brown, jonathan - velazquez y lo velazqueño

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  • 8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño

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    JONATHAN

    BROWN

    Velazquez y lo velazqueño:

    los problemas de las atribuciones

    L

    as atribuciones son uno de los más arriesgados cometidos de la histo-

    ria del arte sobre todo cuando se trata de obras de un artista famoso.

    Com o es bien sabid o las atribucio nes sirven para d os cosas. Par a los histo-

    riadores del arte son un primer paso a la hora de responder a preguntas

    sobre un artista y sobre el lugar que ocupa en la historia. Inevitablemente

    sin embargo las atribuciones se han convertido también en un instrumen-

    to del mercado del arte. La cuestión de la autenticidad que se planteó p or

    vez primera en el Renacimiento y cristalizó en el siglo XVII

    1

      no ha dejado

    de tener importancia de sde entonces. De hecho es aún más decisiva en

    nuestr a época en la que la oferta de grande s maestros del pasado se ha re-

    ducido y en esa misma medida ha aumentado el valor monetario de las

    obras importantes.

    La mayoría de los historiadores del arte reconoce que los problemas

    que plantean las atribuciones pueden ser extraordinariamente complejos y

    que su resolución puede exigir años e incluso décadas. Aparte de las dificul-

    tades intrínsecas de interpretar unos datos tanto visuales como documenta-

    les

    que suelen ser imprecisos o ambiguos cabe siempre la posibilidad de

    que en un olvidado rincón del mu ndo aparezca una versión mejor y hasta

    entonces desconocida de un determinado cuadro

    2

    . Ésa es la razón de que

    las atribuciones deban considerarse como hipótesis no como hechos com-

    probados hipótesis que se ponen a prueba y se modifican constantemente.

    Ésa es la razón también de que periódicamente se publiquen catálogos revi-

    sados de la producción de los artistas

    3

    . Ésa «inestabilidad» se deriva quizás

    del hecho de que en las atribuciones interviene en buena medida la subje-

    tividad de quien las hace lo que las priva necesariam ente d e la certeza

    con que se trabaja por ejemplo en las ciencias de la naturaleza. Ni siquiera

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    Jonathan rown

    la aplicación de datos técnicos cada vez más frecuente perm ite tener férreas

    garantías. Los hechos técnicos como cualquier otro tipo de hechos han de

    interp retarse y por lo tanto cabe en ellos la misma apreciación subjetiva

    que en el análisis estilístico. Pu ede n con tribuir a resolver problem as per o

    no son suficientes para resolverlos por sí solos. Volveremos sobre esta

    cuestión.

    La falta de certeza es d esde luego el gran enem igo del me rcad o en el

    que se apuesta muy fuerte y en el que se funciona a un ritmo mucho más

    rápido que en la investigación histórica. Los signos de interrogación son

    un lujo de los estudiosos que los marchantes simplemente no pueden per-

    mitirse. El carácter monetario de sus transacciones atrae asimismo la aten-

    ción de los medios de comun icación que entienden con razón que al pú-

    blico nunca le fascina tanto el valor del arte como cuando éste se cuantifica

    en cifras concretas. Las controversias sobre atribuciones son siempre un ti-

    tular seguro.

    Así pue s la atribución sigue siendo un proce so básicamen te subjetivo

    condicionado como es lógico por la experiencia y prestigio del especialista.

    De ello se sigue qu e a veces no es posible llegar a una conclusión definitiva

    que satisfaga a todos los expertos. Una forma de sortear este recurrente

    prob lema tal vez la única es redefinir las categorías de atribución amplian-

    do los posibles veredictos sobre la autenticidad de maner a que al «sí» y el

    «no» se añada el «quizás» aplicable a los casos en qu e los exper tos no con -

    siguen ponerse de acuerd o. Au nqu e esta solución n o gustará a los coleccio-

    nistas y marchantes al menos a corto plazo a mi juicio se corresponde con

    lo que es en realidad establecer atribucio nes y a la larga será la mejor pa ra

    los intereses de tod as las partes.

    Tras esta introducción nos centraremos ahora en el problema de Velaz-

    quez. Como era de esperar la conmem oración del cuarto centenario del na-

    cimiento del artista en 1999 fue un catalizador de nuevas atribuciones. Aun-

    que analizaremos con más detalle un par de ellas en las páginas que siguen

    este artículo tiene un prop ósito más amplio a saber llamar la atención so-

    bre los problemas aún sustanciales a que se enfrentan quienes proponen

    modificar con adiciones o supresiones el corpus de pinturas auténticas de

    Velázquez.

    La principal dificultad tiene su origen en el taller de Velázquez. Tras su

    designación como pintor real en 1623 Velázquez contrató a un equipo de

    asistentes que le ayudara n a cumplir con su obligación básica pin tar retra-

    tos de la familia real de los qu e había una dem and a con stante. Esos retratos

    se utilizaban para decorar los sitios reales para regalar a otros soberanos y

    cortesanos imp ortan tes y para pro mo ver las alianzas matrimo niales qu e

    52

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    Velazquez y lo velaxqueño: los problemas de las atribuciones

    1

      Velázquez,

     Felipe IV.

    2,01 x 1,02. Madrid, Museo

    del Prado .

    2 V e l á z q u e z

      i),

      e l i p e

      IV .

    2x1,02.

     Nueva York,

    Metropolitan Museum of Art.

    eran esenciales para la continuación de la dinastía y para la política exterior.

    Al igual que su contemporáneo Van Dyck y que el venerado predecesor de

    ambos que era Tiziano, Velázquez organizó un taller que le ayudara a satis-

    facer esa demanda. Aunque pueda parecer increíble, nunca se ha intentado

    estudiar de una manera sistemática el funcionamiento y composición d e ese

    taller. No es éste el lugar adecuado para abordar tan complejo asunto, pero

    sí es posible plantear algunas de las preguntas básicas a las que tal estudio

    podría tratar de responder.

    Como entre las funciones del taller estaba la reproducción de obras,

    uno de los principales problemas de las atribuciones velazqueñas es el que

    se refiere a las copias de originales del maestro. Para empezar, hay que decir

    que Velázquez casi nunca copiaba sus propias obras. Por los datos que te-

    nemos, sólo lo hizo en contadas ocasiones, incluidas las que se comentan a

    continuación. Del Retrato de la madre ]erónima de la Fuente,  aunque es an-

    terior a la llegada de Velázquez a la corte, tenemos dos versiones autógrafas,

    una en el Prad o y la otra en la Colección Fernán dez Araoz Mad rid)

    4

    . Tras

    su designación para el cargo real, Velázquez siguió siendo reacio a copiar

    sus propias composiciones. Un ejemplo sería la versión reducida del  Inocen-

    c i o   X,

      pintado en Roma en 1650. Después realizó una versión más pequeña,

    que para la mayoría de los estudiosos es el cuadro que se guarda en el We-

    llington Museum de Londres

    3

    . Salvo en obras como éstas, Velázquez dejaba

    que fueran sus ayudantes quienes realizaran las copias y versiones que se ne-

    cesitaban de sus com posiciones.

    Aunque las pruebas son indirectas, hay razones para pensar que Veláz-

    quez organizó su taller poco después de ser nombrado pintor real el 6 de

    octubre de 1623. Como su obligación básica era realizar multiples imágenes

    del monarca y su familia, h abría necesitado ayuda desd e el mismo mo men to

    en que empezó a desempeñar su función. Que el taller ya existía queda de-

    mo strad o en su prim er retrato oficial de Felipe IV fig. 1). Co mo cab e apre-

    ciar en los visibles

      pentimenti,

      la composición original se modificó sustan-

    cialmente cambiando la postura y colocación de la figura y la posición de la

    mesa de la derecha. Las radiografías revelan también que Velázquez intro-

    dujo cambios asimismo en la cabeza y el rostro del rey

    6

    . Per o antes de intro-

    ducir esas modificaciones se hicieron dos copias del original, que están en

    Nueva Y ork fig. 2) y en el Museum of Fine Arts de Boston. Mientras que

    la versión de Boston se suele asignar al taller, la de Nueva York ha resulta-

    do más problemática pese a que Velázquez firmó, el 4 de diciembre de

    1 6 2 4

    un recibo por el pago de esta obra junto con el de otros dos

    retratos)

    7

    . No obstante, este documento sólo confirma que el artista recibió

    el dinero, y no se refiere directamente a la autoría de los retratos pagados.

    53

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    Jonathan Brown

    Aunque el cuadro se encuentra en mal estado, las partes que están intactas

    parecen planas y secas cuando se comparan con la versión del Prado. En

    consecuencia, siguiendo la opinión de Elizabeth du Gué Trapier y tras con-

    sultar con John Brealy, que dirigía entonces el Departamento de Conserva-

    ción de Pinturas del Museo, rechacé la atribución en mi monografía

    8

    . Sin

    embargo, José López-Rey estaba convencido de su autenticidad, que defen-

    dió enérgicamen te en las diversas ediciones d e su catálogo

    9

    .

    Aunque no concluyente, el análisis de esta atribución confirma no obs-

    tante dos cosas significativas: que Velázquez ya empleaba a ayudantes poco

    después de entrar a servir en la corte como dem uestra la versión de Bos-

    ton) y que esos ayudantes eran buenos pintores. Si reflexionamos un mo-

    mento comprenderemos que no podía por menos de contratar a artistas

    competentes. En su calidad de jefe del taller, era responsable de la calidad

    de su producción. Además, a diferencia de Rubens, quien a veces retocaba

    el trabajo de sus ayudantes, parece que Velázquez entregaba la mayor parte

    de las versiones del taller sin mejorarlas. Por tanto, le interesaba mucho que

    sus ayudantes fueran buen os en la imitación de su estilo.

    Hay otro ejemplo que corrobora esta tesis. A mediados de la década de

    1630 Velázquez pintó, en gran formato, el retrato ecuestre  Don Gaspar de

    Guzmán, conde-duque de Olivares  fig. 3). Una versión re duc ida de este cua-

    dro que se halla hoy en el Metropolitan Museu m of Art fig. 4) y que m ide

    124,5 x 101,6 cm, es una atribución muy discutida. En 1951 Enriqueta Ha-

    rris aceptaba que era una variante autógrafa de la composición del Prado,

    con respecto a la cual la diferencia principal era que el caballo ya no era

    castaño sino blanco

    10

    . Sin embargo, al año siguiente José M. Pita Andrade

    publicó una entrada del inventario de Gaspar Méndez de Haro, séptimo

    marqués del Carpio, fechado en 1651, que dice lo siguiente: «una pintura

    en lienco del retrato del Code  {sic Duque armado con un bastón en la

    man o en un cavallo blanco copia de Velázquez de la mano de Jua n Bautista

    Maco de bara y media en cuadro poco mas o menos con su marco ne-

    gro...»

    11

    .

    A juicio de López-Rey este dato era definitivo para su atribución, si

    bien reforzaba su opinión comentando que había en el cuadro una «sobrea-

    bundancia de toques de luz que era ajena a Velázquez y característica de

    Mazo»-

    2

    .  Señalaba también la discrepancia entre las dimensiones que se ci-

    taban en el inventario y las del cuadro del Metropolitan Museum, que es

    unos 27 cm más estrecho, aunque no dejaba de advertir que la expresión

    «mas o menos» indicaba que las medidas eran sólo aproximadas. Aunque es

    verdad que las medidas que se citan en los inventarios del siglo XVII suelen

    ser aproximaciones, 27 cm no es una diferencia despreciable. En realidad,

    54

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    Velazquez y lo velazqueño: los problemas de las atribuciones

    3

      Velazquez,

     D on

     Gaspar

     d e

    Guzmán

    conde duque

     de Olivares.

    3,13 x 2,39. Madrid, Museo del

    Prado.

    4

      Juan Bautista Martínez del

    Mazo ?),

     Retrato

     ecuestre

     d el

    conde duque

     de Olivares.

    1,245 x

     1 016.

     Nueva Y ork,

    Metropolitan Museum of Art.

    el cuadro que vemos hoy tiene claramente la forma de un rectángulo en ver-

    tical, no de un cuadrado.

    A mi juicio, el cuadro sí parece obra del taller, y al menos por ahora la

    atribución a Mazo no deja de ser plausible. La comparación detallada del

    original y la copia pon e de manifiesto algunas diferencias reveladoras, em-

    pezando por el tratamiento de los toques de luz dorada y los flecos de la

    banda roja. Velázquez obtiene esos toques de luz con aplicaciones irregu-

    lares de pigmento, dispuestas con gran precisión y seguridad pese a que

    aparentan una caprichosa distribución sobre la superficie. Los flecos, en

    cambio, están realizados con pinceladas largas y casi paralelas, muy carga-

    das de pigmento, que se arrastran sobre el lienzo. Se aprecia la huella de los

    pelos del pincel, así como pequeños fragmentos de pigmento gruesamente

    molido, elemento característico de las obras maduras del maestro. En el

    cuadro atribuido a Mazo, estas sutilezas están esquematizadas y simplifica-

    das. Las luces doradas se obtienen mediante unos toques serpenteantes y

    someros que carecen d e un sen tido innato de la estructura, mientras que los

    flecos están tratados de manera sumaria como una zona tonal, sin el sutil

    manejo del pincel que hallamos en el original.

    Aun más llamativa es la diferencia en la postura del conde-duque. En el

    cuadro del Prado está sentado con firmeza, descansando todo su peso en la

     

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    Jonathan Brown

    silla, mientras que en la copia p arece levitar ligeramente, como si no fuera la

    persona obesa que es a todas luces. Por último, el cambio más obvio, el del

    color del caballo, no es un mero capricho de Mazo. En el cuadro de Velaz-

    quez, el flanco del animal está recorrido por zonas irregulares de transpira-

    ción, efecto tan difícil de copiar que Mazo renuncia a intentarlo. El sudor

    en la piel de un caballo blanco es obviamente invisible.

    Como se pone de manifiesto en estos dos ejemplos, el trabajo de los

    ayudantes puede confundirse con el del maestro, y no siempre es fácil esta-

    blecer las diferencias. De hecho, los ayudantes no son en modo alguno anó-

    nimos; las fuentes y documentos nos ofrecen varios nombres, de los que

    unos son bien conocidos y otros son oscuros. Además de Mazo, tenemos a

    Diego Melgar, Francisco de Burgos Mantilla, Juan de Pareja, Èrcole Barto-

    lossi, Andrés de Brizuela, Domingo Guerra Coronel  Juan de Alfaro. Hay

    asimismo motivos para pensar que pintores tan célebres como A lonso Cano

    y Juan C arreño de Miranda pud ieron haber participado en las actividades

    del taller. Nos referiremos brevemente a las obras independientes de algu-

    nos de estos artistas, lo que nos permitirá confirmar que fueron algo más

    que meros apéndices d e Velazquez.

    Hay que empezar obviamente por Mazo. Aunque no disponemos de

    ninguna monografía completa sobre su vida y su obra, su actividad nos es

    en parte conocida

    13

    . Nacido en Cuenca hacia 1611, entró en la órbita de

    Velázquez poco después de que éste regresara de Italia en 1631. Dos años

    después, el 21 de agosto de 1633, casó con Francisca, la hija mayor de Ve-

    lázquez. Aun después de la muerte de su esposa, acaecida en 1653, Mazo si-

    guió junto a su suegro, al que sucedió como pintor de cámara en 1661. Fa-

    lleció en 1667.

    Mazo se nos presenta como un pintor fecundo y dotad o de auténtico ta-

    lento.

      No han ayudado a su reputación las imitaciones que hizo de retratos

    de Velázquez, pues en cierto mod o han perjudicado a su imagen como p in-

    tor independiente. Algunas de sus aproximaciones son tan fieles que han

    provocado una notable confusión entre los estudiosos de la obra velazque-

    ña.   La infanta doña Margarita de Austria   fig. 5) se ha solido considerar

    como una colaboración entre el maestro y el ayudante, aunque López-Rey

    sostiene decididamente, y con razón a mi juicio, que es sólo de mano de

    Mazo

    14

    . Al margen del ámbito de la retratística de corte, Mazo siguió tam-

    bién un camino personal. Era un cumplido paisajista, como se aprecia en la

    Vista de la ciudad de Zaragoza  de 1647, obra que, aunque firmada por

    Mazo, se considera a veces realizada en parte por Velázquez. E incluso en el

    género del retrato Mazo revela una personalidad propia,  ha familia del pin-

    tor de 1665 fig. 6), es uno de los pocos retra tos no oficiales d e grupo s fa-

    5

      Juan Bautista Martínez del

    Mazo,

     La infanta doña Margarita

    de Austria.

      2,12 x 1,47. Madrid,

    Museo del Prado.

    6

      Juan Bautista Martínez del

    Mazo,  a familia del pintor.

    1,50 x 1,72. Viena,

    Kunsthistorisches Museum.

     

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    Velazquez y lo velazqueño: los problemas de las atribuciones

    7  Alonso Cano, Retrato de

    Baltasar Carlos.  1,41 x 1,09.

    Budapest, Museo de Bellas Artes.

    8

     Juan Carreño de Miranda (?),

    Bufón mal supuesto don ntonio

    «el

     Inglés». 1,42 x 1,07. Madrid,

    Museo del Prado.

    miliares que tenemos en la España del siglo XVII, y está pintado con gran se-

    guridad y genuino encanto.

    Otros dos pintores de prestigio pudieron participar asimismo en el ta-

    ller velazqueño. Alonso Cano (1601-1667), que coincidió con Velázquez

    como aprendiz, se trasladó a Madrid en 1638, probablemente por recomen-

    dación de éste. Aunque pintó sobre todo cuadros religiosos, su   Retrato de

    Baltasar Carlos

     (fig. 7) dem uestra qu e estudió aten tamen te la pr odu cción

    velazqueña en este género .

    La hipótesis de que Carreño (1614-1685) estuvo vinculado al taller de

    Velázquez es menos indirecta. Testificó a favor de Velázquez en la «prue-

    ba» para el ingreso de éste en la Orden de Santiago, y fue uno de sus suce-

    sores como pintor de cámara (1671). Como pintor real desde 1669, Carreño

    dedicó gran parte de sus energías al retrato, en el que desarrolló un estilo

    muy influido por Velázquez. De hecho, el  Bufón mal supuesto don Antonio

    «el

     Inglés»

     (fig. 8) fue considerado durante mucho tiempo una obra auténti-

    ca de Velázquez, y recientemente se ha resucitado un a atribuc ión anterior a

    Carreño aunque López-Rey ya había considerado, y descartado, esa posibi-

    lidad

    16

    .

    Si gran parte del taller consiste en pintores sin pinturas, hay asimismo

    una notable cantidad de pinturas sin pintores. Es lo que tradicionalmente se

    ha denominado «lo velazqueño», un conjunto de obras con frecuencia exce-

    lentes que se han atribuido a Velázquez pero que nunca han podido entrar

    con certeza en el catálogo de su producción. En otras palabras, se trata de

    obras candidatas a la nueva categoría de atribución —el «quizás»— que se

    proponía al comienzo de este artículo para designar irreconciliables diferen-

    cias de opinión entre los expertos. Algunos ejemplos bastarán para ilustrar

    la utilidad de esta taxonomía.

    Uno de los casos más complejos es el

     Calabazas

     con un

     retrato

     y un m oli

    nillo

      (fig. 9). La larga y tortuosa historia de la atribución de esta obra se

    analiza con detalle en mi monografía de 1986

    17

    . En resumen, con la excep-

    ción de Trapier, la mayoría de los estudiosos aceptaba su autenticidad hasta

    que fue puesta en duda por Steinberg en 1965 y, más sistemáticamente, por

    John F. Moffitt en 1982

    l8

    . Yo me sumé a los que disentían. En cambio, la

    atribución a Velázquez fue enérgicamente defendida por López-Rey, quien

    en 1967 propuso una nueva interpretación de los datos documentales e in-

    cluyó la obra como auténtica en todas las ediciones ulteriores de su

    catálogo

    19

    .

    Sin repetir todos los argumentos a favor y en contra, cabe señalar que

    López-Rey estaba convencido de que una entrada del inventario del Buen

    Retiro de 1701 apoyaba la atribución a Velázquez que él y otros autores ha-

    57

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    Jonathan Brown

    bían basado en razones estilísticas. Sin embargo, como ya hemos visto y

    como volveremos a ver, los inventarios no son m ás infalibles a este respecto

    que los expertos de nuestros días. Además, la defensa que hacía López-Rey

    basándose en el estilo tenía un fallo importante. Reconociendo que el cua-

    dro,

      si es de Velazquez, no pudo haberse pintado después de su primer via-

    je a Italia 1629-163 1), lo fechaba en 16 28-1629, y eso plante aba la dificul-

    tad de hacerlo anterior a la primera aparición documentada de Calabazas

    en la corte, que se produjo en 1630. Para solucionar este problema López-

    Rey lanzaba la idea de que el modelo «podría haber actuado ocasionalmen-

    te como bufón en la corte antes de ser admitido en el servicio normal».

    Pero no hay prueba alguna de que Calabazas actuara antes en la corte como

    «artista invitado».

    En la exposición dedicada a Velázquez en 1989-1990 se pudieron com-

    probar los problemas del

      alabazas

      con un retrato y un molinillo aunque

    hay que admitir que el cuadro no se encuentra en el mejor estado de con-

    servación

    20

    . Esos problemas van desde el escenario arquitectónico monu-

    mental, inusual y algo amorfo, de un tipo del que no hay ningún otro ejem-

    plo en la producción velazqueña, hasta la pincelada plana y uniforme,

    pasando por fragmentos tan poco afortunados como la fornida mano dere-

    cha del bufón y la torpe e inestable posición de las piernas y los pies. Sin

    embargo, pese a todos sus defectos, el cuadro no carece de calidad. Quien

    quiera que lo pintara hacia 1632-1633 era un diestro imitador de Velázquez,

    poseedor de una buena formación.

    Un segundo caso es Don }uan

     Francisco

      Pimentel X con de de Benavente

      fig. 10). En su catálogo de 1963, López-Rey lo aceptaba siguiendo la opi-

    nión establecida como obra auténtica y lo fechaba en 1648, el año en que el

    décimo conde de Benavente ingresó en la Orden del Toisón de Oro cuyo

    distintivo sin embargo no se ve en el retrato)

    21

    . No obstante, el Don Juan

    Francisco

      Pimentel  desapareció de las ediciones ulteriores de su catálogo,

    evidentemente porque López-Rey había cambiado de opinión. Con todo,

    en la edición española del catálogo de la exposición de 1989-1990 Julián

    Gallego lo volvía recuperar, y coincidía con ella en 1992 Carmen Garrido,

    quien lo retrasaba a principios de la década de 1630 y proponía que el re-

    tratado no era el décimo conde sino el noveno

    22

    .

    Siguiendo a López-Rey, no incluí este cuadro en mi monografía, pues

    entendía que el tratamiento de la damasquinada armadura era demasiado

    recargado y que la factura de la banda roja carecía de las sutiles y complejas

    texturas que se aprecian por ejemplo en la que lleva el conde-duque de Oli-

    vares en su retrato ecuestre fig. 3). Adem ás, me resulta incómoda la yuxta-

    posición de la cortina roja y la vista parcial del paisaje, sin ningún elem ento

    9 Velázquez ?),

      alabazas con  un

    retrato y un molinillo.

      1,75 x 1,06.

    Cleveland, Museum of Art.

     

  • 8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño

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    Velazquez y lo velazqueño:

     los

     problemas de las atribuciones

    10

      Ve lazquez (? ) ,

      Donjuán

      rancisco

      Pimentel X conde de

    Benavente.

      1,09 x 0,88.

    Madrid, Museo del Prado.

    arquitectónico de transición entre ambas. Velázquez nunca emplea cortina-

    jes en sus retratos salvo cuando se trata de interiores. Aquí su colocación ca-

    rece prácticamente de lógica. Por consiguiente, creo que este excelente cua-

    dro d ebe atribuirse a un m iembro del taller de Velázquez.

    El propósito del presente trabajo no es resolver esos problemas, si es

    que de h echo pu eden resolverse, sino más bien p oner de manifiesto las múl-

    tiples dificultades que rodean a las atribuciones velazqueñas. Hasta que se

    estudien los procedimientos del taller y los diversos pintores q ue lo com pu-

    sieron a lo largo del tiempo , habrá necesariamente opiniones enfrentadas en

    materia de autenticidad, sobre todo cuando se trata de obras que se hallan

    en los márgenes de la prod ucción del maestro.

    Todas estas dudas, contradicciones e incertidumbres pasan a primerísi-

    mo plano cada vez que se anuncia que se ha redescub ierto una pintura teni-

    da durante mucho tiempo por perdida. Hemos elegido un caso reciente de

    ese tipo como ejemplo del conjunto de problemas que plantean las atribu-

    ciones a Velázquez: la llamada   Santa Rufina   (fig. 11), que se vendió en

    Christie s, por un precio réco rd, el 29 de enero de 1999. Su autenticidad se

    ha defendido en dos ocasiones, una por Peter Cherry en el catálogo de la

    subasta y después, en una breve argumentación, por Alfonso E. Pérez Sán-

    chez

    23

    . Como éste acepta algunos de los argumentos del texto de Cherry,

    empezaremos po r ahí el análisis del prob lema.

    El elemento clave que aduce Cherry a favor de la atribución es una en-

    trada en el que se supone que es el inventario post-mortem de Luis de

    Haro, sexto marqués del Carpio, que fue un célebre coleccionista de obras

    de arte. El texto dice lo siguiente: «Una pintura de Santa Rufina, de medio

    cuerpo, con palma y unas tazas en las manos, original de Diego Velázquez,

    de tres cuartos y media de alto y dos tercias y dos dedos de ancho»

    24

    . Estas

    dimensiones equivalen a 73,5 x 59,6 cm, y se corresponden en gran medida

    con las del lienzo reaparecido.

    Pero hay algunos factores que restan fuerza a la pretendida seguridad

    de este elemento clave. Conocemos este inventario únicamente por una co-

    pia del siglo XIX, en la que se combinan obras de la colección de Luis de

    Haro con otras de su hijo Gaspar, también famoso coleccionista

    25

    . Por des-

    gracia, no se ha perdido únicamente el inventario original, sino también la

    copia. En 1960 José M . Pita An dra de, q ue fuera archivista de la Casa de

    Alba, donde supuestamente se guardaba el documento, escribió que no ha-

    bía podido hallar rastro de la lista ni mención alguna del cuadro: «En los

    docum entos que he manejado, no he p odid o hallar la cita del cuadro»

    26

    . Sin

    poner en duda la buena fe ni la integridad de Barcia, la desaparición del ori-

    ginal y de la copia hace que no sea posible verificar la fidelidad de la cita.

    59

  • 8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño

    10/19

    Jonathan Brown

    No obstante, aun suponiendo que la referencia está citada correcta-

    mente, el documento sigue sin ser garantía de autenticidad. En el siglo

    XVII, los inventarios de colecciones se realizaban con fines legales, no cien-

    tíficos, y como ya se ha mencionado carecen de fiabilidad. Así se puede

    comprobar en los diversos inventarios de la colección de Gaspar de Haro,

    en los que figuran más de veinte cuadros atribuidos a Velazquez

    2

     . A lgunos

    de ellos —la

      Venus del

     espejo (Londres, T he N ational Gallery) y la

     Lección

    de equ itación del príncipe Baltasar Carlos   (Duque de Westminster)— están

    aceptados como obras del maestro. Aunque la mayoría de los demás no se

    han identificado, los pocos que sabemos que existen son atribuciones dis-

    cutibles o rechazadas. Entre ellos figuran

      «ha gallega»

      (Japón, colección

    particular), una versión del  Sebastián de Morra  (Suiza, colección particu-

    lar),

      la  Mujer con velo y vestido amarillo  (Chatsworth, Duque de Devonshi-

    re) y una versión reducida de  has Meninas  (Kingston Lacy)

    28

    . Como de-

    muestran estas pinturas, el inventario no puede considerarse una prueba

    concluyente.

    El otro arg ume nto a favor de la atribució n se apoya en el análisis estilís-

    tico y técnico. En una ficha sin firmar que aparece en el catálogo de la su-

    basta, y en la que se utilizan en igual medida argum entos basados en el exa-

    men técnico y en el análisis estilístico, se aduce que en el cuadro se emplean

    los mismos materiales y métodos que utilizaba Velázquez nada más regresar

    de Italia en   1631

    29

    .  Se citan dos términos de comparación, la llamada

     Sibila

    [ oña

     juana

      Pacheco,

      m ujer del autor ?),

     caracterizada

      como una sibila,

     fig.

    12) y Doña María de Austria, reina de Hung ría,  aunque es la primera la que

    parece más adec uada para C herry y para el autor de la ficha técnica.

    Antes de aplicarlos para respaldar la atribución de Santa Rufina  a Ve-

    lázquez, es preciso valorar en términos generales la utilidad de los argumen-

    tos técnicos tanto en este caso como en el de cualquier otro cuadro de un

    maestro del pasado. Hace mucho tiempo que los historiadores del arte, los

    restauradores y los especialistas en el análisis técnico de la pintura coinci-

    den en que no deben tener prioridad sobre otro tipo de argumentos que se

    pueden aducir en materia de atribución. Así lo defendía López-Rey en

    1973:

    Pese a su utilidad, los procedimientos técnicos no pueden ser más que instrumentos

    para el experto. Este ha de evaluar además los datos de que dispone —estilísticos,

    documentales, tecnológicos, etc. Como siempre, la auténtica expertización depende

    y es el resultado de la intuición sensible, armonizada con el conocimiento y contro-

    lada por el pensamiento crítico.

    30

    12

      Velázquez,

     Doña juana

    Pacheco, mujer del autor ?),

    caracterizada como una sibila.

    0,62 x 0,50. Madrid, Museo del

    Prado.

    60

  • 8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño

    11/19

    Velazquez y lo velazqueño: los problemas de l s  atribuciones

    11   Velázquez ?), Santa Rufina 0,77 x 0,64. Colección particular antes de su restauración).

    61

  • 8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño

    12/19

    Jonathan Brown

    Refuerza esta afirmación la suerte que ha corrido el muy divulgado

    Rem brandt Research Project proyecto de investigación sobre la prod ucció n

    rembrandtiana en el que un equipo de historiadores del arte y restauradores

    trató de dar respuesta a los problemas de atribución del maestro holandés.

    Com o es bien sabido los resultados fueron al cabo tan polémicos como las

    conclusiones de los expe rtos tradicionales y el proyec to está m urien do

    poco a poco sin haber cumplido su misión. En un artículo reciente Lyckle

    de Vries ha resumido las frustradas ambiciones del experimento y las ense-

    ñanzas que se pueden extraer de él:

    El objetivo inicial del Proyecto era la autentificación de pinturas atribuidas a Rem-

    brandt. Los esfuerzos individuales de expertos como Bauch  Gerson habían susci-

    tado algunos interrogantes — más sobre sus métodos que sobre los resultados efec-

    tivos. Se buscó así la solución combinando el trabajo en equipo con las ciencias de

    la naturaleza. No obs tante la idea de que el «ojo del experto» p odría en cierto

    modo formar parte de un proceso decisorio democrático se ha abandonado. Los

    resultados de los exámenes técnicos se consideran como pruebas circunstanciales

    ni más ni menos. Los historiadores del arte en suma siguen haciendo lo que han

    hecho siempre aunque con una cantidad de información objetiva considerable-

    mente m ayor.

    31

    En resumen el examen técnico ofrece información sobre el proceso

    pictórico y el exp erto sirviéndose de esta y de otras fuentes de informa-

    ción y conocimientos se pronuncia sobre los resultados del proceso estu-

    diando lo que se pu ede ap reciar a simple vista es decir la superficie del

    lienzo.

    Para el «ojo» del expe rto que esto escribe hay notables diferencias de

    calidad y factura entre   Santa Rufina   y la  Sibila.  Es indudable que lo mejor

    de  Santa Rufina  es la ejecución de la palma y del plato con las tazas. Sin em-

    bargo hay notables diferencias de calidad y ejecución entre las dos obras .

    Una de las principales se refiere al uso del tejido del lienzo para crear efec-

    tos tonales. Esta es una de las más sutiles características de los cuadros de

    Velázquez a partir de 1631 y desempeña un papel muy importante en la

    ejecución de la Sibila del mismo modo que está claramente ausente de  San-

    ta Rufina. La diferencia se aprecia incluso en las reproducciones en color de

    calidad.

    Otra zona problemática es el paño de color púrpura que envuelve a la

    figura en su parte central. Su forma su función y su colocación no pa recen

    definidas: ¿de qué tipo de prenda se trata? ¿cómo se relaciona con las de-

    más prendas que viste la santa?

     

  • 8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño

    13/19

    Velazquez

     y

     lo

     velazqueño:

     los problemas

     d e

     las atribuciones

    13  Velázquez,

      etrato de una

    joven. 0,51 x  0,41.  Nueva York,

    The Hispanic Society of America.

    Igualmente difíciles son la posición y el dibujo del brazo izquierdo de la

    figura, el que sostiene las tazas y el plato de color blanco. Aunque esta parte

    no se encuentra en buen estado y por lo tanto es difícil de interpretar, es

    claro que, debido a lo deficiente del escorzo, parece que la santa no tiene

    brazo izquierdo. Hay otras deficiencias anatómicas comparables en los de-

    dos.

      Siempre se ha considerado a Velázquez un maestro del color, y lo era

    por supuesto, pero era también un dibujante de pulso firme. Los dedos de

    la man o derecha, esponjosos, nacidos y torpem ente d ibujados, no están a su

    altura. Y el puñ o blanco de la manga d erecha no sólo es de deficiente dibu-

    jo;  también está cargado de pesados empastes que imitan pero n o consiguen

    reproducir la sutileza del detalle que aparece en la parte posterior del cuello

    de la Sibila.

    Muy reveladora es la representación del rostro, con una expresión ca-

    rente de vida que recuerda a la de una máscara. Cherry avanza la hipótesis

    de que se utilizó un mod elo del natural, y llega incluso a sugerir que po -

    dría tratarse de una de las hijas de Velázquez. Como no tenemos ningún

    retrato seguro ni de Francisca ni de Ignacia Velázquez, esto no puede con-

    siderarse más allá de una conjetura. Hay algo que sin embargo sí está cla-

    ro .

      Comparado con el único retrato velazqueño de una joven que no es

    mie mb ro de la familia real (fig. 13), las diferencias d e exp resión y vivaci-

    dad son extremas. La mirada fija de   Santa Rufina   y el mo delado duro y li-

    neal de los párpados, las cejas y el contorno de la nariz (reforzado por una

    línea negra) hacen que la expresión parezca rígida, mientras que en el  Re-

    trato de una joven   e l sut i l modelado de esos mismos rasgos produce el

    efecto de un ros tro suave y atractivo. En su ma, si se utiliza la

     Sibila

      como

    término de referencia para la atribución,

      Santa Rufina

      se queda palmaria-

    mente corta.

    Tal vez sea ésta la razón por la que Pérez Sánchez prefiere utilizar como

    término de comparación el

     D oña M aría de Austria

      en un artículo en el que

    propone nada menos que cinco nuevas atribuciones a Velázquez, obras que

    se encuentran todas ellas en colecciones particulares

    32

    . Aunque en alguno

    de sus argumentos sigue a los de Cherry, introduce en ellos algunas preci-

    siones que los mejoran. Por ejemp lo, suscribe la identificación de  Santa Ru-

    fina   con la pintura que se menciona en el inventario de Haro pero reconoce

    que la documentación publicada p resenta el problem a d e lo tardío de su fe-

    cha y de que es aparantemente irrecuperable. En cuanto a su procedencia

    ulterio r, men ciona dos referencias en inventar ios inéd itos del siglo XIX a

    una

     Santa Justa

    que supone que es la misma obra que la

     Santa R ufina

      que

    se vend ió en Chr istie s. Pero resulta qu e uno de estos inventarios ya se ha

    mencionado en la bibliografía y apunta a establecer que el cuadro que se

     

  • 8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño

    14/19

    Jonathan Brown

    vendió en Christie's no es el que perteneció a Luis o Gaspar de Haro y que

    posiblemente no repre senta a Santa Rufina sino a Santa Justa.

    En el inventario de Francisco Casado de Torres (que está sin fechar) fi-

    gura un cuadro de «Sa Justa de Dn Diego Belazquez alto tres cuartas y me-

    dia y ancho tres... 5 000  [reales]» . Hoy podemos reconstruir como se ad-

    quirió. Casado de Torres estaba casado con Catalina Martínez, hija de

    Sebastián Martínez, conocido coleccionista de finales del siglo XVIII que

    mantuvo una estrecha amistad con Goya. Martínez murió en Madrid en

    1800 y le dejó parte de su colección a Catalina, incluida una pintura «que re-

    presenta una Santa Justa tasada en mil y quinientos reales»

    34

    , evidentemente

    la misma obra que después se menciona en el inventario de Casado de To-

    rres.

     Como señala Pérez Sánchez, el cuadro vuelve a aparecer en un inventa-

    rio de 1844 (Celestino García Fernández), tras lo cual se envió a Inglaterra.

    Este descubrimiento es de gran importancia, pues desconecta a la lla-

    mada  Santa Rufina  de la procedencia de la colección de Haro. Ésta había

    pasado a la familia Alba; el inventario que cita Barcia se levantó, con toda

    probabilidad, para el pleito que siguió a la muerte de la duquesa de Alba en

    1802.

     (Había fallecido sin descendencia.) P or esas fechas

      « anta Rufina»

      es-

    taba ya en poder de Catalina Martínez y Francisco Casado de Torres, para

    quienes representaba a Santa Justa

    35

    . En otras palabras, la  S anta Justa pro-

    piedad de Martínez y la  Santa Rufina  que supuestamente estaba en la colec-

    ción de Haro son dos obras distintas. Aunque la procedencia de la colec-

    ción de Martínez es sin duda prestigiosa, no establece una relación directa

    entre el cuadro y los dos célebres coleccionistas del siglo XVII, que estuvie-

    ron ambos en contacto con Velázquez.

    En cuanto a la decisiva cuestión de la autoría, Pérez Sánchez analiza

    brevemente y rechaza las atribuciones anteriores de  Santa Rufina  a Murillo

    y a Mazo

    36

    . Aunque la primera no es en modo alguno sostenible, la segun-

    da, como veremos, no debe descartarse con tanta rapidez. En su argumen-

    tación Pérez Sánchez se aparta de la línea propuesta por Cherry en un as-

    pecto crucial. Reconociendo implícitamente que   Santa Rufina  no puede

    compararse en calidad con la   Sibila opta por mover la datación a inmedia-

    tamente antes del viaje a Italia, para lo cual construye un momento de tran-

    sición en la evolución del artista. Durante este período, sostiene, Velázquez

    empezó a absorber ideas y técnicas de las pinturas italianas de la colección

    real, que se combinan con elementos anteriores de su estilo. Los términos

    de referencia son el retrato  Doña María de Austria  (fig. 14), que a su juicio

    anuncia los cambios radicales de la fase postitaliana, y determinadas carac-

    terísticas de la técnica empleada en   Santa Rufina que parecen algo menos

    avanzadas que las de las obras realizadas en Italia y después. Un argumento

     

  • 8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño

    15/19

      elazquez

     y lo vclazqueño:

     los

     problemas de las atribuciones

    14   Velázquez,  D oña María de

    Austria reina de Hungría.

    0,58 x 0,44. Madrid, Museo del

    Prado.

    secundario se basa en una similitud tipológica entre la santa y algunas obras

    realizadas en Sevilla.

    La primera de esas dos obras de referencia es más discutible de lo que

    parece sugerir el breve análisis de Pérez Sánchez. En su tratado  Arte de la

    pintura   (1649), Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, relata

    con bastante detalle la primera estancia de su yerno en Italia, probablemen-

    te sobre la base de información que le facilitó el propio Velázquez. Cuenta

    Pacheco que, estando en Ñapóles, Velázquez pintó un retrato de la infanta

    (que estaba de camino hacia Viena para contraer m atrimonio con el futuro

    Fernand o I II). El encuentro se habría produc ido en el otoño de 1630, cuan-

    do ambos estaban en la ciudad: «A la vuelta de Roma paró en Ñapóles,

    donde pintó un lindo retrato, para traerlo a Su Majestad»

    3

     .

    Esta fecha fue mayoritaria aunque no unánimemente aceptada hasta

    que Enriqueta Harris

     

    John Elliott publicaron un documento del 21 de oc-

    tubre de 1628

    38

      que menciona el deseo del conde-duque de Olivares de en-

    viar a Viena retratos de la familia real y su intención de encargarle a Veláz-

    quez que los pintara. Ignoramos si estos retratos llegaron a realizarse. El

    encargo com pleto habría consistido en cinco retratos — del rey y la reina,

    los infantes Carlos y Fernando y la infanta María— y, lógicamente, de no

    haberse perdido, estarían hoy en el Kunsthistoriches Museum de Viena,

    destino final de los retratos reales pintados posteriormente por Velázquez

    para la corte austríaca. Sin embargo, posteriormente no hay mención alguna

    de cinco retratos reales de esta fecha, lo que plantea la posibilidad de que

    no llegaran a pintarse.

    En consecuencia, la datación se convierte una vez más en una cuestión

    de análisis estilístico, y, no hace falta decirlo, no hay unanimidad en este

    frente. Si Gudiol se inclinaba por fecharlo antes del viaje a Italia, Du Gué

    Trapier, López-Rey y yo mismo creemos que el dato pertinente es el que fi-

    gura en el texto de Pacheco

    39

    . En el análisis técnico de Garrido y en la anó-

    nima ficha de subasta se propone asimismo la fecha de 1630

    40

    .

    Habida cuenta de esta división de opiniones, es arriesgado utilizar el re-

    trato de la infanta María como base para fechar la realización de  Santa Rufi-

    na   hacia 1629. Hay además otros factores que agravan el problema.   Doña

    María de Austria   es un retrato en busto, frente a los tres cuartos de  Santa

    Rufina

      y la

     Sibila.

      Ese formato hace que carezca necesariamente de comple-

    jidades posturales y detalles de naturalezas muertas, reduciendo por así de-

    cir el terreno de comparación. Tampoco puede utilizarse como base la eje-

    cución del rostro de la infanta, pues Velázquez, ateniéndose a un

    convencionalismo ya antiguo en la retratística de los Habsburgo, le dio un

    alto grado de acabado.

     

  • 8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño

    16/19

    Jonathan Brown

    Con todo, aunque es difícil establecer una comparación cualitativa en-

    tr e D oña María de Austria  y Sania Rufina hay no obstante diferencias nota-

    bles entre ellas. Quizás la más importante sea el tratamiento del cabello.

      El traje está inacabado). El cabello castaño claro de la infanta es una ma-

    ravillosa maraña de rizos y mechones obtenida mediante la complicada in-

    teracción de pinceladas de diferente longitud, forma y densidad lo que

    por cierto induce a pensar en 1630 como fecha). El autor de   Santa Rufina

    trata de imitar estos efectos, pero el resultado es plano y confuso; simple-

    mente, la extraordinaria complejidad de la técnica velazqueña está fuera de

    su alcance.

    Otro detalle revelador es el tratamiento de las cejas. Las de la infanta

    parecen incorporadas a la estructura del rostro, mientras que las de Santa

    Rufina dan la impresión de que se hubieran pintado encima de la piel o se

    hubieran pegado a ella. Y, como siempre, la sensación de vida que transmi-

    te la expresión de la infanta se torna en una mirada fija, estática, casi ausen-

    te , en  anta

     Rufina.

    La otra parte de la argumentación de Pérez Sánchez en torno a la fecha

    se basa en conexiones con otras pinturas realizadas por Velázquez antes de

    marchar a Italia, entre ellas algunas realizadas varios años antes en Sevilla.

    Se menciona brevemente un cierto parecido de tipo facial entre la santa y

    las figuras femeninas de  La imposición de la casulla  a San Ildefonso  Sevilla,

    Museo de Bellas Artes), así como con dos dibujos de una joven que se guar-

    dan en la Biblioteca Nacional de Madrid. Complica la comparación con el

    lienzo de Sevilla el hecho de que éste ha sido muy restaurado, mientras que

    la atribución de los dibujos, como nos ha recordado recientemente Harms,

    sigue siendo poco segura

    41

    .

    Más peso tiene un breve análisis de la técnica de  Santa Rufina en la que

    se ve «un dibujo más prieto y una mayor densidad de pasta en pormenores

    como la soberbia palma y las tazas blancas». Estas observaciones, que se

    emplean para proponer la fecha de hacia 1629, entran en conflicto con la fi-

    cha técnica del catálogo de la subasta que Pérez Sánchez cita en apoyo de

    su defensa de la autenticidad del cuadro. El autor de ese texto escribe sin

    reservas que el examen técnico «pone de manifiesto numerosas semejanzas

    con la técnica que empleó Velázquez en otras obras de la década de 1630».

    De hecho, la comparación de la radiografía de   Los borrachos obra termina-

    da en 1629, con la de Santa Rufina supuestamente de la misma fecha, hace

    difícil aceptar qu e estos dos cuadro s se pintaran en el mism o año

    42

    .

    Con ello no queremos decir que  Santa Rufina  sea una pintura mediocre.

    Y si no lo es, y si resulta difícil atribuírsela a Velázquez, ¿quién podría ser

    entonces su autor? Mayer había sugerido el nombre de Mazo, hipótesis que

    66

  • 8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño

    17/19

    Velazquez y lo velazqueño: los problemas de las atribuciones

    Pérez Sánchez rechaza con firmeza. Aun reconociendo que la personalidad

    artística de Mazo aun n o está definida con precisión y por lo tanto no es un

    término de comparación fiable para establecer nuevas atribuciones, Pérez

    Sánchez sí que señala que el estilo de Mazo, si bien dependiente del de Ve-

    lázquez, es «más libre y deshecho, llevando la peculiar técnica del maestro a

    un punto de deshacimiento e inmaterial idad extremo». Es sin duda una

    exacta descripción de los cuadros qu e Mazo pintó en las décadas de 1650 y

    1660.

      Sin embargo, nadie ha sugerido hasta ahora que

     Santa Rufina

      se pin-

    tara en otro momento que no fuera el final de la década de 1620 o el princi-

    pio de la de 1630, es decir, antes de que el propio Velázquez desarrollara su

    técnica más avanzada. El Mazo de principios de la década de 1630 habría

    imitado al Velázquez de esos mismos años. De ahí que la defensa de la auto-

    ría de Mazo haya de basarse en el conocimiento del estilo que cultivaba al

    poco tiempo de ingresar en el taller de Velázquez. Llegados a este punto,

    resulta imposible decir qué aspecto tendrían las obras de ese Mazo «tem-

    prano», aunque no sería de extrañar que utilizara los métodos y materiales

    velazqueños pero de una manera menos avanzada. Esa anomalía podría ex-

    plicar la técnica algo más conserv adora q ue Pérez Sánchez observa en el

    cuadro.

    Si la historia sirve de guía, lo único de lo que podemos estar seguros en

    este debate es de que aún no se ha dicho la última palabra sobre la atribu-

    ción de

      Santa Rufina.

      Es posible que un día se encuentre un documento

    que no suscite dud as, o quizás que aparezca una versión mejor o peor, q ue

    también podría ser de utilidad), o que se descubra la pareja,  Santa justa  si

    la obra de qu e estamos tratando representa en efecto a Santa Rufina). Y hay

    todas las razones para esperar que las futuras generaciones de velazquistas

    investiguen el taller del maestro, asignando nombres a cuadros problemáti-

    cos y acabando con la falta de seguridad de estas atribuciones. Hasta que

    esas cosas sucedan el único veredicto prudente sobre la autenticidad de esta

    y otras pinturas marginales es «quizás de Velázquez».

    JON TH N BROWN

      ocupa la cátedra

     Carroll

      y Milton Petrie en el Institute of

    Fine Arts, New York University, y es autor de numerosos libros, entre ellos

    Imágenes e ideas en la pintura española del siglo XVII  1980),  Velázquez.

    Pintor y cortesano  1986) y, con John H. Elliott,  Un palacio para el rey. El

    Buen Retiro y la corte de Felipe IV   1981). Recientemente ha sido comisario

    de la exposición Velázquez, Rub ens y Van Dyck, pin tores cortesanos del si-

    glo XVII  Museo del Prado, 1999-2000).

     

  • 8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño

    18/19

    Jonathan Brown

    1 Véase sobre este proceso

     J.

      B R O W N ,   Kings and  Connoisseurs.

      ollecting

     Art in  Seventeenth Century Europe,

     New

     Haven

     y

    Londres, 1995, pp. 232-235

      [ed.

     esp.:  El triunfo de

     la

     pintura.

    Sobre

     el

     coleccionismo cortesano

     e n

     el siglo XVII Madrid, 1995].

    2  Un  ejemplo reciente  es La Sagrada

      Familia

     en una

      escalera,

    de Poussin.

     La

     célebre versión

     de la

     N ational Gallery

     of

     A rt

    de W ashington está considerada

      hoy

     como

     una

     copia, reali-

    zada

     por un

      imitador,

      del

      lienzo original,

      que se

      encuentra

    en el Cleveland Museum of Art.

    3  El  catálogo de la obra velazqueña d e José López-R ey,  que se

    ha publicado  en  tres ediciones,   es  estimable aunque defi-

    ciente

     en

      algunos aspectos. Sólo

     en la

      primera edición (Lon-

    dres,  1963) figuran

      las

     réplicas

     y

     copias.

     La

      segunda (Lausa-

    na y París, 1981; citamos de la  edición francesa)  y la  tercera

    (Colonia, 1996, publicada para  el  Instituto W íldenstein) in-

    cluyen únicamente las obras que su  autor considera auténti-

    cas.

      Si bien algunas de las entrad as del catálogo se  modifica-

    ro n  y  ampliaron  en las  sucesivas ediciones, todas ellas

    carecen sistemáticamente

      de

      análisis iconográfico (para

     el

    que López-Rey tenía poca paciencia),

     y

     nunca

     se

     refutan

     con

    argumentos

      las

     opiniones

      o

      interpretaciones

      con las que el

    autor no  está de  acuerdo —suelen  más  bien descartarse de

    manera perentoria. En cambio,  las nuevas ediciones son no-

    tablemente más ricas en la  reconstrucción  de la procedencia

    de las obras, sobre todo

     en el

     caso

     de

     las que provienen

     de la

    colección real española.

     En la

      nota

      9

      infra   figuran

      las re-

    ferencias bibliográficas completas.

    4  Una tercera versión en  media figura, perteneciente  a la Ape-

    lles Collection,

      se

     expuso

     en la

      muestra   Velazquez y Sevilla

    (Sevilla, 1999). Véase

     el

     catálogo

     de la

     misma,

     p.

     210, con

     la

    ficha de Zahira V eliz, asesora del coleccionista. Su autentici-

    da d ha  sido refutada  por  Enriqueta Harris («Review  of

     Ve -

    lazquez

     y

     Sevilla», Burlington M agazine,

     147  (2000),  p. 126),

    quien cree, con  razón,  que se  trata  de  «una copia  de  otra

    mano de

     la

     versión

     del

     Prado».

    5 Sobre este cuadro , véase E. HARRIS, «Ino cencio  X», en  Ve-

    lázquez,

      Madrid, Fundación Amigos  del Museo del  Prado,

    1999,

      pp. 203-219.

    6 Véase un  análisis completo  en C. GARRIDO,   Velazquez.  Téc-

    nica

     y evolución,  Madrid, 1992, pp. 122-123.

    7 Para

      el

      documento, véase   Varia velazqueña,   Madrid,

     1960,

    voi.

      il, p. 224.

    8  E.  DU  G.

      TRAPIER,   Velázquez,

      N ueva York, 1948,  pp. 97 y

    100.  Sobre mi  monografía, véase la nota  17. Un nuevo exa-

    men

      del

     cuadro

      que he

     hecho recientemente aco mpañ ado

    por Hubert

     von

     Sonnenburg, jefe

     del

     Departamento

     de

     R es-

    tauración de Pinturas, me ha reforzado en la opinión de que

    se trata de un  producto del taller.

    9  J.

     LÓPEZ-REY,  Velazquez.

     A  atalogue

     Raisonné of His Oeuvre,

    Londres , 1963, pp. 207-208,  num. 236; IDEM Velasquez,

    Artiste  et  Créateur,   Lausana

      y

      París , 1981,

     pp.

      254-255,

    num.

     29; IDEM,

      Velazquez. Maler der Maler,   Colonia,

     1996,

    vol.

      II, pp. 66-69, num. 29.

    10  E.  HARRIS, «Spanish Painting from Morales  to Goya  in The

    N ational Gallery  of  Scotland»,

      Burlington Magazine,

      93

    (1951), pp. 314-317.

    11 T-M. PlTA  AÍNDRADE, «LOS   cuadros

     de

     Velázquez

     que

     poseyó

    el séptimo Marqués

      del

      Carpio»,   Archivo Español de  Arte,

    25(1952), p. 230.

    12  LÓPEZ-REY,

      op. cit.

      (nota 9,  1963),  pp.  198-200, núm. 216,  e

    IDEM op. cit.  (nota

     9,

      1966),

     p.

     164, bajo num . 66. Citando

     a

    M.   AGULLÓ COBO,  Noticias sobre pintores madrileños  de los

    siglos  X VI y

     XVII

    Granada, 1978, p. 140, López-Rey mencio-

    na la existencia de otra versión que  figura en el inventario de

    un tal Diego R odríguez (1654).

    13  Los  artículos esenciales sobre Mazo   no hay ninguna mono-

    grafía)

      son los

      siguientes: J.A. GAYA N ux o, «Juan B autista

    Martínez

     del

     Mazo,

     el

      gran discípulo

     de

      Velázquez»,

     en

     Va -

    ria velazqueña, op. cit.

      (nota 7), vol. I, pp.

     471-481;

     J. LÓPEZ

    NAVIO,

      «Matrimonio de Juan B. del Mazo con la hija de V e-

    lázquez»,

      Archivo Español de Arte,

      33  (1960),  pp. 398-419;

    E. DU G.  TRAPIER,   «Martínez  del Mazo as a  Landscapist»,

    Gazette des Beaux-Arts,

     61

     (1963),

     pp.

     293-310;

     P.

      CHERRY,

    «Juan Bautista Martínez

      del

      Mazo, viudo

     de

      Francisca

     Ve-

    lázquez»,

     Archivo Español de Arte,

      63 (1990), pp. 511-527,  y

    N .

      AVALA MALLOR Y, «Juan B auti sta   del  Mazo; retratos y

    paisajes»,

      Goya,

     221 (1991), pp. 265-276.

    14   LÓPEZ-REY,   op , cit. (nota

     9,

      1963),

     pp.

     258-260,

     núm. 409.

    15  La  atribución  de  este retrato  a Cano,  que parece plausible,

    se defiende

     en E.

     NYERGES,

     «El

      retrato

     de Don

     Baltasar Car-

    los en el Museo de Bellas Artes de B udapest»,

     Archivo

     Espa-

    ño l de Arte,  56  (1983),  pp. 143-150. En  cambio,  se  rechaza

    en H.E.  WETI-IEY,   Alonso Cano. Pintor, escultor  y arquitecto,

    Madrid, 1983,

     p.

     155, num. X-17.

    16  La  atribución  a  Car reño , p ropues ta  por vez  pr imera  en

    J.

      ALLENDE-SAI.AZAR

      (ed.),

      Velázquez.

     Des

     Meisters Gemdl-

    de ,

     Klassiker der Kunst, vol. 6, 4* ed., B erlín y Leipzig, 1925,

    pp.  227 y 286-287,  es  rechazada en LÓ PEZ-REY,  op. cit.   (nota

    9, 1963),

     pp.

      269-270, núm. 437,

     y

      recuperada, aunque

     sin

    comentarios,

     en A.E.

     PÉREZ SÁNCHEZ,  Juan Carreño

     de Mi-

    randa (1614-1685),

     Aviles, 1985,  p. 197.

    17  J.  BROWN,   Velázquez. Painter and Courtier,  New Haven y

    Londres ,

      1986, pp.

     270-271

      [ed. esp.:

      Velázquez. Pintor y

    cortesano,

      Madrid, 1986)].

    18  L.

     STEINBERG,

      «Review of José López-Rey,

      Velázquez.

     A

     Ca-

    talogue Raisonné

      of

      His Oeuvre»,

      Art

      Bulletin,

      47  (1965),

    pp.

      282-283,

     y

      J.F. MOFFITT, «Velázquez, Fools, Calabacillas

    and Ripa»,

     Pantheon,

     40  (1982), pp. 304-309.

    19  J. LÓPEZ-REY, «Velazquez s Calabazas with  a  Portrait  and a

    Pinwheel»,  Gazette des Beaux-Arts,

     70

      (1967),

     pp.

     218-226;

    LÓPEZ-REY,  op. cit.   (nota

     9,

      1981),

     pp.

     284-285,

     num. 39, e

    ÍDEM,

      op.

      cit.

     (nota 9, 1996), vol. II, pp. 92-95, num.  39.

    20   Velázquez, cat. exp. (Museo del Prado,  23 de enero a 31 de

    marzo

     de

      1990), Madrid, 1990,

     pp.

      142-145, num.

     20;

     ficha

    de catàlogo de Julián Gallego.

    21 LÓPEZ-REY,

      op .

     cit. (nota  9,  1963),  pp. 289-290,  núm. 487.

    22

      Velázquez, op. cit.

      (nota 20),  pp. 352-355, num. 60,  y

     GARRI-

    DO ,  op.

      cit.

      (nota 6), pp. 181-189.

    23  P. CHERRY  en Spanish Old Master Paintings Including Velaz-

    quez s Saint Rufina,  Christie s,

     29 de

     enero

     de

      1999,

     pp. 54-

    56 ,  y A.E.  PÉREZ   SÁNCHEZ,  «Novedades velazqueñas»,

      Ar-

    chivo Español de Arte,

     72 (1999), pp. 380-383.

    La atribución  a Velázquez  es  rechazada  por  Enriqueta Ha-

    rris.

      Según una carta suya al autor de este artículo  29 de ju-

    ni o de  1999), Harris  fue  consultada acerca  del  cuadro por

    Christie s

      en 1993 y

      1994. Tras examinarlo

      en

     Londres

     en

    1994,  época

      en la que yo lo

      atribuía

      a

     Mazo, siguió estando

    «convencida  de que no era de Velázquez ni de  ningún otro

     

  • 8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño

    19/19

    Velazquez y lo velazqueño: los problemas de las atribuciones

    artista cuya obra yo conozca... ¿Es tal vez de un artista sevi-

    llano que había visto cuadros de Velázquez y Murillo? Para

    m í,

      es un cuadro anónim o» (citado con autorización).

    Mi análisis se basa en el estudio del cuadro antes de la res-

    tauración qu e al parecer se está realizando. El anonim ato del

    com prador de la pintura, cuya identidad n o ha sido revelada

    por la casa de subastas, im pide lógicam ente el acceso a ella.

    Sin em bargo, com o se verá en los com entarios que siguen, el

    cuadro presenta problem as form ales y estructurales que no

    es probable que se m odifiquen al elim inarse los repintes y el

    barniz descolorido que afeaban su superficie cuando se ex-

    puso antes de la subasta.

    24 A.M.

      DE BARCIA PAVÓN,

      Catálogo

     de la

     colección

     de pinturas

    del Excmo. Sr. Duque de Berwick y de Alba,

      Madrid, 1911, p.

    245.

    25 En

      ibidem

      se señala que el inventario es una am algam a algo

    desordenada de las colecciones de Luis y Gaspar de Har o, y

    se advierte una cierta confusión en sus contenidos: «Apare-

    cen 708 cuadros; algunos de ellos parece que están cataloga-

    dos dos veces».

    26 J.M . PlTA   ANDRADE,   «N oticias en torno a Velázquez en el

    Archivo de la Casa de Alba»,   Varia velazqueña, op. cit.   (nota

    7), voi.  il,   p.   413.

    27 Están cóm odam ente reunidos en E. HARRIS,   «Las Meninas

    at Kingston Lacy»,

      Burlington Magazine,

      132 (1990), p. 130.

    28 Sobre

     «La gallega»,

      véase

     LÓPEZ-REY,  op. cit.

      (nota 9, 1996),

    pp.

      274-277

     ,

      num . I l l (posiblem ente obra del siglo XIX); so-

    br e

      Sebastián de Morra, ibidem,

      pp. 254-256; sobre

      Mujer

    con velo y vestido amarillo, ibidem,   pp .   198-201,  y sobre  L as

    Meninas, HARRIS,

     op .

      cit.   (nota 27).

    29 C hristie s, 29 de enero de 1999, pp. 57-58.

    30 J. LÓPEZ-REY, «The R eattributed V elázquez: Faulty C on-

    noisseurship»,  Art News, 12,  núm . 3 (m arzo de 1973), p. 50.

    31 L. DE  VRIES,   «Review of   Rembrandt: The Painter at Work»,

    Simioks,26

     (1998),

     p.

     317.

    32 D e las cinco nuevas atribuciones que se prop onen en este ar-

    tículo, solam ente dos,

     Santa Justa y Lágrimas de San Pedro,

    se han m ostrado en público. La segunda estuvo en la exposi-

    ción

      Velázquez y Sevilla

      (Sevilla, 1999). En el catálogo

    (p.

      198, núm . 92), la atribución es propuesta por M anuela

    Mena Marqués, conservadora de pintura española del siglo

    XVIII y Goya en el Museo del Prado. Véase una refutación

    convincente en HARRIS,  op. cit.   (nota 4), pp. 126-127, dond e

    se atribuye al círculo de Zurbarán. Estando este artículo en

    prensa, he tenido la oportunidad de estudiar otra de estas

    atribuciones,

      San Simón de Rojas difunto,

      que no parece es-

    tar relacionado ni con Velázquez ni con ninguno de sus se-

    guidores inm ediatos.

    33 Sobre el descubrim iento del inventario de C asado de To-

    rres,

      véase J.

      BATICLE,

      «Les amis norteños de Goya en An-

    dalousie. Ceán B erm údez, Sebastián Martínez», en

     Actas del

    XXI11 Congreso

      Internacional de Historia del Arte. España en-

    tre el Mediterráneo y el Atlántico, Granada , 197),

      Granada,

    1978,

      vol. 3, pp. 22 y 29, n. 70. C om o señala Baticle, Casado

    de Torres había hered ado p arte de su colección de Sebastián

    Martínez (véase nota 34   infra).  Le agradezco a José Luis Co-

    lom er la transcripción de las entradas del inventario de C a-

    sado de Torres.

    34 El inventario de la colección de Martínez fue descub ierto y

    analizado por María Pem án: M.  PEMÁN,   «La colección artís-

    tica de don Sebastián M artínez, el am igo de Goya, en Cá-

    diz»,

     Archivo Español de Arte,

      51 (1978), pp. 53-62. Pem án

    depo sitó una copia de la transcripción com pleta (que no fi-

    guraba en su artículo) en el D epartam ento d e Historia del

    Arte «Diego Velázquez» del C .S.I.C ., Madrid. El docum en-

    to se titula «Partición convencional de los bienes quedados

    por m uerte del sr D . Sebastián Martínez, thesorero General

    del Reino. Escribano: Cayetano Rodríguez Villanueva y Mo-

    ran, 1805, II, legajo 5387, ff. 1233-1394, Archivo de Protoco-

    los de Cádiz». La entrada sobre Santa Justa   figura en el fol.

    1316v.

    35 N o carece de lógica identificar com o Santa Justa al persona-

    je del retrato de la colección de Martínez. Aunque las santas

    Justa y R ufina poseen los m ismos atr ibutos , sus nom bres

    siem pre se m encionan en este orden. Siguiendo la costum -

    bre de «leer» las parejas de izquierda a derecha, a la santa de

    la izquierda se la suele identificar com o Santa Justa, y com o

    Santa Rufina a la de la derecha. Es posible que el autor de

    este cuadro pintara otro de la segunda santa, que podría ser

    la obra que según B arcia figuraba en el inventarío del m ar-

    qués de Haro. Pero hasta el m om ento no hay prueba alguna

    de su existencia.

    36 Sobre la atribución a Mazo , véase A.L. MAYER, «Tres cua-

    dros interesantes desconocidos»,   Arte Español,   19 (1930),

    p.  118. Por una m acabra errata tipográfica, Augustus Mayer

    es citado en el artículo de Pérez Sánchez com o Angu stias

    {sic)

     Mayer, involuntaria referencia a la trágica m uerte d e

    este hispanista alem án en un cam po de concentración nazi.

    37 F. PACHECO,

      Arte de la pintura,

      ed. B. Bassegoda i Hugas,

    Madrid, 1990, p. 210.

    38 E.

      HARRIS y

      J. ELLIOTT, «Velázquez and the Queen of Hun-

    gary»,  Burlington Magazine,  118 (1976), pp. 24-26.

    39 J.  GU D I OL ,   Velázquez 1599-1660,   Londres, 1974, p. 85;  TRA-

    PIER,   op. cit.   (nota 8), p. 165;   LÓPHZ-REY,   op. cit.   (nota 9,

    1996), pp.  114-117 num. 48, y  B R O W N ,   op.  cit.   (nota 17), pp.

    79   y 290,   n. 28.

    40 C hristie s, 29 de enero de 1999, p. 58, y GARRIDO, op. cit.

    (nota 6), pp. 94-95 .

    41   H A R R I S ,

      op. at.  nota

      4) , p. 125.

    42 Sobre la radiografía, en la que se aprecia una abu nda nte

    cantidad de blanco de plom o para m odelar las figuras, véase

    GARRIDO, op. cit.

      (nota 6), pp. 170-176.