojo para queregresara a su sitio.

Recogió la moneda de oro del suelo yrecuperó la Beretta. Avanzó hasta lasalida principal y volvió la cabezadurante un momento para contemplar losdestrozos causados por la batalla.

Se le ocurrió que no se veía nada quedenunciara la presencia del tesoro quehabía descubierto. La parte superior delacuario del pez escorpión había sidovolada de un disparo, y cuando loshombres llegaran por la mañana no sesorprenderían de encontrar al bichomuerto dentro. Sacarían los restos del

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Robber del estanque de los tiburones einformarían a Big que el hombre habíaresultado muerto en un tiroteo y que sehabían producido daños por valor de xmillares de dólares que tendrían que serreparados antes de que el Secatur pudierallevar allí el siguiente cargamento.Encontrarían algunas de las balas de Bondy no tardarían en deducir que había sidoobra suya.

Bond apartó de su mente el horror quehabitaba bajo el suelo del almacén. Apagólas luces y salió por la puerta principal.

Ya se había cobrado un pequeñoadelanto a cuenta de la deuda porSolitaire y Leiter.

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Capítulo 16La versión jamaicana

Eran las dos de la madrugada. Bondapartó el coche del malecón y se alejócruzando la ciudad por la calle Catorce,hacia la autovía de Tampa.

Avanzó con lentitud por la autovía decuatro carriles a través de lasinterminables hileras dobles de moteles,aparcamientos para caravanas y centroscomerciales que vendían muebles deplaya, conchas marinas y duendes decemento.

Se detuvo en el Gulf Winds Bar and

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Snacks y pidió un Oíd Grandad doble conhielo. Mientras el camarero de la barra lopreparaba, Bond entró en el lavabo y seaseó. Tenía las vendas de la manoizquierda cubiertas de suciedad y la manole latía de dolor. El entablillado se habíapartido al estrellarse contra el estómagod e l Robber. Nada podía hacer pararemediarlo. Tenía los ojos enrojecidospor la tensión y la falta de sueño. Regresóal bar, bebió el bourbon y pidió otro. Elcamarero de la barra parecía ununiversitario que pasaba las vacacionestrabajando. Tenía ganas de conversación,pero a Bond no le quedaban ánimos paraello. Se sentó, clavó la mirada en elinterior del vaso y se puso a pensar en

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Leiter y el Robber, y volvió a oír elrepulsivo gruñido del tiburón al comer.

Pagó, salió a la autovía y prosiguió sucamino por el Puente Candy, sintiendo elfresco aire de la bahía en el rostro. Alfinal del puente giró a la izquierda endirección al aeropuerto, para detenerseante el primer motel donde parecía haberalguien despierto.

Los propietarios, una pareja demediana edad, estaban escuchando untardío programa de rumba emitido desdeCuba, acompañados por una botella dewhisky de centeno colocada entre ambos.Bond les contó una historia de pinchazoen la carretera que va de Sarasota a SilverSprings. No demostraron interés, pero

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estaban contentos de aceptar los diezdólares que les pagó. Condujo el cochehasta la puerta de la habitación númerocinco. El hombre le abrió y encendió laluz. Había una cama de matrimonio, unaducha, una cómoda y dos sillas. Ladecoración era blanca y azul. Parecíalimpia. Con alivio, Bond dejó la maletaen el suelo y dio las buenas noches alpropietario. Se desnudó y arrojó las ropassobre una silla. Luego se dio una ducharápida, se cepilló los dientes e hizogárgaras con un colutorio fuerte, y acontinuación se metió en la cama.

De inmediato se sumió en un sueñosereno y relajado. Era la primera noche,desde que había llegado a Estados

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Unidos, en que no amenazaba una nuevabatalla con su suerte al día siguiente.

Despertó a mediodía y cruzó lacarretera hasta una cafetería, donde elcocinero de comida rápida le preparó undelicioso emparedado de tres pisos contortilla de pimiento, cebolla y jamón;luego se tomó un café. Cuando huboacabado regresó a su habitación yescribió un informe detallado para el FBIde Tampa. Omitió toda referencia al oroque había en los acuarios de los pecesvenenosos, por temor a que el Big Maninterrumpiera sus operaciones en Jamaica.Aún quedaba por descubrir la naturalezade las mismas. Sabía que el daño quehabía causado a la maquinaria que aquel

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hombre tenía en Estados Unidos carecíade toda importancia para la esencia de sumisión: descubrir la fuente del oro,confiscarlo y, a ser posible, destruir alpropio Big.

Condujo hasta el aeropuerto y llegóunos minutos antes de la salida delcuatrimotor plateado. Dejó el coche deLeiter en el aparcamiento, según habíaespecificado en el informe al FBI. Cuandovio a un hombre con un innecesarioimpermeable que daba vueltas por latienda de venta de recuerdos sin comprarnada, supuso que no era necesaria dichamención en el informe. Estaba seguro deque deseaban comprobar que cogía aquelavión. Se alegrarían de verlo partir.

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Adondequiera que hubiese ido dentro deEstados Unidos, había dejado cadáveres.Antes de abordar el aparato llamó alhospital de St. Petersburg. Al oír larespuesta, deseó no haberlo hecho: Leitercontinuaba inconsciente y no habíanoticias. Sí, le enviarían un cable cuandosupieran algo definitivo.

Eran las cinco de la tarde cuandodescribieron un círculo sobre la bahía deTampa y se dirigieron hacia el este. El solestaba bajo en el horizonte. Un gran avióna reacción procedente de Pensacola pasóde largo, a buena distancia a babor,dejando cuatro estelas de vapor quepermanecieron flotando, casi inmóviles,en el aire quieto. Dentro de poco

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completaría el recorrido y se adentraríaen tierra, de regreso a la costa del golfocon su cargamento de «vejetes» ataviadoscon camisas Traman. Bond se alegraba deir camino de las verdes laderas deJamaica y dejar atrás el enorme continenteduro de Eldorado.

El avión atravesó la parte másestrecha de Florida, las hectáreas debosques y pantanos donde no se veía nirastro de población humana, con las lucesde sus alas, verdes y rojas, parpadeandoen la creciente oscuridad. Al cabo depoco sobrevolaban Miami y el monstruode cazabobos de la Costa Este, con susarterias encendidas de neón. Allá lejos, ababor, la carretera nacional número 1

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desaparecía por la costa en una doradacinta de moteles, gasolineras y puestos dezumo de frutas, pasando por Palm Beach yDaytona hasta Jacksonville, que quedabaa cuatrocientos ochenta kilómetros dedistancia. Bond pensó en el desayuno quehabía tomado en Jacksonville hacía menosde tres días y en todo lo ocurrido desdeentonces. Dentro de poco, tras una breveescala en Nassau, estaría sobrevolandoCuba, tal vez justo por encima delescondite donde Big había encerrado a lajoven. Ella oiría el ruido del avión y talvez su instinto le hiciera mirar a lo alto,hacia el cielo, y por un momento sintieraque él se encontraba cerca.

Bond se preguntó si volverían a

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encontrarse algún día y acabarían lo quehabían comenzado. Pero eso tendría quedejarse para después; cuando él hubieraconcluido la misión…, sería el premioque hallaría al final de la peligrosacarretera que había comenzado a recorrertres semanas antes, en la niebla deLondres.

Tras un cóctel y una cena temprana,aterrizaron en Nassau y pasaron mediahora en la isla más rica del mundo, lapequeña extensión arenosa donde miles delibras esterlinas atemorizadas yacenenterradas debajo de las mesas decanasta, y donde los chalés rodeados porralas hileras de pandanáceos y casuarinascambian de manos por cincuenta mil

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libras cada uno.Despegaron de la diminuta población

de platino y al cabo de poco sobrevolabanlas parpadeantes luces de madreperla deLa Habana, tan diferentes, en su modestiade tonos pastel, de los duros coloresprimarios de las ciudadesestadounidenses por la noche.

Volaban a cuatro mil quinientossetenta metros de altura cuando, justodespués de dejar atrás la isla de Cuba, semetieron de lleno en una de esas violentastormentas tropicales que hacen que losaviones dejen de ser cómodos salonespara transformarse en turbulentas trampasmortales. El enorme cuatrimotor erazarandeado mientras sus propulsores de

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hélice rugían, ora girando en el vacío, orachocando bruscamente contra las paredesde aire sólido. El fino cilindro metálicose estremecía y giraba. La porcelana sehacía pedazos en la pequeña cocina yenormes gotas de lluvia golpeteabancontra las ventanillas de perspex[30].

Bond se aferró a los brazos de suasiento con tanta fuerza que le causó doloren la mano izquierda, e imprecó en vozbaja.

Contempló los estantes de revistas ypensó: «No servirán de mucho cuando elacero se rompa por fatiga metálica acuatro mil quinientos setenta metros dealtura, ni tampoco servirán el agua decolonia de los lavabos, ni las comidas

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personalizadas, ni las maquinillas deafeitar gratuitas, ni la "orquídea para sudama" que ahora tiembla en la cubitera. Ymenos útiles aún resultarán los cinturonesde seguridad y los chalecos salvavidasque, según la demostración de la azafata,se inflarían mediante una boquilla, ni lamona lucecita roja de salvamento.

»No; cuando las tensiones sondemasiado poderosas para el metalfatigado, cuando el mecánico de tierra querevisa el sistema anticongelante del aviónvive un amor contrariado y descuida sutrabajo, da lo mismo que sea en Londres,Idlewild, Gander o Montreal; cuando esascosas, o muchas otras, suceden, elpequeño habitáculo cálido con

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propulsores en la parte delantera cae delcielo al mar o a la tierra, más pesado queel aire, falible, vano. Y las cuarentapersonas diminutas más pesadas que elaire, falibles dentro de la falibilidad delavión, vanas dentro de la más grandevanidad del aparato, caen junto con él,produciendo pequeños hoyos en la tierra opequeños chapuzones en el mar. Lo que,de cualquier manera, es su propio destino;así pues, ¿por qué preocuparse? Te hallasligado a los descuidados dedos delmecánico de tierra de Nassau, como loestás a la debilidad mental delhombrecillo que va en el coche familiar yconfunde la luz roja con la verde, topandocontigo de frente, por primera y última

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vez, cuando regresabas tan tranquilo acasa tras cometer un pecadillo privado.Es imposible hacer nada para impedirlo.Comienzas a morir en el momento en quenaces. La totalidad de tu vida es unapartida de cartas con la muerte.

»O sea que… tómatelo con calma.Enciende un cigarrillo y agradece quetodavía estás vivo mientras inhalas elhumo hasta el fondo de los pulmones. Tuestrella te ha permitido llegar bastantelejos desde que abandonaste el senomaterno y lloraste cuando saliste al fríoaire del mundo. Tal vez esta noche tepermita incluso aterrizar en Jamaica. ¿Nooyes esas alegres voces de la torre decontrol que durante todo el día han estado

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diciendo en voz baja: "Adelante, BOAC.Adelante, Panam. Adelante, KLM"? ¿Nooyes cómo te llaman también a ti para queaterrices: "Adelante, Transcarib.Adelante, Transcarib"? No pierdas la feen tu estrella. Recuerda los momentosterribles por los que pasaste anoche,enfrentándote con la muerte contenida enel rifle del Robber. Todavía estás vivo,¿no? Mira, ya hemos salido de latormenta. Sólo ha sido algo destinado arecordarte que el mero hecho de serrápido con un arma de fuego no significaque seas duro de verdad. Simplemente, nolo olvides. Este feliz aterrizaje en elaeropuerto de Palisadoes se te ofrececomo cortesía de tu estrella. Será mejor

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que le des las gracias.»Bond se desabrochó el cinturón de

seguridad y se enjugó el sudor del rostro.«Al diablo con todo esto», pensó

mientras descendía del enorme y fuerteavión.

Strangways, el agente jefe delServicio Secreto en el Caribe, seencontraba en el aeropuerto pararecibirlo, y lo hizo pasar con rapidez porla aduana, el control de inmigración y eleconómico.

Eran casi las once de una nocheserena y calurosa. Se oía el agudo cantode los grillos entre los cactos queflanqueaban la carretera del aeropuertopor ambos lados. Bond, agradecido,

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absorbió los sonidos y aromas de lostrópicos mientras el vehículo militarabierto cruzaba el extremo de Kingston yascendía hacia el pie de las BlueMountains que relumbraban a la luz de laluna.

Hablaron con monosílabos hasta quese encontraron instalados en la cómodabarandilla de la pulcra casa blanca deStrangways, situada en Junction Road, alpie de Stony Hill.

Strangways sirvió sendos vasos dewhisky con soda para ambos y acontinuación hizo un conciso relato detodo lo concerniente al caso dentro delterritorio jamaicano.

Era un hombre delgado y chistoso, de

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unos treinta y cinco años de edad, excapitán de corbeta de la RNVR[31].Llevaba un parche negro sobre un ojo yposeía el tipo de atractivo aquilino que seasocia con el puente de mando de losdestructores. Pero su rostro presentabamuchas arrugas bajo el bronceado, y porsus gestos rápidos y frases bruscas, Bonddedujo que se trataba de un hombrenervioso y muy tenso. Sin duda eraeficiente y tenía sentido del humor, y noevidenciaba el más mínimo signo de celospor el hecho de que alguien del cuartelgeneral irrumpiera en su territorio. Bondtuvo la sensación de que iban a llevarsebien, y deseaba establecer una relación decompañerismo.

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La historia que Strangways tenía quecontarle era la siguiente:

Siempre se había rumoreado queexistía un tesoro en el islote llamado Isleof Surprise, y lo que se sabía sobreMorgan el Sanguinario sustentaba dichorumor.

El diminuto islote se encontraba en elcentro justo de Shark Bay, un puertopequeño situado al final de Junction Road,que atraviesa la estrecha franja de tierraque une Kingston con la costa norte.

El gran bucanero había hecho deShark Bay su base de operaciones. Legustaba tener todo el ancho de la isla entresu residencia y la del gobernador,establecida en Port Royal, de modo que

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pudiera escabullirse fuera de las aguas deJamaica en absoluto secreto. Algobernador también le agradaba esadisposición. La Corona deseaba que sehiciera la vista gorda con respecto a lapiratería de Morgan mientras losespañoles no hubiesen sido expulsadosdel Caribe. Cuando eso se logró,recompensaron a Morgan con los títulosde caballero y de gobernador de Jamaica.Hasta entonces, las acciones del piratatuvieron que ser repudiadas de maneraoficial para evitar una guerra europea conEspaña.

Así pues, durante el largo período detiempo que transcurrió antes de que elcazador furtivo se convirtiera en

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guardabosques, Morgan usó Shark Baycomo base de operaciones. Construyó trescasas en la hacienda vecina a la quebautizó Llanrummey por su pueblo natalde Gales. Dichas casas se llamaban«Morgan's», «The Doctor's» y «TheLady's». De las ruinas de las mismas aúnse desentierran hebillas y monedas.

Sus barcos siempre anclaban en SharkBay, y los carenaba a sotavento del Isle ofSurprise, un escarpado islote de coral ypiedra caliza que se alza vertical en elcentro de la bahía, coronado por unamedia hectárea de meseta selvática.

En 1683, cuando se marchó deJamaica por última vez, lo hizo bajoarresto para que sus pares del reino lo

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juzgaran por burlarse de la Corona. Sutesoro quedó atrás, en alguna parte deJamaica, y murió en la pobreza sin revelarjamás el escondite del mismo. Tenía queser un tesoro incalculable, fruto deincontables incursiones en la Española[32],de la captura de innumerables barcoscargados de monedas de oro quenavegaban hacia el Río de la Plata, de lossaqueos de Panamá y de los pillajes deMaracaibo. Pero ese tesoro se desvaneciósin dejar rastro.

Siempre se creyó que el secreto seencontraba en algún punto del islote Isleof Surprise; pero, durante doscientosaños, los buceos y las excavaciones delos cazadores de tesoros no dieron ningún

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resultado.—Pues bien —prosiguió Strangways

—, apenas seis meses antes habíansucedido dos cosas en el plazo de pocassemanas. Primera: un joven pescadordesapareció del poblado de Shark Bay yno se había vuelto a tener noticias de éldesde entonces; y segunda: un sindicatoanónimo de Nueva York había compradoel islote por mil libras al actualpropietario de la hacienda Llanrumney,que ahora era una rica propiedaddedicada al cultivo de plátanos y a la críade ganado.

Pocas semanas después de la venta, elyate Secatur arribó a Shark Bay y echó elancla en el antiguo fondeadero de Morgan,

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a sotavento del islote. Iba tripuladoenteramente por negros. Se pusieron atrabajar tallando una escalera en la cararocosa del islote y construyeron en lacima un grupo de barracas bajas al estilode lo que en Jamaica se conoce como«zarzo y barro».

Al parecer, estaban bien pertrechadosde provisiones, y lo único que alprincipio compraron a los pescadores dela bahía fue frutas fresca y agua dulce.

Era un grupo de hombres taciturnos ytranquilos que no causó ningún problema.A los funcionarios de la aduana en PortMaría, por la que habían pasado, lesexplicaron que habían ido allí a pescarpeces tropicales, variedades venenosas en

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especial, y a recoger conchas exóticaspara la Compañía Ourobouros de St.Petersburg. Una vez establecidos,compraron grandes cantidades de estascosas a los pescadores de Shark Bay, PortMaria y Oracabessa.

Durante una semana realizaronvoladuras en la isla, y se hizo correr lavoz de que era para excavar un granestanque donde mantener los peces.

E l Secatur comenzó a hacer viajesregulares entre el islote y el golfo deMéxico, y los guardias que observabancon binoculares confirmaron que, antes decada partida, llevaban a bordo acuariosportátiles. Siempre quedaban en tierra unamedia docena de hombres. Las canoas que

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se acercaban eran despedidas por unguardián situado en la base de la escaleratallada en el acantilado; el hombre pasabatodo el día pescando desde unembarcadero junto al cual amarraba yechaba dos anclas el Secatur, bienprotegido de los predominantes vientosdel noreste.

Nadie logró entrar en el islote duranteel día y, después de dos trágicos intentos,nadie lo intentó de nuevo durante lanoche.

La primera vez fue un pescador,atraído por los rumores de que había untesoro enterrado, rumores que no podíansuprimir todas aquellas explicacionesreferentes a peces tropicales. Había

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partido a nado en una noche oscura, y sucadáver fue devuelto por el mar yapareció en el arrecife al día siguiente.Los tiburones y las barracudas no habíandejado de él más que el tronco y losrestos de un muslo.

En torno a la hora en que deberíahaber llegado al islote, la totalidad de laaldea de Shark Bay despertó a causa delmás horrible ruido de tambores. Parecíaproceder del interior del islote. Loreconocieron como el toque de lostambores vudú. Comenzó con untamborileo suave y aumentó hasta resultaratronador. Luego fue disminuyendo hastacesar. Duró alrededor de cinco minutos.

A partir de ese momento, la isla fue

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ju-ju u obeah, como es llamado enJamaica, e incluso las canoas quenavegaban durante el día por aquella zonamantenían una distancia prudencial.

A esas alturas, Strangways se interesópor todo el asunto y envió un informecompleto a Londres. Desde 1950, Jamaicase había convertido en un importanteobjetivo estratégico gracias a laexplotación, por parte de la ReynoldsMetals y la Kaiser Corporation, deenormes yacimientos de bauxita[33]

encontrados en la isla. Por lo queStrangways sabía, las actividadesdesarrolladas en el islote Isle of Surprisepodían muy bien ser la construcción deuna base para submarinos de un solo

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tripulante para caso de guerra, enparticular dado que Shark Bay seencontraba cerca de la ruta que seguíanlos barcos de la Reynolds hasta el nuevopuerto de embarque de bauxita en OchoRíos, a pocos kilómetros costa abajo.

Londres investigó más a fondo aquelinforme con la colaboración deWashington, y se descubrió que elsindicato que había comprado el islote erapropiedad del señor Big.

Eso había sucedido tres meses antes.Entonces ordenaron a Strangways quepenetrara en el islote a toda costa ydescubriera qué sucedía allí. Montó todauna operación. Alquiló una propiedad,llamada Beau Desert, situada en el brazo

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occidental de Shark Bay. Sobre la mismase alzaban las ruinas de uno de losfamosos caserones jamaicanos deprincipios del siglo xix, además de unamoderna casa de playa que quedaba justoenfrente del fondeadero del Secatur,situado en la costa del islote.

Llevó a la isla dos excelentesbuceadores de la base naval de lasBermudas y estableció una vigilanciapermanente del islote con prismáticos devisión diurna y nocturna. Como noobservaron nada de naturaleza sospechosadurante varios días, en una oscura nochede calma envió a los dos buceadores conla orden de realizar una inspecciónsubmarina de la parte sumergida de la

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isla.Strangways describió su horror

cuando, una hora después de que sus doshombres hubiesen partido para recorrerlos trescientos metros de agua que losseparaban de su objetivo, los terriblestambores comenzaron a sonar en algúnpunto del interior de los acantilados delislote.

Aquella noche, ninguno de los dossubmarinistas regresó.

Al día siguiente, el mar los devolvióen puntos diferentes de la bahía. O, mejordicho, lo único que apareció fueron losrestos dejados por los tiburones y lasbarracudas.

En este punto de la narración, Bond lo

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interrumpió.—Espere un momento —dijo—. ¿Qué

es todo eso de tiburones y barracudas? Engeneral, no son tan salvajes en estasaguas. Hay pocos por los alrededores deJamaica y no suelen alimentarse por lanoche. En todo caso, no creo que ningunode ellos ataque a los seres humanos amenos que haya sangre en el agua. Sólo enmuy contadas ocasiones lanzan unadentellada a un pie blanco, llevados porla curiosidad. ¿Se habían comportado asíantes de ahora, en los alrededores deJamaica?

—Desde que uno arrancó un pie a unachica en el puerto de Kingston, en 1942,no se había producido ningún caso —

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respondió Strangways—. La remolcabauna lancha rápida, y ella agitaba los piesarriba y abajo. Los pies blancos debieronde parecerle especialmente apetitosos. Ytambién tenía que moverse a la velocidadadecuada. Todo el mundo concuerda conla teoría de usted. Y mis hombresllevaban arpones y cuchillos. Yo creíaque había hecho todo lo posible para queestuvieran protegidos. Fue un asuntoterrible. Puede imaginarse cómo me sentícon lo sucedido. Desde entonces nohemos hecho más que tratar de conseguirun acceso legítimo a través de la OficinaColonial y de Washington. Verá, el islotepertenece ahora a un estadounidense. Esun asunto muy lento, sobre todo porque

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nada tenemos contra esa gente. Parece quecuentan con una protección muy buena enWashington y con algunos buenosabogados internacionales. Estamoscompletamente atascados. Londres medijo que esperara hasta que usted llegara.

Strangways bebió un trago de whiskyy dirigió a Bond una mirada expectante.

—¿Cuáles son los movimientos delSecatur? —preguntó este último.

—Aún se encuentra en Cuba. Zarparádentro de una semana, más o menos, segúnla CIA.

—¿Cuántos viajes ha hecho?—Unos veinte.Bond multiplicó ciento cincuenta mil

dólares por veinte. Si su cálculo era

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correcto, Big había sacado ya un millónde libras esterlinas del islote, unos tresmillones de dólares.

—He tomado algunas disposicionesprovisionales para usted —comentóStrangways—. Tiene la casa de BeauDesert. Le he conseguido un coche, unTalbot Sunbeam coupé. Neumáticosnuevos. Rápido. El automóvil adecuadopara estas carreteras. Tengo un hombremuy bueno que le servirá de factótum. Esun isleño de las Caimán llamado Quarrel.Es el mejor buceador y pescador delCaribe. Terriblemente astuto. Y un buentipo. Además he conseguido prestada lacasa de fin de semana que la West IndianCitrus Company posee en Manatee Bay.

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Se encuentra al otro lado de la isla. Puededescansar allí durante una semana yentrenarse hasta la llegada del Secatur.Necesitará estar en forma si quiere ir alislote Isle of Surprise, y creohonradamente que es la única solución.¿Puedo hacer algo más por usted? Yoandaré por aquí, claro está, pero tendréque quedarme por los alrededores deKingston para mantener lascomunicaciones con Londres yWashington. Querrán estar al corriente detodo lo que hagamos. ¿Hay alguna otracosa que desee encargarme?

—Sí —respondió Bond, que habíaestado pensando en ello—. Podría pedir aLondres que indique al Almirantazgo que

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nos envíe uno de sus trajes de hombrerana completo, con botellas de airecomprimido. Necesitaremos varias deellas. Y un par de buenos fusilessubmarinos. Los franceses de la marcaChampion son los mejores. Una buenalinterna submarina. Un cuchillo decampaña. Toda la información que puedanconseguir del Museo de Historia Naturalsobre la barracuda y el tiburón. Y eserepelente para tiburones que losestadounidenses utilizan en el Pacífico.Que pidan a la BOAC que lo envíe todoen uno de sus servicios directos.

Bond hizo una pausa.—Ah, sí —añadió—. Y una de esas

cosas que nuestros saboteadores usaban

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contra los barcos durante la guerra. Unamina ventosa, con diferentes detonadores.

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Capítulo 17El viento delenterrador

Papaya con una raja de lima verde; unplato cargado con plátanos de piel rojizay mandarinas; huevos revueltos contocino; café de las Blue Mountains, el másdelicioso del mundo; mermelada denaranjas jamaicanas, casi negra, y jalea deguayabas.

Mientras tomaba el desayuno en elmirador, ataviado con pantalón corto ysandalias, y contemplaba el soleadopanorama de Kingston y Port Royal a sus

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pies, Bond pensó en lo afortunado que eray en los momentos de maravillosaconsolación que había, a cambio de lolóbrega y peligrosa que era su vidaprofesional.

Conocía bien Jamaica. Había estadoallí en una larga misión justo después definalizada la guerra, cuando la base deoperaciones comunista en Cuba intentabainfiltrarse en los sindicatos obreros deJamaica. Aquél resultó ser un trabajodesordenado y poco concluyente, pero élhabía llegado a tomar afecto a la enormeisla verde y a su gente leal y bromista. Sealegraba de estar de vuelta y disponer detoda una semana de respiro antes derecomenzar la formidable tarea que lo

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aguardaba.Después del desayuno, Strangways

apareció en la galería con un hombre depiel morena que llevaba una camisa azuldesteñida y un pantalón de cruzadillomarrón.

Era Quarrel, el nadador de las islasCaimán. A Bond le cayó bien deinmediato. En él había sangre de lossoldados y bucaneros de Cromwell, teníaun rostro fuerte y anguloso y una boca casisevera. Sus ojos eran grises. Sólo la narizachatada y las pálidas palmas de lasmanos eran negroides.

Se estrecharon las manos.—Buenos días, capitán —lo saludó

Quarrel.

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Era el título más notable que podíaconcederle un hombre que descendía de laraza de navegantes más famosa delmundo. Pero en su voz no se percibía eldeseo de complacer, ni rastro alguno dehumildad. Le hablaba como a uncompañero de tripulación, y sus modaleseran francos y sencillos.

Ese instante definió la relación entreambos. Se fijó como la de un señorescocés con su jefe de ojeadores; laautoridad era tácita y no había lugar paraservilismos.

Tras discutir sus planes, Bond sesentó al volante del pequeño automóvilque Quarrel le había llevado desdeKingston, y comenzaron a ascender

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Junction Road, dejando a Strangwaysocupado con las necesidades de Bond.

Habían salido antes de las nueve, y elaire aún era fresco cuando cruzaron lasmontañas que corren a lo largo del lomode Jamaica como las dentadasprominencias de la armadura de uncocodrilo. La carretera descendíaserpenteando hacia las llanuras del norte através de algunos de los paisajes máshermosos del mundo, cuya vegetacióntropical cambiaba según la altitud. Lasverdes laderas de las tierras altas,cubiertas con un plumaje de bambúsalpicado por el verde oscuro destellantedel árbol del pan, con la repentina luz deBengala de la Delonix regia, cedió paso a

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los bosques inferiores de ébanos, caobosy palos de Campeche. Y cuando llegarona las llanuras de Aguaita Vale, el marverde de cañas de azúcar y bananos seextendió hasta donde los brillantespenachos, como explosiones de granadas,marcaban el comienzo de los palmeralesque bordeaban la costa norte.

Quarrel era un buen compañero deconducción y un guía magnífico. Le hablóde las arañas de trampilla mientrasatravesaban los famosos jardines depalmeras de Castleton; de la lucha quehabía presenciado entre un ciempiésgigante y un escorpión, y le explicó ladiferencia entre un árbol de papaya machoy uno hembra. Describió los venenos

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presentes en el bosque y las propiedadescurativas de las diferentes hierbastropicales, la presión que genera uncocotero para hacer que los cocos seabran, el largo de la lengua de un colibrí yla forma en que los cocodrilos transportana sus pequeños atravesados en la bocacomo sardinas en lata.

Hablaba con exactitud, pero sinemplear palabras especializadas, usandoel lenguaje propio de Jamaica según elcual las plantas «luchan» o se«acobardan», las mariposas nocturnas son«murciélagos» y la palabra «amar» seemplea en lugar de «gustar». Mientrashablaba, alzaba una mano para saludar alas personas con quienes se cruzaban por

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la carretera, y ellos respondían al saludodel mismo modo y gritando su nombre.

—Parece conocer a mucha gente —comentó Bond cuando el conductor de unvoluminoso autobús que tenía la palabraromance escrita en grandes letras en loalto del parabrisas, lo saludó con un parde bocinazos.

—He estado vigilando el isloteSurprise durante tres meses, capitán —respondió Quarrel—, y he recorrido estacarretera dos veces por semana. Todo elmundo lo conoce pronto a uno en Jamaica.Tienen buena vista.

A las diez y media habían atravesadoPort María y se habían desviado por lapequeña carretera local que desciende

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hasta Shark Bay. Después de una curva sela encontraron de pronto debajo de ellos;Bond detuvo el vehículo y ambos bajaron.

La bahía tenía forma de luna creciente,y medía alrededor de mil doscientosmetros entre uno y otro brazo. Una suavebrisa del noreste rizaba su superficie, elfrente de uno de los vientos alisios quenacen a ochocientos kilómetros dedistancia, en el golfo de México, yemprenden su largo viaje alrededor delmundo.

A un kilómetro y medio del lugar enque se hallaban, una larga línea derompiente mostraba el borde del arrecifeque comenzaba justo fuera de la bahía, yel estrecho de aguas en calma del canal

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que constituía la única entrada alfondeadero. En el centro de la media luna,el islote Surprise se alzaba hasta unaaltura de treinta metros por encima delmar, con pequeñas olas que hacíanespuma en la base por el este, y aguascalmas que la bañaban por sotavento.

Era casi redondo y parecía una altatarta gris coronada por azúcar verde sobreun plato de porcelana azul.

Se habían detenido a unos treintametros por encima del pequeño grupo dechozas de pescadores que se alzabandetrás de la playa rodeada de palmeras, yse encontraban a la misma altura que laplana cumbre del islote situado a unosochocientos metros de distancia. Quarrel

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señaló los tejados de paja de las chozasde zarzo revestidas de barro que habíaentre los árboles del centro de la diminutaisla. Bond las examinó a través de losprismáticos de su acompañante. No seapreciaba señal de vida alguna, exceptopor un jirón de humo que se desvanecía enla brisa.

Por debajo de ellos, el agua de labahía era de un color verde pálido sobrela arena blanca. Luego se ibaoscureciendo hasta un azul profundo justoantes de las diferentes tonalidadesmarrones de un borde sumergido delarrecife interior que trazaba un ampliosemicírculo a unos cien metros del islote.Luego volvía a tornarse azul oscuro con

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manchas de un azul más claro y deaguamarina. Quarrel dijo que laprofundidad del fondeadero del Secaturera de unos nueve metros.

A la izquierda de ellos, en medio delbrazo occidental de la bahía, bien ocultaentre los árboles, detrás de una diminutaplaya de arena blanca, se encontraba labase de operaciones, Beau Desert.Quarrel describió la disposición de lamisma, y Bond continuó estudiando,durante diez minutos, los trescientosmetros de mar que se extendían entreaquélla y el fondeadero del Secatur, juntoal islote.

En total, Bond dedicó una hora alreconocimiento de la zona y luego, sin

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acercarse ni a la casa ni al poblado,dieron la vuelta al coche y regresaron a lacarretera principal de la costa.

Cruzaron el pequeño y hermoso puertobananero de Oracabessa y Ocho Ríos consu enorme planta nueva de bauxita, en lacosta norte de Montego Bay, a dos horasde distancia. Corría el mes de febrero, yla temporada turística se encontraba enplena actividad. La pequeña aldea y laprofusión de grandes hoteles estabanbañados por el torrente de oro de cuatromeses que les proporcionaba lo suficientepara vivir durante todo el año. Sedetuvieron en una posada situada al otrolado de la ancha bahía, donde almorzaronpara luego continuar, en el calor de la

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tarde, hasta el extremo occidental de laisla, a dos horas de viaje.

Allí, a causa de las enormesmarismas, no había sucedido nada desdeque Colón utilizó Manatee Bay comofondeadero casual. Los pescadoresjamaicanos han reemplazado a los indiosaraucanos, pero por lo demás da laimpresión de que el tiempo se hadetenido.

Bond pensó que era la playa máshermosa que había visto en su vida, ochokilómetros de arenas blancas quedescendían con suavidad hasta larompiente y, detrás, las palmerasmarchando en grácil desorden hasta elhorizonte. Bajo ellas, las canoas grises se

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encontraban sobre la arena junto apequeñas montañas de conchas vacíascolor rosa, y entre ellas se elevaba elhumo de las cabañas con tejado de palmasde los pescadores, en la zona sombreadaque mediaba entre las marismas y el mar.

En un claro abierto entre las cabañas,construida sobre un tosco césped degrama, se alzaba una casa sobre postesdestinada a vivienda de fin de semanapara los empleados de la West IndianCitrus Company. La habían edificadosobre postes para mantener alejadas a lastermitas, y las ventanas estaban cubiertaspor mosquiteras para protegerla demosquitos y jejenes. Bond giró en la pistasin asfaltar y aparcó debajo de la casa.

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Mientras Quarrel escogía doshabitaciones y las acondicionaba para queresultaran cómodas, Bond se rodeó lacintura con una toalla y recorrió a pie losveinte metros que lo separaban del mar,entre palmeras.

Durante una hora nadó y holgazaneóen las aguas que lo mantenían a flote,mientras pensaba en Isle of Surprise y ensu secreto, memorizando los detalles deaquellos trescientos metros, formulándosepreguntas acerca de los tiburones, lasbarracudas y los otros peligros del mar,esa gran biblioteca de libros que no sepueden leer.

Cuando regresaba a la pequeña casade madera, sufrió sus primeras picaduras

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de jején. Quarrel rió entre dientes al verlas hinchazones planas que Bond tenía enla espalda y que pronto comenzarían acausarle una comezón enloquecedora.

—Nada puedo hacer para manteneralejados a esos bichos, capitán —dijo—,pero sí que puedo conseguir que deje desentir picor. Será mejor que primero tomeuna ducha para quitarse la sal. Sólo picandurante una hora al anochecer, y la cenales gusta tomarla con sal.

Cuando Bond salió de la ducha, elisleño sacó un viejo frasco de medicina yuntó las picaduras con un líquido marrónque olía a creosota.

—En las Caimán tenemos másmosquitos y jejenes que en ninguna otra

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parte del mundo —dijo—, pero no lesprestamos atención, siempre y cuandotengamos esta medicina.

Los diez minutos de crepúsculotropical trajeron consigo su melancolía, yluego las estrellas y la luna, llena en sustres cuartas partes, resplandecieron desdeel cielo y el mar se aquietó hasta unsusurro. Se produjo el corto intervalo decalma entre los dos grandes vientos deJamaica, y luego las palmeras comenzarona susurrar una vez más.

Quarrel sacudió la cabeza endirección a la ventana.

—El «viento del enterrador» —comentó.

—¿Qué quiere decir? —preguntó

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Bond, alarmado.—La brisa intermitente de la costa, la

llaman los marineros —explicó Quarrel—El enterrador se lleva los malos aires dela isla durante la noche, nueve veces, deseis a seis. Luego, cada mañana llega el«viento del médico» y hace entrar el airedulce del mar. Por lo menos los llamamosasí en Jamaica.

Quarrel dirigió una mirada burlona aBond.

—Supongo que usted y el enterradortienen más o menos el mismo trabajo,capitán —dijo, medio en serio.

Bond profirió una corta carcajada.—Me alegro de no tener que hacer el

mismo horario —le aseguró.

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En el exterior, los grillos y las ranasarborícolas comenzaron a cantar y croar,y la gran mariposa de la esfinge fue aposarse en el mosquitero de la ventanadonde se aferró con las patitas,contemplando con tembloroso éxtasis lasdos lámparas de aceite que pendían de lasvigas cruzadas del interior.

De vez en cuando, un par depescadores o un grupo de muchachas queproferían risitas, pasaban por la playacamino de la diminuta taberna de ronsituada en un extremo de la bahía. Ningúnhombre caminaba a solas por miedo a losduppies[34] que habitaban bajo losárboles, o al ternero rodante, el espantosoanimal que llega rodando hacia las

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personas con las patas encadenadas ylanzando fuego por la nariz.

Mientras Quarrel preparaba una de lassuculentas comidas de pescado, huevos yverdura que constituirían la dietaprincipal, Bond se sentó bajo la luz y sepuso a leer los libros que Strangwayshabía obtenido prestados del Instituto deJamaica, libros que trataban sobre losmares tropicales y sus habitantes, escritospor Beebe, Allyn y otros autores, asícomo obras que versaban sobre la pescasubmarina y cuyos autores eran Cousteauy Hass. Cuando se dispusiera a atravesaraquellos trescientos metros de mar, estabadecidido a hacerlo como un experto y nodejar nada al azar. Había calibrado bien a

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Big y suponía que las defensas del isloteSurprise serían técnicamente brillantes.Pensaba que no implicarían cosassencillas como armas de fuego y potentesexplosivos. Big necesitaba trabajar sinque la policía lo molestara. Debíamantenerse fuera del alcance de la ley.Calculaba que, de alguna forma, seutilizaban las fuerzas naturales del marpara que hicieran el trabajo al señor Big,y debido a esto se concentró en la muertecausada por el tiburón y la barracuda, ytal vez por la manta raya y el pulpo.

Los hechos expuestos por losnaturalistas eran escalofriantes yaterradores, pero las experiencias deCousteau en el Mediterráneo y las de

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Hass en el mar Rojo y el Cariberesultaban más alentadoras.

Aquella noche, los sueños de Bondestuvieron poblados por pavorososencuentros con calamares gigantes y rayasde aguijón venenoso, peces martillo ehileras de dientes como sierras debarracudas, así que gemía y sudaba ensueños.

Al día siguiente comenzó suentrenamiento bajo el ojo crítico y expertode Quarrel. Cada mañana nadaba unkilómetro y medio a lo largo de la playaantes del desayuno, y regresaba corriendopor la arena firme de la orilla hasta lacasa. A eso de las nueve salían juntos enuna canoa y, con lanzas, mascarillas y un

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viejo fusil submarino, Quarrel lo conducíaa expediciones pasmosas por el tipo deaguas que hallaría en Shark Bay.

Ambos pescaban en silencio, a pocosmetros de distancia el uno del otro,Quarrel moviéndose sin esfuerzo por unelemento en el que se encontraba casicomo en casa. Muy pronto, también Bondaprendió a no luchar contra el mar, sino aentregarse a un juego de concesionesmutuas con las corrientes y remolinos, y ano batallar contra ellos, a usar lastécnicas del judo dentro del agua.

El primer día regresó a la casa llenode heridas e inflamaciones del coral, ycon una docena de púas de erizo en cadacostado. Quarrel le sonrió y trató las

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heridas con thimerosal y meprozamato.Luego, como cada noche, le dio un masajecon aceite de palmera durante media hora,mientras hablaba con voz queda acerca delos peces que habían visto ese día,explicándole los hábitos de los carnívorosy de los que se alimentan en el fondo,cómo funciona el camuflaje de los peces ysus mecanismos para cambiar de colormediante el torrente sanguíneo.

Tampoco él tenía noticia de que unpez hubiese atacado a un ser humanocomo no fuera por desesperación oporque hubiera sangre en el agua. Explicóque los peces raras veces pasan hambreen los mares tropicales, y que casi todassus armas son para defenderse y no para

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atacar. La única excepción, admitió, era labarracuda. «Peces viles», los llamaba,audaces por no conocer otro enemigo quela enfermedad, capaces de nadar aochenta kilómetros por hora en distanciascortas, y con la peor batería de dientes detodos los peces del mar.

Un día arponearon a uno de cuatrokilos y medio que había estadomerodeando en torno a ellos,desapareciendo en la lejanía gris parareaparecer luego, silencioso, inmóvil enlas aguas altas, con sus coléricos ojos detigre relumbrando al mirarlos, tan cercaque podían ver el suave agitar de susagallas y los dientes, brillantes como losde un lobo, a lo largo de la mandíbula

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cruel situada en la parte inferior.Quarrel acabó por quitarle a Bond el

fusil submarino y arponearlo, en un puntoerróneo, a través del vientreaerodinámico. Se lanzó directamentehacia ellos, las mandíbulas abiertas almáximo de sus enormes articulaciones,como una serpiente de cascabel al atacar.Bond, desesperado, le lanzó una estocadacon el fusil submarino justo cuandollegaba hasta Quarrel. Erró, pero la lanzase le metió entre las mandíbulas, que secerraron de inmediato sobre la vara deacero y, cuando el pez arrancaba el armade las manos de Bond, Quarrel lo apuñalócon su cuchillo y el animal se volvió locoy comenzó a nadar como un rayo por el

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agua con las entrañas colgándole, el fusilcogido entre los dientes y el arpónbamboleándose clavado en el cuerpo.Quarrel apenas podía sujetar la línea delarpón mientras el pez intentaba arrancarsela ancha lengüeta que le atravesaba lapared ventral, pero el isleño se desplazócon ella hasta una zona de arrecifesumergido, se subió a él y, lentamente,atrajo al pez hacia sí.

Cuando Quarrel le cortó la garganta ylograron arrancarle el fusil de entre losdientes, encontraron profundos arañazosbrillantes en el acero.

Sacaron el pez a la orilla y Quarrel lodecapitó y le abrió la enorme boca con unpalo. La mandíbula superior se alzó

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formando un ángulo casi recto con lainferior y dejando a la vista una fantásticabatería de dientes afilados como navajas,tan apiñados entre sí que se superponíancomo las tejas de un tejado. Incluso lalengua tenía varias hileras de pequeñosdientes recorvados, y en la parte frontalhabía dos enormes colmillos que seproyectaban hacia delante como los deuna serpiente.

A despecho de que apenas pesaba másde cuatro kilos y medio, medía más de unmetro veinte, como una bala niquelada demúsculos y carne dura.

—No arponearemos más barracudas—declaró Quarrel—. De no ser por usted,yo estaría en el hospital durante un mes y

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probablemente perdería el rostro. Hecometido una estupidez. Si hubiésemosnadado hacia él, se habría marchado.Siempre lo hacen. Son tan cobardes comotodos los demás peces. No se preocupepor ésos —comentó al tiempo queseñalaba los dientes—. No volverá averlos.

—Espero que no —respondió Bond—. No me sobran los rostros.

Hacia finales de aquella semana,Bond estaba bronceado y con losmúsculos endurecidos. Redujo la cantidadde cigarrillos a diez por día y no tomó unasola gota de alcohol. Podía nadar treskilómetros sin cansarse, tenía la manocompletamente curada y había perdido

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todas las escamas de la vida en lasgrandes ciudades.

Quarrel se mostró complacido.—Ya se encuentra preparado para el

islote Surprise, capitán —declaró—, y nome gustaría ser el pez que intentaracomérselo.

Al caer la noche del octavo día,cuando regresaron a la casa seencontraron con que Strangways losestaba esperando.

—Tengo buenas noticias para usted —anunció—. Su amigo Félix Leiter serecuperará. En todo caso, no morirá. Hantenido que amputarle los restos de unbrazo y una pierna. Los cirujanosplásticos ya han comenzado a

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reconstruirle el rostro. Me llamaron ayerdesde St. Petersburg. Al parecer, hainsistido en hacerle llegar un mensaje austed. Es lo primero en que pensó (cuandofue capaz de pensar en algo). Dice quelamenta no poder estar con usted y quiereque le diga que no se moje los pies… o,en todo caso, que no se los moje tantocomo él.

Bond estaba emocionado. Miró por laventana.

—Dígale de mi parte que se dé prisaen recuperarse —respondió con tonoabrupto—. Dígale que lo echo de menos.—Se volvió hacia el interior de lahabitación.— ¿Qué hay del equipo? ¿Haido bien?

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—Ya lo tengo todo —le aseguróStrangways—, y el Secatur zarpa mañanahacia Isle of Surprise. Después de pasarpor la aduana de Port Maria, deberían deanclar antes del anochecer. El señor Bigse encuentra a bordo…, es sólo lasegunda vez que viene por aquí. Ah, y traeuna mujer consigo. Una muchacha llamadaSolitaire, según la CIA. ¿Sabe algorespecto a ella?

—No mucho —respondió Bond—.Pero me gustaría alejarla de él. Nopertenece a su equipo.

—Ya veo que es algo así como unadamisela en apuros —dijo el románticoStrangways—. Vaya historia. Según laCIA, esa muchacha es algo extraordinario.

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Pero Bond había salido a la galería ycontemplaba las estrellas. Nunca antes ensu vida había tenido tantas cosas en juego.El secreto del tesoro, la derrota de ungran criminal, el desbaratamiento de unared de espionaje comunista, la destrucciónde un tentáculo de SMERSH —la cruelmaquinaria que constituía su objetivopersonal— y, además, Solitaire, el premiopersonal definitivo.

Las estrellas parpadeabantransmitiéndole su críptico morse, pero élno disponía de la clave para descifrardicho mensaje.

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Capítulo 18Beau Desert

Strangways se marchó, después de lacena, solo, y Bond convino con él que loseguirían en cuanto despuntara el día. Ledejó una nueva pila de libros y panfletosque versaban sobre tiburones ybarracudas, y Bond los leyó conconcentrada atención. Añadieron muypoco a la ciencia popular que habíaaprendido de Quarrel. Todos habían sidoescritos por científicos, y los datosreferentes a ataques procedían de lasplayas del Pacífico, donde un cuerpo

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destellante en la espesa espuma atraería laatención de cualquier pez curioso.

Pero parecía existir un consensogeneral en que el peligro que corrían losbuceadores con tanques de oxígeno eramuy inferior al de los nadadores desuperficie. Estos últimos podían seratacados por casi cualquier miembro de lafamilia de los tiburones, en particularcuando el animal era estimulado y atraídopor la presencia de sangre en el agua, porel olor del nadador, o por las vibracionessensoriales generadas en el agua por unapersona herida. Pero a veces era posibleobligarlos a huir, leyó, mediante ruidosfuertes dentro del agua, incluso por elsistema de gritar debajo de la superficie,

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y a menudo escapaban si el nadador losperseguía.

La forma más eficaz de repelente paratiburones, según las pruebas realizadaspor el laboratorio de investigación de laArmada de Estados Unidos, era unacombinación de acetato de cobre con unatinta de nigrosina oscura, y las pastillas deesa mezcla eran ahora adheridas a loschalecos salvavidas de todos losmiembros de la Armada estadounidense.

Llamó a Quarrel. El isleño de lasCaimán reaccionó con mofa hasta queBond le leyó lo que el departamento de laArmada tenía que contar acerca de lasinvestigaciones realizadas al final de laguerra con manadas de tiburones

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estimulados por lo que se describía como«condiciones de extremadocomportamiento de tumulto…» «Conrestos de pescado, los tiburones fueronatraídos a la parte trasera de un pesquerode camarones —leyó Bond—.Aparecieron como un banco chapoteanteque lanzaba dentelladas. Preparamos untanque con pescado fresco y otro conpescado mezclado con polvo repelente.Nos situamos encima del banco detiburones y el cámara comenzó a rodar.Con una pala eché al mar el pescadonormal durante treinta segundos, mientraslos tiburones, chapoteando como locos, selos comían. Luego comencé con elpescado que tenía el repelente y eché

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paladas de éste al agua durante treintasegundos, repitiendo la operación tresveces. En la primera prueba, los tiburonesse habían mostrado bastante feroces alalimentarse justo al lado de la popa de labarca, pero dejaron de comer apenascinco segundos después de que leshubiésemos arrojado la mezcla conrepelente. Unos pocos de ellos regresaroncuando se echó el pescado normalinmediatamente después del que conteníarepelente. En la segunda prueba, realizadatreinta minutos más tarde, un grupo ferozse alimentó durante los treinta segundosen que arrojamos pescado normal al mar,pero se alejaron en cuanto el repelentetocó el agua. No se produjo ningún ataque

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contra el pescado mientras el repelentepermaneció en el área. En la terceraprueba no hubo manera de lograr que lostiburones se acercaran a menos de veintemetros de la popa de la barca.»

—¿Qué puede decirme al respecto?—preguntó Bond.

—Que será mejor que consiga un pocode eso —respondió Quarrel,impresionado a su pesar.

Bond tendía a estar de acuerdo con él.Washington había enviado un cable paradecir que las pastillas de repelente sehallaban en camino. Pero todavía nohabían llegado, y aún tardarían unascuarenta y ocho horas. Aunque elrepelente no llegara, él no se dejaría

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desanimar. Era inimaginable que seencontrara con unas condiciones tanpeligrosas cuando buceara hasta el islote.

Antes de irse a dormir decidió quenada lo atacaría a menos que hubiesesangre en el agua, o a menos quetransmitiese temor al pez que loamenazara. Por lo que respectaba apulpos, peces escorpión y morenas, sólonecesitaría vigilar dónde ponía los pies.En su opinión, los pinchos de sietecentímetros de los erizos de mar negroseran el mayor peligro para el buceocorriente en aguas tropicales, y el dolorque causaban bastaría para interferir ensus planes.

Salieron antes de las seis de la

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mañana y llegaron a Beau Desert a lasdiez y media.

La propiedad era una antiguaplantación muy hermosa de alrededor decuatrocientas hectáreas, con las ruinas dela Casa Grande dominando la bahía.Estaba dedicada a la pimienta y loscítricos dentro de una franja de árboles demadera dura y palmeras, y su historia seremontaba a los tiempos de Cromwell. Suromántico nombre[35] era acorde con lamoda del siglo XVIII, cuando laspropiedades jamaicanas eran bautizadascomo Bellair, Bellevue, Boscobel,Harmony, Nymphenburg, o tenían nombrescomo Prospect, Content o Repose.

Una pista que quedaba fuera de la

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vista del islote los condujo, bajando entrelos árboles, hasta la pequeña casa de laplaya.

Tras una semana de semiacampada enManatee Bay, los cuartos de baño y loscómodos muebles de bambú parecían muylujosos, y las alfombras de brillantescolores eran como terciopelo bajo losendurecidos pies de Bond.

A través de los listones de laspersianas, miró al otro lado del pequeñojardín —encendido por las flores dehibisco, las buganvillas y las rosas— queacababa en la diminuta luna creciente dearena blanca semioculta por los troncosde las palmeras. Se sentó en el brazo delsillón y dejó que sus ojos continuaran

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adelante, por encima de los diferentesazules y marrones del mar y del arrecife,hasta llegar a la base del islote. La mitadsuperior del mismo quedaba oculta porlas curvadas hojas de palma que había enprimer término, pero el trozo deacantilado vertical que estaba dentro desu campo visual parecía gris y de aspectoformidable en la sombra que proyectabael ardiente sol.

Quarrel preparó el almuerzo en unhornillo de petróleo para evitar el humoque denunciaría su presencia en la casa, ypor la tarde Bond durmió una siesta yluego repasó el equipo procedente deLondres que Strangways había enviadodesde Kingston. Se probó el traje de

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hombre rana hecho en gruesa goma negraque lo cubría desde la cabeza, con laajustada capucha provista de un visor deperspex, hasta las largas aletas negras quele protegían los pies. Se le ajustaba comoun guante, y Bond bendijo la eficiencia dela sección A de M.

Probaron los tanques gemelos, cadauno de los cuales contenía airecomprimido hasta doscientas atmósferas,y le pareció que la manipulación de laválvula de paso y del mecanismo dereserva, era sencilla y a toda prueba. A laprofundidad a que bucearía, tendríasuministro de aire para casi dos horasbajo el agua.

Había un potente fusil submarino

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nuevo marca Champion, y un cuchillo decampaña del tipo inventado porWilkinsons durante la guerra. Por último,en una caja cubierta por pegatinas depeligro, encontró una mina magnética, uncono plano de explosivo sobre una basetachonada por anchas protuberancias decobre, con una carga magnética tanpotente que la mina se adheriría como unalapa a cualquier casco metálico. Habíauna docena de detonadores de metal yvidrio en forma de lápiz, preparados parahacerla estallar a tiempos que variabanentre los diez minutos y las ocho horas,acompañado todo de un cuidadosomemorando de instrucciones que eran tansencillas como el resto del equipo.

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Incluso había una caja de tabletas debencedrina para proporcionar resistenciay agudizar la percepción sensorial durantela operación, además de un surtido delinternas submarinas entre las que seencontraba una que proyectaba sólo un hazfino como un lápiz.

Bond y Quarrel lo repasaron todo,comprobando las junturas y contactoshasta sentirse satisfechos respecto a queno quedaba nada más por hacer, y acontinuación Bond descendió por entrelos árboles y contempló durante largo ratolas aguas de la bahía, calculandoprofundidades, trazando rutas a través delquebrado arrecife, y estimando dónde sereflejaría la luna, única marcación de la

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que dispondría en su tortuoso viaje.A las cinco de la tarde llegó

Strangways con noticias del Secatur.—Ya han pasado por la aduana de

Port María —informó—. Estarán aquídentro de diez minutos a lo sumo. El señorBig presentó un pasaporte a nombre deGallia, y la muchacha viaja con uno anombre de Latrelle, Simone Latrelle. Ellase encontraba en su camarote, postrada acausa de lo que el capitán negro delSecatur definió como mareo. Es posible.A bordo llevaban varias decenas deacuarios vacíos. Más de un centenar.Aparte de eso, como no había nadasospechoso, los dejaron pasar. Yo teníaganas de subir a bordo con el grupo de

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funcionarios de aduanas, pero pensé queera mejor que todo transcurriera conabsoluta normalidad. El señor Bigpermaneció en su camarote. Estabaleyendo cuando acudieron a pedirle ladocumentación. ¿Qué tal el equipo?

—Perfecto —respondió Bond—.Calculo que comenzaremos la operaciónmañana por la noche. Espero que haya unpoquitín de viento. Si viesen las burbujasde aire, nos meteríamos en un buen lío.

En ese momento entró Quarrel.—El barco está atravesando ahora el

arrecife, capitán.Bajaron y se aproximaron a la orilla

tanto como les fue posible y observaron elyate con los prismáticos.

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Era una embarcación hermosa, negracon superestructura gris, veintiún metrosde eslora y construida para desarrollarbuena velocidad, al menos veinte nudos,calculó Bond. Conocía la historia delyate, construido para un millonario en1947, con motores diesel gemelos de laGeneral Motors, casco de acero y losaparatos de radio más modernos, incluidauna línea telefónica barco-tierra y sistemade navegación Decca. Lucía la banderaroja de la marina mercante en la cruz y labandera estadounidense a popa, ynavegaba a unos tres nudos por la aberturade unos seis metros que había en elarrecife.

Describió un giro brusco, ya dentro

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del arrecife, y continuó por el lado de mardel islote. Cuando se encontraba al piedel mismo, con un golpe de timón, loresiguió con la costa a babor. Al mismotiempo, tres negros, vestidos con mono dedrill blanco, descendieron por losescalones del acantilado hasta el estrechoembarcadero y aguardaron para atraparlos cabos. Se produjeron un mínimo demaniobras antes de que el yate estuvierabien amarrado justo frente a losobservadores de la orilla opuesta, y lasdos anclas rugieron al caer sobre lasrocas y los corales dispersos por el fondodel mar en torno a la base del islote.Quedaron bien agarradas, incluso parahacer frente a un posible viento del norte.

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Bond estimó que habría alrededor de seismetros de agua debajo de la quilla.

Mientras observaban, la corpulentafigura de Big apareció en cubierta. Bajóal embarcadero y comenzó a subir conlentitud por los escalones de la cara delacantilado. Se detenía con frecuencia, yBond pensó en el corazón enfermo quebombeaba laboriosamente dentro delenorme cuerpo negro grisáceo.

Lo seguían dos miembros negros de latripulación que llevaban una camillasobre la que se encontraba un cuerposujeto por correas. A través de losprismáticos, Bond distinguió el negrocabello de Solitaire. Lo preocupó ydesconcertó el hecho de sentir que se le

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encogía el corazón a causa de laproximidad de la joven. Rezó para que lacamilla fuera sólo una precaucióndestinada a impedir que alguien lareconociera desde la costa de Jamaica.

A continuación se formó una cadenade doce hombres en las escaleras, y losacuarios fueron pasando de mano en manohacia la parte superior. Quarrel contóciento veinte.

Luego subieron algunas provisionesvaliéndose del mismo método.

—Esta vez no han traído mucho —comentó Strangways cuando la operaciónhubo concluido—. Sólo han subido mediadocena de cajones. Por lo general soncincuenta. No se quedarán mucho tiempo.

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Apenas había terminado de hablarcuando un acuario, a través de cuyoscristales podía verse que estaba lleno deagua y arena, comenzó a pasardelicadamente hacia la embarcación através de la cadena humana. Luego fueotro, y otro más, a intervalos de unoscinco minutos.

—¡Dios mío! —exclamó Strangways—. ¡Ya lo están cargando! Eso quieredecir que zarparán por la mañana. Mepregunto si significará que han decididolimpiar el islote y que éste es el últimocargamento.

Bond observó con atención durante unrato, y luego volvieron a subir entre losárboles, dejando a Quarrel en la playa

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para que informara de las novedades.Se sentaron en la sala de estar.

Mientras Strangways preparaba un whiskycon soda para sí, Bond miraba por laventana y ordenaba sus pensamientos.

Eran las seis de la tarde y lasluciérnagas comenzaban a brillar en laszonas en sombra. La luna color amarilloverdoso pálido ya estaba alta en el cielooriental, y el día agonizaba rápidamente asus espaldas. Una brisa suave rizaba lasaguas de la bahía, y la espuma depequeñas olas se derramaba por la blancaplaya, al otro lado del jardín. Unas pocasnubecillas, rosadas y anaranjadas en elocaso, flotaban en lo alto y las hojas delas palmeras susurraban en el fresco

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viento del enterrador.«El viento del enterrador», pensó

Bond, y en sus labios apareció una sonrisatorcida. Así que tendría que ser esa mismanoche. Constituía su única oportunidad, ylas condiciones eran casi perfectas.Excepto por el hecho de que el repelentede tiburones no llegaría a tiempo. Aunqueaquello no era más que un refinamiento.No tenía excusa alguna. Para eso habíarealizado un viaje de tres mil doscientoskilómetros y con cinco muertos a susespaldas. No obstante, se estremecía antela perspectiva de su lóbrega aventura bajoel océano, la cual ya había apartado desus pensamientos hasta el día siguiente.De pronto, aborreció y temió el mar y

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todo cuanto había dentro de él. Losmillones de diminutas antenas que seagitarían y lo señalarían cuando pasaraesa noche, los ojos que que se abriríanpara observarlo, el pulso que se detendríapor una centésima de segundo y luegocontinuaría latiendo quedamente, losgelatinosos tentáculos que se alzaríanbuscándolo a tientas, tan ciegos en la luzcomo en la oscuridad,

Se deslizaría entre millares demillones de secretos. A lo largo detrescientos metros, solo y con frío,avanzaría torpemente por un bosque demisterio hacia una ciudadela mortal cuyosguardianes ya habían dado muerte a treshombres. Él, Bond, después de pasar una

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semana chapoteando al sol con la niñera asu lado, iba a partir esa misma noche,dentro de pocas horas, para avanzar asolas por debajo de aquella negra sábanade agua. Era una locura, impensable. ABond se le erizó la piel y los dedos leclavaron las uñas en la palma de lasmanos.

Se oyó un golpe de llamada en lapuerta y entró Quarrel. Bond se alegró deello. Se levantó y, apartándose de laventana, se dirigió hacia donde seencontraba Strangways disfrutando de subebida, bajo una lámpara de lecturaprotegida por una pantalla.

—Ahora están trabajando con luces,capitán —anunció Quarrel con una sonrisa

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—. Continúan bajando un acuario cadacinco minutos. Calculo que trabajarándurante diez horas. Acabarán a eso de lascuatro de la madrugada. No zarparán antesde las seis. Es demasiado peligrosointentar salir por el canal antes de quehaya la luz suficiente.

Los cálidos ojos grises de Quarrel, enaquel espléndido rostro color caoba,miraban directamente a los de Bond, a laespera de órdenes.

—Partiré a las diez en punto —seencontró diciendo Bond—. Desde lasrocas que hay a la izquierda de la playa.¿Puede prepararnos algo de cenar y sacarluego el equipo al jardín? Las condicionesson perfectas. Llegaré al islote en media

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hora. —Contando con los dedos,prosiguió—: Déme detonadores de entrecinco y ocho horas, y uno de un cuarto dehora como reserva por si algo saliera mal.¿De acuerdo?

—Sí, capitán —respondió Quarrel—.Déjelo todo en mis manos.

El isleño se marchó.Bond contempló la botella de whisky

y luego se decidió y vertió medio vasosobre cubitos de hielo. Sacó del bolsillola caja de tabletas de bencedrina y semetió una en la boca.

—Por la suerte —dijo a Strangways, ybebió un trago largo. Se sentó a disfrutardel áspero sabor de la primera copa quetomaba en una semana—. Y ahora —

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continuó— cuénteme con exactitud quéhacen cuando están listos para zarpar.Cuánto tiempo necesitan para alejarse delislote y atravesar el arrecife. Si se tratadel último viaje, no olvide que llevaráncinco hombres más y algunas provisionesadicionales. Intentemos calcularlo contanta exactitud como nos sea posible.

Al cabo de un momento, Bond seencontraba inmerso en un mar de detallesprácticos, y la sombra del miedo habíahuido de regreso a las zonas oscuras queproyectaban las palmeras.

A las diez en punto, sin sentir otracosa que una expectante emoción, labrillante figura de murciélago negra sedeslizó de las rocas al interior de tres

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metros de agua y desapareció bajo el mar.—Buen viaje —dijo Quarrel, mirando

al lugar por donde Bond se habíasumergido.

Se santiguó. A continuación, él yStrangways regresaron a la casa entre lassombras, para dormir intranquilos entreturnos de guardia y esperar con temor loque pudiese suceder.

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Capítulo 19El valle de sombras

Bond fue arrastrado directamente al fondopor el peso de la mina magnética, que sehabía sujetado al pecho con cintasadhesivas, y por el cinturón con pesas quellevaba en torno a la cintura con el fin decompensar la tendencia a flotar de lostanques de aire comprimido.

No se detuvo ni un instante, sino quede inmediato cruzó los primeros cincuentametros de arenas abiertas con un pataleoveloz, manteniendo el rostro justo porencima de la arena. Las largas aletas

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habrían casi doblado su velocidad de nohaberle estorbado el peso que llevaba ypor el fusil submarino ligero que sujetabaen la mano izquierda, pero avanzaba conrapidez y en menos de un minuto llegóhasta una extensa masa de corales.

Se detuvo y estudió sus sensaciones.Estaba bien abrigado dentro del traje

de goma; percibía menos el frío que siestuviese nadando al sol. Descubrió quese movía con facilidad y que respirar leresultaba muy sencillo, siempre y cuandosu respiración fuese regular y relajada.Contempló las elocuentes burbujas queascendían hacia el coral como una fuentede perlas plateadas, y rezó para que laspequeñas olas de la superficie las

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ocultaran.En terreno abierto habría visto el

entorno a la perfección. La luz era suave ylechosa, pero no lo bastante potente paradeshacer las sombras aborregadas de lasolas de la superficie que dibujabanrecuadros sobre la arena. Ahora, contra elarrecife, no se veía ningún reflejo en elfondo, y las sombras de debajo de lasrocas eran negras e impenetrables.

Se arriesgó a echar una rápida miradacon la linterna de haz fino, y de inmediatola parte inferior de la masa de coralmarrón despertó a la vida. Anémonas concentros carmesí hacían ondular susaterciopelados tentáculos hacia él, unacolonia de erizos negros movió sus púas

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de acero toledano con repentina alarma, ylos peludos ciempiés marinos detuvieronsus cien pasos y alzaron sus inquisitivascabezas carentes de ojos. En la arena,bajo el árbol de coral, un rape metiólentamente la monstruosa cabezaberrugosa dentro de su galería, y una seriede gusanos marinos parecidos a floresdesaparecieron de la vista dentro de susgelatinosos conductos. Un grupo deenjoyados peces mariposa y peces ángelpasaron rápidamente por el haz de luz.

Volvió a meterse la linterna dentro delcinturón.

En lo alto, la superficie del mar era undosel de mercurio. Crepitaba suavementecomo la grasa friéndose en una sartén. Por

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delante, la luz de la luna iluminaba elprofundo valle curvo que descendía y sealejaba por la ruta que Bond debía seguir.Abandonó la protección del arrecife decoral y avanzó caminando con suavidad.Ahora no constituía tarea tan fácil comoantes. La luz resultaba engañosa y erainsuficiente, y el petrificado bosque delarrecife de coral estaba lleno de caminossin salida y senderos que lo apartaban desu rumbo.

A veces tenía que trepar casi hasta lasuperficie para superar un enredo detupidos corales, y cuando eso sucedíaaprovechaba para comprobar su posiciónguiándose por la luna que brillaba comola enorme estela de un cohete sobre las

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rizadas aguas. En ocasiones, una roca decoral en forma de reloj de arena loocultaba en la zona de su estrechamiento,y lo aprovechaba para descansar duranteunos instantes con la seguridad de que laáspera parte superior que sobresalía delagua ocultaría las burbujas de surespiración. Entonces fijaba los ojos enlas lucecitas fosforescentes de la vidanocturna submarina en miniatura, ypercibía colonias y poblaciones enterasque se dedicaban a sus microscópicosasuntos.

No había muchos peces por lasinmediaciones, pero numerosas langostashabían salido de sus agujeros con unaspecto enorme y prehistórico tras la lente

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de aumento del agua. Sus ojos, comotallos de plantas, le lanzaban miradasrojas, y sus antenas de treinta centímetrosle pedían la contraseña. En ocasionesretrocedían corriendo a sus refugios; lapoderosa cola las impulsaba removiendola arena, y luego se agachaban sobre susocho patas de apariencia peluda en esperade que pasara el peligro. Una vez, losgrandes filamentos de una fragataportuguesa pasaron flotando cerca de él.Casi llegaban hasta su cabeza desde lasuperficie, que quedaba a unos cuatrometros y medio de distancia, y Bondrecordó la picadura de uno de aquellosfilamentos que le había dolido durantetres días en Manatee Bay. Si entraban en

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contacto con la zona del corazón de un serhumano, podían matarlo. Vio variasmorenas verdes y moteadas, estas últimasmoviéndose como grandes serpientesamarillas y negras por las zonas arenosas,y las verdes enseñando los dientes desdealgún agujero de las rocas. También seencontró con varios peces globo de lasAntillas, como lechuzas pardas conenormes ojos verdes de miradabondadosa. Cuando tocó a uno de elloscon el extremo del fusil submarino, elanimal se infló hasta adquirir el tamañode un balón de fútbol, convirtiéndose enuna masa de peligrosas espinas blancas.Las grandes gorgonias se mecían y atraíanseductoras a los peces dentro de los

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remolinos, y en los valles grisesreflejaban la luz de la luna y se movíancomo espectros, como fragmentos de lasmortajas de los hombres enterrados en elmar. A menudo, entre las sombras seproducían grandes movimientos yremolinos misteriosos en el agua, yaparecía la repentina mirada feroz de unosojos que se extinguía de inmediato.Entonces Bond se volvía a todavelocidad, quitaba con el pulgar el segurodel rifle submarino y clavaba la mirada enla oscuridad. Pero no disparó contra nadani nada lo atacó mientras caminabatorpemente y se deslizaba a través delarrecife.

Tardó un cuarto de hora en recorrer

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los cien metros de coral. Cuando los hubosuperado y se detuvo a descansar sobreuna formación redonda con aspecto decerebro, debajo del último refugio decoral suelto en forma de reloj de arenaque iba a encontrar, se alegró de no tenerante sí nada más que cien metros de aguagrisácea. No experimentaba el más levesigno de cansancio, y la claridad mental yexaltación que producía la bencedrina aúnpersistían en él, pero la carrera depeligrosos obstáculos a través del arrecifele había provocado una constanteinquietud, y durante todo el tiempo habíatenido presente el riesgo de rasgarse eltraje de goma. El bosque de corales,afilados como navajas, quedó atrás, pero

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había sido reemplazado por los tiburonesy las barracudas, y tal vez por el de unacarga de dinamita arrojada en el centro dela pequeña flor que sus burbujas formabanen la superficie.

Y mientras estaba calculando lospeligros que tenía ante sí, el pulpo loapresó. Por ambos tobillos.

Estaba descansando con los piessobre la arena, y de pronto se los encontróatados a la base del redondo taburete decoral que le servía de asiento. Inclusomientras caía en la cuenta de lo quesucedía, un tentáculo comenzó aserpentear hacia arriba por una de suspiernas y otro, púrpura a la luz mortecina,inició el descenso por el pie izquierdo

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enfundado en la aleta.Con un respingo de miedo y asco, se

levantó de inmediato, agitando los pies enun esfuerzo por liberarse. Pero el animalno cedió ni un centímetro, y susmovimientos sólo consiguieron dar alpulpo la oportunidad de retraer con fuerzasus tentáculos hacia el interior del salientede roca redondeada. La fuerza de la bestiaera prodigiosa, y Bond sintió que perdíael equilibrio. Al cabo de un momentosería derribado boca abajo y luego,estorbado por la mina que llevaba sobreel pecho y los tanques de aire de laespalda, le resultaría casi imposibleatacar al animal.

Desenfundó el cuchillo que llevaba

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sujeto al cinturón y lanzó cuchilladas alpulpo. Pero el saliente de roca le impedíaacertar, y lo aterrorizaba el peligro decortarse el traje de goma. De pronto fuederribado y quedó tendido boca arribasobre la arena. De inmediato sus piescomenzaron a ser arrastrados hacia unaancha grieta lateral que había debajo de laroca. Manoteó la arena e intentó doblarsepor la cintura para llegar hasta el pulpocon el cuchillo, pero el bulto de la minaque llevaba adherida al pecho se loimpidió. Al borde del pánico, se acordódel fusil submarino. Antes lo habíadescartado como arma inútil a tan cortadistancia, pero ahora constituía su únicaoportunidad. Yacía sobre la arena, donde

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lo había dejado. Lo cogió y le quitó elseguro. La mina le impedía apuntar conprecisión. Deslizó el cañón a lo largo delas piernas y sondeó la posición de cadapie con el fin de hallar una abertura entreambos. De inmediato, un tentáculo aferróla punta de acero y comenzó a tirar.Cuando el fusil se deslizó entre suspiernas prisioneras, Bond apretó el gatilloa ciegas.

Al instante, una gran nube de viscosatinta veteada manó de la grieta hacia surostro. Pero una de sus piernas quedólibre, y luego la otra; las hizo girar ypasar por debajo de su cuerpo, tras locual aferró la vara del arpón de casi unmetro de largo cuando casi desaparecía

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debajo de la roca. Tiró de ella y luchóhasta que, con un rasgarse de carne, salióde la niebla negra que flotaba delante delagujero. Jadeando, se puso de pie y sealejó de la roca, mientras el sudor lebajaba a chorros por el rostro debajo delvisor. Por encima de él, la elocuentecolumna de burbujas plateadas subíadirectamente a la superficie, y maldijo al«podrido bicho» de la cueva.

Pero no había tiempo para ocuparsemás de él; así pues, cargó de nuevo elfusil submarino y partió con la luna sobreel hombro derecho.

Ahora avanzaba a buena velocidad através de las grises aguas brumosas, y seconcentró sólo en mantener el rostro a

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pocos centímetros de la arena y la cabezabien baja para dar una forma másaerodinámica a su cuerpo. En una ocasión,por el rabillo del ojo vio una rayavenenosa, grande como una mesa de ping-pong, que se alejaba de su camino, con laspuntas de sus moteadas alas moviéndosecomo las de un pájaro, y la larga colacórnea flotando detrás de ella. Pero no leprestó atención, recordando que Quarrelle había dicho que las rayas no atacanjamás como no sea en defensa propia.Pensó que tal vez había acudido allí desdeel arrecife exterior para poner huevos o«bolsos de sirena» —como los llamabanlos pescadores por tener la forma de unaalmohada con un rígido filamento negro en

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cada punta— sobre el protegido fondoarenoso.

Muchas sombras de peces grandescruzaban perezosamente por encima de laarena iluminada por la luna, algunas tanlargas como él mismo. Uno de elloscontinuó nadando a su lado durante almenos un minuto; cuando Bond alzó losojos, vio la barriga blanca de un tiburónsituado a poco menos de un metro porencima de él, como una ahusada naveaérea verde grisácea. Tenía el romomorro inquisitivamente metido en lacolumna de burbujas de aire. La ancharendija en forma de hoz de su bocaparecía una cicatriz fruncida. Se inclinóde lado y lo miró con un desnudo ojo

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rosado y duro, y a continuación agitó sucola en forma de guadaña y se alejó conlentitud hasta desaparecer en la murallade bruma gris.

Bond asustó a una familia decalamares de todos los tamaños, desde losque pesaban unos dos kilos y medio hastalos bebés de doscientos gramos, frágiles yluminosos en las aguas a media luz,flotando casi verticales como laformación de un coro ordenada portamaños. Se pusieron horizontales ysalieron despedidos con aerodinámicapropulsión.

Descansó durante un momento cuandose hallaba casi a medio camino y luegoprosiguió. Vio grandes barracudas

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alrededor suyo, de unos nueve kilos depeso. Tenían el mismo aspecto mortíferoque guardaba su recuerdo. Se deslizabanpor encima de él como submarinosplateados, mirándolo con sus coléricosojos de tigre. Sentían curiosidad por Bondy por sus burbujas, y lo seguían,rodeándolo y nadando por encima comouna manada de lobos silenciosos. Cuandollegó al primer coral, que significaba queya tenía cerca el islote, debía de haberunas veinte de ellas moviéndose ensilencio, vigilantes, entrando y saliendopor la opaca muralla de agua que loenvolvía.

La piel se le erizaba dentro del trajede goma, pero como no podía hacer nada

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respecto a los animales, se concentró ensu objetivo.

De repente vio una larga formametálica que flotaba en el agua porencima de él. Detrás había unamontonamiento de rocas partidas queascendía en empinada pendiente.

Era la quilla del Secatur, y el corazónde Bond comenzó a latir con fuerza.

Miró el Rolex que llevaba en torno ala muñeca: las once y tres minutos.Escogió el detonador de siete horas entreel puñado que extrajo del bolsillo lateralcon cremallera, lo insertó en la cavidadcorrespondiente de la mina y lo presionócon fuerza para que encajara bien. Enterróel resto de los detonadores en la arena

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con el fin de que, si lo atrapaban, nodescubrieran la existencia de la mina.

Mientras nadaba hacia la superficiecon la mina entre las manos, cuya parteinferior estaba orientada hacia arriba, sedio cuenta de que a su espalda había unaconmoción. Una barracuda pasó junto a éla toda velocidad y casi lo golpeó, con lasmandíbulas semiabiertas y los ojos fijosen algo que había detrás de él. Pero Bondestaba concentrado sólo en el centro de laquilla y en un punto situado aaproximadamente un metro por encima dela misma.

La mina casi lo arrastró en el últimometro, con sus magnetos esforzándose porobtener el beso del casco. Tuvo que tirar

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con fuerza de ella para evitar el estruendometálico que el contacto provocaría.Luego quedó silenciosamente fijada en susitio y Bond, librado de su peso, se vioobligado a nadar con fuerza paracontrarrestar la nueva levedad de sucuerpo en el agua, y lograr sumergirse yalejarse de la superficie.

El banco de barracudas parecíahaberse vuelto loco. Giraban en el agua ylanzaban dentelladas como perrosrabiosos. Tres tiburones que se les habíanunido cargaban a través del agua con unfrenesí más torpe. El agua era unhervidero de peces terribles, y Bondrecibió golpes y bofetadas, una y otra vez,a lo largo de unos pocos metros. Sabía

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que en cualquier momento le desgarraríanel traje de goma junto con la carne quehabía debajo, y entonces lo atacaríantodos a la vez.

«Extremado comportamiento detumulto.» La frase del departamento de laArmada pasó velozmente por su cabeza.Ése era el momento preciso en que habríasalvado su vida con el repelente detiburones. Sin él, tal vez sólo viviera unospocos minutos más.

Desesperado, se lanzó por el aguahasta situarse junto a la quilla del barco,tras quitar el seguro del fusil submarinoque ahora no era más que un juguete anteaquella manada de peces carnívorosenloquecidos.

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Llegó a las dos hélices de cobre y seaferró a una de ellas, entre jadeos,enseñando los dientes en una mueca demiedo, con los ojos dilatados alenfrentarse con el frenesí de agitadasaguas que lo rodeaban.

De inmediato vio que las bocas de lospeces que pasaban lanzados de un lado aotro estaban entreabiertas y que entraban ysalían de una nube oscura que se extendíahacia el fondo desde la superficie. Unabarracuda se quedó flotando inmóvilcerca de él durante un instante, con algomarrón entre las mandíbulas. Deglutióaquello y luego giró a toda velocidad pararegresar al centro de la agitación.

En ese momento, Bond se dio cuenta

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de que estaba oscureciendo aún más. Alzólos ojos y vio, con repentina comprensiónde lo que sucedía, que la superficie demercurio se había tornado roja, de unhorrible carmesí brillante.

Unos jirones pasaron flotando a sualcance. Con la punta del fusil, atrajoalgunos hacia sí y los acercó al visor desu traje.

No le cupo duda alguna.Arriba, en la superficie, alguien

regaba el mar con sangre y despojos.

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Capítulo 20La cueva de Morgan

«el Sanguinario»

En ese momento, Bond comprendió deinmediato por qué tantos peces barracuday tiburones acechaban en torno al islote,cómo los mantenían en estado de frenéticased de sangre mediante aquellosbanquetes nocturnos; por qué,contrariamente a la razón, los treshombres devueltos por el mar habían sidodevorados por los peces.

Big se había limitado a utilizar lasfuerzas del mar para su propia protección.

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Era una artimaña típica de él: imaginativa,tecnológicamente perfecta y muy fácil deponer en marcha.

En el mismo instante en que Bond sedaba cuenta de todo ello, algo le asestó unterrible golpe en un hombro, y unabarracuda de nueve kilos retrocedió congoma negra y carne colgándole de lasmandíbulas. Bond no experimentó doloralguno mientras se soltaba de la hélice decobre y pataleaba con desesperaciónhacia las rocas; sólo una náusea en elfondo del estómago al pensar en que unaparte de sí mismo estaba entre aquelloscien dientes, afilados como navajas. Elagua comenzó a filtrarse entre la ajustadagoma y su piel. No pasaría mucho tiempo

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antes de que penetrara por el cuello alinterior de la mascarilla.

Estaba a punto de renunciar, yrecorrer a toda velocidad los seis metrosque lo separaban de la superficie, cuandovio una ancha grieta en las rocas que teníadelante. Junto a la misma yacía, de lado,una gran roca redonda, y de alguna formalogró meterse detrás de ella. Ya a cobijoen la parcial protección que leproporcionaba, se volvió justo a tiempode ver que la misma barracuda se lanzabahacia él, con la mandíbula superiorabierta en ángulo recto con respecto a lainferior, para asestarle su infame golpe.

Bond disparó casi a ciegas el fusilsubmarino. Las correas de goma salieron

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disparadas a lo largo del cañón, y lalengüeta del arpón atravesó al pez por elcentro de su mandíbula superior alzada, laatravesó y se detuvo con la mitad delarpón y la línea aún libres.

La barracuda se paró en seco a mediacarrera, a poco menos de un metro delestómago de Bond. Intentó cerrar lasmandíbulas, y a continuación dio unapoderosa sacudida con su larga cabeza dereptil. Luego se alejó a toda velocidad,zigzagueando enloquecida, arrebatando elfusil y la línea de las manos de Bond, quesabía que los otros peces estarían sobre labestia, desgarrándola en pedazos, antes deque hubiese recorrido cien metros.

Dio gracias a Dios por esa

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distracción. Ahora tenía el hombrorodeado por una nube de sangre. Encuestión de segundos, los demás pecespercibirían el olor. Salió del refugio yrodeó la roca con la idea de emerger acobijo del embarcadero y esconderse, dealgún modo, por encima de la superficiedel mar hasta que hubiese trazado un plannuevo.

Entonces vio la cueva que la rocahabía ocultado.

En realidad era casi una puerta abiertaen la base del islote. Si Bond no hubieseestado nadando a toda velocidad parasalvar la vida, podría haber entrado porella caminando. Según estaban las cosas,se zambulló de cabeza a través de la

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abertura y sólo se detuvo cuando loseparaban varios metros de la relumbranteentrada.

Entonces se puso de pie sobre lasuave arena y encendió la linterna.Resultaba concebible que un tiburónentrase tras él, pero en aquel espacio tanreducido le resultaría casi imposiblemorderlo, dado que tenía la boca situadaen la parte inferior del cuerpo. Y, desdeluego, no entraría a toda velocidad porqueincluso los tiburones tienen miedo deponer en peligro su gruesa piel entre lasrocas. Bond tendría oportunidades másque suficientes para asestarle unapuñalada con el cuchillo de campaña.

Con la linterna alumbró el techo y los

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lados de la cueva. Sin duda había sidohecha, o acabada, por la mano delhombre. Bond supuso que la habíanexcavado hacia el exterior desde algúnpunto del centro del islote.

«Quedan al menos veinte metros más,hombres», debió de decir Morgan elSanguinario a los capataces esclavos.Entonces, los picos habrían atravesado derepente la roca, y una confusión de brazos,piernas y bocas aullantes, amordazadaspara siempre por la entrada del agua,habría sido despedida hacia atrás parareunirse dentro de la cueva con loscadáveres de otros testigos.

La gran piedra de la entrada habríasido colocada allí para sellar la salida

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por el lado del mar. Era probable que elpescador de Shark Bay que desaparecióde manera repentina seis meses antes, laencontrara por casualidad al serarrastrado por una tormenta o por una oladespués de un huracán. Y al entrarencontró el tesoro y comprendió quenecesitaría ayuda para disponer de él. Unhombre blanco lo engañaría. Sería mejorrecurrir al gran gángster negro de Harlemy llegar con él a los mejores términosposibles. El oro pertenecía a los hombresnegros que habían muerto para ocultarlo.Debía regresar a manos de los hombresnegros.

Allí, de pie, meciéndose en la ligeracorriente del túnel, Bond supuso que otro

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bloque de cemento habría caído aquel díaal barro del fondo del río Harlem.

Y en ese momento oyó los tambores.Cuando se encontraba entre los peces,

había oído un suave tronar dentro delagua, que aumentó al entrar en la cueva.Pero en un principio pensó que eran lasolas que rompían en la base del islote; detodas formas, había tenido otras cosas enqué pensar.

Sin embargo, ahora distinguía un ritmodefinido, y el sonido tronaba y aumentabaa su alrededor como un rugidoamortiguado, como si se encontraseencerrado dentro de un enorme tambor. Elagua parecía temblar con él. Bond adivinósu doble propósito. Era un gran reclamo

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de peces usado —cuando había intrusospor las inmediaciones— para atraer yponer más frenéticos a los animales.Quarrel le había contado que lospescadores golpean por la noche losflancos de sus canoas con el canalete paradespertar y atraer a los peces. Aquellodebía basarse en la misma idea. Y a la parsería el siniestro vudú que advertiría a lagente de la orilla, advertencia queresultaba doblemente eficaz cuando uncadáver era devuelto por el mar al díasiguiente.

Otro de los refinamientos de Big,pensó Bond. Otra brillante muestra de lascapacidades de aquella menteextraordinaria.

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Bueno, al menos ahora sabía dónde seencontraba. Los tambores significaban quehabían detectado su presencia. ¿Quépensarían Strangways y Quarrel al oírlos?Tendrían que permanecer sentados ysudar. Bond había deducido que lostambores eran alguna especie de truco, yles hizo prometer que no intervendrían, amenos que el Secatur zarpara sano ysalvo. Eso significaría que todos losplanes de Bond habían fracasado. Por elloexplicó a Strangways dónde ocultaba eloro, y tendrían que interceptar al barco enalta mar.

Ahora el enemigo estaba alertado,pero ignoraba su identidad y el hecho deque aún estaba vivo. Tendría que

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continuar adelante, aunque sólo fuese paraimpedir a toda costa que Solitaire zarparaen la embarcación condenada.

Bond miró su reloj. Eran las doce ymedia de la noche. Por lo que a élrespectaba, podría haber pasado unasemana desde que inició su viaje a travésde aquel mar de peligros.

Palpó la Beretta que llevaba bajo eltraje de goma y se preguntó si la habríainutilizado el agua que había penetradopor el agujero hecho por los dientes de labarracuda.

A continuación, con el rugido de lostambores haciéndose más audible a cadapaso, continuó avanzando hacia el interiorde la cueva mientras su linterna

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proyectaba un diminuto punto de luz anteél.

Había recorrido unos diez metroscuando un débil resplandor se hizo visibleen el agua, más adelante. Apagó lalinterna y se encaminó hacia allí conprecaución. El arenoso suelo de la cuevacomenzó a ascender, y con cada metrorecorrido la luz se hacía más brillante.Vio docenas de peces pequeños quejugaban en torno a él, y por delante elagua parecía llena de ellos, atraídos a lacueva por la luz. Había cangrejos que seasomaban a mirarlo desde las grietas dela roca, y un pulpo bebé se aplanó contrael techo, convirtiéndose en una estrellafosforescente.

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Bond distinguió el final de la cueva y,más allá, una amplia laguna brillante,cuyo fondo de arena blanca brillaba comola luz del día. El latir de los tambores eramuy sonoro. Se detuvo en la sombra de laentrada y vio que la superficie quedaba aapenas unos centímetros por encima de él,y que la laguna estaba iluminada porfocos.

Bond se encontraba en un dilema. Sidaba un solo paso más, quedaría a la vistade cualquiera que estuviese mirando haciael fondo de la laguna. Mientraspermanecía allí, debatiendo consigomismo, se sintió horrorizado al ver unanube roja de sangre que se propagaba másallá de la entrada y que salía de su

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hombro. Había olvidado la herida, peroahora comenzó a latirle, y cuando movióel brazo, una punzada de dolor bajó porél. También estaba la fina columna deburbujas de los tanques de aire, aunqueconfiaba en que ascendieran y estallaran,inadvertidas, en la boca de la entrada.

Incluso en el momento en que seretiraba unos cuantos centímetros hacia elinterior del túnel, su suerte estaba echada.

Oyó el ruido de algo que rompía lasuperficie, y dos negros, desnudosexcepto por las gafas de cristal que lescubrían el rostro, se echaron sobre él conlargos cuchillos esgrimidos como lanzasen la mano izquierda.

Antes de que Bond tuviera tiempo de

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llevarse la mano al arma blanca que teníasujeta al cinturón, sus dos atacantes lohabían aferrado por ambos brazos y losubían hacia la superficie.

Desesperanzado, impotente, Bond sedejó sacar de la laguna a una zona dearena plana. Lo pusieron bruscamente depie y rasgaron las cremalleras de su trajede goma. Le arrancaron la capucha y lapistolera de los hombros, y de pronto seencontró entre los restos de aquellasegunda piel negra, como una serpientedesollada, vestido sólo con el brevecalzón de baño. La sangre manaba por elagujero dentado de su hombro izquierdo.

Cuando le quitaron la capucha, Bondquedó casi ensordecido por el atronador

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resonar y repiquetear de los tambores. Elsonido reverberaba dentro y alrededor deél. El apresurado ritmo sincopadogalopaba y latía en su sangre. Parecía lobastante poderoso para despertar a todaJamaica. Bond hizo una mueca y aisló sussentidos para defenderlos de la tormentade ruido que lo abofeteaba. Entonces susguardianes hicieron que se volviera y sehalló ante una escena tan extraordinariaque el ruido de los tambores disminuyó ytoda su consciencia se concentró enaquello que sus ojos contemplaban.

En primer término, ante una mesa decartas cubierta por un tapete verde ycargada de papeles en desorden, en unasilla plegable, Big, con un bolígrafo en la

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mano, lo miraba sin curiosidad. Un señorBig que llevaba un bien cortado trajetropical color cervato, con camisa blancay corbata negra de punto de seda. Elancho mentón descansaba sobre la manoizquierda, y miraba a Bond como si,cuando trabajaba en su oficina, hubiesesido molestado por un miembro delpersonal para pedir un aumento salarial.Su expresión era cortés y algo aburrida.

A unos pocos pasos de él, siniestra eincongruente, la efigie de cuervo delbarón Samedi, erecta sobre la roca,dirigía su bostezante rostro hacia Bonddesde debajo del sombrero hongo.

Big se quitó la mano de debajo delmentón, y sus grandes ojos dorados lo

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miraron de arriba abajo.—Buenos días, señor Bond —dijo al

fin, sobreponiendo su inexpresiva voz alagonizante crescendo de los tambores—.La mosca ha tardado realmente mucho enllegar hasta la araña, o tal vez deberíadecir «el pececillo hasta la ballena».Dejó usted una bonita senda de burbujasdesde que abandonó el arrecife.

Se recostó en la silla y guardósilencio. Los tambores latían y resonabancon lentitud.

Así que había sido la lucha con elpulpo lo que había denunciado supresencia. La mente de Bond registróaquel hecho de forma automática, mientrassu mirada se dirigía hasta más allá del

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hombre sentado ante la mesa.Se encontraba en una cámara de roca

tan grande como una iglesia. La mitad delsuelo estaba ocupada por la transparentelaguna blanca de la que él había salido, yque iba de un tono aguamarina hasta elazul oscuro cerca del negro agujero de laentrada submarina. Luego estaba laestrecha franja de arena donde él seencontraba, y el resto era suave rocaplana salpicada por algunas estalagmitasgrises y blancas.

A poca distancia detrás de Big, unosempinados escalones ascendían hacia elabovedado techo del que pendían cortasestalactitas de caliza. De sus blancaspuntas, gotas de agua intermitentes caían

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al interior de la laguna o sobre las puntasde las estalagmitas jóvenes que seelevaban hacia ellas desde el suelo.

Una docena de luces de arco sujetas alo alto de las paredes arrancaban reflejosdorados del pecho desnudo de unoscuantos negros que se encontraban de piea su izquierda, y que lo observaban yponían los ojos en blanco, enseñando losdientes en crueles sonrisas de deleite.

Rodeando los pies negros y rosadosde los hombres, en medio de restos demaderas rotas, aros de hierro oxidados,correas de cuero mohosas y lona enproceso de desintegración, había unresplandeciente mar de monedas de oro:metros, pilas, cascadas de redondas

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monedas de oro de entre las cuales sealzaban las piernas negras como si sehubiesen detenido a medio camino cuandoatravesaban una hoguera.

Junto a ellas se apilaban, hilera trashilera, montones de sencillas bandejas demadera. Había algunas en el suelo queestaban casi llenas de monedas, y al piede la escalera un negro se había detenidocuando comenzaba a ascender, llevandouna de las bandejas en las manos —cubierta de monedas colocadas en cuatrohileras cilindricas—, que sujetabaseparada del cuerpo como si pretendieravenderlas.

Más a la izquierda, en un rincón de lacámara, había dos negros que se

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encontraban junto a un panzudo calderónsuspendido sobre tres siseantes lámparasde soldar, cuyo fondo estaba al rojo vivo.En las manos tenían espumaderas dehierro, y éstas se hallaban recubiertas deoro hasta la mitad de sus largos mangos.A un lado, Bond vio un enorme montón deobjetos de oro, fuentes, retablos,recipientes para beber, cruces y una pilade lingotes de varios tamaños. A lo largode la pared, cerca de ellos, habíaordenadas hileras de bandejas deenfriamiento cuyas superficiessegmentadas brillaban con el metalamarillo. Cerca del caldero se veía unabandeja vacía en el suelo y un largocucharón con el mango envuelto en tela.

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Acuclillado, no lejos de Big, un negromanejaba un cuchillo urgando en una coparecamada con piedras preciosas. Junto aél, sobre una fuente de hojalata, había unmontón de gemas que titilaban en rojo,azul y verde bajo las potentes luces dearco.

El aire de la gran cámara de roca eracálido y viciado, y sin embargo Bond seestremeció cuando sus ojos abarcaron laespléndida escena: las potentes lucesblanco violáceo, el broncíneo resplandorde los cuerpos sudorosos, el brillanterelumbrar del oro, el irisado montón degemas y las tonalidades de leche yaguamarina de la laguna. Se estremecióante la belleza de todo aquello, ante el

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fabuloso ballet petrificado de la gran casadel tesoro de Morgan el Sanguinario.

Su mirada regresó al cuadrado tapeteverde y al gran rostro de zombi, ycontempló los grandes ojos amarillos conpasmo, casi con reverencia.

—Que paren los tambores —ordenóBig a nadie en particular.

El sonido había disminuido hastaconvertirse en casi un susurro, un golpeteobalbuceante cuyo ritmo era exactamente eldel pulso de la sangre. Uno de los negrosdio dos pasos tintineantes entre lasmonedas de oro y se inclinó. En el suelohabía un fonógrafo portátil y, junto a él, unpoderoso amplificador se apoyaba contrala pared de roca. Se oyó un chasquido y

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los tambores cesaron. El negro cerró latapa del aparato y regresó a su sitio.

—Continuad con el trabajo —dijoBig.

Al instante todas las figurascomenzaron a moverse como si fuesenautómatas a quienes hubieran metido unamoneda en la boca. Se removió elcaldero, las monedas fueron recogidas ycolocadas dentro de las cajas, el hombrede la copa continuó arrancando las gemasde la misma, y el negro que llevaba labandeja llena de monedas siguió escalerasarriba.

Bond permaneció donde estaba,goteando agua y sangre.

Big se inclinó sobre la lista que tenía

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en la mesa y anotó dos o tres cifras con lapluma.

Bond se movió y sintió la punta de unadaga a la altura de los ríñones.

Big dejó la pluma y se puso de pie conlentitud. Luego se apartó de la mesa.

—Continúa tú —dijo a uno de losguardianes de Bond.

El hombre desnudo rodeó la mesa,ocupó la silla de Big y cogió la pluma.

—Llévalo arriba.Big avanzó hasta los escalones y

comenzó a subir por ellos sin prisa.Bond sintió un pinchazo en un costado.

Salió de entre los restos de su traje negroy siguió a la lenta figura que subía.

Nadie alzó los ojos del trabajo. Nadie

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trabajaría menos cuando el señor Bigestuviese fuera de la vista. Nadie semetería una gema ni una moneda de oro enla boca.

El barón Samedi se quedaba vigilandoen la cámara.

Sólo su zombi había salido de ella.

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Capítulo 21Buenas noches a los dos

Ascendieron con lentitud, pasaron anteuna puerta abierta situada cerca del techo,continuaron durante unos quince metros, yse detuvieron en un amplio descansillo deroca. Allí, un negro con una lámpara deacetileno junto a sí, soldaba las bandejasde monedas en el centro de los acuariosque se apilaban por decenas contra lapared.

Mientras esperaban, dos negrosbajaron por los escalones desde lasuperficie, cogieron uno de los acuarios

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ya preparados y volvieron a subir con él.Bond supuso que llenaban los

acuarios con arena, algas y peces en algúnlugar situado más arriba, y luego lospasaban a la cadena humana que seextendía por la cara del acantilado.

Cuando advirtió que algunos de lostanques que esperaban tenían lingotes deoro colocados en el centro, y otros unbuen montón de gemas, corrigió suestimación del tesoro cuadruplicándolohasta alrededor de cuatro millones delibras esterlinas.

Big permaneció quieto durante un rato,con los ojos fijos en el suelo de piedra.Su respiración era profunda perocontrolada. Luego continuaron subiendo.

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Tras ascender veinte escalonesllegaron a otro descansillo, más pequeñoque el anterior y con una puerta que seabría al mismo. Ésta tenía una cadena y uncandado nuevos, y estaba hecha deláminas de hierro, marrones y corroídaspor el óxido.

Big se detuvo de nuevo, ypermanecieron lado a lado sobre lapequeña plataforma de roca.

Por un momento, Bond pensó enescapar, pero, como si le leyera la mente,el guardián lo empujó contra la pared depiedra, lejos de su amo. Bond sabía quesu principal deber era conservar la vida yllegar hasta Solitaire, para mantenerla, dealguna manera, alejada del barco

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condenado donde el ácido corroía poco apoco el cobre del detonador temporizado.

Desde lo alto llegaba una fuertecorriente de aire frío a través del huecode la escalera, y Bond sintió que el sudorse le secaba sobre la piel. Se llevó lamano derecha a la herida del hombro, sindejarse intimidar por el pinchazo delcuchillo de su guardián en el costado. Lasangre estaba seca y coagulada, y tenía lamayor parte del brazo dormido. La heridale dolía con virulencia.

—Este viento, señor Bond —dijo Big,señalando hacia lo alto del hueco de laescalera—, es conocido en Jamaica comoel viento del enterrador.

Bond encogió el hombro derecho y no

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malgastó saliva.Big se volvió hacia la puerta de

hierro, sacó una llave del bolsillo y laabrió. La traspuso y Bond lo siguió con suguardián.

Entraron en una habitación, alargada yestrecha como un pasillo, conherrumbrosos grilletes en la parte inferiorde las paredes, colocados a intervalos demenos de un metro.

Al final, donde un farol a prueba devientos colgaba del techo de piedra, unafigura inmóvil yacía en el suelo cubiertacon una manta. Un segundo farol colgabacerca de la puerta, pero por lo demás sólose percibía el olor de la roca húmeda y elde antiguas torturas y muertes.

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—Solitaire —dijo Big con voz suave.Bond, que sintió como su corazón

daba un salto, avanzó un paso. Deinmediato, una mano enorme lo aferró porun brazo.

—Quieto, blanco —le espetó elguardián, mientras le retorcía la muñecaal tiempo que le llevaba el brazo hacia losomóplatos, subiéndolo cada vez más hastaque Bond le lanzó una patada con el talónizquierdo. El impacto contra la espinilladel hombre le hizo más daño a Bond que asu guardián.

Big se volvió. Tenía una pistolapequeña que quedaba casi cubierta deltodo por su enorme mano.

—Suéltalo —dijo con voz queda—.

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Si quiere tener un segundo ombligo, señorBond, puedo hacérselo. Tengo seismetidos en esta pistola.

Bond pasó junto al corpulento hombre.Solitaire se encontraba de pie y avanzabahacia él. Al verle la cara, echó a corrercon las manos tendidas ante sí.

—James —sollozó—. James.Casi cayó a sus pies. Se cogieron de

las manos con todas sus fuerzas.—Todo va bien, Solitaire —dijo

Bond, sabiendo que no era así—. Todo vabien. Ya estoy aquí.

La ayudó a levantarse y la mantuvo ala distancia de los brazos extendidos, locual le causó dolor en el hombroizquierdo. La joven estaba pálida y

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desaliñada. Tenía una contusión en lafrente y unas enormes ojeras negras. En elsucio rostro, las lágrimas habían trazadosurcos sobre su piel pálida. No llevabamaquillaje alguno. Iba vestida con un trajede lino blanco también sucio y un par desandalias. Parecía más delgada.

—¿Qué te ha hecho ese hijo de puta?—preguntó Bond.

De pronto, la estrechó contra sí contodas sus fuerzas. Solitaire se aferró a él yle hundió el rostro en el cuello.

Luego se apartó y se miró una mano.—¡Pero si estás sangrando! —

exclamó—. ¿Qué te ha sucedido?Hizo que se volviera a medias y vio la

sangre ennegrecida que tenía en el hombro

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y a lo largo del brazo.—Oh, cariño, ¿qué te ha ocurrido?Comenzó a llorar otra vez,

desamparada, desesperanzada, al darsecuenta de que ambos estaban perdidos.

—Átalos —ordenó Big desde lapuerta—. Aquí, debajo de la luz. Tengocosas que decirles.

El negro se encaminó hacia ellos yBond se volvió. ¿Valía la penaarriesgarse? El negro no tenía más queuna cuerda en las manos, pero Big sehabía desplazado a un lado y loobservaba, con la pistola sujeta condescuido, casi apuntando al suelo.

—No, señor Bond —fue cuanto dijo.Bond miró al negro y pensó en

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Solitaire y en su hombro herido.El negro se le aproximó y él permitió

que le atara los brazos a la espalda. Losnudos eran buenos. No había juego enellos. Y hacían daño.

Bond sonrió a Solitaire y le guiñó unojo. No era más que una baladronada,pero vio que la esperanza afloraba através de las lágrimas de la muchacha.

El negro condujo a Bond de regreso ala puerta.

—Allí —ordenó Big, señalando unode los grilletes.

El guardián, con un repentino golpeasestado con la espinilla, hizo perder piea Bond, el cual cayó sobre el hombroherido. Estirando de la cuerda, lo arrastró

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hasta el grillete, tiró de éste paracomprobar su solidez y luego pasó lacuerda por dentro del mismo hasta lostobillos de Bond, que ató con fuerza.Había clavado el cuchillo en una grieta dela roca. Lo cogió, cortó la cuerda sobrantey retrocedió hasta donde Solitaireaguardaba de pie.

Bond quedó sentado en el suelo depiedra, con las piernas estiradas ante sí,los brazos atados a la espalda. Le goteabasangre de la herida del hombro, que habíavuelto a abrirse. Sólo los restos debencedrina que había en su sangre leimpedían desmayarse.

Solitaire fue atada y situada casifrente a él. Sus pies quedaron separados

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por un metro.Cuando el guardián hubo concluido,

Big miró su reloj.—Vete —le ordenó. Cerró la puerta

tras el negro y se reclinó contra ella.Bond y la muchacha se observaron, y

Big paseó los ojos sobre ambos.Después de uno de sus largos

silencios, dirigió la palabra a Bond. Estealzó los ojos hacia él. La cabeza gris,grande como un balón de fútbol,iluminada por el farol, tenía la aparienciade un espectro elemental y maligno que,procedente del centro de la tierra, flotaraallí, en el aire, con los ojos doradosresplandeciendo y el enorme cuerpo ensombras. Tuvo que recordarse a sí mismo

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que había sentido el corazón que latíadentro de aquel pecho, que había oído surespiración y visto sudor sobre su pielgrisácea. Era sólo un hombre, de la mismaespecie que él; un hombre grande con uncerebro brillante, pero un hombre al fin yal cabo, que caminaba y defecaba, unhombre mortal con el corazón enfermo.

La ancha boca como de goma se abrió,y los labios planos y algo vueltos haciafuera se estiraron, dejando a la vista losgrandes dientes blancos.

—Es usted el mejor de cuantos hanenviado contra mí —declaró Big. Suqueda e inexpresiva voz era pensativa,mesurada—. Y ha logrado matar a cuatroda mis ayudantes. Es algo que les resulta

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increíble a mis seguidores. Ya era hora,más que de sobras, de que arregláramoscuentas. Lo que le sucedió alestadounidense no es suficiente. Latraición de esta muchacha —continuabamirando a Bond—, a quien saqué delarroyo y a la cual estaba dispuesto acolocar a mi derecha, también ha puestoen duda mi infalibilidad. He estadopreguntándome cómo debería morir ellacuando la providencia, o el barón Samedisegún creen mis seguidores, lo trajeratambién a usted al altar con la cabeza yainclinada para el hacha.

La boca hizo una pausa, con los labiosseparados. Bond vio que los dientes seunían antes de formar la palabra siguiente.

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—Así que resulta conveniente quemueran los dos juntos. Eso sucederá, de lamanera adecuada —dijo Big consultandosu reloj—, dentro de dos horas y media. Alas seis, minutos más o minutos menos —añadió.

—Que sea unos minutos más —dijoBond—. Me gusta mi vida.

—En la historia de la emancipaciónnegra —continuó Big con un tono decómoda conversación—, ya han aparecidonegros importantes: atletas, músicos,escritores, médicos y científicos. A sudebido tiempo, como sucede con elavance de la historia de otras razas,aparecerán negros grandes y famosos entodas las demás ramas de la vida. —Hizo

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una pausa.— Ha sido una desgracia parausted, señor Bond, y para esta muchacha,encontrarse con el primero de los grandescriminales negros. Uso una palabravulgar, señor Bond, porque usted, como laespecie de policía que es, la emplearíapara definirme. Pero yo prefieroconsiderarme como alguien que tiene lacapacidad y las dotes mentales ypsíquicas necesarias para hacer suspropias leyes y actuar de acuerdo conellas, en lugar de aceptar las leyes que seadaptan al común denominador más bajode la gente. Usted habrá leído sin duda ellibro Instincts of the Herd in War andPeace[36], de Trotter, señor Bond. Bueno,podríamos decir que yo soy, por

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naturaleza y predilección, un lobo, y vivosegún las leyes de los lobos. Es naturalque las ovejas describan como «criminal»a una persona semejante.

»E1 hecho, señor Bond —prosiguió elBig Man tras una pausa—, de que yo estévivo y disfrute realmente de un éxitoilimitado, a pesar de enfrentarme ensolitario a incontables millones de ovejas,es atribuible a las técnicas modernas quele describí con ocasión de nuestra anteriorcharla, y a una infinita capacidad paraemplear el esmero. No un esmeroaplicado y aburrido, sino uno artístico,sutil. Y he descubierto, señor Bond, queno resulta difícil superar en ingenio a lasovejas, por muchas que haya, si uno pone

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dedicación en la tarea y es un loboextraordinariamente bien dotado por lanaturaleza.

»Permítame ilustrar para usted,mediante un ejemplo, cómo trabaja mimente. Tomaremos el método por el cualhe decidido que morirán ustedes dos. Esuna variación moderna del usado entiempos de mi amable mecenas, sir HenryMorgan. En aquellos días lo llamaban"pasar por debajo de la quilla".

—Le ruego que continúe —dijo Bond,sin mirar a Solitaire.

—A bordo del yate tenemos unparaván —continuó Big, como si fuese uncirujano que describiera una delicadaoperación ante un grupo de estudiantes—,

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el cual usamos para pescar al arrastretiburones y otros peces grandes. Esteparaván, como ya sabe, es un aparatoflotante con forma de torpedo que navegasujeto mediante una cuerda a ciertadistancia del barco, y que puede usarsepara sujetar a él el extremo de una red yarrastrarla por el agua cuando laembarcación está en movimiento y, si sele añade un dispositivo afilado, paracortar los cables de amarre de las minasen tiempos de guerra.

»Tengo la intención —prosiguió Bigcon un tono de voz de divagación informal— de atarlos juntos a un cabo unido a eseparaván y remolcarlos por el mar hastaque sean devorados por los tiburones.

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Hizo una pausa, y su mirada sedesplazó de uno a otro. Solitairecontemplaba a Bond con los ojos muyabiertos, y éste dedicaba todos susesfuerzos a pensar, con la expresiónausente y la mente penetrando en el futuro.Sintió que debía decir algo.

—Es usted un hombre grande —declaró—, y algún día tendrá una muertegrande y horrible. Si nos mata, esa muertellegará muy pronto. Lo he dispuesto todopara que así sea. Está volviéndose lococon mucha rapidez, y verá lo que nuestroasesinato le echa encima.

Incluso mientras hablaba, la mente deBond trabajaba a toda velocidad,contando las horas y los minutos,

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sabiendo que la muerte del propio Big seacercaba, con el ácido del detonador, acaballo del minutero del reloj hacia lahora de su encuentro personal definitivo.Pero ¿estarían él y Solitaire muertos antesde que llegara esa hora? La diferencia nosería mayor de unos pocos minutos, talvez segundos. El sudor le goteaba desdeel rostro sobre el pecho. Dedicó unasonrisa a Solitaire. Ella lo miró con ojosopacos, sin verlo.

De repente profirió un grito agónicoque hizo que los nervios de Bond secontrajeran.

—¡No lo sé! —gritó—. No puedo ver.Está tan cerca, tan al lado… Hay muchamuerte, pero…

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—¡Solitaire! —gritó Bond,aterrorizado ante la posibilidad de quecualesquiera fuesen las cosas extrañas queella veía en el futuro, pusieran sobreaviso a Big—. Recobra la serenidad.

En su voz había un duro tono deenfado.

Los ojos de la muchacha se aclararon,y ella miró a Bond con expresiónatontada, sin comprender qué sucedía.

—Yo no estoy volviéndome loco,señor Bond —prosiguió el Big Man convoz serena—, y nada que usted hayadispuesto me afectará. Morirán ustedesmás allá del arrecife y nadie hallarápruebas. Remolcaré los restos de suscuerpos hasta que no quede nada. Eso

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forma parte de la perfección de misintenciones. Puede que también sepa quelos tiburones y las barracudasdesempeñan un papel en el vudú. Tendránsu sacrificio y el barón Samedi seráapaciguado. Eso satisfará a misseguidores. También deseo continuar misexperimentos con peces carnívoros. Creoque sólo atacan cuando hay sangre en elagua. Así pues, los cuerpos de ustedesserán remolcados desde el islote mismo.El paraván los arrastrará por encima delarrecife. Creo que en la parte interior delmismo no sufrirán daño alguno. La sangrey los despojos que cada noche sonarrojados en estas aguas habrándesaparecido, dispersados o devorados.

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Pero cuando sus cuerpos hayan sidoarrastrados por encima del arrecife, metemo que comenzarán a sangrar, quedaránmuy lastimados. Y entonces veremos si miteoría es correcta.

Big pasó una mano por detrás de sucuerpo y tiró de la puerta para abrirla.

—Ahora los dejaré —concluyó—para que reflexionen sobre las excelenciasdel método que he inventado para sumuerte común. De este modo se logranvarias cosas: dos muertes necesarias; noqueda prueba alguna de lo sucedido; lasuperstición es satisfecha; mis seguidoresse sienten complacidos, y los cuerpos sonutilizados en bien de la investigacióncientífica. A eso me refiero, señor Bond,

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cuando hablo de una infinita capacidadpara emplear el esmero artístico.

Se detuvo en la entrada y los miró aambos.

—Muy buenas noches a los dos,aunque ésta será corta.

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Capítulo 22Terror por mar

Aún no era de día cuando los guardianesllegaron a buscarlos. Cortaron las cuerdasque les ataban los tobillos y, con losbrazos aún ligados a la espalda, hicieronque ascendieran por el resto de laescalera hasta la superficie.

Se detuvieron entre los árbolesdispersos, y Bond aspiró el fresco aire dela mañana. Miró por entre los árboleshacia el este y vio que allí las estrellasestaban más pálidas y el horizonteluminoso con el romper del alba. El canto

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nocturno de los grillos había casi cesado,y en alguna parte del islote un sinsontebalbuceó sus primeras notas.

Calculó que eran alrededor de lascinco y media.

Permanecieron allí de pie variosminutos. Algunos negros pasaban junto aellos con bultos y macutos de jipijapa,charlando entre ellos con alegressusurros. Las puertas del grupo de chozascon techo de palma habían quedadoabiertas y oscilaban. Los negrosavanzaban hasta el borde del acantiladosituado a la derecha de donde seencontraban Bond y Solitaire ydesaparecían por él. No regresaban. Setrataba de una evacúación. La totalidad de

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la guarnición del islote levantabacampamento.

Bond frotó a la muchacha con suhombro sano desnudo y ella se apretócontra él. En comparación con el aireviciado del encierro, allí hacía frío y él seestremeció. Pero era mejor estar enmovimiento, en lugar de que se prolongarael suspenso abajo.

Ambos sabían lo que se debía hacer,cuál era la naturaleza de la apuesta.

Cuando Big los dejó a solas, Bond noperdió un instante. Entre susurros, habló aSolitaire de la mina magnética que estabaadherida a un flanco del barco, lista paraexplotar pocos minutos después de lasseis, y le explicó los factores que

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determinarían quién iba a morir esamañana.

En primer lugar contaba con la maníade Big por la exactitud y la eficiencia. ElSecatur debería zarpar a las seis en punto.Además, no debía haber ni una sola nube,o la visibilidad en el alba no seríasuficiente para que el barco atravesara elarrecife, y Big pospondría la salida. SiBond y Solitaire se encontraban en elembarcadero junto al yate, morirían consu enemigo.

Suponiendo que el yate zarpara a lahora en punto, ¿a qué distancia, por detrásy a un lado, serían remolcados loscuerpos de ellos? Tendrían que situarlos ababor[37] para que el paraván no topara

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con el islote. Bond calculaba que el cableque uniría al paraván con el barco tendríaunos cincuenta metros de largo, y que aellos los remolcarían a unos veinte otreinta metros por detrás del paraván.

Si estaba en lo cierto, seríanarrastrados por encima del arrecife unoscincuenta metros después de que elSecatur hubiese salido del canal. Eraprobable que se aproximara a la salida aunos tres nudos de velocidad, para luegoacelerar hasta diez, o incluso veinte. Alprincipio, sus cuerpos serían alejados delislote en un arco lento, describiendo girosy meandros en el extremo de la cuerda.Después el paraván se enderezaría y,cuando el barco hubiese pasado por

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encima del arrecife, ellos aún estaríanacercándose a él. Luego el paraváncruzaría el arrecife cuando el barco sehallara a unos cuarenta metros másalejado, y ellos lo seguirían.

Bond se estremeció al pensar en eldestrozo de que serían objeto sus cuerpossi eran arrastrados a cualquier velocidadsobre los diez metros de rocas y árbolesde coral, afilados como navajas deafeitar. Les rajarían la espalda y laspiernas.

Una vez al otro lado del arrecife,serían un enorme cebo sangrante, y sólopasarían escasos minutos antes de que elprimer tiburón o la primera barracuda losatacara.

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Entretanto, Big iría sentadocómodamente en la cámara de popa,contemplando el sangriento espectáculo,tal vez con unos prismáticos, y contaríalos minutos y segundos a medida que loscuerpos fueran haciéndose más y máspequeños hasta que, por último, los peceslanzaran dentelladas a la cuerda manchadade sangre.

Hasta que no quedara nada de ellos.A continuación izarían el paraván a

bordo y el yate seguiría navegando conelegancia hacia los cayos de Florida,Cabo Sable y el embarcadero bañado porel sol del puerto de St. Petersburg.

Y si la mina explotaba mientras aún seencontraban en el agua, a tan sólo

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cincuenta metros del barco, ¿cuál sería elefecto de la onda expansiva sobre suscuerpos? Tal vez no fuese mortal. Elcasco del barco absorbería la mayor partede la misma. Quizá el arrecife losprotegiera.

Bond sólo podía hacer conjeturas yabrigar esperanzas.

Por encima de todo, debíanpermanecer con vida hasta el últimosegundo posible. Tenían que continuarrespirando mientras eran arrastrados,como un paquete vivo, por el mar. Muchodependía de la forma en que los ataranjuntos. Big querría conservarlos con vida.No le interesaría un cebo muerto.

Si aún seguían vivos cuando la

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primera aleta de tiburón apareciera en lasuperficie detrás de su estela, Bonddecidió fríamente que ahogaría aSolitaire. Lo haría poniendo su cuerposobre el de ella para mantenerle la cabezabajo el agua. Luego intentaría ahogarse élmismo situando el cadáver de lamuchacha sobre su cuerpo para quedarbajo la superficie.

Una pesadilla surgía con cada giro desus pensamientos, un horror nauseabundoante cada espantoso aspecto de lamonstruosa tortura y muerte que aquelhombre había inventado para ellos. PeroBond sabía que debía mantenerse frío yabsolutamente decidido para luchar por lavida de ambos hasta el final. Al menos lo

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reconfortaba saber que Big y la mayoríade sus hombres morirían también. Yabrigaba una chispa de esperanza de queél y Solitaire pudieran sobrevivir. Amenos que la mina fallara, para elenemigo no existía esperanza semejante.

Todo eso, y un centenar de otrosdetalles y planes más, pasó por la mentede Bond durante la última horatranscurrida antes de que los hicieranascender por la escalera hasta lasuperficie. Compartió con Solitaire todassus esperanzas, pero ninguno de sustemores.

Solitaire había permanecido tendidafrente a Bond, con los cansados ojosazules fijos en él, obediente, confiada,

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deleitándose, dócil y amorosa, con surostro, tan masculino, y con sus palabras.

—No te preocupes por mí, cariño —le había dicho cuando los hombresbajaron a buscarlos—. Estoy muy felizpor encontrarme contigo otra vez. Micorazón se siente colmado. Por algúnmotivo que ignoro, no tengo miedo, apesar de que hay mucha muerte muy cercade nosotros. ¿Me amas un poco?

—Sí—respondió Bond—. Ydisfrutaremos de nuestro amor.

—Arriba —les había ordenado uno delos negros.

Y ahora, ya en la superficie, la luz ibaen aumento. Procedente del pie delacantilado, Bond oyó el sonido de los

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motores diesel al arrancar, seguido de surugido. Por barlovento[38] llegaba unsuave soplo de brisa, pero a sotavento[39],donde estaba anclado el barco, el mar eraun espejo de bronce de cañones.

Big apareció en lo alto de la escaleracon un maletín de cuero en una mano. Sedetuvo un momento a mirar en torno yrecobrar el aliento. No prestó atención aBond y Solitaire, ni a los dos guardianesque se encontraban junto a ellos, armadoscon revólveres.

Alzó la vista al cielo y de repentegritó, con voz clara y potente, hacia elborde del sol que asomaba:

—Gracias, sir Henry Morgan. Tutesoro será bien empleado. Danos un buen

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viento.Los guardianes negros abrieron los

ojos de par en par.—Es el viento del enterrador —

comentó Bond.Big lo miró.—¿Todos están abajo? —les preguntó

a los guardianes.—Sí, señor, jefe —respondió uno de

ellos.—Traedlos —ordenó Big.Avanzaron hasta el borde del

acantilado y descendieron por lasempinadas escaleras, con un guardiándelante y otro detrás. Big los seguía.

Los motores de la elegante y largaembarcación giraban silenciosos, el tubo

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de escape emitía un borboteo glutinoso, yun jirón de humo azul se alzaba a popa.

En el embarcadero había dos hombresjunto a las amarras. Sobre el puente seveían sólo tres negros, además del capitány el navegante situados en elaerodinámico puente. No había sitio paramás. Todo el espacio disponible encubierta, dejando a un lado la silla depesca sujeta a la derecha de la popa,estaba lleno de acuarios. Habían arriadola bandera de la marina mercante y sóloquedaba la estadounidense, que pendíainmóvil a popa.

A pocos metros del barco, el paravánrojo en forma de torpedo de unos dosmetros de largo, flotaba en el agua, color

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aguamarina a la luz de la aurora. Estabaunido a una alta pila de cable metálico,enrollado sobre el suelo de la cubierta depopa. Bond calculó que tendría unosbuenos cincuenta metros de largo. El aguaestaba transparente como el cristal y no seveían peces por las inmediaciones.

El viento del enterrador habíaamainado. Muy pronto, el viento delmédico comenzaría a soplar desde el mar.¿Cuánto tardaría?, se preguntó Bond. ¿Eraun buen augurio?

A lo lejos, más allá del barco, Bonddistinguió el tejado de Beau Desert entrelos árboles, pero el embarcadero, el yatey el sendero del acantilado seguíansumidos en profundas sombras. Bond se

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preguntó si desde allí los verían a elloscon los prismáticos de visión nocturna. Yde ser así, ¿qué estaría pensandoStrangways?

Big se quedó un momento en elembarcadero y supervisó cómo losataban.

—Desnúdala —ordenó al guardián deSolitaire.

Bond comenzó a sentir miedo. Miróde reojo el reloj de Big. Eran las seismenos diez. Guardó silencio. No tenía queproducirse ni un solo minuto de retraso.

—Echa las ropas a bordo —dijo Big—. Átale algunas tiras a él alrededor delhombro. No quiero que haya sangre en elagua… todavía.

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Cortaron la ropa de Solitaire con uncuchillo y se la quitaron. Quedó de piesobre el embarcadero, desnuda y pálida.Dejó caer la cabeza hacia delante y elabundante cabello negro se balanceócolgando sobre su rostro. El hombro deBond fue envuelto con brusquedad en tirasde la falda de lino de la joven.

—¡Hijo de puta!… —exclamó Bondentre los dientes apretados.

Según las instrucciones de Big, lesdesataron las manos. Unieron sus cuerpos,cara a cara, con los brazos de uno entorno a la cintura del otro, y luegovolvieron a atárselas con fuerza.

Bond sintió la suave respiración de lamuchacha, que tenía pegada al cuerpo.

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Solitaire apoyaba el mentón en el hombroderecho de él.

—Yo no quería que las cosas salieranasí —susurró a Bond con voz trémula.

Él no respondió. Apenas percibía elcontacto del cuerpo de ella. Estabacontando los segundos.

Sobre el embarcadero había unmontón de cuerda que acababa en elparaván. Un extremo de la misma colgabahacia abajo desde el muelle, y Bond vioque recorría el fondo de arena hastaascender para unirse al vientre del rojotorpedo.

El extremo libre de la misma fuepasado por debajo de las axilas de ambosy anudado en el espacio que quedaba

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entre sus cuellos. Todo fue hecho conextremo cuidado. No había escapatoriaposible.

Bond continuaba contando lossegundos. Llegó hasta las seis menoscinco.

Big les echó una última mirada.—Podéis dejarles las piernas libres

—dijo—. Resultarán una carnadaapetitosa. —Pasó del embarcadero a lacubierta del yate.

Los dos guardianes subieron a bordo.Los dos negros del embarcadero soltaronlas amarras y los siguieron. Las hélicesagitaron las quietas aguas y, con losmotores avante a medio gas, el Secatur sealejó velozmente del islote.

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Big se encaminó a popa y se sentó ensu silla de pesca. La pareja atada veía losojos del hombre fijos en ellos. No dijonada. Ni hizo gesto alguno. Se limitó aobservar.

E l Secatur surcaba las aguas endirección al arrecife. Bond podía vercómo serpenteaba a un lado el cable delparaván. Este último comenzó a moversecon suavidad tras la embarcación. Depronto hundió el morro en el agua, paraluego enderezarse y deslizarse a mayorvelocidad, mientras su timón lo alejaba dela estela del barco.

El montón de cuerda enrollada quetenían al lado despertó de repente a lavida.

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—¡Cuidado! —advirtió Bond con tonoapremiante, mientras aferraba a lamuchacha con más fuerza aún.

El tirón que los hizo volar delembarcadero al mar casi les dislocó losbrazos.

Durante un segundo quedaronsumergidos, y luego ascendieron a lasuperficie, donde sus cuerpos unidoscomenzaron a romper las aguas.

Bond tragaba bocanadas de aire pararespirar entre las olas y el aguapulverizada que pasaban a toda velocidadpor su boca torcida. Entonces oyó latrabajosa respiración de Solitaire junto aél.

—¡Respira, respira! —gritó por

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encima del agua—. Traba tus piernas conlas mías.

Solitaire lo oyó, y él sintió la rodillade ella metiéndose entre sus muslos. Lajoven sufrió un ataque de tos, pero luegosu respiración se hizo más regular contrael oído de él, y su corazón dejó de latircon tanta violencia contra el pecho deBond. Al mismo tiempo, la velocidad a laque eran arrastrados disminuyó.

—¡Aguanta la respiración! —gritóBond—. Tengo que echar un vistazo.¿Lista?

Una presión de sus brazos le dio larespuesta. Sintió que ella hinchaba elpecho para llenarse los pulmones de aire.

Con el peso de su cuerpo, hizo girar a

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la muchacha de modo que su propiacabeza quedaba ahora bien fuera del aguay la joven debajo de él.

Avanzaban con lentitud a unos tresnudos. Bond giró la cabeza por encima dela pequeña ola frontal que levantaban suscuerpos.

E l Secatur estaba penetrando en elcanal que atravesaba el arrecife, situado aunos ochenta metros de distancia, calculó.El paraván se deslizaba con lentitud, casien ángulo recto con respecto al barco.Otros treinta metros y el torpedo rojoentraría en las aguas que rompían sobre elarrecife. Treinta metros más atrás, ellosavanzaban con lentitud por la superficiede la bahía.

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Faltaban sesenta metros para quellegaran al arrecife.

Bond volvió a girar el cuerpo ySolitaire salió a flote, con la boca abiertaen busca de aire.

Continuaron avanzando con lentitudpor las aguas.

Cinco metros, diez, quince, veinte.Sólo quedaban cuarenta metros antes

de que chocaran contra el coral.Sin duda, el Secatur acababa de

superar el arrecife. Bond tomó aire.Tenían que ser ya más de las seis. ¿Quédiablos había ocurrido con la condenadamina? Bond rezó una ferviente oraciónmental. «Que Dios nos proteja», pensómirando al agua.

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De pronto sintió que la cuerda setensaba debajo de sus brazos.

—¡Respira, Solitaire, respira! —gritócuando se ponían en marcha y el aguacomenzaba a pasar zumbando junto aellos.

Ahora volaban por encima del marhacia el arrecife.

Se produjo un alto breve. Bondconjeturó que el paraván habría chocadocontra una roca o un trozo de coralsuperficial. Luego sus cuerpos fueronarrastrados de nuevo en el mortal abrazo.

Faltaban treinta metros, veinte, diez.«Jesucristo —pensó Bond—. Va a

sucedemos.» Preparó sus músculos pararecibir el demoledor dolor lacerante de

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los cortes e hizo que Solitaire subiera unpoco más por encima de él, con el fin deprotegerla de la peor parte.

De repente, el aire abandonó silbandosus pulmones y un puño gigante lo lanzóde golpe contra Solitaire con tal fuerzaque ella salió del mar por encima de él yvolvió a caer. Segundos después, unrelámpago iluminó el cielo y sonó eltrueno de una explosión.

Se detuvieron en seco dentro del aguay Bond sintió que el peso de la cuerda,ahora floja, los arrastraba hacia lasprofundidades.

Las piernas se hundieron debajo de suinsensibilizado cuerpo y le entró agua enla boca.

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Eso hizo que recobrara elconocimiento. Pateó con fuerza y lasbocas de ambos se elevaron sobre lasuperficie. La joven era un peso muertoentre sus brazos. Pataleó en el agua condesesperación y miró alrededor,manteniendo la cabeza de Solitaire a flote,apoyada sobre el hombro.

Lo primero que vio fueron lasarremolinadas aguas del arrecife a menosde cinco metros de distancia. Sin laprotección de coral, ambos habrían sidoaplastados por la onda expansiva de laexplosión. Sintió en las piernas el empujey los remolinos de las corrientes delarrecife. Retrocedió desesperadamentehacia las rocas, aspirando el aire a

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grandes bocanadas cuando podía. Elpecho le estallaba a causa del esfuerzo, yveía el cielo a través de un velo rojo. Lacuerda lo arrastraba hacia abajo y elcabello de la muchacha se le metía en laboca e intentaba ahogarlo.

De pronto sintió el afilado arañazo delcoral contra las piernas. Pateó y tanteócon los pies en busca de un punto dondeapoyarlos, rajándoselos a cadamovimiento.

Apenas sentía el dolor.Ahora le estaba desollando la espalda

y los brazos. Forcejeó con torpezamientras los pulmones amenazaban conestallarle dentro del pecho. Entoncessintió un lecho de agujas debajo de los

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pies. Apoyó todo su peso sobre él,inclinándose hacia atrás para impedir quelos fuertes remolinos los arrastraran fuerade allí. Los pies se mantuvieron, y notóque a sus espaldas tenía una roca. Seapoyó, jadeante, con la sangre manando asu alrededor y dispersándose en el agua,sujetando contra sí el frío cuerpo de lamuchacha que apenas respiraba.

Durante un minuto descansó,agradecido, con los ojos cerrados y lasangre latiendo con fuerza por susextremidades, mientras tosíadolorosamente y esperaba que sussentidos se centraran de nuevo. Su primerpensamiento fue para la sangre que habíaen el agua alrededor de sus cuerpos. Pero

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calculó que los peces grandes no seaventurarían a entrar en el arrecife. Detodas formas, nada podía hacer pararemediarlo.

Luego miró hacia el mar abierto.No se veía ni rastro del Secatur.Allá, en el cielo, una nube de humo en

forma de seta comenzaba a derivar, con elviento del médico, hacia tierra.

La superficie del agua estabasembrada de objetos y de unas pocascabezas que se sacudían aquí y allá, ytodo el mar destellaba con los vientresblancos de los peces que habían muerto oresultado aturdidos a causa de laexplosión. El aire estaba cargado de unfuerte olor a explosivos. Al borde de los

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restos, el paraván flotaba en calma, con elcasco hacia abajo, anclado por el cablecuyo otro extremo debía yacer en algúnpunto del fondo. Fuentes de burbujasrompían la espejada superficie del mar.

En la periferia del círculo de cabezasque se mecían y peces muertos, algunasaletas triangulares surcaban veloces lasaguas. Mientras Bond observaba,aparecieron más. En una ocasión vio unenorme morro que salía del agua y secerraba sobre algo. Las aletas levantabannubes de agua al moverse con rapidezentre los restos del barco. Dos brazosnegros se alzaron de repente en el aire yluego desaparecieron. Se oían gritos. Doso tres pares de brazos comenzaron a

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azotar el agua en dirección al arrecife.Uno de los hombres dejó de batir con laspalmas de las manos el agua que teníadelante. A continuación, las manosdesaparecieron bajo la superficie.Entonces, también él comenzó a gritar, ysu cuerpo se sacudió de aquí para alládentro del agua. «Las barracudas que selanzan contra él», dijo la aturdida mentede Bond.

Pero una de las cabezas se acercabacada vez más a la pequeña sección dearrecife donde él se encontraba, con laspequeñas olas rompiendo contra susaxilas y el cabello negro de la muchachacolgándole a la espalda.

Se trataba de una cabeza grande, con

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el rostro cubierto por un velo de sangreque le bajaba de una herida abierta en elgran cráneo calvo.

Bond la observó acercarse.Big nadaba con torpes brazadas,

agitando el agua lo suficiente para atraer acualquier pez que no estuviera yaocupado.

Bond se preguntó si lo conseguiría.Sus ojos se entrecerraron y su respiraciónse hizo más lenta mientras contemplaba laescena, a la espera de que el cruel martomara una decisión.

La cabeza que se agitaba se acercómás. Bond vislumbró los dientes, que sehicieron visibles debido a un rictus deagonía y de esfuerzo frenético. La sangre

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velaba a medias los ojos que Bond sabíaque estarían saliéndose de las órbitas.Casi oía cómo latía con fuerza el enormecorazón enfermo bajo la piel negragrisácea. ¿Acaso fallaría antes de quealguien mordiera el cebo?

Big continuaba nadando. Tenía loshombros desnudos; la explosión le habíaarrancado la ropa, supuso Bond, pero lacorbata de seda negra había permanecidoen su sitio y flotaba en torno al gruesocuello detrás de la cabeza como unacoleta de chino.

Un salpicón de agua le limpió parte dela sangre que le cubría los ojos. Los teníaabiertos de par en par, mirando fijamentehacia Bond con expresión enloquecida.

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No contenían ninguna súplica de ayuda,sólo una mirada fija de agotamientofísico.

Mientras Bond los contemplaba, ahoraa apenas diez metros de distancia, secerraron de repente y el enorme rostro sedistorsionó en una mueca de dolor.

—¡Aarrrg! —exclamó la bocacontorsionada.

Ambos brazos dejaron de agitar elagua y la cabeza desapareció bajo lasuperficie y volvió a emerger. Una nubede sangre oscureció el mar. Dos marronesy esbeltas sombras, de aproximadamenteun metro ochenta de largo, retrocedierondesde la nube, para luego lanzarse denuevo hacia ella. El cuerpo que había en

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el agua se movió a un lado conbrusquedad. La mitad del brazo izquierdode Big salió del agua. No tenía mano, nimuñeca, ni reloj de pulsera.

Pero la enorme cabeza de nabo, conaquella boca abierta por completo y llenade dientes blancos que casi la partía porla mitad, continuaba viva. Y gritaba, unlargo grito gorgoteante que sólo seinterrumpía cada vez que una barracudaembestía el cuerpo que se bamboleababajo la superficie.

En la bahía que quedaba detrás deBond se oyó un grito distante, pero él nole prestó la menor atención. Todos sussentidos estaban concentrados en el horrorque se desarrollaba en las aguas delante

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de sus ojos.Una aleta surcó la superficie a unos

pocos metros de distancia y se detuvo.Bond percibió al tiburón tenso como

un perro de caza; los rosados ojos debotón, cortos de vista, intentaban penetrarla nube de sangre y sopesar a la presa.Luego salió disparado hacia el pecho delhombre, y la cabeza que gritaba se hundiótan de repente como el corcho de unalínea de pesca.

Algunas burbujas ascendieron a lasuperficie.

Una cola afilada con manchasmarrones se agitó cuando el enormetiburón leopardo retrocedió para tragar elbocado y atacar otra vez.

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La cabeza volvió a salir flotando a lasuperficie. La boca estaba cerrada. Losamarillos ojos parecían mirar aún a Bond.

Entonces el morro del tiburón saliódel agua y se lanzó hacia la cabeza con lacurva mandíbula inferior tan abierta quelos dientes destellaron al sol. Se oyó ungruñido del animal acompañado por otrode masticación y luego se hizo el silencio.

Los ojos de pupilas dilatadas de Bondcontinuaron mirando fijamente la manchaoscura, que cada vez se agrandaba mássobre el mar.

La muchacha gimió y atrajo suatención.

Detrás de él sonó otro grito, yentonces Bond volvió la cabeza hacia la

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bahía.Era Quarrel, cuyo lustroso pecho

pardo se encumbraba sobre el esbeltocasco de una canoa mientras sus brazosmovían el remo de pala; a bastantedistancia detrás de él, todas las otrascanoas de Shark Bay se deslizaban comochinches de agua sobre las pequeñasondas que comenzaban a rizar lasuperficie.

Los frescos vientos alisios del norestehabían empezado a soplar y el sol brillabasobre las aguas azules y las laderas verdeclaro de Jamaica.

Las primeras lágrimas desde que eraniño asomaron a los ojos gris azulado deJames Bond y se deslizaron por sus

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demacradas mejillas hasta caer al martinto en sangre.

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Capítulo 23Vacaciones de pasión

Como pendientes de esmeralda que semecieran en el aire, los dos colibríesestaban realizando su última ronda por loshibiscos, y un sinsonte había comenzado aentonar su canto de atardecer, más dulceque el del ruiseñor, desde lo alto de unarbusto de jazmines cuyo aroma anunciabala llegada de la noche.

La dentada sombra de una fragata flotópor la grama que cubría el jardín al pasarel ave planeando en las corrientes de aire,a lo largo de la costa, hacia alguna lejana

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colonia; y el martín pescador color azulpizarra parloteó con enojo al ver alhombre que estaba sentado en una silla, enel jardín. Cambió el rumbo de su vuelo yse desvió hacia el islote que se hallaba alotro lado de las aguas. Una mariposacolor azufre revoloteaba entre lassombras purpúreas debajo de laspalmeras.

Las aguas de la bahía, con sus variastonalidades de azul, estaban totalmentequietas. Los acantilados del islote sehabían tornado de un rosado vivo a la luzdel sol que se ponía detrás de la casa.

Después del caluroso día, en el aireflotaba un aroma de atardecer y frescor, yel olor a humo de turba procedente de la

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tapioca que estaban tostando en una de laschozas de pescadores del poblado quequedaba a la derecha.

Solitaire salió descalza de la casa yavanzó por el césped.

Llevaba una bandeja con una cocteleray dos copas. La dejó sobre la mesa debambú que había junto a la silla de Bond.

—Espero haberlo hecho bien —dijo—. Seis por uno parece demasiado fuerte.Nunca antes había tomado martini convodka.

Bond alzó los ojos hacia la joven.Llevaba puesto uno de sus pijamas deseda. Era demasiado grande para ella y leconfería un aspecto absurdamente infantil.

Solitaire se echó a reír.

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—¿Qué te parece mi carmín PortMaría? —preguntó—. ¿Y las cejasmaquilladas con un lápiz HB? No hepodido hacer nada más con el resto de mipersona, excepto asearla.

—Estás maravillosa —respondióBond—. Eres con mucho la joven máshermosa de toda Shark Bay. Si tuviesepiernas y brazos, me levantaría y tebesaría.

Solitaire se inclinó y le dio un largobeso en los labios, rodeándole el cuellocon un brazo. Se irguió y le apartó elmechón de cabello negro que le habíacaído sobre la frente.

Se miraron durante un momento yluego ella se volvió hacia la mesa y le

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sirvió un cóctel. Llenó media copa parasí, se sentó sobre la cálida hierba yrecostó la cabeza contra una rodilla de él.Con la mano derecha, Bond comenzó ajugar con los cabellos de la muchacha,mientras ambos miraban por entre lostroncos de las palmeras hacia el mar y laluz que iba apagándose sobre el islote.

El día había estado dedicado alamerse las heridas y limpiar los restos dela explosión.

Cuando Quarrel los desembarcó en lapequeña playa de Beau Desert, Bondtransportó a la muchacha casi en volandaspor el jardín hasta el cuarto de baño yllenó la bañera con agua tibia. Sin queella supiera qué sucedía, le enjabonó todo

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el cuerpo y el cabello. Cuando le hubolavado toda la sal y el limo de loscorales, la ayudó a salir del agua, la secóy le puso una pomada en los cortes decoral que tenía por la espalda y losmuslos. A continuación le dio un brebajesomnífero y la metió desnuda entre lassábanas de su propia cama. La besó.Antes de que acabara de cerrar laspersianas, ella ya estaba dormida.

Luego se metió él en la bañera yStrangways lo enjabonó de arriba abajo yle untó casi todo el cuerpo con la mismapomada. Tenía un centenar de zonasdesolladas y sangrantes, y el brazoizquierdo insensibilizado a causa delmordisco de la barracuda.

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Le faltaba un bocado de músculo delhombro. El escozor de la pomada le hizoapretar los dientes.

Se puso una bata y Quarrel lo llevó alhospital de Port Maria. Antes de partirtomó un desayuno de lujo y fumó,agradecido, su primer cigarrillo. Se quedódormido en el coche, y durmió en la mesade operaciones y también en la camadonde finalmente lo acostaron, hecho unamasa de vendas y esparadrapo.

Quarrel lo llevó de vuelta a casa aprimeras horas de la tarde. Durante esetiempo, Strangways había actuado segúnla información que Bond le había dado.Un destacamento de policía se trasladó alislote Surprise; los restos del Secatur,

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que yacían a veinte brazas deprofundidad, habían sido marcados conboyas y la posición era patrullada por lalancha de Aduanas de Port Maria. Elremolcador de salvamento y los buzos deKingston se habían puesto en camino. Alos periodistas de la prensa local se lesdio un breve comunicado, y en la entradade Beau Desert había guardia policialpreparada para repeler al torrente deperiodistas que aparecerían en Jamaicacuando la historia completa llegara a todoel mundo. Entretanto, se envió un informedetallado a la oficina de M y aWashington; así que el equipo de Big enHarlem y St. Petersburg podía serdetenido y encarcelado con una acusación

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general de contrabando de oro.No había ningún superviviente del

Secatur, pero los pescadores localesarribaron a puerto aquella mañana concasi una tonelada de peces muertos.

Jamaica era un hervidero de rumores.Sobre los acantilados de la bahía y en laplaya que quedaba abajo, los coches seapretujaban en largas hileras. Habíacorrido la voz acerca del tesoro deMorgan el Sanguinario, y también sobrelas manadas de tiburones y barracudasque lo habían defendido, y debido a ellono existía un solo buceador que planearasalir hacia la escena del naufragio acubierto de la oscuridad.

Un médico acudió a visitar a Solitaire,

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pero descubrió que la principalpreocupación de la joven era encontrar eltono de carmín adecuado. Strangwayspidió que le enviaran una selección al díasiguiente, desde Kingston. Por elmomento, la muchacha estabaexperimentando con el contenido de lamaleta de Bond y un cuenco de hibiscos.

Strangways volvió de Kingston pocodespués de que Bond regresara delhospital. Tenía un mensaje de M para él yse lo leyó:

«SUPONGO QUE HABRÁPRESENTADO RECLAMACIÓNTESORO A SU NOMBRE COMOREPRESENTANTE UNIVERSALEXPORT -stop- PROCEDA DE

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INMEDIATO A RESCATE -stop-CONTRATADO ABOGADO PARAHACER VALER NUESTROSDERECHOS ANTE HACIENDA YDEPARTAMENTO COLONIAL -stop-ENTRE TANTO MUY BIEN HECHO -stop- CONCEDIDAS DOS SEMANASVACACIONES DE PASIÓN -finmensaje.»

—Supongo que habrá querido decir«de compasión» —comentó Bond.

Strangways adoptó un aire solemne.—Supongo que sí —asintió—. Le hice

un informe completo de las lesionessufridas por usted… Y por la señorita —añadió.

—Hum. Los especialistas encomunicaciones de M —reflexionó— no

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suelen equivocarse con las claves. En fin.Strangways miró alegremente por la

ventana con su único ojo.—Es tan típico de ese viejo diablo

pensar primero en el oro… —comentóBond—. Supongo que piensa que puedesalirse con la suya y de alguna maneraevitar una reducción en los fondos para elServicio Secreto cuando el Parlamentovote los próximos presupuestos. Imaginoque dedica la mitad de su vida a discutircon Hacienda. Pero aun así, él siempre seadelanta a los demás; es muy listo.

—Presenté su reclamación ante elgobierno en cuanto recibí el mensaje —informó Strangways—, pero va a ser unasunto espinoso. La Corona querrá

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hacerse con el tesoro, y Estados Unidosentrará en algún punto debido a que elseñor Big era ciudadano estadounidense.Será un proceso largo.

Hablaron durante un rato más. Luego,cuando Strangways se hubo marchado,Bond salió al jardín con pasos dolorosospara sentarse al sol con sus pensamientos.

Repasó mentalmente, una vez más, lacarrera de peligrosos obstáculos en el quese había embarcado al iniciar la largapersecución del señor Big y el fabulosotesoro, y revivió los terribles instantes enque había mirado a varias formas de lamuerte a la cara.

Pero todo había concluido y seencontraba sentado al sol entre las flores,

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con el premio a los pies y la mano en loslargos cabellos negros de ella. Apretócontra sí aquel momento y pensó en lascatorce mañanas que les pertenecerían aambos, juntos.

Se oyó un estrépito de vajilla que serompía procedente de la cocina situada enla parte trasera de la casa, y la voz deQuarrel que tronaba echando la bronca aalguien.

—Pobre Quarrel —comentó Solitaire—. Ha tomado prestado al mejor cocinerode la aldea y saqueado los mercados enbusca de sorpresas para nosotros. Inclusoha encontrado algunos cangrejos negros,los primeros de la temporada. Luego se hapuesto a asar un pobre cochinillo lechal y

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a preparar una ensalada de aguacates yperas, y acabaremos con crema deguayaba y coco. Y el capitán de corbetaStrangways ha dejado una caja del mejorchampán de Jamaica. Ya se me hace laboca agua. Pero no olvides que se suponeque es un secreto. Entré en la cocina y meencontré con que casi había hecho lloraral cocinero.

—Quarrell nos acompañará ennuestras vacaciones de pasión —respondió Bond, y le habló del mensajede M—. Iremos a una casa colocadasobre postes, con palmeras y ochokilómetros de arenas doradas. Y tútendrás que cuidarme muy bien porque nopodría hacer el amor con un solo brazo.

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En los ojos de Solitaire había unaabierta sensualidad cuando alzó la miradahacia él, mientras le dedicaba una sonrisainocente.

—¿Y qué me dices de mi espalda? —preguntó.

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IAN FLEMING nació en Londres en1908. Se educó en Eton y en la academiamilitar de Sandhurst. Cursó estudiosuniversitarios en Munich y en Ginebra.Trabajó en la agencia de noticias Reutersy, al comenzar la segunda guerra mundial,se alistó en la Inteligencia Naval, dondesirvió con el grado de capitán de fragata.En 1945, al acabar la guerra, se hizo

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construir una casa, Goldeneye, enJamaica, donde se instalaba todos losinviernos. Fue en ella donde creó a suagente secreto James Bond. CasinoRoyale, la primera novela en que apareceel personaje, fue terminada de escribir lavíspera de su boda con Anne Rothermereen 1952 y publicada en 1953. Flemingescribió otras dos novelas, Chitty ChittyBang Bang y The Diamond Smugglers, noambientadas en el mundo de los serviciossecretos.

La salud de Fleming comenzó adeteriorarse a finales de los años 50.Murió en 1964, a la edad de 56 años.

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Notas

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[1] Departamento de Sanidad de EstadosUnidos. (N. de la t.) <<

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[2] Alfombras hechas en la ciudad francesade Aubusson, famosa desde el siglo XVII,y especialmente en el XVIII, por lamanufactura de tapices y alfombras. (N. dela t.) <<

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[3] Se refiere a la acción desarrollada enCasino Royale, publicado en esta mismacolección. (N. del e.) <<

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[4] En 1955 Jamaica todavía era unacolonia británica. No dejaría de serlohasta 1962. (N. del e.) <<

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[5] Director del FBI. (N. de la t.) <<

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[6] Salsa «mil islas», hecha con mayonesa,tabasco y otros condimentos, comotrocitos de pimiento rojo y verde. (N. dela t.) <<

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[7] Lavrenti Pavlovich Beria, jefe delMVD (policía secreta) y ministro delInterior. Después de la muerte de Stalin,en 1953, se convirtió en víctima de lasubsecuente lucha por el poder, queganaron Malenkov y Kruschov. Fueejecutado ese mismo año, tras un juiciosecreto. (N. de la t.) <<

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[8] Moneda antigua inglesa acuñada porEduardo IV —primer rey de la casa deYork entre 1461 y 1483— que tenía unarosa en cada una de sus dos caras,símbolo de dicho linaje. (N. de la t.) <<

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[9] Los españoles dieron en llamarladoblón (valía dos doblas). (N. de la t.) <<

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[10] Federal Bureau of Investigaron (FBI).(N. de la t.) <<

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[11] Barrio de Nueva York entre cuyoshabitantes predomina la raza negra. (N. dela t.) <<

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[12] Big en inglés, significa «grande»; boy,«muchacho»; man, «hombre». (N. de la t.)<<

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[13] Policía secreta de la Unión Soviéticaque reemplazó (1946), junto con el MGB(Ministerio de Seguridad del Estado) alNKVD. Al morir Stalin (1953) fueronunidas bajo el mando de Lavrenti Beria,pero quedaron a cargo de la seguridadinterna y sus responsabilidades fuerondisminuyendo en favor de la KGB. (N. dela t.) <<

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[14] Seguramente, el autor hace aquí unaalusión al cíclope Polifemo, que apareceen la Odisea (Canto noveno, 371),personaje gigantesco al que Ulises y suscompañeros, a quienes quería devorar,dejan ciego clavándole una estaca deolivo en su único ojo, y así consiguenescapar. (N. de la t.) <<

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[15] Estilo de jazz originario de NuevaOrleans. Lo toca una banda pequeña que,por lo general, consiste en una trompeta,un trombón, un clarinete, un piano y labatería, y cuya característica distintiva esun ritmo cuatro por cuatro muy marcado ysemi-improvisaciones tanto de solo comode conjunto (N. de la t.) <<

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[16] El diálogo que sigue se efectúa en uninglés dialectal imposible de reflejaraquí, por lo cual se ha traducido a uncastellano normal. (N. de la t.) <<

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[17] Canina. (N. de la t.) <<

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[18] Ministerio de Hacienda (N. de la t.)<<

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[19] Escultor y orfebre italiano (1500-1571), autor, entre otras otras, del Salerode oro y la Ninfa de Fontainebleau.Trabajó en Roma y Florencia y asimismoen Francia por encargo de Francisco I. (N.de la t.) <<

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[20] Asociación nacional para el progresode la gente de color. (N. de la t.) <<

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[21] Cóctel que se prepara con whisky,bitter, agua y azúcar, se le añaden rajas decítricos y una cereza y se sirve en unacopa especial. (N. de la t.) <<

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[22] Que enciende. Mujer con gancho. (N.de la t.) <<

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[23] En castellano en el original. (N. de lat.) <<

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[24] Ladrón… (N. de la t.) <<

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[25] Las puntas del cuello quedabanajustadas alrededor de la corbata. (N. dela t.) <<

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[26] American Association for Preventionof Cruelty to Animals (AsociaciónAmericana de Prevención de la Crueldadpara con los Animales). (N. de la t.) <<

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[27] Walter Winchell (1897-1972),columnista y locutor de radio dechismorreos referentes al mundo delespectáculo. Tuvo gran influencia entrelas décadas de 1930 a 1950. (N. de la t.)<<

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[28] Perro mitológico con tres cabezas queguardaba las puertas del infierno. (N. dela t.) <<

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[29] Una clase de caracol. (N. de la t.) <<

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[30] Plástico acrílico térmico, transparente.(N. de la t.) <<

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[31] Royal Navy Volunteer Research(Reserva de Voluntarios de la ArmadaReal) (N. de la t.) <<

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[32] La mayor isla de las Antillas despuésde Cuba. (N. de la t.) <<

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[33] Roca sedimentaria compuesta poróxidos de hierro, hidratos y silicatos, dela que se extrae el aluminio. (N. de la t.)<<

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[34] Duppy: espíritu malévolo. (N. de la t.)<<

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[35] Beau Desert: Bello desierto. (N. de lat.) <<

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[36] Literalmente, Instintos del rebaño enla guerra y en la paz. (N. de la t.) <<

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[37] Mirando hacia proa, el lado izquierdodel barco. (N de la t.) <<

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[38] Lugar de donde viene el viento. (N. dela t.) <<

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[39] Costado del barco opuesto al queviene el viento. (N. de la t.) <<