camino por el que has de andar

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Fernando Pinilla Infiesta Editorial LEDORIA J M R CAMINO POR EL QUE HAS DE ANDAR * Una fábula en torno al libro que acabó por llamarse De buen amor y a la figura de su autor, Juan Ruiz, de sobrenombre Arcipreste de Hita, recordada y escrita por Alfonso de Paradinas.

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NOVELA, ficción en torno a la figura de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita

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Fernando Pinilla Infiesta

Editorial LEDORIAJ M R

CAMINO POR EL QUEHAS DE ANDAR

*

Una fábula en torno al libroque acabó por llamarse De buen amor

y a la figura de su autor, Juan Ruiz,de sobrenombre Arcipreste de Hita,

recordada y escrita por Alfonso de Paradinas.

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o sé qué es lo que se ha de saber acerca de unhombre para poder decir justamente que se leha conocido. A fe que no puede bastar con suapellido, con la historia del nombre por el quellama a su familia que se lo entregó, cuando dig-nidad y villanía, estigma o laurel, no se tienen

ni se donan por la sangre, y no se llegan sino por la propiamano. No bastará con su rostro, a buen seguro, por más quetengamos la certeza de que nunca habrá de perderse ahogadoen el estanque de nuestros olvidos; y no solamente porquehubiera algún rasgo que nos lo hiciera reconocible enseguiday por el que pudiéramos con facilidad separarlo de todos losdemás rostros, una nariz larga y fea, valga decir, que vinieraa descomponerlo, sino porque fue un rostro que contemplamosmuchas veces con detenimiento, acaso con admiración, mien-tras reía o se ausentaba pensativo, o nos hablaba con la fami-liaridad con la que un padre se dirige a su hijo, un preceptora su discípulo. Como no tendremos bastante tampoco con co-nocer el lugar de su nacimiento, porque decir que uno es deTalavera, o de Hita, tal vez poder decir que es uno de Alcalá,no es decir mucho si con eso se espera dar razón a otros paraque también ellos sepan y consientan en que sí conocimos alhombre y supimos bastante de él y quieran escucharnos. Hastael oficio que alguien desempeñó o dijo haber desempeñado,y que de buena fe puede creerse que debe ser argumento ydar medida y figura de un semejante, cuántas veces, a poco

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mirar, no se ha visto que para en accidente alejado del todode lo que aquél a quien entonces tratamos y del que preten-demos haber sabido, cabalmente fue, si es a menudo la tallade la voluntad y el afán que en ella se gesta, los que dictan laaltura verdadera del hombre y no el sitio de aguador, o obispo,o arcipreste, que la veleidosa Fortuna le dispuso en este mun-do nuestro que las más de las veces antes parece capricho deaquella fatua hija de Júpiter que obra del único hacedorNuestro Señor. También de las palabras que nos quedó haríamosbien en dudar por ver de no comprometernos, así en las quedijo aquél de quien queremos poder estar seguros de haberconocido, como en las que dejó escritas, entre las que acaba-remos por ir a buscarlo, esperando tener en ellas el certerotrasunto de lo que cobijó en su pecho; y digo que tampocoen esto debemos fiar porque muy bien pudiera ser viceversay que se guardara él mejor en sus silencios, por lo que debieraser aquí donde nos cabe detener ahora la atención nuestra yla de nuestro recuerdo, al estar en ellos señalada con mayorverdad su condición.

Mas temo que nada de esto, ya sea por separado o puestotodo en junto, se valga para servir a mi propósito, porquebien pudiera ser, y así en buena medida he llegado a creerloal cabo de los años, que no hubiera secreto mejor guardadoque aquello que esconde el corazón de un hombre, y que noes sino necia quimera pretender que halle algún reflejo, yque nosotros seamos capaces de tenerlo, en la mirada o en elgesto o en la voz, en las palabras dichas o en las que prefiriócallar para sí, en todo cuanto creyó bueno hacer o fingir paraasegurar su sustento, en lo que pareció apetecer o en lo quedesatendió. Sólo a él pertenece y con él habrá de menguarcuando sea llamado a rendirlo ante Aquél a quien nada seoculta, el único que conoce con verdad y al que compete poreso mismo el perdón o la condena.

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Qué poco viene a ayudarme en estas horas lo aprendidode las palabras de tantos sabios esforzados por conocer de lanaturaleza de los hombres; qué salto tan grande y inútil, seme antoja, al cabo, el que tengo que acabar dando por quererllegar, desde cuanto ellos me enseñaron, hasta los adentrosde la cabeza de aquél de cuyos juicios, protección y amistadtan deudor he estado toda esta mi vida cuyo final anda yademorado en muchos años. Pues es bien cierto que estudiécon denuedo cuanto los Padres dictaron sobre la obra de Dios,o Agustín o Tomás de Aquino sobre el orden derramado por suinfinita sabiduría; también el lugar que dentro de ello nos fuereservado y las herramientas con que tenemos el privilegiode ver armada nuestra inteligencia para intentar someterlo yfijarlo en su exacta medida. Entregué, en efecto, mis añosmás capaces a recorrer ese camino del pensamiento en quepor igual se comparten las fatigas de lo tortuoso y la fascinaciónante lo sobrecogedor; y fui feliz haciéndolo, al menos tantocomo creo que pueden serlo aquellos que se saben forzados ano encontrar lecho en que descansar la imaginación, ni ventaen que saciar el hambre o la sed de conocimientos. Y vengo,sin embargo, ahora a darme de bruces con que de poco mesirve lo que creía tener aprendido acerca de los hombres ysus pasiones, cuando lo único que quiero es anotar lo sabidosobre uno de ellos, y entenderlo.

Pero bien está, seguramente, y justificado, este descon-cierto, porque encuentro ahora en él que todo pasar no parecetener más destino que el que cada uno buenamente sea capazde darse, que no habrá de ser otro que uno mismo. Así tambiénel mío, mi propio camino que ya acaba, y cuanto en él me hasido dado sorprender, no me habrá deparado, llegado el caso,más sabiduría que aquella con la que me quiera ayudar a dis-cernirme a mí mismo, a reconocer mi imagen propia en elreflejo enturbiado de los días. Durante mucho tiempo temí,

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y he venido a saberlo al cabo, que, para quien afanosamentebusca vestirse de conocimiento, nada cuanto es otro dejanunca a un lado el velo que lo mantiene oculto a la mirada desus ojos mortales. Y si alguna razón hay en esto que yo mismome doy en pensar, de poco me va a valer lo que creo habersabido acerca de Juan Ruiz para poder decir justamente quele conocí, pues que ya lo estoy diciendo que nada se bastanlos meses que el azar nos puso en tratos para que yo vengaahora, al tiempo que me la doy, a dar a otros razón, de suer-te que también puedan saber y consientan con que sí conocíal hombre y supe bastante de él y quieran escucharme lo quetraiga hasta aquí.

Por cuanto digo no puedo sino reconocer que mientras mellego hasta ese tiempo y digo hablar de Juan Ruiz o en sunombre, va a ser a mí a quien esté explicando. Y claro que séque nada encontrará lector ninguno de valioso en mi personaque justifique la demora y el esfuerzo de la atención que lle-vará la lectura de esto que sigue. Empero, puede haber algoque tenga para ofrecer, lo quiero así más que lo espero, yque, de cumplirse, daría doble valor y salvaría crecido miempeño, y es esto, que al igual que yo pretendo saber de mímientras lo escribo, así también quien lea pueda encontrarseun algo en lo leído, como si quisiera yo que se pudieran bas-tar estas palabras para tomar la forma de las aguas cuando es-pejan, en las que quien se acerca a beber se descubre a lamisma vez el rostro sumergido en ellas, como una parte de lavida que las atraviesa o queda en su fondo.

Lo sé un muy grave empeño, que lo vivo sin embargo alen-tado por unos ecuos preceptos que llegan hasta mí como unrumor de otro tiempo, y cuya estela mucho me admiraría sercapaz de seguir y no perder. No se me alcanza dónde haya yopodido haberlos leído o escuchado, ni tengo un nombre paraquien haya querido de grado entregármelos, si es que así su-

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cedió, ya fuera de su boca o, más seguramente, de su pluma.Pude muy bien empero haberlos soñado, como otras veces ycon otras cosas me ha sucedido tenerlas en el sueño con tantaclaridad que acabé al despertar por creerlas bien vividas; enlo que pienso que nada me habré engañado cuando fue así,pues que por cierto tengo que no menos vivido es lo soñadoque lo vigilado.

No lo sé, ya lo dije, cómo ni por dónde se me repiten lasvoces que me animan en esta hora y puntualmente me dictanla procura de componer mi historia de suerte tal que, si fueramelancólico el de ella desocupado lector, se mueva a risa, sirisueño la acreciente, si simple no se enfade, se admire a lainvención si discreto, si grave no la desprecie, ni deje dealabarla si prudente.

Que así sea y que Dios nos deje muy bien acabar a su santoservicio. Laus Deo.

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Más quiero roer fava - seguro e en pasque comer mil manjares - corrido e sin solás

(LBA 1381a)

ALFONSO DE PARADINAS

Donde se dice que hubo Alfonso de salir dos veces de sucasa, dejando primeramente Seseña y Las Huertas de

Azucaica después, para acabar quedando como collazoen la casa del Arzobispo de Toledo, muy contrariamente

a su voluntad

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cada golpe de aldaba, la otra mano de mi padreme apretaba sin querer y me apretujaba losdedos que allí dentro y entre los suyos no eranmás que pajas de cebada. Tenía unas manos ca-llosas y ásperas, tan grandes que muchas veceslas comparé con las hogazas de pan bodigo que

las mujeres de nuestro pueblo acostumbraban a cocer paraofrendar el día de la Virgen, y que dábamos en llamar, ella yanos habrá perdonado, culos de Nuestra Señora, porque laforma que tomaban las dos mollas en que cortaban la masapara facilitar su cochura, se parecía a la de unas carnosas po-saderas.

Eran manos dolidas y generosas, como la misma tierra la-brantía a la que durante tantos años habían pugnado por so-meter. No me atrevía a quejarme por aquellos estrujones sinembargo, aunque ganas no me faltaron de tomarlos como ex-cusa para echarme a llorar de una buena vez; como tampocome iba a atrever a decirle que no quería estarme allí, ni paraquedarme menos aún, aunque hubiera detrás de aquella puertapromesa de instrucción y buenos desayunos, como tantas vecesme lo tenían dicho, y que nos volviéramos por donde había-mos venido; y para zafarme sin más no encontré en mí deter-minación tampoco, y escapar de su mano, que por cierto tu-ve entonces como ahora que en nada me obligaba y sólo que-ría hacerme sentir que también él estaba allí, junto a mí, yque no me abandonaba.

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Por lo demás, todos esos esfuerzos que digo mandilones ymedrosos ya los había señalado mi madre a ojo de tuertocuando intentó ponerse primeramente en contra y acabó entrabajos de consolarme y yo a ella, la mañana en que mi pa-dre volvió a casa diciendo que se había llegado a verle el pá-rroco de Seseña. Seguramente se lo había encontrado esperán-dolo junto a la Poza Chica, una de las veces cuando bajó parallenar las alcarrazas. De siempre prefirió él llamar así a loscántaros, no lo sé por qué motivo, pues que no era ésa palabraque se usara mucho, ni entonces ni por allí, y porque no tuveentonces la curiosidad para preguntarlo, no llegué a saberlo yacabé con el tiempo por dar en pensar que la escucharía de bo-ca de algún temporero morisco y la encontró de su gusto. Ademásla tornaba del masculino, alcarrazos, decía, y la pronunciabamal porque las erres se le resbalaban hasta perderlas escapadaspor sobre encima de la lengua, como quien silba en sordo.–No parecía estar bueno –dijo mi padre–, sudaba mucho y

no tenía buena color.Lo había traído por Toledo la razón de una no sé qué de-

manda que estuvo teniendo en el Cabildo, hasta ese día cuandoya se partía de vuelta con su sobrino Germán, que le aguarda-ba, de lo que mi madre se apenó luego enseguida de saberlo,por no haberlo visto a Germán, pues que lo conocía de muchotiempo y se acordaba de él mucho, de cuando eran chicos yse criaron juntos hasta que marchó él con los suyos a vivirpor Aranjuez. También yo me tengo acordado muchas vecesde aquel hombre, al que no pienso sin embargo que vi másallá de una o dos veces, porque hay aquí un hermano que sellama como él y al que igual como a él le apocamos el nombre,y también se parecen en ser los dos muy grandes y algo re-trepados y risueños.

Por eso no había querido demorarse viniendo a casa, nosdijo, porque antes que a Seseña tenía menester de irse para

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Aranjuez y no quiso torcer el camino, que no era corto, ybuscaba que la noche los alcanzara lejos. También nos dijoque había querido hablarle de un asunto, y que ese asuntoera yo.

De nada sirvió a don Ximio que yo le tuviera hasta entonces,como siempre después, el respeto y el amor que se deben aun padre, y pienso que también él me veía como a un hijo, ytampoco que, hecha como tengo ya la vida, haya alcanzadomuy de sobra a ver la obligación tan grande en que estoy conél por la visita que le hizo a mi padre y por su empeño. No lesirvió allí de nada, digo, porque no va a ser, de manera nin-guna, aquel mancebo quien quiera agradecerle nada. Bien alcontrario, en los días que mediaron entre el recado del clérigoy estos golpes porfiados que la otra mano de mi padre asestacon la aldaba en la puerta de la casa arzobispal, y aun durantemuchos otros días que estaban por llegar, la única cosa que seme dio en comprender fue que, por aquel oficio suyo se medaba a mí a perder algo que sentía ser de mucho valor, aunqueno supiera todavía entonces acomodarle lecho en el huecode una palabra, y que tan grande quebranto se me llegabapor la mano de quien, de haberme faltado el mío, y aun sinhaberse acabado tal desgracia, de grado lo habría llamadopadre.

Este trato familiar estuvo, en una parte, en el mucho tiempoque se tenían conocidos él y los de mi casa, pero sobre esoen que, si a él le agradaba enseñarme, más acaso me cumplíaa mí escucharlo cuanto quería decirme, y aprender de ello, ycon mi mayor atención todo lo que me hablaba de los pájarosque mirábamos por las eras de Seseña y por los riscos y las lomasde la vecina Borox, de cuya parroquia también era beneficiado,al igual que de las de algunos otros casares de aquella comarca.

Los cielos seseñanos habían visto nacer a todos los míosmás allá de los abuelos de mis abuelos, y en su misma tierra

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habían ido todos a descansar conforme tuvo a bien NuestroSeñor irlos llamando a su cuidado. Mi padre, siguiendo en pri-mero lugar al suyo, del que tomó por más de la labor el nom-bre, como yo lo tomé de él, y después con su hermano menorDativo mientras vivió, que tuvo que ser bien escaso lo buenoy lo malo que le tocó en suerte, y no coincidimos él y yo eneste mundo más que unos pocos días, y al cabo sólo o con miayuda menguada, mi padre había sabido, conforme lo digo,no sin muchas industrias, conservar una poca de entre la pocatierra mostrenca que se quedaba escapada a las posesionesde la casa de los López de Ayala, condes de Fuensalida, cuyasmanos se llegaban, poco más o menos como no hizo muchooí decir que todavía hacen, hasta bien entradas aquellas lindes.No alcanzaba a un medio cahíz de tierra regular, alejada delfavor del río, que después de muchos empeños, se dejabahacer algo de cereal y algo de legumbre, en las cantidadesjustas para dejarnos pasar callando y sin ofender a vecinos niseñores, que sabido es que los de por aquí pronto nos ayuntamoscon la envidia y que por ella mató Caín al que fue su hermano,como por la envidia negole Jacob su bendición a Esaú.

Con tan poco, digo, y tan callando, nos habíamos arregladohasta hacía por debajo de los cuatro años. Y a fe que con tanpoco nos habríamos seguido arreglando si las sequías terriblesno hubieran empobrecido tanto las labores un año con otroque continuar esperando de ellas algún aliento habría sidocomo fiar el cencío a la sombra de un aliso.–Ni hambre ni caridad, Alfonso –repetía mi padre–; por lo

perdido no se ha de estar mano en mejilla.Lo dijo muchas veces aquello, y que la única tierra que no

podía él quedar barbecha éramos yo y mi madre. Pero cuandome acuerdo de cómo lo decía no lo veo nunca mirándome losojos, y pienso si no habrá llorado por la tierra cuando estuvosolo, más o tanto como lo hizo mi madre el día que marcha-

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mos, mientras se despedía de sus hermanas y de la casa. Te-nía él los ojos muy oscuros y afilados, algo como yo los míos,pero más como los que conocí del obispo don Gil, aunquefuera en un retrato, pues que a él apenas si se me dio mirár-selos en todo el tiempo que estuve a su servicio. En los de mipadre había el asomo de una lágrima que no acababa de caer,en la que siempre me pareció que se quedaba largo rato di-bujado el reflejo de lo último que había mirado con voluntady deseo. Su secreto habrá sido si fue aquella vez la tierra onosotros lo que envolvía la lágrima, o si todo le cabía y lo lle-vaba todo en la mirada cuando, siguiendo los pasos de algúnpariente, como éste a su vez habría seguido los de algún otroo los de algún vecino, se despidió hacia el camino de Toledocon la promesa de volver a buscarnos a mí y a mi madre tanpronto hubiera encontrado modo de asegurar nuestro sustento.

No caminaría solo, a buen seguro, los cumplidos seis díasque, por más que se me parezcan muchos, me dijo que le ha-bía llevado recorrer los páramos en que había quedado con-vertida la mayor parte de la tierra que, hasta Toledo, habiendosido siempre sustento y leticia, habíase venido, con el extraña-miento de las lluvias que obraban de alimento, salitrosa ybaldía como vientre de freila. Y digo que se me antojan mu-chos los seis días porque, aunque nunca los haya yo holladode propia planta y sí siempre caballero, y sin tomar cuentade cuando lo hicimos juntos los tres, que aún nos demoramosmás por la mala salud de mi madre, no creo que se lleve másde la mitad ese camino, y ya me parecen muchos días tambiénesos. Doy en pensar que puso mi padre Toledo más lejos deSeseña para agrandar la hazaña del viaje a los ojos del hijo,pero también para explicar una ausencia alongada que no tu-vo, empero, más razón, así lo creo, que la de no querer vol-ver al pueblo sino hasta haber cumplido con lo que quería yle había prometido a mi madre.

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Seis días conformes, por tanto, como bien empezaba yo adecir, durante los que no caminó solo. Con el tiempo hube deenterarme de que durante años, más por aquéllos que digo,pero también en otros, antes y después, los caminos de todala comarca fueron testigos del paso de una nueva hueste deperegrinos que procuraban por su salvación en la tierra conlos mismos afanes de quienes, siguiendo los pasos del SantoApóstol, codiciaban la suya en el cielo. En nuestra casa fue lased de los campos la que pudo más y empujó a mi padre amarchar, pero antes, en otras, los hombres habían sido arran-cados, desenraizados, por los temporales que anegaron sinclemencia ninguna pueblos y glebas. Así también después lasausencias se llegaron por obra de la peste que, imparcial, porigual iba a cerrar, mediado el siglo, los ojos pardos del reydon Alfonso y los de miles de sus siervos, entre ellos los garzosy amorosos ojos de mi madre Aurora, ojos de estío; o de lamala guerra que hubo entre el rey don Pedro y su hermanoEnrique, que tuvo sitiada durante más de un año, si doy bienen recordar, la ciudad a la que mi padre partió buscando paranosotros amparo, y cuya libranza, tantos años después, nollegó él a conocer.

No sé si saben de verdad los que auguran, en este siglo quenunca creí que alcanzaría a conocer, aún menos a andar pormi pie, la cercanía de un tiempo nuevo en el que el hombrerenacerá y sabrá ocupar el trono que para él dispuso el Creadoren el centro del mundo, en el lugar equidistante desde el quemás cómodamente va a poder volver alrededor la vista y vaa poder mirar y podrá ver cuánto en ese mundo hay.

Porque no le dio al hombre el Artesano, les he oído decircon palabras que parecían anhelos arrancados de mi propiocorazón, sino del de cualquiera otro hombre bien nacido,

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Proemio p. 13Alfonso de Paradinas p. 21Juan Ruiz p. 41Veruela p. 67Gil de Albornoz p. 93El Libro de los Cantares del Arcipreste p. 119El ángel p. 149Trabajos y días p. 177Deudas p. 185

ÍNDICE

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Dulcedo quedam mentis advenit