cantos del camino reflexiones

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Huye amado mío – Cantar de los Cantares 8,10- 14 9 mayo, 2011 ¡Tú, que vives en los jardines, donde tus compañeros te están escuchando: hazme oír tu voz, hazme oír tu voz! ¡HUYE, AMADO MÍO, COMO UNA GACELA, COMO UN CERVATILLO, HASTA EL MONTE DE LAS BALSAMERAS! Yo soy para mi amado como aquella que encontró la paz. Mi viña está aquí, está ante mí, mi viña está aquí, está ante mí. Tú que habitas en los jardines, donde tus compañeros te escuchan, déjame oír tu voz. El Señor dice: ¡Oh Asamblea de Israel, tú que estás entre las naciones como un pequeño jardín, hazme oír la voz de tus cantos, la alabanza de tus labios. Levanta tu voz y que la oigan todos los que te rodean. Los compañeros, los amigos fieles, que han seguido el itinerario de la esposa hasta el final, escuchan su voz, eco de la voz del Señor, que dice: “Escuchad al amado” (Mt 17,5). La esposa repite: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5). Se parece a un rey que se irritó con algunos de sus vasallos y los encerró en el calabozo. ¿Qué hizo el rey? Tomó a todos sus oficiales y fue a escuchar qué himno cantaban. Entonces oyó que entonaban: “Nuestro señor, el rey, es nuestra alabanza, él es nuestra vida”. Entonces el rey exclamó: Hijos míos, alzad vuestras voces para que todos lo escuchen. Así mismo, aunque los israelitas tengan que dedicarse durante seis días a sus ocupaciones y pasen tribulaciones, el sábado madrugan y van a la sinagoga y recitan el Shemá, danzan

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Page 1: Cantos Del Camino Reflexiones

Huye amado mío – Cantar de los Cantares   8,10-14

9 mayo, 2011

¡Tú, que vives en los jardines,donde tus compañeros te están escuchando:hazme oír tu voz, hazme oír tu voz!

¡HUYE, AMADO MÍO,COMO UNA GACELA,COMO UN CERVATILLO,HASTA EL MONTE DE LAS BALSAMERAS!

Yo soy para mi amadocomo aquella que encontró la paz.Mi viña está aquí, está ante mí,

mi viña está aquí, está ante mí.

Tú que habitas en los jardines, donde tus compañeros te escuchan, déjame oír tu voz. El Señor dice: ¡Oh Asamblea de Israel, tú que estás entre las naciones como un pequeño jardín, hazme oír la voz de tus cantos, la alabanza de tus labios. Levanta tu voz y que la oigan todos los que te rodean. Los compañeros, los amigos fieles, que han seguido el itinerario de la esposa hasta el final, escuchan su voz, eco de la voz del Señor, que dice: “Escuchad al amado” (Mt 17,5). La esposa repite: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5).

Se parece a un rey que se irritó con algunos de sus vasallos y los encerró en el calabozo. ¿Qué hizo el rey? Tomó a todos sus oficiales y fue a escuchar qué himno cantaban. Entonces oyó que entonaban: “Nuestro señor, el rey, es nuestra alabanza, él es nuestra vida”. Entonces el rey exclamó: Hijos míos, alzad vuestras voces para que todos lo escuchen. Así mismo, aunque los israelitas tengan que dedicarse durante seis días a sus ocupaciones y pasen tribulaciones, el sábado madrugan y van a la sinagoga y recitan el Shemá, danzan ante el armario que guarda los rollos y leen la Torá. Entonces el Santo les dice: Hijos míos, alzad vuestras voces para que todos lo escuchen.

¡Huye, Amado mío, sé como una gacela o como un joven cervatillo, hasta el monte de las balsameras! Entonces dirán los ancianos de la Asamblea de Israel: ¡Huye, Amado mío, de esta tierra contaminada y haz habitar tu Shekinah en los cielos excelsos! Y en el tiempo de la angustia, cuando oremos a ti, sé como la gacela que, cuando duerme, tiene un ojo cerrado y otro abierto, o como un cervatillo que, cuando huye, mira hacia atrás. De la misma manera, cuida tú de nosotros y, desde los cielos excelsos, mira nuestra angustia y nuestra aflicción (Sal 11,4) hasta que te dignes redimirnos y nos hagas subir al monte de Jerusalén: allí te ofreceremos el incienso de aromas (Sal 51,20s).

Simón el justo, uno de las últimos miembros de la Gran Asamblea de Israel, solía decir: “El mundo se sostiene sobre un trípode: la Torá, el Culto y la Misericordia”. La amada escucha la palabra del amado; el amado se complace en oír la voz de la amada en el canto de la asamblea; y de la palabra oída y cantada brota la misericordia que salva al mundo.

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Mi viña, la mía, está ante mí. ¡Qué largo camino ha recorrido la amada! Ella que empezó confesado “mi propia viña no la he guardado” (1,6), ocupada en las viñas ajenas, ahora está bien atenta a su propia viña (Lc 16,12). Al final puede decir: “He competido en el noble combate, he llegado a la meta, he conservado la fe” (2Tim 4,7).

El Cantar no termina instalando a los esposos; la esposa guarda en su memoria la imagen del esposo como gacela o cervatillo saltando por los montes. Siendo así es como ella se ha

enamorado de él y eso quiere que siga siendo: ¡Sé como gacela o el joven cervatillo por los montes de las balsameras! Día a día le seguirá esperando, anhelando que él llegue y la sorprenda. El amor no es rutina, siempre es nuevo, esperado, deseado, recreado.

Así seguirá su peregrinación por este mundo hasta que, al final, una muchedumbre inmensa, con el fragor de grandes aguas y fuertes truenos, cantará: “¡Aleluya! Alegrémonos, regocijémonos y démosle gloria porque han llegado las bodas del Cordero y su Esposa se ha engalanado con vestidos de lino deslumbrante de blancura” (Ap 19,7).

Emiliano Jiménez Hernández

Ven del Líbano – Cantar de los Cantares   4,8ss

Monte Hermón

Ven del Líbano, esposa,ven del Líbano, ven.Tendrás por corona la cima de los montes,la alta cumbre del Hermón.Tú me has herido, herido el corazón.¡Oh, esposa, amada mía!Ven del Líbano, esposa,

ven del Líbano, ven.

BUSQUÉ EL AMOR DEL ALMA MÍA,LO BUSQUÉ SIN ENCONTRARLO.ENCONTRÉ EL AMOR DE MI VIDA,LO HE ABRAZADO Y NO LO DEJARÉ JAMÁS.

Yo pertenezco a mi amado y él es todo para mí.Ven, salgamos a los campos,

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y nos perderemos por los pueblos.Salgamos al alba a las viñasy recogeremos de su fruto.Yo pertenezco a mi amado y él es todo para mí.

Levántate deprisa, amada mía,ven, paloma, ven.Porque el invierno ya ha pasado,el canto de la alondra ya se oye.Las flores aparecen en la tierra,el fuerte sol ha llegado.Levántate deprisa, amada mía,ven, paloma, ven.

Como un sello en el corazón,como tatuaje en el brazo.El amor es fuerte como la muerte,las aguas no lo apagarán.Dar por este amortodos los bienes de la casasería despreciarlo.Como un sello en el corazón,como tatuaje en el brazo.

Los puros de corazón ven a Dios (Mt 5,8). Esta visión de Dios es inagotable, pues cada manifestación de Dios suscita el deseo de una mayor manifestación. La fuente, que sacia la sed, enciende nuevamente la sed: Ven del Líbano, novia mía, ven del Líbano conmigo. La fuente misma dice: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (Jn 7,37). Quien ha gustado el agua, experimentando cuán bueno es el Señor (1Pe 2,3), desea beber de nuevo. A ello invita el amor con sus continuos y repetidos reclamos: “Ven, amada mía”, “ven, paloma mía”, “ven al reparo de la roca”, “ven del Líbano, esposa mía”. Ven tú, que me has seguido en las experiencias pasadas y has llegado conmigo al monte de la mirra, donde has sido sepultada conmigo en el bautismo, ven tú, que has llegado conmigo al monte del incienso, donde te has hecho partícipe de mi resurrección (Rom 6,4).

El Líbano, con su cadena montañosa, ciñe como una corona a la Palestina del norte. Pero el Líbano es también símbolo de la idolatría (Is 17,10; Ez 8,14). En medio de la idolatría viven los exiliados, más allá del Tigris y el Eufrates.

Como guarida de fieras estos montes son lugares peligrosos, de donde el amado quiere sacar a la amada: ¡Ven, novia mía! Ven a mí, sal del dominio del maligno, que ha sido juzgado y condenado. Escapa de los cubiles de leones y panteras. Conmigo subirás al Templo, donde te ofrecerán dones los jefes del pueblo, que habitan junto al Amaná (2Re 5,12), los que moran en la cima del monte de las nieves, las naciones que están sobre el Hermón (Is 66,20; Sal 72,10). Desde la cumbre de los montes, donde están los manantiales del Jordán, contempla el misterio de tu regeneración. En esas aguas has dejado el hombre viejo, con todas sus fieras, leones (Sal 9,30-31) y leopardos, para renacer a una vida nueva. Contempla de donde te ha sacado el Señor, para transformarte en su esposa, a través de las aguas del Jordán.

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Al hacerte su esposa, el amado te ha hecho hermana suya: “A partir de ahora, tú eres su hermano y ella es tu hermana. Tuya es desde hoy para siempre” (Tob 7,11;8,4ss). La amada es para el esposo hermana, en todo igual a él (Flp 2,7;Heb 2,17), su ayuda adecuada, hija del mismo padre (Jn 20,17). Jesús lo proclama en casa de Pedro: “¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,31-35;Mt 12,46-50;Lc 8,19-21). La familia de Jesús se halla constituida por aquellos que cumplen la voluntad del Padre.

Yo soy de mi Amado y hacia mí tiende su deseo. La esposa, que ha hecho del esposo la roca de su corazón, siente que “su bien es estar junto a Dios, pues se ha cobijado en el Señor, a fin de publicar todas sus obras” (Sal 72,28). Con firmeza proclama: “Yo exulto a la sombra de tus alas; mi alma se aprieta contra ti, tu diestra me sostiene” (Sal 62,8-9). Con esta confianza, desea salir al mundo a proclamar las maravillas que él ha hecho en ella. Por ello dice al Amado: ¡Ven, Amado mío, salgamos al campo!, pasemos la noche en las aldeas, amanezcamos en las viñas. Las mandrágoras han exhalado su fragancia. A nuestras puertas hay toda clase de frutas. Las nuevas, igual que las añejas, Amado mío, que he guardado para ti. “El campo donde ha sido sembrada la semilla de la Palabra es el mundo” (Mt 13,38). Por todas partes se ha extendido el Evangelio y las Iglesias han surgido en todas las aldeas. La predicación ha florecido en las viñas; en ellas se ha esparcido el suave aroma de los granados, teñidos del color de la sangre de Cristo. Los pechos de la Iglesia han nutrido a los fieles, las mandrágoras han exhalado su fragancia, con el aroma de la fe.

El campo, por otra parte, se contrapone a la ciudad por su aire abierto; ofrece a los amantes la posibilidad de sumergirse en la primavera en flor. La naturaleza se llena de vida, signo de la recreación que hace el amor. El día despierta con la aurora invitando a recorrer los campos, para ver si ha brotado la vid  en “la viña de Yahveh, que es la casa de Israel” (Is 5,7). La hija de Sión, que lleva en su seno la esperanza mesiánica desde Eva, suspira por la llegada del Mesías. Cuando Israel pecó, el Señor lo desterró a la tierra de Seír, heredad de Edom. Dijo entonces la Asamblea de Israel: Te suplico, Señor, que acojas la oración, que elevo a ti desde la ciudad de mi exilio, en la tierra de las naciones. Los hijos de Israel se dijeron el uno al otro: Alcémonos pronto, en la mañana, busquemos en el libro de la Torá y veamos si ha llegado el tiempo de la redención, el tiempo de ser rescatados del exilio; veamos si ha llegado el tiempo para subir a Jerusalén y allí alabar al Señor, nuestro Dios.

Antes era el esposo quien invitaba a la amada a salir (2,10-14). Ahora es ella quien le invita a él a salir al campo en la madrugada para descubrir los signos de la primavera; a recorrer los senderos de los prados perfumados por el brotar de la vida. Apenas despunte la aurora recorrerán la viñas, que están echando sus yemas. Con la mirada saltarán de las flores a los granados, símbolo del amor y la fecundidad. El áspero aroma de las mandrágoras les mantendrá despierto el amor. Todo será una invitación al amor: “Allí te daré mi amor”, los frutos exquisitos del corazón: frutos frescos y fragantes y también frutos conservados de la estación anterior: “Comerán de cosechas almacenadas y sacarán lo almacenado para hacer sitio a lo nuevo” (Lv 26,10). El amor antiguo se hace nuevo cada día: “Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo, que tenéis desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado. Y sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo, lo cual es verdadero en él y en vosotros, pues las tinieblas pasan y la luz verdadera brilla ya” (1Jn 2,7-8).

Cuando llegó la mañana (Ex 12,22), el amado tomó la palabra y dijo: Levántate, ven, asamblea de Israel, amada mía desde el principio. ¡Parte! ¡Sal de la esclavitud de Egipto! ¡Mira! El invierno ha

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pasado, han cesado ya las lluvias y se han ido. El tiempo de la esclavitud, que es como el invierno, se ha acabado; y el dominio egipcio, que es como la lluvia incesante, ha pasado y se ha ido; ya no lo veréis nunca más (Ex 14,13). Aparecen las flores en la tierra, el tiempo de las canciones ha llegado, el arrullo de la tórtola se deja oír en nuestra tierra. Moisés y Aarón, que son como las flores de la palma, han aparecido para obrar prodigios en la tierra de Egipto (Ex 4,29s). El tiempo de la poda de los primogénitos ha llegado. Y la voz del Espíritu, arrullo de la paloma, anuncia la redención de que hablé a Abraham; ya llega a su cumplimiento. Ahora me complazco en hacer lo que juré con mi palabra.

Echa la higuera sus yemas y las viñas en ciernes exhalan su fragancia. Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente. La Asamblea de Israel, que es como los primeros frutos de la higuera, abrió su boca y dijo el cántico del Mar Rojo (Ex 15,1). Hasta los pequeños y lactantes, las yemas y las viñas en ciernes, alabaron al Señor con sus lenguas (Sab 10,20; Sal 8,3). Incluso los embriones en el seno de sus madres son invitados a cantar: “En las asambleas bendecid a Dios, al Señor, fuente de Israel” (Sal 68,27). “Fuentes de Israel” son las madres; por consiguiente, desde el seno de las madres, bendecid al Señor. Al oír el cántico, el Señor dijo: ¡Levántate, ven, Asamblea del Israel! Amada mía, bella mía, sal de aquí, ven hacia la tierra que juré a tus padres que te daría (Ex 13,5; 33,1). La misma voz anuncia a Israel cautiva que llega su salvación: “¡Despierta, despierta! ¡Levántate, Jerusalén!” (Is 51,17). Es la voz que repite en cada cautiverio: “Despierta, despierta! ¡Vístete tus ropas de gala, Jerusalén, ciudad santa! Sacúdete el polvo, levántate, cautiva Jerusalén. Líbrate de las ligaduras de tu cerviz, cautiva hija de Sión. Soy yo quien dice: Aquí estoy” (Is 52,1ss). “¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz, y la gloria de Yahveh sobre ti ha amanecido!” (Is 60).

Es también la voz del Rey Mesías que pregona: “¡cuán bellos son sobre los montes los pies del que trae buenas noticias” (Is 52,7). Mirad, se ha parado tras la tapia, está mirando por la ventana, atisba por las celosías. Las ventanas y celosías son la ley y los profetas, por los que llega a la casa del mundo la luz verdadera (Jn 1,9), iluminando a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte (Lc 1,79). Con la voz de los profetas, el Amado dice a la Iglesia: ¡Levántate, amada mía, hermana mía! ¡Vente! Ha pasado el invierno, el tiempo del hielo de la idolatría, en que se han convertido quienes han hecho los ídolos y cuantos en ellos han puesto su confianza (Sal 113,16). Como quien contempla a Dios se asemeja a Dios, quien mira a los ídolos se hace semejante a ellos (Ez 36,25-26), se congela. Pero llega el sol de justicia (Mal 3,20) y con él el deshielo. El hielo se hace agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14): “Envía su palabra y hace derretirse el hielo, sopla su viento y corren las aguas” (Sal 147,7), pues “cambia la peña en un estanque y el pedernal en una fuente” (Sal 113,8).

Para las aves, el tiempo del canto es el tiempo del amor. La tórtola, que durante el invierno emigra, vuelve con la primavera y deja oír su voz en nuestra tierra. Hay un tiempo para todo, tiempo para llorar y tiempo para cantar (Eclo 3). Y cada cosa tiene sus signos anunciadores: “Cuando la higuera echa sus brotes se sabe que está cerca el verano” (Mc 13,18). El amado dice: ¡Levántate de la nada y vive!

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¡Levántate del sueño de la muerte y recobra la vida! ¡Levántate del pecado y vuelve a mí! ¡Responde al amor con amor! ¡Levántate y ven! ¡Yo he abierto para ti un camino desde la muerte a la vida! ¡Yo soy el camino y la vida! ¡Ven!

Emiliano Jiménez Hernández

El jacal de los pastores – Cantar de los Cantares   1,2-8

¡Que me bese con los besos de su boca!Mejores son que el vino tus amores;tu nombre es ungüento que se vierte,por eso te aman las doncellas.

LLÉVAME EN POS DE TI: ¡SALGAMOS!LLÉVAME TRAS DE TI: ¡CORRAMOS!CELEBRAREMOS TUS AMORES MÁS QUE EL VINO;¡CON CUÁNTA RAZÓN ERES AMADO!

HAZME SABER, AMADO DE MI ALMA,DÓNDE APACIENTAS EL REBAÑO,

PARA QUE YO NO ANDE VAGABUNDADETRÁS DE OTROS COMPAÑEROS.

Si no lo sabes, ¡oh bella entre las bellas!,sigue la senda de mis ovejas,y lleva por allí tus cabrashasta el jacal de los pastores.

El Cantar de los Cantares fue escrito, dicen los rabinos, en el Sinaí; por eso comienza: “Que me bese con besos de su boca”. La Palabra decía: ¿Aceptáis como Dios al Santo? Ellos respondían: Sí, sí. Al punto la Palabra les besaba en la boca, grabándose en ellos: “para no olvidarte de las cosas que tus ojos han visto” (Dt 4,9), es decir, cómo la Palabra hablaba contigo. El pueblo ve, oye y besa cada una de las diez palabras de la misma boca de Dios, sin intermediario alguno, por eso dice: “que me bese con los besos de su boca”. Según el Midrás, cuando Dios hablaba, salían de su boca truenos y llamas de fuego. Así vieron su gloria. La voz iba y venía a sus oídos. La voz se apartaba de sus oídos y la besaban en la boca, y de nuevo se apartaba de su boca y volvía al oído.

Luego, ante el temor a morir, el pueblo se dirige a Moisés y le dice: Moisés, se tú nuestro mediador: “Habla tú con nosotros y te escucharemos” (Ex 20,16), “¿por qué tenemos que morir?” (Dt 5,22). Así se dirigían a Moisés para aprender, pero olvidaban lo que escuchaban. Entonces se decían: como Moisés es humano, también su palabra es perecedera. Le dijeron: ¡Moisés, ojalá se nos revele el Santo por segunda vez; ojalá “que nos bese con los besos de su boca”; ojalá que grabe las palabras de la Torá en nuestros corazones como en la vez primera. Moisés les contestó: No está previsto para ahora, sino para el futuro: “después de aquellos días pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón” (Jr

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31,20). El Mesías cumplirá esta palabra. Los creyentes en él podrán decir: “En mi corazón he escondido tu palabra para que no pueda pecar contra Ti” (Sal 119,11).

Mejores son tus amores que el vino. Las palabras de la Torá, besos de la boca de Dios, son mejores que el vino. Se parecen una a otra como los pechos de una mujer; son compañeras una de otra; están entrelazadas una con otra y se esclarecen mutuamente. La Torá es comparada con el agua, con el vino, con el ungüento, con la miel y con la leche. Como el agua es  vida del mundo, “la fuente del jardín es pozo de agua viva” (Cant 4,15), “pues sus palabras son vida para quienes las encuentran” (Pr 4,22). Agua y palabra descienden del cielo, como don de Dios: “Al sonar de su voz se forma un tropel de aguas en los cielos” (Jr 10,13), “pues desde el cielo he hablado con vosotros” (Ex 20,19). Es la voz potente del Señor, envuelta en truenos y relámpagos: “la voz de Yahveh sobre las aguas”, pues “al tercer día, de mañana, hubo truenos y relámpagos” (Ex 19,16). Agua y palabra purifican al hombre de su impureza, “rociaré sobre vosotros agua pura y os purificaréis” (Ez 36,25). Y, como el agua no apetece si no se tiene sed,  tampoco se encuentra gusto en la Torá si no se tiene sed. Como el agua abandona los lugares altos y fluye hacia las profundidades, así la Torá abandona a los orgullosos y se une a los humildes. Y como el agua se conserva, no en recipientes de oro ni de plata, sino en recipientes más baratos, así la Torá no se mantiene más que en quien se considera como un recipiente de barro.

“Perfume derramado es tu nombre, por eso te aman las doncellas y corren al olor de tus perfumes”. Estas palabras, dice Orígenes, encierran una profecía. Con la venida de nuestro Señor y Salvador, su nombre se difundió por toda la tierra: “Pues nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo entre los que se salvan” (2Cor 2,15), es decir, las doncellas, que están creciendo en edad y en belleza, que cambian constantemente, de día en día se renuevan y se revisten del hombre nuevo, creado según Dios (2Cor 4,16; Ef 4,23). Por estas doncellas se anonadó (Flp 2,7) aquel que tenía la condición de Dios, a fin de que su nombre se convirtiera en perfume derramado, de modo que no siguiera habitando en una luz inaccesible (1Tim 6,16;Flp 2,7), sino que se hiciera carne (Jn 1,14), para que estas doncellas pudieran atraerlo hacia sí. Ellas le atraen mediante la fe en su nombre, porque Cristo, al ver a dos o tres reunidos en su nombre, va en medio de ellos (Mt 18,20), atraído por su fe y comunión. Cuando lleguen a la unión plena con Cristo se harán un solo espíritu con él (1Cor 6,17), según su deseo: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también éstos sean uno en nosotros” (Jn 17,21).

Arrastrada por el esposo, la esposa dice con satisfacción: “Me ha introducido el rey en sus habitaciones. Exultaremos y nos alegraremos por ti”. Israel es arrastrado por Dios a la alegría y al júbilo: “Alégrate sin freno, hija de Sión” (Za 9,9). “Mucho me alegraré en Yahveh” (Is 61,10). “Alegraos con Jerusalén” (Is 66,10). “Regocíjate y alégrate, hija de Sión” (Za 2,14). “Prorrumpe en gritos de júbilo y exulta” (Is 54,1). “Exulta y grita de júbilo” (Is 12,6). “Mi corazón ha exultado en Yahveh” (1Sam 2,1). “Exulta mi corazón, y con mi canto le alabo” (Sal 28,7). “Aclama a Yahveh, tierra toda” (Sal 98,4). “Aclamad a Dios con voz de júbilo” (Sal 47,2).

Al ser introducida en la cámara del tesoro del rey, se convierte en reina. De ella se dice: “Está la reina a tu derecha, con vestido dorado, envuelta en bordado” (Sal 44,10). Y con ella “serán llevadas al rey las vírgenes; sus compañeras te serán traídas a ti entre alegría y algazara; serán introducidas en el palacio real” (Sal 44,15). Y como el rey tiene una cámara del tesoro en la que introduce a la reina, su esposa, así también ella tiene su propia cámara del tesoro, donde el Verbo de Dios la invita a entrar, a cerrar la puerta y a orar al que ve en lo secreto (Mt 6,6).

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La esposa ha aprendido a no fiarse de sí misma. Por eso, eleva al Esposo su oración: “Dime tú, amor de mi vida, dónde apacientas el rebaño, dónde lo llevas a sestear a mediodía, para que no ande  tras los rebaños de tus compañeros”. ¿Dónde apacientas el rebaño, tú, que eres el buen pastor y cargas sobre tus espaldas a la oveja descarriada y la devuelves al redil? (Lc 15,5ss). El amor gratuito despierta en ella el amor y el deseo de estar con el amado a la luz plena del mediodía.

Cuando le llegó a Moisés el tiempo de partir de este mundo, dijo ante el Señor: Se me ha revelado que este pueblo pecará contra ti e irá al exilio (Dt 31,27.29). Dime cómo les proveerá, pues habitarán entre naciones de leyes duras como la canícula y el ardor del sol a mediodía. ¿Por qué deberán vagar con los rebaños de los hijos de Esaú y de Ismael, que te asocian como compañero de sus ídolos? El amado responde a la amada: “Si no lo sabes, oh la más bella de las mujeres, sigue las huellas de las ovejas y lleva a pacer tus cabras al jacal de los pastores”. Así dijo el Señor: “Yo iré en su busca para poner fin a su exilio” (Ez 34,13.16). Yo les haré salir de en medio de los pueblos y los reuniré de las regiones; iré en busca de la oveja perdida. La Asamblea de Israel, que es como una niña hermosa a la que ama mi alma, caminará por la vía de los justos, aceptando la guía de sus pastores y enseñando a sus hijos, que son como cabritas, a ir a la sinagoga y a la casa de estudio. En recompensa se les proveerá en el destierro, hasta que mande al rey Mesías. El les guiará (Ez 34,23) con dulzura a su jacal, que es el santuario que para ellos construyeron David y Salomón, pastores de Israel (Sal 78,70-72).

Moisés, pastor fiel del Señor, se lo transmite a Josué: Te entrego este pueblo, que yo he guiado hasta aquí. No te entrego un rebaño de carneros sino de corderos, pues aún no han practicado suficientemente la Torá; aún no han llegado a ser cabras o carneros, según se dice: “Si no lo sabes, ¡oh la más bella de las mujeres!, sigue las huellas del rebaño y pastorea tus cabrillas junto al jacal de los pastores” (Cant 1,8). La morada de los pastores fieles es la morada del Señor.

Al grito anhelante de la esposa responden las “hijas de Jerusalén”, la Iglesia madre: “Si no lo sabes, tú, la más bella de las mujeres, sigue las huellas de las ovejas, y lleva a pastar tus cabritas junto al jacal de los pastores”. Sigue las huellas de los pastores que yo elegí para conducir a mis ovejas al monte de Sión, morada de los verdaderos pastores. Allí encontrarás “al Dios en cuya presencia anduvieron Abraham e Isaac, al Dios que ha sido mi pastor desde que existo hasta el día de hoy” (Gén 48,15). Pues en Belén, la menor de las familias de Judá, cuando dé a luz la que ha de dar a luz, “El se alzará y pastoreará con el poder de Yahveh” (Miq 5,1ss).

Emiliano Jiménez Hernández

Las almas sencillas no necesitan usar medios complicados. Y como yo soy una de ellas, una mañana, durante la acción de gracias, Jesús me inspiró un medio muy sencillo de cumplir mi misión. Me hizo [34rº] comprender estas palabras del Cantar de los Cantares: «Atráeme, y correremos tras el olor de tus perfumes». ¡Oh, Jesús!, ni siquiera es, pues, necesario decir: Al atraerme a mí, atrae también a las almas que amo. Esta simple palabra, «Atráeme», basta. Lo entiendo, Señor. Cuando un alma se ha

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dejado fascinar por el perfume embriagador de tus perfumes, ya no puede correr sola, todas las almas que ama se ven arrastradas tras de ella.

Y eso se hace sin tensiones, sin esfuerzos, como una consecuencia natural de su propia atracción hacia ti. Como un torrente que se lanza impetuosamente hacia el océano arrastrando tras de sí todo lo que encuentra a su paso, así, Jesús mío, el alma que se hunde en el océano sin riberas de tu amor atrae tras de sí todos los tesoros que posee… Señor, tu sabes que yo no tengo más tesoros que las almas que tú has querido unir a la mía. Estos tesoros tú me los has confiado. Por eso, me atrevo a hacer mías las palabras que tú dirigiste al Padre celestial la última noche que te vio, peregrino y mortal, en nuestra tierra. Jesús, Amado mío, yo no sé cuándo acabará mi destierro… Más de una noche me verá todavía cantar en el destierro tus misericordias.

Pero, finalmente, también para mí llegará la última noche, y entonces quisiera poder decirte, Dios mío: «Yo te he glorificado en la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. He dado a conocer tu nombre a los que me diste. Tuyos eran y tú me los diste. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido y han creído que tú me has enviado. Te ruego por éstos que tú me diste y que son tuyos».

Madre, creo necesario darle alguna explicación más sobre aquel pasaje del Cantar de los Cantares: «Atráeme y correremos», pues me parece que no quedó muy claro lo que quería decir.

«Nadie puede venir a mí, dice Jesús, si no lo trae mi Padre que me ha enviado». Y a continuación, con parábolas sublimes -y muchas veces incluso sin servirse de este medio, tan familiar para el pueblo-, nos enseña que basta llamar para que nos abran, buscar para encontrar, y tender humildemente la mano para recibir lo que pedimos…Dice también que todo lo que pidamos al Padre en su nombre nos lo concederá. Sin duda, por eso el Espíritu Santo, antes del nacimiento de Jesús, dictó esta oración profética: Atráeme y correremos.

¿Qué quiere decir, entonces, pedir ser atraídos, sino unirnos de una manera íntima al objeto que nos cautiva el corazón? Si el fuego y el hierro tuvieran inteligencia, y éste último dijera al otro «Atráeme», ¿no estaría demostrando que quiere identificarse con el fuego de tal manera que éste lo penetre y lo empape de su ardiente sustancia hasta parecer una sola cosa con él?

Madre querida, ésa es mi oración. Yo pido a Jesús que me atraiga a las llamas de su amor, que me una tan íntimamente a él que sea él quien viva y quien actúe en mí. Siento que cuanto más abrase mi corazón el fuego del amor, con mayor fuerza diré «Atráeme»; y que cuanto más se acerquen las almas a mí (pobre trocito de hierro, si me alejase de la hoguera divina), más ligeras correrán tras los perfumes de su Amado.

Porque un alma abrasada de amor no puede estarse inactiva. Es cierto que, como santa María Magdalena, permanece a los pies de Jesús, escuchando sus palabras dulces e inflamadas. Parece que no da nada, pero da mucho más que Marta, que anda inquieta y nerviosa con muchas cosas y quisiera que su hermana la imitase.

Santa Teresita de Jesús

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Quién es esta que sube del desierto – Cantar de los Cantares   8,5- 7

¿QUIÉN ES ÉSTA QUE SUBE DEL DESIERTO,QUIÉN ES ÉSTA QUE SUBE DEL DESIERTO,APOYADA EN SU AMADO, EN SU AMADO,APOYADA EN SU AMADO?

Debajo del manzano te desperté,allí donde te concibió tu madre,allí donde tu madre te dio a luz,allí donde tu madre te dio a luz.

Llévame como un sello en tu corazón,como un tatuaje en tu brazo.Porque es fuerte el amor como la muerte.Y las aguas no lo pueden apagar,ni los ríos lo pueden anegar.Que si tú dieras los bienes de tu casa por el amor,sólo encontrarías el desprecio.

¿Quién es esta que sube del desierto, llena de deleites recostada sobre su amado?

El Cantar nos presenta toda la historia de Israel, la amada del Señor. La amada comenzó, al presentarse a sí misma, confesando: “Soy negra como las tiendas de Quedar”. Era el origen de su historia, la época de los patriarcas, cuando acampaba en tiendas, guiada por Abraham, Isaac y Jacob. Entonces oyó la voz del amado, que la invitaba a salir de su

tierra, de la casa paterna y ponerse en camino. La misma voz del Dios de los padres la llamó de nuevo invitándola a salir de Egipto. El amado abrió para ella un camino en el desierto hacia la libertad. ¿Quién es ésta que sube del desierto? Es la amada, que sube a tierra santa,  guiada por la nube del Señor.

Esta historia de los orígenes de Israel está presente en cada época. La la vive en su carne la amada constantemente. En el hoy del amado ella se ve negra y amada por él. Hoy escucha su voz y sube del desierto, bajo la nube protectora, del desierto a la tierra prometida. Desde la esclavitud o desde el exilio avanza triunfante como una reina al encuentro con su rey. La palabra del Cantar sigue viva en

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cada generación. Si nos situamos en un lugar alto de Jerusalén, como el monte de los Olivos, aparece toda la ciudad ante nosotros. Si, con los ojos abiertos, nos giramos en torno, a la izquierda vemos el desierto de Galaad, a la derecha el desierto de Judá, de frente el desierto oriental y detrás de nuevo está el desierto. Si mantenemos los ojos abiertos, en cualquier dirección contemplamos las columnas de humo blanco que se elevan hacia el sol, brillantes como el oro. Es siempre la amada, la yegua libre y ufana, que ha roto el freno de la esclavitud y retorna de su exilio. Es Rut que aparece en la mañana ante los ojos deslumbrados de Booz. Son los ciento cuarenta y cuatro mil marcados con el sello de todas las tribus de Israel (Ap 7,4), a los que sigue una multitud inmensa, incontable, de toda nación, razas, pueblos y lenguas (Ap 7,9). “¿Quiénes son y de donde vienen? Son los que vienen de la gran tribulación, han lavado sus vestidos y los han blanqueados con la sangre del Cordero” (Ap 7,13s).

La gloria del Señor amanece sobre Jerusalén. De los cuatro costados de la tierra avanzan las naciones hacia su luz. “Alza los ojos en torno y mira: todos se reúnen y vienen a ti. Tus hijos vienen de lejos y a tus hijas las traen en brazos. Tú, al verlo, te pondrás radiante, se asombrará y se ensanchará tu corazón, porque vendrán a ti los tesoros del mar y las riquezas de las naciones. Te inundará una multitud de camellos, de dromedarios de Madián y Efá. Vienen de Saba, trayendo oro e incienso, y pregonando las alabanzas del Señor. ¿Quiénes son estos que como nube vuelan, como palomas a sus palomares?” (Is 60,4-8).

Todos vienen del desierto del mundo, del país de Canaán. Hijos de padre amorreo y madre hitita, al venir al mundo, nadie les cuidó. Quedaron expuestos en pleno campo, repugnantes, agitándose en su sangre. Pero el Señor pasó junto a la pequeña huérfana, la lavó, cuidó e hizo crecer hasta el tiempo de los amores. Entonces extendió sobre ella, con Booz sobre Rut, el borde de su manto, cubrió su desnudez, se comprometió con ella en alianza y la hizo suya (Ez 16).

Vienen todos del desierto de la prueba, del mundo donde anduvieron errantes por su infidelidad. El amado, con su amor celoso, dejó a la amada desnuda como el día de su nacimiento, convertida en un desierto, reducida a tierra árida (Os 2,5). Allí, despojada de todo, el amado le habló al corazón y la sedujo. En el desierto, amado y amada viven su primer amor y celebran los esponsales. El la alimentó con el maná, le dio agua de la roca, la envolvió en la nube de su gloria, como anticipo de la leche y miel de la tierra prometida. Ahora ella sube del desierto cual columna de humo.

La hija de Sión regresa a su tierra, abrazando a Dios, que vuelve con ella del exilio. Del desierto se levanta la nube de humo, semejante a la columna de polvo que levanta una caravana de peregrinos, que suben a la ciudad santa cantando los “himnos de las subidas” (Sal 120-134). Es una procesión nupcial. La nube emana perfumes de mirra, de incienso y aromas preciosos. Desde los muros de Jerusalén, los centinelas ven la columna de humo y exclaman: ¿Qué es eso que sube del desierto? “¿Quién es ése que viene de Edom, vestido de rojo y de andar tan esforzado? Soy yo, un gran libertador; yo solo he pisado el lagar y la sangre ha salpicado mis vestidos” (Is 63,1ss).

Terminada la oración, sigue la vida con los demás, que preguntan: ¿Quién es esa que sube del desierto, apoyada en su amado? (3,6; 6,10). Siempre crea estupor el milagro del amor de Dios, que se manifiesta en la amada, trasformada por su amor. La amada apoyada en el brazo del amado, en  abandono total de sí misma en él, es “un espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres” (1Cor 4,9). El amor, manifestado en Cristo, es algo extraordinario (Mt 5,47). El amor y la unidad son los signos de la presencia de Dios entre los hombres: “Amaos como yo os he amado. En esto conocerán todos que sois

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mis discípulos” (Jn 13,34). “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que yo soy tu enviado” (Jn 17,21).

Debajo del manzano te desperté, allí donde te concibió tu madre, allí donde tu madre te dio a luz. La asamblea de Israel dice: “Debajo del manzano te desperté” se refiere al Sinaí. ¿Y por qué se compara con el manzano? Como el manzano produce sus frutos en el mes de Siván, también la Torá fue dada en el mes de Siván. ¿Realmente fue en el Sinaí “donde les dio a luz su madre”? Se parece a uno que pasó por un lugar peligroso y se vio libre de la muerte. Cuando le encuentra un amigo, le dice: ¿Pasaste por ese lugar? ¡Hoy te ha dado a luz tu madre! ¡Hoy has nacido de nuevo! Después de pasar por tantos sufrimientos eres un

hombre nuevo. Lo mismo dice la asamblea cristiana viendo a los recién bautizados acercarse al banquete con sus túnicas blancas, apoyados en Cristo, al que se han incorporado. Sepultados con Cristo, debajo del árbol de la cruz, han sido despertados de la muerte, resucitando con Cristo, para sentarse a la mesa de los santos. Sobre el árbol de la cruz, del costado abierto de Cristo, ha nacido la Iglesia, como Eva fue formada del costado de Adán dormido en el Edén.

El esposo, después del largo camino de noviazgo, desea sellar con alianza eterna su amor a la amada. El mismo despierta a la amada, dormida entre sus brazos; con ella sale de casa, dispuesto a celebrar la unión nupcial definitiva. Ella, del brazo del esposo, apoyada en él, avanza suscitando la admiración de las  doncellas de su cortejo nupcial. Antes (3,4), la amada ha abrazado al amado y lo ha llevado a casa de su madre; ahora, ella se abandona en los brazos del esposo, que la sostiene y conduce, allanándola el camino.

Grábame como sello sobre el corazón, como tatuaje sobre tu brazo. Porque es fuerte el amor como la muerte, implacable como el sol la pasión. Saetas de fuego sus saetas, una llama del Señor. En aquel día la asamblea de Israel dice a su Señor: Te suplicamos, ponme como un sello de anillo en tu corazón, como un sello de anillo sobre tu brazo para que no vuelva más al exilio. Porque fuerte como la muerte es mi amor por ti, pero duro como el Se’ol es el odio con que los pueblos nos odian. La hostilidad que nos tienen arde como brazos de fuego de la Gehenna, que tú, Señor, creaste en el segundo día de la creación del mundo, para quemar a los idólatras.

Nacida de la cruz de Cristo, la Iglesia quiere llevar el sello de la cruz en el corazón y en los brazos: en el corazón para mantenerse firme en la fe y en el brazo para que toda actividad sea conforme a esa fe. La esposa desea que el esposo la lleve como sello en el corazón, sede del pensamiento y decisiones, y como tatuaje en el brazo, sede de la acción. Es el deseo de ser indisolublemente suya en todo, en su fe y en la vida, sin divorcio posible.

Para vivir la unión con Dios en Cristo es necesaria la acción del Espíritu Santo, que imprime en nuestros corazones, como en la cera, la imagen de Cristo, que es imagen visible de Dios.

El amor es más fuerte que la muerte y que el Seol, que nunca se sacia (Pr 15,16). Sus llamas son inextinguibles. La fuerza de las aguas arrolladoras no lo apagan. La llama del Señor abre caminos en el mar y sendas en las aguas caudalosas (Is 43,16). Las aguas torrenciales no pueden apagar el amor, ni

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los ríos anegarlo. Si alguien ofreciera todos los bienes de su casa por el amor, se granjearía el desprecio. El Señor dijo a la casa de Israel: Aunque se reúnan todos los pueblos, que son como las grandes aguas del mar, no podrán apagar mi amor hacia ti; y aunque se reúnan todos los reyes de la tierra, que son como las aguas de los ríos, no podrán anegarte (Sal 46,2-4). El que construye su vida sobre la roca del amor indefectible de Dios está seguro. Aunque caiga la lluvia, se desborden los torrentes, soplen los vientos y embistan contra ella, no caerá por estar edificada sobre roca (Mt 7,24ss).

Si alguien diera todos los bienes de su casa por el amor, se granjearía el desprecio. El amor es gracia, don, libertad. Es superior a todos los bienes de este mundo, “más precioso que las perlas” (Pr 3,15), más que las piedras preciosas, ninguna cosa apetecible se le puede comparar (Pr 8,11s). El amor de Dios, como la sabiduría divina, es “preferible a cetros y tronos, y en comparación con ella nada es la riqueza. Ni la piedra más preciosa se la puede equiparar, porque todo el oro a su lado es un puñado de arena, y barro parece la plata en su presencia” (Sb 7,8s). Es el tesoro escondido y la perla preciosa, que colma de alegría a quien la halla y todo el resto ya no le interesa (Mt 13,44ss).

Emiliano Jiménez Hernández

Por qué esta noche es diferente – Canto de los niños para la Noche de Pascua – de la Hagadá de Pésaj hebrea

N. ¿Por qué esta noche es diferentede todas las otras noches?A. DE TODAS LAS OTRAS NOCHES.N. Que todas las otras nochesnos vamos a la cama prontoy no nos quedamos levantados.A. Y NO NOS QUEDAMOS LEVANTADOS.N. Mas esta noche, esta nocheestamos levantados.A. MAS ESTA NOCHE, ESTA NOCHEESTAMOS LEVANTADOS.

N. ¿Por qué esta noche es diferentede todas las otras noches?A. DE TODAS LAS OTRAS NOCHES.

N. Que todas las otras nochesnos vamos a la cama prontodespués de haber cenado.A. DESPUÉS DE HABER CENADO.N. Mas esta noche, esta noche hemos ayunado.A. MAS ESTA NOCHE, ESTA NOCHEHEMOS AYUNADO.

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N. ¿Por qué esta noche es diferentede todas las otras noches?A. DE TODAS LAS OTRAS NOCHES.N. Que todas las otras nochesnos vamos a la cama prontoy no esperamos nada.A. Y NO ESPERAMOS NADA.N. Mas esta noche, esta nocheestamos esperando.A. MAS ESTA NOCHE, ESTA NOCHEESTAMOS ESPERANDO.A. ¿POR QUÉ ESTA NOCHE ES DIFERENTEDE TODAS LAS OTRAS NOCHES,DE TODAS LAS OTRAS NOCHES?N. Para estar levantados,para haber ayunado,para estar todos esperando.A. PARA ESTAR LEVANTADOS,PARA HABER AYUNADO,PARA ESTAR TODOS ESPERANDO.

¡Cuán diferente es esta noche de las demás noches!

PREGUNTA 1: En todas las noches podemos comer jametz o matzá. ¿Por qué esta noche comemos solamente matzá?

La matzá es harina, agua y fuego. Además de un poco de trabajo.La matzá llena el estómago y sacia (pues tarda en digerirse), sin alimentar realmente.Era el “manjar” de los esclavos en Mitzraim.Es el lajma ania -pan de la pobreza.Es la humilde masa hecha a las apuradas, que ni siquiera tuvo tiempo de leudar.Y, sin embargo, este mismo objeto se erige como símbolo de la salvación.

Pues, es la demostración del poder de Dios.Los hebreos no dependieron de la fuerza física, ni de armas, ni de logística…ni siquiera supieron como preparar la más escueta vianda para su “escape”.

Pero, su escudo es Dios, y Él salva.Si “Hashem está conmigo; no temeré” (Tehilim / Salmos 118:6).Ni al hambre, ni al Faraón, ni a nada…a nada más que a mi desconocimiento de H’.En todas las otras noches, parece que confiamos en nuestra “mano”.El resto del año tomamos para nosotros el título de los “libertadores”.

Pero, en Pesaj- la Libertad proviene de Dios.Él nos hace libres, en una noche.Pero, nosotros nos hacemos libres todas las otras noches.Cuando, emerge algo que quizás nos quita la confianza.

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PREGUNTA 2: En todas las noches comemos cualquier tipo de verduras, ¿por qué esta noche sólo maror (verdura amarga)?

La verdura seguramente es fuente de energía y vitalidad, pero, es más agradable preparada con condimentos, con aceite, aderezada.

¿Por qué magnificar la amargura de este alimento saludable?Porque, la riqueza también atrae amarguras.Es por eso que el korbán Pesaj -ofrenda pascual- el “asado” de la libertad, debía ser acompañado obligatoriamente con maror.

Para recordar que incluso en la alegría más excelsa, algo desagradable puede estar presente.Para aprender que aun de lo “malo” es posible encontrar una enseñanza, un valor.

Pero, además, porque nosotros fuimos esclavos en Mitzraim (simbólicamente la angustia, cuando en realidad es Egipto).Y entonces, hacemos patente la angustia, no la esbozamos, no la olvidamos, la mencionamos, la mostramos, la ingerimos.

Todo esto no por masoquismo, sino por demostración de ser libres.Libres incluso en nuestro dolor.

Porque todas las noches escondemos el áspero sabor de la vida.Pero, el ocultamiento aleja la libertad, y esta noche, queremos ser libres, realmente libres.Y la libertad, conlleva el acre sabor de la verdad a ultranza.

Probamos el maror para recordar la inmensa y terrible amargura de la esclavitud.Probamos el maror para aprender que las probables amarguras de la libertad son preferibles a cualquier esclavitud, incluso a la que se disfraza detrás de los aderezos, de los gratos sabores.

Comemos maror, porque tamrurim (de la misma etimología que maror) significa “amargura”, pero, también “mojón” – “poste indicador”.Deseamos que este maror nos sea indicador de que estamos avanzando en el camino del mejoramiento, y no estáticos como difuntos, o retrocediendo.

Y por último, así como la noche precede al amanecer.Así como nuestro días comienzan con la puesta del sol.Nuestra amargura deseamos que sea preludio de la Redención.

Que el maror de este año sea el último de la dispersión, y el que anuncia un verdadero leshana haba biIerushalaim habenuia -para el año entrante en la reconstruida Iersuhalaim.Y de pronto, surge una acción contradictoria que nos hace preguntar:

PREGUNTA 3: En todas las noches no sumergimos las verduras ni siquiera una vez, ¿por qué esta noche debemos hacerlo dos veces?

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Como aristócratas no nos contentamos con una sola especie vegetal.Como potentados, antes del plato principal, tenemos una ensalada como entrada, para abrirnos el apetito, para deleitarnos con los goces del placer carnal.

Como afortunados, remojamos nuestras verduras en sazones, jugamos con los sabores, recreamos el sabor perdido de otras ocasiones.Esta noche somos “magnates”, gourmettes.

Actuamos como soberanos orientales, mientras ante nuestra vista se hallan los emblemas de la opresión: matzá y maror.Esta contradicción quizás nos puede aleccionar en qué poner el acento en nuestras vidas.

Si lloramos siempre por la mitad vacía de la botella, y olvidamos beber de la mitad llena, ¿no estamos siendo esclavos – difuntos, de la ambición y el pesimismo?

Aprendamos a ser reyes aun en las más deplorables condiciones.Reconozcámonos como monarcas en el papel de siervos.Somos hijos de Dios.

Nuestro padre aderezó ante nosotros manjares.¿Por qué perder nuestras vidas lamentando las pérdidas cuando podemos construir?Recordar el pasado es parte del judaísmo.Rememorarlo y refrescarlo, también.Y edificar, y vivir es básico.

Remojar en salsas las verduras, como hacen los adinerados, como hacen los que saben extraer las “ganancias” para su provecho.

Remojar en dos ocasiones los alimentos.Una oportunidad para los bienes en esta vida.Otra, para nuestra porción en el Gan Eden.Sepamos hallar las chispas de Dios en cada circunstancia.Incluso en el pozo.Incluso en el olvido.

Pues, las chispas de divinidad pueden encender una lumbre majestuosa.Iluminar nuestro sendero para la Libertad.Somos libres en realidad, o al menos, eso pretendemos, y por eso:

PREGUNTA 4: En todas las noches comemos sentados o reclinados, ¿por qué esta noche nos reclinamos?

Otra costumbre de amos, comer reclinados sobre el lado izquierdo.Los esclavos comían de pie, rápidamente.Los libres de escasos recursos, se sentaban frente a una frugal comida.

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Pero, los señores libres de toda preocupación material yacían cómodamente en mullidos divanes, gozando del servicio de otras personas, de las delicadezas para el paladar.

Esta noche, debemos estar libres de angustias materiales.Pues, sabemos que Dios provee a todas las criaturas.En Pesaj hemos sido liberados de nuestra opresión de Mitzraim.Nos deleitamos.Bebemos cuatro copas de vino.Ingerimos golosinas de príncipes.

Se comía carne completamente asada (korbán Pesaj), tal como era la costumbre de los millonarios derrochones.Nos acodamos como nobles.Pero, apartamos de nuestras vidas la modorra de la auto-complacencia.Estamos atentos.Somos despiertos.Preguntamos.

Pues, más que los manjares. Que los sillones. Que los sabores. Que los festines.Amamos nuestra libertad.Y, aprendimos que para conseguirla, sostenerla y ampliarla, nuestro deber es preguntar.¿Existe una quinta pregunta?

No.El número es cuatro.Tal como las copas prescritas de vino.Tal como los cuatro hijos sobre los cuales habló la Torá.En Pesaj las preguntas del ma nishtaná son solamente cuatro.

Pero, si nos quedamos en un número limitado de interrogantes, encarcelamos nuestra vida.Petrificamos nuestra libertad.Aprender a preguntar.Que eso sea el motivo de estas preguntas.

Y, luego, cada cual de acuerdo a su capacidad, que comience a investigar, a aprender, a enseñar, las probables respuestas que abran a nuevas dudas.

Porque, sino, continúa la hagadá:avadim hainu leFaro beMitzraim -esclavos fuimos del Faraón en Mitzraim.Y a cada instante puede volver a ocurrir…

Yehuda Ribco

Himno a la Caridad – 1ª Corintios 13,1-13

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Aunque hablara las lenguas de los ángeles,si no tengo amor, nada.Aunque tuviera el don de profecía,y conociera todos los misterios;aunque tuviera plenitud de fey pudiera trasladar montañas,si no tengo amor, nada.Aunque repartieratodos mis bienes a los pobres,y entregara mi cuerpo a las llamas,si no tengo amor, nada.

PORQUE EL AMOR,EL AMOR, EL AMOR,ES PACIENTE, ES SERVICIAL;NO ES ENVIDIOSO,NO SE JACTA, NO SE ENGRÍE;ES DECOROSO;NO BUSCA LO SUYO; NO SE IRRITA;NO TOMA EN CUENTA EL MAL,NO TOMA EN CUENTA EL MAL;NO SE ALEGRA DE LA INJUSTICIA;SE ALEGRA CON LA VERDAD.

TODO LO CREE.TODO LO EXCUSA.TODO LO ESPERA.SOPORTA TODO, SOPORTA TODO.PORQUE EL AMOR, EL AMOR,PORQUE EL AMOR,ES DIOS, ES DIOS, ES DIOS.

En su Primera Carta a los Corintios, tras haber explicado, con la imagen del cuerpo, que los diferentes dones del Espíritu Santo contribuyen al bien de la única Iglesia, Pablo muestra el “camino” de la perfección. Éste, dice, no consiste en tener cualidades excepcionales: hablar idiomas nuevos, conocer todos los misterios, tener una fe prodigiosa o realizar gestos heroicos. Consiste, por el contrario, en la caridad (ágape), es decir, en el amor auténtico, que Dios nos ha revelado en Jesucristo. La caridad es el don “más grande”, que da valor a todos los demás, y sin embargo “no hace alarde, no se envanece”, es más, “se regocija con la verdad” y con el bien del otro. Quien ama verdaderamente “no busca su propio interés”, “no tiene en cuenta el mal recibido”, “todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (Cf. 1 Corintios 13,4-7). Al final, cuando nos encontraremos cara a cara con Dios, todos los demás dones desfallecerán; el único que permanecerá para siempre será la caridad, pues Dios es amor y nosotros seremos semejantes a Él, en comunión perfecta con Él.

Por ahora, mientras estamos en este mundo, la caridad es el distintivo del cristiano. Es la síntesis de toda su vida: de lo que cree y de lo que hace.  El amor es la esencia del mismo Dios, es el sentido de la creación y de la historia, es la luz que da bondad y belleza a la existencia de cada hombre. Al mismo

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tiempo, el amor es, por así decir, el “estilo” de Dios y del creyente, es el comportamiento de quien, respondiendo al amor de Dios, plantea su propia vida como don de sí mismo a Dios y al prójimo.

En Jesucristo, estos dos aspectos forman una unidad perfecta: Él es el Amor encarnado. Este Amor se nos ha revelado plenamente en Cristo crucificado. Al contemplarle, podemos confesar con el apóstol Juan: “nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él” (Cf. 1 Juan 4,16; encíclica Deus caritas est, 1). Si pensamos en los santos, reconocemos la verdad de sus dones espirituales, y también de sus caracteres humanos. Pero la vida de cada uno de ellos es un himno a la caridad, un canto vivo al amor de Dios.

Benedicto XVI

La ley de Dios, de que se habla en este lugar, debe entenderse que es la caridad, por la cual podemos siempre leer en nuestro interior cuales son los preceptos de vida que hemos de practicar.

Acerca de esta ley, dice aquel que es la misma Verdad: Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros. Acerca de ella dice san Pablo: Amar es cumplir la ley entera. Y también: Arrimad todos, el hombro, a las cargas de los otros, que con eso cumpliréis la ley de Cristo. Lo que mejor define la ley de Cristo es la caridad, y esta caridad la practicamos de verdad cuando toleramos por amor las cargas de los hermanos.

Pero esta ley abarca muchos aspectos, porque la caridad celosa y solícita incluye los actos de todas las virtudes. Lo que empieza por sólo dos preceptos se extiende a innumerables facetas.

Esta multiplicidad de aspectos de la ley es enumerada adecuadamente por Pablo, cuando dice: El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es ambicioso ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.

El amor es paciente, porque tolera con ecuanimidad los males que se le infligen. Es afable porque devuelve generosamente bien por mal. No tiene envidia, porque, al no desear nada de este mundo, ignora lo que es la envidia por los éxitos terrenos. No presume, porque desea ansiosamente el premio de la retribución espiritual, ypor esto no se vanagloria de los bienes exteriores. No se engríe, porque tiene por único objetivo el amor de Dios y del prójimo, y por esto ignora todo lo que se aparta del recto camino.

No es ambicioso, porque, dedicado con ardor a su provecho interior, no siente deseo alguno de las cosas ajenas y exteriores. No es egoísta, porque considera como ajenas todas las cosas que posee aquí de modo transitorio, ya que sólo reconoce como propio aquello que ha de perdurar junto con él. No se irrita, porque, aunque sufra injurias, no se incita a sí mismo a la venganza, pues espera un premio muy superior a sus sufrimientos. No lleva cuentas del mal, porque, afincada su mente en el amor de la pureza, arrancando de raíz toda clase de odio, su alma está libre de toda maquinación malsana.

No se alegra de la injusticia, porque, anheloso únicamente del amor para con todos, no se alegra ni de la perdición de sus mismos contrarios. Goza con la verdad, porque, amando a los demás como a sí mismo, al observar en los otros la rectitud, se alegra como si se tratara de su propio provecho. Vemos, pues, como esta ley de Dios abarca muchos aspectos.

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San Gregorio Magno

Ser tu esposa, Jesús, ser carmelita, ser por mi unión contigo madre de almas, debería bastarme… Pero no es así… Ciertamente, estos tres privilegios son la esencia de mi vocación: carmelita, esposa y madre. Sin embargo, siento en mi interior otras vocaciones : siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir. En una palabra, siento la necesidad, el deseo de realizar por ti, Jesús, las más heroicas hazañas… Siento en mi alma el valor de un cruzado, de un zuavo pontificio. Quisiera morir por la defensa de la Iglesia en un campo de batalla…

Siento en mí la vocación de sacerdote . ¡Con qué amor, Jesús, te llevaría en mis manos cuando, al conjuro de mi voz, bajaras del cielo…! ¡Con qué amor te entregaría a las almas…! Pero, ¡ay!, aun deseando ser sacerdote, admiro y envidio la humildad de san Francisco de Asís y siento en mí la vocación de imitarle renunciado a la sublime dignidad del sacerdocio.

¡Oh, Jesús, amor mío, mi vida…!, ¿cómo hermanar estos contrastes? ¿Cómo convertir en realidad los deseos de mi pobrecita alma?Sí, a pesar de mi pequeñez, quisiera iluminar a las almas como los profetas y como los doctores.

Tengo vocación de apóstol… Quisiera recorrer la tierra, predicar tu nombre y plantar tu cruz gloriosa en suelo infiel. Pero Amado mío, una sola misión no sería suficiente para mí. Quisiera anunciar el Evangelio al mismo tiempo en las cinco partes del mundo, y hasta en las islas más remotas… Quisiera se misionero no sólo durante algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y seguirlo siendo hasta la consumación de los siglos…

Pero, sobre todo y por encima de todo, amado Salvador mío, quisiera derramar por ti hasta la última gota de mi sangre… ¡El martirio! ¡El sueño de mi juventud! Un sueño que ha ido creciendo conmigo en los claustros del Carmelo… Pero siento que también este sueño mío es una locura, pues no puedo limitarme a desear una sola clase de martirio… Para quedar satisfecha, tendría que sufrirlos todos…

Como tú, adorado Esposo mío, quisiera ser flagelada y crucificada…Quisiera morir desollada, como san Bartolomé…Quisiera ser sumergida, como san Juan, en aceite hirviendo…Quisiera sufrir todos los suplicios infligidos a los mártires…Con santa Inés y santa Cecilia, quisiera presentar mi cuello a la espada,y como Juana de Arco, mi hermana querida, quisiera susurrar tu nombre en la hoguera, Jesús…

Al pensar en los tormentos que serán el lote de los cristianos en tiempos del anticristo, siento que mi corazón se estremece de alegría y quisiera que esos tormentos estuviesen reservados para mí… Jesús, Jesús, si quisiera poner por escrito todos mis deseos, necesitaría que me prestaras tu libro de la vida, donde están consignadas las hazañas de todos los santos, y todas esas hazañas quisiera realizarlas yo por ti…

Jesús mío, ¿y tú qué responderás a todas mis locuras…? ¿Existe acaso un alma pequeña y más impotente que la mía…? Sin embargo, Señor, precisamente a causa de mi debilidad, tú has querido colmar mis pequeños deseos infantiles, y hoy quieres colmar otros deseos míos más grandes que el universo…

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Como estos mis deseos me hacían sufrir durante la oración un verdadero martirio, abrí las cartas de san Pablo con el fin de buscar una respuesta. Y mis ojos se encontraron con los capítulos 12 y 13 de la primera carta a los Corintios…

Leí en el primero que no todos pueden ser apóstoles, o profetas, o doctores, etc…; que la Iglesia está compuesta de diferentes miembros, y que el ojo no puede ser al mismo tiempo mano.

… La respuesta estaba clara, pero no colmaba mis deseos ni me daba la paz…

Al igual que Magdalena, inclinándose sin cesar sobre la tumba vacía, acabó por encontrar lo que buscaba, así también yo, abajándome hasta las profundidades de mi nada, subí tan alto que logré alcanzar mi intento…

Seguí leyendo, sin desanimarme, y esta frase me reconfortó: «Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino inigualable». Y el apóstol va explicando cómo los mejores carismas nada son sin el amor… Y que la caridad es ese camino inigualable que conduce a Dios con total seguridad.

Podía, por fin, descansar… Al mirar el cuerpo místico de la Iglesia, yo no me había reconocido en ninguno de los miembros descritos por san Pablo; o, mejor dicho, quería reconocerme en todos ellos…

La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto de diferentes miembros, no podía faltarle el más necesario, el más noble de todos ellos. Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que ese corazón estaba ardiendo de amor.

Comprendí que sólo el amor podía hacer actuar a los miembros de la Iglesia; que si el amor llegaba a apagarse, los apóstoles ya no anunciarían el Evangelio y los mártires se negarían a derramar su sangre…

Comprendí que el amor encerraba en sí todas las vocaciones, que el amor lo era todo, que el amor abarcaba todos los tiempos y lugares… En una palabra, ¡que el amor es eterno…!

Entonces, al borde de mi alegría delirante, exclamé: ¡Jesús, amor mío…, al fin he encontrado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor…!

Sí, he encontrado mi puesto en la Iglesia, y ese puesto, Dios mío, eres tú quien me lo ha dado… En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor… Así lo seré todo… ¡¡¡Así mi sueño se verá hecho realidad…!!!

¿Por qué hablar de alegría delirante? No, no es ésta la expresión justa. Es, más bien, la paz tranquila y serena del navegante al divisar el faro que ha de conducirle al puerto… ¡Oh, faro luminoso del amor, yo sé cómo llegar hasta ti! He encontrado el secreto para apropiarme tu llama.

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No soy más que una niña, impotente y débil. Sin embargo, es precisamente mi debilidad lo que me da la audacia para ofrecerme como víctima a tu amor, ¡oh Jesús! Antiguamente, sólo las hostias puras y sin mancha eran aceptadas por el Dios fuerte y poderoso. Para satisfacer a la justicia divina, se necesitaban víctimas perfectas. Pero a la ley del temor le ha sucedido la ley del amor, y el amor me ha escogido a mí, débil e imperfecta criatura, como holocausto… ¿No es ésta una elección digna del amor…? Sí, para que el amor quede plenamente satisfecho, es preciso que se abaje hasta la nada y que transforme en fuego esa nada…

Lo sé, Jesús, el amor sólo con amor se paga. Por eso he buscado y hallado la forma de aliviar mi corazón devolviéndote amor por amor.

«Ganaos amigos con el dinero injusto, para que os reciban en las moradas eternas». Este es, Señor, el consejo que diste a tus discípulos después de decirles que «los hijos de las tinieblas son más astutos en sus negocios que los hijos de la luz».

Y yo, como hija de la luz, comprendí que mis deseos de serlo todo, de abarcar todas las vocaciones, eran riquezas que podían muy bien hacerme injusta; por eso me he servido de ellas para ganarme amigos…

Acordándome de la oración de Eliseo a su Padre Elías, cuando se atrevió a pedirle su doble espíritu, me presenté ante los ángeles y los santos y les dije: «Yo soy la más pequeña de las criaturas. Conozco mi miseria y mi debilidad. Pero sé también cuánto les gusta a los corazones nobles y generosos hacer el bien. Os suplico, pues, bienaventurados moradores del cielo, os suplico que me adoptéis por hija. Sólo vuestra será la gloria que me hagáis adquirir, pero dignaos escuchar mi súplica. Ya sé que es temeraria, sin embargo me atrevo a pediros que me alcancéis: vuestro doble amor ».

Jesús, no puedo ir más allá en mi petición, temería verme aplastada bajo el peso de mis audaces deseos…

La excusa que tengo es que soy una niña, y los niños no piensan en el alcance de sus palabras. Sin embargo sus padres, cuando ocupan un trono y poseen inmensos tesoros, no dudan en satisfacer los deseos de esos pequeñajos a los que aman tanto como a sí mismos; por complacerles, hacen locuras y hasta se vuelven débiles…

Pues bien, yo soy la HIJA de la Iglesia, y la Iglesia es Reina, pues es tu Esposa, oh, divino Rey de reyes…

Santa Teresita del Niño Jesús

Exultad, justos, en el Señor – Salmo 33   (32)

El salmo 32, dividido en 22 versículos, tantos cuantas son las letras del alfabeto hebraico, es un canto de alabanza al Señor del universo y de la historia. Está impregnado de alegría desde sus primeras palabras: «Aclamad, justos, al Señor, que merece la alabanza de los buenos. Dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el arpa de diez cuerdas; cantadle un cántico nuevo, acompañando los vítores con bordones» (vv. 1-3). Por tanto, esta aclamación (tern’ah) va acompañada de música y es

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expresión de una voz interior de fe y esperanza, de felicidad y confianza. El cántico es «nuevo», no sólo porque renueva la certeza en la presencia divina dentro de la creación y de las situaciones humanas, sino también porque anticipa la alabanza perfecta que se entonará el día de la salvación definitiva, cuando el reino de Dios llegue a su realización gloriosa.

San Basilio, considerando precisamente el cumplimiento final en Cristo, explica así este pasaje: «Habitualmente se llama “nuevo” a lo insólito o a lo que acaba de nacer. Si piensas en el modo de la encarnación del Señor, admirable y superior a cualquier imaginación, cantas necesariamente un cántico nuevo e insólito. Y si repasas con la mente la regeneración y la renovación de toda la humanidad, envejecida por el pecado, y anuncias los misterios de la resurrección, también entonces cantas un cántico nuevo e insólito» (Homilía sobre el salmo 32, 2: PG 29, 327). En resumidas cuentas, según san Basilio, la invitación del salmista, que dice: «Cantad al Señor un cántico nuevo», para los creyentes en Cristo significa: «Honrad a Dios, no según la costumbre antigua de la “letra”, sino según la novedad del “espíritu”. En efecto, quien no valora la Ley exteriormente, sino que reconoce su “espíritu”, canta un “cántico nuevo”» (ib.).

El cuerpo central del himno está articulado en tres partes, que forman una trilogía de alabanza. En la primera (cf. vv. 6-9) se celebra la palabra creadora de Dios. La arquitectura admirable del universo, semejante a un templo cósmico, no surgió ni se desarrolló a consecuencia de una lucha entre dioses, como sugerían ciertas cosmogonías del antiguo Oriente Próximo, sino sólo gracias a la eficacia de la palabra divina. Precisamente como enseña la primera página del Génesis: «Dijo Dios… Y así fue» (cf. Gn 1). En efecto, el salmista repite: «Porque él lo dijo, y existió; él lo mandó, y surgió» (Sal 32,9).

El orante atribuye una importancia particular al control de las aguas marinas, porque en la Biblia son el signo del caos y el mal. El mundo, a pesar de sus límites, es conservado en el ser por el Creador, que, como recuerda el libro de Job, ordena al mar detenerse en la playa: «¡Llegarás hasta aquí, no más allá; aquí se romperá el orgullo de tus olas!» (Jb 38,11).

El Señor es también el soberano de la historia humana, como se afirma en la segunda parte del salmo 32, en los versículos 10-15. Con vigorosa antítesis se oponen los proyectos de las potencias terrenas y el designio admirable que Dios está trazando en la historia. Los programas humanos, cuando quieren ser alternativos, introducen injusticia, mal y violencia, en contraposición con el proyecto divino de justicia y salvación. Y, a pesar de sus éxitos transitorios y aparentes, se reducen a simples maquinaciones, condenadas a la disolución y al fracaso.

En el libro bíblico de los Proverbios se afirma sintéticamente: «Muchos proyectos hay en el corazón del hombre, pero sólo el plan de Dios se realiza» (Pr 19,21). De modo semejante, el salmista nos recuerda que Dios, desde el cielo, su morada trascendente, sigue todos los itinerarios de la humanidad, incluso los insensatos y absurdos, e intuye todos los secretos del corazón humano.

«Dondequiera que vayas, hagas lo que hagas, tanto en las tinieblas como a la luz del día, el ojo de Dios te mira», comenta san Basilio (Homilía sobre el salmo 32,8: PG 29, 343). Feliz será el pueblo que, acogiendo la revelación divina, siga sus indicaciones de vida, avanzando por sus senderos en el camino de la historia. Al final sólo queda una cosa: «El plan del Señor subsiste por siempre; los proyectos de su corazón, de edad en edad» (Sal 32,11).

Juan Pablo II

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El autor del salmo 32 pudo tener como trasfondo de su himno alguna de las gloriosas liberaciones de su pueblo. En su lenguaje se trasluce el eco de unos planes de las naciones deshechos, de unos proyectos frustrados, de unos habitantes del orbe que tiemblan ante el poder de Dios, de un rey que no vence por su mucha fuerza, de unos caballos que nada valen para la victoria…

Pero, frente a este trasfondo de debilidad humana, emerge la fuerza de la palabra creadora y de la providencia solícita del Señor para con sus fieles. Por ello, el salmista invita a los justos a esta bella oración tan apropiada para el comienzo del nuevo día. Del mismo modo que, al comienzo de la creación, Dios, por su palabra, mandó que surgiera el mundo, así también, nuevamente, al comienzo de este nuevo día, Dios, por su palabracreadora, mandará que surja el bien. Pero, si nuestra debilidad, siempre inclinada al mal, nos hace desconfiar, estamos convencidos de que la fuerza providente del Señor está al lado de aquellos que, sabiendo que nada valen sus caballos para la victoria, confiesan que sólo el Señor es su auxilio y escudo y que sólo en él se alegra su corazón.

Pedro Farnés

Confianza ilimitada en el poder conquistador de Dios: Que resuene sinfónicamente, con la aportación peculiar de cada uno de nosotros, la alabanza del Señor. Dios nos ha hablado. Cristo, que habita por la fe en nuestros corazones, es su Palabra siempre interpeladora y convocadora. Por esta Palabra Dios hizo el cielo, sujetó a la creatura inestable del agua, conduce la historia; por ella hemos adquirido nuestra identidad carismática, nos mantenemos unidos y congregados en el amor comunitario y lanzados hacia la misión.

Motivo de alabanza es la confianza ilimitada en el poder conquistador de Dios, porque su «plan subsiste por siempre y los proyectos de su corazón de edad en edad». Tenemos la certeza de que nuestro servicio a la causa del progresivo reinado de Dios tiene futuro y no es una ilusoria utopía. La certeza no nace de nuestro prestigio social, de nuestras obras o empresas, de nuestras cualidades humanas, de nuestro número o de nuestras técnicas: «No vence el rey por su gran ejército, no escapa el soldado por su mucha fuerza… ni por su gran ejército se salva». La certeza brota de la seguridad de que Dios ha puesto sus ojos en nuestra pobre comunidad, reanimándonos en nuestra escasez, alegrándonos en nuestras penas, auxiliándonos en las situaciones desesperadas: «Dichosa la comunidad cuyo Dios es el Señor»

Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Delante de los ángeles – 138   (137)

El himno de acción de gracias que acabamos de escuchar, y que constituye el salmo 137, atribuido por la tradición judía al rey David, aunque probablemente fue compuesto en una época posterior, comienza con un canto personal del orante. Alza su voz en el marco de la asamblea del templo o, por lo menos, teniendo como referencia el santuario de Sión, sede de la presencia del Señor y de su encuentro con el pueblo de los fieles.

En efecto, el salmista afirma que «se postrará hacia el santuario» de Jerusalén (cf. v. 2): en él canta ante Dios, que está en los cielos con su corte de ángeles, pero que también está a la escucha en el espacio terreno del templo (cf. v. 1). El orante tiene la certeza de que el «nombre» del Señor, es decir,

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su realidad personal viva y operante, y sus virtudes de fidelidad y misericordia, signos de la alianza con su pueblo, son el fundamento de toda confianza y de toda esperanza (cf. v. 2).

2. Aquí la mirada se dirige por un instante al pasado, al día del sufrimiento: la voz divina había respondido entonces al clamor del fiel angustiado. Dios había infundido valor al alma turbada (cf. v. 3). El original hebreo habla literalmente del Señor que «agita la fuerza en el alma» del justo oprimido: es como si se produjera la irrupción de un viento impetuoso que barre las dudas y los temores, infunde una energía vital nueva y aumenta la fortaleza y la confianza.

Después de esta premisa, aparentemente personal, el salmista ensancha su mirada al mundo e imagina que su testimonio abarca todo el horizonte: «todos los reyes de la tierra», en una especie de adhesión universal, se asocian al orante en una alabanza común en honor de la grandeza y el poder soberanos del Señor (cf. vv. 4-6).

3. El contenido de esta alabanza coral que elevan todos los pueblos permite ver ya a la futura Iglesia de los paganos, la futura Iglesia universal. Este contenido tiene como primer tema la «gloria» y los «caminos del Señor» (cf. v. 5), es decir, sus proyectos de salvación y su revelación. Así se descubre que Dios, ciertamente, es «sublime» y trascendente, pero «se fija en el humilde» con afecto, mientras que aleja de su rostro al soberbio como señal de rechazo y de juicio (cf. v. 6).

Como proclama Isaías, «así dice el Excelso y Sublime, el que mora por siempre y cuyo nombre es Santo: “En lo excelso y sagrado yo moro, y estoy también con el humillado y abatido de espíritu, para avivar el espíritu de los abatidos, para avivar el ánimo de los humillados”» (Is 57,15). Por consiguiente, Dios opta por defender a los débiles, a las víctimas, a los humildes. Esto se da a conocer a todos los reyes, para que sepan cuál debe ser su opción en el gobierno de las naciones. Naturalmente, no sólo se dice a los reyes y a todos los gobiernos, sino también a todos nosotros, porque también nosotros debemos saber qué opción hemos de tomar: ponernos del lado de los humildes, de los últimos, de los pobres y los débiles.

4. Después de este llamamiento, con dimensión mundial, a los responsables de las naciones, no sólo de aquel tiempo sino también de todos los tiempos, el orante vuelve a la alabanza personal (cf. Sal 137,7-8). Con una mirada que se dirige hacia el futuro de su vida, implora una ayuda de Dios también para las pruebas que aún le depare la existencia. Y todos nosotros oramos así juntamente con el orante de aquel tiempo.

Se habla, de modo sintético, de la «ira del enemigo» (v. 7), una especie de símbolo de todas las hostilidades que puede afrontar el justo durante su camino en la historia. Pero él sabe, como sabemos también nosotros, que el Señor no lo abandonará nunca y que extenderá su mano para sostenerlo y guiarlo. Las palabras conclusivas del Salmo son, por tanto, una última y apasionada profesión de confianza en Dios porque su misericordia es eterna. «No abandonará la obra de sus manos», es decir, su criatura (cf. v. 8). Y también nosotros debemos vivir siempre con esta confianza, con esta certeza en la bondad de Dios.

Debemos tener la seguridad de que, por más pesadas y tempestuosas que sean las pruebas que debamos afrontar, nunca estaremos abandonados a nosotros mismos, nunca caeremos fuera de las manos del Señor, las manos que nos han creado y que ahora nos siguen en el itinerario de la vida. Como

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confesará san Pablo, «Aquel que inició en vosotros la obra buena, él mismo la llevará a su cumplimiento» (Flp 1,6).

5. Así hemos orado también nosotros con un salmo de alabanza, de acción de gracias y de confianza. Ahora queremos seguir entonando este himno de alabanza con el testimonio de un cantor cristiano, el gran san Efrén el Sirio (siglo IV), autor de textos de extraordinaria elevación poética y espiritual.

«Por más grande que sea nuestra admiración por ti, Señor, tu gloria supera lo que nuestra lengua puede expresar», canta san Efrén en un himno (Inni sulla Verginità, 7: L’arpa dello Spirito, Roma 1999, p. 66), y en otro: «Alabanza a ti, para quien todas las cosas son fáciles, porque eres todopoderoso» (Inni sulla Natività, 11: ib., p. 48); y éste es un motivo ulterior de nuestra confianza: que Dios tiene el poder de la misericordia y usa su poder para la misericordia. Una última cita de san Efrén: «Que te alaben todos los que comprenden tu verdad» (Inni sulla Fede, 14: ib., p. 27).

Juan Pablo II

El salmo 137 es el himno de acción de gracias de un rey que, superados los peligros de la guerra y vencidos los enemigos, va al templo a dar gracias a Dios por la victoria, confesando que el triunfo ha sido consecuencia de haber pedido el auxilio de Dios: Te doy gracias, Señor, de todo corazón, porque, cuando te invoqué, me escuchaste y, cuando caminé entre peligros, me conservaste la vida.

Es fácil rezar este salmo con nuestros ojos puestos en Cristo, que «ora en nosotros como cabeza nuestra» (S. Agustín, Comentario al salmo 85,1). El Señor, en efecto, verdadero rey del nuevo pueblo de Dios, al emprender, en su pasión, la lucha contra el pecado y la muerte, invocó a Dios, su Padre, y Dios le escuchó, caminando entre peligros; a pesar de haber penetrado incluso en el sepulcro, le conservó la vida, y, por eso, ahora, delante de los ángeles, le da gracias de todo corazón.

Contemplemos, a través de este salmo, la victoria de Cristo, nuestro rey, demos gracias al Señor de todo corazón por esta victoria, que redunda en bien de todos los hombres, y pidamos a Dios que no abandone la obra de sus manos, iniciada en la resurrección de Cristo, sino que complete sus favores con nosotros, llevando a todos los hombres a una salvación semejante a la de su Hijo.

Pedro Farnés

De Profundis – Salmo 130   (129)

Se ha proclamado uno de los salmos más célebres y arraigados en la tradición cristiana: el De profundis, llamado así por sus primeras palabras en la versión latina. Juntamente con el Miserere ha llegado a ser uno de los salmos penitenciales preferidos en la piedad popular.

Más allá de su aplicación fúnebre, el texto es, ante todo, un canto a la misericordia divina y a la reconciliación entre el pecador y el Señor, un Dios justo pero siempre dispuesto a mostrarse «compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado» (Ex 34,6-7). Precisamente por este motivo, el Salmo se encuentra insertado en la liturgia vespertina de Navidad y de toda la octava de Navidad, así como en la del IV domingo de Pascua y de la solemnidad de la Anunciación del Señor.

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El salmo 129 comienza con una voz que brota de las profundidades del mal y de la culpa (cf. vv. 1-2). El orante se dirige al Señor, diciendo: «Desde lo hondo a ti grito, Señor». Luego, el Salmo se desarrolla en tres momentos dedicados al tema del pecado y del perdón. En primer lugar, se dirige a Dios, interpelándolo directamente con el «tú»: «Si llevas cuentas de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto» (vv. 3-4).

Es significativo que lo que produce el temor, una actitud de respeto mezclado con amor, no es el castigo sino el perdón. Más que la ira de Dios, debe provocar en nosotros un santo temor su magnanimidad generosa y desarmante. En efecto, Dios no es un soberano inexorable que condena al culpable, sino un padre amoroso, al que debemos amar no por miedo a un castigo, sino por su bondad dispuesta a perdonar.

En el centro del segundo momento está el «yo» del orante, que ya no se dirige al Señor, sino que habla de él: «Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela a la aurora» (vv. 5-6). Ahora en el corazón del salmista arrepentido florecen la espera, la esperanza, la certeza de que Dios pronunciará una palabra liberadora y borrará el pecado.

La tercera y última etapa en el desarrollo del Salmo se extiende a todo Israel, al pueblo a menudo pecador y consciente de la necesidad de la gracia salvífica de Dios: «Aguarde Israel al Señor (…); porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa: y él redimirá a Israel de todos sus delitos» (vv. 7-8).

La salvación personal, implorada antes por el orante, se extiende ahora a toda la comunidad. La fe del salmista se inserta en la fe histórica del pueblo de la alianza, «redimido» por el Señor no sólo de las angustias de la opresión egipcia, sino también «de todos sus delitos». Pensemos que el pueblo de la elección, el pueblo de Dios, somos ahora nosotros. También nuestra fe nos inserta en la fe común de la Iglesia. Y precisamente así nos da la certeza de que Dios es bueno con nosotros y nos libra de nuestras culpas. Partiendo del abismo tenebroso del pecado, la súplica del De profundis llega al horizonte luminoso de Dios, donde reina «la misericordia y la redención», dos grandes características de Dios, que es amor.

Releamos ahora la meditación que sobre este salmo ha realizado la tradición cristiana. Elijamos la palabra de san Ambrosio: en sus escritos recuerda a menudo los motivos que llevan a implorar de Dios el perdón.

«Tenemos un Señor bueno, que quiere perdonar a todos», recuerda en el tratado sobre La penitencia, y añade: «Si quieres ser justificado, confiesa tu maldad: una humilde confesión de los pecados deshace el enredo de las culpas… Mira con qué esperanza de perdón te impulsa a confesar» (2, 6, 40-41: Sancti Ambrosii Episcopi Mediolanensis Opera SAEMO, XVII, Milán-Roma 1982, p. 253).

En la Exposición del Evangelio según san Lucas, repitiendo la misma invitación, el Obispo de Milán manifiesta su admiración por los dones que Dios añade a su perdón: «Mira cuán bueno es Dios; está dispuesto a perdonar los pecados. Y no sólo te devuelve lo que te había quitado, sino que además te concede dones inesperados». Zacarías, padre de Juan Bautista, se había quedado mudo por no haber creído al ángel, pero luego, al perdonarlo, Dios le había concedido el don de profetizar en el canto del Benedictus: «El que poco antes era mudo, ahora ya profetiza -observa san Ambrosio-; una de las mayores gracias del Señor es que precisamente los que lo han negado lo confiesen. Por tanto, nadie

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pierda la confianza, nadie desespere de las recompensas divinas, aunque le remuerdan antiguos pecados. Dios sabe cambiar de parecer, si tú sabes enmendar la culpa» (2, 33: SAEMO, XI, Milán-Roma 1978, p. 175).

Juan Pablo II

El salmo 129 es, en efecto, la plegaria penitencial de un pecador que, con clara conciencia de su culpa, se ve enfermo y a las puertas de la muerte en castigo de su pecado: Desde lo hondo, a ti grito, Señor; si llevas cuenta de los delitos, ¿quién podrá resistir?

Pero, a pesar de esta primera apariencia, el sentido más profundo de nuestro salmo respira un ambiente muy distinto. Más que la confesión de la propia culpabilidad, el salmista expresa su plena confianza en la salvación de Dios; y esto hace del salmo 129 una plegaria muy propia pare inaugurar la celebración del domingo, porque el domingo es precisamente el memorial de cómo Dios, por la resurrección de Cristo, arrancó al hombre del abismo, de la muerte y del pecado, no llevando cuenta de sus delitos, porque del Señor procede el perdón.

El salmo 129 es uno de los cantos de peregrinación que los israelitas cantaban en su camino a Jerusalén; el nuevo Israel, en peregrinación también hacia la Jerusalén definitiva, repite hoy este salmo a las puertas ya de la celebración dominical, pregustación de su llegada a la Jerusalén eterna. Al acabar la semana, en la que probablemente no han faltado infidelidad ni pecado, no perdemos la confianza: Desde lo hondo de nuestra miseria, a ti gritamos, Señor. El recuerdo de cómo Dios resucitó a Cristo, primogénito de la humanidad, alienta nuestra esperanza: Nuestra salvación no es obra nuestra, sino que del Señor viene la redención copiosa, y él redimirá a Israel, como resucitó a su Hijo de entre los muertos.

 Pedro Farnés

Cantad al Señor – Salmo 117   (116)

Este es el salmo más breve. En el original hebreo está compuesto sólo por diecisiete palabras, nueve de las cuales son las particularmente importantes. Se trata de una pequeña doxología, es decir, un canto esencial de alabanza, que idealmente podría servir de conclusión de oraciones más amplias, como himnos. Así ha sucedido a veces en la liturgia, como acontece con nuestro «Gloria al Padre», con el que suele concluirse el rezo de todos los salmos.

Verdaderamente, estas pocas palabras de oración son significativas y profundas para exaltar la alianza entre el Señor y su pueblo, dentro de una perspectiva universal. A esta luz, el apóstol san Pablo utiliza el primer versículo del salmo para invitar a todos los pueblos del mundo a glorificar a Dios. En efecto, escribe a los cristianos de Roma: «Los gentiles glorifican a Dios por su misericordia, como dice la Escritura: (…) Alabad al Señor todas las naciones; aclamadlo, todos los pueblos» (Rm 15,9.11).

Así pues, el breve himno que estamos meditando comienza, como acontece a menudo en este tipo de salmos, con una invitación a la alabanza, que no sólo se dirige a Israel, sino a todos los pueblos de la tierra. Un Aleluyadebe brotar de los corazones de todos los justos que buscan y aman a Dios con corazón sincero. Una vez más el Salterio refleja una visión de gran alcance, alimentada probablemente

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por la experiencia vivida por Israel durante el exilio en Babilonia, en el siglo VI a. C.: el pueblo hebreo se encontró entonces con otras naciones y culturas y sintió la necesidad de anunciar su fe a los pueblos entre los cuales vivía. En el Salterio se aprecia la convicción de que el bien florece en muchos terrenos y, en cierta manera, puede ser orientado y dirigido hacia el único Señor y Creador.

Por eso, podríamos hablar de un ecumenismo de la oración, que estrecha en un único abrazo a pueblos diferentes por su origen, historia y cultura. Estamos en la línea de la gran «visión» de Isaías, que describe «al final de los tiempos» cómo confluyen todas las naciones hacia «el monte del templo del Señor». Entonces caerán de las manos las espadas y las lanzas; más aún, con ellas se forjarán arados y podaderas, para que la humanidad viva en paz, cantando su alabanza al único Señor de todos, escuchando su palabra y cumpliendo su ley (cf. Is 2,1-5).

Israel, el pueblo de la elección, tiene en este horizonte universal una misión particular. Debe proclamar dos grandes virtudes divinas, que ha experimentado viviendo la alianza con el Señor (cf. v. 2). Estas dos virtudes, que son como los rasgos fundamentales del rostro divino, el «buen binomio» de Dios, como decía san Gregorio de Nisa (cf. Sobre los títulos de los salmos, Roma 1994, p. 183), se expresan con otros tantos vocablos hebreos que, en las traducciones, no logran brillar con toda su riqueza de significado.

El primero es hésed, un término que el Salterio usa con mucha frecuencia y sobre el que ya he tratado en otra ocasión. Quiere indicar la trama de los sentimientos profundos que marcan las relaciones entre dos personas, unidas por un vínculo auténtico y constante. Por eso, entraña valores como el amor, la fidelidad, la misericordia, la bondad y la ternura. Así pues, entre nosotros y Dios existe una relación que no es fría, como la que se entabla entre un emperador y su súbdito, sino cordial, como la que se desarrolla entre dos amigos, entre dos esposos o entre padres e hijos.

El segundo vocablo, ‘emét, es casi sinónimo del primero. También se trata de un término frecuente en el Salterio, que lo repite casi la mitad de todas las veces en que se encuentra en el resto del Antiguo Testamento.

Este término, de por sí, expresa la «verdad», es decir, la genuinidad de una relación, su autenticidad y lealtad, que se conserva a pesar de los obstáculos y las pruebas; es la fidelidad pura y gozosa que no se resquebraja. Por eso el salmista declara que «dura por siempre» (v. 2). El amor fiel de Dios no fallará jamás y no nos abandonará a nosotros mismos o a la oscuridad de la falta de sentido, de un destino ciego, del vacío y de la muerte.

Dios nos ama con un amor incondicional, que no conoce el cansancio, que no se apaga nunca. Este es el mensaje de nuestro salmo, casi tan breve como una jaculatoria, pero intenso como un gran cántico.

Las palabras que nos sugiere son como un eco del cántico que resuena en la Jerusalén celestial, donde una inmensa multitud, de toda lengua, pueblo y nación, canta la gloria divina ante el trono de Dios y del Cordero (cf. Ap 7,9). A este cántico la Iglesia peregrinante se une con infinitas expresiones de alabanza, moduladas frecuentemente por el genio poético y por el arte musical. Pensamos, por poner un ejemplo, en el Te Deum, que han utilizado generaciones de cristianos a lo largo de los siglos para alabar y dar gracias a Dios: «Te Deum laudamus, te Dominum confitemur, te aeternum Patrem omnis terra veneratur», «A ti, oh Dios, te alabamos, a ti, Señor, te reconocemos, a ti, eterno Padre, te venera toda la creación». Por su parte, el pequeño salmo que hoy estamos meditando constituye una síntesis

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eficaz de la perenne liturgia de alabanza con que la Iglesia se hace portavoz del mundo, uniéndose a la alabanza perfecta que Cristo mismo dirige al Padre.

Así pues, alabemos al Señor. Alabémoslo sin cesar. Pero nuestra alabanza se ha de expresar con la vida, antes que con las palabras. En efecto, seríamos poco creíbles si con nuestro salmo invitáramos a las naciones a dar gloria al Señor y no tomáramos en serio la advertencia de Jesús: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Cantando el salmo 116, como todos los salmos que ensalzan al Señor, la Iglesia, pueblo de Dios, se esfuerza por llegar a ser ella misma un cántico de alabanza.

Prosiguiendo nuestra meditación sobre los textos de la liturgia de Laudes, volvemos a considerar un salmo ya propuesto, el más breve de todos los que componen el Salterio. Es el salmo 116, que acabamos de escuchar, una especie de pequeño himno, semejante a una jaculatoria que se dilata en una alabanza universal al Señor. El contenido del mensaje se expresa en dos palabras fundamentales: amor y fidelidad (cf. v. 2).

Con estos términos el salmista ilustra sintéticamente la alianza entre Dios e Israel, subrayando la relación profunda, leal y confiada que existe entre el Señor y su pueblo. Escuchamos aquí el eco de las palabras que Dios mismo había pronunciado en el Sinaí al presentarse ante Moisés. «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (Ex 34,6).

El salmo 116, a pesar de su brevedad y esencialidad, capta el núcleo fundamental de la oración, que consiste en el encuentro y en el diálogo vivo y personal con Dios. En ese acontecimiento el misterio de la divinidad se revela como fidelidad y amor.

El salmista añade un aspecto particular de la oración: la experiencia orante debe irradiarse al mundo, transformándose en testimonio ante quien no comparte nuestra fe. En efecto, al inicio, el horizonte se ensancha a «todas las naciones» y «a todos los pueblos» (cf. Sal 116,1), para que ante la belleza y la alegría de la fe también ellas sean conquistadas por el deseo de conocer, encontrar y alabar a Dios.

En un mundo tecnológico minado por un eclipse de lo sagrado, en una sociedad que se complace en cierta autosuficiencia, el testimonio del orante es como un rayo de luz en la oscuridad.

En un primer momento sólo puede despertar curiosidad; luego puede llevar a la persona reflexiva a preguntarse por el sentido de la oración; y, por último, puede suscitar un creciente deseo de hacer esa misma experiencia. Por eso, la oración no es nunca un hecho solitario, sino que tiende a dilatarse hasta implicar al mundo entero.

Comentando el salmo 116, nos servimos ahora de las palabras de un gran Padre de la Iglesia de Oriente, san Efrén el Sirio, que vivió en el siglo IV. En uno de sus Himnos sobre la fe, el decimocuarto, expresa el deseo de no dejar nunca de alabar a Dios, implicando también «a todos los que comprenden la verdad» divina. He aquí su testimonio:

«¿Cómo puede mi arpa, Señor, dejar de alabarte? ¿Cómo podría enseñar a mi lengua la infidelidad? Tu amor me ha dado confianza en mi apuro, pero mi voluntad sigue siendo ingrata (estrofa 9).

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Es justo que el hombre reconozca tu divinidad; es justo que los seres celestiales alaben tu humanidad; los seres celestiales quedaron asombrados de ver hasta qué punto te anonadaste; y los de la tierra de ver cuánto has sido exaltado» (estrofa 10: L’Arpa dello Spirito, Roma 1999, pp. 26-28).

En otro himno (Himnos de Nisibi, 50), san Efrén confirma ese compromiso de alabanza incesante, y explica que su motivo es el amor y la compasión divina hacia nosotros, precisamente como sugiere nuestro salmo:

«Que en ti, Señor, mi boca rompa el silencio con la alabanza. Que nuestras bocas expresen la alabanza; que nuestros labios la confiesen; que tu alabanza vibre en nosotros (estrofa 2).

Dado que en nuestro Señor está injertada la raíz de nuestra fe, aunque se encuentre lejos, se halla cerca por la unión del amor. Que las raíces de nuestro amor estén unidas a él; que la plena medida de su compasión se derrame sobre nosotros» (estrofa 6: ib., pp. 77 y 80).

Juan Pablo II

Alabad al Señor en el cielo – Salmo   148

El salmo 148, que ahora se ha elevado a Dios, constituye un verdadero «cántico de las criaturas», una especie de Te Deum del Antiguo Testamento, un aleluya cósmico que implica todo y a todos en la alabanza divina.

Un exegeta contemporáneo lo comenta así: «El salmista, llamándolos por su nombre, pone en orden los seres: en el cielo, dos astros según los tiempos, y aparte las estrellas; por un lado, los árboles frutales, por el otro, los cedros; en un plano, los reptiles, y en otro los pájaros; aquí los príncipes y allí los pueblos; en dos filas, quizá dándose la mano, jóvenes y doncellas… Dios los ha establecido, atribuyéndoles un lugar y una función; el hombre los acoge, dándoles un lugar en el lenguaje, y, así dispuestos, los conduce a la celebración litúrgica. El hombre es “pastor del ser” o liturgo de la creación» (Luis Alonso Schökel, Trenta salmi: poesia e preghiera, Bolonia 1982, p. 499).

Sigamos también nosotros este coro universal, que resuena en el ábside del cielo y tiene como templo el cosmos entero. Dejémonos conquistar por la alabanza que todas las criaturas elevan a su Creador.

En el cielo encontramos a los cantores del universo estelar: los astros más lejanos, los ejércitos de ángeles, el sol y la luna, las estrellas lucientes, los «cielos de los cielos» (cf. v. 4), es decir, los espacios celestes, las aguas superiores, que el hombre de la Biblia imagina conservadas en cisternas antes de derramarse como lluvias sobre la tierra.

El aleluya, o sea, la invitación a «alabar al Señor», resuena al menos ocho veces y tiene como meta final el orden y la armonía de los seres celestiales: «Les dio una ley que no pasará» (v. 6).

La mirada se dirige luego al horizonte terrestre, donde se desarrolla una procesión de cantores, al menos veintidós, es decir, una especie de alfabeto de alabanza, esparcido por nuestro planeta. He aquí los monstruos marinos y los abismos, símbolos del caos acuático en el que se funda la tierra (cf. Sal 23,2), según la concepción cosmológica de los antiguos semitas.

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El Padre de la Iglesia san Basilio observaba: «Ni siquiera el abismo fue juzgado despreciable por el salmista, que lo acogió en el coro general de la creación; es más, con su lenguaje propio, completa también él armoniosamente el himno al Creador» (Homiliae in hexaemeron, III, 9: PG 29,75).

La procesión continúa con las criaturas de la atmósfera: rayos, granizo, nieve y bruma, viento huracanado, considerado un mensajero veloz de Dios (cf. Sal 148,8).

Vienen luego los montes y las sierras, consideradas popularmente como las criaturas más antiguas de la tierra (cf. v. 9). El reino vegetal está representado por los árboles frutales y los cedros (cf. ib.). El mundo animal, en cambio, está presente con las fieras, los animales domésticos, los reptiles y los pájaros (cf. v. 10).

Por último, está el hombre, que preside la liturgia de la creación. Es definido según todas las edades y distinciones: niños, jóvenes y viejos, príncipes, reyes y pueblos (cf. vv. 11-12).

Encomendamos ahora a san Juan Crisóstomo la tarea de proporcionarnos una visión de conjunto de este inmenso coro. Lo hace con palabras que remiten también al cántico de los tres jóvenes en el horno ardiente, sobre el que meditamos en la anterior catequesis.

El gran Padre de la Iglesia y patriarca de Constantinopla afirma: «Por su gran rectitud de espíritu, los santos, cuando se disponen a dar gracias a Dios, suelen invitar a muchos a participar en su alabanza, exhortándolos a celebrar juntamente con ellos esta hermosa liturgia. Es lo que hicieron también los tres jóvenes en el horno, cuando llamaron a toda la creación a alabar a Dios por el beneficio recibido y cantarle himnos (Dn 3). Lo mismo hace también este salmo, invitando a ambas partes del mundo, la de arriba y la de abajo, la sensible y la inteligible. Lo mismo hizo el profeta Isaías, cuando dijo: “¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! (…), pues Dios ha consolado a su pueblo” (Is 49,13). Y así también se expresa el Salterio: “Cuando Israel salió de Egipto, los hijos de Jacob de un pueblo balbuciente, (…) los montes saltaron como carneros, las colinas como corderos” (Sal 113,1.4). Y en otro pasaje dice Isaías: “Las nubes destilen la justicia” (Is 45,8). En efecto, los santos, al considerar que no pueden alabar ellos solos al Señor, se dirigen a todo el orbe, implicando a todos en la salmodia común» (Expositio in psalmum CXLVIII: PG 55, 484-485).

También nosotros somos invitados a unirnos a este inmenso coro, convirtiéndonos en portavoces explícitos de toda criatura y alabando a Dios en las dos dimensiones fundamentales de su misterio. Por una parte, debemos adorar su grandeza trascendente, «porque sólo su nombre es sublime, su majestad está sobre el cielo y la tierra» (v. 13), como dice nuestro salmo. Por otra, reconocemos su bondad condescendiente, puesto que Dios está cercano a sus criaturas y viene especialmente en ayuda de su pueblo: «Él acrece el vigor de su pueblo, (…) su pueblo escogido» (v. 14), como afirma también el salmista.

Frente al Creador omnipotente y misericordioso aceptamos, entonces, la invitación de san Agustín a alabarlo, ensalzarlo y celebrarlo a través de sus obras: «Cuando tú observas estas criaturas y disfrutas con ellas y te elevas al Artífice de todo, y de las cosas creadas, gracias a la inteligencia, contemplas sus atributos invisibles, entonces se eleva su confesión sobre la tierra y en el cielo… Si las criaturas son hermosas, ¡cuánto más hermoso será el Creador!» (Exposiciones sobre los Salmos, IV, Roma 1977, pp. 887-889).

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Juan Pablo II

La hora de Laudes, sobre todo en el domingo, primer día de la semana, tiene un significado muy propio: nos recuerda aquel momento maravilloso en que, en el primer día de la semana, Dios hizo surgir la creación. Del caos primitivo y tenebroso, bajo el soplo vital del Espíritu, fueron saliendo las diversas criaturas que pueblan el universo: «El Espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas…; y separó Dios la luz de la tiniebla…; y vio Dios que la luz era buena» (Gn 1,2.4). En este contexto, el salmo 148, recitado en esta primera hora del primer día de la semana, adquiere un sentido muy propio, como alabanza de la creación a su Hacedor:Alabad al Señor, espacios celestes; alabadlo, montes y todas las sierras.

Pero para nosotros, cristianos, esta primera hora de la mañana, sobre todo en el día siguiente al sábado, nos recuerda que la creación primera alcanzó toda su perfección cuando Cristo, resucitando del sepulcro, la iluminó con una nueva luz: la esperanza de una vida sin fin.

Como pueblo sacerdotal que somos, invitemos, pues, a toda la creación, salida maravillosamente de las manos de Dios en el primer día de la semana y perfeccionada por la resurrección de Cristo también en el domingo, a que alabe al Señor: Alabad al Señor en el cielo, alabad al Señor en la tierra; es ésta la alabanza de Israel, su pueblo escogido.

Pedro Farnés